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A las dudas manifestadas en distintas épocas acerca de si existe América Latina, puede
agregarse que casi no aparece como objeto de estudio en esta disciplina especializada en
identidades que es la antropología. Uno de los pocos antropólogos, quizá el último, que
trabajó sistemáticamente sobre lo latinoamericano fue Darcy Ribeiro. Desde 1969, cuando
publicó Las Américas y la civilización, no tenemos obras con semejante ambición, que
consideren el espacio sociocultural latinoamericano como unidad de análisis etnográfico o
de teorización etnológica. Han hecho revisiones unas pocas revistas y algunos libros
colectivos, por ejemplo los coordinados por Jorge Klor de Alva, Miguel León Portilla, Garry
H. Gossen y Manuel Gutiérrez Estévez, en los cuales prevalece lo indígena como “motivo”
identificador de lo latinoamericano. Según su repertorio y el de los congresos
americanistas, la competencia antropológica se concentra en las sociedades folk o
comunitarias tradicionales.
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Presentado en la conferencia “The New Latin Americanism: Cultural Studies Beyond Borders”,
Universidad de Manchester, 21 y 22 de junio de 2002.
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Profesor – investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Iztapalapa, ciudad de
México.
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Como actualmente muchos antropólogos enseñan en centros de estudios
latinoamericanos y usan esta denominación en sus escritos, conviene diferenciar los dos
sentidos en que se acude a la palabra latinoamericanismo. Tanto dentro de la región
como en los institutos dedicados a América Latina en universidades de Europa y Estados
Unidos se llaman latinoamericanistas quienes se ocupan de esta área geográfica, aunque
la mayoría trabaja sobre un solo país dentro del marco de una disciplina. Estudian, por
ejemplo, literatura argentina o brasileña, política colombiana o la cuestión indígena en
México. En rigor, son argentinistas, brasileñistas, colombianistas o mexicanistas que se
interesan en un aspecto de cada país – la literatura, la política o la etnicidad – y se
agrupan parcialmente con los demás especialistas de su disciplina o con otros expertos
en la misma sociedad.
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educativas o de salud. Y por lo general estas investigaciones, concentradas en su campo
propio, no arriesgan generalizaciones sobre la situación del continente.
Podríamos ponernos paradójicos y afirmar que, justamente esta situación agónica del
latinoamericanismo, lo vuelve un objeto de estudio atractivo para los antropólogos.
Imagino tres líneas de análisis:
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“controlan” la globalización. (No faltan ejemplos de antropólogos que lo hacen de
modo muy productivo, desde el estudio de Ulf Hannerz sobre cómo los corresponsales
extranjeros administran el asombro ante las diferencias culturales hasta la
investigación de Gustavo Lins Ribeiro acerca de las políticas de identidad en las
oficinas del Banco Mundial.)
c) En tercer lugar, dada la predilección de muchos antropólogos por los rituales que
crean sentido sociocultural más que por las acciones pragmáticas que cambian o
conservan las megaestructuras económicas, es un objeto de estudio atractivo el
comportamiento ritual que más ha condicionado en las últimas décadas el desarrollo y
la decadencia latinoamericanos: la renovación periódica de la deuda externa y las
ceremonias políticas en que se trata de conjurar sus efectos destructivos.
Sin embargo, no pienso que la antropología deba ocuparse sólo ni preferentemente de los
procesos socioculturales en extinción, ni de las minorías, ni de los rituales. La historia de
esta disciplina da instrumentos teóricos y metodológicos para estudiar los movimientos
macrosociales e interculturales en ascenso, lo que ocurre en el conjunto de grandes
unidades de análisis (hasta llegar a la globalización) y en las prácticas conservadoras o
transformadoras, con eficacia pragmática y no sólo simbólica.
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latinoamericano” es una ocupación todavía prolongada por algunos filósofos o críticos
literarios, y por políticos populistas o intelectuales de izquierda, indiferentes a las nuevas
condiciones que la globalización tecnológica y sociocultural (no sólo el neoliberalismo)
coloca a las utopías de épocas pasadas. La información antropológica y sociológica sobre
la transnacionalización de la economía y la cultura quitó verosimilitud a aquellos proyectos
sociales y políticos. La noción misma de identidad nacional fue erosionada por los flujos
económicos y comunicacionales, los desplazamientos de migrantes, exiliados y turistas,
así como los intercambios financieros multinacionales y los repertorios de imágenes e
información distribuidos a todo el planeta por diarios y revistas, redes televisivas e
Internet. Los modos de organizar experiencias colectivas bajo nombres nacionales
durante la primera modernización – argentinos, bolivianos, brasileños, mexicanos – ya no
muestran la cohesión ni la certeza que creían tener quienes se agrupaban bajo esos
caracteres o identidades comunes.
Desde los años cuarenta a los setenta del siglo XX, se quiso estirar esa concepción
nacionalista a escala continental. Se comenzó a imaginar cómo podían articularse
sociedades latinoamericanas volcadas hacia adentro. La industrialización y el avance de
las ciencias sociales auspiciaron reelaboraciones originales de la situación continental,
sobre todo en el desarrollismo de la CEPAL: al tecnificar la producción, ir
autoabasteciendo el consumo interno y exportar manufacturas, llegaríamos a superar el
deteriorado intercambio de los países periféricos con los centrales. Como se esperaba
que acabáramos importando más de otros países de la región que de las metrópolis, se
crearon instituciones para organizar el libre comercio y hacer porosas las aduanas: en
1958 el Mercado Común Centroamericano, en 1960 la Asociación Latinoamericana de
Libre Comercio, en 1969 el Grupo Andino y en 1973 la Comunidad del Caribe.
Aun cuando entre 1960 y 1980 el producto interno bruto latinoamericano creció 6 por
ciento en promedio, el modo de desarrollo concentrador y excluyente, así como el
incumplimiento de los convenios que originaron a esos organismos y redes
internacionales por conflictos internos de los países involucrados, frustraron los
programas de integración continental. Las crisis petroleras de los años setenta y la
acumulación irresponsable de deuda externa, más las dictaduras en el cono sur, Brasil y
Centroamérica, fueron ahogando la acción independiente de toda la región. Políticas
monetarias erráticas, oscilantes entre hiperinflación y devaluaciones, redujeron los
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salarios, la capacidad de ahorro interno y la flexibilidad en las negociaciones
internacionales. Entre tanto, los acuerdos comerciales del GATT impuestos por los países
industrializados y los condicionamientos del FMI para “auxiliar” a los gobiernos
latinoamericanos estrangulados por las deudas arrinconaron las iniciativas de la ALALC y
las solidaridades andinas, centroamericanas y caribeñas.
Ahora, los estudios sobre nación y cultura descreen de aquellas identidades ontológicas
(Martín Barbero, Ortiz) y de la reciente etapa de integraciones voluntaristas. Abandonan
cualquier pretensión de definir razas, radiografiar la pampa, catalogar esencias
identitarias. En la literatura antropológica latinoamericana, como en otras regiones, tiende
a entenderse la identidad como el “repertorio de acciones, lengua y cultura que permiten a
cada persona reconocer que pertenece a cierto grupo social e identificarse con él”
(Warnier 1999:9). Este mismo autor finalmente prefiere hablar, más que de identidad, de
identificación, para aludir a su sentido contextual y fluctuante. En las interacciones
transnacionales un mismo individuo puede identificarse con varias lenguas y estilos de
vida. Más que identidades únicas encontramos mapas simbólicos, que se modifican al
traspasar fronteras geopolíticas: por ejemplo, cuando un sector significativo de una nación
vive, como los cubanos, los mexicanos y los salvadoreños, en el extranjero.
Por una parte, es comprensible que la crisis de los modelos políticos nacionales y de los
proyectos de modernización de décadas pasadas estimule esta búsqueda de alternativas
autonomistas. Su parcial eficacia puede apreciarse en el zapatismo mexicano y otros
agrupamientos étnicos o regionales en Chile, Ecuador y Guatemala. Cambios legales a
favor de las autonomías indígenas logrados en Colombia, y en partes de México, por
ejemplo en Oaxaca, revelan la potencialidad de estas afirmaciones identitarias. Desde
hace décadas la antropología acompaña extensamente estos movimientos sociopolíticos,
en sus versiones más avanzadas a través de diagnósticos críticos del indigenismo y los
programas de etnodesarrollo (Bartolomé, Bonfil, Escobar y Stavenhagen).
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Al mismo tiempo, hay que indagar en qué medida la languidez de las economías y los
Estados latinoamericanos puede reorientarse o “compensarse” sólo desde afirmaciones
de lo local. Algunos movimientos que erigieron utopías desde tradiciones exacerbadas,
como Sendero Luminoso, han mostrado sus riesgos. Por otra parte, las frustraciones
experimentadas en Venezuela por el gobierno de Hugo Chávez para reorientar y reactivar
la economía de su país, hacen dudar de “soluciones” nacionalistas maniqueas que no
toman en cuenta la formación heterogénea y compleja de las sociedades
latinoamericanas, ni su inserción avanzada en los mercados mundiales. Más que las
afirmaciones identitarias aislacionistas, autores como Luis Villoro sugieren retomar de la
herencia indígena el sentido comunitario de convivencia. Explica Villoro que quienes ya no
nos definimos por el arraigo a la tierra, ni dependemos para subsistir de tareas agrícolas
comunes, necesitamos reelaborar esa perspectiva comunitaria en las condiciones de la
ciudad moderna (en consejos barriales, obreros y asociaciones de la sociedad civil) y a la
medida de un mundo interdependiente (Villoro, 2001: cap. I).
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Muchos grupos emergentes comprenden que la nueva valoración de las culturas locales
no basta para encarar los nuevos desafíos de la globalización, ni para ocupar los vacíos
dejados por el derrumbe de utopías modernistas y socializantes. Los indígenas pueden
pedir, y a veces lograr, como en Brasil (1988), en Colombia (1991) y en Ecuador (1998),
que se redefinan constitucionalmente las naciones, que algunos Estados se declaren
pluriculturales, que aliados remotos les den solidaridad por Internet. Pero también
descubren que ahora hay menos Estado para atender sus demandas y proteger
eficazmente sus derechos. A menudo, los aliados no indígenas confunden los reclamos
étnicos con ecologismo, desvían la sabiduría arcaica al esoterismo y convierten la trama
compleja de cantos, ceremonias y trabajo en discos de world music. Estos usos
desplazados de las “herencias indígenas” a veces son interesantes para preservar la
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biodiversidad o desarrollar industrias culturales endógenas, pero su reubicación señala la
necesidad de repensar las tradiciones nativas en procesos interculturales de mayor
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Pocas veces se dice, en medio del auge indianista reciente, que América Latina tiene,
junto a los cuarenta millones de indígenas, una población afroamericana de varios
millones, difíciles de precisar, como una consecuencia más de la desatención que sufren
en los planes de desarrollo. En la medida en que la cuestión indígena tiene un papel más
claro debido a la importancia histórica y demográfica de los pueblos originarios, al menos
viene recibiendo creciente reconocimiento. En cambio, a los grandes contingentes
afroamericanos se les ha negado casi siempre territorios, derechos básicos y aun la
posibilidad de ser considerados en las políticas nacionales y en los simposios sobre el
desarrollo latinoamericano. Existen estudios especializados, por ejemplo sobre la santería
cubana, el candomblé brasileño y el vudú haitiano, y últimamente las músicas que los
representan son valoradas y difundidas por las industrias culturales. Pero rara vez se
incluye a los grupos que sostienen estas producciones culturales en el análisis estratégico
de lo que puede ser América Latina.
Lo afro es tomado, como ocurre a veces con las contribuciones indígenas, como
contraparte o complemento de la herencia occidental, pero con alcance restringido. Es
hora de preguntarnos en el conjunto de la región, no sólo en Brasil y los países caribeños
donde “la negritud” es más visible, sino también en el área andina, en México, y en las
demás zonas de América Latina, qué significan los carnavales, los templos y rituales
religiosos, los usos de las aportaciones afroamericanas en las industrias culturales
(Carvalho, 2002). ¿Cómo comprender sin esta participación afro danzas como el rap y
muchas formas de fusión con el jazz y el rock, el tango y el huaino, configuraciones
simbólicas que permean prácticas sociales de muchos sectores latinoamericanos, el
multiculturalismo de la CNN y el éxito de otros programas de televisión?
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o las costuras que le ocurren en las luchas de poder. Lo indígena con lo criollo en México,
lo criollo enfrentado o paralelo a lo indígena en Perú, lo afro con lo europeo en Brasil, y
así sucesivamente. Hasta las sociedades complejas y transnacionalizadas en que los
antropólogos encontramos nuevas formaciones culturales engendradas por la
urbanización y aun las megaurbanizaciones (México y Sao Paulo como emblemas de
latinoamericanicidad), las industrias culturales y los heterogéneos modos de recepción en
culturas diversas (¿qué atributos justifican la telenovela como género latinoamericano?).
Dos ejemplos rápidos. Por un lado, los estudios comparativos sobre las políticas de
desarrollo y la formación de naciones y ciudadanías. Hay que destacar, ante todo, el vasto
esfuerzo de Arturo Escobar que sitúa las peripecias de América Latina, especialmente
ante los dilemas ecológicos, en el marco de las políticas de los organismos mundiales y
de los movimientos sociales transnacionalizados: su libro El final del salvaje es clave para
entender cómo debe expandir la antropología su agenda. En otro texto intenté mostrar el
giro antropológico que configuran los trabajos de Mónica Quijada y Rita Segato sobre la
formación unificada de la Argentina mediante la descaracterización de las diferencias
étnicas; las investigaciones de Roger Bartra y Claudio Lomnitz acerca de la formación
mestiza de México y el papel de la antropología en las políticas pluriculturales; el análisis
de Rita Segato sobre el sincretismo brasileño, donde las identidades son menos
monolíticas que en otros países, y la hibridación, a diferencia del mestizaje mexicano, no
impide que el sujeto preserve para sí la posibilidad de distintas afiliaciones, pueda circular
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entre identidades y mezclarlas. Estas y otras reformulaciones de los procesos de
hibridación corren el eje de la investigación antropológica: de la identidad a la
heterogeneidad y la interculturalidad. Ponen en evidencia los complejos regímenes de
pertenencias múltiples que sostienen los actuales ejercicios de la ciudadanía y las
políticas de muchos movimientos sociales (García Canclini, 1999 y 2001).
La otra línea renovadora que quiero destacar en la reflexión sobre América Latina viene
de los estudios sobre migrantes que salen de la región. Pienso, por ejemplo, en los
renovadores trabajos de Gustavo Lins Ribeiro con brasileños en California, de Roger
Rouse, José Manuel Valenzuela y Stefano Varese sobre mexicanos en la misma zona, los
de Dolores Juliano y Verena Stolcke acerca de argentinos en Europa y las nuevas
retóricas de la exclusión. Comenzamos a percibir un nuevo mapa en el que deben
incluirse porcentajes altos de expatriados. América Latina no está completa en América
Latina. Su imagen le llega de espejos diseminados en el archipiélago de las migraciones.
En varias naciones de América Latina y el Caribe las remesas de dinero enviadas por los
migrantes representan más del 10 por ciento del producto interno bruto. México recibió en
2001, según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, 9.273 millones de
dólares de sus residentes en Estados Unidos, o sea casi lo mismo que ingresa por
turismo y el doble de sus exportaciones agrícolas. Los trabajadores salvadoreños en el
exterior enviaron a su país el mismo año 1,972 millones, los dominicanos 1,807 millones y
los ecuatorianos 1,400 millones de dólares. En conjunto, América Latina recibió en 2001
una vez y media lo que pagó como intereses por su deuda externa en los últimos cinco
años, y mucho más de lo que llega en préstamos y donaciones para el desarrollo.
Si bien estos números importan para apreciar el grado en que los habitantes de América
Latina dependemos de lo que sucede fuera de la región, mucho de lo que ocurre en estos
procesos extraterritoriales no es medible en cifras. Así como el arribo de inversiones
externas dice sólo una parte del estado de la economía, la intensificación de las
migraciones está modificando de muchas maneras la ubicación de “lo latinoamericano” en
el mundo. Las últimas aperturas de fronteras van junto con formas nuevas de
discriminación, las mejores condiciones de sobrevivencia local que hacen posible las
migraciones y remesas – en los países centrales y en los periféricos – deben ser vistas al
lado del desarraigo y la destrucción o reorganización del sentido histórico. Surgen nuevos
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conceptos identitarios que desbordan los contenedores nacionales: oaxacalifornianos,
argenmex, brasiguayos y muchos otros que están abriendo las antropologías “nacionales”
y las nociones estrechas de ciudadanía (Cardoso de Oliveira y Jerlín, en Grimson, 2000).
La música ha tematizado esta multilocalización de los lugares desde los cuales se habla.
Es un proceso largo, iniciado al menos desde que la radio y el cine hicieron que Carlos
Gardel fuera apropiado en Colombia, México y Venezuela, y también en España y
Francia, Agustín Lara en Argentina, Chile y diez países más, los soneros veracruzanos y
los salseros puertorriqueños en todas las naciones del Caribe y aún más allá. Los
rockeros y los músicos tecnos de distintos países componen discos juntos, y las
empresas discográficas transnacionales los hacen circular por todas partes.
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en las estrategias metodológicas y en la formación de una decena de excelentes
posgrados, donde se están formando doctores con nivel equivalente al de las mejores
universidades de Europa y Estados Unidos. Pese a las deficientes bibliotecas y los
salarios y financiamientos paupérrimos, salvo en Brasil y México, hay investigaciones
antropológicas, o socioculturales en las que participan antropólogos, que están
cambiando los modos de estudiar las ciudades, comprender los proyectos o fracasos de
las integraciones económicas junto a los intercambios íntimos de las fronteras, las
comunidades transnacionales de consumidores propiciadas por radio, cine, televisión e
Internet, las violencias nacionales y domésticas.
Si se difunde algo de estos avances es porque hasta los investigadores jóvenes viajan
más que en el pasado, algunos posgrados tienen alumnado multinacional, los congresos y
revistas de un país dan espacio para voces de otros. Pero salvo estas comunicaciones
ocasionales, mantenidas precariamente a través de Internet, la balcanización del
continente es la política predominante. ¿Hay que asombrarse de que América Latina se
diluya como objeto de estudio dentro de la región cuando las editoriales con catálogo y
distribución latinoamericana han sido asfixiadas o sometidas a la especulación mercantil
de las transnacionales, cuando no hay condiciones institucionales ni financieras para
articular investigaciones de alcance internacional y colecciones enteras como los
cuadernos de la Universidad de Brasilia, los libros del Instituto Colombiano de
Antropología y la Universidad Autónoma Metropolitana de México, ven librada su
circulación en otros países a la difusión confidencial de las fotocopias? El
latinoamericanismo será un resultado del azar de los encuentros personales mientras no
haya redes académicas ni industrias culturales que lo cultiven como esfera pública.
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Así como no tiene sentido explorar una identidad común latinoamericana, tampoco
podemos construir la noción histórica, abierta y cambiante de un espacio sociocultural
latinoamericano como una realidad compacta. La convergencia histórica de la región
puede ser todavía un proyecto sociopolítico y cultural deseable, y seguramente más
practicable que en cualquier época anterior gracias a facilidades comunicacionales que
permiten incrementar intercambios y acuerdos económicos, políticos y culturales. Una
tarea posible de los antropólogos es proporcionar conocimientos sobre la diversidad y la
unidad de la región que contribuyan a tomar decisiones. Pero para que esas decisiones
sean sustentables importa que la antropología aporte también su saber sobre las
diferencias y desigualdades, sobre lo innegociable en la interculturalidad, sobre las
distancias que ni los programas de homogeneización económica, política ni mediática van
a poder suturar, las resistencias étnicas que los Estados no lograron vencer, los perfiles
regionales y de naciones que persisten en la globalización.
Es el momento en el que la antropología descubre que vino al mundo, más que para
afianzar identidades, para comprender su conflictiva existencia múltiple. No para consolar
a las minorías o enfrentar a quienes buscan subordinarlas; más bien describir los trabajos
de la convivencia y por tanto las ilusiones de los poderes. Ni siquiera para limitarse a
celebrar los rituales que tratan de soldar las fracturas, convertir los choques entre
civilizaciones o clases o etnias en eufemismos simbólicos, sino para averiguar cómo
actúan las soldaduras y los eufemismos impuestos junto a las heridas abiertas y los
acuerdos solidarios.
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Bibliografía
- Bartra, Roger, “Sangre y tinta del kitsch tropical” en Fractal, México, N° 8, Primavera
1998.
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- Hannerz, Ulf. Conexiones transnacionales. Cultura, gente, lugares, Madrid, Frónesis
Cátedra Universitat de València, 1998.
- Klor de Alva, Jorge, Gary H. Gossen, Miguel León Portilla y Manuel Gutiérrez Estévez
(eds.) De palabra y obra en el Nuevo Mundo, Madrid, Siglo XXI, 1995.
- Lomnitz, Claudio, Las salidas del laberinto: cultura e ideología en el espacio nacional
mexicano, México, Joaquín Mortiz / Planeta, 1995.
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- Ribero, Darcy, Las Américas y la civilización. Proceso de formación y causas del
desarrollo desigual de los pueblos americanos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1992.
- Segato, Rita Laura, Alteridades históricas / identidades políticas: una crítica a las
certezas del pluralismo global Brasilia, Universidade de Brasília, Departamento de
Antropología, 1998 (serie Antropología, N° 34).
- Vila, Pablo, “La teoría de frontera versión norteamericana. Una crítica desde la
etnografía” en Alejandro Grimson (comp.), op. cit.
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