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RESUMEN: Este artículo tiene como objetivo proporcionar una descripción general de
los diferentes mecanismos que podrían ocasionar un traumatismo y ofrecer algunas de
las mejores prácticas para realizar un diagnóstico diferencial de estas lesiones en las
estructuras óseas y dentales humanas.
- Traumas
Trauma: lesión del tejido vivo causada por un mecanismo o fuerza extrínseca al cuerpo.
Fractura: cualquier evento traumático que resulta de una discontinuidad parcial o completa
del hueso.
Los tipos de traumas comprenden las fracturas, las dislocaciones, las deformaciones
postraumáticas y las condiciones traumáticas misceláneas, incluyendo aquellas que no
afectan directamente el esqueleto.
Las fracturas pueden resultar por la aplicación de una o varias de las siguientes fuerzas: a) por
tensión, b) por compresión o axial, c) por torsión o retorcimiento, d) por flexión o
doblamiento y e) por corte o cizallamiento (Mann, Murphy, 1990).
Las heridas por PAF se clasifican de la siguiente manera (Di Maio, 1985:52-67):
1. Heridas por contacto, donde la boquilla del arma es colocada contra la superficie del
cuerpo durante su descarga. Estas a su vez pueden ser apretadas, sueltas, anguladas o
incompletas. En las heridas de contacto la boquilla se aprieta contra la piel, estampándose de
tal manera que la piel envuelve la boquilla; los bordes de entrada son chamuscados por los
gases calientes de la combustión y ennegrecidos por el hollín.
2. Heridas por contacto cercano, cuando la boquilla se sostiene a una corta distancia pero no
en contacto con la piel. Granos de pólvora se dispersan y marcan la piel produciendo un
tatuaje individual por la pólvora.
3. Heridas de rango intermedio, cuando la distancia es tan cercana, lo suficiente para que
granos de pólvora expelidos por la boquilla produzcan tatuaje sobre la piel.
4. Distantes, cuando las únicas marcas sobre el blanco son las producidas por la acción
mecánica del proyectil que perfora la piel.
RESUMEN: paso revista al estado actual de la reflexión arqueológica sobre las guerras
prehispánicas andinas, particularmente las de época pre-inca en los Andes del Sur (NO de
Argentina, N de Chile, SO de Bolivia). Siguiendo los ejes planteados para este intercambio
de ideas, comienzo señalando los principales temas en debate, después trato las posibles
consecuencias sociales del conflicto y termino considerando brevemente el modo en que se
recordaban aquellos conflictos en la época colonial.
Si entendemos la guerra como hostilidad armada entre colectivos políticamente organizados,
las evidencias materiales indican que esta ha rondado a la humanidad durante gran parte de su
historia, aunque con significativas variaciones de intensidad y forma. A pesar de su
ubicuidad, la guerra recién se instala como un tema de investigación significativo en la
arqueología —fundamentalmente en la anglosajona— en la década de 1990 (Kelly 1996). En
los Andes todavía es un tópico escasamente discutido, a pesar de que las tradiciones orales
recopiladas al momento de la conquista española aludían claramente a una era de conflictos
armados antes de la expansión inca y de que los arqueólogos advirtieron hace tiempo ya sus
rastros materiales.
Cuatro clases de indicadores son comúnmente aceptados en arqueología para inferir la
existencia de guerras, a saber, sistemas de asentamiento defensivos, señales de traumas en los
cuerpos, artefactos vinculados al combate e iconografía. Si bien existen evidencias aisladas
de épocas anteriores (p. ej., huesos humanos con traumas o puntas de proyectil incrustadas o
representaciones de individuos con atuendos guerreros), es recién a partir del 1000 d.C. —y
particularmente después de 1200— que los cuatro tipos de indicadores se hacen presentes en
gran parte del sur andino. El clima de beligerancia sugerido por estas evidencias parece haber
cesado con la expansión inca (la Pax Inca), teniendo en cuenta que muchos asentamientos
defensivos dejan de utilizarse en el siglo XV y se establecen sitios nuevos en lugares
claramente vulnerables (Nielsen 2002, Williams 2014b). Las fuentes documentales sugieren
que los incas hicieron un uso restringido de la violencia armada, solo para doblegar la
resistencia de algunos grupos (p. ej., collas, chichas) o defender la frontera oriental.
El primer tema que divide la opinión de los arqueólogos es si estos elementos son suficientes
para concluir que efectivamente hubo guerras antes del inca, una época que en las secuencias
cronológicas del área se denomina Período de Desarrollos Regionales o Intermedio Tardío
(en adelante PDR). Los escépticos suelen cuestionar la validez de cada indicador por
separado, argumentando por ejemplo que las cabezas cercenadas son un ejemplo más de la
popularidad del culto a los antepasados; que las representaciones de guerreros o combates en
el arte rupestre podrían aludir a situaciones míticas; que los cascos y corazas confeccionados
en madera, fibra y cuero no parecen ser protección suficiente en combate; que las nuevas
armas pudieron estar destinadas a la caza o —en el caso de hachas y manoplas— ser objetos
meramente rituales; que muchos poblados de la época no tienen fortificaciones por lo que no
son estrictamente pukaras y que su ubicación en puntos elevados pudo obedecer a
consideraciones utilitarias (p. ej., maximizar el aprovechamiento de tierras cultivables o
resguardarse de los aluviones) o religiosas.
Lo primero que esta forma de razonamiento ad hoc no puede explicar es porqué estas
evidencias proliferan en forma simultánea (desde el punto de vista arqueológico) sobre un
área tan extensa (desde la provincia de Catamarca, por lo menos, hasta el lago Titicaca y la
sierra del Perú). Ciertamente, no aparecen en todas partes ni con la misma claridad y rara vez
se encuentran todas ellas en una misma región. De hecho, no parece haber rastros de conflicto
en las zonas más elevadas de la puna y altiplano, habitadas por pastores especializados
(sureste de Lípez, puna occidental de Jujuy y Salta), ni entre los pescadores del litoral del
océano Pacífico. Cuando están, se asocian a poblaciones que practican la agricultura, tanto en
los bolsones altiplánicos (p. ej., Antofagasta de la Sierra, Casabindo, Norte de Lípez,
intersalar) como en las quebradas, valles y oasis a ambos lados del macizo cordillerano.
No es posible aquí analizar cada uno de estos cuestionamientos (ver Arkush y Stanish
2005,Nielsen 2003), por lo que solo tomaré dos ejemplos: la interpretación de los
asentamientos y la relación entre rito y conflicto. La adopción generalizada entre los
agricultores sur-andinos de un sistema de asentamiento defensivo es a mi juicio la evidencia
más contundente del establecimiento de un "estado de guerra endémica" en el siglo XIII.
Limitar el problema a una cuestión tipológica —¿es correcto clasificar los poblados de la
época como fortalezas o pukaras?— lleva a perder de vista las demás propiedades defensivas
de las nuevas estrategias de uso del espacio, como el dominio visual del entorno que permite
prevenir asaltos sorpresivos, las ventajas defensivas que ofrecen terrenos altos y escarpados
aun cuando no exista una arquitectura especializada, el amparo de numerosos vecinos que
brinda la residencia en grandes conglomerados, la intervisibilidad que permite advertir y
movilizar rápidamente a aliados cercanos o el abandono de áreas para crear zonas de
amortiguación, entre otras. Puesto que la etnografía indica que la sorpresa y el número de
combatientes en cada bando son factores decisivos en la llamada "guerra tribal" (Ferguson
1995, Keely 1996, Redmond 1994, Wiessner y Tumu 1998, entre otros) cabe pensar que los
recaudos defensivos señalados fueron tan o más importantes que la presencia de
fortificaciones. Por otra parte ¿cómo explicar si no la adopción generalizada de estas formas
de habitar que implicaron dejar antiguas áreas de vivienda en favor del hacinamiento en sitios
generalmente desprovistos de agua, poner distancia con las áreas de cultivo y pastoreo y
abandonar zonas ricas en recursos que habían sido regularmente habitadas hasta entonces?
Ciertamente, ninguno de estos cambios en los asentamientos puede ser explicado por quienes
consideran que los conflictos eran solo combates rituales análogos al t´inku etnográfico
(Topic y Topic 1997, 2009). Aunque estas prácticas provocan heridos y hasta muertos, lo que
permite caracterizarlas como "ritos" y no "guerras" es, precisamente, que no representan una
amenaza para quienes no participan directamente, por lo que no llevan a las comunidades
involucradas a adoptar recaudos defensivos. La guerra siempre conlleva actos rituales, lo que
no significa que sea menos violenta o amenazadora, sino simplemente que quienes combaten
aprovechan todos los recursos a su disposición, incluyendo hechizos, música, danzas, plantas
alucinógenas y otras técnicas para movilizar el auxilio de ancestros, animales tutelares y otras
agencias no humanas (Nielsen 2007). Los antiguos andinos también empleaban el rito para
propiciar las cosechas, la multiplicación del ganado o la construcción de sus casas, lo que no
convierte a su agricultura, ganadería y arquitectura en actividades "meramente" rituales.
¿Quiénes se enfrentaban? ¿Cómo eran aquellos conflictos? ¿Qué normas los regulaban?
¿Cómo afectaban a otras actividades, como la agricultura o el tráfico interregional? Como
estas indagaciones se encuentran en sus comienzos, solo mencionaré ejemplos de las diversas
respuestas que comienzan a surgir. Respecto a las partes enfrentadas, se ha planteado que
podría tratarse de conflictos locales entre vecinos, grupos del oriente amenazando a las
poblaciones de tierras altas (un fenómeno del que hay testimonio escrito en época colonial) o
luchas entre colectivos regionales. La ventaja de esta última interpretación reside en que su
carácter multiplicador podría dar cuenta de la gran difusión y relativa contemporaneidad de
los conflictos y, particularmente, de su presencia en la vertiente occidental andina, lejos del
alcance que uno atribuiría a los ataques de grupos de las tierras bajas del oriente. La ausencia
de fuentes de agua en la mayoría de los poblados, por su parte, ratifica que los combates
debieron ser fundamentalmente emboscadas, asaltos sorpresivos y saqueos, antes que asedios
o campañas orientadas a la conquista territorial, prácticas que estarían fuera de las
capacidades logísticas de los pueblos de la época. La separación entre áreas residenciales y
productivas (campos con terrazas y riego, ganadería trashumante) sugieren la existencia de
normas capaces de regular la estacionalidad de las luchas, con temporadas de paz dedicadas a
la producción (seguramente el verano) y épocas para la guerra. Esto podría también explicar
la continuidad del tráfico interregional a pesar de las hostilidades, aunque hay otros
escenarios posibles.
Otro tema en debate se refiere a las causas de las hostilidades. Las hipótesis propuestas
incluyen presión demográfica y competencia por tierras, luchas políticas relacionadas con la
disolución de Tiwanaku, contiendas por el control del tráfico de larga distancia, invasiones de
otros grupos y deterioro climático. La existencia de sequías en el sur andino durante el siglo
XIV, que podrían haber abonado el clima de beligerancia, ha sido recientemente confirmada
mediante reconstrucciones paleoclimáticas de alta resolución basadas en anillos de árboles
(Morales et al. 2012). Cuando ocurren en la actualidad sequías de esta magnitud, conllevan el
fracaso de la agricultura de secano en los sectores más áridos del altiplano, obligando a
muchos hombres adultos a migrar a los valles y centros urbanos en busca de trabajo para
sustentar a sus familias. Cabe pensar que crisis similares en el pasado no dejaron a las
comunidades en las tierras altas más alternativas que apelar a la solidaridad de otros grupos
menos afectados o presionar sobre sus vecinos a ambos lados de los Andes para asegurarse
tierras con potencial para el riego
También comienza a cuestionarse recientemente el manejo de la fuerza militar y otras formas
de violencia por parte de los incas. Las investigaciones de los últimos años han revelado que
la formación del Tawantinsuyu en el siglo XV coincide con la destrucción violenta de áreas
públicas y poblados importantes de varias regiones, el abandono de ciertos asentamientos y la
reorganización de otros, así como el vaciamiento de algunas regiones. Todo esto invita a
revisar críticamente el supuesto de una expansión incaica negociada o impuesta pero sin uso
efectivo de la fuerza, una idea basada en última instancia en testimonios orales recogidos
durante la conquista que, sesgados por la voluntad propagandista del propio estado cuzqueño,
pudieron haber omitido selectivamente ciertos hechos. Aunque con la conquista inca dejan de
utilizarse sitios defensivos en ciertas regiones (p. ej., Norte de Lípez), en otras los sistemas de
asentamiento locales no sufren cambios significativos, mientras que el Estado mismo parece
controlar directamente las áreas de amortiguación o 'tierras de nadie' creadas durante el PDR
mediante la construcción de tambos, guarniciones e instalaciones productivas.
CONSECUENCIAS SOCIALES DE LAS GUERRAS PRE-INCAICAS
El escepticismo entre los arqueólogos respecto a la realidad o gravedad de las guerras
preincaicas ha llevado a que, aunque a menudo se mencione al conflicto como una
característica más de la época, se haya prestado poca atención a las consecuencias que pudo
tener esta situación para los procesos sociales sur-andinos. El tema ha sido bastante discutido,
en cambio, en la arqueología en general, principalmente con relación al papel que pudo
desempeñar la guerra en el desarrollo de la complejidad social y, eventualmente, en el
surgimiento del Estado. Las opiniones varían ampliamente, pero últimamente hay cierto
consenso en considerarla un elemento más capaz de promover cambios en las estructuras
políticas y económicas, pero cuyos efectos específicos dependen de muchos otros factores
cuya incidencia debe establecerse mediante un análisis histórico pormenorizado.
Hay elementos para afirmar que los conflictos del PDR provocaron cambios significativos en
las formaciones sociales sur-andinas. En primer lugar, la concentración de la población en
grandes asentamientos y la aparición en algunas regiones de relaciones jerárquicas entre ellos
ponen de manifiesto procesos de integración que seguramente se asocian con nuevas
prácticas e instituciones políticas, al menos entre los grupos agricultores y agropastores. Estas
se hacen visibles en la proliferación de monumentos a los antepasados, los rastros de
comensalismo público y la construcción de plazas en los principales poblados (Nielsen 2006).
Todo indica que las nuevas pautas de convivencia y las alianzas entre grupos de parentesco y
comunidades promovidas por la inseguridad resultaron en procesos de "fusión segmentaria"
(Platt 1987) que resolvieron pacíficamente las disputas locales, redirigiendo la violencia hacia
grupos ajenos a cada región. De acuerdo a esta interpretación, integración segmentaria local y
guerra interregional se reforzarían mutuamente.
Tendencias hacia la intensificación e integración económica se advierten en el desarrollo de
extensas superficies agrícolas con terrazas y andenes alimentados por complejos sistemas de
irrigación que requieren una operación coordinada, como así también en la reorganización de
los sistemas de movilidad y manejo del ganado. Más aún, podría argumentarse que el
desarrollo de estructuras políticas supra-comunitarias estuvo acompañado de la
implementación de estrategias económicas colectivas, en las que la formulación de los
programas de trabajo, la planificación de uso de los recursos y otras decisiones económicas
claves recaerían en manos de grupos o instancias administrativas superiores a la unidad
doméstica. Por cierto, no tiene por qué haber una relación directa entre integración y
desigualdad económica, entendida como participación diferencial en los procesos de trabajo y
apropiación de recursos. La homogeneidad de la arquitectura doméstica y de los artefactos de
uso cotidiano en general sugieren que la cultura material operaba como un discurso
igualitario e inclusivo que sería consistente con un modo corporativo de acción política, pero
la realidad es que no contamos aún con los datos de consumo necesarios para evaluar las
desigualdades efectivas que pudieron existir en distintas regiones.
Ciertamente, la invención de tradiciones comúnmente asociada a la formación de etnicidades
se vería facilitada por el masivo desarraigo y pérdida de memoria práctica que
indudablemente debió acompañar a la relocalización de poblaciones del siglo XIII. La
proliferación de referencias monumentales a los antepasados que se produce a partir de este
momento ( chullpas, wankas, etc.) es una expresión elocuente de este proceso político de
reconfiguración de la memoria.
VIOLENCIA”
El autor distingue entre violencia colectiva en general del tipo específico de violencia
organizada que es la guerra. La guerra implica dos o más grupos o facciones identificados,
noción de guerrero o soldado, ejércitos, una mínima duración de tiempo, y una cierta
discrecionalidad temporal. Además implica una cultura material específica, distinta de la
cotidiana. Por lo cual podríamos decir que en el Paleolítico no hubo guerra pero si hubo
violencia de distintos tipos.
Antes del ser humano moderno, hay evidencia de violencia colectiva organizada. Hay restos
de humanos del Pleistoceno Medio (entre 774mil y 129mil años AP) con signos de violencia
en forma de traumas ante morten y perimortem.
Ante mortem: tiene lugar antes de que se produzca la muerte. Puede tratarse de una herida
curada o en proceso de curación.
Perimortem: tiene lugar en torno al momento de muerte: pudo contribuir al deceso, pero
también producirse inmediatamente después.
Homínido descubierto en la Sima de los Huesos, con dos lesiones contusas perimortem en la
parte frontal, es decir, alguien golpeó con fuerza la cabeza del homínido con un objeto y de
forma repetida, lo que debió causarle la muerte pues: las heridas no se llegaron a cerrar. Esto
se asume que no fue casual ya que las lesiones casuales suelen localizarse en los lados del
cráneo, mientras las intencionales se dan en la cara o en la parte posterior. Este es el ejemplo
más antiguo de violencia interpersonal, pero no indica que fuera colectiva.
Heridas de proyectiles: aunque se encuentra evidencias de flechas con una antigüedad de
entre 9900 y 9300 aC en Stellmoor no parece que se emplearán para matar a otros seres
humanos, las heridas de proyectiles comienzan a ser frecuentes en el Mesolítico, el periodo
de los últimos cazadores-recolectores, es decir entre 15mil y 5mil años AP en Europa.
Durante esta época el hielo retrocedió y Europa se cubrió de bosques.
Los traumas en los huesos indican que hubo conflicto. En un estudio de todos los casos de
traumas conocidos, se ha observado que se pasa de 13 a 60 lesiones contusas provocadas por
golpes entre el Paleolitico Superior y el Mesolítico. Y de 3 a 17 por heridas de proyectil.
(Tiene referencia). Además las heridas se vuelven más graves y en muchos casos debieron
conducir a la muerte, porque se incrementa la cantidad de lesiones perimortem frente a las
ante mortem. Todo indica que existe violencia coalicional pero no colectiva.
Caso Ofnet, en Baviera, al sur de Alemania. Se descubrieron dos hoyos, 34 cráneos, de los
cuales nueve de mujeres y 20 de niños. Decapitados en torno al momento de su muerte, 7500
años AP. Se discute si es un ritual funerario (los cráneos habían sido cubiertos de ocre y
ceniza, adornados con conchas y colocados mirando al oeste, o si es resultado de un conflicto
(a un porcentaje de individuos les habían asestado un golpe en la nuca con un hacha de
piedra).
No sé sabe tampoco si se depositaron todos a la vez o a lo largo del tiempo. Con la
información actual se habla de un ritual y que tiene relación con la muerte y no de una
masacre.
Caso del yacimiento Kanaljorden, en el sur de Suecia, depósito de calaveras, similar fecha a
Ofnet, entre 8mil y 7500 AP. 34 huesos humanos que pertenecieron a un mínimo de diez
individuos. 7 mostraban traumas contusos en el cráneo, solo en 3 son perimortem, la mayoría
de las heridas se encontraban curadas en el momento del deceso. El contexto en el que
aparecieron es muy peculiar, se trata de una plataforma de piedra en la que también se
depositaron huesos de oso pardo y de jabalí. Ubicados en una forma específica lo que podría
indicar muy posiblemente un ritual.
Ofnet y Kanaljorden nos hablan de algún tipo de rito conectado con la violencia, porque en
todos los casos hay individuos que sufrieron agresiones. Pero por ahora es imposible conectar
el tipo de agresión.
Una perspectiva bioarqueológica sobre la historia de la
violencia. Walker.
RESUMEN
Las lesiones traumáticas en restos de esqueletos humanos antiguos son una fuente directa
de evidencia para probar teorías de la guerra y la violencia que no están sujetas a la
dificultades interpretativas que plantean creaciones literarias como registros históricos y
informes etnográficos. La investigación bioarqueológica muestra que a lo largo de la historia
en nuestra especie, la violencia interpersonal, especialmente entre hombres, ha prevalecido.
El canibalismo parece haber estado muy extendido, y las matanzas en masa, los homicidios y
las lesiones por agresión también están bien documentados tanto en el Viejo como en el
Nuevo Mundo. Ninguna forma de organización social, modo de producción o entorno
ambiental parecen haber permanecido libre de violencia interpersonal por mucho tiempo.
INTRODUCCIÓN
Entre los antropólogos, los bioarqueólogos están en una posición ideal para explorar las
causas de la violencia en sociedades anteriores. Los restos humanos de sitios arqueológicos
son una fuente única de datos sobre los factores ambientales, económicos y sociales que
predisponen a las personas tanto a conflictos violentos como a la coexistencia pacífica. La
controversia sobre los efectos que tuvo la expansión de las sociedades occidentales sobre los
patrones de guerra en las culturas no occidentales proporciona un buen ejemplo de la
relevancia de la bioarqueología. Algunos antropólogos creen que los patrones de guerra
documentados por etnohistoriadores y etnógrafos en sociedades no occidentales
anteriormente “aisladas” del Nuevo Mundo y de otros lugares son un reflejo no tanto de los
patrones culturales previos al contacto como de la perturbación social y las desigualdades
económicas creadas por el comercio de bienes. y enfermedades que inevitablemente
acompañan al contacto con occidentales (Dunnell 1991, Ferguson 1995, Walker 2001b).
Desde esta perspectiva, las guerras históricamente documentadas en las sociedades modernas
no occidentales son poco más que un reflejo de la competencia violenta y el deseo insaciable
de acumulación de riqueza material que contamina el mundo moderno. En consecuencia,
algunos investigadores descartan los registros etnográficos y etnohistóricos por considerarlos
en gran medida irrelevantes para comprender los patrones anteriores de violencia y especulan
que la guerra que existió en las sociedades premodernas era una forma ritualizada, rara vez
mortal y típicamente ineficaz, de resolución de disputas mediada culturalmente diseñada para
mantener eficientemente las fronteras sociales minimizando al mismo tiempo las muertes.
Aunque hay quienes están en total desacuerdo con la base fáctica de esta visión
neorousseauniana de la pasividad premoderna (Keeley, 1996), es un argumento que resuena
en mucha gente y es difícil de contrarrestar sin hacer referencia a datos bioarqueológicos de
nuestro pasado lejano y preindustrial.
Los estudios esqueléticos tienen el potencial de ampliar enormemente nuestra comprensión
del potencial humano para el comportamiento tanto violento como no violento. Los
documentos históricos y los registros etnográficos ofrecen una visión estrecha del espectro de
capacidades humanas para la bondad desinteresada y la crueldad absoluta. El número de
grupos históricamente documentados es minúsculo en comparación con el enorme número de
sociedades extintas de las que no tenemos registros escritos. Cuando se dispone de
descripciones históricas de la guerra y la violencia, es difícil (algunos dicen imposible)
desenredar su base fáctica de los prejuicios culturales del observador respecto de este aspecto
de la vida tan cargado de emociones y política. Los restos de esqueletos humanos, por el
contrario, proporcionan evidencia directa de violencia interpersonal tanto en sociedades
prehistóricas como históricamente documentadas que, en muchos aspectos, es inmune a las
dificultades interpretativas planteadas por las fuentes literarias (Walker 1997, 2001b). Varias
puntas de flechas de pedernal incrustadas en la columna vertebral de una persona no son
construcciones simbólicas (Figura 1). Dicen algo indiscutible sobre las interacciones físicas
que se dieron entre esos huesos y esas piedras.
DEFINICIÓN DE VIOLENCIA
La evaluación de la evidencia esquelética de violencia antigua se ve dificultada tanto por los
problemas técnicos de interpretación de las lesiones como por algunas cuestiones
fundamentales de definición relacionadas con la distinción entre lesiones accidentales e
intencionales. En medicina, “lesión” significa el daño o herida causado por un trauma, y
“trauma” se refiere a una lesión accidental o infligida causada por un “contacto duro con el
medio ambiente” (Stedman 1982). Aunque aparentemente sencillos en su referencia al daño
físico, los conceptos de trauma y lesión a menudo se extienden para abarcar tanto las lesiones
psicológicas como las físicas.
La distinción que comúnmente se hace entre lesiones traumáticas accidentales e intencionales
es aún más problemática debido a la implicación causal de la malevolencia humana. Las
lesiones accidentales son aquellas causadas por eventos no planificados que suceden
inesperadamente. El concepto de “daño violento”, por otra parte, a menudo lleva consigo, en
su uso vernáculo, la implicación de intencionalidad humana. Esta distinción causal
aparentemente clara puede oscurecerse fácilmente. Aunque la mayoría de la gente utiliza
“violencia” para implicar una interacción dañina entre personas (es decir, violencia
“interpersonal”), los epidemiólogos muestran poca preocupación por esta distinción
fundamental y normalmente incluyen muertes accidentales junto con homicidios y suicidios
en sus esquemas clasificatorios bajo el título “ lesiones violentas” (Holinger 1987; Lancaster
1990, p. 341; Murray y López 1996). Incluso si podemos estar de acuerdo en que un
elemento clave de cualquier definición de violencia es que se refiere, como en algunas
declaraciones internacionales de derechos humanos (Naciones Unidas 1993), al
comportamiento de las personas entre sí de maneras que probablemente causen daño personal
o lesión, hay lugar para discutir sobre el grado de intencionalidad requerido para que haya
ocurrido un acto de violencia. Por ejemplo, se puede argumentar que todos los daños
resultantes de la marginación de un grupo por otro a través de la expansión territorial, el
dominio social o la explotación económica cumplen con la definición de violencia si los
grupos dominantes muestran un absoluto desprecio por la seguridad y el bienestar físico de
las personas a las que han marginado.
También está el problema de la contingencia cultural: el término violencia significa cosas
diferentes en diferentes culturas e incluso para miembros de la misma cultura (Krohn-Hansen
1994). En muchas sociedades, golpear a los hijos y a los cónyuges para disciplinarlos está
socialmente sancionado porque se considera beneficioso, no perjudicial, para quienes reciben
las palizas. Por otro lado, es común en las ciencias sociales y las humanidades ampliar el
concepto de violencia para abarcar “cualquier situación injusta o cruel o maltrato de otro ser
humano” (Straus 1999).
Debido a la limitada evidencia física disponible para documentar la violencia interpersonal en
sociedades anteriores, hay pocas oportunidades para hacer distinciones sutiles como éstas en
los estudios bioarqueológicos. En cambio, la compleja gama de comportamientos que
resultan en lesiones accidentales e intencionales se reduce a restos esqueléticos u
ocasionalmente tejidos momificados y al contexto arqueológico dentro del cual se encuentran
estos restos humanos. Debido a estas limitaciones probatorias, es prudente restringir el uso
del término lesión violenta en bioarqueología a lesiones esqueléticas para las cuales existe
fuerte evidencia circunstancial de intención malévola (por ejemplo, la presencia de varias
puntas de flecha incrustadas en el esqueleto de un hombre en un fosa común con otros
jóvenes heridos cuyos cráneos muestran marcas de corte consistentes con arrancamiento del
cuero cabelludo) y reservar el término lesión accidental para casos que carecen de evidencia
tan clara de intención malévola.
Las lesiones traumáticas son algunas de las condiciones patológicas más comunes observadas
en los esqueletos humanos. Los cambios óseos asociados con el trauma incluyen fracturas no
cicatrizadas, callos de lesiones antiguas, remodelación posterior a dislocaciones articulares y
las osificaciones que ocurren dentro de los músculos, tendones y la vaina de tejido conectivo
(periostio) lesionados que encapsula los huesos. Interpretar esta evidencia de un trauma
antiguo requiere un complicado proceso de toma de decisiones (Figura 2). Desde una
perspectiva conductual, es de gran importancia distinguir entre las lesiones sufridas antes de
la muerte (antemortem), alrededor del momento de la muerte (perimortem) y después de la
muerte (postmortem) a través del movimiento del suelo y otros procesos de formación del
sitio. Las lesiones antemortem y perimortem son de considerable interés antropológico
debido a las implicaciones que tienen para el comportamiento humano.
Las fracturas antemortem son comparativamente fáciles de identificar porque el callo bien
definido de hueso nuevo que generalmente se forma alrededor de la fractura persiste mucho
después del trauma que la produjo (Figura 3). Si una fractura no muestra signos de curación,
es seguro decir que se trata o bien de una lesión perimortem, o de un daño postmortem
causado por procesos de formación del sitio o un daño posterior a la recuperación debido a
una excavación arqueológica o la conservación de un museo. Es comparativamente fácil para
un osteólogo bien capacitado distinguir las fracturas que ocurrieron mucho después de la
muerte de las lesiones perimortem. Las fracturas en los huesos de los vivos y de los recién
fallecidos tienden a propagarse en un ángulo agudo con respecto a la superficie del hueso en
un patrón comparable al observado en otros materiales plásticos (Figura 4). Después de la
muerte, la pérdida de colágeno hace que el hueso sea mucho más frágil. Como resultado, las
fracturas en huesos viejos causadas por el movimiento del suelo y otros procesos de
formación del sitio tienden a propagarse en ángulo recto con respecto a la superficie del
hueso, como las que se observan en un trozo de tiza roto (Villa y Mahieu 1991) (Figura 5).
A menudo, las fracturas post mortem en huesos viejos también pueden identificarse debido a
una diferencia de color entre la superficie del hueso (generalmente más oscura) y la del área
expuesta por la fractura (generalmente más clara). Esta decoloración de la superficie, que se
produce a través del contacto prolongado con el suelo circundante, permite distinguir las
marcas de corte realizadas en el momento de la muerte por armas u otras herramientas de los
daños ocurridos mucho después de la muerte, como durante las excavaciones arqueológicas o
la conservación de museos (Frayer 1997, Blanco y Toth 1989). Los signos de curación, por
supuesto, son evidencia inequívoca de que la lesión ocurrió antes de la muerte. Sin embargo,
las respuestas óseas a la lesión no son inmediatas. En el trabajo forense con víctimas de
traumas modernos, a menudo es posible diferenciar las lesiones antemortem-perimortem y
postmortem-perimortem porque hay poco sangrado alrededor de las lesiones antemortem
sufridas después de que el corazón deja de latir. Aunque a veces se observan manchas de
sangre descompuesta en restos momificados antiguos, la ausencia de tal evidencia en la
mayoría de las situaciones arqueológicas significa que las fracturas en los huesos de los vivos
y de los recientemente fallecidos son esencialmente idénticas en apariencia. Puede ser
imposible, por ejemplo, decidir si una fractura craneal perimortem es el resultado de un golpe
letal en la cabeza o de un trato brusco dado al cadáver después de la muerte. Aunque a veces
estos problemas no pueden resolverse, el tipo de lesión perimortem suele ser revelador. Un
esqueleto plagado de heridas de flecha sugiere fuertemente intenciones malévolas, incluso si
algunas de las heridas fueron infligidas póstumamente como un gesto de falta de respeto.
A través de la acumulación progresiva de evidencia de fuentes dispares, es posible ir
aclarando gradualmente lo que realmente sucedió durante la historia de nuestra especie.
Aunque proyectar acríticamente lo que sabemos sobre el trauma moderno hacia el pasado es
potencialmente engañoso, los patrones de trauma modernos proporcionan una rica fuente de
datos comparativos que permiten ubicar las lesiones antiguas dentro de contextos
histórico-culturales y de comportamiento significativos.
DERRIBANDO EL MITO DE NUESTRO PASADO PACÍFICO
Considerando los muchos problemas metodológicos que he descrito, ¿qué podemos decir con
base en los datos actualmente disponibles sobre la prevalencia de la violencia en sociedades
anteriores? En primer lugar, es justo decir que ha habido un sesgo histórico hacia la
sobreinformación de casos espectaculares, como cráneos con puntas de proyectil incrustadas,
heridas de sable abiertas y horripilantes marcas de arrancamiento del cuero cabelludo. La
gente parece tener una fascinación profundamente arraigada por la violencia, especialmente si
la víctima era un extraño.
Este interés lascivo quizás explique en parte el impresionante número de informes de casos
paleopatológicos dedicados a describir las heridas de víctimas individuales de traumas
(Elerick y Tyson 1997). Este enfoque de “caso” para la documentación de la violencia
antigua dominó el campo de la paleopatología durante la mayor parte del siglo XX y refleja
los intereses diagnósticos y la falta de perspectiva poblacional de los médicos que realizaron
gran parte de este trabajo anterior. Estos problemas de posible sobreinformación y falta de
una perspectiva poblacional significan que la mayor parte de la literatura paleopatológica
proporciona poca base para estimar la prevalencia de la violencia pasada. Sabemos que en
todo el mundo prehistórico, muchas personas murieron a manos de otros, pero casi en
ninguna parte hay datos disponibles para estimar siquiera aproximadamente cómo la
frecuencia de tales ataques varió a través del espacio y el tiempo (Walker 1997).
A pesar de estas limitaciones, los informes de casos tienen mucho que enseñarnos sobre la
historia de la agresión humana. Nos muestran que las raíces de la violencia interpersonal
penetran profundamente en la historia evolutiva de nuestra especie. Los huesos con marcas de
corte infligidas por otros humanos son sorprendentemente comunes considerando la escasez
de restos de homínidos primitivos. La posición anatómica de las marcas de herramientas de
piedra en el pómulo de un espécimen del Plio-Pleistoceno del sitio Sterkfontein en Sudáfrica
sugiere que fueron infligidas por alguien que cortó los músculos de esta persona durante el
proceso de extracción de la mandíbula del resto de la cabeza ( Pickering et al 2000).
El número de tales especímenes es pequeño y las limitaciones de la información contextual
asociada hacen difícil determinar qué motivó esta práctica temprana de cortar la carne de los
muertos; el canibalismo, la curiosidad anatómica y la manipulación ritual de partes del cuerpo
son todas posibilidades. La especulación sobre hasta qué punto los primeros humanos se
mataban y consumían entre sí ha sido durante mucho tiempo parte de la literatura
antropológica. En la década de 1930, Franz Weidenreich sugirió, basándose en la abundancia
de bóvedas craneales con bases fracturadas y la escasez de restos infracraneales, que los
especímenes de Homo erectus del sitio de Zhoukoudien fueron víctimas de extracción de
cerebro durante fiestas caníbales (Weidenreich 1943). Esta evidencia de canibalismo siempre
ha sido controvertida y la disputa actual será difícil de resolver porque muchos de los
especímenes originales se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos
prehistoriadores todavía aceptan la evidencia de Weidenreich como convincente (Lanpo y
Weiwen 1990, Walpoff 1996), mientras que otros han reinterpretado la condición de los
huesos de Zhoukoudien como daño post mortem por la roida del puercoespín y otros procesos
de formación del sitio (Binford y Ho 1985, Binford y Stone 1986). .
En el Paleolítico Medio, la evidencia de traumatismos esqueléticos aumenta notablemente,
quizás en parte debido a la disponibilidad de muestras esqueléticas mucho más grandes. Las
fracturas curadas son especialmente comunes entre los neandertales. Muchas de estas lesiones
parecen haber sido accidentales y quizás se expliquen por los peligros de una adaptación
depredadora que implicaba la caza mayor con herramientas simples (Berger y Trinkaus 1995,
Gardner 2001, Richards et al 2000, Trinkaus y Zimmerman 1982).
Algunas de estas lesiones también pueden ser el resultado de violencia interpersonal. Aunque
no se han encontrado huesos con puntas incrustadas o heridas de arma indiscutibles, un
espécimen temprano de Homo sapiens de Israel (Skhul IX) tiene una lesión perimortem que
sugiere un ataque letal: una lanza atravesó la parte superior de la pierna y entró en la cavidad
pélvica (McCown y Keith 1939).
En varias colecciones de restos de neandertales se han informado marcas de corte y otros
signos de procesamiento post mortem posiblemente asociados con el canibalismo. Las marcas
de herramientas en algunos de estos especímenes pueden explicarse de maneras mucho
menos dramáticas y no caníbales.
También es importante recordar que incluso en los casos en los que se puedan demostrar
argumentos sólidos a favor del canibalismo, esto no significa necesariamente que alguien
haya sido asesinado para obtener su carne. Aunque es raro, el consumo ritual de porciones de
los cuerpos de personas que murieron por causas naturales ha sido reportado
etnográficamente, y el fenómeno del canibalismo por inanición entre las víctimas de la
hambruna es un fenómeno moderno bien documentado (Keenleyside et al 1997, Petrinovich
2000).
La evidencia más temprana de canibalismo europeo proviene de restos humanos de 800.000
años de antigüedad recuperados en el sitio español de Atapuerca. Los esqueletos de
Atapuerca están muy fragmentados y presentan marcas de corte que se han interpretado como
evidencia de decapitación y descarnado (Fernández-Jalvo et al 1999). Algunos de los huesos
largos muestran daños perimortem compatibles con la extracción de médula, y todo el
conjunto óseo humano parece haber sido tratado como desperdicios de comida. Las marcas
de corte y el estado fragmentario de los restos neandertales de Krapina procedentes de
Croacia se han interpretado a menudo como evidencia de canibalismo
(Gorjanovdıc-Kramberger 1906, Ullrich 1978). Otros sugieren que los funerarios
neandertales podrían haber hecho las marcas de corte y atribuir las fracturas a causas no
humanas, como desprendimientos naturales de rocas o daños por excavaciones (Russell
1987a,b; Trinkaus 1985). La evidencia del canibalismo neandertal se ha fortalecido
enormemente a través de estudios recientes de las distribuciones espaciales, marcas de
herramientas y frecuencias de elementos esqueléticos en restos humanos y animales de
Moula-Guercy, una cueva francesa. Estos estudios muestran patrones sorprendentemente
similares de daño perimortem que sugieren que tanto los huesos humanos como los de
ungulados depositados en el sitio son desechos de alimentos (Defleur et al 1999). Los huesos
de La Baume Fontebregoua, un sitio neolítico francés, muestran una correspondencia similar
entre restos humanos fragmentarios y colecciones faunísticas de desechos de alimentos (Villa
1992, Villa et al 1986). Estos datos sugieren que la práctica del canibalismo no se limitó a los
neandertales. Más bien, parece haber persistido durante la transición de la caza y la
recolección a la agricultura.
En la época mesolítica, la evidencia de lesiones mortales que sugieren fuertemente un
homicidio comienza a aumentar notablemente. Esto es en parte una consecuencia del mayor
uso de arcos y flechas, un arma cuyas pequeñas puntas se incrustan de forma segura en el
hueso de la víctima (Figura 1). Cuando hay múltiples heridas de flecha, es una prueba
inequívoca de homicidio (p. ej. Boule y Vallois 1937). Ofnet, un yacimiento mesolítico de
7.720 años de antigüedad en Baviera, proporciona la primera evidencia clara de asesinato en
masa (Frayer 1997). La colección Ofnet consta de 38 calaveras. Muchos de ellos muestran
fracturas biseladas en la parte posterior de la cabeza que sugieren fuertemente golpes
perimortem. No hay evidencia de canibalismo y pocos indicios de matanza. Sin embargo, las
marcas de corte perimortem en muchas de las vértebras cervicales recuperadas con los
cráneos sugieren la decapitación. Esta evidencia de matanzas masivas entre
cazadores-recolectores es importante porque muestra que el desarrollo de comunidades
agrícolas sedentarias no es un requisito previo para una actividad homicida organizada a gran
escala. Parece claro que los cazadores-recolectores mesolíticos, al igual que sus homólogos
modernos (por ejemplo, Knauft 1987), a veces vivían en sociedades donde el miedo a
convertirse en víctima de un homicidio era un hecho de la vida cotidiana.
Un estudio reciente sobre las lesiones traumáticas en la antigua Italia muestra algunas
tendencias post-Mesolíticas interesantes (Robb 1997). Aunque las muestras son pequeñas, se
aprecian claros cambios entre el Neolítico y la Edad del Hierro. Las lesiones craneales, que
en la gente de hoy en día suelen ser resultado de violencia interpersonal, y las lesiones
infracraneales, que se asocian más a menudo con la actividad ocupacional, siguen trayectorias
diferentes. La frecuencia de lesiones infracraneales aumentó con el tiempo. Las lesiones
craneales, por el contrario, fueron comunes durante el Neolítico, disminuyeron durante el
Eneolítico y aumentaron nuevamente durante las edades del Bronce y del Hierro. La alta
frecuencia de lesiones craneales entre los agricultores del Neolítico es interesante porque
contradice la visión tradicional de los italianos del Neolítico como pacíficos en comparación
con los grupos posteriores, cuya iconografía glorifica las armas y los guerreros masculinos
(Robb 1997). En otras palabras, la celebración cultural de la violencia parece haber tenido
una relación inversa con su frecuencia.
Probar la antigüedad de la posición hegemónica moderna de los hombres como perpetradores
y víctimas de la violencia interpersonal se ve dificultado por los problemas técnicos de la
determinación precisa del sexo (Walker 1995) y los pequeños tamaños de las colecciones
anteriores, que, cuando se dividen por sexo , a menudo resultan inadecuados para las
comparaciones estadísticas. El material de Ofnet es interesante a este respecto porque es la
recopilación más antigua de víctimas de homicidio de un solo sitio que es lo suficientemente
grande como para permitir un análisis demográfico significativo. Entre las víctimas de la
masacre predominan las mujeres y los niños. Esto podría interpretarse de varias maneras: los
cuerpos de los hombres podrían haber sido arrojados a otro lugar, podrían haber escapado o
podrían haber estado lejos de sus familias en el momento del ataque. Cuando se reúnen
colecciones antiguas de grandes áreas geográficas y períodos de tiempo, comienza a surgir el
patrón moderno de lesiones traumáticas mayormente masculinas. Angel (1974) reunió 11
muestras del Mediterráneo oriental con edades comprendidas desde el Neolítico temprano
hasta tiempos recientes y encontró una tendencia en las mujeres a tener menos fracturas en
todas partes, especialmente en la cabeza y el cuello. Robb (1997) ha realizado un estudio
similar de las colecciones italianas. Encontró que después del período Neolítico, la frecuencia
de traumatismos craneales masculinos aumenta notablemente respecto a la de las mujeres, y
en la Edad del Hierro, los traumatismos de todo tipo eran mucho más comunes entre los
hombres que entre las mujeres (Robb 1997). Robb concluye que estos patrones de lesiones no
son un resultado directo de la violencia en la guerra; en cambio, los atribuye al desarrollo de
roles de género que prescribían comportamientos violentos para los hombres y reforzaban
una división sexual del trabajo en la que no se esperaba que las mujeres realizaran actividades
consideradas pesadas o peligrosas, incluida la guerra.
VIOLENCIA PREHISTÓRICA DE LOS NATIVOS AMERICANOS
Se podría argumentar que estos datos que sugieren una larga historia de asesinatos en masa,
homicidios y violencia interpersonal dominada por hombres en el Viejo Mundo tienen poca
relevancia para la cuestión de los efectos que tuvo el contacto europeo en los patrones de
guerra y violencia de los nativos americanos. Después de su llegada al Nuevo Mundo, los
nativos americanos podrían haber desarrollado sus propios sistemas de resolución de
disputas, menos violentos y mediados culturalmente, que se alejaran significativamente de la
trayectoria patológica seguida por las sociedades occidentales. Afortunadamente, hay muchas
colecciones grandes y bien estudiadas del Nuevo Mundo directamente relacionadas con este
tema. El hallazgo de Kennewick, de 9.000 años de antigüedad, uno de los primeros
esqueletos de nativos americanos, tiene una gran punta de proyectil en forma de hoja,
probablemente propulsada por un lanzador de lanza, curada en el hueso de su pelvis, así
como una pequeña fractura craneal bien curada. Aunque es concebible que ambas lesiones
fueran accidentales, la violencia interpersonal es una interpretación mucho más probable de
la herida del lanzador de lanza. Se han encontrado lesiones similares, incluidos puntos
incrustados y lesiones craneales, en otros restos tempranos de nativos americanos (Dickel et
al 1988; J. Chatters, comunicación personal). Estos datos sugieren que los primeros
estadounidenses trajeron consigo patrones de violencia similares a los documentados en
poblaciones contemporáneas del Viejo Mundo, y que esos patrones persistieron a pesar de las
bajas densidades de población y la disponibilidad de vastas extensiones de tierra deshabitada.
Las colecciones de esqueletos del período arcaico (ca. 6000–500 a. C.) del oeste de
Tennessee proporcionan evidencia adicional de violencia interpersonal entre las primeras
poblaciones del Nuevo Mundo. Las puntas de proyectil incrustadas, las marcas de corte y los
huesos faltantes sugieren que el homicidio, el arranque del cuero cabelludo, la decapitación y
la toma de trofeos en el antebrazo eran prácticas comunes entre estos primeros
cazadores-recolectores.
La prevalencia de heridas infligidas por garrotes, lanzas y flechas muestra claramente que los
niveles de violencia prehistórica de los nativos americanos variaron tanto a nivel regional
como a lo largo del tiempo. Esto es consistente con la evidencia etnográfica de marcadas
diferencias tribales en los patrones de guerra.
CONCLUSIONES
¿Qué hemos aprendido de los estudios bioarqueológicos de estas desventuradas víctimas de la
violencia antigua? La primera lección, y quizás la más dolorosa, es la de la igualdad humana.
Dondequiera que investigamos la historia de nuestra especie encontramos evidencia de un
patrón de comportamiento similar: las personas siempre han sido capaces tanto de bondad
como de extrema crueldad. La búsqueda de una forma más temprana y menos violenta de
organizar nuestros asuntos sociales ha sido infructuosa. Toda la evidencia sugiere que los
períodos de paz siempre han estado salpicados de episodios de guerra y violencia. Hasta
donde sabemos, no existen formas de organización social, modos de producción o entornos
ambientales que permanezcan libres de violencia interpersonal por mucho tiempo.
Una última lección de nuestro pasado violento es la complejidad evidente de sus causas. En
primer lugar, discutir sobre hasta qué punto la naturaleza o la cultura son responsables de las
regularidades transculturales, como el aparente dominio de larga data de los hombres como
perpetradores y víctimas de actos violentos, es un ejercicio estéril. La pregunta no tiene más
sentido que discutir sobre si la longitud o el ancho de un rectángulo contribuyen más a su
área (Petrinovich 2000). Somos productos de nuestra herencia biológica y cultural, y sus
contribuciones son, a todos los efectos prácticos, inseparables. Los defensores de modelos
materialistas/ecológicos simplistas que reducen la guerra a la competencia por la tierra y los
alimentos encontrarán poco consuelo en la evidencia de frecuentes conflictos violentos entre
los primeros inmigrantes al Nuevo Mundo. Estas personas vivían en densidades bajas y
tuvieron amplias oportunidades de evitar la violencia alejándose de ella, pero aparentemente
no pudieron hacerlo. Por otro lado, las explicaciones que se centran miopemente en la
búsqueda de prestigio, las parejas o el pensamiento “binarista” basado en el género (Cooke
1996) como principales motores de la violencia son igualmente sospechosas.
PUNTOS IMPORTANTES
Cráneo 17 con fracturas óseas. (A) Vista frontal del cráneo 17 que muestra la posición de los eventos
traumáticos, T1 (inferior) y T2 (superior); (B) Vista detallada ectocraneal de las fracturas traumáticas
que muestran las dos muescas similares (flechas negras), presentes a lo largo del borde superior de las
líneas de fractura. Tenga en cuenta que la orientación de los dos eventos traumáticos es diferente; (C)
Detalle de la muesca en T1 con una lupa 2X con un microscopio óptico. (D) Vista endocraneal de T1
y T2 que muestra la gran delaminación cortical de la capa interna (flechas negras).