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DIALECTICA: MODO DE EMPLEO


Posted by Asedio 4 | Oct 8, 2020 | Artículos | 0  |     

Federico Corriente

El siguiente texto es un ponencia que se pronunció en 2002, durante una jornada de reflexión sobre Guy
Debord y los situacionistas en la región española.

[…] Dicho de otra forma, aquel fue el momento en que la mismísima palabra «totalidad», y la idea misma
de tratar de articular aquellas fuerzas y relaciones de producción que estaban dotando al capitalismo de
una forma recién unificada y unificadora, se convirtieron en tabúes (y en gran medida siguen siéndolo) en
tanto que residuos de una desacreditada tradición «hegeliana». Esto era lo que Debord tenía in mente. Uno
de nosotros le recuerda, en el Collège de France en 1966, asistiendo como oyente al curso de Hyppolite
sobre la Lógica de Hegel, y viéndose obligado a aguantar una sesión final durante la cual el maestro invitó
a dos jóvenes radicales a leer sus ponencias. «Troisétapes de la dégénérescence de la culture bourgeoise
française», dijo Debord al tomar asiento el último conferenciante. «Premiérement, l’erudition classique»—
pensaba en el propio Hyppolite, que había hablado brevemente al principio—«quandmême basé sur une
certaine connaissance genérale. Ensuite le petit con stalinien, avec ses mots de passe, «Travail», «Force»,
et «Terreur». Et en fin, dernière bassese- le sémiologue.»

T. J. Clark y Donald Nicholson-Smith, Por Qué el Arte No Puede Matar a la Internacional Situacionista

1. Los parentescos elementales del postestructuralismo


Seguir la pista metodológica de las sucesivas refutaciones del pensamiento dialéctico —cada una de
ellas más definitiva que la anterior— resulta muy instructivo, pues además de ofrecernos un perfecto
diario de navegación del rumbo de la sociedad capitalista y espectacular hacia la mendacidad absoluta,
permite demostrar una vez más el valor teórico y el vigor crítico del pensamiento dialéctico.

Ya en la década que siguió a la muerte de Hegel, cuando el pensamiento europeo atravesaba una fase de
marcado cariz «positivista», la dialéctica hegeliana fue denunciada y estigmatizada en numerosas
ocasiones como prototipo de todas las negaciones destructivas de lo existente.

Puesto que la herencia hegeliana fue recogida por Marx, y en menor medida por Bakunin y Stirner, era
de esperar que las primeras tentativas de refutar y de desacreditar el pensamiento dialéctico surgieran
del seno del movimiento obrero clásico, como en efecto sucedió. Eduard Bernstein, uno de los máximos
dirigentes de la socialdemocracia alemana, invitó a ésta, en su libro Socialismo teórico y
Socialdemocracia práctica (1899) a «mostrarse tal como era», despojando sus teorías del «andamiaje
dialéctico» y adecuándolas a su práctica real, en una situación histórica que parecía augurar un
horizonte ilimitado de progreso pacífico y evolutivo. El honrado reformista Bernstein, en una época en
que todavía era posible ser a la vez honrado y reformista, desvelaba así el secreto más celosamente
custodiado por la ortodoxia socialdemócrata, a saber, que la teoría revolucionaria heredada de las
luchas de 1848 había quedado reducida a una ideología revolucionaria que velaba el contenido real de
su práctica cotidiana, de la que el libro de Bernstein era la expresión consecuente.

Uno de los mayores méritos de las conclusiones que extrajo Bernstein de su estudio era que indicaba
con meridiana claridad que para fundar una teoría consistente del reformismo, y más en general, de
toda práctica no revolucionaria, es indispensable eliminar la dialéctica del pensamiento y de la
práctica. El hecho —nada irrelevante, como se verá— de que Bernstein fuera el socialdemócrata más
francamente adherido a la metodología de las ciencias naturales, le convierte en el precursor de todos
los intentos posteriores de liquidación del pensamiento dialéctico, del estalinista hasta el
postestructuralista.

En efecto, el ideal cognoscitivo de las ciencias de la naturaleza resulta ser, aplicado al desarrollo social,
un arma ideológica del capitalismo, que tiende a producir una estructura social muy afín a la
metodología de dichas ciencias, dividida en campos parciales con leyes propias, como la economía, el
derecho o la lingüística. Cuanto más desarrollada está una ciencia contemporánea, tanto más ha de
apartarse de los problemas ontológicos de su esfera, eliminándolos del campo conceptual elaborado por
ella para poder delimitar su «objeto» como tal objeto. De modo que llevar esta tendencia hasta sus
últimas consecuencias y elevarla a la dignidad de principio indiscutible tiene que parecer
especialmente «científico». Pero el resultado inmediato de tal procedimiento es que la ciencia en
cuestión queda incapacitada para entender la génesis y la caducidad de la materia que estudia, esto es,
su carácter social e histórico. Mientras que la dialéctica, que frente a esta fragmentación de la realidad
en hechos y sistemas aislados subraya la concreta unidad del todo, tiene que parecer una mera
construcción a priori.

Pero volvamos a la evolución histórica de la socialdemocracia alemana. En vísperas de la primera


guerra mundial, ésta se encontraba dividida en tres grandes tendencias: los revisionistas, partidarios
declarados del imperialismo alemán; el «centro» ortodoxo dirigido por Kautsky, que se proclamaba fiel
a las opciones tradicionales, pero que en la práctica y en los momentos decisivos era solidario de la
derecha reformista, y la «izquierda», célebre por los nombres de Luxemburg y Liebknecht.
Desencadenada la guerra, la «izquierda» se encontró en prisión y la «derecha» en el cuartel general del
Káiser. En cuanto al «centro» dirigido por Kautsky, resolvió con audacia todos los problemas del
movimiento socialista declarando que ni la socialdemocracia alemana ni la Internacional podían
continuar su actividad mientras durase la guerra, por ser ambas organizaciones adecuadas únicamente
para períodos de paz. «Esto», escribió Rosa Luxemburg «constituye una típica actitud de eunucos. Ahora
que Kautsky la ha hecho suya, podrá leerse el Manifiesto de la forma siguiente: proletarios de todos los
países, uníos en tiempos de paz y degollaos en tiempo de guerra.»

Antes de la guerra, todas las tendencias de la socialdemocracia habían estado de acuerdo en que el
capitalismo creaba las premisas materiales de un nuevo orden social y que cuanto más desarrolladas
estuviesen esas premisas y más grandes fueran los partidos socialistas de masas, mejor preparado
estaría el proletariado para arrebatarle el poder a la burguesía.

A partir del 4 de agosto de 1914, fecha en que la socialdemocracia alemana votó a favor de la concesión
de los créditos de guerra al Káiser, los elementos revolucionarios tuvieron que levantar dolorosa acta
de que en el país tecnológicamente más avanzado de la época, el partido socialista más poderoso del
mundo, lejos de aprestarse a conducir a la clase obrera al enfrentamiento definitivo con el capitalismo,
ponía a ésta a disposición del Estado Mayor imperial para la inminente degollina mundial.

El estallido de la guerra mundial hizo añicos los conceptos que todas las tendencias de la IIª
Internacional habían compartido hasta entonces. Los cimientos filosóficos sobre los que se había
apoyado concretamente Lenin, y que consideraba inexpugnables, quedaron destruidos de tal forma que
mientras el mundo llamado civilizado y el movimiento socialista internacional saltaban por los aires, él
se sumergió en la biblioteca pública de Berna durante casi un año para dedicarse al estudio de la Lógica
de Hegel.

El intervalo transcurrido entre el triunfo de la contrarrevolución socialdemócrata en Alemania y la


consolidación del bolchevismo en Rusia dejó ver que, en contra de lo que su transitorio enfrentamiento
había hecho suponer, eran más las cosas que les unían que las que les separaban. Entre los síntomas
más claros del reflujo y la liquidación de la oleada revolucionaria de posguerra se halla la campaña
ideológica emprendida en 1924 por los dirigentes de la Internacional Comunista contra las presuntas
«desviaciones idealistas» de la izquierda comunista. Entre los principales blancos de aquella campaña
estuvieron Georg Lukács y Karl Korsch, autores respectivos de Historia y conciencia de clase y de
Marxismo y filosofía, cada uno de los cuales, creyendo seguir la recomendación hecha por Lenin de
«constituir una especie de sociedad de amigos materialistas de la dialéctica hegeliana», había
subrayado de modo independiente la filiación hegeliana del pensamiento de Marx.

La crisis dialéctica crónica inherente a la ideología socialdemócrata —como por otra parte, a toda
ideología— había sido diagnosticada a fondo por Karl Korsch en su libro, confirmando así la
centralidad de la dialéctica en la crítica de las ideologías, que no son sino conjuntos de razonamientos
antidialécticos que bloquean el conocimiento y la transformación de las realidades sociales por parte
del sujeto. La ortodoxia soviética, por su parte, acababa de bautizar su ideología recién estrenada,
mezcla infumable de historicismo, positivismo y pragmatismo, con el agua bendita del «leninismo» y de
la «dialéctica». Cuando respondió a sus detractores, Korsch puso el acento en la continuidad existente
entre la ideología socialdemócrata ortodoxa y la involución teórica observable en la Internacional
Comunista, que ésta terminaría denominando «leninismo» y que él calificó de«bersteinianismo y
kautskismo después de la toma del poder».
La ideología estalinista podría definirse como un sistema de duplicidad filosófica que, sin desautorizar
la dialéctica abiertamente y honrándola de palabra, la desarma, anulándola como instrumento crítico y
conservándola únicamente como pundonor, justificación y figura retórica.

Si algo caracterizó al estalinismo como práctica fue su falta de principios, traducida en un


comportamiento pragmático y empirista, subordinado a las necesidades inmediatas de cada momento y
al objetivo supremo de mantenerse en el poder a toda costa. Fue en función de este objetivo y para
ocultar mejor sus intenciones reales que se cuidó de envolver todas sus iniciativas en los sacrosantos
oropeles de un «leninismo» fijado de una vez por todas y al mismo tiempo infinitamente interpretable,
en el que cabían como parte de una misma estrategia los Frentes Populares contra el fascismo y el pacto
germano-soviético de 1939.

Por alguna oscura razón, a los ideólogos postmodernos, que invocan el «dogmatismo» estalinista con la
intención de efectuar una amalgama entre éste y el rigor del pensamiento revolucionario, siempre les
pasa desapercibido el hecho fácilmente comprobable de que ninguna de las «teorías» estalinistas tuvo
jamás otro carácter dogmático que la obligación en que estaban sus partidarios de jalearlas y
reverenciarlas como genialidades mientras el supremo vértice político no dispusiera lo contrario.

Debord sitúa el fenómeno estalinista en el marco del espectáculo moderno, considerado a la vez como
absolutamente dogmático y absolutamente incapaz de establecer ningún dogma duradero:

Aquello que afirmó con la desvergüenza más acabada su excelencia definitiva, cambia, no obstante, tanto
en el espectáculo difuso como en el concentrado, y es sólo el sistema el que ha de continuar: tanto Stalin
como la mercancía pasada de moda son denunciados por los mismos que los impusieron. (La sociedad del
espectáculo, tesis 70)

De esto cabría deducir sin mucho esfuerzo que la dialéctica, incompatible por naturaleza tanto con los
dogmas eternos como con los cambios de orientación erráticos y arbitrarios, no puede haber mantenido
con el estalinismo sino relaciones turbias y tormentosas. En efecto, teorías tan manifiestamente
dialécticas como la de la relatividad o el psicoanálisis fueron censuradas por «idealistas», y finalmente,
en 1947, el jerarca cultural Zdhanov daría a los teóricos rusos la orden de enterrar «definitivamente» la
dialéctica.

Y aquí es preciso decir que en este dominio la confusión la introdujo una determinada escuela cuyo
sesgo antihistoricista y cientifista no es más que uno de los síntomas de su catadura ideológica. El
althusserianismo se presenta como el instrumento idóneo para la justificación del estalinismo, ya que
es imposible realizar una crítica consecuente de éste si se escamotea un punto esencial: su carácter
esencialmente antidialéctico.

El antihistoricismo althusseriano supone la culminación de la involución determinista-cientifista que


afectó en ocasiones a la crítica histórica de Marx. Para llevar a cabo su proyecto de reducir la crítica
revolucionaria de Marx a una «ciencia de la sociedad» genérica, el positivismo althusseriano hubo de
exacerbar la distinción, ya de por sí artificiosa, entre un Marx «humanista»que pese a sus esfuerzos en
tal sentido no había logrado librarse aún del bagaje filosófico hegeliano, y un Marx «científico»,
supuestamente libre ya de toda tacha hegeliana.
La polémica que hasta el día de hoy ruge entre quienes consideran que Marx nunca «maduró» lo
suficiente para su gusto y quienes ironizan acerca de lo asombrosamente «joven» que Marx se conservó
hasta el fin de sus días, tiene sus raíces en la atmósfera intelectual predominante durante la posguerra
y la guerra fría francesas. Mientras el debate se mantuvo en el terreno de un discurso integrador, capaz
de abarcar desde los demócrata-cristianos hasta la socialdemocracia, los intelectuales del Partido
Comunista Francés apenas intervinieron en él, pese a haberse consumado ya el descuartizamiento
epistemológico por el cual a los estalinistas les correspondía un Marx «maduro» purgado del concepto
de alienación, mientras que cristianos y humanistas éticos recuperaban a placer a un Marx «joven» con
la mirada centrada en los eternos problemas del «hombre». Durante la fiebre desestalinizadora que a
principios de los años sesenta acompañó a la estrategia soviética de coexistencia pacífica, el PCF,
dominado ideológicamente por Garaudy y su esfuerzo de diálogo y reconciliación con humanistas,
existencialistas, socialistas y cristianos, rehabilitó al joven Marx y lo incorporó a la ortodoxia de forma
tan magnánima como demagógica. Sólo al desvanecerse toda perspectiva de futuros Frentes Populares
y adoptar el PCF una posición de repliegue, empezó éste a considerar el concepto de alienación como
amenaza anticomunista en potencia y crítica subrepticia de los logros del «socialismo real», por lo que,
a mediados de los años sesenta y siguiendo la estela de Althusser, una parte de la dirección del PCF dio
el visto bueno a una campaña destinada a sofocar de una vez por todas los ardores polémicos
suscitados por dicho concepto.

La lectura estructuralista de Marx pretende demostrar que los cambios sociales se producen con
independencia de la intervención humana y que los seres humanos no aparecen en la estructura
socioeconómica más que como portadores de las relaciones presupuestas por ésta, convertida así en
instancia inmanente que determina la totalidad socioeconómica, es decir, en la versión cosificada de la
causa autocausante. Así pues, el presupuesto metafísico inanimado de la ciencia estructuralista, en
lugar de ser Dios como en la teología, es la potencia autónoma denominada estructura.

Esta obsesión por eliminar todo rastro de subjetividad humana llevó a Althusser a impugnar la
cientificidad del concepto de alienación y a adjudicar toda la teoría del fetichismo de la mercancía de
Marx a la «herencia hegeliana», cuando lo cierto es que si Marx pudo descubrir el fetichismo de la
mercancía fue sólo porque trascendió tanto el idealismo hegeliano como el materialismo positivista
vulgar. Lástima que cuando Althusser recomienda «perentoriamente» al lector de Para leer el capital
que no comience la lectura de El capital por el capítulo 1, donde se encuentra la sección acerca del
fetichismo, no llevase su rigor científico hasta el punto de informar al lector de que estaba repitiendo la
orden que Stalin dio a sus economistas acerca de la enseñanza de El capital en 1943. Cabe señalar que
en ese mismo año los rusos descubrieron simultáneamente el sistema americano de producción en
cadena y que la ley del valor también regulaba el funcionamiento del «socialismo».

La consecuencia inmediata de estos descubrimientos teóricos fue que en los años siguientes todos los
problemas de «construcción del socialismo» quedaron reducidos a la necesidad de incrementar la
productividad del trabajo, lo que a su vez llevó a los ideólogos estalinistas a hacer de la ciencia un
fetiche. A los filósofos soviéticos les correspondió la tarea específica de insistir en el carácter
supuestamente imparcial y no clasista de la ciencia. Althusser procedería por idéntico camino para
llegar a la ruptura con la dialéctica: el endiosamiento de la ciencia acompañado de incesantes ataques
contra el humanismo. El principal ideólogo del Partido Comunista Francés volvía así al redil teórico del
nacimiento histórico del revisionismo de Bernstein, el primero en lamentar que Marx y Engels nunca
fueran capaces de deshacerse por completo de la «dialéctica antitética hegeliana».
Ese hito antiautoritario y anticapitalista de la prehistoria contemporánea que fue mayo del 68, dio paso
a un relevo generacional en el seno del panorama intelectual dominante hasta entonces. Las
«teorías»postestructuralistas y postmodernas traducen la mezcla de euforia y desencanto, de liberación
y de resentimiento, de carnaval y de catástrofe, que dejó tras de sí el balance final de 1968. Balance final
que se resume así: un estallido revolucionario que, sin derrocar el orden establecido en ninguna parte,
logró trastornarlo y ponerlo en crisis en todas. Y al efectuar tal balance es preciso decir que estas
teorías son mucho más deudoras de la crisis del estalinismo que herederas de la revolución
contemporánea cuyos rasgos desveló mayo del 68.

El postestructuralismo llenó el vacío ideológico dejado por el desmoronamiento de la autoridad política


e ideológica de los partidos comunistas. Fueron la crisis del estalinismo y la irrupción de los «nuevos
sujetos» (mujeres, homosexuales, jóvenes, presos, ecologistas y así sucesivamente) las que dejaron el
campo libre para el auge de las teorías del discurso, la filosofía del deseo y la pérdida del significado y
de la verdad. Al no superar las limitaciones teórico-prácticas de las que eran portadores en el momento
de su aparición ni llegar a formular una crítica unitaria, estos nuevos movimientos introdujeron la
lucha contra el mundo de la separación de forma también separada, por lo que fueron separadamente
recuperados. El fiasco de la macropolítica—es decir, de las falsas esperanzas depositadas en los partidos
comunistas y sus comparsas trotskistas y maoístas— abrió el camino a la era de la micropolítica, de la
fragmentación y del localismo y —mucho más importante— a la desaparición y la recusación del
«conocimiento universal» y del sentido común.

En cierto sentido, el pensamiento postestructuralista y postmoderno es la objetividad misma, ya que


constituye el fiel reflejo acrítico del mundo en que nos encontramos, un inmediatismo contemplativo
disimulado en forma de una ideología anti-ideológica. Tratar acerca de las diversas ramificaciones de
esta escuela sería una tarea interminable además de ingrata. Baste con decir que, si bien ha podido
aportar muchos datos empíricos —rasgo que comparte con sus predecesores reformistas y estalinistas,
que siempre apelaron a la autoridad de los «hechos» para sustentar la validez de sus tesis— sus
intenciones críticas quedan desmentidas por el carácter esencialmente apologético de sus
presuposiciones y de su método.

Naturalmente, este «pensamiento» de la resaca del 68 habría de llevar la desfachatez de la falsificación


estalinista del pensamiento revolucionario un poco más lejos: sin dejar de identificarse con la
subversión y con el pretexto de impulsarla, sustituyó la carcomida «lengua de madera» estalinista por
el código del léxico revolucionario del 68; ni corto ni perezoso, declaró que el pensamiento crítico y
dialéctico pertenece al universo mismo de aquello que critica[1] y que hay que dejarlo atrás por
insuficiencia subversiva y complicidad con el orden vigente. De ahí a su denuncia de la teoría crítica
como tentación totalitaria de unificación de la sociedad que acaba forzosamente en el «terror» y a sus
conocidos elogios de la sinrazón, el sinsentido y la incoherencia, no había más que un paso. Si rechaza
la sombra totalitaria de la teoría, es sólo para aceptar mejor la atomización y la división general del
trabajo que están en la raíz de la alienación y de la dominación modernizadas. En tal sentido, nada
tiene de sorprendente que se muestre tan hostil hacia las implicaciones revolucionarias de la dialéctica
hegeliana.

El postestructuralismo ha confeccionado una imagen de la dialéctica hegeliana que le permite asociarla


fraudulentamente con el totalitarismo estalinista, decretando en consecuencia su carácter autocrático,
petrificado y dogmático. Demuestra así que prefiere creer que el totalitarismo moderno surge de la
voluntad abstracta de imponer a la realidad social y humana rígidos corsés ideológicos, en lugar de ver
en éstos las inevitables y bestiales soluciones ficticias a las contradicciones no resueltas de esa realidad
social.

Lo cierto es que, a pesar de sus pretensiones y de su fraseología radical, lo característico del


pensamiento postmoderno es su completo isomorfismo con la realidad social existente, en la que la
calderilla «micropolítica» y la ilusión de la autonomía individual desempeñan el mismo papel
mistificador que los «grandes relatos» en la fase anterior. Esta filosofía de la «cautela» no es nada
cautelosa a la hora de efectuar amalgamas groseras y arbitrarias. Su protesta contra el aplastamiento de
lo particular por lo universal y frente a la unificación opresiva que el pensamiento universalista ha
justificado a lo largo de la historia occidental, subsume a su vez la historia de la opresión y la de la
lucha contra ella en una unidad indiferenciada. Lo hace mediante el simple expediente de denunciar
que ambas apelan a un pensamiento universalista, equiparándolas y practicando así su propia
modalidad de aplastamiento de la diferencia y del antagonismo histórico, los cuales destruye por el
procedimiento de declararlos vacíos de significado. Esta filosofía que reivindica el derecho a la
diferencia se niega precisamente a reconocer la diferencia mayor y más decisiva: aquella que opone en
la realidad histórica concreta al pensamiento revolucionario y al ordenamiento existente.
Proclamándose partidaria de la disolución de la identidad, termina por desembocar en la identidad de
la disolución.

La intensificación de la tendencia esquizofrénica del capitalismo, a la que Deleuze y Guattari atribuyen


el mismo papel de enterrador de éste que los marxistas contemplativos del primer tercio del siglo xx le
atribuían a la intensificación de las crisis económicas cíclicas, encuentra su expresión privilegiada en la
simultánea recusación postmoderna de toda posibilidad de formular criterios válidos y racionales de
evaluación del saber, y la aceptación pasiva, cuando no la celebración acrítica, de los últimos adelantos
de la ciencia moderna en la carrera por hacer retroceder los límites de lo humanamente insoportable.
La organización capitalista de la racionalidad científica parcelaria muestra así su íntimo parentesco con
la irracionalidad de conjunto que ya gobierna abiertamente la era del espectáculo, evolución que
Debord traza con gran precisión en sus Comentarios:

En este momento el pensamiento científico ha optado, en contra de gran parte de su pasado antiesclavista,
por servir a la dominación espectacular. Antes de llegar a este punto la ciencia poseía una relativa
autonomía. Sabía pensar su parcela de realidad y de este modo contribuyó inmensamente a aumentar los
medios de la economía. Ahora que la todopoderosa economía se ha vuelto loca, y los tiempos
espectaculares no son otra cosa, ésta ha suprimido el último rastro de autonomía científica, tanto en el
plano metodológico como en el de las condiciones prácticas de la actividad de los «investigadores». A la
ciencia ya no se le pide que comprenda el mundo o que lo mejore en algo. Se le pide que justifique
inmediatamente todo lo que se hace. Tan estúpida en este terreno como en todos los demás, que explota
con la más ruinosa irreflexión, la dominación espectacular ha echado abajo el gigantesco árbol del
conocimiento científico con la única finalidad de hacerse tallar un garrote. Para obedecer a esta última
demanda social de una justificación manifiestamente imposible, vale más no saber pensar demasiado sino,
por el contrario, estar bien entrenado en las comodidades del discurso espectacular.[2]

A los adversarios de la autonomía real se les reconoce por separar dialéctica y subversión. Unos,
simulando ser dialécticos, asumen contemplativamente la marcha inexorable de la historia y el
olímpico desprecio del poder por el género humano en lugar de asumir su propia humanidad,
despreciar prácticamente a los poderes existentes y hacer su propia historia. Otros, disfrazados de
subversivos y de humanitarios, ponderan las virtudes emancipadoras del hedonismo postindustrial y
practican la tolerancia indiscriminada y el respeto servil hacia casi toda forma de miseria existente,
empezando por aquellas que les distraen y les dan de comer. De ahí que, por no hacerle ascos a nada,
estos epicúreos de aldea global en descomposición se erijan en antagonistas universales de todo mal
histórico y denigren a la dialéctica por insuficiencia subversiva y diversos delitos de leso
humanitarismo. De lo cual puede extraerse una norma general que nunca o casi nunca falla: que donde
no hay subversión verdadera no puede haber dialéctica, ni puede haber dialéctica verdadera donde no
hay subversión.

2. Carácter de la oposición entre Hegel y Marx

En su forma mistificada, la dialéctica llegó a ponerse de moda en Alemania, porque parecía transfigurar
lo existente. En su forma racional, es un escándalo y una abominación para la burguesía y sus
portavoces doctrinarios, porque en el empleo positivo de los conceptos existentes incluye al mismo
tiempo la inteligencia de su negación, de su necesaria destrucción, porque concibe toda forma
desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto, sin perder de vista su aspecto perecedero,
porque no se deja intimidar por nada y es, por esencia, crítica y revolucionaria.

Karl Marx, Epílogo a la segunda edición de El capital

La crítica de Marx a Hegel, que traduce con exactitud la oposición entre la teoría revolucionaria
burguesa y la teoría de la revolución proletaria, encierra también la posibilidad del tránsito hacia una
forma de pensamiento teóricamente más elevada. Ahora bien, en la medida en que el movimiento
proletario no superase plenamente su dependencia histórica del legado revolucionario burgués,
también la teoría socialista debió seguir parcialmente prisionera de la ideología burguesa,
comprendida ahí su concepción de las relaciones entre teoría y práctica. Lo que emerge así de las aguas
turbulentas de la historia contemporánea no puede ser una teoría de la revolución proletaria armada
de pies a cabeza y lista para hacerse cargo del mundo conquistado por ella, sino marcada por las
indecisiones, los lados flojos y las mezquindades de sus primeras tentativas. De esto, que tiene la
máxima relevancia histórica, no voy a ocuparme aquí. Me limitaré a señalar que la participación
práctica de Marx en el movimiento obrero de su tiempo supuso, a la vez que un enriquecimiento
indiscutible de su pensamiento, una no menos indiscutible revisión y degradación del mismo. La
derrota y la represión de los diversos procesos revolucionarios de la época hicieron que los inevitables
elementos burgueses y jacobinos heredados por Marx y el movimiento obrero no pudiesen superarse ni
teórica ni prácticamente; igualmente, su énfasis en la práctica específicamente política y sindical se
explica por la parálisis de la crítica teórico-práctica de la economía política y la consiguiente falta de
desarrollo de una «ciencia directamente social»[3]. Tal ciencia no podría haberse desarrollado más que
ligada a una práctica correspondiente y puesto que la sociedad burguesa resistió los embates iniciales
en su contra, las ilusiones del pensamiento burgués también resistieron. Si no puede negarse que Marx
y el movimiento real de su tiempo hicieron temblar los cimientos de la economía política inglesa, el
socialismo francés y la filosofía alemana, tampoco puede olvidarse que no les asestaron el golpe de
gracia y que, pasando al contraataque, éstos lograron desalojar parcialmente a Marx de sus posiciones
originarias.

En junio de 1924, muy poco tiempo antes de que las autoridades de la Internacional Comunista
solicitaran urgentemente su destitución como editor de la principal revista teórica comunista en lengua
alemana, Karl Korsch publicó un artículo titulado «Acerca de la dialéctica materialista», en el que decía
acerca del pensamiento dialéctico elaborado durante el período revolucionario de la sociedad burguesa
y sus relaciones con la dialéctica de Marx lo siguiente:
Ya es hora de acabar con la concepción superficial de que el paso de la dialéctica idealista de Hegel a la
dialéctica materialista de Marx sea algo tan simple que pueda realizarse con una mera «inversión», un
mero «poner boca abajo», un método que por lo demás permanecería inalterado. Existen, por cierto,
algunos pasajes muy conocidos de Marx en los cuales expone la diferencia entre su método y el de Hegel de
este modo abstracto, como una mera oposición. Sin embargo, todo aquel que no determine el método de
Marx por estas citas sino que profundice en la praxis teórica de Marx, ve con facilidad que este «pasaje»
metódico, como todo pasaje, no representa una inversión meramente abstracta sino que tiene un rico
contenido. (…)

Según Korsch, la diferencia cualitativa que separa a las formas más desarrolladas del pensamiento
económico y filosófico burgués de la dialéctica de Marx es que aquél, aún cuando pueda reconocer las
«contradicciones» de la economía y la filosofía burguesas e incluso analizarlas con la mayor claridad,
tiene que dejar subsistir dichas contradicciones en la realidad, mientras que la dialéctica, inseparable
de su aplicación práctica, conduce a la disolución de dichas contradicciones no sólo en la realidad del
pensamiento, que es un elemento real de esa realidad social, sino también en la realidad de la vida
social. Es aquí donde se da el paso decisivo que conduce de la dialéctica idealista de la filosofía clásica
alemana a la teoría de la praxis, que también se distingue del saber separado burgués en que no puede
enseñarse abstractamente como una «ciencia» especial, con su «materia» específica, sino únicamente
aplicarse concretamente como componente real y necesario de la actividad revolucionaria.

El núcleo de la crítica de Marx a la dialéctica hegeliana se encuentra en el concepto de praxis o


actividad crítico-práctica, en la superación de la oposición abstracta entre el idealismo acrítico y el
materialismo contemplativo, que no es sino el legado final de la prehistoria humana, de la división
social del trabajo que constituye la premisa de todo pensamiento ideológico.[4]

Marx consideró al hegelianismo precisamente como el más grandioso de los sistemas ideológicos
burgueses. La concepción hegeliana de la historia no era más que la expresión especulativa del dogma
cristiano de la oposición entre el espíritu y la materia, entre Dios y el mundo, trasladada a la historia
humana, donde en cada etapa histórica, un puñado de individuos histórico-universales, espíritus
activos opuestos al resto de la humanidad, aseguraban el desarrollo del espíritu abstracto de ésta a
expensas de la masa material carente de espíritu.

Lo que impidió a Hegel ir más allá de la síntesis aparente de idealismo acrítico y materialismo
contemplativo fue la observación de la actividad de las masas revolucionarias en la historia europea de
su tiempo. De esa experiencia había deducido que el principio subyacente a la libertad individualista
moderna era incapaz de reconciliar el interés del individuo y el de la colectividad y que, liberado de
toda mediación, conducía forzosamente al Terror. Según Hegel, sólo el Estado podía encarnar la
universalidad frente a la sociedad civil.

El idealismo estatista de Hegel arranca, por tanto, de una percepción muy nítida de las autodestructivas
contradicciones de la moderna «sociedad civil» burguesa. Si Hegel, en un intento quimérico de mostrar
que tales contradicciones podrían ser superadas por el Estado, propuso el rescate de las instituciones
corporativas pre-modernas, no fue porque viviera de espaldas a su época, sino todo lo contrario.

La dialéctica idealista, incapaz de poner fin en la realidad a la separación entre el idealismo y el


materialismo, se veía obligada a postular la superación meramente imaginaria de esa separación. Al
desconocer su propia limitación histórica, su condición de formulación filosófica de la dialéctica del
capital, el pensamiento hegeliano era incapaz de reconocer el carácter antihistórico inherente al
postulado de una capacidad infinita de autodesarrollo del Espíritu a través de sus contradicciones. La
consecuencia no podía ser sino una tortuosa reconciliación con la realidad existente, pues aunque lo
existente ya no fuera para la dialéctica idealista sino la totalidad del movimiento histórico, al concebir
esta totalidad en la perspectiva del pensamiento separado, en forma contemplativa, se oponía
forzosamente a la superación de esta limitación histórica concreta.

Puesto que el idealismo niega el mundo sensible y sólo considera como realidad auténtica la Idea, es
natural que a la postre sea incapaz de evitar la preponderancia fáctica del mundo empírico-sensible
negado en un principio, ya que la Idea no tiene otra encarnación terrenal posible. De ahí que escamotee
y «trascienda» la existencia finita de la Idea, sólo para pasarla después de contrabando y sin verdadera
crítica. Y es precisamente aquí, al negarse a ver en lo universal la esencia real de lo finito y en lo
realmente existente el verdadero sujeto de lo infinito, donde la dialéctica de Hegel se descompone en un
dualismo sofista de carácter claramente ideológico. El idealismo acrítico del que partía Hegel se
encaminaba necesariamente hacia el materialismo grosero del final de trayecto.

Sin embargo, esta yuxtaposición de idealismo acrítico y materialismo contemplativo no era en modo
alguno un mero juego de manos achacable en exclusiva al ciudadano Hegel; éste no había hecho más
que retratar fielmente una sociedad en la que idealismo y materialismo acríticos habían prosperado y
arraigado en calidad de plagas gemelas y fundadoras. No es sólo la burocracia del Estado hegeliano la
que se halla aquejada por la síntesis imperfecta de espiritualismo abstracto y materialismo sórdido-
utilitario: el mal, congénito y radical, se extiende a la totalidad de las manifestaciones vitales de la
sociedad civil.

Marx no se conforma con aportar las pruebas teóricas de que el Estado moderno no puede superar las
contradicciones sociales que lo engendran, sino únicamente reproducirlas a mayor escala y en forma
agravada. Sostiene además que la democracia presenta igual parentesco con las demás formas políticas
que el cristianismo con las demás formas de religión, y que cada una de ellas constituye la forma más
desarrollada en su género.

En La cuestión judía (1843), Marx aborda la relación entre el Estado representativo moderno y la
sociedad civil siguiendo el hilo conductor de la crítica de la religión, esa condición primera de toda
crítica. Si la sociedad burguesa suponía la ausencia de toda comunidad real entre los hombres, eso
implica que en tal sociedad la comunidad humana no puede existir sino en forma ilusoria. De ahí que la
política moderna, al igual que la religión, no fuera sino un fraude, una mediación alienante que
mantenía la sumisión y la separación entre los hombres proporcionándoles al mismo tiempo la ilusión
de una existencia comunitaria:

Allí donde el Estado político se halla plenamente desarrollado el hombre lleva una doble vida, una vida
celestial y una vida terrenal, no sólo en el espíritu, en la conciencia, sino en la realidad. Vive en la
comunidad política, donde se considera un ser comunitario, y en la sociedad civil, donde se muestra activo
como individuo privado, considera a los demás hombres como medios, se degrada él mismo en medio y se
convierte en el juguete de poderes ajenos. La relación del Estado político con la sociedad civil es igual de
espiritual que la relación del cielo con la tierra. El Estado se halla en idéntica oposición con la sociedad
civil y la supera del mismo modo que la religión supera las limitaciones del mundo profano, es decir, tiene
que volver a reconocerlas, rehabilitarlas y permitir que le dominen.

En este escrito Marx distingue, además, la emancipación política de la emancipación humana. Declara
que la emancipación política, lejos de ser la forma completa y coherente de la emancipación humana,
es el terreno imprescindible para el despliegue pleno, definitivo y sin trabas de la alienación
específicamente mercantil. Y como prueba aduce el ejemplo de los Estados Unidos, el país de la libertad
política completa, donde sin que existiese ni religión de Estado ni religión proclamada oficialmente
como fe de la mayoría, la religión, síntoma inequívoco de la postración humana, no sólo existía, sino
que existía en forma pujante y vigorosa.

En otras palabras, el triunfo completo del principio profano de la sociedad civil y el advenimiento del
Estado moderno significó también la conquista de la conciencia humana por el lenguaje alienado de la
mercancía, la ideología. La anatomía de la mercancía es la clave para la anatomía de la ideología. La
ideología es al intercambio espiritual y emocional entre los seres humanos lo que el dinero es a sus
intercambios materiales: el vínculo general de unión a la vez que el medio general de separación. Es la
presencia aparente del diálogo y de la humanidad y la confirmación expresa de su ausencia esencial.

Si lo que define a la mercancía es la unidad contradictoria del valor de cambio y del valor de uso, lo que
delata al pensamiento ideológico es la falsa antítesis entre el materialismo contemplativo y el idealismo
acrítico.

El idealismo de la ideología, su valor de cambio, reside en su poder de generalización acrítica, capaz de


transformar a individuos completamente ajenos unos a otros y carentes de todo vínculo sustancial en
miembros abstractos e intercambiables de una comunidad ficticia cualquiera. La metamorfosis
ideológica de las partículas humanas atomizadas es análoga al proceso de etiquetado y embalado de las
mercancías, pues en ambos casos la producción de una identidad imaginaria depende de hacer
abstracción de las diferencias y otorgar un valor ilusorio a los rasgos abstractos compartidos.

El valor de uso de la ideología, su utilidad sórdido-materialista, estriba en anular toda tentativa de


comunicación, endesactivar todo diálogo que pudiera conducir a la impugnación práctica de la
cotidianeidad alienada, reduciendo éste a una parodia, a parloteo hueco e impotente.

La disección dialéctica de la mercancía ideológica desvela la falsa oposición entre los sumos sacerdotes
de la ideología universalizante y los buenos apóstoles de lo particular y de la «diferencia». Retrata a
unos y a otros como lo que son: los cómplices indispensables de una concurrencia entre mentiras
rivales pero solidarias. Donde los unos invocan falsas comunidades para ahormar lo particular e
incrustarlo mejor en la Idea, los otros invitan a huir como de la peste de toda dimensión colectiva
invocando los derechos del pseudoindividualismo y la subjetividad hueca.

3. Del diálogo utópico al diálogo científico

Tener una base para la ciencia y otra para la vida es a priori una mentira.

Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos

La oposición entre la dialéctica de Marx y la de Hegel contiene en germen los elementos de una
revolución social y científica en la que, junto con la separación y la mutua impermeabilidad de las
diversas disciplinas intelectuales entre sí, desaparecería también la propia ciencia como especialidad
separada, integrándose en una práctica social unitaria en la que las líneas de investigación vengan
determinadas por necesidades humanas directas.

Aun cuando fuera consciente de los efectos perniciosos de la división general del trabajo que está en la
raíz de la alienación moderna, Hegel la consideraba inevitable, y en consecuencia, reivindicaba para la
filosofía, en tanto que punto de vista de la totalidad, la posición de privilegio sobre las demás ramas del
saber.

Marx, en cambio, declara que «con la adopción de un punto de vista verdaderamente científico, la
filosofía pierde su medio de existencia como rama independiente del saber». El punto de vista
«verdaderamente científico» al que alude Marx nada tiene que ver con un positivismo obtuso para el
cual el desarrollo vertiginoso de las ciencias naturales hubiese convertido en anacronismo a la filosofía,
ni con el descabellado proyecto de remodelar ésta sobre la base de aquéllas: surge, por el contrario de
la superación de la mutua alienación de la filosofía y las ciencias naturales, o lo que es lo mismo, del fin
de la antítesis entre el idealismo acrítico y el materialismo contemplativo.

Las diferencias metodológicas entre Marx y Hegel proceden directamente de su radical oposición ante
esta cuestión central, que Joseph Fracchia y Cheyney Ryan han expuesto con la mayor precisión:

La crítica materialista de Marx, aunque admita que el concepto es una herramienta indispensable del
trabajo intelectual, implica la negativa a reducir la realidad a los conceptos. Marx insiste en que una
presentación conceptual, como podría ser la presentación del modo de producción capitalista realizada en
El Capital, es necesariamente abstracta e incompleta. No incluye, ni puede incluir todo lo relevante para la
comprensión de las sociedades burguesas en sus formas particulares e históricas. Pues si una comprensión
adecuada del modo de producción capitalista sólo puede lograrse a través de la abstracción teórica, la
comprensión completa de las sociedades burguesas requiere un análisis empírico de aquello que no encaja
en el modelo conceptual. Al considerar la presentación conceptual, en su abstracción, únicamente como
primera etapa en el largo ascenso hacia la realidad histórica concreta, Marx adopta una actitud muy
distinta a la de Hegel respecto de esa presentación. Para Hegel la tarea de integrar en ella los datos
empíricos es, como mucho, una simple cuestión de «rellenar los datos que faltan»; si los datos no podían
ser subsumidos bajo los conceptos, la verdad que Hegel atribuía a los conceptos le autorizaba a hacer caso
omiso de tales datos en tanto que meras «contingencias». La actitud de Marx frente al concepto, mucho
más modesta, le lleva a atribuir una importancia mucho más grande a lo «contingente». Pues lo
«contingente», aunque no ocupe lugar en el análisis conceptual abstracto, sigue poseyendo veracidad en
virtud de su realidad histórica, y ha de ser incorporado necesariamente a una presentación completa del
objeto social en su concreción.(Joseph Fracchia y Cheyney Ryan, Historical Materialist Science, Crisis and
Commitment)

Así pues, para Marx no existe ninguna superioridad del saber conceptual por derecho propio, sino más
bien un reconocimiento de la necesaria interacción entre la teoría y el análisis empírico para reducir el
espacio entre el concepto y su objeto, para moverse hacia la totalidad concreta.

De una parte, Marx critica el carácter «abstractamente material» e «idealista» de las diversas ciencias
naturales, que a través de sus vínculos directos con una forma alienada de industria y de actividad
productiva constituyen la base actual de la existencia alienada de la humanidad, y señala que al
desarrollarse como esferas particulares separadas del todo social, no pueden tener una finalidad de
conjunto, la cual les es asignada desde fuera. De ahí su continuo debatirse entre la ilusión de su
«autonomía», es decir, la idealización del carácter separado y fragmentario de su actividad en el marco
institucional del capitalismo, y la realidad de su subordinación en tanto que meros medios
instrumentales para el logro de fines predeterminados, exteriores y alienantes.

Por lo que hace a la filosofía, Marx critica su radical separación de todas las demás actividades
humanas y su apariencia ficticia de única actividad digna del hombre en tanto que «ser universal»,
frente al carácter «particular» e instrumental de las demás actividades. De este modo, el pensamiento,
en lugar de ser una dimensión universal de toda actividad humana, integrada en la práctica y sus
diversas expresiones, se constituye en una forma independiente y falsamente «universal» de
alienación, en la expresión más palmaria del divorcio radical entre la teoría y la práctica en la esfera
más declaradamente universal de actividad humana.

Por lo demás, el hecho de que cada una de sus esferas aplique al ser humano un rasero distinto y
opuesto al de las demás constituye para Marx la esencia misma de la alienación. Cada esfera de ésta
centra su atención en una faceta particular y exclusiva de actividad humana, y por eso mismo sólo
puede relacionarse con las demás en apariencia, ya que carece incluso de un lenguaje común
compartido con ellas. La mutua exclusión e incomunicación entre las diversas disciplinas intelectuales
es, por tanto, algo inherente a la ausencia de relación existente entre ellas y al denominador común que
las separa y hace que cada una hable un idioma ininteligible para las demás.

La incomunicación entre las ciencias no es sino un caso particular de la incomunicación social


generalizada que caracteriza al mundo de la mercancía. La conclusión se impone: la mercancía y el
espectáculo nos han expropiado hasta tal punto que somos incapaces de comprender y de hablar otro
lenguaje que aquel que ha sido moldeado por las necesidades del intercambio de mercancías y por las
diversas especializaciones profesionales surgidas en torno a él. Nos hallamos tan enajenados que el
lenguaje actual de la comunicación histórica y el intercambio humanos, la dialéctica, nos resulta
ininteligible y abstruso, en tanto que el lenguaje alienado de la mercancía espectacular nos parece la
encarnación misma de la transparencia, de la familiaridad y de la complicidad íntima.

Y tanto en la ciencia como en la vida cotidiana, ahora que la racionalidad del mundo de la mercancía se
ha transformado visiblemente en la más flagrante y catastrófica irracionalidad que la humanidad haya
conocido, se comprueba que el paradigma de la racionalidad científica burguesa ha entrado en su fase
terminal. Después de los entusiasmos revolucionarios de su juventud, la racionalidad científica
burguesa pasó a la autoadmiración complaciente e ingenua ante los logros de su madurez, de ahí a la
etapa de su involución senil totalitaria, caracterizada por la escisión esquizofrénica entre la
fetichización acrítica de sus poderes y las dudas atormentadas sobre la bondad de éstos, hasta llegar al
momento presente, en que este paradigma decrépito se descompone ignominiosamente ante nuestros
ojos mientras arrastra tras de sí al mundo conformado por él.

La única racionalidad históricamente posible hoy, por tanto, es la que habrá de fundar en la práctica el
diálogo autónomo de los individuos libremente asociados para la destrucción de todas las relaciones,
ideas y conductas que contribuyen a prolongar la demencia socialmente fabricada del presente.

La superación de los saberes separados y del lenguaje alienado en que se expresan es inseparable de la
materialización histórica de una «ciencia directamente social» integrada en la vida cotidiana con el
único objetivo de hacerla emerger de la prehistoria contemporánea. La amplitud de las tareas actuales
de dicha ciencia se expresa precisamente en la dificultad que experimenta para conquistar los primeros
medios de la formación y comunicación de su proyecto, comunicación inseparable de la práctica
rigurosa y la apropiación social generalizada de su método, la dialéctica. Y precisamente la principal
actividad y el principal escollo con el que tropiezan quienes asumen como propio dicho proyecto es la
experimentación en torno a esta cuestión de la comunicación.

La dialéctica no es una especie de superlógica, una serie de reglas que los individuos aplican en el
proceso del pensar del mismo modo que la lógica formal, y que se distinguiría de ésta como las
matemáticas «superiores» se distinguen de las matemáticas «elementales». La dialéctica es el triunfo de
las condiciones del diálogo entre los hombres y las mujeres, la coherencia posible de su práctica común.
Es el arte y la ciencia de la guerra social, la estrategia de la unidad permanente entre la teoría y la
práctica como única base posible de comunicación entre buscadores y portadores de la coherencia en
un mundo que ha enajenado todo diálogo y todo intercambio humanos en beneficio del pseudodiálogo
ideológico y el pseudointercambio mercantil. Dondequiera que se extienda la sombra de la ideología, su
enemiga mortal, ha de estar presente con la única finalidad de aniquilarla. No es el estudio de la
dialéctica lo que convierte en revolucionarios a los individuos. Al contrario, es la transformación
revolucionaria de la realidad social la que actúa, entre otras cosas, sobre el modo en que los individuos
tienden a producir e intercambiar sus pensamientos en una época determinada.

F. Corriente (2002)

[1] Confesión explícita de que a esta gente le obsesiona de tal forma el fantasma de la crítica enajenada
en pesadilla ideológica totalitaria —crítica que al mismo tiempo que aparentaba estar por encima de su
objeto estaba en realidad completamente sometida a él— que es incapaz de exorcizar este fantasma de
otro modo que adoptando la actitud de falsa modestia complementaria, guardándose tanto de la
arrogante tentación de elevarse en forma alguna por encima de lo criticado como de autocriticarse ellos
mismos en forma alguna, es decir, asumiendo abiertamente una actitud tan contemplativa como
complaciente y entregándose a diversas actividades lúdico-posibilistas, disidencias más o menos
desengañadas o pasajeras pataletas anti-sistema.

[2] Un poco más adelante, Debord insiste: «Pero no es sólo por esto que está obligada a callar que la
actividad científica presente reconoce en qué se ha convertido. Es por eso y por lo que, muy a menudo,
tiene la simpleza de decir. Los profesores Even y Andrieu, del Hospital Laënnec, anunciaron en
noviembre de 1985 —tras experimentar ocho días con cuatro enfermos— que quizá habían descubierto
un remedio eficaz contra el SIDA; los enfermos murieron dos días después. Varios médicos, menos
avanzados o quizá celosos, expresaron algunas reservas por la manera tan precipitada de correr a
registrar lo que no era más que una engañosa apariencia de victoria antes del desastre. Even y Andrieu
se defendieron sin inmutarse afirmando que “al fin y al cabo, más vale tener falsas esperanzas que
ninguna”. Eran incluso demasiado ignorantes para reconocer que ese argumento por sí solo constituía
una completa abjuración del espíritu científico y que históricamente siempre había servido para cubrir
los provechosos sueños de charlatanes y brujos, en los tiempos en que no se les confiaba la dirección de
los hospitales.»

[3] «Marx, desde el principio hasta el fin, definió su concepto de clase en términos en última instancia
políticos, y en los hechos —si no en las palabras— subordinó las numerosas actividades desarrolladas
por las masas en su lucha cotidiana a las actividades que los líderes políticos realizan en interés de
dichas masas.» (Karl Korsch, «El marxismo y las tareas actuales de la lucha de clases proletaria», Living
Marxism, 1938, vol. 3, num 4, pp. 115-119)

[4] «El defecto fundamental de todo el materialismo anterior —incluido el de Feuerbach— es que sólo
concibe la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de la contemplación, pero no como
actividad humana sensible, no como práctica, no de forma subjetiva. De ahí que, en contraposición al
materialismo, el lado activo fuera desarrollado por el idealismo, el cual, por supuesto, no conoce la
actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los
objetos conceptuales, pero no concibe la propia actividad humana como actividad objetiva. De ahí que,
en La esencia del cristianismo, considere la actitud teórica como la única genuinamente humana, en
tanto que sólo concibe y fija la práctica en su sucia forma judaica de manifestarse. De ahí que no capte
el significado de la actividad “revolucionaria”, “crítico-práctica”.» (1ª Tesis sobre Feuerbach)

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