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Anne K. Austen
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EPÍLOGO
Nota de la autora
Agradecimientos
Bibliografía
Biografía
Cuando era una niña creía que era la protagonista del mundo. Siempre me
sentí querida, tenía preciosos vestidos, recibía sonrisas, halagos y cualquier
cosa que necesitara.
Dentro de mi universo todo giraba a mi alrededor.
Con el tiempo descubrí los libros y sus historias y empecé a
comprender que en realidad poco a nada tenía que ver con los trágicos
personajes de esas páginas o sus experiencias.
Aprendí a vivir aventuras a través de las novelas y a sentir la emoción
de sus vidas a través de las palabras de sus autores. Mi vida se llenó de
libros que mutaron en historias románticas apasionadas y llenas de
sensualidad por influencia de mi abuela.
Ella siempre decía que cada objeto tiene una historia que contar, un
misterio que desentrañar. Siendo la reina indiscutible de las antigüedades y
los trastos viejos, ella debía saberlo muy bien.
Así que aquí estoy, de rodillas en el polvoriento desván de su vieja
casa, rodeada de cajas llenas de recuerdos y objetos olvidados. Cada pieza
es un pequeño fragmento de su vida, una vida que recientemente se
desvaneció.
Ella me presentó a Barbara Cartland, Nora Roberts y Jude Deveraux y
más tarde a Lisa Keyplas, Julia Quinn y Nicholas Spark.
Mientras revuelvo en las cajas de su desván, me vuelvo a encontrar
con montones de libros con favorecedoras portadas de torsos desnudos
masculinos llenos de músculos bien amueblados.
Sus favoritos eran los de los canallas piratas de sonrisa traviesa y
proposiciones más traviesas aún. A mí siempre me han gustado más los
guerreros de las tierras altas de Escocia. Fríos, duros y salvajes, pero con un
corazón noble y gallardo.
Nos encantaba intercambiar lecturas.
Sí, mi abuela molaba muchísimo. Era una adolescente picante y
revoltosa atrapada en el cuerpo de una mujer mayor.
Por desgracia, por muy joven que se sienta uno por dentro, el cuerpo
no siempre está a la altura.
Intento no derramar lágrimas porque ella siempre me dijo que el día
que faltara debía celebrar su vida, no llorar su muerte, pero la echaré
terriblemente de menos.
Su ausencia es algo que no puedo evitar que me duela.
Después de buscar durante media hora, encuentro algo que captura mi
atención. Es un libro, algo que no es sorprendente considerando la afición
de mi abuela por las novelas románticas. Pero este libro es distinto. Es de
Escocia, pero no tiene la típica portada de una novela romántica, con un
Highlander escocés de pelo largo y ojos azules, y un pecho tan musculoso
que parece que va a salir disparado de la página.
Este libro es viejo, con una portada desgastada y manchada por el
tiempo. Pero algo en él me atrae, como si me llamara.
Su tapa imita el cuero y sus letras doradas aparecen llenas de dibujos
intrincados y símbolos que parecen runas celtas. Se titula La maldición del
clan MacLeod. No importa que no haya abdominales en su portada, este
libro parece, a simple vista, tener todo lo que me gusta de una historia.
No puedo creer que haya escapado antes a mi radar o que a mi abuela
se le olvidara recomendármelo.
Tomando el libro entre mis manos, siento una especie de afinidad
extraña con él. Como si hubiera estado esperándome, aguardando
pacientemente en este polvoriento desván a que lo descubriera. ¿Por qué mi
abuela nunca me habló de él? ¿Será tan bueno como las otras novelas que
solíamos compartir?
Sin poder resistirme, me acomodo entre las cajas y abro el libro. A
medida que las palabras llenan mi mente, el mundo a mi alrededor se
desvanece. Las montañas de Escocia, los valientes Highlanders, los vestidos
de época... todo se vuelve tan real, tan vívido, como si pudiera tocarlo.
―¡Cat! ―me llama mi madre desde la primera planta―. Ya hemos
llenado el maletero del coche y vamos a llevar estas cosas a la fundación.
―¡De acuerdo! ―le respondo yo a gritos para que pueda oírme―. Id.
Yo aún tengo trabajo aquí arriba.
―¿No te habrás entretenido con alguna de esas noveluchas que tu
abuela guardaba en el desván, verdad? ―me interroga mi padre.
Sonrío para mí misma.
―Claro que no ―miento como una bellaca―. Estoy revisando si hay
algo que podamos donar.
―De acuerdo. Ya sabes que puedes quedarte con lo que quieras o
necesites. Cierra al salir, Cat. Mañana seguiremos.
Lo cierto es que La maldición de los MacLeod me atrae cosa mala y
no puedo dejar de sentirme tentada por esa novela.
Siento que sus páginas zumban en mis oídos y me llaman.
¿Alguna vez has sentido eso? ¿Qué tenías hambre por un libro y debías
saciarla como fuera?
Miro hacia la ventana y veo cómo el sol comienza a ponerse, lanzando
su cálido resplandor sobre el libro en mi regazo.
Enciendo una bombilla tirando de un cuerda que cuelga desde el techo.
No da mucha luz y es muy cálida, pero eso hace que la atmosfera me
envuelva tenuemente.
Hago una pausa antes de pasar otra página, acariciando la textura
rugosa del papel con los dedos. Tiene ese olor a antiguo, a secreto, a
historia, que desprende un perfume seductor para una amante de los libros
como yo. Puedo imaginarme a mi abuela, años atrás, tal vez en este mismo
lugar, con este libro en sus manos.
Me sorprende la inmediatez con la que el texto me atrapa. La trama no
es diferente a las otras que he leído: una heroína de corazón fuerte, hija del
jefe del clan MacDonald y él un Highlander buenorro, y jefe del clan
MacLeod, con un carácter tan salvaje como las tierras altas que los cobijan.
Sus clanes viven en la Isla de Skye y son acérrimos enemigos, así que
se decide por el bien común que ambos contraigan matrimonio.
Y lo que parecía una terrible idea se convierte en una historia llena de
pasión y erotismo cuando es palpable la feroz atracción que surge entre
ellos.
Vale, es un cliché, sí, pero no voy a negar que me encanta. Además,
hay algo en la forma en que está escrito, en las palabras escogidas, en las
descripciones tan vivas, que me hace sentir como si estuviera allí, en la
Escocia de 1723, no aquí, en un desván polvoriento en 2023.
Después de un rato, mis ojos comienzan a cansarse, y me doy cuenta
de que la luz del sol que antes inundaba todo ahora se ha desvanecido,
reemplazada por la suave luz de la luna que se filtra por la ventana. Debería
levantarme, buscar una lámpara con más luz o algo, pero el libro me
mantiene atada al lugar. No puedo soltarlo, ni quiero hacerlo. Se siente
como una parte de mí, como un puente entre mi abuela y yo. Una conexión
final que no estoy lista para romper.
Tal vez sea la forma en que la historia fluye, o tal vez sea el cansancio,
pero empiezo a sentirme un poco mareada. Es una sensación extraña, casi
como si el suelo se estuviera moviendo bajo mis pies. Echo un vistazo a la
ventana, esperando ver el paisaje urbano de Chicago, pero en su lugar, veo
colinas verdes y un cielo despejado.
Parpadeo un par de veces, tratando de borrar la visión, pero sigue ahí.
No entiendo qué está pasando, y una parte de mí empieza a entrar en
pánico. Me siento extrañamente ligada al libro, como si estuviera unida a él
de alguna manera que no comprendo. Miro de nuevo a la ventana, pero la
visión no cambia.
Sigo viendo las colinas, el cielo azul, la naturaleza en todo su
esplendor. Algo no está bien, pero no puedo moverme, no puedo dejar de
mirar. Me siento atrapada, suspendida entre la realidad y la ficción, entre el
pasado y el presente. Y aunque no entiendo qué está pasando, algo en mí
sabe que está a punto de cambiar mi vida para siempre y es aterrador.
Jadeo y el aire se atora en mi garganta.
Estoy perdida en un mar de confusión y miedo, con el corazón latiendo
con fuerza en mi pecho. Siento que estoy cayendo, cayendo en un abismo
sin fin. Y justo cuando creo que voy a gritar, la oscuridad me envuelve.
Lo último que recuerdo es el sonido de mi propio grito ahogado y la
sensación de precipitarme en la historia de un libro olvidado.
Y luego... nada. El silencio. La oscuridad. Y cuando abro los ojos de
nuevo, ya no estoy en el desván de mi abuela. Estoy en algún lugar
completamente diferente.
El frescor del aire de la mañana me golpea la cara de manera casi
dolorosa. Parpadeo varias veces, tratando de orientarme, pero la
familiaridad del hormigón de Chicago ha desaparecido, reemplazada por el
verdor deslumbrante de un valle.
«¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Dónde estoy?».
La casa de mi abuela ha sido reemplazada por colinas redondeadas y
onduladas cubiertas de hierba suave. Es como si el paisaje estuviera hecho
de terciopelo esmeralda bajo un cielo tan azul que duele mirarlo.
Los alrededores parecen sacados de un cuento de hadas. Con
riachuelos serpenteantes y una brisa helada que acaricia mi piel. No puedo
quedarme embobada con la belleza del lugar por mucho tiempo.
Hace un frío de mil demonios y la humedad se condensa en forma de
bruma a mi alrededor. Además, estoy sobre una dura y fría roca cubierta de
musgo y líquenes que poco hace por que pueda conservar algo de calor en
mi cuerpo.
Claro mi vestido de fino algodón tampoco parece ser suficiente abrigo
en aquel lugar y he comenzado a dejar de sentir mis pies descalzos.
Estoy desorientada y un pelín asustada o lo estaría mucho más si fuera
capaz de centrarme y entender qué demonios está pasando.
El último recuerdo que tengo es el de descubrir en el libro una página
con un rompecabezas de signos celtas que he trazado curiosa con un dedo.
Estaba completamente ensimismada por la emoción de la trama, las
descripciones vívidas de las tierras altas escocesas y... un escocés en
particular:
«John MacLeod… Por favor, ¿dónde hay hombres como esos?».
Y luego… esto.
Y no estoy sola. Tres hombres aparecen de la nada, mirándome con
ojos penetrantes. Sus kilt ondean al viento y sus expresiones muestran una
mezcla de sorpresa y desconfianza. Parecen guerreros, de antaño, de
apariencia salvaje, perdidos en el tiempo, pero nada tienen que ver con lo
Highlanders de mis libros.
Bueno, está su altura aterradora y una abundancia (también aterradora)
de músculos. Sus brazos como troncos, sus rostros fieros, llenos de
cicatrices y ceñudos, son aterradores.
«Ya lo había dicho ¿verdad? Bueno, pues deja que te lo repita porque
estos tipos parecen salidos de tus peores pesadillas».
Intercambian palabras en una lengua que no entiendo, pero puedo
percibir la tensión en el aire. Me miran como si esperaran una explicación,
como si supieran que algo no encaja.
Me quedo inmóvil, los ojos bien abiertos, el corazón latiendo
desbocado. Todo en mí parece fuera de lugar en este paisaje que parece
sacado de una película de época. El aire helado quema en mis pulmones, es
demasiado real, demasiado intenso para ser un sueño.
Estoy segura de que parezco tan extraña para ellos como ellos para mí.
Mi apariencia del siglo XXI contrasta con sus kilt y telas toscas y mi piel
palidece en comparación con la de ellos, curtida por el viento y el sol.
Intento hablar, pero mi garganta está seca. Tengo mil preguntas, mil
temores que necesitan ser aplacados. Pero todo lo que puedo hacer es mirar
a estos hombres, preguntándome cómo demonios he terminado aquí.
Un lugar que se parece terriblemente a uno que se describe en el libro
que acabo de empezar a leer. Un lugar que, hasta ahora, solo había existido
en mi imaginación. Fairy Glen en la isla de Skye. Territorio del clan
MacLeod y los MacDonald.
Miro alrededor y veo el libro a mis pies, igual de antiguo y desgastado,
pero ahora de alguna manera más real. Se me hace un nudo en la garganta y
me lanzo hacia él, pero antes de que pueda alcanzarlo, uno de los hombres
lo recoge con agilidad pasmosa y yo me detengo como un palo al viento,
retorcido y enclenque, intentando mantenerme a una distancia prudencial de
él, el palo mayor.
Es el más alto de los tres, con una barba con reflejos dorados y
desaliñada y unos ojos penetrantes que no dejan de observarme. Abre el
libro con cautela, como si sospechara que podría morderlo. Sus ojos
recorren las páginas, luego me mira de nuevo, su expresión es de total
desconcierto.
Otro hombre se acerca, echándome un vistazo cauteloso antes de
centrar su atención en el libro. Tiene el pelo más claro que su compañero,
rubio, y lleva una cicatriz en la mejilla que le da un aspecto aún más rudo.
Parece igualmente desconcertado mientras pasa las páginas con dedos
grandes y ásperos.
Pregunta algo mirando a su compañero. Su acento es fuerte, su voz
gutural. Suena como si su voz saliera directamente de su diafragma o de
una caverna o de la película 300.
El hombre más alto cierra el libro con un gesto de frustración que casi
me hace retroceder. Cuando sus ojos vuelven a encontrar los míos, un
escalofrío desciende por mi espina dorsal, dejando un rastro helado a su
paso.
―Nada de esto es normal ―murmuro para mí misma, aunque ellos
pueden oírme e incluso entenderme.
Puedo ver la duda en sus ojos, y sé que también pueden ver el miedo
en los míos. Un miedo que procede de la indefensión. Jamás me había
sentido tan desamparada, tan pequeña e insignificante frente a su
apabullante presencia.
«… Y limpia, y eso que acabo de salir de un desván lleno de polvo,
pero lo de estar de barro hasta las cejas no es ningún eufemismo cuando se
trata de estos hombres».
Ellos parecen continuar discutiendo sobre el libro, pero solo es una
suposición porque no entiendo nada.
Hablan en un idioma que parece antiguo y que encaja perfectamente
con el mar bravío, los acantilados rocosos de Skye y su cruda apariencia.
Afino el oído.
Me concentro en los sonidos y la cadencia de su habla. En mi carrera
como antropóloga, he tenido la oportunidad de escuchar y estudiar un
abanico de lenguajes, desde las lenguas nativas americanas hasta el
mandarín. Pero esto... esto es algo distinto.
Las palabras fluyen entre ellos, arduas y rítmicas, como una antigua
melodía casi olvidada. Casi sin darme cuenta, percibo un cierto patrón en
los sonidos, una familiaridad que no consigo ubicar de inmediato. Y
entonces, como un rayo, me golpea.
Mis años de estudio en antropología y mi obsesión por las tierras altas
me permiten identificarlo, aunque no sin cierta sorpresa: es gaélico escocés,
una lengua que en mi tiempo, en el siglo XXI, está prácticamente en peligro
de extinción.
A pesar de la tensión de la situación, siento una oleada de emoción. No
entiendo las palabras que se dicen, pero eso es lo de menos. Esta es la clase
de experiencia por la que la mayoría de los antropólogos darían un brazo.
Estoy escuchando gaélico escocés, auténtico y sin adulterar, hablado no
como una reliquia del pasado, sino como una lengua viva.
El idioma de los antiguos clanes escoceses, el idioma de la resistencia
y la persistencia.
Miro hacia el cielo. Lo que había comenzado como una suave llovizna
se va convirtiendo en un aguacero más intenso, pero está claro que a esos
hombres el agua no les molesta en absoluto.
Que no es que en Chicago no llueva, lo hace y bastante, pero tenemos
una cosa que se llama paraguas. Por alguna razón, estoy convencida de que
ninguno de estos hombres ha oído hablar nunca de uno.
Porque sí, porque algo en mi cabeza me susurra que he hecho un viaje
al interior de una historia y que ahora mismo Chicago, los paraguas y la
cordura están muy lejos.
―Iain ―dice el más rubio al más alto y hasta ahí puedo entender, pero
ambos me miran lo que deja muy claro que hablan de mí.
Tres pares de ojos recorren mi vestido mojado y pegado al cuerpo. Me
pregunto si mis clases de defensa personal me brindarán alguna protección
contra estas bestias, cuyas apariencias parecen más propias de vikingos
salvajes con sus trenzas laterales, melenas de tonos dorados y castaños, y
miradas de azul abisal, que de caballeros nobles defensores del honor de
una dama o lo que se supone que pueda ser yo a sus ojos.
El alto da un paso a mí y yo doy uno atrás. Miro alrededor. Soy rápida.
Me gusta correr. En Chicago es el deporte casi nacional.
Creo que él adivina mis intenciones. Sus ojos de un azul profundo se
clavan en los míos y siento un escalofrío recorrer mi espina dorsal.
―No llegarías muy lejos. Esto es una isla y conozco cada rincón como
la palma de mi mano ―me advierte en un inglés que, aunque comprensible,
tiene un acento tan peculiar y primitivo que me resulta totalmente
desconocido. Es un inglés crudo y gutural, con erres vibrantes y vocales que
se alargan, devorando sílabas enteras en su camino.
―No te morderemos a menos que nos provoques ―interviene el
rubio, con un tono de picardía en su voz que, lejos de tranquilizarme, me
hace elevar aún más la guardia.
Repaso mentalmente el hecho de que, según se cuenta, estos hombres
no llevan nada debajo de esas faldas. Si llega el momento de lanzar una
patada defensiva a sus joyas de la corona, no debería haber nada que me lo
impida. ¿Verdad?
Bajamos hasta una playa de rocas de cuarzo donde nos espera una pequeña
embarcación.
Bajo la tenue luz de las antorchas en una de las estancias del castillo de
Dunvegan, Andrew desdobla cuidadosamente una hoja, extendiéndola sobre
una mesa rústica de madera.
Iain, Catherine, Alasdair y Fergus, el anciano consejero, lo observan
con el rostro serio y concentrado.
Andrew Bexley es un caballero inglés de linaje noble, pero menor, por
lo que ha cultivado su inteligencia y habilidades para compensar su
posición en la jerarquía de la nobleza. Tiene un encanto británico suave, una
mezcla de modales refinados, ingenio y cierta reserva.
Su bisabuela, una figura influyente y cariñosa en su vida, era de origen
escocés, del clan MacLeod, y es ella quien despertó en él el interés por las
raíces celtas.
La página que había encontrado estaba escondida dentro de una
reliquia familiar, una exquisitez de artesanía que ella le legó, ovalada en
plata bruñida, con intrincados grabados con complejos nudos celtas que se
entrelazan en un laberinto sin fin de líneas y lazos. En su centro, descansa
una esmeralda verde, cuyo color vívido recuerda a los exuberantes prados
de Escocia.
Andrew descubrió una pequeña cavidad oculta y dentro, encontró la
página arrancada, en la que se podían ver las runas ―Tiwaz, Ehwaz,
Perthro e Isa―.
Su bisabuela era una mujer conocida por su sabiduría y su fascinación
por las historias antiguas del clan MacLeod, así que no tuvo ninguna duda
de que aquello estaba relacionado con sus primos lejanos escoceses.
Sin embargo, no era muy ducho en runas celtas. Descifrar aquello le
había costado años y después de varias discusiones habían deducido que esa
pista los llevaba a algún lugar de la isla Skye y hasta algo valioso para
levantar la maldición sobre el clan, pero nada preciso.
Fue una suerte que a uno de ellos se le ocurriera después de largas
jornadas de búsqueda y fracasos acudir a Fairy Glenn.
Un rincón mágico de la Isla de Skye. Según las historias locales, un
lugar donde el velo entre el mundo de los hombres y el de las hadas es muy
delgado.
―John, mira ―dice señalando la hoja―. Es exactamente igual que las
páginas del libro de Catherine. Fue arrancada de aquí ―explica haciendo
coincidir el borde dentado de la lámina con los trozos sueltos del interior
del libro.
Se lo tiende a la mujer. Quiere comprobar si realmente es capaz de
descifrar las runas celtas.
La hoja arrancada de Andrew contiene el siguiente conjunto de runas:
᚛ᚃᚑᚉᚄᚇᚑᚈᚔᚅᚉᚐ ᚃᚓᚉᚄᚈᚉᚑ ᚈᚑ ᚏᚑᚌᚐ
ᚈᚑᚄᚔ ᚉᚑᚄᚔᚌᚑ ᚈᚑ ᚈᚑᚄᚔᚉᚑᚄᚈᚔ ᚈᚑ ᚉᚐᚔᚂᚄ
ᚈᚑᚉᚔᚉᚑ ᚉᚑᚄᚈᚉᚑ ᚃᚉᚓᚉᚄᚑᚉ᚜
Mis manos son ágiles, recogiendo platos llenos de avena, vertiendo leche
infusionada con manzanilla silvestre, una sonrisa firme en mi rostro.
No es algo a lo que esté acostumbrada, ser relegada a un rincón, ser
una simple sirvienta. Pero entiendo que este no es mi tiempo, y hago lo que
puedo para adaptarme.
Además, las mujeres con las que he trabajado esta mañana han
demostrado ser fuertes, amables y acogedoras, una verdadera hermandad.
A medida que los hombres entran en el comedor, uno tras otro, puedo
sentir la sorpresa en sus ojos cuando me ven allí, riendo y bromeando con
las mujeres del castillo.
La mayoría de las palabras que surgen lo hacen en gaélico escocés,
pero interpreto el tono y los gestos junto a las que recuperan en su inglés
musical cuando se dan cuenta de que no entiendo lo que dicen.
La camaradería y el respeto mutuo que hemos desarrollado esta
mañana es palpable, y siento un inesperado orgullo.
Y entonces, lo veo. Iain entra al salón y sus ojos se posan sobre mí. Se
sorprende al verme esquivando la mano de un tipo que quiere amueblar mis
posaderas con ella.
Sus labios se curvan en una leve sonrisa mientras me observa, y siento
una punzada de satisfacción al darme cuenta de que ha notado mi presencia.
«Es el protagonista del libro ¿sabes? Y yo solo soy un personaje
secundario».
A medida que continúo sirviendo el desayuno, noto la mirada de Iain
sobre mí de vez en cuando. Parece intrigado.
Moraq se acerca a él e intercambian algunas palabras.
El gesto de él es relajado cuando habla con ella y parece un poco más
humano.
Cuando Andrew aparece, Emily, la joven de la cocina a la que el inglés
le parece sumamente atractivo me lanza una mirada de complicidad. Sonrío
sin poder evitarlo y Andrew se lo toma como un gesto hacia él y me
devuelve un guiño.
―Estoy deseando empezar a trabajar con el siguiente enigma ―me
dice, mientras le lleno una taza con leche―. ¿Cuándo crees que podremos
reunirnos?
Pese a que le he El feshecho un gesto a Emily para que fuera ella la
que se acercara a Andrew esta ha huido despavorida llena de sonrojos
tímidos que me han hecho lanzar una carcajada.
―Cuando gustéis, sir ―le digo muy metida en mi papel de joven
dama de época.
A él le gusta mi respuesta y me mira con una expresión llena de
encanto, de esas que dicen: «eres un trozo de queso y yo un ratón
hambriento».
―La espero en la biblioteca entonces, mi lady ―me dice poniéndose
en pie y llevándose el dorso de mi mano a los labios con una mirada
juguetona―. No deberíais estropear estas preciosas manos con estos
trabajos manuales.
Algunas de las mujeres esconden sus risitas y sus gestos de sorpresa
entre sus dedos y Moraq que ha interrumpido la conversación con su hijo
para mirarnos sonríe divertida.
La biblioteca es un pequeño cuarto, olvidado en un rincón del castillo,
pero para mí es un tesoro. Me encanta el olor a pergamino viejo, la
sensación de la tinta seca bajo mis dedos, la promesa de conocimiento que
cada libro guarda. Es como si el tiempo se detuviera aquí, en este pequeño
santuario del saber, donde cada letra es un hilo que teje la historia del clan
MacLeod.
De vez en cuando nos acompañan Iain o Fergus. Otras los dos a la vez.
Ya he descubierto que Iain no tiene intenciones de dejarme sola con el libro
y al descender la noche, me lo quita y se lo lleva a algún lugar lejos de mi
alcance.
Aún así, continúo descifrándolo, segura de que la forma de volver a mi
mundo está en él y también para ayudarles a romper su maldición. Lo cierto
es que ahora mismo esa es mi prioridad.
M
oraq observa a su hijo con una intensidad particular en su mirada. Está
acostumbrada a ver a Iain silencioso, serio, el rostro grabado en piedra
como el líder imperturbable que ha tenido que ser. Pero algo en él es
diferente últimamente.
El compromiso de Iain con la hija del jefe del clan MacDonald es una
alianza necesaria para asegurar la paz.
Moraq suspira.
Ella sabe que los matrimonios políticos son una parte vital de su
cultura y necesarios para el bien común. Pero también comprende que hay
más en la vida que la política y las alianzas.
No puede negarlo, Moraq se siente atraída por esta mujer, que en tan
poco tiempo, se ha convertido en una parte crucial para su clan. Y no solo
por sus habilidades o su ingenio. Ha visto cómo Catherine interactúa con
los demás, cómo intenta entenderlos y cómo se preocupa por ellos.
Las hadas siempre han jugado un papel importante en las vidas de los
MacLeod. Los objetos que han regalado a lo largo de los años se guardan
como tesoros: la copa, la Fairy Flag, el anillo de oro… y cada regalo tiene
su historia, cada uno más mágico y fascinante que el anterior. Hay rumores
de que Catherine puede ser otro de esos regalos, una bendición enviada
directamente desde el otro mundo.
Por ahora, solo puede esperar y ver cómo se desarrollan las cosas. Pero
una cosa es cierta: Catherine está cambiando la vida de los MacLeod para
siempre.
Sea como sea, no puede evitar sentir cierto afecto por ella.
Catherine
―Hola, señorita Miller ―me dice una de las chicas más jóvenes,
Màiri, cuando me encuentro con ella al final de las escaleras―. ¿Necesita
algo?
Siento una risa burbujeante subir por mi garganta. Cada vez que lo
pido me encuentro con las mismas caras de sorpresa e incredulidad.
―Así que ―dice con voz suave, sus ojos claros centelleando de
diversión―, tomas el paño, lo empapas bien y luego desnuda…
―Bueno... Eso... eh... eso debería ser suficiente para asearte cada día
―balbucea, su tono es mucho menos seguro que antes.
―Es solo una novela, Catherine. Solo una novela ― susurro para mí
misma, incluso cuando una parte de mí ansía lo contrario.
―No creo que nada ni nadie esté preparado para ti, Catherine
―afirma, antes de desaparecer por la puerta, dejándome sola con mis
pensamientos y una pequeña sonrisa en los labios.
―Todos los hombres que están ahí fuera saben lo que ha ocurrido.
—No entiendo, Iain —digo finalmente, mi voz no es más que un
susurro—. ¿Por qué te importa tanto? Son tus hombres, harán lo que tú les
digas.
—No se trata solo de lo que yo diga, Catherine —dice con voz suave
pero firme—. Yo lidero con el ejemplo. No puedo esperar que mis hombres
vivan bajo un código de honor si yo mismo no lo hago.
―Mira, Iain, estás muy bueno y eres el sueño húmedo de cualquier
mujer, pero no voy a casarme contigo. Me gusta el chocolate, las series, los
baños diarios, el champú, echo de menos mi trabajo, a mis padres, la
calefacción… No voy a casarme contigo. Levantaremos esa maldición y me
iré.
Las palabras salen de mi boca en un torrente, la desesperación y
frustración que he estado sintiendo al fin encuentran una salida. Iain me
mira, boquiabierto, y veo cómo lucha por entender mis palabras.
—¿El qué? —Es lo único que puede decir después de un largo
silencio. Su rostro es un retrato de total confusión, y no puedo evitar
sentirme mal por él.
Ha sido lanzado a un mundo completamente nuevo y extraño a través
de mis palabras, y está luchando por mantenerse a flote.
Sonrío.
―No entiendo a veces. Es como si hablaras un lenguaje diferente, y no
solo por tu extraño acento. Tienes ideas y pensamientos que ninguna mujer
que conozco tendría, y eso... eso me desconcierta. ¿Estás... estás diciendo
que no quieres casarte conmigo porque extrañas esas... cosas?
Asiento, sintiéndome un poco ridícula. Pero es la verdad. Aunque este
mundo es fascinante y Iain es... bueno, increíble, no es mi mundo. Y no
estoy lista para abandonar todo lo que amo y conozco por él.
―Necesito tiempo para pensar, Catherine.
Con eso, se levanta. Me da una visión muy prometedora de algunas
partes desnudas de su cuerpo antes de vestirse con brusquedad y desaparece
por la puerta.
Suspiro con fuerza.
Me quedo allí, acurrucada entre las mantas, perdida en mis propios
pensamientos. Las palabras de Iain resuenan en mi cabeza. ¿He sido
demasiado dura? ¿He hecho lo correcto al rechazarlo tan abruptamente?
Sí, claro que sí. Es peor perder una esposa, que a una rarita que sabe
leer runas.
«El espectáculo debe continuar».
Él sabe que lo mejor para su clan es que se case con Elspeth y, además,
seguro que en cuanto se encuentren surgirá esa atracción que se describe en
el libro que va aumentando gradualmente poco a poco con la convivencia…
Y yo… Yo volveré a mis relaciones fallidas y decepcionantes.
Con ese pensamiento, me levanto de la cama. Me visto como bien
puedo colocando mis prendas sobre esta camisa de hombre que me queda
enorme.
Tengo que echar un ojo a esa piedra y sus símbolos. Me esforzaré por
entender, por encontrar una forma de volver a casa, a mi tiempo.
La piedra está sobre una mesa apoyada en mantas para salvaguardarla.
Me acerco casi con reverencia.
Obviando las leyendas que circulan por ella, la piedra es un mosaico
de la historia cultural de las islas británicas, con la intrincada maraña de
símbolos y signos de varias culturas y épocas grabados en su superficie.
Pictos, celtas, escoceses; todos dejaron su huella en esta piedra.
Los antiguos símbolos pictos, representaciones estilizadas de animales
y figuras humanas, cada una con su propio significado dentro del
simbolismo de este misterioso pueblo antiguo.
Además, hay una serie de runas celtas entrelazadas con los símbolos
pictos, las runas inscritas con una precisión casi milimétrica, añadiendo otra
capa de misterio a este artefacto antiguo. Cada runa es una letra en un
antiguo sistema de escritura, cada una tiene su propio significado y
simbolismo.
En medio de todo esto, hay frases y palabras en gaélico antiguo, un
lenguaje que ha evolucionado y cambiado con el paso de los siglos, pero
cuyas raíces se pueden encontrar aquí, en las líneas grabadas en la piedra.
Es una maraña de historia y cultura, una colección de mensajes como
cartas que esas civilizaciones pasadas han ido dejando para las posteriores.
Los trazos de los símbolos de la piedra Dunvegan, aunque desgastados
por el paso del tiempo, aún conservan la misteriosa belleza del antiguo
gaélico. No hay duda de que los versos están ahí, grabados durante siglos,
aguardando que alguien los descubra y entienda. En la profundidad de esas
palabras se encuentra la clave para resolver la maldición.
A pesar de mi habilidad para leer varios idiomas, el gaélico antiguo me
resulta ajeno. Pero el tono poético, así como la armonía que desprenden los
versos, es innegable. Se siente como un canto antiguo, lleno de sabiduría y
misterio.
Mientras subo las escaleras de piedra, puedo ver que el Castillo de Duart
está en mucho mejor estado que Dunvegan. Los pasillos están mejor
iluminados, las cortinas están menos desgastadas y las habitaciones están
llenas de muebles bien cuidados. Aunque no hay lujo, hay una sensación de
abundancia aquí que no había en Skye.
Me llevan a una habitación grande con una enorme cama de dosel. El
espacio es sencillo pero cómodo, con una chimenea y un baúl lleno de ropa.
Aquí puedo bañarme de nuevo con calma y relajación.
Me quito del pelo y el cuerpo cualquier resto de salitre. Han echado en
el barril algunas hierbas: lavanda, pétalos de flores y menta que perfuman
mi pelo.
Mientras restriego mi piel, pienso en Iain haciendo lo mismo para
hacerme entrar en calor tras rescatarme de la playa.
Imagino sus manos moviéndose con firmeza por todo mi cuerpo y el
calor que emanaba de ellas.
La temperatura sube durante este baño. Casi puedo sentir la presión de
sus dedos, la textura áspera de su palma, la intensidad de sus ojos cuando
me mira.
Un suspiro se escapa de mis labios mientras me sumerjo más en la
bañera, permitiéndome caer en esos pensamientos y en las sensaciones que
me provocan.
Mis dedos se deslizan por mi piel, siguiendo el rastro que sus manos
han debido dejar.
Mi sexo me pide atención.
Mis manos se deslizan hacia abajo, entre mis muslos, mi respiración se
acelera y mis ojos se cierran con fuerza.
Sin embargo, en medio de mi fantasía, un pensamiento fugaz atraviesa
mi mente. En esta época la masturbación es un acto prohibido y condenado
por la moral de la sociedad.
«¿Qué dirían los bien pensantes si supieran lo que estoy haciendo
ahora llena de fantasias pecaminosas?».
Sonrío mientras froto suavemente mi piel con placer.
Se creía que la lujuria y el placer solitario eran actos impuros y
contrarios a los designios divinos. Se propagaban creencias de que la
masturbación podía causar enfermedades, debilidad física y mental, e
incluso se llegaba a afirmar que podía conducir a la locura.
«No saben lo que se están perdiendo».
Las mujeres en particular se veían especialmente afectadas por estas
restricciones. Su deseo sexual y su autonomía eran suprimidos en aras de
preservar su pureza y su valor como esposas y madres.
Se les enseñaba que debían ser pasivas y sumisas en la esfera sexual, y
cualquier expresión de su propia sensualidad era considerada inapropiada y
vergonzosa.
El deseo me consume y mis dedos comienzan a moverse más rápido y
enérgicamente sobre mi clítoris.
El placer comienza a crecer en mi interior, envolviéndome en una
espiral de sensaciones intensas.
Gemidos escapan de mis labios, mezclándose con el sonido del agua
derramándose al suelo de piedra.
Estoy tan absorta en mi propio éxtasis que no percibo el estruendo de
la puerta que se abre bruscamente.
La tensión y la preocupación se reflejan en el rostro de Iain cuando
entra en la habitación. Su mirada recorre todo en busca de alguna amenaza,
pero solo encuentra mi figura sumergida en la bañera.
Mis manos aún siguen entre mis muslos, mi boca entreabierta en un
exclamación de placer, mi piel sonrojada y mis pezones erguidos y duros
flotando sobre el agua.
La expresión en su rostro pasa de la preocupación al desconcierto, y
finalmente a una mezcla de vergüenza y turbación. Él baja la mirada,
incapaz de sostener la mía.
―¿Estás sola? ―pregunta con voz reservada sin dejar de mirar hacia
el suelo.
―Sí… ―respondo sin mucho más que poder explicar.
Su mirada se desvía por un instante hacia mis manos, pero
rápidamente regresa a otro punto en el suelo.
―Lo siento. No debí interrumpir… tu baño ―murmura, su voz
ligeramente ronca.
Apoyo mis brazos en el borde la bañera y mi barbilla sobre ellos con
las rodillas dobladas para poder observarle.
Está fuertemente concentrado en no mirarme. Parece cansado. Su
cabello todavía está desordenado por el viento del exterior y el salitre y sus
ropas, muestran signos del día de viaje.
Pero aun así, está tan apuesto como siempre, su mandíbula fuerte y sus
ojos brillantes tan claros que parecen irreales.
―¿Qué hacías en mi puerta?
―Vigilar ―responde escuetamente―. Avísame cuando estés lista
―me indica.
―¿No piensas descansar o cambiarte de ropa?
―Eso no es lo más importante ahora.
―Puedes utilizar mi baño cuando termine si quieres ―le ofrezco con
sinceridad.
―Eso no sería apropiado, Catherine… A no ser que hayas accedido a
casarte conmigo y ni siquiera en esas circunstancias… Ya es
suficientemente comprometido que esté dentro de esta habitación contigo
desnuda ahí…
―Bueno, ya me has visto desnuda antes ―replico con un tono ligero,
intentando desviar la seriedad del momento.
Iain traga saliva, su mirada se desvía hacia cualquier punto de la
habitación que no sea yo, cada vez más incómodo.
―No presté atención. Estaba intentando salvarte la vida. ―Su voz
suena ligeramente atormentada, como si estuviera luchando contra alguna
memoria dolorosa. Luego se cabrea. Lo veo claramente en su expresión―.
¿No tienes vergüenza, mujer? No te importa hablar de tu desnudez delante
de un hombre que no es tu marido y… estabas…
Hace una pausa, claramente tratando de entender lo que ha visto.
―¿Estaba qué? ―le desafío con una ceja levantada, aunque siento el
rubor que se extiende por mis mejillas.
―Eso me pregunto. ¿Qué hacías?
Decido ser directa. Después de todo, ya hemos cruzado varios límites
entre nosotros.
―Me daba placer ―respondo tajantemente.
Se queda fascinado por mi sinceridad. Un atisbo de algo brilla en sus
ojos, aunque lo oculta tras su seriedad habitual.
―No sabía que las mujeres…―balbucea, luego frunce el ceño y se
corrige―. No es algo que se hable abiertamente o se practique libremente.
No puedo evitar reír. No es que el tema sea divertido, pero su reacción
lo es.
―Supongo que por aquí todo el mundo está tan ocupado juzgando y
reprimiendo sus deseos sexuales que no les queda tiempo para entender que
la sexualidad es una parte intrínseca de nuestra humanidad y no deberíamos
avergonzarnos de ella.
Su rostro se vuelve rojo brillante y sus ojos se estrechan en señal de
advertencia.
―¡Eres una descarada!
―¡Y tú un reprimido! ¿Es que acaso tú no te masturbas?
―No pienso hablar de eso contigo ―gruñe, su rostro aún más rojo.
Mis ojos se reducen a rendijas mientras sigo bromeando.
―No, claro, pero sé sincero y háblalo con tu mano.
En este punto, Iain parece más que listo para salir de la habitación.
―¿¡Quieres que te diga una maldita verdad!? ―grita―. Desde que
has interrumpido en mi vida tengo ración triple de quebraderos de cabeza y
dolor de huevos.
Esa afirmación me deja sin aliento. Su declaración hace que la risa se
muera en mi garganta.
―No tengo tiempo para bromas, Catherine ―responde con rigidez―.
Solo asegúrate de avisarme cuando estés lista.
Dicho esto, sale de la habitación con una brusquedad que parece barrer
todo a su paso, dejándome allí, sumergida en el agua. La puerta se cierra
detrás de él con un suave clic.
Decido que es hora de salir de la bañera. Tomo la toalla que ha sido
cuidadosamente colocada cerca y me envuelvo en ella, caminando hasta la
cama.
Veo un vestido colocado con cuidado en la superficie. Me detengo a
admirarlo durante unos momentos. Es un vestido hermoso, de un color
turquesa vibrante que estoy segura hará resaltar mis ojos. Está
maravillosamente confeccionado, con detalles intrincados bordados a lo
largo de las mangas y el corpiño. Una pequeña sonrisa se forma en mis
labios al verlo. Parece que los MacLean pueden permitirse ser más
generosos con sus invitados que los MacLeod.
Sin más demora, camino hasta la puerta y la abro, encontrándome cara
a cara con Iain.
Se queda mirándome por un momento, sus ojos se ensanchan
ligeramente cuando recorre mi figura con la mirada. Su boca se abre como
para decir algo, pero luego se cierra de nuevo, sin palabras.
Se pasa la mano por el pelo, una señal evidente de frustración.
―Recógete el cabello ―insiste, con una mirada de advertencia.
Respondo con una expresión burlona.
―¿Esto no tendrá que ver de nuevo con que mi pelo suelto es
pecaminoso?
―Sí, no ―se corrige inmediatamente―. No es por eso. Tu pelo suelto
captura demasiadas miradas. No quiero que llames la atención más de lo
que lo haces. Ese vestido…―Su mirada se dirige a la prenda en cuestión y
al escote pronunciado con una mezcla de reproche y apreciación en su
expresión―. Lo complica más todo.
Le doy un resoplido de desdén.
―Me pondré un saco de arpillera entonces.
―No parece que te tomes nada en serio ―dice con una mueca. No es
una pregunta, sino una declaración.
Se agacha para recoger el tartán de los MacLeod que me puso en el
barco y yo he dejado caer al suelo.
Vuelve a envolverme con él, su gesto es tenso, la irritación evidente en
cada línea de su cuerpo.
―Te juro que lo utilizaré para atarte de nuevo si no eres capaz de
mantenerte quieta y pasar inadvertida ―señala sus ojos buscando los míos,
retándome a desobedecer―. No te acerques a los MacDonald. Ni siquiera
lances una mirada en su dirección y no provoques a nadie con esa lengua
afilada tuya. Guárdate tus comentarios sobre tus pensamientos… abiertos.
Puedo sentir la determinación en su voz, y aunque su advertencia me
molesta, asiento lentamente.
Él niega con la cabeza.
―Debería encerrarte en esta habitación.
Hago un gesto irónico.
―¿Sabes? Mi padre que es un hombre muy sabio suele decir:
«encierra una vez a una mujer y piérdela para siempre».
La comisura de su boca se eleva en una sonrisa, aunque sus ojos
todavía conservan un atisbo de preocupación.
―¿Ah, sí? ¿Y dónde estaba ese sabio hombre cuando su hija perdía su
virtud?
Sonrío con aire desafiante, mis ojos brillando de diversión.
―Feliz en su ignorancia, supongo.
―Creía que era sabio.
―Exacto.
Suspirando, Iain niega con la cabeza, claramente exasperado con mi
falta de preocupación.
―Te rodeas de hombres muy comprensivos y permisivos. No es de
extrañar que seas tan temeraria. Tienes que entender que aquí las cosas son
diferentes. Entiendo que quieras mantener tu esencia, Dios sabe que esa
parte tuya me intriga, pero por tu propio bien, Catherine, haz lo que te pido.
―Sí ―respondo―. Tendré un perfil bajo. Seré invisible y muda.
Iain me mira con cierto escepticismo, no convencido del todo por mi
respuesta.
―Debería creerte, ¿no? ―pregunta, alzando una ceja con duda.
Sonrío y respondo con un ligero encogimiento de hombros.
―Supongo que lo descubrirás.
Iain suspira con resignación.
―Estoy seguro de que lo haré.
Sigo a Iain a través de los bulliciosos pasillos del castillo. El aire se
siente vivo, electrizado por la emoción y la anticipación.
Las risas y el murmullo de las conversaciones se derraman por las
puertas abiertas y el eco de los músicos, afinando sus gaitas en algún, flota
a través de los corredores de piedra.
Pasamos por salones llenos de hombres y mujeres vestidos con sus
mejores galas, todos bebiendo y riendo. Cada vez que alguien se cruza con
nosotros, se quedan mirándome con curiosidad. Siento las miradas de los
hombres, algunas apreciativas, otras no tanto.
Intento no prestarles atención, pero cada mirada me recuerda que soy
una extranjera, que mi aspecto es distinto en esta tierra y época
desconocida.
En medio de todos estos escoceses, me siento aún más desplazada. Yo,
con mi mezcla de rasgos heredados de mis antepasados multiculturales: mi
piel clara gracias a mis ancestros escandinavos, mis ojos de un verde
azulado que no sé a quién debo agradecer, mi cabello dorado y ondulado, es
lo que tengo más parecido a ellos, aunque Iain insista en que destaca
En cambio, ellos, afectados por las duras condiciones de vida y por un
gen escocés único, son sorprendentemente similares entre sí.
Tienen la piel desgastada por los vientos del norte y endurecida por los
fríos inviernos. Sus cabellos varían entre los tonos de castaño y rubio rojizo,
y sus ojos son azules o verdes, tan profundos como los lagos que pueblan
sus tierras. Son altos y robustos, moldeados por una vida de arduo trabajo y
lucha.
Mis rasgos son diferentes y exóticos tal vez para ellos. Los pómulos
altos, los ojos felinos y los labios llenos. Todo eso supone un cambio radical
en su escena habitual.
Una nueva paleta en su monocromo lienzo de apariencias familiares.
Cada mirada dirigida hacia mí parece contener un matiz de curiosidad, de
intriga, e incluso en algunos casos, un velo de cautela.
Es claro que mi presencia ha perturbado el equilibrio habitual de este
lugar.
Sigo a Iain hasta un gran salón abarrotado de gente. Las mesas están
repletas de alimentos: carne de caza, panes frescos, frutas y verduras,
quesos y tartas. Los hombres y mujeres se sientan alrededor de las mesas,
charlando y riendo mientras beben cerveza y vino.
Recuerdo la advertencia de Iain, su rostro serio y preocupado. Me ha
dicho que me mantenga invisible, que no llame la atención. Pero con cada
mirada que recibo, con cada susurro que escucho, me doy cuenta de que esa
es una tarea imposible.
En el castillo de Dunvegan nunca me hicieron sentir tan fuera de lugar,
tan ajena, observada y cuestionada como aquí.
Encontramos a Angus en medio de un grupo de hombres, todos de
estatura imponente y con la misma mirada afilada que Iain. Al vernos
acercar, una sonrisa se dibuja en su rostro y abre los brazos en señal de
bienvenida.
―¡Iain! Estaba esperando verte. Esta tarde habrá un partido de Shinty
a caballo en el que deberíais participar, tú y tus hombres ―anuncia con
entusiasmo.
Iain frunce el ceño y le mira con seriedad.
―No he venido aquí para participar en tus juegos, Angus. Solo
necesito hablar con el bardo.
Pero Angus parece no estar dispuesto a ceder tan fácilmente.
―Sería una buena oportunidad para que muestres tus habilidades. Los
hombres respetan la fuerza y la destreza, y eso podría facilitarte las cosas.
Iain sigue reacio, pero yo puedo ver que Angus tiene un punto. La
reputación y el respeto son importantes en este mundo.
――MacLeod, no puedes negarte ―le reclama otro hombre con los
colores en el tartán del clan MacLean―. ¿O es que temes que los
MacDonald te superen?
Iain gruñe y mira a Angus con una mezcla de exasperación y
resignación.
—Está bien, pero después quiero hablar con Ruaridh.
―¡Excelente! Tus hombres ya están emocionados por la competición.
Iain se vuelve hacia mí, sus ojos cerúleos intensos bajo la luz del sol.
Coloca una mano grande y callosa en mi hombro, su toque es firme, pero
cariñoso.
―No te separes de Angus ―dice su voz profunda y ronca, capturando
mi atención por completo―. Y…, por favor, no te metas en problemas.
Sus palabras son una mezcla de preocupación y petición. No puedo
evitar sonreír ante su cuidado evidente. Su rostro, normalmente tan serio y
reservado, muestra un destello de preocupación que me hace sentir
mariposillas.
―No te preocupes, MacLeod. Prometo comportarme ―respondo,
intentando sonar convincente. No consigo resistir la pequeña risa que se
escapa de mi boca.
Iain me mira un momento más antes de soltar un suspiro resignado y
luego se aleja.
Miro a Angus y él sonríe, sus ojos se arrugan en las esquinas de una
manera amable y cálida. Puedo ver que siente curiosidad por mí y por la
relación que me une a su sobrino, pero no dice nada.
―Vamos, muchacha. Podremos ver mejor el juego desde las murallas
―me dice, ofreciéndome su brazo.
―¿Es usted el hermano de Moraq? ―le pregunto.
Angus asiente. Una sombra de tristeza pasando por sus ojos mientras
dice,
―Sí, lo soy.
Observo a Angus.
―Moraq es una mujer increíble, fuerte y valiente que se ha ganado
todo el respeto y la admiración del clan MacLeod.
Angus parece sorprendido por mis palabras.
―¿Es feliz ahora?
―Lo es y lo será aún más cuando consigamos…
―Adelante, puedes confiar en mí. Iain me ha dicho que eres capaz de
leer las runas celtas y que habéis conseguido el libro de los enigmas y la
piedra de Dunvegan.
Me tomo un momento antes de asentir.
―Sí, eso es correcto. ―Admito, estudiando cuidadosamente la
reacción de Angus.
―¿Y crees que es posible? ―pregunta en voz baja, sus ojos se clavan
en los míos.
Asiento con convicción.
―Esta historia va a acabar bien. Estoy segura. Yo haré todo lo que esté
en mis manos para que así sea.
«Después de todo es un libro y aunque no me haya dado tiempo a leer
el final, estoy segura de que toda novela romántica tiene un final feliz».
Angus me mira con curiosidad y una ceja alzada. Sospecho que ahora
mismo está procesando un montón de información en su cabeza.
Toma un profundo suspiro antes de hablar.
―Debe saber, Catherine, que yo soy el responsable de negociar el
compromiso entre Iain y Elspeth MacDonald.
Veo un atisbo de pesar en sus ojos.
―Nuestros clanes llevan siglos enemistados, y hemos decidido que ya
es hora de poner fin a esa guerra. Una alianza matrimonial es una forma
segura de lograr la paz ―me explica con preocupación―. Creemos que
esta es la mejor solución para el bienestar del clan MacLeod. Terminar con
la maldición es importante, pero estoy seguro de que comprendes lo
necesario que es para nosotros el mantener la estabilidad.
―Lo entiendo ―le respondo y también advierto el tono de aviso que
conllevan sus palabras.
―Me alegra que sea así ―me dice con una sonrisa.
Nuestras miradas se quedan prendidas durante un largo rato.
El rugido de la multitud me trae de vuelta a la realidad y miro hacia la
arena donde se está llevando a cabo el juego.
Observo el partido desde mi lugar privilegiado
Juegan algo parecido al polo, pero más brutal y menos refinado, con
los hombres montados a caballo y empleando largas cañas para golpear un
pequeño balón. Cada golpe, cada carrera, cada maniobra es acompañada por
una sinfonía de rugidos provenientes de la muchedumbre.
Las normas me parecen algo difusas, pero la intensidad es contagiosa.
Los caballos corren, los hombres gritan y el polvo se arremolina
mientras el público vitorea y aplaude.
Se suceden varios encuentros hasta llegar a la final a la que llegan los
MacLeod para enfrentarse a los MacDonald.
Iain y sus hombres participan con una fuerza y una agilidad
sorprendentes, su habilidad en la silla de montar es impresionante.
Cada uno de ellos se mueve con la gracia y la potencia de un
depredador, jugando con una mezcla de estrategia y pura fuerza física. Los
MacDonald son igual de fuertes y competentes, pero parece que los
MacLeod tienen un poco de chispa extra hoy.
Finalmente, después de un par de jugadas frenéticas, Iain carga con su
caballo, inclinándose para golpear la bola con precisión. Marca el punto
decisivo y el clan MacLeod estalla en un clamor de júbilo.
Los MacLeod no han ganado este partido en años.
Aparentemente, mi llegada y la recuperación de la piedra de Dunvegan
han resultado en un golpe de suerte para el clan, al menos según algunos de
los comentarios que escucho a mi alrededor.
Es increíble cómo se extienden las noticias por este lugar y es gracioso
cómo la gente tiende a buscar conexiones donde no las hay.
Pero si ellos quieren creer que soy su talismán de la suerte, ¿quién soy
yo para negarlo?
Veo a Iain mientras es felicitado por sus hombres. Incluso desde la
distancia, puedo apreciar la luz de la victoria en sus ojos.
La multitud todavía está rugiendo, y las risas y vítores llenan el aire
cuando Iain se baja de su caballo.
Sus ojos se encuentran con los míos, y hay un brillo de satisfacción
pura y adrenalina en su mirada.
Antes de que pueda procesar lo que está pasando, se dirige hacia mí, su
caminar es rápido y decidido.
Siento que mi corazón se acelera a medida que se acerca, las voces a
mi alrededor se desvanecen hasta convertirse en un zumbido indistinto. Su
mirada no se aparta de la mía, y veo la agitación resplandecer en sus ojos
cuando llega a mi lado.
Antes de que pueda decir una palabra, se sube a la balaustrada de un
salto, se inclina y me besa.
Un beso apasionado, lleno de la emoción del momento.
Puedo escuchar la multitud vitorear aún más fuerte, pero en ese
momento, todo lo que me importa es el sabor de sus labios.
Huele a sudor, a caballo y algo picante que es sorprendentemente
adictivo.
Finalmente, se separa, dejándome jadeante y estupefacta.
Sus ojos brillan con alegría y hay un toque de arrogancia en su sonrisa.
Se gira para saludar a la multitud, levantando los brazos en señal de
victoria mientras los vítores se vuelven ensordecedores.
«¿Esto es a lo que él llama mantenerse invisible y con un perfil bajo?
¿En serio?».
Echo un ojo a Angus a mi lado y lo veo con un gesto adusto de
preocupación.
Angus se excusa y me deja en compañía de sus dos hijas y otras dos
mujeres del clan. Todas tienen una sonrisa amigable en sus rostros y
parecen dispuestas a aceptarme en su círculo. En sus ojos veo el destello de
la excitación por el beso que acaban de presenciar, y siento que se avecina
una conversación interesante.
―¿Es siempre así entre tú y el laird MacLeod? ―pregunta una de
ellas, una joven de cabellos rojizos y ojos vivaces.
―¿Te refieres a si siempre nos besamos delante de multitudes
entusiastas? No, eso fue una novedad ―respondo con una sonrisa irónica,
provocando risas entre ellas.
Las risas se calman por un instante y todas me miran con expectación.
Parecen sorprendidas por mi respuesta y veo un brillo de interés en sus ojos.
―¿Vas a casarte con Iain? ―pregunta la hija menor de Angus, sus
mejillas sonrojándose ante la pregunta directa.
—No, no me voy a casar con él —respondo, provocando una serie de
exclamaciones y murmullos entre las mujeres.
—¿Cómo puedes decir eso? —pregunta una de ellas—. Te ha besado
frente a todos nosotros. Eso es casi como una propuesta de matrimonio.
—En realidad, creo que Iain simplemente se dejó llevar por la emoción
del momento, por la intensidad de la victoria. No deberíamos leer más en
ese beso de lo que realmente fue.
Una de las mujeres, una joven con cabello castaño y ojos llenos de
diversión asiente.
—Eso tiene sentido. Además, se rumorea que tus besos traen suerte —
dice, su tono ligeramente burlón.
Las demás mujeres estallan en risas y asiento, riéndome junto a ellas.
—Bueno, entonces supongo que debería sentirme afortunada —digo,
alzando las cejas de manera juguetona―. Pero no corras la voz, por favor.
Una de las hijas de Angus, una muchacha de rostro suave y ojos llenos
de sueños suspira y confiesa: ―Nunca me han besado de esa forma.
No puedo evitar reír ante su honestidad. Decido que me gusta esta
pequeña comunidad de mujeres. Son abiertas, amables, me siento cómoda
en su compañía.
17
Omnipresente
Encontrar al bardo Ruaridh no es una tarea difícil. Su rica voz flota por
encima del ruido de la celebración, atrayendo a una multitud de
espectadores hipnotizados. Está en el centro de un gran círculo de personas,
en el gran salón del castillo de Duart.
Sus manos gesticulan de manera expresiva mientras habla.
Con un asentimiento, cambia su melodía. Su voz se suaviza,
volviéndose más misteriosa y cautivadora, como un viento que susurra a
través de un bosque oscuro. La multitud se acerca, anticipando la historia
que está a punto de relatar.
―La leyenda que os voy a contar ―empieza― es de los antiguos
tiempos, cuando los MacLeod todavía eran jóvenes, y la maldición no había
caído sobre ellos. Se dice que el primer MacLeod, un guerrero feroz y
poderoso llamado Leod, había obtenido un inmenso tesoro.
El bardo describe cómo Leod, a lo largo de sus muchos años de
aventuras y batallas, había acumulado riquezas más allá de la imaginación.
Oro, joyas, armas preciosas y reliquias mágicas, todos escondidos en algún
lugar de las tierras de los MacLeod.
―Pero ―continúa el bardo―, Leod sabía que un tesoro tan grande
atraería a ladrones y enemigos. Entonces, para proteger su riqueza y su clan,
escondió su tesoro en el lugar más seguro que conocía: la propia tierra de
los MacLeod.
―Pero no es el tesoro la historia que os quiero contar esta noche
―interrumpe el bardo, su voz tomando un tono más suave y misterioso―.
La leyenda de Leod y su tesoro no estaría completa sin la historia de su
esposa, la hermosa y etérea Aine.
Su nombre resuena en el aire, llenándolo de una calidad mística. Los
ojos de los presentes se iluminan con un reconocimiento silencioso y una
especie de anticipación cautivada.
―Aine no era una mujer común y corriente ―continúa Ruaridh―.
Según cuentan las leyendas, ella era una hada, una criatura de la naturaleza,
de gran belleza y con poderes más allá de nuestra comprensión. Leod la
había salvado de un terrible destino, y en gratitud, Aine se convirtió en su
esposa.
El bardo pinta con palabras la vida que compartieron, llena de amor y
risa, pero también de una tristeza constante. Porque Aine, siendo un hada,
estaba destinada a vivir para siempre, mientras que Leod, un simple mortal,
estaba condenado a envejecer y morir.
―Y así llegó el día en que ya no pudo seguir a su lado ―narra
Ruaridh, su voz cargada de una tristeza que parecía resonar en el silencio de
la habitación―. Aine, rota de dolor, decidió abandonar a su esposo y volver
al mundo de las hadas. Y en ese momento de desesperación, justo antes de
partir, Aine realizó un último acto de amor. Con su magia, ocultó el tesoro
de Leod, protegiéndolo de aquellos que buscarían apoderarse de él.
―A lo largo de los siglos ―dice Ruaridh ―, muchos han intentado
encontrar el tesoro de Leod, tanto MacLeod como extranjeros. Pero todos
han fracasado. Se dice que sólo cuando un MacLeod esté en su hora más
oscura, y necesite desesperadamente el poder y la riqueza del tesoro, se
revelará su ubicación.
El silencio se adueña de la habitación una vez más, todos absortos en
la historia del antiguo Leod y su amada Aine, un cuento de amor, pérdida y
sacrificio que ha sido transmitido de generación en generación en el clan
MacLeod
Mi mirada se desvía hacia Iain, cuyo rostro es una máscara de seriedad
y concentración. Sus ojos están fijos en el bardo, su frente fruncida en un
pensamiento profundo, como si estuviera sumergiéndose en las palabras del
anciano y explorando cada pliegue de la antigua historia. A pesar de haberla
escuchado seguramente innumerables veces a lo largo de su vida, parece
que la está procesando de una manera nueva y significativa esta vez.
Su mandíbula está apretada y sus dedos tamborilean en la empuñadura
de su espada con un ritmo constante, un claro signo de que su mente está
trabajando a toda velocidad.
Algo en su expresión parece más vulnerable de lo que he visto antes,
como si la historia del antiguo Leod y su amor perdido resonara en él de
una manera inesperada. Sus ojos, normalmente vivaces y llenos de
determinación, ahora están oscurecidos por una sombra de melancolía y
pensamiento introspectivo.
Me encuentro atrapada por su silencioso estudio, intrigada por lo que
puede estar pasando por su mente. Es como si estuviera viendo una parte de
Iain que nunca antes había tenido la oportunidad de ver, un hombre que
lleva el peso de su linaje y la historia de su gente en sus hombros, que lucha
con su lugar en la larga línea de lairds MacLeod y el legado que debe
continuar.
Quizás, se pregunta, ¿existe tal tesoro? Y si es así, ¿cuál sería esa hora
más oscura que permitiría a un MacLeod encontrarlo?
Mi corazón late con fuerza ante sus palabras, un zumbido en mis oídos
que se mezcla con la persistencia de mi orgasmo. Mi mente está llena de él,
de su tacto, de su voz, de su presencia a mi lado.
No sé cómo responder a sus palabras, no sé si puedo. Nadie me había
tratado nunca como una diosa del sexo antes. Así que me limito a buscar
sus labios, a conectar con él de la única manera que sé en este momento.
Nuestros labios se encuentran en un beso lento y dulce.
A medida que el beso se profundiza, puedo sentir su deseo por mí, su
pasión. La venda de mis ojos sigue en su lugar, dejando a mis otros sentidos
para explorar el entorno.
Se deja caer a mi lado y me giro para pegar mi cuerpo al de él. Puedo
sentir el rápido golpeteo de su corazón contra mi pecho, la respiración que
sale en jadeos de su boca.
Su torso es una pared dura y cálida contra mí y el calor de su piel se
filtra a través de la fina tela de mi vestido. Pero es el contacto más abajo lo
que hace que mi respiración se detenga. Puedo sentirlo a través de nuestras
ropas, duro y palpitante contra mi muslo.
―No debes quitarte la venda de los ojos hasta que no lo haga yo.
―¿Por qué?
―Por una vez haz lo que te pido, Catherine ―me ordena con un
ruego, como si estuviera apretando los dientes.
Siento sus movimientos, la tensión en su cuerpo mientras se mueve
junto a mí. Oigo un ligero crujido de tela, el sonido de la respiración
contenida y luego un gemido ahogado que sale de su garganta. Mi estómago
se retuerce, lleno de deseo.
Puedo imaginar lo que está haciendo. Se forma en mi mente la imagen
de su cuerpo tensándose mientras se toca, todo el tiempo manteniendo una
especie de conexión íntima conmigo con su cara hundida entre mi cuello y
mi hombro. Y aunque no puedo verlo, puedo sentir en mi piel cada sonido,
cada jadeo y cada gemido.
―Puedo ayudarte ―le digo.
―No.
―Quiero hacerlo.
Mis palabras parecen haberlo sorprendido, y siento cómo su
respiración se vuelve aún más irregular.
―Catherine...― murmura mi nombre, su voz suena apretada, tensa.
Aún con los ojos vendados, puedo sentir que está luchando para
mantener el control.
Mis dedos se mueven en el aire, buscando a tientas su piel. Cuando
finalmente le encuentro, una exclamación ahogada escapa de sus labios.
Mi mano se encuentra con una longitud sorprendente y un grosor
considerable. Un calor intenso irradia desde él y se difunde hasta mi mano,
envolviéndola en una sensación de intimidad inconfundible.
Su miembro es una mezcla de texturas y sensaciones llenas de
contrastes.
La piel es suave y tersa, deslizándose sin esfuerzo bajo la exploración
de mis dedos. Sin embargo, debajo de esa suavidad, se encuentra una
dureza ineludible .
Un despliegue de virilidad y masculinidad muy por encima de lo que
he conocido hasta ahora.
Con cada movimiento, siento cómo se estremece en respuesta, sus
jadeos se entrecortan en susurros roncos de mi nombre.
Mis dedos se deslizan más abajo, hasta sus testículos, explorando su
textura. Son sorprendentemente suaves y cálidos. Los masajeo con
delicadeza, notando cómo reacciona a mis caricias. Cada movimiento que
hago le arranca un suspiro, un temblor, una pequeña muestra de su placer.
Recorro cada curva, cada detalle de su longitud, la textura de las venas,
la solidez del tronco. La punta es más suave, casi aterciopelada. La acaricio
con el pulgar y siento la humedad.
Sus músculos se tensan bajo mi mano, su cuerpo se presiona más
firmemente contra el mío y suelta un gruñido profundo, casi animal.
El calor inunda mis dedos y siento sus pulsaciones y espasmos a través
de su miembro. Su respiración se convierte en jadeos rápidos y
superficiales.
Siento el calor y la humedad que libera en mi mano y su agarre en mi
brazo se aprieta.
Incluso con la venda en mis ojos, puedo sentir el placer que le recorre,
puedo oír su alivio y satisfacción en el silencio que sigue a su clímax.
Siento su cuerpo relajarse gradualmente, su aliento vuelve lentamente a la
normalidad y la tensión que percibía en él se disipa.
El sudor cubre nuestras pieles y el olor de él, de nosotros, llena el aire.
Después de un tiempo retira mi mano con delicadeza y sus dedos se
entrelazan con los míos. Sin una palabra me lleva hasta su pecho. Me quita
la venda de los ojos y me rodea con su brazo libre.
―Ahora sí que te casarás conmigo.
Me quedo inmóvil, el tono firme en su voz me saca de mi
embobamiento.
―No, no lo haré ―rebato, sorprendida por el tono imperativo de su
voz.
Siento como se tensa contra mí.
―Sí que lo harás. ¿Tienes derecho a negarte cuando todavía siento el
calor de tus dedos en mis huevos? ――insiste, su tono duro, marcado por
una ligera irritación que antes no estaba.
―No me casaré contigo solo porque... por lo que acaba de suceder. No
estoy preparada para el matrimonio.
―¡Estás prometida! Y, además, ¿cuántos años tienes? Mi madre estaba
ya casada con dieciocho años.
Siento como si me hubiera lanzado un cubo de agua fría.
―¿Insinúas que soy mayor? Para empezar, la edad no tiene nada que
ver con la obligación o no de casarse, maldito orangután.
La risa se escapa de su garganta antes de poder contenerla. El sonido
es tan contagioso que me hace reír también, a pesar de mi irritación.
―No digo que seas mayor. Digo que deberías estar ya preparada para
el matrimonio.
―Iain, estamos en dos longitudes de onda diferentes.
Un pequeño silencio se asienta entre nosotros, solo interrumpido por el
constante ritmo de nuestras respiraciones.
―No sé qué demonios significa eso ni tampoco lo que es un
¿orangután? Pero por tu tono no debe ser nada bueno.
―Un orangután es un mono muy grande y peludo. Como tú, pero más
simpático ―digo, intentando contener una nueva oleada de risas.
―¿Peludo? No lo soy. A menos que me compares contigo… ¿Por qué
apenas tienes vello? ―Sus ojos se estrechan con curiosidad, y puedo decir
que está genuinamente desconcertado.
«¿Cómo le explico a este hombre lo que es la depilación por láser y las
ingles brasileñas?»
―Es un secreto ―respondo, dándole una sonrisa enigmática. Su
expresión se suaviza un poco ante mi respuesta.
―Otro más. Y solo para aclarar, no tengo intención de rendirme. Vas a
ser mi esposa.
En ese punto me vuelvo a poner seria, aunque estropee este momento.
―Iain mi tiempo aquí es temporal. Me iré.
Se sienta de forma abrupta, su cuerpo tensándose a mi lado. Me
tambaleo un poco, inestable por la repentina falta de apoyo.
―¿Te irás con él? ¿Sigues pensando en ese irlandés incluso después de
lo que ha pasado entre nosotros?
―Iain, no se trata de otro hombre ―le digo, buscando la manera de
transmitir la temporalidad de mi estancia sin revelar demasiado―.
Simplemente, hay cosas que me atan a mi hogar, cosas que no puedo
abandonar.
―Pero ibas a dejarlo todo para reunirte con él.
«Mierda, mierda, mierda. ¿Cómo salgo de esto? ¿Le digo que le he
estado mintiendo todo el rato o que lo que no quiero es casarme con él?».
―Lo buscaré, lo encontraré y lo mataré y eso lo arreglará todo
―declara con una naturalidad que me desconcierta.
―¡Estás loco! Las cosas no funcionan así ―protesto, horrorizada por
sus palabras, pero cuando le miro veo que está sonriendo, aunque el brillo
de sus ojos es malicioso y no augura nada bueno.
―Muy bien, Catherine. Tienes tus secretos. Lo acepto. Tendremos
tiempo para que los desvele uno a uno durante nuestro matrimonio.
―No puedes obligarme a quedarme aquí, a ser tu esposa.
Escucho una risa suave, llena de un humor amargo.
―Y tú no puedes obligarme a dejar de intentarlo.
―Eres un maldito cabezota, MacLeod, un acosador, un tirano, un
déspota.
―Y un orangután.
―Sí, eso sobre todo. Ni siquiera hemos levantado aún la maldición.
Entonces, nuestras miradas se encuentran, ambas llenas de sorpresa y
desconcierto.
«¡El bardo! Nos hemos olvidado de él completamente».
20
―Si nos dice la frase entera tal vez podamos adivinar qué significa esa
palabra por su contexto ―le sugiero.
―Sí, tiene razón ―me responde con apreciación―. Y obtener la
liberación mediante el Thiomáint de la luna.
Levanta la mirada hacia nosotros.
―¿Reflejo? ―propone Iain.
El bardo frunce el ceño y juega con su barba, murmurando en voz baja.
Luego saca un pequeño libro desgastado y empieza a pasar las páginas con
dedos expertos.
Sin embargo, yo tengo otra hipótesis. Thiomáint en irlandés significa
conducir, aunque es evidente que en este contexto no sirve.
―¿Es posible que esté relacionado con el movimiento? En irlandés esa
palabra habla de mover o manejar.
―¡Sí! Es muy posible. Aunque el gaélico escocés y el irlandés no son
idénticos, hay una cantidad significativa de solapamiento y similitudes
debido a su origen común.
―Son impresionantes, aunque me resultan poco gratificantes, tus
conocimientos de irlandés ―comenta Iain mirándome con un gesto irónico.
Le ignoro.
Se acerca y mira por la ventana a la luna creciente en el cielo nocturno.
Sus ojos tienen una mirada lejana y pensativa.
―La luna… conducir… mover…movimiento ―murmuro.
El bardo nos proporciona una traducción.
―En la noche oscura para deshacer la maldición, es necesario visitar
los cinco tesoros mágicos, desvelar secretos, cumplir actos y obtener la
liberación mediante el movimiento de la luna.
Las palabras llenan el aire con una sensación de anticipación. Sabemos
que tenemos una pista, pero hay tanto que aún no entendemos.
―¿Cinco objetos mágicos? ¿Desvelar secretos? ¿Cumplir actos?
―Iain parece frustrado―. Y ¿qué significa «el movimiento de la luna»?
―Quizás no es mover en el sentido literal ―murmuro, más para mí
misma que para ellos―. Quizás es mover algo más abstracto, como el
tiempo o las mareas… Creo que con el movimiento de la luna se refiere a
una fecha específica ―le respondo con una tranquilidad que contrasta con
su impaciencia.
―¿Esto indica algún tipo de ritual de purificación? ―pregunta
Ruaridh, sus ojos oscuros parpadean con una chispa de entendimiento.
Asiento, mordiéndome el labio inferior mientras reflexiono sobre las
posibilidades.
―Así lo parece ―admito―. Hasta que no encontremos el resto de los
objetos, no sabremos con certeza cómo proceder. Lo que sabemos es que se
debe realizar un ritual en un día específico con cinco objetos mágicos.
Iain decide pasar la noche en una posada en Portree antes de salir al día
siguiente al castillo de Dunvegan. Es un lugar sin grandes lujos, pero es
cálida y acogedora, con un ambiente agradable.
Nos sirven una cena poco nutritiva, pero abundante a base de caldo,
pan y ajo y Duncan se acerca con noticias nuevas. Se sienta junto a su laird
haciendo a un lado a Brody.
―Una patrulla inglesa ha asaltado el pueblo de Broadford. Están
buscando a ese forajido de Rob Roy MacGregor. Los murmullos se
extienden entre los MacLeod.
Yo que solo puedo imaginarme a Rob Roy como Liam Neeson y sobre
todo en esa escena en la que sale del mar después de un baño, levanto la
cabeza con sorpresa.
―¿Robert Roy MacGregor? ―pregunto con curiosidad.
―Así es, el mismo ―responde Duncan con una expresión seria―.
Parece que ha estado causando problemas en el sur y los ingleses están
furiosos.
Iain gruñe ante la noticia, tensando su mandíbula. Con el rabillo del
ojo, puedo ver que sus dedos se tensan alrededor de su jarra de cerveza.
―Los ingleses siempre están furiosos con algo. Necesitan mantener
sus narices fuera de nuestros asuntos ―murmura Alasdair.
La tensión en el ambiente es palpable. Todos los hombres presentes
conocen el riesgo que suponen los soldados ingleses, especialmente para
aquellos, como Rob Roy, que no son precisamente leales a la Corona.
Iain, que ha estado callado durante toda la conversación, se inclina
hacia mí, la curiosidad brillando en sus ojos.
―¿Cómo conoces a Rob Roy, Catherine? ―pregunta con una ceja
arqueada. Su voz es baja, casi un murmullo, pero la sorpresa se filtra a
través de cada palabra.
Miro a Iain y encojo los hombros, tratando de restarle importancia a mi
revelación.
―Es… famoso, supongo. ―Me esfuerzo por mantener mi tono
casual―. Hay relatos… sobre él.
Hay un momento de silencio mientras Iain me observa, su expresión es
impenetrable.
Lo cierto es que aún falta un siglo para que Sir Walter Scott escriba su
libro sobre Rob Roy MacGregor y romantice su vida fuera de sus fronteras.
―Interesante ―murmura finalmente, su ceño se frunce ante algún
pensamiento antes de dar un trago a su bebida.
Duncan ríe a carcajadas.
―Rob Roy es más que un dolor de cabeza para los ingleses, es un
verdadero azote. Es un bandido, sí, pero también es un héroe para mucha
gente. Se le conoce como el Robin Hood de Escocia, robando a los ricos
para ayudar a los pobres.
La imagen de Liam Neeson parece más adecuada ahora y me pregunto
cómo se las arreglará Rob Roy para escapar esta vez.
Uno de los hombres, una figura gruñona con una barba canosa, deja su
jarra sobre la mesa con un golpe.
―¡Bah! ¡Solo es un forajido que se esconde en el monte y roba a los
ricos y a los pobres por igual! ―escupe. Sus ojos se entrecierran y mira a
los hombres reunidos―. Es un jacobita reconocido. Participó en la última
rebelión del 15 con los MacDonald. Los pretendientes Jacobitas son todos
unos inútiles, unos absolutistas, el último reinado fue un desastre. ¡Nada
más que promesas vacías y derroche!
Hay murmullos de acuerdo en la sala y veo a Iain asentir ligeramente
con la cabeza.
―Hay verdad en tus palabras, Callum ―dice, su voz es profunda y
meditativa―. Los Jacobitas pueden hablar de derechos y reinados, pero a la
hora de la verdad, sus líderes nos han dejado con las manos vacías.
En la posada la conversación se vuelve intensa, cada hombre parece
tener su propia opinión sobre el asunto Jacobita. Algunos hablan con
amargura, otros con esperanza.
Pero todos, hasta el más apasionado, compartenn el sentimiento de
descontento que llena la sala.
Y mientras los hombres discuten sobre la política y la guerra, me
encuentro observándolos en silencio. Aunque no entiendo todos los matices
de su discusión, no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Porque sé lo
que viene. Cómo termina todo esto.
Así que, levanto mi jarra y brindo conmigo misma por su pasión, por
su resistencia y, sobre todo, por su esperanza.
Porque, en este mundo incierto, a veces la esperanza es todo lo que
tenemos.
Iain espolea el caballo y este se pone al galope por lugares que nadie
en su sano juicio podría llamar camino.
―Cumhachd Dhèanamh, lass ―le oigo decir por encima de los latidos
desbocados de mi corazón.
Alasdair a nuestro lado se ríe escandalosamente.
―¿Qué significa? ―le pregunto más tarde cuando el ritmo que
impone a nuestro caballo y al de sus hombres es más tranquilo.
―Es el lema de nuestro clan. «Agárrate fuerte».
Los días transcurren con una especie de ritmo extrañamente armonioso que
me envuelve. Las mañanas son para aprender, para adaptarme.
Miro a Moraq, cuyos ojos brillan con una nueva luz cuando se cruzan
con los míos y asiente con la cabeza complacida ante los comentarios del
resto de mujeres.
La sala de pleitos está repleta. Los susurros y la tensión se deslizan por las
paredes de piedra hasta que la puerta se abre con un crujido y todas las
voces se acallan. Iain entra con paso firme, su imponente figura se impone
en el silencio que le da la bienvenida.
Liam MacDonald, con la mirada fría y calculadora, es el primero en
romper el silencio.
―MacLeod, ¿es tu intención humillarnos? ―escupe la pregunta como
una acusación.
Iain, con su rostro inexpresivo, se limita a mirarlo. Pero Liam no
necesita una respuesta verbal. Su acusación aún flota en el aire, llena de
resentimiento y furia contenida.
―Hemos estado negociando la unión de nuestros clanes, un
compromiso entre tú y mi hermana, Elspeth ―continúa Liam, los puños
apretados a los lados―. Y sin embargo, pareces más interesado en esa
forastera que en cumplir con tu palabra.
La afirmación de Liam parecen despertar un murmullo entre los
presentes, pero Iain sigue imperturbable.
―El compromiso ha sido impulsado por tu familia y mi tío, no por mí
―responde Iain con un tono frío y tranquilo―. Nunca he pretendido tener
algún interés en ello.
Antes de que Liam pueda responder, la voz del ministro Dunbar llena
la sala, rígida y reprochadora.
―Iain MacLeod, no estás pensando con la cabeza ―afirma con un
tono cargado de reprobación―. Es evidente que prefieres fornicar con esa
Dalilah antes que llevar a cabo una unión consagrada y bendecida delante
de Dios.
Iain clava su mirada sobre el ministro Dunbar, la paciencia y la calma
marcadas en su rostro, aunque los presentes pueden sentir la ira subyacente
en su silencio. Una ira que hace titubear al eclesiástico.
—Reverendo Dunbar, siempre me sorprende su fascinación por mi
vida personal —responde Iain con un tono que roza el desdén—. Pero es mi
vida y seré yo quien decida con quién y cómo la comparto. Además, estás
faltando el respeto a una mujer que está bajo mi protección y no voy a
permitirlo.
Surgen voces a favor entre los miembros de su clan que han empezado
a tener en estima a Catherine.
Liam gruñe ante las palabras de Iain, su rostro enrojece por la ira y la
frustración.
—Tus decisiones afectan a todo tu clan, MacLeod —le reprocha―. Ya
es suficientemente vergonzoso que tengamos que negociar con Angus en
lugar de contigo. Pero que te dejes llevar por los encantos de una mujer que
no pertenece a nuestras tierras, que apenas conoces.... ¡Eso es un insulto!
Dunbar asiente con la cabeza, apoyando las palabras de Liam con una
mirada reprobadora dirigida a Iain.
—Es correcto, Laird. Tu clan espera que actúes como el líder que se
supone que eres. Que te dejes llevar por las emociones y no por la razón es
un comportamiento que no es tolerable. Y luego están las ideas de ella
sobre la educación y el derecho de las mujeres a aprender lo mismo que los
hombres. ¡Absurdo! Eso es alterar el orden natural de las cosas.
Iain se mantiene impasible ante la avalancha de críticas. Su mirada se
endurece al posarse sobre Liam, luego Dunbar y finalmente se pasea por
todos los presentes en la sala.
—Soy el líder de este clan y siempre actúo en su mejor interés —
declara Iain con firmeza—. Cada uno de mis actos y decisiones se toman
con eso en mente. Si he de ser juzgado, que sea por mis acciones, no por
rumores o suposiciones. No he roto ningún compromiso, ya que nunca lo
acepté.
»La señorita Miller merece todo nuestro respeto. Ha demostrado ser
una invitada muy preciada para el clan, pero ella no es la razón por la que
no acepto el matrimonio con Elspeth MacDonald. Simplemente no quiero.
El rostro de Liam enrojece y se adelanta, su indignación es evidente.
―¡Cómo te atreves, MacLeod! ¿Te has vuelto loco?¡Exijo una
compensación!
Iain alza una ceja, observándolo con incredulidad. Se levanta de su
asiento, sus ojos no apartan la vista de Liam.
―¿Una compensación por algo en lo que nunca he intervenido?
Liam aprieta los puños, los nudillos blancos.
―Mi hermana está desolada.
Iain no puede evitar soltar una risa irónica.
―Sí, ya lo imagino ―responde él con sarcasmo―. ¿Qué solicitas?
―Si la forastera es solo una preciada invitada para el Laird de este
clan, no tendrá entonces ningún inconveniente en que también sea invitada
de los MacDonald durante un tiempo.
La sala queda en silencio mientras la propuesta de Liam cuelga en el
aire, y todos los ojos se vuelven hacia Iain, esperando su respuesta.
―No negocio con personas ―responde Iain, su tono tan frío como el
acero.
―No estás en disposición de enfrentarte a los MacDonald en campo
abierto. Lo sabes.
Iain aprieta los dientes.
―Pero lo haré si es necesario.
Liam sonríe con satisfacción.
―Entonces prepárate a llevar a la ruina a tu clan.
Justo entonces, un grito detiene la creciente tensión en la sala.
―¡No! ―grita una voz femenina desde algún lugar. Iain cierra los
ojos, una mezcla de dolor y desesperación dibujada en su rostro―. No hará
falta. Iré. Será por un breve periodo de tiempo.
Los ojos de Liam relampaguean victoriosos cuando ve a Catherine.
Desea a esa mujer desde que le puso sus ojos encima y el hecho de que Iain
MacLeod la reclame como suya solo intensifica esa necesidad.
―Ya veremos ―responde, sus palabras son un retumbo peligroso.
La sala queda en silencio mientras ella se abre camino. Los presentes
se hacen a un lado, permitiendo que avance. La mirada de todos los
hombres allí presentes está fija en ella, evaluando, admirando.
―No iré sin negociar y dejar estipulado por escrito el número de días
―reclama ella, y a Liam no le sorprende en absoluto.
Ella es inteligente y valiente, características que la hacen aún más
fascinante. Y él, al igual que Iain, no puede resistirse a su encanto.
―No ―declara Iain de manera tajante―. Por encima de mi cadáver.
No irá.
―¿No puedes prescindir de esta mujer durante unos días por el bien
del clan, Laird? ―interviene el ministro, su tono lleno de desdén.
Iain aprieta los labios y maldice en voz baja.
―No, no puedo ―reconoce finalmente. Es la primera vez que muestra
alguna debilidad ante los MacLeod―. Pídeme otra cosa, MacDonald.
―Una mujer agraviada por otra, MacLeod. Es lo justo ―declara
Liam.
La respuesta de Iain es visceral, casi animal. La sola idea de Catherine
en las manos de otro hombre, especialmente de uno como Liam
MacDonald, le provoca una ira tan violenta que se le hace difícil contenerla.
Sus manos se cierran en puños a su lado, sus nudillos se ponen blancos por
la fuerza que aplica.
―Si le pones la mano encima aunque solo sea con el pensamiento, te
daré caza como a un conejo y te despellejaré pulgada a pulgada antes de
destriparte, MacDonald ―le advierte.
Liam se ríe.
―Tus amenazas solo consiguen que sienta más curiosidad por la mujer
que preocupa tanto a Iain MacLeod, el hombre impasible.
―No me pasará nada ―interviene Catherine.
La sonrisa de Liam se amplía.
―La última vez que una mujer MacLeod fue entregada a un
MacDonald, fue devuelta tuerta, atada a un caballo tuerto mirando hacia
atrás, guiada por un sirviente tuerto y un perro tuerto ―escupe las palabras.
Liam se encoge de hombros. Catherine palidece ante su declaración,
pero no retrocede.
―Fue un acuerdo de ayuno. La mujer MacLeod no se quedó
embarazada en un año y un día de convivencia, por lo que Donald
MacDonald estaba en su derecho de devolverla sin obligación de
matrimonio ―explica Liam con tono condescendiente.
―Y tú me hablas de agravios, MacDonald.
Liam sonríe con una superioridad irritante.
―Aquello comenzó una guerra, Iain. ¿Eso es lo que quieres ahora
también?
Los dos se mueven en círculo cercando el uno al otro como si fueran
los leones de una jaula.
―Puedo resolverlo con un uno contra uno, MacDonald.
Liam se ríe ante la propuesta.
―¿A primera sangre? Eso es un juego de niños.
Iain retiene un gruñido.
―Pues hagámoslo a muerte ―le propone con voz cavernosa.
Catherine se sobresalta ante la sugerencia de Iain, su rostro pálido y
sus ojos agrandados por el miedo.
Liam, sin embargo, parece encontrarlo entretenido. Alza una ceja,
evaluando la oferta de Iain. Su mirada se desliza hasta posarse en Catherine,
y algo oscuro brilla en sus ojos.
—¡Ya basta! —dice Catherine con firmeza―. No lo permitiré, Iain.
Todas las miradas en la sala se desvían hacia ella. Iain la observa, una
mezcla de preocupación y admiración en su mirada.
Su corazón se hunde ante su declaración. La idea de Catherine en
manos de ese hombre es insoportable. Pero sabe que tampoco podrá
protegerla si está muerto.
Es mejor guerrero que Liam, pero él siempre juega sucio.
Siente la desesperación agarrándole por el cuello. No puede dejarla ir.
Pero tampoco puede abandonar a su clan. Se siente atrapado, acorralado.
―Yo tampoco permitiré que te pongas en peligro.
Los ojos de Liam se entrecierran, observando el intercambio entre
Catherine e Iain.
—Así que así es, ¿eh? —ríe Liam, señalando con su dedo índice de un
lado a otro entre ellos dos—. ¿Es cierto lo que se rumorea, Iain? ¿Has caído
bajo el hechizo de esta forastera?
Iain se endereza, su estatura imponente llenando la sala. Su mirada se
endurece mientras clava los ojos en Liam.
—Tus palabras están llenas de veneno. Te aconsejo que las midas si no
quieres encontrarte en el filo de mi espada.
Catherine interviene, su voz calmada pero firme interrumpe el
creciente conflicto.
—¡No! No más derramamiento de sangre. Iré.
Iain contempla a Catherine por un momento antes de dirigirse a Liam
y al reverendo Dunbar.
—Acepto que Catherine se quede con los MacDonald, bajo ciertas
condiciones —comienza, su voz firme y autoritaria.
Todos en la sala aguardan con expectación. La tensión es palpable.
—Primero, se mantendrá su integridad y su seguridad. Ninguno de los
MacDonald hará daño a Catherine de ninguna manera.
Un gruñido de descontento surge de Liam, que enerva a Iain.
—Segundo, Catherine y yo nos casaremos antes de su partida. De esta
manera, ella será legal y oficialmente una MacLeod. Cualquier transgresión
a su seguridad será considerada una ofensa directa a mi clan.
Las palabras de Iain resuenan en la sala. El reverendo Dunbar palidece
ante el anuncio. Liam aprieta los dientes pero no dice nada. Sabe que
cualquier objeción solo debilitaría su posición.
Finalmente, Iain se vuelve hacia Catherine.
—¿Aceptas?
Ella lo mira, sus ojos llenos de una mezcla de resolución y
aprehensión. Pero a pesar de su miedo, asiente.
—Acepto —dice a media voz.
Iain se acerca a Catherine, aun manteniendo el contacto visual con
Liam y le tiende una mano que ella entrelaza con sus dedos. Iain tira de ella
entonces y la pega a su costado.
—Habrá una última condición, MacDonald —su voz suena como un
trueno en la sala silenciosa—. Mi hombre de confianza, Alasdair, irá con
ella para asegurarse de su bienestar.
Busca la mirada de Alasdair tras de él y este afirma con la cabeza con
los labios apretados sin ningún titubeo.
Las protestas estallan nuevamente entre los MacDonald, pero Iain se
mantiene firme.
—¿Ahora quieres espiar a los MacDonald, MacLeod? —pregunta
Liam, su tono cargado de sospecha y burla.
—Alasdair no será un espía —contesta Iain, su tono es firme—. Será
el guardián de Catherine. Su deber será asegurarse de que ella esté segura y
es respetada.
A pesar del coro de protestas, Liam finalmente accede con un
asentimiento reacio, aunque en su rostro se refleja claramente su disgusto.
—Muy bien —concede finalmente—. Pero que quede claro, si tu
hombre interfiere de alguna manera con los asuntos de mi clan, será
considerado un acto de guerra.
—Entendido —acepta Iain. Sabe que Alasdair es un hombre de
confianza y que protegerá a Catherine con su vida si es necesario.
—Finalmente, respecto a la duración de la estancia de Catherine con
los MacDonald —dice Iain, haciendo una pausa dramática—. Propongo que
sean diez días. Ni un día más.
Las protestas estallan de inmediato, pero Iain las aplaca con una
mirada dura.
—Tus términos son demasiado rigurosos, MacLeod —responde Liam,
con un tono ligeramente burlón. Pero a pesar de su risa, sus ojos están fríos.
—Tú fuiste el que propuso la estancia, MacDonald. Yo simplemente
estoy estipulando las condiciones. Diez días, ni uno más.
Liam considera las palabras de Iain en silencio, su expresión
indescifrable. Después de un momento, asiente.
—Diez días —concede finalmente, aunque en su voz se percibe un
tono de disgusto—. Pero te aseguro, MacLeod, que no toleraré ninguna
intromisión de tu parte ni de la de tu hombre en los asuntos de mi clan
durante ese tiempo.
Una vez más, Iain asiente.
No le agrada en absoluto el acuerdo, pero reconoce que es la mejor
opción dada la situación. Luego se vuelve hacia el escriba, que ha estado
tomando nota de todo el intercambio.
—Asegúrate de que todo esté debidamente estipulado —le ordena con
una voz firme—. Especifica que Catherine será acompañada por Alasdair y
que él está para su protección y no para interferir con los asuntos del clan
MacDonald. Y que su presencia en sus tierras durará exactamente diez días,
ni uno más.
El escriba asiente rápidamente y comienza a redactar el documento
con su pluma. Iain se vuelve de nuevo hacia Liam.
—Lo firmaremos ambos —declara—. Así estarán claras las
condiciones. Cualquier violación de este acuerdo será considerada un acto
de guerra.
Liam gruñe, pero asiente a regañadientes, comprendiendo que no
puede hacer mucho más en esta situación. Es obvio que Catherine ha
conseguido algo que muy pocos han logrado antes: hacer que Iain MacLeod
se muestre vulnerable. Y por lo que parece, él está dispuesto a mover cielo
y tierra para garantizar su seguridad. Incluso contraer matrimonio con ella.
Con un suspiro, Iain vuelve su mirada a Catherine, que permanece a su
lado, fuerte y firme a pesar de la tempestad que se cierne sobre ellos.
Aprieta suavemente su mano en un gesto de apoyo silencioso. Ella le
devuelve el gesto, y él siente un leve alivio.
Después de un rato, el escriba se adelanta con el documento preparado.
Iain le da una rápida ojeada, asegurándose de que todo está en orden, y
luego pasa el documento a Liam, quien lo revisa con una sonrisa triunfante.
Sin embargo, a pesar de su victoria aparente, Iain sabe que esta batalla
está lejos de terminar. Aún quedan muchas luchas por librar, y él no
descansará hasta asegurarse de que Catherine esté a salvo y fuera del
alcance de los MacDonald.
Con un último apretón de manos, los dos líderes sellan el acuerdo. Un
acuerdo tenso, cargado de amenazas y peligro, pero un acuerdo al fin y al
cabo. En el silencio que sigue, solo se escucha el crujir del papel mientras
Liam firma el documento.
Finalmente, se formaliza, y Catherine será la moneda de cambio en
una disputa entre dos clanes rivales. Pero aunque la perspectiva de los días
venideros sea incierta y llena de peligros, Iain MacLeod ha hecho una
promesa.
Y es una promesa que está dispuesto a cumplir, sin importar lo que
cueste. Porque la seguridad de Catherine es, ahora, más importante que su
propia vida. Y defenderá esa promesa, contra todo y contra todos, hasta su
último aliento.
Sin dar tiempo a más disputas, Iain se dirige al ministro Dunbar que
había estado en silencio observando el tenso intercambio. Con un tono que
no admitía objeciones, Iain declara:
—Reverendo Dunbar, esta noche se oficiará la boda. Espero que esté
preparado.
El ministro, cogido por sorpresa, se queda boquiabierto un momento
antes de asentir con la cabeza. Sabe que no es momento para contradecirle.
—Por supuesto, Laird MacLeod. Todo estará listo.
El rostro de Catherine palidece visiblemente ante las palabras de Iain,
pero no protesta.
Ha aceptado ir con los MacDonald para evitar un conflicto mayor. Está
dispuesta a hacer lo necesario para mantener la paz, pero se siente en una
niebla de irrealidad.
—Entonces, es oficial —dice Liam, rompiendo el silencio que se ha
formado—. Catherine será una MacDonald por diez días.
Pero Iain no se deja provocar por las palabras de Liam. En su lugar,
aprieta más fuerte la mano de Catherine y dirige su mirada hacia ella.
—Y una MacLeod para siempre —le dice, sus palabras suenan como
un juramento.
La promesa no dicha se cuelga en el aire entre ellos, un juramento
silencioso de protección y lealtad. Y aunque la noche que les espera será
larga y llena de incertidumbre, Iain MacLeod sabe qué hará todo lo que esté
a su alcance para mantener a salvo a Catherine.
26
Las luces de las velas titilan en la capilla, sus reflejos danzan sobre las
antiguas piedras del lugar, llenándolo todo de un aire místico y atemporal.
Mis dedos se enredan entre sí, una tonta muestra de nerviosismo que
intento disimular.
A mi lado, Iain se erige como un coloso, su presencia impregnando el
aire, tan inamovible como las montañas que rodean Dunvegan.
A través del delicado encaje de mi vestido, siento la lana áspera de su
kilt contra mi piel. Me envuelve el aroma familiar de cuero y brezo, la
esencia del hombre que me reclama como suya.
Siento su calor, a pesar del frío viento que se cuela por las rendijas de
la capilla, y el lento latido de su corazón bajo mi mano me reconforta.
El reverendo Dunbar comienza a hablar, sus palabras resonando en el
silencio de la iglesia. Pero a pesar del reverendo y la pequeña congregación
de MacLeod que han acudido a presenciar nuestra unión, todo parece
desvanecerse hasta que solo quedamos Iain y yo.
Mi corazón palpita con una intensidad que me deja sin aliento.
«¿Cómo ha sucedido todo esto? Solo quería salvar a las personas de
este clan y encontrar mi camino de regreso a casa... Pero ahora, me
encuentro aquí, a punto de convertirme en la esposa de un hombre del siglo
XVIII».
No debería hacerlo, cada fibra de mi ser me grita que pare. Pero
entonces Iain se vuelve hacia mí, sus penetrantes ojos azules se encuentran
con los míos, y veo algo en ellos que me tranquilizan.
Pronuncio mis votos, mi voz tiembla, pero no vacilo.
Iain me mira, su rostro es una máscara de serenidad pero sus ojos
revelan la tormenta de emociones que se agita en su interior.
Cada línea de su rostro, cada luz, cada sombra parece estar tallada a
mano por un artista que buscaba capturar la esencia misma de un guerrero.
Siento un nudo en el estómago al escuchar su voz profunda y grave
diciendo las palabras, comprometiéndose conmigo.
La convicción de su voz hace que mis rodillas se debiliten.
—Prometo ser un marido que te honre, te respete y te ame. Prometo
ser el compañero que necesites, en la salud y en la enfermedad, en la alegría
y en la tristeza. —Las palabras fluyen de sus labios, llenas de sinceridad y
convencimiento, y cada una de ellas me golpea directamente en el corazón.
—Catherine —susurra, su voz apenas audible—, prometo que mientras
viva, no permitiré que nada ni nadie te haga daño. —Las últimas palabras
resuenan en la silenciosa capilla, una promesa susurrada desde lo más
profundo de su alma.
La ceremonia avanza con una suavidad sorprendente, hasta que llega el
momento del intercambio de anillos.
En la cultura celta, los anillos de bodas no son simplemente una
tradición, sino un símbolo de la eternidad. Los anillos se entrelazan, una
representación de dos vidas que se unen en un círculo sin fin.
Mis ojos se ensanchan al reconocer el anillo. Es el que he visto muchas
veces en las manos de Moraq, el de oro, el que está fuertemente ligado al
clan y al mundo Fae. Había asumido que era algo que ella guardaba con
cariño.
Ninguno de los dos duerme mucho esa noche. Antes del amanecer me
siento sobre él y Iain me observa desde abajo con ojos medio abiertos,
somnolientos y sorprendidos, pero claramente divertidos.
―¿De nuevo? ―murmura con voz ronca de sueño y deseo.
Le sonrío, inclinándome para besarle el cuello. Su mano se desliza por
mi cintura hasta situarse en mi cadera, anclándome a él.
La luz pálida del amanecer se filtra a través de la ventana, bañando la
habitación en una luz suave y etérea.
Tomo el control de nuestros movimientos, del ritmo y la intensidad.
Iain me sigue de buena gana, permitiéndome explorar, descubrir lo que me
gusta, lo que le gusta.
Suena un golpe en la puerta.
―¡No! Aún no ―gruñe Iain de malhumor.
―¡Laird, estás solicitado en el salón principal! ―La voz familiar de
Fergus resuena detrás de la puerta cerrada.
Iain bufa y me da un rápido beso en la frente.
―Pueden esperar un poco ―le grita a la puerta.
―¡El sol se está levantando! Los MacDonald están impacientes por
partir.
―Vamos, MacLeod, te estás dejando ordeñar como una vaca ―suena
la voz de Liam burlona al otro lado.
Iain se desliza de debajo de mí con un gruñido, y camina desnudo
hacia la puerta. Sin molestarse en vestirse, la abre un poco y les habla en un
murmullo apenas audible, pero lleno de furia.
Veo cómo sus hombros se tensan, cómo su mandíbula se aprieta
mientras intercambia palabras con los que están al otro lado de la puerta.
Puedo imaginarme las caras de los hombres, sus expresiones de
diversión a pesar de la ira de Iain.
Sin previo aviso, cierra la puerta con un golpe y regresa a la cama.
La luz pálida del amanecer ilumina la habitación, añadiendo un tono
dorado a la piel. Veo cómo se relajan sus hombros, cómo la tensión de su
mandíbula se alivia.
Rueda debajo de mí de nuevo y sus manos se deslizan por mi cuerpo,
reanudando su exploración.
―No tenemos que… ―Mis palabras se desvanecen cuando vuelve a
penetrarme de un solo movimiento brusco y firme, reanudando su dulce
tortura. Un gemido se escapa de mis labios, cortando cualquier objeción que
pudiera tener.
―Vamos a terminar lo que hemos empezado y ni las puertas del
infierno abiertas van a impedirlo.
27
Y solo entonces, una vez que me quedo sola, me permito llorar. Lloro
por el dolor, la humillación y el miedo que sentí. Las lágrimas caen
libremente por mis mejillas, empapando la almohada bajo mi cabeza.
Lloro por la inocencia que he perdido en esta realidad tan dura que me
ha sido forzada a enfrentar. Lloro por la injusticia y la crueldad del mundo,
por la compasión y la bondad que parecen haber sido eclipsadas por la
ambición y el egoísmo.
Lloro por Alasdair, un hombre leal y valiente, castigado por una
decisión que tomó en un momento de extremo peligro.
Lloro por Iain, que lleva la pesada carga de la responsabilidad, forzado
a tomar decisiones difíciles en nombre del deber y la lealtad.
Mis lágrimas siguen cayendo, silenciosas y continuas, incluso cuando
unos brazos fuertes me rodean con cuidado. Se sienten cálidos y
reconfortantes, y me arrullan en un abrazo protector y seguro.
El llanto se detiene poco a poco, convirtiéndose en sollozos silenciosos
que sacuden mi cuerpo. Los brazos me aprietan un poco más, transmitiendo
apoyo y comprensión sin palabras. Una mano acaricia mi cabello, el gesto
es tan reconfortante que un sollozo sale de mi garganta, más de alivio que
de dolor.
No tengo que preguntar para saber quién es. Reconozco su aroma, la
firmeza de su agarre. Iain. Está aquí, conmigo, compartiendo mi dolor en
silencio.
Sé que está enfadado, que tiene preguntas, que exige respuestas. Pero
por ahora, solo está aquí, sosteniéndome mientras el mundo parece
derrumbarse a mi alrededor. No hay palabras de consuelo, no hay promesas
vacías. Solo su presencia, fuerte y constante, proporcionando el apoyo que
necesito.
―Llévame a Dunvegan, Iain. Deja que los MacDonald se ocupen de
sus propios problemas con Liam.
Traga saliva, luchando por encontrar las palabras correctas. Puedo
sentir la tensión en su cuerpo, la lucha interna entre su deseo de venganza y
su necesidad de cuidar de mí.
Se toma un momento antes de responder, su mirada fija en la mía,
como si estuviera intentando leerme, entenderme.
―De acuerdo. Tu bienestar es mi prioridad, siempre lo será. Nos
iremos de aquí tan pronto como puedas viajar.
Mis lágrimas se secan lentamente, mi respiración se calma y mi
corazón encuentra un ritmo más tranquilo. Todavía hay dolor, todavía hay
miedo, pero también hay consuelo. Estoy con Iain de nuevo.
Con eso en mente, cierro los ojos y me permito descansar, sabiendo
que sus brazos son el lugar más seguro del mundo para mí.
30
Duncan, el más mayor entre ellos y quien parece ser un pozo de historias y
leyendas, comienza a hablar mientras alimenta el fuego de la hoguera. Las
llamas danzan en sus ojos cansados, proyectando sombras que se retuercen
sobre el suelo como serpientes. El grupo escuchaba en silencio la historia de
El mapa de los caminos perdidos.
―El mapa ― comienza―, no es un mapa ordinario. Fue creado por el
primer jefe del clan MacLeod, Leod, quien era conocido no solo por su
fuerza en batalla sino también por su astucia. Se decía que podía ver rutas y
caminos que otros no podían. De este don surgió el mapa, creado con la
intención de que siempre pudiera haber un camino para los MacLeod, sin
importar lo perdidos que estuvieran.
―El mapa de los caminos perdidos ―continúa Duncan―. Muestra
rutas ocultas, pasadizos secretos, atajos desconocidos, todo trazado por la
misma mano de Leod. Pasó de generación en generación, usado en tiempos
de guerra y paz, y se convirtió en un tesoro para nuestro clan.
Iain, con su espalda firme contra el tronco de un árbol, sostiene a
Catherine entre sus piernas con la espalda de ella sobre su pecho.
A pesar de la proximidad de su cuerpo, una sensación de distancia le
invadía. Su corazón parecía bombardear un tambor de guerra dentro de su
pecho. No sólo luchaba contra una maldición ancestral, sino también contra
su propia tormenta interna, ahora que sabía la verdad sobre ella.
La idea de que Catherine venía de otro mundo, de otra realidad, a
veces parecía demasiado surrealista para digerir.
Pero mirarla a los ojos, sentir su calidez, escuchar sus palabras llenas
de sabiduría y valor, le dejaba sin dudas. Sin embargo, la admisión había
abierto una grieta en su corazón, una grieta que amenazaba con convertirse
en un abismo si no la cuidaba.
Desde que había empezado a anhelarla, creía que una vez la hiciera su
esposa, sería suya y sus desvelos llegarían a su fin, pero ahora lo dudaba
profundamente. Catherine no le pertenecía. No era de ese mundo, su
mundo. La idea de que hubiera sido enviada para él, para amarla, para
hacerla feliz, para construir una vida juntos parecía más un sueño a medida
si pensaba en ello detenidamente.
Tenía miedo y Iain MacLeod no le temía a nada.
―¿Y cómo se perdió el mapa? ¿Por qué solo ahora lo hemos buscado?
―le pregunta a Duncan con su curiosidad habitual y esa habilidad para
indagar en todo con un pensamiento mucho más rápido que el de cualquiera
de ellos.
La mano de ella descansa suavemente sobre la de él mientras juega
con sus dedos sobre su regazo.
Duncan sonríe misteriosamente antes de responder.
―El mapa nunca se perdió, simplemente se ocultó. Se dice que el mapa
solo puede ser encontrado cuando es realmente necesario. Cuando los
MacLeod enfrentan una prueba que no pueden superar sin él. Y ahora,
parece, es ese momento.
La palabra prueba golpea a Iain como un puño en el estómago.
Están siguiendo un camino trazado para ellos hace siglos, buscando
respuestas en los misterios del pasado del clan para enfrentar los desafíos
del presente y la llave para resolverlos está en alguien del futuro.
Con la leyenda de Duncan todavía resonando en los oídos, el grupo se
queda en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. El fuego
chisporrotea y cruje, iluminando los rostros y creando largas sombras que
danzan en el suelo.
Catherine, aún apoyada contra él, se gira ligeramente y su mirada se
encuentra con la de Iain.
―Es muy posible que el último objeto sea el que nos indique cómo
realizar el ritual. ¿Crees que…?
―¿Si será peligroso? ―pregunta, completando su frase. Sus palabras
cuelgan en el aire como un presagio ominoso. El silencio parece engullir su
miedo y multiplicarlo, llenándolo de una angustia insidiosa.
―Los rituales de redención, de penitencia, de los antiguos druidas
suelen conllevar un sacrificio ―le explica Catherine.
La palabra sacrificio retumba en su cabeza.
―¿Qué tipo de sacrificios, Catherine?
―Bueno, los antiguos celtas tenían unas creencias sobre la forma de
vida y de muerte muy distinta a la nuestra. Sus credos implicaban que la
muerte no era un final, sino más bien una transición hacia otra forma de
existencia. Por eso, en ciertas ocasiones, recurrían a los sacrificios de vida.
El rostro de Iain se oscurece, pero le da un apretón de mano
tranquilizador a Catherine para indicarle que debe continuar. Ella toma aire
y sigue:
―Estos sacrificios podían implicar tanto a humanos como a animales.
Se creía que el individuo o animal sacrificado serviría como intermediario
entre los dioses y los humanos, como un mensajero que llevaría las
peticiones del pueblo a los dioses. En ese sentido, era un honor ser
seleccionado para este rol.
Iain se tensa ante su declaración. La idea de un sacrificio humano es
algo que le perturba profundamente. Sin embargo, Catherine se apresura a
añadir:
―Sin embargo, no todos los sacrificios resultaban en la muerte.
Algunos eran más simbólicos, como un matrimonio sagrado en el que una
sacerdotisa se unía simbólicamente a un dios. Podría ser que el ritual
requiera de un sacrificio en este sentido, más simbólico que literal.
Pero a pesar de su intento por minimizar el peligro, las palabras de
Catherine cuelgan en el aire, llenas de posibilidades temibles. Iain escucha
su explicación en un silencio mortal, su rostro duro como una máscara
mientras lucha por mantener la calma.
―En este contexto, el sacrificio podría ser un compromiso de proteger
y servir a la tierra y a su gente. Una promesa de poner los intereses de los
demás por encima de los propios. Esa también es una forma de sacrificio.
Hay un tormento palpable en los ojos azules de Iain, una tempestad de
miedo y desesperación que trata de mantener a raya.
Teme lo que el futuro pueda traer, no solo para él, sino especialmente
para Catherine.
Cuando finalmente estoy sola con Iain, le doy una sonrisa agradecida.
―Gracias ―le digo, porque aunque no necesito que nadie me
defienda, es reconfortante saber que alguien está dispuesto a hacerlo.
Iain asiente, aunque puedo ver que no está completamente convencido.
Me mira con una expresión llena de preguntas. Pero en lugar de
verbalizarlas, simplemente se acerca y me abraza.
―Andrew ha dejado embarazada a Emily y no piensa
responsabilizarse del niño, Iain ―le explico.
Él me mira con una expresión grave, sus labios se aprietan hasta
formar una línea dura
―Hablaré con él, pero… debes entender que es muy posible que
Andrew se desentienda ―explica con una voz resignada―. Él pertenece a
la nobleza británica. No es común que asuman responsabilidades por una
criada escocesa con la que han compartido lecho unos pocos días.
Un destello de ira me atraviesa y alzo la voz, mi tono cargado de
sarcasmo.
―¡Oh! Genial. Después de todo, solo es su hijo ¿verdad?
Iain levanta una mano en un gesto defensivo.
―No digo que esté bien, Catherine ―asegura, con un tono cansado―.
Solo te pongo en contexto de cómo suelen ser estas cosas aquí.
Un pensamiento terrible me viene a la mente y, sin pensar, se escapa de
mis labios.
―¿A ti también te ha ocurrido eso? ¿Tienes algún hijo por ahí del que
no te responsabilizas?
Iain parece aturdido por la pregunta.
―¡No! Claro que no. ¿Por quién me tomas?
Siento un amargo disgusto al ver la indiferencia en su actitud.
―Es que no veo que te importe realmente lo que les ocurre a las
mujeres vulnerables en este castillo ―le reprocho, mi voz apenas un
murmullo―. Esto ha ocurrido bajo tu techo y no has hecho nada para
evitarlo.
Iain se cruza de brazos, una dura expresión en su rostro.
―Es por esto por lo que es importante mantener las tradiciones y la
castidad antes del matrimonio. Consideras que es una forma de limitar a una
mujer, pero también se hace como protección, para evitar los embarazos no
deseados.
Le miro, sorprendida y enfadada.
―¿Ahora resulta que solo es culpa de Emily? ¿Acaso Andrew no tiene
ninguna responsabilidad en todo esto?
Se produce un silencio tenso. Iain entrecierra los ojos, frunce el ceño y
se pasa la mano por la barba incipiente, perdido en sus pensamientos.
―Claro que Andrew tiene responsabilidad en esto, Cat ―comienza,
escogiendo sus palabras con cuidado―. Pero no puedes ignorar que Emily
también tomó una decisión. En este mundo, hay consecuencias para
nuestras acciones.
La indignación se agudiza en mi pecho.
―¿Así que estás diciendo que ella se lo buscó? ¿Que quería quedarse
embarazada y ser abandonada en un mundo que la señalará y le dará la
espalda?
El rostro de Iain se endurece, como si mis palabras le hubieran
golpeado.
―No es eso lo que estoy diciendo ―dice, sus palabras deliberadas―.
Estoy hablando de los riesgos que uno asume cuando elige un camino
determinado... la promiscuidad...
―¡Promiscuidad! ¿Ahora resulta que Emily es promiscua? ¡Está
enamorada de él! ―exclamo, la incredulidad y la ira me atraviesan como un
rayo.
Iain levanta las manos en un gesto de calma.
―Eso no es lo que he dicho. Estoy hablando de los riesgos. Los
mismos que corriste tú cuando decidiste no llegar virgen a nuestro
matrimonio.
Las palabras de Iain me golpean como un puñetazo en el estómago.
―¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Que soy promiscua?
Iain se queda sin palabras por un momento, luego responde.
―Catherine...
No le dejo terminar, las palabras brotan de mí, encendidas por una ira
incontenible.
―No, déjame hablar. ¿Cómo te atreves a juzgar a Emily y a mí por
nuestras decisiones cuando tú mismo te has aprovechado de la falta de
opciones de las mujeres en este tiempo?
Iain parece tomado por sorpresa, sus ojos se abren un poco.
―No me he aprovechado de...
Interrumpo sus palabras, mi voz resuena con fuerza a través del cuarto.
―¡Por supuesto que lo has hecho! Has asumido que tú tienes derecho
a decidir por nosotras, a dictar nuestras vidas, a controlar nuestro cuerpo...
Iain se pone de pie con un movimiento brusco.
―Por el amor de Dios. ¡Basta, Catherine! ¿Realmente crees que yo
controlo algo de ti? ¿Qué alguien en su sano juicio puede intentarlo si
quiera? ― La voz de Iain retumba en la habitación, llenando el espacio con
su furia―. Esto no tiene nada que ver con el control. Tiene que ver con la
responsabilidad. Con las consecuencias de nuestras acciones.
Dejo escapar una carcajada amarga, una risa que no contiene ni un
ápice de alegría.
―¿Responsabilidad? ¿Consecuencias? ¿Eso es lo que le dirías a
Emily? ¿Es eso lo que me estás diciendo a mí ahora?
Sus ojos azules centellean con una intensidad helada mientras aprieta
la mandíbula.
―No me estás entendiendo, Catherine ―murmura, su voz tensa―. No
estoy justificando a Andrew ni echando la culpa a Emily. Simplemente,
estoy diciendo que ambos sabían a qué se exponían. Y eso... eso te incluye
a ti también.
Las palabras de Iain me golpean como un torrente, dejándome atónita.
Un amargo nudo se forma en mi garganta, y me doy cuenta de la
profundidad de sus emociones, algo que hasta ahora había evitado enfrentar.
―¿Estás diciendo... estás insinuando que merezco alguna clase de
castigo por no haber llegado virgen a nuestro matrimonio? ―Logro
articular, mi voz temblorosa con la revelación.
La mirada de Iain se suaviza momentáneamente, una mezcla de
sorpresa y arrepentimiento cruzando su rostro.
―No, eso no es lo que...
―Entonces, ¿qué estás diciendo, Iain?
Hay una pausa, un momento cargado de tensión, antes de que
finalmente se despoje de su escudo, su voz resuena con una fuerza cruda y
emotiva.
―¡Odio cada minuto que pasaste en los brazos de otro hombre! ¡No
soporto la idea de que tú también estuvieras enamorada de él y que por eso
te entregaste! ―Las palabras de Iain retumban en el aire, cortantes y
crudas. Mi pecho se contrae y siento como si hubiera perdido la capacidad
de respirar.
―¿Estás celoso? ―logro murmurar, mis palabras apenas un susurro en
comparación con la tormenta que acaba de desatar.
Los ojos de Iain se entrecierran y aprieta la mandíbula, la furia emana
de él en olas casi palpables.
―¡No estoy celoso, estoy furioso! Furioso porque tuve que compartir
algo que debió haber sido solo mío. Furioso porque, por más que lo intente,
no puedo olvidar que estuviste con otro antes y que probablemente lo que
haces conmigo lo harías con él también.
El dolor en su voz es tan agudo que me corta la respiración. Las
lágrimas amenazan con desbordarse de mis ojos, pero me obligo a mantener
la vista clavada en él, a no apartar la mirada.
―No puedes castigarme por mi pasado, Iain. No puedes culparme por
vivir mi vida antes de conocerte ―mis palabras flotan entre nosotros,
teñidas de un resentimiento amargo.
Iain me mira, la rabia aún visible en sus ojos pero su voz se vuelve
más suave cuando responde.
―No te estoy castigando, Catherine ―replica con cautela―. Estoy
lidiando con mis propios demonios, nada más.
―Pero estás dejando que tus demonios nos lastimen a ambos ―le
digo, una lágrima finalmente deslizándose por mi mejilla―. No merecemos
esto, Iain. Merezco tu comprensión, no tu rencor.
Por un momento, un silencio tenso se apodera de la habitación, solo
roto por el suave susurro de mi respiración entrecortada. Entonces, Iain deja
escapar un profundo suspiro y pasa una mano por su cabello revuelto.
―Tienes razón ―admite finalmente, su voz cargada de un cansancio
que parece surgir desde lo más profundo de su alma―. Necesito aprender a
lidiar con esto...
Su mirada baja hasta el suelo, sus ojos oscuros y tormentosos evitando
los míos. Su mandíbula se tensa y se afloja, las palabras que vienen después
las suelta como si costara un gran esfuerzo pronunciarlas.
―Y no...no debería dejarte soportar las consecuencias de mis propios
miedos e inseguridades. Lo siento.
Hay un silencio y luego, Iain lleva una mano a su rostro, restregándolo
en un gesto de exasperación antes de pasar los dedos por su espeso cabello
dorado.
―Lo siento mucho, Cat. ―Sus palabras se sienten más pesadas esta
vez, teñidas de un arrepentimiento profundo―. No es tu pasado lo que me
asusta, sino la posibilidad de tu futuro... y el terror a no estar ahí para
compartirlo contigo.
Exhalo con fuerza.
―¿Y si te dijera que quiero quedarme? ¿Qué no quiero volver?
La expresión de Iain se vuelve rígida, como si estuviera intentando
procesar mis palabras. Su rostro se ilumina con una sorpresa silenciosa y su
boca se entreabre ligeramente, buscando las palabras adecuadas.
―¿Estás segura? ―pregunta finalmente, con tono suave.
Mis palabras se desvanecen en el aire, dejando un silencio cargado
entre nosotros. Iain me mira, su rostro marcado por la sorpresa.
―Bueno, lo estaba hasta hace un momento —admito, sintiendo cómo
una sonrisa irónica se curva en mis labios, dando un giro inesperado a la
tensión palpable en la habitación.
Iain parece sacudido por mis palabras, un atisbo de temor brillando en
sus ojos.
―No, no, no, no puedes cambiar de opinión ahora. Reconozco que soy
un idiota y no merezco tu perdón, pero… ―sus palabras se desvanecen,
flotando en el aire como una promesa a medio formular.
Interrumpo su discurso, mi voz se eleva, llena de la convicción que he
estado reuniendo durante todo este encuentro.
―Pero dejemos una cosa clara. No soy tuya. No te pertenezco.
El silencio vuelve a caer sobre nosotros, interrumpido sólo por el
crujido ocasional de la madera bajo nuestros pies. Entonces, con una
suavidad que no esperaba, Iain asiente.
―Sí ―dice, y algo en su tono me hace levantar la vista para encontrar
su mirada.
―¿Sí qué? ―pregunto, mi confusión evidente en cada palabra.
Iain me mira directamente, sus ojos llenos de una determinación que
corta la respiración.
―Que eres mía, Cat —afirma con su voz baja pero firme—, y yo soy
solo tuyo. Siempre.
Se queda en silencio, respirando hondo antes de continuar. Sus
siguientes palabras están imbuidas de una emoción palpable, acentuando
cada sílaba, cada significado.
―Tienes razón en que no importa el pasado, porque tus decisiones te
han traído hasta aquí, hasta mí, y eso es lo que cuenta —prosigue, su voz
llena de una mezcla de ternura y fervor—. Todo lo que nos ha sucedido
hasta ahora nos ha llevado a este punto. A nosotros. Tú y yo.
Las palabras flotan en el aire, una verdad inmutable que parece llenar
cada rincón de la habitación. Me encuentro paralizada por la intensidad de
su declaración, por la forma en que parece resonar hasta en lo más profundo
de mi alma. Iain y yo. Siempre.
—Hablarás con Andrew —afirmo, cruzándome de brazos.
—Lo haré —asiente Iain con seriedad—. Aunque no se case con ella,
le obligaré a hacerse responsable y garantizarle a Emily y a su hijo una
buena vida.
Esbozo una sonrisa a pesar de la tensión que aún palpita en el aire. La
determinación de Iain, su compromiso para corregir lo que está mal, eso es
parte de lo que amo de él.
—Buen chico —murmuro, suavizando mi tono.
Iain se ríe ante mi comentario, su risa rompiendo la tensión en la
habitación.
―Ahora sé una buena esposa y dale algo de consuelo a tu esposo ―
dice, su voz baja y llena de promesas.
Sin decir una palabra más, me acerco a él, extendiendo una mano para
acariciar su mejilla. Él la toma entre las suyas, llevándola a sus labios y
depositando un beso ligero y tierno.
―En mi mundo, hoy dormirías en el sofá, MacLeod ―respondo,
aunque mi voz sale más suave de lo que pretendía, la tensión y la emoción
del momento aún evidente entre nosotros.
Él alza una caja desconcertado.
―Algo parecido a dormir solo en el granero o en los establos.
Iain suelta una risa baja, un sonido suave y cómodo que aligera el
ambiente en la habitación.
―Por suerte para mí, estamos en mi castillo, Cat ―responde, su
mirada llena de cariño y humor―. Y en mi castillo, la esposa del Laird
consuela a su esposo en la misma cama… Claro que también la esposa tiene
derecho a exigir una compensación si resulta que el Laird no ha sabido estar
a la altura.
―¿Y qué tipo de compensación podría reclamar esa esposa por un
comportamiento horrible?
―¿Muy horrible?
Asiento con la cabeza fingiendo seriedad.
―Ha insinuado que soy promiscua con tono de reproche… ―le
digo―. Ese hombre se merece arrodillarse ante su dama.
Iain ríe ante mi sugerencia, su risa resonando en la habitación antes de
que sus ojos encuentren los míos, llenos de promesa y un destello travieso.
―Oh, estoy seguro de que ese hombre lo haría sin pensarlo dos veces
―dice con una sonrisa canalla―. Pero solo si su dama está dispuesta a
aceptar lo que eso significa.
La habitación se llena con una nueva tensión, una que no tiene nada
que ver con discusiones ni malentendidos. Es un recordatorio de la
conexión que compartimos, algo más allá de palabras y acciones. Algo que,
a pesar de nuestras diferencias, nos une y nos hace más fuertes.
Una sonrisa juguetona se dibuja en mis labios, incluso cuando mis
mejillas se tiñen de rojo ante sus palabras.
―Bueno, supongo que su dama podría estar dispuesta a considerarlo
―Mi voz apenas un susurro mientras mis ojos se encuentran con los suyos.
Iain da dos pasos hacia mí al acecho e inevitablemente yo retrocede
dando con mis piernas en la cama y cayendo de culo sobre el colchón.
Sus ojos se estrechan ligeramente con una mezcla de intriga y
anticipación cuando sus rodillas caen al suelo a la vez y sus manos
comienzan a ascender bajo mi falda por mis muslos
―Promete que nunca olvidaremos esto ―me dice cuando sus dedos
alcanzan su objetivo entre mis piernas―. Que no importa lo que ocurra o lo
difícil que pueda ser... siempre recordaremos quiénes somos y lo que
significa eso para nosotros. Lo que nos hacemos sentir el uno al otro cuando
solo eso tiene valor.
Las palabras flotan entre nosotros, la verdad de ellas pesada y real. Y a
través de todo, su mirada nunca abandona la mía, su silencio lleno por
palabras que ningún idioma puede expresar mientras introduce su dedo en
mi sexo con fuerza.
Mis labios se abren en una muda exclamación de sorpresa y placer, mi
aliento irregular llenando los huecos de las piedras de la habitación.
―Promételo, Cat ―me ordena sacando y metiendo su dedo con fuerza
una vez más.
―Lo prometo ―susurro, mi voz temblorosa y mi cuerpo ardiendo
bajo su hábil toque―. Siempre lo recordaré, Iain.
Las manos de Iain son insistentes pero tiernas, levantando lentamente
el borde de mi falda hasta que la tela descansa en mi regazo. Su mirada
nunca abandona la mía, un abismo azul lleno de promesas y deseo. Me
siento vulnerable bajo esa intensa mirada, pero también tremendamente
poderosa. Es un juego de equilibrios que nos mantiene en el filo, a ambos,
perdidos en la intensidad del momento.
Las yemas de sus dedos recorren el borde de mis rodillas, provocando
un escalofrío que recorre toda mi columna. Su toque es ligero pero firme,
una contradicción que solo él parece dominar.
―Abre las piernas, Cat ―me ordena, su voz baja y ronca, cargada de
una tensión palpable.
Obedezco, separando mis muslos lentamente. Su mirada sigue el
movimiento, devorándome con la mirada mientras sigue de rodillas frente a
mí.
Hay una adoración en sus ojos que me llena de calor, un deseo que
alimenta el mío propio.
La anticipación crece, palpable entre nosotros, a medida que la
respiración de Iain se vuelve audible, cálida y temblorosa contra mi sexo ya
húmedo.
El mundo parece detenerse, los latidos de mi corazón resuenan en mis
oídos, llenando el silencio con su constante tamborileo.
Y entonces lo siento.
Su lengua se desliza entre los pliegues, un trazo lento y deliberado que
arranca un gemido de mi garganta. Cierro los ojos, arqueando ligeramente
la espalda ante el increíble contacto.
Iain se mueve con cuidado, su lengua traza figuras intrincadas que me
dejan jadeando y retorciéndome bajo sus manos.
Los sonidos guturales de placer que se escapan de mis labios son la
única banda sonora en la habitación, intercalados con la respiración
entrecortada de Iain, que se vuelve cada vez más profunda y desesperada.
Con una precisión tortuosamente perfecta, la punta de su lengua da
toques sutiles a mi clítoris, enviando ondas de placer que recorren mi
cuerpo. El mundo se vuelve borroso y todo lo que puedo sentir es a Iain, el
calor de su boca, la habilidad de su lengua, la presión constante y exacta
que aplica en el lugar correcto. Su lengua se hunde más profundo y sus
labios succionan y besan mi clítoris.
Justo cuando creo que no puedo soportar más, siento cómo dos de sus
dedos se introducen en mi interior, un movimiento tan sorpresivo que mi
respiración se detiene por un momento. Cada embestida de sus dedos me
acerca más y más al precipicio, a ese abismo delicioso del que no quiero
huir.
―Oh, Dios, esto es tan bueno ―grito impulsivamente.
―No dejo de pensar que hemos sido diseñados para enamorarnos y tener
que hacer este sacrificio, o sea, ¿fue antes o después? ¿Vine a esta época
con el conocimiento de que me enamoraría del fiero laird MacLeod o
fuimos señalados antes con esa finalidad?
―¿Eliges a las ovejas que llevarás al matadero antes de que nazcan?
―me responde él con acidez.
Miro a Iain, asombrada por su amargura. Su habitual mirada intensa ha
adoptado un tinte de angustia y la dureza de sus palabras me sacude como
un golpe físico. Me duele verlo así, tan desolado.
Así que caminamos por el mercado del pueblo de Dunvegan, unidos
por el dolor y la esperanza, buscando en el rostro del otro algún consuelo,
alguna forma de superar el miedo que ahora nos une más que nunca.
Caminamos en silencio, observando la vida cotidiana del pueblo que
ahora se siente tan extrañamente lejano. Los puestos de frutas y verduras,
los pescadores que regresan del mar, los niños que corren por las calles,
riendo y jugando, ajenos a nuestra desesperación. Todo ello parece extraño,
como si estuviéramos atrapados en un tiempo y lugar que ya no
reconocemos.
―Creo que, en el fondo, la idea de separarnos no te desgarra tanto
como a mí. ― Su tono es amargo, y la sombra que oscurece sus ojos
profundiza la herida en mi pecho―. Después de todo, retornarás a tus
comodidades, a desfilar en trajes escasos que apenas cubren tu piel, a
compartir tu lecho con otros hombres sin la presión de casarte...
Iain se burla, pero su risa carece de calor. Es un sonido vacío que
reverbera a través de la plaza del mercado, distorsionando el bullicio a
nuestro alrededor.
―No hace tanto tiempo que te aterraba la idea de estar encadenada a
mí y te horroriza la idea de formar una familia conmigo, de llevar una vida
en la que tú no tienes el control. Entonces, supongo que debes estar eufórica
ahora, Catherine. ―Iain arrastra mi nombre en sus labios como si cada
sílaba fuera una espina que se clava en su lengua―. Has descubierto cómo
volver a tu antigua vida. Debes estar aliviada.
El mundo parece detenerse alrededor de nosotros. Los comerciantes
regateando, los niños corriendo y riendo, el chirrido de las ruedas de los
carros, todo se desvanece hasta que solo quedamos Iain y yo, envueltos en
una burbuja de dolor palpable. Su mirada es como el acero, fría y dura, y
me duele mirarla, pero no puedo desviar los ojos.
―Habla tu dolor, no tú, Iain ―digo. Las palabras salen temblorosas,
llenas de una tristeza profunda.
Su respuesta es un gruñido, una confesión desnuda de su sufrimiento.
―Sí, exacto. Dolor… dolor profundo, cruel y patético. Eso es lo que
siento. ―Su voz es ronca, rasgada por la intensidad de sus emociones.
Pone sus manos sobre sus caderas y desvía la mirada para que no
pueda ver la tormenta en sus ojos, un fiel reflejo de su conflicto interior.
―Mientras tú… ― su voz se quiebra un poco y se detiene para tragar,
antes de continuar con un filo que nunca había escuchado en su tono
antes― te debates en teorías que no tienen ningún sentido para mí ni me
importan.
La crudeza de sus palabras duele, pero me niego a entrar en esta
debacle de rencores y reproches.
―Eres un guerrero, Iain ―le digo, buscando su mirada―. Siempre te
has enfrentado a lo imposible y has salido victorioso. No estamos perdidos.
No todavía.
Se gira para mirarme, su mirada se ablanda un poco, pero la amargura
sigue ahí. Como si la idea de rendirse, de rendirse a esta cruel realidad que
hemos descubierto, fuera insoportable para él. Y de alguna manera, también
lo es para mí.
Con un resoplido, me cubro la cara con las manos, antes de
restregarlas con fuerza.
―Esto es lo que soy, Iain. Busco teorías, analizo datos y hechos para
comprender. Estoy convencida de que al entender las cosas, al estudiar
profundamente las razones, encontraré una solución.
Mis palabras cuelgan en el aire, una oferta silenciosa de esperanza en
medio de nuestra desesperación.
Iain me observa durante un instante, sus ojos claros cerrados ya a
cualquier emoción que pueda reflejarse en ellos.
Suspiro profundamente antes de decir.
―Mientras tanto. Aprovechemos el tiempo juntos.
―Ese whisky tenía diez años. Podías haber elegido algo menos
valioso, Cat ―me comenta en tono de broma mi señor esposo cuando se
tumba en la cama a mi lado y me atrae a sus brazos.
Restriego mi cara por la piel de su pecho y el nudo que llevo en el mío
se desata bajo el calor de su cuerpo y rompo a llorar.
―Quiero que sepas que hablé con él y me prometió que le garantizaría
un hogar y una manutención para su hijo.
―Supongo que no pudo soportar pensar en la presión social a la que se
vería abocada.
―¿Por qué te afecta tanto? ―me pregunta.
―Porque es injusto, porque la muerte a mi alrededor me afecta,
porque la vida debería ser más fácil, más plena y feliz para todos y me
duele cuando no es así.
Siento su brazo apretándome contra él, sus dedos pasando por mi
cabello, un gesto de consuelo que me resulta dolorosamente familiar.
―Estoy enfadada ―continúo, mi voz apagada contra su pecho―.
Estoy enfadada con Andrew por su indiferencia, con Emily por su
desesperación. Estoy enfadada porque me siento impotente.
―No puedes salvarlos a todos.
―Lo sé ―digo, mi voz apenas audible―. Pero eso no hace que sea
más fácil. Solo hace que me sienta más impotente. Es como... como si
estuviera en medio de un bosque en llamas, y todo lo que tengo es un
pequeño cubo de agua. No importa cuánto lo intente, no puedo detener el
fuego.
Mis palabras se desvanecen en el silencio que se instala entre nosotros.
Puedo sentir su mirada en mí, inescrutable y profunda. En su abrazo, hay un
consuelo que no se puede expresar en palabras, y es en ese momento
cuando me doy cuenta de cuánto he llegado a depender de él. Lo fácil que
es para mí apoyarme en su consuelo para cualquier situación.
―¿Crees en la vida después de la muerte? No sé qué religión profesas.
Nos casamos por el rito presbiteriano sin que te lo preguntara. ¿Hay fuertes
creencias en tu tiempo?
Me aferro a Iain con fuerza mientras las lágrimas siguen fluyendo. Sus
palabras me hacen reflexionar, y tomo un momento para recomponerme
antes de responder.
―No tengo una religión específica, Iain. Crecí en un entorno secular y
siempre he tenido una mente abierta en cuanto a las creencias espirituales.
Sin embargo, sí creo en algo más allá de esta vida. Creo en la energía que
trasciende y en la conexión eterna entre las almas. No creo en un cielo o un
infierno en el sentido tradicional, pero quiero creer que hay un lugar de paz
y amor al que vamos después de la muerte.
Iain acaricia mi cabello con ternura, tratando de consolarme.
―Me encanta escucharte hablar. Es como si te hubieras formado una
opinión reflexiva sobre todo y siempre me sorprendes y me quedo fascinado
con tu forma de entender el mundo. Creía que tendría tiempo para
escucharlas todas y ahora siento una enorme urgencia por conocer todos y
cada uno de tus pensamientos antes de… que nos separemos.
Extiendo mis dedos por su estómago y lo acaricio lentamente entre las
ondulaciones de sus músculos.
―Prométeme que no habrá ningún otro hombre en tu vida.
Sus palabras me sorprenden, me toman desprevenida.
―¿Qué? Podría hacerlo ahora con la seguridad de que no podría amar
a nadie más como te amo a ti, pero no puedo hacerte una promesa así.
Su mirada se endurece, aunque no hay nada de reproche en ella.
―¿Por qué no? Yo sí sé que no podrá haber ninguna otra.
Mi corazón se desgarra al escuchar sus palabras.
―No, no quiero eso, Iain. Tú quieres una familia, hijos. Ya no habrá
maldición cuando me vaya y yo quiero que seas feliz y que tengas una vida
plena.
La sombra de la tristeza se cierne sobre la figura de Iain, y sus ojos de
un azul profundo brillan con una mezcla de amor y desesperación.
―Anhelaba una familia contigo. Tal vez una pequeña Cat con tus ojos
curiosos, tan turquesas como los estanques de verano, una pequeña niña que
volvería loco a cualquiera con sus preguntas y su lengua afilada.―Sus
palabras resuenan en la habitación, cada eco una nota de amor y pérdida
que se estrella contra las paredes de piedra.
Las palabras de Iain son una flecha que atraviesa el aire, un dardo
afilado de esperanza y anhelo que me atraviesa el pecho, dejándome sin
aliento. Puedo verlo todo tan claramente: nuestra pequeña familia, llena de
amor y risas, con Iain a la cabeza, siendo un padre amoroso y protector,
orgulloso de sus hijos.
Mis ojos recorren la misiva en manos de Iain, una carta formal y distante
de los MacDonald de Eigg. La negación del permiso para acceder a la isla
está clara y cortante como una navaja de afeitar.
Iain deja la carta sobre la mesa, su expresión serena pero en sus ojos se
nota una determinación feroz. Me encantaría creer que es suficiente, que su
voluntad puede desafiar las reglas tácitas que rigen este tiempo, este lugar.
―No importa ―dice con voz firme―. Encontraremos otra forma. Si
los MacDonald de Eigg piensan que pueden frustrar nuestros planes con un
simple pedazo de papel, se equivocan.
No puedo evitar sentir una punzada de admiración por él. Incluso
frente a las adversidades, su espíritu de lucha no se desvanece. Pero
también siento un miedo creciente. ¿Cuántos obstáculos más tendremos que
superar? ¿Y cuánto tiempo nos queda?
―¿Y si hablamos con Lachlan MacDonald? Creo que es un hombre
razonable ―le propongo.
―Dejó una buena impresión en ti ¿verdad? ―me pregunta encerrando
los ojos.
Asiento, recordando el encuentro con Lachlan MacDonald.
―Sí, nos encontramos en una situación bastante tensa, pero demostró
ser un hombre prudente y comprensivo, al menos en ese momento. No sé si
estará dispuesto a ayudarnos ahora, pero creo que vale la pena intentarlo.
Iain lanza una mirada de soslayo, su ceño se frunce ligeramente.
―Antes de ese día, su hermano estaba dispuesto a hacerte daño y él no
intervino. Sí, al final te permitió ir, pero eso no significa que deba confiar
plenamente en él.
―No lo creo, Iain. Creo que se sorprendió sinceramente al ver lo que
estaba ocurriendo.
Niega con la cabeza.
―Las negociaciones entre unos y otros podrían alargarse más allá de
Samhain.
―¿Qué alternativa nos queda?
La sonrisa torcida de Iain, además de sexy, es absolutamente diabólica
con lo que sé que no está pensando en nada bueno.
―¿Qué propones?
―Colarnos en Eigg. El ritual debe hacerse de noche ¿verdad? No nos
verán.
El audaz plan de Iain tiene el potencial de agravar las tensiones entre
los clanes si se descubre, pero también podría ser nuestra única oportunidad
de cumplir con el ritual. Los riesgos son altos, pero lo mismo ocurre con las
posibles recompensas.
Nos dedicamos el resto del día a planificar nuestra incursión en Eigg,
marcando rutas, estudiando la mejor manera de movernos sin ser detectados
y el mapa de los caminos escondidos nos resulta indispensable para ello.
―Iain… ¿qué les diré a los demás? ¿Qué razón voy a darle a tu madre
para justificar mi marchar? Creerán que te abandono.
―Cat, no quiero que mientas. No quiero que nadie piense que
abandonas este lugar o a su gente ―dice Iain con una seriedad inusual. Sus
dedos acarician mi rostro, capturando una lágrima solitaria que ha logrado
escapar―. Quiero que sepan la verdad. Quiero que comprendan el
sacrificio que estás haciendo por nuestro clan.
Trago con dificultad, el nudo en mi garganta amenaza con ahogarme.
―Iain, eso es... es demasiado. Podrían no entenderlo, podría
asustarles...
Él aprieta su agarre alrededor de mis manos, y sus ojos azules se
vuelven tan intensos que se asemejan a un cielo de verano sin nubes.
―Ellos son mi gente, Cat. Son duros y resistentes. Si hay algo que
respetan es el sacrificio y el valor. Y tú estás demostrando más valor que
cualquier guerrero que haya pisado estas tierras.
Desvío la mirada, incapaz de sostener la intensidad de la suya. Iain
levanta mi rostro con dulzura, obligándome a mirarlo a los ojos de nuevo.
―No quiero que te vayas en silencio, Cat. Quiero que te vayas con los
honores que mereces, como la valiente y noble mujer que eres. Quiero que
sepan que te estás sacrificando por todos nosotros.
El amor y la admiración que veo en sus ojos hacen que mi corazón se
retuerza de dolor. Asiento con la cabeza, aunque las palabras se me niegan.
Iain parece entenderlo, ya que me envuelve en sus brazos y me mantiene
allí, permitiéndome llorar por todo lo que estoy a punto de perder.
―Ya sospechan que eres de otro mundo, un hada. Solo deja que
saquen sus propias conclusiones ―me sugiere Iain con una media sonrisa
que percibo en su voz, como si eso hiciera todo más fácil.
Mis cejas se fruncen ante la idea, todavía sintiendo la pesadez de la
realidad.
―¿Quieres que piensen que me voy porque mi tiempo en este mundo
ha terminado? ¿Eso no les asustará?
Iain se encoge de hombros, pareciendo indiferente a cómo la gente
podría interpretar mi partida.
―Las leyendas de hadas siempre han formado parte de nuestra cultura,
Cat. Ellos entienden que las criaturas mágicas vienen y van según sus
propios designios.
Me paso las manos por el cabello, sintiendo la realidad de la situación
desgarrándome.
―Iain, no estoy segura de que pueda hacer esto. Todo parece tan...
definitivo.
Me toma de las manos, su toque es firme pero su mirada es suave.
―No tienes que hacer nada que no quieras, Cat. Pero creo que te
mereces el reconocimiento y el respeto de todos por el sacrificio que estás
haciendo. Y, a su manera, ellos entenderán.
No me doy cuenta de cuánto me he integrado en la vida del castillo
hasta que llega el momento de despedirme. El cariño que he desarrollado
por todos en Dunvegan, desde los niños hasta las mujeres de la cocina, es
innegable. Pasan los días y trato de actuar como si nada estuviera mal,
como si esta no fuera nuestra última semana juntos. Pero a pesar de mis
mejores esfuerzos, hay una pesadez en el aire que no puedo disipar.
Con Fergus, el viejo amigo de Iain, la despedida es especialmente
dura. Es un hombre gentil, con un corazón amable, y aunque no siempre
estuvimos de acuerdo, su lealtad y amistad han significado mucho para mí.
No le digo directamente que me voy, pero lo sabe. Y en vez de palabras,
simplemente me abraza, transmitiéndome su apoyo silencioso.
En la cocina, me deshago en agradecimientos a las mujeres que me han
alimentado y cuidado durante este tiempo. Trato de hacerlo ligero,
llenándolo de risas y promesas que no podré cumplir. No puedo decirles la
verdad, pero espero que sientan mi gratitud genuina y profunda.
Los niños son más fáciles, aún inocentes a la gravedad de la situación.
Les prometo historias y aventuras cuando vuelva, y aunque sus rostros
brillan con anticipación, una parte de mí se rompe sabiendo que no será así.
Moraq MacLeod siempre ha sido una mujer de naturaleza intuitiva.
Desde el principio, ha sentido algo especial en mí, algo que no podía poner
en palabras. Cuando me ve por última vez, puede ver la tristeza en mis ojos
y la verdad se refleja en los suyos.
Me esfuerzo por sonreír, pero es un intento fallido. Me encuentro
luchando por encontrar las palabras correctas, las palabras que podrían
hacer que esto sea más fácil para ambas.
―Solo prométeme algo, lass ―murmura Moraq, apartándose para
mirarme a los ojos―, prométeme que cuidarás de mi hijo. Donde quiera
que vayas, prométeme que siempre lo tendrás en tu corazón porque el suyo
se romperá en mil pedazos y cuando trate de recomponérselo ese será su
único consuelo.
Las lágrimas amenazan con desbordarse, pero asiento, sellando la
promesa con la verdad en mis ojos. Siempre lo amaré. No hay verdad más
grande ni que duela más en este universo que ha jugado con nosotros y nos
abandona como muñecos rotos.
La despedida con los hombres de Iain, con los que he compartido
tanto, es diferente. Su agudo sentido de la intuición hace que sea imposible
engañarlos, y saben que algo está mal. Los miro a cada uno a los ojos, a
Duncan, a Struan, a Brody, a Alasdair y a Ewan, y veo la lealtad y el respeto
en sus miradas. Son hombres fuertes y valientes, y cada uno de ellos estaría
dispuesto a dar su vida por Iain, como él lo haría por ellos.
Cuando se dan cuenta de lo que está pasando, de que Iain está
dispuesto a sacrificar todo por ellos, no hay lágrimas ni palabras de
despedida. En cambio, rinden homenaje a Iain y a mí de la única manera
que saben: levantan sus copas en un brindis silencioso, un gesto de respeto
y agradecimiento.
A pesar de que todos son guerreros, cada uno con su propio carácter y
temperamento, es Alasdair quien se adelanta. Es el más abatido de todos y
sé que no le suele gustar hablar mucho, pero cuando lo hace, sus palabras
tienen un peso que pocas veces poseen las de los demás.
Me dirige una mirada cargada de respeto, y por un momento, el ruido
del gran salón del castillo parece atenuarse. Luego, se pone de pie,
sosteniendo su copa de whisky en alto. Los demás hombres siguen su
ejemplo, levantando sus copas, pero todos los ojos están puestos en
Alasdair.
―A Catherine ―comienza, su voz profunda y segura resonando por
encima del murmullo del salón―. Una mujer que llegó a nosotros como
una extranjera, pero se ha convertido en una hermana. Una mujer de un
valor inmenso, que ha enfrentado peligros y desafíos con un coraje que
haría temblar a muchos hombres.
Sus palabras me golpean con una intensidad que me deja sin aliento.
―A Catherine ―continúa Alasdair, su voz apenas un susurro ahora―,
quien ha demostrado una y otra vez que la verdadera fuerza no reside en la
espada, sino en el corazón. Quien ha enseñado a todos nosotros el
verdadero significado del coraje, no solo en el campo de batalla, sino en
cada aspecto de la vida.
El salón está en silencio, la atención de todos puesta en Alasdair y sus
palabras. Puedo ver el respeto y la admiración en los rostros de los
hombres, y siento una oleada de gratitud hacia ellos.
―Por Catherine MacLeod, nuestra señora ―termina Alasdair, alzando
su copa aún más―, y por todo lo que ella ha aportado a nuestras vidas.
―Por Catherine ― repiten los hombres, alzando sus copas en un
brindis que vibra con sinceridad y afecto.
Las palabras de Alasdair y el homenaje de los hombres es uno de los
regalos más preciados que recibo, una despedida inolvidable que llevaré
conmigo por siempre.
Nota de la autora
Antes de nada, quiero expresar mi gratitud por el tiempo y la dedicación
que habéis invertido en leer esta historia, un relato que nació de mi
fascinación por la rica historia y las intrigantes leyendas de los Highlands
de Escocia.
Y, ahora, aquí estamos. Este libro es mucho más que una historia. Es
un testimonio de la alegría, la emoción, el miedo y la esperanza que he
sentido a lo largo de este viaje. Y, sobre todo, es un testimonio del amor que
he sentido al crearlo. Hay un dicho que sostiene que los personajes de un
libro pueden volverte loco, y créeme, este protagonista ha intentado
llevarme a los límites de la cordura más veces de las que puedo contar. Ha
desafiado cada idea, cada argumento que tenía preparado para él.
¿Frustrante? A veces. ¿Emocionante? Absolutamente.
Sé que es difícil de creer, pero he llorado más con este libro que con
cualquier otra cosa que haya escrito antes. No me refiero a una o dos
lágrimas derramadas aquí y allá. Hablo de sollozos profundos, de lágrimas
que surgen del núcleo de las emociones más intensas. Pero no te preocupes,
todas esas lágrimas han regado las páginas de este libro, dándole una
profundidad que no habría conseguido de otra manera.
Y sí, debo admitirlo, nunca antes había disfrutado tanto escribiendo las
escenas de sexo. ¿Es demasiado información? Quizás, pero estoy segura de
que estarás de acuerdo conmigo cuando las leas o si ya lo has leído.
Hoy, al mirar las páginas impresas de esta obra, siento una satisfacción
inmensa porque me ha llenado de una manera que ninguna otra obra ha
hecho antes.
A:
Ana Molinos: gracias por ser una fuente constante de energía y apoyo.
María José Ramírez: por ser tan fan, tan entusiasta, por dar sentido a
mi escritura.
Dulce Mercé: por siempre compartir mis palabras con tanto amor y
dedicación.
María del Mar Fernández Salmerón: por tu amor por las letras y tu
apoyo constante.
Y eso es todo, amigos. Gracias por estar ahí, por reír y llorar conmigo,
y por acompañarme en este viaje loco. Os debo un café, o una cerveza, o un
cóctel. ¡Vosotros elegís!
Con amor,
Anne.
Bibliografía
Historia de Escocia: Una guía fascinante de la historia de Escocia de
Captivating History
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Los sueños están hechos de pedazos de Ethan y Eve. Ella no será feliz
hasta obtener su mayor anhelo. La pasión de él muere tras perder su
inspiración. Sus mundos, sus empeños, las ansias, la sed y el hambre de
cada uno chocaran en una historia excitante, llena de erotismo y cargada de
emociones. Una novela sexy, provocativa, seductora y sensual.
GIDEON, MI PROFESOR IMPOSIBLE