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Entre las páginas del tiempo

Anne K. Austen

Título: Entre las páginas del tiempo.


© Anne K. Austen
ASIN: B0CB4MJHC3
Sello: Independently published

Diseño de cubierta: Anne K. Austen


Maquetación y composición: Anne K. Austen

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A mi prima Ana, mi tata, cuyos libros

con altos y misteriosos Highlanders

escoceses encendió en mí la chispa de esta pasión.

Gracias por abrirme la puerta a este maravilloso mundo,

que ahora se ha convertido en mi refugio favorito.

Que cada página de este libro te recuerde

nuestro amor compartido por la lectura.


Índice
1

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EPÍLOGO

Nota de la autora

Agradecimientos

Bibliografía

Biografía

Otras novelas de la autora


1

Cuando era una niña creía que era la protagonista del mundo. Siempre me
sentí querida, tenía preciosos vestidos, recibía sonrisas, halagos y cualquier
cosa que necesitara.
Dentro de mi universo todo giraba a mi alrededor.
Con el tiempo descubrí los libros y sus historias y empecé a
comprender que en realidad poco a nada tenía que ver con los trágicos
personajes de esas páginas o sus experiencias.
Aprendí a vivir aventuras a través de las novelas y a sentir la emoción
de sus vidas a través de las palabras de sus autores. Mi vida se llenó de
libros que mutaron en historias románticas apasionadas y llenas de
sensualidad por influencia de mi abuela.
Ella siempre decía que cada objeto tiene una historia que contar, un
misterio que desentrañar. Siendo la reina indiscutible de las antigüedades y
los trastos viejos, ella debía saberlo muy bien.
Así que aquí estoy, de rodillas en el polvoriento desván de su vieja
casa, rodeada de cajas llenas de recuerdos y objetos olvidados. Cada pieza
es un pequeño fragmento de su vida, una vida que recientemente se
desvaneció.
Ella me presentó a Barbara Cartland, Nora Roberts y Jude Deveraux y
más tarde a Lisa Keyplas, Julia Quinn y Nicholas Spark.
Mientras revuelvo en las cajas de su desván, me vuelvo a encontrar
con montones de libros con favorecedoras portadas de torsos desnudos
masculinos llenos de músculos bien amueblados.
Sus favoritos eran los de los canallas piratas de sonrisa traviesa y
proposiciones más traviesas aún. A mí siempre me han gustado más los
guerreros de las tierras altas de Escocia. Fríos, duros y salvajes, pero con un
corazón noble y gallardo.
Nos encantaba intercambiar lecturas.
Sí, mi abuela molaba muchísimo. Era una adolescente picante y
revoltosa atrapada en el cuerpo de una mujer mayor.
Por desgracia, por muy joven que se sienta uno por dentro, el cuerpo
no siempre está a la altura.
Intento no derramar lágrimas porque ella siempre me dijo que el día
que faltara debía celebrar su vida, no llorar su muerte, pero la echaré
terriblemente de menos.
Su ausencia es algo que no puedo evitar que me duela.
Después de buscar durante media hora, encuentro algo que captura mi
atención. Es un libro, algo que no es sorprendente considerando la afición
de mi abuela por las novelas románticas. Pero este libro es distinto. Es de
Escocia, pero no tiene la típica portada de una novela romántica, con un
Highlander escocés de pelo largo y ojos azules, y un pecho tan musculoso
que parece que va a salir disparado de la página.
Este libro es viejo, con una portada desgastada y manchada por el
tiempo. Pero algo en él me atrae, como si me llamara.
Su tapa imita el cuero y sus letras doradas aparecen llenas de dibujos
intrincados y símbolos que parecen runas celtas. Se titula La maldición del
clan MacLeod. No importa que no haya abdominales en su portada, este
libro parece, a simple vista, tener todo lo que me gusta de una historia.
No puedo creer que haya escapado antes a mi radar o que a mi abuela
se le olvidara recomendármelo.
Tomando el libro entre mis manos, siento una especie de afinidad
extraña con él. Como si hubiera estado esperándome, aguardando
pacientemente en este polvoriento desván a que lo descubriera. ¿Por qué mi
abuela nunca me habló de él? ¿Será tan bueno como las otras novelas que
solíamos compartir?
Sin poder resistirme, me acomodo entre las cajas y abro el libro. A
medida que las palabras llenan mi mente, el mundo a mi alrededor se
desvanece. Las montañas de Escocia, los valientes Highlanders, los vestidos
de época... todo se vuelve tan real, tan vívido, como si pudiera tocarlo.
―¡Cat! ―me llama mi madre desde la primera planta―. Ya hemos
llenado el maletero del coche y vamos a llevar estas cosas a la fundación.
―¡De acuerdo! ―le respondo yo a gritos para que pueda oírme―. Id.
Yo aún tengo trabajo aquí arriba.
―¿No te habrás entretenido con alguna de esas noveluchas que tu
abuela guardaba en el desván, verdad? ―me interroga mi padre.
Sonrío para mí misma.
―Claro que no ―miento como una bellaca―. Estoy revisando si hay
algo que podamos donar.
―De acuerdo. Ya sabes que puedes quedarte con lo que quieras o
necesites. Cierra al salir, Cat. Mañana seguiremos.
Lo cierto es que La maldición de los MacLeod me atrae cosa mala y
no puedo dejar de sentirme tentada por esa novela.
Siento que sus páginas zumban en mis oídos y me llaman.
¿Alguna vez has sentido eso? ¿Qué tenías hambre por un libro y debías
saciarla como fuera?
Miro hacia la ventana y veo cómo el sol comienza a ponerse, lanzando
su cálido resplandor sobre el libro en mi regazo.
Enciendo una bombilla tirando de un cuerda que cuelga desde el techo.
No da mucha luz y es muy cálida, pero eso hace que la atmosfera me
envuelva tenuemente.
Hago una pausa antes de pasar otra página, acariciando la textura
rugosa del papel con los dedos. Tiene ese olor a antiguo, a secreto, a
historia, que desprende un perfume seductor para una amante de los libros
como yo. Puedo imaginarme a mi abuela, años atrás, tal vez en este mismo
lugar, con este libro en sus manos.
Me sorprende la inmediatez con la que el texto me atrapa. La trama no
es diferente a las otras que he leído: una heroína de corazón fuerte, hija del
jefe del clan MacDonald y él un Highlander buenorro, y jefe del clan
MacLeod, con un carácter tan salvaje como las tierras altas que los cobijan.
Sus clanes viven en la Isla de Skye y son acérrimos enemigos, así que
se decide por el bien común que ambos contraigan matrimonio.
Y lo que parecía una terrible idea se convierte en una historia llena de
pasión y erotismo cuando es palpable la feroz atracción que surge entre
ellos.
Vale, es un cliché, sí, pero no voy a negar que me encanta. Además,
hay algo en la forma en que está escrito, en las palabras escogidas, en las
descripciones tan vivas, que me hace sentir como si estuviera allí, en la
Escocia de 1723, no aquí, en un desván polvoriento en 2023.
Después de un rato, mis ojos comienzan a cansarse, y me doy cuenta
de que la luz del sol que antes inundaba todo ahora se ha desvanecido,
reemplazada por la suave luz de la luna que se filtra por la ventana. Debería
levantarme, buscar una lámpara con más luz o algo, pero el libro me
mantiene atada al lugar. No puedo soltarlo, ni quiero hacerlo. Se siente
como una parte de mí, como un puente entre mi abuela y yo. Una conexión
final que no estoy lista para romper.
Tal vez sea la forma en que la historia fluye, o tal vez sea el cansancio,
pero empiezo a sentirme un poco mareada. Es una sensación extraña, casi
como si el suelo se estuviera moviendo bajo mis pies. Echo un vistazo a la
ventana, esperando ver el paisaje urbano de Chicago, pero en su lugar, veo
colinas verdes y un cielo despejado.
Parpadeo un par de veces, tratando de borrar la visión, pero sigue ahí.
No entiendo qué está pasando, y una parte de mí empieza a entrar en
pánico. Me siento extrañamente ligada al libro, como si estuviera unida a él
de alguna manera que no comprendo. Miro de nuevo a la ventana, pero la
visión no cambia.
Sigo viendo las colinas, el cielo azul, la naturaleza en todo su
esplendor. Algo no está bien, pero no puedo moverme, no puedo dejar de
mirar. Me siento atrapada, suspendida entre la realidad y la ficción, entre el
pasado y el presente. Y aunque no entiendo qué está pasando, algo en mí
sabe que está a punto de cambiar mi vida para siempre y es aterrador.
Jadeo y el aire se atora en mi garganta.
Estoy perdida en un mar de confusión y miedo, con el corazón latiendo
con fuerza en mi pecho. Siento que estoy cayendo, cayendo en un abismo
sin fin. Y justo cuando creo que voy a gritar, la oscuridad me envuelve.
Lo último que recuerdo es el sonido de mi propio grito ahogado y la
sensación de precipitarme en la historia de un libro olvidado.
Y luego... nada. El silencio. La oscuridad. Y cuando abro los ojos de
nuevo, ya no estoy en el desván de mi abuela. Estoy en algún lugar
completamente diferente.
El frescor del aire de la mañana me golpea la cara de manera casi
dolorosa. Parpadeo varias veces, tratando de orientarme, pero la
familiaridad del hormigón de Chicago ha desaparecido, reemplazada por el
verdor deslumbrante de un valle.
«¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Dónde estoy?».
La casa de mi abuela ha sido reemplazada por colinas redondeadas y
onduladas cubiertas de hierba suave. Es como si el paisaje estuviera hecho
de terciopelo esmeralda bajo un cielo tan azul que duele mirarlo.
Los alrededores parecen sacados de un cuento de hadas. Con
riachuelos serpenteantes y una brisa helada que acaricia mi piel. No puedo
quedarme embobada con la belleza del lugar por mucho tiempo.
Hace un frío de mil demonios y la humedad se condensa en forma de
bruma a mi alrededor. Además, estoy sobre una dura y fría roca cubierta de
musgo y líquenes que poco hace por que pueda conservar algo de calor en
mi cuerpo.
Claro mi vestido de fino algodón tampoco parece ser suficiente abrigo
en aquel lugar y he comenzado a dejar de sentir mis pies descalzos.
Estoy desorientada y un pelín asustada o lo estaría mucho más si fuera
capaz de centrarme y entender qué demonios está pasando.
El último recuerdo que tengo es el de descubrir en el libro una página
con un rompecabezas de signos celtas que he trazado curiosa con un dedo.
Estaba completamente ensimismada por la emoción de la trama, las
descripciones vívidas de las tierras altas escocesas y... un escocés en
particular:
«John MacLeod… Por favor, ¿dónde hay hombres como esos?».
Y luego… esto.
Y no estoy sola. Tres hombres aparecen de la nada, mirándome con
ojos penetrantes. Sus kilt ondean al viento y sus expresiones muestran una
mezcla de sorpresa y desconfianza. Parecen guerreros, de antaño, de
apariencia salvaje, perdidos en el tiempo, pero nada tienen que ver con lo
Highlanders de mis libros.
Bueno, está su altura aterradora y una abundancia (también aterradora)
de músculos. Sus brazos como troncos, sus rostros fieros, llenos de
cicatrices y ceñudos, son aterradores.
«Ya lo había dicho ¿verdad? Bueno, pues deja que te lo repita porque
estos tipos parecen salidos de tus peores pesadillas».
Intercambian palabras en una lengua que no entiendo, pero puedo
percibir la tensión en el aire. Me miran como si esperaran una explicación,
como si supieran que algo no encaja.
Me quedo inmóvil, los ojos bien abiertos, el corazón latiendo
desbocado. Todo en mí parece fuera de lugar en este paisaje que parece
sacado de una película de época. El aire helado quema en mis pulmones, es
demasiado real, demasiado intenso para ser un sueño.
Estoy segura de que parezco tan extraña para ellos como ellos para mí.
Mi apariencia del siglo XXI contrasta con sus kilt y telas toscas y mi piel
palidece en comparación con la de ellos, curtida por el viento y el sol.
Intento hablar, pero mi garganta está seca. Tengo mil preguntas, mil
temores que necesitan ser aplacados. Pero todo lo que puedo hacer es mirar
a estos hombres, preguntándome cómo demonios he terminado aquí.
Un lugar que se parece terriblemente a uno que se describe en el libro
que acabo de empezar a leer. Un lugar que, hasta ahora, solo había existido
en mi imaginación. Fairy Glen en la isla de Skye. Territorio del clan
MacLeod y los MacDonald.
Miro alrededor y veo el libro a mis pies, igual de antiguo y desgastado,
pero ahora de alguna manera más real. Se me hace un nudo en la garganta y
me lanzo hacia él, pero antes de que pueda alcanzarlo, uno de los hombres
lo recoge con agilidad pasmosa y yo me detengo como un palo al viento,
retorcido y enclenque, intentando mantenerme a una distancia prudencial de
él, el palo mayor.
Es el más alto de los tres, con una barba con reflejos dorados y
desaliñada y unos ojos penetrantes que no dejan de observarme. Abre el
libro con cautela, como si sospechara que podría morderlo. Sus ojos
recorren las páginas, luego me mira de nuevo, su expresión es de total
desconcierto.
Otro hombre se acerca, echándome un vistazo cauteloso antes de
centrar su atención en el libro. Tiene el pelo más claro que su compañero,
rubio, y lleva una cicatriz en la mejilla que le da un aspecto aún más rudo.
Parece igualmente desconcertado mientras pasa las páginas con dedos
grandes y ásperos.
Pregunta algo mirando a su compañero. Su acento es fuerte, su voz
gutural. Suena como si su voz saliera directamente de su diafragma o de
una caverna o de la película 300.
El hombre más alto cierra el libro con un gesto de frustración que casi
me hace retroceder. Cuando sus ojos vuelven a encontrar los míos, un
escalofrío desciende por mi espina dorsal, dejando un rastro helado a su
paso.
―Nada de esto es normal ―murmuro para mí misma, aunque ellos
pueden oírme e incluso entenderme.
Puedo ver la duda en sus ojos, y sé que también pueden ver el miedo
en los míos. Un miedo que procede de la indefensión. Jamás me había
sentido tan desamparada, tan pequeña e insignificante frente a su
apabullante presencia.
«… Y limpia, y eso que acabo de salir de un desván lleno de polvo,
pero lo de estar de barro hasta las cejas no es ningún eufemismo cuando se
trata de estos hombres».
Ellos parecen continuar discutiendo sobre el libro, pero solo es una
suposición porque no entiendo nada.
Hablan en un idioma que parece antiguo y que encaja perfectamente
con el mar bravío, los acantilados rocosos de Skye y su cruda apariencia.
Afino el oído.
Me concentro en los sonidos y la cadencia de su habla. En mi carrera
como antropóloga, he tenido la oportunidad de escuchar y estudiar un
abanico de lenguajes, desde las lenguas nativas americanas hasta el
mandarín. Pero esto... esto es algo distinto.
Las palabras fluyen entre ellos, arduas y rítmicas, como una antigua
melodía casi olvidada. Casi sin darme cuenta, percibo un cierto patrón en
los sonidos, una familiaridad que no consigo ubicar de inmediato. Y
entonces, como un rayo, me golpea.
Mis años de estudio en antropología y mi obsesión por las tierras altas
me permiten identificarlo, aunque no sin cierta sorpresa: es gaélico escocés,
una lengua que en mi tiempo, en el siglo XXI, está prácticamente en peligro
de extinción.
A pesar de la tensión de la situación, siento una oleada de emoción. No
entiendo las palabras que se dicen, pero eso es lo de menos. Esta es la clase
de experiencia por la que la mayoría de los antropólogos darían un brazo.
Estoy escuchando gaélico escocés, auténtico y sin adulterar, hablado no
como una reliquia del pasado, sino como una lengua viva.
El idioma de los antiguos clanes escoceses, el idioma de la resistencia
y la persistencia.
Miro hacia el cielo. Lo que había comenzado como una suave llovizna
se va convirtiendo en un aguacero más intenso, pero está claro que a esos
hombres el agua no les molesta en absoluto.
Que no es que en Chicago no llueva, lo hace y bastante, pero tenemos
una cosa que se llama paraguas. Por alguna razón, estoy convencida de que
ninguno de estos hombres ha oído hablar nunca de uno.
Porque sí, porque algo en mi cabeza me susurra que he hecho un viaje
al interior de una historia y que ahora mismo Chicago, los paraguas y la
cordura están muy lejos.
―Iain ―dice el más rubio al más alto y hasta ahí puedo entender, pero
ambos me miran lo que deja muy claro que hablan de mí.
Tres pares de ojos recorren mi vestido mojado y pegado al cuerpo. Me
pregunto si mis clases de defensa personal me brindarán alguna protección
contra estas bestias, cuyas apariencias parecen más propias de vikingos
salvajes con sus trenzas laterales, melenas de tonos dorados y castaños, y
miradas de azul abisal, que de caballeros nobles defensores del honor de
una dama o lo que se supone que pueda ser yo a sus ojos.
El alto da un paso a mí y yo doy uno atrás. Miro alrededor. Soy rápida.
Me gusta correr. En Chicago es el deporte casi nacional.
Creo que él adivina mis intenciones. Sus ojos de un azul profundo se
clavan en los míos y siento un escalofrío recorrer mi espina dorsal.
―No llegarías muy lejos. Esto es una isla y conozco cada rincón como
la palma de mi mano ―me advierte en un inglés que, aunque comprensible,
tiene un acento tan peculiar y primitivo que me resulta totalmente
desconocido. Es un inglés crudo y gutural, con erres vibrantes y vocales que
se alargan, devorando sílabas enteras en su camino.
―No te morderemos a menos que nos provoques ―interviene el
rubio, con un tono de picardía en su voz que, lejos de tranquilizarme, me
hace elevar aún más la guardia.
Repaso mentalmente el hecho de que, según se cuenta, estos hombres
no llevan nada debajo de esas faldas. Si llega el momento de lanzar una
patada defensiva a sus joyas de la corona, no debería haber nada que me lo
impida. ¿Verdad?

Mis ojos se entrecierran, preparándome para lo que sea que venga.


―Tal vez sea ella la que muerde ―concluye el tercero, su sonrisa
apenas visible entre la maleza de su barba espesa.
Parece el más joven de los tres. No tan alto como el primero ni tan
robusto como el segundo, pero un tronco igualmente. Sus rasgos son más
finos y su cabello, al contrario que el de sus compañeros, es más rojo sin
llegar a serlo del todo. Su acento es igualmente fuerte, pero tiene una
suavidad que los otros no poseen.
Me mira con cautela, con una mezcla de sospecha y curiosidad como
el resto, pero es posible que en él la curiosidad sea más intensa y la sienta
en mayor medida que la desconfianza.
―No tenemos tiempo para comprobarlo ―declara el primero, el más
alto, y que más cerca está de mí.
Me mira de arriba abajo. Estoy temblando y me castañean los dientes.
Él se mueve con rapidez. Siempre lo hace por lo que veo. Como una
pantera que está sobre su víctima antes de un latido.
Levanto mis puños a la altura de mi barbilla en actitud defensiva.
Juraría que él se ríe. Al menos, creo que lo hace. Es difícil de afirmarlo a
ciencia cierta dado el estado enmarañado y mugriento de su barba.
Se quita de los hombros la gruesa tela de tartán y la coloca sobre los
míos.
Me sorprende el gesto caballeroso, pero este se torna menos gallardo
cuando me enrolla la tela alrededor de la cintura con los brazos atrapados
dentro y hace un fuerte nudo que me impide moverlos.
Grito cuando me coge en volandas y me coloca sobre su hombro de
manera poco honrosa y menos cómoda. Desde mi posición puedo percibir
que lanza mi libro al rubio y este lo coge al vuelo.
―¡Suéltame! ―le grito y pataleo sobre su hombro.
―¡Silencio! ―me ordena mi captor y me suelta una palmada en el
trasero.
«¡Qué grosero!».
Pero no hay nada que pueda hacer más que dejarme llevar por él. Todo
lo que me queda ahora es intentar entender, procurar sobrevivir y conseguir
volver a casa.
Y lo único que tengo para lograr eso es un viejo libro y la confusa y
temible presencia de estos Highlanders.
Mi corazón golpea contra mi pecho como un tambor de guerra, y el
miedo, tan palpable como la fría bruma que nos rodea, amenaza con
ahogarme.
«Pero ¿dónde coño estoy y cómo ha ocurrido esto?».
2

El sendero que seguimos serpentea a través de colinas onduladas cubiertas


de brezo, atravesando valles salpicados de ríos brillantes y flanqueados por
montañas imponentes.
El cielo de Escocia es una exhibición cambiante de colores y texturas.
A medida que avanzamos, nubes oscuras se arremolinan y se dispersan,
revelando destellos de un azul brillante antes de oscurecerse nuevamente. El
aire es fresco, lleno del olor de la tierra y la hierba mojada. A ratos, el
viento ruge a través del paisaje, llevando consigo el aullido lejano de un
lobo o el graznido de un cuervo.
Siento mi estómago revuelto y maltratado. Además, mi sangre empieza
a agolparse en mi cabeza y la siento a punto de explotar. Si lo hace al fin,
espero que mis sesos le pringuen de arriba abajo y descubra partes de él
incluso días después de intentar deshacerse de ellos.
Por otra parte, ya no soy capaz de sentir mis brazos agarrotados bajo la
tela. Este camino se está convirtiendo en una auténtica tortura mientras que
él parece andar de forma ligera y apenas fatigarse.
Lanzo un gemido lastimero cuando lo siento saltar de una piedra a
otra. Vuelve a hacerlo como si le gustara torturarme o mi malestar le
resultara indiferente.
―Bájame, por favor. Me estás moliendo los huesos ―le suplico.
Él no detiene el paso ni da signos de haberme oído.
―Puedo andar ―insisto un poco más fuerte.
Ojalá tuviera su oído a mi alcance para poder reventárselo con un
grito.
―Estás descalza y nos retrasarías ―responde implacable.
―No lo haré. Soy corredora. Por el amor de Dios. Juro que mantendré
el paso.
Otro silencio.
―Pararemos dentro de un rato.
―Si no me bajas ahora mismo, vomitaré todo el contenido de mi
estómago sobre tu bonita falda.
―¿Estás enferma?
―¡Estoy mareada! Hablo muy en serio. Voy a vomitar.
Se detiene de forma abrupta y me deja caer desde su hombro de forma
poco amable. Estoy casi segura de que bajar de este tipo convalida como
despeñarse de una montaña. La sensación debe ser la misma.
Intercambian palabras entre ellos en tono bajo y duro. Hay algo
musical en la forma que hablan, una cadencia rítmica en su discurso que me
recuerda al golpeteo de un tambor.
Uno de ellos, el rubio al que llaman Alasdair, se aleja un poco y otea el
horizonte, lo hace mientras los demás parecen esperar alguna reacción de
mí. Tal vez que vomite de una vez.
Me pongo en pie, no sin cierta dificultad debido a que sigo semi atada
y respiro con fuerza llenando mis pulmones, ahora que de nuevo puedo
expandirlos sin sentir la presión de mis costillas.
―Vamos ―me azuza el alto, al que llaman Iain mientras tira de mí
sujetando mi antebrazo por encima de su tartán.
Al menos ya no parece tener intención de cargarme de nuevo sobre su
hombro.
Sigo descalza, sí, y no es agradable. Claro que como tengo los pies
congelados, apenas siento los altibajos del camino en ellos.
O los pierdo por congelación o por gangrena, pero lo sigo prefiriendo
al terrorífico traqueteo sobre el hombre montaña.
Nos acercamos a un pequeño claro junto a un arroyo que bulle con
agua cristalina con un dosel de árboles verdes y una alfombra de hierba
suave.
El hombre me suelta para poner una mano sobre mi hombro y me
empuja hacia abajo y me obliga a sentarme.
El suelo está frío y húmedo y mi fino vestido no ofrece una barrera
confortable para él. Solo puedo pensar en lo incómodo que resultaría
padecer una cistitis en medio de… todo esto.
Y con ese pensamiento, me prometo a mí misma beber tanta agua
como sea posible, así que digo que sí cuando Iain me hace un gesto
invitándome a beber de su cantimplora. El mayor problema, además de que
es muy posible que él también haya bebido de ella y soy muy consciente de
los virus de trasmisión, es que tengo los brazos aún inmovilizados.
Todo queda resuelto cuando hinca una rodilla a mi lado y es él el que
acerca la boquilla a mis labios y la inclina para que el agua fluya hasta mi
garganta.
Está helada y al contacto con mi paladar se me congela el cerebro
provocándome un latigazo de dolor en la cabeza. Gimo de nuevo y frunzo
los ojos esperando que se me pase.
Él también espera impasible sin dejar de observarme con una
expresión que parece grabada en piedra.
―¿Quién eres exactamente? ―me pregunta con cautela. Ladeando su
cabeza como si fuera un ave rapaz, vigilando a su presa.
―Catherine ―respondo escuetamente y vuelvo a levantar la cara y
poner los labios en espera para que comparta más de su agua.
Se queda inmóvil. Su inquietante mirada recorre mi cara y vuelve a
levantar la cantimplora.
―Más despacio ―le pido sin ninguna confianza en que lo hará, pero
para mi sorpresa es así.
Vuelve el recipiente con suavidad para que pueda darle un trago más
liviano y lo aparta cuando giro la cara para rechazarlo.
Seguido es él el que se lo lleva a su boca y bebe sin dejar de mirarme
ni un segundo.
―No has respondido a mi pregunta ―insiste cerrando la botella y
observando de repente alrededor como si hubiera captado algo que yo no―.
Vamos ―me ordena apto seguido volviendo a coger mi antebrazo para
ponerme en pie y obligarme a mantener su paso hacia una cuesta muy
empinada hacia abajo.
Los otros dos hombres nos preceden.
A nuestro lado, el riachuelo cae en forma de catarata hasta el mar por
una depresión vertiginosa.
Me resbalo y hubiera caído si él no me sujetara fuerte. Algo se me
clava en la planta del pie lo suficientemente grande para que lo sienta. Me
quejo adolorida y mi captor refunfuña en su idioma.
El rubio se ríe a lo que posiblemente sea un montón de improperios
contra mí.
Soy arrastrada cojeando y de repente mis pies dejan el suelo cuando
soy alzada de nuevo. Me afianzo a sus hombros cuando soy sujetada como
una princesa por la cintura y bajo las piernas por sus brazos e incorporo la
habilidad de escalada a mi lista de destrezas.
Como consigue caminar por un sendero tan escarpado y empinado sin
poder verse los pies ni el suelo que pisa es un auténtico misterio. Yo siento
que estoy montada en una de esas atracciones peligrosas en las que no te
sientes segura del todo, pese a lo emocionante que resulta.
Pero este hombre no es emocionante, es aterrador.
Lo miro con curiosidad ahora que lo tengo cerca.
En el libro, John MacLeod es un hombre de estatura imponente con
una presencia dominante. No puedo evitar comparar a Iain con el
protagonista de mi novela. Sin embargo, su apariencia sucia y descuidada, y
esa frondosa barba que oculta gran parte de su rostro, hacen que sea difícil
encontrar alguna similitud.
Sus brazos son fuertes y seguros y me sostienen con una facilidad
pasmosa. Veo cómo sus músculos trabajan bajo su ropa, su pecho subiendo
y bajando con su respiración controlada, y siento una extraña mezcla de
asombro y curiosidad. Hay algo acerca de él, algo que no puedo poner en
palabras, que me intriga, a pesar de mi confusión y miedo.
Decido ir por la pregunta más obvia, la que debería haber hecho desde
el principio:
―¿En qué año estamos? ― pregunto, mirándolo a los ojos. Su rostro
se crispa ligeramente en una expresión de confusión, pero responde de
todos modos.
―Estamos en el año de nuestro Señor, 1723 ―dice, su voz es seria.
Siento un nudo en el estómago, eso confirmaría que estoy en el pasado, en
la época exacta de mi libro.
―¿Y dónde estamos exactamente? ―le vuelvo a preguntar con voz
suave y dubitativa. Me parece un milagro que me complazca con su
respuestas cuando la suya aún está en el aire.
―Estamos en la Isla de Skye, Escocia. Estamos de camino al castillo
de Dunvegan, mi hogar ―responde Iain sin dejar que su expresión revele
ninguna emoción, aunque lo cierto es que debe estar alucinando.
Sus palabras hacen eco en mi cabeza. Isla de Skye, castillo de
Dunvegan, son detalles precisos del libro…, pero eso no es posible
¿verdad?
―¿Eres parte del Clan MacLeod? ―le pregunto escudriñando sus
ojos.
Iain se queda en silencio, por un momento, temo que mis preguntas
estén comenzando a molestarlo. Luego asiente con un ligero movimiento de
cabeza afirmativo.
―¿Qué sabes de mi clan? ―inquiere con sospecha.
―Nada ―respondo rápidamente―. Solo lo que sabe todo el mundo,
que el castillo de Dunvegan es su sede.
―¿Todo el mundo sabe eso? ―repite él con incredulidad―. Y ¿de qué
parte del mundo eres exactamente tú, muchacha?
―De América ―le respondo, reuniendo todo el valor que tengo.
«Ya sabéis que las mentiras deben estar lo más cerca posible de la
verdad».
Todos se quedan en silencio, intercambiando miradas confundidas. En
1723, América todavía está en proceso de ser completamente colonizada, y
es un lugar del que se sabe poco y del que se habla menos.
―¿América? ―repite Iain, frunciendo el ceño―. ¿Cómo has llegado
desde allí hasta aquí?
―En barco ―le respondo como si fuera obvio.
«¿De qué otra forma podría ser? ¿Verdad?».
―Estaba en un barco― comienzo de nuevo―, cruzando el Atlántico
desde América. Nos sorprendió una tormenta... terrible. Fue... caótico.
―Mis palabras salen con cierta vacilación, intentando improvisar una
historia creíble sobre la marcha―. La tripulación hizo todo lo posible para
mantener el barco a flote, pero... fue en vano. Comenzó a hundirse, y todos
nos lanzamos con desesperación al océano. ―Un escalofrío me recorre la
espina dorsal, pero creo que es por el miedo a ser descubierta en una
mentira tan grande. Las posibilidades de sobrevivir a un naufragio en el
Atlántico sin sufrir hipotermia son demasiado bajas―. Creo que debo
haberme agarrado a un trozo de madera del barco y… y de alguna manera,
terminé en la costa. Estaba exhausta, herida, y cuando finalmente encontré
este lugar, me desplomé de cansancio.
Espero de verdad que no me hayan visto aparecer de repente en esa
piedra por arte de magia, aunque es posible que de ser así ahora mismo
estuviera atada a un palo soplando el fuego a mis pies desesperadamente.
―Eso explica su extraña forma de hablar ―conviene el más joven, al
que llaman Ewan haciendo que me felicite a mí misma por intentar
mantener esa verdad.
Pero hay algo en la mirada de Iain que me inquieta. Esa intensidad
azul, esa seriedad de líneas en su rostro. Sabe que no le he contado toda la
verdad. Puedo ver la desconfianza en sus ojos, la forma en que mi historia
parece rebotar contra sus paredes de lógica y experiencia.
―¿Un naufragio, dices? ―me pregunta, su voz tan suave como el
murmullo del viento a través de los prados como si tratara de domar a un
potrillo o… vencerlo―. ¿Y fuiste llevada hasta aquí por las corrientes?
Asiento, sosteniendo su mirada. Trato de no desviar la vista, para no
darle más razones para dudar. Sus ojos azules me analizan, estudiándome
como si estuviera tratando de leer un mapa complicado.
No dice nada y tampoco me tira por el despeñadero ni comienza a
reunir leña, así que me puedo considerar afortunada por ahora.
Tengo la sensación de que cuando al fin encuentre a John todo será
más fácil y podré refugiarme en su amabilidad y comprensión, a fin y al
cabo, es un protagonista increíble además de sumamente atractivo. El líder
del clan MacLeod.
Según el libro, John MacLeod es un hombre de una belleza
deslumbrante, con ojos tan azules como el cielo de verano y un cabello
claro que brilla al sol. Sus brazos fuertes y su sonrisa cautivadora han hecho
suspirar a más de una dama en las páginas de mi novela.
Hablando del libro…
― Ese libro es muy preciado para mí. Siempre lo llevo envuelto en un
paño de lino encerado y atado a mi cuerpo debajo de mi ropa ―le explico,
intentando mantener la voz firme―. Por eso, a pesar del naufragio, logré
mantenerlo seco.
―Y…¿ dónde está ese lino ahora? ―me pregunta él con voz calmada,
pero en la que puedo intuir un millón de tonos distintos de desconfianza.
—Se perdió en el mar ―respondo, con una tensión notable en mi voz,
como si cada palabra costara un esfuerzo monumental―. No pude
mantenerme a flote y sostenerlo al mismo tiempo. Hice lo que pude por
preservar el libro.... pero el lino.... el lino se fue con la marea....
Mi voz se rompe en la última frase, inyectando una dosis de
autenticidad en mi relato improvisado. Espero que eso sea suficiente para
apaciguar sus sospechas, al menos por ahora.
Mantengo mi rostro sereno, pese a la vorágine de pensamientos que
agita mi mente. Decido que, para sobrevivir en este lugar y en esta época,
tendré que ser convincente, astuta y mantenerme un paso por delante
siempre que sea posible.
―Comprendo que dudéis de mi historia ―comienzo, mi tono neutral,
pero implacable―, pero no tengo más que ofrecer. Mi nombre es Catherine
Miller. Soy una extraña en esta tierra y sólo pido ayuda para encontrar mi
camino de vuelta a casa.
Mi mirada recorre su cara al igual que la suya hace conmigo.
―Quizás.... quizás el Laird de vuestro clan pueda ayudarme
―sugiero―. ¿Crees que estará allí cuando lleguemos? ―pregunto,
esperando que su respuesta sea afirmativa. En cuanto lo conozca podré
poner tierra de por medio entre este hombre y yo.
Iain me mira con una expresión de desconcierto.
―Es muy posible ―me responde con sequedad.
Lo dicho. Este hombre y sus suspicacias cuanto más lejos mejor.
3

Bajamos hasta una playa de rocas de cuarzo donde nos espera una pequeña
embarcación.

Tiene el aspecto rústico y robusto de las construcciones hechas a


mano, con cada tabla de madera encerada hasta brillar bajo la luz del sol
poniente. Es más grande de lo que esperaba para un bote, con remos a
ambos lados y espacio suficiente para acomodarnos a los cuatro.
Iain me deja sobre las piedras con poca delicadeza y apenas mantengo
el equilibrio mientras las piedras se me clavan en los pies.
Me quedo mirando a los tres hombres mientras arrastran el barco hasta
el agua. La brisa marina desordena mi pelo color miel y arrastra el olor a sal
y algas hasta mi nariz.
―Vamos, sube ―me ordena Iain, extendiéndome una mano para
indicarme que me acerque.
«Recordad que sigo envuelta en el tartán y mi libertad de brazos es
muy, muy limitada».
Los otros dos saltan dentro del bote haciendo que este se tambalee de
forma precaria. Meto los pies en el agua e inmediatamente siento que se me
congelan todavía más y eso es algo que ya no creía posible y duele, el frío
duele mucho.
Me muevo torpe y lenta dentro del agua hasta que Iain me levanta de
malas formas por la cintura desde atrás y me hace caer de boca dentro de la
balsa. Lo peor es que ni siquiera puedo ponerme en pie con un poco de
dignidad, así que culebreo como un gusanito recién nacido para poder
separar mi cara de las lamas mojadas de madera.
Oigo las risas y el tono de burla de mis anfitriones.
«Mierda de salvajes y asilvestrados escoceses».
Unas manos en mis brazos tiran de mi para ayudarme. Es Alasdair y su
sonrisa maliciosa. Sus dientes son tan blancos y deslumbrantes que incluso
puedo percibirlos con claridad a través de su frondosa y desaliñada barba.
―No te enfades, Àlainn ―me dice sin dejar de sonreír cuando le miro
con rayos en los ojos.
Al menos me endereza y me ayuda a conseguir algo de estabilidad
dentro de la embarcación oscilante.
Iain nos arrastra un poco hacia dentro y luego salta dentro con más
naturalidad que un pez. Toma uno de los remos mientras yo observo ese
despliegue de músculos tensarse debajo de su camisa de lino.
Los tres reman, alejándonos de la orilla antes de desplegar una vela.
La embarcación es robusta y ágil, diseñada para cortar las aguas bravas
del Mar de las Hébridas. Es de tamaño pequeño, con un solo mástil alto. El
casco está hecho de madera de pino resistente y tratada para resistir el
ataque de las olas y el salitre del mar. La vela, una lona de un blanco
envejecido, se agita al viento mientras el atardecer tiñe de dorado su
superficie.
El diseño del barco habla de su ascendencia vikinga. Los escoceses de
Skye, como muchos en las Islas del Norte y Occidentales, son
descendientes de los vikingos que se asentaron en la zona durante la era de
las incursiones nórdicas. A pesar de que ha pasado más de un milenio desde
entonces, la herencia marinera sigue viva en su habilidad para navegar y en
los barcos que construyen y en su aspecto.
Miro hacia atrás, hacia la playa que acabamos de dejar, y no logro
reprimir una sensación de pérdida. Es como si hubiera dejado algo detrás,
algo importante.
Miro a Alasdair. Aún está en posesión del libro. Lo lleva dentro de un
petate que lleva a su espalda.
Me mira con una ceja alzada. También tiene los ojos de un azul tan
claro que parecen dos estanques, pero parece más accesible que Iain, el que
parece llevar la voz cantante entre los tres.
Si consigo acercarme a él tal vez pueda conseguir el libro. Me
pregunto por qué mientras lo hojeaban, su contenido no les ha llamado la
atención y si es posible que reconozcan su propia historia en él.
«Si eso es verdad que aún dudo de ello».
También pienso en qué supondría eso para mí y para el cuento que he
inventado sobre mi aparición aquí.
Sé que soy alguien sospechoso para ellos, de otra forma no seguiría
atada y el que me lleven al castillo sin consideración solo acrecienta la
sensación de que soy una prisionera.
Pero esta es una novela romántica con poca violencia. En realidad su
trama gira alrededor de la historia de amor. Yo puedo pasar desapercibida
como un personaje secundario que un día vuelve a desaparecer olvidado por
el autor o la autora.
Ahora que lo recuerdo… No había ninguna autoría sobre el libro. Pero
tampoco es que eso sea lo más extraño de él, la verdad.

Los hombres se mueven con una facilidad sorprendente a bordo, sus


cuerpos curtidos por años de trabajo duro bajo el sol y el viento. Cada uno
de ellos parece conocer exactamente su papel, y trabajan juntos para dirigir
el barco, con una coordinación y eficiencia que sólo puede provenir de años
de experiencia.
Iain está al el timón, sus manos grandes y fuertes envuelven el mango
de madera con una seguridad que me tranquiliza. Le observo mientras da
órdenes a los otros dos, sus palabras llevadas por el viento, pero claramente
entendidas por sus compañeros.
De pronto, un repentino y familiar apretón en mi vejiga me hace soltar
una risita nerviosa. Hasta en los momentos más increíbles e inverosímiles,
mi cuerpo tiene la increíble habilidad de recordarme que soy humana.
«¡Oh, venga ya!» murmullo para mis adentros, balanceándome
incómodamente de un lado a otro. Miro a mi alrededor, buscando un lugar
discreto para aliviar mi apuro, pero el barco está lleno de escoceses
corpulentos y el mar, bueno, sigue siendo el mar.
No puedo evitar pensar que, si la madre naturaleza hubiera sido un
poquito más considerada, tal vez habría inventado un mecanismo para
pausar este tipo de necesidades en situaciones de urgencia. O, al menos, en
viajes temporales.
―¿Estás bien? ―pregunta Ewan el más joven, mirándome con un
levantamiento de cejas que me hace sospechar que probablemente no estoy
siendo tan discreta como pensaba.
―¡Perfectamente! ―contesto demasiado rápido, cruzando las piernas
con una sonrisa forzada―. Solo... admirando el paisaje.
Y es cierto, el paisaje es impresionante, pero ciertamente no es lo que
más me preocupa ahora mismo.
El viejo refrán dice «Aprieta, pero no ahoga» pero, sinceramente, en
este momento, no estoy tan segura.
La sonrisa se me congela en la cara mientras trato de no pensar en
cascadas, ríos, el goteo de la lluvia o, peor aún, el amplio y ondulante mar
que nos rodea.
Estoy en 1723, en un barco camino a un castillo medieval y necesito
un baño.
En medio de mi malestar, veo a Alasdair que se dirige hacia la proa del
barco. Se levanta un poco su kilt y, sin ningún tipo de vergüenza o pudor, se
pone de pie al borde del barco y comienza a orinar en el mar. Yo, con la
vejiga a punto de explotar, me quedo boquiabierta.
El estupor inicial pronto se convierte en una risita sofocada. ¿Cómo es
que en medio de esta situación tan surrealista, la visión de un escocés
orinando en el mar puede resultar hilarante? De alguna forma, todo este
absurdo y alocado día se vuelve aún más ridículo.
A pesar de mi incomodidad, no logro reprimir una risa ahogada.
«¿Así que eso es lo normal aquí, eh?» murmuro para mí misma,
contemplando la espalda de Alasdair con incredulidad.
Él, ajeno a mi risa contenida, continúa con su tarea, tan tranquilo como
si estuviera en medio de un bosque y no en un barco, siendo observado por
una extranjera del futuro.
Cuando finalmente termina, Alasdair se vuelve y, sorprendentemente,
se encuentra con mi mirada. Por un segundo, creo que se ruboriza, pero
luego me guiña un ojo y se echa a reír, acomodándose de nuevo el kilt.
Parece que incluso en el siglo XVIII, algunas cosas son universales.
Como el alivio de una vejiga vacía. Algo que, desgraciadamente, sigo
necesitando.
Esto nunca ocurre en las novelas que he leído. Es que ni siquiera soy
capaz de imaginar a una de las protagonistas en la tesitura de tener que
sacar el culo por el borde de un barco para poder hacer pipí.
¿Por qué yo sí? ¿Por qué no puedo ser uno de esos seres celestiales sin
necesidades biológicas?
Por favor, que Iain no vuelva a cargarme sobre el hombro. Es posible
que esta urgencia sea culpa suya por apretar mi vejiga.
Dirige la pequeña embarcación con una seguridad y destreza que
delatan sus orígenes vikingos. Sus manos, grandes y fuertes, sostienen
firmemente el timón, guiando el barco con la confianza de alguien que ha
hecho esto mil veces antes.
La luz del atardecer baña su figura, delineando sus músculos bajo la
ropa desgastada y dándole un aura casi mítica. Sus rasgos son duros,
forjados por la batalla y el clima escocés, pero hay una especie de belleza
salvaje en ellos que no puedo evitar observar. Su barba es espesa y rebelde,
cubriendo la mayor parte de su rostro, pero no logra ocultar la intensidad de
sus ojos azules que, de vez en cuando, me lanzan una mirada curiosa.
Aunque su apariencia es ruda y desaliñada, hay algo en él que grita
«líder».
Tal vez sea la forma en que lleva a sus hombres, o el respeto con el que
estos lo tratan, o quizás es simplemente el aura de autoridad que parece
envolverlo. Sea lo que sea, es alguien que ostenta cierta potestad en el clan,
tal vez el capitán de la guardia o alguien muy cercano al jefe del clan.

El castillo de Dunvegan se yergue ante nosotros como un centinela


guardián después de nuestro viaje de dos horas a través de las aguas del
Atlántico Norte. Como la joya más preciada de la Isla de Skye, esta
fortaleza medieval se eleva, imponente y eterna, en medio de un paisaje
verde que roza la línea donde cielo y mar se unen.
El mar, que hace un momento era de un intenso azul, ahora se refleja
en tonos esmeralda al rozar la costa, convirtiéndose en un espejo que refleja
el esplendor del castillo. Unas bandadas de aves marinas sobrevuelan el
agua, dejando trazas de vida sobre la silueta del castillo.
Conforme nos acercamos, los detalles se hacen más claros. Sus
gruesos muros de piedra, erosionados por el tiempo y la historia, pero aún
firmes y en pie, brillan con un tono gris que contrasta con el verde vibrante
del paisaje circundante. Las torres se alzan altas y orgullosas, tocando casi
el cielo azul, y las almenas del castillo parecen desafiar el viento y las olas
con su presencia inmutable.
Los olores del mar y de la tierra mojada se mezclan en el aire, creando
un aroma inconfundiblemente escocés que me llena de una extraña
sensación de hogar. A pesar de todo lo que ha ocurrido, puedo sentir un
destello de emoción mientras Iain nos guía hacia la orilla y el castillo de
Dunvegan se revela en toda su gloria.
Desde esta perspectiva en el mar, el castillo es un recordatorio
impresionante de la rica y antigua historia de esta tierra, y pienso en los
innumerables rostros y vidas que han pasado por sus muros a lo largo de los
siglos. Y ahora, de algún modo inexplicable, estoy aquí yo, una intrusa de
otra época, a punto de adentrarme en este remanso de historia y tradición y
voy a conocer a John MacLeod, el HOMBRE, en mayúsculas.
Siento un cosquilleo en el estómago, una mezcla de nerviosismo y
excitación, y no puedo evitar repasar mentalmente las páginas del libro, los
pasajes que describen a John MacLeod, el laird del clan.
Un hombre fuerte, valiente y justo, pero también con un corazón
amable y una sonrisa arrebatadora. Un personaje ficticio, sí, pero ahora todo
parece tan real…
No consigo resistir imaginarme el encuentro, y una sonrisa tímida
aparece en mis labios. ¿Cómo será en realidad? ¿Se parecerá a la imagen
que tengo en mi cabeza, la que se formó a partir de las palabras de la
novela? Y si es así, ¿cómo reaccionará al verme? ¿Sospechará de mí como
lo han hecho los hombres de la embarcación?
Por un momento, la idea me asusta. Pero entonces recuerdo que estoy
en medio de un sueño hecho realidad, una fantasía que nunca creí posible.
Estoy a punto de conocer a John MacLeod, un personaje que poblaría los
sueños húmedos de cualquiera y cuando digo cualquiera lo hago con
conocimiento de causa.
Una risa baja y nerviosa escapa de mis labios. Esto es absolutamente
surrealista. Estoy nerviosa por conocer a un personaje de un libro, como si
fuera una adolescente emocionada por conocer a su ídolo de la música. Pero
este no es un libro cualquiera y él no es un personaje cualquiera.
Miro a Iain, nuestro silencioso y misterioso capitán, que continúa
dirigiendo el barco con su mirada clavada en el horizonte. Me pregunto qué
papel jugará él en todo esto. No lo recuerdo del libro, claro que parte de lo
leído parece jugar a esconderse en mi cabeza y me cuesta recordarlo.
Mientras la embarcación se acerca más a Dunvegan, me encuentro
envuelta en pensamientos tumultuosos. Aún no puedo quitarme de la cabeza
la idea de conocer a John MacLeod. El laird de la historia, el hombre que
despierta pasiones, enemistades y admiración a partes iguales en la trama
del libro. Pero, también hay algo más que me inquieta, una pequeña
inseguridad, una duda punzante:
« ¿A qué parte de la historia he llegado? ¿Estará John ya casado con
Elspeth, la hija del jefe del clan MacDonald?».
No puedo ni debo interferir en la historia. Yo no pertenezco a este
tiempo. No soy más que una visitante, una observadora.
Pero ¿cómo puedes ser solo una espectadora cuando te encuentras en
medio de la historia de tu libro favorito? ¿Y si hemos llegado al punto
donde el traidor dentro del clan trata de envenenar a Elspeth, o incluso más
atrás, cuando los clanes rivales capturan a John, dejando a Elspeth sola y
vulnerable en Dunvegan?
El recuerdo de esos capítulos me pone tensa. No solo porque serían
momentos peligrosos y difíciles, sino porque, en el fondo, me importa lo
que les ocurra a estos personajes. Los he vivido, los he sentido. En cierto
sentido, me he enamorado de ellos a través de las páginas de la novela.
Y ahora estoy aquí, en su mundo, con la posibilidad de ver su historia
desarrollarse en tiempo real, de verlos a ellos. Pero también con el temor de
que algo pueda salir mal, de que la trama pueda desviarse de la que ya
conozco, de que pueda haber más dolor, más pérdida...
Siento un nudo en la garganta, pero lo trago, forzándome a mí misma a
respirar con normalidad. No puedo perderme en mis propios miedos. Tengo
que ser fuerte. Tengo que recordar que estoy aquí para observar, no para
interferir.
Pero incluso mientras me repito esto, no puedo evitar preguntarme: si
llega el momento, si la vida de John, de Elspeth o de cualquier otro
personaje está en peligro, ¿podré realmente quedarme al margen? ¿O cederé
a la tentación de intervenir, de tratar de cambiar el curso de su historia, a
pesar de las posibles consecuencias?
Al fin y al cabo, esto es una novela, no un hecho histórico con un
efecto devastador en el futuro.
Solo el tiempo lo dirá. Mientras tanto, solo puedo seguir adelante,
mantenerme alerta y esperar que, sea cual sea el punto de la historia en el
que me encuentre, pueda enfrentarlo. Porque, después de todo, ya no soy
solo una lectora. Ahora soy parte de la historia. Y eso lo cambia todo.
4

Atracamos en un pequeño muelle de madera protegido por el flanco del


castillo. Los hombres saltan ágilmente del bote, estirando sus músculos y
echando una mirada a la fortaleza con una mezcla de respeto y familiaridad.
Me quedo sentada en el bote, un poco aturdida, hasta que Iain se acerca y
me ayuda a salir colocando sus manos en mi cintura.
Es capaz de dejarme en tierra con un solo movimiento y menos
esfuerzo.
Le dirijo una mueca tirante con la boca, pero él ni siquiera se detiene
dos segundos a mirarme o a fijarse en mi disgusto por continuar en esta
situación de semiatado.
Mientras me guía, me percato de un grupo de personas que se acerca
desde el castillo. Están vestidos con la misma tela del kilt que llevan Iain,
Alasdair y Ewan, por lo que imagino que son parte del clan MacLeod.
A su cabeza, una mujer de mediana edad con el pelo oscuro recogido
en un moño estricto camina con determinación hacia nosotros. Su expresión
es severa, pero veo un destello de alivio en sus ojos cuando ve a Iain y a los
otros dos.
Me quedo paralizada, observando mientras la mujer habla con él en
voz baja. Sus gestos son enérgicos, pero el hombre se mantiene tranquilo,
asintiendo de vez en cuando. Al final de la conversación, se vuelve hacia mí
y me indica que me acerque.
Deshace el nudo del tartán que me envuelve desde la cintura hasta los
hombros y libera mis brazos con movimientos rápidos y diestros.
Siento un tremendo alivio al sentir que recupero el movimiento de mis
extremidades superiores.
Muevo mis brazos y mis hombros ante la mirada escéptica de Iain y la
mujer y me cubro de nuevo con la tela para soportar el frío y la mirada de
ellos sobre mi fino vestido.
―Sígueme ―me ordena con voz que no admite discusión.
Lo hago, mi corazón latiendo con fuerza mientras me dirijo al castillo,
lista para enfrentar lo desconocido. El bullicio de las personas, el sonido de
los caballos en los establos, el olor a tierra y mar, todo parece intensificarse
mientras camino a través de las puertas del castillo, siguiendo de cerca a
Iain y a los otros dos.
Cruzamos el umbral y nos encontramos en un bullicioso patio central.
Puedo oler el humo y el sabor metálico del acero en el aire; oír el choque de
las espadas y el murmullo de las voces, todo mezclado con el bramido del
viento que azota las murallas del castillo.
Miro a mi alrededor, deslumbrada por la vitalidad del lugar. Hay
hombres practicando lucha en un extremo, niños correteando por el patio,
mujeres ocupadas con labores diarias y trabajadores ocupándose de las
múltiples tareas necesarias para mantener el castillo en funcionamiento.
Todo parece un caos controlado.
Un hombre con una barba gris y ojos penetrantes se acerca. Intuyo que
debe ser alguien importante, quizás un consejero o un segundo al mando.
Iain se adelanta y habla con él en voz baja, pero puedo adivinar la tensión
en su postura.
Finalmente, el hombre de la barba gris asiente y, con un gesto, llama a
una joven criada. Le dice algo que no logro entender, pero la chica asiente,
me lanza una mirada compasiva.
La mujer que nos recibió en el muelle se me acerca y me toma del
brazo. Guiándome por el patio con una fuerza sorprendente, me lleva a
través de un arco de piedra y subimos una serie de escaleras de caracol
hasta llegar a una puerta de madera.
Nos sigue la joven, pero no hablan entre ellas. La criada parece
mantener una distancia respetuosa con la mujer.
Nos adentramos en el interior de una habitación sencilla, pero cómoda.
Hay una cama en un rincón cubierta con pieles de animales, una pequeña
mesa con una silla y un baúl para la ropa.
―Esta será tu alcoba ―me dice la mujer con el mismo acento
melodioso que los tres hombres. Aunque no sabría decir si su tono suena
amigable o hostil―. Iain ha pedido que te preparemos un baño caliente y se
te proporcione algo de comer. ¿Hay algo más que necesites?
Vale, esto es un poco incómodo. La urgencia en mi vejiga sigue ahí,
por lo que necesito un baño. Pero claro, no estamos en el siglo XXI. No
puedo simplemente buscarlo al fondo a la derecha y continuar con mi día.
―¿Dónde puedo... ir al baño? ―Me mira sin entender.
«Mal enfocado, Cat».
―¿Me podrías mostrar dónde está el privy? ―Supongo que este es un
término más fácil de entender en este siglo.
Me devuelve una sonrisa amable cuando me dice:
―Sígueme.
Me lleva por un corredor y luego por una escalera. Mi sonrisa forzada
desaparece cuando entramos en una pequeña habitación con un agujero en
el suelo.
―Aquí es ―dice, todavía sonriendo.
No es que no me lo imaginara. «Soy antropóloga. ¡Por el amor de
Dios!», pero mi enfoque profesional siempre ha sido más teórico e histórico
y nunca he llevado a cabo un trabajo de campo etnográfico.
Sé que estoy en el siglo XVIII, y que las cosas son diferentes aquí,
pero esto es... es... bueno, es literalmente un agujero en el suelo.
No puedo evitar pensar que este es exactamente el tipo de cosa que mi
abuela hubiera encontrado divertida y yo…
Aquí estoy, en medio de un castillo en el siglo XVIII, a punto de
utilizar un garderobe. Por supuesto que me río de mí misma.
Esta es la forma en que mi grandiosa aventura en el tiempo tiene que
comenzar. Nada de reuniones con reyes o bailes de máscaras, sólo yo y un
agujero en el suelo.
―Gracias ―le digo a la mujer.
Ella se va, dejándome sola.
Cuando volvemos a la primera habitación, la joven criada ha preparado
un montón de ropa en una esquina que, supongo serán mis nuevas
vestimentas y un barril de madera, del tamaño suficiente como para que una
persona pueda sentarse cómodamente en él.
Dentro, hay una esponja y un trozo de tela a un costado que parece un
sustituto de la toalla.
Poco después, las dos regresan con cubos llenos de agua caliente que
vierten en el barril. El vapor se eleva en el aire frío de la habitación y puedo
ver pequeñas burbujas en la superficie del agua.
Por un momento, solo me quedo allí, observando el barril y el agua
caliente. No hay jabón, ni champú, ni ningún otro producto de higiene
moderno al que estoy acostumbrada. Pero en este momento, un baño
caliente suena a gloria.
Parece que hace un siglo o tres… que no tengo una ducha decente.
Mi vestido moderno está hecho de un material que, estoy segura, estas
mujeres no han visto en su vida. Es un tejido sintético ligero, no hay nada
parecido en 1723. Cuando empiezo a desvestirme, las dos lo miran con
curiosidad.
La ropa está cubierta de polvo y tierra, pero eso no disfraza lo extraño
que debe parecerles.
―¿De qué está hecho esto, lass? ―pregunta la mujer mayor, cogiendo
un trozo de mi vestido y examinándolo con cuidado.
―No estoy segura ―respondo con honestidad, evitando su mirada
curiosa―. Es... diferente de lo que se usa aquí, de América ―añado como
si eso lo explicara todo.
«Diferente es poco» pienso, pero no estoy en posición de dar una
lección sobre la evolución de los tejidos en los próximos trescientos años.
Mi explicación parece ser suficiente. Todo lo relacionado con América
les debe parecer remotamente ajeno y exótico. Lo veo en sus expresiones
anonadadas.
―Tómate tu tiempo, te traeremos algo de comer en cuanto estés lista.
―Asiento y las veo salir de la habitación, dejándome sola.
Me sumerjo en el barril, sintiendo cómo el agua caliente relaja mis
músculos tensos y cansados. A pesar de las circunstancias, cierro los ojos y
disfruto de la sensación, permitiéndome un momento de paz en medio de
toda esta locura.
Cuando salgo del barril, la piel está roja y caliente al tacto. Envuelvo el
pedazo de tela a mi alrededor y me seco lo mejor que puedo, pero esto no
tiene nada que ver con una toalla esponjosa de rizo.
No absorbe nada.
Echo una mirada al montón de ropa que han dejado para mí. Son
faldas y blusas, hechas de lana y lino.
No estoy segura de cómo ponerme correctamente todas las capas, pero
hago lo que puedo, mirándome en un espejo que está tan opaco y empañado
que apenas puedo ver mi reflejo.
La tela es áspera pero resistente al tacto, teñida en un tono azul oscuro
como la bruma nocturna. La blusa es de un blanco inmaculado, con mangas
largas y amplias que caen en cascada hasta mis muñecas. El corpiño
ajustado presenta un patrón de entrelazado intrincado, mostrando la
habilidad de quien lo ha hecho.
La falda del vestido fluye hasta mis tobillos, moviéndose con un suave
susurro a cada paso que doy. Es mucho más amplia y pesada de lo que estoy
acostumbrada, pero aporta calidez lo que no voy a despreciar.
Me contemplo en el espejo, las ondas doradas de mi pelo caen
enmarcando mi rostro en mechones sueltos de la trenza apresurada que me
he hecho.
Parezco sacada de un libro de historia, lo cual, supongo, no está muy
lejos de la realidad. El reflejo que me devuelve la superficie pulida del
espejo es extraño y familiar a la vez, y me toma un momento aceptarlo
como propio. Pero no tengo tiempo para reflexionar; porque recibo unos
golpes en la puerta que me sobresaltan.
―¿Quién es? ―pregunto ya que no hay mirilla.
«Ahhh, cuántas comodidades les queda por descubrir».
―Iain ―responde una voz profunda y familiar al otro lado―.
Necesito hablar contigo ―responde él. Su tono es tan serio que no me
queda más remedio que aceptarlo.
―Adelante ―le digo.
Oigo el tintineo de las llaves sobre la cerradura. Me han encerrado.
Soy una prisionera en ese castillo. Al menos no lo han hecho en una
mazmorra. Sé cómo se las gastaban en estos tiempos y son de todo menos
acogedoras y sus métodos de interrogatorios… En fin. Estaría dispuesta a
desembuchar hasta mi alma de tener que soportar algo así.
Iain entra en la sala, la presencia de su figura alta llena el espacio, su
espalda ancha y hombros cuadrados abarcando la puerta. Su rostro se
mantiene serio y sus ojos no revelan nada.
En sus manos, lleva una bandeja pesada llena de comida. Me doy
cuenta, en un repentino estallido de consciencia, de lo hambrienta que estoy.
La comida no es abundante, pero el aspecto es delicioso. El aroma del
guiso de cordero inunda la habitación, las verduras de colores vivos y el
queso se acomodan en un plato, el humeante líquido oscuro en la taza junto
a un trozo de pan rústico... Es la comida más tentadora que he visto en
mucho tiempo.
—Tienes que comer —dice él apenas, su voz llena la habitación como
un trueno suave.
Me pregunto si este hombre ha llegado de la época de las cavernas
aquí también a través de una pintura rupestre como me ocurrió a mí al leer
el libro.
Aunque hay algo de su aspecto en lo que no puedo evitar fijarme. Más
que nada porque la diferencia es impactante.
El hombre frente a mí no se parece al Iain sucio y cansado que vi por
primera vez en Fairy Glen.
Pero su transformación no me hace sentir más relajada, todo lo
contrario, en realidad. Ahora que se ha afeitado y bañado, se ha revelado
ante mí como el hombre que es, y me resulta simplemente... abrumador.
Iain MacLeod es absolutamente magnífico.
El agua ha lavado la suciedad y la mugre, revelando una piel
bronceada y curtida por el sol y el viento de las Tierras Altas. Su cabello,
antes un desorden de rizos castaños y desgreñados, ahora se ha domado en
ondas suaves y del color del amanecer que caen hacia atrás hasta la nuca
donde parece habérselo cortado recientemente.
Pero lo que realmente me detiene es su rostro. Sin la capa protectora
de barba, su mandíbula fuerte y cincelada es más prominente, su boca, una
línea firme de determinación y autoridad. Y esos ojos, ahora sin la sombra
de la desaliñada melena, son aún más intensos y penetrantes, tan profundos
y claros como un lago bañado por el sol, llenos de luz y brillo.
Intento mantener la compostura mientras lo miro. No se supone que
deba ser tan... atractivo. Es un guerrero del siglo XVIII, un hombre brusco y
peligroso no un modelo de un anuncio de colonia, pero la diferencia no es
muy notable.
Tiene una belleza misteriosa y ruda…
«Tiene sentido. Lo juro».
El aire se vuelve denso a medida que sus ojos me estudian. Se sienta
frente a la mesa y pone el libro sobre ella al lado de la bandeja de comida.
Me lanzo a por él y cuando mi mano llega al cuero, la de él la atrapa y
la retiene sobre la tapa de manera firme y drástica.
Su agarre no resulta nada suave. Su mano es enorme, callosa, fuerte y
también presenta viejas cicatrices y heridas que vuelven su aspecto más
amenazante.
―Primero quiero respuestas ―me exige estrechando los ojos sobre
mí.
―¿Por qué debería dártelas a ti? No has sido amable precisamente
conmigo desde que nos hemos encontrado.
―¿Que no he sido amable? ―repite y algo en su tono de voz me dice
que mi contribución a esta conversación no ha ayudado a levantar su mal
humor.
Bueno, concedo que tal vez tengamos conceptos distintos de
amabilidad.
―¿Dónde está el jefe del clan? ―pregunto poniendo todas mis
esperanzas en John.
Él sí que es amable. Bueno, con Elspeth, pero también se preocupa por
los miembros de su clan. Seguro que es más accesible y menos brusco que
este hombre.
Niega con la cabeza de forma adusta sin dejar de retener mi mano bajo
su tenaza.
Supongo que primero tendré que pasar por él.
―Muy bien. ¿Qué quieres saber? ―le reto a regañadientes.
Sé que debería estar muy asustada. No conozco de nada a este hombre
y su aspecto es muy aterrador, un poco menos ahora, pero es que además de
que yo siempre he tenido un ligero problema para contener la lengua, no
siento que Iain sea una figura tan amenazadora para mí.
Lleva un kilt escocés tradicional. La tela a cuadros en tonos verdes y
azules le da un aspecto imponente y auténtico. Sobre el torso, lleva una
camisa de lino blanco que ciñe su cuerpo de forma holgada.
Un cinturón de cuero adornado con una hebilla de metal en relieve
rodea su cintura y enganchado a él lleva una daga y una espada. Como si
siempre estuviera preparado para la batalla.
―¿Es este el único libro que trajiste del barco?
―Naufragio ―corrijo automáticamente, olvidando por un instante a
quién me enfrento. Me encojo un poco más sin poder apartar mi mano de la
suya cuando veo sus ojos estrecharse ante mi audacia―. El barco naufragó.
Dije que era lo único que pude salvar.
―Nunca mencionaste eso antes ―apunta, desconfiado.
―Estaba asustada y confundida― le respondo y no es mentira en
absoluto.
―Y ahora te encuentras menos asustada, ¿menos confundida?
―pregunta, aunque más parece una afirmación que una consulta. En su voz
noto un deje de sarcasmo que antes no estaba.
―Algo así― murmuro, intentando parecer lo más inocente posible.
Durante unos largos minutos, Iain simplemente se queda allí,
estudiándome.
―Y ¿a dónde te dirigías?
―A… A ver a mi prometido… Un irlandés.
Él levanta un ceja con escepticismo.
―Tampoco recuerdo que mencionaras un prometido antes. Es lo
primero que deberías haber comentado si estuvieras deseosa de reunirte con
él.
―Estaba demasiado asustada y confundida― repito, y mi fingida
inocencia deja paso a un tono irascible.
―¿Y quién es el afortunado? ―Ahí está ese sarcasmo de nuevo.
―Se llama Sean O´Reilly. ―Es mi ex. Ni por todo el oro del mundo
me casaría con ese patán de pene inquieto.
―Que Dios le coja confesado ―masculla con verdadero regocijo.
Ladeo la cabeza para observarle frunciendo los labios.
«¿Si le saco el dedo medio entenderá el desaire?».
―Me ama y me regaló ese libro. No puedo presentarme sin él. Sería
una absoluta decepción.
Puedo decir por su expresión que no se cree ni una palabra.
―Un naufragio, un prometido irlandés y un libro que casualmente
parece tener todas las respuestas que buscamos y tú… otro enigma aún más
profundo.
Siento un golpe en mi pecho, y un nudo se forma en mi garganta.
―¿Habéis leído el libro?
Mis palabras parecen pillar a Iain por sorpresa, pero no da muestras de
desconcierto.
―¿Y tú? ―me pregunta sin responderme.
Afirmo con la cabeza dubitativa.
En esta época es poco común que una mujer que no pertenece a la
nobleza y haya sido instruida por un tutor sepa leer.
Iain no dice nada en respuesta. En cambio, se queda pensando, sus ojos
fijos en su mano sobre la mía y sobre el libro.
La suelta y me la aparta de forma brusca. Abre el libro y pasa las
páginas al alcance de mi mirada. Abro mucho los ojos mientras observo el
contenido y las letras trazadas a mano. No está en inglés y la composición
tan poco parece poder albergar la historia romántica del clan MacLeod que
había estado leyendo.
«¡Qué demonios!».
―Entonces.... ¿sabes lo que son estos símbolos? ―me pregunta,
mostrándome una de las hojas apergaminadas.
En su rostro, veo una mezcla de determinación y duda.
Echo un vistazo, notando la forma y la estructura de los caracteres. Un
golpe de reconocimiento me atraviesa. Son algo en lo que he trabajado
durante años. Mi corazón late con excitación.
―Son runas celtas ―le confirmo, incapaz de ocultar la sonrisa de
satisfacción en mi rostro.
La expresión de Iain cambia casi de inmediato. El escepticismo inicial
da paso a una sorpresa genuina, y luego a una profunda esperanza.
―¿Y puedes... puedes descifrarlas? ―pregunta, su voz llena de
expectación.
Asiento con la cabeza.
―No será fácil, y necesitaré tiempo… pero sí, creo que puedo hacerlo.
Iain se queda mirándome en silencio, sus ojos azules parecen buscar la
verdad en los míos. Su rostro se endurece, esculpido como una piedra de las
Tierras Altas que ha resistido el paso del tiempo y las tormentas. Pero a
pesar de su dureza, veo un destello de alivio, una pequeña chispa de
esperanza que se enciende en su mirada.
Un pequeño asentimiento de cabeza es todo lo que se permite, un gesto
taciturno, pero significativo.
―Hazme saber cualquier cosa que necesites ―me dice tendiéndome el
libro―. Incluso hay un hombre en el castillo con algunos conocimientos
básicos que puede ayudarte. Él es el que nos guio hasta Fairy Glenn donde
te encontramos. Si eres capaz de descifrar el libro… Puedes ayudarnos a
levantar la maldición que pesa sobre nuestro clan… ―Su voz se desvanece,
dejando sin terminar el pensamiento.
En la trama del libro de La maldición del clan MacLeod que encontré
en el desván de mi abuela no había ninguna maldición específica, excepto la
larga enemistad con el clan MacDonald ya suficiente oscura y pesada para
el clan.
Esto parece algo completamente diferente. Me siento sobre el borde la
cama con el libro sobre las rodillas. Abro las solapas y acaricio con mi
dedos la tinta descolorida.
―¿Qué maldición? ―pregunto.
Un suspiro pesado escapa de sus labios mientras se vuelve para
mirarme. Su rostro es una máscara de resignación.
―Es muy antigua―comienza, su voz ronca―. Nos ha afectado
durante generaciones, arruinando nuestras cosechas, maldiciendo a nuestros
hijos con enfermedades, llenando nuestras vidas de pérdida y
desesperación…
Sus palabras cuelgan en el aire, sus ojos llenos de un dolor antiguo y
profundo que envía un escalofrío por mi espina dorsal.
―Nunca he creído en maldiciones ―confieso.
Iain permanece callado, su expresión aún es dura pero los matices de
duda se desvanecen ligeramente de su mirada.
―Aunque muchas de mis creencias se han tambaleado un poco este
día, así que haré todo lo posible para mantener mi mente abierta y…
descifrar los símbolos celtas.
En el silencio que sigue, me doy cuenta de que, aunque sea algo que
me cuesta creer, la idea de que haya sido traída aquí con un propósito es
extrañamente reconfortante. Y con esa nueva determinación, empiezo a
trazar con el dedo las runas grabadas en el libro, preparándome para el
desafío que se avecina.
―¿Y tú prometido no os echará en falta a ti y a su valioso regalo?
―¿No debería yo ser más valiosa que el libro? ―le pregunto con
ironía.
Una sonrisa se dibuja en sus labios, algo que no había visto antes… Y
trasforma su rostro completamente y acelera la sangre en mis venas.
―Mis disculpas. Ha sido un error de orden. ―Estoy segura de que
no―. Eres muy valiosa, Catherine.
Mi nombre se retuerce en su lengua en formas que nunca antes había
escuchado. Su acento es fuerte, envolviendo cada sílaba con una intensidad
cautivadora.
No sé si es sarcasmo o lo dice sinceramente, pero sus palabras me
golpean como una ola, cálidas y confusas, dejándome sin ningún
comentario inteligente con el que replicar.
Un abrupto golpe en la puerta nos sobresalta a ambos. Antes de que
podamos reaccionar, la puerta se abre y un hombre entra en la habitación.
Su cabello rubio está desordenado y sus ojos azules chispean con una
energía bulliciosa.
―Oh, disculpa John ―dice el hombre, su acento inglés marcado y su
tono burlón.
Iain gruñe, cruzándose de brazos.
―Te he dicho mil veces, Andrew, que uses la traducción al gaélico.
Andrew se ríe, su sonrisa es fácil y despreocupada.
―Lo siento, jefe. John es más fácil de recordar.
Estoy atónita. Parpadeo, miro a Iain, que ahora parece incómodo y
molesto.
―¿John? ―repito, y la revelación me golpea como un rayo―. ¿Eres
John MacLeod? ¿El jefe del clan?
Iain asiente, su expresión serena pero sus ojos reflejan una mezcla de
resignación y curiosidad.
―Sí, soy yo ―dice llanamente, con simplicidad, como si eso no fuera
increíble.
Mi corazón late con fuerza en mi pecho. Tanto que parece que saldrá
rodando de él.
«John MacLeod».
El protagonista de la historia romántica que estaba leyendo. La pieza
final del rompecabezas encaja. No puedo evitar reír, una risa de
incredulidad y de asombro.
―Vaya ―murmuro, sacudiendo la cabeza―. Esto es... inesperado.
Andrew mira a Iain y luego a mí, claramente perdido.
―¿He interrumpido algo?
Iain le lanza una mirada que haría retroceder a cualquier hombre
sensato. Pero Andrew simplemente sonríe, sin inmutarse.
―Vine a ver el libro… Y al hada ―declara echándome un vistazo
descarado.

Soy antropóloga de formación, eso ya lo sabes, pero lo que no te he


contado hasta ahora es que soy una apasionada de la civilización celta por
elección.
Todo comenzó durante mis estudios, cuando una conferencia sobre la
historia del pueblo celta capturó mi atención. Su rica cultura me atrapó y
desde entonces, he dedicado mi carrera a descifrar sus secretos.
Trabajo en el Museo Field de Historia Natural.
Y siento una especie de orgullo maternal por mi proyecto actual, una
recreación digital de un antiguo asentamiento celta. Es como ver a un hijo
crecer, el poder observar la manera en que el mundo que he estudiado
durante años toma forma ante mis ojos.
Y en medio de la vida urbana de Chicago, me encuentro anhelando la
paz y la quietud de un lugar completamente distinto: Tara, en Irlanda.
Mi relación con Tara comienza cuando mi mentor, el famoso
arqueólogo y céltico especialista Dr. Henry Albright, me pidió que me
uniera a su equipo de investigación en una expedición a Irlanda hace dos
años.
«Allí conocía a Sean, el picha brava».
Tara no es solo un lugar para mí, sino el escenario de una aventura que
cambió mi vida. No es una exageración decir que cada piedra y cada trozo
de tierra allí tienen una historia que contar, historias que he tenido el
privilegio de desenterrar.
Este antiguo sitio, que fue un importante centro político y religioso
durante la era celta, es un tesoro de información sobre esta enigmática y
fascinante civilización.
Pero no es solo el trabajo de campo lo que me ha unido a este lugar. A
medida que me adentraba en la civilización celta, comencé a sentir una
conexión profunda con esta cultura. Comencé a apreciar su resiliencia, su
amor por la belleza y su respeto por la naturaleza. Su filosofía de vida,
entrelazada con su entorno, se ha convertido en una inspiración para mí.
Nunca pensé que tendría la oportunidad de experimentar todo eso en
persona. Sin embargo, aquí estoy, en el siglo XVIII en la Isla de Skye,
viviendo en una civilización con enormes vestigios vivos de lo que he
estudiado durante años.
Es como si todo mi trabajo, todo mi amor por la cultura celta, me
hubiera preparado para esto.
«Un momento… ¡Qué típico de la trama de un libro! Estas
casualidades predestinadas que tan bien le vienen al escritor para enlazar».
Uhm… esto no es producto del azar.
«Abuela, ¿estás ahí?».
Esto parece una de sus travesuras excéntricas potenciada al máximo.
Como sea, estoy segura de que descifrar las runas celtas del libro me
ayudará a encontrar la manera de volver a mi vida.
5

Bajo la tenue luz de las antorchas en una de las estancias del castillo de
Dunvegan, Andrew desdobla cuidadosamente una hoja, extendiéndola sobre
una mesa rústica de madera.
Iain, Catherine, Alasdair y Fergus, el anciano consejero, lo observan
con el rostro serio y concentrado.
Andrew Bexley es un caballero inglés de linaje noble, pero menor, por
lo que ha cultivado su inteligencia y habilidades para compensar su
posición en la jerarquía de la nobleza. Tiene un encanto británico suave, una
mezcla de modales refinados, ingenio y cierta reserva.
Su bisabuela, una figura influyente y cariñosa en su vida, era de origen
escocés, del clan MacLeod, y es ella quien despertó en él el interés por las
raíces celtas.
La página que había encontrado estaba escondida dentro de una
reliquia familiar, una exquisitez de artesanía que ella le legó, ovalada en
plata bruñida, con intrincados grabados con complejos nudos celtas que se
entrelazan en un laberinto sin fin de líneas y lazos. En su centro, descansa
una esmeralda verde, cuyo color vívido recuerda a los exuberantes prados
de Escocia.
Andrew descubrió una pequeña cavidad oculta y dentro, encontró la
página arrancada, en la que se podían ver las runas ―Tiwaz, Ehwaz,
Perthro e Isa―.
Su bisabuela era una mujer conocida por su sabiduría y su fascinación
por las historias antiguas del clan MacLeod, así que no tuvo ninguna duda
de que aquello estaba relacionado con sus primos lejanos escoceses.
Sin embargo, no era muy ducho en runas celtas. Descifrar aquello le
había costado años y después de varias discusiones habían deducido que esa
pista los llevaba a algún lugar de la isla Skye y hasta algo valioso para
levantar la maldición sobre el clan, pero nada preciso.
Fue una suerte que a uno de ellos se le ocurriera después de largas
jornadas de búsqueda y fracasos acudir a Fairy Glenn.
Un rincón mágico de la Isla de Skye. Según las historias locales, un
lugar donde el velo entre el mundo de los hombres y el de las hadas es muy
delgado.
―John, mira ―dice señalando la hoja―. Es exactamente igual que las
páginas del libro de Catherine. Fue arrancada de aquí ―explica haciendo
coincidir el borde dentado de la lámina con los trozos sueltos del interior
del libro.
Se lo tiende a la mujer. Quiere comprobar si realmente es capaz de
descifrar las runas celtas.
La hoja arrancada de Andrew contiene el siguiente conjunto de runas:

᚛ᚃᚑᚉᚄᚇᚑᚈᚔᚅᚉᚐ ᚃᚓᚉᚄᚈᚉᚑ ᚈᚑ ᚏᚑᚌᚐ 
ᚈᚑᚄᚔ ᚉᚑᚄᚔᚌᚑ ᚈᚑ ᚈᚑᚄᚔᚉᚑᚄᚈᚔ ᚈᚑ ᚉᚐᚔᚂᚄ 
ᚈᚑᚉᚔᚉᚑ ᚉᚑᚄᚈᚉᚑ ᚃᚉᚓᚉᚄᚑᚉ᚜

En los bordes, aparecen las anotaciones que Andrew ha hecho:


Al verlo, Catherine sabe de inmediato que hay errores.
Con el pedazo de pergamino en sus manos, Catherine se siente como si
estuviera sosteniendo un fragmento de tiempo, una pieza preciosa de
historia que ha sobrevivido a siglos de cambios y desafíos. Hay una tensión
en el aire, una electricidad que pica en su piel mientras la observan.
Catherine mantiene la cabeza alta, consciente de las miradas de los
hombres sobre ella. Son de expectativa, de esperanza, pero también de
duda. Eso le molesta a pesar de que está acostumbrada a tener que
demostrar su valía en un campo dominado por hombres, pero no deja de
escocer.
Con suave reverencia, extiende la hoja en la mesa. Su vista se posa en
las runas grabadas, cada marca una palabra en el misterioso lenguaje de los
antiguos celtas. Su dedo índice traza las líneas, un saludo silencioso a los
maestros que las grabaron hace tanto tiempo.
A medida que sus ojos viajan por la hoja, comienza a murmurar,
recitando las runas en voz baja para ella misma. Sus cejas se fruncen
ligeramente cuando se encuentra con una particularmente compleja, y se
lleva la mano a la barbilla mientras piensa profundamente en ella.
Los hombres la miran con asombro.
Iain, en silencio desde el otro lado de la mesa, observa cómo sus dedos
recorren con suavidad las líneas de tinta. La vela cercana lanza sombras
fugaces sobre su rostro, destacando la determinación grabada en sus rasgos.
Ella parece completamente ajena al mundo exterior, perdida en un laberinto
propio de pensamientos.
Iain es un hombre de palabras escasas y sentimientos guardados bajo
llave, pero desde que ha encontrado a esa mujer su mente ha estado agitada
incesantemente con su misteriosa aparición.
Ella afirma haber naufragado, pero su historia no encaja.
Su forma de hablar, aunque clara, tiene un matiz extraño, como si su
lengua estuviera acostumbrada a otra melodía lo que si coincidiría con su
explicación sobre su origen.
Pero luego está su inusual conocimiento de las runas celtas, algo que
es completamente desacostumbrado incluso para un hombre.
Claro que eso es algo que aún está por confirmar.
―Esta es 'VOCSDOTINC', que representa la V. Tú interpretaste esto
como «cuando los ríos se unen», pero en realidad se refiere a «donde los
riachuelos se dividen». La diferencia puede parecer mínima, pero cambia
completamente el significado ―le explica a Andrew.
Este se acerca a ella fascinado. Inmediatamente, siente un gran respeto
por su intelecto y no solo por su apariencia como le ha ocurrido cuando la
ha visto por primera vez.
No puede evitar notar las diferencias entre ella y las mujeres que
acostumbra a ver en la corte inglesa. Su belleza es distinta, más sencilla y
menos artificial. No hay pesados maquillajes ni joyas ostentosas que
adornen su hermosura. Solo una mujer en su forma más natural.
El cabello de Catherine brilla con una vitalidad que no se ve en las
pelucas empolvadas que muchas de esas damas prefieren. Hay una suavidad
en él, una especie de promesa de seda al tacto, que despierta en él una
curiosidad innata. Se pregunta cómo sería deslizar sus dedos por esos
mechones sueltos.
Y luego está su piel, de una tonalidad clara y cremosa que parece
captar la luz de una manera que la hace parecer casi luminosa. Las damas
de su época a menudo se esfuerzan por alcanzar tal tono con polvos y
cremas, pero en Catherine, parece algo natural e innato.
Las mujeres de las Tierras Altas tienen una apariencia forjada en el
trabajo duro y la resistencia, con las mejillas sonrosadas por el viento frío y
las manos callosas del trabajo.
Catherine, por otro lado, tiene un aspecto más delicado, casi etéreo.
Sus manos no tienen las marcas de las tareas rudas que caracterizan a estas
mujeres. En cambio, parecen hechas para actividades más corteses, como si
estuvieran diseñadas para sostener un pincel de pintura o para acariciar las
teclas de un piano.
Todo en ella irradia un tipo de belleza que no está acostumbrado a ver,
y le fascina.
Pero lo que realmente la distingue es su confianza. Las mujeres de las
Tierras Altas son fuertes y resilientes, sí, pero también son modestas y
reservadas. Catherine, por otro lado, tiene una confianza en sí misma que
raya en la arrogancia, pero que, en lugar de resultar desagradable, es
extrañamente atractiva.
Andrew no está exento de cierta coquetería inocente, y hay momentos
en los que su sonrisa tiene un brillo juguetón que despierta suspiros entre
algunas damas.
Ahora está solo concentrado en compartir su pasión por la cultura celta
con esta mujer que parece tener una capacidad asombrosa para desentrañar
fácilmente todo lo que a él le ha supuesto meses de esfuerzo y desvelos,
pero no puede dejar de admirarla en su conjunto.
―A VECSTCO ―dice―, que representa la A. La traducción directa
sería «un paso», no «un puente». Puedes ver cómo esta confusión puede
cambiar totalmente la dirección del lugar que describe.
Luego continúa con el resto de las runas, corrigiendo cuidadosamente
la interpretación de Andrew y explicando el significado real de cada runa
celta.
―La clave de todo esto ―concluye Catherine―, es entender que las
runas celtas no sólo transmiten un mensaje literal. Tienen que leerse en el
contexto de la cultura y la mitología celta. Y por supuesto, un buen
conocimiento de la geografía local. Si entendemos eso, entonces la
verdadera traducción de este enigma es: «Donde los riachuelos se dividen,
un paso para cruzar, busca en el sitio de los círculos, en la cima de la roca
del Glen de las Hadas, un camino descubrirás».
El aire se torna pesado cuando Alasdair, impotente y con frustración
contenida, rompe el silencio.
―¿No podrías haberlo interpretado bien desde el principio, inglés?
―Su tono es rudo y cargado de resentimiento, sus ojos fulminan a Andrew,
a quien ve como un intruso que ha metido su nariz en asuntos que no le
pertenecen―. Nos enviaste a dar vueltas por los empinados acantilados de
Quiraing. Estuvimos más de un mes buscando en pésimas condiciones sin
resultados.
Andrew se retuerce ligeramente, su rostro adquiere un matiz de
incomodidad y defensa. La tensión entre ambos hombres es palpable, como
un hilo a punto de romperse.
Iain, sin embargo, permanece calmado, su postura firme y sus ojos
escrutadores sobre los dos hombres.
―Basta, Alasdair― dice con voz fuerte y autoritaria―. Andrew ha
sido de gran ayuda. Sin él no tendríamos nada.
Luego sus ojos se deslizan por la figura de la mujer, su rostro brillante
y la determinación que muestra al hablar.
―Nunca antes he visto a una mujer con tal habilidad para las runas
―le susurra Fergus con el ceño fruncido no convencido del todo por la
aparición y la implicación de ella―. Ni siquiera los eruditos más estudiosos
de la corte tienen tal destreza para desentrañar estos enigmas antiguos.
―Ella es diferente ―concluye Alasdair como si eso lo explicara todo,
mientras Andrew y ella siguen enfrascados en la interpretación de las runas
y la nueva claridad que ella aporta a los escasos conocimientos de él.
Iain estudia a Catherine, su mirada evaluadora se posa en su cabello
dorado y rebelde, sujeto de una manera informal que solo intensifica su
belleza salvaje, aunque su rostro es delicado, con rasgos suaves y ojos
grandes y expresivos.
Su figura es esbelta y tonificada, pero no tan fuerte como la de una
mujer acostumbrada a los rigores del trabajo físico.
No obstante la vestimenta que llevaba cuando la encontraron le
desconcierta. Algo indecente y fuera de lugar para una mujer de su aparente
estatus.
Estas observaciones le hacen cuestionarse aún más sobre la
procedencia de Catherine. ¿Cómo ha llegado a la isla? ¿De dónde viene
realmente? ¿Por qué el libro estaba en su posesión? Y, lo más importante,
¿cuál es su papel en todo esto? Son preguntas que se acumulan en su mente
mientras observa a la enigmática mujer que ha llegado, de manera tan
inesperada a su vida y a su castillo.
6

Camino por el castillo. La noche ha sido larga e intranquila. Apenas


recordaba donde me encontraba al despertar y lo real me parecía un sueño.

Al intentar abrir la puerta me he encontrado con que no estaba cerrada


y la oportunidad de recorrer la fortaleza me ha parecido demasiado
irresistible.
Hay algo extrañamente hermoso en la decadencia, en las cicatrices que
el tiempo ha grabado en cada piedra y cada tabla de madera. Es como si
cada arruga contara una historia, cada grieta escondiera un secreto. Como
una vieja dama, el castillo se mantiene erguido, desafiante, resistiendo a
pesar de sus años y su desgaste.
Me deslizo por los largos pasillos, los muros desnudos y despojados de
adornos o tapices. Parecen vacíos, pero llenos de ecos, como si las voces
del pasado aún resonaran en el aire. Camino con cuidado, como si pisara
sobre sueños olvidados, miedos reprimidos y risas desvanecidas.
Las puertas de las habitaciones están abiertas, sus interiores revelando
diferentes grados de abandono. Algunas parecen haber sido desocupadas
recientemente, mientras que otras tienen una capa de polvo tan espesa que
parece un manto de nieve. Me asomo a cada una, mis ojos ansiosos por
descubrir los secretos que guardan.
En alguna reposa una bacina llena y huyo despavorida.
Bajo la escalera principal, me encuentro con un gran salón. Los altos
techos abovedados, las ventanas arqueadas y la gran chimenea dan
testimonio de su antiguo esplendor, pero ahora, sin la alegría de los
banquetes o el calor de las reuniones familiares, parece el esqueleto añejo y
desnudo.
Me recreo en mis pensamientos sobre las personas que una vez
vivieron aquí, en los sonidos y los colores que ahora faltan. El lugar es
como un libro en blanco, sus historias han sido borradas por el tiempo, pero
cada piedra, cada rincón, cada huella desgastada en el suelo, me susurra
fragmentos de su pasado.
La maldición... Un fantasma que parece acechar en cada sombra del
castillo, que teje sus hilos alrededor de los corazones de todos los que viven
aquí. Cada risa que resuena por los corredores parece más bien un lamento,
cada rostro alegre esconde una sombra de miedo y preocupación.
Siento un escalofrío cuando pienso en ella. Si las historias son ciertas,
esta maldición ha estado robando la vida a los jóvenes de este clan durante
generaciones. Hijos que nunca llegan a ser hombres, madres que lloran la
pérdida de sus pequeños. No hay nada más desgarrador que eso.
La luz del alba apenas rompe el horizonte, tejiendo con hilos de oro el
oscuro tapiz de la noche. La quietud del amanecer se cuela entre las
almenas, un respiro antes de que el recinto despierte a la vida. Siempre he
sido madrugadora, y esta nueva realidad no ha cambiado eso.
Bajo las escaleras de piedra desgastadas, dejando atrás los ecos de las
pisadas de los que vivieron aquí antes que yo, de aquellos cuyas vidas
fueron marcadas por estas mismas piedras. El castillo parece más solitario
en estas horas, casi como si estuviera sosteniendo la respiración, esperando
el nuevo día.
Entonces, el olor a pan fresco me envuelve, una dulce promesa
flotando en el aire frío de la mañana. Sigo el olor hasta la cocina, donde
encuentro a las mujeres ya en pleno trabajo. Sus rostros se iluminan en la
luz dorada del amanecer, sus manos trabajan con una eficiencia suave y
fluida.
Me adentro, observando cómo sus dedos hábiles amasan el pan,
creando formas y texturas que parecen casi mágicas para mí. La harina
salpica en la mesa de madera, sus manos se mueven en un baile familiar,
una danza de creación y vida.
Una de las mujeres se vuelve hacia mí, una sonrisa cálida en su rostro.
Es Moraq, la mujer que me acompañó a mi habitación en mi primer
día. Su cabello gris se recoge descuidadamente, su rostro marcado por las
líneas de una vida bien vivida. Me sorprende verla aquí, amasando pan
como si fuera la tarea más natural del mundo.
―¿Te gustaría ayudar, lass? ―pregunta, su voz es cálida, llena de una
fortaleza que se siente innegable.
No puedo evitar devolverle la sonrisa, sentirme atraída por esa
fortaleza, por esa calidez.
Sin pensarlo dos veces, me arremango la blusa y me pongo junto a
ella, amasando pan, mientras el castillo despierta a la vida a nuestro
alrededor.
Una luz dorada se filtra por la ventana de la cocina, llenando el aire
con una calidez que me hace olvidar, aunque sólo sea por un momento, que
me encuentro en un tiempo que no es el mío.
La figura de Moraq, sólida y segura frente a la mesa de madera,
imparte una extraña sensación de normalidad, haciendo que me sienta más a
gusto de lo que he estado desde que llegué a este siglo.
Con sus ojos oscuros y profundos, Moraq me observa en silencio, una
ceja ligeramente arqueada en interrogación. Mi actitud resuelta hace que la
desconfianza inicial de Moraq se desvanezca poco a poco. Un brillo de
aprobación se enciende en los ojos.
Diversas mujeres, vestidas con ropa sencilla y rasgos endurecidos,
trabajan en armonía mientras hablan en susurros en gaélico, pero se
detienen de vez en cuando y me observan con recelo.
―Hace tiempo que una dama no entra a la cocina ― comenta una de
las mujeres, mirándome con curiosidad.
―Algunas piensan que eres un hada, otras una bruja. ― ríe Moraq y
agrega―: Hemos tenido de todo entre estos muros, pero nunca una dama
que amase el pan.
―Excepto por mi señora MacLeod ―indica otra en deferencia a
Moraq.
Desconcertada, miro a la mujer con la que he estado trabajando.
―¿Eres la señora del castillo? ― pregunto, sorprendida. No la
recuerdo del libro, claro que ya me he dado cuenta de que hay algunas
diferencias entre lo poco que recuerdo y lo que estoy viviendo.
La mujer ríe a carcajadas, su risa llena la cocina y hace que las demás
mujeres se unan.
―Señora del castillo, dice. No, lass, soy la madre de Iain. Pero podría
ser la señora del castillo si eso hace que trabajes más duro ―me alienta al
ver que he detenido mis manos.
Puedo ver la chispa de humor en sus ojos, el disfrute genuino que
encuentra en mi confusión. Y de repente, me doy cuenta de mi propio error,
de cómo mis preconcepciones modernas se habían entrometido en mi
comprensión de esta época.
―Esperabas encontrar a la madre del laird sentada en una sala de estar
con té y galletas, ¿verdad? ―continúa, aun riendo―. Bueno, lass, aquí en
las Highlands, las cosas son un poco diferentes. Trabajamos juntos, vivimos
juntos, luchamos juntos. Nadie es demasiado bueno para amasar el pan o
cocinar la cena.
Hundiendo mis manos en la masa, decido preguntarle a Moraq más
acerca de la maldición. Miro su rostro cansado y pienso que tras la sonrisa
que regala tan generosamente, se esconden secretos, dolores y pérdidas
inimaginables.
Ella se queda callada un momento, como si estuviera pensando en
cómo empezar. Su mirada se desvía a las brasas del fuego, y por un instante,
puedo ver un rastro de dolor en sus ojos. Luego, inhala profundamente y me
lanza una mirada cansada pero firme.
―La maldición de los MacLeod...una sombra oscura que ha pesado
sobre nuestra familia durante generaciones ―empieza, su voz adquiere un
tono triste pero resignado―. Tiene muchas formas, pero la más cruel es la
que roba la vida de nuestros hijos.
Siento un nudo en el estómago.
―¿Tus hijos?
Asiente lentamente.
―He dado a luz a tres niños, todos ellos hermosos y llenos de vida.
Pero la maldición... ―Su voz se rompe un poco, pero rápidamente se
recupera―. La maldición se llevó a dos de ellos. Solo Iain sobrevivió.
Una de las mujeres me pregunta si es cierto que puedo ayudarles a
romper la maldición.
Me coge desprevenida. Las palabras resuenan en el aire silencioso de
la cocina y siento los ojos de todas sobre mí, llenos de esperanza, de miedo
y de desconfianza.
―No sé si podré ayudar ―admito, mi mirada buscando a cada una de
ellas―. Pero lo intentaré. Haré todo lo que pueda.
La mujer que ha preguntado asiente, su rostro refleja una mezcla de
anhelo y duda.
―Es más de lo que la mayoría ha hecho ―dice en voz baja. Las otras
mujeres asienten, sus ojos todavía fijos en mí.
La mención de los MacDonald detiene mis manos en medio del
amasado. Me vuelvo hacia las mujeres, curiosa e intrigada.
―¿Los MacDonald? ―pregunto, sintiendo como un zumbido se
apodera del lugar. Los ojos de todas ellas se encuentran con los míos,
mezcla de sorpresa y sospecha.
―Los mismos ―dice una de las mujeres, una anciana arrugada con
una mirada llena de años de resentimiento―. Han sido nuestros enemigos
durante generaciones.
―Aunque ahora parece que quieren ser nuestros amigos ―murmura
otra, enrollando su masa de pan con fuerza―. Quieren que Iain se case con
la hija del jefe de los MacDonald.
Las mujeres asienten, algunas parecen complacidas, otras resentidas,
pero todas están de acuerdo en que la maldición debe haber sido obra de los
MacDonald.
Sonrío para mí misma.
Tengo la oportunidad de conocer a Elspeth y presenciar cómo Iain se
enamora poco a poco de ella.
No puedo evitar que mi mente se desvíe hacia él. Su figura alta y
robusta, la forma en que sus músculos se tensan bajo la camisa, la
intensidad de sus ojos azules que parecen guardar secretos insondables...
A pesar de todo, me cuesta pensar en él en términos románticos.
Desde luego, no es exactamente como lo imaginé cuando leí sobre él
en las páginas del libro. En el papel, su rudeza y su dureza podían parecer
algo...románticas, casi atractivas en su carácter de héroe. Pero la realidad es
diferente.
Es un hombre forjado por las circunstancias, moldeado por las duras
realidades de la vida en las Tierras Altas de Escocia en el siglo XVIII. Es
severo y despiadado cuando tiene que serlo, y, aunque no puedo decir que
me asusta, su presencia es indudablemente intimidante.
Sin embargo, a pesar de todo, hay una especie de honor en él, un
sentido innato de justicia y deber que, aunque envuelto en una capa de
rigidez, me hace respetarlo. Iain es un hombre de su tiempo y lugar, y no se
puede juzgar por los estándares de mi mundo, mi tiempo.
En cuanto a Elspeth... creo que será afortunada. Porque detrás de esa
dura cáscara, intuyo que hay un hombre leal, valiente y profundo. Un
hombre que, una vez que se compromete, no se retractará, un hombre que
protegerá a los suyos con todas sus fuerzas.
Mientras amasamos juntas, las mujeres empiezan a preguntar sobre mi
vida personal.
―¿Y tú, lass?― pregunta una de ellas, una mujer de rostro curtido
pero amable―. ¿Tienes a alguien esperándote en casa?
Me doy cuenta de que ha llegado el momento de desplegar mi historia
ficticia.
―Oh, sí ―miento con una sonrisa confiada―. Estoy prometida a un
caballero muy distinguido. Es un irlandés. Cuando termine de descifrar el
libro, me reuniré con él
Las mujeres intercambian miradas y asienten con satisfacción.
De repente, una joven de piel clara y ojos pardos comenta con una
risita―: Andrew tampoco está mal, ¿eh?
Al escuchar eso, me río y asiento.
―Es cierto, Andrew es un hombre atractivo ―admito.
Hay más risas y comentarios amistosos y me incluyen de manera que
empiezo a sentirme una más entre ellas.
―Cuéntanos acerca de tu tierra, América. Dicen que es un lugar de
grandes oportunidades ―me pide la misma jovencita que suspiraba por
Andrew.
Respiro hondo, tratando de elegir palabras y relatos que no desentonen
demasiado con la realidad de su tiempo.
―Es un lugar vasto, lleno de maravillas y retos. Las ciudades son
bulliciosas y llenas de gente, cada una con su propio ritmo y carácter.
―Y los nativos, ¿son amigables? ― pregunta otra mujer, con un toque
de preocupación en su voz.
Sonrío, consciente de las historias que probablemente habrán
escuchado.
―Sí, en su mayoría. Como en cualquier lugar, hay gente buena y gente
mala. Pero muchos nativos son amables y hospitalarios. Otros se sienten
amenazados porque los nuevos colonos les están desplazando de sus tierras
y hogares sin consideración.
Ellas asienten comprensivas.
Hablo de los ríos inmensos, los bosques espesos y las montañas que
rasgan el cielo. Describo los campos de trigo dorado y las plantaciones de
algodón bajo el sol del sur. Menciono las ciudades bulliciosas, llenas de
comerciantes y artesanos, y el ritmo constante de la vida allí. Cada palabra
que pronuncio es metida en un molde de cautela, tratando de no revelar
demasiado, pero al mismo tiempo pintando un cuadro lo suficientemente
vivo como para satisfacer su curiosidad.
Cuando termino, todas parecen contemplativas, como si estuvieran
imaginando esta tierra lejana y desconocida en sus propias mentes. Por un
momento, no hay nada más que el suave chisporroteo del fuego y el
ocasional roce de las manos en la masa.
Es una extraña y hermosa intimidad.
Dudo por un momento. Me muerdo el labio, concentrada en cómo
enmarcar lo que estoy a punto de decir. Finalmente, decido ser tan honesta
como puedo, pero con precaución. En mi tiempo, hablamos abiertamente de
estos temas, pero no puedo olvidar que en 1723, las perspectivas son
diferentes.
―Pero también es un lugar de sufrimiento. Muchos de los que allí
viven, no son libres. Son personas forzadas a trabajar en las peores
condiciones a cambio de nada, sin libertad ni dignidad. Son tratados como
propiedad en lugar de como seres humanos.
Un silencio pesado cae sobre la habitación. Puedo ver el desconcierto
en sus ojos, la falta de comprensión.
―¿Por qué alguien haría eso? ―pregunta una de las mujeres, su voz
apenas es un susurro.
―No lo sé ―respondo con sinceridad, porque realmente es así.
¿Cómo explicar la avaricia, la crueldad, la deshumanización de un grupo de
personas sobre otro?―. No lo sé, pero deseo con todo mi corazón que
cambie.
―Eres una buena persona, Catherine ―anuncia Moraq con una
sonrisa sincera en el rostro.
7

Mis manos son ágiles, recogiendo platos llenos de avena, vertiendo leche
infusionada con manzanilla silvestre, una sonrisa firme en mi rostro.
No es algo a lo que esté acostumbrada, ser relegada a un rincón, ser
una simple sirvienta. Pero entiendo que este no es mi tiempo, y hago lo que
puedo para adaptarme.
Además, las mujeres con las que he trabajado esta mañana han
demostrado ser fuertes, amables y acogedoras, una verdadera hermandad.
A medida que los hombres entran en el comedor, uno tras otro, puedo
sentir la sorpresa en sus ojos cuando me ven allí, riendo y bromeando con
las mujeres del castillo.
La mayoría de las palabras que surgen lo hacen en gaélico escocés,
pero interpreto el tono y los gestos junto a las que recuperan en su inglés
musical cuando se dan cuenta de que no entiendo lo que dicen.
La camaradería y el respeto mutuo que hemos desarrollado esta
mañana es palpable, y siento un inesperado orgullo.
Y entonces, lo veo. Iain entra al salón y sus ojos se posan sobre mí. Se
sorprende al verme esquivando la mano de un tipo que quiere amueblar mis
posaderas con ella.
Sus labios se curvan en una leve sonrisa mientras me observa, y siento
una punzada de satisfacción al darme cuenta de que ha notado mi presencia.
«Es el protagonista del libro ¿sabes? Y yo solo soy un personaje
secundario».
A medida que continúo sirviendo el desayuno, noto la mirada de Iain
sobre mí de vez en cuando. Parece intrigado.
Moraq se acerca a él e intercambian algunas palabras.
El gesto de él es relajado cuando habla con ella y parece un poco más
humano.
Cuando Andrew aparece, Emily, la joven de la cocina a la que el inglés
le parece sumamente atractivo me lanza una mirada de complicidad. Sonrío
sin poder evitarlo y Andrew se lo toma como un gesto hacia él y me
devuelve un guiño.
―Estoy deseando empezar a trabajar con el siguiente enigma ―me
dice, mientras le lleno una taza con leche―. ¿Cuándo crees que podremos
reunirnos?
Pese a que le he El feshecho un gesto a Emily para que fuera ella la
que se acercara a Andrew esta ha huido despavorida llena de sonrojos
tímidos que me han hecho lanzar una carcajada.
―Cuando gustéis, sir ―le digo muy metida en mi papel de joven
dama de época.
A él le gusta mi respuesta y me mira con una expresión llena de
encanto, de esas que dicen: «eres un trozo de queso y yo un ratón
hambriento».
―La espero en la biblioteca entonces, mi lady ―me dice poniéndose
en pie y llevándose el dorso de mi mano a los labios con una mirada
juguetona―. No deberíais estropear estas preciosas manos con estos
trabajos manuales.
Algunas de las mujeres esconden sus risitas y sus gestos de sorpresa
entre sus dedos y Moraq que ha interrumpido la conversación con su hijo
para mirarnos sonríe divertida.
La biblioteca es un pequeño cuarto, olvidado en un rincón del castillo,
pero para mí es un tesoro. Me encanta el olor a pergamino viejo, la
sensación de la tinta seca bajo mis dedos, la promesa de conocimiento que
cada libro guarda. Es como si el tiempo se detuviera aquí, en este pequeño
santuario del saber, donde cada letra es un hilo que teje la historia del clan
MacLeod.
De vez en cuando nos acompañan Iain o Fergus. Otras los dos a la vez.
Ya he descubierto que Iain no tiene intenciones de dejarme sola con el libro
y al descender la noche, me lo quita y se lo lleva a algún lugar lejos de mi
alcance.
Aún así, continúo descifrándolo, segura de que la forma de volver a mi
mundo está en él y también para ayudarles a romper su maldición. Lo cierto
es que ahora mismo esa es mi prioridad.

Los enigmas del libro se presentan en varias formas. Algunos parecen


dibujos de laberintos, como aquellos trazados en la arena de las playas
celtas de Irlanda, con pequeñas inscripciones rúnicas en los bordes.
Otro parece un criptograma donde cada letra del antiguo alfabeto celta
está reemplazada por un símbolo o runa.
Otro enigma intrigante es una serie de líneas en ogham que parecen
una lista de lugares y números.
Me doy cuenta de que las líneas forman coordenadas. Los números,
cuando se traducen a través de un sistema numérico celta, parecen indicar
distancias y direcciones.
Es como una antigua búsqueda del tesoro, con pistas y mapas ocultos
en códigos.
El que tratamos de descifrar ahora parece un patrón de nudos celtas. A
primera vista es similar a un dibujo artístico, pero al acercarme noto una
secuencia de runas escondidas en los enlaces.
Desenredar el nudo no solo requiere habilidad para traducirlas, sino
también una comprensión de cómo los celtas veían el mundo.
Cada nudo celta puede representar una multitud de conceptos, desde la
eternidad hasta los ciclos de la naturaleza y la interconexión de todas las
cosas.
En la tradición de los celtas, los enigmas no eran solo un juego mental,
sino una forma de conectar con el universo y el conocimiento ancestral.
Apenas me detengo para tomar un caldo de hierbas y la carne seca que
gentilmente nos ofrece Máiri.
Una runa aparece constantemente en el interior del nudo. Es la runa
Stan y me tiene dando tumbos.
―Tradicionalmente, este símbolo significa literalmente piedra. Esta
runa a menudo se asocia con los elementos eternos e inmutables de la
existencia, la duración y la resistencia ―pienso en voz alta sin levantar la
mirada del libro ni ser consciente de quién está a mi alrededor.
―La Piedra de Dunvegan ― interviene Fergus con una voz llena de
orgullo y respeto.
―¿La piedra de Dunvegan? ―repito desconcertada levantando la
mirada hacia él justo detrás de mí, mirando por encima de mi hombro.
―No es simplemente una piedra, señorita. Es la esencia misma del
clan MacLeod.
Él toma una pausa por un momento, su rostro grabado con una
reverencia profunda mientras mira al fuego encendido de la chimenea que
caldea un poco una habitación llena de corrientes.
―Se dice que la piedra fue un regalo de las Hadas a los primeros jefes
del clan, una muestra de su favor y protección. La piedra siempre ha sido
considerada un talismán de buena fortuna y se creía que garantizaba la
supervivencia y prosperidad de nuestro clan.
Fergus mira a Catherine con intensidad. Mientras habla, sostiene una
mano en el aire, como si pudiera visualizar la mística piedra frente a él.
―Era de un tamaño considerable. De su superficie emanaban runas
celtas, símbolos de la sabiduría y el poder de los antiguos.
Hace una pausa, su rostro adopta un aspecto sombrío.
―Pero hace mucho tiempo, la piedra se perdió. Nadie sabe
exactamente cuándo ni cómo sucedió. Algunos dicen que fue robada, otros
que se la llevaron los seres feéricos que nos la habían prestado. Pero el
hecho es que nuestra fortaleza decayó, nuestra prosperidad se desvaneció, y
la maldición cayó sobre nosotros.
Me mira con los ojos nublados, su rostro es un lienzo salpicado con las
creencias de la historia que acaba de contar.
―Si la Piedra de Dunvegan pudiera ser encontrada y devuelta a su
lugar de reposo en el castillo, estoy seguro de que la maldición sería
levantada y nuestro clan florecería una vez más.
En respuesta a mi mirada interrogante, Iain, que está escuchando la
historia con un aire de seriedad contemplativa al fondo de la estancia
cruzado de brazos y apoyado contra una pared, asiente solemnemente.
―La historia es verdadera ―dice en voz baja, aunque con un tono de
gravedad―. Nuestros antiguos textos hablan de la Piedra de Dunvegan, sus
runas y su luz. Aunque no hemos logrado descifrar completamente su
significado, no hay duda de que nuestra fortuna cambió cuando la piedra se
perdió.
La expresión de Iain es dura, pero sus ojos reflejan una mirada de
desafío.
―Sé que suena a fábulas y leyendas de viejos ―agrega―, pero en
estos tiempos oscuros, uno se aferra a cualquier esperanza que pueda
encontrar. Y si la Piedra de Dunvegan puede ofrecernos esa esperanza,
entonces la buscaré.
―Muy bien ―convengo con la nariz de nuevo embutida en el tapiz de
intrincados dibujos―. Pues la buscaremos. Solo debemos saber dónde…
Mis ojos se pasean una vez más por las runas. Trazo con el dedo cada
uno de los enlaces a medida que las encuentro.
―Gebo ―susurro―. Tyr, Nyth. Un regalo o un descubrimiento. Un
camino, un destino. Violencia y adversidad.
Las palabras y los símbolos empiezan a encajar en mi cabeza como
piezas de un puzzle.
Despacio, me giro hacia Iain.
―Creo que estas runas nos indican un lugar de relevancia espiritual
que ha sufrido algún ataque o destrucción. Pero también es un lugar
destacado por ser un destino o... ¿de descubrimiento, quizá?
Los ojos cerúleos de Iain se encuentran con los míos. Es como si su
mirada tuviera el poder de ver a través de mí, y por un momento me siento
pequeña. Los demás hombres en la sala están en silencio, su atención
concentrada en nosotros.
Finalmente, Iain asiente lentamente.
―Estás hablando de Iona ―dice con una voz segura y grave que llena
la sala. Una mezcla de alivio y excitación me inunda―. Es un lugar
sagrado, un antiguo centro de la cristiandad celta. Ha sufrido asaltos y
saqueos por parte de los vikingos, pero siempre ha resistido. Y la Abadía de
Iona es conocida por ser el lugar de creación del famoso Libro de Kells, uno
de los mejores ejemplos de arte monástico.
La mezcla de respeto y asombro en su mirada me hace sonrojar. Lo
juro. Debe ser porque estoy dentro de una novela romántica y no sonrojarse
dentro de una es delito capital.
―Eso... eso es impresionante, Catherine―dice, su acento escocés
acentuando cada palabra.
El rostro de Fergus se ilumina como si alguien hubiera encendido un
faro dentro de él. De repente, la tensión que parece haber llevado en los
hombros durante tanto tiempo se aligera y una amplia sonrisa se extiende
por su rostro arrugado y curtido por el tiempo.
―Sí, sí, sí... ―murmura, casi para sí mismo, antes de levantarse de su
asiento con una agilidad que contrasta con su edad.
Camina por la sala con una energía renovada, su sonrisa aún más
brillante.
―Podría ser... podría ser que la Piedra de Dunvegan esté en Iona. Ha
estado perdida durante tanto tiempo, pero... pero si el manuscrito nos está
señalando allí...
Se detiene y se gira para mirarnos a todos nosotros, sus ojos brillando
con emoción.
―Podría ser nuestra oportunidad de recuperar una parte crucial de
nuestra herencia, de nuestra historia. Podría ser la clave para romper la
maldición que ha caído sobre nuestro clan. Catherine, lass, no puedes
entender lo que esto significa para nosotros.
Lo miro. Por un momento, siento la magnitud de lo que estamos
haciendo. Este no es solo un enigma para resolver, no es solo un juego en
una novela. Es la posibilidad de cambiar el destino de este clan, de estas
personas que ahora siento muy reales.
Mientras observo a Fergus, mis ojos también buscan a Iain. Él está un
poco más lejos, sigue con los brazos cruzados sobre su pecho y una
expresión pensativa en su rostro.
No comparte la efusividad de Fergus, pero puedo ver una pequeña
chispa de esperanza en sus ojos.
Es difícil asegurarlo, especialmente porque su rostro es como una
fortaleza, escondiendo la mayoría de sus emociones, pero está ahí.
Pero cuando Andrew dice:
―Verdaderamente tienes una mente brillante, señorita Miller. ―Con
un tono lleno de admiración―. Un verdadero tesoro escondido detrás de
esa belleza deslumbrante.
Iain frunce el ceño y aparta la mirada.
―¿Dice algo más sobre el lugar específico donde podría estar la
piedra? ―me pregunta Fergus.
Su pregunta me saca de mis pensamientos y me hace volver al
pergamino.
Mis ojos recorren los símbolos celtas una vez más, buscando alguna
pista adicional. Sustituyo algunos signos por letras alfabéticas y los apunto
en una hoja tiesa que tengo junto al libro con una pluma de ganso que Iain
me ha facilitado.
La tinta se almacena en un tintero y está hecha de hollín mezclado con
vino.
El papel es un bien muy preciado en este tiempo al que no todo el
mundo tiene acceso, así que escribo en formato travesía para aprovechar al
máximo la hoja.
Miro el resultado antes de responder a Fergus.
―No exactamente ―contesto, frunciendo el ceño―. Solo habla de
una «montaña de fuego bajo la luna» , pero no estoy segura de a qué se
refiere exactamente. ¿Alguna idea?
La expresión de Iain se vuelve más severa a medida que parece pensar
en la frase.
―Iona tiene muchas colinas, pero ninguna que yo sepa que se pueda
describir como una montaña de fuego.
Asiento, un poco decepcionada. Sabía que no sería tan fácil, pero parte
de mí había esperado que pudiéramos encontrar una pista definitiva. Aun
así, estoy decidida a no rendirme.
Después de todo, la piedra de Dunvegan puede ser la clave para
romper la maldición y, por más difíciles que sean los enigmas, tengo que
resolverlos.
―Bueno, tal vez podamos encontrar más pistas allí― digo, intentando
mantener viva la esperanza.
Las cejas de Iain se disparan ante mi anuncio. Algo en su mirada
cambia, una mezcla de asombro y curiosidad.
―¿Te unirás a nosotros en la búsqueda? ―pregunta, con una voz que
parece esconder una risa. Puedo ver que él está tratando de descubrir si
estoy hablando en serio o si es solo un impulso pasajero.
―Por supuesto que sí ―respondo con firmeza, sosteniendo su
mirada―. Ya estoy involucrada en esto, ¿no es así?
Él asiente pensativo.
―Sí, supongo que lo estás. Pero no esperaba que quisieras unirte en el
viaje. Iona no es exactamente un lugar al que las mujeres vayan a menudo y
no parecías muy complacida en nuestra última excursión.
―Me llevaste sobre tu hombro.
―Estabas descalza.
―Atada.
―Te cubrí con mi tartán porque estabas casi desnuda.
Sonríe a medias, un destello de diversión en sus ojos.
―Supongo que tendré que dejar claras las condiciones en las que me
gusta viajar antes de acompañarte.
―Prometo ser diligente y cumplirlas en ese caso, aunque puede que el
viaje resulte demasiado incómodo para una dama tan refinada como tú. Y
será largo ―me informa con tono neutro sin abandonar ese reflejo de burla
en sus ojos―. Tal vez prefieras avisar a ese prometido tuyo mediante una
carta de que estás viva, pero que tardarás un poco en reunirte con él porque
estarás viajando con un grupo de Highlanders rudos y difíciles por las islas.
Espero que sea comprensivo.
―No voy a irme sin mi libro ―le reprocho seriamente.
―Entonces será mejor que esa carta sea de despedida―me advierte
con sonrisa irónica.
―Eso jamás ocurrirá.
―Solo ten cuidado, Catherine. Podrías terminar enamorándote de la
vida en Escocia y decidir quedarte.
―¿Enamorarme? Ahora sí que estás soñando, MacLeod ―replico
confundida, pero intentando que no se vislumbre que ni siquiera yo estoy
segura de mi propia afirmación.
«¿A qué ha venido eso? El estado cambiante de este hombre es un
misterio para mí. No es tan apacible y predecible como el John MacLeod de
la novela, pero eso… Lo hace más interesante».
8

La noche cae como un manto de terciopelo sobre el castillo de los


MacLeod, sumergiéndolo en sombras. En el gran salón, la luz de las velas
danza, creando patrones de luces y sombras en los muros de piedra
desgastados por el tiempo. En el aire, el olor a humo y cera mezclado con el
aroma a tierra húmeda y madera vieja forma una extraña y reconfortante
esencia hogareña.
Me siento en la larga mesa de madera, cuidadosamente pulida a pesar
de sus evidentes años, rodeada de rostros tan curtidos como los muros de su
fortaleza. A pesar de su robustez, veo las líneas de preocupación arraigadas
en cada uno, sombras de una maldición que ha dejado su marca en cada uno
de ellos y en las cosechas escasas, en un ganado escuálido y unas redes de
pesca casi vacías.
La comida es sencilla, al igual que su vestuario remendado por mil
sitios y con viejas manchas que se resisten a abandonar su lugar sobre esas
ropas.
Pedazos de pan moreno comparten el plato con un guiso espeso y
humeante, su aroma rico y terroso llena el aire y la cerveza negra riega los
vasos.
Observo cómo la mayoría toma bocados pequeños, como si cada
mordisco fuese un tesoro.
Es una imagen dolorosamente hermosa y agridulce, una mezcla de
resistencia y resignación.
Un plato de salmón pasa por delante de mí, su fragancia ahumada y
salada despierta mi apetito, pero al igual que los demás, tomo una pequeña
porción. Incluso este modesto festín parece que es un lujo aquí.
A mi lado, Iain come en silencio, sus movimientos precisos y
contenidos. Sus ojos del color del cielo, iluminados por el reflejo del fuego,
parecen oscurecerse un poco cuando mira la comida en su plato. Puedo ver
en ellos la misma mezcla de resistencia y resignación que veo en los rostros
de su clan.
El ambiente en la sala es de camaradería, pero también de
preocupación y cautela. Siento una punzada de simpatía por estos hombres
y mujeres, que se aferran a la esperanza a pesar de su dura situación.
Es entonces cuando me doy cuenta de la dura realidad de la maldición
MacLeod. No es sólo la enfermedad y la muerte, sino también la lucha
diaria contra la carencia y la falta de recursos. Esta maldición ha penetrado
en cada aspecto de su vida, dejando su huella incluso en la comida que
comen.
Pero aquí están, aún de pie, aun sonriendo, aun esperando. Y con cada
risa, cada chiste compartido, cada trozo de pan roto, siento que tal vez, solo
tal vez, la maldición pueda ser levantada, y estas personas puedan
finalmente tener la vida plena que merecen.
Porque esta noche hay esperanza.
―Amigos ―dice Alasdair, alzando su jarra de cerveza en un brindis,
su voz es rica y profunda captando la atención de todos en la sala―. Hoy es
un día de celebración. Por el éxito de la búsqueda y por un futuro mejor.
Un murmullo de asentimiento recorre el salón, llenando el aire con un
coro de Aye's. . El sonido es fuerte y casi unificado. Las jarras se levantan
en respuesta, el sonido del metal contra el metal resuena en la sala antes de
que un trago de cerveza caliente baje por las gargantas.
Su mirada se desvía por un momento hacia mí, y en su sonrisa veo un
rastro de agradecimiento.
Andrew se inclina hacia mí, su voz baja y rugosa se mezcla con el
brusco clamor de los festejos. Sus ojos brillan con una diversión secreta.
―Ah, Alasdair ―comienza a decir con desdén y diversión.
Se relaja contra su silla, jugando despreocupadamente con el borde de
su copa.
―Alasdair ha estado al lado de Iain desde siempre. Se podría decir que
es su sombra, siempre al acecho y siempre listo para luchar por su líder.
Se echa a reír, el sonido es una nota alegre que resuena en medio del
bullicio de la sala.
―¿Es el capitán? ―le pregunto curiosa.
―Es como un perro de guardia. Siempre vigilando, siempre dispuesto
a saltar al menor indicio de peligro.
Andrew no puede disfrazar completamente la amargura en su tono o el
resentimiento apenas contenido que se esconde en sus palabras. Es evidente
que su relación con Alasdair es complicada, marcada por una rivalidad
subyacente.
Fergus se acerca a mí, con una expresión en su rostro que es una
mezcla de incomodidad y formalidad. A su lado, hay un hombre de edad
avanzada, con el rostro marcado por las arrugas y una barba canosa. Su
atuendo oscuro contrasta con la festividad del ambiente y su mirada se posa
en mí con desconfianza evidente.
―Señorita Miller ―comienza con cautela―, permítame presentarle al
representante de nuestra iglesia el ministro Dunbar.
Dunbar me ofrece una leve inclinación de cabeza, una muestra de
saludo que parece más un deber que una cortesía.
Sus ojos recorren mi rostro con recelo, y me doy cuenta de que no soy
bienvenida en su mundo.
―Mucho gusto ―murmuro, ofreciéndole una sonrisa amable.
El religioso me devuelve la sonrisa, aunque la suya no llega a sus ojos.
―El placer es mío ―responde, su tono es educado pero frío―. Es
sorprendente, Señorita Miller ―comienza, con una ceja levantada―, que
una dama tan joven y bonita como usted se dedique a la lectura y la
escritura. En mi experiencia, las mujeres suelen dedicar su tiempo a asuntos
más... apropiados para su género.
Siento una punzada de indignación, pero mantengo mi sonrisa.
―Supongo que hay muchas formas de ser «apropiada», Ministro
Dunbar. La lectura y la escritura me parece un asunto tan noble como
cualquier otro.
El hombre me mira por encima de sus gafas, sus ojos recorren mi
vestido, se detienen en mi escote, antes de volver a encontrarse con los
míos.
―Tal vez en su país ―dice, su tono cargado de censura, ―pero aquí
en Escocia, las mujeres tienen un papel claro y definido. No deberían
distraerse con tales... frivolidades.
Antes de que pueda responder, una voz familiar interviene.
―La Señorita Miller es mi invitada ― dice Iain en tono cortante―. Y
ha venido a ayudarnos. Deberíamos mostrarle gratitud.
Todos los ojos se vuelven hacia él, y Dunbar parpadea con sorpresa.
―Laird MacLeod ―dice, haciendo un breve asentimiento―. No
pretendía ofender.
El momento tenso se disipa poco a poco, pero la mirada de Iain no se
aleja del hombre.
Andrew salta con una carcajada forzada.
―¡Oh, venga, Ministro! Catherine aquí no solo sabe leer y escribir,
también es una apasionada de las runas y antiguos manuscritos. Nos está
siendo de gran ayuda.
Los ojos de Dunbar se estrechan.
―Runas y manuscritos, dices... Suena a brujería.
―No, reverendo ―interrumpe Fergus, su tono calmado contrastando
con la gravedad de sus palabras.
―Nada de brujería. Sabiduría. Nos está ayudando a entender algo que
ha desconcertado a los MacLeod durante generaciones. Y por eso le
estamos agradecidos.
El ministro Dunbar mira a Fergus, luego a Andrew y finalmente de
nuevo a Iain.
―Deberíamos ser cuidadosos, Laird MacLeod ―dice lentamente―.
Las mujeres pueden ser... tentadoras, con su conocimiento y sus maneras.
Iain se tiende hacia atrás en su silla en una postura insolente que
contrasta con su rigidez habitual, con un destello en la mirada y los ojos
entrecerrados clavados en el párroco.
―No puedo contradecirle en eso, reverendo. ―Y eso despierta
sonrisas cómplices entre los presentes―. Pero también pueden ser audaces,
inteligentes y valiosas.
Silencio. Nadie habla, pero las miradas se cruzan por la mesa. Luego,
como si fuera un eco lejano de un trueno, un hombre llamado Struan estalla
en una carcajada.
―¡Ah, Iain! ¡Siempre tan poco diplomático! ― exclama, levantando
su vaso―. Por nuestro laird, el hombre de piedra.
Los vasos se alzan alrededor de la mesa de nuevo en un cuidadoso
gesto que sitúa a la gente del clan rotundamente a favor de su jefe y
destierra los comentarios del eclesiástico.
Sin embargo, puedo sentir la mirada del ministro Dunbar sobre mí,
estudiándome con una mezcla de curiosidad y desaprobación.
Ese nombre. Dunbar. En el libro, era un personaje que siempre estaba
en conflicto con las mujeres, especialmente con Elspeth. Siempre estaba
dispuesto a criticarla por cualquier desviación del comportamiento que él
consideraba apropiado y condenaba su independencia y su fuerte voluntad.
Yo soy una mujer en un mundo de hombres, una mujer que puede leer
y escribir. Y no sólo eso, sino que las circunstancias de mi llegada al
castillo son, cuanto menos, inusuales. Para Dunbar, cada una de estas
características me convierte en una anomalía.
En su mirada puedo ver el miedo a lo desconocido, a lo que no
entiende. Me estremezco ante la idea de tener que lidiar con él.
«Más que estremecimiento es hastío».
Sonrío para mí misma, saboreando un pequeño triunfo. Es cierto,
Dunbar será un hueso duro de roer, pero no soy la Elspeth del libro. Soy
Catherine Miller, y no tengo miedo de un ministro del siglo XVIII.
Vuelvo mi atención hacia Iain, y nuestros ojos se encuentran.
También defendía con firmeza a Elspeth de los ataques del eclesiástico
en la novela.
La historia parece repetirse, aunque con diferentes personajes. Dunbar,
tan desagradable como siempre, continuando su papel de villano misógino,
e Iain, el héroe inesperado, defendiendo a las mujeres de su crítica.
Aunque en el libro, sus defensas no eran sólo por cortesía, se debían a
un creciente sentimiento de amor hacia Elspeth.
Esa parte del libro siempre me emocionó, cómo Iain, el respetado líder
de un clan, se mostraba tierno y protector con Elspeth. La forma en que
luchaba contra las estrictas normas de su sociedad para protegerla siempre
me hizo suspirar.
Y ahora, aquí está, defendiéndome de la misma manera. No puedo
evitar que mi corazón se acelere un poco.
― ¿Cómo es que una joven como tú sabe leer y escribir? No es algo
común ― me pregunta Moraq, su voz rasposa y cálida, como una manta
vieja y desgastada, sentada al otro lado de Iain.
La pregunta es simple, pero trae consigo un aluvión de implicaciones
que amenazan con destapar mi verdadero origen. Por un momento, siento
un leve hormigueo de miedo en mi estómago, pero luego me fuerzo a
sonreír y a contestar con calma.
―Mi madre es maestra ―explico―. Enseña a los niños de nuestra
comunidad. Cree firmemente que el conocimiento es un regalo precioso que
debe ser compartido, sin importar el género.
Moraq asiente con la cabeza, parece aceptar mi respuesta y pasa a su
siguiente pregunta.
―Y ¿qué te llevó a interesarte por la cultura celta?
―Tal vez su prometido ―masculla Iain burlón entre las dos antes de
llevarse su jarra de cerveza a los labios.
Le ignoro.
Esto se complica.
No puedo decirles que fue mi carrera universitaria lo que me llevó a
amar la cultura celta. La Antropología ni siquiera es una especialidad que
exista en esta época. Intento que mi mentira esté lo más cerca posible de la
realidad.
De nuevo.
―Hace años, asistí a una feria en mi ciudad natal. Había un erudito, un
viajero de tierras lejanas, que hablaba con pasión sobre la historia y las
costumbres de los celtas. Sus palabras encendieron en mí un interés que no
he podido extinguir desde entonces. Con el tiempo, he buscado libros y
escritos para aprender más. Su belleza y complejidad me fascinan.
En ese momento, la voz de Iain interrumpe nuestra conversación.
―¿Y qué opina tu prometido de tus intereses poco comunes?
La pregunta me toma desprevenida, y me encuentro mirando a Iain, su
rostro bañado por la luz de las velas, los ojos fijos en los míos. Moraq se
queda en silencio, con los labios apretados para ocultar una sonrisa.
―Bueno, como buen irlandés creo que él también encuentra la cultura
celta fascinante ―contesto, sintiendo cómo mis mejillas se calientan bajo la
mirada de Iain―. Después de todo, se va a casar con una mujer que ama
profundamente todo eso.
Hay un ligero brillo en los ojos de Iain que no puedo descifrar, pero su
expresión permanece impasible mientras asiente.
―Pero ¿no es raro que un caballero permita a su prometida pasar tanto
tiempo con otros hombres, aún si es por una noble causa como descifrar un
manuscrito maldito?
La insinuación me irrita un poco.
―Sí, es raro ¿no es así? ―respondo con una sonrisa irónica―. Pero,
verás, mi prometido es un hombre que valora mi mente mucho más que mi
reputación y nunca limitaría mi capacidad de aprender y crecer. Él
comprende que soy capaz de mucho más que simplemente sentarme a
bordar y preparar la cena. Cree en mí, y confía en que hago lo correcto.
―Me compadezco de ese pobre hombre. Estoy seguro de que vivirá
un infierno a tu lado.
El comentario de Iain parece haber salido de la nada, como un golpe
bajo.
Andrew a mi lado tose después de atragantarse con algo.
Una ola de sorpresa y una pizca de irritación se agolpan en mi pecho.
Mantengo mi compostura, una máscara de serenidad que oculta mi asombro
y desconcierto.
―Supongo que para ti es más atractiva una mujer dócil y
complaciente, pero no subestimes a Sean ―respondo con una voz suave
pero firme, mis ojos nunca abandonando los suyos.
Iain suelta una risa suave, un sonido lleno de encanto.
―No te equivoques, Catherine. No hay nada más atractivo que una
mujer con fuego en su interior.
Hay un cambio sutil en el ambiente. La ligera burla que hay en sus
palabras desaparece, dando paso a una sinceridad inesperada. Por un
instante, el ruido y las risas de la fiesta parecen desvanecerse, dejándonos
solos en nuestra propia burbuja, un mundo aparte del resto del castillo
Iain se mantiene en silencio por un momento, y sus ojos me escrutan
con una intensidad que me hace sentir expuesta. Hay algo desconcertante en
la forma en que me mira, una mezcla de curiosidad y algo más que no
puedo identificar.
―No… no deberías preocuparte por mi prometido, MacLeod. Después
de todo es un hombre de buen gusto.
«Casi me dan arcadas pensando en que estoy encumbrando al patán de
Sean».
―¿Tiene él un paladar exigente?
―Por supuesto. La verdadera belleza reside en la complejidad, ¿no
crees? Los gustos sencillos son fáciles de satisfacer, pero los complejos...
esos demandan esfuerzo, dedicación. Requieren la voluntad de explorar lo
desconocido.
―Explorar lo desconocido ―repite, su voz baja y contemplativa―.
Eso requiere valentía. ¿Es tu irlandés valeroso?
Los ojos de Iain están llenos de un destello desafiante.
―¿No es tu curiosidad en mi prometido excesiva?
―Quizás simplemente me preocupo por las mujeres que andan por mi
castillo diciendo que están prometidas a hombres que nadie ha visto
―replica, con una sonrisa socarrona en su rostro. Su tono de voz es ligero,
pero hay algo en sus ojos que me indica que sus palabras llevan un
significado más profundo.
―Deberías preocuparte más por Elspeth MacDonald que por mí.
Iain frunce el ceño, y por un momento, sus ojos se endurecen.
―¿Qué sabes tú de eso? ―pregunta, su tono es neutral, pero hay una
tensión en su mandíbula que no estaba allí antes.
―Me enteré hoy en la cocina ―respondo, intentando sonar
despreocupada―. Parece que a las mujeres del castillo también les interesa
los asuntos políticos del clan.
― ¿Y qué te hace pensar que no lo hago? ―responde, con una
seriedad que me hace tragar saliva.
―Simplemente parece que estás más interesado en mi compromiso
que en tu futura esposa― replico, tratando de mantener el tono ligero.
― Supongo que si tú fueras mi prometida no tendría tiempo para
preocuparme por nadie más. Es una suerte que no sea así ―dice en voz
baja.
Atrapada en su mirada, me toma un segundo procesar sus palabras.
Mi corazón se acelera en mi pecho, pero me obligo a sonreír, fingiendo
una despreocupación que no siento.
―Sí, afortunadamente eso es algo que nunca ocurrirá ―contesto con
brusquedad y una fuerte inspiración.
«¿Cómo demonios hemos llegado a esto?».
La mirada de Moraq se posa sobre nosotros, llenándome de una
sensación incómoda. No es un rostro hostil, pero tampoco uno que muestra
simpatía. En cambio, veo una mezcla de curiosidad y cautela. Parece estar
evaluándome, como si intentara descifrar un enigma. No hay rastro de la
risa juguetona que había mostrado antes; en cambio, sus ojos azules oscuros
y profundos están tan serios y fijos como el acero.
9
Omnipresente

M
oraq observa a su hijo con una intensidad particular en su mirada. Está
acostumbrada a ver a Iain silencioso, serio, el rostro grabado en piedra
como el líder imperturbable que ha tenido que ser. Pero algo en él es
diferente últimamente.

Su hijo, siempre tan reservado, interactúa con Catherine de una manera


que nunca antes había visto.

Iain lanza observaciones ingeniosas y responde con igual agudeza a los


comentarios de la mujer, una sonrisa ladeada curva sus labios usualmente
firmes. Incluso su postura, siempre tensa y vigilante, se ha relajado,
permitiendo que una agradable calidez se infiltre en la atmósfera entre ellos.

Moraq se da cuenta de que Iain está, en pocas palabras, disfrutando de


la compañía de Catherine.
Una chispa de esperanza surge en el pecho de Moraq. Su hijo siempre
ha sido reservado con sus emociones, pero la brillantez en sus ojos cuando
mira a Catherine es innegable. Es una mirada que no ha visto en mucho
tiempo, una que habla de admiración y respeto.

Mientras observa a los dos, siente un cosquilleo de intriga.

Catherine es un enigma, una mujer que apareció de la nada con


habilidades que desafían las convenciones. Pero también es la mujer que ha
logrado sacar a su hijo de su caparazón emocional, la que ha provocado una
risa genuina en sus labios.

El compromiso de Iain con la hija del jefe del clan MacDonald es una
alianza necesaria para asegurar la paz.

Moraq suspira.

Sus pensamientos se dirigen hacia su propio matrimonio. Había sido,


como el que se planeaba para Iain, una unión política. No había habido
amor, ni pasión, simplemente una necesidad pragmática.

La alianza con el padre de Iain había fortalecido su clan, el clan


MacLean, y les había proporcionado seguridad.

Pero también le había traído una vida de frialdad y aislamiento, casada


con un hombre al que temía.

No había ni un rastro de calidez en él. Era un hombre duro,


despiadado, su crueldad solo superada por su ambición. Y aunque Moraq
había aprendido a vivir con él, a tolerarlo, jamás pudo sentir ni un ligero
aprecio por él.

Ella sabe que los matrimonios políticos son una parte vital de su
cultura y necesarios para el bien común. Pero también comprende que hay
más en la vida que la política y las alianzas.

Sin embargo, parte de la seguridad y la prosperidad de su clan depende


del matrimonio de Iain con la joven MacDonald y lo necesitan.
La presencia de Catherine, su inteligencia, su coraje y su indiscutible
conexión con Iain la pone en una encrucijada. Moraq se encuentra deseando
que su hijo pueda tener todo, la seguridad de su clan y la felicidad personal.
Pero sabe que, en su mundo, esas dos cosas rara vez van de la mano e Iain
siempre ha cumplido con su deber como laird por encima de todo.

Ella observa en silencio cómo la conversación entre Catherine e Iain se


desenvuelve. Cada respuesta ingeniosa, cada pequeño gesto de complicidad,
es como una bocanada de aire fresco en el ambiente opresivo que se ha
cernido sobre el clan MacLeod desde hace tiempo.

En sus pensamientos, la maldición que ha oscurecido sus días se


ilumina con una nueva posibilidad.

Catherine, con sus brillantes ojos azul verdosos y su inteligencia


incisiva, ha hecho algo que ningún miembro del clan había logrado:
entender las complejidades de un manuscrito antiguo y darles un rayo de
esperanza.

No puede negarlo, Moraq se siente atraída por esta mujer, que en tan
poco tiempo, se ha convertido en una parte crucial para su clan. Y no solo
por sus habilidades o su ingenio. Ha visto cómo Catherine interactúa con
los demás, cómo intenta entenderlos y cómo se preocupa por ellos.

Las hadas siempre han jugado un papel importante en las vidas de los
MacLeod. Los objetos que han regalado a lo largo de los años se guardan
como tesoros: la copa, la Fairy Flag, el anillo de oro… y cada regalo tiene
su historia, cada uno más mágico y fascinante que el anterior. Hay rumores
de que Catherine puede ser otro de esos regalos, una bendición enviada
directamente desde el otro mundo.

Esta idea añade un misterio adicional a la presencia de Catherine, y no


hace más que aumentar el interés de los miembros del clan, incluyendo a
Iain.

Moraq se pregunta si, tal vez, su hijo también ve a Catherine como un


regalo de las hadas, como algo más que una simple mujer.
Esa sonrisa ladeada en el rostro de su hijo, ese brillo en sus ojos... No
puede negar el bienestar que le produce verle y mostrarse más... humano. Y
se pregunta: ¿es la presencia de Catherine la que ha despertado a su hijo de
su letargo emocional? ¿Está Iain pensando en reclamarla para él? ¿Y qué
haría eso con su compromiso con la hija del clan MacDonald? ¿O es
simplemente la esperanza que ha traído consigo?

Por ahora, solo puede esperar y ver cómo se desarrollan las cosas. Pero
una cosa es cierta: Catherine está cambiando la vida de los MacLeod para
siempre.

Sea como sea, no puede evitar sentir cierto afecto por ella.
Catherine

―Hola, señorita Miller ―me dice una de las chicas más jóvenes,
Màiri, cuando me encuentro con ella al final de las escaleras―. ¿Necesita
algo?

Pese a la impresión inicial que tuvieron de mí en el castillo, ahora han


debido decidir que soy una dama honorable, tal vez por obra de su señor, y
me dan un trato de cortesía que viene y va dependiendo de la persona con la
que hable.

―Quería tomar un baño ―le respondo.

―¿Otro baño? ―dice Emily uniéndose a la conversación, frunciendo


el ceño con confusión.

Siento una risa burbujeante subir por mi garganta. Cada vez que lo
pido me encuentro con las mismas caras de sorpresa e incredulidad.

―Sí, en mi época... quiero decir, en mi hogar, me baño todos los días


―explico.

Sus ojos se agrandan, y están a punto de responder cuando un grupo de


hombres pasa junto a nosotras, incluido Iain.

Me saluda con una inclinación de cabeza, y un brillo divertido en sus


ojos, antes de seguir adelante.

Un rato después, mientras espero en mi habitación, hay un golpe en la


puerta. Al abrir, me encuentro con Iain, apoyado en el marco de la puerta y
una expresión burlona en su rostro. Sostiene en sus manos una pequeña
palangana con agua y un trozo de tela.

―Escuché que te gustaría bañarte todos los días, Catherine


―comienza, una sonrisa divertida jugando en sus labios―. Aquí en
Escocia, consideramos que bañarse todos los días es un derroche
innecesario de recursos y mano de obra, pero si insistes en hacerlo, aquí
tienes algo que debería servir.
Entra y coloca la palangana sobre la mesa de roble.

―Así que ―dice con voz suave, sus ojos claros centelleando de
diversión―, tomas el paño, lo empapas bien y luego desnuda…

Se interrumpe. Al pronunciar las palabras, el significado de lo que ha


dicho parece llegar a él de golpe, sus ojos se ensanchan y un tinte rojo
asciende por su cuello.

Con ese repentino rubor, él aparta la mirada, un matiz rosado


adornando sus mejillas. Lucha por encontrar el vocabulario correcto y
termina balbuceando algo acerca de la eficacia del agua y la importancia de
la higiene.

―Frotas con él las zonas de tu cuerpo que consideres…

Su mirada desciende lentamente hacia mi cuerpo, trazando el contorno


de mi figura a través de mi vestido. La expresión burlona ha desaparecido
completamente de su semblante.

Se aclara la garganta, evitando mi mirada.

―Bueno... Eso... eh... eso debería ser suficiente para asearte cada día
―balbucea, su tono es mucho menos seguro que antes.

Con un movimiento rápido, casi desesperado, deposita la tela sobre la


silla y se da la vuelta, dirigiéndose hacia la puerta con pasos largos y
apresurados.

Antes de salir, se vuelve hacia mí, su rostro todavía notablemente


colorado, y con una sonrisa incómoda se pasa una mano por el pelo,
desordenándolo aún más.

Me tengo que cubrir la boca con la mano para ocultar mi regocijo.

―Yo prefiero los chapuzones en la playa por la mañana, si te apetece


un baño completo. Estamos... eh... acostumbrados a la... naturaleza ―sus
palabras son precipitadas y atropelladas―. No, eso provocaría un auténtico
caos… Mejor olvídalo.

Antes de que pueda responder, se escabulle fuera de la habitación,


cerrando la puerta detrás de él con un golpe suave.

Me quedo ahí, parada junto a la mesa con la palangana y la tela, una


sonrisa creciendo en mis labios mientras la risa burbujea en mi pecho.

Es en estos momentos cuando veo destellos del hombre bajo el líder,


ese hombre que se sonroja ante una insinuación, que bromea con la idea de
nadar desnudos y luego se avergüenza de ello, cuando me doy cuenta de
que debo ser cuidadosa y recordar que esto es una novela y él no es real.

No, eso no es exactamente cierto. Él es real, pero yo soy una visitante


aquí, una extraña perdida en el tiempo.

Iain pertenece a este mundo, a esta época.

No puedo permitirme olvidar que mi vida está en otro lugar, en otro


tiempo.

―Es solo una novela, Catherine. Solo una novela ― susurro para mí
misma, incluso cuando una parte de mí ansía lo contrario.

Aunque tampoco es la primera vez que me enamoro perdidamente del


personaje de una novela, pero era más fácil cuando no los tenía en carne y
hueso frente a mí, cuando cada sonrisa, cada mirada, cada palabra no
amenazaba con desdibujar las líneas.

Con un suspiro, recojo la tela y la palangana, recordándome a mí


misma que, sin importar cuánto desee lo contrario, tengo que mantenerme
firme. Tengo que recordar quién soy, y a qué mundo pertenezco.
10

Desde que llego a Skye, todo cambia.

Dunvegan, a pesar de su austero exterior y el agudo mordisco del


invierno, se vuelve un lugar de asombro y sorpresa. Cada pasillo, cada
rincón esconde algo que me desafía, algo que sacude mi comprensión del
mundo y la historia.
El invierno es frío como nunca he conocido. La nieve cae
constantemente, vistiendo el paisaje de un manto blanco que contrasta con
el gris de la fortaleza. Las noches las paso acurrucada junto a la chimenea,
tratando de mantener a raya el frío que se cuela por las ventanas y las
fisuras en las paredes. Pero por duro que sea, encuentro fascinación en este
nuevo estilo de vida.
Iain siempre está cerca, su presencia es constante y su vigilancia,
aunque en ocasiones abrumadora, es innegable.
Siempre encuentra la forma de mirarme, con una mezcla de curiosidad
y cautela. No estoy segura de lo que busca, pero su contemplación
constante me otorga una extraña sensación de incertidumbre.
Emily, Moraq y Mairi se convierten en mis baluartes en el castillo.
Emily con su inocencia y dulzura, Moraq con su sabiduría y paciencia, y
Mairi con su fuerza y coraje. Me enseñan a navegar en este mundo, a
entender sus normas y tradiciones, a apreciar las sutilezas que lo hacen
especial.
La vida en Dunvegan es dura, pero hay algo mágico en ella.
Cada día es un desafío, pero también una oportunidad para descubrir
algo nuevo, una pieza perdida de la historia.
A pesar de la crudeza del invierno, la calidez de las personas a mi
alrededor consigue equilibrar la balanza. Y en el centro de todo está Iain,
siempre vigilante, siempre presente.
Hay momentos en los que me encuentro con él de manera fortuita,
como cuando, a primera hora de la mañana, lo veo en el patio de
entrenamiento, su espada cortando el aire frío con una precisión y fuerza
sorprendentes. O cuando, por las noches, nos cruzamos en los pasillos del
castillo, él regresando de sus deberes como laird y yo de mis largas charlas
con Moraq o Mairi.
En esos momentos, nuestras miradas se encuentran y, aunque hay
pocas palabras entre nosotros, siento que hay una conexión, un
entendimiento tácito. Estamos ambos fuera de lugar, él como un laird de un
clan que sufre y yo como una viajera en el tiempo tratando de encontrar su
camino.
No puedo negar la fascinación que despierta en mí.
Por su parte, Iain parece intrigado por mí, aunque por razones muy
diferentes. Se siente atraído por mi desconocimiento de las normas y
costumbres de su tiempo, y parece disfrutar haciéndome preguntas acerca
de dónde vengo.
Siempre tiene una mirada curiosa cuando me habla, como si estuviera
tratando de descifrar un misterio complejo. Me hace preguntas inquisitivas.
Y yo debo ser muy cuidadosa con mis respuestas y él puede percibirlo.
Su interés no se detiene solo en mi conocimiento de las runas celtas y
los enigmas que voy descifrando con Andrew.
También está intrigado por mi comportamiento, mi actitud, la forma en
que me enfrento a las situaciones dentro del castillo.
Estos intercambios con Iain, aunque son breves y a menudo
interrumpidos por las demandas de su posición como laird, se convierten en
uno de los aspectos más esperados de mi día. Cada conversación es una
oportunidad para aprender más sobre él, sobre su mundo, y de alguna
manera, sobre mí misma.
Y mientras el frío invierno avanza, cubriendo Dunvegan con un manto
de nieve y hielo, yo también avanzo en mi entendimiento de este tiempo y
de las personas que lo habitan. Con cada pregunta que Iain me hace, con
cada sonrisa que comparto con Emily, Moraq o Mairi, siento que me estoy
convirtiendo en una parte integral de este mundo. Y, de alguna manera, eso
es tan emocionante como aterrador.
Pero no es solo eso lo que me fascina. La situación en la que me
encuentro es única, y como antropóloga, me resulta increíble.
Estoy viviendo la historia en tiempo real, experimentando un mundo
que muchos solo pueden conocer a través de los libros de texto.
Cada conversación, cada encuentro es una lección valiosa, una pieza
del rompecabezas de una cultura y una época que se han perdido en el
abismo del tiempo.
Cada día en Dunvegan es un desafío, pero también una oportunidad.
Una oportunidad para aprender, para entender, para crecer. Y aunque no
tengo idea de lo que me espera en el futuro, no puedo evitar sentir un
destello de emoción ante las infinitas posibilidades.
Vivo en un libro de historia, y no puedo esperar a ver qué capítulo
sigue.

Un día, cuando la nieve parece menos persistente y comienza a


desprenderse del paisaje, Iain me encuentra en la biblioteca, sumergida en
uno de los manuscritos antiguos.
Su mirada es intensa, como siempre, pero hay una chispa de emoción
en sus ojos que no puedo ignorar.
—Nos vamos a Iona —me informa, su voz es suave pero en ella
detecto un rastro de urgencia.
—¿Cuándo? —pregunto, levantándome de la mesa donde he estado
trabajando.
Iain cruza los brazos sobre su pecho, mirándome con una sonrisa
ladeada.
—Mañana, al amanecer —dice—. Empaca lo que necesites. Será un
viaje largo y el frío en la isla puede ser severo.
Asiento, una sonrisa involuntaria se dibuja en mis labios.
«Iona» pienso para mí misma, una mezcla de anticipación y emoción
calienta mi pecho.

Y aunque pensar en tener que enfrentar el frío del invierno me hace


estremecer, la posibilidad de descubrir nuevos secretos históricos hace que
todo valga la pena.
Además, la idea de compartir esta aventura con Iain, que ha
demostrado ser una presencia constante y protectora en mi vida aquí, solo
hace que la perspectiva sea más emocionante.
—Espero que Iona esté lista para nosotros —bromeo, devolviendo el
manuscrito a su lugar en la estantería.
Él sonríe, la luz en sus ojos aún más brillante.

―No creo que nada ni nadie esté preparado para ti, Catherine
―afirma, antes de desaparecer por la puerta, dejándome sola con mis
pensamientos y una pequeña sonrisa en los labios.

El sol todavía se encuentra oculto cuando me encuentro en el muelle


de Dunvegan preparada para la travesía.
Un elegante buque de vela que, a pesar de su corpulencia, se balancea
con gracilidad sobre la superficie del mar calmado, me espera.
Algunos hombres preparan todo desde el interior. El muelle está lleno
de actividad, con marineros cargando provisiones y preparando las barcas
de pesca.
Pero mi atención se desvía de la bulliciosa actividad buscando una
figura en particular.
Finalmente, lo veo acercándose al muelle, su cabello dorado aún
mojado y goteando, su camisa adherida a su torso debido al agua.
Una sonrisa tímida se dibuja en mis labios al comprender que ha
mantenido su hábito de los baños matutinos en la playa.
Se coloca el kilt sobre un hombro y se ajusta el cinturón y la chaqueta
de cuero a la cintura. Sus botas maltratan la madera del muelle haciéndola
crujir cuando llega a mi altura.
Sus ojos del color del cielo se encuentran con los míos con un destello
de diversión jugando en sus profundidades.
Sin decir nada extiende una mano hacia mí, un ofrecimiento silencioso
para ayudarme a subir al barco. Hemos mejorado mucho desde que me
alzaba para dejarme de cara contra el suelo.
Tomando una respiración profunda, coloco mi mano en la suya, el
calor de su piel choca contra el frío de la mía.
Se tensa por un momento, su mirada intensificándose antes de que una
sonrisa curiosa tuerza su boca.
Entonces, con una gracia sorprendente para un hombre de su tamaño,
Iain se agacha y desliza su otra mano alrededor de mi cintura, levantándome
con facilidad hasta la cubierta del barco.
Con un último apretón reconfortante, me suelta y se aleja, dejándome
con una sensación de calidez que persiste mucho después de que su
contacto haya desaparecido.
La escena entera transcurre en un parpadeo, dejándome a bordo del
barco y a Iain a unos pasos de mí.
Un saludo efusivo me saca de mis pensamientos y me giro para ver a
Ewan. Le saludo con una sonrisa sin dejar de mirar el movimiento de la
cubierta.
El barco, en toda su belleza bruta, es una maravilla de la ingeniería de
la época. Sus amplias cubiertas de madera de roble ofrecen espacio
suficiente y en la parte central hay un pequeño compartimento para el
capitán, que en este caso corresponde a Iain, pero Ewan me asegura que
puedo utilizar en caso de sentirme mareada, quiera descansar o continuar
con el descifrado de los enigmas.
En cuanto a los otros tipos de necesidades, el barco cuenta con un
pequeño espacio separado en la parte trasera que se utiliza como letrina.
Es una disposición simple y poco sofisticada, pero funcional: un
agujero en una tabla de madera que se sitúa sobre el borde del barco, de
modo que cualquier residuo cae directamente al mar.
Parece que en este tiempo están un poco obsesionados con los agujeros
o creen que esta es una solución factible para todo.
Solo espero no tener que utilizarlo.
Cada hombre en el barco parece encontrar su lugar con eficiencia y sin
esfuerzo, sus acciones están practicadas y son seguras, un baile bien
ensayado al que son invitados una y otra vez.
Alasdair, con sus profundos ojos azules y rostro marcado por las
batallas, está en la proa del barco. Los músculos de su espalda se tensan y
se relajan mientras maneja el ancla, un ritual familiar. Su mirada se fija en
el horizonte, la calma antes de la tormenta.
Ewan se encuentra en la popa, su atenta mirada oscurecida por la
concentración. Toma las riendas del timón con una suave pero segura
determinación. Sus movimientos son gráciles, elegantes y tranquilos.
Y luego está Iain, su imponente figura se mueve con soltura por el
barco, su presencia llenando el espacio con una electricidad inconfundible.
Su mirada se desplaza entre sus hombres, una rápida evaluación
silenciosa antes de unirse a Alasdair en la proa.
Su mano toma la cuerda, sus músculos se tensan mientras izan las
velas.
El barco parece cobrar vida bajo sus manos, un organismo viviente que
responde a su llamada.
En este momento, estoy segura de que no hay un lugar en la Tierra en
el que Iain MacLeod preferiría estar.
Lo sé por el libro y porque lo veo delante de mí.
Cada uno de ellos trabaja en perfecta armonía, una coreografía
magistral de hombres y mar, el lenguaje silencioso de los que están en casa
sobre el agua.
Y en medio de todo eso, me encuentro yo, una espectadora en este
ballet acuático, insegura de mi papel, pero fascinada por la belleza de su
ejecución.

Me encuentro en la proa. La mañana es fresca y la suave bruma que


tapiza las frías aguas Hébridas me empapa el manto de lana que llevo sobre
los hombros.
Un manto con el que Moraq me ha sorprendido antes de dejarme partir,
con todas sus bendiciones para que el viaje concluya bien y con éxito.
Contemplo el horizonte con tiento, su vastedad interminable y su
tranquilidad engañosa.
Lo cierto es que mi historia sobre el naufragio, de haber sido cierta,
sería aterradora. Quedarse varado y desvalido en un mar abierto es una de
mis peores pesadillas y eso que soy una buena nadadora.
Cuando estudiaba en la secundaria pertenecía al equipo de natación y
gané alguna que otra competición que no me llevó a ningún lado.
Pero una cosa es tener habilidades técnicas y resistencia al agua y otra
es enfrentarse a este abismo frío y desolador.
«Montaña de fuego bajo la luna».
No dejo de darle vueltas. Sin duda es una metáfora que requiere
interpretación. En la mitología celta, la luna a menudo representa lo divino
o lo espiritual, claro que también puede referirse al cielo nocturno, mientras
que una montaña de fuego puede aludir a un lugar de gran poder o
transformación.
Mi concentración se ve interrumpida por la proximidad de una
presencia sólida y ya casi familiar.
―Es hermoso, ¿no es así? ―murmura Iain con la mirada intensa fija
en el horizonte.
Asiento despacio.
―Aunque es posible que tu última y traumática experiencia sobre un
barco, sea motivo suficiente para que este viaje te resulte un poco
¿aterrador?
―¿Mi última experiencia en barco?
Estoy tan concentrada en las runas que me cuesta seguir el hilo de su
conversación y creo que se refiere a aquella balsa en la que me llevó atada
por su tartán.
―El naufragio ―responde lacónicamente.
Me mira con curiosidad, sus ojos tan inescrutables como siempre.
―¡Oh! Sí, por supuesto. Aterrador.
―Teniendo en cuenta la temperatura del agua en esta época y… ―me
mira― tu masa corporal, calculo que en una hora más o menos tu cuerpo
entraría en hipotermia. Si llegaste antes a la costa, quiere decir que el
naufragio ocurrió cerca y… no ha llegado ningún resto de él, lo que resulta
muy desconcertante. Las corrientes aquí son traicioneras y han dejado un
rastro de cada desastre ocurrido en estas aguas, pero no había nada de tu
barco o las personas que viajaban contigo.
Un silencio cae entre nosotros. Me remuevo inquieta.
«Vale. Mi historia no se sostiene, pero ¿por qué este hombre tiene que
parecer más un detective del C.S.I que un simple escocés? ».
―Puede que no tuviera síntomas de hipotermia, pero tenía frío.
Creéme.
―No lo dudo, el clima aquí no es amable con las mujeres que caminan
medio desnudas.
―No estaba desnuda. Llevaba un vestido ligero.
―¿Vestido? Combinación como mucho.
―Veo que tienes grandes conocimientos sobre el vestuario femenino.
―Solo los básicos, me bastó con verte una vez para saber que la ropa
que llevabas no era apropiada para este clima… ―dice Iain con un tono de
voz firme y serio.
―Bueno, entonces, la próxima vez que decida naufragar, procuraré
llevar un abrigo de piel y unos buenos guantes de lana ―replico.
―Y me bastó una segunda mirada para darme cuenta de que ese
atuendo… ―Iain hace una pausa, buscando las palabras adecuadas―,
esa...combinación que llevabas, enseñaba demasiado.
―¿Demasiado? ―pregunto, una ceja alzada en desafío―. ¿Según
quién?
Iain me lanza una mirada que no consigo interpretar. Es un revoltijo de
emoción e intensidad.
―Según las costumbres de estas tierras.
Sonrío ante su seriedad e incomodidad.
―Puedo ver que te estás divirtiendo con esto, Catherine. Pero estás en
tierras ajenas. Aquí las cosas son diferentes. Si… las circunstancias de tu
aparición aquí fueran distintas… habría menos acertijos que resolver sobre
ti.
―¿Qué te preocupa tanto? No soy peligrosa y he prometido ayudarte a
levantar la maldición de tu clan.
Su mirada regresa a mí, y por un momento, parece perdido. Pero
luego, sus ojos se endurecen.
―Me preocupa lo que no sé de ti.
―¿Y qué es lo que crees que necesitas saber? ―pregunto, intentando
mantener la ligereza en mi tono, aunque su seriedad empieza a ser
contagiosa.
Iain parece meditar la pregunta, pasando una mano en un gesto
pensativo por el leve rastro de barba que asoma en su mandíbula.
―¿Quién eres realmente, Catherine Miller? ¿Y por qué estás aquí?
―El azul de sus ojos parece más oscuro, como el mar tempestuoso antes de
una tormenta.
Siento un nudo en mi garganta. ¿Cómo podría explicarle que soy una
mujer del futuro que de alguna manera ha terminado en su tiempo, en su
tierra, metida en una aventura sacada de una novela romántica?
―Soy… alguien que quiere ayudar. Eso debería ser suficiente ―le
respondo en voz baja.
Sé que no lo es. No para él, un hombre acostumbrado a conocer a su
gente y a su tierra como la palma de su mano. Y ciertamente no es
suficiente para mí, una mujer que parece haberse perdido en una realidad
que no es la suya.
Él suspira, sus ojos todavía fijos en los míos.
―No, no lo es ―declara con contundencia―. Necesito saber más
sobre ti… por el bien de mi clan y por el mío propio.
«Genial. Pues saber la verdad le provocaría un infarto».
La tensión entre Iain y yo se ve interrumpida por la aparición de un
hombre de hombros anchos y rostro serio. El sol ilumina su pelirroja
cabellera y su barba puntiaguda.
―Laird MacLeod ―dice con una voz gruñona y grave―, entramos en
territorio MacDonald.
Iain y yo nos volvemos hacia él.
Conocí a Brodie durante mi primer día en el castillo. Es uno de los
hombres de confianza de Iain, aunque su carácter áspero lo hace un tanto
inaccesible. Siempre lleva su espada a la cintura. Un arma impresionante
que es casi tan grande como él.
Iain asiente, su rostro se endurece aún más si cabe, y veo cómo sus
dedos se aprietan contra la barandilla del barco.
―Gracias, Brodie ―responde, sin apartar la vista del horizonte.
Brodie nos mira a los dos durante un momento, sus ojos azules intensos
pasan de Iain a mí, antes de asentir con la cabeza y desaparecer de nuevo.
El silencio cae entre nosotros una vez más. Solo que esta vez, está lleno
de un nuevo tipo de tensión. Iain parece más lejano que antes, su mente
claramente en otra parte.
Algo se agita en mi memoria, haciéndome mirar de nuevo al horizonte.
En la novela de mi abuela, hay un encuentro entre los MacLeod y los
MacDonald sobre el mar que acaba en una batalla violenta. No sé por qué
se me olvidan estas partes tan importantes del libro.
―¡Iain! ―grito, señalando cuando los estandartes de otro barco se
vislumbran en el horizonte por la ruta que seguimos.
Puedo ver cómo su rostro se endurece cuando reconoce los estandartes.
―MacDonald ―murmura, y oigo cómo varios de los hombres a bordo
repiten el nombre con ira y desdén.
La atmósfera se vuelve más pesada, más tensa, como si todo el barco
contuviera el aliento.
―Escóndete ―me ordena.
―¿Qué? ― balbuceo con sorpresa.
―Escóndete, Catherine ―repite, su voz firme―. No quiero que te
vean.
―Iain, puedo…
―No, no puedes. ―Su interrupción es tajante―. Ewan, llévala a la
cabina y que no se mueva de allí hasta que nos deshagamos de los
MacDonald ―ordena al joven pelirrojo deteniéndolo por el brazo.
―Ven conmigo, Catherine ―me dice Ewan con voz suave pero firme.
Mis ojos vuelven a Iain, pero su mirada solo trasmite una única orden:
obedecer.
«Bueno, es el líder de su clan. Está acostumbrado a repartir órdenes y
ser escuchado. Lo entiendo».
Y hay una verdad ineludible y es que no importa cuánto quiera meter
las narices en lo que va a ocurrir o crea que debo participar o luchar, esta es
una batalla que no puedo ganar. Al menos, no de la forma en la que estoy
acostumbrada.
Así que obedezco. Sigo a Ewan hacia la parte posterior de la cabina
del barco. El espacio es estrecho y oscuro, y a medida que la puerta se
cierra detrás de mí, siento un poco de claustrofobia.
Miro a Ewan, que se queda del otro lado de la puerta, vigilando,
intentando decir algo, hacer una broma para aliviar mi rigidez.
―Te prometo que todo va a estar bien, Catherine ―me asegura,
haciendo lo posible por sonar convincente. A pesar de su esfuerzo, noto una
ligera tensión en su voz―. Solo quédate aquí hasta que Iain venga por ti.
Asiento, no encontrando las palabras adecuadas para responder. Ewan
me regala una última mirada comprensiva antes de cerrar la puerta,
sumiéndome en la penumbra.
En la oscuridad, los sonidos del barco se vuelven más nítidos. El crujir
de la madera, el chasquido de las velas, el murmullo del agua contra el
casco, el viento aullando en los mástiles. Y sobre todo eso, el sonido de las
voces de los hombres, gruñendo y maldiciendo aquí y allá.
Mis pensamientos regresan a Iain. Recuerdo su expresión cuando me
ordenó esconderme, la seriedad de su voz, «¿su preocupación?».
Me pregunto qué estará haciendo en este momento, cómo se estará
preparando para el enfrentamiento que parece inevitable.
Trato de imaginarlo, de verlo en mi mente, pero es difícil cuando todo
lo que puedo hacer es esperar en la oscuridad, atrapada en la incertidumbre.
Supongo que ganarán… Es el protagonista de esta historia. No puede
ser de otra forma. Claro que… ¿y si no es así?
¿Y si los apresan y se los llevan y me abandonan en este barco? ¿Y si
resultan heridos y se desangran en cubierta mientras yo estoy aquí
esperando? ¿Y si..?
«Mierda. Solo voy a mirar un poco. A asegurarme de que todo va
viento en popa (nunca mejor dicho) por mi bien».
11
Omnipresente

El mar de la Hébridas agita a los dos barcos que se enfrentan en su


superficie.
Iain se encuentra de pie en la proa, delante de sus hombres, dando la
cara por ellos con sus ojos fijos en la embarcación rival.
Del otro lado, en el barco de los MacDonald, una figura igualmente
imponente se destaca. Malcolm MacDonald, con su barba roja brillando
como fuego bajo el cielo gris, mira a Iain con una mezcla de desafío y
desprecio. Sus ojos, duros como piedras.
―¡No has pedido autorización para pasar por aquí, MacLeod! ― grita,
su voz fuerte y autoritaria
A pesar de la enemistad y el desdén evidentes entre los dos clanes, no
se puede negar que los MacDonald son una fuerza a tener en cuenta por
Iain. Es uno de los clanes más poderosos y tiene demasiada influencia
política en las islas.
La respuesta de Iain es inmediata, dura como el granito de las
montañas que rodean su hogar.
―No hay nada que yo tenga que solicitarte. Puedo pasar por donde me
dé la gana.
Uno de los MacDonald se burla, su voz llena de desdén. ―¿Es cierto
lo que dicen, MacLeod? ¿Que te has comprometido con Elspeth? ¿Te has
cansado de las ovejas?
―¡Olvidáis que ha sido vuestro Laird el que ha propuesto ese enlace!
―les grita Alasdair―. Seguro que nuestras ovejas son más atractivas que
vuestras mujeres.
―¿Qué ovejas? ―se burla otro MacDonald―. Si estos andrajosos
viven en la miseria. Lo único que pretenden con ese enlace es no morirse de
hambre.
La cara de Iain se endurece, y cuando responde, su voz es tan fría y
cortante como una hoja de acero.
―No tengo interés en ese matrimonio ― replica con firmeza―. No
necesitamos vuestros favores ni vuestras mujeres. Tenemos suficiente con
lo nuestro.
Hay un momento de silencio antes de que los MacDonald reaccionen.
Cuando lo hacen, es con furia.
―¿Estás rechazando a una de las nuestras? ―exige uno de ellos, su
voz temblando de indignación―. ¿Te crees demasiado bueno para nuestra
Elspeth?
Iain se pone rígido, su postura y su silencio hablan de una furia
contenida. La risa desaparece del barco de los MacDonald, como si todos
contuvieran la respiración conscientes de que Iain MacLeod furioso es
peligroso.
―No estoy rechazando a una de las vuestras ―dice, sus palabras
cortando el aire frío―. Estoy rechazando un compromiso que no deseo. No
tiene nada que ver con ella.
El MacDonald que habló anteriormente resopla.
―Claro que no. Tiene más que ver con tu orgullo herido, ¿no es así,
MacLeod? ¡Vuestro clan se está desmoronando y tú tienes el descaro de
rechazar nuestra ayuda!
―No necesitamos vuestra caridad. Los MacLeod se sostendrán por sí
mismos.
El MacDonald responde con una risotada.
―Sí, seguro. Como si vuestro clan de andrajosos pudiera siquiera
mantenerse en pie. ¿Es esa la razón por la que os arrastráis por nuestras
aguas como ratas?
Iain lanza una carcajada llena de desdén.
―¡¿Tus aguas?! ¡Por todos los diablos, Callum! ¿Desde cuándo el mar
tiene dueño? ¿Acaso has decidido, en tu infinita sabiduría, reclamarlo como
tuyo?
El MacDonald mayor, Callum, aprieta los labios, claramente
enfurecido por la insolencia de Iain.
―El mar no es mío, Iain, pero las tierras por las que se extiende, sí. Y
eso incluye las aguas que rodean nuestras costas.
Iain mira al horizonte con una sonrisa desafiante.
―Si crees que tus palabras me intimidarán, estás muy equivocado,
Callum. No necesito tu permiso para navegar por ningún mar.
La tensión se dispara. La tripulación MacDonald murmura entre
dientes, y los hombres de Iain se agarran con fuerza a sus armas.
―Recuerda, MacLeod, que el mar es un lugar peligroso. Los
naufragios son frecuentes, especialmente cuando uno navega sin la debida
precaución. ―La voz de Callum MacDonald suena como un gruñido
amenazante mientras apunta a Iain con un dedo endurecido por las batallas.
Él mantiene su postura, consciente de cada uno de los ojos MacDonald
fijos en él.
La amenaza es clara,pero sonríe, un brillo peligroso en sus ojos.
Sin embargo, a pesar de su fachada Iain no quiere un enfrentamiento,
no aquí, no ahora.
Pero el orgullo y la ira de los MacDonald son un torrente imparable;
hombres saltan a bordo con las espadas desenvainadas, y las opciones de
Iain se desvanecen.
El choque del acero resuena en el aire y los MacLeod se enfrentan a
los invasores con ferocidad.
El fragor de la batalla se intensifica, y Iain se encuentra en el centro, su
mirada afilada y enfocada. Un golpe por aquí, una estocada por allá, su
espada se mueve con la precisión y gracia de alguien muy versado en la
batalla, cada movimiento perfectamente calculado.
Dos hombres de los MacDonald le salen al paso, enormes y brutos
como osos, con risas maliciosas en sus caras curtidas por el sol. La suya no
es una lucha justa, es un embate salvaje y sin reglas. Iain es rápido, pero sus
adversarios son fuertes y están decididos a derribarlo.
Uno de ellos lanza una estocada hacia Iain, pero este esquiva a tiempo,
la hoja de la espada silbando al rozar con su ropa. Iain intenta devolver el
ataque, pero el segundo hombre le golpea por la espalda con el pomo de su
espada. Un grito de dolor se le escapa, pero se niega a caer.
Atrapado entre dos furias, lucha con todas sus fuerzas. Da un paso
atrás, intentando ganar terreno, pero uno de los hombres lo arroja hacia el
otro. Iain recibe un golpe en el rostro que casi lo hace caer, pero logra
mantenerse en pie, tambaleante.
El sabor metálico de la sangre llena su boca.
―¡Hombre al agua! ―grita alguien, pero es un eco distante para Iain
mientras se enfrenta a los dos brutos MacDonald.
Sus ojos están fijos en sus adversarios, cada pensamiento enfocado en
sobrevivir, en seguir luchando.
Pero entonces oye una voz familiar cargada de miedo y desesperación:
―¡Ewan! ―El nombre sale en un grito estrangulado de Alasdair, y el
corazón de Iain se detiene―. No sabe nadar.
Ewan, el hermano de Alasdair, se hunde en las frías aguas del mar de
las Hébridas. Iain puede verlo por el rabillo del ojo, su pelo rojo un borrón
contra el azul oscuro del mar.
La urgencia se apodera de él. Necesita llegar a la balaustrada del barco,
pero los dos MacDonald son una pared de músculo y acero y otro se
incorpora, bloqueándole el camino. Trata de forcejear con ellos, de romper
su formación, pero lo tienen arrinconado.
―¡Maldita sea! ―rugen sus pensamientos.
Un grito agudo atraviesa el aire.
―¡¿Qué demonios hace esa mujer?! ―exclama una voz llena de
estupefacción.
Catherine se deshace de su ropa en un abrir y cerrar de ojos,
descartando falda y corpiño con una velocidad que deja a todos
boquiabiertos. Se sienta en el borde del barco y, sin vacilar, se arroja al mar
con una gracia y audacia que jamás habían presenciado.
Iain queda congelado en su lugar, su corazón golpea con fuerza contra
su pecho. Las peleas a su alrededor parecen detenerse, como si el tiempo se
hubiera ralentizado. Los hombres de ambos clanes acuden a la balaustrada,
atraídos por la escena inaudita que se desarrolla ante sus ojos.
―¿Alguna vez habías visto nadar a alguien así antes? ―un murmullo
lleno de incredulidad flota en el aire.
Iain no tiene respuesta. Deja a un MacDonald inconsciente con un
golpe bien asestado y se acerca al borde del barco, su mirada clavada en la
figura de Catherine.
Nada como un delfín, su cuerpo se mueve con una facilidad y
velocidad que desafía la comprensión.
―¿Es una sirena? ―dice uno.
―¡Vira el barco! ―Iain grita hacia Alasdair, su voz resonando sobre el
sonido del mar y el viento.
La figura de Catherine desaparece bajo las olas, sus pies dando una
última patada antes de hundirse. Un silencio ensordecedor cae sobre todos.
Los ojos de los hombres se clavan en el punto donde ha desaparecido.
Iain empieza a deshacerse de sus botas, con la intención de seguir a
Catherine, pero una mano firme lo detiene.
―Es tarde ― murmura uno de sus hombres con calma. Ni siquiera se
vuelve a mirar quién es.
Y entonces, como si el mismo Poseidón estuviera detrás de ello,
Catherine emerge del agua, arrastrando con ella el cuerpo inerte de Ewan.
Lucha contra la corriente, su rostro contraído por el esfuerzo. El
cuerpo de Ewan parece una carga demasiado pesada para ella.
¡Acerca el barco todo lo que puedas! ―ordena Iain, deshaciéndose de
la mano que lo retiene y lanzándose al agua.
A la orden de Iain, Alasdair, todavía atónito, comienza a maniobrar la
nave.
Mientras, la mujer continúa su esfuerzo sobrehumano por arrastrar a
Ewan, desafiando las gélidas aguas y la corriente.
Iain se lanza al agua sin vacilar, sus brazos cortando la fría superficie
con fuerza.
Nada hacia ellos con todo el vigor que puede reunir. De una manera
pensada más en la supervivencia que en la rapidez o el estilo más moderno
de Catherine.
A su alrededor, el mundo se reduce a los sonidos apagados del agua y
la visión borrosa de Catherine luchando contra la corriente.
A medida que se acerca, puede vislumbrar el valor y la fiereza con la
que se empecina en mantener la cabeza de Ewan fuera del agua.
Con un último esfuerzo, Iain llega a su lado, agarrando a Ewan y
deshaciendo a Catherine de la carga.
Sus fuertes brazos sostienen al muchacho inconsciente, mientras su
otra mano aferra la de Catherine.
Juntos, con Iain llevando la mayor parte del peso, empiezan a nadar de
vuelta hacia el barco.
Las fuerzas de Iain están a punto de flaquear cuando por fin siente la
solidez de la nave bajo él. Manos fuertes les ayudan a subir, tirando de
Ewan hacia la seguridad y luego a Catherine y a él.
Una vez en cubierta, Iain mira a Catherine, que se encuentra en el
suelo jadeando, con los labios azules por el frío y el cuerpo temblando. Sus
ojos se encuentran y él siente una ira incomprensible.
Se aleja cuando el cuerpo es tendido cuidadosamente en la cubierta. Se
arrodilla junto a él, sus ojos examinando su rostro lívido. Coloca su oreja
cerca de su boca, buscando algún indicio de respiración, pero el silencio es
abrumador.
Catherine se acerca, empapada y con el cabello y la camisa pegada a
su cuerpo por la sal del mar.
Su mirada está fija en Ewan. Antes de que nadie pueda detenerla, se
agacha junto al cuerpo inerte.
Con una determinación que deja a todos enmudecidos, inclina la
cabeza de él hacia atrás y sella su boca con la de él. Los hombres alrededor
de ellos retroceden, confundidos y sorprendidos por la intimidad de la
escena.
Las manos de ella se posan sobre el pecho del hombre, empujando
hacia abajo con fuerza y ritmo, mientras que en intervalos regulares, se
inclina para soplar aire en los pulmones .
Los músculos de su espalda y hombros se tensan con cada compresión,
pero su concentración parece inalterable.
Algunos miran en silencio, otros impresionados e incluso horrorizados.
Iain la observa sin revelar ninguna emoción. Alguien ha puesto un
tartán seco sobre sus hombros, pero ahora no siente frío.
Pasan momentos que parecen eternos hasta que, finalmente, Ewan
tose, escupiendo agua y jadeando por aire.
Una ola de alivio atraviesa la cubierta del barco entre los MacLeod.
Los MacDonald, usualmente duros y altaneros, tienen sus rostros
suavizados por el desconcierto. Aún con el sabor amargo de la pelea
reciente, no pueden ignorar el milagro que acaba de suceder ante sus ojos.
―Es una mujer de valor ―murmura uno de los MacDonald, sus ojos
aún fijos en la figura agotada. En ese entonces Iain parece despertar de un
largo letargo.
―Fuera de mi barco ―les grita.
La orden de Iain resuena sobre la cubierta, llenando el aire denso y
húmedo con su furia apenas contenida.
El tumulto inicial que sigue es reemplazado rápidamente por un
silencio expectante mientras los MacDonald, aún atónitos por el milagro
que acaban de presenciar, no muestran señales de movimiento.
―¡He dicho fuera! ―vuelve a gritar, cada palabra marcada con la
dureza del acero y la certeza de un hombre que ha visto demasiado.
Los MacDonald, abrumados, comienzan a moverse. Uno a uno,
descienden por las escaleras de la borda y saltan a su barco, sus rostros
grises reflejando desconcierto.
Mientras tanto, Iain retira el tartán de sus propios hombros y lo coloca
sobre Catherine. Necesitan calentarse.
―Alasdair, que tu hermano se deshaga de esa ropa mojada y
envuélvelo en mantas. Brodie tráenos ropa seca y de abrigo a la cabina
―ordena aquí y allá mientras redirige a una temblorosa Catherine.
12

Iain me lleva a la cabina, su agarre es firme alrededor de mi cintura


mientras lo hace.

Tal vez demasiado.


Se niega a mirarme, su rostro es una máscara de furia contenida. Entro
en el pequeño cubículo con los dientes castañeteando, empapada hasta los
huesos y con un frío mortal invadiendo mi cuerpo.
―Quítate esa ropa mojada y cúbrete con eso―me ordena, su voz es
tan dura y fría como el acero. Gira sobre sus talones para dar la espalda a la
escena, pero no sale de la habitación.
Mis dedos, agarrotados, luchan por deshacer los lazos de la
combinación. Finalmente, logro quitarme la ropa mojada y me cubro con la
manta de lana pesada que hay sobre un asiento antes de sentarme sobre él.
Unos golpes en la puerta nos hacen girar hacia ella. Iain gira su mirada
para evaluarme. Se mueve hacia la puerta y la abre.
―¿Será esto suficiente, laird? ―pregunta Brodie al otro lado.
―Sí ―le contesta él escuetamente antes de cerrarle la puerta en las
narices.
Deja el fardo de ropa sobre una silla y me mira un instante, como si no
estuviera seguro de qué hacer, antes de desviar la vista. Luego, con un
suspiro de resignación, comienza a sacarse la camisa empapada por la
cabeza.
No puedo evitar robarle rápidas ojeadas. Sus hombros anchos, el pecho
marcado y el tono bronceado de su piel me dejan sin aliento.
Estoy tratando de concentrarme en cualquier cosa que no sea él, pero
cuando se voltea para quitarse el kilt, no puedo evitar mirar.
Su figura es una composición de músculos bien definidos, firmes y
sólidos, desde los hombros hasta la cintura, formando una imponente
escultura de carne y hueso.
Mis ojos se deslizan sin pedir permiso hacia abajo, hacia el lugar
donde su espalda se estrecha para dar paso a unas nalgas firmes y
redondeadas.
Las curvas de su trasero, marcadas por una musculatura fuerte, dan
paso a unos muslos duros, testigos del entrenamiento físico y las batallas
libradas.
Cada contorno y cada músculo están perfectamente definidos.
Mi corazón se acelera ante la vista, y tengo que recordarme a mí
misma que respirar es esencial para sobrevivir.
Finalmente, se pone la ropa seca y vuelve a enfrentarme.
―Te dije que te mantuvieras escondida ―gruñe, sus dedos buscando
mis pies bajo las otras dos mantas que me ha puesto encima―. ¿No
entiendes lo que significa mantener un perfil bajo, mujer?
Su reprimenda es dura, pero sus manos son sorprendentemente suaves,
firmes y cálidas a medida que frota mis pies helados.
La discrepancia entre su tono de voz y sus acciones me desconcierta,
añadiendo más matices a la ya compleja figura de Iain.
―Deberías haberme obedecido ―insiste, su mirada perforándome.
―No tengo que obedecer a nadie. Especialmente no a ti ―respondo,
tratando de mantener la compostura a pesar de las sensaciones que sus
manos despiertan en mí.
Su expresión se endurece, pero no interrumpe su tarea, moviéndose
ahora hacia mis pantorrillas. La fricción de sus manos contra mi piel envía
un calor reconfortante que se extiende por todo mi cuerpo, empujando la
frialdad de mis huesos.
―Es mi deber protegerte. No puedes ponerte en peligro de esa manera,
no importa lo valiente que te parezca.
Su preocupación se filtra a través de su voz firme, su mirada intensa. Y
aunque entiendo su punto de vista, no consigo resistir sentir cierta rebeldía.
―No durarías nada en mi… América.
Un destello de algo, quizás sorpresa, pasa por sus ojos antes de que su
máscara de seriedad se reinstale.
―Lo que tú digas, pero aquí y ahora, necesito que me escuches y
hagas lo que yo te digo ―insiste él enfatizando cada palabra.
―No pertenezco a tu clan. Iain. No puedes darme órdenes y esperar
que te obedezca ciegamente. Tomaré mis propias decisiones.
El impacto de mis palabras hace que se detenga en su tarea o tal vez
sea debido a que sus largos dedos se acercaban peligrosamente a mis
muslos, pero no las aparta y el calor de sus manos se cuela hasta mis piel
detrás de mis rodillas.
Su mirada se endurece y noto la tensión en su mandíbula.
―Esto no tiene nada que ver con que estés bajo mi mando o no. Es
cuestión de supervivencia y tú… ―señala con un gesto rígido hacia el
exterior de la cabina―… tú has llamado la atención de los MacDonald.
―Ewan se estaba ahogando ―remarco, apretando los dientes.
Él resopla y vuelve a su tarea, sus manos fuertes reanudando el
frotamiento, alcanzando y separando mis muslos.
Me estremezco bajo su tacto, pero no retiro mi mirada de la suya.
―Y te agradezco que lo salvaras. Nunca había visto… Fue muy
valiente, pero tienes que entender que las acciones tienen consecuencias y
las mujeres…
―¿Las mujeres qué? ―pregunto a media voz.
Su insistencia en que entre en calor es tan concienzuda y su cabreo tan
considerable que ni siquiera se está dando cuenta de que las puntas de sus
dedos se acercan a lugares con otro tipo de humedad.
―Las mujeres no suelen hacer lo que tú hiciste. Ahora los MacDonald
te han visto, te recordarán.
Estoy a punto de replicar, pero entonces él añade:
―Te necesitamos para descifrar esos enigmas.
Sus palabras me silencian. Por un momento, ambos nos quedamos sin
nada que decir, nuestras miradas chocando en la estrecha cabina mientras
Iain sigue calentando mis piernas de vuelta a los tobillos.
―Los descifraré antes de que a ellos les dé tiempo a considerar lo que
han visto. Levantarás tu maldición y yo ya me habré ido.
Sus manos se detienen por un instante.
―Espero que sea así.
El tono final de su voz me dice que la discusión ha terminado. Al
menos, por ahora.
Bueno, todos sabemos que mi estancia aquí tiene fecha de caducidad.
Eso no es nuevo.

El barco de los MacLeod atraca en una pequeña ensenada.


La penumbra del anochecer se apodera de todo. Las montañas
circundantes se recortan contra el cielo crepuscular y la luna comienza a
ascender, dando un brillo plateado al mar que se agita ligeramente.
Iain dirige el desembarco con precisión, asegurándose de que la
pequeña embarcación queda segura y estable en la arena.
La cueva cercana nos proporciona un refugio perfecto contra la
creciente frialdad de la noche. Pronto, un fuego crepitante ilumina el
interior de la cueva, proyectando sombras danzantes en las paredes rocosas
mientras los hombres de Iain se preparan para pasar la noche.
Alasdair consigue pescado y lo pone a dorar sobre ascuas. El aroma de
la comida asándose en el fuego llena el ambiente y mi estómago gruñe en
respuesta.
Me siento junto al fuego, las llamas bailando en mis ojos mientras me
envuelvo más apretadamente en la manta que Iain me ha dado.
Algunos de los hombres se lavan las heridas adquiridas con la
escaramuza con los MacDonald con whisky, otros simplemente las ignoran.
Veo a Iain beber de una botella con un largo trago.
Desde mi lugar, puedo ver a Ewan observándome con ojos confusos.
―¿Eres un ángel? ―murmura, su voz apenas un susurro―. Me
salvaste... te vi a ti cuando estaba bajo el agua. Creí que eras un ángel.
―Estoy bastante lejos de ser un ángel, Ewan ―respondo, una sonrisa
cansada jugando en mis labios―. Soy muy humana.
―Nunca he visto a ningún humano moverse así por el agua o revivir a
un ahogado con un beso ―comenta Duncan.
Duncan es un hombre robusto y de estatura imponente, como casi
todos ellos, con una melena rizada de un tono castaño oscuro que brilla bajo
la luz de la luna.
Sus ojos, de un verde pardo profundo, son perspicaces y llenos de
astucia.
A lo lejos, veo a Iain observándonos, un ceño fruncido en su frente.
Los ojos verde musgo de Duncan se desvían hacia mí, su mirada es
inquisitiva pero no acusadora. En su expresión no veo ninguna insinuación
de desaprobación, más bien parece haber una suerte de admiración.
En cualquier caso, la declaración de Duncan pone en evidencia algo
que todos hemos estado evitando reconocer. Lo que hice... no fue normal
para los estándares de su época.
―¿Con un beso? ―repite Ewan y se aclara la garganta.
―No era un beso ―le corrijo con paciencia―. Insuflé aire dentro de
tus pulmones para que pudieras respirar.
―Pues parecía un beso ―comenta otro, Struan, con tono de burla.
―A lo mejor es que no te han besado lo suficiente y por eso no
conoces la diferencia ―le reprocho.
Me mira con sorpresa y luego una sonrisa maliciosa se dibuja en su
boca.
―Muchacha, soy todo tuyo si quieres demostrarme esa diferencia
―me hostiga con fanfarronería.
―Lo haré cuando te estés ahogando.
Se ríe a carcajadas y no es el único.
―Meterme en esas aguas heladas nunca me ha parecido tan tentador.
―Pues deberías hacerlo, Struan, y así dejabas de apestarnos con tu
olor ―se burla Duncan.
―¿De qué hablas? A las mujeres les encanta mi aroma varonil.
Después de esa conversación en inglés en deferencia a mí vuelven a
hablar en gaélico, con lo que me quedo excluida de cualquier broma
demasiado complicada.
Iain, Alasdair y Ewan mantienen una acalorada discusión entre ellos
que tampoco entiendo del todo, aunque empiezo a comprender frases y
palabras cuando las conversaciones no bailan tan rápido ni son tan
profundamente susurradas.
Acepto el caldo humeante que me entrega Alasdair después. Pongo
mis manos sobre el tazón tallado en madera de aspecto tosco, esperando
encontrarme con un poco de calor, pero esto no es como la cerámica.
Me mira durante un rato como si quisiera decirme algo. Levanto los
ojos a él, pero tampoco hace falta porque se acuclilla a mi lado.
Me pregunto si es consciente de que lleva una falda y nada debajo.
Estoy segura de que si bajo la mirada… «No, no, ni lo pienses».
―No soy bueno con las palabras ―empieza―. Y no voy a ser capaz
de expresar cuánto significa para mí y mi familia lo que has hecho por
Ewan. No sé si eres un ángel, una hada, una sirena o… una bruja, pero seas
lo que seas siempre estaré en deuda contigo.
―Fue un acto instintivo, no podía quedarme sin hacer nada mientras
alguien se ahogaba ―le respondo a Alasdair.
―¡Hey! Alasdair, si al final ese prometido suyo no accede a casarse
con ella siempre puedes ofrecerte tú a hacerlo ―lanza con tono jocoso
Struan, su sonrisa juguetona desvaneciéndose rápidamente cuando se da
cuenta de que Alasdair no comparte su broma.
―Sería un honor ―responde él sin vacilar, dejándome con la boca
abierta.
―Creo que debería ser yo… Ya que ha comprometido su reputación
dándome un beso… ―interrumpe Ewan colorado hasta las orejas. Sus
palabras atraen las miradas de todos los hombres alrededor del fuego.
―No fue un beso… ―insisto, sintiendo como la desesperación me
consume. No puedo creer que este debate se esté produciendo―. No hace
falta llegar tan lejos.
―No fue un beso, Ewan ―dice Iain, su voz tan dura como su
expresión. Su mirada intensa, como un halcón acechando a su presa, me
atraviesa. Hay una advertencia clara en sus ojos, un «te lo dije» a la
escocesa que me toca las narices.
Poco a poco, el grupo se va acomodando para pasar la noche.
Encuentro un rincón lo suficientemente alejado de los ronquidos de los
demás, pero demasiado retirado de la hoguera como para estar cómoda,
puedo sentir el frío cortante de la noche y el que se me ha colado hasta los
huesos, pese a echarme un par de mantas encima.
Los escalofríos recorren mi cuerpo sin que pueda controlarlos.
Me sorprende sentir calor detrás de mí. Antes de que pueda reaccionar,
reconozco el contacto de una espalda contra la mía. Mi corazón se acelera
mientras trato de recordar quién está durmiendo detrás de mí o quien se ha
colocado tan cerca.
―Tiemblas demasiado ―declara Iain. Como si fuera algo que hago
adrede y pudiera evitar.
―No me digas ―le respondo con retintín― Es el frío…
―Ya... ― murmura, pero no suena convencido.
Siento su cuerpo moverse detrás de mí, su calor creciendo mientras se
da la vuelta y se acerca más.
Sin pedir permiso, desliza un brazo bajo mi cabeza y me atrae hacia él,
pegando mi espalda contra su pecho y descansando su mano en mi cintura.
Siento su calor traspasando mi ropa, y los temblores comienzan a calmarse,
pero otro tipo de inquietud toma su lugar.
Mientras él me sostiene, puedo escuchar su respiración rítmica, lenta y
calmada
―¿Esto también es algo que toleraría tu prometido? ―pregunta, su
voz es un suave murmullo en mi oído.
―Sí, lo toleraría ―respondo sin pensar, la verdad es que no tengo ni
idea de qué toleraría o no mi ficticio prometido.
Iain se queda callado durante un instante, luego exhala un suspiro
pesado, y se ajusta detrás de mí, envolviéndome aún más en su calor.
―Debe ser un hombre muy comprensivo —murmura, su voz tiene un
toque burlón que me hace apretar los labios.
Su aliento caliente en mi cuello me hace estremecer de una manera
completamente diferente al frío.
―Y ¿también es consciente de que su prometida reparte besos para
salvar a otros hombres?
―Creía que estabas de acuerdo conmigo en que no fue un beso.
―¿Tu boca estaba en su boca?
―Sí, pero…
―Eso es un beso para mí.
―Entonces, ¿por qué me diste la razón?
―Porque ese cretino cree que ahora debe casarse contigo.
―Estoy prometida.
―Sí, con un irlandés muy comprensivo.
―Sí…
―Yo no lo sería tanto.
―¿Qué?
―No podría tolerar que mi futura esposa besara a otro hombre.
―No fue un beso… y él lo entenderá.
―¿Y si fuera un beso? ― vuelve a preguntar, su voz baja y cargada de
algo dulce.
Su aliento es cálido contra mi piel y puedo sentir cada uno de sus
músculos presionándome.
Mi corazón se acelera y mi respiración se hace más corta. Intento
concentrarme en sus palabras, pero es difícil cuando cada centímetro de mi
cuerpo está hiperconsciente de su cercanía.
Trago saliva, luchando por encontrar las palabras adecuadas. Mi mente
da vueltas, no sé si es por el calor de su cuerpo o por la complejidad de la
pregunta.
―Si hubiera sido un beso... —comienzo, mi voz apenas un susurro―,
entonces sería mi problema, no el tuyo.
Siento su risa suave y ronca contra mi espalda. Su pecho sube y baja
contra mi cuerpo, y por un breve segundo, puedo imaginar su expresión.
―Pero ¿no supondría un problema para tu futuro esposo?
Me quedo en silencio, tratando de procesar su pregunta. A pesar de
que no está viendo mi cara, puedo sentir la intensidad de su mirada en mi
espalda.
El peso de su pregunta despierta un sinfín de cosquilleos y hormigueos
por todo mi cuerpo. Pero en este momento, todo lo que puedo sentir es el
calor del suyo contra el mío, la forma en que su pecho se mueve con cada
respiración.
―Supongo que eso dependería de las circunstancias —murmuro—.
Pero en general, no creo que lo apreciara.
Siento a Iain quedarse muy quieto detrás de mí, su respiración
haciéndose más pesada. Su mano, que hasta ahora había permanecido en mi
cintura, se desliza un poco más abajo, hasta descansar en mi cadera.
―Lo tendré en cuenta―dice él
―¿A qué te refieres? ――consigo preguntar finalmente.
Él no responde de inmediato. En cambio, puedo escuchar el sonido de
su respiración, lenta y meditada, mezclándose con el crepitar de la lejana
fogata. Entonces, siento su mano volver a tocar mi cintura, un gesto suave
pero firme que me hace dar un pequeño salto.
―A que si alguna vez tienes la intención de besar a otro hombre… Un
beso en circunstancias que él no toleraría me refiero―comienza, su voz es
baja pero clara en la quietud de la cueva―, podría significar el fin de tu
compromiso.
―¿Y por qué besaría a otro hombre?
Finalmente, después de un largo y palpable silencio, Iain habla de
nuevo.
―No puedo responderte esa pregunta, Catherine. Sólo tú puedes.
Incapaz de resistir la tentación de ver su rostro, me giro en sus brazos
hasta que estoy de frente a él. La oscuridad oculta su rostro, pero puedo
sentir su aliento en mi cara, tan cálido y real como su presencia.
De repente, nuestras caras están a una escasa distancia, tan cerca que
puedo sentir el calor que emana de su cuerpo, la tensión que vibra entre
nosotros. Puedo oír el sonido de su respiración, rítmica y lenta, como una
canción que siempre ha estado en mi cabeza, y siento como su aliento se
mezcla con el mío.
―Catherine... ¿quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Hay una pausa en la que mi respiración parece detenerse.
―Yo…
―No quiero tener que hablar más de tu prometido ni siquiera quiero
pensar en él. Quiero… besarte.
Quiero su beso. Quiero a Iain. Me muero por sentirlo.
―Quiero que me beses ―le digo.
Y entonces, el mundo se reduce a él y a mí, a la vibrante tensión que
hay entre nosotros, a la necesidad, el deseo, la ansiedad, el miedo y la
esperanza que flotan en el aire entre nuestras bocas.
Lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, Iain acorta la
distancia que nos separa. Y cuando sus labios se encuentran con los míos,
los rozan en una caricia tímida, probándome, tanteándome. Un roce tan
ligero y suave que me deja sin aliento, el mundo entero parece detenerse.
Y luego, la pasión estalla entre nosotros.
Abro la boca para tomar un aliento desesperado, y sin pensarlo, dejo
que mi lengua se deslice, curiosa, buscando la suya.
La sorpresa de Iain es evidente, su cuerpo se tensa, pero no se retira.
Una pausa perceptible en su respiración me anuncia que no esperaba esto.
«¿He ido demasiado lejos?».
Pero entonces siento cómo su lengua responde a la mía, tímida y torpe
al principio, antes de tomar confianza y devolver la caricia.
Un gruñido profundo y primitivo escapa de su garganta mientras
profundiza en mi boca y el beso se descontrola.
El mundo a nuestro alrededor se desvanece hasta que todo lo que
queda es él y yo, la sensación de su cuerpo duro y caliente contra el mío, la
forma en que sus manos me sostienen con una fuerza que habla tanto de
deseo como de desesperación.
Y el sabor de él, el sabor de Iain en mi boca no es como nada que haya
experimentado antes. Dulce y salvaje y absolutamente adictivo.
A medida que el beso se profundiza, nuestras lenguas se entrelazan,
descubriendo y explorando cada recoveco de nuestras bocas. Cada gruñido
que él emite, cada jadeo que yo suelto, sólo sirve para avivar las llamas de
lo que siento entre mis piernas y lo que él tiene entre las suyas.
Cada movimiento es agonizante y maravilloso al mismo tiempo.
Arqueo mis caderas contra él muy consciente de que le estoy haciendo una
promesa silenciosa de algo más.
Los dedos de Iain se enredan en mi pelo, su agarre es firme pero
cuidadoso, como si temiera romperme. Puedo sentir su lucha interna, su
deseo de ceder ante la pasión que arde entre nosotros frente a la necesidad
de mantener su control, su cordura.
Pero subestimo su deseo y anhelo pensando que lograrían romper las
barreras de su educación y las fuertes creencias de su tiempo.
Cuando finalmente rompe el beso, ambos jadeantes, puedo ver la lucha
en sus ojos, la guerra que está librando consigo mismo.
―Catherine... ―su voz es un gruñido ronco, lleno de frustración y
deseo. Y algo más, algo que se asemeja a la derrota.
Su mano se desliza desde mi pelo hasta mi cadera, la agarra
firmemente y, con un empujón suave pero ineludible, me separa de su
cuerpo. Un gemido de sorpresa y protesta se escapa de mis labios, pero él
no parece escucharlo o no quiere. Su respiración es irregular, su pecho sube
y baja rápidamente.
En la escasa luz de la luna, puedo ver sus pupilas dilatadas y su
mandíbula apretada.
Nuestros ojos se encuentran. Veo un torbellino de emociones en los
suyos: confusión, deseo, frustración. Pero todo eso se va cuando cierra los
ojos y exhala profundamente.
Cuando los vuelve a abrir, su expresión se ha endurecido, volviéndose
más reservada.
―Deberíamos dormir.
No es la reacción que esperaba, pero sí la más sensata.
Estamos rodeados por sus hombres, dentro de una cueva y soy algo así
como casi 300 años mayor que él. Por otro lado, debe pensar que soy virgen
y que siento la necesidad de conservar mi virtud…
«Madre mía. Si él supiera las veces que la he perdido…».
Y luego está el tema de la historia dentro de la novela… Tengo la
sensación de que Elspeth aparecerá en cualquier momento para tirarme de
los pelos por entrometerme en su historia de amor, la auténtica, la única que
tiene alguna posibilidad de perdurar.
Claro que este hombre es una tentación pura. No pasa nada por probar
un poquito… ¿no?
«¡Ay! Que el dios de los libros me de fuerzas para poder resistirme
ante la tentación».
13

Cuando el amanecer tiñe el cielo de colores, me encuentro en la cubierta


del barco, con Ewan a mi lado.
Parece un cachorro juguetón, «de los grandes», enseñándome a
manejar los cabos y contándome historias sobre su niñez con Alasdair y
Iain.
La tragedia del día anterior parece haber desaparecido para todos.
Iain está al timón, ocupado desentrañando los misterios del mar,
evitando mi mirada.
Su expresión vuelve a ser una pétrea máscara impenetrable. No parece
dispuesto a hablar del beso de anoche, y, para ser honesta, tampoco yo.
Un beso, es un beso. En mi época no tiene por qué significar nada,
pero estamos en otro tiempo y eso aquí compromete la reputación de una
mujer.
¿Qué le empujaría a besarme?
Sigo preguntándome qué está pensando, qué siente. ¿Está enfadado?
¿Confundido? ¿Arrepentido? Solo él lo sabe, y por el momento, no parece
dispuesto a compartirlo.
Decido que no importa. No puedo cambiar lo que pasó, y tampoco
quiero hacerlo. A pesar de las complicaciones, no me arrepiento.
Fue el beso más increíble y caliente que he tenido en mi vida. Jamás
había sentido esa tensión y ese tirón en mi ingle antes.
Fue un beso totalmente sexual que casi podría haberme llevado al
orgasmo de haber durado un poco más.

El aire salado del mar se mezcla con la bruma de la mañana mientras


la barca se desliza a través de las olas hacia Iona
A medida que la isla se va dibujando en el horizonte, la emoción en el
barco es palpable. Siento como la energía de los hombres se eleva, sus
conversaciones se convierten en un murmullo lleno de anticipación .
La tranquilidad del viaje se rompe cuando un delfín salta al lado de
nuestro bote, dejándonos a todos sin aliento.
Ewan se ríe, señalando con entusiasmo, y aunque no consigo resistir
sonreír con él, mi atención se desvía hacia Iain.
Se ha relajado un poco, su mirada centrada en el delfín juguetón que
ahora se ha unido a otros dos.
La isla es hermosa, casi mística en su simplicidad. Pequeñas colinas
cubiertas de hierba verde oscuro que contrasta con el cielo azul claro y
nubes blancas. Como un lugar sacado de un cuento de hadas, solo que en
lugar de castillos, hay una gran abadía de piedra en ruinas que se destaca en
la costa, sus paredes grises brillando con la luz del sol.
Iain se mantiene al frente, sus ojos fijos en la isla. A pesar de su actitud
normalmente comedida, puedo ver la emoción en su mirada. Esa esperanza
que descansa en todos.
Duncan, Struan y Alasdair se unen a él, todos mirando hacia Iona con
la misma expresión reverente en sus rostros.
Me pregunto si los escoceses sienten este profundo vínculo con esta
pequeña isla en medio de la nada.
Ewan, por otro lado, parece más interesado en mí que en el paisaje.
Sus ojos me siguen mientras me muevo por el barco, observando la isla con
curiosidad.
Siento un nudo en el estómago, sabiendo que su fascinación viene de
una sensación de gratitud o de responsabilidad por ese beso, no beso.
―Es hermosa, ¿verdad? ―me pregunta.
―Sí, es como si hubiera salido de un libro de historias. Aunque,
honestamente, esperaba algo más dramático, como dragones volando en el
cielo o hadas bailando en los prados ―respondo, tratando de aligerar la
atmósfera.
Él ríe, su risa mezclándose con el sonido de las olas y el chillido de las
gaviotas en el aire.
Sin embargo, a pesar de la belleza y la risa, siento una sensación de
aprensión. Con cada golpe de las olas contra nuestro barco, nos acercamos
más a Iona, y a la posibilidad de descubrir ¿cómo volver a casa?
Un par de horas después, llegamos a la isla de Iona.
Al bajar del barco, Ewan toma mi mano y me ayuda a saltar a tierra
firme. Se lo agradezco porque los movimientos con tantas capas de ropa
encima y la pesada tela de la falda son complicados.

Incluso después de haber visto el dibujo en el mapa, la visión de la isla


es impresionante. La belleza natural es absolutamente sobrecogedora:
colinas cubiertas de una hierba verde brillante que parece pintada, el cielo
de un azul claro que está comenzando a oscurecerse, salpicado de nubes
esponjosas y el mar azul-verdoso que rodea la isla, todo conspira para crear
un panorama impresionante.
Pero es la abadía, aunque en estado de ruina, lo que realmente llama la
atención. Es un fantasma de su antigua gloria, con grandes piedras
desmoronadas y muros desgastados por el tiempo y los elementos. No hay
monjes aquí, sólo el eco de las oraciones de hace siglos, el susurro del
viento a través de las ventanas vacías. A pesar de su estado de abandono, el
lugar irradia una quietud y una espiritualidad que son casi tangibles.
Mis compañeros de viaje observan en silencio, como yo, el lugar
donde hemos llegado.
Estoy de pie, paralizada, en medio del gran patio de la abadía, mis ojos
oscilan entre la maraña de ruinas.
«¿Dónde se supone que debemos empezar a buscar una piedra entre
todas estas piedras?»
Me giro para mirar a los hombres que me acompañan, todos parecen
estar en un estado similar de desconcierto.
―Descansemos primero ―ordena Iain, su voz resuena en el silencio
que nos envuelve―. Mañana intentaremos sacar algo en limpio.
Asiento con la cabeza.
Los hombres buscan turba y ramas.
Ewan me ofrece una sonrisa tranquilizadora y se acerca para ofrecerme
su abrigo. Le agradezco con una sonrisa forzada y me envuelvo en él, me
abrazo a la calidez del tejido tratando de ignorar el ligero olor a humo y
sudor.
Hacen un fuego y se acomodan alrededor.
Mientras yo me aventuro por las ruinas de la abadía. Siento una
sensación de asombro y misterio. Cada piedra parece tener una historia que
contar, y no puedo evitar sentirme pequeña en medio de toda esta
antigüedad.
Por eso me especializo en civilizaciones antiguas. Hay algo realmente
fascinante en esa sensación de estar ante un momento importante de la
historia, en pensar en los que estuvieron antes allí, en qué pensaban, cuáles
eran sus esperanzas, sus anhelos, cómo vivían, qué les ocurrió.
Saber que por allí otros han caminado antes que yo con una historia
completamente diferente. Es mágico.
Justo cuando me adentro en la sombra de uno de los edificios
derruidos, los pasos de alguien rompen la tranquilidad del lugar.
Me vuelvo para encontrar a Iain que se me acerca, con su rostro
sombrío, como si las pesadillas de sus antepasados le atormentaran.
―No deberías andar sola por aquí ―dice, su voz llena de seriedad.
Alzo una ceja, y le devuelvo una sonrisa burlona.
―¿Y por qué no? ¿Crees que un fantasma monje va a salir de la nada
y secuestrarme?
Iain levanta las cejas.
―Es de los vivos de los que deberías tener cuidado, Catherine, aunque
empiezo a sospechar que no sabes lo que es el miedo.
―Oh, sí que sé lo que es. Tengo muchos en realidad, pero puede que
mis miedos sean distintos a los tuyos.
Iain se toma un momento, su mirada se pierde en las sombras que
rodean la abadía.
―Mi clan ha vivido bajo una maldición durante generaciones. Los
momentos de felicidad que he tenido... siempre han estado teñidos por el
miedo de perderlo todo. Me he levantado con el temor de que ese día
pudiera ser el último, de que la tragedia pudiera golpearme en cualquier
momento, sabiendo que todo lo que amo puede desaparecer en un instante.
―Su tono se suaviza y su mirada se posa sobre mí―. Cada sonrisa, cada
mirada, cada toque... Cada una de esas cosas es un recordatorio constante
de lo que puedo perder, de lo que inevitablemente perderé. Eso... eso es un
miedo que te consume, que te arrastra hasta lo más profundo.
Su voz es un susurro que se lleva el viento, pero la intensidad de sus
palabras hace que cada una de ellas resuene en mi interior como un eco en
las montañas.
―Pero tengo un deber con mi clan, con mi gente, que es más grande
que cualquier cosa que pueda sentir por mí mismo. No puedo permitirme el
lujo de dejarme llevar por mis sentimientos, por mis deseos... Esa es una
clase de maldición que llevo solo.
La desesperación en sus palabras es palpable, casi tangible. Cada
sílaba es un lamento, cada palabra es un suspiro. El peso del mundo parece
descansar sobre sus hombros, y por un momento, siento una punzada de
dolor en mi pecho por él.
Lo miro, tratando de encontrar las palabras adecuadas, pero ¿qué se
puede decir ante una confesión tan cruda, tan desgarradora? ¿Cómo se
puede consolar a alguien que ha vivido con tanto miedo, con tanto dolor?
―Iain... ―empiezo, pero no sé cómo continuar. Por un momento,
siento una gran impotencia. Quiero decir algo, hacer algo, pero ¿qué puedo
decirle? ¿Qué a alguien muy puñetero se le ha ocurrido que inventar una
maldición sobre su clan podría ser interesante para la trama de una novela y
que por culpa de eso él padece ese dolor?
―¿Y tú, Catherine? ―pregunta, desviando su atención a algo entre las
ramas de un árbol―. ¿Cuáles son tus miedos?
No sé si está listo para escucharlos, ni siquiera estoy segura de estar yo
lista para escuchar lo absurdos que suenan ahora en comparación con los
suyos.
―Mis miedos... ―suspiro, pensando en cómo poner en palabras algo
tan abstracto― Mis miedos son más mundanos, Iain. Tengo miedo de
quedarme estancada, de no vivir mi vida al máximo. Tengo miedo de
desperdiciar mi tiempo preocupándome por cosas sin importancia y no
disfrutar de lo que realmente sí importa.
Mis palabras parecen resonar en el aire entre nosotros, casi palpables
en la noche fría. Iain me mira en silencio durante un momento antes de
hablar.
―¿Vivir tu vida al máximo? ―repite.
Soy consciente de que cuando tu preocupación es sobrevivir lo mejor
que se pueda, eso de aprovechar cada momento queda un poco lejos y vago.
Me encojo de hombros y su mirada me recorre de arriba abajo. Es
obvio que mis palabras han llamado su atención, y se toma un momento
para considerarlas antes de responder.
―La vida está llena de consecuencias ―dice con suavidad―. Cada
acción tiene una reacción, cada decisión un resultado. Nadie puede vivir sin
tener en cuenta los efectos.
Sé que tiene razón, pero no puedo evitar contestarle con una sonrisa
burlona.
―A veces, las consecuencias son parte de la diversión.
Iain me mira con una mezcla de incredulidad y desconcierto,
sacudiendo la cabeza en gesto de resignación. Está claro que mi manera de
ver la vida es totalmente diferente a la suya.
―No estoy sugiriendo hacer cosas sin pensar o ignorar los efectos de
nuestras acciones sobre los demás. Lo que quiero decir es que a veces le
damos demasiado peso a cosas que en realidad no lo tienen, y le damos
valor a otras, que realmente no lo merecen. Buscamos una seguridad que en
realidad solo nos mantiene atascados en lugar de permitirnos crecer.
Iain frunce el ceño mientras procesa mis palabras. Su mirada es
pensativa, y puedo ver las ruedas girando en su cabeza.
―En mi mundo, cada decisión importa. No puedo darme el lujo de ser
temerario o imprudente.
Sonrío con amargura, pensando en la vasta brecha entre nuestras
perspectivas.
―Estás cargando el peso de un clan entero sobre tus hombros, Iain. No
estás viviendo tu vida, estás viviendo por los demás. No digo que eso esté
mal, pero... ―me detengo, sin saber cómo continuar.
Iain me mira intensamente, y puedo ver la curiosidad brillar en sus
ojos.
―¿Pero qué? ―pregunta, incitándome a continuar.
Tomo una profunda respiración antes de hablar de nuevo.
―Pero a veces, uno necesita permitirse vivir por sí mismo. Necesitas
encontrar la felicidad en las cosas pequeñas y no dejar que los problemas te
consuman. Y eso no quiere decir que seas alguien egoísta, simplemente
significa que tienes derecho a disfrutar de la vida que tienes.
―No tengo esa libertad, Catherine, ni puedo permitírmela. Una de las
consecuencias de la maldición es perder todo lo que puede hacerme feliz.
Es el precio a pagar por ser el jefe del clan.
―Entonces, tendremos que deshacernos de esa maldición lo antes
posible.
Iain levanta las cejas, sorprendido, incluso se permite una leve sonrisa.
―Cuéntame la historia de este lugar, pero no la versión de los libros.
Seguro que existe alguna leyenda o anécdota que pueda ayudarnos a
encontrar la piedra de Dunvegan. Algo que hemos pasado por alto.
Iain se toma un momento para reflexionar, recostándose contra una
pared mientras su mirada se pierde en el horizonte.
―La historia de este lugar comienza con un hombre llamado
Columba. Fue un santo irlandés que, según cuentan, llegó a esta isla en el
año 563 con doce compañeros para fundar un monasterio. El objetivo de
Columba era el de propagar el cristianismo por Escocia.
Iain hace una pausa y mira a su alrededor, como si estuviera tratando
de imaginar cómo era este lugar hace tantos siglos.
―El monasterio de Iona pronto se convirtió en un faro de piedad y
conocimiento. Fue un centro de peregrinación, un lugar de estudio y un eje
importante en la cristianización de las islas y las tierras altas.
―En esa época los pictos ya se habían mezclado con los gaélicos para
formar el reino de Alba ¿cierto?
―Así es ―me responde luego me mira fijamente durante un
momento.
La única luz que nos ampara es la de la luna en lo alto del cielo oscuro
ahora.
―Pero, al igual que muchas cosas en este mundo, Iona también tuvo
que enfrentarse a su cuota de sufrimiento y dolor. A lo largo de los siglos,
este lugar fue saqueado repetidamente por los vikingos. Y aunque los
monjes siempre se esforzaron por reconstruirlo, los daños eran a menudo
enormes.
Se calla un instante y puedo ver en su rostro que está eligiendo las
siguientes palabras que va a decir.
―Con la Reforma Protestante en el siglo XVI, la abadía fue
abandonada y olvidada. Los monjes que aún quedaban se vieron obligados
a abandonarla e Iona quedó en silencio durante muchos años.
―¿Eres presbiteriano?
Después de un momento, Iain me mira a los ojos. Veo un brillo en
ellos que no había notado antes.
―Bueno... sí, es la religión mayoritaria en mi clan. Como muchos en
Escocia, seguimos los preceptos del presbiterianismo desde la Reforma
―confirma, con un tono de voz que sugiere que hay más en su respuesta de
lo que inicialmente revela.
―Pero... ―dejo que la palabra cuelgue en el aire, invitándole a
continuar.
Se queda en silencio un momento, como ponderando si compartir sus
pensamientos. Finalmente, asiente.
―Creo en el honor, en la lealtad, en la responsabilidad que tengo hacia
mi gente. Mi fe... ―pausa, su expresión se suaviza― está más en las
personas que en una entidad superior. Aunque sí, sigo las enseñanzas
presbiterianas, pero mi religión es algo más complejo que simplemente eso.
Le miro pensativa, valorando su sinceridad.
―Es interesante que valores más tus convicciones personales que la
ortodoxia de tu religión. La autenticidad, la honestidad con uno mismo...
Eso es lo que realmente importa.
Hay una pausa en la conversación, pero no es incómoda. Al contrario,
parece que ambos necesitamos ese momento de silencio para procesar todo
lo que estamos compartiendo.
―Hay una historia que se cuenta en Iona, una leyenda sobre un altar
que se hundió en la tierra durante uno de los saqueos vikingos. Según la
historia, el altar era un símbolo de fe y resistencia, y cuando se hundió, se
llevó consigo una gran parte de la esperanza de la gente de Iona. Algunos
creen que aún permanece oculto en algún lugar bajo las ruinas, esperando
ser descubierto y devuelto a su lugar original.
A medida que Iain cuenta la historia de un antiguo altar perdido, una
epifanía comienza a formarse en mi mente. Puedo sentir cómo las piezas del
rompecabezas comienzan a caer en su lugar, cada detalle encajando
perfectamente con el siguiente. Mi corazón empieza a latir más rápido
cuando la imagen se hace cada vez más clara.
―¿Y has dicho que este altar estaba escondido en un lugar
subterráneo? ¿Dónde?― pregunto, intentando sonar calmada a pesar de la
emoción que bulle en mi pecho.
―Bueno, ese es el problema ―dice Iain con una sonrisa amarga―.
Nadie sabe con certeza. Hay muchos rumores y especulaciones, pero nunca
ha podido ser encontrado.
―La frase del enigma puede interpretarse como «Bajo el brillo lunar,
la montaña flamea», haciendo referencia a un lugar sagrado. Por lo tanto, la
frase podría referirse a un antiguo altar o lugar de culto que es
especialmente poderoso o significativo bajo la luz de la luna. Solo nos falta
saber…
Mis ojos se posan en el agua, observando cómo la luz de la luna se
refleja en ella, iluminándola con un brillo casi etéreo.
―Montaña de fuego bajo la luna... ¿Y si el altar está... debajo del
agua?
El rostro de Iain palidece, su mandíbula se aprieta. Siento un
hormigueo en el estómago al ver su reacción.
―Eso... no va a ser fácil ―murmura, clavando su mirada en las aguas
oscuras―. Ninguno tenemos grandes habilidades para buscar algo en aguas
profundas con fuertes corrientes.
Me cruzo de brazos, mirándole de reojo.
―¿Tienes miedo, MacLeod?
―Tengo miedo de lo que estás planeando y la respuesta es no.
―¿Qué?
―No vas a sumergirte ahí para buscar algo que ni siquiera sabemos si
es real o posible.
La expresión de Iain se vuelve más severa, y veo una determinación de
acero en sus ojos.
―No pretendo lanzarme al agua sin un plan. ¿Tenemos cuerda?
Observo el mar, las olas chocando contra las rocas, la luna reflejada en
la superficie.
――Sí, tenemos cuerda, pero si alguien va a hacerlo, soy yo ―dice.
Oímos la voz de Ewan en la distancia, llamándome.
Apenas tengo tiempo de reaccionar antes de que Iain me empuje con
rapidez contra una de las viejas ruinas de piedra, escondiéndonos ambos en
las sombras.
El repentino movimiento me toma por sorpresa, y me encuentro
presionada contra la fría piedra y el cálido cuerpo de Iain. Apoya sus brazos
contra las ruinas a la altura de mi cabeza. Puedo sentir la vibración de su
pecho contra el mío, y el aliento calentando mi piel. El calor de su cuerpo
me envuelve, bloqueando el frío de la noche.
Mis ojos se encuentran con los suyos, sus pupilas dilatadas y oscuras
en la tenue luz de la luna.
Voy a decir algo, pero su mano cubre mi boca, silenciándome. Por un
segundo, todo se queda quieto.
Luego, la voz de Ewan se acerca, sus pasos resonando en el vacío. Iain
aprieta su cuerpo contra el mío aún más, y yo cierro los ojos, conteniendo la
respiración. Puedo oír mi corazón latiendo en mis oídos, el aliento irregular
de Iain contra mi cuello, y el sonido de los pasos de Ewan cada vez más
cerca.
Y entonces, tan repentinamente como llegó, el sonido de los pasos de
Ewan se desvanece, perdiéndose en la noche.
La tensión en el cuerpo de Iain se relaja, y lentamente, retira su mano
de mi boca. Nuestras miradas se encuentran de nuevo, y por un momento,
nos quedamos allí, en silencio, simplemente observándonos.
―¿Por qué...? ―comienzo a preguntar.
Iain frunce el ceño, mirándome con cierta perplejidad.
―¿Por qué qué, Catherine?
Respiro hondo, intentando poner mis pensamientos en orden.
―¿Por qué nos has ocultado de Ewan? No creo que estuviéramos
haciendo nada malo.
El rostro de Iain se endurece un poco, sus ojos oscuros
escudriñándome. Durante unos segundos, parece que está luchando con
algo, pero finalmente, su expresión se suaviza.
―Ewan tiene una manera de... —Se detiene, buscando las palabras
correctas. Suspira y frunce el ceño, como si fuera difícil para él expresarse
—. Aparece en los momentos más inoportunos, y tiene una repentina
fijación con estar cerca de ti. No quiero que eso nos interrumpa.
―Cree que me debe algo por haberle salvado cuando no es así.
―Lo besaste y ahora cree que tiene alguna especie obligación o
derecho sobre ti.
―Eso no fue un beso.
―No, no lo fue. Hay una diferencia sustancial entre aquello y… No
imaginaba que los besos podían ser tan…
Iain se detiene, su voz se ahoga en su garganta y la expresión en su
rostro es intensa, atrapada en algún pensamiento.
―...tan turbadores, tan llenos de... deseo ―termina, su mirada se
endurece.
Por un momento, el aire entre nosotros se vuelve eléctrico, la tensión
casi palpable.
El silencio se extiende como una sábana entre nosotros. A pesar de la
noche, veo las emociones luchando en sus ojos. Esa tormenta interna que
parece siempre estar presente en Iain MacLeod.
Las sombras suavizan las líneas duras de su rostro, haciendo que
parezca más vulnerable de lo que realmente es. Iain rompe el silencio de
nuevo, pero esta vez su voz es suave, como si estuviera compartiendo un
secreto.
―Un beso real tiene… intención, sentimiento. No es algo que se dé a
la ligera.
Antes de que pueda responder, siento su mano contra mi mejilla, su
tacto tan cálido como la mirada en sus ojos.
Y entonces, muy lentamente, acorta la distancia entre nosotros, como
dándome tiempo para alejarme. Pero no me muevo, me quedo ahí,
hipnotizada por él.
Finalmente, sus labios encuentran los míos en un beso lento y
explorador que hace que me olvide de todo lo demás. No hay urgencia en
este beso, no hay prisa. Solo somos nosotros dos, ocultos en las sombras,
compartiendo un momento que parece existir fuera del tiempo.
El beso es un torbellino de sensaciones, una mezcla de anhelo y
entrega.
Esta vez es él el primero en jugar con su lengua, toma la iniciativa y la
desliza entre mis labios explorando mi boca con menos timidez y sorpresa
que el día anterior.
El gusto de él, mezclado con el sabor salado del aire marino, se
convierte en una adicción rápida, seductora. Cada contacto, cada roce, cada
presión es un estímulo que va directamente a mis sentidos, nublándolos.
Toma el control con una mano en mi nuca dirigiendo mis labios hacia
los suyos.
Hay algo de desesperación en el beso, una búsqueda, una necesidad de
algo más que se refleja en la forma en que su lengua juega con la mía. Es un
contacto intenso, profundo, lleno de algo que me deja sin aliento.
―No debería hacer esto ―dice con voz baja y ronca sin apartar su
boca de la mía―. Me prometí mantenerme alejado.
Su confesión parece arrastrarse desde lo más profundo de sus entrañas.
Él tiene miedos, tiene responsabilidades. Y yo, bueno, yo tengo mis propias
complicaciones.
Asiento, incapaz de hablar.
Estoy temblando y estoy segura de que no es por el frío.
Pero un gruñido profundo y primitivo escapa de su garganta cuando mi
lengua encuentra la suya, una respuesta que me envía escalofríos por la
columna.
Sus manos se mueven, una se desliza hacia arriba para apoyarse en mi
espalda y la otra baja para sujetar mi muslo, intensificando la presión de
nuestros cuerpos juntos. Me estremezco, un gemido escapándose en la
unión de nuestras bocas, y él se aprieta contra mí en respuesta.
―Deberíamos parar ―susurra respirando en mis labios
Vuelvo a asentir como si fuera uno de esos perritos de juguete que solo
mueven la cabeza y a los que nadie hace caso.
―¿Es posible…? ―comienza a decir.
―¿Qué?
―¿Es posible que formes parte de la maldición y estés aquí con la
intención de volverme loco definitivamente?
―¿Crees que soy una bruja?
―Sí, es muy posible.
―No, no lo soy.
―¿Lo reconocerías si lo fueras?
―No ―le respondo con una sonrisa.
Nuestras frentes están unidas y respiramos el aire del otro con jadeos
entrecortados.
―Ahí lo tienes.
―Las brujas solo existen en la ignorancia de los demás y en el miedo
colectivo, MacLeod.
―Entonces, ¿cuál es tu poder?
Su pregunta cuelga en el aire, y por un instante, me encuentro sin
palabras.
Mis dedos se deslizan entre los fríos mechones de su cabello, trazando
con mi pulgar el contorno de sus afiladas facciones bajo la pálida luz de la
luna.
«Es tan hermoso… tan salvaje y fiero».
―¿El poder del beso? ―bromeo, tratando de aligerar la intensidad del
momento.
Pero Iain no parece dispuesto a dejarse distraer.
―¿A cuántos hombres has besado así?
Su pregunta me sorprende. Me obliga a alejarme un poco, a mirarlo
directamente a los ojos.
―¿Qué?
―Sé que no soy el primero. ¿Has besado así a tu prometido? —Sus
palabras son como cuchillos, cortando a través de cualquier fachada
imperturbable que pueda haber estado manteniendo hasta ahora.
Entrecierro los ojos, sintiendo una ola de incomodidad y un ligero
matiz de enfado. Esto empieza a parecer un interrogatorio peligroso.
―Respóndeme, Catherine.
Así que lo hago.
―Sí —admito, pensando en el verdadero Sean.
La verdad parece golpear a Iain como un puño. Me suelta como si le
hubiera quemado y da un paso atrás.
―¿A cuántos más?
El tono de su voz me hace estremecer. Siento que estoy caminando
sobre vidrio.
―No lo sé. A unos cuántos —respondo, y las palabras parecen
suspenderse en el aire entre nosotros.
Mi admisión parece detenerlo de forma brusca. Se aleja aún más, su
rostro oscurecido por la confusión y una pizca de decepción.
―¿Que no lo sabes? ¿Acaso tú…?
Las insinuaciones detrás de sus palabras me hieren.
―No soy una prostituta si eso es lo que estás pensando. Las cosas
en… América son distintas.
―Ya veo —murmura, aunque su tono sugiere que no ve nada en
absoluto.
Si se escandaliza porque he besado a más de un hombre no sé qué
podría pensar si llega a saber que ya he catado varón... Unos cuántos.
Me doy cuenta de lo mucho que no entiende. No tiene idea de cómo es
mi mundo, de las libertades y derechos que tengo como mujer en mi
tiempo.
Pero antes de que pueda responder, Iain retoma la palabra.
―¿Era eso lo que significaba vivir al máximo? ¿Has besado a Ewan
así también?
La pregunta me toma por sorpresa.
―De nuevo. No —me defiendo, apretando los dientes.
Iain suspira, pasándose una mano por el rostro.
―No quiero que beses a ninguno de mis hombres.
Las palabras salen de su boca como una orden, y siento cómo mi ira se
enciende.
―No me levanto por las mañanas planeando a quien voy a besar
¿sabes? Las cosas no funcionan así. He besado a aquellos por los que he
sentido conexión o algún tipo de atracción y ha sido de mutuo acuerdo.
Nunca he engañado a nadie ni ha habido terceras personas implicadas. Los
besos son una muestra de deseo.
Pero Iain no parece escucharme.
―¿Crees que la idea de que hayas deseado a otros hombres, a unos
cuántos, por cierto, me resulta tranquilizante?
Al oírlo, cierro los ojos con impaciencia.
―¿Acaso tú te has portado como un monje durante toda tu vida?
Iain me mira, sus ojos oscuros llenos de una emoción que no puedo
descifrar.
―No, pero es distinto.
―No lo es.
El silencio se cierne sobre nosotros. Siento la tensión en cada fibra de
mi cuerpo, la angustia retorciéndose en mi estómago.
―No quiero oír más. No quiero saberlo y mucho menos
imaginármelo.
Sus palabras son como una bofetada. Una que no esperaba.
―No tienes ningún derecho a enfadarte o exigirme explicaciones. Tú y
yo solo hemos compartido dos besos llenos de remordimiento.
Iain se queda en silencio, su mirada fija en la mía. Y entonces, por fin,
habla.
―Ciertamente, Catherine. Gracias por recordármelo y devolverme la
cordura.
Sus palabras y la manera en que me mira me desarman. Cierro los ojos
con pesar. Arrepentida de este choque cultural que parece insalvable.
Pero antes de que pueda decir nada más, ya se ha alejado, dejándome
allí, apoyada contra el frío muro de piedra, con el eco de sus palabras
resonando en mi cabeza.
Sin embargo, a mitad de camino se detiene. Está indeciso, su cuerpo
tenso en la incertidumbre. Al final, parece ceder a algún impulso interno y
se gira bruscamente, volviendo a donde estoy.
Agarra mi brazo con firmeza y me guía a través de la oscuridad.
No protesto, permitiendo que me lleve con él.
La tensión entre nosotros es palpable y ninguno pronunciamos una
sola palabra.
Llegamos al campamento y los hombres están dispersos, algunos
dormitan, otros conversan en voz baja alrededor del fuego.
Nos observan en silencio mientras nos acercamos, la tensión en el
rostro de Iain es evidente. Pero ninguno pregunta, ninguno comenta.
Conocen demasiado bien a su líder como para intervenir en sus asuntos
personales.
Ewan nos ve y se levanta, su expresión se vuelve interrogativa, pero
antes de que pueda pronunciar palabra, Iain le lanza una mirada fulminante,
cargada de advertencia. El mensaje es claro: no interfieras.
Con un gesto de su cabeza, Iain señala un lugar para que me siente.
Suelta mi brazo y se aparta, su espalda rígida es lo último que veo antes de
que desaparezca en la oscuridad, dejándome sola entre sus hombres.
Sigo la indicación y me siento, abrazándome a mí misma en el fresco
aire nocturno. Los hombres continúan con sus propias actividades,
respetando mi silencio.
Y yo me quedo allí, con la luna como única compañía, reflexionando
sobre las complicadas circunstancias en las que me encuentro.
Por la noche, cuando el frío vuelve a hacer temblar mi cuerpo, noto de
nuevo el calor de una fuerte espalda contra la mía, pero esta vez no hay más
besos ni acercamientos.
Solo una innegable rigidez.
14

Al despertar con los primeros rayos de sol, el campamento ya está en plena


actividad. Todos están expectantes ante la búsqueda que realizaremos hoy y
que reviste cierto riesgo.

―Dice la leyenda que la piedra de Dunvegan es redonda y suave,


como un guijarro pulido por el tiempo ―comienza Ewan, su rostro
iluminado por la luz del amanecer―. Está incrustada con piedras preciosas,
cada una de las cuales representa a un clan de la isla de Skye. Y también se
dice que hay símbolos antiguos grabados en ella.
―Eso último es lo único cierto en todo lo que has dicho, muchacho
―le reprocha Duncan.
Con su rostro serio y su mirada fija en Iain, está ocupado atando una
cuerda resistente alrededor de la cintura de su jefe.
Iain permanece inmóvil, con la mandíbula apretada y la mirada perdida
en la distancia. Es evidente que no está cómodo con la idea de sumergirse
en el mar en búsqueda de la misteriosa piedra, pero parece dispuesto a
arriesgarse.
Finalmente, con un último tirón para asegurarse de que la cuerda está
bien sujeta, Duncan da un paso atrás y asiente hacia Iain, quien responde
con un leve gesto de agradecimiento.
Ewan, al enterarse de la posibilidad de que el altar esté bajo el agua,
me mira sorprendido.
―¿Así que eso es lo que estabais haciendo anoche, vosotros dos?
¿Terminando de descifrar el enigma? ―pregunta con ligereza.
―Exactamente ―contesto, evitando su mirada y centrándome en lo
que importa.
Mientras observo a Iain preparándose para la inmersión, Alasdair se
acerca a mi lado.
―Iain ha vivido en estas islas toda su vida. Conoce el mar como la
palma de su mano. De todos nosotros, es el que mejor se mueve en el agua
―me dice en voz baja. Es como si hubiera notado que estoy preocupada y
tratara de tranquilizarme―. Bueno, al menos hasta que llegaste tú.
―Yo podría... ―empiezo a decir, pero niega con la cabeza deteniendo
mis palabras antes de que puedan formarse completamente.
―Iain no lo permitiría ―me dice, y su tono es firme, no hay discusión
posible―. Alguno lo propuso, pero él no ha querido ni oír hablar de ello. Es
demasiado peligroso.
Frunzo el ceño, sintiendo un destello de frustración. Quiero ayudar,
quiero ser útil, no simplemente observar desde el acantilado.
Si bien es cierto que un equipo de buceo facilita mucho una inmersión,
ya lo he hecho antes. Incluso he buceado entre ruinas hundidas, pero no sé
cómo embutir en la dura cabeza de estos tipos que puedo hacerlo.
Pero al parecer, esa no es una opción. Por ahora, todo lo que puedo
hacer es esperar y confiar en las habilidades de Iain.
Se encuentra al borde del pequeño acantilado que desciende hasta el
agua. Luce su kilt, pero se ha quitado la camisa, revelando un torso fuerte y
marcado por años de duro trabajo y lucha.
Los músculos de su espalda se contraen y se relajan a medida que se
estira, preparándose para la tarea que tiene por delante.
Su piel es morena, y bajo la luz del día, se pueden ver claramente las
marcas de algunas cicatrices de antiguas batallas.
Me doy cuenta de que todos los hombres presentes, incluso yo,
estamos observándolo con un respeto silencioso.
Finalmente, Iain se vuelve hacia el agua, y tras tomar una última
bocanada de aire, se sumerge en el mar. Sus hombres mantienen la cuerda
firmemente agarrada, preparados para jalarlo de vuelta en caso de que algo
salga mal.
Yo solo puedo quedarme mirando, sintiendo una mezcla de
expectación y preocupación mientras desaparece bajo la superficie del agua.
El tiempo parece detenerse mientras todos observamos el punto donde
Iain ha desaparecido. La cuerda se tensa y luego se afloja, luego se tensa de
nuevo mientras debe luchar contra las corrientes.
Desde la orilla, los hombres continúan sujetando firmemente la cuerda,
listos para actuar en cualquier momento. Las caras están inquietas y no
puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Me siento inútil aquí de pie,
solo esperando.
Después de lo que parece una eternidad, algo cambia. La cuerda se
tensa de golpe, causando que los hombres tengan que esforzarse para
mantener su agarre. Un instante después, Iain emerge de las profundidades,
jadeando por aire.
A pesar de la distancia, puedo ver el cansancio y el alivio en su rostro.
Con un último esfuerzo, nada hacia la orilla, ayudado por sus hombres que
tiran de la cuerda.
Cuando finalmente alcanza tierra firme, se derrumba de rodillas,
resoplando y tosiendo, pero con una sonrisa triunfante en su rostro.
—Está ahí abajo. —Su voz es ronca pero llena de emoción—. El altar
está ahí abajo, pero no puedo alcanzarlo con la cuerda atada a la cintura. No
es suficientemente larga.
Todos parecen sorprendidos. Ewan es el primero en reaccionar.
—Hay otra cuerda más larga, pero es muy delgada. No creo que resista
―explica mostrándola.
Los hombres comienzan a murmurar entre ellos, proponiendo ideas,
pero todas implican riesgos que nadie parece dispuesto a tomar. Mi mirada
vuelve a Iain. Puedo ver la frustración en sus ojos, la necesidad de hacer
algo, de terminar lo que hemos comenzado.
—Yo puedo hacerlo ―declaro.
El murmullo se detiene. Todos me miran, sorprendidos.
—Catherine, no —dice Iain, pero yo sacudo la cabeza.
—Escúchame, MacLeod —me aproximo a él—. Soy una nadadora
fuerte y tengo más experiencia en esto que ninguno de vosotros. Si me
sumerjo, podría llegar al altar.
Hay una pausa.
Luego, con vacilación en sus ojos, Iain asiente.
—Está bien, Catherine, pero juntos —dice, su tono no deja lugar a la
discusión.
Asiento con una sonrisa.
Al fin, este hombre de la caverna acepta permitirme tomar parte activa
en la acción.
Empiezo a deshacerme de las botas y del corpiño que rodea mi cintura
con la intención de quedarme de nuevo vestida en esa camisa de lino larga
que también sirve de combinación interior.
―¡Volveos! ―ordena Iain
Todos obedecen sin rechistar, girándose para darme privacidad
mientras me preparo. Juntos, Iain y yo preparamos el delgado cordón,
asegurándonos de atarlo con firmeza alrededor de mi cintura.
Saltamos al agua y el frío me embiste, afilado como mil alfileres,
atravesando mi camisa de lino como si no existiera. La conmoción inicial
de la inmersión es fuerte, pero no me detiene. Me permito un momento para
aclimatarme al shock térmico antes de empujar con mis pies contra las
rocas y sumergirme bajo las olas.
A medida que descendemos, la luz del sol se difumina, se vuelve verde
y extraña, y las formas se oscurecen hasta que apenas soy capaz de
distinguir la figura de Iain a mi lado, pero a medida que mis ojos se ajustan,
empiezo a distinguir formas. Al principio, solo sombras y siluetas, pero
poco a poco, la vista se aclara y las formas se hacen más nítidas.
Por un instante, todo parece detenerse. Estoy en un mundo ajeno al de
la superficie, uno donde el silencio es total y las leyes de la física son
diferentes. Me muevo con una lentitud acuática, sintiendo la presión del
agua en mis oídos, el pulso en mi cabeza.
Iain sujeta mi mano con la suya y me indica el lugar.
Después de lo que parece una eternidad, la veo. El altar. Está allí, a
pocos metros de distancia, sumergido en la oscuridad y cubierto de algas y
sedimento marino.
Pero siento que mis pulmones van a explotar, por lo que debo emerger
de nuevo para respirar.
Señalo hacia arriba y él asiente. Nadamos hacia la superficie, y cuando
por fin logro tomar aire, el fríome corta la respiración. Las rocas del
acantilado nos protegen del viento, pero aun así el ambiente es gélido. Iain
dice algo, pero no logro entender sus palabras. Mis oídos zumban y mis
dientes castañetean.
―¿Estás bien? ―repite
―Sí ―le respondo con los dientes apretados mientras el agua nos
agita en un suave balanceo.
Él no parece convencido.
Me concentro en respirar. En llenar mis pulmones con hondas
inspiraciones.
―Voy a descender de nuevo ―le aviso.
―Juntos ―repite él.
Asiento y cojo una fuerte bocanada de aire antes de sumergirme de
nuevo.
Buceo deprisa. Consciente de que no podré estar mucho más tiempo en
esta agua helada.
Me acerco al altar con emoción. Me muevo alrededor de él. La cuerda
se tensa en mi cintura. Finalmente la veo. No puede ser otra.
Es más grande de lo que había imaginado, casi del tamaño de un folio
y con un grosor considerable, pero las runas y extraños símbolos que
podrían perfectamente ser pictos, hace que sea diferenciable entre el resto
de las ruinas: la piedra de Dunvegan.
Siento una oleada de triunfo, pero la alegría es efímera.
Pronto me doy cuenta de que no voy a ser capaz de desenterrarla yo
sola. Sin pensarlo, me desato rápidamente, el cordón flota a mi alrededor.
Agarro la cuerda, sujetándola firmemente alrededor de la piedra. Con
ella asegurada, empiezo a ascender, tirando del cordón para indicar a los
hombres que pueden empezar a tirar.
Justo cuando pienso que todo está yendo según lo planeado, el agua a
mi alrededor cambia de repente. Se vuelve más fría, más turbulenta. Un
rugido lejano llega a mis oídos, amortiguado por la presión del agua. Luego,
sin previo aviso, una corriente violenta me golpea, arrastrándome lejos de la
piedra y de Iain.
Intento resistirme, pero el agua es demasiado fuerte. Me tira y me
lanza como si fuera una muñeca de trapo, me desorienta y me desequilibra.
Iain grita algo, su voz distorsionada por el agua, pero no puedo
entenderlo. Luego, él también es arrastrado por la corriente, su rostro es una
máscara de horror antes de desaparecer de mi vista.
La corriente me arrastra hacia el mar abierto, alejándome del
acantilado y del altar. Todo lo que puedo hacer es mantenerme a flote,
luchando contra la fuerte corriente que amenaza con arrastrarme bajo la
superficie.
La frialdad del agua se convierte en una criatura viva, mordiéndome,
tirando de mí, tratando de tragarme. Pero no puedo rendirme.
A pesar del frío y del agotamiento, lucho. Lucho contra la corriente,
por mantener la cabeza fuera del agua, por conservar la consciencia. Con
cada aliento que tomo, con cada latido de mi corazón, lucho.

Por encima del rugido de la corriente y el crujido del agua en mis


oídos, puedo escuchar los gritos de los hombres MacLeod. Pero están
demasiado lejos para poder ayudarme.
Con una última oleada de fuerza que no sabía que tenía, lidio contra la
corriente. Me muevo con ella, no en contra de ella, usando su fuerza para
impulsarme hacia adelante, hacia la seguridad de la playa que ya puedo
vislumbrar.
El mundo se desvanece a mi alrededor, mi visión se vuelve borrosa y
mi cuerpo empieza a sentirse pesado, como si estuviera hecho de piedra.
Pero sigo peleando, moviéndome, nadando. No paro hasta que finalmente,
con un último esfuerzo, mis pies tocan la arena.
Soy arrastrada por las olas hasta la orilla, y cuando por fin mis manos
tocan la arena húmeda, me dejo caer, exhausta. Me arrastro fuera del
alcance de las olas, el corazón latiendo con fuerza en mis oídos, el pecho
subiendo y bajando con respiraciones entrecortadas.
Mis músculos se sienten como gelatina y mi pecho arde con cada
respiración.
Me dejo caer, exhausta.
Siento cómo la arena se clava en mi piel, cómo la brisa marina se
enreda en mi cabello, cómo el sol cae sobre mi rostro. Todo es real. Todo es
tangible.
La última cosa que veo antes de que el agotamiento me venza es el
cielo, un lienzo azul pálido manchado por nubes oscuras. Luego, todo se
vuelve oscuro.
15

Despierto con un sobresalto, pero un brazo fuerte me retiene, impidiendo


que me levante. Me encuentro en un estado de semiconsciencia, sintiendo la
calidez del fuego que arde a poca distancia y la suave brisa que sopla desde
el mar. Pero eso no es lo que me sorprende. Es el calor del cuerpo pegado al
mío, la sensación de piel desnuda contra la mía.
Un rastro de barba raspa mi cuello, seguido por el suave aliento de un
hombre contra mi oído.
El desconcierto se desvanece, reemplazado por una profunda calma.
Permito que el sonido de su respiración, lenta y regular, me arrulle de nuevo
al sueño. Y mientras la oscuridad me envuelve.
Me despierto, aún envuelta en el calor que otro cuerpo proporciona. Mi
mente está confusa, tratando de conectar los puntos y entender dónde estoy.
Mis ojos se ajustan a la penumbra y noto la familiaridad de la cabina del
barco.
Me doy cuenta de que aún estoy tumbada junto a alguien, nuestros
cuerpos entrelazados en una postura íntima y cercana bajo montañas de
mantas separados únicamente por la rustica tela de una camisa que no es la
mía.
Hay un brazo extendido sobre mi cintura, pesado y seguro, y aunque
reconozco a Iain en la sensación de esta presencia, su contacto es tenso, en
guardia. Trato de girar, de enfrentarlo, pero me detiene.
—No te muevas, Catherine —gruñe, la voz de Iain, aún llena de sueño
y un toque de irritación.
Intento entender por qué, pero el recuerdo de la corriente que casi me
arrastra y de cómo nadé hasta la playa, empieza a llenar los espacios en
blanco de mi memoria.
Aún sin moverme, inhalo profundamente, tomando el olor a mar y
madera, la esencia de Iain y el suave aroma a humedad. Me quedo inmóvil,
sintiendo su pecho subir y bajar contra mi espalda.
—Fue una tontería, lo que hiciste —dice Iain, su voz ahora dura y
clara—. Podrías haber muerto.
—¿La piedra? —pregunto, mi voz suena áspera y frágil, como si las
palabras no quisieran salir.
—A salvo y protegida —responde Iain, su voz es suave pero firme,
como si quisiera tranquilizarme.
—Es la piedra Dunvegan, ¿verdad? —vuelvo a preguntar. Necesito
confirmar que todo el esfuerzo y riesgo valieron la pena.
Hay una pausa antes de que responda, y cuando lo hace, siento un
alivio indescriptible.
—Sí, lo es.
Una sonrisa de satisfacción se apodera de mi rostro, mi pecho se llena
de alivio. Hemos conseguido lo que parecía un imposible.
—Habrá que descifrar sus runas y símbolos —murmuro más para mí
misma que para él, mi mente ya está planeando el siguiente paso.
―Si nos deshacemos de la maldición, te casarás conmigo ―murmura.
La frase me golpea como una bofetada. Mis ojos se abren de par en par
y por un momento, creo haber entendido mal.
—¿Qué? —La sorpresa y la confusión marcan mi voz. Me giro para
poder mirarlo a la cara. Él se pone tenso cuando me muevo. La seriedad en
su mirada me dice que no está bromeando
—Es lo correcto —afirma Iain, su rostro duro, sus ojos evitando los
míos.
—¿Correcto? Iain, estás a punto de comprometerte con Elspeth por el
bien de tu clan y yo estoy comprometida con Sean. ¿Desde cuándo esto es
lo correcto?
Mis palabras hacen que Iain apriete los labios, una corriente de desdén
cruzando su rostro.
―¿Tu prometido aceptará que hayas estado desnuda en la cama con
otro hombre? ¿Aceptaría tal deshonra? Mi deber ahora es proteger tu
reputación.

Me quedo muda por un momento, no por la ira de Iain, sino porque la


seriedad de su voz me hace darme cuenta de que está completamente
convencido de esto.
—Sean entenderá —digo finalmente, intentando apaciguarlo—. Era un
asunto de vida o muerte.
―Es una cuestión de honor, Catherine ―insiste―. Nosotros... hemos
compartido una intimidad que no se puede deshacer.
—Esto no tiene por qué significar nada —replico, tratando de
mantener mi voz firme a pesar de lo ridículo que suena todo en mi cabeza
—. Encontramos la piedra, eso es lo que importa. Nada más.
―¿Qué no tiene por qué significar nada? ―repite, clavándome su
mirada―. ¿El que haya tenido que desnudarte, frotar toda tu piel y
tumbarme a tu lado sin ropa de por medio para poder calentarte piel con
piel no significa nada para ti?
Mis ojos se abren por la sorpresa.
―¿Has hecho todo eso?
―Sí.
―Iain, ni siquiera soy virgen… No hay reputación que debas proteger.
La confesión me sale antes de darme cuenta de lo que estoy diciendo,
impulsada por la desesperación y la necesidad de hacerle ver que esta idea
de casarnos es absurda.
El silencio se instala entre nosotros. Veo el asombro y la confusión
cruzar la cara de Iain antes de que recupere su compostura y me mire de
nuevo, sus ojos claros estudian mi cara.
La dureza en su voz me hiela la sangre.
―¿Ha sido con ese maldito irlandés? ¿O alguien te ha forzado? —Iain
aprieta sus puños, la ira brillando en sus ojos.
—No, nadie me ha forzado —digo rápidamente, sintiendo una extraña
mezcla de incredulidad y enfado. Siento que me estoy dando cabezazos
contra la pared—. Y no voy a darte explicaciones. No tiene nada que ver
contigo. Ni con esto.
Iain gruñe, claramente no contento con mi respuesta, pero se contiene.
Puedo ver cómo lucha con sus emociones, cómo se debate entre la furia y el
deber.
―Que no seas virgen no cambia nada, Catherine —responde
finalmente―.Además, nos besamos. Ningún hombre es tan comprensivo.
Tú misma lo dijiste.

―Se lo explicaré a él y nadie más sabrá lo que ha pasado aquí. Este...


secreto, quedará entre nosotros. Así no habrá necesidad de que protejas mi
honor.

―Todos los hombres que están ahí fuera saben lo que ha ocurrido.
—No entiendo, Iain —digo finalmente, mi voz no es más que un
susurro—. ¿Por qué te importa tanto? Son tus hombres, harán lo que tú les
digas.
—No se trata solo de lo que yo diga, Catherine —dice con voz suave
pero firme—. Yo lidero con el ejemplo. No puedo esperar que mis hombres
vivan bajo un código de honor si yo mismo no lo hago.
―Mira, Iain, estás muy bueno y eres el sueño húmedo de cualquier
mujer, pero no voy a casarme contigo. Me gusta el chocolate, las series, los
baños diarios, el champú, echo de menos mi trabajo, a mis padres, la
calefacción… No voy a casarme contigo. Levantaremos esa maldición y me
iré.
Las palabras salen de mi boca en un torrente, la desesperación y
frustración que he estado sintiendo al fin encuentran una salida. Iain me
mira, boquiabierto, y veo cómo lucha por entender mis palabras.
—¿El qué? —Es lo único que puede decir después de un largo
silencio. Su rostro es un retrato de total confusión, y no puedo evitar
sentirme mal por él.
Ha sido lanzado a un mundo completamente nuevo y extraño a través
de mis palabras, y está luchando por mantenerse a flote.
Sonrío.
―No entiendo a veces. Es como si hablaras un lenguaje diferente, y no
solo por tu extraño acento. Tienes ideas y pensamientos que ninguna mujer
que conozco tendría, y eso... eso me desconcierta. ¿Estás... estás diciendo
que no quieres casarte conmigo porque extrañas esas... cosas?
Asiento, sintiéndome un poco ridícula. Pero es la verdad. Aunque este
mundo es fascinante y Iain es... bueno, increíble, no es mi mundo. Y no
estoy lista para abandonar todo lo que amo y conozco por él.
―Necesito tiempo para pensar, Catherine.
Con eso, se levanta. Me da una visión muy prometedora de algunas
partes desnudas de su cuerpo antes de vestirse con brusquedad y desaparece
por la puerta.
Suspiro con fuerza.
Me quedo allí, acurrucada entre las mantas, perdida en mis propios
pensamientos. Las palabras de Iain resuenan en mi cabeza. ¿He sido
demasiado dura? ¿He hecho lo correcto al rechazarlo tan abruptamente?
Sí, claro que sí. Es peor perder una esposa, que a una rarita que sabe
leer runas.
«El espectáculo debe continuar».
Él sabe que lo mejor para su clan es que se case con Elspeth y, además,
seguro que en cuanto se encuentren surgirá esa atracción que se describe en
el libro que va aumentando gradualmente poco a poco con la convivencia…
Y yo… Yo volveré a mis relaciones fallidas y decepcionantes.
Con ese pensamiento, me levanto de la cama. Me visto como bien
puedo colocando mis prendas sobre esta camisa de hombre que me queda
enorme.
Tengo que echar un ojo a esa piedra y sus símbolos. Me esforzaré por
entender, por encontrar una forma de volver a casa, a mi tiempo.
La piedra está sobre una mesa apoyada en mantas para salvaguardarla.
Me acerco casi con reverencia.
Obviando las leyendas que circulan por ella, la piedra es un mosaico
de la historia cultural de las islas británicas, con la intrincada maraña de
símbolos y signos de varias culturas y épocas grabados en su superficie.
Pictos, celtas, escoceses; todos dejaron su huella en esta piedra.
Los antiguos símbolos pictos, representaciones estilizadas de animales
y figuras humanas, cada una con su propio significado dentro del
simbolismo de este misterioso pueblo antiguo.
Además, hay una serie de runas celtas entrelazadas con los símbolos
pictos, las runas inscritas con una precisión casi milimétrica, añadiendo otra
capa de misterio a este artefacto antiguo. Cada runa es una letra en un
antiguo sistema de escritura, cada una tiene su propio significado y
simbolismo.
En medio de todo esto, hay frases y palabras en gaélico antiguo, un
lenguaje que ha evolucionado y cambiado con el paso de los siglos, pero
cuyas raíces se pueden encontrar aquí, en las líneas grabadas en la piedra.
Es una maraña de historia y cultura, una colección de mensajes como
cartas que esas civilizaciones pasadas han ido dejando para las posteriores.
Los trazos de los símbolos de la piedra Dunvegan, aunque desgastados
por el paso del tiempo, aún conservan la misteriosa belleza del antiguo
gaélico. No hay duda de que los versos están ahí, grabados durante siglos,
aguardando que alguien los descubra y entienda. En la profundidad de esas
palabras se encuentra la clave para resolver la maldición.
A pesar de mi habilidad para leer varios idiomas, el gaélico antiguo me
resulta ajeno. Pero el tono poético, así como la armonía que desprenden los
versos, es innegable. Se siente como un canto antiguo, lleno de sabiduría y
misterio.

Ar oíche dubhach do shárú na mallachta,

Ní foláir cuairt a thabhairt ar na


cúig mhaoin draíochta,
Rún a nochtadh, gníomhartha a chomhlíonadh,
Agus fuascailt a fháil trí thiomáint na gealaí.

―¿Alguien puede ayudarme con unas estrofas en gaélico? ―pregunto


sacando la cabeza por la puerta de la cabina.
Todos los hombres se vuelven ante mi pregunta con sonrisas enormes
y ojos brillantes.
―¡Señorita Miller! ―exclama Duncan―. ¿Ya se encuentra mejor?
Nos dio un susto de muerte cuando vimos que era arrastrada por la
corriente.
―Sí, lo estoy. Gracias.
―Nuestro Laird casi se despeña por la ladera hasta la playa corriendo
para buscarla ―me explica Alasdair.
―Había perdido todo su vestuario ―añade Struan como si fuera un
dato importante―. Nunca había visto una mujer sin apenas pelo.
Duncan le lanza un manotazo al costado que él recibe con un gruñido
de dolor.
Ewan me mira con una sonrisa, pero sin acercarse como hubiera hecho
el día anterior.
Solo Iain se mantiene distante al timón.
Es evidente que los hombres están rebosantes de ánimo tras conseguir
recuperar la piedra de Dunvegan y quieren compartir su entusiasmo
conmigo.
―¿Necesita ayuda para descifrar la piedra, señorita Miller? ―me
pregunta Ewan con amabilidad y respeto.
«Ahora todos me tratan de forma más formal», pienso para mis
adentros.
―Sí, necesito traducción.
―El único que puede ayudarla es Iain. No sabemos leer, señorita.
Inmediatamente, todas las miradas se dirigen hacia su jefe, que está al
timón, y cuya expresión sigue siendo confusa y de seriedad.
―El gaélico de la piedra es antiguo ―me responde. Lo que quiere
decir que ya le ha echado un vistazo―. El gaélico antiguo es
significativamente diferente al actual. Puedo entender algunas palabras,
pero no el significado completo o la intención detrás del verso.
Respiro profundamente, asimilando sus palabras y tratando de
mantenerme enfocada. Es un contratiempo, pero no insuperable.
―Pararemos en Mull, allí residen los MacLean. Es probable que en el
castillo de Duart haya un bardo que pueda ayudarnos.
Entonces ya había pensado en ello.
―Fantástico ―musito―. A Mull entonces.

Con el viento acariciando mi cara y los cabellos revueltos, observo


como la embarcación se aproxima a la isla de Mull. Las olas danzan con el
barco, en un vals tranquilo que me despierta un nuevo sentimiento de
emoción y también inquietud.
Es un paisaje que, sin duda, parecería sacado de una postal antigua,
con su naturaleza virgen y sus colores que se mezclan en una paleta de
tonos verdes y grises, un regalo para la vista.
Iain está al timón, seguro y firme, guiándonos con precisión. Sus
movimientos son suaves, pero seguros, llenos de ese carácter autoritario que
lo define. De alguna forma, se siente natural observarlo allí, como si esa
imagen siempre hubiera estado en mi mente o formara parte de mí.
Al acercarnos al muelle, me sorprende lo bien oculto que está. Parece
más una extensión de la propia isla que una construcción humana,
perfectamente mimetizado con el entorno natural.
Conforme el barco va anclándose, el bullicio de los hombres de Iain
llena el aire.
Se mueven de un lado a otro, y yo, en medio de todo eso, me siento a
la vez ajena y parte del lugar.

Una ráfaga de viento corta el aire y siento un escalofrío recorrer mi


cuerpo. Antes de que pueda reaccionar, Ewan hace un amago de cubrirme
de nuevo con su tartán, pero Alasdair le hace un gesto para que se detenga.
―Déjala ―le ordena Iain cuando se pone a nuestra altura.
Sus ojos del color del cielo se cruzan con los míos y traga saliva con
los labios apretados. Puedo ver la decisión en su mirada, y una intensidad
que me pone nerviosa.
Sin decir una palabra, desenrolla el tartán que lleva en su brazo y con
habilidad lo envuelve a mi alrededor. Sus manos grandes y cálidas se
deslizan con suavidad, asegurándose de colocarlo. Lo engancha con su
broche para que no se me deslice del hombro.
En ese momento, comprendo que este acto va más allá de cubrirme del
frío viento. Es un gesto de protección, una afirmación de que, mientras esté
aquí, Iain cuidará de mí.
Y en su mirada, veo un eco de la promesa que me hizo en el barco: que
si levantamos la maldición, él se casará conmigo. A pesar de lo ridículo que
parecía en ese momento, en su mirada puedo ver que hablaba en serio.
Y eso me asusta más de lo que quiero admitir.
―Recógete el pelo ―me ordena, interrumpiendo mis pensamientos.
Su tono es inalterable, los ojos todavía fijos en los míos.
Asiento, sin entender muy bien qué pretende, pero su seriedad me
impulsa a obedecer. Anudo mi cabello en un moño improvisado, dejando mi
cuello al descubierto.
Veinte pares de ojos, incluyendo los suyos observan la acción con
atención, su mirada se suaviza y, por un breve instante, casi puedo ver algo
más allá de la irritación y esa carga de responsabilidad que parece llevar a
cuestas.
Una sombra de curiosidad, quizás, o incluso de admiración se refleja
en su cara, pero se desvanece tan rápido como llegó, y cuando vuelvo a
mirarlo, sus ojos vuelven a estar llenos de seriedad e ilegibles.
―Mantén un perfil bajo y no te separes de mí. Nada de actos heroicos
o discusiones filosóficas ―me advierte.
Su gesto es serio, duro, un enigma indescifrable en esos iris azules. No
puedo evitar fruncir el ceño.
Pero Iain no parece notar mi descontento. Su mirada está fija en el
horizonte, su perfil iluminado por la luz del sol poniéndose, haciendo que
sus ojos parezcan más claros, más azules. Es una imagen impactante.
Me trago mis palabras, mis quejas, mis dudas. Me envuelve una
sensación de vulnerabilidad en la que Iain es mi único vínculo con esta
realidad desconocida.
Así que me mantengo callada con la intención de hacer lo que me dice.
A medida que nos adentramos en la isla, la gente comienza a notar
nuestra presencia. Veo rostros curiosos asomándose por las ventanas y los
portales, algunos con sonrisas amistosas, otros con gestos de cautela.
Las muchas y antiguas rencillas entre los clanes de las islas hace que
se desconfíe de un grupo de hombres con colores distintos en el tartán
incluso en los periodos de tregua o alianzas.
De reojo, observo a Iain, está serio, su mandíbula apretada y la mirada
fija en el camino que se abre frente a nosotros.
«¿Por qué este hombre siempre debe tener esta actitud de palo seco?»
Un hombre de mirada aguda y pelo plateado se cruza en nuestro
camino. Sus ojos recorren el grupo hasta que se detienen en Iain.
—Iain —saluda con una voz ronca, pero llena de calidez—. Es bueno
verte.
―Tío Angus —responde Iain, estrechando su mano—. También es un
placer para mí.
Y hasta ahí llegan mis nuevos conocimientos en gaélico.
Los ojos de su tío, tan azules como los de Iain, se deslizan hacia mí. La
curiosidad en su mirada es evidente. Me siento incómoda bajo su escrutinio.
—Esa muchacha... —empieza a decir en inglés, pero Iain lo corta.
—Solo es alguien que está ayudando con un asunto importante —dice
rápidamente—. No tiene importancia.
El hombre asiente lentamente, pero puedo ver que no está del todo
convencido.
—Escucha, Iain —dice su tío, bajando la voz y mirándonos a ambos
—. Hay MacDonald en el castillo, y no todos son tan comprensivos como tu
viejo tío. Los rumores vuelan rápido aquí. Hay murmullos sobre una mujer
que te acompaña y que revive a los hombres con un beso.
Iain aprieta los labios y lanza un torrente de improperios que nunca
antes le había oído pronunciar. Un rosario de palabras oscuras y salidas del
mismo infierno que me dejan muda y sorprendida.
―Poder conseguir un beso de ella se ha convertido en una
competición para ellos ―añade el tío, observándonos con ojos suspicaces.
―Nos vamos ―resuelve Iain, dando media vuelta.
―No, necesitamos al bardo, Iain. Además, he estado estudiando el
siguiente enigma y creo que es una partitura. Su ayuda es indispensable.
El bueno del tío Angus nos mira a uno y a otro, y asiente.
―En el castillo estáis bajo la protección de los MacLean. No tienes
nada que temer.
Iain frunce el ceño, claramente enfadado, pero no replica.
―¿Qué demonios hacen aquí los MacDonald, tío? ―pregunta
finalmente, sus ojos azules brillando con un fuego frío.
―Son los juegos. La isla está llena. Creía que veníais a eso. ¿Acaso se
te ha olvidado?
La mirada de Iain se endurece aún más, si cabe. Parece que este día se
acaba de complicar un poco más.
―No tengo tiempo para juegos ―declara con cansancio.

Los labios de Iain se aprietan en una línea tensa.


—Mantente cerca —me instruye, su voz es apenas un murmullo en
mis oídos.

El camino hasta el castillo parece estirarse y estirarse, como si nunca


fuera a terminar. Con cada paso, siento los ojos en nosotros, el siseo de la
gente cuando pasamos. La expectativa. Los secretos. Las apuestas.
―¿Qué son los juegos? ―le pregunto a Angus, ya que parece más
receptivo que Iain.
―¿No sabes lo que son? ¿Has crecido debajo de una piedra,
muchacha? ―se burla.
―Es de América ―le informa Iain.
La mirada de Angus cae sobre mí especulativa.
―¿No tenéis juegos en América?
―Lo cierto es que sí, que somos bastante juguetones ―le digo con
tono burlón.
Angus suelta una risotada, pero Iain me mira con impaciencia.
―Son torneos entre los clanes de la isla —explica Angus, su expresión
se vuelve más seria—. Incluyen varios deportes tradicionales escoceses.
Se aclara la garganta, alistándose para dar una lección que parece
disfrutar.
―Uno de los más populares es el tossing the caber, que es
básicamente lanzar un tronco de árbol lo más lejos posible. Y no cualquier
tronco, te lo aseguro, tiene que ser uno bastante grande. Un hombre debe
demostrar su fuerza. —Hace un gesto con la mano como si estuviera
lanzando un tronco imaginario―. Luego está el hammer throw o
lanzamiento del martillo. El martillo es una bola de metal pesada unida a un
eje de madera. El lanzador gira el martillo alrededor de su cabeza y luego lo
lanza lo más lejos posible. ―Se inclina hacia adelante, entusiasmado con el
tema―. El stone put es similar a los otros lanzamientos, pero usamos una
piedra natural―Hace un gesto con la mano―. Y también está el sheaf toss.
Un fardo de paja se envuelve en una bolsa y se lanza sobre una barra
horizontal con una horquilla. Son pruebas de destreza, habilidad y, sobre
todo, de fuerza —concluye Angus, pareciendo muy satisfecho.
Iain, que ha estado callado todo este tiempo, gruñe algo ininteligible.
Sus ojos siguen enfocados en la multitud a nuestro alrededor. Pero puedo
decir que está prestando atención, por la forma en que sus músculos se
tensan.
―Eso suena... intenso ―comento, interesada.
―Oh, lo es, jovencita. Lo es. Verás, es más que solo juegos. Es un
ritual, una celebración de nuestra herencia, nuestra fuerza y nuestro espíritu.
Es un espectáculo para ver, te lo aseguro. —La chispa en sus ojos muestra
que está deseoso de que los juegos comiencen―. También habrá bailes,
comida y es la oportunidad para que se establezcan muchas alianzas
matrimoniales ―asegura haciendo énfasis en las últimas palabras con una
mirada inquisitiva en Iain.
―¿Ella está aquí? ―pregunta él con desdén.
―Sí, Elspeth está aquí ―confirma Angus, un brillo divertido en sus
ojos al ver la cara de Iain―. De hecho, seguro que está ansiosa por verte.
La mandíbula de Iain se tensa y se puede sentir su creciente
frustración. Dirige su mirada hacia mí por un momento antes de volver a
enfocar su atención en Angus.
―No estoy aquí para tratar con Elspeth o con la idea de formalizar ese
matrimonio ―gruñe Iain―. Estoy aquí por el bardo Ruaridh.
Angus se encoge de hombros, una sonrisa juguetona en sus labios.
―Aun así, tendrás que lidiar con ello, sobrino. Esto está lleno de
MacDonald. Y a menos que quieras comenzar una guerra de clanes aquí y
ahora, te sugiero que juegues el juego... al menos por ahora.
La sonrisa de Angus se desvanece mientras mira a Iain, su expresión se
torna seria.
―Y recuerda que la reputación de una mujer es algo frágil y los
rumores ligeros, sobre todo, cuando giran alrededor de una muchacha
hermosa y misteriosa con extrañas habilidades.
―Lo sé ―responde Iain, con una mezcla de resignación y frustración
en su voz.
Angus asiente con aprobación, dando una palmada a su sobrino en el
hombro.
―Espero que lo hagas, Iain. Recuerda, los juegos no son solo una
competencia de fuerza física, también son un campo de batalla social y
político. Cada acción, cada palabra, cada mirada es examinada y puede ser
utilizada para o contra ti.
Miro a ambos hombres, con una sensación de pesadez en el estómago.
Parece que mi vida acaba de complicarse aún más. Me envuelvo más
apretadamente en el tartán, como si pudiera proporcionar alguna protección
contra las intrigas y las complicaciones que me esperan en el castillo. Sin
embargo, a pesar de mis miedos y preocupaciones, una parte de mí está
emocionada, curiosa por conocer a Elspeth, la mujer con la que Iain debe
casarse.
Pero también me doy cuenta de que lo que antes me parecía
emocionante y romántico, ahora tiene un toque amargo.
El pensamiento de Iain unido a otra mujer, incluso si es por el bien de
su clan, hace que mi corazón se apriete de una manera incómoda.
Pero no puedo permitirme el lujo de creer que tengo un lugar en esta
historia. Este no es mi tiempo, no es mi mundo.
No importa cuánto me atraiga Iain con su mezcla de fuerza bruta y
gentileza inesperada o cuánto me conmueva su sentido del deber, cuánto
respete su liderazgo o cuánto desee que las cosas fueran diferentes. No
puedo permitirme perder de vista mi objetivo. Debo levantar la maldición y
encontrar la manera de regresar a casa.
Porque, al final del día, este no es mi lugar. Este mundo de clanes y
castillos, de juegos y rivalidades, de honor y deber, es tan extraño para mí
como yo para él.
Y aunque pueda disfrutar del espectáculo, aunque pueda sentir una
extraña conexión con este tiempo, aunque una parte de mí se sienta
sorprendentemente en casa aquí, no puedo olvidar quién soy, de dónde
vengo.
Después de esa reflexión, el cambio de tema es tan abrupto como un
relámpago.
Iain y Angus se lanzan a una discusión en gaélico, sus palabras suenan
duras y ásperas, y se deslizan entre ellos como dagas filosas.
No entiendo ni una palabra de lo que están diciendo, pero sus
expresiones lo dicen todo. Iain se tensa, sus ojos azules están cargados de
una ira ardiente, sus mandíbulas apretadas. Angus, por otro lado, parece
obstinado, sus ojos miran fijamente a Iain, sin ceder un ápice.
La tensión en el aire es tan densa que casi se puede cortar con un
cuchillo. Se me ocurre que la conversación tiene algo que ver conmigo,
porque de vez en cuando recibo alguna de sus miradas y parecen tener
empeño en que no les entienda.
«Dos Highlanders como montañas cabreados dan un miedo absoluto».
16

Mientras subo las escaleras de piedra, puedo ver que el Castillo de Duart
está en mucho mejor estado que Dunvegan. Los pasillos están mejor
iluminados, las cortinas están menos desgastadas y las habitaciones están
llenas de muebles bien cuidados. Aunque no hay lujo, hay una sensación de
abundancia aquí que no había en Skye.
Me llevan a una habitación grande con una enorme cama de dosel. El
espacio es sencillo pero cómodo, con una chimenea y un baúl lleno de ropa.
Aquí puedo bañarme de nuevo con calma y relajación.
Me quito del pelo y el cuerpo cualquier resto de salitre. Han echado en
el barril algunas hierbas: lavanda, pétalos de flores y menta que perfuman
mi pelo.
Mientras restriego mi piel, pienso en Iain haciendo lo mismo para
hacerme entrar en calor tras rescatarme de la playa.
Imagino sus manos moviéndose con firmeza por todo mi cuerpo y el
calor que emanaba de ellas.
La temperatura sube durante este baño. Casi puedo sentir la presión de
sus dedos, la textura áspera de su palma, la intensidad de sus ojos cuando
me mira.
Un suspiro se escapa de mis labios mientras me sumerjo más en la
bañera, permitiéndome caer en esos pensamientos y en las sensaciones que
me provocan.
Mis dedos se deslizan por mi piel, siguiendo el rastro que sus manos
han debido dejar.
Mi sexo me pide atención.
Mis manos se deslizan hacia abajo, entre mis muslos, mi respiración se
acelera y mis ojos se cierran con fuerza.
Sin embargo, en medio de mi fantasía, un pensamiento fugaz atraviesa
mi mente. En esta época la masturbación es un acto prohibido y condenado
por la moral de la sociedad.
«¿Qué dirían los bien pensantes si supieran lo que estoy haciendo
ahora llena de fantasias pecaminosas?».
Sonrío mientras froto suavemente mi piel con placer.
Se creía que la lujuria y el placer solitario eran actos impuros y
contrarios a los designios divinos. Se propagaban creencias de que la
masturbación podía causar enfermedades, debilidad física y mental, e
incluso se llegaba a afirmar que podía conducir a la locura.
«No saben lo que se están perdiendo».
Las mujeres en particular se veían especialmente afectadas por estas
restricciones. Su deseo sexual y su autonomía eran suprimidos en aras de
preservar su pureza y su valor como esposas y madres.
Se les enseñaba que debían ser pasivas y sumisas en la esfera sexual, y
cualquier expresión de su propia sensualidad era considerada inapropiada y
vergonzosa.
El deseo me consume y mis dedos comienzan a moverse más rápido y
enérgicamente sobre mi clítoris.
El placer comienza a crecer en mi interior, envolviéndome en una
espiral de sensaciones intensas.
Gemidos escapan de mis labios, mezclándose con el sonido del agua
derramándose al suelo de piedra.
Estoy tan absorta en mi propio éxtasis que no percibo el estruendo de
la puerta que se abre bruscamente.
La tensión y la preocupación se reflejan en el rostro de Iain cuando
entra en la habitación. Su mirada recorre todo en busca de alguna amenaza,
pero solo encuentra mi figura sumergida en la bañera.
Mis manos aún siguen entre mis muslos, mi boca entreabierta en un
exclamación de placer, mi piel sonrojada y mis pezones erguidos y duros
flotando sobre el agua.
La expresión en su rostro pasa de la preocupación al desconcierto, y
finalmente a una mezcla de vergüenza y turbación. Él baja la mirada,
incapaz de sostener la mía.
―¿Estás sola? ―pregunta con voz reservada sin dejar de mirar hacia
el suelo.
―Sí… ―respondo sin mucho más que poder explicar.
Su mirada se desvía por un instante hacia mis manos, pero
rápidamente regresa a otro punto en el suelo.
―Lo siento. No debí interrumpir… tu baño ―murmura, su voz
ligeramente ronca.
Apoyo mis brazos en el borde la bañera y mi barbilla sobre ellos con
las rodillas dobladas para poder observarle.
Está fuertemente concentrado en no mirarme. Parece cansado. Su
cabello todavía está desordenado por el viento del exterior y el salitre y sus
ropas, muestran signos del día de viaje.
Pero aun así, está tan apuesto como siempre, su mandíbula fuerte y sus
ojos brillantes tan claros que parecen irreales.
―¿Qué hacías en mi puerta?
―Vigilar ―responde escuetamente―. Avísame cuando estés lista
―me indica.
―¿No piensas descansar o cambiarte de ropa?
―Eso no es lo más importante ahora.
―Puedes utilizar mi baño cuando termine si quieres ―le ofrezco con
sinceridad.
―Eso no sería apropiado, Catherine… A no ser que hayas accedido a
casarte conmigo y ni siquiera en esas circunstancias… Ya es
suficientemente comprometido que esté dentro de esta habitación contigo
desnuda ahí…
―Bueno, ya me has visto desnuda antes ―replico con un tono ligero,
intentando desviar la seriedad del momento.
Iain traga saliva, su mirada se desvía hacia cualquier punto de la
habitación que no sea yo, cada vez más incómodo.
―No presté atención. Estaba intentando salvarte la vida. ―Su voz
suena ligeramente atormentada, como si estuviera luchando contra alguna
memoria dolorosa. Luego se cabrea. Lo veo claramente en su expresión―.
¿No tienes vergüenza, mujer? No te importa hablar de tu desnudez delante
de un hombre que no es tu marido y… estabas…
Hace una pausa, claramente tratando de entender lo que ha visto.
―¿Estaba qué? ―le desafío con una ceja levantada, aunque siento el
rubor que se extiende por mis mejillas.
―Eso me pregunto. ¿Qué hacías?
Decido ser directa. Después de todo, ya hemos cruzado varios límites
entre nosotros.
―Me daba placer ―respondo tajantemente.
Se queda fascinado por mi sinceridad. Un atisbo de algo brilla en sus
ojos, aunque lo oculta tras su seriedad habitual.
―No sabía que las mujeres…―balbucea, luego frunce el ceño y se
corrige―. No es algo que se hable abiertamente o se practique libremente.
No puedo evitar reír. No es que el tema sea divertido, pero su reacción
lo es.
―Supongo que por aquí todo el mundo está tan ocupado juzgando y
reprimiendo sus deseos sexuales que no les queda tiempo para entender que
la sexualidad es una parte intrínseca de nuestra humanidad y no deberíamos
avergonzarnos de ella.
Su rostro se vuelve rojo brillante y sus ojos se estrechan en señal de
advertencia.
―¡Eres una descarada!
―¡Y tú un reprimido! ¿Es que acaso tú no te masturbas?
―No pienso hablar de eso contigo ―gruñe, su rostro aún más rojo.
Mis ojos se reducen a rendijas mientras sigo bromeando.
―No, claro, pero sé sincero y háblalo con tu mano.
En este punto, Iain parece más que listo para salir de la habitación.
―¿¡Quieres que te diga una maldita verdad!? ―grita―. Desde que
has interrumpido en mi vida tengo ración triple de quebraderos de cabeza y
dolor de huevos.
Esa afirmación me deja sin aliento. Su declaración hace que la risa se
muera en mi garganta.
―No tengo tiempo para bromas, Catherine ―responde con rigidez―.
Solo asegúrate de avisarme cuando estés lista.
Dicho esto, sale de la habitación con una brusquedad que parece barrer
todo a su paso, dejándome allí, sumergida en el agua. La puerta se cierra
detrás de él con un suave clic.
Decido que es hora de salir de la bañera. Tomo la toalla que ha sido
cuidadosamente colocada cerca y me envuelvo en ella, caminando hasta la
cama.
Veo un vestido colocado con cuidado en la superficie. Me detengo a
admirarlo durante unos momentos. Es un vestido hermoso, de un color
turquesa vibrante que estoy segura hará resaltar mis ojos. Está
maravillosamente confeccionado, con detalles intrincados bordados a lo
largo de las mangas y el corpiño. Una pequeña sonrisa se forma en mis
labios al verlo. Parece que los MacLean pueden permitirse ser más
generosos con sus invitados que los MacLeod.
Sin más demora, camino hasta la puerta y la abro, encontrándome cara
a cara con Iain.
Se queda mirándome por un momento, sus ojos se ensanchan
ligeramente cuando recorre mi figura con la mirada. Su boca se abre como
para decir algo, pero luego se cierra de nuevo, sin palabras.
Se pasa la mano por el pelo, una señal evidente de frustración.
―Recógete el cabello ―insiste, con una mirada de advertencia.
Respondo con una expresión burlona.
―¿Esto no tendrá que ver de nuevo con que mi pelo suelto es
pecaminoso?
―Sí, no ―se corrige inmediatamente―. No es por eso. Tu pelo suelto
captura demasiadas miradas. No quiero que llames la atención más de lo
que lo haces. Ese vestido…―Su mirada se dirige a la prenda en cuestión y
al escote pronunciado con una mezcla de reproche y apreciación en su
expresión―. Lo complica más todo.
Le doy un resoplido de desdén.
―Me pondré un saco de arpillera entonces.
―No parece que te tomes nada en serio ―dice con una mueca. No es
una pregunta, sino una declaración.
Se agacha para recoger el tartán de los MacLeod que me puso en el
barco y yo he dejado caer al suelo.
Vuelve a envolverme con él, su gesto es tenso, la irritación evidente en
cada línea de su cuerpo.
―Te juro que lo utilizaré para atarte de nuevo si no eres capaz de
mantenerte quieta y pasar inadvertida ―señala sus ojos buscando los míos,
retándome a desobedecer―. No te acerques a los MacDonald. Ni siquiera
lances una mirada en su dirección y no provoques a nadie con esa lengua
afilada tuya. Guárdate tus comentarios sobre tus pensamientos… abiertos.
Puedo sentir la determinación en su voz, y aunque su advertencia me
molesta, asiento lentamente.
Él niega con la cabeza.
―Debería encerrarte en esta habitación.
Hago un gesto irónico.
―¿Sabes? Mi padre que es un hombre muy sabio suele decir:
«encierra una vez a una mujer y piérdela para siempre».
La comisura de su boca se eleva en una sonrisa, aunque sus ojos
todavía conservan un atisbo de preocupación.
―¿Ah, sí? ¿Y dónde estaba ese sabio hombre cuando su hija perdía su
virtud?
Sonrío con aire desafiante, mis ojos brillando de diversión.
―Feliz en su ignorancia, supongo.
―Creía que era sabio.
―Exacto.
Suspirando, Iain niega con la cabeza, claramente exasperado con mi
falta de preocupación.
―Te rodeas de hombres muy comprensivos y permisivos. No es de
extrañar que seas tan temeraria. Tienes que entender que aquí las cosas son
diferentes. Entiendo que quieras mantener tu esencia, Dios sabe que esa
parte tuya me intriga, pero por tu propio bien, Catherine, haz lo que te pido.
―Sí ―respondo―. Tendré un perfil bajo. Seré invisible y muda.
Iain me mira con cierto escepticismo, no convencido del todo por mi
respuesta.
―Debería creerte, ¿no? ―pregunta, alzando una ceja con duda.
Sonrío y respondo con un ligero encogimiento de hombros.
―Supongo que lo descubrirás.
Iain suspira con resignación.
―Estoy seguro de que lo haré.
Sigo a Iain a través de los bulliciosos pasillos del castillo. El aire se
siente vivo, electrizado por la emoción y la anticipación.
Las risas y el murmullo de las conversaciones se derraman por las
puertas abiertas y el eco de los músicos, afinando sus gaitas en algún, flota
a través de los corredores de piedra.
Pasamos por salones llenos de hombres y mujeres vestidos con sus
mejores galas, todos bebiendo y riendo. Cada vez que alguien se cruza con
nosotros, se quedan mirándome con curiosidad. Siento las miradas de los
hombres, algunas apreciativas, otras no tanto.
Intento no prestarles atención, pero cada mirada me recuerda que soy
una extranjera, que mi aspecto es distinto en esta tierra y época
desconocida.
En medio de todos estos escoceses, me siento aún más desplazada. Yo,
con mi mezcla de rasgos heredados de mis antepasados multiculturales: mi
piel clara gracias a mis ancestros escandinavos, mis ojos de un verde
azulado que no sé a quién debo agradecer, mi cabello dorado y ondulado, es
lo que tengo más parecido a ellos, aunque Iain insista en que destaca
En cambio, ellos, afectados por las duras condiciones de vida y por un
gen escocés único, son sorprendentemente similares entre sí.
Tienen la piel desgastada por los vientos del norte y endurecida por los
fríos inviernos. Sus cabellos varían entre los tonos de castaño y rubio rojizo,
y sus ojos son azules o verdes, tan profundos como los lagos que pueblan
sus tierras. Son altos y robustos, moldeados por una vida de arduo trabajo y
lucha.
Mis rasgos son diferentes y exóticos tal vez para ellos. Los pómulos
altos, los ojos felinos y los labios llenos. Todo eso supone un cambio radical
en su escena habitual.
Una nueva paleta en su monocromo lienzo de apariencias familiares.
Cada mirada dirigida hacia mí parece contener un matiz de curiosidad, de
intriga, e incluso en algunos casos, un velo de cautela.
Es claro que mi presencia ha perturbado el equilibrio habitual de este
lugar.
Sigo a Iain hasta un gran salón abarrotado de gente. Las mesas están
repletas de alimentos: carne de caza, panes frescos, frutas y verduras,
quesos y tartas. Los hombres y mujeres se sientan alrededor de las mesas,
charlando y riendo mientras beben cerveza y vino.
Recuerdo la advertencia de Iain, su rostro serio y preocupado. Me ha
dicho que me mantenga invisible, que no llame la atención. Pero con cada
mirada que recibo, con cada susurro que escucho, me doy cuenta de que esa
es una tarea imposible.
En el castillo de Dunvegan nunca me hicieron sentir tan fuera de lugar,
tan ajena, observada y cuestionada como aquí.
Encontramos a Angus en medio de un grupo de hombres, todos de
estatura imponente y con la misma mirada afilada que Iain. Al vernos
acercar, una sonrisa se dibuja en su rostro y abre los brazos en señal de
bienvenida.
―¡Iain! Estaba esperando verte. Esta tarde habrá un partido de Shinty
a caballo en el que deberíais participar, tú y tus hombres ―anuncia con
entusiasmo.
Iain frunce el ceño y le mira con seriedad.
―No he venido aquí para participar en tus juegos, Angus. Solo
necesito hablar con el bardo.
Pero Angus parece no estar dispuesto a ceder tan fácilmente.
―Sería una buena oportunidad para que muestres tus habilidades. Los
hombres respetan la fuerza y la destreza, y eso podría facilitarte las cosas.
Iain sigue reacio, pero yo puedo ver que Angus tiene un punto. La
reputación y el respeto son importantes en este mundo.
――MacLeod, no puedes negarte ―le reclama otro hombre con los
colores en el tartán del clan MacLean―. ¿O es que temes que los
MacDonald te superen?
Iain gruñe y mira a Angus con una mezcla de exasperación y
resignación.
—Está bien, pero después quiero hablar con Ruaridh.
―¡Excelente! Tus hombres ya están emocionados por la competición.
Iain se vuelve hacia mí, sus ojos cerúleos intensos bajo la luz del sol.
Coloca una mano grande y callosa en mi hombro, su toque es firme, pero
cariñoso.
―No te separes de Angus ―dice su voz profunda y ronca, capturando
mi atención por completo―. Y…, por favor, no te metas en problemas.
Sus palabras son una mezcla de preocupación y petición. No puedo
evitar sonreír ante su cuidado evidente. Su rostro, normalmente tan serio y
reservado, muestra un destello de preocupación que me hace sentir
mariposillas.
―No te preocupes, MacLeod. Prometo comportarme ―respondo,
intentando sonar convincente. No consigo resistir la pequeña risa que se
escapa de mi boca.
Iain me mira un momento más antes de soltar un suspiro resignado y
luego se aleja.
Miro a Angus y él sonríe, sus ojos se arrugan en las esquinas de una
manera amable y cálida. Puedo ver que siente curiosidad por mí y por la
relación que me une a su sobrino, pero no dice nada.
―Vamos, muchacha. Podremos ver mejor el juego desde las murallas
―me dice, ofreciéndome su brazo.
―¿Es usted el hermano de Moraq? ―le pregunto.
Angus asiente. Una sombra de tristeza pasando por sus ojos mientras
dice,
―Sí, lo soy.
Observo a Angus.
―Moraq es una mujer increíble, fuerte y valiente que se ha ganado
todo el respeto y la admiración del clan MacLeod.
Angus parece sorprendido por mis palabras.
―¿Es feliz ahora?
―Lo es y lo será aún más cuando consigamos…
―Adelante, puedes confiar en mí. Iain me ha dicho que eres capaz de
leer las runas celtas y que habéis conseguido el libro de los enigmas y la
piedra de Dunvegan.
Me tomo un momento antes de asentir.
―Sí, eso es correcto. ―Admito, estudiando cuidadosamente la
reacción de Angus.
―¿Y crees que es posible? ―pregunta en voz baja, sus ojos se clavan
en los míos.
Asiento con convicción.
―Esta historia va a acabar bien. Estoy segura. Yo haré todo lo que esté
en mis manos para que así sea.
«Después de todo es un libro y aunque no me haya dado tiempo a leer
el final, estoy segura de que toda novela romántica tiene un final feliz».
Angus me mira con curiosidad y una ceja alzada. Sospecho que ahora
mismo está procesando un montón de información en su cabeza.
Toma un profundo suspiro antes de hablar.
―Debe saber, Catherine, que yo soy el responsable de negociar el
compromiso entre Iain y Elspeth MacDonald.
Veo un atisbo de pesar en sus ojos.
―Nuestros clanes llevan siglos enemistados, y hemos decidido que ya
es hora de poner fin a esa guerra. Una alianza matrimonial es una forma
segura de lograr la paz ―me explica con preocupación―. Creemos que
esta es la mejor solución para el bienestar del clan MacLeod. Terminar con
la maldición es importante, pero estoy seguro de que comprendes lo
necesario que es para nosotros el mantener la estabilidad.
―Lo entiendo ―le respondo y también advierto el tono de aviso que
conllevan sus palabras.
―Me alegra que sea así ―me dice con una sonrisa.
Nuestras miradas se quedan prendidas durante un largo rato.
El rugido de la multitud me trae de vuelta a la realidad y miro hacia la
arena donde se está llevando a cabo el juego.
Observo el partido desde mi lugar privilegiado
Juegan algo parecido al polo, pero más brutal y menos refinado, con
los hombres montados a caballo y empleando largas cañas para golpear un
pequeño balón. Cada golpe, cada carrera, cada maniobra es acompañada por
una sinfonía de rugidos provenientes de la muchedumbre.
Las normas me parecen algo difusas, pero la intensidad es contagiosa.
Los caballos corren, los hombres gritan y el polvo se arremolina
mientras el público vitorea y aplaude.
Se suceden varios encuentros hasta llegar a la final a la que llegan los
MacLeod para enfrentarse a los MacDonald.
Iain y sus hombres participan con una fuerza y una agilidad
sorprendentes, su habilidad en la silla de montar es impresionante.
Cada uno de ellos se mueve con la gracia y la potencia de un
depredador, jugando con una mezcla de estrategia y pura fuerza física. Los
MacDonald son igual de fuertes y competentes, pero parece que los
MacLeod tienen un poco de chispa extra hoy.
Finalmente, después de un par de jugadas frenéticas, Iain carga con su
caballo, inclinándose para golpear la bola con precisión. Marca el punto
decisivo y el clan MacLeod estalla en un clamor de júbilo.
Los MacLeod no han ganado este partido en años.
Aparentemente, mi llegada y la recuperación de la piedra de Dunvegan
han resultado en un golpe de suerte para el clan, al menos según algunos de
los comentarios que escucho a mi alrededor.
Es increíble cómo se extienden las noticias por este lugar y es gracioso
cómo la gente tiende a buscar conexiones donde no las hay.
Pero si ellos quieren creer que soy su talismán de la suerte, ¿quién soy
yo para negarlo?
Veo a Iain mientras es felicitado por sus hombres. Incluso desde la
distancia, puedo apreciar la luz de la victoria en sus ojos.
La multitud todavía está rugiendo, y las risas y vítores llenan el aire
cuando Iain se baja de su caballo.
Sus ojos se encuentran con los míos, y hay un brillo de satisfacción
pura y adrenalina en su mirada.
Antes de que pueda procesar lo que está pasando, se dirige hacia mí, su
caminar es rápido y decidido.
Siento que mi corazón se acelera a medida que se acerca, las voces a
mi alrededor se desvanecen hasta convertirse en un zumbido indistinto. Su
mirada no se aparta de la mía, y veo la agitación resplandecer en sus ojos
cuando llega a mi lado.
Antes de que pueda decir una palabra, se sube a la balaustrada de un
salto, se inclina y me besa.
Un beso apasionado, lleno de la emoción del momento.
Puedo escuchar la multitud vitorear aún más fuerte, pero en ese
momento, todo lo que me importa es el sabor de sus labios.
Huele a sudor, a caballo y algo picante que es sorprendentemente
adictivo.
Finalmente, se separa, dejándome jadeante y estupefacta.
Sus ojos brillan con alegría y hay un toque de arrogancia en su sonrisa.
Se gira para saludar a la multitud, levantando los brazos en señal de
victoria mientras los vítores se vuelven ensordecedores.
«¿Esto es a lo que él llama mantenerse invisible y con un perfil bajo?
¿En serio?».
Echo un ojo a Angus a mi lado y lo veo con un gesto adusto de
preocupación.
Angus se excusa y me deja en compañía de sus dos hijas y otras dos
mujeres del clan. Todas tienen una sonrisa amigable en sus rostros y
parecen dispuestas a aceptarme en su círculo. En sus ojos veo el destello de
la excitación por el beso que acaban de presenciar, y siento que se avecina
una conversación interesante.
―¿Es siempre así entre tú y el laird MacLeod? ―pregunta una de
ellas, una joven de cabellos rojizos y ojos vivaces.
―¿Te refieres a si siempre nos besamos delante de multitudes
entusiastas? No, eso fue una novedad ―respondo con una sonrisa irónica,
provocando risas entre ellas.
Las risas se calman por un instante y todas me miran con expectación.
Parecen sorprendidas por mi respuesta y veo un brillo de interés en sus ojos.
―¿Vas a casarte con Iain? ―pregunta la hija menor de Angus, sus
mejillas sonrojándose ante la pregunta directa.
—No, no me voy a casar con él —respondo, provocando una serie de
exclamaciones y murmullos entre las mujeres.
—¿Cómo puedes decir eso? —pregunta una de ellas—. Te ha besado
frente a todos nosotros. Eso es casi como una propuesta de matrimonio.
—En realidad, creo que Iain simplemente se dejó llevar por la emoción
del momento, por la intensidad de la victoria. No deberíamos leer más en
ese beso de lo que realmente fue.
Una de las mujeres, una joven con cabello castaño y ojos llenos de
diversión asiente.
—Eso tiene sentido. Además, se rumorea que tus besos traen suerte —
dice, su tono ligeramente burlón.
Las demás mujeres estallan en risas y asiento, riéndome junto a ellas.
—Bueno, entonces supongo que debería sentirme afortunada —digo,
alzando las cejas de manera juguetona―. Pero no corras la voz, por favor.
Una de las hijas de Angus, una muchacha de rostro suave y ojos llenos
de sueños suspira y confiesa: ―Nunca me han besado de esa forma.
No puedo evitar reír ante su honestidad. Decido que me gusta esta
pequeña comunidad de mujeres. Son abiertas, amables, me siento cómoda
en su compañía.
17
Omnipresente

Catherine está en su elemento, riendo y bailando alrededor de la hoguera.


El resplandor anaranjado de las llamas resalta los rizos salvajes de su
cabello que se han ido soltando de su recogido y lanza destellos sobre su
piel y su vestido y la convierte en un espectáculo hipnótico.
Sus ojos brillan con una chispa traviesa mientras da vueltas, los brazos
extendidos, su risa se mezcla con el ritmo de la música.
Con la danza, Catherine parece haberse despojado de todas sus
inhibiciones.
Sus movimientos, fluidos y gráciles, no tienen nada que ver con los
más rígidos y menos improvisados a los que están acostumbrados por allí,
pero su sonrisa es contagiosa y el ambiente, lleno de humo y las notas de las
gaitas hace que para los presentes, ella parezca una criatura mágica,
perteneciente a algún mundo antiguo y olvidado, un espíritu de la danza que
ha venido para celebrar la victoria del clan que ha bendecido.
No parece haber rincón en la explanada que no esté bajo su
encantamiento.
En algún lugar entre la multitud, los ojos de Iain la buscan,
desesperados.
Temiendo que su imprudente beso la haya colocado en una situación
comprometida o peligrosa.
Pero cuando la encuentra, no es alivio lo que siente, sino una sacudida
de deseo tan intensa que casi le quita el aliento.
Las ropas de Catherine flotan alrededor de ella como si tuviesen vida
propia, en una danza fascinante que capta la esencia de su espíritu
indomable. Cada giro, cada movimiento de sus brazos y caderas es una
celebración de la vida y la libertad.
Para Iain, Catherine es un sueño y una realidad entrelazados, una
presencia tan intensa y real que parece impregnar cada partícula del aire a
su alrededor. Nunca ha visto a nadie moverse con tal gracia y abandono, sin
preocuparse por lo que los demás puedan pensar o decir.
Se queda allí de pie, hipnotizado, mirándola.
Es una visión que nunca olvidará, una que arrastrará con él a la batalla
y a la cama. Sí, con pensamientos que le atormentarán.
Catherine se ha convertido en su obsesión, una presencia constante que
lo persigue tanto en sus momentos de vigilia como en sus sueños. Es una
fuerza de la naturaleza, una tormenta de pasión y deseo que lo atrae de una
manera que nunca había experimentado antes y que también lo tortura y
pone patas arriba todas sus creencias y los cimientos de su vida.
Sabe que su pasión por ella es imprudente, incluso peligrosa, pero no
puede ni quiere apartarla de su mente.
La necesidad de tocarla, de sentir su cuerpo contra el suyo, de probar
la dulzura de sus labios se ha convertido en una necesidad.
No debería ceder a estas tentaciones, pero, en este momento, bajo la
luz de las estrellas y el calor de las llamas, Iain se permite ceder ante la
seducción de un baile que está más que dispuesto a aceptar.
Sin previo aviso, un hombre corpulento, reconocible por los colores
del tartán de los MacDonald en su kilt, agarra a Catherine por la cintura por
detrás. Con su cara marcada por una sonrisa grotesca, intenta tirar de ella
hacia él, interrumpiendo su baile.
―¡Ven, lassie! ―brama el hombre con un tono burlón, su aliento
cargado de whisky golpeando el rostro de Catherine―. Dame uno de esos
besos de la suerte de los que tanto hablan.
El agarre del MacDonald es firme, pero Catherine no es una mujer que
se deja intimidar fácilmente.
Con un rápido movimiento, intenta clavar su codo en el estómago del
hombre, pero él es demasiado fuerte y su agarre se mantiene inamovible.
Intenta nuevamente, esta vez tratando de pisarle el pie con fuerza. Pero el
MacDonald simplemente se ríe, su sonrisa ensanchándose ante sus intentos
fallidos.
En cualquier otra situación, Catherine habría sido capaz de manejar la
situación, pero la diferencia de fuerza física es demasiado grande. Sin
embargo, no deja que el miedo se apodere de ella, mantiene su postura,
mirando alrededor en busca de ayuda, mientras continúa resistiendo.
―¡Suéltame! ―le ordena, su voz firme y decidida. Pero el hombre
solo ríe y aprieta más su agarre.
La situación se complica aún más cuando otros MacDonald se unen a
la escena, riéndose y alentándose entre ellos.
Uno tras otro, avanzan hacia Catherine, como si ella fuera un premio a
ganar, un juguete con el que jugar. Intentan agarrarla, extienden sus manos
para tocarla, para obligarla a besarlos.
Intentan arrastrarla lejos de la multitud. No es difícil imaginar lo que
estos hombres podrían hacer si deciden que un beso no es suficiente.
Iain se mueve incluso antes de darse cuenta de lo que está haciendo,
abriéndose camino a través de la multitud para llegar a ella.
Llega justo cuando el más corpulento de los MacDonald está a punto
de conseguir su beso.
Lo agarra por el hombro y lo gira violentamente.
El rostro de Iain es una máscara de furia contenida mientras se
enfrenta al hombre, sus ojos azules centelleando con una promesa silenciosa
de mucha dureza.
Golpea su cara con un fuerte puñetazo que lo envía al suelo.
La multitud se aparta, formando un círculo alrededor de ellos mientras
Iain se mueve con una velocidad y fuerza brutales, golpeándoles uno tras
otro, liberando a Catherine de sus garras. Su cuerpo rígido y listo para el
combate.
Es un torbellino de violencia que termina tan rápido como comenzó. Y
cuando así ocurre, Iain está de pie, su pecho subiendo y bajando con la
respiración agitada, sus ojos todavía ardiendo de ira.
―¡Reto a cualquiera que quiera solo tocarla! ―grita con furia a los
presentes.
Su voz retumba en la noche, la rabia y la temeridad vibrando en cada
palabra.
Se queda allí, desafiante y listo, dispuesto a luchar contra cualquiera.
Las palabras de Iain silencian la música y las conversaciones, haciendo
que todos los ojos se posen en él. La expresión de los hombres del clan
MacDonald pasan de la confusión a la cautela.
―¡Lo digo en serio! ¡Reto a cualquiera que quiera poner un dedo en
ella y esta vez será con espadas! ―repite, su voz retumbando en la
tranquilidad de la noche.
En ese momento, todo se detiene. Todos, desde los músicos hasta los
observadores, parecen contener la respiración, esperando ver quién se
atreverá a aceptar su desafío. Pero nadie se mueve ni se atreve a desafiarlo.
―¿La reclamas para ti, MacLeod? ¿Nos la quitas para hacerla tuya?
―le reprocha un MacDonald.

La provocación del hombre resuena en la noche, haciendo que una ola


de murmullos se eleve entre la multitud. Las palabras son un desafío, una
burla directa a Iain.
Él gira sus ojos glaciales hacia el hombre que habla, su mandíbula
tensa y sus puños cerrados a sus costados.
―Sí. Ella está bajo mi protección ―es su rotunda afirmación―.
Mataré a cualquiera que le haga daño.
Antes de que puedan seguir discutiendo, la voz calmada y firme de
Angus suena, sofocando la creciente tensión.
El Laird del clan MacLean se coloca al lado de Iain, su figura
imponente y su autoridad indiscutible sirviendo como un escudo.
―Recordad que está prohibido usar armas durante el torneo contra un
oponente ―dice con firmeza, sus ojos grises y serenos encontrándose con
los de Iain.
Aunque su tono es calmado, su advertencia está clara. No permitirá
que la situación se descontrole, ni que se derrame sangre durante la
celebración. Por un momento, la tensión es palpable, pero la resolución de
Angus es inalterable y, finalmente, Iain asiente, su rostro endurecido por la
frustración contenida.
Hay murmullos de aprobación entre la multitud. La rigidez parece
aflojarse un poco, pero la ira de Iain todavía es evidente. Sin embargo,
cuando su mirada se posa en Catherine, su expresión se suaviza
ligeramente.
Toma su mano con firmeza y tira de ella lejos de las miradas curiosas.
Catherine es arrastrada por un desfile de rostros anónimos, pero hay
uno que le llama especialmente la atención.
Es el rostro de un hombre joven, grande y fuerte con cabellos como el
fuego y los iris de un profundo verde. Lleva el tartán con los colores de los
MacDonald y su mirada la persigue llena de… algo que la perturba
profundamente.
18

Con el estómago rugiendo de hambre detengo a Iain en su carrera. Estoy


casi segura de que me lleva a la seguridad de mi habitación de nuevo.

―Tengo hambre ―confieso cediendo a la necesidad pronunciada de


saciar el agujero que siento en mi cuerpo.
No es que no esté perturbada por lo ocurrido con los Macdonald. El
roce no deseado, su presencia invasiva... todo eso ha dejado una marca en
mí. Pero ver a Iain saltar en mi defensa con la ira de un león guardián ha
sido algo más que impactante, es muy reconfortante.

Siento una oleada de gratitud y, admito, un toque de admiración por él,


por su destreza en la batalla, su feroz determinación por protegerme.

Iain me mira con una mezcla de diversión e impaciencia, pero sin


soltar mi mano, cambia de dirección y nos dirige a un puesto de comida.
Me siento sobre un rústico banco de madera junto a una mesa anclada
precariamente al suelo blando mientras él se dirige al hombre que sirve a
los clientes que se acercan a su puesto.
Regresa con una generosa porción de carne asada y dos jarras de
cerveza que coloca con cuidado en la mesa entre nosotros.
Nos encontramos en un rincón apartado, alejados del bullicio y las
miradas indiscretas.
Observo como Iain mueve la cuchara dentro del recipiente y luego me
la tiende.
―¿Tú no quieres? ―le pregunto llevándome el primer bocado a la
boca.
―He visto cómo comes. Sé que quedará suficiente para mí.
Me encojo de hombros.
―Subestimas el hambre que tengo ―replico.
La carne está tierna y jugosa y desprende un aroma delicioso. Un festín
de comida totalmente natural sin ningún tipo de contenido artificial o
aditivo de origen y efectos inciertos.
Saboreo cada bocado con ganas. Tomo un sorbo de cerveza fría y
deslizo una mirada furtiva hacia Iain. Su rostro está sereno y relajado.
Parece que al final ha decidido tomar un baño y ha dejado atrás los
vestigios del viaje
Como si hace un momento no estuviera partiéndose la cara con tres
tipos enormes. Lo cierto es que ahora que lo veo bien, me doy cuenta de
que un hilo de sangre corre desde su ceja y los nudillos de su mano están
magullados e inflamados. También tiene una herida en una mejilla, pero esa
debe ser de uno de los partidos porque parece ya cerrada y apostillada.
―Vamos, come ―le insisto.
Saca una daga de alguna parte de su indumentaria, pero ni siquiera me
da tiempo a advertir de dónde y clava la punta en un trozo de carne.
Se la lleva a los labios en un espectáculo de boca abierta, dientes en
movimiento y una nuez fuerte subiendo y bajando cuando traga.
Le lanzo una mirada preocupada mientras muerde un trozo de pan, sus
ojos ahora oscuros observándome con intensidad a medida que mastica.
Sus ondas doradas caen sobre sus hombros y su frente, cubriendo la
magulladura que aún sangra un poco.
―Hay que curar esa herida, Iain ―le reprendo suavemente.
Se encoge de hombros y rompe el pan en dos, ofreciéndome la mitad.
Su gesto me desconcierta. Sus ojos azules son serenos, reflejando un tipo de
calma que nunca antes había visto en él. Es como si estuviera al final de una
larga y desgastante batalla, habiendo encontrado la tranquilidad al otro lado.
O quizás, ha tomado alguna decisión secreta que le aporta esa paz que veo
reflejada en su mirada.

Acepto el pan y tomo un bocado, observándolo mientras continúa


comiendo en silencio.
Iain se toma su tiempo para disfrutar de la comida, saboreando cada
bocado y a veces incluso cerrando los ojos en apreciación. No puedo evitar
reír ante su aparente deleite. Al parecer, no es solo un guerrero sino también
un verdadero entusiasta de la comida.
―¿Y bien? ―pregunta, interrumpiendo mi risa. Sus ojos parecen más
brillantes ahora, aligerando la tensión que había pesado entre nosotros―.
¿Cómo fue tu noche, Catherine? ¿Has causado más revuelo entre los
clanes?
―Eso no es justo, MacLeod. No fui yo la que te besó delante de una
multitud.
Iain se ríe, un sonido bajo y suave que envía una corriente de calidez a
través de mí.
―Es cierto, pero parece que tienes un don para estar en el centro del
caos. Dondequiera que vayas, cambias todo. Me pregunto si siempre es así
contigo ― murmura antes de beber de su jarra.

Y luego añade con tono misterioso:

―No sabía que te gustaba bailar. Claro que no sé por qué me


sorprende ―añade, con una media sonrisa jugando en sus labios

―Deberías probarlo. Sería un alivio para esa rigidez que te persigue


siempre.
Iain sonríe del todo, claramente divertido por mi declaración. Hay una
mirada juguetona en sus ojos, una que rara vez veo.
―Creo que podría intentarlo.
Miro a Iain, sorprendida por su cambio de ánimo. Se ríe con más
facilidad, su cuerpo está menos tenso, más relajado. ¿Qué ha pasado?
―Siento haberte besado delante de toda esa gente. Lo he complicado
todo un poco más, pero… hemos ganado el torneo, algo que nunca había
sucedido antes. No desde que la maldición nos trajera constantemente mala
suerte en todo. ¿No lo sabías? ―me lanza la pregunta, pero no me da
tiempo a responder cuando ya está continuando―. Encontrar la Piedra de
Dunvegan... No es solo un símbolo para nosotros. Es un signo de que la
suerte del Clan MacLeod está cambiando. Es... es esperanza.
―¿Crees que esa es una buena disculpa? ―le pregunto con tono
mordaz.
Con una sonrisa divertida en su rostro, Iain se encoge de hombros
ligeramente, un gesto tan despreocupado y relajado que parece fuera de
lugar en el líder serio y a menudo tenso que conozco.
―No estoy seguro de si es una buena disculpa, Catherine, pero es la
verdad. No debería haberlo hecho, eso lo sé. Pero en ese momento... estaba
eufórico. Ganamos, y tú... tú eras el trofeo más hermoso que podría haber
deseado.
Sus palabras me golpean con la fuerza de una ola de mar, y no puedo
evitar sonrojarme ante su honestidad.
«¡Malditos sonrojos de novela!».
―Solo... necesitaba que lo supieras —continúa Iain, su voz más suave
ahora—. Que no fue solo por el momento, ni solo por la victoria. Fue por ti.
Por todo lo que has hecho por nosotros, por lo valiente que eres, por tu
espíritu indomable. Eso es lo que quería celebrar con ese beso. Y si eso ha
complicado las cosas... bueno, lidiaré con las consecuencias.
―¿Las palabras de agradecimiento están sobrevaloradas en Escocia?
Iain se ríe ante mi comentario, su risa llenando nuestro rincón con un
sonido cálido y genuino.
―No, Catherine, no están sobrevaloradas —responde, aún con una
sonrisa en su rostro—. Solo necesitaba expresar lo que sentía de forma
más... física.
Como un golpe de agua fría, el bullicio de los MacLeod irrumpe junto
a nosotros, su algarabía por la victoria se entremezcla con los fragmentos de
conversaciones de los hombres, sus voces llenas de orgullo y euforia en una
mezcla de gaélico e inglés desordenado y caótico.
Luego la conversación se torna más seria cuando se menciona el nuevo
enfrentamiento con los MacDonald.
De repente Ewan se pone en pie, interrumpiendo la conversación. Con
una expresión sombría se aclara la garganta para hablar.
La expresión de Iain es de desconcierto e impaciencia.
―Debo pedir disculpas a todos, especialmente a ti, Catherine. ―Su
voz es apenas un murmullo, pero en el silencio que se crea, todos podemos
oírla.
―¿Qué pasa ahora, Ewan? ―pregunta Iain, su tono de voz está
cargado de poca tolerancia.
Ewan evita su mirada y se vuelve hacia mí.
―Lo de los MacDonald, es mi culpa... ―las palabras le cuestan, pero
al final las suelta.
Luego, se vuelve hacia Iain, como si esperara su reacción.
La expresión de Iain se suaviza un poco.
―No tienes por qué sentirte responsable por lo que pasó, Ewan ―le
dice, tratando de disipar las preocupaciones de su amigo.
Pero Ewan no parece convencido.
―Fue por el incidente en el barco. Me caí al agua, y Catherine me
rescató. Si no hubiera tenido que besarme para salvarme.
Iain suspira.
―¡Por todos los demonios, Ewan! ¡No fue un maldito beso! Sopló en
tu boca para que pudieras respirar. Los besos de verdad te dejan sin aire
¿entiendes? ―le explica Iain perdida toda su paciencia.
Ewan parpadea, claramente desconcertado por las palabras de su líder.
Iain parece más irritado que enfadado, y sus palabras causan risitas entre los
demás en la mesa y una sonrisa en mis labios.
―No, creo que fue un beso ―insiste Ewan, con su inocencia
característica―. Me sentí lleno de vida después de eso. Más que nunca.
Iain resopla, obviamente frustrado, pero también se puede ver un brillo
de diversión en sus ojos.
―Eso es porque estabas a punto de morir ahogado, Ewan. Cualquier
cosa te habría hecho sentir más vivo después de eso ―explica Iain,
meneando la cabeza.
―Aun así, lamento si eso ha causado problemas ―murmura Ewan,
bajando la cabeza.
Iain pone una mano sobre su hombro, mirándolo y se lo aprieta con
fuerza.
―Por tu bien y el de los demás, deberías dejar de insistir en que fue un
beso, Ewan.
Él parece sorprendido ante la firmeza de Iain, sus ojos se abren como
platos mientras observa a su amigo y líder.
―Lo siento ―murmura Ewan, bajando su cabeza avergonzado.
―No tienes que disculparte, Ewan. Lo que pasó no fue tu culpa ―le
digo después de observar la escena en silencio un poco divertida.
―En eso tienes razón. Fue tuya ―me increpa Iain―. Si te hubieras
quedado en la cabina como claramente te ordené nada de esto hubiera
pasado.
Ese comentario hace que las risitas poco disimuladas vuelvan a la
mesa.
―Yo no estoy bajo tu mando, MacLeod.
―¿Bajo mi…? No me tientes, Catherine.
Iain me mira con unos ojos llenos de desafío y algo más, algo que hace
que mis mejillas se calienten.
Struan, que hasta ahora ha estado disfrutando tranquilamente de su
bebida, lanza una carcajada y se gira para enfrentar a Iain.
―La tensión que existe entre vosotros podría alimentar todas las
hogueras de la isla de Mull ―continúa Struan, haciendo que las risas se
intensifiquen―. La mira como si estuviera frente a un plato de haggis
después de una semana sin comer ―continúa bromeando, dirigiéndose al
resto de los MacLeod.
Iain baja la mirada avergonzado, aunque no puede evitar reírse de sí
mismo. Al final, parece que todos están disfrutando de la victoria del día,
incluso a expensas de su jefe. Y eso, para mí, que lo observo desde la
distancia, es una victoria en sí misma.
―Vamos a buscar a ese bardo ―declara finalmente.
19

Encontrar al bardo Ruaridh no es una tarea difícil. Su rica voz flota por
encima del ruido de la celebración, atrayendo a una multitud de
espectadores hipnotizados. Está en el centro de un gran círculo de personas,
en el gran salón del castillo de Duart.
Sus manos gesticulan de manera expresiva mientras habla.
Con un asentimiento, cambia su melodía. Su voz se suaviza,
volviéndose más misteriosa y cautivadora, como un viento que susurra a
través de un bosque oscuro. La multitud se acerca, anticipando la historia
que está a punto de relatar.
―La leyenda que os voy a contar ―empieza― es de los antiguos
tiempos, cuando los MacLeod todavía eran jóvenes, y la maldición no había
caído sobre ellos. Se dice que el primer MacLeod, un guerrero feroz y
poderoso llamado Leod, había obtenido un inmenso tesoro.
El bardo describe cómo Leod, a lo largo de sus muchos años de
aventuras y batallas, había acumulado riquezas más allá de la imaginación.
Oro, joyas, armas preciosas y reliquias mágicas, todos escondidos en algún
lugar de las tierras de los MacLeod.
―Pero ―continúa el bardo―, Leod sabía que un tesoro tan grande
atraería a ladrones y enemigos. Entonces, para proteger su riqueza y su clan,
escondió su tesoro en el lugar más seguro que conocía: la propia tierra de
los MacLeod.
―Pero no es el tesoro la historia que os quiero contar esta noche
―interrumpe el bardo, su voz tomando un tono más suave y misterioso―.
La leyenda de Leod y su tesoro no estaría completa sin la historia de su
esposa, la hermosa y etérea Aine.
Su nombre resuena en el aire, llenándolo de una calidad mística. Los
ojos de los presentes se iluminan con un reconocimiento silencioso y una
especie de anticipación cautivada.
―Aine no era una mujer común y corriente ―continúa Ruaridh―.
Según cuentan las leyendas, ella era una hada, una criatura de la naturaleza,
de gran belleza y con poderes más allá de nuestra comprensión. Leod la
había salvado de un terrible destino, y en gratitud, Aine se convirtió en su
esposa.
El bardo pinta con palabras la vida que compartieron, llena de amor y
risa, pero también de una tristeza constante. Porque Aine, siendo un hada,
estaba destinada a vivir para siempre, mientras que Leod, un simple mortal,
estaba condenado a envejecer y morir.
―Y así llegó el día en que ya no pudo seguir a su lado ―narra
Ruaridh, su voz cargada de una tristeza que parecía resonar en el silencio de
la habitación―. Aine, rota de dolor, decidió abandonar a su esposo y volver
al mundo de las hadas. Y en ese momento de desesperación, justo antes de
partir, Aine realizó un último acto de amor. Con su magia, ocultó el tesoro
de Leod, protegiéndolo de aquellos que buscarían apoderarse de él.
―A lo largo de los siglos ―dice Ruaridh ―, muchos han intentado
encontrar el tesoro de Leod, tanto MacLeod como extranjeros. Pero todos
han fracasado. Se dice que sólo cuando un MacLeod esté en su hora más
oscura, y necesite desesperadamente el poder y la riqueza del tesoro, se
revelará su ubicación.
El silencio se adueña de la habitación una vez más, todos absortos en
la historia del antiguo Leod y su amada Aine, un cuento de amor, pérdida y
sacrificio que ha sido transmitido de generación en generación en el clan
MacLeod
Mi mirada se desvía hacia Iain, cuyo rostro es una máscara de seriedad
y concentración. Sus ojos están fijos en el bardo, su frente fruncida en un
pensamiento profundo, como si estuviera sumergiéndose en las palabras del
anciano y explorando cada pliegue de la antigua historia. A pesar de haberla
escuchado seguramente innumerables veces a lo largo de su vida, parece
que la está procesando de una manera nueva y significativa esta vez.
Su mandíbula está apretada y sus dedos tamborilean en la empuñadura
de su espada con un ritmo constante, un claro signo de que su mente está
trabajando a toda velocidad.
Algo en su expresión parece más vulnerable de lo que he visto antes,
como si la historia del antiguo Leod y su amor perdido resonara en él de
una manera inesperada. Sus ojos, normalmente vivaces y llenos de
determinación, ahora están oscurecidos por una sombra de melancolía y
pensamiento introspectivo.
Me encuentro atrapada por su silencioso estudio, intrigada por lo que
puede estar pasando por su mente. Es como si estuviera viendo una parte de
Iain que nunca antes había tenido la oportunidad de ver, un hombre que
lleva el peso de su linaje y la historia de su gente en sus hombros, que lucha
con su lugar en la larga línea de lairds MacLeod y el legado que debe
continuar.
Quizás, se pregunta, ¿existe tal tesoro? Y si es así, ¿cuál sería esa hora
más oscura que permitiría a un MacLeod encontrarlo?

Ruaridh es un hombre de mediana edad, con una barba gris espesa y


unos ojos que parecen contener todas las historias del mundo. Sus manos,
callosas y fuertes a pesar de su edad, acarician una antigua lira. Su voz,
ronca pero melódica, se desvanece en el aire mientras termina su relato,
dejando a la multitud con un sentido de asombro y expectación.
Después de un momento de silencio, Iain y yo nos abrimos paso a
través de la multitud ignorando las conversaciones y las risas que nos
rodean y nos acercamos a él. Nos mira con curiosidad, como si supiera que
llevamos algo más que aplausos.
―Necesitamos tu ayuda ―le dice Iain, sin más preámbulos.
El bardo se inclina hacia atrás, estudiándonos a ambos con ojos
perspicaces.
―¿Has encontrado el tesoro, joven MacLeod? ―pregunta, su mirada
se desplaza entre Iain y yo.
Iain solo sonríe enigmático.
―Tenemos la piedra de Dunvegan ― responde, su voz apenas audible
por encima del murmullo de la gente alrededor.
Ruaridh parpadea, sorprendido. Los rumores habían estado circulando,
por supuesto, pero no parecía esperar que fuera cierto.
―Necesitamos tus conocimientos sobre gaélico antiguo para poder
descifrar unas palabras.
El bardo asiente, pensativo.
―¿Dónde está? ―pregunta, sus ojos brillan con curiosidad y respeto.
Iain simplemente sonríe y continúa con su expresión enigmática.
―Resguardada ―responde, dejando que el misterio se cierna en el
aire.
Hay un breve silencio, durante el cual parece considerar nuestras
palabras.
―Reúnete con nosotros en el despacho de Angus dentro de un
rato―termina diciendo Iain, antes de girarse para abandonar esa parte del
castillo.
Me guía de vuelta a través de la multitud, dejando al bardo con sus
pensamientos y su lira.
―Ten cuidado con lo que dices y cómo lo dices ―me advierte Iain
cuando caminamos por un oscuro y desierto pasillo que parece llevar a un
lugar recóndito del castillo. Bajamos por unas escaleras angostas que
parecen llevar al mismísimo infierno. El sonido de la fiesta aún resuena
detrás de nosotros. Su tono es serio, su mirada intensa―. Todo lo que digas
y oiga lo utilizará para decorarlo o envenenarlo y lo desperdigará a los
cuatro vientos.
Parpadeo sorprendida ante la severidad de su advertencia.
―¿Es realmente tan peligroso? ―pregunto, un poco asustada. Parece
más un espía que un simple bardo.
Iain se encoge de hombros, una sombra cruzando su rostro.
―Los bardos son la fuente de las noticias, los rumores, las historias.
Ellos dan forma a la realidad según lo que decidan contar y cómo lo hagan.
Si creen que algo es un escándalo, lo será.
Una risa burbujea dentro de mi pecho.
«¿Era tan antiguo el oficio de cronista social?».
Nos detenemos frente a una única puerta que aparece tras un arco al
final de las escaleras.
Es en la habitación de Iain, un espacio tranquilo y privado que
contrasta con el bullicio de la celebración. El aire huele a humo de hoguera
y algo dulce que no puedo identificar.
Un trozo de tartán, el mismo patrón que lleva Iain, está doblado y
colocado cuidadosamente en una silla. Un par de botas, bien desgastadas
pero cuidadas, reposan junto a la puerta.
Hay un pequeño rincón dedicado a la higiene personal: un paño, un
poco de jabón casero y ramas de brezo, que he aprendido que se utilizan
para limpiar los dientes en estas tierras. Una parte de la habitación está
separada por un biombo, detrás del cual imagino que hay un orinal, similar
al que tengo yo en la mía.
Todo en la habitación es sencillo y funcional, pero también
íntimamente personal.
Iain camina hasta un rincón y, con un gesto teatral, retira una alfombra.
Hay una pequeña trampilla de madera que, una vez abierta, revela un
escondite. De él, saca un objeto envuelto en un trozo de tela.
Es la Piedra de Dunvegan.
No puedo evitar una exclamación de sorpresa. No esperaba eso. Un
escondite secreto.
―Mi tío no me dio esta habitación por cualquier motivo, Catherine
―dice Iain, su voz es suave pero seria. Sus ojos están fijos en los míos―.
Cada objeto, cada rincón de este lugar... todo tiene un propósito.
Asiento comprendiendo y también me doy cuenta de que, pese a
confiarme eso. No me revela donde esconde el libro, aunque supongo que
también estará en esta habitación. Nunca me da acceso a él cuando yo no
estoy a su alcance o alrededor con lo que reduce las posibilidades de que
pueda huir con él si esa fuera mi intención y estoy segura de que él cree que
sí.
―¿Dónde está el libro de los enigmas? ―le pregunto mirando
alrededor con curiosidad.
―En un lugar seguro ―responde, su sonrisa escondiendo más que
revelando. Se queda mirándome, estudiándome con esos ojos azules tan
intensos. Puedo ver un brillo de desafío en ellos.
―Eres tan desconfiado, MacLeod ―digo, intentando ocultar mi
frustración―. ¿No he demostrado ya que quiero resolver tus acertijos?
Su sonrisa se ensancha, y hay un brillo en sus ojos que encuentro
intrigante.
―Eres tan impredecible como una tormenta en alta mar. Y, por ahora,
prefiero mantener el libro fuera de tu alcance.
―Pero hay algo en él que quiero resolver con el bardo. Es algo sobre
el segundo enigma. Ya te lo comenté. Creo que son notas musicales, una
partitura y quiero saber si corresponde a alguna melodía tradicional y si
tiene letra.

Un golpe en la puerta nos interrumpe.


Iain se pone en guardia inmediatamente y tira de mi brazo para
ponerme tras de él.
Solo se oyen lo que parecen los sonidos de una pareja en pleno acto
sexual.
Gruñidos, risitas y jadeos, además de golpes rítmicos contra la madera.
―Parece que los MacLeod no son los únicos en celebrar la victoria de
hoy...― comenta Iain, soltando un suspiro y liberando la empuñadura del
cuchillo que había agarrado instintivamente.
Llegan un par de gemidos apagados del otro lado de la puerta y somos
conscientes de que no podremos salir de la habitación en ese momento.
Evitamos mirarnos mientras los gemidos y los golpes se suceden.
―En cuanto a esas notas musicales... ―comienza a decir Iain un poco
incómodo, volviendo a la conversación anterior―. Tendré que taparte los
ojos para sacar el libro.
―Está bien ―respondo, accediendo a su juego―. Pero ya sé que está
en esta habitación, ¿qué te hace suponer que no sabría encontrarlo si
quisiera?
Iain se ríe, un sonido suave y grácil que, sin embargo, tiene un matiz
oscuro que hace eco en la habitación.
―Confío en que no entrarías aquí sin mi permiso, Catherine ―dice, su
voz cargada de desafío y diversión―. Pero si te sientes lo suficientemente
audaz, podrías intentarlo.
El aire de la estancia se vuelve más espeso y está cargado de una
energía que no puedo identificar. Me invade una sensación de expectación
que me hace contener el aliento. Las puntas de mis dedos hormiguean
cuando Iain se acerca, siento el calor que emana de su cuerpo, una ola de
calor que parece disipar el frío de la habitación.
Él toma un pedazo de tela y delicadamente lo coloca sobre mis ojos.
Cada roce de sus dedos contra mi piel envía un escalofrío a través de mi
columna vertebral, provocando que un temblor me recorra. Los hilos del
tejido rozan mi piel, el tacto es suave y rígido a la vez, oscureciendo mi
visión y sumiéndome en una oscuridad desconocida.
Mis oídos se agudizan, los sonidos se intensifican. El roce de la tela, el
crujir de la madera bajo los pies de Iain, el chisporroteo de la chimenea... y
los gemidos inconfundibles de la pareja.
Las oleadas de calor se intensifican en mi rostro, llevándome a un
estado de conciencia de mí misma y de Iain que nunca antes había
experimentado.
Sin previo aviso, sus manos se posan en mis hombros y me sobresalto.
Mi corazón late con fuerza en mi pecho mientras me gira,
desorientándome por completo. El suelo parece moverse bajo mis pies y el
mundo da vueltas a mi alrededor.
Cuando finalmente se detiene, me siento desorientada y ligeramente
aturdida.
A pesar de mi vista obstruida, puedo percibir a Iain moviéndose por la
habitación. Oigo el chasquido de algo, el roce de su ropa y su respiración
constante. Todo se ve interrumpido ocasionalmente por los sonidos de
pasión de la pareja de fuera.
Finalmente siento que me guía de nuevo con sus manos en mis
hombros y me empuja suavemente hacia abajo, sobre el colchón de la cama.
Siento el peso del libro de los enigmas en mis manos sobre el regazo,
sus bordes rígidos y su cubierta de cuero fría y áspera, pero Iain no me quita
la venda.
Y a pesar de que no percibo nada, siento como si pudiera ver el libro
claramente. El olor a cuero viejo y a las hojas desgastadas del tiempo se
intensifica, puedo sentir cada rasguño, cada hendidura, la intrincada labor
de los bordes, todo ello bajo mis yemas.
Iain no dice nada, pero su silencio es ensordecedor. La tensión se
apodera del espacio entre nosotros, un hilo invisible que nos une.
Los sonidos de fuera se detienen, por lo que ahora puedo oír
perfectamente el golpeteo de mi corazón en mi pecho.
Levanto una mano y estiro mi brazo hacia delante. Mis dedos
encuentran piel. Tropiezan con una suave barba y una mandíbula fuerte y
definida, por lo que sospecho que está arrodillado frente a mí.
Lentamente mis dedos encuentran sus labios, firmes y cerrados. Él
agarra mi muñeca y antes de que pueda alejarla, deposita un beso en la
palma de mi mano.
Siento un cosquilleo en mi estómago que parece extenderse por todo
mi cuerpo. Un suspiro escapa de mis labios. Cada partícula de aire en la
habitación parece cargada de electricidad.
Su otra mano se desliza por mi brazo, deteniéndose en mi codo. Mis
dedos dibujan sus labios, entran en contacto con su lengua cuando los
separa.
Muerde la yema de un dedo con suavidad. Se mueve hacia delante. Lo
sé porque siento su aliento contra mi boca. Mis dedos recorren su cuello,
suben y baja por la colina de su nuez y se extienden por su clavícula, bajan
hasta su pecho.
Su mano deja mi codo para enrollarse alrededor de mi cintura,
atrayéndome hacia él.
―No debemos hacer esto aquí. No podemos ―me dice, pero siento el
roce de sus labios sobre los míos mientras habla―. No sé si sería capaz de
detenerme.
―¿Uhm? ―pregunto, mi voz suena algo distante, como si me
estuviera hablando desde el otro lado de una espesa cortina de tensión
sexual.
―El coito ―responde Iain, y su tono tan serio y formal junto a esa
expresión provoca una carcajada que no consigo contener.
―Iain, hay otras formas de alcanzar el placer sin llegar a eso ―le
confieso, mi risa se desvanece, reemplazada por una lenta respiración que
se mezcla con la suya.
Hay un silencio, luego una exhalación suave.
―¿Y estás sugiriendo que podemos explorarlas ahora? ―pregunta, su
voz vibrante de curiosidad y deseo reprimido.
―Bueno, ahora nos está esperando el bardo ―le recuerdo, sonriendo.
Deja escapar un gruñido de contrariedad, siento su pecho subir y bajar
contra el mío.
―Dime cómo lo haces. Enséñame ―me pide, su voz suena casi
rogante, una nota vulnerable que rara vez había escuchado antes.
―¿Quieres que te enseñe cómo me masturbo?
La sala se queda en silencio por un momento.
―Sí ―responde, su voz es suave, pero firme, y siento un nudo en el
estómago, mezcla de nerviosismo y emoción.
Trago saliva, un cosquilleo recorriendo mi columna vertebral. A pesar
de la oscuridad impuesta por la venda, me siento más expuesta que nunca.
Cada pequeño sonido, cada cambio en el ritmo de su respiración, se
amplifica. Mi corazón está latiendo en mis oídos, martillando contra mis
sienes.
Siento el calor de su piel contra la mía, un calor que se propaga y
despierta cada célula de mi cuerpo. Me pide que sea vulnerable, que
comparta con él algo que siempre he hecho en privado.
Asiento con la cabeza, sintiendo su respiración agitada contra mi
cuello. Busco con mis manos su rostro y le doy un ligero beso. En
respuesta, Iain suspira y yo sonrío nerviosa.
―Está bien ―respondo finalmente, mi voz apenas un susurro. Siento
sus labios en mi frente.
Me libera del peso del libro.
Me tumbo apoyando mi espalda contra el colchón. Ni siquiera sé
dónde está él hasta que comienzo a levantar la falda de mi vestido
lentamente y él me ayuda.
Libera mis piernas de las muchas capas de tela y siento que una ligera
brisa se cuela en la parte inferior de mi cuerpo.
Doblo las rodillas y apoyo los pies sobre las sábanas de lino. Separo
mis piernas y dejo su interior completamente expuesto.
Oigo la respiración de Iain, más fuerte y acompasada.
Mis dedos se deslizan por mis muslos, recorriéndolos con un toque
ligero y casi vacilante.
No puedo ver, pero imagino a Iain, su atención completamente
centrada en mí. Sus ojos siguiendo mis movimientos, sus oídos atentos a
cualquier cambio en mi respiración.
Mis dedos encuentran mi sexo y contengo la respiración durante un
segundo. Estoy húmeda, muy preparada y lista.
Me pregunto qué está viendo él, que piensa de ello, cuál será su
expresión.
Mis dedos se deslizan sobre mis labios, un toque que provoca un
estremecimiento que recorre todo mi cuerpo. Los separo, extiendo la
humedad por ellos y los subo hasta mi clítoris.
Cierro los ojos tras la venda y me concentro en las sensaciones. Mis
caderas se mueven hacia arriba. Un gemido se escapa de mis labios, un
sonido suave pero cargado de placer.
Mis dedos se mueven con más confianza, creando un ritmo lento pero
constante que hace que todo mi cuerpo se tense. Mi respiración se vuelve
más irregular, más pesada, y puedo escuchar el eco de la mía en la de Iain.
Luego, siento sus dedos sobre los míos, un roce apenas perceptible,
pero suficiente para enviar una chispa de electricidad a través de mi cuerpo.
Mi corazón se acelera aún más, si es posible, ante su contacto.
―Esto es lo que me gusta ―le susurro, atrapada en una nube de placer
y deseo. Mi mano abandona mi clítoris para encontrarse con la suya, y la
guío por mi sexo.
Sus dedos son más grandes, más fuertes que los míos, pero se mueven
con una gentileza sorprendente, un eco de la misma delicadeza con la que
me había tocado a mí misma. Siguen el camino que trazan los míos, una
danza silenciosa en la que mis dedos son los líderes, y los suyos, los
seguidores fieles.
Le muestro dónde tocarme, cómo moverse. Mis susurros se convierten
en su guía, las palabras mezcladas con suspiros y jadeos. Cada roce de sus
dedos sobre mi piel es un trueno de placer que resuena en mi cuerpo,
haciéndome temblar de deseo.
Lo muevo a lo largo de los pliegues de mi sexo, indicándole dónde
aplicar más presión, dónde ser más suave. Sus dedos siguen cada uno de
mis mandatos, cada uno de sus movimientos acorde con mis instrucciones.
Puedo sentir cómo el placer crece dentro de mí de nuevo, cómo se va
construyendo poco a poco hasta que amenaza con explotar. Le pido que
aumente el ritmo, que no pare, y él me obedece. Sus dedos se mueven más
rápido, más fuerte, y puedo sentir cómo el orgasmo se acerca, lenta pero
inexorablemente.
Y luego, estoy allí. El orgasmo me golpea con toda su fuerza,
haciéndome arquear la espalda y gemir con abandono. Siento cómo todo mi
cuerpo vibra de placer, cómo todo mi mundo se reduce a ese único, brillante
momento.
Su voz es un susurro en la oscuridad, llena de una mezcla de
admiración y temor, como si acabara de darse cuenta de la profundidad de
lo que acaba de pasar entre nosotros.
―Eres una criatura peligrosa, Catherine ―susurra contra mi piel, su
aliento acariciando mis labios. Puedo escuchar la sonrisa en su voz, pero
también un rastro de seriedad―. Haces que los hombres pierdan la razón.

Mi corazón late con fuerza ante sus palabras, un zumbido en mis oídos
que se mezcla con la persistencia de mi orgasmo. Mi mente está llena de él,
de su tacto, de su voz, de su presencia a mi lado.
No sé cómo responder a sus palabras, no sé si puedo. Nadie me había
tratado nunca como una diosa del sexo antes. Así que me limito a buscar
sus labios, a conectar con él de la única manera que sé en este momento.
Nuestros labios se encuentran en un beso lento y dulce.
A medida que el beso se profundiza, puedo sentir su deseo por mí, su
pasión. La venda de mis ojos sigue en su lugar, dejando a mis otros sentidos
para explorar el entorno.
Se deja caer a mi lado y me giro para pegar mi cuerpo al de él. Puedo
sentir el rápido golpeteo de su corazón contra mi pecho, la respiración que
sale en jadeos de su boca.
Su torso es una pared dura y cálida contra mí y el calor de su piel se
filtra a través de la fina tela de mi vestido. Pero es el contacto más abajo lo
que hace que mi respiración se detenga. Puedo sentirlo a través de nuestras
ropas, duro y palpitante contra mi muslo.
―No debes quitarte la venda de los ojos hasta que no lo haga yo.
―¿Por qué?
―Por una vez haz lo que te pido, Catherine ―me ordena con un
ruego, como si estuviera apretando los dientes.
Siento sus movimientos, la tensión en su cuerpo mientras se mueve
junto a mí. Oigo un ligero crujido de tela, el sonido de la respiración
contenida y luego un gemido ahogado que sale de su garganta. Mi estómago
se retuerce, lleno de deseo.
Puedo imaginar lo que está haciendo. Se forma en mi mente la imagen
de su cuerpo tensándose mientras se toca, todo el tiempo manteniendo una
especie de conexión íntima conmigo con su cara hundida entre mi cuello y
mi hombro. Y aunque no puedo verlo, puedo sentir en mi piel cada sonido,
cada jadeo y cada gemido.
―Puedo ayudarte ―le digo.
―No.
―Quiero hacerlo.
Mis palabras parecen haberlo sorprendido, y siento cómo su
respiración se vuelve aún más irregular.
―Catherine...― murmura mi nombre, su voz suena apretada, tensa.
Aún con los ojos vendados, puedo sentir que está luchando para
mantener el control.
Mis dedos se mueven en el aire, buscando a tientas su piel. Cuando
finalmente le encuentro, una exclamación ahogada escapa de sus labios.
Mi mano se encuentra con una longitud sorprendente y un grosor
considerable. Un calor intenso irradia desde él y se difunde hasta mi mano,
envolviéndola en una sensación de intimidad inconfundible.
Su miembro es una mezcla de texturas y sensaciones llenas de
contrastes.
La piel es suave y tersa, deslizándose sin esfuerzo bajo la exploración
de mis dedos. Sin embargo, debajo de esa suavidad, se encuentra una
dureza ineludible .
Un despliegue de virilidad y masculinidad muy por encima de lo que
he conocido hasta ahora.
Con cada movimiento, siento cómo se estremece en respuesta, sus
jadeos se entrecortan en susurros roncos de mi nombre.
Mis dedos se deslizan más abajo, hasta sus testículos, explorando su
textura. Son sorprendentemente suaves y cálidos. Los masajeo con
delicadeza, notando cómo reacciona a mis caricias. Cada movimiento que
hago le arranca un suspiro, un temblor, una pequeña muestra de su placer.
Recorro cada curva, cada detalle de su longitud, la textura de las venas,
la solidez del tronco. La punta es más suave, casi aterciopelada. La acaricio
con el pulgar y siento la humedad.
Sus músculos se tensan bajo mi mano, su cuerpo se presiona más
firmemente contra el mío y suelta un gruñido profundo, casi animal.
El calor inunda mis dedos y siento sus pulsaciones y espasmos a través
de su miembro. Su respiración se convierte en jadeos rápidos y
superficiales.
Siento el calor y la humedad que libera en mi mano y su agarre en mi
brazo se aprieta.
Incluso con la venda en mis ojos, puedo sentir el placer que le recorre,
puedo oír su alivio y satisfacción en el silencio que sigue a su clímax.
Siento su cuerpo relajarse gradualmente, su aliento vuelve lentamente a la
normalidad y la tensión que percibía en él se disipa.
El sudor cubre nuestras pieles y el olor de él, de nosotros, llena el aire.
Después de un tiempo retira mi mano con delicadeza y sus dedos se
entrelazan con los míos. Sin una palabra me lleva hasta su pecho. Me quita
la venda de los ojos y me rodea con su brazo libre.
―Ahora sí que te casarás conmigo.
Me quedo inmóvil, el tono firme en su voz me saca de mi
embobamiento.
―No, no lo haré ―rebato, sorprendida por el tono imperativo de su
voz.
Siento como se tensa contra mí.
―Sí que lo harás. ¿Tienes derecho a negarte cuando todavía siento el
calor de tus dedos en mis huevos? ――insiste, su tono duro, marcado por
una ligera irritación que antes no estaba.
―No me casaré contigo solo porque... por lo que acaba de suceder. No
estoy preparada para el matrimonio.
―¡Estás prometida! Y, además, ¿cuántos años tienes? Mi madre estaba
ya casada con dieciocho años.
Siento como si me hubiera lanzado un cubo de agua fría.
―¿Insinúas que soy mayor? Para empezar, la edad no tiene nada que
ver con la obligación o no de casarse, maldito orangután.
La risa se escapa de su garganta antes de poder contenerla. El sonido
es tan contagioso que me hace reír también, a pesar de mi irritación.
―No digo que seas mayor. Digo que deberías estar ya preparada para
el matrimonio.
―Iain, estamos en dos longitudes de onda diferentes.
Un pequeño silencio se asienta entre nosotros, solo interrumpido por el
constante ritmo de nuestras respiraciones.
―No sé qué demonios significa eso ni tampoco lo que es un
¿orangután? Pero por tu tono no debe ser nada bueno.
―Un orangután es un mono muy grande y peludo. Como tú, pero más
simpático ―digo, intentando contener una nueva oleada de risas.
―¿Peludo? No lo soy. A menos que me compares contigo… ¿Por qué
apenas tienes vello? ―Sus ojos se estrechan con curiosidad, y puedo decir
que está genuinamente desconcertado.
«¿Cómo le explico a este hombre lo que es la depilación por láser y las
ingles brasileñas?»
―Es un secreto ―respondo, dándole una sonrisa enigmática. Su
expresión se suaviza un poco ante mi respuesta.
―Otro más. Y solo para aclarar, no tengo intención de rendirme. Vas a
ser mi esposa.
En ese punto me vuelvo a poner seria, aunque estropee este momento.
―Iain mi tiempo aquí es temporal. Me iré.
Se sienta de forma abrupta, su cuerpo tensándose a mi lado. Me
tambaleo un poco, inestable por la repentina falta de apoyo.
―¿Te irás con él? ¿Sigues pensando en ese irlandés incluso después de
lo que ha pasado entre nosotros?
―Iain, no se trata de otro hombre ―le digo, buscando la manera de
transmitir la temporalidad de mi estancia sin revelar demasiado―.
Simplemente, hay cosas que me atan a mi hogar, cosas que no puedo
abandonar.
―Pero ibas a dejarlo todo para reunirte con él.
«Mierda, mierda, mierda. ¿Cómo salgo de esto? ¿Le digo que le he
estado mintiendo todo el rato o que lo que no quiero es casarme con él?».
―Lo buscaré, lo encontraré y lo mataré y eso lo arreglará todo
―declara con una naturalidad que me desconcierta.
―¡Estás loco! Las cosas no funcionan así ―protesto, horrorizada por
sus palabras, pero cuando le miro veo que está sonriendo, aunque el brillo
de sus ojos es malicioso y no augura nada bueno.
―Muy bien, Catherine. Tienes tus secretos. Lo acepto. Tendremos
tiempo para que los desvele uno a uno durante nuestro matrimonio.
―No puedes obligarme a quedarme aquí, a ser tu esposa.
Escucho una risa suave, llena de un humor amargo.
―Y tú no puedes obligarme a dejar de intentarlo.
―Eres un maldito cabezota, MacLeod, un acosador, un tirano, un
déspota.
―Y un orangután.
―Sí, eso sobre todo. Ni siquiera hemos levantado aún la maldición.
Entonces, nuestras miradas se encuentran, ambas llenas de sorpresa y
desconcierto.
«¡El bardo! Nos hemos olvidado de él completamente».
20

Nos lavamos apenas las manos en la jofaina de Iain y nos adecentamos


como podemos para que no se note lo que acabamos de hacer.

Sin embargo, tengo la sensación de que todo nos delata: nuestras


expresiones ardientes, la respiración aún agitada y ese inconfundible olor a
sexo que aún nos impregna.
Iain toma mi mano y nos conduce por las escaleras empinadas, tirando
de mí casi con demasiada urgencia hasta llegar al despacho de Angus.
Nuestros pasos suenan estruendosos entre la algarabía que aún persiste
dentro de la fortaleza, un ruido intrusivo que se siente demasiado alto,
demasiado revelador.
Por suerte el bardo sigue ahí, esperando con un gesto de impaciencia
que se desvanece apenas cruzamos el umbral. Un brillo malicioso aparece
en sus ojos cuando nos ve, seguido de una sonrisa ladeada y pícara.
―¿Estaba en busca de otro tesoro escondido, laird MacLeod? ¿Acaso
se le resistía? ― pregunta, refiriéndose claramente a nuestras actividades
recientes con la falta de inhibición que parece acompañar a la vejez de
algunos.
Iain me aprieta la mano, sus dedos transmitiéndome una mezcla de
diversión y vergüenza. Aunque su rostro permanece imperturbable, puedo
notar cómo sus orejas se tiñen de un ligero matiz rojizo.
―Hay tesoros que deben ser debidamente apreciados ―contesta Iain,
su voz cargada de una gravedad que no logra ocultar del todo su propia
diversión.
El bardo mira de un lado a otro entre nosotros dos, un brillo triunfante
en sus ojos cuando finalmente se posan en Iain.
―No le quitaré mérito a lo que haga sonreír al huraño laird MacLeod
―responde, un matiz de satisfacción en su voz.
A pesar de las palabras irónicas y picantes, hay una especie de respeto
escondido en el tono de Ruaridh.
Luego, con un asentimiento hacia la piedra de Dunvegan, añade―:
Observemos que me trae ahí.
―Creía entender que debía tener cuidado con lo que hacía o decía
delante del bardo ―le susurro a Iain al oído.
―No hay nada de malo en que un hombre presuma de su futura esposa
―me responde con otro susurro menos sutil.
La boca de Iain se ensancha en una sonrisa canalla y maliciosa.
―Eres un tramposo ―le recrimino con una ceja alzada―. ¿Dónde
quedó toda esa preocupación por mi reputación?
―Cásate conmigo.
Nuestra conversación queda camuflada por la entonación en algo de
los versos de la piedra por el bardo, pero tengo la sensación de que a Iain no
le importaría si nos oyese e incluso puede que así sea.
Miro al hombre mayor. Su cara se arruga de concentración y sus labios
se mueven, mientras intenta traducir las palabras.
――Ar oíche dubhach do shárú na mallachta, ní foláir... foláir… ―se
queja al llegar a esa palabra, y me mira, en busca de ayuda.

Iain deja escapar una risa suave.

―Probablemente, signifique necesario o imprescindible ―sugiere.

Ruaridh asiente, y después de un momento, continúa.


―Sí, eso encaja ―conviene―. Es necesario visitar los cinco tesoros
mágicos, desvelar secretos, cumplir actos y obtener la liberación mediante...
mediante… ―Otra vez se detiene, frunciendo el ceño.

―Si nos dice la frase entera tal vez podamos adivinar qué significa esa
palabra por su contexto ―le sugiero.
―Sí, tiene razón ―me responde con apreciación―. Y obtener la
liberación mediante el Thiomáint de la luna.
Levanta la mirada hacia nosotros.
―¿Reflejo? ―propone Iain.
El bardo frunce el ceño y juega con su barba, murmurando en voz baja.
Luego saca un pequeño libro desgastado y empieza a pasar las páginas con
dedos expertos.
Sin embargo, yo tengo otra hipótesis. Thiomáint en irlandés significa
conducir, aunque es evidente que en este contexto no sirve.
―¿Es posible que esté relacionado con el movimiento? En irlandés esa
palabra habla de mover o manejar.
―¡Sí! Es muy posible. Aunque el gaélico escocés y el irlandés no son
idénticos, hay una cantidad significativa de solapamiento y similitudes
debido a su origen común.
―Son impresionantes, aunque me resultan poco gratificantes, tus
conocimientos de irlandés ―comenta Iain mirándome con un gesto irónico.
Le ignoro.
Se acerca y mira por la ventana a la luna creciente en el cielo nocturno.
Sus ojos tienen una mirada lejana y pensativa.
―La luna… conducir… mover…movimiento ―murmuro.
El bardo nos proporciona una traducción.
―En la noche oscura para deshacer la maldición, es necesario visitar
los cinco tesoros mágicos, desvelar secretos, cumplir actos y obtener la
liberación mediante el movimiento de la luna.
Las palabras llenan el aire con una sensación de anticipación. Sabemos
que tenemos una pista, pero hay tanto que aún no entendemos.
―¿Cinco objetos mágicos? ¿Desvelar secretos? ¿Cumplir actos?
―Iain parece frustrado―. Y ¿qué significa «el movimiento de la luna»?
―Quizás no es mover en el sentido literal ―murmuro, más para mí
misma que para ellos―. Quizás es mover algo más abstracto, como el
tiempo o las mareas… Creo que con el movimiento de la luna se refiere a
una fecha específica ―le respondo con una tranquilidad que contrasta con
su impaciencia.
―¿Esto indica algún tipo de ritual de purificación? ―pregunta
Ruaridh, sus ojos oscuros parpadean con una chispa de entendimiento.
Asiento, mordiéndome el labio inferior mientras reflexiono sobre las
posibilidades.
―Así lo parece ―admito―. Hasta que no encontremos el resto de los
objetos, no sabremos con certeza cómo proceder. Lo que sabemos es que se
debe realizar un ritual en un día específico con cinco objetos mágicos.

Iain se cruza de brazos, su postura se tensa y su rostro se endurece


mientras procesa la información.
―Entonces, debemos comenzar a buscar ―declara Iain con una
oscuridad siniestra―. Aún estamos lejos de deshacer la maldición.
Ignoro su actitud negativa y abro mi libro sobre la mesa delante del
bardo.
―Y este sería el famoso libro de las profecías de las MacLeod, ¿no es
así? ―pregunta el bardo Ruaridh, levantando una ceja canosa en dirección
al libro abierto sobre la mesa.
―Sí ―dice Iain al mismo tiempo que yo respondo―. No.
Él nos mira de uno a otro con curiosidad.
―El libro que tiene delante está lleno de enigmas en runas celtas
―explico―. Después de trabajar día y noche en los símbolos de esta
página, me di cuenta de que no se agrupaban en palabras familiares, sino en
notas musicales. Cada grupo de runas es una nota musical.
Ruaridh asiente lentamente, la sorpresa y la admiración llenan sus ojos
viejos y cansados.
―Ingenioso ―comenta.
―Necesito que toque la melodía que me diga si la conoce o tiene letra.
He apuntado al margen las notas musicales que he podido descifrar.
El bardo sonríe mientras comienza a leer mis apuntes. Sus dedos tocan
notas invisibles en el aire antes de coger su lira.
Toca la melodía en su vieja lira con una concentración evidente,
frunciendo el ceño mientras escucha las notas que llena la habitación. A
medida que toca, la melodía se despliega, suena dulce, pero con un tono
melancólico subyacente. Luego se detiene, pensativo.
―Es una hermosa melodía, sí, pero siento que falta algo ―dice
finalmente, sus dedos tamborileando en las cuerdas de la lira.
―¿Falta algo? ―pregunta Iain, inclinándose hacia adelante en su
asiento.
Asiente.
―Es como si se estuviera tocando la melodía principal, pero no
estuviera el compás. El ritmo que le da plenitud y cuerpo a la canción.
Catherine frunce el ceño pensativa.
―Entonces... ¿necesitamos encontrar el compás?
―Creo que sí ―responde Ruaridh ―. Y tengo una idea de dónde
podrían encontrarlo. Hay un lugar en Portree, un lugar de encuentro para
músicos, donde se tocan viejas canciones y ritmos. Tal vez allí puedan
encontrar lo que falta.
―Partimos mañana al amanecer ―dice Iain de repente, sin lugar a
replica―. Iremos a Portree.
―¿No se quedará el laird MacLeod para participar en el resto de los
juegos ahora que está de suerte? ―le pregunta el bardo con tono de burla.
Iain le mira con la seriedad que parece siempre tener reservada para él.
―Mis juegos, los de verdad, comenzarán con el alba. No tengo tiempo
para perder en fiestas ―responde.
Y él, que ya le conoce, no puede hacer otra cosa que asentir y
dedicarle una mirada resignada.
―Espero que esos juegos os traigan a ambos lo que buscáis, MacLeod.
Y yo le miro sorprendida, preguntándome cuánto sabe este viejo lobo,
y me da un guiño que me deja aún más desconcertada.

Nuestro camino al puerto transcurre en silencio. Embarcamos a


Portree, una de las poblaciones más importantes de la isla de Skye.
El puerto está lleno de gente, lo cual es de esperar en un día de
mercado y fiesta tan bullicioso. Iain y yo nos abrimos paso entre los
tenderetes y los compradores, de camino al barco de los MacLeod anclado
más allá.
Me tropiezo con una mujer. Lleva un vestido de lana verde oscuro y su
cabello pelirrojo recogido en un moño intrincado.
Cuando se da cuenta de nuestra presencia, se vuelve hacia nosotros.
Saluda a Iain con un asentimiento de cabeza.
Sus ojos se posan en mí con una expresión de interés claro, y una
curiosidad brillante irradia de su mirada.
―Debes ser la señorita Miller ―dice de forma amistosa―. Soy
Elspeth MacDonald.
Al oír su nombre, siento una emoción inexplicable, una mezcla de
entusiasmo y asombro. Después de todo, esta es la mujer que, según el
libro, termina siendo la amada de Iain, la heroína de la historia. Y aquí está,
real y tangible frente a mí y es más hermosa de lo que había imaginado.
El rostro de Iain es serio y cauteloso.
―Encantada ―le digo, extendiendo mi mano para estrechársela. Ella
parece sorprendida, pero la acepta y la sacude con amabilidad.
―Ayer… Ayer me sentí muy ofendida por la actitud de los hombres de
mi clan contigo. No importa cuán desagradables y maleantes sean los
MacLeod. Tú no eres una de ellos y deberían haberte tratado con respeto.
«¿Hola? ¿Perdona? ¿Acaba de insultar a Iain en su cara?».
―Si es cierto que das suerte, deberías unirte a nuestro clan. Es mucho
más poderoso que el de los MacLeod y nuestra hospitalidad es legendaria.
Además, los hombres MacDonald son mucho más apuestos si lo que buscas
es un buen matrimonio.
―Catherine no está buscando casarse con un MacDonald, Elspeth
―responde Iain con tono áspero.
―Mi hermano dice que eres muy bonita y él también será jefe de su
clan algún día. Un jefe mucho mejor que cualquier MacLeod.
Iain se pone rígido a mi lado, pero yo mantengo la sonrisa en mi cara,
aunque por dentro estoy desconcertada.
En mi libro, la química entre Iain y Elspeth era innegable, pero en la
realidad, parece que hay más tensiones que en un tendido eléctrico.
Elspeth sonríe ampliamente ante la reacción de Iain. Se vuelve hacia
mí y me dedica una mirada de conspiración.
―No te preocupes por Iain, Catherine. Los MacLeod son conocidos
por ser bruscos y malhumorados. Mi hermano, en cambio, es mucho más
amable y considerado, además de muy atractivo, debo añadir.
Sorprendida, levanto las cejas. Estaba preparada para encontrarme con
una Elspeth enfadada por entrometerme en su historia de amor, no con una
cuñada.
―Mira por ahí viene. Te lo presentaré ―dice resuelta.
Sin embargo, antes de que pueda suceder algo más, Iain toma la
iniciativa.
―Nos tenemos que ir ―interviene rápidamente y me coge del brazo,
alejándome de la encantadora, pero perturbadora Elspeth.
―Tu prometida es muy amable ―le digo con una sonrisa juguetona.
Se detiene bruscamente y me hace volverme hacia él.
―No es mi prometida ―gruñe él con un ceño fruncido. Luego, me
dirige una mirada intensa y severa―. No te acerques a ningún MacDonald,
Catherine, son traicioneros y no se puede confiar en ellos. Mantente alejada
especialmente de Liam, su hermano.
No puedo contener una risa ante su actitud. Él se muestra tan serio, tan
concentrado, que resulta casi cómico.
―Tienes que concederle que tiene razón en algo, Iain ―digo, todavía
sonriendo―. Eres bastante brusco y malhumorado.
La mirada que me lanza está llena de impaciencia, aunque detecto una
chispa de diversión en sus ojos. Sin decir nada más, toma firmemente mi
brazo y me guía hacia el barco que nos llevará a Portree.
Mientras embarcamos, mi mente vuelve a los últimos eventos. Todo es
tan distinto a lo que imaginaba a partir del libro. Las personalidades de los
personajes que creía conocer resultan ser más complejas, más reales.
El viaje a Portree es tranquilo y nos brinda un momento de respiro
después de toda la agitación. Iain pasa la mayor parte del tiempo en
silencio, mirando al frente con una concentración tan intensa que casi puedo
oír las ruedas girando en su mente.
Yo, por otro lado, estoy cautivada por la belleza del paisaje, con sus
escarpadas montañas y el azul sereno del agua que nos rodea.
A medida que nos acercamos a Portree, en la isla de Skye los hombres
se sienten en casa de nuevo y eso les hace estar de buen humor. Además,
vuelven con su preciada piedra y eso se sabe que tendrá un enorme impacto
positivo dentro del clan.
El pequeño puerto está rodeado de casitas de colores con techos de
paja que se reflejan en el agua cristalina del mar. El lugar está lleno de vida,
con mercaderes, pescadores y viajeros que se mezclan en un bullicioso
revuelo de actividad.
Desembarcamos y comenzamos a explorar la ciudad. Las calles están
llenas de música, risas y el aroma del pescado fresco que se cocina en las
parrillas. A medida que avanzamos, noto que Iain parece cada vez más
tenso.
No es difícil imaginar por qué: nos dirigimos al lugar de encuentro de
músicos, donde, de acuerdo con el enigma, debemos encontrar el «compás
de la melodía perdida».
Llegamos a una plaza llena de gente. Nos mezclamos con la multitud,
buscando alguna señal de lo que podríamos estar buscando.
La gente reconoce a Iain y le miran con respeto, otras con adoración y
la mayoría le saludan con cordialidad.
Sonrío.
Pese a su fría apariencia y las penurias, la gente de su clan parece
apreciarle.
El sonido de la música nos guía hasta una vieja taberna. En su cartel de
madera, ahora movido por el viento, además del nombre, una runa decora
las letras cursivas.
―¿Qué significa? ―le pregunto a Ewan que está a mi lado cuando
cruzamos la puerta.
―Se llama El cisne Plateado. Se dije que aquí se reúnen muchos
músicos para tocar contar historias antiguas y melodías perdidas.
Me quedo sorprendida. Parece que este objeto, sea el que sea, siempre
ha estado cerca de sus dueños mediante señales sutiles que no han sabido
identificar.
El interior de la taberna es oscuro y parece resistir a duras penas el
paso del tiempo, pero está lleno de gente y hay músicos en cada rincón
junto a sus violines, gaitas, acordeones y todo tipo de instrumentos. A veces
tocan solos y otras se agrupan creando una atmosfera contagiosa en la que
la gente aplaude, tararea y canta.
Nos sentamos en una mesa cercana al escenario donde un anciano está
tocando una gaita con tal pasión y maestría que captura la atención de todos
en el lugar.
Iain se acerca a los músicos que están en medio de una canción
animada. La taberna está llena de gente disfrutando de la música, las risas y
la bebida. Algunos incluso se levantan para bailar al ritmo de la melodía.
Cuando termina la canción, los músicos agradecen con gusto el trago
de whisky que Iain les ofrece. Después, les muestra la hoja que lleva en la
mano, cuidadosamente transcrita con las notas que he decodificado del
libro.
―¿Reconocéis esta melodía? ―pregunta Iain.
Los músicos se miran entre sí, sus rostros arrugados de confusión.
Pasan la hoja de mano en mano. Se puede ver que están luchando por
comprender lo que representan los símbolos.
Un hombre mayor con una barba canosa se ríe.
―La mayoría de nosotros no sabemos leer eso. Tocamos de oído, de
memoria. Las canciones se pasan de generación en generación.
―¿Podríamos intentarlo de otra manera? ―pregunto, y después de
obtener su asentimiento, procedo a tararear la melodía.
El grupo de músicos escucha con atención. Me río de mí misma
cuando comienzo a sentirme ridícula después de repetir la melodía un par
de veces, pero ellos me animan y un violinista, joven y de mirada vivaz,
comienza a imitarla con su instrumento.
Pronto, los demás se unen, cada uno aportando su parte a la melodía
hasta que la canción se llena de vida en el aire de la taberna.
A medida que la música flota a nuestro alrededor, veo un brillo de
reconocimiento en los ojos de algunos de los músicos más veteranos.
Parece que nuestra búsqueda podría no haber sido en vano después de todo.
―¡Vamos, May! ―dice el primer anciano en hablar―. Sé que la
conoces. Cántala para nuestro laird y su dama.
Una mujer mayor, que ha estado observando desde una esquina, se
acerca con una sonrisa amable.
――Es una melodía antigua ―dice, su voz es un susurro rasgado por
los años―. Pocos la conocen, pero se dice que se tocaba en los viejos
círculos de bardo.
La música llena la taberna mientras la anciana, May, comienza a
cantar. Su voz, que parecía tan vieja y gastada momentos antes, ahora
resuena con una dulzura y profundidad que parece trascender el tiempo.
Cada palabra que canta vibra con un poder antiguo, captando la atención de
todos en la sala y calmando muchas tempestades.
Mientras ella canta, Iain se inclina hacia mí, su aliento acaricia mi
oído.
Aunque la música de May es encantadora, la voz baja y suave de Iain,
susurrando la traducción en mi oído, hace cosas muy maravillosas en mi
cuerpo.
―En la sombra de las llamas crepitantes,
susurran los espíritus ancestrales,
mientras los mortales buscan respuestas,
en los secretos de las noches cerradas.
Las palabras son poéticas y llenas de misterio, encajando
perfectamente con la melodía y la atmósfera de la taberna.
―En la noche oscura de Samhain,
cuando el velo se desvanece entre los mundos,
las almas antiguas se alzan en danza,
y el pasado y el presente se entrelazan.
Las palabras de la canción, mezcladas con el sonido de la voz de Iain,
crean una combinación tan seductora que me eriza mi piel y me hace
suspirar con nostalgia. Cierro los ojos por un momento, permitiéndome ser
llevada por la melodía y la voz de Iain.
―Celebremos la conexión entre los mundos,
y abramos nuestros corazones profundos,
en Samhain, la noche del gran misterio,
donde el pasado y el futuro se encuentran en armonía.
Cuando la canción termina, la sala estalla en aplausos. Abro los ojos
para ver a May, que se inclina ante su audiencia con una sonrisa modesta.
Miro a Iain, quien me devuelve la mirada con una intensidad que hace
que mi corazón se detenga un latido.
Nuestra búsqueda puede que no haya terminado, pero este momento,
aquí y ahora, será un recuerdo que atesoraré para siempre.
―Samhain ―murmuro―. Es una festividad celta.
―Sí, Samhain ―confirma Iain con un asentimiento―. Es uno de los
festivales más importantes de nuestro calendario. Se celebra del 31 de
octubre al 1 de noviembre, marcando el final de la temporada de cosecha y
el inicio del invierno, o la «mitad oscura del año», como se le suele llamar.
―Los celtas creían que se abría una puerta entre el mundo de los vivos
y el de los muertos ―explico―. Y que los espíritus de los muertos podían
cruzar a nuestro mundo
Sus ojos me estudian cuidadosamente mientras digiere la información.
A pesar de lo sobrenatural del tema, su tono es serio.
―Aquí la gente suele dejar ofrendas de comida y bebida para esos
espíritus, pero en Samhain también se abren otro tipo de puertas a otros
mundos mágicos. Es un tiempo de adivinación y previsión del futuro
―añade―. Quizás es por eso por lo que este misterio está ligado a este
festival. Es un tiempo de transición, de cambio.
Mis pensamientos se interrumpen, un recuerdo llega a mí, rápido y
agudo como un dardo.
―¿Qué día me dijiste que era cuando me encontrasteis?
―No te lo dije ―me responde, un tono de misterio subyace en su voz.
Un escalofrío recorre mi espina dorsal, el presagio de una verdad aún
no revelada.
―Pero era…
―Samhain ―Su voz es baja y cargada de significado.
Iain se queda en silencio por unos segundos, su mirada intensa y
pensativa se clava en mí. Sin romper el contacto visual.
May que había desaparecido después de su canción, se desliza hacia
una silla junto a nosotros.
Su viejo y arrugado rostro se ilumina con una sonrisa orgullosa
mientras se acomoda.
―Creí que esa canción se había olvidado hace mucho tiempo
―admite, su voz rasposa añadiendo una capa de nostalgia a sus palabras―,
pero siempre supe que tenía un propósito. Ha sido legada de generación en
generación en mi familia.
Con manos temblorosas pero seguras, May saca un trozo de papel
desgastado y amarillento de su bolsillo. Lo desdobla con cuidado, como si
fuera un preciado tesoro, y lo coloca sobre la mesa.
La hoja está llena de notas musicales, junto con la letra de la canción
que May acaba de cantar. Las notas están bellamente escritas a mano,
aunque el papel muestra signos de envejecimiento y uso. Puedo ver marcas
de agua y manchas de tinta aquí y allá.
―Esta es la partitura de la canción ―dice May con una sonrisa,
pasándonos el papel―. Ninguno en mi familia sabe leer, pero sabíamos que
debíamos guardarla y esperar el momento adecuado para compartirla.
Quizás ese momento es ahora.
Miro a Iain, que está estudiando la partitura con una intensidad feroz.
Veo la concentración en su rostro y la forma en que sus dedos trazan
ligeramente las notas en el papel.
―Gracias, May ―dice, su voz suena más suave y gentil que nunca. La
anciana sonríe con satisfacción y asiente.
Guarda con cuidado la preciada partitura en su morral, como si se
tratara de ese antiguo tesoro que relataba el bardo.
Me doy cuenta de la seriedad con la que Iain se toma nuestra misión.
No solo está decidido a deshacer la maldición que pesa sobre su clan, que
ya es suficiente razón, sino que también se debe a que todo esto forma parte
de la historia y las tradiciones de su pueblo.
―Ha sido un honor conoceros ―agrega la anciana antes de girarse
para mirarme.
Los ojos de Iain brillan con un fuego nuevo. Se vuelve hacia la taberna
llena de músicos y levanta su copa.
―¡Por May, la portadora de nuestra historia! ¡Y por la antigua melodía
que nos ha revelado! ―brinda, y la taberna estalla en aplausos y vítores―.
Y por Catherine, por su ingenio, su valentía y su inigualable talento para
desentrañar los misterios que nos han eludido durante tanto tiempo y por
que deje de resistirse y finalmente acepte ser mi esposa.
La taberna estalla en carcajadas, en aplausos y vítores.
«No puedo creer lo que acabo de escuchar».
Iain me mira con una sonrisa, la misma que tiene cuando está a punto
de hacer algo peligroso o temerario, y por un momento, todo lo demás
desaparece.
Me gusta especialmente este Iain divertido y feliz. Estoy segura de que
nadie en ese lugar se ha tomado sus palabras en serio. Lo que es un alivio.
Se acerca y me susurra junto al oído.
―No hace falta que respondas ahora, Catherine ―dice, su voz suena
extrañamente suave en medio del alboroto de la taberna―. Tengo tiempo
para convencerte hasta Samhain.
21

Iain decide pasar la noche en una posada en Portree antes de salir al día
siguiente al castillo de Dunvegan. Es un lugar sin grandes lujos, pero es
cálida y acogedora, con un ambiente agradable.
Nos sirven una cena poco nutritiva, pero abundante a base de caldo,
pan y ajo y Duncan se acerca con noticias nuevas. Se sienta junto a su laird
haciendo a un lado a Brody.
―Una patrulla inglesa ha asaltado el pueblo de Broadford. Están
buscando a ese forajido de Rob Roy MacGregor. Los murmullos se
extienden entre los MacLeod.
Yo que solo puedo imaginarme a Rob Roy como Liam Neeson y sobre
todo en esa escena en la que sale del mar después de un baño, levanto la
cabeza con sorpresa.
―¿Robert Roy MacGregor? ―pregunto con curiosidad.
―Así es, el mismo ―responde Duncan con una expresión seria―.
Parece que ha estado causando problemas en el sur y los ingleses están
furiosos.
Iain gruñe ante la noticia, tensando su mandíbula. Con el rabillo del
ojo, puedo ver que sus dedos se tensan alrededor de su jarra de cerveza.
―Los ingleses siempre están furiosos con algo. Necesitan mantener
sus narices fuera de nuestros asuntos ―murmura Alasdair.
La tensión en el ambiente es palpable. Todos los hombres presentes
conocen el riesgo que suponen los soldados ingleses, especialmente para
aquellos, como Rob Roy, que no son precisamente leales a la Corona.
Iain, que ha estado callado durante toda la conversación, se inclina
hacia mí, la curiosidad brillando en sus ojos.
―¿Cómo conoces a Rob Roy, Catherine? ―pregunta con una ceja
arqueada. Su voz es baja, casi un murmullo, pero la sorpresa se filtra a
través de cada palabra.
Miro a Iain y encojo los hombros, tratando de restarle importancia a mi
revelación.
―Es… famoso, supongo. ―Me esfuerzo por mantener mi tono
casual―. Hay relatos… sobre él.
Hay un momento de silencio mientras Iain me observa, su expresión es
impenetrable.
Lo cierto es que aún falta un siglo para que Sir Walter Scott escriba su
libro sobre Rob Roy MacGregor y romantice su vida fuera de sus fronteras.
―Interesante ―murmura finalmente, su ceño se frunce ante algún
pensamiento antes de dar un trago a su bebida.
Duncan ríe a carcajadas.
―Rob Roy es más que un dolor de cabeza para los ingleses, es un
verdadero azote. Es un bandido, sí, pero también es un héroe para mucha
gente. Se le conoce como el Robin Hood de Escocia, robando a los ricos
para ayudar a los pobres.
La imagen de Liam Neeson parece más adecuada ahora y me pregunto
cómo se las arreglará Rob Roy para escapar esta vez.
Uno de los hombres, una figura gruñona con una barba canosa, deja su
jarra sobre la mesa con un golpe.
―¡Bah! ¡Solo es un forajido que se esconde en el monte y roba a los
ricos y a los pobres por igual! ―escupe. Sus ojos se entrecierran y mira a
los hombres reunidos―. Es un jacobita reconocido. Participó en la última
rebelión del 15 con los MacDonald. Los pretendientes Jacobitas son todos
unos inútiles, unos absolutistas, el último reinado fue un desastre. ¡Nada
más que promesas vacías y derroche!
Hay murmullos de acuerdo en la sala y veo a Iain asentir ligeramente
con la cabeza.
―Hay verdad en tus palabras, Callum ―dice, su voz es profunda y
meditativa―. Los Jacobitas pueden hablar de derechos y reinados, pero a la
hora de la verdad, sus líderes nos han dejado con las manos vacías.
En la posada la conversación se vuelve intensa, cada hombre parece
tener su propia opinión sobre el asunto Jacobita. Algunos hablan con
amargura, otros con esperanza.
Pero todos, hasta el más apasionado, compartenn el sentimiento de
descontento que llena la sala.
Y mientras los hombres discuten sobre la política y la guerra, me
encuentro observándolos en silencio. Aunque no entiendo todos los matices
de su discusión, no puedo evitar sentir un nudo en el estómago. Porque sé lo
que viene. Cómo termina todo esto.
Así que, levanto mi jarra y brindo conmigo misma por su pasión, por
su resistencia y, sobre todo, por su esperanza.
Porque, en este mundo incierto, a veces la esperanza es todo lo que
tenemos.

Después de la cena, cuando todos se dispersan para ir a sus respectivos


alojamientos, Iain me aparta del grupo con un movimiento de su brazo en
mi cintura. Aunque la acción parece casual, su agarre es firme y hay un
brillo inquisitivo en sus ojos cuando me mira.
―¿Qué sabes de Rob Roy, Catherine? —pregunta directamente, con el
ceño fruncido.
―Leí sobre él —digo simplemente, intentando restarle importancia.
No me ha pasado desapercibido el cambio en su tono y no quiero darle más
razones para desconfiar de mí.
Pero él parece inmune a mis evasivas. En lugar de relajarse, su agarre
se tensa y se acerca aún más a mí. Ahora estamos tan cerca que puedo sentir
el calor de su aliento en mi rostro.
―Eso no tiene sentido —dice lentamente, sin apartar la mirada de mi
rostro—. Las noticias no viajan tan rápido al otro lado del mundo. Escocia
no importa a nadie.
Estoy en un dilema. No puedo decirle la verdad, pero tampoco puedo
seguir mintiéndole. Y mientras lucho con mis pensamientos, él se queda
allí, observándome con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Una
combinación peligrosa, sobre todo cuando está dirigida hacia mí.
―Además, veo un brillo en tus ojos cuando hablas de ciertas cosas,
como si supieras más de lo que deberías. Y no puedo evitar tener miles de
dudas sobre ti.
«Maldito cabezota, perceptivo y desesperante hombre».
Me lleva un momento recomponerme antes de poder hablar de nuevo.
Y cuando lo hago, me aseguro de que mi voz sea firme y segura.
―Quizás no parezca lógico para ti ―le digo―, pero te aseguro que lo
que te digo es la verdad.
Él me mira un momento más, buscando en mi rostro alguna señal de
que estoy mintiendo. Pero no lo estoy, al menos no completamente. Y creo
que él lo sabe, porque finalmente afloja su agarre y asiente.
―El clan MacLeod no es jacobita, Catherine ―dice Iain, mirándome
directamente a los ojos. Hay un deje de seriedad en su tono que no he oído
antes, haciendo que su advertencia se haga aún más intensa―. No somos
católicos. Apoyamos al gobierno de los Hannover. A cambio, los ingleses
nos dejan en paz y sus políticas de desarme y el pago de tributos no son tan
opresivas.
Hace una pausa, como si estuviera buscando las palabras adecuadas
para lo que viene a continuación. Y cuando habla de nuevo, su voz es más
suave, más introspectiva.
―He visto tu cara cuando hablaban de Rob Roy MacGregor
―continúa―. Y he visto reflejada en tus ojos tu admiración por él. Puedo
entenderlo. Es un hombre valiente y carismático. Pero también es un
fugitivo y un rebelde, y eso le ha traído problemas a su clan y a su familia.
No quiero que eso nos pase a nosotros. No quiero que eso te pase a ti.
―No soy jacobita, Iain. No estoy aquí para tomar partido en tus
guerras, ni en tus conflictos políticos. Tampoco soy una espía si eso es lo
que estás pensando.
Mis palabras parecen sorprenderlo un poco y por un momento, se
queda mirándome fijamente antes de romper a reír.
Su risa es una cosa hermosa, rica y vibrante, y cambia su rostro
endurecido de una manera que no puedo dejar de admirar.
―Puede que lo haya sospechado, pero eres... tan intrigante. Hay algo
en ti que no puedo descifrar.
―Y aun así insistes en que me case contigo.
―Te lo he dicho. Es lo correcto y… te deseo.
―Lo sé, pero…
―No, no lo sabes.
―Bueno, creo que… ―empiezo, pero me interrumpe.
―No ―niega, su voz baja y tensa―, no lo sabes, Catherine.
Hay un silencio que se extiende entre nosotros, un vacío lleno de
palabras no dichas.
―Que descanses ―me dice antes de depositar un suave beso en mis
labios al amparo de la oscuridad y reunirse con sus hombres en algún lugar
de esa posada.
Entro en mi habitación individual y me recuesto contra la puerta sin
respiración, sin piel, sin huesos y sin alma.

Al amanecer, nos preparamos para continuar nuestro viaje al castillo de


Dunvegan. Cuando un criado trae mi caballo, una magnífica bestia de capa
parda, siento que me tiemblan las piernas.
Es enorme.
―¿Nunca has montado a caballo, Catherine? ―pregunta Struan con
una sonrisa maliciosa, captando mis dudas.
Pronto, otros hombres se unen a su diversión, sus risotadas llenan el
aire fresco de la mañana.
«Mira, cómo se ríen ahora los que no saben nadar ni leer…».
―No exactamente… ―admito, sintiéndome expuesta bajo sus
miradas divertidas.
Iain, que ha estado alejado en una conversación con algunos de sus
hombres, vuelve su atención hacia nosotros al oír mi respuesta. Con una
expresión que es una mezcla de incredulidad y diversión, se acerca a mí.
―Bueno, eso es interesante ―dice, la burla suave pero innegable en
su tono―. Una mujer que puede resolver acertijos en lenguas antiguas y
atrapar peces con sus propias manos, pero que no sabe montar. ¿Cómo es
posible que hayas sobrevivido hasta ahora?
―¿Que cojo peces con mis propias manos? ―repito con un tono
incrédulo y exasperación.
Antes de que pueda decir más, Iain da un paso hacia mí, cerrando la
brecha que nos separa. Con un rápido movimiento, me levanta por la
cintura, provocándome una exclamación de sorpresa. En un instante, estoy
sentada en la silla del caballo, con Iain detrás de mí.
Siento su calor a través de la tela de mi vestido, su pecho ancho contra
mi espalda y su aliento cálido en mi cuello.
―Así es como los jinetes principiantes deben montar ―me dice en
tono tranquilizador. Su voz es baja y calmada, como si montar sobre una
bestia con un guerrero escocés del siglo XVIII fuera lo más normal del
mundo.
―Es un gran cambio desde que me cargabas sobre tu hombro.
Siento el pecho de Iain temblar con su risa en mi espalda.
―Muchas cosas han cambiado desde entonces, Catherine ―afirma, y
su voz es más suave, su acento se vuelve más profundo, como si estuviera
reflexionando sobre algo.
Con una mano firme en las riendas y la otra alrededor de mi cintura,
Iain dirige al caballo fuera del patio de la posada.
Sus dedos se tensan alrededor de mi cintura, un gesto inconsciente que
envía un hormigueo de anticipación a través de mi estómago.
Me concentro en el constante y suave movimiento del caballo debajo
de nosotros y en el de los cambios en los muslos de Iain dirigiendo al
animal tras de mí.
Una suave lluvia se desliza entre nosotros y noto cómo extiende su
tartán sobre los dos.
Cierro los ojos, inhalando el aire fresco de la mañana mezclado con el
aroma de cuero y el olor terroso único de Iain.
Es extraña la manera en que volver al castillo de Dunvegan se siente
de alguna forma como volver a casa.

Iain espolea el caballo y este se pone al galope por lugares que nadie
en su sano juicio podría llamar camino.
―Cumhachd Dhèanamh, lass ―le oigo decir por encima de los latidos
desbocados de mi corazón.
Alasdair a nuestro lado se ríe escandalosamente.
―¿Qué significa? ―le pregunto más tarde cuando el ritmo que
impone a nuestro caballo y al de sus hombres es más tranquilo.
―Es el lema de nuestro clan. «Agárrate fuerte».

A medida que el caballo avanza hacia Dunvegan, mis pensamientos se


enredan en el viento que me acaricia la cara.
Aún faltan meses hasta Samhain, pero estoy convencida de que no
necesitaré permanecer aquí tanto tiempo, de que descubriré antes en el libro
cómo volver.
Voy a descifrar los enigmas restantes antes de esa fecha, le diré a Iain
lo que tiene que hacer para romper la maldición, y de alguna manera
volveré a la comodidad de mi siglo con Wi-Fi y café con leche.
«Por Dios, daría lo que fuera por un café».
Escucho la risa de Iain a mi espalda, su pecho vibrando contra mi
espalda.
―¿Has dicho café? ―pregunta, su aliento caliente golpea el costado
de mi cuello.
—Sí, ¿alguna vez lo has probado? —pregunto, girando mi cabeza para
mirarlo por encima del hombro.
Él se encoge de hombros, su sonrisa es cautivadora, sus ojos se
entrecierran mientras ríe suavemente.
—Tuve la oportunidad de probarlo en Edimburgo hace un tiempo.
Aunque debo admitir que prefiero un buen whisky —confiesa, sus dedos
dan un ligero apretón en mi cintura.
«Sí, sentí perfectamente el sabor del whisky en sus labios y el calor
que me recorría el cuerpo cuando lo probaba de su boca».
―Echo de menos mi café matutino —confieso, mirando al frente y
apretándome contra su pecho al sentir un golpe de viento frío—. Siempre
solía tomar una taza de café cada mañana, justo después de despertar. Era
una especie de ritual, supongo.
―¿Otro ritual mágico?
―No exactamente —río suavemente—. Pero me ayudaba a empezar el
día con energía. Y sabía tan bien...
Hay un breve silencio antes de que Iain continúe.
―No sueles hablar sobre ti o tu vida.
«Ya… Es difícil cuando todo lo que se puede decir está rodeado de
mentiras e invenciones».
―Supongo que no... —admito, y luego lo miro por encima del hombro
—. ¿Quieres saber algo en particular?
Iain parece considerarlo por un momento antes de responder:
―Quiero saberlo todo, Catherine —afirma, su voz tan suave—. Pero
sé que eso te puede resultar abrumador, así que podemos empezar por algo
simple... ¿Cómo eran tus mañanas antes del café?
—Mis mañanas... —comienzo, esforzándome por ordenar mis
recuerdos en un relato coherente para él—. Bueno, me despertaba
temprano, antes del amanecer. Mi padre está convencido de que comenzar
el día con el sol forja el carácter y aumenta nuestras probabilidades de éxito
en todo aquello que nos propomgamos ―le explico riéndome―. Y siempre
empezaba la mañana con un libro en las manos…ya fuera para el trabajo,
aprender o… simplemente leer.
―¿Trabajar? ―pregunta intrigado.
―¡Ah! Sí, ya te dije que mi madre es maestra. Yo la ayudaba en esa
tarea.
―¿Y tu padre?
― Mi padre es un hombre muy educado, un ilustrado, y quería lo
mismo para mí. Así que pasé gran parte de mi juventud entre libros y
papeles. Aprendí a leer y escribir a una edad temprana.
Parece genuinamente impresionado.
―¿Cómo acabaste prometida con el irlandés?―pregunta con tono
casual.
Vacilo un momento antes de hablar. Me toca las narices tener que dar
tanta relevancia en mi historia a ese cretino.
―Nos conocimos en la universidad, a través de mi padre ―respondo,
sintiendo cómo la tensión se relaja ligeramente. No es una mentira total.
Conocí a Sean en la universidad, aunque no exactamente a través de mi
padre―. Él era encantador, divertido y sabía cómo hacerme reír. Con el
tiempo, nuestro afecto creció más allá de la amistad y terminamos
comprometidos.
Miro de reojo a Iain, quien parece estar considerando mis palabras.
―¿Tu padre es profesor de la universidad? ―pregunta.
―Sí, es profesor… ―El estudio de la historia como disciplina
académica no se estableció hasta el siglo XIX, así que esto es algo que
tampoco debo dejar escapar―. Sean era uno de sus estudiantes y se
convirtió en uno de sus favoritos. Me lo presentó un día cuando fui a
visitarlo a su oficina. Pensó que nos llevaríamos bien porque ambos
compartíamos amor por el aprendizaje. Y tenía razón, en parte.
―¿Solo en parte? ―Iain pregunta con curiosidad.
«Eso no es del todo inventado. A los dos nos unía el amor por la
historia y era encantador y divertido… El problema era que a él le unían
muchas otras cosas con más personas… Y tenía problemas para tener la
bragueta cerrada» .
―Bueno, Sean y yo nos llevamos bien desde el principio y tenemos
mucho en común ―respondo tajante con pocas ganas de alargar más este
tema.
―¿El compromiso fue antes o después de que te robara tu virtud? ―su
voz suena baja y contenida. Llena de ira.
Miro hacia atrás con sorpresa.
―¿No te parece ese un tema sumamente delicado para que puedas
abordarlo tan fácilmente?
«Estamos en el siglo XVIII, por el amor de Dios, no se habla de sexo».
Iain frunce el ceño, su expresión parece pensativa y algo irritada.
―Creo que ya hemos traspasado varios límites, Catherine, y hemos
dejado claro que ser delicados el uno con el otro no es uno de nuestros
propósitos ―replica, su mirada clavada en el camino que se abre delante de
nosotros.
―No voy a hablar de ello ―afirmo tajante.
―¿Por que te avergüenzas?
―¿Que si me avergüenza haber tenido un sexo fantástico y consentido
con una persona que me atraía? No, por supuesto que no ― respondo, una
mezcla de desafío y sorpresa en mi voz.
«Vale, reconozco que luego me arrepentí, pero no en ese momento».
―Fantástico… ―repite él con mordaz ironía.
Ni siquiera Sean fue el primero con el que estuve, pero no me atrevo a
abrir esa caja de Pandora delante de este cavernícola con ideas
tradicionalistas sobre la pureza y el matrimonio. Sería como echar gasolina
al fuego.
«Maldito siglo XVIII y su hipocresía» pienso, cerrando los ojos para
contener la frustración. Tengo que ser muy cuidadosa en la forma en la que
pinto mi pasado. No quiero que mi sinceridad cause más problemas.
―¿Ha… ha habido otros? Porque insinuaste que…
Su agarre alrededor de mi cintura se tensa ligeramente.
Respiro hondo, maldiciendo internamente. Me metí en esto, ahora toca
bailar.
―No, no los ha habido ―declaro, cortando cualquier pregunta
adicional de raíz.
― Por muy divertido o encantador que sea ―repite con tono ácido―.
No puedo sentir respeto por ese irlandés. Ningún hombre decente tomaría la
virtud de una mujer fuera del matrimonio.
Ruedo los ojos, irguiéndome para enfrentarlo. Su rostro es una mezcla
de rabia y frustración, pero no me detengo.
―¿La virtud no, pero sí se permiten otros… intercambios?
El color de sus ojos oscurece, y se inclina hacia mí, sus ojos bajando
brevemente a mis labios.
―Creía que no querías hablar de estos temas delicados.
―¡Has sido tú el que ha insistido…!―me interrumpo cuando una
sonrisa torcida se dibuja en sus labios, y sus ojos vuelven a encontrar los
míos con una intensidad que me toma por sorpresa―. Eres un hombre
desesperante, MacLeod.
A pesar de todo, nos sumergimos en un silencio incómodo, cada uno
perdido en sus pensamientos. Puedo sentir su respiración ralentizarse, su
pecho subiendo y bajando contra mi espalda en un ritmo constante y
calmado.
―Entiendo… que eres una mujer que huye de los convencionalismos.
Eres distinta a todo lo que yo haya conocido antes. Te dejas llevar por tus
instintos sin pensar en las consecuencias y llevas en la sangre tanta pasión y
tanto atrevimiento… Y lo admiro, pero a una parte de mí le gustaría aplacar
ese espíritu indómito.
―A… ¿aplacar? ―titubeo, mis ojos estrechándose con sospecha.
―Sí, me gustaría domarte. ―Su voz suena oscura y perversa.
―Espera, espera, MacLeod. No sé qué ínfulas o ensoñaciones
siniestras de domador de circo tendrás, pero olvídate de involucrarme a mí
en ellas.
―No me tientes, Catherine.
Su tono de voz ya suele sonar profundo y cavernoso sin que estén
implicados pensamientos perversos. Trago saliva.
―No te estoy tentando, te estoy advirtiendo. Quítate de la cabeza esas
fantasías de sumisión.
Su risa baja reverbera en el espacio entre nosotros y lejos de calmarme,
hace que me remueva delante de él con una extraña sensación de inquietud
en el pecho.
22

Nuestra llegada a Dunvegan con los objetos sagrados y la historia de la


victoria en Mull es acogida con alegría.

Struan se encuentra en su elemento en el gran salón de Dunvegan,


entusiasmado y gestual, narrando nuestras hazañas de la manera más
exagerada y divertida posible.
El ambiente está lleno de risas y alegría, la emoción de nuestro regreso
y nuestra victoria se siente en cada rincón de la sala. Cada uno de nosotros
es recibido con aplausos y saludos, como si fuéramos héroes de algún tipo.
A pesar de todo, no puedo evitar una pequeña sonrisa ante la absurda
imagen de todo esto.
Struan relata la historia del abordaje de los MacDonald y, por
supuesto, la historia del «beso de la vida».
―Y ahí estaba nuestra valiente Catherine, sin temor y decidida,
inclinándose sobre el cuerpo inerte de Ewan y dándole un beso que lo
revivió...
Las risas llenan el salón y yo siento mis mejillas arder.
«Así debió empezar también el cuento de La bella durmiente. No me
cabe ya duda de que el príncipe Felipe fue malinterpretado».
―¡Maldita sea! No fue un beso ―interviene Iain, que ya lleva más de
un par de brindis con whisky en su haber.
Su voz burlona me hace mirarlo, y me encuentro con su mirada
divertida y ligeramente brillante por el alcohol.
―Oh, pero desde mi perspectiva, ciertamente parecía un beso,
hermano ―responde Struan, guiñándome un ojo―. Aunque, claro, quizás
Catherine tenga una mejor explicación.
Todos los ojos se vuelven hacia mí, y no puedo evitar reírme.
―Intentaba ayudarle a respirar. No fue un beso, aunque puedo
entender la confusión.
Hay una risa generalizada en la sala y puedo ver a Iain rodar los ojos
ante mi explicación.
―Tal vez deberíamos hacer una demostración para que no quede
ninguna duda ―propone Struan, con una sonrisa maliciosa.
Las risas estallan de nuevo.
―¿Algún voluntario?
Ante la pregunta de Struan, varios de los hombres levantan la mano,
una marea de sonrisas socarronas e insinuaciones divertidas llenan la sala.
La idea parece divertirles enormemente.
«Por el amor de Dios... ¿En serio?»
Iain se ríe, su profunda carcajada resonando en la sala.
Se pone en pie, su figura alta imponiendo expectación entre los
presentes y suelta un comentario en gaélico que provoca más risas. No
entiendo una palabra, así que no puedo compartirlas.
―Es cierto que nuestro laird ya nos hizo una demostración en Mull
delante de todos los clanes de las Hébridas, tras ganar el torneo de Shinty a
caballo contra los MacDonald besó a la muchacha hasta dejarla sin
respiración.
Ante el comentario de Struan, la sala vuelve a llenarse de carcajadas y
bromas.
―Es tradición besar a la chica más bonita después de ganar
―responde Iain como un bribón. Luego me mira con sonrisa canalla y
engreída―. ¿Es cierto? ¿Te dejé sin respiración?
Suspiro teatralmente antes de responder, disfrutando de la atmósfera
festiva y de la oportunidad de molestar a Iain un poco.
―Es más posible que fuera Ewan el que me dejara sin aire dadas las
circunstancias.
La sonrisa torcida de Iain se estira aún más, sus ojos brillan de
diversión. Se inclina ligeramente hacia mí
―Tendré que asegurarme de hacer un mejor trabajo la próxima vez
―replica, su voz más baja, solo para mí.
Moraq, sentada al otro lado de la mesa, muestra una sonrisa de
satisfacción mientras escucha la interacción entre su hijo y yo.
Sus ojos reflejan un brillo que no estaba ahí antes.

Al salir de la sala, el ruido de la celebración disminuye hasta quedar en


un zumbido de fondo. El silencio y la oscuridad de los pasillos ofrecen un
contraste bienvenido a la abrumadora vitalidad de la sala de banquetes.
Estoy a punto de tomar el camino que lleva a mi alcoba cuando veo una
silueta en el rincón más oscuro del pasillo.
Reconozco a Emily al instante, en un abrazo íntimo con un hombre al
que no reconozco de inmediato. Cuando se aparta de él, la luz de una
antorcha cercana ilumina su rostro, y me doy cuenta de que es Andrew, el
caballero inglés. Estoy a punto de dar media vuelta y marcharme cuando
Emily me ve.
Se separa de Andrew y se acerca a mí con una sonrisa algo apurada.
―Laird MacLeod me ha pedido que te prepare un baño, Catherine.
Asiento, aún sorprendida por la escena que acabo de presenciar, pero
intento no demostrarlo.
―Gracias, Emily. Te encontraré allí.
Le da una última mirada a Andrew antes de seguir su camino. Su
rostro muestra una mezcla de sorpresa y culpa, pero no digo nada.
A pesar de que mi propia actitud hacia el amor y el sexo es mucho más
liberal que la de la mayoría en esta época, no puedo evitar preocuparme por
Emily. En el siglo XVIII, las relaciones entre caballeros y criadas rara vez
terminan bien.
Es un hecho triste que una criada que queda embarazada fuera del
matrimonio es a menudo despedida, y una mujer embarazada sin marido es
vista como una vergüenza para la sociedad. Y eso sin mencionar las
posibles enfermedades de transmisión sexual, para las que la medicina de
esta época tiene pocos remedios efectivos.
No sé mucho sobre Andrew y esto podría ser solo una conquista para
él, pero también podría ser algo más.
No es mi lugar interferir en los asuntos privados de los demás.
―Asegúrate de no dejarla embarazada ―le susurro a mi paso, mis
ojos clavados en los suyos.
La cara de Andrew se torna en una mezcla de sorpresa y desconcierto.
Pero se recupera rápidamente, devolviéndome una sonrisa arrogante
mientras eleva una ceja en un gesto desafiante.
―No llegará tan lejos. Solo es una distracción ―responde él con una
despreocupación que me irrita.
Me detengo. Mi mirada se endurece mientras le respondo,
asegurándome de que mi voz esté cargada de advertencia.
―Entonces, asegúrate de que ella también tenga eso claro. No arruines
su vida, Andrew.
Él ríe ante mi severidad, un destello juguetón en sus ojos.
―¿Tal vez sean celos eso que huelo, Catherine? ―me pregunta
divertido.
Frunzo el ceño ante su insinuación, cruzándome de brazos.
―No seas ridículo.
―Tampoco es muy distinto a lo que ocurre entre John y tú. Parece que
habéis intimado mucho durante el viaje, pero él no se casará contigo. Lo
hará con esa MacDonald por el bien de su clan. Tú no eres más que una
mujer de origen incierto, francamente fascinante, que ahora mismo parece
haberle traído un poco de esperanza y… distracción en su tormentosa
existencia.
Le miro con una sonrisa condescendiente.
―Procuraré no dejarle embarazado.

El primer golpe no me despierta, el segundo me saca de mi sueño poco


a poco sin que sea consciente de su procedencia o ya puestos incluso cuál es
mi nombre, el tercero me saca de mi estupor completamente.
Suena otro golpe en la puerta. Retiro las pieles que cubren mi cama y
me acerco a ella. Abro apenas un poco y me encuentro con ojos zafiro
oscurecidos por la penumbra del pasillo. Tiene una mano apoyada en el
marco de la puerta y levanta la cabeza cuando me ve con un gesto
contrariado.
―¿Abres tu dormitorio a cualquiera sin preguntar de quién se trata?
―me reprocha. Su voz suena pastosa y adormilada. Puedo decir que,
después de que me fui del salón, él continuó con sus hombres vaciando
botellas de whisky.
―¿Quién es? ―le pregunto con tono de burla.
Él me lanza una mirada poco amistosa.
―No debería estar aquí ―me dice al fin como un lamento como si
realmente tuviera dolor.
―¿Y a qué has venido entonces?
―A darte las buenas noches y a… demostrarte que puedo hacerlo
mejor.
Con una risa, me cruzo de brazos y alzo una ceja desafiante.
―Bueno, me alegra saber que estás dispuesto a mejorar en todo lo que
te propongas, MacLeod. Prometo darte una valoración detallada de tu
técnica.
Se acerca, sin soltar su agarre del marco de la puerta, su mirada se
clava en mí. Con la cercanía me doy cuenta de que el aroma del alcohol es
más fuerte de lo que pensaba.
―Eres una bruja, Catherine Miller, te gusta torturarme y juegas
conmigo con tus artes de seducción malignas.
Sus palabras son un gruñido bajo y ronco, lleno de frustración y de un
deseo inconfundible. Su mirada recorre mi figura, enfocándose en los
puntos donde mi camisón de lino revela más de lo que cubre.
Mis pezones reaccionan a su mirada, endureciéndose bajo la fina tela.
Dejándose guiar por su deseo, se suelta del marco de la puerta y
extiende su mano hacia mí.
―No debería estar aquí ―murmura, pero sus dedos ya están
acariciando la piel expuesta de mi clavícula, aventurándose bajo la tela.
Sus nudillos descienden hasta la cima de mi pecho, y no puedo
reprimir un suspiro de anhelo.
―Estás muy bebido y hoy he prometido que no me aprovecharía de ti.
Él se ríe suavemente, su mirada nunca apartándose de la mía.
―Solo entiendo la mitad de lo que dices la mayoría de las veces, pero
no me importa. Te voy a besar hasta que te quedes sin respiración,
Catherine.
Siento un escalofrío de anticipación.
Su mano libre se desliza por mi cintura, agarrando la fina tela de mi
camisón en un puño mientras tira de ella hacia él.
Se inclina hacia mí, sus labios rozando los míos mientras su aliento
huele a whisky y a noche.
―Iain... ―susurro, pero mis palabras son interrumpidas por sus labios.
Me besa salvajemente.
Su boca se mueve sobre la mía, probándome, desafiándome. Respondo
a su beso con igual salvajismo, mis manos aferrándose a su camisa,
anhelando tocarlo bajo ella.
Iain gruñe en aprobación, su lengua explorando cada rincón de mi
boca.
Siento cómo se mueve y me acorrala contra la pared fría.
Sus manos descienden por mi cuerpo rozando mis pezones con sus
pulgares. Arruga mi camisón en su camino. Sus dedos se enredan en los
pliegues de la tela, acariciando la piel desnuda que encuentra ahí.
Deja mi boca para hacer descender sus labios por mi cuello y sigue
bajando por la piel de mi clavícula hasta que se encuentra con la camisa. La
aparta con la barbilla y deja un beso suave entre mis pechos.
―¿Cuándo escribirás esa carta? ―me pregunta.
―¿Qué carta?
―La que vas a escribir a ese cretino para decirle que prefieres estar en
mis brazos y que anulas el compromiso.
―Pensaba que no creías lo de mi compromiso.
―Ahora sí lo creo. Has hablado de él con sinceridad y odio pensar que
hay otro hombre por ahí pensando que le perteneces.
Sus palabras son un murmullo contra mi piel, el calor de su aliento
haciendo que me estremezca. Mis manos se enredan en su pelo,
acariciándolo, disfrutando de la sensación de sus ondas rebeldes bajo mis
dedos.
Su barba me hace cosquillas en la cima de mis pechos y no consigo
resistir una suave risa.
―Una promesa de matrimonio no es una declaración de propiedad,
MacLeod.
Retrocede un poco para mirarme, sus ojos azules brillando en la
penumbra de la habitación. Me sostiene la mirada con una expresión
inquietante.
―Escribe esa carta. Yo mismo me aseguraré de entregársela en mano
si es necesario.
Antes de que pueda responder, se inclina de repente y me envuelve con
sus fuertes brazos alrededor de los muslos, levantándome del suelo. Suelto
un grito de sorpresa, agarrándome a sus hombros.
―Silencio ―me advierte en voz baja―. Este castillo tiene ojos y
oídos por todas partes.
Levanta una pierna para dar una patada a la puerta y cerrarla
completamente. Camina con firmeza hasta la cama y me deposita ahí con
poca consideración.
―Le dirás que ahora eres mía y que puede meterse su encanto por
donde más le convenga.
Estallo en carcajadas.
―Eres muy escandalosa ―me reprende y vuelve a besarme mientras
se apoya en un codo a un lado de mi cuerpo.
Ya no hay nada de vacilación en la forma en que utiliza su lengua para
explorar mi boca y buscar la mía. La sorpresa del principio ha dado paso a
una seguridad descarada y dominante que me hace arder.
―Tengo que irme ―murmura sobre mis labios, su voz ronca y llena
de deseo.
Sus ojos vuelven a bajar a mis pechos. A los pezones visibles bajo la
tela traslucida de mi camisa.
―Puedes tocarlos si quieres ―le ofrezco al ver que se está
conteniendo, deslizando mi mano por su mejilla.
Niega con la cabeza con un gemido que suena más a lamento que a
negación.
―Primero te desharás de ese hombre.
Acelero mi respuesta en un intento de mantener la intensidad de
nuestro momento.
―De acuerdo ―le respondo rápidamente―, anularé ese compromiso.
«Mierda, mierda, ¿por qué tenía que inventarme esa mentira y por qué
él es tan estricto consigo mismo?».
Él esboza una sonrisa, un brillo de victoria en sus ojos azules. Su mano
tiembla cuando la extiende. La posa en la curva de mi pecho, sus dedos
dibujan círculos lentos y provocativos alrededor de mi pezón a través del
lino.
Echo la cabeza hacia atrás y gimo, arqueando la espalda hacia su
contacto, ansiosa por más de sus caricias.
Una oleada de placer recorre mi cuerpo, mis dedos se enredan en su
espesa cabellera casi rubia, incitándolo a continuar. La sensación de su dedo
trazando círculos alrededor de mi pezón a través de la tela quema. Es
absolutamente erótico, pese a que ni siquiera me toca directamente.
Puedo sentir su sexo hinchado contra mi muslo. Exhala un suspiro,
pero se detiene y se me escapa un gemido de frustración.
―¡Maldita sea, Catherine! Solo tienes que acceder a ser mi esposa y te
tomaré cada día hasta que muera ―Sus palabras se vierten en la oscuridad,
llenas de frustración y deseo.
―No voy a casarme solo para obtener un polvo, Iain. Es absurdo
―protesto.
―Si con obtener un polvo te refieres a tener relaciones te diré que sí
que quiero casarme contigo para llevarte a mi cama…, pero no es lo único
que quiero de ti.
―¿Sabes? En mi mundo te denunciaría por acosador.
―¿Soy yo el que te acosa cuando eres tú la que me está rogando que la
toque descaradamente?
«Buen punto».
Río ante su acusación, pero no puedo negar la verdad en sus palabras.
―Muy bien. Vete. Terminaré yo sola, lo que tú has empezado.
―Ah, no. Ni hablar. No puedes hacer eso ―me ordena moviendo su
dedo índice en círculos de forma muy explícita.
Levanto una ceja desafiante y lo miro con diversión.
―¿Que no puedo? ―pregunto con tono burlón―. No tienes autoridad
en eso, MacLeod.
Su rostro se endurece, los músculos de su mandíbula se tensan y sus
ojos brillan con una extraña mezcla de diversión y enojo.
―Se te pudrirá el cerebro ―me asegura con una gravedad que no
puedo tomar en serio.
Mi cuerpo se sacude con una risa incontrolable y me aferro a su pecho
para mantener el equilibrio.
―Dime que no lo crees de verdad ―le exijo, intentando reprimir mi
risa.
Iain sonríe con picardía, sus ojos brillando con diversión.
―Lo creo firmemente. Struan es el mejor ejemplo de ello ―me
responde con una sonrisa burlona, señalando con la cabeza en dirección a la
puerta, como si el otro hombre estuviera al otro lado.
―¿Y tú no?
Se encoge de hombros, su expresión se vuelve pensativa.
―No lo llevaba tan mal hasta que apareciste tú.
Frunzo las cejas sorprendida.
―¿En serio?
Asiente, su sonrisa se vuelve más suave, más íntima.
―En serio. Creía que era por culpa de la maldición, que me volvía un
hombre sin emociones ni necesidades mundanas, pero... encontré a una
pecaminosa mujer y mis muros comenzaron a desvanecerse.
Abro la boca en una expresión exagerada de sorpresa.
―Y cometiste el peor pecado de la carne a causa de una mujer. ¡Qué
manido y rancio suena eso, MacLeod!
Me mira con los ojos entrecerrados, pero una sonrisa se forma en la
comisura de su boca.
―No deberías burlarte. Arderé en el infierno por tu culpa.
―No lo harás. Eres prácticamente un santo ―le digo riéndome de él.
Sus ojos se estrechan y veo algo peligroso brillar en ellos.
―Dime una cosa, Catherine.
Con un movimiento rápido e inesperado, Iain se impulsa sobre mí,
aterrizando con su peso sobre mis piernas. Exhalo con fuerza, mi risa
muriendo en mi boca cuando siento la evidencia de su deseo, firme y
grande, presionando contra mi sexo a través de la tela de nuestras ropas.
―¿Los santos se ponen tan duros?
Tardo un segundo en recuperar el habla, jadeando cuando él se aprieta
más contra mí.
―No lo sé ―respondo, mi voz ronca.
Él sonríe, claramente complacido consigo mismo.
―Es increíble que haya algo que no sepas.
Estoy demasiado concentrada en las sensaciones que se acumulan en
mi entrepierna como para pensar en una réplica ingeniosa. En lugar de eso,
levanto las caderas, frotándome contra él.
Iain gruñe, un sonido profundo y doloroso, su mano se mueve hasta mi
muslo y se desliza por debajo del lino hasta mi cadera, subiéndola con él.
Subo el pie de esa pierna hasta su cintura y la tela cae, dejando solo la dura
lana de su kilt entre nosotros. Se mece contra mí, su cara se retuerce como
si estuviera en agonía.
Eso me detiene.
―Deberías irte, MacLeod ―le aconsejo, respirando con dificultad.
Decidida a respetar su decisión, por mucho que nos atormente a ambos.
Él se niega, sus ojos oscurecidos por el deseo.
―Demasiado tarde ―declara, y vuelve a presionar la dureza de su
sexo contra mí con más fuerza, provocando que se me escape un gemido
involuntario.
A pesar de mis palabras, mi cuerpo no se queda inmóvil bajo el suyo.
Mis caderas se arquean para encontrarle, buscarle, presionándome contra su
miembro a través de la tela de su kilt. Él gruñe, el sonido reverberando a
través de la habitación como un animal enjaulado.
Su mano se mueve desde mi cadera hasta el borde de mi camisa, sus
dedos se mueven sobre la tela, subiendo lentamente hasta que finalmente
tocan mi pecho de nuevo. Juego con los rizos de su cabello, alentándolo a
continuar.
Un jadeo sale de mi boca cuando él lo libera del confinamiento de la
ropa. Mi pezón se endurece instantáneamente bajo la palma de su mano. Él
observa, su mirada se mueve hasta su mano sosteniendo el pecho, la yema
del pulgar acariciándolo.
―Lámelo, Iain. Por favor ―le suplico. Mi voz es un susurro lleno de
deseo.
Una sonrisa torcida aparece en su rostro y sin una palabra, inclina la
cabeza y su boca cubre mi pezón. Su lengua lo barre con dulzura
provocando un gemido que sale de lo más profundo de mi garganta.
Mientras tanto, nuestras caderas continúan frotándose, nuestros sexos
buscándose a través de la tela, la fricción intensificando el placer que se
acumula en mi vientre.
Mi respiración se entrecorta cuando toma el otro pecho,
descubriéndolo. Miro hacia abajo, observando cómo su mano grande
envuelve la carne suave y cómo el pulgar acaricia la punta erecta.
Le miro suplicante.
―Por favor, Iain.
Él no necesita más invitación. Su boca abandona la piel de mi pecho,
bajando lentamente hasta llegar al segundo pezón. Lo toma entre los dientes
con suavidad, haciéndome arquear el cuerpo con un gemido. Su lengua
juega con la punta, provocándome y alentándome a moverme más contra él.
Sus caderas continúan presionándose contra las mías. Coloca una
mano en mi cadera para mantenerme presionada contra él.
―No deberíamos ―me dice ahora, después de ponerme al límite y
necesitada.
Resoplo con frustración.
Es un círculo vicioso, cada caricia, cada roce, cada chupetón de su
boca solo alimenta más mi deseo y su necesidad de resistirse.
Comienzo a tirar de su ropa por todos lados sin conseguir nada.
Necesito tocar piel. Deslizar mis manos por su cuerpo. Mis dedos
encuentran su espalda, sus omoplatos se ondulan y se tensan bajo mis
dedos, pero no es suficiente.
Tiro de su kilt y consigo levantarlo y liberar su miembro. Cuando su
sexo roza el mío. La sensación es indescriptible. Iain respira con fuerza, sus
ojos azules abiertos de par en par, llenos de sorpresa.
Me retuerzo de placer contra él con un gemido.
Sus dos manos vuelan a mis caderas para detenerme en el acto.
Nuestros cuerpos quedan en un silencio cargado de apetito, el único sonido
en la habitación es el de nuestras respiraciones entrecortadas.
Nos mantiene así durante un tiempo que se me hace eterno, quietos,
pero juntos.
Cierra los ojos con fuerza, su rostro se contorsiona en una mueca de
concentración. La punta de su sexo roza mi clítoris causándome un
escalofrío de placer. Estoy segura de que si continúa así, explotaré con un
solo toque y alcanzaré el paraíso de los orgasmos indescriptibles.
Desliza su miembro por mis pliegues húmedos, una expresión de
absoluto placer se adueña de su rostro cuando su glande encuentra la
entrada de mi sexo. Se queda quieto, su respiración acelerada resuena en el
silencio de la habitación. Una gota de sudor cae de su frente.
Los músculos de su rostro se tensan, es una batalla interna entre sus
instintos más primarios y su sentido del deber. Y es un espectáculo
fascinante de ver.
Aprieto mis muslos alrededor de él, provocándole un gemido profundo
y ronco. Desliza su miembro a lo largo de mi sexo una vez más, sin
penetrarme, aumentando la velocidad a medida que la presión comienza a
construirse dentro de mí. Se mueve cada vez más rápido, el golpeteo sobre
mi clítoris asciende y se vuelve más fuerte.
El placer se intensifica, mi respiración se vuelve errática.
La anticipación es un tormento dulce y cuando finalmente llega el
orgasmo, se desata con una intensidad feroz.
Un grito escapa de mis labios, mi cuerpo convulsiona, arqueándose
contra el suyo mientras las oleadas de placer me recorren.
Mi mente se nubla y mi cuerpo se estremece mientras cabalgo una ola
de puro éxtasis. El placer me recorre como una cresta enorme,
engulléndome en un abismo de sensaciones.
Me retuerzo contra él, mis uñas se clavan en su espalda mientras los
espasmos me recorren. Él sigue moviéndose contra mí, su miembro duro y
caliente deslizándose entre mis piernas, provocándome más orgasmos que
me hacen temblar y gemir.
Finalmente, Iain se tensa sobre mí. Su rostro se crispa, los músculos de
su mandíbula apretados, los ojos cerrados en una mueca de placer y alivio.
Con un último movimiento de cadera y un gruñido ahogado, se
derrama sobre mí. Sus sacudidas hacen que la sensibilidad de mi sexo se
agudice, el calor de su semen sobre mí prolonga la duración de mi propio
orgasmo.
Finalmente, se deja caer a mi lado en la cama, su respiración agitada y
su corazón latiendo a mil.
Nos quedamos así un momento, recostados, nuestros cuerpos
pegajosos de sudor y otros fluidos, intentando recuperar el aliento. La
excitación y la satisfacción nos inundan, dejándonos agotados, complacidos
y sorprendidos.
―Siempre… ¿Siempre será así contigo? ―masculla, su voz un
gruñido profundo, entrecortado por la agitación de su respiración.
―¿Cómo? ―pregunto, mi voz es apenas un susurro en la quietud de la
habitación.
―Como si mi voluntad se quedara plegada a la intensidad que siento
cuando estoy contigo, a ese deseo interminable o esa necesidad insaciable.
Llenas mi cabeza y la vacías de cualquier pensamiento coherente o lúcido y
tampoco parece que tenga suficiente nunca. ―Su voz es una confesión
profunda y atormentada. Su mirada se posa sobre mí, desgarradora en su
honestidad.
Desliza un dedo por mi mejilla con suavidad.
―Debo irme ―dice con rapidez y yo resoplo. Ya estamos aquí de
nuevo―. No pueden atraparme en tu habitación, debo proteger tu
reputación.
Ruedo los ojos.
Se pone de pie de un salto, sus ojos azules llenos de determinación a
pesar de la neblina del placer que aún oscurece su mirada.
Ajusta su kilt con un gesto rápido y experto.
Su mirada se demora en mis labios, en mi cuello, en los contornos de
mi cuerpo debajo de la fina tela de mi camisa, en mis piernas aún abiertas y
temblorosas.
La habitación se llena de un silencio cargado.
Se da la vuelta con los hombros tensos.
Lo veo salir por la puerta y cuando oigo el suave clic que la cierra, me
acuesto de nuevo sobre esta cama antigua con una sonrisa en mi cara que no
puedo disimular.
Estoy compartiendo momentos tórridos y prohibidos con un hombre
salido de una novela romántica, aunque su carácter y su forma de actuar
difiere un poco del John MacLeod del libro.
Y a pesar de que todo parece tan surrealista, tan increíble, también es
intensamente real. El rastro de su semen aún está sobre mi piel, su esencia
aún impregnada en mi cuerpo. No hay nada más real que eso.
Pero a pesar de esta dulce realidad, sé que tengo que protegerme.
Cualquier persona en su sano juicio caería enamorada de Iain, pero no
puedo permitirme ese lujo. Mi intención es volver a mi tiempo, volver a mi
mundo. No puedo arriesgar mi corazón, sabiendo que todo esto puede ser
efímero.
Por ahora, decido disfrutar de esta aventura mientras dure, sin
arrepentimientos. Estoy viviendo algo que jamás imaginé posible, algo que
solo soñé mientras leía las novelas románticas de mi abuela. Pero hasta que
llegue el momento de regresar a mi tiempo, me permitiré saborear cada
instante de este sueño.
Sí, todo es complicado. Estoy convencida de que he sido transportada
dentro de la trama de la novela que encontré en el desván de mi abuela, lo
que hace que todo sea aún más inusual. Pero por ahora, Iain es mi realidad.
Y aunque sé que no debo, no consigo resistir perderme en la intensidad de
sus ojos, en la pasión de sus caricias.
Sí, Iain MacLeod puede ser un sueño, un hombre de otro tiempo, pero
por ahora, es mi sueño. Y no tengo ninguna intención de despertar todavía.
23

Los días transcurren con una especie de ritmo extrañamente armonioso que
me envuelve. Las mañanas son para aprender, para adaptarme.

Las mujeres del castillo me enseñan sus costumbres, sus quehaceres


diarios. Aprendo a hilar y a tejer con una curiosa fascinación por sus
destrezas, a cocinar con los ingredientes disponibles.
«Es lo que tiene no disponer de un teléfono para pedir comida».
Descubro que tengo habilidad para las hierbas y ayudo en el pequeño
jardín de plantas medicinales.
La gente del clan me mira con curiosidad, con respeto. Iain ha dejado
claro que estoy bajo su protección y nadie se atrevería jamás a desafiarle.
Excepto el ministro que ataca a las mujeres disolutas e interesadas en
menesteres que no les corresponden desde su púlpito.
A veces, después de las cenas, nos quedamos en el gran salón,
compartiendo historias al calor de la chimenea. Iain, a menudo, se sienta a
mi lado, su presencia es una combinación de protección y peligro.
Desde aquella noche de pertinaz ebriedad, no ha cruzado el umbral de
mi habitación.
Veo en sus ojos una batalla interna perpetua, una guerra entre el deseo
y la firmeza de su voluntad. Y parece que, por ahora, su voluntad está
ganando.
Redacté esa maldita carta dirigida a un Sean O'Reilly, que no existe en
este tiempo y lugar. Iain insistió en que la escribiera bajo su supervisión y,
una vez terminada, la entregó con una sonrisa satisfecha a Ewan para que la
enviara «lo antes posible».
Lo que más me ha sorprendido de todo esto es el vínculo profundo que
los MacLeod tienen con el mundo de las hadas y la magia. Tienen una
relación especial con los Sídh, los montículos de los faes.
Se pueden encontrar dispersos por sus tierras, como el de Fairy Glenn
donde yo aparecí, y creen que son entradas a su mundo.
Su historia está repleta de leyendas y cuentos sobre estas criaturas, y
poseen una cantidad innumerable de objetos relacionados con ellas. Como
por ejemplo el Caldero de la Abundancia, que supuestamente fue regalado
por una hada a uno de los primeros jefes del clan MacLeod.
Se dice que este caldero, siempre está lleno de comida, y ayudó al clan
a sobrevivir durante las épocas de hambruna más duras. Hay quien sostiene
que el caldero sigue estando en algún lugar del castillo, aunque nadie parece
saber exactamente dónde.
Y luego está la Bratach na Brataich, que, según la leyenda, fue un
regalo también de las hadas a un ancestro del clan, una bandera que solo
puede ser usada en tres batallas y siempre con la victoria asegurada.
Es considerado uno de los objetos más valiosos y sagrados que poseen.
Iain y su gente a menudo hablan de las hadas y la magia con una
convicción que me sorprende. Como si su creencia en estos seres y sus
poderes fueran tan reales como las montañas que rodean el castillo.
Y yo, desde mi punto de vista de visitante, solo puedo escuchar y
asombrarme sin poner nada en duda, dado lo inexplicable de mi propia
presencia allí.
Aun así, a pesar de la extrañeza de todo, no puedo evitar sentir una
especie de afecto hacia este mundo antiguo. Como antropóloga es
fascinante, cómo fiel admiradora de las Highlands y sus tradiciones es
indescriptible.
Hay una honestidad en su fe en lo desconocido, en su lealtad al clan,
en su respeto por la naturaleza y las criaturas mágicas que se ha perdido, en
mi universo moderno y tecnológico.
Toda esta inmersión en el misterio, en las historias de magia y hadas,
está haciéndome olvidar, al menos temporalmente, que no pertenezco a este
tiempo. Y por momentos, me hace dudar de si realmente quiero regresar al
mío.
Pero debo hacerlo porque esta… no es mi historia.

Cuando sale el sol, me encuentro caminando descalza por la playa


cercana al castillo, con la mente inmersa en pensamientos profundos. El
olor a sal marina llena el aire, y el suave murmullo de las olas rompiendo en
la orilla crea un ambiente sereno.
La playa se llama Camusdarach, y es de una belleza espectacular,
incluso en este mundo antiguo. La arena aquí es inusual, no es la típica
dorada o blanca a la que estoy acostumbrada. Es de cuarzo, que brilla y
resplandece bajo la luz del sol como si miles de diminutos diamantes se
hubieran dispersado por toda la orilla.
Camusdarach se extiende majestuosamente entre mares de azules
profundos y montañas cubiertas de hierba verde y robusta. En la marea
baja, la playa se amplía hacia el océano, creando una extensa planicie de
arena brillante. Las olas llegan suavemente a la orilla, dejando a su paso un
rastro de espuma blanca.
Los gritos de las gaviotas y el sonido constante de las olas que rompen
en la orilla proporcionan una melodía tranquila, casi hipnótica. Aquí y allá,
algunas rocas salpican la costa, cubiertas de líquenes de colores y musgo,
proporcionando un fuerte contraste con la fina arena de cuarzo.
El sol, aún bajo en el cielo matutino, ilumina la playa con una luz
suave y dorada, haciendo que cada grano de arena brille, pero estoy aquí
con un propósito, no sólo para apreciar la belleza del amanecer.
En mi mano sostengo una copia a papel del tercer enigma del viejo
libro de cuero, que Iain sigue sin dejarme conservar cuando él no está.
Este enigma, del que aun no comprendo completamente su significado,
parece tener una relación con el mar y la playa.
Es el más complejo de todos los que he descifrado hasta ahora y me
tiene dando tumbos y quebraderos de cabeza. Andrew tampoco está siendo
de gran ayuda. Sus conocimientos son más bastos que los míos y se
encuentra perdido esta vez.
Las runas parecen representar varios elementos: agua, vida, muerte,
venganza, perdón y un camino. El enigma parece girar en torno a un evento
violento lleno de venganza que lleva a la revelación de un camino. Pero
¿cómo se relaciona todo esto con el mar y la playa?
Después de muchas horas de investigación y reflexión, y tras descifrar
el código de las runas, he llegado a la conclusión de que el enigma apunta a
un lugar marcado por la venganza y, finalmente, el perdón. Un lugar que
está de alguna manera conectado con el mar.
Examinando las runas una vez más, miro alrededor, tratando de
encontrar algo que pueda coincidir con los símbolos.
Busco pistas, indicios, cualquier cosa que pueda ayudar a descifrar el
enigma.
Y entonces, mientras recorro la playa, encuentro las conchas. Al
principio no me doy cuenta de su importancia, pero cuando me alejo y
observo desde una distancia, veo claramente su disposición inusual, como si
alguien las hubiera colocado con un propósito y lo más increíble de todo es
que ese patrón en múltiples líneas de tres espirales unidas coincide con el de
las runas del tercer enigma.
De repente, un chapoteo a mi espalda me hace girar. Y entonces, como
una visión digna de la pantalla grande, Iain emerge del agua. Mi aliento se
queda atrapado en mi garganta al verlo.
Está completamente desnudo, el agua goteando de su cuerpo lleno de
músculos fuertes y bien puestos y piel curtida, su cabello mojado peinado
hacia atrás por sus dedos.
No lleva nada salvo una expresión de calma y satisfacción, y en ese
momento, no puedo evitar pensar que cualquier premio ficticio que haya
creado para las escenas más suculentas de mi vida acaba de encontrar a su
indiscutible ganador.
«Lo siento, Liam Neeson».
Mis ojos se deslizan por él. La admiración, el deseo y la sorpresa
luchan por tomar el control mientras lo miro. Mis ojos se dejan llevar por el
espectáculo que es Iain MacLeod.
A pesar de la distancia, noto su mirada posada en mí.
Con una serenidad que me desconcierta, se acerca despacio a la orilla
donde ha dejado su tartán. Lo recoge del suelo y se lo coloca alrededor de la
cintura y sobre su hombro.
Me observa con un aire de curiosidad, como si estuviese tratando de
averiguar qué estoy haciendo ahí.
Se acerca con paso decidido.
La arena se desplaza bajo sus pies, pero no levanto la vista hasta que
está a mi lado.
Su presencia me llena, y es difícil concentrarme en las conchas cuando
él está tan cerca.
Las últimas gotas de agua de mar brillan en su piel y en su tartán, y el
sol de la mañana da un brillo dorado a su cabello. Lo miro con curiosidad
mientras se agacha para examinar las conchas.
―¿Qué es esto? ―le pregunto.
Levanta la vista hacia mí y siento que podría derretirme bajo su
mirada.
―Cada una de estas conchas es un tributo ―explica con su tono grave
y envolvente. Señala las hileras con el dedo―. Se colocan en cada
aniversario de la masacre de Kilconan. Cada año, una nueva hilera.
―¿La masacre de Kilconan? ―repito.
―Es una de las historias más oscuras de nuestro clan― empieza, su
voz adquiriendo un tono de profunda tristeza―. Ocurrió hace siglos, pero
es una herida que todavía nos duele.
»El conflicto con el clan MacDonald había estado hirviendo durante
años. Disputas de tierras, venganzas por agravios pasados... todo eso había
creado una tensión constante. Pero nadie esperaba que llegaran tan lejos.
Un domingo por la mañana, cuando la mayoría de nuestro clan estaba
en la iglesia de Kilconan para la misa, los MacDonald atacaron. Se
aprovecharon de la vulnerabilidad del momento y de que la mayoría eran
personas desarmadas.
La voz de Iain se endurece la ira e indignación y un músculo en su
mandíbula vibra cuando aprieta los dientes conteniendo esas emociones.
―Fue una carnicería. Hombres, mujeres, niños... Todos fueron
asesinados sin piedad. Cuando los que estaban fuera llegaron, sólo
encontraron un baño de sangre.
Traga saliva, su mirada se pierde en el horizonte.
―Desde entonces, cada año, colocamos una hilera de conchas aquí, en
la playa, en memoria de los que perdimos ese día. Para recordarles. Para no
olvidar lo que pasó.
Después de terminar su relato, hay un largo silencio. La historia que
acaba de contar es terriblemente triste y cruel.
Pero también me doy cuenta de que la respuesta al enigma podría estar
en la Iglesia de Kilconan, tal vez allí encuentre el mapa de ese camino que
puede ayudarme en mi búsqueda.
Miro a Iain con ternura.
―Te he echado de menos. ¿Dónde has estado? ―le pregunto ladeando
la cabeza para mirarle con más atención.
Se encoge de hombros, como si fuera un día más en su vida.
―Una patrulla inglesa trató de llevarse todo el ganado de Duntulm.
Afortunadamente, apenas encontraron unas pocas reses. Logramos que se
les escaparan.
Frunzo el ceño, sorprendida.
―Creía que las patrullas inglesas os dejaban en paz.
Iain sonríe con amargura.
―Lo hacen la mayoría del tiempo. Pero cada tanto, hacen sentir su
presencia.
Asiento, masticando en silencio esta nueva información.
―Entonces es una suerte que no pudieran llevarse todo.
Iain asiente, una sonrisa enigmática jugando en sus labios. Se pone en
pie y se acerca a mí.
―Sí, desde que has irrumpido en nuestras vidas, la suerte parece
rondarnos de nuevo. Hay nacimientos de terneros, las cosechas de este año
son mejores, hemos tenido dos jóvenes y fuertes nuevos MacLeod…
Se queda mirándome fijamente, sus ojos cristalinos llenos de
pensamientos sin decir. Es como si la maldición que pesaba sobre su clan se
fuera debilitando poco a poco, y en su mirada veo la esperanza de que tal
vez, solo tal vez, las cosas estén empezando a cambiar para mejor.
―Tengo una nueva pista sobre el lugar que revela el tercer enigma y
creo que la respuesta está en este homenaje. Debemos ir a la iglesia de
Kilconan.
Sonríe de una manera que hace que mi corazón dé un vuelco.
―Entonces, ¿has descifrado el tercer enigma? ―pregunta con
satisfacción.
Asiento, sintiendo una mezcla de emoción y ansiedad. La pieza final
del rompecabezas está empezando a encajar.
―Creo que sí, este patrón coincide con el dibujo en que se mezclan las
runas y además habla de un recuerdo que perdura en el tiempo y que nos
enseñará el camino. Así que es posible que el cuarto objeto sea un mapa y
en él se revele el lugar en el que debe realizarse en ritual.
Iain se queda pensativo por un momento, luego asiente con la cabeza.
―Es posible. La iglesia de Kilconan siempre ha estado en el corazón
de nuestras leyendas y tradiciones. Si hay algún lugar que podría guardar
secretos sobre nuestro pasado y futuro, es allí.
Después me mira levemente.
―Pero esta vez tú no vendrás.
Miro a Iain fijamente, con mis ojos abiertos de par en par, boquiabierta
ante su repentina afirmación.
―¿Qué? ¿Por qué no?
Se cruza de brazos sobre su pecho desnudo y mojado, sus ojos me
escudriñan, una chispa de diversión apenas perceptible en ellos.
―Porque tienes tendencia a meterte en situaciones que me quitan años
de vida.
Saco pecho y cruzo mis brazos imitándole e intentando dominar mi
creciente irritación.
―¿Qué te hace pensar que no lo haré si me dejas en el castillo sola?
Se ríe, una risa baja y profunda que resuena en el tranquilo amanecer.
Luego se inclina hacia adelante, una ceja alzada, su voz baja y amenazante.
―Oh, porque te encerraré si es necesario.
Le señalo con un dedo, mi corazón palpita con indignación.
―Ya hemos tenido esta conversación antes, MacLeod. Enciérrame una
sola vez, y piérdeme para siempre.
La sonrisa de Iain se desvanece, se queda allí parado, mirándome con
una intensidad que casi me hace retroceder.
―Tendré que reconsiderarlo entonces porque no podría dejarte
marchar ni aunque quisiera, Catherine ―dice con voz suave y firme.
Una punzada de dolor se instala en mi pecho.
―Pero…
Antes de que pueda decir algo más, Iain levanta una mano en alto,
negándose a escucharme.
―No, no lo digas. No quiero escucharlo.
Hago una pausa, observándolo. Sus rasgos se suavizan y su mano
acaricia mi mejilla.
―Vamos a levantar la maldición. Después... después veremos. Te
llevaré a la iglesia de Kilconan. Al fin y al cabo, si hay algo que descubrir
serás tú la que pueda hacerlo, pero seré tu sombra. No podrás dar un paso
sin tenerme detrás.
―¿Incluso si me baño o me…?
Iain me agarra firmemente y me lanza sobre su hombro con facilidad,
riendo complacido ante mi sorpresa.
―Mujer pecadora, voy a tener que enfriar tus sucios pensamientos
―me advierte, mientras empieza a correr a toda velocidad hacia el mar.
Suelto un chillido sorprendido, riendo y protestando al mismo tiempo,
mientras él salta y nos zambulle en las frescas olas del océano. El agua fría
me envuelve y despierta, y me encuentro riendo a carcajadas mientras me
empapo por completo.
Ahora que la primavera ya está en su apogeo y se han suavizado las
temperaturas, el agua ya no está tan helada, pero están muy lejos de ser tan
agradables como en un mar mediterráneo.
La risa de Iain resuena mientras intento hundir su cabeza bajo el agua
sin resultado. Tratar de mover esa mole de carne y músculo es una auténtico
desafío para mí.
Con una facilidad asombrosa, él atrapa mis brazos, rodeándome con
los suyos, sus fuertes músculos tensos contra mi cuerpo. Su risa se
desvanece y su mirada se suaviza mientras me mira.
―Creo recordar que reconocías que me habías echado de menos.
―Trato de ahogarte, MacLeod, no es momento para sentimentalismos.
Cierra los ojos con una sonrisa torcida y me aprieta más firmemente
contra él.
―Creo que ya lo has hecho. Me falta el aire. Ten compasión. Dame un
beso de esos que resucitan ahogados.
Antes de que pueda responder, se inclina y me besa. Es un beso lleno
de todo: pasión, deseo, miedo y algo que se parece mucho al amor. Y en ese
momento, no puedo evitar corresponderle. Al diablo las consecuencias, al
diablo el futuro, al diablo todo... excepto este momento, este hombre y este
beso.
24

Al cruzar el umbral de la cocina, me encuentro de frente con una docena


de miradas expectantes.

Las mujeres que amasan el pan parecen olvidarse de su labor, para


darse codazos las unas a las otras.

Sus expresiones risueñas y sus miradas cómplices me persiguen. Por


un momento, me siento como si hubiera entrado en un escenario, la
protagonista de un cuento que todas ellas parecen conocer muy bien.
―¿Estaba el agua fresca esta mañana, Lass, o el calor del ambiente la
ha templado un poco? ― me pregunta Moraq, la única que parecía ajena al
intercambio cómplice que se desarrollaba a su alrededor, pero que no lo era
tanto al parecer.
Las risitas nerviosas que escapan de las bocas de algunas de las otras
mujeres hacen evidente el tono jocoso de su pregunta.
En ese momento, comprendo lo que está ocurriendo. Alguien nos ha
visto a Iain y a mí, jugando y besándonos en el mar, y las noticias se han
propagado más rápido que un incendio.
«Por supuesto» pienso para mí misma, sintiendo cómo mis mejillas se
encienden.
―Estaba… muy agradable ― respondo finalmente, intentando
mantener la compostura a pesar de las carcajadas que resuenan a mi
alrededor. La alegría es contagiosa, y a pesar de mi vergüenza inicial, me
encuentro sonriendo con ellas.
―No es de extrañar ―dice Eilidh, una de las mujeres más ancianas
del clan, entre risas. Su sonrisa es amplia, revelando una hilera de dientes
que el tiempo ha teñido de un blanco amarillento.
―Y… ¿te lo ha pedido ya? ―me pregunta Emily con una expectación
que esconde algo más.
―¿El qué? ―pregunto desconcertada.
―¡Matrimonio, lass! ¿Cuándo os casaréis?
―Oh…eso ― balbuceo, sorprendida por que eso les provoque tanta
alegría.
―Tu relación con Iain ha sido el centro de muchas especulaciones y
esperanzas ―me explica Moraq con una sonrisa brillante―. Algunos
incluso consideran que eres un regalo de las hadas para nuestro Laird.
Una oleada de calor sube por mi rostro y me río un poco incómoda.
«Espero que ese rumor nunca llegue a oídos de Iain o despertará aún
más ese instinto cavernícola de posesión con el que ya lidio».
―Has traído cambios y mejoras para nuestro clan y nuestro líder. El
matrimonio sería la culminación lógica de todo esto ―continúa Eilidh con
un tono sabio y una sonrisa en el rostro―. Además, podemos ver cuánto
desea hacerte su esposa.
El coro de voces femeninas asiente y se oyen algunos murmullos de
aprobación.
―Absolutamente ―afirma una de las mujeres, y todas las demás ríen.
―Todos le hemos visto desgastar el suelo frente a tu puerta con la
esperanza de que lo dejes entrar ―dice otra, y la risa se intensifica mientras
las más jóvenes se sonrojan y esconden sus sonrisas avergonzadas.
―Mi Duncan dice que ahí ya debe haber un agujero profundo ―añade
Flora, una robusta mujer de cabello canoso, y todas estallan en risotadas.
Y yo abro la boca con sorpresa. No tenía ni idea.
No solo saben más que yo, también han estado haciendo bromas a
nuestra costa. Siento que me ruborizo. Sí, y lo hago intensamente.
Hoy la grana es mi rubor natural.
―Pero haces bien en no permitirle la entrada, Lass. Una mujer debe
mantenerse firme ante los ruegos de un hombre hasta estar casada ante Dios
―dice Mairi, una anciana que siempre lleva un rosario colgando de su
cintura.
El consejo provoca una nueva ronda de risas y asentimientos.
«Si ellas supieran que es él el que insiste en que nos casemos antes de
tener sexo, más sexo… No sé si mi presencia les parecería tan lógica».
De repente, me doy cuenta de que el matrimonio político que se había
planeado entre Iain y Elspeth Macdonald parece haber quedado relegado al
olvido. El clan ya no espera esa unión; en cambio, parecen esperar la mía
con Iain.

Miro a Moraq, cuyos ojos brillan con una nueva luz cuando se cruzan
con los míos y asiente con la cabeza complacida ante los comentarios del
resto de mujeres.

Por las tardes, mi tarea adquiere un cariz más ligero y a la vez


gratificante. Dedico mi tiempo a enseñar a los niños que siempre parecen
estar retozando alrededor del castillo, una iniciativa que el mismo Iain ha
fomentado.
Mi inmersión en una comunidad donde se habla gaélico junto a mis
conocimientos de irlandés y la cantidad significativa de vocabulario y
gramática en común, han mejorado considerablemente mi habilidad en este
idioma, aunque mi fluidez a la hora de hablarlo varía dependiendo de la
complejidad del discurso.
De todas formas, mi interacción con los niños hace que mi aprendizaje
mejore ostensiblemente.
Nuestro aula se tiñe de verdes y azules, y se conforma por los vastos
alrededores del castillo. A cada paso, ponemos nombres y letras a todo lo
que atrapa la curiosidad infantil: desde los diminutos insectos que se
ocultan entre la hierba hasta las vistosas flores que adornan el paisaje,
incluso las formas caprichosas que pintan las nubes en el lienzo del cielo.
Mi experiencia con niños se limitaba a conferencias en el museo que
parecían más un sedante para ellos que una actividad divertida.
Pero aquí, en esta tierra tan ajena a la mía, estoy descubriendo una
faceta de mí misma que me llena de satisfacción. Me hacen sentir útil,
necesaria. Y, de alguna forma, esta pequeña actividad hace que el tiempo
que paso con el clan MacLeod se desvanezca rápidamente.
Mientras practicamos la lectura con pequeñas rocas que utilizamos
como letras, la sombra de un hombre cubre nuestro improvisado pizarrón
natural. Al levantar la vista me encuentro con la figura imponente del
ministro Dunbar, quien me observa con una mezcla de desaprobación y
desconcierto.
―Señorita Miller ―comienza, su tono tan duro como las rocas que
sostenemos en nuestras manos―. ¿Qué es lo que hacen?
Le ofrezco una sonrisa tranquila antes de responder.
―Estamos aprendiendo, reverendo ―le digo, sosteniendo una de las
rocas que hemos estado utilizando en nuestra lección para que la pueda ver.
Mi tono es tranquilo y firme, demostrando que no tengo ninguna intención
de detener nuestras lecciones―. La educación es uno de los pilares de la
sociedad.
La desaprobación en su rostro permanece fija, sus cejas grises
arrugadas en una mueca de disgusto, pero no me siento desalentada. No
estoy aquí para complacer a todo el mundo, sino para hacer lo que creo que
es correcto.
―Precisamente por eso, la educación no debería ser impartida por una
mujer ―replica, señalándome con un dedo acusador―, y ciertamente no a
niñas. Ellas deberían centrarse en las habilidades domésticas y «adecuadas»
para su género.
Respiro hondo, intentando no mostrar mi frustración. Mantengo mi
sonrisa y replico―:Creo en una educación para todos, independientemente
del género, reverendo Dunbar.
―Eso es absurdo. ―La vehemencia de sus palabras es sorprendente,
pero no me intimida―. ¿Por qué cree que no se permite el acceso a la
universidad de St. Andrews a las mujeres? Sois criaturas volubles e
infantiles sin ninguna coherencia en el pensamiento.
Permanezco inmutable frente a sus palabras, a pesar de que duelen.
Mantengo la mirada fija en sus ojos oscuros, desafiantes. Mis palabras salen
con serenidad, pero no exentas de firmeza.
―No estoy de acuerdo, reverendo Dunbar ―le contesto con una
confianza tranquila―. Creo que las mujeres son tan capaces como los
hombres. Además, con la educación adecuada, pueden lograr grandes cosas.
La falta de oportunidades no es un reflejo de nuestra capacidad, sino de la
percepción de la sociedad. Tal vez es hora de cambiar esas percepciones.
Su rostro se endurece. Me mira como si fuera la reencarnación del
mismísimo demonio.
Un escalofrío de temor recorre mi espalda.
El fanatismo, el odio y las convicciones inamovibles son fuerzas
peligrosas. Las miradas estrechas y las mentes cerradas han sido siempre
los artífices de la desolación y el desorden de este mundo.
Pero, en lugar de permitir que su actitud me desaliente, me vuelvo
hacia mis estudiantes. Les sonrío de manera alentadora, mostrándoles con
mi gesto que las palabras del reverendo Dunbar no deben asustarles.
―Vamos, niños ―digo suavemente―, volvamos a nuestro estudio de
las rocas. Hoy vamos a aprender sobre los minerales que podemos
encontrar en estas montañas.

No obstante, a pesar de mis intentos de permanecer imperturbable, las


palabras del reverendo arruinan mi día.
Aprieto los puños, y con un paso firme, me abro camino por los
corredores del castillo, hasta llegar al gran salón, llena de frustración y
furia.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué pasa? ¿A quién estás maldiciendo con tanta
creatividad, Cath? —me interrumpe Andrew, interceptando mi marcha
furiosa.
Paro en seco, volviéndome para enfrentarlo. La expresión sorprendida
en su rostro no hace más que alimentar mi ira. No es su culpa, pero es el
primer rostro de un hombre adulto que veo después del encuentro con el
reverendo.
—Ese... ese... —las palabras se atoran en mi garganta, ahogadas por la
ira que siento. Respiro profundamente, tratando de calmarme, de encontrar
las palabras adecuadas para expresar lo que siento.
—Ese reverendo Dunbar —consigo decir, mi voz tiembla con la
intensidad de mi enfado—. Cree que las mujeres no deberíamos enseñar,
que nuestro lugar está en la casa, ocupándonos de las labores domésticas.
¡Es un misógino!
El rostro de Andrew se llena de confusión durante un segundo, pero
hay un brillo de entendimiento en sus ojos. Sin embargo, cuando sonríe sé
que no va a decir nada bueno.
―Personalmente, prefiero a las mujeres como tú en mi cama
―contesta, su tono ligero y divertido choca con la gravedad de mis
palabras.
La sonrisa burlona de él se congela en su rostro cuando una voz
autoritaria irrumpe en nuestra conversación.
—Andrew, a veces tu falta de tacto me resulta insultante —gruñe Iain,
emergiendo de la sombra de un arco cercano que tiene que esquivar
agachándose ligeramente. Su rostro está serio, sus ojos brillan con una
mezcla de decepción y disgusto al mirar a Andrew.
Él se encoge de hombros, intentando restarle importancia a la situación
con una risa forzada.
—Era sólo una broma, John.
―Pues no tiene nada de gracia —contesta Iain con un tono helado.
Andrew se mantiene desafiante.
—Vamos, Iain, no puedes negar que…
—Sí, puedo —lo interrumpe Iain. Su acento marcado haciendo que las
palabras resuenen con autoridad en el espacioso salón.
Andrew levanta las manos en un gesto de rendición, pero la chispa
traviesa en sus ojos no se atenúa. Sus labios se curvan en una sonrisa
burlona que no llega a sus ojos, como si las palabras de Iain no fueran más
que un desafío para él.
—Nos vemos más tarde, Cath —se despide, guiñándome un ojo antes
de girarse para marchar.
Su despedida tiene un deje de provocación que no pasa desapercibido.
Iain frunce el ceño, sus ojos siguiendo al caballero inglés.
—No me causes más disgustos, Andrew —le advierte, con su tono más
frío―. Y no la llames más Cath. No tienes permiso.
Al observar a Andrew alejarse, Iain se gira hacia mí, su expresión llena
de preocupación.
—¿Qué ha pasado? —me pregunta, sus ojos buscando los míos.
Le cuento sobre mi altercado con el reverendo Dunbar.
Iain escucha en silencio, sus cejas fruncidas y un músculo de su
mandíbula trabajando intensamente. Cuando termino, su enfado es evidente.
—No te preocupes por él —dice con firmeza, sus palabras emanan una
seguridad inamovible—. Hablaré con Dunbar. No permitiré que vuelva a
molestarte.
―Si lo haces. Si hablas en mi nombre, estarás corroborando su punto
de vista, que necesito a un hombre para que me respalde ―le contradigo,
mi tono lleno dedisgusto.
Iain parece sorprendido, sus ojos brillan con algo parecido a la
perplejidad. No es una expresión que se vea a menudo en su rostro seguro y
confiado.
―Lo haría como líder de este clan, Catherine, y como responsable del
bienestar de todas las personas aquí, incluyéndote a ti.
―Reconozco que tal vez me he dejado llevar por la ira y eso no me ha
dejado pensar con claridad ―confieso.
La seriedad de Iain se desvanece, reemplazada por una expresión
blanda y comprensiva.
—Escucharé cualquier cosa que necesites decirme —dice, la sonrisa
juguetona en su rostro suavizando las palabras que siguen—. Sea lo que
sea, puedes confiar en mí. Creo que ya he demostrado tener una alta
tolerancia con tus peculiaridades y tu conducta singular.
—Eres altamente generoso conmigo, Laird —le respondo con ironía,
dejando que mis ojos se entrecierren.
Iain se inclina un poco, acercándose a mí con su sonrisa aun brillando
con un humor no tan velado.
―Con gusto. Después de todo eres mi regalo. ―Su tono es burlón y
sus ojos se iluminan con diversión.
Así que los rumores sobre mi llegada mágica han llegado hasta él.
―¿No debería un laird evitar que ese tipo de habladurías sin sentido se
difundan en su castillo? ― le pregunto, haciendo un gesto de desdén con la
mano.
Su risa suave y profunda se extiende por los muros de piedra.
―No puedo evitar que la gente tenga tanta imaginación. Además, no
es un pensamiento que me disguste. Quiero pensar que he recibido un
regalo tan generoso… y estimulante.
—Supongo que eso es un cumplido —respondo con una ceja alzada.
Iain se echa a reír nuevamente, cruzando los brazos sobre su pecho. Su
sonrisa, amplia y sincera, alcanza sus ojos, y por un momento, me quedo
mirándolo, atrapada en su red.
―Lo es, Catherine. Ahora si me disculpas, tengo un asunto que
atender ―dice finalmente, rompiendo el contacto visual, con tono serio.
Me quedo allí, parada, mirándole, sea lo que sea ese asunto que ha
tratado de esquivar con indiferencia, le preocupa.
Eso me llena de curiosidad.
25
Omnipresente

La sala de pleitos está repleta. Los susurros y la tensión se deslizan por las
paredes de piedra hasta que la puerta se abre con un crujido y todas las
voces se acallan. Iain entra con paso firme, su imponente figura se impone
en el silencio que le da la bienvenida.
Liam MacDonald, con la mirada fría y calculadora, es el primero en
romper el silencio.
―MacLeod, ¿es tu intención humillarnos? ―escupe la pregunta como
una acusación.
Iain, con su rostro inexpresivo, se limita a mirarlo. Pero Liam no
necesita una respuesta verbal. Su acusación aún flota en el aire, llena de
resentimiento y furia contenida.
―Hemos estado negociando la unión de nuestros clanes, un
compromiso entre tú y mi hermana, Elspeth ―continúa Liam, los puños
apretados a los lados―. Y sin embargo, pareces más interesado en esa
forastera que en cumplir con tu palabra.
La afirmación de Liam parecen despertar un murmullo entre los
presentes, pero Iain sigue imperturbable.
―El compromiso ha sido impulsado por tu familia y mi tío, no por mí
―responde Iain con un tono frío y tranquilo―. Nunca he pretendido tener
algún interés en ello.
Antes de que Liam pueda responder, la voz del ministro Dunbar llena
la sala, rígida y reprochadora.
―Iain MacLeod, no estás pensando con la cabeza ―afirma con un
tono cargado de reprobación―. Es evidente que prefieres fornicar con esa
Dalilah antes que llevar a cabo una unión consagrada y bendecida delante
de Dios.
Iain clava su mirada sobre el ministro Dunbar, la paciencia y la calma
marcadas en su rostro, aunque los presentes pueden sentir la ira subyacente
en su silencio. Una ira que hace titubear al eclesiástico.
—Reverendo Dunbar, siempre me sorprende su fascinación por mi
vida personal —responde Iain con un tono que roza el desdén—. Pero es mi
vida y seré yo quien decida con quién y cómo la comparto. Además, estás
faltando el respeto a una mujer que está bajo mi protección y no voy a
permitirlo.
Surgen voces a favor entre los miembros de su clan que han empezado
a tener en estima a Catherine.
Liam gruñe ante las palabras de Iain, su rostro enrojece por la ira y la
frustración.
—Tus decisiones afectan a todo tu clan, MacLeod —le reprocha―. Ya
es suficientemente vergonzoso que tengamos que negociar con Angus en
lugar de contigo. Pero que te dejes llevar por los encantos de una mujer que
no pertenece a nuestras tierras, que apenas conoces.... ¡Eso es un insulto!
Dunbar asiente con la cabeza, apoyando las palabras de Liam con una
mirada reprobadora dirigida a Iain.
—Es correcto, Laird. Tu clan espera que actúes como el líder que se
supone que eres. Que te dejes llevar por las emociones y no por la razón es
un comportamiento que no es tolerable. Y luego están las ideas de ella
sobre la educación y el derecho de las mujeres a aprender lo mismo que los
hombres. ¡Absurdo! Eso es alterar el orden natural de las cosas.
Iain se mantiene impasible ante la avalancha de críticas. Su mirada se
endurece al posarse sobre Liam, luego Dunbar y finalmente se pasea por
todos los presentes en la sala.
—Soy el líder de este clan y siempre actúo en su mejor interés —
declara Iain con firmeza—. Cada uno de mis actos y decisiones se toman
con eso en mente. Si he de ser juzgado, que sea por mis acciones, no por
rumores o suposiciones. No he roto ningún compromiso, ya que nunca lo
acepté.
»La señorita Miller merece todo nuestro respeto. Ha demostrado ser
una invitada muy preciada para el clan, pero ella no es la razón por la que
no acepto el matrimonio con Elspeth MacDonald. Simplemente no quiero.
El rostro de Liam enrojece y se adelanta, su indignación es evidente.
―¡Cómo te atreves, MacLeod! ¿Te has vuelto loco?¡Exijo una
compensación!
Iain alza una ceja, observándolo con incredulidad. Se levanta de su
asiento, sus ojos no apartan la vista de Liam.
―¿Una compensación por algo en lo que nunca he intervenido?
Liam aprieta los puños, los nudillos blancos.
―Mi hermana está desolada.
Iain no puede evitar soltar una risa irónica.
―Sí, ya lo imagino ―responde él con sarcasmo―. ¿Qué solicitas?
―Si la forastera es solo una preciada invitada para el Laird de este
clan, no tendrá entonces ningún inconveniente en que también sea invitada
de los MacDonald durante un tiempo.
La sala queda en silencio mientras la propuesta de Liam cuelga en el
aire, y todos los ojos se vuelven hacia Iain, esperando su respuesta.
―No negocio con personas ―responde Iain, su tono tan frío como el
acero.
―No estás en disposición de enfrentarte a los MacDonald en campo
abierto. Lo sabes.
Iain aprieta los dientes.
―Pero lo haré si es necesario.
Liam sonríe con satisfacción.
―Entonces prepárate a llevar a la ruina a tu clan.
Justo entonces, un grito detiene la creciente tensión en la sala.
―¡No! ―grita una voz femenina desde algún lugar. Iain cierra los
ojos, una mezcla de dolor y desesperación dibujada en su rostro―. No hará
falta. Iré. Será por un breve periodo de tiempo.
Los ojos de Liam relampaguean victoriosos cuando ve a Catherine.
Desea a esa mujer desde que le puso sus ojos encima y el hecho de que Iain
MacLeod la reclame como suya solo intensifica esa necesidad.
―Ya veremos ―responde, sus palabras son un retumbo peligroso.
La sala queda en silencio mientras ella se abre camino. Los presentes
se hacen a un lado, permitiendo que avance. La mirada de todos los
hombres allí presentes está fija en ella, evaluando, admirando.
―No iré sin negociar y dejar estipulado por escrito el número de días
―reclama ella, y a Liam no le sorprende en absoluto.
Ella es inteligente y valiente, características que la hacen aún más
fascinante. Y él, al igual que Iain, no puede resistirse a su encanto.
―No ―declara Iain de manera tajante―. Por encima de mi cadáver.
No irá.
―¿No puedes prescindir de esta mujer durante unos días por el bien
del clan, Laird? ―interviene el ministro, su tono lleno de desdén.
Iain aprieta los labios y maldice en voz baja.
―No, no puedo ―reconoce finalmente. Es la primera vez que muestra
alguna debilidad ante los MacLeod―. Pídeme otra cosa, MacDonald.
―Una mujer agraviada por otra, MacLeod. Es lo justo ―declara
Liam.
La respuesta de Iain es visceral, casi animal. La sola idea de Catherine
en las manos de otro hombre, especialmente de uno como Liam
MacDonald, le provoca una ira tan violenta que se le hace difícil contenerla.
Sus manos se cierran en puños a su lado, sus nudillos se ponen blancos por
la fuerza que aplica.
―Si le pones la mano encima aunque solo sea con el pensamiento, te
daré caza como a un conejo y te despellejaré pulgada a pulgada antes de
destriparte, MacDonald ―le advierte.
Liam se ríe.
―Tus amenazas solo consiguen que sienta más curiosidad por la mujer
que preocupa tanto a Iain MacLeod, el hombre impasible.
―No me pasará nada ―interviene Catherine.
La sonrisa de Liam se amplía.
―La última vez que una mujer MacLeod fue entregada a un
MacDonald, fue devuelta tuerta, atada a un caballo tuerto mirando hacia
atrás, guiada por un sirviente tuerto y un perro tuerto ―escupe las palabras.
Liam se encoge de hombros. Catherine palidece ante su declaración,
pero no retrocede.
―Fue un acuerdo de ayuno. La mujer MacLeod no se quedó
embarazada en un año y un día de convivencia, por lo que Donald
MacDonald estaba en su derecho de devolverla sin obligación de
matrimonio ―explica Liam con tono condescendiente.
―Y tú me hablas de agravios, MacDonald.
Liam sonríe con una superioridad irritante.
―Aquello comenzó una guerra, Iain. ¿Eso es lo que quieres ahora
también?
Los dos se mueven en círculo cercando el uno al otro como si fueran
los leones de una jaula.
―Puedo resolverlo con un uno contra uno, MacDonald.
Liam se ríe ante la propuesta.
―¿A primera sangre? Eso es un juego de niños.
Iain retiene un gruñido.
―Pues hagámoslo a muerte ―le propone con voz cavernosa.
Catherine se sobresalta ante la sugerencia de Iain, su rostro pálido y
sus ojos agrandados por el miedo.
Liam, sin embargo, parece encontrarlo entretenido. Alza una ceja,
evaluando la oferta de Iain. Su mirada se desliza hasta posarse en Catherine,
y algo oscuro brilla en sus ojos.
—¡Ya basta! —dice Catherine con firmeza―. No lo permitiré, Iain.
Todas las miradas en la sala se desvían hacia ella. Iain la observa, una
mezcla de preocupación y admiración en su mirada.
Su corazón se hunde ante su declaración. La idea de Catherine en
manos de ese hombre es insoportable. Pero sabe que tampoco podrá
protegerla si está muerto.
Es mejor guerrero que Liam, pero él siempre juega sucio.
Siente la desesperación agarrándole por el cuello. No puede dejarla ir.
Pero tampoco puede abandonar a su clan. Se siente atrapado, acorralado.
―Yo tampoco permitiré que te pongas en peligro.
Los ojos de Liam se entrecierran, observando el intercambio entre
Catherine e Iain.
—Así que así es, ¿eh? —ríe Liam, señalando con su dedo índice de un
lado a otro entre ellos dos—. ¿Es cierto lo que se rumorea, Iain? ¿Has caído
bajo el hechizo de esta forastera?
Iain se endereza, su estatura imponente llenando la sala. Su mirada se
endurece mientras clava los ojos en Liam.
—Tus palabras están llenas de veneno. Te aconsejo que las midas si no
quieres encontrarte en el filo de mi espada.
Catherine interviene, su voz calmada pero firme interrumpe el
creciente conflicto.
—¡No! No más derramamiento de sangre. Iré.
Iain contempla a Catherine por un momento antes de dirigirse a Liam
y al reverendo Dunbar.
—Acepto que Catherine se quede con los MacDonald, bajo ciertas
condiciones —comienza, su voz firme y autoritaria.
Todos en la sala aguardan con expectación. La tensión es palpable.
—Primero, se mantendrá su integridad y su seguridad. Ninguno de los
MacDonald hará daño a Catherine de ninguna manera.
Un gruñido de descontento surge de Liam, que enerva a Iain.
—Segundo, Catherine y yo nos casaremos antes de su partida. De esta
manera, ella será legal y oficialmente una MacLeod. Cualquier transgresión
a su seguridad será considerada una ofensa directa a mi clan.
Las palabras de Iain resuenan en la sala. El reverendo Dunbar palidece
ante el anuncio. Liam aprieta los dientes pero no dice nada. Sabe que
cualquier objeción solo debilitaría su posición.
Finalmente, Iain se vuelve hacia Catherine.
—¿Aceptas?
Ella lo mira, sus ojos llenos de una mezcla de resolución y
aprehensión. Pero a pesar de su miedo, asiente.
—Acepto —dice a media voz.
Iain se acerca a Catherine, aun manteniendo el contacto visual con
Liam y le tiende una mano que ella entrelaza con sus dedos. Iain tira de ella
entonces y la pega a su costado.
—Habrá una última condición, MacDonald —su voz suena como un
trueno en la sala silenciosa—. Mi hombre de confianza, Alasdair, irá con
ella para asegurarse de su bienestar.
Busca la mirada de Alasdair tras de él y este afirma con la cabeza con
los labios apretados sin ningún titubeo.
Las protestas estallan nuevamente entre los MacDonald, pero Iain se
mantiene firme.
—¿Ahora quieres espiar a los MacDonald, MacLeod? —pregunta
Liam, su tono cargado de sospecha y burla.
—Alasdair no será un espía —contesta Iain, su tono es firme—. Será
el guardián de Catherine. Su deber será asegurarse de que ella esté segura y
es respetada.
A pesar del coro de protestas, Liam finalmente accede con un
asentimiento reacio, aunque en su rostro se refleja claramente su disgusto.
—Muy bien —concede finalmente—. Pero que quede claro, si tu
hombre interfiere de alguna manera con los asuntos de mi clan, será
considerado un acto de guerra.
—Entendido —acepta Iain. Sabe que Alasdair es un hombre de
confianza y que protegerá a Catherine con su vida si es necesario.
—Finalmente, respecto a la duración de la estancia de Catherine con
los MacDonald —dice Iain, haciendo una pausa dramática—. Propongo que
sean diez días. Ni un día más.
Las protestas estallan de inmediato, pero Iain las aplaca con una
mirada dura.
—Tus términos son demasiado rigurosos, MacLeod —responde Liam,
con un tono ligeramente burlón. Pero a pesar de su risa, sus ojos están fríos.
—Tú fuiste el que propuso la estancia, MacDonald. Yo simplemente
estoy estipulando las condiciones. Diez días, ni uno más.
Liam considera las palabras de Iain en silencio, su expresión
indescifrable. Después de un momento, asiente.
—Diez días —concede finalmente, aunque en su voz se percibe un
tono de disgusto—. Pero te aseguro, MacLeod, que no toleraré ninguna
intromisión de tu parte ni de la de tu hombre en los asuntos de mi clan
durante ese tiempo.
Una vez más, Iain asiente.
No le agrada en absoluto el acuerdo, pero reconoce que es la mejor
opción dada la situación. Luego se vuelve hacia el escriba, que ha estado
tomando nota de todo el intercambio.
—Asegúrate de que todo esté debidamente estipulado —le ordena con
una voz firme—. Especifica que Catherine será acompañada por Alasdair y
que él está para su protección y no para interferir con los asuntos del clan
MacDonald. Y que su presencia en sus tierras durará exactamente diez días,
ni uno más.
El escriba asiente rápidamente y comienza a redactar el documento
con su pluma. Iain se vuelve de nuevo hacia Liam.
—Lo firmaremos ambos —declara—. Así estarán claras las
condiciones. Cualquier violación de este acuerdo será considerada un acto
de guerra.
Liam gruñe, pero asiente a regañadientes, comprendiendo que no
puede hacer mucho más en esta situación. Es obvio que Catherine ha
conseguido algo que muy pocos han logrado antes: hacer que Iain MacLeod
se muestre vulnerable. Y por lo que parece, él está dispuesto a mover cielo
y tierra para garantizar su seguridad. Incluso contraer matrimonio con ella.
Con un suspiro, Iain vuelve su mirada a Catherine, que permanece a su
lado, fuerte y firme a pesar de la tempestad que se cierne sobre ellos.
Aprieta suavemente su mano en un gesto de apoyo silencioso. Ella le
devuelve el gesto, y él siente un leve alivio.
Después de un rato, el escriba se adelanta con el documento preparado.
Iain le da una rápida ojeada, asegurándose de que todo está en orden, y
luego pasa el documento a Liam, quien lo revisa con una sonrisa triunfante.
Sin embargo, a pesar de su victoria aparente, Iain sabe que esta batalla
está lejos de terminar. Aún quedan muchas luchas por librar, y él no
descansará hasta asegurarse de que Catherine esté a salvo y fuera del
alcance de los MacDonald.
Con un último apretón de manos, los dos líderes sellan el acuerdo. Un
acuerdo tenso, cargado de amenazas y peligro, pero un acuerdo al fin y al
cabo. En el silencio que sigue, solo se escucha el crujir del papel mientras
Liam firma el documento.
Finalmente, se formaliza, y Catherine será la moneda de cambio en
una disputa entre dos clanes rivales. Pero aunque la perspectiva de los días
venideros sea incierta y llena de peligros, Iain MacLeod ha hecho una
promesa.
Y es una promesa que está dispuesto a cumplir, sin importar lo que
cueste. Porque la seguridad de Catherine es, ahora, más importante que su
propia vida. Y defenderá esa promesa, contra todo y contra todos, hasta su
último aliento.
Sin dar tiempo a más disputas, Iain se dirige al ministro Dunbar que
había estado en silencio observando el tenso intercambio. Con un tono que
no admitía objeciones, Iain declara:
—Reverendo Dunbar, esta noche se oficiará la boda. Espero que esté
preparado.
El ministro, cogido por sorpresa, se queda boquiabierto un momento
antes de asentir con la cabeza. Sabe que no es momento para contradecirle.
—Por supuesto, Laird MacLeod. Todo estará listo.
El rostro de Catherine palidece visiblemente ante las palabras de Iain,
pero no protesta.
Ha aceptado ir con los MacDonald para evitar un conflicto mayor. Está
dispuesta a hacer lo necesario para mantener la paz, pero se siente en una
niebla de irrealidad.
—Entonces, es oficial —dice Liam, rompiendo el silencio que se ha
formado—. Catherine será una MacDonald por diez días.
Pero Iain no se deja provocar por las palabras de Liam. En su lugar,
aprieta más fuerte la mano de Catherine y dirige su mirada hacia ella.
—Y una MacLeod para siempre —le dice, sus palabras suenan como
un juramento.
La promesa no dicha se cuelga en el aire entre ellos, un juramento
silencioso de protección y lealtad. Y aunque la noche que les espera será
larga y llena de incertidumbre, Iain MacLeod sabe qué hará todo lo que esté
a su alcance para mantener a salvo a Catherine.
26

Las luces de las velas titilan en la capilla, sus reflejos danzan sobre las
antiguas piedras del lugar, llenándolo todo de un aire místico y atemporal.

Mis dedos se enredan entre sí, una tonta muestra de nerviosismo que
intento disimular.
A mi lado, Iain se erige como un coloso, su presencia impregnando el
aire, tan inamovible como las montañas que rodean Dunvegan.
A través del delicado encaje de mi vestido, siento la lana áspera de su
kilt contra mi piel. Me envuelve el aroma familiar de cuero y brezo, la
esencia del hombre que me reclama como suya.
Siento su calor, a pesar del frío viento que se cuela por las rendijas de
la capilla, y el lento latido de su corazón bajo mi mano me reconforta.
El reverendo Dunbar comienza a hablar, sus palabras resonando en el
silencio de la iglesia. Pero a pesar del reverendo y la pequeña congregación
de MacLeod que han acudido a presenciar nuestra unión, todo parece
desvanecerse hasta que solo quedamos Iain y yo.
Mi corazón palpita con una intensidad que me deja sin aliento.
«¿Cómo ha sucedido todo esto? Solo quería salvar a las personas de
este clan y encontrar mi camino de regreso a casa... Pero ahora, me
encuentro aquí, a punto de convertirme en la esposa de un hombre del siglo
XVIII».
No debería hacerlo, cada fibra de mi ser me grita que pare. Pero
entonces Iain se vuelve hacia mí, sus penetrantes ojos azules se encuentran
con los míos, y veo algo en ellos que me tranquilizan.
Pronuncio mis votos, mi voz tiembla, pero no vacilo.
Iain me mira, su rostro es una máscara de serenidad pero sus ojos
revelan la tormenta de emociones que se agita en su interior.
Cada línea de su rostro, cada luz, cada sombra parece estar tallada a
mano por un artista que buscaba capturar la esencia misma de un guerrero.
Siento un nudo en el estómago al escuchar su voz profunda y grave
diciendo las palabras, comprometiéndose conmigo.
La convicción de su voz hace que mis rodillas se debiliten.
—Prometo ser un marido que te honre, te respete y te ame. Prometo
ser el compañero que necesites, en la salud y en la enfermedad, en la alegría
y en la tristeza. —Las palabras fluyen de sus labios, llenas de sinceridad y
convencimiento, y cada una de ellas me golpea directamente en el corazón.
—Catherine —susurra, su voz apenas audible—, prometo que mientras
viva, no permitiré que nada ni nadie te haga daño. —Las últimas palabras
resuenan en la silenciosa capilla, una promesa susurrada desde lo más
profundo de su alma.
La ceremonia avanza con una suavidad sorprendente, hasta que llega el
momento del intercambio de anillos.
En la cultura celta, los anillos de bodas no son simplemente una
tradición, sino un símbolo de la eternidad. Los anillos se entrelazan, una
representación de dos vidas que se unen en un círculo sin fin.
Mis ojos se ensanchan al reconocer el anillo. Es el que he visto muchas
veces en las manos de Moraq, el de oro, el que está fuertemente ligado al
clan y al mundo Fae. Había asumido que era algo que ella guardaba con
cariño.

Sorprendida, la miro Ella asiente con la cabeza, una sonrisa suave y


triste en sus labios. Trago saliva. No solo estoy aceptando el anillo, sino
también la carga y el honor que conlleva como señora del castillo y… eso,
eso es lo que intentaba evitar.
Iain toma el aro y lo desliza con una suavidad inesperada. El frío metal
envuelve mi dedo. Los diseños celtas grabados en la banda dorada brillan a
la luz de las velas, formando un patrón de nudos entrelazados que
representa nuestra unión.
Es mi turno entonces de darle un anillo a Iain. Alasdair se acerca a mí
y extiende su mano. En ella hay otro anillo, más austero, pero no menos
significativo. Lo tomo de él, siento el peso en mi mano. Levanto la mirada y
busco los ojos de Iain. En ellos veo un brillo extraño.
Con manos temblorosas, coloco el anillo en su dedo de Iain. Hay un
murmullo de aprobación entre los presentes y una sensación de finalidad
llena el aire.
Y en ese momento, a pesar del caos y la incertidumbre que nos rodea,
no puedo evitar pensar que, tal vez, estar casada con Iain MacLeod no es el
fin del mundo.
Porque a pesar de todo, a pesar de la razón y la lógica y el miedo a
hacerlo… Puede que sienta algo muy profundo por él.
El reverendo Dunbar hace una pausa con los labios apretados antes de
pronunciar las palabras que todos esperaban:
—Por el poder que me confiere la Iglesia, yo os declaro marido y
mujer. Podéis besar a la novia.
El rostro de Iain irradia una alegría feroz. Sin dudarlo ni un segundo,
desliza una mano por mi cintura y la otra se enreda en las ondas de mi pelo,
sujetándome con ternura pero con firmeza.
Me atrae, nuestros cuerpos chocan suavemente, y siento el calor que
emana de él, un calor que no logra derretir todos mis miedos e
incertidumbres.
Sus ojos azules se clavan en mí.
Inclinándose, sus labios toman los míos en un beso que es un voto en
sí mismo, una promesa sellada.
El beso se profundiza y el ministro Dunbar carraspea molesto.
Los aplausos y vítores de los presentes llenan la capilla, la alegría y la
emoción son evidentes, pero todo eso se desvanece de mi conciencia porque
en este momento, mientras los labios de Iain se mueven contra los míos, no
hay nada más en el mundo que importe.
Cuando finalmente nos separamos, las sonrisas y los aplausos nos
rodean. Veo rostros conocidos y desconocidos, todos felices por nosotros,
todos celebrando nuestra unión.
Giro mi cabeza y mis ojos se encuentran con una figura solitaria al
fondo de la sala. Liam MacDonald. Está apoyado contra la pared de piedra,
su figura grande y amenazante incluso a esta distancia. Su expresión es
inescrutable, pero sus ojos, esos ojos grises como la tormenta, están fijos en
nosotros.
El desdén y el deseo luchan en sus facciones, su mirada cargada de una
mezcla perturbadora de anticipación y envidia. A pesar de la distancia,
siento como si su mirada estuviera encima de mí, desnudándome,
tocándome de alguna manera con su intensidad.
Siento el agarre de Iain a mi alrededor apretarse, como si también
pudiera sentir la mirada de Liam sobre nosotros. Su mandíbula se aprieta, y
la satisfacción de hace un momento es reemplazada por una sombra de
incertidumbre.
No hay más celebración, ni brindis, ni música, ni risas alegres para
celebrar la unión. Solo una carga de anticipación y preocupación se cierne
en el aire, pesada y ominosa.
Al día siguiente nos separaremos. Debo irme con los MacDonald y
este matrimonio debe ser consumado para que no existan dudas sobre su
legitimidad.
Los MacLeod nos hacen un pasillo hasta la alcoba de Iain. Veo las
caras de Ewan, de Duncan, de Fergus, Struan, Andrew, Brody, Emily, de
Eilidh, Mairi, de todos y finalmente Moraq.
Se acerca a nosotros, su rostro se ve demacrado y cansado, pero sus
ojos son fuertes y resueltos. Los ojos de una madre que ha visto a su hijo
pasar por muchas tribulaciones y que lo ha apoyado en cada paso.
Ella posa sus manos en las mías, el calor de su toque se siente
reconfortante. Sus palabras son un susurro, dirigido solo para mí.
―Lass, lamento mucho no haber tenido la oportunidad de hablar
contigo sobre esta noche ―dice―. Me hubiera gustado poder explicarte lo
que sucederá ahora, lo que se espera de ti. Pero las circunstancias nos han
empujado a todos hacia esto.
Naturalmente, Moraq y las demás mujeres del clan suponen que estaré
aterrorizada, nerviosa y completamente sin preparación para lo que viene a
continuación. Tienen que estar pensando que necesito toda la ayuda y el
consejo que pueda obtener.
No han tenido razones para pensar lo contrario, y es poco probable que
alguien pueda imaginar que vengo de un mundo donde el sexo antes del
matrimonio no solo es común, sino normal y, en muchas culturas, esperado.
―No te preocupes, querida. Iain es un buen hombre, te tratará con
respeto. Sé que esto es difícil, que todo te parecerá extraño y tal vez incluso
aterrador. Pero recuerda que solo es una de las obligaciones del matrimonio
y que esto hará que pronto lleguen los niños.
«Ay, madre. Esta señora sí que sabe cómo bajar mi lívido en un
momento».
Asiento, incapaz de articular palabras, mientras la idea de tener hijos
con Iain flota en mi mente. Dios, no había pensado en eso.
¿Es eso lo que Iain espera también? ¿Hijos? No es que no haya
pensado en tenerlos algún día, pero ciertamente no en las Tierras Altas de
Escocia del siglo XVIII con un Laird de un clan y tampoco es un objetivo
tan a corto plazo.
Ahora sí que ha conseguido aterrorizarme con lo que se supone que
debe ocurrir tras esa puerta. Claro que la natalidad en el clan MacLeod es
absolutamente baja por culpa de la maldición. Con lo que mis posibilidades
de quedarme embarazada son muy bajas, claro que más remotas e
imposibles eran las de acabar dentro de la historia de un libro y aquí estoy.
―Sí, Moraq, por supuesto ―digo finalmente, tratando de mantener la
calma en mi voz―. Gracias por tus palabras.
Él que muy probablemente está escuchando todo, aunque trate de
fingir que su atención está en el suelo, esboza una sonrisa que trata de
contener.
Y entramos en la habitación del Laird del castillo.
La alcoba de Iain es una mezcla de comodidad y pragmatismo.
A pesar de ser la mejor habitación del castillo de Dunvegan, se puede
notar el efecto de la maldición que ha caído sobre el clan MacLeod durante
siglos.
Las paredes de piedra están desnudas y gastadas, y el mobiliario,
aunque claramente hecho por manos hábiles, lleva las marcas del tiempo y
la escasez.
Sin embargo, a pesar de su austeridad, la habitación tiene una calidez
indiscutible, un refugio seguro y acogedor en medio de la dureza de la vida
en las Tierras Altas.
Hay una gran cama en el centro de la habitación, la madera oscura y
tallada que contrasta marcadamente con los finos y delicados bordados de
las sábanas.
Al un lado hay una mesita de noche de madera que alberga un par de
libros, todos muy manoseados y amados, algunos en idiomas que no
reconozco a primera vista.
Al otro lado de la habitación, hay una gran chimenea de piedra, cuyo
calor inunda la estancia.
Sobre el manto, hay una serie de objetos que parecen tener un
significado personal para Iain: una vieja espada, algunas plumas de escribir,
varios mapas desgastados y un par de pequeños trofeos de caza.
También hay un ropero de madera viejo pero resistente, y puedo ver
que está lleno de la ropa de Iain: kilt en varios tonos de verde, azul y
marrón, camisas de lino blanco, chalecos y abrigos de piel y algunas túnicas
más formales.
La ventana de la habitación da a las tierras del clan, permitiendo la
entrada de la luz del atardecer, que tiñe la habitación con tonos dorados y
crea sombras en las esquinas.
Es una habitación que refleja a su ocupante: funcional pero
confortable, austera pero acogedora, llena de historia y con huellas de la
vida y la personalidad de Iain por todas partes.
Es un lugar íntimo y personal, y al entrar en él, no puedo evitar
sentirme como una intrusa en el santuario de Iain.
La tensión en la habitación es evidente, casi tangible, como una
neblina espesa que llena el aire y silencia todo ruido.
Iain está parado frente a la chimenea, sus hombros anchos y su figura
imponente se recortan contra el fuego que danza detrás de él.
Su expresión es indescifrable, pero puedo ver la rigidez en su postura,
la tensión en sus hombros, la preocupación en sus ojos.
Por otro lado, siento un nudo en el estómago, una mezcla de miedo y
anticipación que me hace sentir un poco mareada.
A pesar de mi experiencia en el siglo XXI, este momento se siente
completamente ajeno y surrealista. Estoy a punto de consumar un
matrimonio que nunca planeé, con un hombre de otro tiempo, un hombre
que admiro y por el que siento una atracción inexplicable, pero que apenas
conozco en realidad.
El silencio en la habitación se prolonga, el único sonido es el
chisporroteo del fuego en la chimenea y nuestros propios latidos acelerados.
Ninguno de los dos sabe cómo empezar, cómo romper esa barrera invisible
que se ha levantado entre nosotros. El miedo a lo desconocido, la presión de
las expectativas, el peso de las obligaciones; todo se suma a la tensión en la
habitación.
Finalmente, Iain se gira para enfrentarme, sus ojos azules se
encuentran con los míos y puedo ver un brillo de determinación en ellos.
Sus labios se separan, como si fuera a decir algo, pero se detiene, dudando.
La intensidad de su mirada hace que me estremezca, su silencio es tan
ensordecedor como sus palabras podrían ser.
Oigo pasos y susurros tras la puerta nada disimulados.
Iain se encoge de hombros.
―Jus primae noctis ―responde a la pregunta en mis ojos.
―Derecho de la primera noche ―traduzco.
Vale, algo muy común durante algunos periodos de la historia. Los
testigos esperaran fuera de la alcoba nupcial para confirmar que habrá sexo.
―En nuestra cultura, la consumación del matrimonio es un asunto
importante. Bajo circunstancias normales, es un asunto privado, pero
debido a los términos del acuerdo con los MacDonald, es necesario que la
consumación sea confirmada.―Su tono es serio, su rostro severo, pero
amable―. Debemos asegurarnos de que no existan dudas sobre la
legitimidad de nuestro matrimonio por tu seguridad—continúa Iain—. Por
lo tanto, habrá testigos fuera de nuestra puerta para confirmar que hemos
llevado a cabo la unión.
Parpadeo, sorprendida y un poco mortificada.
—¿Esperarán... afuera? —pregunto, mi voz apenas audible.
Iain asiente con un movimiento de cabeza y cierta incomodidad
reflejada en sus ojos.
—Sí —responde, su tono suave—. Solo algunos de mis hombres y los
MacDonald, supongo. No tendrán que ver nada, pero estarán ahí para
confirmar que hemos cumplido con nuestras obligaciones matrimoniales.
Mi risa nerviosa llena la habitación.
«Solo faltaba un pasen y vean».
―Para tener tantas restricciones respecto al sexo, le dais sumamente
importancia.
Iain me observa con una intensidad abrasadora que me golpea.
—Porque lo es, Catherine —afirma—. El sexo entre un hombre y una
mujer dentro del matrimonio no es solo una necesidad física, es una
expresión de amor, una forma de comunicación más allá de las palabras. Es
una unión de dos almas que se encuentran y se entrelazan de la manera más
íntima y frágil. No es solo el acto en sí, es la entrega, la vulnerabilidad y la
confianza que depositas en tu pareja.
Se detiene, pareciendo buscar las palabras correctas, y luego continúa:
—Es compartir un pedazo de ti mismo, exponerte y aceptar la
exposición del otro. Es el respeto, la pasión, la devoción. Es permitir que
otra persona te vea en tu estado más primitivo, más crudo y aun así elija
amarte por ello.
Se acerca a mí, sus manos acarician suavemente mis brazos,
descendiendo hasta tomar las manos. Sus palabras son un susurro
apasionado que encienden el aire entre los dos.
—No es solo el placer físico, Catherine, es mucho más que eso. Es la
forma en que un hombre y una mujer se vinculan el uno al otro, se unen y
crean algo que es solo de ellos. Algo sagrado y puro.
Sus palabras arden en el aire entre nosotros, la tensión crece hasta que
casi puedo tocarla. Cada palabra se siente como una chispa, prendiendo
fuego a la ya intensa conexión que existe entre nosotros.
Sus ojos ahora oscuros me miran con una intensidad que me roba el
aliento, sus palabras envolviéndome en un torbellino de emociones. Puedo
ver la vehemencia de su deseo, la vulnerabilidad descubierta en su
confesión.
Al ver mi rostro, sonríe un poco, aunque su sonrisa está teñida de una
tristeza que no puede ocultar.
―Hubiera preferido que accedieras a este matrimonio libremente, sin
la amenaza de los MacDonald sobre nosotros y sin la obligación de tener
que dejarte marchar. ―Su voz es baja, casi un susurro.
Le doy una pequeña sonrisa, tratando de tranquilizarlo.
―Iain... ―comienzo, mis palabras parecen quedarse atrapadas en mi
garganta, mi corazón latiendo tan fuerte que estoy segura de que puede
oírlo―, aunque las circunstancias son menos que ideales, respeto y aprecio
todo lo que has hecho por mí.
Él sacude la cabeza, sus ojos llenos de una emoción tan intensa que me
deja sin aliento.
―No, todo esto es culpa mía, es mi ambición la que nos ha traído aquí.
Antes de conocerte nunca había sentido esa codicia, ese apetito y esa
necesidad de poseer, pero me empeciné en poner límites a otros hombres
sobre ti, en ser evidente con mis intenciones y marcar como un lobo mi
territorio. Por un momento me olvidé de quién era y qué se esperaba de mí
y he puesto tu vida en peligro.
Su honestidad me deja sin palabras.
La manera en que describe cómo ha cambiado desde que nos
conocimos, cómo me ha puesto en un pedestal, y cómo se culpa a sí mismo
por las dificultades que enfrentamos ahora, todo ello solo intensifica los
sentimientos que ya me inundan.
―Eres más valiente y generosa de lo que yo jamás seré. Siempre estás
indagando, buscando y luchando por deshacer una maldición que no te
afecta, te has integrado entre la gente de mi clan como una luz dentro de
esta oscuridad que nos envuelve y parece que todo lo que tocas se convierte
en oro para nosotros.
Cierro los ojos un momento. No puedo hacer frente a esa herida abierta
que se ha autoinfligido y se desangra delante de nosotros.
―No tengo palabras para describir lo que tu presencia significa para
mí, lo que adoro cada parte de ti, el honor que me haces al casarte conmigo
sea en la situación que sea y que deposites en mí una confianza que no me
merezco porque todo lo que quiero desde que puse los ojos sobre ti es que
seas mía.
El resto del mundo parece desvanecerse y todo lo que puedo ver, oír y
sentir es la voz de Iain y sus dedos entrelazados entre mis dedos.
―Y ahora eres mía, mía para adorarte, mía para tenerte, mía para
hacerte el amor una y otra vez sin nada que me detenga.
Debería corregirle y darle una aguda argumentación sobre lo erróneo
de esa afirmación posesiva, pero puedo ver en sus ojos un hambre que me
desarma por completo.
En su mirada no hay ni un ápice de duda o arrepentimiento.
Solo hay deseo.
Desesperado, abrumador deseo.
Y entonces, sus labios encuentran los míos en un beso que deja
impreso todo lo que acaba de decir. Es un beso de pura pasión, de deseo
reprimido y emociones no expresadas, un beso que parece contener todo lo
que él es, todo lo que siente por mí.
La presión de sus labios se intensifica, y siento la humedad de su
lengua trazando el contorno de mis labios, buscando entrada.
Con un suave gemido de rendición, abro mi boca, permitiéndole
profundizar el beso. Su lengua se encuentra con la mía, cada roce y caricia
avivando el deseo que se enciende entre nosotros.
Sus manos se mueven hacia mí, acunando suavemente mi rostro, sus
pulgares acariciando mis mejillas con un toque tan suave que envía
escalofríos por mi columna vertebral.
Me inclina la cabeza, besándome aún más profundo hasta que puedo
sentir su aliento mezclándose con el mío, su calor envolviéndome
completamente.
Su sabor, mezcla de whisky y algo puramente Iain, es abrumador, y me
encuentro presionándome más contra él, buscando cada vez más de este
hombre que ha trastornado mi mundo.
Todo lo que importa es este beso, él, y la ardiente pasión que está
comenzando a consumirnos.
Cierro los ojos, dejándome llevar por la intensidad de sus emociones,
perdiéndome en el abrumador calor de su beso. Sus labios se mueven contra
los míos con un desesperado anhelo, cada toque y caricia alimentando la
llama que arde entre nosotros.
Sus manos descienden, recorriendo la curva de mi espalda hasta que se
asientan en mi cintura, tirando de mí hasta que nuestros cuerpos están
presionados uno contra el otro, su sexo duro despertando en mí tantos
anhelos, tanta necesidad y tanto deseo que pierdo la razón.
A través del torbellino de sensaciones, se filtra un pensamiento
coherente. Nunca antes había experimentado algo tan intenso, tan crudo y al
mismo tiempo tan lleno de ternura.
Nos separamos por un momento para tomar aliento, nuestras frentes
reposando juntas, nuestros ojos entrelazados en un mudo entendimiento.
Este es nuestro comienzo.
Con un gemido ronco, Iain vuelve a reclamar mis labios, sus manos
deslizándose de mi cintura a la tela de mi vestido, tirando del cordón para
liberar el ajuste. El tejido se desliza por mis hombros, aterrizando en una
masa desordenada a mis pies.
Mis dedos toquetean los cordones de su chaleco, aflojándolos uno a
uno, hasta que la prenda cae a un lado. El lino tosco de su camisa es lo
único que se interpone entre mis manos y él, y no tardo en deshacerme de
ella.
Mis dedos casi crujen cuando sienten el tacto cálido de su piel. Los
músculos de su pecho se ondulan bajo mis manos. Siento el latido constante
y apresurado de su corazón bajo mis dedos, un recordatorio físico de su
humanidad, de su vulnerabilidad, de su fortaleza, de que Iain es real aquí y
ahora.
Mi última prenda de ropa cae al suelo, arrancada por las manos
impacientes de Iain. Sus ojos persiguen mi desnudez como un lobo al
acecho que finalmente ha descubierto a su presa.
Suavemente, sus dedos recorren la piel expuesta de mi clavícula,
descienden a la suavidad de mis pechos, deteniéndose a atesorar mis
pezones, que se endurecen bajo su toque.
Sigo su avance con la respiración contenida sin querer obstaculizar su
exploración.
Desliza sus dedos hacia abajo, por la suave pendiente de mi estómago
y acaricia el escaso vello entre mis piernas.
Sigue bajando y encuentra mi sexo. Se me forma un cosquilleo
inconfundible bajo su tacto. Mi cuerpo responde instintivamente,
humedeciéndose, pidiendo más.
Apoyo mi frente en su pecho, sintiendo mis piernas débiles a punto de
ceder mientras sus dedos intrusivos, pero dulces siguen explorando entre
mis piernas, se deslizan más abajo, separando los pliegues suaves,
extendiendo la humedad y alcanzando el clítoris con las yemas.
La caricia es apenas un roce, pero es suficiente para que un fuego se
encienda bajo mi vientre.
Un jadeo escapa de mis labios, rompiendo el silencio denso que nos
envuelve. El sonido parece resonar, amplificado por la quietud de la
habitación.
El placer se intensifica, haciéndome olvidar por un momento dónde
estamos, quiénes somos.
Pero la realidad vuelve de golpe cuando el eco de mi gemido se
desvanece, recordándome la presencia inquietante de los hombres de Iain
fuera de la habitación. No estamos solos del todo.
De repente, soy hiperconsciente de cada sonido, cada movimiento,
cada susurro de tela contra piel, nuestras respiraciones entrecortadas, los
suaves gemidos que salen de nuestras bocas y el murmullo de voces al otro
lado de la puerta.
Cada detalle se magnifica con la idea de que está siendo percibido ahí
fuera.
Los dedos de Iain juegan en la entrada de mi vagina, se deslizan por
ella, tentándome, torturándome, pero sin entrar. Parece inseguro, luchando
entre el deseo y la necesidad de proceder con cuidado.
—¿Puedo? —pregunta con voz ronca. Su mirada es intensa, cargada de
deseo y de un poco de miedo.
―Sí, hazlo. ―Asiento, incapaz de articular más palabras, y me aferro
a sus hombros cuando lentamente, y de manera tortuosa, introduce un dedo
en mí.
Un jadeo suave se escapa de mis labios mientras me ajusto a su
enorme dedo.
Lo mueve en un ritmo lento y constante, acariciándome por dentro y
enviando oleadas de placer que se expanden por todo mi cuerpo.
Mis caderas se arquean inconscientemente hacia él, buscando más de
ese dulce tormento.
Una sonrisa de satisfacción se extiende por el rostro de Iain cuando
observa mi reacción. Sus movimientos se vuelven más atrevidos y agrega
otro dedo, aumentando la presión y la intensidad, y yo no puedo evitar el
gemido que se escapa de mis labios.
―Catherine… eres tan apasionada, tan ardiente… Tan franca con tus
emociones… sin inhibiciones ni temores.
Su voz parece envuelta en una mezcla de asombro y deseo que hace
que un estremecimiento recorra mi columna.
Solo puedo responder con un gemido ahogado cuando sus dedos se
mueven con más insistencia.
Ríe ante mi reacción, una risa suave y agradable que me hace sonreír.
Despacio, retira sus dedos, y un quejido de protesta involuntario se
escapa de mi boca. Pero antes de que pueda formular alguna queja, su boca
está de nuevo sobre la mía.
―No puedo esperar más ―susurra contra mis labios y se mueve hacia
delante llevándome con él.
Mis piernas chocan con la cama y mis rodillas se doblan haciéndome
caer sobre ella.
Observo a Iain mientras se deshace de su kilt y se queda
completamente desnudo.
Sus músculos trabajados y duros se tensan bajo la luz tenue de la
habitación. Las cicatrices de batallas pasadas y recientes se dibujan a lo
largo de su torso y brazos, cada una contando una historia de valor y
resistencia.
Mi aliento se engancha en mi garganta mientras lo observo, cada
pulgada de él esculpida y definida, desde sus anchos hombros hasta su
estómago plano y sus fuertes muslos hasta su miembro grueso y largo
erecto junto a su vientre cubierto apenas de un vello dorado y castaño.
Siento un calor familiar arrastrándose por mi cuerpo, un deseo que
crece con cada segundo que pasa.
Este es el momento en que doy gracias a todos mis antepasados por
cada una de las decisiones, cada prueba superada, cada sacrificio que han
hecho y me han traído a este instante y lugar.
―Eres tan hermoso… ―suspiro.
La madera vieja de las patas de la cama cruje bajo nuestro peso, un
sonido estridente que resuena en la habitación, seguido de un
estremecimiento inmediato de las sábanas cuando Iain se coloca entre mis
piernas.
Sus ojos nunca abandonan los míos mientras se desliza sobre mí. Hay
un brillo salvaje en ellos que solo puedo describir como puro deseo.
Su erección se frota contra mi sexo. Siento sus músculos tensarse, su
respiración entrecortada.
Sus manos toman las mías, entrelazando nuestros dedos mientras su
boca me devora una vez más, en un beso que roba mi aliento.
Despacio, sin romper el beso, se mueve, y puedo sentir su miembro
presionar contra la entrada de mi sexo. Mi cuerpo reacciona de inmediato,
la humedad entre mis piernas aumenta y mis caderas se levantan para
facilitarle el acceso.
La respiración de Iain se entrecorta, y sus movimientos se vuelven más
erráticos, más desesperados. Me mira a los ojos, su mirada buscando en la
mía algún tipo de aprobación. Yo simplemente asiento con desesperación.
Y entonces, Iain se mueve, se alinea conmigo. Siento su tamaño, su
fuerza. Y con un empuje suave, entra en mí. Me penetra despacio. Ambos
suspiramos y exhalamos el aire que estábamos conteniendo.
Cierro los ojos, rendida a la sensación de él dentro de mí, a mis
paredes amoldándose a toda su extensión, a sus movimientos fuertes y
profundos, entrando y saliendo y tomando el control.
Una mezcla de dolor y placer que me lleva al delirio.
Ya no me importa la audiencia detrás de la puerta. Mis gemidos salen
fuertes y audibles resonando entre las paredes de piedra.
La cara de Iain se esconde entre mi cuello y mi clavícula amortiguando
sus propios jadeos.
Cuando siento que el final se acerca, el calor se intensifica, recorriendo
todo mi cuerpo hasta llegar a los dedos de los pies. Mis gritos se elevan.
Intento contenerme, intento que mi voz no traicione la intensidad de mi
placer, pero es inútil.
Iain se mueve con una desesperación frenética, su aliento caliente y
desordenado en mi cuello. Mis manos se aferran a su espalda, sintiendo los
contornos de sus músculos bajo la piel, la forma en que se tensan con cada
embestida.
De repente, una alarma se enciende en mi mente.
Intento advertirle, intento decirle que se retire, que no termine dentro
de mí, pero mis palabras son incoherentes para él, se pierden en un
torbellino de sensaciones.
―Iain ―consigo decir.
Intento empujarlo, moverlo, pero él está tan inmerso en su propio
placer que parece no notarlo. Gruñe mi nombre, una súplica en medio de su
respiración entrecortada. Y entonces, su cuerpo se tensa, sus movimientos
se vuelven más desesperados y finalmente, con un exclamación baja y
ronca, se derrama dentro de mí.
La sorpresa me deja sin palabras.
Me quedo allí, mirándolo mientras se recupera. Él me mira con un
brillo de satisfacción y triunfo en sus ojos, como si acabara de ganar una
gran batalla.
Estoy demasiado aturdida para decir nada. En mi cabeza, las alarmas
suenan, advirtiéndome de las consecuencias de lo que acaba de suceder.
Lo cierto es que la maldición hace que sean muy pocas las
oportunidades de concebir en el clan MacLeod y no estoy en mi periodo
más fértil.
Con la respiración todavía entrecortada y los latidos del corazón
resonando en mis oídos, dejo que mi cuerpo se relaje contra el de Iain.
Siento su pecho subir y bajar contra el mío, su corazón latiendo todavía
rápido.
Me abraza con fuerza, rodeando mi cuerpo con sus brazos y
arrastrándome con él bajo la cobertura de las pieles.
Aún estoy envuelta en el calor de nuestro amor, en la proximidad de
nuestra intimidad.
Él enreda una mano en mi cabello, acariciándolo con dulzura.
Nos quedamos así durante un largo rato, ambos demasiado exhaustos
para hablar, simplemente disfrutando del contacto del otro, del consuelo que
ofrece el simple hecho de abrazarse.
Sus dedos dibujan patrones perezosos en mi espalda, y a pesar de todo
lo que ha sucedido, a pesar de las circunstancias en las que nos
encontramos, siento un sentimiento de calma.

Ninguno de los dos duerme mucho esa noche. Antes del amanecer me
siento sobre él y Iain me observa desde abajo con ojos medio abiertos,
somnolientos y sorprendidos, pero claramente divertidos.
―¿De nuevo? ―murmura con voz ronca de sueño y deseo.
Le sonrío, inclinándome para besarle el cuello. Su mano se desliza por
mi cintura hasta situarse en mi cadera, anclándome a él.
La luz pálida del amanecer se filtra a través de la ventana, bañando la
habitación en una luz suave y etérea.
Tomo el control de nuestros movimientos, del ritmo y la intensidad.
Iain me sigue de buena gana, permitiéndome explorar, descubrir lo que me
gusta, lo que le gusta.
Suena un golpe en la puerta.
―¡No! Aún no ―gruñe Iain de malhumor.
―¡Laird, estás solicitado en el salón principal! ―La voz familiar de
Fergus resuena detrás de la puerta cerrada.
Iain bufa y me da un rápido beso en la frente.
―Pueden esperar un poco ―le grita a la puerta.
―¡El sol se está levantando! Los MacDonald están impacientes por
partir.
―Vamos, MacLeod, te estás dejando ordeñar como una vaca ―suena
la voz de Liam burlona al otro lado.
Iain se desliza de debajo de mí con un gruñido, y camina desnudo
hacia la puerta. Sin molestarse en vestirse, la abre un poco y les habla en un
murmullo apenas audible, pero lleno de furia.
Veo cómo sus hombros se tensan, cómo su mandíbula se aprieta
mientras intercambia palabras con los que están al otro lado de la puerta.
Puedo imaginarme las caras de los hombres, sus expresiones de
diversión a pesar de la ira de Iain.
Sin previo aviso, cierra la puerta con un golpe y regresa a la cama.
La luz pálida del amanecer ilumina la habitación, añadiendo un tono
dorado a la piel. Veo cómo se relajan sus hombros, cómo la tensión de su
mandíbula se alivia.
Rueda debajo de mí de nuevo y sus manos se deslizan por mi cuerpo,
reanudando su exploración.
―No tenemos que… ―Mis palabras se desvanecen cuando vuelve a
penetrarme de un solo movimiento brusco y firme, reanudando su dulce
tortura. Un gemido se escapa de mis labios, cortando cualquier objeción que
pudiera tener.
―Vamos a terminar lo que hemos empezado y ni las puertas del
infierno abiertas van a impedirlo.
27

El amanecer tinta el cielo de un rosado suave y lánguido mientras me


preparo para dejar Dunvegan con los MacDonald. El aire fresco de la
mañana se mezcla con el olor terroso de los caballos y el murmullo
constante del gaélico, un idioma que ya no me es tan ajeno.
Iain está a mi lado, su mirada dura pero la preocupación en su rostro es
innegable. Nuestras manos se encuentran y nuestras miradas se cruzan.
―Lamento no haber tenido tiempo para enseñarte a cabalgar
correctamente ―me confiesa Iain, su voz baja. Su gran mano acaricia mi
dorso y puedo sentir la tensión en sus dedos.
Sonrío, intentando transmitirle confianza.
―No te preocupes, he visto a suficientes personas montar como para
tener una idea de lo que debo hacer.
Su risa ronca retumba en el aire, pero sus ojos permanecen ansiosos.
―El viaje hasta Sleat será duro, Catherine. Las Tierras Altas tienen
terrenos impredecibles y las montañas pueden ser despiadadas incluso en
verano.
Asiento, consciente de los peligros del camino.
―Estaré bien, Iain.
El silencio se instala entre nosotros mientras observamos el caos
controlado de los MacDonald preparándose para partir.
Liam, con su cabello rojo brillante y sus ojos llenos de frialdad, espera
impaciente. Siento una punzada de miedo.
―Prométeme que volverás ―murmura Iain haciendo que centre mi
atención en él.
Cada gesto, cada mirada que compartimos se siente cargada de
despedida y ansiedad.
―Lo prometo. Aún tengo una maldición que romper ―le recuerdo
con una sonrisa.
Aunque estas palabras parecen vacías dada la incertidumbre de nuestra
situación, son todo lo que puedo ofrecerle.
―Hubiera preferido ser el motivo, pero lo acepto.
La broma entre nosotros ayuda a aliviar un poco la tensión y me
sonríe. Es un gesto cansado, con el peso de las circunstancias arrastrando
los extremos hacia abajo, pero es sincero y me brinda un destello de
esperanza en medio de tanta incertidumbre.
Iain me rodea con sus brazos, atrayéndome hacia su pecho. Su corazón
late con fuerza debajo de mi oído, un recordatorio constante de que está
vivo, de que ambos estamos vivos a pesar de todo. Cierro los ojos,
permitiendo que este momento se grabe en mi memoria.
Iain aprieta más fuerte su abrazo por un momento antes de aflojar su
agarre. Me entrega las riendas de mi caballo.
―No dejes que te intimiden ni te rompan. Eres fuerte, Catherine.
Mantente con vida. Pase lo que pase, iré a buscarte.
―Lo haré.
Un grito de impaciencia interrumpe nuestro momento.
Liam, con su boina Tam O' Shanter levantada para protegerse del sol
naciente, nos mira con una sonrisa burlona.
―No tengo todo el día, MacLeod.
Iain gruñe en respuesta, pero me da un último apretón antes de subirme
al caballo por la cintura y apartarse.
A pesar de todo, logro sonreírle.
Finalmente, nos separamos.
Alasdair se acerca, su complexión imponente y su gesto ceñudo son
tan intimidantes como siempre. Sus ojos claros reflejan la misma
preocupación que Iain.
―No te separes de mí nunca, MacLeod ―me ordena, su voz tiene un
matiz de autoridad y firmeza que no puede ocultar la tensión evidente en su
mandíbula.
Alasdair aceptó esta misión sin titubear, y ahora está a punto de entrar
solo en el nido de los MacDonald, el clan que ha sido su rival durante
generaciones.
Asiento, mirándole a los ojos, prometiéndole en silencio que seguiré
sus instrucciones al pie de la letra.
Dejamos atrás el castillo de Dunvegan. Miro por última vez a Iain, su
figura alta y firme contra el horizonte del amanecer.
Y con eso, me giro hacia el camino y sigo a los MacDonald, dejando
atrás al hombre que se ha convertido en mi refugio desde que llegué a este
lugar.

La montura bajo mi cuerpo es robusta y segura, pero el camino es


duro. Viajamos a través de paisajes cambiantes; desde las suaves colinas
cubiertas de hierba hasta los caminos rocosos, bordeados por acantilados
escarpados y peligrosos.
Los MacDonald, que son como una docena, se mueven con una
eficiencia militar, cada uno sabiendo su lugar, su trabajo.
Liam siempre está ahí, como un halcón vigilante. Lo recuerdo de la
isla de Mull, ese cabello rojo como el fuego y los ojos verdes inquietantes
clavados en mí, de la misma forma que entonces, me acechan
constantemente, evaluándome, observando mis reacciones. No se le escapa
nada, ni siquiera las más mínimas expresiones de descontento o fatiga en mi
rostro.
Se deleita en cada signo de debilidad, en cada muestra de
incomodidad.
Estoy rodeada por hombres endurecidos por la batalla, hombres que
han jurado lealtad a una causa común y que consideran a Iain como el
enemigo.
Cada uno de ellos ha perdido algo debido a las luchas de poder, cada
uno tiene sus propias razones para odiar a los MacLeod, y por extensión, a
mí.
No puedo dejar de pensar en la historia que me contó Iain sobre la
masacre de Kilconan. Sé que ese tipo de acciones han venido ocurriendo
entre los clanes a lo largo de la historia en demasiadas ocasiones.
La ira y la venganza como estandarte sin aprecio por la vida ajena ni
tregua alguna contra el enemigo.
Alasdair mantiene una calma que desentona con las miradas de desdén
que le lanzan los otros hombres.
A veces me mira con una especie de curiosidad distante, como si
estuviera tratando de resolver un rompecabezas particularmente
complicado.
Su presencia es un consuelo teniendo en cuenta la hostilidad constante
de Liam. A lo largo del viaje, mantiene una vigilancia constante sobre
Liam, sin dejar que su presencia amenazante me afecte más de lo necesario.
Sus ojos siempre están en movimiento, vigilantes, evaluando
constantemente el terreno y las personas que nos rodean.
En los momentos de silencio, cuando la única compañía son los
sonidos de la naturaleza y el trotar de los caballos, a veces conversamos.
Alasdair me habla de las tierras altas, de su vida. En su voz, hay un amor
inconfundible por su forma de vida que a mí me resulta incomprensible en
esos momentos de peligro y tensión con lo cómodo que resulta sentarse en
un sofá, sin una amenaza constante planeando sobre la cabeza como la
espada de Damocles.
Por la noche, me acurruco en el manto de pieles que me proporcionan,
intentando encontrar algo de calor. A pesar de la dureza del terreno y del
frío, pienso en Iain.
En su sonrisa cálida y su toque suave, su risa y el modo en que
pronuncia mi nombre, como si fuera una oración, un juramento.
Pero al amanecer me despierta la dura realidad. La cruda luz del día se
desliza por el campamento, iluminando las caras endurecidas y cansadas de
los hombres a mi alrededor. Veo la desconfianza en sus ojos, el
escepticismo y la hostilidad apenas contenidos. Siento su desdén, su rencor.
Las miradas lascivas sobre mí y la persecución atemorizante de Liam.
―Los gritos de ella se escuchaban desde todos los rincones de las
Highlands ―gruñe uno de los hombres, un MacDonald robusto y de barba
espesa.
―Seguro que es una golfa de primera. MacLeod debe haber disfrutado
de verdad con ella. No salió de sus piernas en toda la noche ―Se ríe Liam,
mirándola desde la distancia con un matiz peligroso en los ojos.
La risa estridente de los hombres llena el aire.
Algunos hacen comentarios obscenos, otros, simplemente se ríen. Pero
hay uno que se mantiene en silencio, observando a Catherine con una
expresión de deseo mal disimulada.
―Yo aún quiero probar si su beso da tanta suerte ― ―comenta,
mirándola con ojos codiciosos.
El comentario se recibe con una nueva oleada de risas y chistes que
trato de ignorar. Por su parte, Alasdair permanece en silencio, una presencia
constante y protectora a mi lado que no se deja provocar por sus
comentarios.
―Ten cuidado, Hamish, si nuestro Laird se entera de que has roto el
acuerdo con MacLeod se enfurecerá.
―¿Por qué habría de temer Seamus romper un acuerdo con un
MacLeod? ―le responde Hamish.
Alasdair frunce el ceño, sus labios formando una línea dura.
―Porque si ese acuerdo se rompe, habrá guerra ―responde Alasdair
con una voz firme y autoritaria.
Algunos hombres se tensan al escuchar a Alasdair por primera vez
dirigirse a ellos desde que comenzó el viaje.
Hamish, sin embargo, se ríe, ignorando la seriedad en la voz de
Alasdair.
―Pero estamos aquí en medio de la nada, y ella está a nuestra merced.
¿Quién va a enterarse?
Alasdair mantiene su mirada dura en Hamish, su semblante serio.
―No subestimes a los MacLeod, Hamish. Recuerda, hay ojos y oídos
en todas partes. No querrás enfrentarte a la ira de un Laird por un beso que
no te pertenece.
Siento un nudo creciente en mi estómago, una sensación de aprensión
que me consume poco a poco.
Pero no puedo permitirme el lujo de mostrar miedo. No ante estos
hombres. No ante Liam. Así que monto con la cabeza alta y enfrento su
hostilidad. Prometí a Iain que sobreviviría, que resistiría. Y eso es
exactamente lo que haré.
Porque sé que Iain vendrá a buscarme. No importa lo lejos que esté, no
importa lo duro que sea el camino, él vendrá. Estoy segura de ello. Lo vi en
sus ojos.

El viaje prosigue sin incidentes durante el día, aunque la tensión entre


nosotros no desaparece por completo. Las burlas y provocaciones persisten,
pero siempre hay una mirada de Alasdair o una amenaza velada que
mantienen a raya a los hombres más audaces.
Aun así no puedo evitar sentirme cada vez más inquieta a medida que
nos acercamos al territorio MacDonald.
Aunque he hecho todo lo posible por mantener una fachada de
valentía, la verdad es que no tengo idea de qué me espera allí.
Mientras, Liam se mantiene en su papel de líder, su presencia
imponente y su mirada intensa hacia mí son constantes. Ha comenzado a
acercarse a mí y me habla, siempre con una sonrisa engañosamente
amigable en su rostro.
Pero aunque sus palabras son corteses, siempre hay un matiz siniestro,
una insinuación oculta que me pone los nervios de punta. No importa
cuánto intente ignorarlo, siempre está ahí, una sombra amenazante que se
cierne sobre mí.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, los muros de
Armadale, el castillo MacDonald en la península de Sleat, aparecen en el
horizonte, su imponente silueta recortada contra el cielo. Y mientras nos
acercamos, siento un nudo en el estómago, una sensación de inminente
peligro que no logro sacudir.
A medida que nos acercamos, puedo ver las banderas de los
MacDonald ondeando en el viento.
Los muros de piedra parecen tan sólidos e inmutables como las
montañas que los rodean, y las torres del castillo se alzan como amenazas
silenciosas en el cielo.
El nerviosismo se instala más profundamente en mi estómago al cruzar
el puente levadizo, cada tranco del caballo resonando en mis oídos como un
eco sombrío de lo que me espera.
Las puertas se abren para nosotros, y una multitud se agolpa en el
patio, todos ansiosos para recibir a sus hombres.
Puedo ver la curiosidad y el escepticismo en sus rostros al mirarme a
mí y a Alasdair.
Mientras desmonto del caballo, él me ofrece su ayuda, su rostro
marcado por la tensión. Le agradezco con una sonrisa forzada, intentando
transmitir una confianza que estoy lejos de sentir.
El Laird MacDonald, un hombre de aspecto severo y de avanzada
edad, me recibe en la entrada del castillo. A su lado, Liam parece más
amenazante que nunca. Sus ojos parecen brillar con una intensidad casi
salvaje, y su sonrisa es tan afilada como un cuchillo.
Seamus me examina detenidamente, sus ojos grises como una
tormenta sobre el mar en invierno. Después de un momento que parece una
eternidad, finalmente habla.
―Por todos los santos, Liam, traes sorpresas ―afirma con una voz
que suena como rocas chocando entre sí.
Liam responde con una sonrisa ladina, su arrogancia palpable.
―Pues sí, padre. Pensé que sería interesante tener a la mujer de Iain
MacLeod aquí. No todos los días conseguimos un premio así, ¿verdad?
El Laird MacDonald mira a Liam con un ceño fruncido, sus cejas
grises casi uniéndose en su frente.
Lo mira duramente, y por un momento, parece que va a reprenderlo.
Pero luego, se vuelve hacia mí.
―¿Iain MacLeod ha hecho a esta mujer su esposa? ―pregunta.
Liam se encoge de hombros, sin perder su sonrisa.
―Así es, padre ―responde Liam, tratando de mantener la compostura
a pesar de su incomodidad evidente―. Se casaron justo antes de que
partiéramos.
Hay una nueva pausa, durante la cual la mirada del Seamus se vuelve
aún más severa, si cabe.
―¿La has secuestrado? Esto complica las cosas, Liam.
―Hice un acuerdo con MacLeod, padre, nos cede a su mujer durante
diez días como compensación a su agravio contra Elspeth.
El rostro del Laird MacDonald se tensa al escuchar las palabras de
Liam.
―¿Y crees que Iain se quedará de brazos cruzados mientras su mujer
está en nuestras tierras? Eres un tonto si crees que no vendrá a buscarla.
Liam se ríe con desdén.
―MacLeod no romperá el acuerdo, pero que venga. No tenemos nada
que temer. Su clan es débil, el nuestro es fuerte.
El Laird MacDonald niega con la cabeza, evidentemente frustrado.
―Puede que su clan esté débil, pero él no lo es.
―Tal vez ella no le importe tanto ahora que ya ha conseguido lo que
quería ―le responde él, pero no es a su padre al que dirige esas palabras.
Sus ojos me miran con burla.
La mirada de Seamus se detiene en Alasdair.
―MacLeod no enviaría a su capitán si no estuviera seguro de querer
recuperar a su esposa —señala el Laird MacDonald, estudiando a Alasdair
con una mirada aguda.
Alasdair se mantiene firme bajo su escrutinio, su rostro inescrutable.
―Estás jugando con fuego, Liam. Has traído a la esposa de un hombre
peligroso a nuestro hogar —continúa el Laird MacDonald.
La expresión de Liam no se altera ante la advertencia de su padre. En
cambio, parece encontrar un deleite malicioso en la preocupación de su
progenitor.
―El acuerdo está hecho, padre. No se puede deshacer —responde
Liam con terquedad.
―¿Qué interés puedes tener tú en esta mujer?
Liam se ríe, una risa que no llega a sus ojos y que solo parece disgustar
aún más a su padre.
―Ella en nuestras tierras solo puede significar problemas para Iain.
El Laird MacDonald frunce el ceño, estudiando a su hijo con
desconfianza.
―Me has mentido, Liam. No has ido a Dunvegan a hablar en favor de
tu hermana. Has ido por ella.
Hay una tensión en el aire mientras Liam se encuentra bajo la mirada
escrutadora de su padre. Después de un momento, asiente.
―Sí, padre. He ido por esta mujer. Pero también por nuestra familia.
No solo hará que Iain sufra, sino que también reforzará nuestra posición.
No hay nada que MacLeod pueda hacer. No sin iniciar una guerra que no
puede ganar.
Hay una pausa larga e incómoda antes de que el Laird MacDonald
asienta lentamente.
―Ella y el capitán MacLeod serán nuestros invitados y disfrutarán de
la hospitalidad de los MacDonald. Mantente alejado de ella, Liam.
―Dicen que devolvió a la vida a un hombre con su beso, que es un
regalo de las hadas que los MacLeod se han apropiado. Desde que está con
ellos estos no han hecho más que recibir sus dones y aumentar su suerte.
Seamus frunce el ceño ante el comentario de su hijo.
―Ella es la esposa de MacLeod y será tratada con el respeto que
merece.
Liam se queda callado, evidentemente frustrado.
―No intentes nada que pueda provocar una confrontación innecesaria
—continúa el Laird MacDonald―. Ya estoy viejo para enfrentar estas
viejas disputas.
Mientras Liam argumenta con su padre, Alasdair me lanza una mirada
tranquilizadora, aunque luego sus ojos recorren la sala, estudiando a todos
los presentes, buscando cualquier señal de hostilidad o desprecio.
Su señal es clara. No podemos bajar la guardia.
Justo cuando parece que la discusión está llegando a su fin, la puerta
de la sala se abre de par en par. Todos los ojos se vuelven hacia la mujer con
el cabello rojo como un amanecer en llamas que aparece, Elspeth
MacDonald.
―Escuché que teníamos invitados ―dice con una voz suave.
Al verme, sus ojos se estrechan con reconocimiento antes de que se
ilumine con una sonrisa amable.
―Debería ser la primera en dar la bienvenida a nuestra invitada y a su
escolta. Mi hermano Liam puede que sea el más fuerte entre nosotros, pero
a veces carece de los modales necesarios.
―Elspeth, es un placer volver a verte ―digo con sinceridad.
Ella sonríe, y hay calidez genuina en sus ojos.
―Igualmente, Catherine. Lamento las circunstancias que te han traído
aquí. Debes estar cansada. Deja que te acompañe a tu nuevo
acomodamiento.
Asiento con la cabeza y me guía por los pasillos del castillo con
Alasdair pisándome los talones.
Elspeth se gira un poco y le echa una mirada apreciativa que no se me
escapa.
Hablamos de cosas sin importancia, de los hermosos jardines que
rodean el castillo, de las preparaciones para el próximo festival de otoño, de
las recetas de tartas de manzana.
Es un respiro bienvenido, pero veo a Alasdair vigilando
cuidadosamente desde lejos, sus ojos nunca se alejan de mí. En un
momento dado, nos detenemos delante de la puerta de una habitación y al
ver que Alasdair no se mueve de nuestro lado, pregunta si la
compartiremos.
―Catherine es ahora mi señora, la esposa de Iain ―interviene, su voz
es respetuosa pero firme―. Pero voy a quedarme a su lado en todo
momento mientras estemos en este castillo.
Elspeth parece sorprendida por sus palabras, pero asiente lentamente,
sus ojos se estrechan un poco mientras considera su significado.
―Está claro que la seguridad de la señora Catherine es una prioridad
para los MacLeod. Pero, Alasdair, te recuerdo que estás en territorio
MacDonald y deberías confiar un poco más en nuestra hospitalidad
―advierte.
Pero Alasdair se mantiene firme.
―La confianza se gana, no se concede ―dice simplemente.
―Ahora entiendo el disgusto de mi hermano. Esperaba que te unieras
a los MacDonald, Catherine ―comenta a la ligera.
El comentario de Elspeth parece golpear a Alasdair, su rostro se
endurece aún más y hay un destello de ira en sus ojos.
Creo que esta mujer no es la despierta y vibrante protagonista del libro.
No puede ser que sea tan inconsciente de las intenciones de su hermano.
Liam no quiere convertirme en una MacDonald, quiere convertirme en una
especie de amuleto-mascota de la suerte.
―Liam puede soñar todo lo que quiera. Catherine es nuestra
―responde Alasdair con un gruñido y me guía hacia mi habitación.
Puedo ver la preocupación en sus ojos. Esta visita a los MacDonald
será más complicada de lo que pensábamos.

La noche cae sobre el castillo de los MacDonald, los pasillos llenos de


sombras parecen amenazantes. Una mezcla de olores, madera, tierra y el
mar cercano, llena el aire. Alasdair me ha dejado en mi habitación para ir a
hablar con Seamus, el laird de los MacDonald.
Estoy sola. El sonido de mis propios pensamientos parece más fuerte
que el susurro del viento fuera de la ventana. Y entonces, la puerta se abre
con un suave chirrido.
Liam entra en la habitación, su sonrisa está cargada de insinuaciones.
Me tenso inmediatamente.
―Buenas noches, Catherine ―saluda con una voz tan suave que hace
que mi piel se erice―. Me alegra ver que te estás acomodando.
Se acerca más y puedo percibir el olor a whisky en su aliento. Su
presencia es abrumadora. Un sudor frío me recorre la espalda.
―Vine a ver cómo te trataba mi castillo. Quería asegurarme de que te
sientes... bienvenida.
La amenaza velada en sus palabras es palpable. Con Alasdair fuera, sé
que necesito manejar esta situación yo misma. Su obsesión es clara y me
llena de miedo, pero no puedo dejar que lo note.
―Estoy bien, Liam ―respondo con voz firme―. No necesito nada.
Pero él solo sonríe más ampliamente y se acerca aún más. Siento el
peligro que representa y me preparo para enfrentarlo.
Liam suelta una carcajada, el sonido cruje en el aire tenso de la
habitación.
―¿Sabes? Al principio pensé que mi interés solo estaba relacionado
con tus dones, luego con la actitud que Iain demostraba contigo, pero ahora
me doy cuenta de que es por ti. ―Sus ojos me examinan de arriba abajo, de
manera amenazante―. Cuánto más te conozco, más necesito tenerte.
Avanza un paso, yo retrocedo, manteniendo la misma distancia.
―Vamos, Catherine, sabes lo que quiero. Solo tienes que dármelo. Te
haré olvidar que has tenido a MacLeod entre tus piernas antes que a mí.
Su voz tiene un tono venenoso que hace que mi estómago se retuerza.
La mía es apenas un susurro cuando le digo:
―Aléjate de mí.
Se ríe una vez más, su rostro mostrando una mezcla de deseo y
diversión.
―Te lo estoy pidiendo amablemente. Estoy siguiendo las reglas del
juego, sólo dámelo. Dame un beso.
Su sonrisa se ensancha, convirtiéndose en una grotesca caricatura de la
genuina alegría. Pero no retrocedo, no me doblego. Necesito que sepa que
no me amedrenta.
Levanto mi mentón con desafío, haciendo todo lo posible para evitar
temblar ante su presencia.
―Ni siquiera en tus sueños, MacDonald―le digo, poniendo todo el
veneno que puedo en mi voz.
Liam se ríe una vez más, pero hay un filo en su risa que no estaba allí
antes.
―Catherine, Catherine, tan fuerte y desafiante. Me gusta eso en una
mujer. Pero creo que estás olvidando algo.
Se acerca aún más, lo que me obliga a dar un paso atrás hasta que mi
espalda golpea la pared.
―Estás en mis tierras ahora. Veremos cuánto dura esa resistencia tuya.
Intento no mostrar mi miedo, pero puedo sentir el latido de mi corazón
golpeando contra mi pecho.
Antes de que pueda responder, la puerta de la habitación se abre de
golpe y Alasdair entra, con una mirada amenazante en su rostro.
―MacDonald, suelo decir que eres un hombre de palabra, pero si
rompes el acuerdo... te aseguro que te arrepentirás ―gruñe Alasdair, su
mirada clavada en Liam―. Tu padre se volverá loco si sabe que estás aquí.
―¿Cuánto crees que le queda a ese viejo decrepito? Y luego seré yo el
que esté al mando y decida aplastar de una vez por todas a los MacLeod.
―Eso aún está por verse, Liam ―dice Alasdair en voz baja. Su tono
es peligroso y hay una promesa no dicha en sus palabras.
Liam se ríe, pero no puede ocultar completamente la tensión en su
rostro.
―Estoy deseando ver el día en que los MacLeod sean aplastados. Y
tú, Catherine, estarás a mi lado cuando eso suceda.
Con una última mirada llena de deseo y determinación, Liam se aleja,
dejándonos a Alasdair y a mí solos en la habitación. Puedo ver la ira que
arde en los ojos de Alasdair y, aunque sé que está furioso con Liam, no
puedo evitar temer un poco por lo que vendrá después.
―Alasdair…
―Dormiré ahí fuera.
―¿Fuera? ¿Sobre el duro suelo de piedra? No puedo permitir eso. La
cama es grande, te dejaré sitio.
―Valoro mucho mis partes nobles, Catherine. Si Iain se entera que he
dormido contigo en tu cama, me dejará sin ellas.
Una risa suave y sorprendida se me escapa, rompiendo la tensión en la
habitación. Alasdair, con su expresión tan seria y sus ojos intensos, parece
descolocado por mi reacción.
―Iain tendría que confiar más en su capitán y en mí.
―No se trata de confianza, sino de respeto y honor. Eres su mujer
ahora.
Suspiro con resignación. Retiro las pieles que cubren mi cama y las
tiro sobre el suelo.
―Quédate, al menos, dentro.
Lo miro, observando la sombra de su figura en la penumbra de la
habitación. Debatiendo consigo mismo qué debería hacer.
Al final, extiende las cobijas enfrente de la chimenea, a escasos pasos
de la puerta y se acomoda sobre ellas.
―Descansemos lo que podamos, aunque dormir en territorio
MacDonald se siente igual que echarse sobre un lecho de clavos.
―¿Por qué estás aquí, Alasdair? ¿Por qué no te negaste a venir? —
pregunto, mi voz apenas un susurro en la habitación oscura.
Durante un largo momento, solo hay silencio. Finalmente, responde
con su voz grave y suave.
―Estoy aquí porque mi Laird me lo pidió. Estoy aquí porque eres mi
señora y mi deber es protegerte. Y estoy aquí porque contraje una deuda
contigo el día que salvaste a Ewan.
El silencio vuelve a caer sobre nosotros.
Alasdair siempre ha sido un hombre de deber y lealtad, y esta vez no
es diferente. A pesar del peligro y las amenazas que se ciernen sobre
nosotros, él está aquí, dispuesto a protegerme.
Siento una punzada de gratitud y alivio al saber que no estoy sola.

Mirando a mi alrededor, me impresiona el bullicio y la energía que


llenan el castillo MacDonald. Los sonidos de los hombres entrenando, de
las espadas chocando y de las risas y conversaciones enérgicas que llenan el
aire. Cada rincón de este lugar parece vibrar con vida, un contraste tan
marcado con la serena tranquilidad de Dunvegan.
El patio está lleno de Highlanders, luciendo con orgullo su tartán
MacDonald, practicando con dagas y palos.
Observo su agilidad y precisión, cada movimiento realizado con una
destreza que solo puede ser producto de años de entrenamiento y práctica.
En el interior del castillo, la actividad es igual de frenética. Sirvientes
se apresuran de un lado a otro, llevando a cabo sus tareas con una eficiencia
que no deja lugar a la pereza. A pesar del caos aparente, existe un cierto
orden y ritmo en su actividad, como una danza bien ensayada.
A pesar de ser una enemiga en esta fortaleza, no puedo evitar sentir un
cierto grado de admiración por los MacDonald. Su fuerza, su vitalidad, su
aparente indomabilidad... es algo impresionante de presenciar.
Las mujeres del castillo me miran de reojo, sus rostros marcados por
una cautela que bordea la hostilidad. En Dunvegan, me habría visto rodeada
de risas y cháchara, de rostros amigables y manos dispuestas a ayudar. Pero
aquí, en el corazón de las tierras MacDonald, soy una extraña.
Y está Alasdair. La constante sombra a mi lado, su figura alta e
imponente se destaca contra la multitud, alejando a los posibles intrusos con
una sola mirada hostil.

Al atravesar el patio del castillo, me detengo al ver a Seamus


MacDonald, el anciano Laird de su clan. Aunque su cuerpo muestra las
huellas del tiempo, sus ojos son penetrantes y evaluadores.
Me acerco a él con respeto. A pesar de nuestras diferencias actuales,
este hombre ha liderado a su clan a través de numerosas batallas y desafíos.
Me saluda con un ligero asentimiento de cabeza, un gesto de cortesía
antigua.
―Señora MacLeod ―dice con una voz que, aunque curtida por el
tiempo, mantiene un rastro de su antiguo vigor.
Me comenta que no hemos hablado antes y me felicita por mi
matrimonio con Iain. Espera que mi estancia en su castillo sea agradable.
Con una mirada franca, respondo:
―Como recién casada forzada a separarse de su marido, y durmiendo
entre personas que me odian por llevar el apellido MacLeod, he tenido
estancias más agradables, Laird.
Su sorpresa es evidente. Al parecer, esperaba las típicas formalidades y
cortesías hipócritas de todos los tiempos.
―Alasdair me dijo que eres de América, que sufriste un naufragio
―continúa.
Asiento con la cabeza.
―Una historia muy poco creíble, señora MacLeod. Me extraña que
Iain se la creyera.
―Es muy posible que no lo hiciera.
―Y aun así te hizo su esposa. Debes significar algo para él…
Se me queda mirando, los ojos llenos de curiosidad.
―Mi hijo cree que eres una especie de talismán de la buena suerte.
―Eso no existe ―contesto.
―No descartes tan rápido las creencias de la gente. Esta tierra siempre
ha estado llena de magia y misterios.
―En mi mundo, la magia es una serie de trucos para engañar a las
personas.
―¿Y en qué cree la gente de tu mundo?
―Creemos en la ciencia, en los hechos demostrables y en la evidencia.
Si algo no se puede explicar, estudiamos y experimentamos hasta encontrar
una respuesta.
Frunciendo el ceño, responde:
―Suena agotador.
No puedo evitar reírme.
―Lo es, pero el esfuerzo constante también tiene su recompensa.
Parece dudar.
―No estoy tan seguro. He dedicado toda mi energía al bienestar de
este clan, y ahora que mi tiempo se acaba, siento que todo ese esfuerzo ha
sido en vano. Liam... tiene la fuerza, pero temo que le falte sabiduría.
Hago una pausa antes de responder:
―De donde yo vengo los líderes se eligen, sus cargos no son
hereditarios. Deben demostrar que pueden ofrecer lo que la gente necesita.
Él me mira con el ceño fruncido.
Sus cejas se arquean.
―¿No están las colonias bajo la bandera británica?
―Lo están. Sí.
Su mirada se torna pensativa.
―¿Y sus líderes son mejores?
―La mayoría solo engañan y manipulan para conseguir su puesto y
luego se olvidan de sus promesas, pero de vez en cuando surge alguien con
verdaderas ganas y capacidades para mejorar y guiar a la nación de forma
adecuada.
―¿Y es ese cambio para mejor?
―Forma parte de la vida. Crecemos, aprendemos y cambiamos las
cosas con la esperanza de mejorarlas. Liam no será una excepción. Todos
los líderes comienzan su gobierno con más músculo que cabeza.
Esboza una sonrisa cansada.
Puedo ver que le hago pensar. Lejos de las formalidades rígidas,
nuestra conversación fluye libremente. Hablamos de las viejas disputas
entre los clanes, cómo el orgullo y la venganza han causado cicatrices
profundas. Luego, sobre las enfermedades que han asolado nuestras tierras,
cómo la falta de conocimiento y la superstición han permitido que estas
enfermedades causen estragos.
Es extraño, pero aunque parezca mucho más viejo que yo, en realidad
me siento más anciana. Llena de cambios, descubrimientos, errores, aciertos
y conocimientos que él no puede siquiera empezar a comprender. Tres
siglos de vida, para ser exactos.
Pero es agradable hablar con él. Somos como dos filósofos al final de
nuestra vida, haciendo un balance de lo bueno y lo malo de esta existencia.
Él me escucha con atención, y caminamos juntos por el castillo
mientras Alasdair nos sigue, con una expresión de asombro silencioso en su
rostro.

―¿No eres de América? ―me pregunta más tarde Alasdair.


Antes de dejarme sola para que pueda darme un baño.
―Sí, lo soy, ―le contesto, luego hago una pausa―, pero no llegué a
Skye por un naufragio.
No sé exactamente por qué le revelo esto. Tal vez porque siento que él,
de todos los presentes, no me acosará con preguntas incisivas.
―¿Entonces cómo llegaste aquí? ―Alasdair pregunta, su mirada
intensa y curiosa.
Respiro hondo, considerando mis palabras. No puedo decirle toda la
verdad, pero tampoco quiero mentirle.
―Digamos que fue a través de una serie de circunstancias inusuales y
eventos fortuitos ―respondo, con una pequeña sonrisa.
Alasdair me mira con curiosidad, pero no insiste más en el asunto. Sin
embargo, puedo ver que está pensando, sus ojos reflejan una mezcla de
desconcierto y fascinación.
Justo antes de que salga de la habitación, me mira una vez más.
―Seas de donde seas, Catherine, estoy agradecido de que estés aquí.
Con esas palabras, se va, dejándome sola en la habitación. Me quedo
allí durante un momento, sorprendida por su sinceridad y suavidad antes de
dirigirme a preparar mi baño.

Otro día cae en el castillo de Armadale. El sol se pone, tiñendo el cielo


con los últimos rastros de luz antes de dar paso a la oscuridad. Ahora ya son
tres días desde que comenzó nuestro viaje, y a pesar de las tensiones
iniciales, las cosas han sido, en gran parte, pacíficas.
A pesar de la hostilidad velada y las miradas frías que me siguen a
donde quiera que vaya, no ha habido ningún intento directo de hacerme
daño. Mi presencia aquí, al parecer, ha sido tolerada, si no exactamente
bienvenida.
Incluso he tenido la oportunidad de hablar con Seamus, el laird
MacDonald. A pesar de las diferencias obvias entre clanes, encontré en él
una mente aguda y un espíritu inquieto.
Cada día que pasa, estoy un paso más cerca de regresar a Iain, de
regresar a Dunvegan. Y eso me llena de una esperanza persistente que
mantiene a raya el miedo y la incertidumbre.
«Siete días más», me recuerdo a mí misma.
Solo siete días más de paseos por los jardines con Elspeth, de
conversaciones agudas con Seamus y de los ronquidos de Alasdair en el
suelo de mi habitación.
«Puedo con eso».

Cuatro días después Seamus MacDonald muere .


28

El rumor de su muerte se propaga por el castillo como un viento helado. El


júbilo y la risa se ahogan, reemplazados por susurros apagados y miradas de
desconcierto.
Seamus, el viejo Laird MacDonald, amado y respetado por su clan,
está muerto, y su ausencia llena cada rincón del castillo con un frío
desgarrador.
La sospecha se instala con la misma rapidez que la noticia de su
muerte. Un envenenamiento, susurran los sirvientes, una traición. Los ojos
se desvían hacia mí, y puedo sentir el peso de sus sospechas. Los susurros
cesan cuando paso, reemplazados por un silencio incómodo.
Alasdair y yo nos miramos conmocionados. Ninguno tenemos claro
cómo nos va a afectar esto, pero estamos seguros de que no será de buena
manera.
Alasdair se mantiene a mi lado, una sombra protectora contra las
acusaciones silenciosas. Pero incluso él no puede disipar la mirada de
desconfianza de Liam, cuyos ojos relucen con una satisfacción perversa.
―Vete ―le digo con urgencia―.Márchate. Ve a Dunvegan. Si te
quedas aquí estarás en peligro. Liam no tendrá compasión contigo si tiene
una excusa para deshacerse de ti y su padre no está para frenarle.
Alasdair me mira, con el ceño fruncido y una clara inseguridad en su
mirada.
―No pienso dejarte aquí, Catherine. Tú estás en tanto peligro como
yo, si no más. Iain ya debe estar en camino hacia aquí.
Su resolución es tan fuerte como la mía, pero sabe que tengo razón,
que Liam no dudará en quitarlo de en medio si tiene la oportunidad.
―Tienes que irte, Alasdair ―insisto, agarrando su brazo para enfatizar
mi urgencia―. Tienes que contárselo a Iain. Él tiene que saber lo que está
pasando. Lo que se encontrará al llegar. Yo no puedo irme. No quiero darle
más excusas para entrar en guerra con los MacLeod. Y tú... tú no podrás
ayudarme ni a mí ni a él si estás muerto. Es una orden de tu señora,
Alasdair.
Hay un silencio largo y tenso. Alasdair mira mi mano en su brazo,
luego a mí, su expresión dura mientras lucha internamente.
Sé que quiere quedarse, protegerme, pero también sabe que tiene un
deber con Iain. Y sabe que estoy en lo correcto.
―Catherine… ese hombre intentará… ―Alasdair traga saliva, su
rostro endurecido por la preocupación.
Le sonrío con un coraje que no siento.
―Sé dónde apuntar para que se le quiten las ganas, Alasdair ―le
tranquilizo, con un guiño para aliviar la tensión―. Confía en mí.
Él mira mis ojos por un largo momento, luego asiente lentamente,
aunque la preocupación no desaparece de su mirada.
―Cuídate, Catherine ―me susurra como despedida.

Se levanta en silencio y se desvanece entre las sombras del castillo,


dirigiéndose hacia las tierras salvajes y peligrosas de las Highlands, para
encontrar a Iain en algún lugar entre Dunvegan y Sleat.

Respiro profundamente, me siento en la cama y trato de calmar mis


nervios revueltos. Antes de que tenga tiempo de organizar mis
pensamientos, la puerta de mi habitación se abre de golpe, haciendo temblar
las bisagras.
En el marco de la puerta, con una sonrisa siniestra en su rostro, se
encuentra Liam MacDonald. La satisfacción brilla en sus ojos al verme
sola, sin Alasdair a mi lado para protegerme.
A pesar de todo, me mantengo erguida, devolviéndole la mirada con la
mayor calma que puedo reunir. No dejaré que me vea asustada. No le daré
esa satisfacción.
―La huida de Alasdair solo corrobora su culpabilidad. Por lo tanto,
considero nulo el acuerdo con los MacLeod. Y tú... ―dice Liam, su voz
llena de veneno y satisfacción.
―¿Y yo qué? ―le interrumpo, negándome a permitirle que controle la
situación. Su sonrisa se vuelve aún más siniestra y da un paso hacia el
interior de la habitación.
―Ahora eres mi rehén, Catherine MacLeod.
A pesar de la gravedad de las palabras de Liam, me niego a mostrarle
miedo. Él puede tener el poder en este castillo, pero no me tiene a mí. No
todavía. Y mientras tenga algo que decir al respecto, nunca lo tendrá.
―Un movimiento peligroso, Liam. Si violas el tratado, no solo los
MacLeod se levantarán en armas contra ti. Tu clan no lo tolerará.
Liam se ríe de mi advertencia.
―El clan MacDonald está conmigo, Catherine. Siempre lo ha estado.
Y en cuanto a Iain... ¿crees que le importará lo que haga contigo?
No le respondo. Sé que lo que dice no es verdad. Iain se preocupa por
mí. Y también sé que Liam está tratando de hacerme dudar, de
desequilibrarme. Pero no le daré ese placer.
―Ahora dame lo que tanto tiempo llevo esperando.
Estira un brazo y me sujeta el pelo con contundencia haciendo que mi
cuello se ladee en un ángulo doloroso.
―¡No! ―grito con todas mis fuerzas, luchando contra su agarre. Pero
es más fuerte y me arrastra hacia él.
Siento su aliento en mi cuello, caliente y pesado. Mi estómago se
retuerce de repulsión. Intento alejarme, pero su agarre es firme, inamovible.
Cierro los ojos, reuniendo todo mi valor para un último intento de
resistencia.
Con un grito ahogado, junto toda mi fuerza y le doy una patada en la
ingle. Liam grita de dolor y me suelta.
Aprovecho su debilidad para alejarme de él, apoyándome contra la
pared, jadeando por el esfuerzo.
Liam se dobla de dolor, pero su furia es evidente. Sus ojos, una vez
llenos de satisfacción, ahora destellan de ira.
―¡Te arrepentirás de esto, Catherine MacLeod! ―ruge, y me atrapa
por un pie haciéndome caer.
Me estrello contra la dura piedra. Siento un dolor inmenso en las
rodillas que me hace cerrar los ojos para poder soportarlo.
No entiendo cómo se ha recuperado tan rápido. Los huevos en esta
época deben ser más duros.
Se inclina sobre mí como una sombra y tira de mi brazo para
acercarme a él. Recibo un golpe en la mejilla que me hace lanzar un jadeo
sorprendido.
―Ahora dame uno de esos malditos besos ―ruge.
Se lanza contra mis labios.
Siento su boca en la mía, áspera y desagradable. Luchó con todas mis
fuerzas, pero es como golpear a una roca. Cierro mis ojos, sintiendo las
lágrimas calientes correr por mis mejillas.
Pero algo en mi interior se enciende. Un último aliento de ánimo y
rebeldía.
Empujo a Liam con toda la intensidad que puedo. El golpe le
sorprende y se aleja un momento, lo suficiente para que yo pueda moverme.
Corro hacia la puerta de la habitación, rezando para que esté
desbloqueada. Agarro el pomo y lo giro, sintiendo un alivio inmenso
cuando se abre. Salgo corriendo al pasillo, pero Liam está detrás de mí,
rugiendo de ira.
Me agarra por el brazo con una firmeza brutal, deteniendo mi intento
de huida. Me empuja de vuelta a la habitación y me tira al suelo. Intento
levantarme, pero su bota se clava en mi espalda, manteniéndome en su
lugar. Me arrastra por el suelo hasta que estoy tumbada boca arriba.
Cae encima de mí, su peso es agobiante. Sus manos agarran mis
muñecas y las clavan contra el suelo de piedra. Siento el dolor irradiar a
través de mi cuerpo, pero no grito. No le daré esa satisfacción.
Aprieta más fuerte, y puedo sentir los huesos de mis muñecas
amenazando con ceder ante la presión. Cierro los ojos, preparándome para
el dolor.
Pero antes de que pueda llegar, siento su boca en la mía. Es un beso
violento, su lengua forzándose paso en mi boca. Muerde mi labio con
fuerza y siento el sabor metálico de la sangre.
Liam se aleja, soltando un gruñido de satisfacción. Muevo mi cabeza,
intentando evitar otro de sus besos forzados, pero él simplemente agarra mi
rostro y me obliga a mirarlo.
Lágrimas de ira y frustración se deslizan por mis mejillas mientras él
ríe, su aliento a whisky y sangre soplando en mi cara.
―Ahora veremos si gritas tanto conmigo como lo hacías con
MacLeod. Me volví loco escuchándote gemir y jadear. Deseando ser yo
quién estuviera dentro de ti y no él ―murmura mientras su boca se desliza
por mi cara y su lengua por mi cuello. Lo siento apretando sus dientes en mi
carne.
Luego me observa con una sonrisa cruel en su rostro que me hace
temblar de miedo, pero mantengo la mirada, enfrentándolo con toda la furia
y determinación que puedo reunir en ese momento.

Él ríe ante mi desafío, su risa llena de una maldad que me congela la


sangre. Pero no me dejo vencer por el miedo, no le daré el gusto.

―No puedes compararte con él. Liam es mucho mejor hombre de lo


que tú serás jamás ―le escupo las palabras, sintiendo una especie de
satisfacción retorcida al ver su sonrisa desvanecerse momentáneamente.
Pero entonces, su sonrisa vuelve, más amplia y siniestra que antes.
―Veremos, Catherine ―susurra, sus palabras un vaticinio amenazante
que envía un escalofrío por mi espina dorsal.
Me revuelvo de nuevo contra él cuando intenta tirar del escote de mi
vestido hacia abajo.
Y vuelve a golpearme bajo la mandíbula.
Siento un estallido de dolor que hace que mi cabeza gire y mis oídos
suenen, pero hago un esfuerzo por mantenerme consciente, mantenerme
lúcida.
Si pierdo la conciencia, él hará conmigo todo lo que quiere.
Oigo el desgarro del vestido y se libera un hombro que él muerde,
clavándome los dientes como un salvaje hasta hacerme gritar de dolor. La
crudeza del sufrimiento se hace eco en la habitación.
Mis manos luchan por liberarse, arañando y golpeando su rostro en
una lucha feroz y desesperada. Cada golpe que doy parece enojarlo más,
pero no quiero rendirme.
De repente, su peso me aplasta completamente y escucho un sonido de
carne contra carne. El dolor es abrumador, tan intenso que apenas puedo
respirar.
Me doy cuenta de que ha golpeado mi rostro con su puño, una, dos
veces. El mundo se vuelve borroso y lágrimas involuntarias surgen de mis
ojos.
Liam me mira lleno de ira y algo más, algo oscuro y perverso que me
hiela el corazón. Siento su aliento caliente contra mi rostro, el olor a whisky
mezclado con el sudor y el hierro de la sangre. Sus dedos se cierran
alrededor de mi garganta, apretando.
―Estate quieta. Será más doloroso si te resistes como un maldito gato
salvaje.
En ese momento, Liam aprieta aún más su agarre y su expresión se
torna aún más amenazadora. Un gesto de crueldad se dibuja en su rostro,
con los labios torcidos en una sonrisa siniestra. Un gesto de crueldad se
dibuja en su rostro, con los labios torcidos en una sonrisa siniestra cuando
mueve sus caderas sobre las mías.
―¡Liam! ¿Qué estás haciendo? ―la voz horrorizada y ofendida
proviene de Lachlan, su hermano.
La mirada de Liam se desvía hacia la puerta, sus ojos arden de furia.
Las palabras de Lachlan no consiguen que Liam me libere, pero su
aparición me da un respiro, una distracción. Intento inhalar, pero el agarre
de Liam en mi garganta sigue siendo firme, implacable.
―¡Cállate, Lachlan! Esto no es asunto tuyo ― escupe Liam, su
desprecio es evidente en su tono y en su gesto.
―Tienes a todo el consejo reunido en el gran salón esperando por ti y
tú te dedicas a… ¡Romper un acuerdo con Iain MacLeod!
Lachlan lo increpa, sus ojos son duros, llenos de reproche y
desconcierto.
―¿Qué me importa ese MacLeod? ¡No me da ningún miedo! Voy a ser
el jefe del clan MacDonald, los aplastaré a todos en cuanto termine lo que
me he propuesto.
Liam se vuelve hacia Lachlan, su mirada es desafiante, sus palabras
llenas de una promesa de violencia. El desprecio que muestra por el acuerdo
de paz con los MacLeod es evidente.
―Sabes que nuestro padre no deseaba que fueras Laird ―Lachlan
contraataca, su tono es calmado pero firme.
Las palabras de Lachlan parecen sacudir a Liam. Puedo ver cómo su
mirada cambia, cómo su expresión se endurece.
―Así que lo sabías. Te lo dijo. Lo suponía ―murmura Liam, su tono
es venenoso, lleno de resentimiento.
Y entonces, una nueva voz se une al enfrentamiento.
―Liam, deja a Catherine ―le ordena Elspeth, su tono es firme y
decidido.
A pesar del miedo y el dolor, siento una punzada de esperanza. Tal vez
aún pueda salir de esto. Tal vez todavía tenga una oportunidad.
―¿Por qué? Está claro que fue ella la que envenenó a nuestro padre.
Es justo que reciba un escarmiento.
La acusación de Liam me deja helada, su tono está tan convencido, tan
lleno de certeza, que por un momento temo que los demás le crean.
―No fue envenenado. Fue estrangulado. Tenía hematomas en el
cuello. Es imposible que esa mujer pudiera hacerlo. ―La voz de Lachlan es
un bálsamo, una afirmación clara de mi inocencia.
Pero Liam no quiere mostrarse convencido.
―Pues lo hizo su hombre. ¿Por qué otra cosa escaparía?
―Alasdair no se ha separado de Catherine ni un segundo, Liam
―Elspeth me defiende con voz firme y segura. Me sorprende gratamente su
defensa.
La incredulidad se dibuja en el rostro de Liam mientras escucha las
palabras de Elspeth.
―¿Los estás defendiendo? Pues lo harían juntos ―El resentimiento y
la frustración son evidentes en su voz.
Y entonces, Lachlan interviene.
―Entrégate, Liam ―Su tono es duro, autoritario. Me sorprende la
firmeza de su voz, el mando que ejerce.
Liam se queda en silencio por un momento, sorprendido. Cuando
habla, su voz está cargada de provocación.
―¿Me estás desafiando?
―Tengo un buen número de hombres dispuestos a seguirme ―replica
Lachlan. No hay duda en su voz, solo determinación.
La incredulidad de Liam se convierte en rabia.
―¿Quieres comenzar una guerra interna dentro del clan? ¿Hasta ahí
llega tu ambición?
―Nuestro padre me nombró a mí próximo Laird. Hay un documento
firmado por él y avalado por todo el consejo ―afirma Lachlan.
La habitación se queda en silencio. Todos parecen estar aguantando la
respiración, esperando a ver qué sucederá a continuación.
Liam mira a su alrededor, buscando apoyo, pero todos en la habitación
parecen igual de sorprendidos que yo por la firmeza de Lachlan.
―Esto no ha terminado ―amenaza Liam, su rostro rojo de ira.
―Terminará cuando admitas tu culpa, Liam. Y sufras las
consecuencias de tus acciones ―le advierte Lachlan con una mirada dura.
Liam se ríe, pero su risa es forzada y amarga. Lanza una última mirada
de odio hacia mí antes de girarse y marcharse de la habitación, empujando a
su hermano en su camino.
Quedo ahí, temblando, tratando de absorber todo lo que acaba de
pasar. Siento el peso de las miradas de los demás sobre mí. Estoy segura de
que todos tienen la misma pregunta en mente: ¿qué pasará ahora?
Elspeth se acerca a mí, sus ojos llenos de preocupación.
―¿Estás bien, Catherine? ―me pregunta suavemente.
Hago un esfuerzo para asentir, aunque todo mi cuerpo duele y estoy
segura de que mi rostro debe parecer un mapa.
―Vamos, te ayudaré a levantarte ―me ofrece, pasando un brazo
alrededor de mis hombros.
Miro a Lachlan, que todavía está parado donde estaba cuando Liam lo
empujó. Sus ojos me encuentran, y hay una mirada de concentración en
ellos.
―Gracias, Elspeth ―murmuro, permitiendo que tire de mí hacía la
cama.
Siento que los ojos de Lachlan están sobre mí todo el tiempo.
―A MacLeod no le gustará ver a su mujer en ese estado. Tengo
suficiente con un enfrentamiento a la vez. Sacadla de aquí, que se reúna con
él lo antes posible.
Las palabras de Lachlan son duras, pero entiendo su preocupación. En
su posición, la política y la estrategia son factores fundamentales.
―Cuéntale a tu esposo lo que ha ocurrido y dile que el nuevo jefe de
los MacDonald no quiere avivar el odio entre nuestros clanes, que el
culpable pagará por sus acciones.
Elspeth, cuyos ojos se han oscurecido con una mezcla de preocupación
y furia, asiente en silencio y me ayuda a levantarme de nuevo.
Su brazo alrededor de mi cintura es un sostén firme mientras
avanzamos por el pasillo, lejos de cualquier mirada curiosa o indiscreta.
29

Elspeth habla con una calma forzada, pero agradezco su esfuerzo. Me


ayuda a sentir una apariencia de control, a pesar de la tormenta de
emociones que me azota por dentro.

―Los MacLeod están a unas horas de aquí ―me explica Elspeth―.


Llegaron hace un día.
La noticia me impacta. Mi corazón se agita al pensar en Iain.
―Finlay y Duncan te llevarán con ellos ―continúa Elspeth―. No te
preocupes. Ellos cuidarán bien de ti.
Nombra a dos hombres a los que apenas conozco, pero que esperan
pacientemente sobre sus monturas sin abrir la boca.
Siento un alivio fugaz al pensar que pronto estaré fuera de este lugar y
lejos de Liam.
―¿Tú estarás bien? ―le pregunto, inquieta por dejarla en medio de
todo este caos. Pero sus ojos están llenos de coraje, una firmeza que no
puedo dejar de admirar.
―Se avecinan tiempos difíciles para los MacDonald ―admite con un
suspiro. Pero entonces, su expresión se endurece, su mandíbula se
aprieta―. Echaré de menos la templanza de mi padre, pero confío en
Lachlan. No todos los MacDonald somos como Liam o sus seguidores.
Ella sostiene mi mirada con la suya, sus ojos brillantes y resueltos.
Le aprieto la mano con fuerza, asintiendo. No sé cómo serán los días
que vienen para los MacDonald, ni cómo serán para mí. Pero sé que ambas
lucharemos, cada una a nuestro modo.
Solo cuando la adrenalina abandona mi cuerpo y me enfrento a la
montura del caballo, me doy cuenta del impacto que ha tenido en mi cuerpo
el ataque de Liam.
Cada movimiento envía ondas de dolor punzante a través de mi
costado y sospecho que puede haber una costilla rota. Mi boca tiene un
sabor metálico, y pasando la lengua por mis labios, siento la costra de
sangre formándose. Mi frente pulsa con un dolor constante, un recordatorio
vívido del puño de Liam. Apenas puedo abrir mi ojo izquierdo, medio
cerrado por la hinchazón y la piel que lo rodea tiene una sensación caliente
y tensa.
Con un gemido apagado, me agarro a la montura del caballo y, usando
todas las fuerzas que me quedan, me subo a ella. Cada movimiento es un
esfuerzo, cada respiración un desafío. Pero no tengo opción. Tengo que
ponerme a salvo, tengo que llegar a los MacLeod.
El mundo oscila a mi alrededor, borroso y distante, pero mantengo la
vista fija en el camino por delante. No sé cuánto tiempo podré mantenerme
consciente, ni cuánto tiempo podré soportar el dolor, pero no tengo otra
opción.
Los MacDonald imponen un ritmo diabólico deseosos de volver junto
a los suyos y enfrentar lo que sea que se encuentren al llegar.
Cuando llego a la frontera del campamento MacLeod, el agotamiento
me domina y apenas logro mantenerme en la montura. Los colores se
mezclan y las formas se deforman ante mis ojos. Pero entonces, un sonido
me hace centrar mi atención: pasos apresurados, voces que se alzan, una
silueta que se acerca rápidamente.
Es Iain.
Su cara se endurece al verme. Sus ojos azules se ensanchan con
incredulidad y horror al observar el estado en que me encuentro. Casi puedo
ver el momento en que percibe la sangre y las marcas de violencia en mi
rostro y cuerpo.
Con un grito ronco, lanza instrucciones a los hombres que se han
congregado a su alrededor. Al instante, dos de ellos corren, mientras él me
ayuda a bajar del caballo.
Las palabras me fallan, pero veo el destello de comprensión en los ojos
de Iain cuando me apoya y me lleva hacia la seguridad de su cuerpo. Su
agarre es firme, sus movimientos suaves, cada uno calculado para no
causarme más dolor.
A medida que la oscuridad se cierra sobre mí, la última imagen que
retengo es el rostro de Iain, sus ojos llenos de ira y preocupación mientras
murmura palabras suaves y promesas de venganza.

Despierto con el ligero aroma de hierbas y una sensación de


hormigueo en la piel. Me duele todo el cuerpo, pero la sensación de flotar
en un mar de dolor ha desaparecido.
Mi vista se aclara y veo a Iain a mi lado, dormido en una silla de
madera, su rostro tenso incluso en el sueño. Sus cabellos despeinados caen
sobre su frente y sus manos están apretadas hasta los nudillos, un
testamento de la preocupación que lo ha mantenido despierto.
Al moverme, un gemido escapa de mis labios y eso es suficiente para
despertarlo. Sus ojos se abren, azules y alerta.
―Catherine... ―murmura, su voz ronca por el cansancio.
Intento hablar, pero mi garganta está seca y cada palabra es un
esfuerzo.
Miro alrededor. Parece que estamos en una especie de choza. Las luces
del alba entran por una diminuta ventana junto a un hogar de leña a pocos
pasos de la cama en la que estoy acostada.
Iain me acerca una cantimplora con agua y bebo de ella con avidez.
―Tienes un aspecto horrible ―murmuro al fin cuando termino.
Su risa suena cansada y apagada, pero auténtica.
―Y tú eres la visión más hermosa que he visto en mucho tiempo, a
pesar de las circunstancias.
Sonrío débilmente.
Su mano se desliza hasta encontrar la mía, nuestros dedos se
entrelazan.
―Juro que Liam pagará por esto. No descansaré hasta que se haga
justicia.
Si hay algo que he aprendido durante mi tiempo con Iain, es que no es
un hombre que rompa sus promesas.
―Él no… Lo intentó, pero… me defendí y Lachlan evitó que sufriera
más daño.
Iain cierra los ojos como si estuviera murmurando una plegaria y
suspira de alivio, aunque la furia no desaparece de sus ojos.
―Los MacDonald se enfrentan a una guerra interna ahora ―le explico
y le cuento a Iain todo lo que ha ocurrido desde la muerte de Seamus.
Mientras hablo, puedo ver en su rostro una mezcla de furia y
preocupación. Sé que está procesando toda la información y evaluando la
situación. Me escucha en silencio, sin interrumpir, pero puedo sentir lo
tenso que está. La furia de la que aún no puede desprenderse como si se le
hubiera pegado a la piel.
Supongo que parte de la historia ya se la ha contado Alasdair, pero
quiero asegurarme de que él está al tanto de todos los detalles tal y cómo
me pidió Lachlan.
Pensar en Alasdair me hace acordarme de él.
La expresión de Iain se endurece aún más cuando lo menciono y
pregunto por su paradero.
―¿Dónde está? ¿Llegó bien? ―Mi voz se llena de preocupación.
Iain asiente, pero hay una rigidez en su postura, una tensión en sus
hombros que no había estado allí antes.
Entrecierro los ojos. Bueno, solo uno porque el otro lo está ya.
―Necesito verlo. Haz que venga aquí ―insisto.
Iain llama a Brody, quien se encuentra cerca de la puerta, y le ordena
que vaya a buscar a Alasdair. La seriedad y el silencio se mantienen en el
aire mientras esperamos su llegada. Es evidente que algo grave ha sucedido.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, Alasdair entra en
la choza. Su aspecto es horrible, peor incluso que el mío. Su rostro está
hinchado y amoratado, su labio inferior está partido y tiene un ojo casi
cerrado.
Un grito de horror se escapa de mi garganta. Me lanzo hacia adelante,
pero el dolor punzante en mis costillas me hace jadear y me detiene.
Alasdair intenta sonreír, pero el gesto se convierte en una mueca de
dolor.
―No es nada, Catherine. Estoy bien ―murmura, pero sus palabras no
son convincentes.
―¿Qué te ha ocurrido? ¿Los MacDonald te atraparon escapando?
Alasdair parece indeciso por un momento, sus ojos se desvían a Iain
antes de volver a mirarme.
―No ―responde suavemente.
―¿Entonces qué ha sido?
Miro a Iain buscando respuestas, pero él evita mi mirada. En su
expresión veo la dura verdad. Fue él quien le hizo esto a Alasdair.
―¿Le has golpeado? ―le pregunto incrédula, mi voz apenas un
susurro.
―Fue una pelea justa. Él decidió no defenderse porque sabía que faltó
a su deber. Te dejó sola ―Las palabras de Iain son frías, llenas de una furia
reprimida que parece estar al borde de estallar.
―Yo le ordené que se fuera. ¿Acaso no soy la mujer del Laird? Hizo
lo que yo le pedí ―le defiendo.
Iain sacude la cabeza, sus ojos son duros, casi de piedra.
―Mis órdenes están por encima de las tuyas. Alasdair no debía
abandonarte, pasara lo que pasara. Fui muy claro en eso.
Siento como si me hubieran golpeado en el pecho al escuchar sus
palabras. Miro a Alasdair, quien está en silencio, su mirada baja, y puedo
ver la culpa escrita en su rostro.
―Hizo lo que creía que era lo correcto en ese momento, Iain. Lo más
importante era avisarte de lo que estaba ocurriendo en el castillo ―insisto.
―No, Catherine. Tu seguridad era lo más importante y él lo sabía
―replica Iain.
Cuando parece que estoy lista para seguir defendiendo a Alasdair, este
interviene, su voz en apenas un susurro.
―Iain tiene razón, Catherine. Acepto mi culpa. Merecía cada golpe.
―Si no te hubieras ido, ahora estarías muerto.
Mi voz suena más dura de lo que pretendía.
Puedo ver a Iain tensarse desde el rabillo del ojo, pero no le presto
atención. Estoy demasiado enfocada en Alasdair.
―Incluso si eso significaba poner en riesgo su vida, su trabajo era
mantenerse a tu lado para garantizar tu seguridad. ―La voz de Iain es
firme, casi un gruñido.
―No puedes hablar en serio ―indago incrédula.
―Claro que lo hago. ―Su incredulidad ante mi reacción parece
mucho mayor.
Frunce el ceño, y su expresión es dura, casi rígida. Se cruza de brazos
y resopla, claramente frustrado.
―Quiero descansar. Tanta intensidad escocesa es agotadora ―declaro
cortando cualquier nueva réplica.
―Estoy de acuerdo ―responde Iain, aunque se ve claramente
frustrado. Su mandíbula se tensa y sus ojos están oscuros.
Está claro que está muy lejos de darme la razón en esta discusión, pero
parece dispuesto a darme espacio.
―Descansa, Catherine. Hablaremos más tarde ―me promete con una
voz suave pero firme, que contrasta con su duro semblante. Su mano roza la
mía brevemente, un gesto de cariño en medio de la tensión.
―Alasdair ―dice Iain, volviéndose hacia él.
Él asiente y ambos salen de la choza camino de alguna parte en la que
probablemente puedan resolver sus diferencias a puños de nuevo como el
par de cavernícolas que son.

Y solo entonces, una vez que me quedo sola, me permito llorar. Lloro
por el dolor, la humillación y el miedo que sentí. Las lágrimas caen
libremente por mis mejillas, empapando la almohada bajo mi cabeza.
Lloro por la inocencia que he perdido en esta realidad tan dura que me
ha sido forzada a enfrentar. Lloro por la injusticia y la crueldad del mundo,
por la compasión y la bondad que parecen haber sido eclipsadas por la
ambición y el egoísmo.
Lloro por Alasdair, un hombre leal y valiente, castigado por una
decisión que tomó en un momento de extremo peligro.
Lloro por Iain, que lleva la pesada carga de la responsabilidad, forzado
a tomar decisiones difíciles en nombre del deber y la lealtad.
Mis lágrimas siguen cayendo, silenciosas y continuas, incluso cuando
unos brazos fuertes me rodean con cuidado. Se sienten cálidos y
reconfortantes, y me arrullan en un abrazo protector y seguro.
El llanto se detiene poco a poco, convirtiéndose en sollozos silenciosos
que sacuden mi cuerpo. Los brazos me aprietan un poco más, transmitiendo
apoyo y comprensión sin palabras. Una mano acaricia mi cabello, el gesto
es tan reconfortante que un sollozo sale de mi garganta, más de alivio que
de dolor.
No tengo que preguntar para saber quién es. Reconozco su aroma, la
firmeza de su agarre. Iain. Está aquí, conmigo, compartiendo mi dolor en
silencio.
Sé que está enfadado, que tiene preguntas, que exige respuestas. Pero
por ahora, solo está aquí, sosteniéndome mientras el mundo parece
derrumbarse a mi alrededor. No hay palabras de consuelo, no hay promesas
vacías. Solo su presencia, fuerte y constante, proporcionando el apoyo que
necesito.
―Llévame a Dunvegan, Iain. Deja que los MacDonald se ocupen de
sus propios problemas con Liam.
Traga saliva, luchando por encontrar las palabras correctas. Puedo
sentir la tensión en su cuerpo, la lucha interna entre su deseo de venganza y
su necesidad de cuidar de mí.
Se toma un momento antes de responder, su mirada fija en la mía,
como si estuviera intentando leerme, entenderme.
―De acuerdo. Tu bienestar es mi prioridad, siempre lo será. Nos
iremos de aquí tan pronto como puedas viajar.
Mis lágrimas se secan lentamente, mi respiración se calma y mi
corazón encuentra un ritmo más tranquilo. Todavía hay dolor, todavía hay
miedo, pero también hay consuelo. Estoy con Iain de nuevo.
Con eso en mente, cierro los ojos y me permito descansar, sabiendo
que sus brazos son el lugar más seguro del mundo para mí.
30

El viaje de regreso a Dunvegan es largo y doloroso. Aunque intento no


mostrarlo, cada sacudida del caballo me provoca un agudo dolor en las
costillas. Iain, sin embargo, parece notarlo y hace todo lo posible por
suavizar el viaje, por parar, por llevarme con él entre sus brazos.
A medida que nos acercamos a Dunvegan, siento una emoción
abrumadora.
Me invade una sensación de consuelo al ver las murallas del castillo a
lo lejos.
Es como si estuviera volviendo a casa.
A nuestra llegada, nos reciben con alivio y consternación.
Resisto las miradas horrorizadas sobre mí por mi aspecto y sus
silencios pesarosos.
Iain me lleva directamente a su habitación, que ahora es de los dos, sin
detenerse para hablar con nadie.
―¿Qué puedo hacer por ti? ―me pregunta.
―Quiero un baño ―le respondo llanamente.
Iain me mira, sorprendido por un momento, y luego su cara se ilumina
con una sonrisa genuina.
―Creo que cambiaré mi apuesta de posible obsequio fae a sirena
―responde, y el tono de broma en su voz es evidente.
Arqueo una ceja y no puedo evitar sonreír, a pesar del dolor y la fatiga.
―¿Existen ese tipo de apuestas dentro del castillo? ―pregunto con
una sonrisa irónica.
Iain se ríe, su risa es cálida y suena como música para mis oídos.
―Oh, sí. Desde que llegaste. Debo decir que al principio llevaba más
peso la cuestión de si eras una bruja ―explica, aun riendo.
Su mirada se vuelve traviesa y puedo ver un brillo de diversión en sus
ojos. A pesar de todo lo que ha ocurrido, esa risa me da una sensación de
normalidad y de seguridad que es reconfortante.
―¿Y cuál era la tuya cuando llegué?
Con una sonrisa juguetona, Iain me mira y contesta:
―Oh, yo siempre he apostado que eras un regalo para mí. Y hasta
ahora, no he visto ninguna evidencia que contradiga eso.
―¿Estás seguro de que no me considerabas una mujer pecaminosa?
Porque creo recordar que no dudaste en reprochármelo.
Vuelve a invadirle una risa profunda que parece aligerar el aire entre
nosotros.
―¡Ah, eso! Bueno, creo que cualquier hombre podría pensar que eres
una tentación pecaminosa, pero para mí, eso solo significa que soy
afortunado.
―¿Te has vuelto un experto en lisonjas, MacLeod?
Iain sonríe, mostrando sus dientes blancos y brillantes.
―Soy un hombre recién casado. Tengo derecho a disfrutar de las
bendiciones del matrimonio ―me dice con un tono liviano.
Sin embargo, en cuanto se gira hacia la puerta esa sonrisa desaparece
rápidamente. Solo está fingiendo para mí una ligereza que no siente. Lo veo
en la tensión de sus hombros, en sus ojos llenos de tormentas, en su
mandíbula vibrando y sus puños cerrados en nudillos blancos.
Sale de la habitación para organizar mi baño. Vuelve poco después con
una criada que lleva una gran palangana de cobre y varias jarritas de agua
caliente. Iain supervisa todo en silencio mientras llenan el cubo.
Mairi me mira horrorizada, aunque no se atreve a decir nada delante de
Iain. Su expresión me hace preguntarme realmente por el aspecto que
presento.
Iain me ayuda a desvestirme y su mirada se va oscureciendo con cada
cardenal, con el mordisco del hombro, con las rojeces del cuello, con los
restos de las heridas en las rodillas o una del muslo que no recuerdo cómo
llegó ahí, pero parece producida por un objeto afilado.
Me ayuda a sentarme dentro de la cuba. La calidez del agua me relaja
y puedo sentir cómo se alivia un poco del dolor.
Mientras estoy en el baño, Iain se queda a mi lado. Su mirada nunca
abandona mi rostro.
―Ven ―le pido―. Entra conmigo.
―No ―dice tajantemente.
―Desnúdate y entra, Iain.
―Te haré daño.
―No, no lo harás.
―Además, mi cuerpo lleva muchos días recordando, ansiándote,
queriendo tocarte de nuevo… y no soy tan fuerte.
―Sí, lo eres. Además, nadie ha dicho que tengas que contenerte.
―No ―dice casi ofendido―. ¿Cómo podría siquiera imaginar…?
―¿Y si te dijera que quiero borrar de mi cuerpo cualquiera de sus
huellas y solo tú puedes hacerlo?
Suelta un gemido bajo y tortuoso con los ojos cerrados, pero luego se
pone en pie con decisión y comienza a desnudarse.
Se deshace de sus botas y las medias dejando sus enormes pies
descalzos.
Sus ojos están llenos de deseo y temor a la vez y eso me duele.
Se quita toda su ropa con un suspiro resignado, pero sus ojos nunca se
desvían de los míos. Puedo ver su debate interno, el deseo de tocarme, de
amarme, y el miedo de causarme dolor. Pero sé que no me lo hará. Iain
nunca podría hacerme daño.
Tiene media erección como si su debate interno sobre lo que quiere y
lo que no debería hacer también llegara hasta ahí. Pero sé que es la única
manera de borrar el rastro de Liam en mi piel, de volver a sentirme mía.
Iain es parte de mí ahora, y necesito su contacto, su amor, para sanar las
heridas que Liam ha dejado.

Con una última mirada de duda, entra en el agua conmigo y se desliza


a mi espalda.
Su presencia es abrumadora, pero reconfortante
Él suspira, un sonido que parece aliviar parte de su tensión.
Durante unos segundos no se mueve, casi no respira. Parece como si
estuviera contemplando un paisaje precioso pero delicado, temiendo que
cualquier movimiento brusco pueda arruinarlo. Luego, con una delicadeza
sorprendente, me retira el pelo húmedo de la espalda y me lo coloca sobre
el hombro sano.
Siento la calidez de su mano deslizarse por la piel desnuda de mi
espalda, trazando la huella del mordisco de Liam. Un escalofrío recorre mi
columna, pero no de miedo o dolor, sino de una anticipación cálida y
apremiante.
Luego siento sus labios en mi hombro, depositando un beso suave y
cuidadoso en la marca. Es un gesto tan íntimo, tan lleno de ternura y cariño,
que no puedo evitar un pequeño sollozo. Luego, sus labios se mueven hacia
mi cuello, dejando un rastro de besos cálidos que erizan mi piel bajo el
agua.
―¿Dónde más te hizo daño? ―me pregunta, su voz es un susurro
suave y preocupado en la quietud de la habitación.
―Aquí ―digo, señalando mis muñecas donde los hematomas están
comenzando a tomar un tono verdoso.
Sin decir nada, Iain coge mis manos y se las lleva a sus labios. Puedo
sentir la furia y el dolor en su pecho, a través de mi espalda, pero su toque
sumamente tierno y contenido.
Dejo caer mi cabeza sobre su cuerpo sintiendo el latido constante de su
corazón bajo mi mejilla.
Su mano se mueve suavemente sobre mi espalda, dibujando patrones
que no puedo descifrar pero que de alguna manera me calman. Cierro los
ojos.
―No debí dejarte marchar. Perdí el control con Alasdair, pero con
quien realmente estaba furioso era conmigo mismo.
―Iain… No puedes responsabilizarte siempre de las decisiones de los
demás. Yo elegí ir.
―Estabas bajo mi protección. Ahora eres mi mujer. Sabía cuáles era
las intenciones de Liam, que no podía pensar en otra cosa.
Acaricia mis brazos con delicadeza, sus pulgares trazan el contorno de
cada hematoma, como si intentara borrarlos con su tacto. Su contacto es
cálido, cuidadoso.
―Liam es el único responsable de sus actos ―digo con una dureza
que me sorprende.
Iain me abraza con más fuerza desde atrás, apretando su cuerpo contra
el mío, pero con cuidado como quien lo haría con una figura de arena que
puede deshacerse bajo presión.
Su piel es caliente contra la mía y él fuerte y sólido.
—Te prometo —susurra en mi oído— que nunca volveré a dejar que te
hagan daño.
―No puedes prometer eso. No hay forma de que puedas controlar algo
así.
Él suelta un resoplido resignado.
―¿Quieres, por favor, dejar al menos que lo intente y pueda sentirme
mejor conmigo mismo?
—De acuerdo —accedo finalmente, mi voz se apaga en un susurro
apagado pero resuelto—. Si eso te brinda paz, promételo. Pero no te
atormentes si no puedes cumplirlo.
Un sordo suspiro se escapa de los labios de Iain, y puedo sentir como
la tensión se diluye de sus hombros. Sus brazos me aprietan un poco más
fuerte contra él, una expresión silenciosa de gratitud.
—Gracias —musita, su voz es un eco vibrante en la caverna de su
pecho.
Y aunque entiendo que su promesa puede ser más grande que sus
posibilidades, encontrar consuelo en su deseo de protegerme es
reconfortante. Sé que Iain intentará cumplir su palabra, no porque haya
pronunciado una promesa, sino porque forma parte de su esencia, de lo que
es él.
―Llegados a este punto y dada la magnitud de mi promesa deberías
otorgarme ciertas garantías para que pueda cumplirla… ―Pese a la
seriedad, noto la sonrisa escondida en su voz.
―¿Cómo qué? ――pregunto, levantando una ceja en una mezcla de
curiosidad y desafío y girando mi cabeza para poder mirarle.
―No volverás a tomar decisiones que yo no aprobaría y de tener que
hacerlo nunca sin mi tácito consentimiento. ―Sus ojos me escudriñan,
buscando una respuesta en los míos.
Frunzo el ceño.
―¿Qué?
Sus labios se curvan en una sonrisa.
―Claro que sigo pensando que lo mejor es encerrarte en esta
habitación.
―Empieza a ser un tema demasiado recurrente.
―Sí…, pero la idea es irresistible.
El tono juguetón en su voz no esconde la seriedad de sus palabras. Su
mirada es fija y constante, como si estuviera dispuesto a hacer todo lo
posible para protegerme, incluso si eso significa desafiar mis propias
decisiones.
Respiro hondo.
―Y matarías todo lo que soy. Eso que tanto te atrae, MacLeod.
Una pausa llena la habitación antes de que responda, su voz es un
susurro suave, apenas audible por encima del sonido de nuestras
respiraciones.
―Eso que tanto amo, Catherine.
Sus palabras me dejan sin aliento. Mi corazón late a un ritmo salvaje
en mi pecho. Me quedo mirándolo, completamente paralizada. La
sinceridad en su mirada y la vulnerabilidad en su voz hacen que se me
forme un nudo en el estómago.
―No, no lo digas ―le interrumpo, intentando mantener la ligereza en
mi voz, aunque en realidad suena más a una súplica.
Su confesión ha abierto una brecha en mi pecho, una que no estoy lista
para explorar, no todavía.
Mi mano se eleva de manera instintiva, tocando su mejilla con
delicadeza, como si temiera que se rompiera al más leve contacto.
Y, a pesar del miedo, no puedo evitar perderme en sus ojos, buscando
algún rastro de duda, alguna señal que me indique que esto no es más que
un sentimiento originado por su instinto de protección y nobleza.
Pero no encuentro nada, solo amor. Puro, crudo e indomable amor.
Y eso, eso es más aterrador que cualquier otra cosa. Porque significa
que es real. Y si es real, entonces tiene el poder de romperme. Pero también
tiene el poder de completarme, de curarme. Y eso, eso es algo que no estoy
segura de poder manejar. No todavía.
―Catherine… ¿de qué tienes miedo?
Mi respuesta es un suspiro, una mezcla de miedo y desesperación.
Cada palabra duele, pero tengo que decirlo, tengo que ser honesta con él y
conmigo misma.
―Tengo miedo de... de perderme a mí misma, Iain. De olvidar quién
soy... y de dónde vengo. ―Mi voz se quiebra al final―. Sería tan fácil para
mí… aceptar lo que me ofreces y… amarte… Pero no lo sabes todo de mí y
tengo miedo de que lo descubras y tu mirada sobre mí cambie y no puedas
aceptarlo.
Hay un breve silencio, y siento el cuerpo de Iain tensarse detrás de mí.
―¿A qué te refieres? ―pregunta él, su voz suena desconcertada,
preocupada.
Con un profundo suspiro, me despego de él y trato de salir de la
bañera.
Él me ayuda desde mi espalda y se pone en pie para poder alzarme.
La sensación del agua fresca deslizándose por mi cuerpo y la frialdad
del aire de la habitación es casi un alivio, una especie de metáfora del
cambio que estoy a punto de realizar.
Mientras me envuelvo en una tela, evito mirarlo a los ojos. No quiero
ver su reacción. No aún.
―Iain... ―comienzo, tomando una profunda respiración antes de
seguir.
Me acerco a la cama y me siento, indicándole con la mano que haga lo
mismo.
Se pone el kilt sobre su piel mojada de forma enredada sin atención en
que está haciendo. Sus ojos son como un halcón sobre mí, escrutando cada
uno de mis movimientos, buscando alguna pista de lo que voy a decir.
Sin embargo, cuando por fin hablo, mis palabras no parecen tener
sentido para él.
―Vengo de otro tiempo y lugar. Del futuro.
Su rostro permanece impasible, sus ojos parpadean una vez, dos veces,
antes de que finalmente diga:
―¿Cómo... cómo es eso posible?
Con un suspiro, me quito un anillo y se lo entrego, mostrándole la
pequeña inscripción en el interior con la fecha del día en que se casó mi
abuela. Mi madre me lo dio el día del funeral.
―¿Qué se supone que debe significar esto?¿Que eres de 1966?
―Del 2023 en realidad.
Se queda en silencio durante un buen rato, su expresión inescrutable.
Le cuento todo, lo del libro, la historia que leí y cómo eso me trajo
aquí.
―¿Crees que esto es la historia de una novela? ¿Qué yo soy una
especie de héroe trágico como Arturo Pendragón?
Ahora se ríe sin poder evitarlo.
«Genial. Ahora se piensa que estoy como una cabra. ¡Qué efímero y
frágil es el amor!».
―¿Qué otra explicación puede haber?
Luego, con una voz casi susurrante, dice―: La que siempre imaginé,
que eres un regalo de las Hadas. Ellas te enviaron a mí como llevan
haciendo durante siglos para ayudar a los MacLeod.
―Eso suena poco creíble.
―Claro, tu teoría parece más real ―me responde con ironía.
Respiro hondo, reuniendo todo mi coraje antes de responder.
―Ahora... ahora tienes que decidir si puedes aceptar esto, si puedes
aceptarme, tal y como soy. Con mi pasado, mi futuro y todo lo demás. Y si
no puedes... ―mi voz se quiebra, pero me obligo a seguir―. Si no puedes,
entonces tendremos que descubrir qué hacer a partir de aquí.
Iain me mira, su rostro una máscara de emociones conflictivas.
―Crees que la clave para regresar está en el libro ―afirma con una
extraña tranquilidad en su voz―. ¿Sigues pensando en volver? ―me
pregunta.
―No lo sé, Iain. No sé cómo volver, y cada día que paso aquí me hace
querer quedarme más. Pero... ―me interrumpo, luchando por encontrar las
palabras adecuadas―, pero también me da miedo perder lo que tengo en mi
tiempo. Mi vida, mi familia...
Iain se queda en silencio, sus ojos más oscuros y pensativos.
―¿Sean O´Reilly?
―Él no… Es cierto que fue alguien con el tuve una relación, pero hace
tiempo que lo nuestro terminó. Nadie me espera allí de esa forma.
Lentamente, toma mi mano y la lleva a sus labios.
―Siempre he sabido que eras diferente, no solo era tu forma de hablar
o moverte. También tus fuertes convicciones, tu forma de enfrentarte a todo,
tu seguridad, tu ingenio y tus habilidades… Sabía que guardabas secretos,
que tu historia sobre el naufragio hacia aguas por todas partes y aun así…
No se manda sobre el corazón. No importa de dónde vengas, Catherine, o a
qué tiempo pertenezcas. No importa si eres un regalo de las Hadas o viajera
del tiempo. Eres mi mujer y juntos... ―su voz es suave pero segura―,
juntos encontraremos la forma de enfrentarnos a esto.
Esa noche, mientras estamos en la cama, noto que Iain no puede
dormir. Sus ojos abiertos reflejan la tenue luz de la luna y parecen
concentrados en el techo de vigas de madera.
―¿Iain? ―susurro suavemente, alcanzando su brazo que está a mi
lado.
Él se vuelve hacia mí, y puedo ver la confusión en su mirada.
―Estoy bien ―murmura, pero hay una nota de duda en su voz que me
dice que no está siendo completamente sincero.
Lo miro a los ojos, buscando su honestidad.
―No tienes que protegerme, Iain ―le digo suavemente―. Puedes
contarme qué te preocupa.
―Cuéntame cosas de tu vida allí. ¿Cómo es?
Me quedo en silencio por un momento, tratando de encontrar las
palabras adecuadas para describir mi mundo, un mundo tan difícil de
entender para él.
―Es... diferente, muy diferente a esto ―empiezo, señalando a nuestro
alrededor, el castillo, las montañas, la simpleza de su vida.
Intento hacer una pausa para ordenar mis pensamientos―. Hay
ciudades enormes, llenas de gente, ruido y movimiento constante. Edificios
que se alzan hasta el cielo. Vehículos que se desplazan sin caballos...
Hago una pausa, dándome cuenta de que las palabras se quedan cortas
para describir la magnitud de los cambios.
―Hay aparatos que nos permiten comunicarnos con personas que
están muy lejos, otros que nos permiten ver y escuchar cosas que suceden
en otras partes del mundo. Tenemos tecnología que puede curar
enfermedades que aquí serían mortales...
Mi voz se desvanece, y siento una extraña mezcla de nostalgia y
añoranza. Miro a Iain y veo la fascinación y la incredulidad en su rostro.
―Pero a pesar de todos estos avances, aún tenemos problemas.
Guerras, enfermedades, desigualdad... En muchos aspectos, la vida es más
fácil, pero en otros, es más complicada.
Me acurruco más cerca de él, buscando su calor y su apoyo. Siento
cómo sus brazos me rodean, cómo me aprieta contra él. Siento su desnudez
contra la mía y suspiro.
Mis ojos se deslizan suavemente por el rostro de Iain, tratando de leer
cada expresión en sus facciones cuando le cuento con cautela sobre mis
estudios en antropología, de cómo pasé años en la universidad aprendiendo
sobre civilizaciones antiguas y culturas lejanas. Le hablo de los largos días
que pasé en las aulas y bibliotecas, inmersa en montones de libros y
documentos antiguos. De las noches en vela antes de un examen, y la
emoción que sentía al descubrir algún hecho histórico significativo o
interpretar correctamente una antigua inscripción.
Le explico también cómo, después de la universidad, obtuve un trabajo
en un prestigioso museo. Le cuento de la maravillosa sensación de caminar
entre reliquias del pasado, de la emoción que sentía al poder tocar y estudiar
objetos que habían sido utilizados por las personas que vivieron hace siglos.
Le hablo de la magia de estar rodeada por piezas de historia, de cómo cada
artefacto, cada pintura, cada fósil, tenía una historia que contar.
Y no me detengo allí. Le cuento también sobre mi vida fuera de la
universidad y del museo. De cómo me uní al equipo de natación en la
secundaria y pasaba horas en la piscina, nadando largos hasta que mis
músculos estaban cansados y mi cuerpo pedía descanso.
Le hablo de cómo la natación se convirtió en mi escape, mi
meditación, una forma de olvidarme del mundo durante un rato y
simplemente disfrutar del silencio y la paz del agua.
De mis padres, los dos profesores, y todo el amor recibido por ellos.
Del apodo que utilizan para llamarme: «Cat».
Sonríe muy levemente, pero veo que le gusta ese sobrenombre.
Cuando le hablo de la forma en que veo la vida, de cómo valoro la
libertad y la igualdad, cómo creo en el amor sin restricciones y en la bondad
intrínseca de las personas, sus ojos azules están llenos de fascinación y un
toque de perplejidad.
Le hablo de la importancia de la empatía, la comprensión, el respeto y
el amor por la diversidad del mundo que nos rodea, de cómo cada ser
humano lleva consigo una historia única y valiosa.
La conversación fluye mientras le comparto mi búsqueda insaciable
del conocimiento.
―Para mí, la vida es una aventura de descubrimiento y crecimiento
constante ―le digo con sinceridad.
Sus ojos se encuentran con los míos en un entendimiento silencioso,
pero cuando menciono mi forma de vestir, de cómo elijo libremente mi
estilo y no temo mostrar mi cuerpo con pantalones cortos, camisetas de
tirantes, vestidos que dejan las piernas al descubierto, trajes de baño que
apenas cubren el cuerpo, veo una sombra de incomodidad cruzar por su
rostro.
Un leve fruncimiento de ceño aparece en su frente cuando menciono la
idea de mostrar mis piernas a otros hombres por la calle.
Comprende las diferencias culturales, pero no puede evitar sentir cierta
reticencia ante la idea de que desconocidos puedan verme de esa manera.
―No es escandaloso, Iain, es liberador. El cuerpo de una mujer no se
ve como algo que debe ser escondido o de lo que deba sentirse
avergonzada. Nadie debería tener derecho a juzgarnos o a hacer
suposiciones sobre nosotras basándose en eso.
Y aunque puedo ver que la idea todavía le resulta chocante, también
puedo ver en sus ojos el esfuerzo que hace por entenderlo, por abrir su
mente a estas ideas tan distintas a las que está acostumbrado.
Le hablo de las historias de coraje y resistencia de las primeras
sufragistas, de la fuerza y determinación que veo todos los días en las
mujeres de mi tiempo, luchando por poder trabajar, elegir libremente ser
madres o no y los malabarismos a los que se enfrentan para poder conciliar
todo.

Sin embargo, no dejo de lado las duras realidades. Le explico que no


todas las culturas, ni todas las personas, aceptan o respetan esta forma de
pensar. Que aún hay lugares donde las mujeres son obligadas a cubrirse,
donde se les juzga y se les restringe en base a sus elecciones de vestimenta
u opiniones.
Que la lucha por la igualdad y la liberación sigue siendo una constante
en muchos aspectos.
Le cuento sobre las marchas de protesta, sobre los movimientos de las
minorías que se levantan para exigir respeto.
No puedo saber exactamente cómo está procesando toda esta
información. Su expresión es una mezcla de fascinación, confusión y, de
vez en cuando, un destello de algo que podría ser considerado horror. Pero a
pesar de ello, me escucha. Y cuando acabo, su mirada en mí es intensa, su
mano toma la mía con delicadeza y me da un apretón firme.
En un momento dado compartimos un silencio donde nuestras palabras
se vuelven innecesarias. Somos dos almas perdidas que se han encontrado,
dos corazones que ahora laten juntos y han roto todas las barreras del
tiempo y el espacio.

Un mensajero llega al castillo al amanecer, despertando a todo


Dunvegan con la urgencia de su mensaje. Iain y yo nos levantamos
rápidamente y nos vestimos, uniéndonos a los demás en la gran sala.
El mensajero, un joven delgado con el tartán de los MacDonald,
entrega un pergamino a Iain.
Iain rompe el sello y desenrolla el pergamino, sus ojos concentrados
recorriendo rápidamente las palabras escritas allí. Un silencio expectante
llena la sala mientras todos esperamos a que comparta la noticia.
Finalmente, Iain levanta la mirada del pergamino y nos mira a todos,
su expresión seria.
―Lachlan MacDonald ha asumido el liderazgo del clan MacDonald
―anuncia―. Y ha expresado su deseo de no continuar con las viejas
rencillas entre nuestros clanes.
Un murmullo de sorpresa y alivio recorre la sala. La perspectiva de la
paz, después de tanto conflicto, es un bálsamo para esta gente.
―¿Y Liam? ―pregunto, mi voz apenas un susurro.
Iain suspira profundamente, luego se vuelve hacia mí, sus ojos llenos
de algo parecido al remordimiento.
―Liam ha huido. No se sabe dónde está.
Eso causa otra ola de murmullos, pero esta vez mezclados con sonidos
de disgusto y rabia.
―Ahora es un fugitivo, un hombre sin honor ni lealtad a su clan
――dice Iain, su voz firme y decidida corta el murmullo generalizado―.
Cualquiera que lo vea podrá darle captura o me dará parte de su paradero.
No permitiré que viva libremente sin enfrentar las consecuencias de lo que
ha hecho.
El salón estalla en un murmullo de acuerdo, pero a mí me llena de un
inquietante sentimiento de temor.
Es como si en estos tiempos convulsos, la paz siempre estuviera fuera
de alcance.
Siendo una extranjera en este tiempo y lugar, el temor a lo desconocido
y a la incertidumbre del futuro siempre está presente. Pero hay algo más,
algo inquietante y profundo que no puedo sacudir.
La idea de una venganza sangrienta, de un ciclo interminable de
violencia, me inquieta. Aunque sé que Liam merece ser castigado por sus
actos, no puedo evitar sentir un escalofrío de aprehensión ante la
perspectiva de más derramamiento de sangre.
Iain parece notar mi incomodidad porque sus ojos persiguen los gestos
de mi cara con una expresión cerrada.
―No dejes que los miedos del mañana te roben la paz de hoy, Cat
―me dice con seriedad.
Mi corazón da un vuelco cuando Iain me llama Cat por primera vez.
Es tan inesperado y personal que me toma por sorpresa.
Mi sorpresa se transforma rápidamente en un sentimiento de calidez.
Iain ha dicho mi apodo de una manera tan suave, tan familiar, que me
sonrojo y una oleada de satisfacción me recorre.
Este sobrenombre me trae recuerdos de casa, de mi familia y amigos, y
de cómo me llamaban con cariño. Pero, viniendo de Iain, parece tener un
significado aún más profundo. Como si al llamarme así, me aceptara por lo
que soy, reconociendo mis extrañas circunstancias en su mundo y mi
importancia en su vida.
Me gusta cómo suena, especialmente en el acento de las tierras altas de
Iain. Hay algo en la forma en que pronuncia cada letra, cómo la última «t»
se queda en el aire, como si la estuviera saboreando, que me hace sentir
especial y apreciada.
Tengo que centrarme en sus palabras, que son un recordatorio, un
llamado a volver al presente, a enfocarme en lo que tengo ahora en lugar de
preocuparme por lo que pueda o no suceder en el futuro.
Y sé que tiene razón, pero una parte de mí se siente inquieta.
31

Las siguientes semanas pasan en un torbellino de curación y preparación.


Bajo la atenta vigilancia de Mairi, Emily y Moraq, los moratones van
desvaneciéndose poco a poco y la costilla, aunque aún molesta, ya no me
causa un dolor agudo con cada respiración.
Durante este tiempo, Iain y yo hablamos extensamente sobre nuestro
próximo viaje sin volver a mencionar nada sobre mi origen.
Es como si hubiera dejado cerrado de forma hermética todo lo que le
conté esa noche en algún lugar remoto de su mente.
Con cada día que pasa, la idea de embarcarnos en esta nueva aventura
me llena de una extraña mezcla de emoción y temor. Pero a pesar de mi
inquietud, sé que es algo que debemos hacer.
Es curioso, cómo las acciones violentas de los demás pueden hacer
mella en nuestra actitud, como nos encogen y perdemos valor sabiendo que
en el mundo no todo es tan bello y equilibrado. Hacernos conscientes de
que la maldad y el peligro campan a sus anchas alrededor nos amedrenta y
yo no soy inmune a ese sentimiento.
El castillo de Dunvegan y su gente me proporciona una seguridad que
sé que no encontraré ahí fuera y eso tambalea un poco mis cimientos.
Iain, por su parte, está ansioso por ponerse en marcha. Dice que
Kilconan es un lugar antiguo, lleno de mitos y leyendas. La idea de
descubrir el tercer objeto mágico le tiene fascinado.
Cada día estamos más cerca de romper la maldición.
Finalmente, un día, cuando los primeros rayos del sol emergen
tímidamente del horizonte, emprendemos nuestra travesía hacia Kilconan.
Nuestra tripulación es un grupo diverso, compuesto por los hombre
MacLeod: Alasdair, cuyas huellas de la paliza a manos de Iain ya han
desaparecido; Ewan, con su actitud optimista y perpetuamente jovial;
Duncan, de mirada penetrante y silencio habitual; Struan, siempre dispuesto
a aligerar el ambiente con su humor, y Brody, de fuerte carácter y férrea
lealtad, junto con algunos otros hombres de confianza.
Nuestro birlinn se desliza suavemente sobre la superficie del mar,
abrazado por la brisa marina que juega con las velas
Me sorprende cuánto me he acostumbrado a la presencia de estos
hombres. Cuando llegué a este tiempo, eran figuras temibles, rudos
guerreros con miradas intimidantes y un aire de peligrosidad a su alrededor.
Ahora, después de tantos días y noches compartiendo el mismo
espacio, la misma comida, los mismos miedos y esperanzas, ya no me
parecen tan aterradores, bueno eso sí.
Pero me he acostumbrado a su compañía, a sus bromas y charlas, a la
forma en que protegen a los suyos, a su nobleza y lealtad.
Y al timón el más intimidante de todos, Iain, dirige el barco con
confianza y seguridad, su figura imponente y solemne contra el naciente
horizonte.
Él también ha cambiado en mis ojos. Ya no es solo el líder hosco y
misterioso que conocí en Fairy Glenn, sino un hombre que ha mostrado más
ternura, comprensión, paciencia y amor que nadie que haya conocido antes
en mi vida.
Durante la travesía, la armonía entre nosotros es evidente. Los días se
convierten en un ciclo apacible de navegación y descanso, de comida
compartida y conversaciones susurradas bajo la infinita bóveda de estrellas.
La camaradería y el espíritu de equipo son palpables, creando un ambiente
de cooperación y respeto mutuo.
Durante la noche, mientras las estrellas parpadean en el oscuro lienzo
de la noche y el birlinn oscila suavemente con las olas del mar atracado a
poca distancia de nosotros, me acurruco junto al cuerpo cálido de Iain. Con
mi cabeza apoyada en su pecho, escucho el constante latir de su corazón,
una melodía tranquilizadora en la inmensidad de la noche.
Su brazo se enreda alrededor de mí, proporcionando una barrera contra
el viento fresco que sopla en la orilla de la costa donde nos hemos detenido
a pernoctar. El calor de su cuerpo se filtra a través de la tela de mi vestido,
aportándome un consuelo inmediato.
Incluso aquí, en medio del océano, siento una sensación de seguridad,
de pertenencia, algo que nunca esperé sentir.
Iain se inclina y deposita un beso en la coronilla de mi cabeza, su
aliento cálido agitando mechones de mi cabello. La tensión en mi cuerpo se
desvanece, siendo reemplazada por una calma relajante. Me acerco más a
él, permitiendo que sus brazos me envuelvan y que la familiaridad de su
olor me llene.
―¿Sigues sintiendo dolor en el costado? ―me pregunta con un
susurro.
―No.
―No me engañes. He visto tus muecas cuando haces un esfuerzo.
―Te prometo que no es un dolor agudo. Solo son molestias.
―Entonces…
―¿Entonces?
Iain me interrumpe con un beso, su boca se encuentra con la mía en un
roce suave que me roba el aliento. Un cosquilleo de anticipación recorre mi
columna vertebral, y me encuentro apretándome más contra él en respuesta.
Sus manos comienzan a moverse, explorando los contornos de mi
cuerpo a través de la tela de mi vestido. Una de ellas se desliza hacia mi
cintura, se posa ahí por un momento, antes de deslizarse más abajo,
levantando la falda de mi vestido.
Un susurro de tela es todo lo que se oye en la quietud de la noche, pero
a mí me parece ensordecedor, sobre todo teniendo en cuenta que el resto de
los hombres duermen a nuestro alrededor con distinta profundidad de
sueño.
Mi respiración se vuelve más rápida y pesada cuando puedo sentir el
calor de su palma sobre el interior de mi muslo subiendo hasta mi sexo.
―Iain... ―gimo, aferrándome a él, cuando sus dedos separan los
pliegues y se mueven con una delicadeza calculada.
Cierro los ojos, permitiéndome sumergirme en la sensación,
dejándome llevar por el placer que está despertando en mí.
Puedo sentir su sexo duro contra mí presionando mientras yo muevo
las caderas contra él.
Con el rostro enterrado en su cuello, siento su risa suave contra mi piel
cuando continua acariciándome con una gentileza que contrasta con el
deseo que se refleja en sus ojos.
―Shht, Cat, hasta a los muertos despertarán si sigues jadeando de esa
forma.
―Es tu culpa ―consigo decir con una voz que más parece un gimoteo
que un reproche.
Siento su sonrisa mientras vuelve a besarme.
Los dedos de Iain se mueven rápidos sobre y alrededor de mi clítoris
dando vueltas con diferentes presiones que me ponen al borde una y otra
vez.
Me presiona más fuerte contra él, contra su erección tras la tela de su
tartán, buscando consuelo a la tortura de sus dedos en esa fricción.
La tensión que se ha ido acumulando finalmente cede y libero un grito
que él trata de acallar con su boca, pero lo único que consigue es tragarse
mis gemidos sin poder amortiguarlos.
Mientras mis jadeos llenan la quietud de la noche, Iain envuelve sus
brazos alrededor de mí, acunándome suavemente hasta que mi respiración
vuelve a la normalidad. Su mano aún está entre mis piernas, pero sus
caricias se han vuelto más suaves, casi lánguidas, como si estuviera
disfrutando de la simple intimidad de tenerme entre sus brazos.
Cierro los ojos y me recuesto contra él, envuelta en el calor de su
cuerpo y el suave latir de su corazón bajo mi mejilla. Estoy consciente de su
erección presionando contra mi cadera, pero él no hace ningún intento por
buscar su propio placer.
―Iain... ―murmuro, deslizando mi mano por su pecho para alcanzar
la cintura de su kilt, pero él agarra mi muñeca, deteniéndome.
―No ―susurra―, me daré un baño frío en unos segundos. No quiero
hacerte daño.
Sus palabras hacen que un calor cálido se extienda por mi pecho. Es
extraño cómo un hombre tan dominante puede ser tan considerado y atento,
pero esa es solo una de las muchas contradicciones que he encontrado en
Iain. Y cada una de ellas solo lo hace más atractivo para mí.
―Acabas de darte uno.
―Ya, pero no me ha enfriado lo suficiente.
―Deja que pruebe algo ―sugiero empujando sus hombros para que
apoye la espalda sobre la manta estirada en el suelo.
Me pongo sobre él y me deslizo hacia abajo bajo la tela de tartán que
nos sirve de cobertura.
―Cat… ―se sorprende.
Cuando retiro su falda con mi boca a la altura de su sexo, se queda
inmóvil como una estatua.
―No tienes que… ―empieza a decir, pero su voz se rompe con un
temblor que nunca antes había oído cuando lo sujeto por la base y cubro su
glande con mi boca.
Iain deja escapar un jadeo y sus manos buscan mis hombros, mi nuca,
sus dedos se enredan en mi pelo y lo aprieta con una fuerza que revela que
está luchando por mantener el control.
―Shht, MacLeod, hasta a los muertos despertaran si sigues jadeando
de esa forma ―murmuro enrollando mi lengua por su punta.
Mis labios se deslizan por él, acariciando la suave piel que cubre su
dura longitud. Siento cómo se estremece, la tensión en su cuerpo
aumentando a medida que avanzo. El sabor a sal y hombre se intensifica en
mi boca y mi lengua explora cada contorno, cada hinchazón, cada vena
pulsante que le da forma.

Las manos de Iain se enredan en mi cabello, manteniendo mi cabeza


en su lugar mientras él comienza a controlar el ritmo. Cada empuje de sus
caderas es una invitación, una súplica silenciosa para que lo lleve al borde.
Se mueve de manera que cada embestida me lleva más profundo.

Iain gime mi nombre, cada sílaba cargada de lujuria y admiración. Es


un sonido que acelera mi corazón y despierta una cascada de sensaciones en
mi cuerpo. La anticipación de su placer se vuelve casi tangible, una
vibración eléctrica que me recorre desde la punta de los dedos hasta la
espalda.

Lo que sigue es un torbellino de sonidos, la respiración entrecortada de


Iain, los jadeos que escapan de su boca cuando la presión se acumula y
finalmente, el sonido ronco de su voz cuando llega al clímax, su rostro
contraído y sus ojos abiertos en un éxtasis tan intenso que parece casi
doloroso.
Mi mano, aún en torno a él, siente las violentas contracciones de su
orgasmo, cada embate como un eco de la pasión desbordante que nos ha
llevado hasta aquí. Y mi boca... mi boca se llena del sabor de Iain, un sabor
que es al mismo tiempo dulce y amargo, una esencia que es puramente él,
tan salvaje y tan apasionada como el hombre al que pertenece.

Me quedo allí, con su sabor aún en mi lengua, hasta que la respiración


de Iain vuelve a la normalidad y su agarre en mis hombros se relaja. Luego
me arrastra hacia él, enrollando sus brazos alrededor de mí y anidándome
contra su pecho.

No hablamos después de eso. No hay necesidad. En cambio,


simplemente nos quedamos allí, enredados el uno con el otro, mientras la
luna se eleva por encima del horizonte.
La luz del amanecer empieza a filtrarse por mis pestañas cerradas,
bañando todo con una suave luz dorada.
Con las primeras voces de los hombres que empiezan a despertarse,
me doy cuenta de que he pasado toda la noche acurrucada junto a Iain.
Algo somnolienta, me incorporo y veo a Struan que se acerca con una
sonrisa divertida en el rostro.
―Buenos días, señora ―saluda, pero su tono tiene un toque burlesco
que no puedo ignorar.
Antes de que pueda decir algo, Iain se incorpora a mi lado, estirándose
como un gato perezoso.
―¿Algún problema, Struan? ―pregunta, lanzándole una mirada de
advertencia.
Él, sin embargo, parece imperturbable y da una palmada en el hombro
a Iain con una risa.
―No, señor. Sólo estaba deseando un buen día a vuestra encantadora
esposa.
Aun riendo, Struan lanza una mirada apreciativa en mi dirección que
no puedo interpretar del todo, pero algo en su expresión me dice que hay
más detrás de esa sonrisa de lo que puedo ver a simple vista.
La risa de Iain me arranca de mis pensamientos. Se gira hacia mí, su
brazo se envuelve alrededor de mi cintura y me atrae hacia él. Su voz no es
suave cuando dice:
―Cuidado, Struan. No te vayas a ganar la ira de un marido celoso
―dice, aunque su tono es ligero y bromista.
Este con una última carcajada se aleja hacia el barco. Después empiezo
a notar que algunos de los hombres tienen dificultades para mirarme a los
ojos. Me toma por sorpresa, y durante un tiempo no entiendo el porqué.
Entonces, de repente, caigo en la cuenta. Mis mejillas se calientan. Me
cuesta creer que nuestras actividades nocturnas hayan sido tan evidentes y
su vergüenza alimenta la mía.
―¿Tan obvio fue lo que hice? ―pregunto a Iain en voz baja, sin poder
evitar una sonrisa avergonzada.
Ewan, que está sentado junto a nosotros, se sonroja hasta las orejas y
mira hacia otro lado, evitando mi mirada. Eso solo hace que mi sonrisa se
ensanche aún más. Es adorablemente inocente, a pesar de ser un guerrero
imponente..
Iain se ríe suavemente, una chispa divertida en sus ojos.
―No tanto como te imaginas, Catherine. Pero estos hombres... tienen
un sexto sentido para estas cosas. Saben que hay algo diferente, algo...
especial entre nosotros. Y sí, quizá algunos ruidos y gestos nos delataron un
poco. ―Me guiña un ojo―. Intentaré ser más discreto la próxima vez.
Finalmente, después de una semana de navegación, el bote se
aproxima a la costa rocosa de la Bahía de Ardmore en la isla de Islay.
El aire fresco del Atlántico llena mis pulmones mientras mis ojos se
deleitan con el espectáculo de la naturaleza que se despliega ante mí.
Verdes colinas ondulan hasta la costa, donde se encuentran con las
frías y azules aguas del mar. Pequeños racimos de flores silvestres salpican
la hierba verde, añadiendo un toque de color al paisaje.
El barco se amarra en una pequeña bahía natural no lejos de Kilconan,
protegida por dos promontorios rocosos que la resguardan del viento y las
olas.
Se trata de una ubicación ideal, ya que ofrece tanto un refugio seguro
para el birlinn como un fácil acceso a la tierra para nosotros. Además, desde
este punto, tenemos una buena visión del mar circundante, lo que nos
permitiría detectar cualquier posible amenaza con antelación.
Algunos de los hombres se quedan con el barco para vigilarlo y
asegurarse de que no se produzcan problemas, mientras que el resto nos
acompaña a tierra. Después de desembarcar, recogemos nuestras
pertenencias y nos preparamos para la corta caminata hacia la antigua
parroquia de Kilconan.
Tenemos que atravesar la pequeña aldea de Kildonan. Las casas aquí
son modestas, construidas con piedra y techo de paja, con pequeñas
parcelas de tierra destinadas a la agricultura en los alrededores.
Podemos ver a los aldeanos ocupados con sus quehaceres diarios:
algunos trabajan en los campos, otros reparan tejados y cercas, y los niños
corretean y juegan. Algunos nos miran con curiosidad mientras pasamos,
pero la mayoría apenas nos presta atención, demasiado ocupados con sus
propios asuntos.
Pasamos por lo que algún día será la famosa destilería de Ardmore.
Ahora, en 1723, es un lugar rústico y humilde, donde se destila whisky de
una manera artesanal. Las barricas de roble están apiladas descuidadamente,
el aire está impregnado del dulce y picante aroma del grano en
fermentación y el maestro destilador nos saluda con interés.
Después de atravesar la aldea, continuamos nuestro camino hacia la
parroquia de Kilconan.
La parroquia está situada en una colina que domina el paisaje
circundante, proporcionando una vista impresionante del mar y las colinas
de los alrededores. La iglesia en sí es un edificio antiguo, una estructura de
piedra gris erosionada por el tiempo y los elementos. Aunque las huellas de
la masacre que tuvo lugar aquí hace siglos son ahora casi imperceptibles,
todavía se puede sentir la resonancia de aquel horror en el aire.
Nos acercamos a la iglesia con un sentido de reverencia y respeto,
conscientes de la historia y el sufrimiento que este lugar representa.
Algunos de los hombres se quitan la boina y bajan la mirada frente a las
ruinas.
Aquí, donde tanto dolor y muerte ocurrieron, es donde estamos
destinados a encontrar el cuarto objeto mágico que necesitamos. Y con esa
búsqueda, la posibilidad de paz y redención para los clanes de Skye.
Nuestro pequeño grupo se dispersa por las ruinas, cada uno buscando
algo que se destaque o parezca fuera de lo común. Yo me dirijo hacia la
iglesia.
La recorro, tocando con cuidado los muros de piedra, buscando alguna
señal o pista que nos indique por dónde comenzar. Sin embargo, a pesar de
mi esfuerzo, no encuentro nada.
Siento una oleada de frustración y decepción.
Me encuentro de frente con Alasdair. Es la primera vez que estamos
solos desde aquellos días en que parecíamos hermanos siameses y él no me
dejaba ni a sol ni sombra.
―¿Cómo estás? ―le pregunto. Al igual que yo apenas tiene ya restos
de los golpes que recibimos.
Se rasca la nuca, evitando mi mirada.
―Estoy bien, Catherine ―responde, esbozando una sonrisa forzada―.
¿Y tú?
«Nunca ha sido de los más conversadores, pero esta conversación de
besugos raya la absurdez».
Me encojo de hombros.
―Todos los golpes sanan con el tiempo ―le respondo, intentando
ofrecerle algún tipo de consuelo.
Sin embargo, se queda en silencio, su mirada perdiéndose en las ruinas
de la iglesia.
―No todos ―murmura finalmente, la amargura teñida en cada sílaba.
Antes de que pueda responderle, Iain se acerca a nosotros. Su
expresión es seria, pero decidida.
―No encontramos nada aún ―comenta, cruzándose de brazos, sus
ojos azules recorren el área con un destello de cabezonería, pero también
frustración.
―Es pronto para rendirse. Hay que seguir buscando ―le animo.
Si hay algo que he aprendido en mi vida es a tener paciencia, un rasgo
que estos Highlanders, con su mentalidad de acción e inmediatez, parecen
carecer en ocasiones.
Entonces, Duncan se une a nuestra conversación.
―¿Qué estamos buscando exactamente?
Le doy una sonrisa tranquilizadora.
―Cualquier cosa que te llame la atención, cualquier detalle que
parezca fuera de lugar.
Duncan frunce el ceño, claramente desconcertado.
―No hay más que muerte y tumbas aquí. Este lugar me pone los pelos
de punta.
Struan se ríe y lanza un comentario burlón.
―¿Pelos de punta? Si estás calvo, Duncan.
―¡Cállate! Este lugar está lleno de almas que quieren vengarse y a
estas alturas les da igual hacerlo con un MacDonald o con MacLeod ―se
queja señalando hacia un alto del que se entreven un buen número de
lápidas.
Miro a Duncan y luego al cementerio. Y alzo las cejas mientras decido
que merece la pena explorarlo.
Las lápidas están degastadas. Empiezo a leer las inscripciones, en su
mayoría en gaélico, otras aparecen borradas por el paso del tiempo, pero en
tres de las tumbas, veo algo peculiar.
Son números, grabados en un estilo claramente céltico. Pero no
parecen corresponder a fechas de nacimiento o muerte. Parecen...
coordenadas.
Excitada por el descubrimiento llamo a Iain y a los demás, su interés
se despierta inmediatamente.
Todos se acercan con curiosidad.
―Saca tu brújula ―le pido.
Él lo hace con inmediatez.
―Estos símbolos son las iniciales de los puntos cardinales ―le
explico―. N para el norte, W para el oeste, S para el sur y E para el este.
Paso mis dedos sobre los grabados.
―Las coordenadas en las tumbas se componen de una combinación de
letras y números que representan la dirección y la distancia relativa de una
ubicación , pero su interpretación exacta es compleja. Creo que el punto de
partida es esta misma tumba. La del centro, la de… Caitrìona MacLeod…
―estoy tan centrada en mis hallazgos que no me doy cuenta de que se ha
despertado una especie de inquietud entre los hombres que se han
desplegado a mi alrededor.
Estoy agachada frente a las lápidas, así que tengo que levantar la
cabeza para mirarlos.
―Caitrìona es la transcripción en gaélico de Catherine ―me explica
Iain con voz seria.
Observo las caras pálidas de los hombres como si realmente hubieran
visto un fantasma.
―Oh, por favor, centraros en lo que os estoy diciendo que es más
importante.
―Es una coincidencia extraña… No pone ninguna fecha, solo esos
extraños símbolos… ―comenta Duncan.
―Tú también eres extraño, Duncan, pero tratamos de no darte
demasiada importancia ―le dice Struan con sorna.
―Iain, ponte aquí ―le pido―. Ahora da 100 pasos hacia el norte.
Él hace lo que le pido con sus enormes zancadas. Espero que este tipo
de señales estén pensadas para gigantes de más de metro noventa porque si
no pasaremos de largo la ubicación.
Con la brújula en la mano y las coordenadas que le voy indicando.
Hacemos una especie de fila y nos pasamos las indicaciones uno a uno
hasta llegar a Iain.
Se detiene con la última indicación y examina el terreno a su alrededor.
Corro hacia él para unirme en su búsqueda.
Los ojos de Iain se clavan en una formación rocosa ubicada a pocos
metros de donde él se encuentra. Me acerco y la veo. La runa Dagaz en el
antiguo alfabeto rúnico.
― Dagaz representa el amanecer, el nuevo comienzo y la iluminación.
Es un símbolo de transformación y claridad mental ―comento.
―¿Y ahora qué? ―pregunta Struan.
Suspiro, ya sintiendo los efectos del agotamiento.
―Ahora a excavar ―le respondo.
De repente, el tranquilo promontorio se transforma en un lugar de
actividad frenética. Los hombres sacan herramientas improvisadas de
nuestras provisiones y se ponen a trabajar, arañando el duro terreno con una
mezcla de esfuerzo físico y determinación.
La emoción es palpable. Las ganas de conseguir algo más.
Miro cómo Iain y los demás trabajan, observando cada movimiento
que hacen, cada pedazo de tierra que remueven. Mientras ellos cavan, no
puedo evitar repasar en mi cabeza las extrañas coincidencias que nos han
llevado hasta aquí.
Y… ese nombre en la lápida. Claro que Caitrìona seguro que es un
nombre muy común por las tierras altas.
Después de lo que parece una eternidad, Iain se detiene. Su pala ha
golpeado algo duro.
―Creo que hemos encontrado algo ―murmuro, y el sonido de mi voz
parece romper la tensión que se ha acumulado.
Se agacha y limpia el área alrededor, desenterrando un cofre de madera
antigua y desgastada.
Hay un silencio expectante cuando Iain finalmente logra abrir la tapa
del cofre. Dentro, envuelto en una tela descolorida, como sospeché hay un
antiguo mapa.
―El mapa de los caminos perdidos ―susurra Duncan.
Supongo que se trata de alguna otra leyenda de los MacLeod.
Deslizo mis dedos por el antiguo pergamino, siguiendo la serie de
intrincadas rutas y el remolino de líneas, símbolos y marcas extrañas.
Nombres de lugares en gaélico se entrelazan con representaciones de
animales, árboles y montañas, todo en un mosaico impresionantemente
detallado. Algunas áreas están marcadas con extraños signos rúnicos que
reconocemos de las tumbas y otros lugares, otras son completamente
desconocidas para nosotros.
Un punto marcado en rojo destaca sobre los demás. Las palabras que se
encuentran allí son inconfundibles: Túmulo del Ritual.
Sé que acabo de encontrar el lugar donde debemos romper la maldición.
Solo nos falta descifrar un enigma más.
―Parece que nuestro camino nos lleva a la Isla de Eigg― comento con
alegría.
No obstante, noto que se produce un silencio incómodo en el grupo, y
los rostros de los hombres se vuelven más serios de lo que hubiera
esperado.
―¿Qué? ―les pregunto mirando a todos uno a uno.
Iain se revuelve el pelo con un gesto nervioso antes de hablar.
―Los ancianos lo llaman El Asedio de Eigg y es una mancha en la
historia de nuestro clan que nunca ha podido ser borrada.
Iain empieza a narrar la historia de lo que sucedió en Eigg en 1577,
cuando los MacLeod, rechazados por los habitantes de la isla que eran
MacDonald por las viejas rencillas y enemistades, volvieron con una
terrible venganza.
―No fue así ―interrumpe Duncan―. Una tormenta arrastró al hijo
del Laird y a otros dos muchachos hasta Eigg y los lugareños les rompieron
todas las extremidades y los arrojaron al bote de vuelta a Skye en esas
condiciones. Alguno de ellos murió durante la dura travesía.
―Yo creo recordar ―opina Ewan― que importunaron a alguna
muchacha de allí y por eso les lanzaron al mar y se ahogaron.
Iain frunce el ceño, evidentemente incómodo con la disputa.
―Sea como fuere, no justifica lo que hicieron después los MacLeod.
Cuando el joven Laird regresó a la Isla de Skye y contó lo que había
sucedido, su padre organizó una flota y navegó hasta Eigg. Los MacDonald,
al ver los barcos en el horizonte, se escondieron en una cueva conocida
como la Cueva de Francis.
Hace una pausa, traga saliva y continúa con un hilo de voz que apenas
logro escuchar.
―Los MacLeod encendieron una hoguera en la entrada de la cueva,
asfixiando a los cientos de MacDonald que se habían escondido en su
interior.
El silencio se cierne sobre nosotros después de que Iain termina su
historia. El rostro de Iain está pálido y los demás hombres evitan mi mirada.
Siento un nudo en el estómago, horrorizada por la historia y su crudeza.
―Todo tiene sentido. Ahí debió comenzar nuestra maldición. Es una
penitencia por los pecados de nuestros ancestros. El ritual debe llevarse a
cabo en la Isla de Eigg porque es allí donde comenzó todo― concluye Iain
en un murmullo.
Ahora entiendo por qué el lugar marcado en el mapa había provocado
tal reacción en ellos. Y entiendo por qué debemos ir allí. No solo para
romper la maldición, sino también para buscar una especie de redención por
los pecados del pasado.
―Bueno, tenemos tiempo hasta Samhain para prepararnos y aprender
todo lo que podamos sobre el ritual ―propongo, tratando de infundir un
poco de optimismo en la tensa atmósfera.
―Esa cueva… en la noche de Samhain… Aquello debe estar repleto
de oscuridad y dolor ―comenta Duncan, un escalofrío recorriendo su
amplia espalda al hablar. Su voz está llena de temor.
―A pesar de todo, debemos ir allí ―resuelve Iain―. Tenemos que
enfrentar nuestros miedos y nuestro pasado si queremos redimirnos.
32

Duncan, el más mayor entre ellos y quien parece ser un pozo de historias y
leyendas, comienza a hablar mientras alimenta el fuego de la hoguera. Las
llamas danzan en sus ojos cansados, proyectando sombras que se retuercen
sobre el suelo como serpientes. El grupo escuchaba en silencio la historia de
El mapa de los caminos perdidos.
―El mapa ― comienza―, no es un mapa ordinario. Fue creado por el
primer jefe del clan MacLeod, Leod, quien era conocido no solo por su
fuerza en batalla sino también por su astucia. Se decía que podía ver rutas y
caminos que otros no podían. De este don surgió el mapa, creado con la
intención de que siempre pudiera haber un camino para los MacLeod, sin
importar lo perdidos que estuvieran.
―El mapa de los caminos perdidos ―continúa Duncan―. Muestra
rutas ocultas, pasadizos secretos, atajos desconocidos, todo trazado por la
misma mano de Leod. Pasó de generación en generación, usado en tiempos
de guerra y paz, y se convirtió en un tesoro para nuestro clan.
Iain, con su espalda firme contra el tronco de un árbol, sostiene a
Catherine entre sus piernas con la espalda de ella sobre su pecho.
A pesar de la proximidad de su cuerpo, una sensación de distancia le
invadía. Su corazón parecía bombardear un tambor de guerra dentro de su
pecho. No sólo luchaba contra una maldición ancestral, sino también contra
su propia tormenta interna, ahora que sabía la verdad sobre ella.
La idea de que Catherine venía de otro mundo, de otra realidad, a
veces parecía demasiado surrealista para digerir.
Pero mirarla a los ojos, sentir su calidez, escuchar sus palabras llenas
de sabiduría y valor, le dejaba sin dudas. Sin embargo, la admisión había
abierto una grieta en su corazón, una grieta que amenazaba con convertirse
en un abismo si no la cuidaba.
Desde que había empezado a anhelarla, creía que una vez la hiciera su
esposa, sería suya y sus desvelos llegarían a su fin, pero ahora lo dudaba
profundamente. Catherine no le pertenecía. No era de ese mundo, su
mundo. La idea de que hubiera sido enviada para él, para amarla, para
hacerla feliz, para construir una vida juntos parecía más un sueño a medida
si pensaba en ello detenidamente.
Tenía miedo y Iain MacLeod no le temía a nada.
―¿Y cómo se perdió el mapa? ¿Por qué solo ahora lo hemos buscado?
―le pregunta a Duncan con su curiosidad habitual y esa habilidad para
indagar en todo con un pensamiento mucho más rápido que el de cualquiera
de ellos.
La mano de ella descansa suavemente sobre la de él mientras juega
con sus dedos sobre su regazo.
Duncan sonríe misteriosamente antes de responder.
―El mapa nunca se perdió, simplemente se ocultó. Se dice que el mapa
solo puede ser encontrado cuando es realmente necesario. Cuando los
MacLeod enfrentan una prueba que no pueden superar sin él. Y ahora,
parece, es ese momento.
La palabra prueba golpea a Iain como un puño en el estómago.
Están siguiendo un camino trazado para ellos hace siglos, buscando
respuestas en los misterios del pasado del clan para enfrentar los desafíos
del presente y la llave para resolverlos está en alguien del futuro.
Con la leyenda de Duncan todavía resonando en los oídos, el grupo se
queda en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. El fuego
chisporrotea y cruje, iluminando los rostros y creando largas sombras que
danzan en el suelo.
Catherine, aún apoyada contra él, se gira ligeramente y su mirada se
encuentra con la de Iain.
―Es muy posible que el último objeto sea el que nos indique cómo
realizar el ritual. ¿Crees que…?
―¿Si será peligroso? ―pregunta, completando su frase. Sus palabras
cuelgan en el aire como un presagio ominoso. El silencio parece engullir su
miedo y multiplicarlo, llenándolo de una angustia insidiosa.
―Los rituales de redención, de penitencia, de los antiguos druidas
suelen conllevar un sacrificio ―le explica Catherine.
La palabra sacrificio retumba en su cabeza.
―¿Qué tipo de sacrificios, Catherine?
―Bueno, los antiguos celtas tenían unas creencias sobre la forma de
vida y de muerte muy distinta a la nuestra. Sus credos implicaban que la
muerte no era un final, sino más bien una transición hacia otra forma de
existencia. Por eso, en ciertas ocasiones, recurrían a los sacrificios de vida.
El rostro de Iain se oscurece, pero le da un apretón de mano
tranquilizador a Catherine para indicarle que debe continuar. Ella toma aire
y sigue:
―Estos sacrificios podían implicar tanto a humanos como a animales.
Se creía que el individuo o animal sacrificado serviría como intermediario
entre los dioses y los humanos, como un mensajero que llevaría las
peticiones del pueblo a los dioses. En ese sentido, era un honor ser
seleccionado para este rol.
Iain se tensa ante su declaración. La idea de un sacrificio humano es
algo que le perturba profundamente. Sin embargo, Catherine se apresura a
añadir:
―Sin embargo, no todos los sacrificios resultaban en la muerte.
Algunos eran más simbólicos, como un matrimonio sagrado en el que una
sacerdotisa se unía simbólicamente a un dios. Podría ser que el ritual
requiera de un sacrificio en este sentido, más simbólico que literal.
Pero a pesar de su intento por minimizar el peligro, las palabras de
Catherine cuelgan en el aire, llenas de posibilidades temibles. Iain escucha
su explicación en un silencio mortal, su rostro duro como una máscara
mientras lucha por mantener la calma.
―En este contexto, el sacrificio podría ser un compromiso de proteger
y servir a la tierra y a su gente. Una promesa de poner los intereses de los
demás por encima de los propios. Esa también es una forma de sacrificio.
Hay un tormento palpable en los ojos azules de Iain, una tempestad de
miedo y desesperación que trata de mantener a raya.
Teme lo que el futuro pueda traer, no solo para él, sino especialmente
para Catherine.

El simple pensamiento de perderla, de que ella pueda ser la pieza final


en este ominoso rompecabezas, le desgarra el corazón.

―Es solo una posibilidad, Iain. Pero considerando la naturaleza de


nuestra búsqueda, y el hecho de que la maldición afecta a toda tu línea
ancestral y a tu tierra, podría ser que el sacrificio necesario sea algo así. De
alguna forma, ya has estado haciendo eso, llevándonos a través de esta
búsqueda, enfrentándote a los pecados del pasado de tu clan, todo para
proteger a los que vienen después de ti.
Ella espera que sus palabras le proporcionen algún consuelo, pero sus
manos tiemblan en las de Iain y él se da cuenta de que sus temores no son
tan infundados, que Catherine también comienza a sospechar que el ritual
implicará un sacrificio que los afectará.
Sus dedos firmes y grandes se cierran alrededor de los de ella,
intentando sujetarla con fuerza con la clara impresión de que podría
desaparecer si la suelta.

Las luces de Dunvegan se ven en la lejanía, centelleando sobre las


antorchas como un faro de bienvenida que anuncia su regreso a casa.
Mientras los demás se adelantan, con la promesa de un descanso en el
horizonte, Iain detiene a Alasdair. El imponente capitán se para a su lado, y
los dos hombres se quedan atrás, contemplando las luces que parpadean a lo
lejos.
Alasdair observa a Iain con atención. El jefe parece luchar con sus
palabras, sus ojos azules oscurecidos por una tormenta interna que Alasdair
no ha visto en mucho tiempo. Finalmente, tras un silencio que parece una
eternidad, Iain habla.
―Si el ritual necesita una prueba o sacrificio... Yo seré el que lo haga
―declara Iain, su voz firme.
Alasdair se sobresalta, pero antes de que pueda interponer objeción
alguna, Iain continúa:
―Catherine... Ella no puede ser la que se sacrifique. Tienes que
prometerme que la cuidarás. Que no la dejarás hacerlo.
Iain lo mira con una urgencia en los ojos que Alasdair no puede
ignorar. Su mandíbula se tensa con cada palabra que pronuncia, mostrando
una determinación implacable.
Alasdair asiente, aunque sorprendido.
Iain toma un respiro, parece haber más que decir, se humedece los
labios y mira al horizonte antes de continuar:
―Catherine es... más de lo que parece.
Las palabras flotan en el aire entre ellos, llenas de significado y de
preguntas no formuladas. Alasdair siente una punzada en su corazón. Él ya
lo sabe, él ha sentido lo especial que es Catherine y ella misma le confirmó
en Armadale que su llegada a Skye no había tenido nada que ver con un
naufragio, solo que él no preguntó más.
Alasdair es un hombre de pocas palabras y cosas sencillas. Conoce el
peso de la responsabilidad, pero también el valor de la lealtad. Siempre ha
sido un pilar para Iain, una mano amiga en cualquier situación, un guía
seguro en momentos de duda. Por eso, aunque la petición de Iain es grave
no puede titubear, igual que ocurrió cuando le pidió que fuera la escolta de
Catherine en Armadale.
―Sí ―admite―. Sé que Catherine es diferente.
Sorprendido, Iain levanta la mirada hacia él. Su corazón duele un
poco, unos celos inesperados burbujean en su pecho al recordar la
preocupación de Catherine por Alasdair cuando lo golpeó por dejarla
sola.Se pregunta cuán cercanos se volvieron durante su estancia en
Armadale con los MacDonald, cuánto le contó y si lo hizo antes que a él.
Pero ahora no es el momento para los celos. Hay demasiado en juego.
Iain se traga su inseguridad y se centra en lo que importa.
―Nunca debes dejar que se sacrifique ―repite, mirando a Alasdair
directamente a los ojos―. Prométemelo.
Con la seriedad de Iain grabada en su mirada, Alasdair no tiene más
remedio que asentir. Promete proteger a Catherine, sin saber lo que eso
conlleva realmente.
Sin saber lo especial que ella realmente es.
Pero confía en Iain, en su juicio y en sus palabras.
Si Iain cree que el sacrificio debe hacerlo él, entonces Alasdair está
dispuesto a creerlo también.
Con el peso del futuro del clan en sus hombros, reanudan su camino
hacia Dunvegan.
Un camino que, en cada paso, se siente más pesado, más real.
El sacrificio que puede estar por venir pesa en el corazón de Iain, una
sombra oscura que parece cubrir la luz de Dunvegan en el horizonte.
33

La sala común de Dunvegan sigue resonando con un zumbido de


actividad, pero el rincón donde Andrew y yo intentamos descifrar el último
acertijo es un oasis de silencio, un lugar donde solo la resolución del
misterio importa.
Los mapas y los pergaminos, extendidos como un mar de incógnitas a
resolver, absorben cada segundo de mi atención y se esparcen a nuestro
alrededor como evidencia tangible de las horas y horas de trabajo y
frustración.
Las palabras del acertijo son como espinas en mi costado, retorcidas y
enrevesadas, y se resisten a ceder ante mis intentos de desentrañarlas.
Andrew, por su parte, sostiene un mapa de la isla entre sus dedos
ásperos, su mirada incisiva recorriendo las líneas y curvas dibujadas en el
pergamino con una concentración casi palpable.
Es en medio de este ensimismamiento que un movimiento en la
entrada de la sala capta mi atención.
Es Emily, su normalmente enrojecida piel está tan blanca como la
porcelana y los ojos tan grandes y brillantes como los de un animal
asustado. Pero es la redondez de su vientre lo que atrapa mi mirada, una
prominencia que no se puede atribuir a nada más que al inicio de una nueva
vida.
Levanto la mirada hacia Andrew que sigue estudiando el mapa, ajeno a
todo.
―¿Emily está embarazada? ―le pregunto con incredulidad.
Andrew levanta la vista, su sorpresa momentánea se desvanece
rápidamente en una máscara de indiferencia. Se encoge de hombros, un
gesto que desprende una arrogancia descuidada.
―No es asunto mío ―dice, tratando de volver a su mapa.
La ira estalla dentro de mí, feroz y cegadora. Mi voz sube por encima
de los murmullos constantes de la sala.
―No puedes simplemente ignorar tu responsabilidad.
Andrew se tensa ante mis palabras, su rostro revelando una mezcla de
resentimiento y desprecio. Sus ojos se encuentran con los míos, desafiantes.
―No tengo ninguna responsabilidad hacia Emily ni hacia nadie más.
No te metas en asuntos que no te conciernen.
El escándalo ya ha despertado la atención de todos los presentes en la
sala. Las risas y las conversaciones se desvanecen, remplazadas por un
espeso silencio expectante. Puedo sentir la mirada inquisitiva de todos,
pesando sobre nosotros como una losa. Pero no me importa. No en este
momento. Mi ira retumba en mis oídos, ocultando el ruido de fondo.
―Como señora del castillo y esposa de Iain MacLeod, el Laird de este
clan, tengo derecho a expresar mis preocupaciones y velar por el bienestar
de mi familia ―insisto, manteniendo la mirada fija en él, sin titubear.
El silencio en la sala es palpable mientras los demás miembros del clan
contienen la respiración, esperando el desenlace de este enfrentamiento
inesperado. Los murmullos se desvanecen y todos los ojos están puestos en
nosotros.
―No quiero ser padre. No voy a ser padre ―afirma con una frialdad
que me hiela la sangre―. Tú no eres nadie para decirme cómo debo
comportarme o a quién debo cuidar ―añade, su voz llena de desprecio―.
No eres más que una intrusa en este clan, una mujer de origen incierto, no
tienes derecho a exigirme responsabilidades ―luego baja su voz hasta un
susurro que solo yo puedo oír―. Esa muchacha podría llevar al hijo de
cualquiera en su vientre.
―¡Esa muchacha está enamorada de ti!
―¿Amor? ¿Qué demonios es eso? No es más que una emoción
inventada por juglares y bardos. Lo único que yo siento por una mujer son
ganas de ponerla de rodillas delante de mí, cosa que he oído que se te da
muy bien, por cierto.
―Comprendo que alguien como tú no pueda entender lo que es el
amor porque el amor implica compromiso, dar además de recibir, y
preocuparse por el bienestar y la felicidad de la otra persona ―continúo, sin
permitir que su desprecio me desanime―. Pero eso no significa que el amor
sea una ilusión o una debilidad. Es precisamente esa entrega incondicional
lo que lo hace tan poderoso y transformador. Es un sentimiento profundo y
especial que nos conecta en un nivel más allá de la comprensión humana.
Sus labios se curvan en una sonrisa despectiva y se cruza de brazos,
desafiante.
―¿Estás enamorada, Catherine? ¿Cuánto crees que durará ese
supuesto amor cuando la realidad se imponga y te des cuenta de que no
encajas en esta tierra de bárbaros, que es muy distinta a las colonias
ilustradas de las que procedes? ¿Cuándo te despiertes y veas que eres una
forastera en un lugar al que no perteneces?
Mi rabia se fortalece aún más, enfrentándolo con una mirada
desafiante casi le grito:
―Puede que no pertenezca a este lugar por nacimiento, pero he
encontrado un hogar y una familia aquí. He aprendido a amar a este clan y a
luchar por su bienestar. Mi amor por Iain no tiene fronteras ni límites, y no
me importa lo que pienses o digas al respecto. ¡Mi compromiso con él y con
este lugar es inquebrantable!
A medida que las palabras se desvanecen en el aire, puedo sentir cómo
se impregnan en cada rincón de la sala, cómo han captado la atención de los
presentes y entre ellos al mismísimo Iain.
En el silencio que se cierne sobre la sala, puedo oír el latido acelerado
de mi corazón, la emoción que ha cargado el aire a mi alrededor. Es en ese
preciso momento que me doy cuenta de lo real que ha sido todo lo que he
expresado. Mi amor por Iain y mi conexión con este lugar es más fuerte que
cualquier deseo de volver a mi mundo.
Mi mirada no se desvía de Andrew, desafiándolo a desmentir la
sinceridad de mis palabras. Pero él solo sonríe, una sonrisa arrogante y
superficial que no llega a sus ojos.
―Que tiernas palabras, Cath ― comenta con sarcasmo, su tono
convirtiendo mi nombre en una burla―. Pero no cambian nada.
Antes de que pueda responder, siento una mano en mi hombro. Me
vuelvo para encontrarme con la mirada seria de Iain, su presencia firme y
tranquilizadora a mi lado.
―No le hables así ―dice Iain a Andrew, su voz tranquila pero cargada
de amenaza.

―No necesito que me defiendas, Iain ―murmuro, aunque parte de mí


se alegra de su presencia y la calma que me provoca.
―Sí, lo necesitas ―replica Iain, y puedo sentir la convicción en su
voz―. Nadie tiene derecho a tratarte con tanto desprecio.
Andrew alza las manos en un gesto de rendición burlón.
―Vaya, parece que el jefe del clan ha decidido tomar partido ―dice,
su sonrisa llena de desdén.
―No se trata de tomar partido ―responde, sus palabras pronunciadas
con una calma que contrasta con la tensión en la habitación―. Ella es mi
mujer, siempre estaré de su lado.
El silencio que sigue a su declaración es casi tangible, llenando la
habitación hasta que es todo lo que puedo oír.
No sé cómo reaccionar, sorprendida por su defensa tan abierta y
decidida. No es que dude de sus sentimientos hacia mí, pero no esperaba
que lo expresara de forma tan categórica.
La sonrisa de Andrew se desvanece, sustituida por una expresión de
desconcierto momentáneo. Pero luego se recupera y se encoge de hombros.
―Lo que sea ―murmura Andrew, dando media vuelta para irse. Pero
antes de que pueda marcharse, lanza una última pulla por encima del
hombro.
―Sí que debe hacerlo realmente bien para que solo seas capaz de
pensar con lo de ahí abajo.
Su comentario vulgar resuena en el aire, arrancando unas cuantas
risitas de los hombres más jóvenes de la sala.
Sin embargo, no veo nada de diversión en la cara de Iain. Su
mandíbula se endurece y sus ojos se estrechan en una mirada peligrosa.
Pero antes de que pueda reaccionar, pongo una mano en su brazo,
ofreciéndole una sonrisa tranquilizadora. No hay necesidad de que esta
situación se vuelva más tensa de lo que ya es. Y ciertamente no quiero que
Iain haga algo de lo que pueda arrepentirse después.
A pesar de la bravuconería de Andrew, siento una extraña sensación de
victoria. No porque le haya ganado en alguna pelea o discusión, sino
porque, de alguna forma, la intervención de Iain ha revalidado mi lugar
aquí, en este clan.

Cuando finalmente estoy sola con Iain, le doy una sonrisa agradecida.
―Gracias ―le digo, porque aunque no necesito que nadie me
defienda, es reconfortante saber que alguien está dispuesto a hacerlo.
Iain asiente, aunque puedo ver que no está completamente convencido.
Me mira con una expresión llena de preguntas. Pero en lugar de
verbalizarlas, simplemente se acerca y me abraza.
―Andrew ha dejado embarazada a Emily y no piensa
responsabilizarse del niño, Iain ―le explico.
Él me mira con una expresión grave, sus labios se aprietan hasta
formar una línea dura
―Hablaré con él, pero… debes entender que es muy posible que
Andrew se desentienda ―explica con una voz resignada―. Él pertenece a
la nobleza británica. No es común que asuman responsabilidades por una
criada escocesa con la que han compartido lecho unos pocos días.
Un destello de ira me atraviesa y alzo la voz, mi tono cargado de
sarcasmo.
―¡Oh! Genial. Después de todo, solo es su hijo ¿verdad?
Iain levanta una mano en un gesto defensivo.
―No digo que esté bien, Catherine ―asegura, con un tono cansado―.
Solo te pongo en contexto de cómo suelen ser estas cosas aquí.
Un pensamiento terrible me viene a la mente y, sin pensar, se escapa de
mis labios.
―¿A ti también te ha ocurrido eso? ¿Tienes algún hijo por ahí del que
no te responsabilizas?
Iain parece aturdido por la pregunta.
―¡No! Claro que no. ¿Por quién me tomas?
Siento un amargo disgusto al ver la indiferencia en su actitud.
―Es que no veo que te importe realmente lo que les ocurre a las
mujeres vulnerables en este castillo ―le reprocho, mi voz apenas un
murmullo―. Esto ha ocurrido bajo tu techo y no has hecho nada para
evitarlo.
Iain se cruza de brazos, una dura expresión en su rostro.
―Es por esto por lo que es importante mantener las tradiciones y la
castidad antes del matrimonio. Consideras que es una forma de limitar a una
mujer, pero también se hace como protección, para evitar los embarazos no
deseados.
Le miro, sorprendida y enfadada.
―¿Ahora resulta que solo es culpa de Emily? ¿Acaso Andrew no tiene
ninguna responsabilidad en todo esto?
Se produce un silencio tenso. Iain entrecierra los ojos, frunce el ceño y
se pasa la mano por la barba incipiente, perdido en sus pensamientos.
―Claro que Andrew tiene responsabilidad en esto, Cat ―comienza,
escogiendo sus palabras con cuidado―. Pero no puedes ignorar que Emily
también tomó una decisión. En este mundo, hay consecuencias para
nuestras acciones.
La indignación se agudiza en mi pecho.
―¿Así que estás diciendo que ella se lo buscó? ¿Que quería quedarse
embarazada y ser abandonada en un mundo que la señalará y le dará la
espalda?
El rostro de Iain se endurece, como si mis palabras le hubieran
golpeado.
―No es eso lo que estoy diciendo ―dice, sus palabras deliberadas―.
Estoy hablando de los riesgos que uno asume cuando elige un camino
determinado... la promiscuidad...
―¡Promiscuidad! ¿Ahora resulta que Emily es promiscua? ¡Está
enamorada de él! ―exclamo, la incredulidad y la ira me atraviesan como un
rayo.
Iain levanta las manos en un gesto de calma.
―Eso no es lo que he dicho. Estoy hablando de los riesgos. Los
mismos que corriste tú cuando decidiste no llegar virgen a nuestro
matrimonio.
Las palabras de Iain me golpean como un puñetazo en el estómago.
―¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Que soy promiscua?
Iain se queda sin palabras por un momento, luego responde.
―Catherine...
No le dejo terminar, las palabras brotan de mí, encendidas por una ira
incontenible.
―No, déjame hablar. ¿Cómo te atreves a juzgar a Emily y a mí por
nuestras decisiones cuando tú mismo te has aprovechado de la falta de
opciones de las mujeres en este tiempo?
Iain parece tomado por sorpresa, sus ojos se abren un poco.
―No me he aprovechado de...
Interrumpo sus palabras, mi voz resuena con fuerza a través del cuarto.
―¡Por supuesto que lo has hecho! Has asumido que tú tienes derecho
a decidir por nosotras, a dictar nuestras vidas, a controlar nuestro cuerpo...
Iain se pone de pie con un movimiento brusco.
―Por el amor de Dios. ¡Basta, Catherine! ¿Realmente crees que yo
controlo algo de ti? ¿Qué alguien en su sano juicio puede intentarlo si
quiera? ― La voz de Iain retumba en la habitación, llenando el espacio con
su furia―. Esto no tiene nada que ver con el control. Tiene que ver con la
responsabilidad. Con las consecuencias de nuestras acciones.
Dejo escapar una carcajada amarga, una risa que no contiene ni un
ápice de alegría.
―¿Responsabilidad? ¿Consecuencias? ¿Eso es lo que le dirías a
Emily? ¿Es eso lo que me estás diciendo a mí ahora?
Sus ojos azules centellean con una intensidad helada mientras aprieta
la mandíbula.
―No me estás entendiendo, Catherine ―murmura, su voz tensa―. No
estoy justificando a Andrew ni echando la culpa a Emily. Simplemente,
estoy diciendo que ambos sabían a qué se exponían. Y eso... eso te incluye
a ti también.
Las palabras de Iain me golpean como un torrente, dejándome atónita.
Un amargo nudo se forma en mi garganta, y me doy cuenta de la
profundidad de sus emociones, algo que hasta ahora había evitado enfrentar.
―¿Estás diciendo... estás insinuando que merezco alguna clase de
castigo por no haber llegado virgen a nuestro matrimonio? ―Logro
articular, mi voz temblorosa con la revelación.
La mirada de Iain se suaviza momentáneamente, una mezcla de
sorpresa y arrepentimiento cruzando su rostro.
―No, eso no es lo que...
―Entonces, ¿qué estás diciendo, Iain?
Hay una pausa, un momento cargado de tensión, antes de que
finalmente se despoje de su escudo, su voz resuena con una fuerza cruda y
emotiva.
―¡Odio cada minuto que pasaste en los brazos de otro hombre! ¡No
soporto la idea de que tú también estuvieras enamorada de él y que por eso
te entregaste! ―Las palabras de Iain retumban en el aire, cortantes y
crudas. Mi pecho se contrae y siento como si hubiera perdido la capacidad
de respirar.
―¿Estás celoso? ―logro murmurar, mis palabras apenas un susurro en
comparación con la tormenta que acaba de desatar.
Los ojos de Iain se entrecierran y aprieta la mandíbula, la furia emana
de él en olas casi palpables.
―¡No estoy celoso, estoy furioso! Furioso porque tuve que compartir
algo que debió haber sido solo mío. Furioso porque, por más que lo intente,
no puedo olvidar que estuviste con otro antes y que probablemente lo que
haces conmigo lo harías con él también.
El dolor en su voz es tan agudo que me corta la respiración. Las
lágrimas amenazan con desbordarse de mis ojos, pero me obligo a mantener
la vista clavada en él, a no apartar la mirada.
―No puedes castigarme por mi pasado, Iain. No puedes culparme por
vivir mi vida antes de conocerte ―mis palabras flotan entre nosotros,
teñidas de un resentimiento amargo.
Iain me mira, la rabia aún visible en sus ojos pero su voz se vuelve
más suave cuando responde.
―No te estoy castigando, Catherine ―replica con cautela―. Estoy
lidiando con mis propios demonios, nada más.
―Pero estás dejando que tus demonios nos lastimen a ambos ―le
digo, una lágrima finalmente deslizándose por mi mejilla―. No merecemos
esto, Iain. Merezco tu comprensión, no tu rencor.
Por un momento, un silencio tenso se apodera de la habitación, solo
roto por el suave susurro de mi respiración entrecortada. Entonces, Iain deja
escapar un profundo suspiro y pasa una mano por su cabello revuelto.
―Tienes razón ―admite finalmente, su voz cargada de un cansancio
que parece surgir desde lo más profundo de su alma―. Necesito aprender a
lidiar con esto...
Su mirada baja hasta el suelo, sus ojos oscuros y tormentosos evitando
los míos. Su mandíbula se tensa y se afloja, las palabras que vienen después
las suelta como si costara un gran esfuerzo pronunciarlas.
―Y no...no debería dejarte soportar las consecuencias de mis propios
miedos e inseguridades. Lo siento.
Hay un silencio y luego, Iain lleva una mano a su rostro, restregándolo
en un gesto de exasperación antes de pasar los dedos por su espeso cabello
dorado.
―Lo siento mucho, Cat. ―Sus palabras se sienten más pesadas esta
vez, teñidas de un arrepentimiento profundo―. No es tu pasado lo que me
asusta, sino la posibilidad de tu futuro... y el terror a no estar ahí para
compartirlo contigo.
Exhalo con fuerza.
―¿Y si te dijera que quiero quedarme? ¿Qué no quiero volver?
La expresión de Iain se vuelve rígida, como si estuviera intentando
procesar mis palabras. Su rostro se ilumina con una sorpresa silenciosa y su
boca se entreabre ligeramente, buscando las palabras adecuadas.
―¿Estás segura? ―pregunta finalmente, con tono suave.
Mis palabras se desvanecen en el aire, dejando un silencio cargado
entre nosotros. Iain me mira, su rostro marcado por la sorpresa.
―Bueno, lo estaba hasta hace un momento —admito, sintiendo cómo
una sonrisa irónica se curva en mis labios, dando un giro inesperado a la
tensión palpable en la habitación.
Iain parece sacudido por mis palabras, un atisbo de temor brillando en
sus ojos.
―No, no, no, no puedes cambiar de opinión ahora. Reconozco que soy
un idiota y no merezco tu perdón, pero… ―sus palabras se desvanecen,
flotando en el aire como una promesa a medio formular.
Interrumpo su discurso, mi voz se eleva, llena de la convicción que he
estado reuniendo durante todo este encuentro.
―Pero dejemos una cosa clara. No soy tuya. No te pertenezco.
El silencio vuelve a caer sobre nosotros, interrumpido sólo por el
crujido ocasional de la madera bajo nuestros pies. Entonces, con una
suavidad que no esperaba, Iain asiente.
―Sí ―dice, y algo en su tono me hace levantar la vista para encontrar
su mirada.
―¿Sí qué? ―pregunto, mi confusión evidente en cada palabra.
Iain me mira directamente, sus ojos llenos de una determinación que
corta la respiración.
―Que eres mía, Cat —afirma con su voz baja pero firme—, y yo soy
solo tuyo. Siempre.
Se queda en silencio, respirando hondo antes de continuar. Sus
siguientes palabras están imbuidas de una emoción palpable, acentuando
cada sílaba, cada significado.
―Tienes razón en que no importa el pasado, porque tus decisiones te
han traído hasta aquí, hasta mí, y eso es lo que cuenta —prosigue, su voz
llena de una mezcla de ternura y fervor—. Todo lo que nos ha sucedido
hasta ahora nos ha llevado a este punto. A nosotros. Tú y yo.
Las palabras flotan en el aire, una verdad inmutable que parece llenar
cada rincón de la habitación. Me encuentro paralizada por la intensidad de
su declaración, por la forma en que parece resonar hasta en lo más profundo
de mi alma. Iain y yo. Siempre.
—Hablarás con Andrew —afirmo, cruzándome de brazos.
—Lo haré —asiente Iain con seriedad—. Aunque no se case con ella,
le obligaré a hacerse responsable y garantizarle a Emily y a su hijo una
buena vida.
Esbozo una sonrisa a pesar de la tensión que aún palpita en el aire. La
determinación de Iain, su compromiso para corregir lo que está mal, eso es
parte de lo que amo de él.
—Buen chico —murmuro, suavizando mi tono.
Iain se ríe ante mi comentario, su risa rompiendo la tensión en la
habitación.
―Ahora sé una buena esposa y dale algo de consuelo a tu esposo ―
dice, su voz baja y llena de promesas.
Sin decir una palabra más, me acerco a él, extendiendo una mano para
acariciar su mejilla. Él la toma entre las suyas, llevándola a sus labios y
depositando un beso ligero y tierno.
―En mi mundo, hoy dormirías en el sofá, MacLeod ―respondo,
aunque mi voz sale más suave de lo que pretendía, la tensión y la emoción
del momento aún evidente entre nosotros.
Él alza una caja desconcertado.
―Algo parecido a dormir solo en el granero o en los establos.
Iain suelta una risa baja, un sonido suave y cómodo que aligera el
ambiente en la habitación.
―Por suerte para mí, estamos en mi castillo, Cat ―responde, su
mirada llena de cariño y humor―. Y en mi castillo, la esposa del Laird
consuela a su esposo en la misma cama… Claro que también la esposa tiene
derecho a exigir una compensación si resulta que el Laird no ha sabido estar
a la altura.
―¿Y qué tipo de compensación podría reclamar esa esposa por un
comportamiento horrible?
―¿Muy horrible?
Asiento con la cabeza fingiendo seriedad.
―Ha insinuado que soy promiscua con tono de reproche… ―le
digo―. Ese hombre se merece arrodillarse ante su dama.
Iain ríe ante mi sugerencia, su risa resonando en la habitación antes de
que sus ojos encuentren los míos, llenos de promesa y un destello travieso.
―Oh, estoy seguro de que ese hombre lo haría sin pensarlo dos veces
―dice con una sonrisa canalla―. Pero solo si su dama está dispuesta a
aceptar lo que eso significa.
La habitación se llena con una nueva tensión, una que no tiene nada
que ver con discusiones ni malentendidos. Es un recordatorio de la
conexión que compartimos, algo más allá de palabras y acciones. Algo que,
a pesar de nuestras diferencias, nos une y nos hace más fuertes.
Una sonrisa juguetona se dibuja en mis labios, incluso cuando mis
mejillas se tiñen de rojo ante sus palabras.
―Bueno, supongo que su dama podría estar dispuesta a considerarlo
―Mi voz apenas un susurro mientras mis ojos se encuentran con los suyos.
Iain da dos pasos hacia mí al acecho e inevitablemente yo retrocede
dando con mis piernas en la cama y cayendo de culo sobre el colchón.
Sus ojos se estrechan ligeramente con una mezcla de intriga y
anticipación cuando sus rodillas caen al suelo a la vez y sus manos
comienzan a ascender bajo mi falda por mis muslos
―Promete que nunca olvidaremos esto ―me dice cuando sus dedos
alcanzan su objetivo entre mis piernas―. Que no importa lo que ocurra o lo
difícil que pueda ser... siempre recordaremos quiénes somos y lo que
significa eso para nosotros. Lo que nos hacemos sentir el uno al otro cuando
solo eso tiene valor.
Las palabras flotan entre nosotros, la verdad de ellas pesada y real. Y a
través de todo, su mirada nunca abandona la mía, su silencio lleno por
palabras que ningún idioma puede expresar mientras introduce su dedo en
mi sexo con fuerza.
Mis labios se abren en una muda exclamación de sorpresa y placer, mi
aliento irregular llenando los huecos de las piedras de la habitación.
―Promételo, Cat ―me ordena sacando y metiendo su dedo con fuerza
una vez más.
―Lo prometo ―susurro, mi voz temblorosa y mi cuerpo ardiendo
bajo su hábil toque―. Siempre lo recordaré, Iain.
Las manos de Iain son insistentes pero tiernas, levantando lentamente
el borde de mi falda hasta que la tela descansa en mi regazo. Su mirada
nunca abandona la mía, un abismo azul lleno de promesas y deseo. Me
siento vulnerable bajo esa intensa mirada, pero también tremendamente
poderosa. Es un juego de equilibrios que nos mantiene en el filo, a ambos,
perdidos en la intensidad del momento.
Las yemas de sus dedos recorren el borde de mis rodillas, provocando
un escalofrío que recorre toda mi columna. Su toque es ligero pero firme,
una contradicción que solo él parece dominar.
―Abre las piernas, Cat ―me ordena, su voz baja y ronca, cargada de
una tensión palpable.
Obedezco, separando mis muslos lentamente. Su mirada sigue el
movimiento, devorándome con la mirada mientras sigue de rodillas frente a
mí.
Hay una adoración en sus ojos que me llena de calor, un deseo que
alimenta el mío propio.
La anticipación crece, palpable entre nosotros, a medida que la
respiración de Iain se vuelve audible, cálida y temblorosa contra mi sexo ya
húmedo.
El mundo parece detenerse, los latidos de mi corazón resuenan en mis
oídos, llenando el silencio con su constante tamborileo.
Y entonces lo siento.
Su lengua se desliza entre los pliegues, un trazo lento y deliberado que
arranca un gemido de mi garganta. Cierro los ojos, arqueando ligeramente
la espalda ante el increíble contacto.
Iain se mueve con cuidado, su lengua traza figuras intrincadas que me
dejan jadeando y retorciéndome bajo sus manos.
Los sonidos guturales de placer que se escapan de mis labios son la
única banda sonora en la habitación, intercalados con la respiración
entrecortada de Iain, que se vuelve cada vez más profunda y desesperada.
Con una precisión tortuosamente perfecta, la punta de su lengua da
toques sutiles a mi clítoris, enviando ondas de placer que recorren mi
cuerpo. El mundo se vuelve borroso y todo lo que puedo sentir es a Iain, el
calor de su boca, la habilidad de su lengua, la presión constante y exacta
que aplica en el lugar correcto. Su lengua se hunde más profundo y sus
labios succionan y besan mi clítoris.
Justo cuando creo que no puedo soportar más, siento cómo dos de sus
dedos se introducen en mi interior, un movimiento tan sorpresivo que mi
respiración se detiene por un momento. Cada embestida de sus dedos me
acerca más y más al precipicio, a ese abismo delicioso del que no quiero
huir.
―Oh, Dios, esto es tan bueno ―grito impulsivamente.

El orgasmo me alcanza de repente, como una ola que me arrastra en un


mar de placer y amor. Un grito de sorpresa y satisfacción escapa de mis
labios mientras las contracciones se apoderan de mi cuerpo, cada músculo
tensándose y liberándose en un ritmo frenético. El mundo se inclina, y lo
único que puedo hacer es agarrarme a Iain mientras la oleada de placer me
atraviesa.
La urgencia nos consume y nuestros dedos trabajan con avidez,
deshaciéndonos de la ropa que nos separa, los sonidos de tela rasgándose,
llenando la habitación. Mi corazón late salvajemente en mi pecho, el pulso
acelerado resonando en mis oídos mientras espero su siguiente movimiento.
Antes de que pueda tomar aliento, Iain se encuentra sobre mí, su
cuerpo pesado y caliente presionando contra el mío. Su mirada es intensa,
un deseo ardiente que quema en sus ojos y me hace estremecer de
anticipación. La espera es breve, pero se siente como una eternidad antes de
que sienta su miembro en la entrada de mi sexo.
Una embestida fuerte, un gemido sofocado, y de repente está en mí,
llenándome completamente. Todo pensamiento coherente se disuelve en
una mezcla de placer y amor, cada embestida suya llevándome a un estado
de éxtasis al que nunca quiero renunciar. Su nombre se convierte en un
mantra en mis labios, una súplica silenciosa que se pierde en el deseo por él
que me consume.
Mis manos recorren su cara, memorizando cada hueso, cada hueco y
cada curva mientras él me besa. La habitación se llena del sonido de nuestra
respiración entrecortada y los suaves gemidos que salen de nuestra
garganta.
Lo noto entrar y salir, su glande presionando para penetrarme cada vez
que lo hace hasta llegar profunda y fuertemente hasta el final.
Siento cómo se tensa sobre mí, sus embestidas se vuelven más
frenéticas, perdiendo el ritmo a medida que el clímax se acerca. Aprieto mis
muslos alrededor de su cintura, alentándolo a ir más rápido, a ir más
profundo.
Cuando el orgasmo llega, nos consume a ambos. El mundo se
desvanece a nuestro alrededor y solo quedamos nosotros dos.
El sonido áspero que brota de su garganta, entremezclándose con mis
propios gritos desinhibidos mientras cada onda de placer nos sacude sin
piedad.
Después, cuando la última ola de placer nos deja agotados y
satisfechos, Iain se derrumba sobre mí. Nuestros cuerpos, todavía
entrelazados, comienzan a relajarse, cayendo en un silencio cómodo que
solo los amantes conocen.
Reposa su cabeza en mi pecho y me envuelve con un brazo.
―Quería evitar que te quedaras embarazada antes del ritual de
Samhain, pero a este ritmo, es posible que ya sea demasiado tarde.
Su afirmación me sobrecoge, la siento como un balde de agua helada
sobre mi piel ardiente.
Me alejo de él en el acto, creando un espacio entre nosotros sobre la
cama. Mi corazón late con fuerza en mi pecho, el miedo corre por mis
venas como veneno.
―¿Qué? ―pregunto, mi voz apenas un susurro tembloroso―. No...
no, no puede ser.
Iain parece desconcertado por mi reacción. Su rostro, apenas
iluminado por la tenue luz de la vela, refleja la confusión y el desconcierto.
―Creía que apenas había nacimientos en el clan, que la maldición
dificultaba la natalidad.
La rigidez de su cuerpo me alerta, puedo sentir cómo su respiración se
vuelve tensa.
―Así es, pero las cosas están comenzando a cambiar. Ya lo has visto
en Emily.
― No estoy lista para ser madre, y ciertamente no en el siglo XVIII en
que la atención médica es bastante precaria.
Alza mi rostro hacia él, y puedo ver la consternación y la preocupación
en su mirada.
―No puede ser tan malo, Cat ―dice después de un momento de
silencio, tratando de minimizar mi miedo―. Tendrás a nuestro hijo en el
castillo, con todo el cuidado y el amor que necesitas.
―Tener un hijo lo cambia todo. No estoy lista aún. Hay demasiados
peligros en este tiempo para un niño y tampoco quiero convertirme en una
mujer que pasa más tiempo embarazada que con el estómago plano,
llorando sus pérdidas.
―Tener hijos es una bendición, la continuación de nuestra línea, el
paso natural después de contraer matrimonio.
―Y en mi tiempo, ser madre es una elección. No es solo el siguiente
paso natural después del matrimonio. No quiero traer un niño a un mundo
que no comprendo completamente.
Hay una breve pausa mientras Iain digiere mis palabras.
―¿Y cómo lo evitáis? ―me responde muy seriamente.
―Hay métodos avanzados, aunque ahora nos tendremos que
conformar con… sacarla antes de que acabes.
El rostro de Iain se oscurece con confusión.
―¿Sacarla? ¿Sacar qué?
Su inocencia, su falta de comprensión, no hace más que aumentar mi
frustración. Respiro hondo, tratando de controlar mi creciente ira. No es
culpa suya, le recuerdo a mi yo misma furiosa.
―Retirarte antes de terminar ―explico, avergonzada―. Para que no
dejes tu semen dentro de mí. Es un método bastante ineficaz, pero es lo
único que tenemos.
El silencio llena la habitación mientras Iain procesa la información. Su
rostro refleja una mezcla de asombro, confusión y, para mi consternación,
decepción. Pero no dice nada. Solo se limita a asentir lentamente, aceptando
la realidad de nuestra situación.
―¿Y cuándo calculas que estarás preparada para ser madre?
―No lo sé, Iain ―respondo con honestidad―. Solo sé que no es
ahora. No puedo darte esa respuesta, porque ni yo la tengo.
Noto su respiración entrecortada y que trata de entenderme, pero
también sé que le cuesta hacerlo y que está enfadado, pero trata de contener
su ira.
―¿Mentías cuando aseguraste que no tratarías de volver a tu mundo?
¿Acaso no soy suficiente para ti?
―No, no mentía, Iain. Y eres un hombre increíble, hermoso por dentro
y por fuera, valiente, leal, inteligente y siempre dispuesto a sacrificarse por
los demás. Eres mucho mejor de lo que había imaginado. Más que
suficiente. No se trata de ti. Se trata de mí. Necesito tiempo. Tiempo para
adaptarme a esta vida, tiempo para entender quién soy en este mundo. Y, lo
más importante, tiempo para estar segura de que puedo ofrecerle a un hijo
todo lo que se merece.
Iain se queda en silencio, sus ojos azules buscando los míos en busca
de respuestas. Puedo ver la tormenta emocional que lo atraviesa, sus gestos
reflejando la lucha interna que está experimentando. Sus puños se tensan y
su mandíbula se aprieta, pero se obliga a sí mismo a mantener la
compostura.
―Entiendo que necesites tiempo, Catherine ―responde finalmente, su
voz contenida pero cargada de decepción―. Pero también necesito que
entiendas mi deseo de formar una familia. Ser padre siempre ha sido parte
de mi visión de futuro, de mi legado. No puedo negar que esto es un
obstáculo entre nosotros.
Mis ojos se llenan de tristeza.
―Tal vez nos hemos adelantado pensando que podríamos hacer frente
a nuestras diferencias y nuestra contraria forma de entender la vida
―comento con voz baja.
―¿Ya está? ¿Te rindes? ― me increpa―. Es la primera vez que te veo
hacerlo y tenía que ser conmigo. No he dicho que no esté dispuesto a
esperar el tiempo que necesites. Solo quiero que también tengas en cuenta
mis deseos.
Un suspiro de alivio escapa de mis labios mientras me aferró a él, mis
brazos rodeándolo con fuerza.
Refunfuña cuando dice:
―No hay manera de que pueda sacarla en ese momento ¿No hay otro
método más fácil?
Sonrío sin poder evitarlo.
―¿La abstinencia?
Con una mueca cómica de disgusto, responde:
―La sacaré.
34

A medida que me adentro en el nuevo enigma y descifro sus runas me voy


encontrando con una historia de amor prohibido entre dos amantes de dos
clanes rivales que en eso momento estaban en guerra.

Me acerco a Fergus buscando respuestas. Me encuentro con él sentado


junto a los hornos de la cocina. Estamos en agosto y la temperatura no es
fría, aunque sí cambiante en las tierras altas escocesas. Sus viejos huesos
parecen necesitar calor.
―Fergus, necesito su ayuda ―le digo con entusiasmo.
―Para mi señora MacLeod, lo que pida y en esté en manos de este
viejo.
Todavía recuerdo la desconfianza con la que me trató Fergus cuando
Iain me trajo al castillo por primera vez. Es evidente que con el paso de los
meses, la impresión inicial ha cambiado al verdadero afecto y respeto.
Le sonrío.
―He descubierto entre las runas, una historia de amor prohibida entre
dos jóvenes de distintos clanes. ¿Conoce alguna que implique a los
MacLeod o tenga su origen cerca de aquí?
Fergus levanta la vista y sonríe con complicidad.
―Ah, los amores prohibidos siempre han sido un tema recurrente en
nuestras historias, joven Catherine. Siéntate y déjame contarte una leyenda
que puede arrojar algo de luz sobre lo que has encontrado.
Obedezco y me siento frente a él, ansiosa por escuchar la historia que
está a punto de compartir.
―En tiempos remotos, existía una rivalidad feroz entre los clanes
MacLeod y MacRae. Ambos eran conocidos por su orgullo y valentía, pero
estaban destinados a ser enemigos. Sin embargo, en medio de ese odio y
conflicto, surgió un amor imposible entre dos jóvenes de ambos clanes. Sus
encuentros eran clandestinos, ocultos del mundo exterior, y la torre
MacLeod fue testigo de su amor prohibido. Se encontraban en secreto, en la
torre, a pesar del peligro. Nadie sabe cómo terminó su historia. Algunos
dicen que murieron juntos, otros que se vieron forzados a separarse y
pasaron el resto de sus vidas añorando al otro. Pero todos coinciden en que
su amor era tan fuerte que ni la muerte pudo separarlos.
La historia cobra vida en mi imaginación, y siento una conexión
inexplicable con aquellos amantes perdidos en el tiempo.
―Pero, Fergus, ¿es posible que los encuentros realmente tuvieran
lugar en la torre MacLeod? ―pregunto con curiosidad―. Necesito
confirmarlo.
Fergus reflexiona por un momento antes de responder.
―Es cierto que la torre MacLeod fue escenario de muchos
acontecimientos a lo largo de los siglos. Fue testigo de amores y tragedias,
de secretos y promesas rotas. No puedo afirmarlo con certeza, pero hay
leyendas que hablan de prisioneros encerrados en sus mazmorras,
esperando ser liberados por el amor verdadero.
En el enigma no pone nada sobre una torre MacLeod y eso me hace
dudar.
Continúo mi búsqueda de respuestas y me acerco a Duncan, quien se
encuentra en el patio del castillo, entrenando con su espada con otros
hombres. Entre ellos Iain.
Su figura imponente y musculosa contrasta con la gracia y destreza
con la que maneja su arma.
Les observo desde una distancia prudencial y con cautela sin ánimo de
interrumpirles. Esperando captar la atención de Duncan, pero es Iain el que
capta mi atención.
Su espada es enorme y debe utilizar las dos manos para poder
blandirla. El sudor corre por su pecho desnudo y por su frente.
El entrenamiento es violento, crudo, incluso rústico. No tiene la gracia
de los movimientos de las películas. Todo es manejado con más brutalidad
y fuerza que habilidad. Acorralan al adversario con rapidez y ferocidad sin
armonía alguna. Sin juegos ni piedad. Así es la guerra. Una lucha por la
supervivencia en la que todo vale.
A pesar de la brutalidad del entrenamiento, algo me atrae y no puedo
desviar la vista. Iain parece una fuerza de la naturaleza, su cuerpo
moviéndose con velocidad y fuerza bruta. Sus músculos se contraen y se
relajan con cada golpe, su pecho sube y baja mientras su aliento emana en
ráfagas cortas.
Es un espectáculo impresionante y mi corazón late un poco más rápido
al observarlo.
Cuando termina el entrenamiento, los hombres se dispersan, dejando a
Iain y a Duncan solos en el patio. No desaprovecho la oportunidad y me
acerco a ellos. Iain me regala una sonrisa cansada pero genuina, mientras
que Duncan me saluda con un asentimiento respetuoso.
―Duncan, necesito tu ayuda ―digo dirigiéndome a él. Su expresión
cambia a una de curiosidad.
―Si está en mi mano, señora, estaré encantado de ayudar.
Le pregunto sobre la historia que Fergus me contó. Y aunque Duncan
es más joven y puede que menos sabio que el viejo Fergus, tiene un
conocimiento excepcional de las leyendas de los clanes de las Highlands.
Duncan frunce el ceño mientras recoge su espada y la afila con un
trozo de piedra. Está considerando mi pregunta, midiendo sus palabras
antes de hablar. Por fin, sus ojos oscuros se encuentran con los míos y
comienza a contar una historia que hace que mi corazón palpite más rápido
con cada palabra.
―La torre de los MacLeod... ―comienza Duncan, su voz grave y
arrastrada, teñida de una melancolía y un respeto profundo―. Es un lugar
de gran tristeza y belleza. Se dice que fue testigo de un amor tan puro y
fuerte que sobrevivió a la guerra, a la muerte, e incluso a los siglos. Pero
también es un lugar de maldición y muerte.
«A estas alturas ya sé que para Duncan todo está lleno de maldición y
almas que buscan venganza».
―Ella era la hija de un jefe MacLeod y él un guerrero MacDonald.
―¿MacDonald? ¿No MacRae? ―pregunto con curiosidad.
―MacDonald. Estoy seguro. A pesar de la enemistad en ese momento
entre sus clanes, se encontraron, se enamoraron y se juraron amor eterno en
secreto. Pero el padre de la chica los descubrió y decidió separarlos de la
forma más cruel. A ella le obligaron a casarse con un hombre de su propio
clan, un hombre al que ni siquiera conocía. Y a él lo encerraron en las
profundidades de la torre MacLeod, condenado a morir de hambre, frío y
soledad.
Hay una pausa en la narración de Duncan, como si las palabras que
viene a continuación le pesaran. Su mirada se vuelve triste, y por un
momento se pierde en el horizonte antes de continuar.
―Sin embargo, su amor era tan fuerte que no podían ser separados tan
fácilmente. Ella logró escapar y corrió a la torre para liberar a su amado.
Pero cuando estaban a punto de escapar, fueron descubiertos. Sabiendo que
no podrían vivir separados, decidieron saltar desde lo alto de la torre juntos.
Duncan suspira, la tristeza pesa en el aire, tan tangible que puedo casi
tocarla.
La historia de Duncan se siente como un puñetazo en el estómago,
pero a la vez es tan hermosa que no puedo evitar sentirme conmovida.
Mientras Duncan narra la trágica historia de amor, veo que Iain
también se ha detenido. Su espada descansa a su lado, y su mirada está fija
en Duncan. Está escuchando la historia con la misma intensidad con la que
lucha.
A medida que la leyenda de los amantes llega a su trágico final, una
expresión de profunda tristeza cruza el rostro de Iain. Se ve conmovido por
la historia, su gesto se endurece cuando escucha sobre el desesperado salto
de los amantes desde lo alto de la torre.
Una vez que la historia termina, Iain permanece en silencio durante un
largo momento. Luego, con una profunda inspiración, camina hacia
nosotros.
―Es una trágica leyenda ―dice con voz suave, pero hay una extraña
intensidad en sus ojos. No sé si es por la historia de los amantes, nuestra
reciente discusión o ambos.
Duncan asiente solemnemente.
―Así lo cuentan los viejos bardos, Iain. Dicen que se pueden ver sus
siluetas durante la luna llena, y se pueden escuchar sus lamentos por todas
las paredes de las ruinas.
Iain se queda en silencio, con la mirada fija en el castillo en la
distancia. Su rostro es un enigma, pero hay algo en su expresión, una
mezcla de tristeza y determinación, que me hace pensar que esta historia ha
tocado algo dentro de él.
Luego, Duncan mira a Iain, luego a mí, y continúa su relato.
―Se cuenta que, en el corazón de la torre, Caitrìona y Liam,
escondieron un tesoro. No era oro ni joyas, sino algo mucho más valioso: el
testamento de su amor. Este tesoro, dicen, solo puede ser descubierto por
una persona de corazón puro y noble, que comprenda el verdadero
significado del amor y el sacrificio.
―¿Caitrìona? ―pregunto sorprendida.
―Eh… sí. Se dice que ellos se llamaban así. Caitrìona MacLeod y
Liam MacDonald.
Iain hace un sonido de disgusto.
―Lo siento ―dice Duncan avergonzado.
―No hay nada de qué disculparse, Duncan. Sólo es una coincidencia
de nombres ―le aseguro―.Pero, volviendo a lo que decías, ¿el testamento
de su amor? ―repito―. Las runas dicen que el siguiente objeto es como
una puerta desde la que uno puede asomarse al pasado, al presente y al
futuro.
―El único objeto que conozco que refleja el pasado, el presente y el
futuro es el espejo encantado, pero no tiene nada que ver con los amantes.
―¿El espejo encantado? ―repite Iain, su voz llena de incredulidad―.
Ese es solo un mito. Nadie ha visto ese espejo en siglos.
Duncan se encoge de hombros.
―Así es, pero las leyendas persisten. Se dice que solo aquellos con un
corazón puro y noble pueden ver su reflejo en el espejo.
―¿Tan pocos corazones puros y nobles hay por las tierras altas que
nunca encontráis nada? ―murmuro con disgusto.
Es frustrante.
Duncan suelta una carcajada ante mi comentario.
―Creo que no se trata tanto de la escasez de corazones puros, sino
más bien de que el espejo elige a quien quiere revelarse. Tal vez se esconde
a propósito hasta que llegue el momento adecuado.
Iain, que ha estado escuchando silenciosamente, asiente pensativo.
―Quizás tienes razón, Duncan. Tal vez el espejo ha estado esperando
hasta ahora para ser encontrado.
El pensamiento de que el espejo podría estar eligiendo
conscientemente a quién se revela es intrigante y al mismo tiempo
inquietante. Si el espejo tiene una voluntad propia, ¿qué implica eso para
nosotros? ¿Cómo sabremos si hemos sido elegidos?
El misterio del espejo encantado solo parece crecer y con él mis ganas
para encontrarlo.
―Bueno, pues ya tenemos el próximo destino. ¿Dónde está esa torre?
Duncan asiente.
―A pocas horas a caballo, pero debes saber, Catherine, que la
búsqueda no será fácil. Muchos han tratado de encontrar el espejo y han
fracasado. Las pruebas para obtenerlo serán duras. Además, esa torre está
en ruinas desde hace siglos y es peligrosa. Está maldita. La gente del clan
evita acercarse a ella.
―No vengas si tienes miedo ―le digo con simplicidad―. Si está a
pocas horas, puedo ir yo sola.
Duncan sonríe y asiente.
―Bueno, eso es valentía. No esperaba menos de la señora MacLeod.
Pero te advierto, las leyendas que rodean al espejo no son solo cuentos para
asustar a los niños. Se dice que los que buscan el espejo deben enfrentarse a
sus miedos más profundos.
Se produce un silencio cómodo entre nosotros mientras todos
consideramos lo que está por venir. Por fin, Iain rompe el silencio.
―Partiremos al amanecer.
35

Al amanecer, con los primeros rayos de sol asomándose sobre el horizonte,


nos encontramos listos para partir.

Iain y yo, acompañados por Alasdair y Ewan, nos montamos en


nuestros caballos y comenzamos el viaje hacia la Torre MacLeod.
El camino es tortuoso, a través de colinas escarpadas y densos
bosques.
Durante el viaje, Iain permanece a mi lado, guía mi caballo cuando el
camino se pone difícil y se asegura de que todo vaya bien. Aunque su rostro
está tenso, sus ojos transmiten una tranquilidad que me ayuda a calmarme.
El paisaje es impresionante, con montañas escarpadas a un lado y
extensos valles al otro. A pesar de todo, no puedo evitar maravillarme ante
la belleza salvaje de las Tierras Altas de Escocia. Todo en este mundo me
parece crudo y vibrante, una belleza salvaje y primitiva que tiene poco que
ver con la sofisticada modernidad de mi época.
De repente, sin aviso, el cielo que se cierne sobre nosotros se oscurece.
Las nubes se acumulan y se vuelven amenazantes, y un aire frío comienza a
soplar. Una tormenta se desata con una furia inesperada, y los cuatro nos
vemos obligados a buscar refugio.
Encontramos una cueva no muy lejos del camino.
El paso del tiempo se vuelve etéreo, marcado solo por el rugido del
viento y la lluvia golpeando las paredes de roca. Los susurros de la
tormenta parecen contar historias, me avisan de algo, me previenen que tal
vez este desafío será el más difícil de todos.
Pese a ello, el ambiente entre los hombres es alegre. Bromean y ríen,
intentando aligerar el estado de ánimo. Sonrío ante su buen humor.
Así empezó todo para mí en esta historia, con ellos tres. Les explico
cómo fue mi reacción al verlos por primera vez, lo salvajes y atemorizantes
que me parecieron.
Ewan se ríe a carcajadas al escuchar mis palabras, mientras Alasdair
lanza una sonrisa cómplice. Iain, sin embargo, me mira con una expresión
pensativa, y siento que su mirada penetra hasta lo más profundo de mí.
―No me lo puedo imaginar. Parecías tan valiente, tan desafiante.
Nunca me he arrepentido de aquel día, doy gracias por haber estado en el
momento y lugar justo en que tú estabas allí ―dice, y el tono suave y serio
de su voz contrasta con el estruendo de la tormenta fuera de la cueva.
―Valiente y hermosa ―apunta Ewan ajeno a lo que las palabras de
Iain despiertan en mí―. Creímos que eras un espíritu o al menos alguien de
otro mundo.
Sonrío ante la observación de Ewan, segura de que no es consciente de
lo cerca que está de la verdad, recordando cuán extraño debí parecerles
cuando nos conocimos por primera vez, con mi ropa moderna y mis
modales foráneos.
―O una bruja con mal carácter ―añade Alasdair con una sonrisa
echando un ojo a Iain con una mirada cómplice.
―A mí no me mires. Siempre supe que era un obsequio para mí,
aunque vosotros os empeñarais en ser demasiado caballerosos con ella
―les increpa él.
―Bueno, eso fue hasta que la besaste delante de todos los clanes de
las islas ―le recuerda Ewan.
―Tenía que dejar claras mis intenciones, que la había elegido para que
fuera mi mujer.
Iain mantiene su mirada fija en mí, su tono es juguetón, pero su
expresión me dice que habla en serio. No puedo evitar la oleada de calor
que sube por mi cuello y se instala en mis mejillas.
Ewan y Alasdair estallan en carcajadas al ver mi reacción.
―¡Mira lo que has hecho, Iain! ―se burla Ewan―. ¡La has hecho
sonrojar!
―Esa inclinación tuya a poseer personas es muy preocupante,
MacLeod ―le reprocho en el mismo tono que él.
―¿Personas? Solo te quiero a ti. No tengo ningún interés en tener a
nadie más.
―Demonios, Iain, hasta yo me enamoraría de ti si me mostraras esa
intensidad ―bromea Alasdair.
Todos estallamos en carcajadas, pero Iain le tira un trozo de rama y le
dice:
―No tengo ningún interés en ti, hermano.
Finalmente, la tormenta amaina, permitiéndonos continuar nuestro
viaje. Llegamos a las ruinas de la torre MacLeod cuando el sol ya se ha
ocultado y la luna brilla en lo alto. El lugar, bañado en un halo plateado,
parece aún más fantasmal y etéreo y me pone la carne de gallina.
Juro que en este lugar hay menos grados de temperatura que en los
alrededores.
Al llegar, desmontamos y observamos el terreno. Las paredes de piedra
están cubiertas de musgo y la vegetación se abre paso entre las ruinas. Todo
está en silencio excepto por el viento que silba a través de las aberturas de
las ventanas.
Nos adentramos en las ruinas con precaución, explorando las
habitaciones y pasillos desmoronados. La apariencia del lugar es decrépita,
pero la situación geográfica es perfecta junto a un acantilado y sobre un
promontorio que ofrece una vista privilegiada de la costa y los alrededores.
El aire está cargado con una sensación de inminente desesperación.
Siento un escalofrío helado recorrer mi espina dorsal cuando, de la nada, un
viento frío y cortante se levanta y golpea nuestras caras. Parece traer
consigo un coro de susurros y lamentos que hace que la piel se me erice.
Los susurros parecen palabras, pero su significado está perdido en el viento.
Nos giramos, todos nosotros, hacia la fuente de este perturbador
fenómeno. Los tres hombres, Iain, Ewan y Alasdair, se voltean con una
agilidad y gracia impresionantes, las manos sobre las empuñaduras de sus
espadas, listos para enfrentar lo desconocido.
Observo su porte, la confianza y la determinación en sus rostros. En
sus kilt a cuadros, con el viento azotándolos y agitando los pliegues de tela,
parecen gigantes. Pero aún con toda su fuerza, su habilidad y su valentía,
hay una vulnerabilidad palpable en su postura. Enfrentan un enemigo que
no pueden cortar con una espada o golpear con un puño.
De repente, escucho mi nombre. Iain me llama, su voz llena de
tensión. Alzo la vista y veo su mano extendida hacia mí. Dudo un segundo
antes de entrelazar mis dedos con los suyos, su agarre es firme y
reconfortante.
Pero su mirada no está en mí. Está en las ruinas de la torre, sus ojos
fijos en una escena que hace que se me encoja el corazón.
Dos figuras etéreas, translúcidas, saltan desde lo alto de la torre y caen
al vacío. Aunque son apenas sombras, puedo ver en sus movimientos un
abrazo final, una desesperación compartida. Y aunque no puedo oír sus
palabras, sus lamentos resuenan en mi alma.
Las figuras de los amantes desaparecen en la nada, y el eco de sus
lamentos se disipa en el viento. Los cuatro nos quedamos en silencio,
contemplando la escena. El dolor y la tristeza que siento son abrumadores,
como si yo misma hubiera vivido su tragedia.
Entonces, una de las figuras reaparece. La figura de Caitrìona se
materializa ante nosotros, cada detalle de su aspecto espectral tan tangible
como si estuviera hecha de carne y hueso. Iain se interpone entre ella y yo,
instintivamente me esconde detrás de su espalda, sus músculos se tensan,
listos para el enfrentamiento.
Pero sé que esto no es una amenaza. La veo y siento una profunda
tristeza y una lástima aún más profunda que me envuelve. Aunque Iain está
a punto de enfrentarse a ella, levanto una mano y le digo:
―¡No! ―le pido―. Espera.
Aunque es solo un susurro, él obedece, y la tensión en su cuerpo se
relaja un poco.
Caitrìona abre sus labios y habla con una voz que parece resonar
directamente en mi mente.
―En las ruinas de los susurros ocultos. Allí dos almas perdidas
encontrarán su destino. Formarán una cascada de lágrimas eternas. La
verdad se desvelará sin cesar.
Las palabras son crípticas y llenas de dolor.
―¿Qué? ―le pregunto, aunque no estoy segura de qué es lo que
realmente estoy preguntando. Ewan, sin embargo, parece aterrado.
―Catherine no hables con ella. Te llevará a su infierno―me advierte
con voz temblorosa.
Pero no puedo detenerme. Algo en su voz, en su tristeza, me atrae, me
pide que escuche, que entienda.
―No, no lo creo. Trata de decirnos algo ―le respondo.
La figura de Caitrìona me sonríe, una sonrisa de tristeza infinita que se
refleja en su mirada etérea.
―En el corazón de la torre... donde nuestro amor nació y murió... ahí
encontrarás tu destino. Allí hay una trampilla que lleva a una habitación
secreta donde mi amante fue encerrado ―me susurra al oído, aunque su
figura se mantiene distante.
Su voz va desvaneciéndose, sus palabras repitiéndose como un mantra
mientras su figura se vuelve más y más etérea, hasta que finalmente es
arrastrada por el viento, dejándonos en la fría noche.
Ewan rompe el silencio que ha caído sobre nosotros.
―¡Dios! Casi me meo encima del miedo ―admite con un escalofrío
de horror.
Riendo a pesar del temor que siento, me giro hacia los demás.
―Vamos ―les digo, buscando reunir toda mi templanza―. Esto
todavía no ha acabado.
Las ruinas de la torre son un laberinto de piedra, cubiertas por la
maleza, derruidas por el paso incesante del tiempo. Buscamos durante lo
que parece una eternidad, explorando cada habitación y cada pasillo,
empujando contra cada muro en busca de la trampilla secreta de la que
hablaba el espectro de Caitríona.
Por fin, cuando la esperanza está a punto de extinguirse, encontramos
una entrada oculta detrás de un muro en una cripta subterránea. Nuestros
ojos se posan en el objeto que hemos estado buscando: un espejo de medio
cuerpo, de pie y apoyado contra una pared, su superficie cubierta por una
gruesa capa de polvo y telarañas.
Los hombres se quedan atrás, manteniéndose a una distancia segura
mientras me acerco. Me arrodillo ante el espejo, mis dedos tiemblan al
retirar cuidadosamente la suciedad de la superficie. Al principio, la imagen
reflejada es solo un boceto borroso, luego se aclara para mostrar mi propio
reflejo. Pero entonces, comienza a cambiar.
Veo flashes de mi vida en mi propio tiempo: mis días en la
universidad, la ajetreada vida de mi carrera en la ciudad, el pequeño pero
acogedor apartamento que siempre me esperaba al final del día, los amigos
con los que compartía risas y penas, mi familia que siempre estaba a mi
lado, y mi abuela, cuyas historias me llevaban a dormir cuando era niña.
Las imágenes continúan cambiando, mostrando ahora escenas de un
pasado que no he vivido, pero que de alguna forma siento como mío. Veo a
los antiguos MacLeod, sus vidas, sus batallas, sus victorias y derrotas. Y
entre esas imágenes, veo mi relación con ellos a través de mi linaje, mi
conexión con este clan a través de una mujer, antepasada mía, que siglos
atrás trató de deshacer la maldición.
La veo en medio de un ritual, tratando desesperadamente de alterar el
curso de los acontecimientos
Observo con creciente horror cómo se desarrollan los eventos. Veo a
los MacDonald, enfrentados con los MacLeod, y cómo algo sale mal.
Alguien roba uno de los objetos y algo brillante, se rompe, y una ola de
energía oscura se libera, engullendo a todos en su camino. Veo a mi
antepasada, tratando de luchar contra la oscuridad, pero es en vano.
El ritual ahora exige un sacrificio mayor.
En ese momento, comprendo la profundidad de la maldición que pesa
sobre el clan MacLeod. No es solo una maldición de mala suerte o de
destinos trágicos. Es una maldición que amenaza la esencia misma de la
existencia del clan. Y mi antepasada, esa valiente mujer, intentó evitarlo,
pero fracasó.
Observo la escena con asombro. En ese momento, todo encaja. No soy
la protagonista de una novela fantástica ni estoy atrapada en un sueño
lúcido. Estoy viviendo la realidad, por más inverosímil que parezca.
―No puedo creerlo ―murmuro, con la mirada clavada en el espejo―.
Todo es... todo es real. He viajado en el tiempo, Iain.
―Siempre lo supe ―me responde él seriamente.
Cada imagen despierta una emoción diferente en mí: alegría, dolor,
sorpresa, miedo. Es una experiencia abrumadora, pero no puedo apartar la
mirada del espejo encantado. Estoy atrapada en las historias que muestra, en
las vidas que se despliegan ante mis ojos. Las lágrimas ruedan por mis
mejillas, pero apenas las noto.
Aparezco en el espejo, en medio de una ceremonia esotérica que solo
puede ser la del rompimiento de la maldición. Estoy rodeada por los cinco
objetos sagrados: el libro de las profecías, desvelado por mí y traído desde
mi tiempo, junto con la piedra ancestral, la partitura melodiosa, el mapa
enigmático y el espejo. Cada uno de los cuatro últimos en un punto cardinal
sobre un altar.
Me veo en compañía de Iain, nuestros rostros reflejan la esperanza de
un nuevo comienzo ,sus labios murmuran las palabras sacras que contiene
el libro.
Pero entonces, el espejo me muestra una cruel paradoja.
Al final del ritual, un destello de luz intensa me envuelve... y entonces
estoy de vuelta. De vuelta a la vida que dejé atrás, de vuelta en mi tiempo.
Sin Iain.
Este es nuestro sacrificio. La realidad que Caitrìona MacLeod intentó
comunicarme con sus palabras sombrías. Que para romper la maldición,
debo regresar a mi mundo y separarme de Iain.
Mi corazón late furioso en mi pecho, cada golpe como un eco de la
agonía que se asienta en mí.
Me vuelvo y encuentro a Iain mirando el espejo, su expresión es una
máscara de sombra y resignación.
―Iain... ―El nombre es un lamento en mis labios.
―Lo he visto, Catherine ―responde, su voz es un susurro de
desesperación que resuena en el silencio.
Nos quedamos allí, presos de un silencio ensordecedor, la gravedad de
lo que acabamos de descubrir pesa como un yunque sobre nosotros. La
certeza de que no puedo quedarme aquí para siempre se clava en mi
corazón como una espada.
Mis ojos se abren en la más completa sorpresa, mi aliento se atora en
mi garganta, un jadeo sordo se escapa entre mis dientes apretados. La
tristeza me ahoga, como una corriente salvaje que me arrastra. No
encuentro las palabras para expresar este torbellino de emociones que me
devora por dentro.
No me atrevo a mirar a Iain, que se ha quedado inmóvil como una
estatua, y mis lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas, como ríos de
tristeza.
En un arrebato de furia y dolor, Iain se abalanza sobre el espejo y lo
lanza con todas sus fuerzas. El sonido del cristal al romperse en una esquina
parece resonar con el eco de nuestros corazones rotos.
―¡No, Iain! ¡No lo destruyas! ―grito, extendiendo una mano en un
intento fútil de detenerlo.
―¿Por qué no? ¡Él acaba de destruirme a mí! ―Su voz es un rugido
lleno de angustia, la impotencia y la furia estallan en cada palabra que
pronuncia.
Con una mano en mi cintura, Iain me atrae hacia él. Me envuelve en
sus brazos, pero en este momento, su abrazo no puede consolar el dolor que
siento, el dolor que nos consume a ambos. Nada en este mundo, ni en el
mío, puede ofrecer consuelo a la desgarradora realidad que el espejo nos ha
revelado.
Sin una palabra, dejo caer mi cabeza en su pecho. Su corazón late con
fuerza, un eco a mi propio desconsuelo. Pasamos así lo que parece una
eternidad, consolándonos mutuamente sin decir una palabra, simplemente
compartiendo el dolor que nos atormenta.
Ewan y Alasdair miran en silencio, sus expresiones grises reflejan la
misma desesperación que siento en mi alma. Saben, al igual que nosotros,
que el desafío que nos espera es uno que no podemos evitar, no importa
cuánto deseemos hacerlo.
Con un último suspiro, Iain se separa de mí. Su mirada es intensa, su
mandíbula tensa. Agarra mi mano y la aprieta con fuerza. Es un gesto
simple, pero está lleno de una promesa silenciosa. La promesa de que, pase
lo que pase, él siempre estará a mi lado.
―Catherine... ―su voz es un susurro, apenas audible sobre el
zumbido del viento que se filtra en la sala.― No importa lo que muestre ese
maldito espejo. Tú eres mía, y yo soy tuyo. Siempre. No… No haremos el
ritual.
A pesar de la desesperación que nubla su rostro, la firmeza en su voz
es innegable. Alza mi mano hacia su pecho, presionándola contra el latido
constante de su corazón.
―Iain... ―mi voz se quiebra. Siento un nudo en la garganta, las
lágrimas amenazan con desbordarse nuevamente, pero hago un esfuerzo por
contenerlas.
―Catherine, yo no puedo... no quiero... ―La voz de Iain se apaga, la
angustia evidente en sus palabras. Parece buscar algo en mi mirada, quizás
una señal de que no vamos a rendirnos, de que no vamos a separarnos.
Miro al espejo una vez más, la maldición se cierne sobre nosotros
como una sombra. ¿Podemos realmente ignorarla y vivir como si no
existiera? ¿Puede nuestro amor ser más fuerte que una maldición que ha
durado siglos?
Levanto los ojos hacia Iain, su rostro es un mar de emociones. Aun así,
en medio de la tempestad de su tormento, veo el amor que brilla en sus ojos.
Un amor que no conoce límites, que no entiende de maldiciones ni de
tiempo.
―No sabemos qué pasará si no hacemos el ritual, Iain. ―mi voz es
apenas un susurro.
―Sí lo sé, Catherine. Si no lo hacemos, seguirás aquí, conmigo. Y eso
es todo lo que necesito saber. Las cosas están ya mejorando sin necesidad
de realizarlo.
Permanezco callada, mi voz parece haberse evaporado, ahogada por la
marea de emociones que amenaza con arrasarme. Mis lágrimas ruedan
libres por mis mejillas, quemando mis ojos y dejando estelas saladas en mi
piel. Iain, con un tacto que parece desmentir su apariencia ruda, las aparta
con el dorso de sus dedos. Sus ojos, antes tan llenos de determinación y
fuerza, ahora parecen un mar embravecido, tempestuoso, en pleno
vendaval.
―Iain... ―mi voz sale apenas como un susurro, pero en el silencio de
la sala resuena como un grito―. No es solo una prueba... es nuestro destino,
nuestro sacrificio. Tú siempre has estado dispuesto a darlo todo por tu clan,
tu gente. Cada elección, cada acción que has tomado, ha sido por ellos...
Iain parpadea, como si mis palabras fueran golpes físicos, y suspira, un
sonido agónico que parece sacarlo todo de él.
―Sí, lo hice... pero solo una vez he sido verdaderamente egoísta, solo
una vez he luchado por lo que realmente quería para mí, y esa vez fue
contigo. ¿Por qué ahora debo pagar el precio de aquellos que vinieron antes
que yo? ¿Por qué ahora debo rendirme? ¿Qué culpa tengo yo si un hombre
en mi línea de sangre fue un monstruo que mató sin pensar? ¿Por qué soy
yo el que tiene que pagar por sus pecados?
La desesperación en su voz rasga mi corazón, su dolor es tan palpable
que casi puedo tocarlo
Humedezco mis labios secos, pero siento que tengo una lija en mi
garganta y no queda en mí una sola gota de agua.
―No es una cuestión de culpa, sino de responsabilidad y tú eres el
hombre más responsable que he conocido nunca.
Los ojos de Iain, que siempre han sido como dos brillantes zafiros, se
opacan y se llenan de una tristeza tan profunda que parece que el mar
mismo se ha desbordado en ellos.
Lágrimas resplandecientes brotan de sus párpados, trazando rutas
desiguales por su rostro endurecido por la batalla. Es una visión
desgarradora, ver a este hombre fuerte, este guerrero que ha enfrentado
innumerables peligros, tan vulnerable y desgarrado por la emoción.
Las lágrimas de Iain, cayendo sin cesar, son como piedras que caen
devastándolo todo.
No aparta su mirada de la mía, y en sus ojos veo reflejada toda la
tormenta de emociones que debe estar experimentando: la angustia, la
desesperación, el miedo... pero también el amor, el deseo de protegerme, de
guardar para siempre lo que hemos construido juntos.
Me duele verlo así, tan devastado. Siento un nudo en la garganta, un
peso aplastante en el pecho. No tengo palabras de consuelo, ninguna
promesa que pueda aliviar su sufrimiento. Lo único que puedo hacer es
sostener su mirada, mostrarle que no está solo en esto, que compartimos
este dolor, este sacrificio.
Mis propias lágrimas se mezclan con las suyas mientras nos abrazamos
en medio de la sala, nuestros cuerpos temblando bajo el peso de nuestras
emociones.
Juntos. Siempre. Incluso cuando la distancia física y temporal nos
obligue a separarnos.
36

―No dejo de pensar que hemos sido diseñados para enamorarnos y tener
que hacer este sacrificio, o sea, ¿fue antes o después? ¿Vine a esta época
con el conocimiento de que me enamoraría del fiero laird MacLeod o
fuimos señalados antes con esa finalidad?
―¿Eliges a las ovejas que llevarás al matadero antes de que nazcan?
―me responde él con acidez.
Miro a Iain, asombrada por su amargura. Su habitual mirada intensa ha
adoptado un tinte de angustia y la dureza de sus palabras me sacude como
un golpe físico. Me duele verlo así, tan desolado.
Así que caminamos por el mercado del pueblo de Dunvegan, unidos
por el dolor y la esperanza, buscando en el rostro del otro algún consuelo,
alguna forma de superar el miedo que ahora nos une más que nunca.
Caminamos en silencio, observando la vida cotidiana del pueblo que
ahora se siente tan extrañamente lejano. Los puestos de frutas y verduras,
los pescadores que regresan del mar, los niños que corren por las calles,
riendo y jugando, ajenos a nuestra desesperación. Todo ello parece extraño,
como si estuviéramos atrapados en un tiempo y lugar que ya no
reconocemos.
―Creo que, en el fondo, la idea de separarnos no te desgarra tanto
como a mí. ― Su tono es amargo, y la sombra que oscurece sus ojos
profundiza la herida en mi pecho―. Después de todo, retornarás a tus
comodidades, a desfilar en trajes escasos que apenas cubren tu piel, a
compartir tu lecho con otros hombres sin la presión de casarte...
Iain se burla, pero su risa carece de calor. Es un sonido vacío que
reverbera a través de la plaza del mercado, distorsionando el bullicio a
nuestro alrededor.
―No hace tanto tiempo que te aterraba la idea de estar encadenada a
mí y te horroriza la idea de formar una familia conmigo, de llevar una vida
en la que tú no tienes el control. Entonces, supongo que debes estar eufórica
ahora, Catherine. ―Iain arrastra mi nombre en sus labios como si cada
sílaba fuera una espina que se clava en su lengua―. Has descubierto cómo
volver a tu antigua vida. Debes estar aliviada.
El mundo parece detenerse alrededor de nosotros. Los comerciantes
regateando, los niños corriendo y riendo, el chirrido de las ruedas de los
carros, todo se desvanece hasta que solo quedamos Iain y yo, envueltos en
una burbuja de dolor palpable. Su mirada es como el acero, fría y dura, y
me duele mirarla, pero no puedo desviar los ojos.
―Habla tu dolor, no tú, Iain ―digo. Las palabras salen temblorosas,
llenas de una tristeza profunda.
Su respuesta es un gruñido, una confesión desnuda de su sufrimiento.
―Sí, exacto. Dolor… dolor profundo, cruel y patético. Eso es lo que
siento. ―Su voz es ronca, rasgada por la intensidad de sus emociones.
Pone sus manos sobre sus caderas y desvía la mirada para que no
pueda ver la tormenta en sus ojos, un fiel reflejo de su conflicto interior.
―Mientras tú… ― su voz se quiebra un poco y se detiene para tragar,
antes de continuar con un filo que nunca había escuchado en su tono
antes― te debates en teorías que no tienen ningún sentido para mí ni me
importan.
La crudeza de sus palabras duele, pero me niego a entrar en esta
debacle de rencores y reproches.
―Eres un guerrero, Iain ―le digo, buscando su mirada―. Siempre te
has enfrentado a lo imposible y has salido victorioso. No estamos perdidos.
No todavía.
Se gira para mirarme, su mirada se ablanda un poco, pero la amargura
sigue ahí. Como si la idea de rendirse, de rendirse a esta cruel realidad que
hemos descubierto, fuera insoportable para él. Y de alguna manera, también
lo es para mí.
Con un resoplido, me cubro la cara con las manos, antes de
restregarlas con fuerza.
―Esto es lo que soy, Iain. Busco teorías, analizo datos y hechos para
comprender. Estoy convencida de que al entender las cosas, al estudiar
profundamente las razones, encontraré una solución.
Mis palabras cuelgan en el aire, una oferta silenciosa de esperanza en
medio de nuestra desesperación.
Iain me observa durante un instante, sus ojos claros cerrados ya a
cualquier emoción que pueda reflejarse en ellos.
Suspiro profundamente antes de decir.
―Mientras tanto. Aprovechemos el tiempo juntos.

Nos encontramos en el despacho de Iain, una habitación de piedra en


la que el paso del tiempo se hace patente en cada mueble de madera maciza
y cada pulgada de las paredes revestidas de tapices.
Iain, con su habitual porte autoritario, se encuentra tras su escritorio,
mientras que yo estoy sentada de manera casual sobre la mesa, oscilando
mis piernas mientras charlamos.
De vez en cuando, entre papel y papel, Iain hace un esfuerzo por
detener mis piernas, pero mi inquietud hace que las ponga en movimiento
de nuevo sin darme cuenta.
Mi voz vacila mientras planteo la pregunta, sabiendo que la respuesta
podría ser dolorosa :
―¿Qué ocurrió con los MacDonald que asesinaron a los feligreses de
la parroquia de Kilconan?
El rostro de Iain se endurece, una máscara de ira contenida y dolor
viejo.
―Una niña, malherida y al borde de la muerte, logró escapar y alertar
a los demás. El entonces líder del clan MacLeod y sus hombres marcharon
hacia la bahía de Ardmore donde se enfrentaron a los MacDonald. Se la
recuerda como la batalla del dique estropeado, porque todos los MacDonald
cayeron, sus cuerpos fueron arrastrados y enterrados en un dique de césped.
Mi estómago se retuerce al imaginar la escena.
―Y eso ocurrió después de lo de la isla de Eigg.
Iain asiente, una amargura sombría en sus ojos.
―Sí, uno se pregunta por qué nosotros fuimos castigados y los
MacDonald no.
Siento una oleada de indignación y desesperación.
―Es... insoportable. Esta espiral de ojo por ojo y violencia con tantas
víctimas inocentes...
Pero entonces, Iain me sorprende con una pregunta:
―¿Qué hacéis vosotros con las personas que cometen crímenes?
Trago, pensando en los complejos sistemas legales de mi propio
tiempo.
―Son juzgadas y se les recluyen en prisión.
Iain arquea una ceja, su tono seco.
―Uhm... Nosotros también dejamos que mueran en nuestras
mazmorras.
―No... ―Estoy rápidamente en desacuerdo, un torrente de palabras
fluyendo de mí―. Nuestras prisiones no son mazmorras frías y húmedas,
Iain, están diseñadas para ser lugares de reforma, no de tortura ―explico,
haciendo todo lo posible para encontrar las palabras adecuadas para
describir un concepto tan moderno a alguien de su tiempo―. En el siglo
XXI, las prisiones tienen celdas individuales donde cada prisionero tiene su
cama y un espacio propio. Los prisioneros tienen acceso a comida regular,
atención médica y también hay programas de educación y formación para
ayudarlos a prepararse para reintegrarse en la sociedad una vez que hayan
cumplido su condena.
Mis palabras caen en el silencio y veo la incredulidad en los ojos de
Iain.
―Esos... reos, ¿tienen libertad para moverse? ―pregunta, su frente
fruncida en una mueca de desacuerdo.
―Bueno, no exactamente libertad. Hay horarios y reglas, y están bajo
constante vigilancia. Pero no se les mantiene en aislamiento a menos que
representen un peligro para ellos mismos o para los demás. Incluso
entonces, hay reglamentos que protegen sus derechos humanos básicos.
Sus ojos se llenan de un asombro mudo, su mente luchando por
comprender un concepto tan ajeno a su propia experiencia y percepción de
la justicia.
Me doy cuenta, una vez más, de lo mucho que nuestras realidades
difieren, y de cuán profundamente nos hemos adentrado en la del otro.
Mis palabras parecen haberle agitado y su rostro se endurece mientras
dice con una amargura palpable:
―¿Qué derecho puede tener un hombre que ha matado a tus hijos o
que ha intentado violar a tu mujer?
Respiro hondo, sintiendo la emoción cruda en su voz. Trato de elegir
mis palabras con cuidado, consciente de las profundas heridas que este tema
despierta en él.
―Es difícil. No te voy a mentir. Pero en mi tiempo, creemos que
incluso aquellos que han cometido actos terribles tienen ciertos derechos
básicos. No es que se les dé un trato de lujo, pero se espera que se les trate
con humanidad. La justicia no es solo castigo, también es prevención y,
cuando es posible, rehabilitación. Es un intento de equilibrar el mal que se
ha hecho, no de sumar más sufrimiento a él.
―Entonces nada les impedirá volver a hacerlo.
Las palabras de Iain caen entre nosotros como una roca pesada, la
verdad brutal de su lógica nubla la esperanza que yo había querido darle. El
silencio que sigue es incómodo, denso, mientras busco la forma de
responder.
―Esa es una posibilidad, Iain ―admito con pesar―. Pero la cárcel
también es una forma de proteger a la sociedad. La mayoría de las veces,
las personas son juzgadas y encarceladas para prevenir que hagan más
daño. Y no todas las personas que cometen delitos vuelven a hacerlo.
Algunas sí, es cierto, pero otras aprenden, cambian... se arrepienten.
Miro a Iain, entiendo su escepticismo. En su mundo, la traición y la
violencia se castigan con la muerte, una solución final que garantiza que el
culpable no pueda repetir sus crímenes. Para él, la idea de arriesgarse a una
repetición del daño por el bien de la ―humanidad― es difícil de
comprender.
―En mi época, creemos en las segundas oportunidades. No siempre
funciona y algunos nunca se reinsertarán ni volverán a salir a la calle, pero
es una parte fundamental de nuestra idea de la justicia.
―Creo que tenéis demasiados derechos y libertades ―concluye con
ironía.
Asiento con una sonrisa triste.
―Quizás ―admito―. Es mundo donde las personas tienen la
oportunidad de aprender de sus errores y cambiar. Un mundo donde la vida
no se reduce a una elección entre la vida y la muerte.
Iain no dice nada, pero su mano busca la mía y nuestras palmas se
encuentran, sus dedos entrelazándose con los míos.
―Y estudiáis demasiado.
Sonrío, la tristeza aflora en mi expresión, pero también un destello de
admiración.
―Es cierto ―reconozco―. Estudiamos mucho. Nos esforzamos por
comprender, porque queremos entender. Y tú... tú te esfuerzas por entender
mi época.
―Bueno... estoy tratando de hacerlo ―murmura, su tono modesto a
pesar de la evidencia de su esfuerzo―. Quiero conoecer tu mundo,
porque... porque eres parte de él y… volverás a él.
Hay algo en su voz, algo que no había escuchado antes. Es más que
solo curiosidad o determinación. Es algo más profundo, más personal.
La intensidad en su mirada se suaviza un poco, su mano apretando la
mía con una ternura que hace que mi corazón se acelere.
―Estás haciendo un buen trabajo ―le aseguro, intentando aliviar la
preocupación que veo en sus ojos.
En ese momento, la puerta del despacho se abre para revelar a Ewan.
Su mirada es seria mientras se acerca a nosotros, extendiendo una carta
hacia Iain.
Justo cuando Iain está por romper el sello, Ewan añade con un tono
casual:
―Por cierto, Emily se ha desplomado en la cocina. Había un reguero
de sangre a sus pies. Pensé que deberíais saberlo ―me dice a mí.
La mirada de Iain se alza hacia Ewan con un ceño fruncido, pero no
parece especialmente alarmado.
―Llamad a la sanadora ―dice con calma, volviendo su atención a la
carta.
Es la vida en el castillo, después de todo; cosas así suceden. Pero yo
siento un tirón en el pecho.
Me deslizo de la mesa, dejando a Iain con su carta y su preocupación
por los asuntos del clan.
Mi vestido roza el suelo de piedra mientras me apresuro hacia la
cocina con evidente preocupación. Porque en su estado de embarazo,
cualquier contratiempo puede ser peligroso.

Cuando llego a la cocina, un rastro de caos es evidente. Utensilios


esparcidos, una taza volcada y un plato lleno de hierbas aplastadas y
mojadas.
Han colocado a Emily sobre una mesa, su rostro pálido y sudoroso, su
respiración agitada y superficial. El patrón de hierbas en el plato me resulta
familiar. Un escalofrío recorre mi espalda.
La sanadora del castillo, una mujer mayor de aspecto bondadoso pero
de fuerte determinación, se encuentra a su lado, examinándola. Cuando me
ve entrar, hay un destello de reconocimiento en sus ojos, pero también de
terror.
―¿Es Tanacetum vulgare? ―pregunto, mi corazón se detiene,
esperando que me diga que estoy equivocada.
Conozco esta planta de mis estudios de antropología. La Tanacetum
vulgare o tanaceto es una planta común en muchas partes del mundo,
incluyendo Escocia. Sus flores amarillas y sus hojas verdes son a menudo
confundidas con manzanilla o margaritas.
Pero no es ni lo uno ni lo otro.
No es un remedio para el insomnio o una flor para hacer coronas en los
días de verano. Es una planta con propiedades abortivas. En dosis altas,
puede ser mortal.
Ella asiente, sus labios apretados en una línea delgada y su rostro lleno
de consternación.
―Sí, y me temo que ha consumido demasiado.
Las implicaciones son evidentes para ambas. Emily ha intentado
interrumpir su embarazo. Con la cantidad de Tanacetum vulgare que ha
ingerido, su vida pende de un hilo. Un miedo helado me inunda.
Miro a la sanadora, esperando que de alguna manera tenga una
solución que yo no puedo ofrecer. Pero en su rostro solo veo reflejado mí
mismo miedo y preocupación. Ambas sabemos lo que Emily ha hecho y las
consecuencias que eso podría tener.
Cierro los ojos, luchando contra las lágrimas. Emily está muriendo, y
todo por la desesperación que implica un embarazo no deseado en esta
época.
Un escalofrío de impotencia y miedo recorre mi espalda. La medicina
moderna, la que podría tener alguna esperanza de salvarla, está a siglos de
distancia.
Sostengo su fría mano entre las mías. Su piel, casi tan blanca como la
harina con la que debía estar trabajando cuando se desvaneció.
Es tan joven… no hace tanto que me recibía con una sonrisa nerviosa y
me hablaba de lo atractivo que le parecía Andrew.
Miro a la sanadora, que está a nuestro lado, sumida en su tarea. Pero sé
que, en el fondo, ella también se siente impotente. Esto está más allá de
nuestras capacidades. Emily ha consumido demasiado Tanaceto. Y no hay
antídoto para eso en el siglo XVIII.
O en cualquier siglo ya puestos.
Todo lo que podemos hacer es esperar por un milagro.
37

La muerte prematura forma parte de la vida en estas tierras y en esta época


tanto como los días de lluvia.
A menudo, en el clan MacLeod, el sonido de la guadaña ha resonado
con una frecuencia aterradora.
Pero para mí, que provengo de un tiempo donde la esperanza de vida
es mucho mayor, donde las enfermedades mortales son cada vez menos
comunes y la muerte de una joven en la flor de su vida es una tragedia
insondable, todo esto es nuevo. Es devastador.
Estamos en la capilla de la fortaleza, bajo las bóvedas de piedra, con la
luz de las velas lanzando sombras danzantes sobre las caras pálidas y serias
de los presentes. La atmósfera es densa y cargada, la tristeza es un manto
pesado que cubre a todos los presentes. El cuerpo de Emily yace inerte en
medio de la estancia, su juventud y belleza eternizadas por la frialdad de la
muerte.
Me envuelve una sensación de impotencia y fracaso. Pese a todo el
conocimiento que he adquirido, pese a haber cruzado la frontera del tiempo,
hay fuerzas contra las que simplemente no puedo luchar. Y la muerte es una
de ellas.
Cada mirada de duelo, cada susurro de oración es un recordatorio de
que, sin importar el siglo, nunca estamos realmente preparados para
enfrentar la muerte de alguien a quien queremos. Y el cruel recordatorio de
que, en este tiempo, la muerte es una visitante frecuente y despiadada.
Vengo de un tiempo donde los fallecimientos prematuros son una
excepción, no una norma. Donde la vida es valiosa y cada pérdida se siente
como una aberración.
Y de repente, me siento muy lejos de casa. Y muy sola.

Me encuentro con Andrew en la sala común, recostado con


despreocupación contra la pared de piedra. Está apartado del resto, una copa
de whisky en la mano, observando con ojos distantes la conmoción que la
muerte de Emily ha causado.
Mi pecho se aprieta. No puedo evitarlo. Aunque sabía que él nunca
tuvo la intención de hacerse responsable de Emily o del niño, la evidencia
de su indiferencia, tan cruda y visible, me golpea como un puñetazo.
Camino hacia él, cada paso me pesa, arrastrándome a través de la
densidad de mi propio disgusto.
―Andrew―digo, deteniéndome frente a él. Su mirada se desliza hacia
mí, vacía de cualquier emoción.
―Cath ―responde con un asentimiento, un atisbo de diversión
jugando en sus labios.
―¿No sientes nada?―pregunto, las palabras brotan antes de que
pueda detenerlas―. Emily está muerta.
Su indiferencia no se quiebra, la diversión en su mirada desaparece,
pero tampoco parece perturbado. En lugar de eso, simplemente asiente y
vuelve a su whisky.
―Lo sé ―responde con una calma helada―. Es una lástima.
Mis puños se aprietan a los lados, conteniendo las ganas de golpear su
rostro.
―Era una niña, Andrew. Una niña con toda una vida por delante. Y un
niño en su vientre. Tu hijo―mi voz se quiebra, llena de una rabia
impotente.
Él simplemente encoge los hombros, como si estuviera discutiendo
sobre el clima.
―Y ella eligió su camino, Catherine. No yo.
Las palabras de Andrew parecen flotar en el aire entre nosotros, cada
una de ellas como una gota de veneno, hirientes y crueles en su
indiferencia. Y me doy cuenta, con una claridad que hiela la sangre, de que
para él, una mujer como Emily, una criada, no era más que una distracción
momentánea. No tenía valor para él más allá de su propio placer y
entretenimiento.
Un día, seguramente, se casará con otra que le convenga, que refuerce
su posición o le proporcione estabilidad económica. No le importará su
inteligencia, su valentía o su corazón, sino solo lo que pueda aportar a su
vida en términos de poder y riqueza.
Mientras tanto, seguirá buscando entretenimiento en los brazos de
otras mujeres. Muchachas que caerán bajo el influjo de su encanto, que se
dejarán seducir por esa sonrisa llena de promesas, para luego ser
desechadas como un juguete viejo una vez que se haya cansado de ellas.
Mujeres que podrían acabar como Emily, desesperadas y solas, tomando
decisiones imposibles en medio del miedo y la vergüenza.
La ira me consume, caliente y feroz, pero también la tristeza. Porque
sé que Andrew no es el único. Hay muchos como él. Hombres que ven a las
mujeres como objetos, como medios para un fin, en lugar de personas con
sus propios deseos, sueños y miedos. Hombres para los que la empatía es un
concepto ajeno y la compasión una debilidad.
Atrapo la botella de whisky que descansa despreocupada en la mesa
junto a él, la levanto sobre mi cabeza con tal fuerza que mis brazos
tiemblan. Por un momento, el tiempo parece detenerse, y el ruido de la sala
se desvanece en un murmullo distante.
Todo lo que puedo ver es a Andrew, con su expresión de sorpresa que
rápidamente se convierte en indignación cuando inclino la botella, dejando
que el líquido dorado caiga como una lluvia sobre él.
El whisky empapa su cabello y ropa, gotea por su cara y le empapa la
camisa, le mancha los pantalones. Algunos de los presentes lanzan
exclamaciones de sorpresa, pero a mí no me importa. Porque en este
momento, todo lo que puedo pensar es en Emily. En su rostro pálido y lleno
de miedo, en su vida terminada por culpa de la desesperación.
―No te preocupes, Andrew ―murmuro, dejando caer la botella vacía
sobre la mesa con un golpe sordo―. El whisky se secará, y podrás seguir
con tu vida como si nada hubiera pasado. Como si Emily nunca hubiera
existido.
Sin esperar una respuesta, me giro y salgo de la sala. Pero no antes de
lanzarle una última mirada cargada de desprecio. Porque aunque su ropa se
seque y el olor del whisky desaparezca, espero que las manchas en su
conciencia permanezcan. Y que cada vez que se mire al espejo, vea a la
chica cuya vida destruyó por su egoísmo y crueldad.
Finalmente, atravieso la puerta y me encuentro de bruces con Alasdair
de brazos cruzados. Le veo un poco atónito por la escena que acaba de
presenciar. Pero cuando nuestros ojos se encuentran, su expresión cambia.
Sé que Emily era su prima y que todo el resentimiento que sentía hacia
Andrew se debía a que sabía lo que ocurría entre ellos y había tenido que
presenciar impotente cómo todo sucedía.
Hay un brillo de reconocimiento en sus ojos cuando nuestras miradas
se cruzan. Es un mensaje mudo pero claro: «Gracias por defenderla, por
pensar en ella».
Sin decir una palabra, extiendo mi mano y estrecho la suya con fuerza ,
asintiendo en silencio.
Con un último vistazo a su rostro, me alejo hacia la fría oscuridad de la
noche, dejando atrás el calor sofocante del salón y la imagen de Andrew
empapado en whisky.
Mientras me alejo, me doy cuenta de que no todos los hombres de esa
época son iguales. Alasdair, además de Iain, es una prueba de ello, un
recuerdo de que incluso en las épocas más duras, hay quienes pueden
mostrar compasión y justicia.

―Ese whisky tenía diez años. Podías haber elegido algo menos
valioso, Cat ―me comenta en tono de broma mi señor esposo cuando se
tumba en la cama a mi lado y me atrae a sus brazos.
Restriego mi cara por la piel de su pecho y el nudo que llevo en el mío
se desata bajo el calor de su cuerpo y rompo a llorar.
―Quiero que sepas que hablé con él y me prometió que le garantizaría
un hogar y una manutención para su hijo.
―Supongo que no pudo soportar pensar en la presión social a la que se
vería abocada.
―¿Por qué te afecta tanto? ―me pregunta.
―Porque es injusto, porque la muerte a mi alrededor me afecta,
porque la vida debería ser más fácil, más plena y feliz para todos y me
duele cuando no es así.
Siento su brazo apretándome contra él, sus dedos pasando por mi
cabello, un gesto de consuelo que me resulta dolorosamente familiar.
―Estoy enfadada ―continúo, mi voz apagada contra su pecho―.
Estoy enfadada con Andrew por su indiferencia, con Emily por su
desesperación. Estoy enfadada porque me siento impotente.
―No puedes salvarlos a todos.
―Lo sé ―digo, mi voz apenas audible―. Pero eso no hace que sea
más fácil. Solo hace que me sienta más impotente. Es como... como si
estuviera en medio de un bosque en llamas, y todo lo que tengo es un
pequeño cubo de agua. No importa cuánto lo intente, no puedo detener el
fuego.
Mis palabras se desvanecen en el silencio que se instala entre nosotros.
Puedo sentir su mirada en mí, inescrutable y profunda. En su abrazo, hay un
consuelo que no se puede expresar en palabras, y es en ese momento
cuando me doy cuenta de cuánto he llegado a depender de él. Lo fácil que
es para mí apoyarme en su consuelo para cualquier situación.
―¿Crees en la vida después de la muerte? No sé qué religión profesas.
Nos casamos por el rito presbiteriano sin que te lo preguntara. ¿Hay fuertes
creencias en tu tiempo?
Me aferro a Iain con fuerza mientras las lágrimas siguen fluyendo. Sus
palabras me hacen reflexionar, y tomo un momento para recomponerme
antes de responder.
―No tengo una religión específica, Iain. Crecí en un entorno secular y
siempre he tenido una mente abierta en cuanto a las creencias espirituales.
Sin embargo, sí creo en algo más allá de esta vida. Creo en la energía que
trasciende y en la conexión eterna entre las almas. No creo en un cielo o un
infierno en el sentido tradicional, pero quiero creer que hay un lugar de paz
y amor al que vamos después de la muerte.
Iain acaricia mi cabello con ternura, tratando de consolarme.
―Me encanta escucharte hablar. Es como si te hubieras formado una
opinión reflexiva sobre todo y siempre me sorprendes y me quedo fascinado
con tu forma de entender el mundo. Creía que tendría tiempo para
escucharlas todas y ahora siento una enorme urgencia por conocer todos y
cada uno de tus pensamientos antes de… que nos separemos.
Extiendo mis dedos por su estómago y lo acaricio lentamente entre las
ondulaciones de sus músculos.
―Prométeme que no habrá ningún otro hombre en tu vida.
Sus palabras me sorprenden, me toman desprevenida.
―¿Qué? Podría hacerlo ahora con la seguridad de que no podría amar
a nadie más como te amo a ti, pero no puedo hacerte una promesa así.
Su mirada se endurece, aunque no hay nada de reproche en ella.
―¿Por qué no? Yo sí sé que no podrá haber ninguna otra.
Mi corazón se desgarra al escuchar sus palabras.
―No, no quiero eso, Iain. Tú quieres una familia, hijos. Ya no habrá
maldición cuando me vaya y yo quiero que seas feliz y que tengas una vida
plena.
La sombra de la tristeza se cierne sobre la figura de Iain, y sus ojos de
un azul profundo brillan con una mezcla de amor y desesperación.

―Si no es contigo, no lo será con nadie. No me hagas más miserable


―suplica, su voz tan quebrada como su corazón. Los músculos de su rostro,
usualmente tensos y firmes, se contraen con la agonía de sus palabras.

Un anhelo profundo vibra en sus palabras mientras sus ojos se pierden


en algún lugar entre los recuerdos y los sueños incumplidos.

―Anhelaba una familia contigo. Tal vez una pequeña Cat con tus ojos
curiosos, tan turquesas como los estanques de verano, una pequeña niña que
volvería loco a cualquiera con sus preguntas y su lengua afilada.―Sus
palabras resuenan en la habitación, cada eco una nota de amor y pérdida
que se estrella contra las paredes de piedra.

―Y un pequeño Iain ―continúa, su voz más suave ahora, como si


cada palabra le costara pronunciarla―. Un chico que aprendería rápido a
respetar a las mujeres, a entender que no son propiedades, sino compañeras
de vida a las que hay que escuchar y respetar. Mis pequeños, aprenderían a
nadar tan rápido como su madre, a leer y a escribir en lenguas que nadie
más entiende.

Las palabras de Iain son una flecha que atraviesa el aire, un dardo
afilado de esperanza y anhelo que me atraviesa el pecho, dejándome sin
aliento. Puedo verlo todo tan claramente: nuestra pequeña familia, llena de
amor y risas, con Iain a la cabeza, siendo un padre amoroso y protector,
orgulloso de sus hijos.

―Mientras yo crecería cada día como persona escuchándote y


percibiendo el mundo a través de tus ojos. ―Suspira, su rostro
suavizándose con el dulce anhelo de sus palabras―. Buscando consuelo
cada noche en tus abrazos y bebiendo de tus jadeos, volviéndome loco con
tu descaro y desvergüenza bajo las sábanas mientras mi deseo por ti nunca
se acaba y mi amor se hace más y más fuerte.

Su voz se convierte en un murmullo suave, llenando la habitación con


las vibraciones de su amor y deseo, tan palpables que casi puedo tocarlos.

Miro a Iain, viendo los sueños desvanecidos en sus ojos, sintiendo el


peso aplastante de nuestra realidad. Se le rasga la voz y no puede seguir
hablando cuando el llanto nos domina tanto a ambos que no hay consuelo
en este mundo ni en ningún otro para ninguna de los dos.
La imagen de esa vida, tan plena y hermosa se derrumba en mi mente,
deshaciéndose en pedazos de lo que podría haber sido. Un sollozo escapa de
mis labios y caigo sobre su pecho, abrazándolo con toda mi fuerza.
―Iain…― su nombre se escapa de mis labios en un susurro roto,
apenas audible.
El dolor es abrumador, y ambos nos hundimos bajo su peso. Sus
brazos me rodean, sosteniéndome, mientras el sollozo me sacude, una
tormenta de lágrimas y tristeza que parece no tener fin.
En medio del lamento y las lágrimas, la desesperación se apodera de
nosotros y nos encontramos enredados en un abrazo que se desborda con la
emoción que sentimos.
En ese momento, el amor no es una elección, es una necesidad.
Iain me toma con fuerza, sus labios buscan los míos con urgencia, con
un hambre desesperada. Nuestros cuerpos se entrelazan, buscando consuelo
y alivio en el calor del otro.
Mi ropa se desliza al suelo y luego la suya, dejándonos piel contra piel,
alma contra alma.
El amor que hacemos no es suave ni lento, es frenético y urgente, lleno
de desesperación y miedo. Miedo a perder lo que tenemos, miedo al
inevitable adiós que se cierne sobre nosotros.
Pero a pesar del dolor y la tristeza, hay una belleza desgarradora en
nuestro abrazo. En la forma en que Iain me toma, en la forma en que se
mueve dentro de mí, hay una declaración silenciosa de amor y adiós.
Después, cuando la pasión se apaga y la realidad se instala una vez
más, nos quedamos acurrucados en la cama, nuestros cuerpos aún
entrelazados. Y aunque la tristeza aún pesa sobre nosotros, hay una calma.
Una aceptación de lo que es, de lo que no puede ser cambiado.
Hemos amado con desesperación, y ahora solo podemos esperar.
Esperar y amarnos el uno al otro, hasta que ya no podamos hacerlo más.
38

Mis ojos recorren la misiva en manos de Iain, una carta formal y distante
de los MacDonald de Eigg. La negación del permiso para acceder a la isla
está clara y cortante como una navaja de afeitar.

Iain deja la carta sobre la mesa, su expresión serena pero en sus ojos se
nota una determinación feroz. Me encantaría creer que es suficiente, que su
voluntad puede desafiar las reglas tácitas que rigen este tiempo, este lugar.
―No importa ―dice con voz firme―. Encontraremos otra forma. Si
los MacDonald de Eigg piensan que pueden frustrar nuestros planes con un
simple pedazo de papel, se equivocan.
No puedo evitar sentir una punzada de admiración por él. Incluso
frente a las adversidades, su espíritu de lucha no se desvanece. Pero
también siento un miedo creciente. ¿Cuántos obstáculos más tendremos que
superar? ¿Y cuánto tiempo nos queda?
―¿Y si hablamos con Lachlan MacDonald? Creo que es un hombre
razonable ―le propongo.
―Dejó una buena impresión en ti ¿verdad? ―me pregunta encerrando
los ojos.
Asiento, recordando el encuentro con Lachlan MacDonald.
―Sí, nos encontramos en una situación bastante tensa, pero demostró
ser un hombre prudente y comprensivo, al menos en ese momento. No sé si
estará dispuesto a ayudarnos ahora, pero creo que vale la pena intentarlo.
Iain lanza una mirada de soslayo, su ceño se frunce ligeramente.
―Antes de ese día, su hermano estaba dispuesto a hacerte daño y él no
intervino. Sí, al final te permitió ir, pero eso no significa que deba confiar
plenamente en él.
―No lo creo, Iain. Creo que se sorprendió sinceramente al ver lo que
estaba ocurriendo.
Niega con la cabeza.
―Las negociaciones entre unos y otros podrían alargarse más allá de
Samhain.
―¿Qué alternativa nos queda?
La sonrisa torcida de Iain, además de sexy, es absolutamente diabólica
con lo que sé que no está pensando en nada bueno.
―¿Qué propones?
―Colarnos en Eigg. El ritual debe hacerse de noche ¿verdad? No nos
verán.
El audaz plan de Iain tiene el potencial de agravar las tensiones entre
los clanes si se descubre, pero también podría ser nuestra única oportunidad
de cumplir con el ritual. Los riesgos son altos, pero lo mismo ocurre con las
posibles recompensas.
Nos dedicamos el resto del día a planificar nuestra incursión en Eigg,
marcando rutas, estudiando la mejor manera de movernos sin ser detectados
y el mapa de los caminos escondidos nos resulta indispensable para ello.

―Iain… ¿qué les diré a los demás? ¿Qué razón voy a darle a tu madre
para justificar mi marchar? Creerán que te abandono.
―Cat, no quiero que mientas. No quiero que nadie piense que
abandonas este lugar o a su gente ―dice Iain con una seriedad inusual. Sus
dedos acarician mi rostro, capturando una lágrima solitaria que ha logrado
escapar―. Quiero que sepan la verdad. Quiero que comprendan el
sacrificio que estás haciendo por nuestro clan.
Trago con dificultad, el nudo en mi garganta amenaza con ahogarme.
―Iain, eso es... es demasiado. Podrían no entenderlo, podría
asustarles...
Él aprieta su agarre alrededor de mis manos, y sus ojos azules se
vuelven tan intensos que se asemejan a un cielo de verano sin nubes.
―Ellos son mi gente, Cat. Son duros y resistentes. Si hay algo que
respetan es el sacrificio y el valor. Y tú estás demostrando más valor que
cualquier guerrero que haya pisado estas tierras.
Desvío la mirada, incapaz de sostener la intensidad de la suya. Iain
levanta mi rostro con dulzura, obligándome a mirarlo a los ojos de nuevo.
―No quiero que te vayas en silencio, Cat. Quiero que te vayas con los
honores que mereces, como la valiente y noble mujer que eres. Quiero que
sepan que te estás sacrificando por todos nosotros.
El amor y la admiración que veo en sus ojos hacen que mi corazón se
retuerza de dolor. Asiento con la cabeza, aunque las palabras se me niegan.
Iain parece entenderlo, ya que me envuelve en sus brazos y me mantiene
allí, permitiéndome llorar por todo lo que estoy a punto de perder.
―Ya sospechan que eres de otro mundo, un hada. Solo deja que
saquen sus propias conclusiones ―me sugiere Iain con una media sonrisa
que percibo en su voz, como si eso hiciera todo más fácil.
Mis cejas se fruncen ante la idea, todavía sintiendo la pesadez de la
realidad.
―¿Quieres que piensen que me voy porque mi tiempo en este mundo
ha terminado? ¿Eso no les asustará?
Iain se encoge de hombros, pareciendo indiferente a cómo la gente
podría interpretar mi partida.
―Las leyendas de hadas siempre han formado parte de nuestra cultura,
Cat. Ellos entienden que las criaturas mágicas vienen y van según sus
propios designios.
Me paso las manos por el cabello, sintiendo la realidad de la situación
desgarrándome.
―Iain, no estoy segura de que pueda hacer esto. Todo parece tan...
definitivo.
Me toma de las manos, su toque es firme pero su mirada es suave.
―No tienes que hacer nada que no quieras, Cat. Pero creo que te
mereces el reconocimiento y el respeto de todos por el sacrificio que estás
haciendo. Y, a su manera, ellos entenderán.
No me doy cuenta de cuánto me he integrado en la vida del castillo
hasta que llega el momento de despedirme. El cariño que he desarrollado
por todos en Dunvegan, desde los niños hasta las mujeres de la cocina, es
innegable. Pasan los días y trato de actuar como si nada estuviera mal,
como si esta no fuera nuestra última semana juntos. Pero a pesar de mis
mejores esfuerzos, hay una pesadez en el aire que no puedo disipar.
Con Fergus, el viejo amigo de Iain, la despedida es especialmente
dura. Es un hombre gentil, con un corazón amable, y aunque no siempre
estuvimos de acuerdo, su lealtad y amistad han significado mucho para mí.
No le digo directamente que me voy, pero lo sabe. Y en vez de palabras,
simplemente me abraza, transmitiéndome su apoyo silencioso.
En la cocina, me deshago en agradecimientos a las mujeres que me han
alimentado y cuidado durante este tiempo. Trato de hacerlo ligero,
llenándolo de risas y promesas que no podré cumplir. No puedo decirles la
verdad, pero espero que sientan mi gratitud genuina y profunda.
Los niños son más fáciles, aún inocentes a la gravedad de la situación.
Les prometo historias y aventuras cuando vuelva, y aunque sus rostros
brillan con anticipación, una parte de mí se rompe sabiendo que no será así.
Moraq MacLeod siempre ha sido una mujer de naturaleza intuitiva.
Desde el principio, ha sentido algo especial en mí, algo que no podía poner
en palabras. Cuando me ve por última vez, puede ver la tristeza en mis ojos
y la verdad se refleja en los suyos.
Me esfuerzo por sonreír, pero es un intento fallido. Me encuentro
luchando por encontrar las palabras correctas, las palabras que podrían
hacer que esto sea más fácil para ambas.
―Solo prométeme algo, lass ―murmura Moraq, apartándose para
mirarme a los ojos―, prométeme que cuidarás de mi hijo. Donde quiera
que vayas, prométeme que siempre lo tendrás en tu corazón porque el suyo
se romperá en mil pedazos y cuando trate de recomponérselo ese será su
único consuelo.
Las lágrimas amenazan con desbordarse, pero asiento, sellando la
promesa con la verdad en mis ojos. Siempre lo amaré. No hay verdad más
grande ni que duela más en este universo que ha jugado con nosotros y nos
abandona como muñecos rotos.
La despedida con los hombres de Iain, con los que he compartido
tanto, es diferente. Su agudo sentido de la intuición hace que sea imposible
engañarlos, y saben que algo está mal. Los miro a cada uno a los ojos, a
Duncan, a Struan, a Brody, a Alasdair y a Ewan, y veo la lealtad y el respeto
en sus miradas. Son hombres fuertes y valientes, y cada uno de ellos estaría
dispuesto a dar su vida por Iain, como él lo haría por ellos.
Cuando se dan cuenta de lo que está pasando, de que Iain está
dispuesto a sacrificar todo por ellos, no hay lágrimas ni palabras de
despedida. En cambio, rinden homenaje a Iain y a mí de la única manera
que saben: levantan sus copas en un brindis silencioso, un gesto de respeto
y agradecimiento.
A pesar de que todos son guerreros, cada uno con su propio carácter y
temperamento, es Alasdair quien se adelanta. Es el más abatido de todos y
sé que no le suele gustar hablar mucho, pero cuando lo hace, sus palabras
tienen un peso que pocas veces poseen las de los demás.
Me dirige una mirada cargada de respeto, y por un momento, el ruido
del gran salón del castillo parece atenuarse. Luego, se pone de pie,
sosteniendo su copa de whisky en alto. Los demás hombres siguen su
ejemplo, levantando sus copas, pero todos los ojos están puestos en
Alasdair.
―A Catherine ―comienza, su voz profunda y segura resonando por
encima del murmullo del salón―. Una mujer que llegó a nosotros como
una extranjera, pero se ha convertido en una hermana. Una mujer de un
valor inmenso, que ha enfrentado peligros y desafíos con un coraje que
haría temblar a muchos hombres.
Sus palabras me golpean con una intensidad que me deja sin aliento.
―A Catherine ―continúa Alasdair, su voz apenas un susurro ahora―,
quien ha demostrado una y otra vez que la verdadera fuerza no reside en la
espada, sino en el corazón. Quien ha enseñado a todos nosotros el
verdadero significado del coraje, no solo en el campo de batalla, sino en
cada aspecto de la vida.
El salón está en silencio, la atención de todos puesta en Alasdair y sus
palabras. Puedo ver el respeto y la admiración en los rostros de los
hombres, y siento una oleada de gratitud hacia ellos.
―Por Catherine MacLeod, nuestra señora ―termina Alasdair, alzando
su copa aún más―, y por todo lo que ella ha aportado a nuestras vidas.
―Por Catherine ― repiten los hombres, alzando sus copas en un
brindis que vibra con sinceridad y afecto.
Las palabras de Alasdair y el homenaje de los hombres es uno de los
regalos más preciados que recibo, una despedida inolvidable que llevaré
conmigo por siempre.

La figura de Andrew aparece frente a mí, su rostro marcado por la


tristeza, las líneas en su frente más pronunciadas. Nunca pensé que el verlo
de esta manera me dolería tanto. A pesar de todas nuestras diferencias, nos
habíamos convertido en amigos, compañeros en esta extraña travesía que
nos había tocado vivir.
―Catherine ―me dice, y en su voz hay un pesar que no había
escuchado antes―. Quiero que te quedes con esto.
Abre su mano y veo el familiar medallón de su abuela, el primer
enlace que los llevó hasta mí, el primer destello de esperanza. Lo cojo con
reverencia, consciente de que no solo es un regalo, sino un pedazo de su
historia, de su familia.
―Andrew, no puedo aceptar esto...
―Quiero que lo tengas. Es tuyo tanto como mío. Fue el comienzo de
todo esto, después de todo.
Un nudo se forma en mi garganta y trago con dificultad, luchando
contra las lágrimas.
―Quiero que sepas que hablé con Emily después de nuestra discusión
―continúa, sus ojos evitando los míos―. Le ofrecí una manutención para
el niño. No pude... no pude hacer más que eso.
―Gracias, Andrew. Por todo.
Pone su mano sobre la mía, apretándola con fuerza antes de soltarla.
Sin decir nada más, se aleja, dejándome sola con mis pensamientos y el
precioso medallón celta en mis manos.

La noche antes de nuestra partida hacia Eigg, no puedo dormir. La


emoción, la tristeza y la ansiedad luchan en mi pecho. Yendo de un lado a
otro por la estancia, tomo un último vistazo a la habitación que ha sido mi
hogar durante tanto tiempo.
Observo los retratos que penden de las paredes, retratos de los
miembros del clan, cada uno de ellos dejando una historia detrás. Los miro
y me pregunto cuántos de ellos habrán tenido que enfrentarse a sacrificios
parecidos al mío. Cuántos de ellos habrán sentido el peso abrumador de la
despedida y la angustia de lo desconocido.
Hago un esfuerzo consciente por imprimir en mi memoria cada detalle,
cada rincón y cada objeto de la habitación. La cama en la que he dormido y
amado, la cómoda donde he guardado mis pertenencias, la pequeña mesa de
lectura, las ventanas que dan al mar y las montañas. Todo esto ha formado
parte de mi vida aquí, y me duele dejarlo atrás.
Mientras paseo por la habitación, mis dedos rozan la madera labrada
de la cama, la seda suave de las cortinas, la fría y rugosa piedra de la
chimenea. Cada toque, cada sonido, cada olor es una despedida, un último
adiós.
Llegado el amanecer, me encuentro en la orilla de la playa, mirando el
horizonte. Siento un tirón en mi corazón, una tristeza profunda y
abrumadora que amenaza con consumirme. Pero sé que no tengo otra
opción.
Cuando el sol comienza a ascender en el cielo, siento una mano firme
en mi hombro. Me vuelvo para encontrar a Iain a mi lado. Su rostro refleja
mi tristeza.
Nos quedamos allí, juntos, mientras el sol asciende y el mundo
despierta a nuestro alrededor. Una última vez, antes de que nuestros
caminos se separen y nuestras vidas cambien para siempre.
Con un último vistazo al castillo, tomamos nuestras pertenencias y
comenzamos el viaje a Eigg, el lugar donde todo terminará y comenzará. Y
aunque mi corazón está pesado, sé que estoy lista para enfrentar lo que
viene. Por Iain, por el clan MacLeod y por todos los que he llegado a amar
en este mundo. Esto es para ellos.
39

Bajo la manta de la noche, el barco se desliza silenciosamente a través de


las aguas oscuras, adentrándose en las sombras de Eigg. Los hombres de
Iain, expertos en su oficio, manipulan el barco con una eficiencia silenciosa,
evitando que las olas choquen demasiado fuerte contra el casco.
Iain y Catherine se quedan inmóviles en la cubierta, observando la isla
que se va dibujando ante ellos, una silueta oscura que se va perfilando
contra la luz de las estrellas. No intercambian palabras, la tensión de la
situación se adueña de sus lenguas, pero el apretón que Iain da a la mano de
Catherine habla más que mil palabras.
A su alrededor, el resto de los hombres también se mueven como
sombras. Saben que están en territorio enemigo y cada uno de ellos ha
aprendido a lo largo de los años el arte de pasar desapercibido. Son como
gatos en la noche, sigilosos y alerta, los sentidos agudizados por el peligro
que los rodea.
Finalmente, llegan a la costa, desembarcando con cuidado para no
hacer ningún ruido. Una vez en tierra, se despliegan, cada uno con una tarea
asignada, dispuestos a llevar a cabo el ritual y a proteger a Iain y Catherine
a toda costa. La noche les protege, y se mueven como sombras entre las
sombras, sigilosos, decididos, listos para enfrentar cualquier desafío que se
presente.
La noche está en su favor, pero aun así, saben que el margen de error
es pequeño. No pueden permitirse ser detectados por los habitantes de Eigg.
Todo su entrenamiento, toda su habilidad, se pone a prueba en este
momento. Y ellos, leales hasta el final, están decididos a cumplir con su
misión, sin importar el coste.
Es Samhain y todo Escocia celebra esta fiesta, incluso en una isla que
apenas se ha repoblado con cien habitantes, habrá hogueras y ofrendas a los
muertos una noche en que la puerta entre los mundos se abre.
También en Dunvegan, el castillo estará resplandeciendo con luces
tenues, mientras los miembros del clan se reúnen en el gran salón, vestidos
con sus mejores ropas y portando máscaras y disfraces elaborados.
El aroma de las hogueras y las velas perfumarán el aire, mezclándose
con el olor de los alimentos tradicionales que se sirven en esta festividad.
Las mesas estarán repletas de manjares como cordero asado,
colcannon, pan de soda y tartas de frutas frescas.
El whisky fluirá generosamente, brindando calor y alegría a los
corazones de todos los presentes.
Mientras la música de gaitas y tambores llenarán la sala.
El punto culminante de la noche será el momento en que se enciende la
gran hoguera al aire libre. Los miembros del clan se reunirán alrededor de
las llamas danzantes, lanzando ofrendas al fuego como símbolo de
renovación y purificación.
El crujir de la madera ardiendo y el resplandor de las llamas
iluminarán los rostros de todos, creando una atmósfera mágica y llena de
esperanza que alcanzará su plenitud cuando la maldición se rompa.
Catherine se pregunta si lo notarán, si se sentirán más livianos o algo
brillará en sus corazones.

El camino que los lleva hacia la cueva es tortuoso, un serpenteo de


sendas irregulares que parecen desaparecer en la espesura del bosque, sólo
para reaparecer al girar una esquina. La vegetación es densa, y los árboles
crecen juntos formando un túnel oscuro que apenas deja pasar la luz de la
luna.
Iain va por delante, guiando a Catherine con una habilidad que sólo se
adquiere con años de experiencia en el bosque. Parece que tiene un sexto
sentido para detectar los peligros antes de que sean visibles, y su agarre es
firme en la mano de ella, asegurándose de que no tropiece con ninguna raíz
o piedra escondida en la oscuridad.
La tensión en el aire es casi palpable, un velo que envuelve a todos los
hombres mientras avanzan silenciosos y alerta. Cada crujido de las ramas,
cada aleteo de un pájaro nocturno hace que los músculos de los hombres se
tensen, preparados para cualquier posible amenaza.
Finalmente, tras lo que parece una eternidad, llegan a la entrada de la
cueva. La abertura es angosta, apenas suficiente para que un hombre se
deslice por ella. Iain se detiene y mira a sus hombres, sus ojos brillando en
la oscuridad. Después de una breve conversación en voz baja, toma una
decisión. Duncan, Struan y Brody se quedan fuera, vigilando la entrada de
la cueva y asegurándose de que nadie interrumpe el ritual.
Catherine observa a los hombres, una sonrisa triste dibujada en sus
labios. Sabe que esta será la última vez que los verá, y la tristeza de la
despedida se refleja en sus ojos. Los hombres la miran, también afectados
por la despedida, y por un momento, todos se quedan inmóviles,
saboreando las últimas palabras no dichas.
Finalmente, con un último asentimiento, Iain y Catherine se adentran
en la cueva seguidos de Alasdair y Ewan, dejando atrás la luz de las
estrellas y adentrándose en la oscuridad del interior. Los hombres se quedan
atrás, siluetas solitarias contra la noche, esperando y vigilando hasta que el
sol vuelva a aparecer en el cielo.
40

Mientras avanzamos cautelosamente por la oscuridad de la cueva, con las


suaves ondulaciones del agua resonando en las paredes de roca, un sonido
detiene nuestro avance. El murmullo de voces, las palabras indistinguibles,
pero indudablemente humanas. Mirando a Iain, percibo cómo se endurecen
sus

rasgos mientras avanzamos hacia el origen de los sonidos.


Entonces, en la oscuridad, veo a una figura familiar. Liam.
Acompañado de algunos de sus hombres, parece estar escondiéndose aquí,
el hedor de la desesperación y el miedo impregna el aire húmedo de la
cueva.
El rostro de Iain se endurece con furia cuando reconoce a Liam. Pero
entonces, veo algo más en su expresión. Control. Restricción.
―Liam MacDonald ―llama, su voz resonando en la cueva―. ¿Estás
huyendo como una rata en su madriguera?
El rostro de Liam palidece, la sorpresa dando paso a un miedo
momentáneo antes de que se recompone.
―Iain MacLeod ―responde con una risa forzada―. ¿Me estabas
buscando?
Iain se burla, su risa resonando contra las paredes de piedra.
―No, tengo mejores cosas que hacer que darte caza―dice, y puedo
ver la confusión en los ojos de Liam.
―No lo dudo ― replica, su mirada vuelve a posarse sobre mí, llena de
oscuridad
―Aparta tus ojos de ella, MacDonald. ―Su voz es un siseo letal.
―¿O qué? ¿Me matarás? ―se burla Liam―. ¿No has venido a eso de
todas formas?
Iain me mira durante un breve momento con los labios apretados. Algo
se debate en su interior y puedo
verlo claramente. Esboza una leve sonrisa y se vuelve a Liam.
―No, no más muertes innecesarias. Te entregaré a tu hermano y él
hará justicia.
Su tono es inflexible, decidido, cerrando cualquier posibilidad de
debate. Su mirada permanece clavada en Liam, como un depredador
vigilando a su presa.
―¿Qué te hace pensar que me entregaré fácilmente? ―desafía, sus
ojos parpadean con una intensidad feroz, la adrenalina palpable en su
postura tensa.
Iain sonríe, es una expresión tranquila y segura que parece contrastar
fuertemente con la tensión en el aire. Sus ojos azules nunca abandonan a
Liam, los tiene a él y a sus hombres a su vista. La confianza que irradia es
casi tangible.
―Porque no tienes otra opción, Liam ―responde con una calma
helada, su voz suena más fuerte y resonante que nunca en el espacio
confinado de la cueva―. Somos más. Si decides luchar, te derrotaremos. Y
si decides correr, te encontraremos. Y cuando lo hagamos, no seremos tan
misericordiosos.
Su tono no deja lugar a dudas, es un hecho, una promesa. Y con esa
sencilla declaración, siento como si Iain acabara de pasar una prueba del
destino, su decisión de hacer lo correcto, a pesar de sus sentimientos
personales, es algo que no puedo dejar de admirar. Siento un amor y respeto
enormes hacia él en ese momento. Porque en medio de todo esto, está
demostrando una vez más por qué es un verdadero líder. Por qué es el laird
de los MacLeod.
Liam sonríe con desafío, su mirada fija en Iain.
―¿Entregarme? No, MacLeod. No sin luchar.
Se lanza hacia Iain con una velocidad que me toma por sorpresa, pero
Iain está preparado. Sus cuerpos chocan con una fuerza que resuena en toda
la cueva, y se desata una feroz batalla.
Los hombres de Liam tratan de intervenir, pero los hombres MacLeod
los mantienen a raya, permitiendo que su líder se enfrente a Liam uno a
uno.
Los golpes y gruñidos llenan el espacio, y me encuentro conteniendo
la respiración, incapaz de apartar la vista.
A pesar de la brutalidad del enfrentamiento, Iain domina la pelea. Cada
golpe que da es preciso, cada movimiento, una demostración de su fuerza y
habilidad. Veo el impacto de sus golpes en el rostro de Liam, veo cómo la
resistencia de este empieza a flaquear.
Está más delgado y desmejorado que la última vez que lo vi, como si
la vida de fugitivo lo hubiera debilitado y Iain pese a su contención está
furioso con él y en cada golpe derramaba un poco de esa ira que reclama
venganza.
Finalmente, con un último y potente golpe, Iain logra derribar a Liam,
quien cae al suelo, aturdido y derrotado. Iain se pone encima de él, la
respiración agitada, pero su mirada firme y decidida.
―No más ojo por ojo, Liam ―dice con la voz llena de autoridad―. Te
entregaré a tu hermano. Él hará justicia.
Brody y los demás que se han acercado al oír el sonido de la contienda
se hacen cargo de Liam, que ya no ofrece resistencia y Alasdair y Ewan
empujan al resto fuera de la cueva.
Lentamente, me acerco a Iain, los pasos resonando en la silenciosa
roca del suelo. A pesar del cansancio y el dolor que marcan sus rasgos, sus
ojos nunca dejan los míos.
Está cubierto de polvo y sudor, su pelo desordenado y su ropa rasgada,
pero no podría encontrarlo más atractivo.
Sus manos, fuertes y firmes, todavía sostienen la empuñadura de su
espada, pero puedo ver la tensión desapareciendo poco a poco.
Levanto las manos, colocándolas con suavidad en sus mejillas. Están
calientes al tacto, su piel áspera raspa mis palmas, pero lo acaricio con
ternura, con todo el amor que siento por él.
―Te dije que crecía a tu lado, que me convertía en un mejor hombre.
Le doy un beso, lento y profundo, con toda la pasión y desesperación
que siento. Puedo sentir sus manos agarrándome con fuerza, su aliento
agitado chocando contra mi rostro. Y aunque el mundo a nuestro alrededor
está lleno de peligros y desafíos, en este momento, todo lo que importa es
él.
Nos separamos con lentitud, nuestras frentes reposando una contra la
otra. Le susurro, mis palabras apenas audibles en el silencio de la cueva.
―Siempre te amaré, Iain.
Su mirada se intensifica, sus ojos llenos de emoción y una promesa
silenciosa. No hay palabras que puedan expresar lo que siento en este
momento, solo la verdad absoluta de mi amor por él.
―No, no lo hagas. No digas adiós.
Asiento con suavidad, las lágrimas se desbordan por mis mejillas,
cayendo sobre sus manos aún apoyadas en mi rostro. La desesperación en
su voz, el dolor en su mirada, todo es demasiado. Pero tengo que hacerlo.
Por él. Por nosotros.
―Tenemos que darnos prisa ―le apremio.
Sus ojos se cierran con fuerza, como si las palabras le causaran un
dolor físico. Cuando los vuelve a abrir, son dos abismos oscuros llenos de
tortura.
Con un movimiento de cabeza, Iain indica que debemos seguir
adelante. Tomamos una respiración profunda, y con un último vistazo a los
restos, seguimos adelante hacia la oscuridad.
Finalmente, llegamos a la parte más profunda de la cueva. El olor a
humedad se intensifica a medida que nos adentramos, y la luz de las
antorchas crea sombras espeluznantes en las paredes rocosas. Mi pulso se
acelera cuando mis ojos se ajustan a la luz tenue, y entonces los veo.
Huesos. Restos de vidas que una vez llenaron estas tierras con risas y
esperanza.
Son los restos de los MacDonald que fueron asesinados por los
MacLeod hace tantos años. La masacre de Eigg. Se siente como un presagio
sombrío de lo que está por venir, y mi estómago se retuerce con aprensión.
Me doy la vuelta para observar a Iain, y veo un espejo de mi propio
horror en sus ojos. Se vuelve para mirar a los demás, y hay un momento de
silencio respetuoso mientras todos procesan lo que ven.
El aire se siente más frío aquí, y un escalofrío recorre mi columna
vertebral. Es como si la cueva misma supiera lo que estamos a punto de
hacer y estuviera reaccionando a ello.
Iain me suelta la mano, y siento una punzada de pérdida ante la
ausencia de su toque, pero lo hace para sujetarme la cara y poder besarme
una vez más.
―No tiene por qué ser así. Podemos buscar otro modo. Puede que ese
libro tuyo explique otra forma.
Su voz se rompe y me destroza el corazón verlo tan vulnerable.
―¿Crees que no lo he intentado, Iain? ―susurro sin fuerzas para nada
más―. He leído y releído cada palabra, cada página, buscando alguna
manera de permanecer a tu lado, pero no hay otra opción. Este es nuestro
destino. Y es por amor que estoy dispuesta a hacer esto. Por amor a ti, a
nosotros, a tu gente...
La tristeza en sus ojos es abrumadora, su respiración entrecortada en el
silencio que sigue a mis palabras. Me mira como si estuviera viendo un
fantasma, como si yo ya hubiera desaparecido.
Sin romper el contacto visual, acaricia mis mejillas con su pulgar, su
tacto tan ligero como una pluma. Se inclina hacia mí, sus ojos oscurecidos
por la emoción y el dolor. Su rostro está tan cerca que puedo sentir su
aliento
contra mi piel, cada suspiro desesperado, cada temblor reprimido.
En ese instante, el mundo parece detenerse. Todo lo que hay es él y yo,
nuestras almas entrelazadas en este único y último momento.
Sus labios encuentran los míos con un ansia desesperada, cada
centímetro de él vertido en este último beso. Es un beso que trasciende el
tiempo y el espacio, un beso que dice más que cualquier palabra podría
expresar.
Siento su amor en cada movimiento de sus labios contra los míos, en
cada roce de su lengua, en cada suspiro que se escapa de su boca. Cada
segundo es un eco de nuestros recuerdos juntos, una constelación de
momentos que se unen en esta única despedida.
Sus manos se enredan en mi cabello, profundizando el beso, sellando
promesas y juramentos que van más allá de la muerte. Se siente como una
despedida, como un adiós, pero al mismo tiempo es una afirmación. Un
recuerdo que siempre llevaré conmigo, un pedazo de él que permanecerá en
mi corazón para siempre.
Es un beso lleno de amor, de desesperación, de un anhelo tan profundo
que hace que mi corazón se rompa en mil pedazos.
Lo último que oigo es su susurro, su voz un susurro desgarrador en la
oscuridad.
―Te amo, Catherine. Siempre te amaré.
Y con esas palabras, la última pieza de mi corazón se quiebra, el amor
que siento por él inundándome mientras me dispongo a hacer el mayor
sacrificio. Porque él lo
merece. Porque nuestro amor lo merece. Porque, al final del día, esto
es lo que significa amar: estar dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso si
eso significa dejar ir al amor de tu vida.
Y cuando finalmente nos separamos, mis ojos se encuentran con los
suyos, brillando con una mezcla de amor y tristeza tan intensa que me deja
sin aliento. Es un dolor agudo, un desgarro en el tejido de mi alma.
A través de las lágrimas, veo la promesa en sus ojos. La promesa de
que, a pesar de la distancia, a pesar del tiempo, nuestro amor permanecerá.
Que incluso en mi ausencia, siempre seré una parte de él, así como él será
siempre una parte de mí.
Y con este último beso, con un último suspiro, le digo adiós al amor de
mi vida.
Iain deposita suavemente los cuatro objetos mágicos en los cuatro
puntos cardinales.
Su rostro, aunque afectado por la angustia, está impasible. Su mirada
es firme, decidida, resuelta. Yo intento replicar su fortaleza, pero las
lágrimas rebeldes se deslizan por mis mejillas, y mis manos temblorosas
apenas logran mantenerse quietas mientras sujetan el medallón de Andrew
colgado en mi cuello.
Iain pronuncia las palabras del libro, su voz llena de gravedad,
recitando el antiguo texto en gaélico que tanto hemos leído en las últimas
semanas.

Su tono es constante, un timbre de certeza que resuena en la cueva.


Los hombres a nuestro alrededor están en silencio, respetando la
solemnidad del momento, nuestro dolor.
«Air na maidnean a dh'fhalbhas, 's air na h-oidhchean a thig, thoir
dhuinn an latha a dhìth sinn, is thoir dhuinn an oidhche a dh'fheumas sinn.
Mar a tha an grian a' gluasad, mar a tha an ghealach a' sìor-shùgradh, thoir
orm gu àm a dhìth sinn. Air na maidnean a dh'fhalbhas, 's air na h-
oidhchean a thig, thoir orm gu àm a dhìth sin».
«En las mañanas que se desvanecen, y las noches que llegan, danos el
día que hemos perdido, danos la noche que necesitamos. Como el sol se
mueve, como la luna danza eterna, llévame al tiempo que hemos perdido.
En las mañanas que se desvanecen, y las noches que llegan, llévame al
tiempo que hemos perdido».
A medida que Iain avanza en el ritual, puedo sentir cómo una fuerza
invisible comienza a tirar de mí, una energía fría que comienza a
envolverme. Mis dedos se cierran alrededor del medallón, y me encuentro
sosteniéndolo con fuerza, como si fuera mi última conexión con este
mundo.
Y luego, todo se vuelve blanco. El sonido de la voz de Iain se
desvanece, reemplazado por un zumbido sordo. Intento luchar contra la
fuerza que me arrastra, pero es inútil. Mis pies ya no tocan el suelo, y siento
que mi cuerpo se desintegra, dispersándose en mil partículas.
La cueva, Iain, los hombres... todo desaparece. Estoy flotando en un
vacío blanco, una nada infinita que es fría y desolada. Y luego, de repente,
todo se vuelve negro.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy de vuelta en el desván de mi


abuela. Mis dedos todavía están cerrados alrededor del medallón, y puedo
sentir su frialdad contra mi piel.
El dolor me devora, cada célula gritando en protesta por lo que acaba
de suceder. Pero estoy de vuelta. De vuelta en mi propio tiempo, lejos de
Iain.
Apenas tengo fuerzas para moverme, pero logro arrastrarme hasta la
vieja cama de madera del dormitorio. Me tumbo sobre ella, permitiendo que
el agotamiento me envuelva. Y mientras el sueño me reclama, mis lágrimas
desbordan, deslizándose por mis mejillas en un flujo incesante y
desgarrador, empapando la almohada bajo mi cabeza.
Estoy de vuelta en casa, pero nunca me he sentido más lejos de ella.
El hueco en mi pecho resuena con la ausencia de Iain, y cada rincón de
esta casa parece burlarse de la soledad que siento.
No es sólo el hecho de estar lejos de él, sino también la cruel certeza
de que mi vida ha cambiado irremediablemente, de una manera que mi
propio tiempo y espacio no pueden entender ni aliviar.
Mi cuerpo, mi mente, mi alma... todos parecen clamar por él, cada
pensamiento, cada respiración, cada latido del corazón resuena con su
nombre.
Me encuentro perdida en una dimensión donde él no existe, un mundo
que parece haberse tornado gris y carente de vida sin su presencia. La
desolación me
abruma, una sensación aguda de pérdida que me roba el aliento,
haciéndome desear que el sueño no sea sólo un escape temporal, sino una
cura de este tormento despiadado.
He vuelto, pero cada rincón de este lugar que debería traerme calma
me grita que estoy más lejos que nunca de mi verdadero hogar. Porque mi
hogar, he descubierto, está donde está Iain, y ahora está a años luz de
distancia, en un tiempo y espacio que ya no puedo alcanzar.
Mi corazón, destrozado y roto, lucha por aceptar la brutal verdad de mi
existencia. Estoy aquí, pero mi alma... mi alma sigue con él.
EPÍLOGO

Un año ha pasado desde que regresé a mi tiempo. A mi vida. Aunque no se


siente como tal. No después de Iain.
Parezco un espejismo de lo que solía ser. Me encuentro a menudo
deslizándome entre reuniones, conversaciones
y risas, siempre con una parte de mí perdida en las brumas de Escocia,
en la firmeza de los brazos de Iain.
Mis padres están aliviados por mi regreso, aunque saben que algo ha
cambiado. Se lo dije, la verdad desnuda y cruda. No entendieron, por
supuesto, pero notaron el dolor en mis ojos, el anhelo en mi voz. Eso fue
suficiente.
En mi trabajo, me esfuerzo por concentrarme, por perderme en la
historia y los gráficos, pero la imagen de Iain siempre vuelve a mí, su
sonrisa y la profundidad de su amor es un eco constante en mi mente.
Mis amigos han sido comprensivos, aunque estaban desconcertados
por mi ausencia. Me acompañan a beber, a bailar, intentan distraerme, pero
mi corazón sigue estando en otro lugar, en otro tiempo.
Y luego está el libro. El libro de mi abuela, ahora en su forma original,
narrando la historia de Iain y Elspeth.
No puedo abrirlo.
No puedo soportar leer sobre los besos y las caricias de Iain que no son
para mí. Se me despiertan unos celos que son completamente irracionales y
dolorosos.
Así que lo mantengo cerrado, una reliquia, una promesa de un amor
que ya no es mío. Un recuerdo de lo que podría haber sido.
Sigo adelante. Sonrío. Río. Trabajo. Pero siempre, siempre, hay un
vacío en mi corazón, un hueco que solo Iain puede llenar. Y cada noche,
antes de cerrar los ojos, envío un pensamiento a través del tiempo y el
espacio, un susurro en el viento.
Siempre te amaré, Iain MacLeod.
En el transcurso de este año, he recurrido a todas las fuentes posibles
para encontrar información sobre Iain. Me he perdido en los archivos de
bibliotecas, en sitios web de genealogía, en registros históricos, buscando
un rastro, un indicio de su existencia. Pero siempre me encuentro con la
misma triste realidad: Iain MacLeod, como lo conocí, es imposible de
rastrear.
En la historia, hay un Iain MacLeod, inscrito como John MacLeod,
que vivió durante el siglo XVIII, pero los detalles de su vida son escasos y
vagos.
El hombre que amo, cuyos ojos ardían de deseo por mí, cuyo corazón
latía con un amor tan profundo y puro, no se encuentra en los libros de
historia. Y eso duele más de lo que puedo expresar.
Sin embargo, no dejo de buscar. No dejo de esperar. Aunque cada día
que pasa me recuerda cruelmente la distancia entre nosotros, no puedo dejar
de buscarlo, de anhelarlo. Porque en algún lugar, en algún tiempo, Iain
MacLeod existe. Y eso es suficiente para mantenerme buscando, para
mantenerme esperando.
A veces, me siento con el libro de mi abuela en las manos, acariciando
su vieja portada. Aunque no pueda abrirlo para leer las palabras que
contiene, el simple hecho de tenerlo me brinda cierta comodidad.
Y Y toco mi anillo de los MacLeod, el de nuestra boda, porque es la
prueba física de que Iain existió, de que nuestro amor fue real. Y mientras
tenga eso, seguiré buscando, seguiré esperando. Porque mi corazón todavía
le pertenece a Iain MacLeod, y siempre lo hará.
Y no dejo de preguntarme si habrá una forma de poder volver…
Hasta que una tarde, después de pasar horas buscando cualquier
mención a Iain MacLeod en la vastedad del ciberespacio, me topo con un
antiguo documento.
El nombre del autor, cuyo rostro y sonrisa todavía están frescos en mi
memoria, me paraliza. El bardo Ruaridh.
¿Cómo podría olvidar su mirada lúcida, su don de la palabra y su
melodiosa voz? Y allí, en el viejo pergamino virtualizado, está una de sus
composiciones.
Cautelosa y temblorosa, empiezo a leer.
Habla de un guerrero, un líder del clan MacLeod, cuyo corazón se
sumerge en la más oscura de las noches al perder a su amor. La descripción
del dolor, la soledad y la tristeza que aflige a ese líder son tan palpables que
siento un nudo en la garganta.
Pero la composición también habla de su coraje, de su sacrificio. Un
sacrificio que devolvió la vida a su clan, pero se la arrebató a él. Parecía que
nunca se recuperaría, que la oscuridad se quedaría con él para siempre.
Pero entonces, justo cuando las lágrimas empiezan a caer por mis
mejillas, el tono del poema cambia.
El bardo habla de un milagro, de cómo el laird del clan MacLeod
recupera a su esposa.
La descripción es vaga, enigmática, habla de que ella le fue devuelta
desde las tierras de las hadas. Y que entonces, la oscuridad se desvaneció
del todo, y el líder recuperó su felicidad.
Mi corazón late con fuerza, las letras borrosas por las lágrimas. Esa es
la historia de Iain y mía, escrita cientos de años atrás, la promesa de un final
feliz que yo misma había dado por imposible.
Y sin embargo, allí está, grabada en una antigua canción escocesa,
nuestra historia de amor trascendiendo el tiempo y el espacio.
Volví y ahora solo tengo que averiguar cómo hacerlo.
¡Deja tu valoración si te ha gustado y ayúdame a crecer!

Nota de la autora
Antes de nada, quiero expresar mi gratitud por el tiempo y la dedicación
que habéis invertido en leer esta historia, un relato que nació de mi
fascinación por la rica historia y las intrigantes leyendas de los Highlands
de Escocia.

Las leyendas, tradiciones y los objetos que se encuentran en el corazón


de esta historia, tales como la relación única del Clan MacLeod con las
hadas, la majestuosidad del Castillo de Dunvegan y la belleza
impresionante de la isla de Skye, están profundamente arraigadas en la
realidad.

A lo largo de mi investigación, he procurado tratar estas tradiciones


con el mayor respeto posible, con la esperanza de capturar aunque sea un
atisbo de la riqueza de la cultura escocesa.

Sin embargo, también he hecho algunas elecciones creativas. Los


personajes de este libro son completamente ficticios, aunque he intentado
mantener la esencia del Clan MacLeod y su relación histórica con los
elementos sobrenaturales que los rodean.

He incorporado acontecimientos históricos como las tensiones y


masacres que tuvieron lugar en Eigg y Kilconan, para dar un contexto más
preciso al entorno de nuestros personajes.
Aunque este libro tiene un toque fantástico, he intentado mantenerme
fiel a los hechos históricos y reflejar las realidades de la vida en los
Highlands durante la época en que se sitúa la historia. La vida en aquella
época era dura y llena de desafíos, pero también estaba llena de una belleza
indómita que espero haber conseguido plasmar en estas páginas.

También he tratado de dotar al protagonista de los pensamientos de la


época lo que seguro decora a la trama de algunas “banderas rojas”, pero
creo que era más importante que se reflejara el choque de mentalidades y
culturas entre los protagonistas que crear un personaje perfecto. Además, el
hecho de que ella sea tan abierta y con las ideas tan claras, creo que lo llena
de tensiones y situaciones más o menos cómicas que alegran y dan
profundidad a la novela.

Espero que esta mezcla de historia y fantasía os permita sumergiros en


el mundo de Catherine e Iain y os inspire a explorar más a fondo la rica y
variada historia de Escocia.
Agradecimientos
Al sostener este libro en vuestras manos, formáis parte de un sueño
hecho realidad. Un sueño que, a su manera, comenzó en las salas de estudio
y bibliotecas de mi Universidad.

En lugar de hundirme en los apuntes para los exámenes, me


encontraba inmersa en la emoción de dar vida a estos personajes y tejer sus
historias. En aquellos momentos, este libro comenzó a gestarse,
prácticamente sin esfuerzo, como si tuviera vida propia.

Siempre he dicho que la escritura es un proceso mágico. Y con este


libro, he experimentado esa magia como nunca antes. A medida que las
palabras fluían, los personajes cobraban vida y la trama se desplegaba, es
como si todo encajara en su lugar, como si estuviera destinado a ser. Ha
sido un viaje emocional y gratificante, uno que ha superado todas mis
expectativas.

La realización de este libro ha sido más que un sueño cumplido, ha


sido un sueño que ha superado todas las perspectivas y ha traspasado todas
las fronteras. Ciertamente, hubo miedo. El miedo de no poder hacer justicia
a este sueño, el miedo de no poder cumplir con las altas expectativas que yo
misma me había impuesto. Pero también había esperanza. La esperanza de
que, a pesar de todo, sería capaz de darle a este sueño la forma y la
sustancia que merecía.

Y, ahora, aquí estamos. Este libro es mucho más que una historia. Es
un testimonio de la alegría, la emoción, el miedo y la esperanza que he
sentido a lo largo de este viaje. Y, sobre todo, es un testimonio del amor que
he sentido al crearlo. Hay un dicho que sostiene que los personajes de un
libro pueden volverte loco, y créeme, este protagonista ha intentado
llevarme a los límites de la cordura más veces de las que puedo contar. Ha
desafiado cada idea, cada argumento que tenía preparado para él.
¿Frustrante? A veces. ¿Emocionante? Absolutamente.

Sé que es difícil de creer, pero he llorado más con este libro que con
cualquier otra cosa que haya escrito antes. No me refiero a una o dos
lágrimas derramadas aquí y allá. Hablo de sollozos profundos, de lágrimas
que surgen del núcleo de las emociones más intensas. Pero no te preocupes,
todas esas lágrimas han regado las páginas de este libro, dándole una
profundidad que no habría conseguido de otra manera.

Y sí, debo admitirlo, nunca antes había disfrutado tanto escribiendo las
escenas de sexo. ¿Es demasiado información? Quizás, pero estoy segura de
que estarás de acuerdo conmigo cuando las leas o si ya lo has leído.

Este libro es especial. Es mi corazón, mi alma y mis lágrimas


plasmados en papel y tinta. Y ahora es tuyo. Espero que lo disfrutes tanto
como yo disfruté creándolo.

Hoy, al mirar las páginas impresas de esta obra, siento una satisfacción
inmensa porque me ha llenado de una manera que ninguna otra obra ha
hecho antes.

Gracias por acompañarme en este viaje, por darme tu tiempo, por


compartir tus emociones conmigo. Gracias por creer en mis palabras,
por animarme cuando me sentía insegura, por desafiarme a seguir
adelante. Porque, en última instancia, este libro no es solo mío. Es
nuestro.

A:

Juanjo: por ser mi compañero incondicional en este viaje creativo.

Juncal: por la alegría que aportas a mi proceso creativo.

Tristán: por ser la inspiración detrás de cada palabra que escribo.

Ana Molinos: gracias por ser una fuente constante de energía y apoyo.

Sara Nogales: por tu meticulosa corrección y apoyo implacable.

Aroa Ramírez: porque la intensidad en este libro te la debo a ti, que me


recordaste que la había perdido.
Nieves Calero: por las conversaciones animadas que siempre me hacen
reír.

María José Ramírez: por ser tan fan, tan entusiasta, por dar sentido a
mi escritura.

Vir de @vir_entre__libros: tu crítica astuta siempre me ayuda a crecer.

Aryceli de @aritakitten_lecturas: por tu perspicacia con los personajes.

María de @vilmont_books: por la creatividad que aportas al universo


literario.

Olivia Monterrey de @monterreyolivia: por tu generosidad al


compartir mi trabajo.

Teresa de @leercomosinohubieraundespues: por tu contagiosa


positividad.

Ilia de @hoy_esta_leyendo: tus historias añaden color a todos nuestros


días.

Susana de @mislibros_misbebes: por tu tranquila constancia y


amabilidad.

Mónica de @monicasam.world: por hacer del humor un idioma


universal.

Mireia de @dreamingofmimibooks: tus reseñas siempre me dan el


aliento que necesito.

Raquel de @vivir._leyendo: por tu perpetuo positivismo y calor


humano.

Maricruz de @mari.csang: por tu valentía y dedicación


inquebrantables.

Marta de @minedreadings: tu intuición aguda siempre revela los


matices de una historia.
Anabel Botella de @anabel_botella: por tu escritura emotiva que abre
corazones.

Vero de @vdeverolibros: por mantenerme al día con las novedades


editoriales.

Angela Bennet de @angelabennet.author: por tu generosidad y


corazón inmenso.

@laureleeyescribe: eres una asistente indispensable, ¡no sé qué haría


sin ti!

@manuelaramirez_escritora: por tu belleza eterna y tu apoyo


constante.

Ygritte de @ygritte.berlana: tu entusiasmo por la lectura alimenta


nuestra comunidad.

@villacositas8: por tu disposición a seguirme y esperar pacientemente.

@viviendo1000historias: por compartir mis libros con tus seguidores.

@leeresdeguapas: por tus maravillosas reseñas que siempre me alegran


el día.

@marianabooker: por tu amor incesante por las letras y por decirme


que sí y estar dispuesta a acompañarme en el viaje de esta travesía literaria.

Eva de @letrasychocolate: por tu generosidad al compartir mi trabajo.

Jesica Azpeleta: siempre brillante, siempre maravillosa.

@volamosentreletras: tu opinión significa mucho para mí, gracias.

@bookstagramer1: por tu apoyo constante y tu espíritu positivo.

Mrs. Svetaracherry: tus palabras amables siempre me dan un impulso.


María de @maria.12.al: por estar siempre presente con dulzura y
apoyo.

@brr.leyendo: por encontrar tiempo para mis libros en tu ocupado


calendario de lectura.

Mireia de @la_estanteria_de_mire: por convertirme en una de tus


autoras favoritas.

Ana de @aniibook: por tu apoyo constante y por amar a mis


personajes tanto como yo.

Aure de @cazafantasia: por siempre brindar una perspectiva fresca y


emocionante.

Noemi de @mysticnox1: tu constancia y amor por la literatura son


verdaderamente inspiradores.

Mónica de @monicairado: por tus sabias palabras que siempre me


elevan.

Laura de @laurabookcase: por tu amor compartido por las letras y las


historias.

Cecilia de Divinas lectoras: por ser una crítica incisiva y valiosa.

@vivir_leyendo: tu pasión por los libros es verdaderamente


contagiosa.

@mi_amante_unlibro: por ser una constante en mi viaje literario.

@buscando.lectura: por siempre estar dispuesto a explorar nuevas


historias conmigo.

@viviendo1000historias: tu entusiasmo nunca deja de motivarme.

@_romanticasdelnorte: por vuestro amor por el romance y las historias


emocionantes y constante apoyo.
@missattard: por tu espíritu libre y tu aprecio por las palabras.

@cuandolosmiosduermen: por encontrar tiempo para mis historias en


medio de la ajetreada maternidad.

Isabel P. Moreno: por tu amor por la literatura y tu ojo crítico.

@dulce_caramelo8: por ser un oasis de dulzura y apoyo.

@bookeandoenlasnubes: tu pasión por los libros me inspira cada día.

@wendyreviews: tu crítica constructiva siempre me ayuda a crecer


como escritora.

@leoquemeleo: por tu apoyo incansable y tu amor por los libros.

@come.libros2020: por siempre mantenerme en tus pensamientos y


recomendaciones.

@bookstragramer_1: tu dedicación a la comunidad literaria es


verdaderamente inspiradora.

@mariafrases: por compartir mis palabras con tanto amor y


entusiasmo.

@pilardans: tu amor por la literatura y la escritura nunca deja de


asombrarme.

@me.leo.toa: por ser siempre un faro de apoyo y amor por la literatura.

@conlibrosyaloloco1981: por tu constante apoyo.

@salseo_de_libros: por tu entusiasmo contagioso y tu aprecio por la


literatura.

@tintayletrascirculo: tu amor por las palabras y las historias siempre es


inspirador.
@leerconthea: por tu apoyo constante y tu amor inagotable por los
libros.

@lecturas_de_sara: por tu amor por la literatura y tu apoyo constante.

@iralybookaholic: tu pasión por las letras y las historias siempre es un


regocijo.

@amorporlolibros84: por tu apoyo inquebrantable y tu amor por los


libros.

@maytelizondo: por tu visión detallada y tu amor por la literatura.

@yoizna: tu entusiasmo siempre me inspira a seguir escribiendo.

@lecturasdesonia: por tus valiosos comentarios y tu amor por la


literatura.

@booksbyclau: tu apoyo y entusiasmo son realmente invaluables para


mí.

@lolatoro_alexiablue: por tu amor por las historias y tu constante


apoyo.

@perdida_entre_libros86: tu pasión por los libros siempre me inspira.

@valientegarciamaríajose: por tu valentía y amor por las letras.

@laslecturasdeari_: por tu inquebrantable pasión por la lectura.

@paseandoentrelibros: por siempre hacerme sentir valorada y


apreciada.

@instaromanticreader: tu pasión por la lectura y el romance siempre es


inspiradora.

@aniibook: por siempre ser una fuente de apoyo y ánimo.

@biri.biankis: por tu entusiasmo contagioso y tus valiosos aportes.


@sendra.black.escritora: tu amor por la escritura y la lectura siempre
me inspira.

@romanticoslibros: tu dedicación a la literatura romántica es


verdaderamente encomiable.

Mi Dubli: tu constante apoyo y amor por mis historias siempre me da


fuerzas.

Dulce Mercé: por siempre compartir mis palabras con tanto amor y
dedicación.

Sany Garcés: por tu pasión por las letras y tu apoyo constante.

Ana SP: por tu visión detallada y tus constructivos comentarios.

Yennely Perez: por tu apoyo inquebrantable y tu amor por la literatura.

Gemma Herrero Virto: por ser tú y estar siempre.

Elena Fuentes Moreno: por siempre ser una “fuente” de apoyo.

María del Mar Fernández Salmerón: por tu amor por las letras y tu
apoyo constante.

Y eso es todo, amigos. Gracias por estar ahí, por reír y llorar conmigo,
y por acompañarme en este viaje loco. Os debo un café, o una cerveza, o un
cóctel. ¡Vosotros elegís!

Con amor,

Anne.
Bibliografía
Historia de Escocia: Una guía fascinante de la historia de Escocia de
Captivating History

Breve Historia de Escocia de Ana Barrera

Clanes escoceses y genealogía en Escocia | VisitScotland

Clan escocés - Wikipedia, la enciclopedia libre

La compleja historia escocesa y la lucha de sus clanes que se narra en


la serie ‘Outlander’

(418) Pinterest

Clan Ross - Wikipedia

Conde de Ross - Wikipedia

Clan Ross - Wikipedia

Clan Chattan - Wikipedia, la enciclopedia libre

Clan Mackintosh - Wikipedia

Lago Moy - Wikipedia, la enciclopedia libre

Señor de las islas - Wikipedia

Domhnall Dubh - Wikipedia

Clan Sutherland HistoriayJefatura en disputa

Alexander Gordon, maestro de Sutherland Vida tempranayFinca


Sutherland

La Isla de las Discusiones y la Isla de los Acuerdos: el peculiar modo


escocés de resolver conflictos
Robert The Bruce, el auténtico "Braveheart" de Escocia

Marjorie Bruce - Wikipedia, la enciclopedia libre

Walter Estuardo (1296-1327) - Wikipedia, la enciclopedia libre

Isabella de Gloucester y Hertford - Wikipedia, la enciclopedia libre

Marjorie de Carrick - Wikipedia, la enciclopedia libre

Robert de Brus, sexto señor de Annandale La vidayFamilia

Marjorie, condesa de Carrick

En tierra de leyendas – OSCAR LARRAGA

Visita al Castillo de Floors, el castillo habitado más grande de Escocia


| Mad About Travel, blog de viajes sobre Escocia

12 PUEBLOS MÁS BONITOS DE ESCOCIA ❤ La Cosmopolilla

Portree - Wikipedia, la enciclopedia libre

Euphemia I, condesa de Ross - Wikipedia, la enciclopedia libre

Castillo de Knock (Isla de Skye) - Wikipedia, la enciclopedia libre

Clan Donald - Wikipedia, la enciclopedia libre

Ruta por la isla de Skye - Itinerario de 2 días y consejos

La sexualidad en la época victoriana

La primera revolución sexual | Clionauta: Blog de Historia

Sexo seicentista y dieciochesco - Jot Down Cultural Magazine

Lady Julian: sexualidad y prostitución en un barco del siglo XVIII


'Harlots: Cortesanas', el negocio del sexo el el siglo XVIII

Así eran las prácticas sexuales más peculiares de la Historia


Biografía
Una verdad incuestionable es que nació el 22 de agosto de 1978 en
Santurtzi (Vizcaya) o ¿fue en Nueva York? Y que, desde muy temprana
edad, supo que quería ser escritora. Es una lectora voraz y amante
indiscutible de cualquier género literario entre ellos la romántica de la que
se declara acérrima defensora.

La capacidad de amar es nuestra virtud más humana y la pasión, su


forma de expresarse, así que escribir sobre ello la convierte en la mujer más
afortunada sobre la tierra y espera poder compartir parte de esa felicidad
con sus lectores.
Otras novelas de la autora
EL DUQUE MALVADO

Imagina un amor tan intenso y tan prohibido que incluso el tiempo


intenta separarlo. Esta es la historia de Astrid, una mujer apasionada y
audaz cuyo destino está en manos de un príncipe y un duque... y el flujo
incontrolable del tiempo.

Tras una traicionera acusación y una sentencia de muerte injusta,


Astrid es lanzada hacia atrás en el tiempo. Antes de que todo esto ocurriera.
Sabe que si no cambia el curso de los acontecimientos, estará
condenada a revivir su terrible final una y otra vez. Su salvación reside en el
hombre más temido del reino, el misterioso y sanguinario Duque de
Lothringer, Wenner.

Wenner, un hombre marcado por su reputación, resulta ser mucho más


de lo que aparenta. Frío y calculador en público, Astrid descubre en él un
hombre apasionado y decidido, cuya feroz protección puede ser la clave
para su supervivencia.

Pero ¿cómo puedes seducir a un hombre que todos temen? Y lo que es


más importante, ¿cómo puedes evitar enamorarte de él?

"El duque malvado" es una historia deslumbrante de amor y destino,


una novela romántica histórica con toques de fantasía y una deliciosa pizca
de erotismo. A través de una trama llena de intrigas, pasión y un amor
inesperado, Astrid te llevará de la mano a través de su épico viaje para
cambiar su destino y encontrar un amor capaz de desafiar al tiempo.

Prepárate para caer bajo el hechizo de Wenner y seguir a Astrid en su


viaje lleno de deseo y peligro.
JUDE, MI HERMASTRO

Jude es impredecible, complicado, intenso y lleva la palabra problemas


marcada a fuego en las innumerables capas con las que se protege. Brooke
cree que le odia, o eso dice, porque era el hijo de deslumbrante intelecto
que sus padres anhelaban cuando lo adoptaron, pero él se largó en cuanto
cumplió la mayoría de edad sin explicaciones ni justificación, dilapidando
un brillante futuro.

Ahora, ella ha obtenido una beca en la prestigiosa Escuela de


Enfermería del Hospital Johns Hopkins en Baltimore, y sus padres le piden
que mantenga un ojo sobre Jude. Sin embargo, Jude duele a Brooke de
maneras que ni siquiera ella puede entender.

La conexión entre ellos es eléctrica y explosiva, y ella es la única que


puede vencer la oscuridad que le domina. Esta es una historia, sensitiva y
sensorial, llena de erotismo que hará sentir al lector cada roce, cada caricia
y cada susurro con el calor y la pasión de sus protagonistas.
TÓCAMELA OTRA VEZ, ETHAN

El sueño de Eve, ser bailarina de ballet profesional, se derrumba tras


una importante lesión; sin embargo, ella no quiere renunciar. Su mayor
deseo es seguir bailando y para ello necesita un trampolín que la coloque de
nuevo en el circuito artístico.

Ethan tiene problemas de deseo y falta de aspiraciones desde que se ha


convertido en un referente de la música y un rockero de éxito mundial.

Él y Eve eran vecinos y sus familias mantienen una estrecha amistad,


aunque ellos nunca acabaran de congeniar. Ella era la chica distante y
ambiciosa que se desvivía por triunfar y él era el chico rebelde sin
pretensiones que rasgaba las cuerdas de su guitarra en un garaje. Ahora,
Ethan es una celebridad y la ayuda que ella necesita para alcanzar su propia
notoriedad, pero para conseguirlo primero debe trabajar para él como su
asistente personal.

Los sueños están hechos de pedazos de Ethan y Eve. Ella no será feliz
hasta obtener su mayor anhelo. La pasión de él muere tras perder su
inspiración. Sus mundos, sus empeños, las ansias, la sed y el hambre de
cada uno chocaran en una historia excitante, llena de erotismo y cargada de
emociones. Una novela sexy, provocativa, seductora y sensual.
GIDEON, MI PROFESOR IMPOSIBLE

Gideon no es solo el nuevo docente de Selene, también es el tipo más


sexy y brillante que nunca ha conocido y vaya forma de conocerse... Te
pondré en situación: de noche, con alguna copa de más y en un bar de
motoristas donde todo acaba a bandazo limpio. Claro que aquello fue
mucho antes de saber que volverían a encontrarse en el Prescott College
como profesor y alumna.

Desde ese momento, las fuerzas naturales de la atracción y la repulsión


juegan con ellos.
La normativa de la universidad prohíbe las relaciones entre el
profesorado y sus estudiantes. Gideon necesita ese trabajo para dar una
estabilidad a su vida que lleva largo tiempo buscando, y Selene aún no ha
encontrado su sitio; sin embargo, entre ambos saltan tantas chispas que solo
con las miradas del uno sobre el otro podrían iluminar el espacio exterior.

¿Crees que no es suficiente lío? Pues espera, porque a todo esto se le


une el novio, o, mejor dicho, exnovio de Selene abandonándola por su
mejor amiga, un mariscal macizo que debe hacer penitencia, el extraño
suicidio de la antigua profesora de filosofía que Selene descubre, cuatro
hermanos muy peculiares, una compañera deslenguada y muchas, muchas
situaciones comprometidas con déficit de vestuario.
JARED, JODIDAMENTE ENFADADO

En un lugar de Nueva York de cuyo nombre no quiero acordarme…,


me encuentro yo, Robin, trabajando en las trincheras del marketing digital.

Soy una community manager que lucha en la línea de fuego de las


redes sociales. Mi trabajo diario incluye crear contenido atractivo, manejar
trolls y resolver crisis de relaciones públicas antes de que pueda acabar mi
primer café del día.

Y todo ello mientras no dejo de fantasear en secreto con Troy, mi


increíblemente atractivo y exitoso jefe.
Todo cambia cuando su hermano pequeño, Jared, aparece en escena.
Chico malo por naturaleza, encantadoramente despreocupado y
frustrantemente atractivo, parece existir solo para causar problemas… y, de
repente, es mi nuevo compañero en el lanzamiento de una línea de juguetes
eróticos para la empresa. Sí, has leído bien. Juguetes eróticos.

Las cosas empiezan a ponerse extrañas. Me encuentro en el centro de


la atención de un acosador, de una madre esnob y de un jefe por el que
siempre he tenido un leve capricho. ¿Por qué todos están tan interesados en
mi vida de repente? ¿Tendrá esto algo que ver con mi pasado, un pasado
que he intentado mantener en secreto?

En medio de los juegos eróticos, la tensión, los problemas y un secreto


que amenaza con cambiarlo todo, mi vida toma un giro que nunca podría
haber previsto. Y si pensabas que las redes sociales eran complicadas,
espera a sumergirte en mi vida.

Porque, a veces, la vida es mucho más emocionante y complicada que


un post en Instagram.

Advertencia: No te voy a mentir, lo que encontrarás en estas páginas te


va a volar la cabeza...

Prepara tus emociones porque esta historia te va a llevar por lugares


que ni te imaginas, con sorpresas que te dejarán con la boca abierta. Ten
cuidado, ya que sus páginas pueden despertar emociones que no sabías que
tenías

No lo leas, si no estás preparado para vibrar...


TE QUIERO MÁS QUE AMIGOS, PERO MENOS QUE
MAÑANA

Todo el mundo sabe, en el pequeño pueblo de New Hill, que no hay


frase en la que no se pronuncie un Ash sin un Nao o un Nao sin un Ash.
Son uña y carne como ya lo fueron la madre de ella y el padre de él. Lo han
compartido todo, incluso han cruzado algunas líneas que Ash se empeña en
seguir trazando.

Sin embargo, a Nao le duele ser solo la amiga de Ash. Él es


terriblemente sexy, un poco inaccesible y combativo, pero sumamente
protector con ella. Lleva toda la vida enamorada de él mientras que Ash
parece olvidar que ella no es su hermana pequeña… ¿Acabo de meter el
dedo en la llaga?

Tiffany, aparentemente perfecta, empieza a trabajar en la cafetería de la


que Ash es copropietario con su hermano y en la que Nao también es
camarera. Él parece bastante interesado en ella, así que Nao decide que ya
ha llegado el momento de soltarse de Ash y volar.

Su decisión coincide con la llegada al pueblo de su primo y dos de sus


amigos, entre ellos el que bien podría ser el doble de Ben Barnes, y que no
se corta ni un pelo a la hora de demostrar lo sumamente atraído que se
siente por ella.

¿Se dejará querer Nao? Y ¿cómo se lo tomará Ash?

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