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OCHO ACERCAMIENTOS AL LATINOAMERICANISMO EN ANTROPOLOGÍA º

Néstor García Canclini *

A las dudas manifestadas en distintas épocas acerca de si existe América Latina, puede
agregarse que casi no aparece como objeto de estudio en esta disciplina especializada en
identidades que es la antropología. Uno de los pocos antropólogos, quizá el último, que
trabajó sistemáticamente sobre lo latinoamericano fue Darcy Ribeiro. Desde 1969, cuando
publicó Las Américas y la civilización, no tenemos obras con semejante ambición, que
consideren el espacio sociocultural latinoamericano como unidad de análisis etnográfico o
de teorización etnológica. Han hecho revisiones unas pocas revistas y algunos libros
colectivos, por ejemplo los coordinados por Jorge Klor de Alva, Miguel León Portilla, Garry
H. Gossen y Manuel Gutiérrez Estévez, en los cuales prevalece lo indígena como “motivo”
identificador de lo latinoamericano. Según su repertorio y el de los congresos
americanistas, la competencia antropológica se concentra en las sociedades folk o
comunitarias tradicionales.

Aquí me propongo, en cambio, explorar la posibilidad de caracterizar lo latinoamericano


desde una concepción de la práctica antropológica que en los últimos treinta años
construye nuevas perspectivas sobre las “identidades originarias” y al mismo tiempo se
revela capaz de escrutar lo urbano, el desarrollo industrial, las comunicaciones masivas y
otros procesos de sociedades modernas y complejas.

º
Presentado en la conferencia “The New Latin Americanism: Cultural Studies Beyond Borders”,
Universidad de Manchester, 21 y 22 de junio de 2002.
*
Profesor – investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Iztapalapa, ciudad de
México.

1
Como actualmente muchos antropólogos enseñan en centros de estudios
latinoamericanos y usan esta denominación en sus escritos, conviene diferenciar los dos
sentidos en que se acude a la palabra latinoamericanismo. Tanto dentro de la región
como en los institutos dedicados a América Latina en universidades de Europa y Estados
Unidos se llaman latinoamericanistas quienes se ocupan de esta área geográfica, aunque
la mayoría trabaja sobre un solo país dentro del marco de una disciplina. Estudian, por
ejemplo, literatura argentina o brasileña, política colombiana o la cuestión indígena en
México. En rigor, son argentinistas, brasileñistas, colombianistas o mexicanistas que se
interesan en un aspecto de cada país – la literatura, la política o la etnicidad – y se
agrupan parcialmente con los demás especialistas de su disciplina o con otros expertos
en la misma sociedad.

En otra acepción, latinoamericanismo designa a una minoría de los investigadores que


trasciende la concentración en un país para examinar las tendencias generales de la
región. Dado el predominio de los estudios de lengua y literatura en las instituciones
europeas y norteamericanas, los análisis comparativos o regionalistas se generan sobre
todo en este campo. Algunos historiadores y politólogos también han abarcado la región
en conjunto, y en los últimos años la transnacionalización de cuestiones urbanas,
económicas, comunicacionales y de seguridad induce a considerar varios países o a
América Latina en bloque. Aparecen estudios sobre Mercosur, los tratados de libre
comercio, las redes transnacionales de cine y televisión, el narcotráfico, asuntos que
involucran a muchas naciones. Una ventaja de estos análisis recientes es que se
desprenden de las generalizaciones retóricas del latinoamericanismo voluntarista que
postulaba la integración regional a partir de la unidad cultural y política. Suelen basarse,
ahora, en estudios empíricos y son más cuidadosos con las diferencias internas.

La antropología hace latinoamericanismo, en la mayoría de los trabajos, en el primer


sentido. Dentro de la región, así como en los estudios europeos y estadounidenses,
existen especialistas en una etnia, en las “fricciones interétnicas” (Cardoso de Oliveira), o
cuando mucho una nación, pero pocas generalizaciones sobre toda el área. Los análisis
comparativos toman una dimensión de la vida social o una temática que permite controlar
la correlación de los datos: las formas de parentesco o de organización política indígena,
los efectos de programas de relocalización por migraciones o represas, las políticas

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educativas o de salud. Y por lo general estas investigaciones, concentradas en su campo
propio, no arriesgan generalizaciones sobre la situación del continente.

A estas restricciones acostumbradas en los estudios antropológicos es posible añadir que


esta disciplina – como también sociólogos, politólogos y analistas del discurso – registra
fracasos de los proyectos de integración regional y descreimiento hacia las retóricas
continentales (Escobar, Yúdice). Hay que tener en cuenta, asimismo, el avance de
prácticas centrífugas, notoriamente las migraciones masivas a Estados Unidos y Europa:
¿qué significa para el latinoamericanismo que el 15 por ciento de los ecuatorianos, una
décima parte de los argentinos, cubanos, mexicanos y salvadoreños se hayan ido de sus
países? Pensemos también en los discursos de presidentes que durante los años noventa
despojaron a Argentina y México de muchos recursos mediante las privatizaciones, Carlos
Menem y Carlos Salinas, y se jactaban de que esa apertura económica irresponsable nos
situaba en el primer mundo. Migraciones y deseos de adscribirse a las metrópolis
sugieren que algo común en varios países de América Latina es no querer ser
latinoamericanos.

Podríamos ponernos paradójicos y afirmar que, justamente esta situación agónica del
latinoamericanismo, lo vuelve un objeto de estudio atractivo para los antropólogos.
Imagino tres líneas de análisis:

a) En primer lugar, el latinoamericanismo es un campo de investigación pertinente para


la antropología porque parecería un objeto en proceso de extinción. Aumenta el
número de los que se desentienden de América Latina, prefieren conseguir otros
pasaportes y vivir en sociedades distintas.

b) En segundo término, como la desintegración actual de América Latina es un resultado


del asalto neoliberal a nuestras sociedades y de la descomposición de élites internas,
la antropología – en tanto disciplina que se dedica a unidades pequeñas de análisis, o,
en una palabra: a minorías – tiene instrumentos para analizar cómo están
reconfigurando la región latinoamericana las minorías económicas y culturales que

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“controlan” la globalización. (No faltan ejemplos de antropólogos que lo hacen de
modo muy productivo, desde el estudio de Ulf Hannerz sobre cómo los corresponsales
extranjeros administran el asombro ante las diferencias culturales hasta la
investigación de Gustavo Lins Ribeiro acerca de las políticas de identidad en las
oficinas del Banco Mundial.)

c) En tercer lugar, dada la predilección de muchos antropólogos por los rituales que
crean sentido sociocultural más que por las acciones pragmáticas que cambian o
conservan las megaestructuras económicas, es un objeto de estudio atractivo el
comportamiento ritual que más ha condicionado en las últimas décadas el desarrollo y
la decadencia latinoamericanos: la renovación periódica de la deuda externa y las
ceremonias políticas en que se trata de conjurar sus efectos destructivos.

Sin embargo, no pienso que la antropología deba ocuparse sólo ni preferentemente de los
procesos socioculturales en extinción, ni de las minorías, ni de los rituales. La historia de
esta disciplina da instrumentos teóricos y metodológicos para estudiar los movimientos
macrosociales e interculturales en ascenso, lo que ocurre en el conjunto de grandes
unidades de análisis (hasta llegar a la globalización) y en las prácticas conservadoras o
transformadoras, con eficacia pragmática y no sólo simbólica.

En los últimos años, los procesos globalizados intensifican la regionalización. Es difícil


examinar lo que sucede en las economías indígenas, en las políticas nacionales y en la
industria editorial o televisiva si nos quedamos en una escala local o nacional. Por eso, se
multiplican en congresos y revistas las investigaciones comparativas y transnacionales.
Se hacen estudios sobre fronteras, en las redes de comunicación globalizadas y acerca
de las representaciones que unas sociedades tienen sobre otras. Cabe preguntarse en
qué sentido los aportes antropológicos sobre estos procesos son capaces de participar en
la redefinición del latinoamericanismo y de las maneras de estudiarlo.

La antropología ha contribuido, junto a otras ciencias sociales, a desalentar la búsqueda


de identidades esenciales, sean de naciones o continentes. Preguntarse por el “ser

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latinoamericano” es una ocupación todavía prolongada por algunos filósofos o críticos
literarios, y por políticos populistas o intelectuales de izquierda, indiferentes a las nuevas
condiciones que la globalización tecnológica y sociocultural (no sólo el neoliberalismo)
coloca a las utopías de épocas pasadas. La información antropológica y sociológica sobre
la transnacionalización de la economía y la cultura quitó verosimilitud a aquellos proyectos
sociales y políticos. La noción misma de identidad nacional fue erosionada por los flujos
económicos y comunicacionales, los desplazamientos de migrantes, exiliados y turistas,
así como los intercambios financieros multinacionales y los repertorios de imágenes e
información distribuidos a todo el planeta por diarios y revistas, redes televisivas e
Internet. Los modos de organizar experiencias colectivas bajo nombres nacionales
durante la primera modernización – argentinos, bolivianos, brasileños, mexicanos – ya no
muestran la cohesión ni la certeza que creían tener quienes se agrupaban bajo esos
caracteres o identidades comunes.

Desde los años cuarenta a los setenta del siglo XX, se quiso estirar esa concepción
nacionalista a escala continental. Se comenzó a imaginar cómo podían articularse
sociedades latinoamericanas volcadas hacia adentro. La industrialización y el avance de
las ciencias sociales auspiciaron reelaboraciones originales de la situación continental,
sobre todo en el desarrollismo de la CEPAL: al tecnificar la producción, ir
autoabasteciendo el consumo interno y exportar manufacturas, llegaríamos a superar el
deteriorado intercambio de los países periféricos con los centrales. Como se esperaba
que acabáramos importando más de otros países de la región que de las metrópolis, se
crearon instituciones para organizar el libre comercio y hacer porosas las aduanas: en
1958 el Mercado Común Centroamericano, en 1960 la Asociación Latinoamericana de
Libre Comercio, en 1969 el Grupo Andino y en 1973 la Comunidad del Caribe.

Aun cuando entre 1960 y 1980 el producto interno bruto latinoamericano creció 6 por
ciento en promedio, el modo de desarrollo concentrador y excluyente, así como el
incumplimiento de los convenios que originaron a esos organismos y redes
internacionales por conflictos internos de los países involucrados, frustraron los
programas de integración continental. Las crisis petroleras de los años setenta y la
acumulación irresponsable de deuda externa, más las dictaduras en el cono sur, Brasil y
Centroamérica, fueron ahogando la acción independiente de toda la región. Políticas
monetarias erráticas, oscilantes entre hiperinflación y devaluaciones, redujeron los

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salarios, la capacidad de ahorro interno y la flexibilidad en las negociaciones
internacionales. Entre tanto, los acuerdos comerciales del GATT impuestos por los países
industrializados y los condicionamientos del FMI para “auxiliar” a los gobiernos
latinoamericanos estrangulados por las deudas arrinconaron las iniciativas de la ALALC y
las solidaridades andinas, centroamericanas y caribeñas.

Ahora, los estudios sobre nación y cultura descreen de aquellas identidades ontológicas
(Martín Barbero, Ortiz) y de la reciente etapa de integraciones voluntaristas. Abandonan
cualquier pretensión de definir razas, radiografiar la pampa, catalogar esencias
identitarias. En la literatura antropológica latinoamericana, como en otras regiones, tiende
a entenderse la identidad como el “repertorio de acciones, lengua y cultura que permiten a
cada persona reconocer que pertenece a cierto grupo social e identificarse con él”
(Warnier 1999:9). Este mismo autor finalmente prefiere hablar, más que de identidad, de
identificación, para aludir a su sentido contextual y fluctuante. En las interacciones
transnacionales un mismo individuo puede identificarse con varias lenguas y estilos de
vida. Más que identidades únicas encontramos mapas simbólicos, que se modifican al
traspasar fronteras geopolíticas: por ejemplo, cuando un sector significativo de una nación
vive, como los cubanos, los mexicanos y los salvadoreños, en el extranjero.

No obstante, suele intentarse contrarrestar los efectos destructivos de la globalización


neoliberal exaltando las “identidades locales”. Frente a las deudas y las migraciones que
relativizan las fuerzas nacionales, algunos políticos y analistas de la cultura creen
encontrar en las tradiciones populares las reservas últimas que podrían jugar como
esencias resistentes a la globalización.

Por una parte, es comprensible que la crisis de los modelos políticos nacionales y de los
proyectos de modernización de décadas pasadas estimule esta búsqueda de alternativas
autonomistas. Su parcial eficacia puede apreciarse en el zapatismo mexicano y otros
agrupamientos étnicos o regionales en Chile, Ecuador y Guatemala. Cambios legales a
favor de las autonomías indígenas logrados en Colombia, y en partes de México, por
ejemplo en Oaxaca, revelan la potencialidad de estas afirmaciones identitarias. Desde
hace décadas la antropología acompaña extensamente estos movimientos sociopolíticos,
en sus versiones más avanzadas a través de diagnósticos críticos del indigenismo y los
programas de etnodesarrollo (Bartolomé, Bonfil, Escobar y Stavenhagen).

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Al mismo tiempo, hay que indagar en qué medida la languidez de las economías y los
Estados latinoamericanos puede reorientarse o “compensarse” sólo desde afirmaciones
de lo local. Algunos movimientos que erigieron utopías desde tradiciones exacerbadas,
como Sendero Luminoso, han mostrado sus riesgos. Por otra parte, las frustraciones
experimentadas en Venezuela por el gobierno de Hugo Chávez para reorientar y reactivar
la economía de su país, hacen dudar de “soluciones” nacionalistas maniqueas que no
toman en cuenta la formación heterogénea y compleja de las sociedades
latinoamericanas, ni su inserción avanzada en los mercados mundiales. Más que las
afirmaciones identitarias aislacionistas, autores como Luis Villoro sugieren retomar de la
herencia indígena el sentido comunitario de convivencia. Explica Villoro que quienes ya no
nos definimos por el arraigo a la tierra, ni dependemos para subsistir de tareas agrícolas
comunes, necesitamos reelaborar esa perspectiva comunitaria en las condiciones de la
ciudad moderna (en consejos barriales, obreros y asociaciones de la sociedad civil) y a la
medida de un mundo interdependiente (Villoro, 2001: cap. I).

Ninguna descripción actualizada de la inserción de las sociedades latinoamericanas en


las estructuras y los flujos globales permite imaginar aislamientos sustentables. Las
sociedades se vuelven cada vez más cosmopolitas, y el ahogo económico de los Estados,
que los priva de excedentes para distribuir, descarta cualquier ocurrencia populista. No se
ve cómo una ideología fundamentalista-populista, que fracasó cuando las naciones y los
sectores populares tenían mayor autonomía e iniciativa, puede contribuir con demandas
de corte tradicional a la modernización e integración latinoamericana en esta época
globalizada. Reconocen esta dificultad algunos movimientos de reivindicación local o
étnica, como el zapatismo, que articulan sus demandas locales y nacionales con la mirada
en el contexto mundializado. El proceso “modernizador – desestabilizador” de las formas
antiguas de gestión del entorno natural en la Amazonia y en otras zonas tropicales de
bosques húmedos ya no afecta sólo a los nativos, sino “como un problema del planeta
entero (y, por tanto, de los mismos países industrializados que tienen un evidente interés
en proteger una biodiversidad que puede ser una fuente de riqueza...)” Así, ocurre una
“verdadera ‘internacionalización’ de la cuestión indígena” que incluye a movimientos
transnacionales como las ONG dedicadas a los derechos humanos, la defensa del medio
ambiente y a promocionar un desarrollo autosustentable (Gros, 2000: 102).

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Alentados por estos movimientos, algunos antropólogos encuentran en el


indoamericanismo la reserva crítica y utópica de una solidaridad rebelde latinoamericana.
Las elocuentes irrupciones ocurridas durante la última década en regiones de Bolivia,
Brasil, Ecuador, Guatemala y México son interpretadas por antropólogos y no
antropólogos de otras zonas, por poscolonialistas entusiastas, como recursos capaces de
nutrir programas para el conjunto de nuestras sociedades. Es indudable que en los países
que acabo de nombrar, y en algunos más, la importancia demográfica y sociocultural de
los grupos indios debiera tener un reconocimiento mayor en las agendas nacionales, y
también en las internacionales. Pero la emergencia indígena no puede leerse como
develamiento de sabidurías y modos de vida preglobalizados que mágicamente
instalarían, en el hueco dejado por la devastación neoliberal, soluciones productivas y
armonías comunitarias arrinconadas. La creciente presencia de los indios sucede al pasar
de campos y selvas con baja competitividad económica a ciudades cada vez más
inhóspitas, hace irrumpir sus costumbres comunitarias junto con hábitos clientelares,
reclamos de autonomía y liberación mezclados con machismos y otras jerarquías
autoritarias (Bartra, 2001). Ese cocktail de tradicionalismos, a veces nombrado “América
profunda”, está sirviendo en procesos demasiado contradictorios: en ocasiones para
impulsar rebeliones, en otros casos para expandir el narcotráfico y otras violencias
desintegradoras, según se aprecia con particular dramatismo en Colombia.

Muchos grupos emergentes comprenden que la nueva valoración de las culturas locales
no basta para encarar los nuevos desafíos de la globalización, ni para ocupar los vacíos
dejados por el derrumbe de utopías modernistas y socializantes. Los indígenas pueden
pedir, y a veces lograr, como en Brasil (1988), en Colombia (1991) y en Ecuador (1998),
que se redefinan constitucionalmente las naciones, que algunos Estados se declaren
pluriculturales, que aliados remotos les den solidaridad por Internet. Pero también
descubren que ahora hay menos Estado para atender sus demandas y proteger
eficazmente sus derechos. A menudo, los aliados no indígenas confunden los reclamos
étnicos con ecologismo, desvían la sabiduría arcaica al esoterismo y convierten la trama
compleja de cantos, ceremonias y trabajo en discos de world music. Estos usos
desplazados de las “herencias indígenas” a veces son interesantes para preservar la

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biodiversidad o desarrollar industrias culturales endógenas, pero su reubicación señala la
necesidad de repensar las tradiciones nativas en procesos interculturales de mayor
escala.

Los movimientos indígenas, en tanto, advierten que la articulación autónoma de sus


pueblos no puede convertirse fácilmente en panindianismo dentro de sistemas jurídico-
políticos modernos regidos por otra lógica y a la vez erosionados por la rapacidad de los
acreedores transnacionales. A esas dificultades se agregan sus propias contradicciones
internas como comunidades indias, los equívocos acuerdos con los deseos de comunidad
de los demócratas modernizadores, y, en varios casos, con la otra “modernidad” del
narcotráfico y la ilegalidad transnacionales. No hay pasajes sencillos de la nación maya al
reordenamiento tripartidista del sistema político mexicano, ni del Tahuautinsuyu a la
degradación urbana en La Paz o Lima, o a las reglas abstractas y los cabildeos de la
“cooperación internacional”. De manera que los movimientos valorados como más
exitosos, por ejemplo el zapatismo, oscilan entre reclamar que sus lenguas y tradiciones
orales, sus usos y costumbres, encuentren lugar en los códigos modernos nacionales, con
pretensiones de universalidad, y, por otro lado, limitarse a proteger el equilibrio con la
naturaleza y dentro de sus grupos en el entorno inmediato. Así como en la lengua tzeltal,
en Chiapas, el término “derechos” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
se traduce por la expresión ich ‘ el ta muk, o sea respeto, los pueblos necesitan ir y venir
entre pedir que sus derechos sean reconocidos en el mundo moderno y tratar de al
menos ser respetados en su mundo, que por supuesto no está fuera de la modernidad.

Varios antropólogos postulan un futuro distinto para la multietnicidad latinoamericana que


en otras partes del mundo. En esta región que, fuera de Europa, fue la primera en
desarrollarse bajo la forma moderna del Estado-nación, los actores étnicos parecen estar
en mejores condiciones para trabajar en la construcción de “un techo común” (Gellner,
1983), un “espacio de protección” (Elías, 1991), “representado por el Estado, su autoridad
y sus servicios”, sostiene Christian Gros A esto se agrega que en América Latina habría
menores riesgos de integrismo porque “la frontera étnica en construcción puede
difícilmente tomar una dimensión religiosa” (Gros, 2000: 126). Serían más viables
naciones laicas, contratos entre ciudadanos diversos.

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Pocas veces se dice, en medio del auge indianista reciente, que América Latina tiene,
junto a los cuarenta millones de indígenas, una población afroamericana de varios
millones, difíciles de precisar, como una consecuencia más de la desatención que sufren
en los planes de desarrollo. En la medida en que la cuestión indígena tiene un papel más
claro debido a la importancia histórica y demográfica de los pueblos originarios, al menos
viene recibiendo creciente reconocimiento. En cambio, a los grandes contingentes
afroamericanos se les ha negado casi siempre territorios, derechos básicos y aun la
posibilidad de ser considerados en las políticas nacionales y en los simposios sobre el
desarrollo latinoamericano. Existen estudios especializados, por ejemplo sobre la santería
cubana, el candomblé brasileño y el vudú haitiano, y últimamente las músicas que los
representan son valoradas y difundidas por las industrias culturales. Pero rara vez se
incluye a los grupos que sostienen estas producciones culturales en el análisis estratégico
de lo que puede ser América Latina.

Lo afro es tomado, como ocurre a veces con las contribuciones indígenas, como
contraparte o complemento de la herencia occidental, pero con alcance restringido. Es
hora de preguntarnos en el conjunto de la región, no sólo en Brasil y los países caribeños
donde “la negritud” es más visible, sino también en el área andina, en México, y en las
demás zonas de América Latina, qué significan los carnavales, los templos y rituales
religiosos, los usos de las aportaciones afroamericanas en las industrias culturales
(Carvalho, 2002). ¿Cómo comprender sin esta participación afro danzas como el rap y
muchas formas de fusión con el jazz y el rock, el tango y el huaino, configuraciones
simbólicas que permean prácticas sociales de muchos sectores latinoamericanos, el
multiculturalismo de la CNN y el éxito de otros programas de televisión?

Los muchos modos en que está adquiriendo visibilidad la presencia afroamericana - de


formas análogas a lo que ocurre en las diferencias de género - comienza a cambiar la
reflexión sobre el multiculturalismo, la ciudadanía y las desigualdades, más allá de las
definiciones oficiales de nación y de latinoamericanidad, y también de los
cuestionamientos antropológicos construidos predominantemente a partir de la etnicidad
indígena. Abre la mirada hacia las muchas formas de ser latinoamericanos (Escobar,
Wade).

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La antropología no se ha detenido en lo indígena y lo afro. Viene ocupándose también de


los migrantes europeos, sobre todo españoles y portugueses, y asimismo los árabes,
italianos y judíos, hasta las migraciones asiáticas más variadas (japoneses, coreanos y
chinos). Esta vasta multiculturalidad desdibuja lo supuestamente distintivo, o sea lo
indígena y también lo latino de nuestra América. ¿Cómo alcanzar una redefinición más
inclusiva de lo latinoamericano? ¿O acaso tanta multietnicidad vuelve imposible la tarea?

Un antropólogo español, Manuel Gutiérrez Estévez, propone concebir a América Latina


como un “cadáver exquisito” a la manera del juego surrealista con este nombre, que
consiste en formar una frase o un dibujo, entre varias personas, doblando el papel luego
de que cada uno escribe para que nadie conozca la colaboración anterior: la frase
compuesta por primera vez, que denominó este juego, era “el cadáver / exquisito / beberá
/ el vino / nuevo”. De modo análogo, nuestro continente se habría formado como un
enorme texto inacabado y lleno de pliegues. No un mosaico, ni un puzzle, donde las
piezas se ajustan entre sí para configurar un orden mayor y reconocible. Nuestras
variaciones culturales no encajan unas en otras. Como un cadáver exquisito, al sumarse
indígenas, negros, criollos, mestizos, las migraciones europeas y asiáticas, lo que nos ha
ido sucediendo en campos y ciudades constituye un relato discontinuo, con grietas,
imposible de leer bajo un solo régimen o imagen. De ahí la dificultad de encontrar
nombres que designen este juego de escenarios: barroco, guerra del fin del mundo, amor
latino, realismo mágico, narcotráfico, quinientos años, utopía, guerrilla posmoderna. Todo
esto tiene en común, dice Gutiérrez Estévez, que fascina a los europeos. Necesitados de
nombrar ese vértigo de rupturas, hablan de “los latinoamericanos” o “los sudacas”. Entre
el temor y el entusiasmo, según este autor, “orientalismo y latinoamericanismo son las dos
enfermedades seniles del europeísmo.” (Gutiérrez Estévez, 1997).

Esta sugerente visión debe complementarse con el análisis de las estrategias


hegemónicas y críticas que han buscado hacerse cargo de esas diversas fuentes
socioculturales, de sus temporalidades distintas. La diversidad cultural junto a las roturas

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o las costuras que le ocurren en las luchas de poder. Lo indígena con lo criollo en México,
lo criollo enfrentado o paralelo a lo indígena en Perú, lo afro con lo europeo en Brasil, y
así sucesivamente. Hasta las sociedades complejas y transnacionalizadas en que los
antropólogos encontramos nuevas formaciones culturales engendradas por la
urbanización y aun las megaurbanizaciones (México y Sao Paulo como emblemas de
latinoamericanicidad), las industrias culturales y los heterogéneos modos de recepción en
culturas diversas (¿qué atributos justifican la telenovela como género latinoamericano?).

No es posible cerrar el balance de lo que la antropología representa para la comprensión


de América Latina sin aludir a la variedad de investigaciones antropológicas e históricas,
de estudios culturales y comunicacionales, que en los últimos años buscan trazar líneas
de inteligibilidad entre los pliegues y momentos del cadáver exquisito. Las más
productivas no pretenden responder a preguntas sobre la identidad latinoamericana, sino
comprender las alianzas interculturales que llamamos Caribe o área andina, las áreas
económicas que se nombran Norteamérica o Mercosur. Cómo tropezamos en las
fronteras y las cruzamos, con que estrategias narrativas y mediáticas se configuran los
relatos de lo latinoamericano.

Dos ejemplos rápidos. Por un lado, los estudios comparativos sobre las políticas de
desarrollo y la formación de naciones y ciudadanías. Hay que destacar, ante todo, el vasto
esfuerzo de Arturo Escobar que sitúa las peripecias de América Latina, especialmente
ante los dilemas ecológicos, en el marco de las políticas de los organismos mundiales y
de los movimientos sociales transnacionalizados: su libro El final del salvaje es clave para
entender cómo debe expandir la antropología su agenda. En otro texto intenté mostrar el
giro antropológico que configuran los trabajos de Mónica Quijada y Rita Segato sobre la
formación unificada de la Argentina mediante la descaracterización de las diferencias
étnicas; las investigaciones de Roger Bartra y Claudio Lomnitz acerca de la formación
mestiza de México y el papel de la antropología en las políticas pluriculturales; el análisis
de Rita Segato sobre el sincretismo brasileño, donde las identidades son menos
monolíticas que en otros países, y la hibridación, a diferencia del mestizaje mexicano, no
impide que el sujeto preserve para sí la posibilidad de distintas afiliaciones, pueda circular

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entre identidades y mezclarlas. Estas y otras reformulaciones de los procesos de
hibridación corren el eje de la investigación antropológica: de la identidad a la
heterogeneidad y la interculturalidad. Ponen en evidencia los complejos regímenes de
pertenencias múltiples que sostienen los actuales ejercicios de la ciudadanía y las
políticas de muchos movimientos sociales (García Canclini, 1999 y 2001).

La otra línea renovadora que quiero destacar en la reflexión sobre América Latina viene
de los estudios sobre migrantes que salen de la región. Pienso, por ejemplo, en los
renovadores trabajos de Gustavo Lins Ribeiro con brasileños en California, de Roger
Rouse, José Manuel Valenzuela y Stefano Varese sobre mexicanos en la misma zona, los
de Dolores Juliano y Verena Stolcke acerca de argentinos en Europa y las nuevas
retóricas de la exclusión. Comenzamos a percibir un nuevo mapa en el que deben
incluirse porcentajes altos de expatriados. América Latina no está completa en América
Latina. Su imagen le llega de espejos diseminados en el archipiélago de las migraciones.

En varias naciones de América Latina y el Caribe las remesas de dinero enviadas por los
migrantes representan más del 10 por ciento del producto interno bruto. México recibió en
2001, según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, 9.273 millones de
dólares de sus residentes en Estados Unidos, o sea casi lo mismo que ingresa por
turismo y el doble de sus exportaciones agrícolas. Los trabajadores salvadoreños en el
exterior enviaron a su país el mismo año 1,972 millones, los dominicanos 1,807 millones y
los ecuatorianos 1,400 millones de dólares. En conjunto, América Latina recibió en 2001
una vez y media lo que pagó como intereses por su deuda externa en los últimos cinco
años, y mucho más de lo que llega en préstamos y donaciones para el desarrollo.

Si bien estos números importan para apreciar el grado en que los habitantes de América
Latina dependemos de lo que sucede fuera de la región, mucho de lo que ocurre en estos
procesos extraterritoriales no es medible en cifras. Así como el arribo de inversiones
externas dice sólo una parte del estado de la economía, la intensificación de las
migraciones está modificando de muchas maneras la ubicación de “lo latinoamericano” en
el mundo. Las últimas aperturas de fronteras van junto con formas nuevas de
discriminación, las mejores condiciones de sobrevivencia local que hacen posible las
migraciones y remesas – en los países centrales y en los periféricos – deben ser vistas al
lado del desarraigo y la destrucción o reorganización del sentido histórico. Surgen nuevos

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conceptos identitarios que desbordan los contenedores nacionales: oaxacalifornianos,
argenmex, brasiguayos y muchos otros que están abriendo las antropologías “nacionales”
y las nociones estrechas de ciudadanía (Cardoso de Oliveira y Jerlín, en Grimson, 2000).

Asimismo, se redimensiona el horizonte de lo latinoamericano por la migración de


nuestros productos culturales, sobre todo la exportación de músicas y telenovelas. Los
muchos rostros de la latinoamericanidad se forman en lo que sucede dentro del territorio
históricamente delimitado como América Latina y también en lo que se reinterpreta e
inventa fuera de la región, en los mensajes que nos mandan, junto con las remesas de
dinero, los migrantes y los editores de sus voces en Los Ángeles y Miami, quienes
comentan las novelas de latinoamericanos ahora escritas desde Barcelona.

La música ha tematizado esta multilocalización de los lugares desde los cuales se habla.
Es un proceso largo, iniciado al menos desde que la radio y el cine hicieron que Carlos
Gardel fuera apropiado en Colombia, México y Venezuela, y también en España y
Francia, Agustín Lara en Argentina, Chile y diez países más, los soneros veracruzanos y
los salseros puertorriqueños en todas las naciones del Caribe y aún más allá. Los
rockeros y los músicos tecnos de distintos países componen discos juntos, y las
empresas discográficas transnacionales los hacen circular por todas partes.

“De dónde son los cantantes” sigue preguntando la canción cubana.

Esta difusión translocal de la cultura, y el consiguiente desdibujamiento de territorios, se


agudizan ahora, no sólo debido a los viajes, los exilios y las migraciones económicas.
También por el modo en que la reorganización de mercados musicales, televisivos y
cinematográficos, reestructura los estilos de vida y disgrega imaginarios compartidos.

Sería justo extenderse, si hubiera tiempo, en la reestructurada visión de lo


latinoamericano que van componiendo los estudios últimos de la antropología, como en
otras disciplinas. Pero prefiero ocupar una página en mencionar la discrepancia entre las
condiciones de producción y circulación de un nuevo pensamiento latinoamericano.
Desde la perspectiva de la producción intelectual no es difícil reconocer que hace veinte
años viene notándose en Argentina, Brasil, Colombia, México y Perú (aunque no son los
únicos países) una renovación de los temas y áreas de competencia de la antropología,

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en las estrategias metodológicas y en la formación de una decena de excelentes
posgrados, donde se están formando doctores con nivel equivalente al de las mejores
universidades de Europa y Estados Unidos. Pese a las deficientes bibliotecas y los
salarios y financiamientos paupérrimos, salvo en Brasil y México, hay investigaciones
antropológicas, o socioculturales en las que participan antropólogos, que están
cambiando los modos de estudiar las ciudades, comprender los proyectos o fracasos de
las integraciones económicas junto a los intercambios íntimos de las fronteras, las
comunidades transnacionales de consumidores propiciadas por radio, cine, televisión e
Internet, las violencias nacionales y domésticas.

Si se difunde algo de estos avances es porque hasta los investigadores jóvenes viajan
más que en el pasado, algunos posgrados tienen alumnado multinacional, los congresos y
revistas de un país dan espacio para voces de otros. Pero salvo estas comunicaciones
ocasionales, mantenidas precariamente a través de Internet, la balcanización del
continente es la política predominante. ¿Hay que asombrarse de que América Latina se
diluya como objeto de estudio dentro de la región cuando las editoriales con catálogo y
distribución latinoamericana han sido asfixiadas o sometidas a la especulación mercantil
de las transnacionales, cuando no hay condiciones institucionales ni financieras para
articular investigaciones de alcance internacional y colecciones enteras como los
cuadernos de la Universidad de Brasilia, los libros del Instituto Colombiano de
Antropología y la Universidad Autónoma Metropolitana de México, ven librada su
circulación en otros países a la difusión confidencial de las fotocopias? El
latinoamericanismo será un resultado del azar de los encuentros personales mientras no
haya redes académicas ni industrias culturales que lo cultiven como esfera pública.

He tratado de mostrar conjuntamente materiales obtenidos en distintos países


latinoamericanos y en los centros metropolitanos que estudian esa región. Soy consciente
de que no configuran un conjunto suficientemente articulado, dejan por construir muchas
mediaciones y compatibilidades entre las escalas de análisis. Quizá esta tarea sólo pueda
ser concebida como fragmentaria e inacabable.

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Así como no tiene sentido explorar una identidad común latinoamericana, tampoco
podemos construir la noción histórica, abierta y cambiante de un espacio sociocultural
latinoamericano como una realidad compacta. La convergencia histórica de la región
puede ser todavía un proyecto sociopolítico y cultural deseable, y seguramente más
practicable que en cualquier época anterior gracias a facilidades comunicacionales que
permiten incrementar intercambios y acuerdos económicos, políticos y culturales. Una
tarea posible de los antropólogos es proporcionar conocimientos sobre la diversidad y la
unidad de la región que contribuyan a tomar decisiones. Pero para que esas decisiones
sean sustentables importa que la antropología aporte también su saber sobre las
diferencias y desigualdades, sobre lo innegociable en la interculturalidad, sobre las
distancias que ni los programas de homogeneización económica, política ni mediática van
a poder suturar, las resistencias étnicas que los Estados no lograron vencer, los perfiles
regionales y de naciones que persisten en la globalización.

Vuelve a aparecer, así, la antropología como el saber sobre lo irreductible de las


sociedades y las culturas. Pero con un cambio. A diferencia de los tiempos del relativismo
a ultranza, muchos antropólogos estamos hoy tan interesados en contribuir a que los
grupos marginados se afirmen y desarrollen como a entender las condiciones más
amplias que reproducen su marginación y valorar las oportunidades interculturales en que
los pueblos buscan ser competitivos, intercambiar con otros y convivir. En fin, no
quedarse solos. Por eso, no nos dedicamos sólo a las minorías, ni privilegiamos los
rituales y las consolaciones simbólicas. Nos interesa lo latinoamericano como un
horizonte donde dejar de ser minorías aisladas y proyectos inconexos.

Es el momento en el que la antropología descubre que vino al mundo, más que para
afianzar identidades, para comprender su conflictiva existencia múltiple. No para consolar
a las minorías o enfrentar a quienes buscan subordinarlas; más bien describir los trabajos
de la convivencia y por tanto las ilusiones de los poderes. Ni siquiera para limitarse a
celebrar los rituales que tratan de soldar las fracturas, convertir los choques entre
civilizaciones o clases o etnias en eufemismos simbólicos, sino para averiguar cómo
actúan las soldaduras y los eufemismos impuestos junto a las heridas abiertas y los
acuerdos solidarios.

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