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La Republica Dominicana: modernización y

cambios
Por
DR. FRANK MOYA PONS
Conferencia inaugural
78º FERIA DEL LIBRO DE MADRID
31 de mayo de 2019

La moderna República Dominicana que ustedes contemplan hoy


cuando visitan sus hoteles de playas, o se atascan en el incesante
tráfico de sus ciudades, es el resultado de una revolución capitalista
que ha permanecido ignorada durante décadas hasta por los mismos
dominicanos.

Esta revolución se inició a finales del siglo XIX cuando los


gobiernos liberales de entonces, imbuidos en la llamada “ideología del
progreso”, ofrecieron incentivos fiscales y tierras gratuitas a capitalistas
extranjeros para inducirlos a invertir en la creación de ingenios
azucareros y plantaciones de productos tropicales (caña de azúcar, café,
cacao y bananos, principalmente).

Esa política resultó exitosa pues pronto llegaron la República


Dominicana inversionistas cubanos, norteamericanos, británicos y
alemanes que adquirieron tierras, importaron maquinarias y equipos,
construyeron ingenios y establecieron nuevas plantaciones.

En consecuencia, en cuestión de pocos años el paisaje


dominicano se transformó visiblemente pues las plantaciones ocuparon
enormes áreas de tierras llanas en donde antes había potreros y
haciendas ganaderas, o sabanas y bosques deshabitados.

En menos de veinte años el azúcar sustituyó al tabaco como


principal renglón de exportación. Concomitantemente, crecieron las
exportaciones de cacao, café y bananos, y aparecieron nuevas
plantaciones de coco.

Las divisas generadas por esas exportaciones estimularon el


desarrollo de un amplio sector mercantil. Este sector adquirió un gran
dinamismo durante las primeras tres décadas del siglo XX y contribuyó
decisivamente al crecimiento urbano de Santo Domingo, San Pedro de
Macorís, Santiago, Puerto Plata, Sánchez, La Vega y Montecristi.

Durante casi todo el siglo XX las principales plantas industriales


fueron los ingenios azucareros. Había también unas pocas fábricas de
cigarros y cigarrillos, cerveza y ron, fósforos, molinos de arroz y
factorías de café. El resto eran pequeños establecimientos familiares
ocupados en la fabricación de muebles, colchones y almohadas, bebidas
carbonatadas, queso y mantequilla, chocolate, almidón, manteca,
zapatos carteras y sombreros.

El crecimiento industrial dominicano recibió un fuerte estímulo


durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea. Durante ese
período el dictador Rafael Trujillo utilizó los ingresos extraordinarios en
divisas generados por el aumento de los precios de los productos de
exportación para financiar la instalación de nuevas industrias de
sustitución de importaciones.

Hasta entonces Santiago, Puerto Plata y San Pedro de Macorís


concentraban la mayoría de los talleres y factorías. La capital del país,
Santo Domingo, era todavía una ciudad meramente administrativa.

Pero ahora, con el dictador Trujillo a la cabeza de un emergente


grupo industrial, las nuevas fábricas se instalaron en la capital de la
República y sus alrededores produciéndose, en consecuencia, una
relocalización geográfica de la planta industrial dominicana.

Entre 1945 y 1960 Trujillo y sus socios construyeron importantes


plantas productoras de cemento, productos de asbesto, grasas
vegetales, sacos y cordeles, clavos, carnes, cerveza, textiles, alcoholes,
bebidas, azúcar, harina, asfalto, chocolate, botellas de vidrio, papel y
cartón, abonos químicos, madera, muebles, zapatos, productos
farmacéuticos, arroz pulido, y otros productos.

La concentración de muchos de esos establecimientos en la


capital de la república y sus alrededores terminó cambiando el carácter
meramente administrativo de esta ciudad al convertirla en un centro
manufacturero a donde acudieron decenas de miles de dominicanos
provenientes de los campos y ciudades del interior en busca de
ocupación.

Para entonces la población dominicana había estado creciendo


muy rápidamente debido a la mejoría de las condiciones sanitarias, un
proceso que inició el gobierno militar estadounidense que dirigió el país
entre 1916 y 1924.

Los gobiernos que posteriores a la ocupación militar


norteamericana continuaron con las campañas antiparasitarias y de
vacunación, construyeron nuevos hospitales y fomentaron la
formación nuevos médicos. Esas medidas, junto con la introducción
de los antibióticos a finales de la década del 40, hicieron disminuir
radicalmente las tasas de mortalidad y favorecieron mayores índices
de supervivencia infantil.
El resultado fue un crecimiento explosivo de la población que
solo se hizo evidente con el levantamiento del censo de 1950. En ese
año la población dominicana registrada fue de 2.5 millones de
habitantes que contrastaban con el escaso millón que había en 1920.

El censo de 1960 empadronó más de 3 millones de habitantes.


Junto con Costa Rica, la República Dominicana había estado pasando
por una revolución demográfica que la llevaba a duplicar su población
cada dos décadas.

Ese crecimiento demográfico obligó al gobierno a aumentar su


burocracia y ampliar los servicios públicos al tiempo que elevaba el
número de hombres empleados en las fuerzas armadas para atender
a los requerimientos defensivos del régimen de Trujillo.

La mejoría de las condiciones de vida en las ciudades estimuló a


muchos campesinos y peones sin tierra a mudarse a los centros
urbanos con la esperanza de encontrar un trabajo en el Estado o en
las nuevas industrias que se estaban construyendo.

La creciente población urbana expandió la demanda de


alimentos, lo cual estimuló la producción agropecuaria. Una firme
política de colonización llevó a la apertura de cientos de miles de
hectáreas de tierras que hasta entonces habían permanecido
inexplotadas.

Para ello el Gobierno construyó numerosos canales de riego que


comenzaron a irrigar campos antes incultos que fueron dedicados a la
siembra de arroz y plátano, guineos, yuca, maní y vegetales. A resultas
de esas medidas, el horizonte rural dominicano se amplió
considerablemente durante las décadas de los años 40 y 50.

También creció la matrícula escolar y se multiplicaron los


profesionales universitarios. Tanto el número de escuelas como de
estudiantes inscritos se cuadruplicaron entre 1936 y 1956.

La Universidad de Santo Domingo, que había sido reorganizada


en 1932 y había mantenido un estudiantado de alrededor de 1,000
estudiantes durante muchos años, vio crecer su matrícula a 3,000
estudiantes en 1960. A partir de 1961 la matricula universitaria
aumentó de manera creciente y sostenida, y todavía no ha dejado de
crecer.

En los años 60 muchos graduados de esta universidad salieron a


realizar estudios al exterior y regresaron con ideas nuevas, convertidos
en portadores de innovaciones tecnológicas modernas en diversos
campos y especialidades.

Todos estos cambios, sin embargo, no fueron suficientes para


satisfacer las necesidades básicas de la población debido a que el
crecimiento económico y la industrialización de aquellos años se
realizaron sobre la base de un sistema de monopolios familiares cuyos
dueños eran Trujillo y sus asociados.

El resultado fue un crecimiento económico deformado, totalmente


asimétrico, en el cual solamente una minoría de minorías estaba en
capacidad de aprovechar las ventajas del reciente desarrollo industrial,
mientras la mayoría de la población quedaba marginada del acceso a
las fuentes de riqueza del país.

Al final de los años 50 era evidente que los hospitales construidos


eran insuficientes, las escuelas no daban abasto para atender a la
población, el analfabetismo había crecido, el costo de la vida había
aumentado y los salarios se mantenían congelados.

Cada vez había más desempleados deambulando por las ciudades,


mientras la pequeñísima oligarquía familiar trujillista transfería fuera del
país de los capitales que debieron ser reinvertidos en la creación de
nuevos empleos.

Para entonces, centenares de miles de campesinos se habían


empobrecido por haber perdido sus tierras en manos de la oligarquía
gobernante, y en menos de una década surgió un proletariado rural
que se hacía cada vez más numeroso y pobre debido la continua
pérdida de sus tierras.

La migración de estos proletarios rurales abrió un proceso de


urbanización marginalizada en las zonas periféricas de las principales
ciudades. Ese proceso de marginalización, que ya era notable en 1960,
se aceleró rápidamente durante las décadas siguientes.

Surgió así una enorme masa de chiriperos, buscavidas y


jornaleros de ocupación precaria residentes en nuevas favelas muy
parecidas a las de otras ciudades latinoamericanas, pero desconocidas
antes de la era de Trujillo.

Puede decirse que Trujillo recibió, en 1930, una sociedad


tradicional, biclasista, provinciana, atrasada y pobre, y dejó al morir,
en 1961, una sociedad en vías hacia la urbanización y la
industrialización, pero subdesarrollada y con una muy desigual
distribución de la renta nacional.

Aparte de las cámaras de comercio locales y unos pocos


gremios y clubes sociales, no había en 1961 asociaciones
empresariales, profesionales, estudiantiles y obreras que ejercieran una
vida funcional. La participación democrática en la vida política era
realmente nula.
Como el desarrollo urbano se había concentrado en las ciudades
de Santo Domingo, San Cristóbal y Santiago, los demás pueblos del
país estaban afectados por servicios sociales y sanitarios ineficientes .
Los caminos y carreteras estaban también muy deteriorados debido al
colapso económico que sufrió el país en las postrimerías de la
dictadura.

En 1961 el país se enfrentaba con la siguiente realidad: una


población de tres millones de habitantes en la cual todavía el 70 por
ciento de la población vivía en el campo; el 40 por ciento de sus
habitantes analfabetos; pueblos y ciudades que empezaban a recibir
oleadas masivas de familias campesinas que huían de la miseria de los
campos y llegaban a construir favelas en los márgenes de los pueblos
y ciudades.

La economía rural continuaba dominada por las plantaciones


azucareras que generaban el 60 por ciento de las divisas del país, pero
que se sostenían sobre la base de un proletariado rural cada vez más
empobrecido.

Todo eso empezó cambiar después de la caída de la dictadura. La


muerte de Trujillo en 1961 hizo despertar las energías sociales y
políticas de la nación, y dio comienzo a un intenso proceso de
democratización. De pronto surgieron sectores que la dictadura había
reprimido o marginado: partidos políticos, sindicatos, asociaciones de
profesionales, organizaciones estudiantiles y una prensa libre.

Los gobiernos, todos, que han administrado la República


Dominicana desde entonces abrazaron una ideología desarrollista
diseminadas por los Estados Unidos a través del conocido programa de
la Alianza para el progreso puesto en marcha en 1962.

Pasada la guerra civil de 1965, el país entró en una dinámica de


inversiones y construcción de infraestructuras públicas que no se ha
detenido hasta la fecha. Todos los gobiernos dominicanos, cada uno
según sus posibilidades y según la capacidad gerencial y política de sus
mandatarios, todos, repito, se han empeñado en desarrollar el país
dentro de un marco del capitalismo y el libre mercado.

Muchos de los programas de desarrollo ejecutados por los


gobiernos en los últimos cincuenta años fueron diseñados y financiados
por agencias internacionales como la Agencia para el Desarrollo
Internacional de los Estados Unidos, el Banco Mundial y el Banco
Interamericano de Desarrollo.

Estimulados por esas instituciones, los gobiernos no han cesado


de construir puertos, carreteras de todo tipo, acueductos rurales y
urbanos, calles, hidroeléctricas y generadoras de energía, aeropuertos,
hospitales, escuelas y viviendas, edificios públicos, parques, y hasta han
intentado proteger los recursos naturales del país mediante la
implantación de un sistema nacional de áreas protegidas que cubre el
30 por ciento del territorio nacional.
La inversión pública se convirtió en el motor del crecimiento
económico. Este ha sido un crecimiento que desde 1941 solo ha tenido
tres cortas coyunturas de estancamiento (1973, 1985 y 2005).

Aparte de esos tres momentos, la economía dominicana se ha


mantenido creciendo de manera continua y sostenida por más de
setenta años, reforzada por los ingresos del turismo, las remesas de los
expatriados y la inversión extranjera en sectores mercantil, industrial,
turismo y comunicaciones.

Santo Domingo y Santiago han recibido el grueso de la inversión


pública, pero en las zonas costeras la inversión privada ha sido masiva
en proyectos hoteleros y viales para el turismo de sol y playa.

La creciente democratización enseñó a la población a canalizar


sus demandas ante el Estado para que los gobiernos inviertan en la
modernización de sus localidades. En consecuencia, todos los centros
poblados han sido dotados de nuevas escuelas, calles, acueductos,
caminos vecinales, clínicas y hospitales.

En muchos lugares esas estructuras han resultado insuficientes


porque la población dominicana ha continuado creciendo. Ya dijimos
que en 1961 el país tenía una población de tres millones de
habitantes. De ellos, el 70 por ciento vivía en el campo. Hoy la
República Dominicana tiene once millones de personas, de las cuales
el 80 por ciento vive en ciudades.

Esto quiere decir que el país se ha urbanizado. Esa


urbanización, dicho sea de paso, no ha sido solamente vegetativa,
también ha resultado de un intenso proceso de migración rural-
urbana que demanda de mayores inversiones de las que pueden hacer
los gobiernos con el tamaño actual de la economía.

Muchas otras cosas han cambiado, y mucho. En 1960, por


ejemplo, la expectativa de vida de los nacidos era de 53 años y en 1970
alcanzó los 60 años. Hoy sobrepasa los 74 años. Hoy los dominicanos
vivimos más y somos más.

También crecemos más porque antes, en 1960, la mortalidad


infantil era de más de cien niños por cada mil nacidos y hoy es de
apenas 30 por mil gracias a la mejoría de los servicios de salud y a los
avances de la medicina moderna. Cierto es que en muchos casos esos
servicios no son de alta calidad, pero aun así han impactado en el
aumento de la expectativa de vida.

En 1960 el producto interno bruto era de 790 millones de dólares.


Hoy supera los 70,000 millones de dólares, 83 veces más. Hoy
producimos más de ochenta veces más que hace medio siglo.
En 1961 el presupuesto nacional apenas sobrepasaba los 184
millones de dólares. Hoy se acerca a los 18,000 millones de dólares.

En 1961 el ingreso per cápita de los dominicanos era de 263


dólares, uno de los más bajos del hemisferio. Hoy es de 9,500 dólares y
ya el país no se considera entre los más pobres de América Latina.

En 1983 el país tenía solamente 254,000 teléfonos. Hoy hay más


de once millones de teléfonos. De esos aparatos, más de nueve millones
son celulares. La población nacional de es once millones de personas.
Tenemos, por lo menos un teléfono por cada habitante del país.

Esto, no se puede negar, es parte de la revolución de las


comunicaciones que está teniendo lugar en todo el planeta, pero lo que
hace que estos números adquieran relevancia entre nosotros es que el
dominicano es uno de los territorios con mayor densidad telefónica de
América Latina.

En 1961 la red de caminos y carreteras de todo tipo tenía 5,000


kilómetros. Hoy sobrepasa los 18,000 kilómetros. Esto hace, también,
que la República Dominicana sea uno de los países con mayor densidad
vial en toda América Latina y el Caribe.

Esas carreteras y caminos son utilizados hoy por más de cuatro


millones de vehículos de motor, de los cuales 2.4 millones son
motocicletas, 900,000 son automóviles, 430,000 son yipetas
(todoterrenos) y 100,000 autobuses, en adición a 425,000 vehículos de
carga y casi 50,000 de equipos pesados.

Que en una población de once millones haya 2.4 millones


transportándose en motocicletas es -no importa de cual otra manera se
vea- un indicador parcial de superación de pobreza porque hasta muy
recientemente la mayoría de esas personas andaban a pie o a lomo de
burros y caballos (Hace veinte años, en 1999, solo había 375 mil
motocicletas).

Que en esa población de once millones haya también 900,000


propietarios de automóviles y 430 propietarios de yipetas todoterreno es
un dato que tiene una amplia significación social que también puede
ser explicada como un indicador parcial de formación de una nueva
clase media inexistente hace veinte años.
Hace veinte años los autos apenas pasaban de 400 mil unidades
y solo había 45 mil yipetas. Estas se han multiplicado por diez.

Podemos mencionar también que veinte años atrás el país


contaba con 38 mil autobuses. Hoy posee 100 mil. Tenía entonces 197
mil vehículos de carga. Hoy son 425 mil. Había entonces 10 mil equipos
pesados. Hoy son más de 22 mil. Lo mismo ocurrió que los camiones de
volteo que entonces eran unos 9,000 camiones y hoy son más de
20,000.

En 1963 los turistas apenas llegaban a 44,000. Hoy nos visitan


más de 6 millones de extranjeros. En aquel año sólo había 3,500
habitaciones hoteleras en el país. Hoy sobrepasan las 90,000.

En 1961 uno de cada tres de dominicanos eran analfabetos (más


del 35 por ciento). Hoy solamente el 12 por ciento no sabe leer y
escribir.

En 1962 el país tenía apenas 3,000 estudiantes universitarios y


una sola universidad. Hoy tiene más de medio millón de inscritos en
más de 40 instituciones llamadas de educación superior.

Una de esas universidades, la hoy Pontificia Universidad Católica


y Maestra abrió sus puertas en ese año de 1962 con apenas un
centenar de estudiantes y cuatro facultades. Hasta el día de hoy esa
universidad ha graduado más de 75,000 profesionales y técnicos en
todas las ramas del saber y del quehacer que su país necesita.

Envuelta en las cifras anteriormente mencionadas hay una


impresionante realidad que pasa generalmente desapercibida: en las
últimas décadas ha habido un cambio radical en la composición de la
matrícula universitaria pues ahora las hembras superan a los varones.

En 1960 el número de varones universitarios era cuatro veces el


de hembras. Hoy, producto de la democratización creciente de la
sociedad dominicana, esa situación se ha invertido completamente y el
número de mujeres crece más rápidamente que el de hombres en las
universidades del país.

Expresado en números: hoy, las mujeres componen más de las


dos terceras partes (67 por ciento) de la matrícula universitaria
nacional, esto es, dos hembras por cada varón. Si eso no es una
revolución, díganme ustedes con qué otro nombre podríamos llamarla.

Esos números significan muchas cosas que nos llevaría un buen


rato analizar, pero baste por ahora mencionar que son algunos
indicadores de que algo fundamental ha estado cambiando en la
sociedad dominicana en los últimos cuarenta años.

Ya que estamos en la inauguración de una feria del libro, creo que


a ustedes les interesará conocer la dinámica de la industria editorial
dominicana durante los últimos quince años. Fíjense: entre 2004 y
2019 los escritores y editores registraron en la base de datos ISBN la
apreciable suma de 16,030 títulos. Como todos los libros publicados en
el país no son registrados ahí, esta cifra marca la cantidad mínima de
libros de todo tipo publicados en la República Dominicana en los
últimos tres lustros. El promedio anual de obras impresas entre 2005 y
2012 fue de 1,207 libros. Entre 2014 y 2018 ese promedio subió a casi
1,600 títulos (1,591). En lo que va de este año, hasta el día de ayer, los
escritores y editores han registrado 720 obras, muchas de las cuales se
exponen hoy por primera vez en esta Feria del Libro.

Además de esos indicadores, he dejado de mencionar muchos


otros igualmente significativos como, por ejemplo, la enorme expansión
de supermercados e hipermercados en todo el territorio nacional. Once
grandes compañías han instalado más de 170 de esos grandes
establecimientos, además de centros comerciales de servicios múltiples
(“malls” e hipermercados) en las principales ciudades y hasta en
pueblos de mediano tamaño, lo cual ha estado alterando
profundamente la estructuras y canales de abastecimiento y
distribución de alimentos y otros artículos de consumo, todo ello sin
que los tradicionales colmados hayan desaparecido.

Todo lo anterior supone la acumulación de cientos de miles de


procesos sociales e interacciones humanas que han culminado en
grandes transformaciones estructurales. Esas transformaciones todavía
no han sido debidamente estudiadas, pero nos estallan en la cara cada
vez que observamos cómo han cambiado el pueblo dominicano, sus
instituciones y su cultura.

Este es un cambio fundamental y es también un cambio


difícilmente reversible cuya dirección debería llevarnos (aunque esa sea
una meta muy lejana) hacia una sociedad más industrializada y más
moderna, aun cuando su base productiva ha devenido en una economía
de servicios.

Permítanme repetirles que la República Dominicana exhibe hoy


una nueva sociedad surgida de una revolución capitalista, una
revolución acaecida dentro de otras dos revoluciones: una demográfica
y otra tecnológica.

Lo más llamativo de la revolución capitalista dominicana es que


tuvo lugar en el contexto de la Guerra Fría, en una época en que otros
países y algunos grupos, tanto dentro del país como en el extranjero
fomentaban la implantación de un modelo socialista o comunista.

Las grandes transformaciones estructurales que han tenido lugar


por vía de esta revolución han venido acompañadas de una rápida
modificación de las costumbres y de las instituciones sociales.

La velocidad con que la población se ha adaptado a los cambios


ha sido bastante desigual, pues a la par de muchas personas que han
ido urbanizándose y modernizándose, otras tantas continúan
conservando hábitos aldeanos o pueblerinos propios de épocas
anteriores.
La República Dominicana se presenta entonces hoy como una
sociedad dual que mantiene todavía ciertas formas de vida
pertenecientes a la sociedad rural o tradicional de la que proviene.

La modernización ha generado nuevas estructuras de


pensamiento, nuevas mentalidades, nuevos valores, nuevas
costumbres, nuevas instituciones, nuevas formas de vestir, de hablar,
de alimentarse, de divertirse.

Un solo ejemplo nos basta para ilustrar esos cambios: la profunda


secularización de la vida religiosa entre los dominicanos.

Prácticamente de ayer eran las gigantescas procesiones de


Semana Santa o los peregrinajes a los santuarios de Higüey y el Santo
Cerro para venerar a la Virgen de la Altagracia y la Virgen de las
Mercedes. Hoy la Semana Santa no es un tiempo de oración y
recogimiento, sino una gran fiesta nacional de varios días de
sensualidad y alcohol en las playas y centros vacacionales del país.

Tarde o temprano esos cambios tenían que producirse debido al


intercambio comercial y cultural, y a la intensidad de las
comunicaciones con los países industrializados o super industrializados
del norte del planeta que encabezan hoy la revolución tecnológica que
ha transformado el mundo en “una aldea digital”.

En el caso dominicano podemos afirmar que los cambios se han


acelerado debido a la industrialización, la urbanización, el incremento
de las comunicaciones, la exposición a la conducta de millones de
turistas que visitan el país, el aumento de los viajes internacionales y la
asimilación continua de modelos de vida de las sociedades
postindustriales a través del cine, la radio, la televisión y la migración
de retorno.

Queramos o no, ningún pueblo de la tierra y, en particular, el


dominicano puede sustraerse de continuar experimentando esos
grandes cambios debido a la interdependencia económica y la
globalización del planeta.

La gran revolución capitalista que ha transformado el país ha


producido grandes logros, pero también ha conllevado grandes costos
que han dejado notables deudas sociales y ambientales (pobreza
extrema, enfermedades, deforestación, escasez de agua y pérdida de
suelos agrícolas, endeudamiento externo, corrupción, mala educación,
desigualdad económica, contaminación ambiental…).

Pero esa revolución también ha contribuido a la disminución de la


pobreza y a la formación de una pujante clase media. Esa revolución es
ya indetenible, pero es también es mejorable. Regular el cambio, o
reencauzarlo, para que aproveche a todos es uno de los grandes retos
que debe enfrentar esta generación.

La República Dominicana cambia mucho, y seguirá cambiando.


La presencia de esta pléyade de escritores y artistas nacionales en esta
Feria del Libro de Madrid es también una muestra de lo mucho que han
cambiado la sociedad y la cultura dominicanas.

Madrid, 31 de mayo 2019.

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