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TESTO PROVVISORIO

VI CORSO DI AGGIORNAMENTO IN
DIRITTO MATRIMONIALE E PROCESSUALE CANONICO

martedì 20 settembre 2016

Criterios de organización de los tribunales y de actuación


de los operadores jurídicos tras el M.P. Mitis Iudex.
Prof. Carlos MORÁN BUSTOS
Introducción.
La reforma del proceso de nulidad introducida por el M. P. Mitis Iudex responde a una idea
finalística que el propio Papa Francisco explicita en el Proemio en estos términos: «la mayoría de
mis hermanos en el Episcopado, reunidos en el reciente Sínodo Extraordinario, demandó procesos
más rápidos y accesibles. En total sintonía con dichos deseos, he decidido dar mediante este Motu
Proprio disposiciones con las que se favorezca, no la nulidad de los matrimonios, sino la celeridad
de los procesos y, no en menor grado, una adecuada sencillez, de modo que, como consecuencia en
el retraso en la definición del proceso, el corazón de los fieles que esperan que se aclare su estado,
no se vea largamente oprimido por las tinieblas de la duda». No hay duda de que éstas —agilizar y
simplificar estos procesos— son las finalidades a las que responde una reforma de tanto calado
como la del M.I Mitis Iudex, cuyo espíritu informador —como se indica igualmente en el
Proemio— es ««el enorme número de fieles que, aun deseando proveer a su propia conciencia, con
demasiada frecuencia quedan apartados de las estructuras jurídicas de la Iglesia a causa de su
distancia física o moral; por tanto, la caridad y la misericordia exigen que la misma Iglesia se haga
accesible a los hijos que se consideran separados».
Ahora bien, para ser fiel a este espíritu y conseguir aquellas finalidades, no es suficiente con
actuar a nivel legislativo, sino que es esencial descender al nivel del gobierno y de la organización,

y sobre todo, es clave transformar la sensibilidad y la conciencia de los operadores jurídicos—,
principales responsables —antes y ahora— de retrasos y de otros déficits relacionados con la
administración de justicia en la Iglesia—.
Al hacerlo, al descender al ámbito «organizativo», tanto en su dimensión estática como en lo que
tiene que ver con la dinámica de la actividad judicial, hay que tener en cuenta la ratio legis de la
nueva normativa procesal —proteger la verdad del sagrado vínculo y su indisolubilidad— y el
sentire cum Ecclesia, ya que el Mitis Iudex se coloca en el nivel de la funcionalidad de los
mecanismos procesales, sin modificar los bienes jurídicos a los que éstos sirven con carácter
instrumental, aunque directa e inmediatamente pastoral también.
Igualmente, la estructura organizativa ha de ser concreción de un diseño legislativo que
comporta una verdadera transformación de las estructuras jurídico-pastorales, cuyos criterios
generales son la involucración del obispo en la administración de justicia, el carácter esencialmente
diocesano del ejercicio de la jurisdicción y la proximidad juez-fiel; ello respecto de la organización,
pues lo que atañe al obrar jurídico, la clave sigue siendo reconducir la actuación de los operadores
jurídicos a criterios de «deber ser».
1. La búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad,
principios rectores de la organización de los tribunales y de la
dinámica procesal.
El primer criterio que ha de regir la organización judicial y la dinámica procesal es la búsqueda
de la verdad y la protección de la indisolubilidad—, por encima de cualquier otro interés legítimo
que pueda existir, que siempre tendrá un carácter subsidiario. Así ha de ser en la praxis procesal, en
la organización de los tribunales y en toda la dinámica procesal—, la cual ha de traducir
necesariamente estos principios que son el verdadero fundamento y la ratio última del M. P. Mitis

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Iudex, tal como aparece ya en el Proemio de la norma: «con el transcurrir de los siglos, la Iglesia, en
materia matrimonial, adquiriendo conciencia más clara de las palabras de Cristo, ha comprendido y
expuesto más profundamente la doctrina sobre la indisolubilidad de vínculo del matrimonio, ha
elaborado el sistema de la nulidad del consentimiento matrimonial y ha disciplinado más
adecuadamente el proceso judicial sobre dicha materia, todo ello de acuerdo con la verdad de fe
profesada…Consciente de ello, establecí que se iniciara la reforma de los procesos de nulidad del
matrimonio…salvando siempre el principio de la indisolubilidad del vínculo matrimonial».
Ésta es la ratio que subyace a estas Normas—, y ésta es la razón que justifica el que se siga
vinculando estas causas a la potestad judicial, y no a la potestad administrativa—. Igualmente, esta
protección de la verdad del matrimonio, de su realidad objetiva en el plano de la naturaleza y en el
plano salvífico, de su configuración esencialmente indisoluble, es la que justifica la naturaleza
declarativa de los procesos de nulidad—, y también la que está detrás del mantenimiento de la
requerida certeza moral en los términos del art. 12 de las Reglas de Procedimiento—, que viene a
zanjar uno de los debates previos que se plantearon acerca de la oportunidad de seguir manteniendo
su necesidad—, debates muy ligados a las propuestas de administralizar los procesos de nulidad—.
Igualmente, esta protección de la verdad y de la indisolubilidad del matrimonio es la que justifica la
intervención del obispo en el proceso brevior—.
No hay duda, por tanto, de que, en el terreno de los principios —en la mens legislatoris— la
búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad es un punto central en torno al cual ha
querido el legislador que grabitara la reforma del Mitis Iudex. Ha habido quien ha cuestionado si el
modo como han sido reguladas determinadas instituciones procesales es el más idóneo para la
consecución de esa finalidad—, dato que es muy importante, pues las soluciones técnico-procesales
no son «neutras», sino que, por el contrario, la configuración concreta que se hace de las diversas
instituciones procesales tiene una incidencia directa en los bienes jurídicos de fondo, ya que existe
una relación directa entre «proceso» e «institución» a la que sirve como instrumento; en el caso del
proceso de nulidad, el modo como en cada momento se regulan las diversas instituciones procesales
incide de manera extraordinaria en el anuncio que la Iglesia hace de la verdad del amor y del
matrimonio, y en la manera como protege sus elementos y propiedades esenciales, especialmente su
indisolubilidad—. Así ha sido hasta ahora y nadie debería dudar de que así será a partir de ahora
también. En este sentido, el M. P. Mitix Iudex ha introducido novedades muy importantes, y habrá
que ver hasta qué punto alguna de ellas —por ejemplo la supresión de la doble conforme, o la
modificación de los títulos de competencia en los términos del can. 1672, o la introducción del
proceso breve, o el sistema de apelación que se ha configurado, o los criterios valorativos de los que
se parte al amparo del can. 1678 §§1-3…— contribuirán a fortalecer o no la verdad del vínculo
conyugal y su indisolubilidad.
En todo caso, ello dependerá sobre todo, más incluso que de la regulación de las instituciones
procesales en sí, del modo como los operadores jurídicos acojamos la nueva normativa
comprometiéndonos con la búsqueda de la verdad del vínculo y con la defensa de su
indisolubilidad—. Recordemos al respecto las siguientes palabras del propio Papa Francisco: «es
importante que la nueva normativa sea recibida y profundizada, en el mérito y en el espíritu,
especialmente por los operadores de los tribunales eclesiásticos, con el fin de ofrecer un servicio de
justicia y caridad a las familias»—.
Por ello, en mi opinión es esencial descender al terreno organizativo y al nivel de la praxis
forense. Es en este nivel, el de aplicación práctica de la reforma por parte de los operadores
jurídicos concretos, en el que se ha trabajar a fin de que la búsqueda de la verdad y la protección de
la indisolubilidad sea un desafío irrenunciable—. Ésta es un tarea que incumbe a todos los que
actúan en el foro canónico —defensor del vínculo, en su caso también el promotor de justicia,
patronos de las partes, peritos, notarios, asesores, instructores, todos aquellos que intervengan en la
fase «prejudicial o pastoral»—, pues todo ellos están llamados a búscar la verdad del vínculo
conyugal y a proteger su indisolubilidad, pero especialmente lo están los jueces—, incluyendo por
supuesto entre ellos a los obispos cuando ejercizan personalmente la función judicial (en el proceso
«brevior» o en el proceso ordinario, y también en el proceso documental): desde la aceptación de la

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demanda y la fijación de la fórmula de dudas, desde la determinación del proceso a seguir, pasando
por la práctica de las pruebas, y hasta la sentencia definitiva —así como durante los incidentes que
puedan surgir en el curso del proceso—, el juez canónico ha de estar «vinculado por la verdad que
trata de indagar con empeño, humildad y caridad»—.
Para aplicar en la praxis forense este principio rector, los operadores jurídicos —especialmente
los jueces— hemos de enfrentamos a dos grandes tentaciones: en primer lugar, los operadores
jurídicos en la Iglesia estamos tentados por «un contexto cultural marcado por el relativismo y el
positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los
vínculos afectivos»—, y por la idea de que es imposible conocer la verdad, más aún, que hay
motivos —algunos tan legítimos como la autorealización personal, la búsqueda de la felicidad
personal y la superación del sufrimiento personal, la falta de responsabilidad en la ruptura…— que
justificarían «liberarse de la verdad», con la convinción latente de que la «no verdad», el quedarse
lejos de la verdad del vínculo conyugal o al margen de ella, sería para el hombre mejor que la
propia verdad—. En segundo lugar, los operadores jurídicos estamos tentados por la falaz oposición
entre justicia y caridad-misericordia, y también por la idea de instrumentalizar el proceso de nulidad
como «remedio y solución» frente a algunos problemas pastorales. En relación con ello, basta
recordar lo que Benedicto XVI indicaba en su Discurso a la Rota Romana de 2010, en el que —
partiendo de algunas consideraciones expuestas en su encíclica Caritas in veritate— denunciaba «la
tendencia, difundida y arraigada, aunque no siempre manifiesta, que lleva a contraponer la justicia y
la caridad, como si una excluyese a la otra. En este sentido, (...) algunos consideran que la caridad
pastoral podría justificar cualquier paso hacia la declaración de la nulidad del vínculo matrimonial
para ayudar a las personas que se encuentran en situación matrimonial irregular»—; ante esta
realidad, Benedicto XVI afirmaba que: «tanto la justicia como la caridad postulan el amor a la
verdad y conllevan esencialmente la búsqueda de la verdad…Defender la verdad, proponerla con
humildad y convicción y testimoniarla con la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad.
Esta “goza con la verdad” (1 Co 13, 6) (caritas in veritate). Sólo en la verdad resplandece la caridad
y puede ser vivida auténticamente...»—.
Frente a estas tentaciones —y también frente aquellas que reflejan un legalismo y rígido
tecnicismo que aleja la justicia y la caridad—— hay que tener presente en el día a día del obrar
forense que nuestros tribunales están llamados a ser —según expresión muy afortunada del Papa
Francisco en el dicurso a Rota romana de este año 2016—— «tribunales de la familia», «tribunales
de la verdad del vínculo sagrado», para lo cual el juez —todos los operadores jurídicos, pero
especialmente él— ha de poner el punto de mira en la búsqueda de la verdad de esa institución que
llamamos matrimonio—, institución querida por Dios y configurada naturalmente con unos
elementos esenciales que, en sí, quedan fuera del arbitrio humano—. Lo que está en juego son, no
«los intereses» de las partes, sino la verdad del matrimonio—, más aún, la verdad de la propia
persona, pues cuando nos acercamos a la verdad procesal, nos acercamos también a la verdad sobre
la persona—, el matrimonio y la familia, y afirmamos al mismo tiempo el valor —para las partes y
para el conjunto del Pueblo de Dios— de la justicia y la caridad—. Por ello, cada uno de los jueces
debemos ser conscientes al dictar una sentencia sobre la validez de un matrimonio —también si se
declara la nulidad— que dicho pronunciamiento es un opus veritatis, «una aportación a la cultura de
la indisolubilidad»—, siempre que sea justa y responda a la verdad del matrimonio, pues manifiesta
de modo muy incisivo en qué consiste el verdadero matrimonio y cuáles son las condiciones
mínimas requeridas—, todo lo cual influye, no sólo sobre las propias partes, sino sobre el entero
pueblo de Dios—. Éste es un dato que hay que actualizar y que hay que tenerse muy presente con el
fin de evitar, por ejemplo, que la supresión de la dúplex conformis, y la propia configuración de los
títulos de competencia según los criterios del can. 1672, pueda quizás incidir en la verdad del
matrimonio, sobre todo porque se «atomiza» la jurisdicción y se suprime la estructura piramidal—
—que siempre tiene un cierto efecto unificador de la jurisprudencia— y también porque se facilita
el «subterfugio» del «turismo procesal»—.
Por ello, la clave quizás de la acción de los tribunales esté en la siguientes palabras del Papa
Francisco a la Rota romana en 2016:

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«La Iglesia, en efecto, puede mostrar el indefectible amor misericordioso de Dios por las
familias, en particular a las heridas por el pecado y por las pruebas de la vida, y, al mismo
tiempo, proclamar la irrenunciable verdad del matrimonio según el designio de Dios. Este
servicio está confiado en primer lugar al Papa y a los obispos. En el camino sinodal sobre el
tema de la familia, que el Señor nos ha concedido realizar en los dos últimos años, hemos
podido realizar, en espíritu y estilo de efectiva colegialidad, un profundo discernimiento
sapiencial, gracias al cual la Iglesia ha indicado al mundo —entre otras cosas— que no puede
haber confusión entre la familia querida por Dios y cualquier otro tipo de unión. Con esa
misma actitud espiritual y pastoral, vuestra actividad, tanto al juzgar como al contribuir a la
formación permanente, asiste y promueve el opus veritatis. Cuando la Iglesia, a través de
vuestro servicio, se propone declarar la verdad sobre el matrimonio en el caso concreto, para el
bien de los fieles, al mismo tiempo tiene siempre presente que quienes, por libre elección o por
infelices circunstancias de la vida, viven en un estado objetivo de error, siguen siendo objeto
del amor misericordioso de Cristo y por lo tanto de la misma Iglesia»—.
Además de ello, y descendiendo al terreno concreto de la praxis forense —de la dinámica
procesal concreta—, creo que sigue siendo urgente corregir algunas algunas actitudes que se
advierten en la praxis de determinados tribunales: retrasos en la instrucción, mala preparación de la
misma, interrogatorios hechos a base de generalidades que no toman en consideración la vicisitudes
del matrimonio concreto, preguntas «teledirigidas», capciosas, sugerentes, interrogatorios
realizados por personas «delegadas» poco idóneas…. Como recomendaciones concretas, además de
seguir instando a respetar el principio de inmediación en la instrucción y que sea el Ponente el que
instruya la causa—, creo que se podrían tener en cuenta en la praxis forense alguna de las siguientes:
Atender al criterio de licitud, transperencia y utilidad de la prueba en el momento de su aceptación;
Recordar a los declarantes la obligación grave que tienen de decir toda la verdad y sola la verdad,
así como, pedirles —salvo causa grave que aconseje otra cosa— que presten juramento de decir la
verdad; Preparar muy bien las declaraciones en general y los interrogatorios en particular; Saber
interrogar—; Evitar las declaraciones preparadas o manipuladas, para lo cual no se debe dar traslado
a las partes y a los testigos de los artículos presentados para el interrogatorio de los declarantes —
sólo de sus nombres—, y se debe intentar que se haga en el mismo día y sin que las partes y los
testigos puedan intercambiar información sobre «el modo como ha ido la declaración»; Prestar
atención para que en cada caso se deje contancia de la fuente de conocimiento de los hechos que se
declaran, de sus circunstancias, del momento en que se enteró de lo que afirma; Solicitar informes
sobre la probidad y credibilidad de las partes; De existir separación o divorcio civiles, solicitar que
se incorporen la demanda y contestación las confesiones judiciales, la documental aportada, el
peritaje, la sentencia, con lo que se puede establecer una comparación con la prueba practicada en
sede canónica, lo que no rara vez aporta luz a la causa canónica; Recoger en las actas las mismas
palabras de la declación, al menos en cuanto se refieren directamente al objeto del juico, evitando
«interpretaciones» o «traduciones»; Prestar mucha atención a todo lo que tiene que ver con la
realización de la prueba pericial, especialmente intentar ser precisos a la hora de plantear las
cuestiones al perito, procurar que se proceda a la ratificación...
Como se puede advertir, todas estas advertencias y recomendaciones tienen mucho que ver esa
priorización de la verdad como primer criterio del obrar del juez, con esa pretensión de garantizar
que la totalidad de las actas del juicio eclesiástico sean «fuentes de verdad»—. Pero no sólo es el
juez el que está vinculado con la verdad-indisolubilidad, sino que, como hemos indicado, ésta
involucra a todos, especialmente también a las partes y sus letrados y al defensor del vínculo: en el
caso del abogado, la vinculación con la verdad se produce especialmente en la fase previa al
proceso —confrontando la historia del sujeto con la verdad del matrimonio y la familia—, en el
momento de proponer y practicar pruebas —que no podrán ser ni falsas, ni ilícitas—, y también al
momento de presentar sus alegaciones (debe tener presente siempre que la sentencia obtenida con
engaño provoca un daño a la persona y a la Iglesia); por lo que respecta al defensor del vínculo,
llamado a proponer y manifestar todo aquello que se pueda aducir razonablemente contra la nulidad
(can. 1432 §2), ni puede construir pruebas y argumentos artificiales, sin fundamento, con la
finalidad de defender a toda costa el vínculo, ni puede manifestarse en a favor de la nulidad —el

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criterio del art. 56 §5 DC sigue teniendo vigencia—, y debería atender a algunas pautas concretas de
actuación: participación activa desde el inicio del proceso y durante el desarrollo del mismo (can.
1433); preparación del interrogatorio, proponer artículos al juez para el examen de las parte y de los
testigos; presencia física durante la práctica de las pruebas y durante el interrogatorio de las partes
y los testigos y peritos, con el fin de que se garantice el cumplimiento de las normas procesales que
regulan la práctica de la prueba, y se les de a cada una de ellas el valor que tiene desde el punto de
vista de su contenido y alcance; petición de aclaración de determinados extremos del informe
pericial; participación diligente ante la peticiones de las partes privadas; interposición de querella de
nulidad y de apelación en caso de disconformidad con la sentencia, algo que tiene particularmente
relevancia una vez suprimida la duplex coformis.
En definitiva, si la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad son elementos
claves del Mitis Iudex, hay que trabajar para que a la hora de ir concretando la estructura jurídica en
general y la organización de los tribunales en particular, y a la hora de la aplicación práctica de la
reforma, la praxis forense refleje un compromiso indeludible de todos los operadores jurídicos a fin
de que la verdad procesal declarada refleje la verdad del matrimonio y de la familia, en definitiva, la
verdad de la propia persona—, ello también como exigencias de la justicia y la caridad—.
2. . La «conversión de las estructuras» jurídico-pastorales y los
criterios de organización de la actividad judicial a la luz del M.I. Mitis
Iudex.
El contexto remoto de la reforma del proceso de nulidad está en la exhortación apostólica
Evangelii Gaudium; aunque en ella no se hace referencia alguna a los procesos de nulidad ni a la
actividad judicial, sí que en ella hay algunas ideas basilares-programáticas de todo el pontificado
del papa Francisco, que necesariamente han de tener traducción también al ámbio jurídico. En
efecto, lo que el Papa pretende es invitar a todos los fieles cristianos «a una nueva etapa
evangelizadora marcada por la alegría del Evangelio, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia
en los próximos años» (n. 1 EG); quiere una Iglesia «en salida» (nn. 20-24 EG), que no se limite a
una «simple administración» de lo que ya tiene (n. 25 EG), que venza la tentación de inmovilismo
autodefensivo, que sea «casa abierta del Padre» (n. 47 EG), no una «aduana» que controle y e
impida el acceso y que se aferre a lo más seguro (nn. 47-49 EG), sino que se involucre en una
«pastoral en conversión» (nn. 25-39 EG): «Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva
el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos
vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay
una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)»
(n. 49 EG).
Como elemento esencial de la acción pastoral de la Iglesia, el Papa Franscisco indica lo
siguiente:
«Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las
costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se
convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que
para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión
pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se
vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más
expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de
salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús
convoca a su amistad» (n. 27 EG).
Toda la acción pastoral de la Iglesia, por tanto, está necesitada de una «conversión de pastoral»,
de esta «conversión de las estructuras» a la que se refiere al Papa de modo recurrente, también la
actividad judicial que la Iglesia presta a los fieles, muchos de ellos marcados tantas veces por las
heridas de la vida y por el dolor que siempre comporta el fracaso y la ruptura de un proyecto como
el conyugal.

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Ahora bien, para que la transformación de las estructuras llegue al ámbito de la administración
de justicia en la Iglesia, para hacer realmente efectiva esta «conversión de las estructuras jurídicas»,
hay que partir —y actualizar— de la conexión directa entre misión-acción evangelizadora y
administración de justicia en la Iglesia: no estamos ante una dimensión extraña a la misión de la
Iglesia, ni tampoco ante algo accesorio o epidérmico de la vida de la Iglesia —por ejemplo, no es
algo que se relacione única ni primariamente con la Iglesia societas—, sino ante un elemento
esencial que entronca con las entrañas mismas del anuncio del Evangelio. Ello exige superar la
visión dialéctica de lo jurídico respecto de lo pastoral, y también la dialéctica proceso de nulidad y
pastoral matrimonial, y exige también redescubrir la dimensión de justicia que existe en el misterio
de Cristo y de su Iglesia, y también la relación directa entre proceso de nulidad y pastoral. Estamos
ante algo que ha sido destacado de modo constante por los últimos Romanos Pontífices—; también
el Papa Francisco ha hecho alusión repetidas veces a esta conexión entre administración de justicia
y misión de la Iglesia: por ejemplo, así lo recordó expresamente en su discurso a la plenaria del
STSA de 8 de noviembre de 2013—, en donde habló de «la conexión entre la acción de la Iglesia
que evangeliza y la acción de la Iglesia que administra la justicia», y en el discurso a la Rota
romana de 24 de enero de 2014, en donde hacía referencia a esta cuestión en los siguientes
términos: «la dimensión jurídica y la dimensión pastoral del ministerio eclesial no se contraponen,
porque ambas están orientadas a la realización de las finalidades y de la unidad de acción propias de
la Iglesia. La actividad judicial eclesiástica, que se configura como servicio a la verdad en la
justicia, tiene, en efecto, una connotación profundamente pastoral, porque pretende perseguir el bien
de los fieles y la edificación de la comunidad cristiana»—.
Por tanto, la «conversión de las estructuras» ha de tocar a toda la acción pastoral de la Iglesia, y
también a la actividad judicial; así lo indicó expresamente en el discurso a la Rota de 2015: «quiero
exhortaros a un mayor y apasionado compromiso en vuestro ministerio, como garantía de unidad de
la jurisprudencia en la Iglesia. ¡Cuánto trabajo pastoral por el bien de tantas parejas y de tantos
hijos, a menudo víctimas de estas situaciones! También aquí se necesita una conversión pastoral de
las estructuras eclesiásticas (cf. ibídem, n. 27), para ofrecer el opus iustitiae a cuantos se dirigen a la
Iglesia para aclarar su propia situación matrimonial»—. No hay duda de que estamos ante uno de los
elementos esenciales con los que se justifica, tal como se indica expresamente en el Proemio:
«alimenta este impulso reformador el enorme número de fieles que, aun deseando proveer a su
propia conciencia, con demasiada frecuencia quedan apartados de las estructuras jurídicas de la
Iglesia debido a la distancia física o moral»; y también en el n. III del Proemio, en donde, hablando
de la actuación del obispo, concluye (citando ese n. 27 EG): «Se espera que…el obispo ofrezca un
signo de la conversión de las estructuras eclesiásticas…».
En mi opinión, estamos ante una de las claves de lectura de todo el Mitis Iudex, y ante uno de los
aspectos más positivos del mismo, así como ante el gran reto a que está llamada la Iglesia si quiere
hacer efectiva las potencialidades de la reforma del proceso que se ha operado. Para ello, no basta
con quedarnos en el nivel del nuevo diseño legislativo, sino que es esencial que se concrete en la
dinámica procesal y en la organización judicial, que sí que ha de traducir necesariamente las líneas
maestras dibujadas por el Mitis Iudex. Téngase en cuenta, que el legislador no se limita a configurar
un instrumento técnico-procesal más ágil y simplificado, sino que pretende un prototipo estructural
que permita afrontar la «emergencia» pastoral familiar contemporánea—
Veamos cuáles son los criterios que, de acuerdo con lo establecido en el M.I. Mitis Iudex, han de
regir y concretar esta conversión de las estructuras al nivel de la organización-dinámica judicial:
2.1. Compromiso del Obispo en la administración de justicia.
En la Iglesia no existe la separación de poderes, sino que, por derecho divino (LG 8, cann. 331 y
381), en la persona titular de los oficios capitales (el Romano Pontífice y los Obispos diocesano) se
da la unidad-concentración de la triple potestad de gobierno (legislativa, ejecutiva y judicial). Así,
en el caso de la potestad judicial, el Romano Pontífice posee la plenitud y supremacía de la potestad
judicial ordinaria, propia, siendo juez inmediato de todos los fieles, de modo «concurrente» con los
respectivos obispos diocesanos, que gozan también de potestad judicial ordinaria propia e inmediata
(cann. 131, 391 §2), aunque no es suprema sino subordinada a la del Papa (cann. 331, 333, 336,

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375); de aquí se deduce, que todo fiel posee dos jueces «naturales» —el Papa y el Obispo
diocesano—— con potestad ordinaria propia—.
A pesar de ello, y aunque desde el inicio del cristianismo los Obispos ejercieron personalmente
la potestad judicial—, sin embargo se fue imponiendo en la tradicción canónica «la
desconcentración» del ejercicio de la potestad judicial, ello tanto a nivel de la Iglesia universal
como a nivel de la Iglesia particular: el Papa renunciaba habitualmente al ejercicio de la potestad
judicial a favor de los tribunales apostólicos—, y también el Obispo diocesano a favor del vicario
judicial y de su tribunal. Éste es el criterio que establece el can. 1420 del CIC’83 para los procesos
en general, y éste mismo es el criterio general que sigue estableciendo el nuevo can. 1673 §2 y el
art. 8 §1 RP.
Es verdad que el M.P. Mitix Iudex ha redimensionado la figura del Obispo diocesano insistiendo
en colocarlo en el vértice de la función judicial en material de nulidad del matrimonio,
encomendándoles tareas que, en términos generales, van desde el control a la vigilancia de la
administración de justicia, hasta procurar la formación de los operadores jurídicos, pasando por el
propio desempeño personal de la función de juez. Los términos generales de esta redimensión de la
función judicial del obispo se establecen en el Proemio, cuando, al referirse a los criterios
fundamentales que han guiado la reforma y a las novedades principales, indica en el n. III lo
siguiente: «En orden a que sea finalmente traducida en la práctica la enseñanza del Concilio
Vaticano II en un ámbito de gran importancia, se ha establecido hacer evidente que el mismo
Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles
que se le han confiado. Se espera por tanto que, tanto en las grandes como en las pequeñas diócesis,
el Obispo mismo ofrezca un signo de la conversión de las estructuras eclesiásticas, y no deje la
función judicial en materia matrimonial completamente delegada a los oficios de la curia. Esto
valga especialmente en el proceso más breve, que es establecido para resolver los casos de nulidad
más evidente».
Más allá de una cierta descentralización normativa de la potestad legislativa del Romano
Pontífice a favor de los obispos diocesanos en materia procesal—, creo que lo que se ha hecho es
deslizar la balanza hacia el lado del obispo diocesano, de modo que se venga a corregir una
extendida y casi crónica desatención por parte de los obispos diocesanos respecto de la actuación de
sus tribunales. En este sentido, lo que realmente se pretende es que el obispo diocesano se
comprometa en el desarrollo de la función judicial, lo cual va mucho más allá del ejercicio
inmediato de la función de juez. En relación con ello, sí que se puede hablar de una cierta inversión
de la recomendación que hace art. 22 §2 de la Dignitas Connubii —en línea con el can. 1420
CIC’83— de que el obispo diocesano «no actúe por sí mismo, salvo que haya causas especiales»
que así lo justifiquen. Sin embargo, más allá de ese matiz, si nos atenemos a la literalidad del nuevo
can. 1673 §1, se advierte fácilmente que lo que se hace es reproducir el criterio del can. 1419 y
aplicarlo al ámbito del proceso de nulidad: ahora, como antes, se reconoce al obispo diocesano el
derecho de actuar «por sí mismo» como juez—, algo que en el proceso ordinario y en el proceso
documental es una posibilidad—, y que en el proceso brevior es una obligación (ésta sí que
novedosa, porque todo el proceso brevior es novedoso en sí).
Evidentemente, en el proceso brevior el obispo tendrá un roll esencial, tendiendo que actuar
necesariamente como juez, pero sería un error reducir la actuación del obispo al «proceso breve»,
ya que lo que se ha delineado es un proceso de nulidad del matrimonio que ha de integrarse en el
conjunto del ministerio episcopal, como una de las tareas y responsabilidades importantes que el
Obispo tiene ante el Pueblo de Dios, responsabilidad que —insisto en ello— va mucho más allá del
ejercicio inmediato y personal de la función judicial. La clave no es que el obispo diocesano actúe
como juez, sino que la clave de la reforma está en que los pastores sagrados, titulares de la potestad
judicial, no se desentiendan del ejercicio de la misma, sino que estén vigilantes de modo que la
administración de justicia que se hace en su nombre garantice un efectivo ejercicio del derecho a la
tutela judicial efectiva (can. 221) —que en el caso del proceso de nulidad se concreta en el derecho
a saber la verdad del propio estado personal— en términos de verdad y de diligencia, de justicia y
de misericordia, lo que tiene que ver directamente con la salus animarum.

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Por ello, sigo sosteniendo que, en lo que se refiere al ejercicio de la función judicial, el criterio
sigue siendo el de la «desconcentración» de la potestad a favor del vicario judicial y del tribunal—.
Ni existe una previsión legislativa en sentido contrario (recordemos a tal efecto el can. 1673 §2), ni
se puede afirmar en absoluto que hayan cambiado las razones que justificaban ese ejercicio
desconcentrado de la función judicial. Estas razones son fundamentalmente de naturaleza práctica,
pero tienen un gran peso objetivo dentro de la vida de la Iglesia: la tramitación de una causa de
nulidad comporta muchas energías, requiere de unos conocimientos muy específicos y de una
dedicación que no siempre disponen los pastores sagrados; puede comportar muchas veces un
enfrentamiento que puede deteriorar mucho la misión y la imagen paterna del Obispo; los obispos
carecen de tiempo para dedicarse a este servicio…; al actuar con órganos vicarios, que no
concentran la triple potestad, parece que se protege mejor la independencia y la imparcialidad
exigida al juez encargado de dictar sentencia, que parece goza de mayor independencia...Todas
estas razones, de sano realismo eclesial, no parece que hayan sustancialmente cambiado, más bien
todo lo contrario.
Por tanto, más allá del ejercicio inmediato de la función judicial, es mucho lo que el Obispo está
llamado a hacer, todo ello como concreción —desde el Mitis Iudex urgente e ineludible— de su
compromiso con esa «conversión de las estructuras», también de las estructura jurídico-pastorales.
La clave es integrar la atención a los procesos de nulidad en el conjunto de su ministerio episcopal,
comprometerse con el desempeño de la función judicial, lo que habrá de traducirse en diversas
actuaciones concretas, muchas de ellas reconocidas explícitamente en la legislación universal, y
también otras que habrán de reconocerse vía reglamentos. En términos generales, el modo mejor —
y más eficaz— como el Obispo ha de comprometerse en el desempeño de la función judicial es a
través de las siguientes actuaciones generales: 1º/ Estableciendo las directrices generales de
actuación de todos los operadores jurídicos de su tribunal, especialmente de los miembros del
mismo; 2º/ Buscando personas idóneas para el ejercicio de la función judicial, con formación y
dedicación «exclusiva» o «prioritaria»; 3º/ Estableciendo mecanismos efectivos de control de su
actividad, de modo que ésta responda a criterios de celeridad y diligencia; 4º/ Prestando atención al
tenor de los pronunciamientos de su Tribunal, de modo que se proteja y garantice el favor veritatis y
el favor matrimonii y el principio de indisolubilidad; 5º/ Procurando que los fieles que lo requieran
«tengan asegurada la gratuidad de los procedimientos» (Proemio de las Normas y art. 7 §2 de las
Reglas Procesales); 6º/ Estableciendo mecanismos correctores de la negligencia, la impericia o el
abuso a la hora de administrar justicia, contando incluso con la posible remoción del oficio—…
En resumen, el obispo podrá ser juez, sin embargo, parece oportuno que el criterio sea el de la
desconcentración de la función judicial a favor de su tribunal; en todo caso, lo que no podrá eludir
de ningún modo es su responsabilidad respecto de la administración de justicia en esa porción del
Pueblo de Dios que le ha sido confiado. Tal como se indica en el n. 244 de la Exh Apost Amoris
letitiae, él es el principal responsable de concretar esa conversión de las estructuras jurídico-
pastorales que la reforma comporta: «la aplicación de estos documentos —M. P. Mitis Iudex y M.P.
Mitis et Misericors Iesus— es una gran responsabilidad de los obispos diocesanos, llamados a
juzgar ellos mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los
fieles a la justicia».
2.2. El tribunal diocesano como modelo de la organización judicial.
Otro de los criterios generales de la organización judicial fijados por el M. P. Mitis Iudex es el de
la priorización del tribunal diocesano, convertido en el modelo y en el objetivo de la administración
de justicia en la Iglesia. Se trata de un criterio que concreta el compromiso del obispo diocesano con
la administración de justicia, y también el ejercicio desconcentrado de la función judicial al que nos
hemos referido, y que se relaciona con el derecho-deber del obispo diocesano de organizar la
potestad judicial, algo que se reconoce explícitamente ya en el Proemio, de hecho en el n. VI se
insta a las Conferencias Episcopales a que «respeten absolutamente el derecho de los Obispos de
organizar la potestad judicial en la propia Iglesia particular».
Es evidente, por tanto, que en el cuadro organizativo del Mitis Iudex, el tribunal diocesano es la
modalidad preferible con la que el obispo está llamado a cumplir —indirectamente,

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«desconcentradamente»— con esa función «institucional» de iudex christifidelium que el legislador
le reconoce (n. III del Proemio), y es el modo como habitualmente se concreta ese «por medio de
otros» —«y conforme a derecho»— al que se refiere el can. 1673 §1 como alternativa al ejercicio
inmediato y personal de la función judicial por parte del obispo diocesano.
Esta acentuación del carácter esencialmente diocesano de la jurisdicción local coloca a la otra
alternativa a la que se refiere el can. 1673 §2b —esto es «el tribunal diocesano o el tribunal
vecino»— como una opción residual, subsidiaria y extraordinaria—. De esta manera, se viene a
«restablecer» la forma clásica y tradicional de organización judicial, corrigiendo la praxis
organizativa cada vez más extendida de los tribunales interdiocesanos —de ser excepcional,
pasaron a ser norma ordinaria en algunos países—, que de un modo u otro alejan la admistración del
justicia del fiel, sustrayéndole al obispo una de las funciones esenciales que tiene encomendadas en
el desempeño de su ministerio episcopal.
En efecto, la institución de los tribunales «interdiocesanos o regionales»— es relativamente
reciente en la vida de la Iglesia, y responde a un intento de paliar la carencia de personal
«cualificado» y de seguir prestando a los fieles el servicio de la administración de justicia al que
tienen derecho (can. 221); en términos generales, el amparo legal de los tribunales interdiocesanos o
regionales es el can. 1423 §1, en el que se fijan los requisitos esenciales para su constitución—: libre
iniciativa y acuerdo de los respetivos obispos diocesanos que forman parte del mismo y aprobación
de la Sede Apostólica. Decimos en términos generales, porque no todos los que existen son formal y
sustancialmente reconducibles al can. 1423 §1 CIC’83, pues no todos ellos fueron fruto de la
espontánea y conjunta iniciativa de los obispos diocesanos involucrados, sino fruto de un decisión
de la Sede Apostólica; esto es lo que ocurrió en Italia con la promulgación de una ley particular, el
M. P. Qua cura de Pío XII—, que suponía una verdadera derogación para dicho país del sistema de
tribunales de primera y segunda instancia prevista en el CIC’17; entre 1940 y 1968 la Sagrada
Congregación para Disciplina de los Sacramentos extendió este sistema a otros países (Filipinas,
Canadá, Argentina, Brasil, Francia, Algeria, Colombia, Chile)—, pasando dicha competencia con la
Regimini Ecclesiae Universae de Pablo VI a la Sectión Primera de la Signatura Apostólica, que
apartir de las Normas de 28-XII-1970, en línea con la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la
potestad de los obispo, priorizó la voluntad de los obispos de constituir este tipo de tribunales—.
Sea como fuere, la multiplicación de los tribunales interdiocesanos, al tiempo que distanciaba la
administración de justicia de los fieles, fue comportando también la «privación» de la potestad
judicial de los respectivos obispos, de hecho éstos devienen absolutamente incompetentes ratione
materiae para conocer de las causas reservadas a dichos tribunales (en la generalidad de los casos,
las causas de nulidad del matrimonio), lo que, a su vez, pone en tela de juicio el principio teológico-
constitucional del obispo diocesano como juez nato de la Iglesia particular que le ha sido confiada.
Más aún, se ponía también en entredicho el derecho del obispo de organizar la potestad judicial
según sus propios criterios, ya que el obispo no podía abandonar automáticamente dicho tribunal
interdiocesano y constituir inmediatamente su propio tribunal, sino que necesitaba la autorización
de la Sede Apostólica (a través de Signatura Apostólica), que a su vez controlaba si se verificaban
las condiciones idóneas para que el obispo diocesano restableciera su propio tribunal.
Es evidente que este sistema contrasta directamente con algunos de los criterios fundamentales
de la reforma—, de hecho el art. 8 §2 del M.P. Mitis Iudex consagra el derecho a retirarse-salir del
tribunal interdiocesano, y el art. 8 §1 el derecho-deber de constituir el propio tribunal diocesano,
todo ello sin intervección de ninguna autoridad ulterior.
Conocido es ya por todos el debate y la discusión extraordinaria que dicho art. 8 §2 ha
suscitado, especialmente en el ámbito italiano—; no entramos en el mismo porque escapa el ámbito
de nuestro estudio—; nos limitamos a dejar constancia de cuáles han de ser los aspectos claves y la
disciplina a propósito de la relación obispo diocesano-tribunal interdiocesano:
1º/ Frente a la praxis organizativa de extender los tribunales interdiocesanos o regionales, el
modelo ordinario y preferido por el legislador es el del tribunal diocesano, cuya constitución
no es potestativa sino obligatoria (can. 1673 §2), de ahí que se inste a procurar «cuanto antes»
la formación necesaria de los futuros miembros (art. 8 §2 RP).

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2º/ De acuerdo con el art. 8 §2 RP, el obispo diocesano puede —tiene derecho a ello—
«abandonar» libremente el tribunal interdiocesano, no requiriendo para ello de la autorización
de ninguna instancia superior, tampoco del STSA; sí que habrá que comunicarlo al resto de
los obispos , y también a la STSA, que verificará «la sussistenza delle condizioni per un
adeguato funzionamento delle strutture giudiziarie»—.
3º/ El M.P. Mitis Iudex salvaguarda las estructuras judiciales intediocesanas anteriores a la
entrada en vigor, también los tribunales interdiocesanos—; igualmente se puede decir del
rescripto de 7-XII-2015, en donde el efecto revocatorio pleno (abrogación) queda subordinado
a la subsistencia de una ley anterior absolutamente contraria a la ley universal posterior—; si
no fuera así, esto es, si todos los tribunales interdiocesanos —y también otras estructuras
jurídicas, por ejemplo los tribunales nacionales—, o la propia Rota de la Nunciatura en España
por ejemplo— hubieran quedados suprimidos, por razones de elemental seguridad jurídica —
y por otras muchas razones, entre ellas por exigencias de la tan buscada celeridad…— se
deberían haber establecido claúsulas-disposiciones transitorias, en las que se deberían haber
indicado qué hacer con las miles de causas en curso en estos tipos de tribunales…, todo lo
cual hubiera exigido de una referencia explícita detallada; igualmente, si no se reconociera la
vigencia y operatividad de los tribunales interdicoesanos existentes, no tendría sentido por
ejemplo el propio art. 8 §2, pues sería absurdo reclamar un derecho a abandonar una
estructura que no existe; igualmente, tampoco tendría sentido los arts. 11 §1, 16 y 19 RP, o el
can. 1673 §2…pues en todos ellos se hace referencia explícita al tribunal interdiocesano
(aludido implícitamente también el art. 16 RP).
4º/ El Mitis Iudex no prevé la constitución de nuevos tribunales interdiocesanos en un futuro,
más aún, el can. 1673 §2 parece oponerse a la creación ex novo de dichos tribunales—; a pesar
de ello, parece que por razones de sano realismo eclesial —que tiene en cuenta la diversidad
de la Iglesia, y las dificultades para crear una estructura jurídica diocesana en muchos lugares
del mundo—, aplicando el criterio de subsidiariedad, se puede concluir que la creación de
nuevos tribunales interdiocesanos —no previstos ciertamente, pero tampoco prohibidos, y sí
aludidos indirectamente—, si bien ha de ser un solución excepcional y transitoria, entra dentro
del derecho del obispo a organizar con libertad la administración de justicia. La base jurídica
de esta posibilidad sería el can. 1423, aunque aquí se vuelve a suscitar la cuestión de la
necesidad o menos de intervención de la Sede Apostólica a través del STSA: para algún autor,
la intervención del STSA no se limitaría a un análisis de oportunidad o conveniencia, sino que
tendría un carácter habilitativo o constitutivo de una facultad excluida en principio (por el can.
1673 §2), lo que supondría una verdadera dispensa —no una licencia— de la ley procesal—; la
mens legislatoris, por el contrario, parece establecer un criterio diferente, distinguiendo según
los obispos decididos a formar el nuevo tribunal interdiocesano pertenecieran o no a la misma
provincia eclesiástica: si fueran de la misma provincia eclesiástica no se requeriría ni siquiera
de la aprobación de la Sede Apostolica a la que se refiere el can. 1423 §1 —ni el nihil obstant
anterior, ni el control posterior—, lo que parece ir contra la praxis de la propia Signatura
Apostólica (art. 35 LP); si los obispos pertenecieran a provincias eclesiásticas distintas
entonces sí que se necesitarían «licencia» de la Sede Apostólica—; como se ve, un parecer
muy distinto, que quizás requeriría de un pronunciamiento interpretativo «auténtico» que
cubriera el silencio del Mitis Iudex al respecto.
Al margen, por tanto, de la opción extraordinaria, subsidiaria y temporal de los tribunales
interdiocesanos, la estructura organizativa preferida por el legislador es el tribunal diocesano, cuya
función debe integrarse en el conjunto de las estructuras diocesanas de la pastoral familiar. Este
dato creo que es uno de los grandes retos de la reforma: se trata de lograr una mayor vinculación e
interrelación, bajo la dirección del obispo diocesano, entre el tribunal eclesiástico y las estructuras
diocesanas, lo que exigirá un cambio de praxis en muchos diócesis. En efecto, la nueva normativa
reclama una mayor presencia de ese servicio especializado que ofrecen los tribunales en el nivel de
los arciprestazgo y de las parroquias, en primer lugar, informando y orientando de modo que se
corrija la percepción negativa que en algunos ámbitos pueda existir respecto de la actuación de los

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tribunales; pero no sólo informando, también «yendo» —es una manifestación más de esa Iglesia
«en salida» a la que alude constantemente el Papa (nn. 15, 17, 20-24, 27, 30, 46, 53, 179, 261 dela
EG— al encuentro de aquellos fieles que están en una situación objetiva en la que pudieran
necesitar de la atención de la vicaría judicial o del tribunal; y no sólo a estos niveles, también a
nivel de la pastoral familiar diocesana, hay que incorporar criterios de coordinación, con el fin de
corregir la generalizada ausencia de las estructuras de la pastoral familiar —a nivel diocesano y a
nivel supradiocesano, por ejemplo a nivel de las conferencias episcopales— de aquellos que
trabajan en la pastoral judicial: no puede ser que no se tenga en cuenta la pastoral familiar a los
especialistas en esta actividad jurídico-matrimonial; en relación con este nivel, recordar que cuando
el art. 2 RP habla de la investigación perjudicial pastoral, hace referencia a la necesidad de una
pastoral matrimonial diocesana unitaria, lo cual no podrá conseguirse sin la participación de quienes
dedican a este ministerio judicial a nivel diocesano. Y recordar también cuanto se indica en el n.
244 de la Exh. Apost. Amoris Letitiae: «por tanto será necesario poner a disposición de las personas
separadas o de las parejas en crisis un servicio de información, consejo y mediación, vinculado a la
pastoral familiar, que también podrá acoger a las personas en vista de la investigación preliminar
del proceso matrimonial».
También a este nivel —el del discernimiento jurídico de su verdadero estado personal— ha de
descender el trabajo del tribunal, lo cual debe tener reflejo desde el punto de vista organizativo; sí
así se hiciera, se lograría aumentar, no las nulidades, pero sí el servicio que los tribunales están
llamados a ofrecer a aquellos fieles que dudan de la validez del matrimonio o están convencidos de
la nulidad del mismo.
2.3. El principio de proximidad juez-fiel.
Otro de los criterios organizativos de la administración de justicia en la Iglesia —en estrecha
relación con los dos anteriores— ha de ser la cercanía física entre los órganos judiciales y los fieles:
necesariamente la «conversión de las estructuras» jurídicas ha de pasar por una proximidad entre
quienes se cuestionan la verdad del vínculo conyugal y quienes están llamados a conocer del
mismo.
No hay duda de que este principium proximitatis es una de las finalidades principales
perseguidas con la reforma —seguramente junto con la celeridad, la simplificación de los procesos,
y en buena medida también la gratuidad—, de hecho así lo refiere explícitamente el Santo Padre en
el Proemio de la norma: «Alimenta el estímulo reformador el enorme número de fieles que, aunque
deseando proveer a la propia conciencia, con mucha frecuencia se desaniman ante las estructuras
jurídicas de la Iglesia, a causa de la distancia física o moral; por tanto, la caridad y la misericordia
exigen que la misma Iglesia como madre se haga accesible a los hijos que se consideran
separados…»—.
Accesibilidad, cercanía, proximidad…son criterios, por tanto, que se relacionan con la
responsabilidad de responder adecuadamente a las necesidades humanas y espirituales de fieles, y
que por ello mismo, no pueden no concretarse en una reorganización de las estructuras jurídicas de
la Iglesia. Esto es algo que interpela especial y primariamente a los Obispos, aunque también en el
Proemio se insta a que las conferencias episcopales colaboren para lograr esta finalidad: «…El
restablecimiento de la cercanía entre el juez y los fieles, en efecto, no tendrá éxito si desde las
Conferencias no se da a cada Obispo el estímulo y conjuntamente la ayuda para poner en práctica la
reforma del proceso matrimonial».
Este principio de proximidad es el que está detrás de la obligación de constituir el tribunal
diocesano que establece el can. 1673 §2, la cual se impone por el legislador, no como una especie
de ideal a cumplir únicamente por aquellas diócesis con una estructura organizativa idónea o con
medios suficientes, sino que se trata de un obligación que el Papa quiere que asuman —«cuanto
antes»— todos los obispos diocesanos, ya que tiene su fundamento en la necesidad de proteger los
derechos de los fieles, a cuyo servicio se han de disponer unas estructuras jurídicas accesibles y
eficaces; precisamente por ello, el Santo Padre señala que «en las diócesis que no tienen un tribunal
propio, el Obispo debe preocuparse de formar cuanto antes, mediante cursos de formación
permanente y continua, promovidos por las diócesis o sus agrupaciones y por la Sede Apostólica en

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comunión de objetivos, personas que puedan prestar su trabajo en el tribunal que ha de constituirse
para las causas de nulidad» (art. 8 §1 RP).
Es verdad que no pocos obispos encontrarán graves dificultades para constituir su tribunal—, que
habrá que conjugar en muchos casos la necesidad de proximidad y el realismo práctico, pero
también lo es que no se debería perpetuar indefinidamente esa «insuficiencia organizativa», al
contrario, se debería trabajar denodadamente para que esta proximitas se convierta en uno de sus
desafíos prioritarios de la pastoral familiar.
Precisamente para facilitar que los obipos diocesanos puedan efectivamente cumplir con esta
obligación de constituir tribunal que el legislador les impone, y para posibilitar que los fieles
puedan echar mano más fácilmente de este «remedio» eclesial, se han establecido una serie de
disposiciones novedosas y se han suprimido algunas normas que hacían más rígidos los
mecanismos de la configuración y elección del tribunal:
a) Por lo que respecta a la configuración del tribunal, hay dos grandes novedades que, en la
medida en que facilitarán la formación del tribunal, influirán positivamente en la proximidad juez-
fiel:
1. La primera de ellas es la posibilidad del tribunal monocrático; aunque el criterio general
sigue siendo el de la colegialidad (can. 1673 §3), en caso de imposibilidad de formar
dicho colegio se permite que el obispo pueda encomendar la causa a un juez único, que
ha de ser clérigo (can. 1673 §4), para lo cual, ya no se requiere el permiso de la
conferencia episcopal (can. 1425 §4); es indudable que esta previsión del tribunal
monocrático facilitará la configuración del tribunal diocesano a muchos obispos con
dificultades para conformar el colegio de jueces, lo que se traducirá en una mayor
proximidad. En mi opinión, se podría haber ido más allá, volviendo a la situación previa
al CIC’17 y estableciendo como criterio general el juez monocrático, no la colegialidad—;
así mismo, y en contra de lo establecido por el can. 1673 §5, no veo razones fundadas
para no haber abierto la posibilidad del juez único también en segunda instancias;
igualmente, se podría haber abierto también la opción de juez único laico—;
2. La segunda de ellas es la posibilidad reconocida en el can. 1673 §3 de nombrar jueces
laicos, ello sin las limitaciones del can. 1421 §2 (sin que se verifique una situación de
necesidad, y sin el permiso de la conferencia episcopal); es indudable que esta norma, en
la medida en que amplía el espectro de quienes pueden ejercitar la función de juez en la
Iglesia, contribuirá a facilitar la configuración de los turnos, lo que repercutirá en un
tratamiento más ágil y próximo de las causas, que podría haber sido aún mayor si se
hubiera permitido a los laicos ser también presidentes del Turno: si es normal que puedan
ser mayoría en un tribunal (si hay dos laicos lo serán), no veo por qué no podrían ser
también presidentes del colegio.
b) En relación con la elección del tribunal, hay también dos institutos procesales novedosos que
también influirán en hacer efectiva una mayor proximidad fiel-juez:
1. El primero de ellos es la modificación de los títulos de competencia en los términos del
can. 1672, justificada por parte de la doctrina como exigencia de este principio de
proximidad—, pues permitá —al abrirse la opción del fuero del domicilio y
cuasidomicilio de las partes— una mayor cercanía entre el fiel que solicita la nulidad y el
órgano encargado de conocer de la misma, de modo que aquél no tendrá que acudir a un
tribunal lejano para resolver su caso, posibilitándose también —a través del fuero de las
pruebas, fijado ahora sin los límites del anterior can. 1673, 4º— la inmediación judicial
entre la adquisición de las pruebas y el órgano que ha de valorarlas. Mi parecer, sin
embargo, no es tan favorable a la modificación de los títulos de competencia en los
términos en los que se ha hecho—, sobre todo en lo que tiene que ver con el
«cuasidomicilio de las partes», de hecho creo que fácilmente se puede recurrir a él con
finalidades espúrias, produciéndose un «turismo procesal» o una «fuga de causas», que
ciertamente son contrarios a esa pretendida proximidad; además de ello, en la medida en
que el tribunal se aleja de la parte demandada —que es la parte más débil procesalmente

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hablando, y la que hasta ahora estaba más protegida por el «foro del demandado»—, si
ésta quiere participar de modo activo en el proceso, no es descabellado pensar que pueda
tener más dificultades —debido a la previsible lejanía física del tribunal—, lo que
también podría afectar al desarrollo de la causa—; de esta manera no se garantiza la
proximidad entre el juez «y las partes», sino entre el juez «y la parte actora», que puede
perfectamente ser la causa de la lejanía entre el juez «y la parte demandada»; todos
sabemos que no se trata de supuestos inimagibles, de ahí que el propio legislador, al
referirse a los títulos de competencia, recomiende en el art. 7 §1 que «se salvaguarde en
la medida de lo posible la proximidad entre el juez y las partes»—.
2. La otra novedad normativa relacionada con la elección del tribunal que afecta
directamente al principio de proximidad es el llamado «tribunal cercano o vecino»
(«vicinius tribunal») (can. 1673 §2b). Se trata de una hipótesis no prevista en el CIC’83,
y cuyo antecedente inmediato es el «tribunal próximo» («vicinum tribunal») del art. 24
§1 de la Dignitas Connubii—, aunque a diferencia de éste, la posibilidad de acudir a un
tribunal «cercano, o próximo o vecino» —diocesano o interdiocesano— por parte del
obispo diocesano no está sujeta a la concesión de la prórroga de competencia —que supla
la incompetencia relativa— por parte de la Signatura Apostólica (art. 124, 3º PB); en
realidad, esta «habilitación»de la Sede Apostólica se habría de entender concedida
implícitamente en virtud del propio can. 1673 §2, con lo que se evitan los interrogantes
«eclesiológicos» relacionados con el ejercicio por parte del obispo de la potestad judicial
extra territorium—; lo que la norma no hace de ninguna manera es suplir la incompetencia
absoluta, de ahí que no se podría designar como «tribunal vecino-cercano» uno que fuera
incompetente ratione obiecti o por razón del grado (art. 9 §1, 2º DC), pues estaríamos
ante un supuesto de incompetencia absoluta que requeriría de comisión de competencia
del STSA (art. 9 §3 DC, art. 124, 3º PB, arts. 35, 2º y 115 §§1-2 LPSTSA). En realidad,
la hipótesis del «tribunal cercano-vecino» suscita no pocos interrogantes, sobre todo por
la ausencia de ulteriores precisiones normativas. Por ello, ante el silencio disciplinar-
normativo, considero que es importante partir de la ratio de la norma, que sin duda es la
necesidad de garantizar el derecho a la tutela judicial efectiva —y el propio ius connubii,
que incluye también el derecho a saber la verdad del propio personal— de aquellos fieles
pertenecientes a diócesis sin estructura jurídica estable, o bien con estructuras que
funcionan mal o están «atascadas»). Desde esta perspectiva, lo primero que se concluye
es que se trata de una hipótesis excepcional-extraordinaria—, subsidiaria a la ausencia de
estructura judicial diocesana o al mal funcionamiento de la misma—, motivo por el cual
no podrá ser una opción indefinida ni prolongada en el tiempo, ya que ello contravendría
los principios fundamentales de la reforma del Mitis Iudex. Precisamente por este carácter
extraordinario, la hipótesis del «tribunal cercano-vecino» se ha de concretar minimizando
inconvenientes o posibles consecuencias negativas para los destinatarios de la misma: por
ejemplo, la designación del «tribunal cercano-vecino» ha de hacerse de modo «estable»
—aunque sea mientras dure la situación de base que fundamenta esta opción—, es decir,
el obispo a quo debería designar siempre al mismo obispo ad quem, no a varios, ni
tampoco una vez a uno y luego a otro(s), ni debe «salirse» de un tribunal y «acceder» a
otro…; igualmente, sería oportuno que se estableciera ex ante y por vía reglada —a
través del derecho particular—, de modo que se garantizara el derecho al juez
predeterminado por la ley y se evitara la apariencia de jurisdicción pactada, algo que
tiene que ver directamente con la imparcialidad (objetiva) y con la independencia
judicial. La designación del «tribunal cercano-vecino» concreto —diocesano o
interdiocesano— ha de responder a criterios de proximidad geográfica, pero no sólo,
también a criterios de celeridad: en este sentido, se habría de designar a aquellos
tribunales más próximos geográficamente, pero también que mejor funcionan (aunque no
fueran los limítrofes o materialmente cercanos)—. Dos consideraciones últimas: la
designación habrá de ser aceptada por el obispo del «tribunal vecino-cercano» elegido, lo

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que exige de un acuerdo previo, no fuera que por razones de oportunidad —por ejemplo,
por advertir que su tribunal tiene muchas causas pendientes o está sobrecargado de
trabajo...— el obispo ad quod rehusara la pretendida designación del obispo a quo; una
vez que se ha accedido al tribunal cercano-vecino, la perpetuatio iurisdictione exige que
en grado de apelación el tribunal se designe según el criterio de los cann. 1438 y 1439.
3. La organización de los tribunales y la dinámica procesal han de
responder a criterios deontológicos.
Más allá de que el modo como se han regulado técnicamente determinadas instituciones
procesales es susceptible de ser mejorado —y estoy convencido de que así se hará con absoluta
normalidad—, lo cierto es que la reforma que se ha realizado debe ser encuadrada en esa aportación
carismática del munus petrino en una época de cambios y de profunda transformación, época en la
que la Iglesia —guiada por la intuición del Papa Francisco— debe hacer efectiva una verdadera
«conversión de las estructuras» (n. 27 EG), también de las jurídicas. Ahora bien, como ya se ha
indicado, para que hacer realmente efectivo es telos de la reforma, no es suficiente con actuar a
nivel del diseño legislativo, sino que hay que descender al nivel del gobierno y de la organización, y
sobre todo, hay que descender al nivel del obrar forense canónico, sensibilizando y concienciando a
los operadores jurídicos, especialmente de aquellos que estamos llamados a administrar justicia en
nombre de Dios en la Iglesia. Para ello, la clave sigue siendo reconducir la dinámica procesal a
criterios de «deber ser» y de «buen obrar».
En efecto, la reforma se hace en parte porque —tal como se puso de relieve en el Sínodo
extraordinario de la Familia de 2014— existe la idea más o menos generalizada de un mal
funcionamiento de los tribunales eclesiásticos, o al menos de que éstos no satisfacen de la mejor
manera las necesidades-derechos de aquellos fieles que pasan por experiencias traumáticas
relacionadas con la verdad de su matrimonio. Sin entrar en ulteriores consideraciones—, lo que sí
tengo muy claro es que si realmente se pretenden corregir los desajustes en el funcionamiento de los
tribunales en la Iglesia, hay que centrar la atención en el desarrollo de la dinámica procesal, más
aún, hay que reconducir el obrar forense a criterios de deontológicos, a criterios de «buen obrar»—.
Ya hemos hecho referencia a un aspecto clave: priorizar la búsqueda de la verdad y proteger la
indisolubilidad como criterios claves de la dinámica procesal. Junto con ello, me permito referirme
a otros criterios deontológicos que deben estar presentes en la praxis forense: buscar la justicia en el
caso concreto de cada matrimonio; actuar respetando la ley sustantiva y a la jurisprudencia sobre el
matrimonio; actuar según ciencia y conciencia, con criterios de profesionalidad y laboriosidad,
respetando la dignidad-lealtad profesional, con probidad moral y honestidad de vida, con
independencia y libertad —y en el caso de los jueces especialmente con imparcialidad—, con
diligencia y celeridad, con discreción y reserva, en última instancia, viviendo el quehacer jurídico
como un ministerio eclesial, como una verdadera vocación al servicio de los fieles y de Dios, en
cuyo nombre actuamos al dictar sentencia.
3.1. Buscar la justicia en el caso concreto de cada matrimonio y hacerlo con
criterios jurídicos.
Si hay algo que debe ser pretendido siempre por cualquier órgano judicial esto es
ineludiblemente la justicia. En el caso de los procesos de nulidad, la justicia que los tribunales de la
Iglesia deben buscar (declarar) es la verdad del vínculo conyugal concreto; aquí radica
esencialmente la justicia que ha de ser pretendida por todos los operadores jurídicos, pero
especialmente por los jueces, cuya misión no es otra que la de «ius dicere, iure disceptare, iuste
iudicare»—).
Porque está llamado a decir el derecho, fallar en derecho, juzgar con justicia y declarar la verdad
del vínculo conyugal, la suya no es una actividad que se pueda encasillar como «laxa» o «rigorista»,
«blandad» o «dura»…, sino únicamente —y no es poco— como justa, y en cuanto tal, como
pastoral. En relación con esto, debe recordarse que «la pastoral debe edificarse sobre lo justo, que es
lo jurídico, no sobre la injusticia, el desorden o la arbitrariedad»—. La actividad de los jueces no

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tiene que dejar de ser jurídica para ser pastoral—, al contrario, siendo jurídica —y justa— es como
la actividad judicial toca las entrañas mismas de la pastoral de la Iglesia—: el trabajo es judicial,
pero la misión del juez canónico «es evangélica, eclesial y sacerdotal, sin que pierda su carácter de
humanitaria y social»—.
La necesidad de administrar justicia por parte del juez le impone un deber deontológico de
realizar el principio de comunión ecclesial a través de la reconciliación y de la solución pacífica de
los litigios entre los fieles—. Esto es algo que el nuevo can. 1675 presupone se debería haber hecho
antes de iniciar el proceso, pues se limita a recordar al juez que la «condición previa» para aceptar
una causa es la constatación de que el matrimonio ha fracasado irreparablemente y que es imposible
restablecer la convivencia, obviando la referencia que el anterior can. 1676 hacía al intento del juez
de que los esposos convalidaran su matrimonio y/o restablecieran la convivencia. Con la nueva
estructura organizativa judicial que se debería crear en las diócesis, quizás el momento idóneo de
«mediación»— y de conciliación entre los cónyuges podría ser la «fase prejudicial o pastoral», pues
aunque la misma se oriente «a recoger elementos útiles para la eventual celebración del proceso
judicial» (arts. 2 y 4 RP), lo cierto es que podría ser un momento privilegiado —y así se indica
explícitamente en el n. 244 de la Exh. Apost Amoris Letitae— para intentar reconducir la relación—.
Este criterio deontológico de buscar la justicia obliga a todos los profesionales del foro, también
a los abogados: por ejemplo, a ellos le impone la necesidad de presentar un cuadro realista y sereno
que permita realizar la justicia y acercarse a la verdad del vínculo conyugal, para lo cual deben
evitar que sus clientes adopten comportamientos o las actitudes negativas respecto de la otra parte,
deben hacerles ver las implicaciones jurídicas y morales que la vía del proceso de nulidad
comporta…—.
Si para que la administración de justicia sea pastoral lo primero que ha de ser es júridica, habrá
que concluir que es importante que se incorporen de verdad criterios jurídicos en el día a día de los
tribunales en la Iglesia, lo que comporta huir de praxis «metajurídicas» o de comportamientos
concretos poco profesionales, muchos de los cuales serían por ejemplo inadmisibles en foros
estatales (civiles o penales), ello tanto por parte de los jueces como por parte también de los
letrados. No se olvide que el legislador ha querido seguir vinculando los procesos de nulidad a la
potestad judicial, y que ha tomado esta opción como garantía de protección de la indisolubilidad—,
lo que impone la obligación a quienes administramos justicia en la Iglesia de reconducir la praxis
forense a criterios estrictamente jurídicos, para lo cual es imprescindible actuar con mayor
profesionalidad y rigor técnico-procesal—: la vía no es la de rebajar el rigor o el nivel técnico, o
establecer una especie de presunción de desconocimiento de las normas procesales, sino todo lo
contrario.
En relación con ello, considero que sería oportuno que se fueran resolviendo algunas lagunas e
incertidumbres que la norma ha suscitado desde el punto de vista técnico-procesal; pienso, por
ejemplo, en algunos aspectos relacionados con el decreto del vicario judicial abriendo el proceso
brevior ante el obispo (can. 1676 §2): ¿es recurrible? ¿debe ser aceptado por el obispo? ¿cuál es el
sentido de la expresión «instructor de la diócesis de origen de la causa» del art. 16 RP? ¿Cómo
conciliar la vinculación de las causas de nulidad a la potestad judicial y la necesidad de colegialidad
con el hecho de que hasta después del dubium no exista tribunal colegial (can. 1676 §3)?—; pienso
también en todo el mecanismo de la apelación: determinación de los días a quo y ad quem para
interponer y proseguir apelación, determinación del tribunal ad quem en el proceso brevior, o
alcance de la expresión «meramente dilatoria» de los cann. 1680 §2 y 1687 §4; y más cuestiones
relacionadas con la apelación: ¿cómo tramitar la apelación no dilatoria en el proceso breve? ¿Y en
el ordinario? ¿Cómo actuar en caso de que se admita a trámite la apelación tras una sentencia en un
proceso brevior? ¿podemos seguir aplicando en apelación el mecanismo del decreto ratificatorio del
anterior can. 1682 §2? ¿Se puede ratificar por decreto también el pronunciamiento negativo? ¿se
puede rechazar a límine un recurso de apelación tras sentencia negativa, por considerarlo
«meramente dilatorio»? ¿Sería recurrible este decreto? ¿es posible seguir aplicando el criterio del
art. 265 §6 DC y confirmar por decreto sólo uno(s) de los capítulos declarados por el tribunal
inferior?....

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Éstas —y otras— son algunas de las cuestiones que la doctrina se viene planteando desde que se
hizo público el Mitis Iudex, y sobre las que estoy convencido que se irán incorporando criterios
autorizados precisos, de modo que se minimicen los ámbitos de indeterminación técnico-procesal,
todo ello como garantía de protección de los derechos de los justiciables y, en definitiva, como
mecanismo de declaración de la justicia en el caso concreto.
3.2. El respeto de la ley y la jurisprudencia como criterios de actuación.
Todos los operadores jurídicos en la Iglesia están llamados a respetar la norma jurídica abstracta,
haciendo que el caso concreto se adecúe al supuesto normativo: los jueces, defensores del vínculo,
—no digamos el promotor de justicia—, pero también los abogados, deben actuar como
«guardianes» del sistema de legalidad vigente—. Este deber de fidelidad a la ley canónica ha sido
destacado en repetidas ocasiones por el magisterio pontificio—; por su elocuencia me permito referir
la siguiente cita de la alocución de Juan Pablo II a la Rota romana en 1980: «son graves y múltiples
los deberes del juez en relación con la ley. Aludo solamente la primera y más importante que,
además, contiene en sí los otros: ¡la fidelidad¡ Fidelidad a la ley, a la divina, natural y positiva, y a
la canónica sustancial y a la del procedimiento…la fidelidad del juez a la ley debe llevarle a hacerse
uno con ella, de tal modo que pueda decirse con razón lo que escribía Cicerón, es decir, que el juez
es la misma ley hablando…Esta fidelidad será la que impulse al juez a adquirir el conjunto de
cualidades que necesita para cumplir los otros deberes respecto de la ley: sabiduría para entenderla,
ciencia para esclarecerla, celo para defenderla, prudencia para interpretarla en su espíritu más allá
del nudus cortex verborum, ponderación y equidad cristiana para aplicarla»—.
El juez, por tanto, debe «atenerse a las leyes canónicas, rectamente interpretadas», y debe tener
presente siempre «la conexión intrínseca de las normas jurídicas con la doctrina de la Iglesia»—. A
ello se obliga —el juez y todos los miembros del tribunal o los que colaboran con él—— mediante
un juramento de fidelidad al momento de tomar posesión de su cargo (can. 1454).
Este respeto a la ley y a la jurisprudencia se ha de ver reflejado en múltiples situaciones
concretas a lo largo del proceso. Me limito a concretar algunas: 1º/ Prohibición para el juez de
apropiarse indebidamente de una causa (can. 1457 §1), y también «recomendación» para los
letrados de que, a la hora de concretar el tribunal al que acudir, se sometan al criterio de proximidad
que establece el art. 7 §1 RP; en la medida en que se respetara el criterio del citado artículo se
evitarían los posibles abusos que puede originar el foro de «cuasidomicilio de las partes» (can.
1672, 2º)—; 2º/Obligación de tratar las causas según en orden que figura en el registro de entrada
(can. 1458), sin que pueda el juez priorizar injustificadamente unas sobre otras, ello salvo
excepción justificada y motivada; de esta manera se evita la arbitrariedad en el orden de conocer las
causas, y con ella la sospecha de favoritismo; 3º/Obligación del tribunal de proveer que la parte
pueda ser asistida por patrón—, —que habrá de aceptar la designación de patrocinio gratuito—, para
lo cual habrá de procurar que queden garantizadas las situaciones de gratuidad (Proemio de las
Normas y art. 7 §2 RP); en muchos tribunales se han suprimido las tasas —entre ellos en la misma
Rota romana (n. II.6 del rescripto de 7-XII-2015)—, y se está trabajando para garantizar la
gratuidad en la prestación de este servicio dentro de la Iglesia; 4º/ Obligación del juez de controlar
que se verifican los requisitos que el can. 1683 establece para abrir el proceso brevior, proceso que
ha de ser extraordinario y excepcional—; en relación con ello, el vicario judicial no está vinculado
para el parecer de las partes, ni puede abrir este proceso en contra de su parecer; lo que sí puede, y
es otra de las obligaciones que el cumplimiento de la ley le impone, es la de procurar —al amparo
del art. 15 RP— que la parte demandada se adquiera a la petición del actor, una vez verificados que
se dan el resto de los requisitos que establece el can. 1683 para abrir el proceso breve; 5º/
Obligación de declarar la ausencia del demandado (can. 1592) cuando éste no comparece tras la
citación, ni da una excusa razonable de su ausencia, no pudiendo interpretar el silencio del demando
como aceptación implícita de la petición del actor, ello a pesar del art. 11 §2 RP—; 6º/ Obligación de
ser precisos al fijar el dubium, limitándose a precisar por qué capítulos concretos se impugna la
validez de las nupcias (can. 1676 §5) y prohibiéndose la fijación de la fórmula de dudas en términos
imprecisos o genéricos, o según posiciones doctrinales del juez, de acuerdos a criterios
interpretativos; la vía que el n.II.1 del rescripto de 7-XII-2015 ha abierto para la Rota romana de

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fijar el dubium «de acuerdo con la antigua fórmula “An constet de matrimonii nullitate”» no puede
extenderse al resto de tribunales de la Iglesia; en relación el dubium habría que hacer referencia
también a la prohibición del juez de actuar de oficio en la modificación de la fórmula de dudas; 7º/
Obligación de los abogados de no entregar copia total o parcial de los autos a otros, sin exceptuar a
las partes —en línea con lo establecido en el art. 235 §2 DC—, todo con ello con el fin de evitar que
las partes hagan mal uso de ellas, empleándolas para fines distintos del proceso canónico, por
ejemplo, para promover acciones penales ante la jurisdicción civil contra la otra parte o los testigos,
para presentarlas en los pleitos civiles de separación o divorcio….; 8º/ Obligación del juez de
motivar los decretos decisorios y, sobre todo, la sentencia —y ello bajo sanción de nulidad, can.
1622, 2º—, que debe definir la cuestión discutida ante el tribunal (can. 1620, 8º), dando respuesta
congruente a cada una de las dudas, no permitiéndose un pronunciamiento infra, ultra o extra
petitum, ni tampoco un pronunciamiento genérico o interpretativo; 9º/ El momento culmen de esta
fidelidad a la ley y la jurisprudencia se produce al dictar sentencia, en la que se declara la verdad del
vínculo conyugal; en relación con ello, ya hemos apuntado que la supresión de la duplex conformis
no facilitará precisamente la unificación de criterios entre los tribunales, más bien todo lo contrario;
en efecto, en la medida en que se suprime el mecanimo «piramidal» derivado de la necesidad de
confirmar el primer pronunciamiento declarativo de la nulidad del matrimonio, será más fácil que se
verifique una disgregración de la «jurisprudencia»; para evitar estos criterios dispares de los tribuna,
hay que tener en cuenta que «a la tutela debida a la familia contribuyen en medida no pequeña la
atención y pronta disponibilidad de los tribunales eclesiásticos diocesanos y regionales a seguir las
directrices de la Santa Sede, la jurisprudencia rotal continua y la aplicación fiel de las normas
sustanciales y procesales ya cofificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones o a
interpretaciones que no responden objetivamente a la norma canónica o no las sostiene ninguna
jurisprudencia cualificada. En efecto, es temeraria toda innovación en el derecho sustantivo o
procesal que no responda a la jurisprudencia a a la praxis de los tribuanles y dicasterios de la Santa
Sede. Debemos convencernos de que un examen sereno, atento, mediotad, completo y exhaustivo
de las causas matrimoniales exige la plena conformidad con la recta doctirna de la Iglesia, el
Derecho Canónico y la sana jurisprudencia canónica»—.
Este deber deontológico de actuar con sometimiento a la ley y a la jurisprudencia es un derecho
de los fieles. Así lo reconocer expresamente reconoce el can. 221 §2, que también indica que la ley
canónica debe ser aplicada con equidad. Es decir, existe un derecho de los fieles «a ser juzgados
según las normas jurídicas», y existe también un deber de aplicar esas normas con equidad,
conscientes de que «en el trabajo del legislador canónico, como en la actividad del juez eclesiástico,
la "equidad canónica" sigue siendo un ideal sublime y una preciosa norma de conducta»—. Esa
equidad, definida por Hostiensis como «la justicia mitigada por la dulzura de la misericordia»—, es
un medio fundamental de interpretación de todas las leyes canónicas, pero no puede ser utilizada
precisamente para ir contra dichas normas, ya que entonces —como indicaba Pablo VI en 1973—
«se convertiría en algo dañosa y causa de incertidumbre»—.
3.3. La necesidad de formación y actuación según ciencia y conciencia.
Lo primero que se le exige a quien realiza cualquier trabajo es que posea la formación necesaria
para desempeñarlo con la mayor perfección técnica—. Si nos fijamos en la normativa canónica
vemos que uno de los requisitos que de manera constante se exige a quienes van a participar en la
administración de justicia en la Iglesia es su formación intelectual, que, en términos generales, se
concreta en la posesión de una titulación y en la adquisición de una experiencia forense. En relación
con ello, aunque se han flexibilizado los criterios de constitución del tribunal, se ha mantenido la
exigencia codicial de titulación, que recordemos es de «doctorado o al menos licenciado en derecho
canónico» (cann. 1420 §4 y 1421 §3 y 1435)—, ello para los vicarios judiciales, jueces, defensores
del vínculo y promotores de justicia—.
Esta titulación es un requisito necesario, y no puede ser dispensado por el obispo diocesano:
aunque el Mitis Iudex ha acentuado el papel del Obispo, sigue en vigor la prohibición del can. 87 §1
de dispensar de las leyes procesales por parte del obispo—, incluída también la requirida titulación
académica de doctorado o licenciado para ejercer los ministerios judiciales citados—. Es verdad que

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en no pocos lugares no es fácil para los obispos encontrar personas con esta formación-titulación—,
pero también lo es que estamos ante una de las primeras responsabilidades del obispo, que sin duda
será un signo de esa conversión pastoral de las estructuras—. Así se indica claramente en el n. 244
de la Exh Apost. Amoris letitiae: «Esto implica —se refiere a la aplicación de la reforma por parte
de los obispos— la preparación de un número suficiente de personal, integrado por clérigos y
laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial».
En el caso de la fase «prejudicial y pastoral», el art. 3 RP indica que se encomiende a personas
«idóneas, dotadas de competencias no sólo exclusivamente jurídico-canónicas»: es evidente que la
norma no pretende rebajar el nivel de las exigencias académicas, sino ampliar los campos y las
materias desde las que se puede realizar este servicio de indagación previo (la titulación de doctor-
licenciado en derecho canónico será garantía de idoneidad, aunque ésta se puede extender a otros
campos como la psicología y la psiquiatría).
En el caso de los asesores —no obligatorios— del juez único (can. 1673 §4) se les exige —como
requisito previo para su aprobación por el obispo— que sean «expertos en ciencias jurídicas o
humanas». Mayor nivel de formación parece que se debe exigir a los asesores del obispo en el
proceso breve, ya que éstos están llamados a ejercer una función de asesoramiento más cualificada,
de hecho su intervención —dispuesta en términos obligatorios por el can. 1685— se relaciona con
la decisión del obispo, el cual, muchas veces sin la formación canónica adecuada, habrá de
consultarles con carácter previo a dictar sentencia (can. 1687 §1).
Pero la ciencia no debe estar presente sólo al momento de la elección, sino que el buen jurista
tiene el deber deontológico de mantener y actualizar sus estudios y su formación a lo largo de toda
su trayectoria profesional; esta formación «continua y permanente» a la que se refiere
explícitamente el art. 8 §1, se ha de concretar en la solicitud en adquirir cada día un conocimiento
más profundo del derecho matrimonial y procesal, de la jurisprudencia de la Rota romana—, y
también en materias como la psicología y la psiquiatría, ciencias con las que el juez tiene que entrar
en un diálogo constante, a las que acude con carácter instrumental para que le «ayuden» en el
proceso de conocimiento de la verdad—.
Cuanto más sólida sea la formación, mejor predisposición habrá para poner en práctica otro de
los principios del «buen obrar» forense canónico: actuar en conciencia. En el ejercicio de su
profesión, el jurista está llamado a someterse a este juicio de bondad que realiza la razón práctica, lo
que es tanto como decir que está llamado a actuaciones profesionales que no puedan ser tildadas de
inmorales desde el criterio de la ley natural y de la ley de Dios. El jurista, sobre todo el que actúa en
el ámbito de los tribunales de la Iglesia, no sólo debe atender en su obrar profesional a la ley
positiva, sino que debe atender a esa «voz interior»— que expresa la ley natural y la ley divina; en
esto consiste sustancialmente obrar en conciencia, lo cual se predica como criterio deontológico de
todos cuantos actúan en los tribunales de la Iglesia.
Por lo que a los jueces canónicos se refiere, creo que se les puede aplicar estas palabras de Piero
Calamandrei: «no conozco otro oficio más que el de Juez, que exija en quien lo ejerce fuerte sentido
de viril dignidad; sentido que obliga a buscar en la propia conciencia, más que en las opiniones
ajenas, la justificación del propio obrar y asumir de lleno, a cara descubierta, la responsabilidad»—.
Este actuar en conciencia de los jueces no puede no tener reflejo procesal, especialmente en
aquellos ámbitos —numerosos en el proceso canónico— en los que el juez goza de gran
discrecionalidad, aunque quizás sea al momento de valorar las pruebas, y adquirir —o no— la
certeza moral suficiente y necesaria para dictar sentencia, cuando más se ponga de manifesto este
criterio deontológico; de acuerdo con los términos como el art. 12 RP delimita el concepto de
certeza moral, se evidencia que el mecanismo de adquisición de las misma no puede ser otro que el
de libre valoración de las pruebas (no arbitraria, sino ex actis et probatis)—, o lo que es lo mismo, de
valoración «en conciencia»; así lo reconoce textualmente el propio can. 1608 §3 (art. 247 §3 DC):
«el juez debe valorar las pruebas según su conciencia, respetando las normas sobre la eficacia de
ciertas pruebas»—.
El actuar en conciencia no solo es criterio deontológico del obrar del juez, también lo es de toda
la actuación de abogado—: desde que se entrevista con la persona, hasta que aceptar asistirla en el

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proceso, pasando por cada una de las fases del mismo —presentación de demanda, propuesta y
práctica de pruebas, alegaciones, recursos—, el abogado tiene que guiarse en su obrar jurídico por
su conciencia, lo que le otorgará independencia, libertad, y, sobre todo, le permitirá dar un sentido
ético a su profesión más allá del legítimo lucro.
3.4. Mantener y respetar la dignidad y la lealtad profesional:
El principio general de dignidad y lealtad profesional se traduce en múltiples exigencias de
naturaleza deontológica que afectan a todos los operadores jurídicos—, todas ellas con una
extraordinaria incidencia inmediata y directa en la dinámica procesal y en el desarrollo del proceso.
En el caso del juez, por ejemplo, la necesidad de mantener y respetar la lealtad-dignidad
profesional se concreta en actitudes y actuaciones como las que siguen: 1º/ Necesidad de dispensar
un trato respetuoso y cortés a cuantos intervienen en el proceso —las partes, los testigos,
abogados…— y a los miembros del tribunal; Como indicaba el cardenal Jullien—, la actuación de
juez debe estar marcada por la serenidad a la hora de comportarse, por la objetividad en los juicios
de valor, por el autodominio y el conocimiento adecuado de sí, de sus propias cualidades, de sus
dones y virtudes, así como por el control de sus impulsos, de su amor propio, de su genio, de sus
prejuicios, de sentimientos de simpatía o antipatía, de defectos como la pereza, la soberbia y la
impuntualidad—; 2º/ Necesidad de «saberse el pleito»; forma parte de la deontología del juez el que
éste tenga un conocimiento completo de los autos, ya que ha de juzgar conforme a lo que resulte de
ellos, para lo cual no basta con una apresurada lectura de lo actuado, sino que se requiere un estudio
en profundidad, tanto respecto de las actuaciones procesales, como respecto del contenido
sustancial de lo actuado; 3º/ Prestar atención y evitar las actitudes obstruccionistas de las partes; así,
por ejemplo, el juez debe evitar un número excesivo de testigos o de otras pruebas, no debe admitir
aquellas pruebas aducidas para provocar dilaciones en el proceso (can. 1553), y debe prestar mucha
atención para que la proposición de cuestiones incidentales —que es uno de los puntos negros del
proceos canónico— no responda a la intención velada de obstruir y retrasar el proceso; 4º/
Transparencia y la claridad en la fundamentación de las resoluciones y sentencias; 5º/ Obligación de
guardar secreto de oficio (can. 1455 §1) de todo actuado, especialmente sobre lo relativo a la
discusión de la causa y al sentido de su voto (can. 1455 §2).
Este principio deontológico de dignidad y lealtad profesional por parte del juez debería quedar
dentro del control a que están llamados los obispos como responsables primeros de la
administración de justicia en cada diócesis. A estos efectos, cabe recordar que el can. 1457
establece como sancionable penalmente por la autoridad competente, que incluso puede recurrir a la
remoción del oficio, la actitud del juez que procure daño a las partes por dolo o negligencia grave
en el cumplimiento de su oficio. En desarrollo de este can. 1457, sigue siendo válida la referencia
del art. 75 DC a los principales actos ilícitos relacionados con el abuso de oficio por parte del juez:
así, por ejemplo, se han de considerar como ilícitos —y por tanto sancionables, incluso con la
remoción del oficio—, además de los que explicita el can. 1457 —denegación de la justicia,
apropiación indebida de una causa, violación del secreto de oficio—, las siguientes actuaciones del
juez: el soborno pasivo (can. 1386), el abuso de potestad por acción u omisión grave, la realización
u omisión ilegítima de un acto por negligencia culpable y con daño a terceros (can. 1389) y la
falsificación de documentos (can. 1391).
En el caso de los abogados que actúan en el foro canónico, la dignidad-lealtad profesional se
traduce en múltiples obligaciones y prohibiciones. Me permito aludir a cuatro situaciones concretas:
1º/ Han de mantener un comportamiento cortés y respetuoso, y también una actitud de colaboración
con los jueces y con el resto de miembros y personal del tribunal eclesiástico—; 2º/ Debe contribuir
al correcto desenvolverse del proceso, evitando cualquier actitud obstruccionista tendente a retrasar,
«enturbiar» o, incluso, paralizar el proceso; ni pueden darse, ni deben admitirse, de ahí que es
imprescindible que se establezcan mecanismos sancionadores que permitan corregir estas actitudes;
en este sentido, si se pudiera constatar que el abogado —motu proprio o a instancias de parte—
adopta dolosamente decisiones obstruccionistas, estaríamos claramente ante un supuesto de abuso
de su oficio —expresamente previsto ahora en el art. 111 §2 DC—, ante el que cabría articular
mecanismos para proceder a su suspensión, incluso, si se mostrara reiterativo en estos

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comportamientos, prohibirle el patrocinio en el tribunal, ello al amparo de los cann. 1470 §2, can.
1487, y del 111 §2 DC—; en orden a hacer más efectivas y menos arbitrarios estos procedimientos y
las ulteriores sanciones, sería muy oportuno que la legislación particular viniera a concretar de
manera explícita esta posibilidad, lo cual influiría muy positivamente en el desarrollo de los
procesos; también a este nivel ha de descender la vigilancia del Obispo respecto del modo de
desenvolverse de cuantos actúan ante su tribunal; 3º/ Prohibición de eludir la competencia de un
determinado tribunal, sustrayendo sus causas y buscando otro «más favorable» —algo con lo que el
letrado se ha de comprometer ahora más que nunca, sobre todo para que se respete el criterio del art.
7 §1—, así como la prohibición de actuar de cualquier modo en fraude de ley; 4º/ Prohibición de
transmitir informaciones al juez fuera del proceso (can. 1604 §1); 5º/ Hacer «mal uso» de los autos
del proceso canónico de nulidad, empleándolos para fines distintos del proceso canónico (por
ejemplo, en el foro civil o penal)—; 6º/ Desde la primera entrevista con el cliente hasta los
hipotéticos recursos, el abogado tiene la obligación de tutelar los derechos de la parte (art. 104 §1);
los límites de esta lealtad al cliente los marca la defensa de la verdad y la búsqueda y realización de
la justicia, y también su propia conciencia; así, en ocasiones esta lealtad al cliente —y a la propia
Iglesia— le llevará a aconsejarle que no plantee la demanda, o le llevará a no intentar que «su»
versión prevalezca siempre y a costa de lo que sea—; 7º/ Prohibición de renunciar al mandato,
estando pendiente la causa, sin una razón justa (art. 110, 1º)—; esta prohibición, que contrasta con la
libertad que en el ámbito del derecho del estado el abogado tiene para renunciar al mandato—,
pretende proteger a la parte de eventuales e injustificados abandonos en la dirección letrada. Ahora
bien, el abogado que esgrima causa justa para renunciar al mandato debe actuar con lealtad
profesional, de modo que no se escondan otro tipo de motivaciones de tipo económico —por
ejemplo que la parte hubiera venido a peor fortuna…—, o de cualquier otra naturaleza difícil de
merecer la consideración de «causa justa»—; 8º/ Obligación de someter los legítimos honorarios —
en el n. VI del Proemio se habla de una «justa y digna remuneración»— a criterios de temperancia
en la facturación —dentro de los límites establecios por el Obispo diocesano—, lealtad y
transparencia, independencia, posibilidad de reclamar e impugnar, rendición de cuentas, prohibición
del pacto quota litis, posibilidad de provisión de fondos; 9º/ Si presta asistencia letrada a ambas
partes, tanto en el proceso ordinario como en el proceso breve, la lealtad-dignidad profesional le
impone atender a la verdad de los hechos; en este sentido, aunque actúen como litisconsortes,
especialmente ahora en el proceso brevior, cada una de las partes puede tener una versión distinta
de lo acaecido, de ahí que el letrado deba respetar esta verdad de cada cónyuge, evitando
«construir» la historia conjunta; a este respecto, en absoluto me convence la posible presencia de las
partes —en el proceso brevior— en la deposición de la otra parte y de los testigos, pues la misma
podrá crear más problemas de los que resuelva: una cosa es estar de acuerdo en pedir la nulidad,
incluso concordar en los motivos de la misma, y otra muy distinta es estar presente cuando se
exponen una serie de detalles de la biografía del sujeto…; la presencia de ambas partes, en mi
opinión, puede influir en la veracidad de lo adverado por los testigos y por ellos mismos, de ahí que
aquí sí parece aconsejable que el instructor eche mano de la posibilidad que le ofrece el final del art.
18 §1 de «proceder diversamente»; no se olvide, en todo caso, que se trata de una disposición que
contradice, no sólo lo dispuesto en el nuevo can. 1677 §2 para el proceso ordinario, sino lo que
establece el can. 1559 para los procesos en general; 10º/ Otras prohibiciones más que se relacionan
con el principio deontológico de lealtad profesional: La prohibición de prevaricar por regalos,
ofrecimientos-promesas o por cualquier otra causa —estableciéndose para esta hipótesis la pena de
suspensión de su patrocinio y el castigo con una multa (can. 1489)—, y la prohibición de soborno
activo (can. 1386) y la de falsificación de documentos (can. 1391).
3.5. Necesidad de mantener la independencia y la libertad:
Por independencia de los operadores jurídicos ha de entenderse la ausencia de cualquier tipo de
injerencia, interferencia, vínculo o presión que pretenda influenciar o desviar la acción y decisión
del jurista. El principio de libertad, en cambio, pone más el acento en la capacidad del propio
profesional de tomar «sus» decisiones, de ordenar su actividad con autonomía. En ambos casos, se

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trata de principios fundamentales que deben inspirar el obrar de los operadores jurídicos, ello
especialmente en la Iglesia.
En el caso de los jueces, su independencia y libertad son —junto con su imparcialidad— uno de
los principios cardinales que rigen su actuación—. En primer lugar, el juez ha de tener
independencia y libertad respecto de quien tiene el poder, pues de lo contrario se verá amenazada la
imparcialidad, y se cercenará la posibilidad de administrar justicia; a pesar de la ausencia de
separación de poderes, esto es válido también para la Iglesia, de ahí el sistema de recursos legales
establecidos, y la propia estabilidad de los oficios (can. 1422)…, y también el propio ejercicio
desconcentrado de la función judicial por parte del tribunal. A este respecto, la introducción del
proceso brevior no modifica en absoluto esta necesidad de independencia y libertad, más bien todo
lo contrario: así, por ejemplo, ni el vicario judicial se ha de sentir presionado-vinculado por el
obispo para abrir o dejar de abrir un proceso breve, ni tampoco el obispo creo que está vinculado
necesariamente por el parecer del vicario judicial, sino que la apertura del mismo debe ser aceptada
por el propio obispo, que sí que podría ordenar que se siguiera la vía del proceso ordinario; así
mismo, a la hora de alcanzar la certeza moral, el hecho de que el vicario judicial haya abierto este
proceso extraordinario previsto para casos muy claros, no prejuzga el resultado final del mismo. Los
obispos, por tanto, tienen obligación de buscar personas idóneas, deben vigilar cómo funciona el
tribunal, pero deben garantizar también la libertad e independencia del tribunal, de ahí que no puede
«actuar» una vez que los jueces están conociendo de una causa concreta, ni puede modificar las
resoluciones de su tribunal—; así mismo, y creo deben garantizar la libertad del defensor del vínculo
de apelar las sentencias, también aquellas dictadas dictadas por el propio obispo en el proceso
brevior (o en el proceso ordinario).
En segundo lugar, el juez ha de mantener estos criterios de independencia y libertad respecto de
la estructura jurídica, tanto al interno del propio Turno, en donde cada juez ha de tener libertad e
indepencia para manifetar su parecer respecto de la decisión final —aunque la sentencia es «obra de
todos», si no está de acuerdo puede emitir un voto particular (can. 1609 §4)—, como respecto de los
tribunales inferiores y superiores.
Y en tercer lugar, el juez ha de ser libre e independiente respecto de los intereses de las partes en
el proceso: su misión es la de declarar la verdad del vínculo conyugal, de ahí que deba estar por
encima de las motivaciones subjetivas más o menos legítimas —más o menos loables— de las
partes, también cuando actúan de consuno como litisconsortes. Ahora bien, ¿cómo ser libre respecto
de las partes? Chiovenda decía que el único modo de preservar la independencia y la imparcialidad
judicial es que se aplique el principio dispositivo de manera absoluta, también en el momento de la
proposición de las pruebas—; es evidente que en procesos de naturaleza pública —y más si son
declarativos— este criterio no puede no puede aplicarse de modo absoluto sino matizado, de ahí
tengamos el can. 1452—, que matiza el principio de justicia rogada en lo que se refiere al momento
de la proposición y práctica de las pruebas. La De lo que se trata es de mantener un equilibrio entre
los poderes directivos del juez y el principio dispositivo, ello con el fin de evitar una confusión de
rolles—: «aun pudiendo proponer de oficio lo que la ley le consiente en cada medio de prueba, el
juez no puede convertirse en defensor del vínculo o abogado del negligente, sin dañar en modo
deontológicamente grave su función de estricta imparcialidad»—.
La independencia y libertad son principios que deben guiar todo el desarrollo del proceso, de ahí
que tengan muchas concrecciones en el curso del mismo. Me permito aludir a las siguientes:
― Necesidad de seguir manteniendo un régimen de incompatibilidades dentro del
organigrama de los tribunales: en línea con lo establecido en el art. 36 DC, el Vicario
judicial —y los vicarios judiciales adjuntos—, los demás jueces, los defensores del vínculo
y los promotores de justicia no deben ejercer establemente el mismo oficio u otro de éstos
en dos tribunales conexos por razón de la apelación—; igualmente, no pueden desempeñar
simultaneamente de modo estable dos oficios en el mismo tribunal, ello
independientemente de si se trata de la misma causa o de causa distinta (art. 36 §2 DC)—;
por último, los ministros del tribunal no pueden actuar como abogados o procuradores en
el mismo o en otro conexo por razón de apelación. La posibilidad de los jueces laicos y del

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tribunal monocrático, en la medida en que facilita la configuración del tribunal, aleja estas
situaciones de incompatibilidad; en todo caso, la ratio última de este régimen de
incompatibilidades es proteger y garantizar la indepedencia y libertad, evitando todo tipo
de suspicacias al pueblo fiel en general y a las partes en particular.
― En esta misma línea de defensa de la independencia y de la libertad e imparcialidad hay
que colocar la prohibición de resolver válidamente como juez una causa en la que ya actuó
como tal en otra instancia (art. 66 §1), y la prohibición de que actuar como como juez —o
como asesor—, en la misma instancia o en otra distinta, si ya ha intervenido como defensor
del vínculo, promotor de justicia, procurador, abogado, testigo o perito (art. 66 §2). ¿Y si
cualquiera de ellos actuó asesorando en la fase prejudicial o pastoral? En ese caso, yo creo
que se debería seguir el criterio del art. 113 §§2 DC e impidir actuar como juez o como
defensor del vínculo a los ministros del tribunal que asesoraron sobre la posibilidad de
introducir una causa de nulidad y sobre la manera de proceder. Ahora bien ¿Se debería
impedir que asuma la defensa de la parte al patrono estable que realizó este servicio de
asesoramiento? Este es el criterio que establece el art. 113 §4 DC, sin embargo yo creo que
cabe cuestionarse si esto mismo se podría extender a la actuación en la fase prejudicial o
pastoral; yo mi inclino por seguir el mismo criterio que si actuara el letrado particular, al
que obviamente no se le puede prohibir actuar como tal en un proceso posterior.
― La prohibición de aceptar causas en las que haya una implicación personal: el juez no debe
conocer de una causa en que tenga interés por razón de consanguinidad o afinidad e
cualquier grado de línea recta y hasta cuarto grado de línea colateral, o por razón de tutela
o curatela, de amistad íntima, de aversión grande, o de obtención de un lucro o evitacióin
de un daño, o en la que pueda recaer otra fundada sospecha de acepción de personas (art.
67 DC). En estos supuestos el juez debería inhibirse (can. 1448), o en caso contrario, la
parte podría recursarlo (can. 1449). Ambas instituciones jurídicas —la inhibición y la
recusación— pretender garantizar la libertad e independencia de los jueces, su
imparcialidad, de manera que se evite cualquier sospecha que pudiera dañar la confianza
de los fieles en la justicia del tribunal. A propósito del uso que se hace de estas
instituciones jurídicas, creo que hay que hacer algún apunte índole deontológico: los jueces
debemos evitar juzgar causas en las que exista implicación personal, pero igualmente las
partes —y sus letrados— deben evitar abusar —y no es infrecuente que así sea— de la
petición de inhibición y del mecanismo de la recusación; igualmente, los jueces no pueden
acudir a la inhibición como mecanismo jurídico para «huir» de determinadas causas
especialmente complejas o problemáticas; ni las partes puede recusar a los jueces por sus
actos legítimente puestos (art. 68 §5 DC), ni por otra serie de circunstancias o finalidades
que no tienen que ver con la independencia y libertad, y sí con el propósito de «librarse» de
un determinado juez o turno.
― Prohibición de aceptar regalos con ocasión de las causas (can. 1456), así como cualquier
otras «muestras» de agradecimiento: contraría la deontología —y nos acerca a la
corrupción, al soborno, cohecho…— tanto la parte que ofrece obsequios y regalos, como el
juez que los acepta—. En sentido, el juez, antes y después de conocer de una causa, debe
negarse a recibir cualquier obsequio, prestación o beneficio económico o de cualquier otra
índole, para lo cual tendrá que ser en muchas ocasiones cauto y astuto, sincero y austero—.
En este sentido, quizás podría plantearse hasta qué punto no compromete la independencia-
libertad-imparcialidad objetiva algunas legislaciones particulares en las que se está
instando a las partes a hacer donaciones a los tribunales con ocasión de los propios
procesos de nulidad; la gratuidad no puede ir a costa de poner en tela de juicio dichos
principios, por ello creo que sería oportuno que se articularan otros sistemas.
― Independencia y libertad al momento de designar al perito (can. 1575): el juez debe ser
consciente de la importancia que tiene la designación del perito en orden al desarrollo
concreto de una cusa, de ahí que haya de ser absolutamente honesto con su conciencia, y

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fiel a su quehacer ministerial de administrar justicia sin otras miras que Dios y la verdad,
utilizando como criterio el de la mayor idoneidad en el caso concreto—.
― La libre valoración de las pruebas: La libertad del juez se pone especialmente de relieve al
momento de la valoración de las pruebas—. Sabemos que el can. 1608 §3 establece como
criterio orientador de la actividad valorativa del juez la libertad, la independencia y el obrar
según su conciencia. Esto no significa ni arbitrariedad, ni que no existan límites a su
discrecionalidad, ni que no tenga que da razones y explicitar los motivos de la decisión.
Todo ello sería irracional, y lo irracional casa mal con la verdad de las cosas, y con el
estado de certeza que en relación a la misma se pudiera tener. Lo que se quiere decir es que
el juez no está obligado a concluir en un sentido determinado en función de una
determinada prueba, ya que no existen pruebas tasadas, sino que ha de alcanzar la certeza
moral a partir de una valoración libre ex actis et probatis.
― Libertad e independencia de los abogados, que han de ejercer su profesión sin injerencias
externas —ya venga éstas de cualquier autoridad, del propio cliente, de otros compañeros.
Ello se traduce, por ejemplo, en la libertd para aceptar o no un asunto, ello al margen de las
situaciones de designación de oficio——, aunque esa libertad de aceptación está matizada
en el ámbito canónico por la relación con la verdad y la justicia del asunto concreto, y con
su fundametación. Por lo que respecta a la renuncia a un asunto, el abogado necesita de
causa justa para renunciar al mandato (art. 110, 1º DC), lo cual contrasta con la libertad
que en el ámbito del derecho del estado el abogado tiene para renunciar al mandato. Por lo
que respecta a los criterios de defensa, el abogado goza de libertad e independencia
respecto de la línea de defensa a seguir, ello incluso por encima del parecer del cliente; así,
es libre de adoptar decisiones sobre cuestiones de carácter técnico-jurídico, y también libre
de plantear de una manera determinada asuntos relacionados con el fondo de la cuestión,
teniendo siempre como límites de su obrar procesal y sustantivo la verdad y la justicia, y
también la lealtad.
― Libertad e independencia especialmente del defensor del vínculo; recordemos que su tarea
es la de proponer y manifestar todo aquello que pueda aducirse razonablemente contra la
nulidad del vínculo conyugal (can. 1432), algo que es muy importante no sólo para los
fieles sino para el conjunto del pueblo de Dios; precisamente por ello, ha de tener plena
libertad durante todo el curso del proceso, especialmente en el momento de plantearse la
apelación de la sentencia, tanto si ésta fue dictada por el tribunal como si la dictó el propio
obispo; pudiera objetarse que, de facto, su posición pudiera estar comprometida, de ahí que
sería importante que fuera reafirmado —tanto por parte del vicario judicial como del
propio obispo— en su libertad para actuar en conciencia en defensa del vínculo conyugal;
en relación con ello, salvo excepciones, no es desdeñado concluir que estaría obligado a
apelar siempre que en sus observaciones se mostrara contrario a la nulidad del matrimonio.
3.6. Diligencia y celeridad en la tramitación de los procesos de nulidad.
Como se indica en el Proemio , una de las finalidades esenciales de la reforma es lograr que la
tramitación de los procesos de nulidad responda a criterios de diligencia y celeridad: «la mayoría de
mis hermanos en el Episcopado, reunidos en el reciente Sínodo Extraordinario, demandó procesos
más rápidos y accesibles. En total sintonía con dichos deseos, he decidido dar mediante este Motu
Proprio disposiciones con las que se favorezca, no la nulidad de los matrimonios, sino la celeridad
de los procesos y, no en menor grado, una adecuada sencillez, de modo que, como consecuencia en
el retraso en la definición del proceso, el corazón de los fieles que esperan que se aclare su estado,
no se vea largamente oprimido por las tinieblas de la duda».
Este propósito de agilizar y dar celeridad que persigue el M. P. Mitis Iudex encuentra traducción
en diversas disposiciones concretas que vienen a regulan con carácter novedoso varias instituciones
procesales; a título meramente indicativo me permito referir las siguientes:
1. La creación de una fase previa de investigación «prejudicial o pastoral», la cual puede
resultar ciertamente una ayuda para las partes en la medida en que comporte una
recopilación de datos cara a un futuro proceso (art. 2 RP), lo que puede contribuir a

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agilizar el desarrollo procesal posterior; para lograr este efecto, esta fase no debería
dilitarse en el tiempo, ya que en este caso no haría sino retrasar una hipotética «solución»
al problema personal-espiritual que la parte está viviendo.
2. La modificación de los títulos de competencia en los términos del can. 1672, 2º, en
concreto, sobre la base del «domicilio o cuasidomicilio de una o ambas partes»: se trata
de esta disposición que contribuirá a reducir el tiempo dedicado al trámite de admisión de
la demanda, aunque es posible que origine un «efecto embudo» en determinados
tribunales que irá en detrimento de la rapidez en la tramitación de las causas en dichos
tribunales—; además de ello, en la medida en que el tribunal se aleja de la parte
demandada —que es la parte más débil procesalmente hablando, y la que hasta ahora
estaba más protegida por el «foro del demandado»—, si ésta quiere participar de modo
activo en el proceso, no es descabellado pensar que pueda tener más dificultades, lo que
también podría afectar al tiempo de tramitación de la causa.
3. La participación de los laicos como jueces y el tribunal monocrático: de acuerdo con el
can. 1673 §3 —una vez superadas las limitaciones del can. 1421 §2— los laicos pueden
formar parte del colegio de jueces con normalidad, lo que repercutirá en una mayor
facilidad para formar el Turno y subsiguientemente en un tratamiento más ágil de las
causas, que podría haber sido aún mayor si se hubiera permitido a los laicos ser también
presidentes del Turno. Igualmente, la posibilidad de un tribunal monocrático en los
términos del can. 1673 §4 —que supera las limitaciones del can. 1425 §4— contribuirá
también de modo indirecto en la celeridad de las causas, aunque también aquí se podría
haber ido más allá, volviendo a la situación previa al CIC’17 y estableciendo como
criterio general el juez monocrático, incluso abriendo la posibilidad a que el juez único
fuera también laico, y también previéndose esta opción en segunda instancia.
4. La necesidad de constituir el tribunal en la diócesis (can. 1673 §2), y la posibilidad
también de acceder a otro tribunal diocesano o interdiocesano cercano en los términos ya
referidos, tendrá también consecuencias desde el punto de la celeridad y la diligencia—.
5. La posibilidad de activar el proceso breve ante el obispo—, proceso que ciertamente se
desarrollará de modo más ágil y con un desarrollo temporal más breve: en efecto, si se
verifican los requisitos del can. 1683—, el vicario judicial podrá decretar que se active el
proceso «brevior» ante el obispo, el cual, en la medida en que se desarrollará en una
única sesión instructoria (siempre que ello sea posible, can. 1686) a celebrar en el plazo
de 30 días desde el dubium (can. 1685), y en la medida en que suprime el decreto de
publicación de actas, la fase de deduciones y la conclusión de la causa, pasándose
directamente a la discusión de la causa —que muy bien se podría haber determinado que
pudiera ser oral, lo que la haría aún más ágil——, para lo que se tiene el plazo máximo de
15 días —plazo que sí acota la indeterminación del can. 1601—, sí que, en principio,
permitirá el desarrollo de procesos con tramitación ágil y de breve duración.
Decimos que, en principio, porque en la práctica podría resultar finalmente que este
proceso no fuera ni tan ágil ni tan breve: en efecto, además de que el plazo de 30 días
para la sesión instructoria es un plazo que no es precisamente breve —se debería haber
fijado un plazo más corto—, y además de que no se fijan plazos ni para dar traslado de lo
instruido al Obispo—, ni para que éste alcance certeza moral y dicte sentencia —sólo se
indica que la notificación de la misma sea «con la mayor brevedad»—, el can. 1687 §1
prevé sólo para el proceso «brevior» ante el obispo —al igual que acontece con el
proceso documental—la posibilidad de una sentencia afirmativa, de modo que, si el
obispo no alcanza la certeza moral—, tendrá que «remitir la causa al proceso ordinario»,
lo que comportaría que la causa finalmente sufriera un retraso, pudiendo resultar que se
tardara finalmente más que si se hubiera seguido la vía ordinaria de inicio. Ni mucho
menos es una hipótesis desdeñable. Por todo ello, creo que la opción del proceso
«brevior» debería ser una opción extraordinaria y excepcional, y debería venir justificada,
no por la agilidad y la celeridad, sino por la evidencia de la nulidad (y el resto de

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requisitos del can. 1683); el matiz es importante: el proceso «brevior» no está previsto
para agilizar las causas, sino para tratar más ágilmente determinados supuestos de nulidad
evidente, de ahí que el acento haya que ponerlo en la evidencia del caso, no en la posible
rapidez de su resolución.
6. La ejecutabilidad de un única sentencia declarativa de la nulidad del matrimonio(can.
1679)—: si partimos de criterios estrictamente cronológicos, es indudable que la supresión
de la duplex conformis comportará una disminución de la duración de los procesos de
nulidad. Ciertamente se trata de una cuestión que ha sido muy analizada por la doctrina—,
con diversos planteamientos y llegando a conclusines también distintas, aunque en la
fase más inmediata a la reforma las voces que más resonaron fueron las más favorables a
la supresión de la duplex conformis; como ya he indicado—, se trata de una opción-
decisión que sacrifica mucho de bienes jurídicos muy relevantes —desde luego más que
la celeridad—, además de no ser esencial ni decisiva para lograr la pretendida celeridad.
La duplex conformis fue establecida por Benedicto XIV en la Dei Miseratione (3-XI-
1741) en un contexto concreto —abusos frecuentes en el tratamiento de las causas de
nulidad— y para una finalidad determinada —proteger el matrimonio y su
indisolubilidad——, y lo que toca preguntarse es si hoy ese paisaje socio-eclesial ha
desaparecido, si ha mejorado. Yo sigo sosteniendo que hay una relación entre la duplex
conformis y la verdad del vínculo conyugal —y la certeza moral— y la tutela de la
indisolubilidad —y la salus animarum—, no creo que sea esencial para la celeridad
procesal, ya que ésta depende esencialmente de otros factores: depende
fundamentalmente de criterios que tiene que ver con el «buen obrar» y con el «deber ser»
de quien administra justicia, o de quien de un modo u otro participa en el proceso, de
todos los operadores jurídicos, y también de quien es el responsable último y primero de
la administración de justicia de la diócesis (el obispo diocesano).
7. Todo el mecanismo establecido para tramitar-decidir el recurso de apelación (cann. 1680
§1-3 y 1687 §4): no obstante la ejecutabilidad de la única sentencia declarativa de la
nulidad, el legislador sigue garantizando del derecho de apelar de la parte que ha sufrido
gravamen ( y también el derecho de interponer querella de nulidad, can. 1680 §1), aunque
éste debe ejercerse en los plazos legales previstos para ello, tanto en lo que se refiere a la
interposición ante el tribunal a quo, como en lo referido a la prosecución ante el tribunal
ad quem. El carácter perentorio de estos plazos tiene que ver con el derecho del fiel a una
resolución rápida y justa en una cuestión tan relevante para su vida como es la verdad de
su estado conyugal. Por ello, ahora más que nunca es necesario tener en cuenta estos
plazos: hablamos de 15 días útiles desde que se tuvo conocimiento de la publicación de la
sentencia para interponer la apelación ante el tribunal a quo (can. 1630 §1) —también por
parte del defensor del vínculo, de lo cual se ha de dejar constancia en autos—, y de un
mes —desde que se tuvo por interpuesta— para proseguirla ante el tribunal ad quem, ello
a no ser que se establezca un plazo más largo por parte del tribunal (can. 1633).
Sin entrar en otras consideraciones sobre el desarrollo de la apelación tal como ha sido
configurado por el M. P. Mitis Iudex, sí que hay que decir que introduce un criterio —que
aplica tanto al proceso ordinario como al proceso «brevior», aunque con un resultado
totalmente distinto en un caso y en otro— que en principio parece que tiene que ver
directamente con el factor «tiempo», aunque en realidad tiene que ver directamente con
la fundamentación del recurso, aunque de ello se derivarán consecuencias indirectas
respecto del tiempo de tramitación: es el tema de la apelación «dilatoria». En el caso del
proceso «brevior», si la apelación se considera dilatoria se ha rechazar a limine con un
decreto (can. 1687 §4), en cambio, si la apelación se considera dilatoria en el proceso
ordinario se ha de proceder a su confirmación por decreto (can. 1680 §2); si no se
considera dilatoria, se pasará a proceso ordinario en ambos casos (cann. 1687 §4 y 1680
§3). Es evidente que el término «dilatorio» no puede tener aquí un sentido temporal ni

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procesal, sino un carácter sustantivo-material: por apelación «dilatoria» se ha de entender
apelación «sin fundamento», sin base material.
8. Por último, incluso la cuestión sobre la gratuidad puede afectar a la celeridad en la
tramitación de los procesos, sobre todo en aquellos tribunales en los que —como ocurre
en la Rota romana— se eliminen las tasas, lo que supondrá que no se tendrá que
suprimirá todo el trámite relativo al pago de las mimas —ingreso, notificación del
mismo, situaciones de concesión de justicia gratuita…—, momento en el que muchas
causas quedaban paralizadas.
Cada una de estas concreciones, como hemos dicho, responde a esa intención y finalidad de
lograr una mayor diligencia y celeridad —y también una mayor simplificación— en la tramitación
de las causas, auque hay que decir que la falta de dinamismo de los procesos de nulidad no depende
esencialmente —ni antes, ni tampoco ahora—de las instituciones procesales en sí, sino de factores
que podríamos llamar de índole «subjetivo-personal»—, también en ocasiones de factores que se
derivan de la propia complejidad objetiva de algunas causas concretas, siendo absolutamente
secundario y subsidiario la propia configuración del iter procesal y de sus instituciones: el problema
no era ni es esencialmente del proceso, sino de quienes lo aplicamos.
Antes y ahora, el retraso de las causas de nulidad se relaciona sobre todo con los «ejecutores» del
proceso: las partes —y sus letrados— y los jueces. Por lo que a éstos respecta, es evidente que de su
sabiduría jurídica —procesal, matrimonial fudamentalmente, también de su conocimiento de las
ciencias de la psicología y psiquiatría—, de su capacidad de trabajo, en definitiva, de su buen hacer,
depende en gran parte el desarrollo del proceso. Por ejemplo, el juez puede —y debe— hacer que
determinadas decisiones se tomen con la mayor celeridad —expeditissime, quam primum,
continenter, son las expresiones que suele usar el legislador—, de manera que él será el responsable
de concretar y determinar el quantum de celeridad, de minimizar el tiempo en ejecutarlas. Teniendo
el cuenta el reenvío que hace el can. 1691 §3 al proceso contencioso ordinario y a la disciplina de
los juicios en general, permanece intacta la disciplina del Código sobre los términos temporal, la
mayoría de los cuales no son perentorios—; también aquí se podría haber actuado, acotando los
términos y estableciendo mecanismos correctores de la negligencia.
En relación con estos plazos, permítase algún apunte respecto de cuestiones susceptibles de ser
mejoradas una vez analizada la configuración del proceso ordinario que ha realizado el M. P. Mitis
Iudex:
⎯ En relación con la demanda, no se indica término alguno para su admisión, ni para citar a
la parte demandada y notificar al defensor del vínculo. Para que la parte responda a la
citación sí se establece el término de 15 días (can. 1676 §1), aunque no se dice nada
respecto del tiempo que el defensor del vínculo tiene para responder. En el caso de
inadmisión de la demanda, por ejemplo, si se aplica strictu sensu lo que establece el can.
1676 §1 y es el vicario quien acepta la demanda sin estar constituido el Turno, el eventual
recurso irá al vicario judicial del tribunal de apelación, lo que comportará un retraso
indudable de la causa—.
⎯ Es incierto también el plazo para fijar la fórmula de dudas (can. 1676 §2), y para
constituir el Turno (can. 1676 §3), y para notificar este decreto.
⎯ Respecto de la instrucción, se podría haber actuado en los tiempos relativos al inicio de la
instrucción, o en todo lo que tiene que ver la práctica de las pruebas, por ejemplo,
habiendo establecido también para el proceso ordinario el criterio de instrucción de las
pruebas morales en sesión única (en la línea del can. 1686), algo que venimos haciendo
en muchos de nuestros tribunales; se podría haber acotado los plazos para la realización
de la pericia, pues es un trámite en el que las causas sufren un retraso considerable.
Igualmente, es importante también desde el punto de vista de la celeridad que se respete
el principio de inmediación en todo el periodo de pruebas, de ahí que sigamos
proponiendo la conveniencia de que el Ponente sea el Instructor, y que se echen manos de
los mecanismos informáticos para garantizar esta inmediación—, con lo que se corregirían
los tiempos de tramitación de exhortos—.

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⎯ Se podría haber reducido también el plazo de caducidad de la instancia.
⎯ No se entra a regular la cuestiones incidentales, sin embargo, la experiencia nos dice que
es una de las causas muy importantes del retraso de muchos procesos de nulidad: en
tratamiento que se hace de las causas incidentales en la praxis forense sí que es
fácilmente mejorable; creo que hubiera sido muy oportuno simplificarlas, limitar muchos
recursos, y priorizar la oralidad en el tratamiento y la resolución.
⎯ No se tocan los plazos relativos a la apelación, lo cual es sorprendente, pues en total
estamos ante un plazo nada desdeñable de 45 días—, y sobre todo, se mantiene el doble
mecanismo de la interposión ante el tribunal a quo y de la prosecución de la apelación
ante el tribunal ad quem: se trata de un mecanismo desconocido en otros ordenamientos
jurídicos y no le veo que tenga mucho sentido en nuestro ordenamiento; en su lugar, se
podría articular un sistema más sencillo, de modo que la parte acudir en apelación
directamente al tribunal superior, el cual, por vía administrativa, se encargaría de los
trámites necesarios para hacerse con los autos (con una simple notificación certificada al
tribunal a quo).
Concluyendo: para que un sistema jurídico funciones con criterios de celeridad y diligencia es
imprescindibles incorporar mecanismos correctores del dolo y de la negligencia, pues en caso
contrario, nos moveremos siempre en el terreno de las buenas intenciones. Esto debe hacerse en el
nivel de control que debe realizar el Obispo respecto del funcionamiento de su tribunal, y también
en el control jurídico que deben llevar a cabo los responsables de la administración de justicia,
especialmente el vicario judicial. Desde luego, hay herramientos jurídicas en la ley para corregir las
irregularidades, las infracciones, el dolo y la negligencia: por ejemplo, los cann. 170 §2 y 1487
permiten imponer penas incluso de suspensión a quien cometa faltas de respeto y obediencia al
tribunal; los cann. 1488 y 1489 tipifican como ilícitas una serie de actuaciones dolosas, y fijan unas
penas concretas; Los arts. 75 y 111 DC —y las referencias que en ellos se hace a los cann. 1389,
1389, 1391, 1457, 1470 §2— prevén también una serie de actuaciones ilícitas por parte de los
jueces o ministros del tribunal y de los abogados respectivamente, con una graduación que va de la
impericia, a la negligencia y al dolo, previéndose en cada caso una pena concreta, dejando amplio
margen de discrecionalidad; el propio can. 1399, que permite ampliar esta capacidad punitiva y
sancionadora a otros supuestos. Además de ello, se debería actuar al nivel de las Iglesias
particulares, sobre todo a través de los reglamentos de los tribunales. En efecto, el obispo—, como
legislador particular, puede —y debe— elaborar un reglamento del tribunal que corrija estas
actuaciones negligentes y dolosas, y todo aquello que afecte directa o indirectamente a la celeridad
en la tramitación de las causas.
3.7. Vivir el ministerio judicial como una vocación y actuar con probidad moral
y honestidad de vida.
El jurista debe ser consciente de cuál es la naturaleza de su misión, debe ser consciente de que
está ejercitando una vocación—, para lo cual es imprescindible que estime y valore lo justo, que
«ame» el derecho y la justicia, lo cual es plenamente válido para quienes administramos justicia en
la Iglesia, de hecho, la raíz de la inmoralidad de ciertos comportamientos de algunos profesionales
de lo jurídico procede de un «des-enamoramiento» del Derecho y lo justo—, que en nuestro caso se
reviste de relativización de la verdad y la indisolubilidad del vínculo conyugal
Sin vocación jurídica auténtica, no se puede alcanzar ese actuación excelencia deontológica a la
que hemos de tender al administrar justicia, especialmente en la Iglesia—. Sin verdadera vocación
jurídica, y sin la idea de que este ministerio se inserta en un modo de ser y construir la Iglesia, el
trabajo en nuestros tribunales se vuelve arduo y privado de su sentido pleno. Hablar de vocación
jurídica eclesial es entender el trabajo en términos, no de autoafirmación, de prestigio…, sino en
términos de servicio, de ministerio. Así es como se ha de entender la administración de justicia en la
Iglesia.
Todos los que trabajamos en la tarea de administrar justicia en la Iglesia, pero especialmente en
los jueces, debemos tener pasión por el derecho y la justicia, por la verdad, pasión que no puede

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vivirse si no se parte de la conciencia personal de la dignidad del servicio que se está realizando en
la Iglesia, servicio que se relaciona directamente con los bienes espirituales que ésta ha recibido de
Dios para poner al servicio de los hombres.
Así es como lo han entendido los Romanos Pontífices, que repetidamente han destacado que la
administración de justicia en la Iglesia es un ministerio, una diaconía, un oficio de caridad y
unidad…, todo ello a favor del Pueblo de Dios. Por ejemplo, Pablo VI indicaba que quienes se
dedican al servicio de la noble virtud de la justicia, «pueden ser llamados con razón sacerdos
iustitiae…..Se trata, en verdad, de un noble y elevado ministerio sobre cuya dignidad reverbera la
misma luz de Dios, justicia primordial y absoluta, fuente purísima de toda justicia terrena. Con esta
luz divina hay que considerar vuestro ministerium iustitae»—. Por ello, apelaba a que fueran
conscientes de la alta dignidad de su misión en la Iglesia: «vuestra misión es sagrada…Jueces, es
decir, maestros, guardianes, intérpretes, que aplican la ley divina y humana que gobierna a la
Iglesia, es decir, al pueblo de Dios. La dignidad y autoridad del juez eclesiástico son de tal categoría
que San Pablo, en los orígenes de la legislacióin constitucional eclesiástica, reclama casi
enfáticamente la existencia y la acción del santo… para juzgar a un miembro indigno de la
comunidad cristiana…Al juez eclesiástico…se le exhorta a tener conciencia de esta altísima
dignidad, de esta asociación al poder de Cristo, juez supremo, a meditarla, a despertarla y a hacerla
alimento de su propia espiritualidad sacerdotal; y esto, no por fatua y orgullosa ambición, sino
como obsequio al carácter divino del poder que le ha sido confiado»—. En estos mismo términos se
refería Juan Pablo II al aludir al oficio del juez eclesiático: «así pues, el juez eclesiástico, auténtico
sacerdos iuris en la sociedad eclesial, no puede menos de ser llamado a realizar un verdadero
officium caritatis et unitatis. ¡Qué delicada es, pues, vuestra misión y, al mismo tiempo, qué alto
valor espiritual tiene, al convertiros vosotros mismos en artífices efectivos de una singular diaconía
para todo hombre y, más aún, para el christifidelis»—.
En resumen, atendiendo a la teleología de la reforma que estamos llamados a aplicar, y
considerando nuestro ministerio como una verdadera vocación en la Iglesia, los operadores
jurídicos encontraremos los criterios de «buen obrar» que han de regir la dinámica procesal concreta
en los tribunales eclesiásticos. Estos criterios de «buen obrar», por tanto, no vienen «de fuera», no
son una imposición externa, ni son extraños al obrar forense canónico, sino que nacen «de dentro»,
de la ratio de cada oficio, de su naturaleza, de la vivencia de los mismos en términos de vocación,
de servicio. Esto se ve especialmente claro en el caso del juez canónico: no se trata de un oficio que
responda a un mero querer humano, a criterios organizativo-funcionales, sino que estamos ante un
«oficio querido por Dios»—, de manera que su obrar debe responder al «querer de Dios», debe
«reflejar la justicia misma de Dios»—. De ahí que tenga que invocar el nombre de Dios (can. 1612
§1), que tenga que ponerse en la presencia de Dios, «deum solum habentes prae oculis», «ut
secundum eius imperium iudicaret»—. A ello está llamado, ésta es su vocación, y aquí encuentra —
él, y todos los operadores jurídicos— la fuente última de su obrar deontológico. Desde esta
perspectiva vocacional del quehacer jurídico es desde la que hay que aplicar en la práctica la
reforma del proceso que se ha realizado.
4. A modo de conclusión.
La reforma del proceso de nulidad del M.P. Mitis Iudex es una expresión más del impulso
reformador de las estructuras pastorales que caracteriza al pontificado del Papa Francisco. En
esencia, lo que el Santo Padre ha querido es poner la actividad judicial y las estructuras jurídicas de
la Iglesia al servicio de los fieles en este contexto de verdadera «emergencia» de la familia y el
matrimonio. Desde esta perspectiva, teniendo muy presente que la norma presupone y busca los
bienes jurídicos de la verdad del vínculo conyugal y su indisolubilidad, es desde la que hay que
analizar, acoger y aplicar esta norma, verdadera aportación carismática del munus petrino en un
contexto cultural-antropológico tan «peculiar» como el que vivimos.
La teleología que se persigue con el diseño legislativo que se ha realizado apunta a una
simplificación y agilización de los procesos de nulidades, y a una «purificación» del mismo en
cuanto instrumento al servicio de los fieles en la Iglesia.

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TESTO PROVVISORIO
Más allá de la perfectibidad técnica de algunas instituciones procesales —que seguramente
habrán de ser «pulidas»— , lo cierto es que para actualizar las muchas potencialidades de la norma,
además de acogerla con docilidad y actitud providencialista, se hace imprescindible descender del
ámbito legislativo al ámbito del gobierno y la organización judicial, lo cual debe ser realizado bajo
la guía y el compromiso de los Pastores de la Iglesia, que deben velar para que la praxis jurídico-
procesal se desarrolle según criterios de «buen obrar» y «deber ser». En juego está el bien de las
almas y del entero Pueblo de Dios.

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