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Reflexión sobre el Adviento

2021
Mgr. Darío R. Cardozo

TIEMPO DE ADVIENTO
TIEMPO DE ESPERANZA
Por Darío R. Cardozo Ficoseco

INTRODUCCIÓN
Adviento: alegría, espera, conversión, presencia…

Estamos iniciando en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en la
comunidad, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de
Dios, a la salvación que viene de su amor.
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El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el


que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se
despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.

Nunca habría imaginado nadie que el Mesías pudiera nacer de una joven humilde como María, esposa prometida
del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, sin embargo en su corazón la espera del Salvador era tan
grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes que Él encontró en ella una madre digna. Hay una misteriosa
correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura "llena de gracia", totalmente transparente al
designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un
espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede llenar».

«Con la palabra "adventus" se pretende sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no
nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y
viene a visitarnos de múltiples maneras».

— «El significado de la expresión “adviento” comprende por tanto


también el de visitatio, que quiere decir simple y propiamente "visita"; en este
caso se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí.

— «El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos empezando, nos
invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a
comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos
dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas
veces Dios nos hace percibir algo de su amor!».

— «El hombre, en su vida, está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la
realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que
descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la posición social, no le queda nada
más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una
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certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras
lágrimas».

— «Si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en
un peso demasiado grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de
sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la alegría de la espera hace el presente
más precioso».

— «Dios nos habla de múltiples modos: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los
acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto según si detrás de ella está Él o
si está ofuscada por la niebla de un origen incierto y de un incierto futuro. A nuestra vez, podemos dirigirle la
palabra, presentarle los sufrimientos que nos afligen, la impaciencia, las preguntas que nos brotan del corazón».

— «¡Estamos seguros de que Jesucristo nos escucha siempre! Y si Jesús está presente, no existe ningún tiempo
privado de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir esperando también cuando los demás no pueden
asegurarnos más apoyo, aun cuando el presente es agotador».

— «¡Qué alegría inmensa tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra
fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a Ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo».

El Pecado y la Redención
El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios.

El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a


Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer
que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más
cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza? Dios conoce el
corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su
verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como
humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo
tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un
nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo,
mediante la Palabra y los sacramentos.
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¿Porqué viene Dios al mundo?

El pecado de Adán, irrumpe en la historia destrozando la relación de amor que Dios tenía con el hombre.

Cuando Adán peca, no lo hace por ignorancia – tenía ciencia infusa – ni es solo un pecado de desobediencia o de
gula.

El pecado de Adán, se revela por las palabras de la serpiente: “sereis como dioses”. Es un pecado de Idolatría.
Él elige NO adorar a Dios, para erigirse en su propio dios. El árbol de la ciencia del bien y del mal, no es una
fuente de simple conocimiento o de intelectualidad.

Es un ejercicio abusivo de la libertad, en el cual Adán decide que él será quien determine las leyes del Orden
Natural de origen Divino, convirtiéndolo en un Orden Personal, cuyo origen será el capricho de la creatura.

Pone Su voluntad humana por encima de la Voluntad Divina, para “ser como dios”.

Ésta ruptura de la humanidad con Dios, no podía ser reparada por la humanidad. La ofensa a Dios, solo puede
ser reparada por Dios. El abismo que se produce entre la humanidad y la divinidad, es insalvable por las solas
fuerzas humanas, porque el ofendido es Dios.

La idolatría de Adán, sume a toda la naturaleza en la obscuridad de buscar otros dioses, y se aparta de la Luz del
Rostro Divino.
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El hombre ya no puede mirar cara a cara a Dios, porque su infidelidad le quitó la pureza del alma que se
requiere para soportar la presencia divina. A partir del pecado original, el que ve a Dios, indefectiblemente
muere, dice la Biblia. En Éxodo 33:20 Dios declara, “No podrás ver mi rostro; porque el hombre que me vea,
morirá”.

Entonces, en un Acto de Amor, uno más, Dios se oculta del hombre, y le permite vivir, pero toda la creación se
ha envilecido por las consecuencias del Pecado cometido.

Entonces, Dios busca la manera de restaurar la humanidad y a toda la creación, y reparar el Pecado Original, con
un acto que pueda sanar la herida abierta.

Ahora se presenta un dilema: como el causante de la ofensa a Dios es el hombre, debiera ser el propio hombre el
causante de la reparación. Pero con la humanidad herida y caída por el Pecado Original, el hombre no cuenta con
lo necesario para restaurar su propia humanidad. Y viendo esto, Dios propone como solución hacerse él mismo
hombre, hombre perfecto, para que sea el Hombre el restaurador de su humanidad.

Si el pecado original fue la Idolatría, la Redención Universal debe ser un acto de


Adoración perfecta a Dios.

Por ello, la Encarnación es necesaria. Cristo, Dios hecho hombre, es el nuevo Adán
que con su vida hace lo que el primitivo Adán no hizo: Adorar a Dios. En todo
momento, en todos sus actos, con toda su alma, con todo su ser.

Por eso, el Niño de Belén, está indisolublemente unido al Hombre en la Cruz.


Porque es un único y Gran Misterio de Redención. “Para esto he nacido y para esto
he venido al mundo” le dirá Jesús a Poncio Pilatos.

El niño Dios, culmina su vida de Adoración a Dios en la Cruz.


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En el antiguo testamento, los Levitas Judíos eran los Sacerdotes que ofrecían a Dios los sacrificios en un altar de
piedra. Habían distintos tipos de sacrificios, en los cuales se ofrecían animales o vegetales que se dividían en tres
partes: una para Dios, otra para el sacerdote, y una tercera para el oferente.

Pero había un tipo especial de Sacrificio, el Sacrificio de Holocausto, en el


cual se ofrecía el mejor ganado, un cordero de 1 año, perfecto, al cual
nunca se lo haya esquilado, reservado desde el nacimiento solo para Dios.
En ese sacrificio, la ofrenda del cordero se quemaba sobre el altar hasta
que no quedara nada, totalmente consumido por el fuego significando que
se lo ofrece solo y totalmente para Dios.

Cristo en la Cruz, es el Perfecto Sacerdote que ofrece el Sacrificio. Es el Cordero Perfecto, que se ofrece como
Sacrificio de Holocausto. Y es su cuerpo el Altar sobre el que se rocía la sangre y en donde se inmola a la
Victima solo para Dios.

Es un Acto de Adoración Perfecta a Dios. Cristo en la Cruz, Adora a Dios. Hace lo que Adán no hizo. Y con
ello, repara y restaura a la humanidad entera, reparando la ofensa a Dios, porque ahora, un Hombre en nombre
de todos los hombres, Adora a Dios como es debido, en forma perfecta, y devuelve a la humanidad la Amistad
Divina, y sacando del barro a la humanidad caída, nos vuelve a Dios, a su Abrazo de Amor. Y nos dá mucho
más de lo que habíamos perdido con Adán: ya no solo nos hace Amigos de Dios, sino que nos hace Hijos de
Dios, hermanos de Cristo, Herederos del Cielo.

Adán era Creatura de Dios. Nosotros, por Cristo, somos Hijos de Dios.
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Y aquí cabe la pregunta: si Adán no hubiera pecado, ¿Dios igual se habría encarnado?

San Juan de la Cruz y otros teólogos místicos, coinciden en que SI, en que de todos modos Dios habría asumido
la Naturaleza Humana. ¿Por qué? POR AMOR. Por que dice el Santo, tomando la doctrina de Santo Tomás de
Aquino: “El amor encuentra iguales o los hace”. Y siendo la humanidad el Gran Amor de Dios, lo más
conveniente es que Dios se una esponsalmente con la humanidad amada. Y para ello, debía hacerse como el
hombre, para que el hombre pudiera unirse a Dios.

Éste es un misterio grande, porque si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, el “modelo” del
hombre perfecto por el cual se nos imprime tal semejanza, es Cristo. Y quien más se parece a Cristo, es más
amado por Dios, y como dice San Juan de la Cruz: quien en nada se asemeje al Hijo, en Dios nada hallaría.

La Esperanza Cristiana
Existen maneras muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno de un presente cargado de sentido, la espera
puede resultar insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente está
vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado
grande, porque el futuro es del todo incierto. En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada
instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente.
Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente, donde ya nos alcanzan los dones del Señor,
vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. De este modo, el Adviento cristiano
es una ocasión para despertar de nuevo en nosotros el sentido verdadero de la espera,
volviendo al corazón de nuestra fe, que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado
durante muchos siglos y que nació en la pobreza de Belén.

El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como
un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: Despierta.
Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, «el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob» no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino
que es el Dios-que-viene.
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Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse
con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea
liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.

Los Padres de la Iglesia explican que la «venida» de Dios —continua y, por decirlo así, connatural con su mismo
ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin
de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, 1: PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla
entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor.

Si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las
cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad.

Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no
cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo
tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo.

Mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios
nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su amor, que
pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios precede siempre a
nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero.

Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo demás, la experiencia
nos demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es lo que impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en
el hombre? Es una confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de
las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor forma posible, por realizar un bien que
parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en
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los diversos ámbitos de la sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque
Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.

El Primer Adviento

En nuestras familias se conserva la costumbre de hacer el pesebre. Pero no basta con repetir un gesto tradicional,
aunque sea importante. Hay que intentar vivir en la realidad del día a día lo que el pesebre representa, es decir el
amor de Cristo, su humildad, su pobreza».

El pesebre es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría. Ésta no consiste
en tener muchas cosas, sino en sentirse amado por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a
otros.

— «Miremos el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer
hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan,
y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra Dios, Quien se ha hecho presente en el pequeño
Jesús».

— «Para alegrarnos, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un Dios cercano, que
calienta nuestro corazón, y responde a nuestros anhelos más profundos».

— «¡Qué alegría inmensa tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad
y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a Ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo».

Y es precisamente el Espíritu Santo, que formó a Jesús, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a
cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando ante todo el corazón y, desde este
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centro, todo el resto. Así, sucede que en cada persona se renueva toda la obra de la creación y de la redención,
que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo van realizando desde el inicio hasta el final del cosmos y de la historia.

La Iglesia en Adviento. La Parusía.


En el centro de la historia de la humanidad está la primera venida de Cristo y, al final, su retorno glorioso, así
toda existencia personal está llamada a confrontarse con él —de modo misterioso y multiforme— durante su
peregrinación terrena, para encontrarse "en él" cuando vuelva.

La palabra central del Adviento es Venida. Debemos preguntarnos qué significa venida del Señor. En griego es
parusía, en latín adventus, adviento, venida. ¿Qué es esta venida?

Para comprender el significado de esta palabra, debemos contemplar a la persona gracias a la cual se realizó de
modo único, singular, la venida del Señor: la Virgen María. María pertenecía a la parte del pueblo de Israel que
en el tiempo de Jesús esperaba con todo su corazón la venida del Salvador, y gracias a las palabras y a los gestos
que nos narra el Evangelio podemos ver cómo ella vivía realmente según las palabras de los profetas.

Esperaba con gran ilusión la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría esa venida. Quizá
esperaba una venida en la gloria. Por eso, fue tan sorprendente para ella el momento en el que el arcángel
Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, de ella, quería realizar su
venida a través de ella. Podemos imaginar la conmoción de la Virgen. María, con un gran acto de fe y de
obediencia, dijo «sí»: «He aquí la esclava del Señor». Así se convirtió en «morada» del Señor, en verdadero
«templo» en el mundo y en «puerta» por la que el Señor entró en la tierra.

Hemos dicho que esta venida del Señor es singular. Sin embargo, no sólo existe la última venida, al final de los
tiempos. En cierto sentido, el Señor desea venir siempre a través de nosotros, y llama a la puerta de nuestro
corazón: ¿estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida?

Esta es la voz del Señor, que quiere entrar también en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a
través de nosotros. Busca también una morada viva, nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor.

Esto es lo que queremos aprender de nuevo en el tiempo del Adviento: que el Señor pueda venir a través de
nosotros.
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Por tanto, podemos decir que Dios nos llama a la comunión consigo, que se realizará plenamente cuando vuelva
Cristo, y él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo. El futuro,
por decirlo así, está contenido en el presente o, mejor aún, en la presencia de Dios mismo, de su amor
indefectible, que no nos deja solos, que no nos abandona ni siquiera un instante, como un padre y una madre
jamás dejan de acompañar a sus hijos en su camino de crecimiento.

Ante Cristo que viene, el hombre se siente interpelado con todo su ser, que
el Apóstol San Pablo resume con los términos «espíritu, alma y cuerpo», indicando así a toda la persona
humana, como unidad articulada en sus dimensiones somática, psíquica y espiritual. La santificación es don de
Dios e iniciativa suya, pero el ser humano está llamado a corresponder con todo su ser, sin que nada de él quede
excluido.

Y es precisamente el Espíritu Santo, que formó a Jesús, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a
cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando ante todo el corazón y, desde este
centro, todo el resto. Así, sucede que en cada persona se renueva toda la obra de la creación y de la redención,
que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo van realizando desde el inicio hasta el final del cosmos y de la historia. Y
como en el centro de la historia de la humanidad está la primera venida de Cristo y, al final, su retorno glorioso,
así toda existencia personal está llamada a confrontarse con él —de modo misterioso y multiforme— durante su
peregrinación terrena, para encontrarse «en él» cuando vuelva.

Que María santísima, Virgen fiel, nos guíe a hacer de este tiempo de Adviento y de todo el nuevo Año litúrgico
un camino de auténtica santificación, para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La Liturgia del Adviento


El Adviento recuerda que la Navidad es Dios que «viene para estar con nosotros».

En Adviento, la liturgia nos repite con frecuencia y nos asegura, como queriendo
derrotar nuestra desconfianza, que Dios “viene”.

Viene para estar con nosotros, en cada una de nuestras situaciones; viene para vivir
entre nosotros, a vivir con nosotros y en nosotros; viene a llenar las distancias que nos
dividen y separan; viene a reconciliarnos con Él y entre nosotros.
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Dios, viene en la historia de la humanidad para tocar a la puerta de cada hombre y de


cada mujer de buena voluntad, para ofrecer a los individuos, a las familias y a los
pueblos el don de la fraternidad, de la concordia y de la paz.

Por este motivo, Adviento es por excelencia el tiempo de la esperanza, en el que los
creyentes en Cristo están invitados a permanecer en espera vigilante y activa,
alimentada por la oración y por el compromiso concreto del amor.

El Adviento, nos invita a detenernos, en silencio, para captar una presencia.

Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que
Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros.

¡Cuán a menudo nos hace percibir Dios un poco de su amor! Escribir un "diario interior" de este amor sería una
tarea hermosa y saludable para nuestra vida. El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor
presente. La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería
ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como "visita", como un modo en que él puede venir a nosotros y
estar cerca de nosotros, en cualquier situación?

Elemento fundamental del Adviento es la espera, una espera que es al mismo


tiempo esperanza.

El Adviento nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como


"kairós", como ocasión propicia para nuestra salvación. Jesús explicó esta
realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados
a esperar el regreso de su dueño; en la parábola de las vírgenes que esperan al
esposo; o en las de la siembra y la siega.

En la vida, el hombre está constantemente a la espera: cuando es niño quiere


crecer; cuando es adulto busca la realización y el éxito; cuando es de edad
avanzada aspira al merecido descanso. Pero llega el momento en que descubre que ha esperado demasiado poco
si, fuera de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino
de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente a lo largo de
nuestra vida, nos acompaña y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no lejano, todo encontrará su
cumplimiento en el reino de Dios, reino de justicia y de paz.

En los primeros días de éste tiempo litúrgico, se subraya la espera de la última venida del Señor, como lo
demuestran los textos de la Liturgia de la Palabra.

En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la
«plenitud del tiempo».
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Entre estas dos venidas, «manifiestas», hay una tercera, que san Bernardo llama «intermedia» y «oculta»: se
realiza en el alma de los creyentes y es una especie de «puente» entre la primera y la última. «En la primera —
escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es
nuestro descanso y nuestro consuelo» (Discurso 5 sobre el Adviento, 1).

Para la venida de Cristo que podríamos llamar «encarnación espiritual», el arquetipo siempre es María. Como la
Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están
llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre
renovados.

Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios profundamente inscrita en
la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia,
cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta
espera de Dios.

De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede


apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al
encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo,
con la oración.

Las «obras buenas» son esenciales e inseparables de la oración,


como recuerda la oración del primer domingo de Adviento, con la
que pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros «el deseo de
salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras».

Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan
en un mundo más justo y más fraterno.

La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes «paz» es uno de los nombres más
bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos. Un canto de paz resonó en los cielos cuando
Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4).

Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo— despertando en
nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga
su reino de justicia y de paz, y de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.
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La Virgen María y San José, modelos de Esperanza y de Fe.

Para vivir de manera más auténtica y fructuosa este período de Adviento,


debemos contemplar a María Santísima y a San José, y ponernos en camino
espiritualmente junto a ellos hacia la gruta de Belén.

Cuando Dios tocó a la puerta de su juventud, ella le acogió con fe y con


amor.

Dejémonos atraer por su belleza, reflejo de la gloria divina, para que “el
Dios que viene” encuentre en cada uno de nosotros un corazón bueno y abierto, que Él pueda llenar con sus
dones.

Para comprender el significado profundo del Adviento, debemos contemplar a la persona gracias a la cual se
realizó de modo único, singular, la venida del Señor: la Virgen María.

María pertenecía a la parte del pueblo de Israel que en el tiempo de Jesús esperaba con todo su corazón la venida
del Salvador, y gracias a las palabras y a los gestos que nos narra el Evangelio podemos ver cómo ella vivía
realmente según las palabras de los profetas.

Esperaba con gran ilusión la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría esa venida. Quizá
esperaba una venida en la gloria. Por eso, fue tan sorprendente para ella el momento en el que el arcángel
Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, de ella, quería realizar su
venida a través de ella.

Podemos imaginar la conmoción de la Virgen. María, con un gran acto de fe y de obediencia, dijo "sí": "He aquí
la esclava del Señor". Así se convirtió en "morada" del Señor, en verdadero "templo" en el mundo y en "puerta"
por la que el Señor entró en la tierra.

Encomendémonos en éste adviento a la Sagrada Familia de


Nazareth, para que con San José, la Virgen María, y el Niño Dios,
transitemos un tiempo de Fe, Esperanza, y Amor Fraterno. Amén.

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