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Más de dos décadas de investigación: el estudio de la violencia

directa a partir del registro bioarqueológico. Marcela Perez-Florez.


Revista de ciencias antropológicas

RESUMEN: Este artículo tiene como objetivo proporcionar una descripción general de
los diferentes mecanismos que podrían ocasionar un traumatismo y ofrecer algunas de
las mejores prácticas para realizar un diagnóstico diferencial de estas lesiones en las
estructuras óseas y dentales humanas.

● estudio de los traumatismos asociados a comportamientos violentos en poblaciones


antiguas
● la presencia de un traumatismo en el registro bioarqueológico no necesariamente
implica la presencia de violencia y viceversa, siendo su etiología compleja y en
ocasiones imposible de determinar.
● la bioarqueología de la violencia se constituye como una línea de investigación capaz
de explicar las diferentes manifestaciones de la violencia en el pasado, que varían
desde el estudio de las lesiones traumáticas a través del examen de las estructuras
óseas y dentales, hasta el análisis de las causas demográficas, sociopolíticas e
ideológicas del conflicto, entre otras.
● algunos investigadores continúan interpretando la presencia de traumatismos óseos
como sinónimo de violencia, aun cuando existen otros escenarios posibles
—accidental, tafonómico, patológico, entre otros— en los que un traumatismo puede
producirse
● se interpretan los comportamientos violentos de manera transcultural, olvidando que
las motivaciones, por lo tanto, los significados de los actos violentos dependen del
contexto donde ocurran
● En el 2015, Martin y Harrod [2015: 120] propusieron que un modelo para el análisis
de la violencia en el pasado desde la bioarqueología debería incluir al menos tres
enfoques: 1) el análisis de las estructuras óseas y dentales, 2) el análisis del contexto
desde múltiples disciplinas y 3) la incorporación de teorías sociales como soporte
argumentativo de los hallazgos (figura 1). La amalgama de estos tres enfoques
permite construir diferentes escenarios explicativos alejados de la especulación y el
sensacionalismo que siempre acompañan el estudio de la violencia tanto en el
presente como en el pasado
● este artículo tiene como objetivo proporcionar una descripción general de los
diferentes mecanismos que podrían ocasionar un traumatismo óseo y ofrecer algunas
de las mejores prácticas para realizar un diagnóstico diferencial de estas lesiones.
● antes de iniciar con el análisis de un traumatismo, se debe —si el estado de
conservación del esqueleto lo permite— establecer el perfil biológico de los
individuos y si es posible, incorporar al análisis otros aspectos relacionados con las
condiciones de vida y salud. Estos datos, además de proporcionar una base explicativa
de la respuesta del hueso a la energía y a la dirección de la fuerza externa puede
orientar las discusiones de los hallazgos en términos de patrones de fracturación ,
tipos de violencia observados como: violencia doméstica, abuso infantil, abuso en la
vejez y violencia en masa, entre otras y permitir un análisis desde una perspectiva
ontogenética
● Por ejemplo, se sabe que los hombres son más susceptibles a violencias
interpersonales o intergrupales, mientras que mujeres y niños están más asociados a
violencias domésticas TREMENDO SUPUESTO DE GÉNERO SE MANDO EL
AMIGO
● Asimismo, una evaluación de las entesis, sitios de concentración de estrés en la región
donde los tendones y ligamentos se unen al hueso, según los investigadores, tienen un
mayor desarrollo cuando están bajo estrés intenso o prolongado
● Las metodologías van desde la observación macroscópica y la toma de medidas hasta
la reconstrucción de la identidad mediante análisis genéticos e isotópicos
● Si bien los traumatismos óseos son la evidencia más clara de violencia directa, hay
traumatismos que se derivan de hechos accidentales, prácticas culturales, terapéuticas
o médicas, como la trepanación y mutilación dental o como consecuencia de
afecciones patológicas. Dada la diversidad de escenarios en los que se puede producir
un traumatismo, su identificación y análisis requiere de sumo cuidado cuando
queremos usar estos como evidencia de comportamientos violentos en el pasado.
● En poblaciones antiguas, los traumatismos presentes en cráneo son más susceptibles a
ser catalogados como violencia directa que traumatismos ubicados en la región
poscraneal, los cuales suelen estar mayormente asociados a etiologías de tipo
accidental, sin embargo, esto no es siempre la regla. El uso de analogías clínicas, la
integración de metodologías de imagenología, el conocimiento del contexto y la
comprensión de los aspectos biomecánicos relacionados con el trauma para cada
región del esqueleto orientarán la interpretación final.
● Se entiende por traumatismo la aplicación de una fuerza al cuerpo humano suficiente
para causar daño, irritación o inflamación de los tejidos blandos y duros, que puede
producir una fractura completa o incompleta en el hueso, un desplazamiento anormal
o dislocación en alguna articulación, una interrupción del suministro de sangre, la
inervación de algún nervio o la alteración anormal en forma o contorno del hueso
[Ortner 2003: 119]. Dado que no todo trauma provoca una fractura, decir
traumatismos no es igual a decir fracturación. Una fractura es una discontinuidad o
interrupción en la integridad estructural del tejido óseo, con o sin lesión de los tejidos
blandos que lo recubren [Aufderheide et al. 1998: 20] en otras palabras, un hueso
roto.
● Las fracturas se producen a través de al menos tres mecanismos: 1) un evento
traumático con la aplicación de una fuerza excesiva suficiente para causar una falla
mecánica del tejido esquelético; 2) un esfuerzo repetido bajo carga estática o dinámica
(fracturas por fatiga o por estrés), y 3) un debilitamiento anormal del hueso (fracturas
patológicas) que puede estar asociado a procesos patológicos como la osteoporosis, la
osteogénesis imperfecta, el raquitismo o ciertos tipos de neoplasias óseas [Davidson et
al. 2011: 188]. Las fracturas que tienen mayor interés en los estudios de violencia son
aquellas ocasionadas por una fuerza externa.
● Los traumatismos pueden ocurrir en dos temporalidades, ante mortem . peri mortem
[Ubelaker et al. 1995; Sauer 1998]. Las rupturas post mortem no se consideran
traumas, porque por definición ya no alteran el tejido vivo. Los traumatismos ante
mortem ocurren antes de la muerte, si bien no son considerados como una lesión letal,
las consecuencias de éste pueden suscitar la muerte de manera posterior y causar
consecuencias físicas y psicológicas que comprometen el estilo de vida del individuo
y de las personas que lo rodeaban
● La presencia de cualquier tipo de reacción ósea, como apariencia porótica, formación
de hueso nuevo o superficies lisas, pueden ser indicativos de un traumatismo ante
mortem. Depresiones localizadas en el cráneo y presencia de callos óseos en el
esqueleto poscraneal (figura 2C), son los rasgos distintivos más comunes
● Traumatismos no letales o ante mortem son excelentes indicadores de abuso infantil,
abuso en la vejez, reincidencia de fracturación o diversos métodos de castigo como
tortura, esclavitud, cautiverio y otras formas de explotación
● La diferencia entre cada tipo de fuerza no solamente radica en el elemento que lo
produce, sino en la cantidad de energía que se transfiere al hueso en el momento del
contacto, es por eso que un mismo elemento puede producir diferentes tipo de
traumatismos y un tipo de traumatismo puede ser producto de diferentes elementos;
esta variabilidad es la que dificulta la interpretación y la reconstrucción de los eventos
causales, por lo tanto, la evaluación de las fracturas debe considerar al menos tres
elementos: 1) el comportamiento de la fractura (principios de tensión y
cizallamiento); 2) las propiedades intrínsecas del individuo (componentes micro y
macroestructurales y las características biológicas), y 3) las características extrínsecas
del elemento (magnitud, velocidad, área, duración y dirección de fuerza, entre otros).
Si se conoce al menos uno de los elementos, los demás se pueden determinar
siguiendo un razonamiento deductivo
● trauma por fuerza contundente: impacto de carga lenta en un área focal del hueso.
● traumatismo por fuerza cortante: acción de una fuerza localizada, dinámica, de carga
lenta y compresiva, con un objeto de borde afilado o agudo, que produce alteraciones
al tejido óseo en forma de incisión y/o punción. Puede involucrar armas y
herramientas cortas y ligeras (cuchillos, navajas, sierras, entre otros) cuya fuerza
ejercida contra el hueso vendrá principalmente del peso del atacante. En poblaciones
antiguas, se pueden encontrar marcas de corte en cráneo, generalmente están
asociadas a eventos como desollamiento que podrían involucrar la toma de trofeos o
su ubicación en áreas adyacentes a zonas de articulación o en la columna cervical,
suelen estar asociadas a intentos de desmembramiento, sacrificio por decapitación,
extracción de órganos o una combinación de todos estos.
● traumatismo balístico: se distingue de otros tipos de trauma, por la resistencia que el
tejido óseo presenta ante un objeto que se mueve a gran velocidad y que transfiere una
gran energía cinética. Las armas de fuego son las primeras en la lista; sin embargo,
una lanza o una piedra lanzada a una velocidad considerable podría producir
traumatismos de este tipo
● La destrucción térmica —quema parcial, cremación o cocción— de los huesos
generalmente se debe a la combustión continua de un cuerpo intacto y se asocia con
un sinfín de posibilidades, tanto accidentales como deliberadas. Dado que el hueso es
un material heterogéneo que contienen componentes orgánicos e inorgánicos, además
está recubierto por una variedad de capas tisulares (músculo, grasa, piel, vestiduras,
entre otros), los cambios inducidos por el calor serán variables en la medida que
avanza la temperatura. De manera general, todos los cuerpos humanos siguen un
patrón uniforme, reconocible y predecible cuando son expuestos al fuego; sin
embargo, la velocidad de la destrucción de cada hueso estará mediada —así como en
la fracturación— por las condiciones intrínsecas del individuo y extrínsecas del
evento; la clave del análisis en huesos quemados es la búsqueda de lo anormal
● Como se ha expuesto a lo largo de este artículo, son múltiples los factores que están
involucrados en las características finales de un traumatismo óseo. En las últimas
décadas, la adopción de enfoques multidisciplinarios, la sinergia entre las ciencias
forenses y la investigación paleopatológica, además de la adición de métodos más
avanzados como análisis moleculares y la reconstrucción de adn antiguo junto con
análisis isotópicos han sido la clave para mejorar significativamente el análisis de los
traumatismos óseos y con ello, resaltar la experiencia vívida de los individuos que
sufrieron este tipo de lesiones traumáticas durante y al final de sus vidas.
● Sin embargo, el estudio de traumatismos en poblaciones antiguas es una tarea
espinosa. Procesos tafonómicos pueden mimetizar diferentes traumatismos y la
etiología suele pendular entre lo accidental y lo deliberado, por lo tanto, la presunción
de que un traumatismo es producto de un comportamiento violento debería ser
considerado con mucho cuidado.
● Los bioarqueólogos debemos otorgar y exigir explicaciones menos simplistas. La
violencia es un fenómeno de múltiples caras y, por lo tanto, nuestra responsabilidad es
explicar la mayoría de los escenarios posibles. El correcto análisis de los
traumatismos es un aspecto crucial en la reconstrucción de casos de violencia
interpersonal y de episodios de conflictos locales y regionales, su análisis combinado
con el perfil biológico y otros marcadores esqueléticos ayudará a los bioarqueólogos a
comprender la identidad de los individuos que padecieron este tipo de
comportamiento y posibilitará identificar otros tipos de violencia que no está
relacionada con una acción física.

Evidencias de violencia interpersonal en poblaciones del


piedemonte y las llanuras de Córdoba (Argentina) a finales del

Holoceno tardío. Fabra, González y Robin.


RESUMEN: el objetivo del presente trabajo es presentar los primeros hallazgos para la
región de cuatro individuos que presentan lesiones óseas así como contextos arqueológicos
compatibles con situaciones de violencia interpersonal, tres de ellos fechados mediante AMS
con una cronología que los ubica a finales del Holoceno tardío
SITIO: cordones montañosos de las provincias de Córdoba y San Luis y las llanuras
orientales y occidentales aledañas.
Entre los años 1999 y 2012 nuestro equipo recuperó mediante tareas de arqueología de
rescate un total de 46 individuos de diversos sitios arqueológicos de la provincia de Córdoba,
registrando sólo en cuatro individuos lesiones o contextos arqueológicos compatibles con
situaciones de violencia interpersonal. Los restos óseos humanos analizados pertenecen a tres
individuos adultos y un juvenil, recuperados en los sitios El Diquecito (Dto. Rio Primero),
Estancia La Elisa, sitio 2 (Dto. Rio Primero) y Potrerillo de Larreta (Dto. Santa María) entre
2008 y 2011.
METODOLOGÍA: Los análisis bioantropológicos se realizaron siguiendo los procedimientos
establecidos por Buikstra y Ubelaker (1994)
En cuanto a las lesiones traumáticas, se las considera una categoría patológica que se refiere a
aquellas “…lesiones óseas que resultan como desequilibrio entre la estabilidad de hueso y las
fuerzas (más externas que internas) que lo afectan” (Krenzer, 2006:1). La metodología está
basada en la observación macroscópica de las lesiones, atendiendo a su ubicación, tamaño y
forma, y la descripción basada en el protocolo de documentación de traumas presentado por
Krenzer (2006). Además de la descripción de los traumas, se procedió a la determinación de
la temporalidad de las lesiones, entendiendo por ello la presencia de lesiones pre, peri y
postmortem (Buikstra y Ubelaker 1994; Krenzer, 2006).

Investigaciones recientes en la provincia de Córdoba sugieren que entre el 1000 y el 500 AP


se habría producido un desmejoramiento en la calidad de vida de las poblaciones, así como
un crecimiento demográfico y una explotación más intensiva de los espacios, que habrían
conducido al surgimiento de potenciales conflictos sociales. Sin embargo, el registro
arqueológico y bioarqueológico no ha dado cuenta hasta el momento de estas situaciones de
violencia o conflicto social.
Hasta hace unos años, el estudio de poblaciones humanas apsadas estuvo amrcado por una
visión rousseauniana acerca de su modo de vida, lo que mostraban a las sociedades
cazadoras-recolectoras como inherentemente pacíficas. Quizás debido a este enfoque
romántico, el estudio de la violencia interpersonal para este tipo de sociedades fue
dilatándose
Actualmente en Argentina se están llevando a cabo investigaciones tendientes a dar cuenta de
los procesos que podrían resultar causales de prácticas de violencia interpersonal a través del
análisis de lesiones traumáticas.
En la región central, más precisamente el área ocupada por las Sierras Centrales y llanuras
pampeanas hacia el este, en la provincia de Córdoba, las investigaciones arqueológicas
realizadas en las últimas décadas sugieren una ocupación de la región desde hace 10.000
años, y el desarrollo de diversas estrategias y adaptaciones al ambiente por parte de las
poblaciones, exitosas a largo plazo.
Estudios bioarqueológicos acerca de la salud y los niveles de actividad física dan cuenta de
un incremento en la frecuencia de ciertas patologías y marcadores hacia fines del Holoceno
tardío (González y Fabra, 2011; Fabra et al., 2012a; Fabra y González, 2012; Salega y Fabra,
2013). Este proceso se habría acentuado hacia el 500 AP, derivando en situaciones de
circunscripción ambiental y social que habrían conducido al surgimiento de potenciales
conflictos sociales por nuevos territorios para el asentamiento y la explotación de recursos
(Laguens y Bonnin, 2009). En este contexto, es de esperar un incremento en la evidencia de
lesiones de origen traumático o de contextos arqueológicos que permitan inferir situaciones
explícitas de violencia interpersonal en los siglos previos a la conquista española. Sin
embargo, hasta el momento han sido escasas las publicaciones que den cuenta de evidencias
bioantropológicas o arqueológicas que podrían asociarse con eventos de violencia
interpersonal más allá de la presencia de puntas de proyectil en colecciones arqueológicas.
SITIO EL DIQUECITO
Una de las inhumaciones estaba formada por un entierro primario doble, compuesto por un
individuo adulto y un juvenil –ED08 CB individuos 1 y 2 respectivamente– (Figura 2). El
individuo 2 posee lesiones perimortem en cráneo y costillas, y ambos presentan materiales
arqueológicos asociados compatibles con un contexto de violencia. Por la ubicación de los
individuos se puede suponer que la secuencia de inhumación comenzó ubicando al individuo
adulto, y posteriormente al juvenil: el individuo 1 fue inhumado en posición decúbito dorsal,
con sus miembros inferiores extendidos y los superiores semiflexionados. El cráneo estaba
orientado al Sur y los pies al Norte.
Se trata de un individuo adulto de sexo masculino, de entre 20 y 24 años de edad al momento
de su muerte. En cuanto al análisis paleopatológico, se identificaron líneas de hipoplasia en
los dos caninos del maxilar. El fechado radiocarbónico realizado sobre una falange proximal
mano derecha ubica a este individuo en 750 ± 85 años 14C AP.
Por otra parte, el individuo 2 se encontró extendido, en posición decúbito dorsal, con el
cráneo orientado hacia el Sur, los pies al Norte y las órbitas hacia arriba. El miembro inferior
izquierdo se ubicaba por encima de la pierna derecha del Individuo 1, mientras que el
miembro inferior derecho se ubicaba con una inclinación de 45 grados hacia arriba. A partir
del análisis de la formación y erupción dental (Scheuer y Black, 2000, citado por Krenzer,
2006), se estimó que los restos corresponden a un individuo juvenil de entre 6 ± 2 años al
momento de su muerte. El sexo para el juvenil fue determinado como masculino a través de
métodos morfognósticos, y confirmado mediante análisis genéticos.
Durante las tareas de exhumación del individuo 1 se extrajeron tres puntas de proyectil de
hueso, de limbo triangular, ubicadas en distintas partes del esqueleto
SITIO ESTANCIA LA ELISA
Los restos de un único individuo aparecieron semienterrados, a 20cm del nivel de suelo
actual, sobre un sedimento de limo arcilloso. Se trata de una inhumación primaria simple, de
un individuo adulto de sexo masculino de entre 42 y 46 años al momento de su muerte,
enterrado en posición decúbito lateral izquierdo, con orientación sur (cráneo)-norte (pies), los
miembros inferiores y los miembros superiores se encontraban hiperflexionados, estos
últimos cruzados sobre el pecho (Figura 5a). Durante la excavación se recuperó un fragmento
de cuarzo, que fue identificado como correspondiente a un ápice de una punta de proyectil
lítico (Figura 5b), que apareció ubicado entre el omóplato y las costillas izquierdas. No se
observaron otros restos arqueológicos asociados al esqueleto. El fechado radiocarbónico
realizado a este individuo lo ubica en 1890 ± 49 años 14C AP
SITIO POTRERILLO DE LARRETA
Los restos óseos fueron identificados durante la excavación de los cimientos de una vivienda
particular en el country Potrerillo de Larreta. Las tareas de rescate sobre los restos que aún
permanecían en el lugar permitieron determinar que se trataba de un individuo adulto
masculino, de entre 19 y 29 años de edad, inhumado en posición decúbito lateral derecho, con
los miembros flexionados, y con una orientación sur (cráneo) – norte (pies). Además, en el
sedimento se encontró una estatuilla antropomorfa fragmentada, correspondiente a la parte
del torso y los miembros inferiores. El fechado radiocarbónico realizado sobre el tercer
metacarpo derecho lo ubica en 1067 ± 77 años 14C AP.
CONCLUSIONES
De los 46 casos analizados, sólo cuatro presentaron lesiones o contextos que permiten inferir
inequívocamente situaciones de violencia interpersonal (8,69%). Es posible que este número
hubiera sido mayor de incorporar otras lesiones de etiología más ambigua, y que podían ser
originadas tanto por eventos traumáticos no accidentales como accidentales. Sin embargo,
por tratarse de un primer abordaje a esta problemática, decidimos presentar solo aquellos
casos que no dieran lugar a dudas respecto a su etiología.
Este individuo (niño, sitio el Diquecito) se encontró inhumado junto a un adulto de sexo
masculino, con el cuerpo parcialmente superpuesto. Este tipo de inhumación es infrecuente
en el registro arqueológico regional, tanto por la posición en la que fueron enterrados los
individuos, como por las puntas de proyectil de hueso directamente asociadas a los restos y la
temporalidad de las lesiones (perimortem) detectadas en el individuo juvenil. Se trata de un
contexto que podría ser interpretado como de violencia interpersonal, no reportado
anteriormente para la arqueología del noreste de la provincia de Córdoba.
Las poblaciones que ocuparon la región serrana y las llanuras de Córdoba utilizaron distintos
tipos de puntas de proyectil líticas y de material óseo, enastiladas en flechas que eran
arrojadas utilizando el arco como sistema de armas, caracterizado como mantenible (sensu
Bleed, 1986), es decir, diseñado para la captura de distintos tipos de presas, permitiendo
abatir tanto animales pequeños en contextos de bosque como animales de gran porte en las
pampas de altura. Estas puntas líticas pueden haber sido diseñadas para cazar animales
pequeños, de características similares a la fauna que conforma el bosque chaqueño, así como
animales de mayor porte como son el guanaco, y cérvidos como el venado de los pantanos.
En los contextos arqueológicos estas puntas líticas aparecen asociadas a otras confeccionadas
en hueso, que si bien mantienen el mismo diseño que las puntas de material lítico, poseen
mayores dimensiones y un módulo de alargamiento superior (Pautassi y Rivero, 1997), las
cuales pudieron cumplir un rol funcional complementario a las confeccionadas en roca.
a. Si bien ha sido frecuente el hallazgo de puntas de proyectil de estas características en otros
sitios de la provincia, incluso, en asociación con restos óseos humanos –v.g. sitio Cosme
(Bonofiglio, 2004), Villa Rumipal (González, 1943), Alto 5 (Pastor et al., 2012)– en El
Diquecito es la primera vez que se documenta, para el noroeste de la región pampeana, la
asociación directa de puntas de proyectil de hueso decoradas con restos humanos,
interpretadas no como parte del ajuar, sino como proyectiles que ocasionaron graves lesiones
y posiblemente la muerte a individuos enterrados, considerando las lesiones perimortem que
presenta el individuo juvenil.
Existen traumas ambiguos que pueden ser atribuibles tanto a accidentes como a contextos de
violencia. Aquellos de ambigüedad nula o inequívoca son las perforaciones con inclusión,
que constituyen traumas provocados por puntas de proyectil en las cuales se conserva como
evidencia el arma asociada a la lesión (Glifford-González 1991, en Gordón, 2011, Walker,
2001). Los otros dos casos presentados en este trabajo dan cuenta de lesiones traumáticas
originadas por puntas de proyectil, en este caso líticas, o de la asociación con un fragmento
de este tipo de proyectil. En el caso de uno de los individuos recuperados en el sitio Estancia
La Elisa, el hallazgo de un fragmento de ápice de punta de proyectil lítico, ubicado entre el
omóplato y las costillas izquierdas podría estar indicando que esta persona sufrió algún tipo
de agresión que no dejó lesiones óseas. En el caso del individuo del sitio Potrerillo de Larreta,
se relevó una perforación con inclusión de una punta de proyectil lítica en una vértebra, señal
inequívoca de un ataque violento producido por la espalda. Esta tendencia es comúnmente
observable en contextos de guerra, aunque algunos autores difieren en la significación que
pueda atribuirse al término en contextos precontacto (TorresRouf y Costa Junqueira, 2006).
De allí que prefiramos utilizar el término de violencia interpersonal para referirnos a
situaciones conflictivas en sociedades cazadoras-recolectoras, en concordancia con lo
planteado por Gordón y Ghidini (2007) para el noreste de Patagonia, y Flensborg (2011) para
la región pampeana. Otro aspecto que interesa destacar es que en todos los casos las lesiones
fueron identificadas en individuos masculinos. Esto concuerda con las frecuencias reportadas
por otros autores, que mencionan mayor presencia de lesiones traumáticas en individuos
masculinos que en femeninos (Gordón y Ghidini, 2007; Walker, 2001). . La edad del
individuo juvenil –entre 4 y 8 años– y del adulto del sitio Estancia la Elisa –entre 42 y 46
años– es otro aspecto notorio que permite suponer que las situaciones de violencia no estaban
restringidas a algún grupo etario, sino que podían afectar a individuos de todas las edades.
Desde las perspectivas actuales, los factores desencadenantes de violencia son amplios ya que
engloban aspectos ambientales, sociales e incluso psicológicos. Las escalas también difieren
debido a que pueden ser domésticas, intergrupales o entre grupos corresidentes –se destaca
que generalmente los daños ocurren en conflictos intragrupales– (Gordón, 2011). Por ello, las
reinterpretaciones actuales organizan las ideas en torno a la integración de causas múltiples,
mencionando entre los factores que pueden generar un incremento de los conflictos aquellas
derivadas del deterioro ambiental, el nucleamiento poblacional, la presión demográfica, los
contactos interétnicos, las luchas por el liderazgo, las competencia por prestigio, la venganza,
conflictos de parejas, la presencia del régimen colonial, entre otros (Walker, 2001; Barrientos
y Pérez, 2004; Torres-Rouff y Costa Junqueira, 2006; Gordón, 2011).
En nuestra región, la evidencia arqueológica y etnohistórica señala para el siglo XVI una
serie de condiciones que podrían haber propiciado situaciones de conflicto, entre ellas la
circunscripción social y ambiental que podría haber favorecido el surgimiento de conflictos
entre comunidades por la ocupación de tierras y explotación de recursos (Laguens y Bonnin,
2009). Sin embargo, el registro bioarqueológico permite inferir situaciones de violencia en
momentos anteriores, según la cronología de los casos presentados en este trabajo. Si
consideramos el factor ambiental, en la región central de Argentina, más precisamente la
región circundante a la laguna Mar Chiquita, el registro paleoclimático indica una serie de
fluctuaciones climáticas durante el Holoceno, basado en el análisis de múltiples indicadores
(sedimentología, geoquímica, isotopos estables, restos biológicos). Piovano y colaboradores
(2002, 2004) sugieren para el Holoceno medio condiciones de extrema sequía y niveles de
agua muy bajos para la laguna Mar Chiquita, habiéndose datado en 4500 años AP el punto
extremo de estas condiciones. En el resto de la provincia de Córdoba, estas condiciones de
clima de tipo semiárido y árido, temperaturas elevadas y escasas precipitaciones (< 400 mm
al año) habrían ocasionado la erosión y la deflación en los suelos (en las zonas central,
oriental y sur de la planicie), la formación de grandes dunas longitudinales (al oeste),
transversales y parabólicas (al sur-sudeste) y depositación de loess (en la zona central y
oriental). Asimismo, habría sido muy notable el déficit de agua y la disminución del caudal
de los grandes ríos, la retracción de paleolagos, la formación de las Salinas Grandes, y
transformación en pantano de la laguna Mar Chiquita, con algunos espejos de agua en su
interior (Carignano, 1997). Estos cambios supusieron no sólo una distribución diferente de
los recursos potencialmente explotados, sino una carga diferencial del ambiente (Laguens et
al., 2007). La fase de sequía del Holoceno medio fue seguida por situaciones de mayor
humedad señalada por niveles altos entre 1500 y 1100 años AP asignados a la Anomalía
Climática Medieval. En conjunto, estas condiciones habrían favorecido la ocupación humana
y la explotación de diversos territorios.
Finalmente, el registro del primer milenio está pobremente representado en la laguna Mar
Chiquita y se correspondería con situaciones de déficit hídrico similares a las reconstruidas
para la Pequeña Edad de Hielo (Riccardi, 1995). Se caracterizaría por un proceso de
aridificación, pasando a un clima árido/ semiárido a frío, disminución de las precipitaciones y
déficit de agua. Cioccale (1999) identifica dos pulsos fríos separados por un intervalo de
condiciones más benignas, similares al presente, o más húmedas. El primer pulso –primeras
décadas del siglo XV hasta el final del siglo XVI– coincide con un notable desmejoramiento
en el sistema indígena (Laguens y Bonnin, 1987): un período de crisis preexistente a la
llegada de los españoles, caracterizado por estrés poblacional producido por una disminución
en la sustentabilidad ambiental (Laguens, 1993). Si bien el tamaño muestral es demasiado
acotado como para permitir establecer patrones o inferir tendencias respecto al incremento de
la violencia, es relevante vincularlos con la información arqueológica disponible para la
región y reflexionar sobre las posibles causas que originaron tales escenarios de conflicto.
Sugerimos que estos eventos traumáticos podrían haber estado relacionados con un
desmejoramiento en las condiciones climáticas, que habría llevado a una disminución en la
disponibilidad de recursos y el surgimiento de tensiones entre las distintas comunidades
asentadas en esta región, en el Holoceno tardío. Tomando como ejemplo el modelo propuesto
por Barrientos y Pérez (2004) para el norte de la Patagonia, se espera que en condiciones
climáticas adversas, con escasez hídrica, las poblaciones se concentren en lugares con
adecuada disponibilidad de agua y mayor productividad. Asimismo, estas condiciones
habrían generado cambios a nivel de la organización social y económica de las poblaciones,
incluyendo estrategias económicas con mayor procesamiento de recursos vegetales y menor
movilidad residencial.
Es posible que condiciones climáticas de sequía y aridez como las mencionadas
anteriormente durante el Holoceno Medio y gran parte del Holoceno tardío –con excepción
de la fase húmeda coincidente con la ACM– hayan conducido a un nucleamiento en áreas con
mayor disponibilidad hídrica y de recursos, así como a una reestructuración de las estrategias
económicas, sociales y políticas.
También es posible que esta reestructuración trajera aparejado un incremento en los
conflictos sociales y por ende, las situaciones de violencia interpersonal. Laguens y Bonnin
(2009) plantean para las Sierras Centrales que en situaciones de nucleamiento poblacional y
circunscripción social, presión sobre recursos circunscriptos y limitación para la expansión
territorial debido a la densidad poblacional y a la existencia de comunidades ajenas en
regiones vecinas, la guerra puede haber sido uno de los mecanismos para la resolución de
conflictos (Ember y Ember,1992; Leckson y Cameron, 1995, Larsen, 1997, TorresRouff y
Costa Junqueira, 2006). Según Ostendorf Smith (2003) la guerra podría definirse como una
situación donde existen agresiones violentas armadas y organizadas entre miembros de
grupos sociales políticamente autónomos. Según Webster (2000), la guerra se referiría a
confrontaciones planeadas entre grupos de combatientes organizados que comparten, o creen
que comparten, intereses comunes. De esta forma, la guerra no estaría limitada a un tipo
particular de organización social, sino que podría darse a cualquier escala. Sin embargo, ya
hemos mencionado anteriormente que se prefiere el término de violencia interpersonal al de
guerra (Ostendorf Smith, 2003), considerando que en nuestra región no hay evidencia de
construcciones defensivas, o armamentos específicos, como para suponer enfrentamientos
organizados y armados entre grupos políticos autónomos.
Laguens y Bonnin (2009) suponen que los motivos podrían haber estado vinculados con la
expansión y búsqueda de territorios para el asentamiento o la explotación de recursos. Si bien
estos autores plantean un escenario como el descripto para momentos previos e
inmediatamente posteriores a la conquista española, es posible que estas situaciones se hayan
repetido anteriormente, considerando la posibilidad del nucleamiento social en regiones con
mayor cantidad de recursos en épocas de sequías. Sin embargo, no podemos dejar de
mencionar que estas fases de sequía y aridez ocurrieron previamente a lo largo del Holoceno,
y sin embargo, el registro arqueológico en dichas fases no da cuenta de eventos vinculados a
conflictos sociales. Es así que debemos considerar otros factores como posibles causantes de
escenarios de violencia, tales como el nucleamiento social y el aumento poblacional, o
también la predisposición cultural hacia la resolución violenta de los conflictos por parte de
una sociedad.
Según la evidencia arqueológica, alrededor del siglo VI de la era cristiana se habría
configurado en esta región un nuevo modo de vida, caracterizado por la incorporación de las
prácticas agrícolas –con mayor o menor intensidad en cada subregión– a las tradicionales de
caza y recolección, y la explotación mas intensiva de espacios y recursos, sumado a la
sedentarización en comunidades aldeanas. Estas modificaciones, sumadas a cambios en los
modos tecnológicos impactaron seguramente en la construcción cultural del paisaje y en la
organización social y política. Un claro indicador del aumento considerable de la población
es la mayor cantidad de sitios arqueológicos ocupando todos los ambientes de esta región
(Laguens y Bonnin, 2009). Finalmente, no podemos dejar de considerar la influencia que
puede haber tenido en el incremento en los niveles de conflicto el contacto interétnico, con
otras poblaciones. Según Nores y colaboradores (2011) a partir de un estudio de ADN
antiguo sobre restos datados de esta región, alrededor del 1200 AP se produce una
diferenciación genética en las poblaciones que habitaban las sierras y las llanuras cordobesas,
caracterizada por el incremento en la frecuencia del hablogrupo B en las poblaciones
serranas, diferenciando el pool génico de la población antigua caracterizada por la alta
frecuencia del haplogrupo C, y el incremento del haplogrupo A en la llanura, en este último
caso sin cambiar sustancialmente el perfil genético de la población antigua. En el presente
trabajo, no podemos discernir si los traumas con un origen inequívoco en situaciones de
violencia interpersonal se originaron en luchas o peleas al interior de las comunidades, o con
grupos vecinos. A modo de síntesis, podemos sugerir que si bien no se ha demostrado que los
factores descriptos (ambientales, sociales, demográficos, de contacto interétnico) pueden
explicar en sí mismos el incremento en los niveles de violencia en cualquier sociedad
(Gordón y Ghidini, 2007) es interesante suponer que un conjunto de factores (y no un único),
entre ellos el desmejoramiento ambiental, el incremento en la densidad poblacional, el
contacto con otras poblaciones y la competencia por recursos escasos sean los que mejor den
cuenta de las situaciones de violencia interpersonal como las descriptas en el presente trabajo.
ANTECEDENTES UTILES:
- BARRIENTOS, Gustavo y GORDÓN, Florencia. 2004. “Explorando la relación
entre nucleamiento poblacional y violencia interpersonal durante el Holoceno
tardío en el noreste de Patagonia (República Argentina)”. Magallania, 32: 53-69.
- BERÓN, Mónica. 2010. “Circuitos regionales y conflictos intergrupales
prehispánicos. Evidencias arqueológicas de violencia y guerra en la pampa
occidental argentina”. En: Actas del XVII Congreso Nacional de Arqueología
Chilena. Valdivia, Chile. pp. 493-502.
- » FLENSBORG, Gustavo. 2011. “Lesiones traumáticas en cráneos del sitio Paso
Alsina 1. Explorando indicadores de violencia interpersonal en la transición
Pampeano-Patagónica Oriental (Argentina)”. Intersecciones en Antropología,
12: 155-166.
- GORDÓN, Florencia y GHIDINI, Gabriela. 2007. “Análisis bioarqueológico de
la violencia interpersonal en el Valle Inferior del Rio Negro (República
Argentina) durante el Holoceno tardío”. Revista Werken, 9: 27-45.
- GORDÓN, Florencia. 2011. Dinámica Poblacional, Conflicto y Violencia en el
Norte de Patagonia durante el Holoceno Tardío: un Estudio Arqueológico. Tesis
doctoral inédita, Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Ciencias
Naturales y Museo

“LA ANTROPOLOGÍA FORENSE EN LA IDENTIFICACIÓN


HUMANA”José Vicente Rodríguez Cuenca
- La patología ósea en los procesos de identificación
Patología ósea → ha sido estudiada tanto en contextos arqueológicos como en forense.
En forense la interpretación detallada de las lesiones óseas, especialmente del cráneo, sirven
para establecer la causa, mecanismo y manera de muerte (causa de los esqueletos de las
víctimas del holocausto del Palacio de Justicia de Bogotá).
Nuevos desarrollos de esta disciplina: diagnóstico diferencial, la interpretación de la lesión en
un contexto biocultural, la dinámica en el remodelado del tejido óseo, el enfoque
interdisciplinario, el mejoramiento del diagnóstico de las enfermedades como consecuencia
de la utilización de técnicas refinadas, como el análisis de elementos traza (zinc, estroncio,
aluminio, sodio, plomo, y otros), los isótopos estables, la utilización de escanografía, la
espectrografía de emisión, el radiografiado y el estudio genético e histológico.
Paleopatología → metodología: descripción y clasificación. El objetivo principal de la
descripción es abordar el problema de su significado y su impacto en las condiciones de vida
de una persona.
Es indispensable abordar la problemática paleopatológica a partir del método de
reconstrucción biológica en sus tres niveles de análisis (individual, intragrupal e intergrupal).
Inicialmente se diagnostica el sexo, la edad, el patrón morfológico total (filiación
poblacional) y la estatura; posteriormente se reconstruye el perfil paleodemográfico y
paleopatológico y se contextualiza la población geográfica, social y cronológicamente
(Rodríguez, 1992, 1994).

- Funciones y estructura del hueso


El hueso cumple varias funciones: mecánica (gran resistencia, escaso peso), de protección
(encéfalo, médula espinal, visceras torácicas, sostén rígido interno, almacenamiento mineral
(calcio, fosfato, sodio, magnesio), hematopoyética (alberga la médula ósea hematopoyética).
S. Ley de Wolff: el hueso es un tejido y órgano dinámico que responde a las tensiones de
modo tal, que su configuración es modificada por fuerzas mecánicas musculares, procesos
patológicos o anomalías del desarrollo.
Uno de los objetivos básicos en el análisis descriptivo de un hueso anormal es determinar la
acción de las células que producen el tejido anormal.
Clasificar el tipo de lesión en el hueso, clasificadas según Ortner y Putschar (1985) en: 1.
Lesiones solitarias con proceso mórbido en foco simple; 2. Lesiones múltiples con más de un
foco; 3. Hueso anormal difuso con lesión sin foco específico pero se observa un cambio
general en la calidad del hueso; 4. Desajuste local o generalizado en el tamaño o forma del
hueso aunque la calidad del tejido es normal.

- Traumas
Trauma: lesión del tejido vivo causada por un mecanismo o fuerza extrínseca al cuerpo.
Fractura: cualquier evento traumático que resulta de una discontinuidad parcial o completa
del hueso.
Los tipos de traumas comprenden las fracturas, las dislocaciones, las deformaciones
postraumáticas y las condiciones traumáticas misceláneas, incluyendo aquellas que no
afectan directamente el esqueleto.
Las fracturas pueden resultar por la aplicación de una o varias de las siguientes fuerzas: a) por
tensión, b) por compresión o axial, c) por torsión o retorcimiento, d) por flexión o
doblamiento y e) por corte o cizallamiento (Mann, Murphy, 1990).

- Trauma craneal: estructura e impacto


La interpretación precisa de las fracturas producidas en el cráneo puede ser la base para la
determinación de la manera de muerte de una víctima por homicidio por arma de fuego
(PAF), arma contundente o corto punzante.
a) Fracturas por arma contundente: Inicialmente el objeto contundente al golpear la
bóveda craneal presiona externamente en el sitio de impacto, formándose un área de
estrés tensil interna; dado que la mayor fuerza tensil se presenta en el punto de
impacto, desde éste se forman líneas de fractura; las fracturas siguen una trayectoria
de menor resistencia y se propagan hasta que se disipa la energía. El objeto
contundente dobla la tabla internamente, por lo que se forman fracturas concéntricas
perpendiculares a las iniciales. Cuando el impacto no tiene suficiente fuerza para
fracturar el hueso (Figuras 63, 64), pueden resultar hemorragias en el sitio de impacto
de color azuloso-violeta, amarillo-marrón o de decoloración, apreciables cuando se
remueve el tejido blando; la sola presencia de decoloración no es suficiente para
evidenciar la presencia de un golpe, pero sí es sospechoso (Berryman, Symes, Op.
Cit.:341).
b) Trauma craneal por PAF: El trauma craneal por proyectil de arma de fuego se
diferencia del producido por objeto contundente, por cuanto presenta craterización
interna en la lesión de entrada (Figura 65) y externa (Figura 66) en el de salida. La
secuencia de fracturas se inicia cuando el proyectil golpea la bóveda produciendo un
defecto circular craterizado internamente. Las fracturas radiales avanzan a partir del
sitio de la lesión. La presión intracraneal dobla las tablas del hueso hacia fuera
generando fracturas concéntricas severas perpendiculares a las radiales. Estas últimas
avanzan desde la lesión de entrada y alcanzan el lado opuesto de la bóveda craneal
antes que el proyectil. Se puede producir una segunda generación de fracturas
concéntricas severas en el lado opuesto de la bóveda antes que el proyectil salga. Al
salir el proyectil forma fracturas radiales que se encuentran con las radiales ya
formadas (Op. Cit.;346) (Figura 67). El diámetro del orificio de entrada no
necesariamente coincide con el del proyectil, pues inciden varios factores como la
forma del proyectil y el tratamiento de su superficie, las características de su forjado,
la pérdida de estabilidad giroscópica, la presencia de objetivos intermedios, los
impactos tangenciales y las lesiones a lo largo de las fracturas existentes (Berryman et
al., 1995).
Los proyectiles que penetran tangencialmente producen lesiones irregulares
denominadas "defecto keyhole" -hueco de cerradura antigua-. El proyectil penetra
tangencialmente fracturando radialmente a lo largo del borde opuesto al impacto
inicial. Este sale tangencialmente fracturando radialmente desde el defecto de entrada,
levantando un fragmento de hueso de la tabla interna (figura 68).

Las heridas por PAF se clasifican de la siguiente manera (Di Maio, 1985:52-67):
1. Heridas por contacto, donde la boquilla del arma es colocada contra la superficie del
cuerpo durante su descarga. Estas a su vez pueden ser apretadas, sueltas, anguladas o
incompletas. En las heridas de contacto la boquilla se aprieta contra la piel, estampándose de
tal manera que la piel envuelve la boquilla; los bordes de entrada son chamuscados por los
gases calientes de la combustión y ennegrecidos por el hollín.
2. Heridas por contacto cercano, cuando la boquilla se sostiene a una corta distancia pero no
en contacto con la piel. Granos de pólvora se dispersan y marcan la piel produciendo un
tatuaje individual por la pólvora.
3. Heridas de rango intermedio, cuando la distancia es tan cercana, lo suficiente para que
granos de pólvora expelidos por la boquilla produzcan tatuaje sobre la piel.
4. Distantes, cuando las únicas marcas sobre el blanco son las producidas por la acción
mecánica del proyectil que perfora la piel.

- Traumas en rodeo y chicheo


Los varones adultos observan mayor frecuencia de traumas que las mujeres adultas; al
contrario, las mujeres de edad avanzada más que los viejos; hay un decrecimiento en los
traumas postcraneales entre cazadores recolectores y agricultores; las poblaciones modernas
presentan mayor frecuencia de traumas en las manos que las antiguas. Durante las prácticas
del Rodeo y en general las competencias de vaqueros producen traumas similares a las de los
Neandertales, por lo que se considera que estas antiguas poblaciones cazaban animales
salvajes asiéndolos por el cuello (Larsen, 2000) (Tabla 40). En las comunidades indígenas
prehispánicas se reportan traumas craneales con puntas de lanza durante los festejos con
chicha, por los efectos embriagantes de esta bebida (Rodríguez, 1999) (Figuras 63, 64, 71).

- Traumas en huesos largos


Lesiones en tejido blando de dos tipos: ante mortem y post mortem, basándose en la reacción
del tejido y en el sangrado como indicadores primarios. Las lesiones también pueden ser peri
mortem, lo cuál quiere decir que están en término intermedio.
Hay mas info pero no me pareció relevante xd

Criterios analíticos para el estudio del conflicto en el pasado. Un


caso de estudio en cazadores recolectores de norpatagonia.
Florencia Gordón

RESUMEN: El objetivo de este trabajo es presentar la metodología aplicada al estudio de los


patrones de violencia interpersonal en grupos cazadores-recolectores del Noreste de
Patagonia, durante el Holoceno tardío (4000-350 años AP). Si bien la principal línea de
evidencia fue bioarqueológica se exploraron líneas independientes y complementarias

METODOLOGÍA: Con el objetivo de conocer la distribución espacio-temporal y sexo-etaria


de los traumas se analizó una muestra de cráneos (n=797). Previo al relevamiento de lesiones
se evaluó el grado de preservación de las muestras. Para la interpretación de un tipo de
traumas particulares (i.e. depresiones lineales) se desarrolló un diseño experimental. Las
lesiones se describieron macroscópica y microscópicamente. La evaluación estadística se
realizó en dos niveles de acuerdo con el grado de ambigüedad de cada lesión. Una
metodología basada sobre líneas independientes y complementarias, como así también la
utilización de criterios bioarqueológicos y forenses, resultaron ser una herramienta adecuada
para analizar los patrones de violencia en el Noreste patagónico durante el Holoceno tardío.

Tradicionalmente, el estudio de la violencia interpersonal en sociedades de pequeña escala se


ha ubicado entre dos extremos. Por un lado, uno que considera a estas sociedades como
inherentemente pacíficas y, en el extremo opuesto, otro que las considera inherentemente
salvajes y violentas
El objetivo de este trabajo es presentar y discutir los criterios metodológicos aplicados al
caso de estudio del NE de Patagonia (i.e. el territorio delimitado por el río Colorado al Norte,
el río Chubut al Sur y la meseta del Somuncurá al Oeste) durante el Holoceno tardío.
Los estudios sistemáticos sobre la incidencia de la violencia y el conflicto en la evolución de
las poblaciones humanas sólo se encararon en los últimos años, y la carencia de abordajes
regionales ha sido explícitamente marcada por ciertos autores
La hipótesis central que guió la investigación sugería un incremento significativo en los
niveles de violencia interpersonal en el NE de Patagonia hacia el Holoceno tardío final,
previo al contacto con la sociedad colonial y en posible concordancia con los efectos
socio-ecológicos que habrían tenido lugar durante la Anomalía Climática Medieval (ACM
800-1350 años AD) (Barrientos y Pérez 2004; Barrientos y Gordón 2004; Gordón 2011). Si
bien los resultados indican tal incremento, éste no habría sido significativo hasta momentos
post-contacto.
Se analizó una muestra de cráneos humanos procedente del NE de la Patagonia (Fig. 1)
(n=797). La muestra se analizó en función de los siguientes criterios: procedencia geográfica,
sexo, categoría de edad y bloques temporales. Fueron divididos en Grupo Norte y Grupo Sur.
Sólo los individuos que exhibían algún tipo de deformación artificial fueron considerados
para la evaluación de hipótesis diacrónicas. Para evaluar la distribución de traumas por sexo,
edad y grupos geográficos, se consideró a la muestra completa.
El primer paso fue la descripción del estado de preservación de las muestras basada sobre el
análisis de la integridad de los cráneos y el registro de variables tafonómicas. Después de esta
evaluación se registraron las siguientes variables: 1) frecuencia, tipo y distribución
espaciotemporal y sexo-etaria de lesiones óseas atribuibles a violencia, 2) análisis macro y
microscópico de las lesiones, 3) tipos de artefactos potencialmente utilizables en contextos de
violencia, y Tabla 2. Distribución de la muestra por categorías de edad y procedencia. Table
2.Sample distribution by age categories and origin. Tabla 3. Distribución diacrónica de la
muestra por procedencia, según los tipos de deformaciones artificiales del cráneo. Table
3.Diachronic sample distribution according to type of artificial cranial deformation by origin.
4) información transcultural, etnográfica y etnohistórica relevante. Dado que esta
investigación se focalizó en los patrones bioarqueológicos de violencia, el énfasis estuvo
puesto en la primera línea de las recién mencionadas siendo las restantes complementarias.
Asimismo, se tuvo en cuenta una perspectiva forense en el contexto de las investigaciones
bioarqueológicas.
Estado de preservación de las muestras
La evaluación del estado de preservación de las muestras es un paso esencial previo al
registro de variables de interés, ya sean culturales o biológicas. Las huellas tafonómicas las
pueden obliterar, enmascarar o simular. En relación con la integridad, se registró la presencia
(> 75%), presencia parcial (25-75%) o ausencia (< 25%) de cada hueso para evitar que una
posible falta de evidencia de violencia sea asociada a la falta de estructuras óseas. En otras
palabras, se intentó controlar que las diferencias de señales de violencia entre las muestras no
estén modificadas por diferencias de integridad entre ellas. Se registró la presencia de las
siguientes variables: marcas de raíces, fracturas postdepositacionales, fragmentación y
pérdida ósea, depósitos químicos (i.e. carbonato de calcio, manchas de manganeso y óxido de
cobre), estadios de meteorización, marcas de roedores y marcas antrópicas modernas
Registro y determinación de lesiones traumáticas: niveles de análisis
En la ficha se registraron modificaciones culturales pre y perimortem, aún aquellas que no
necesariamente fueran producto de situaciones de violencia. En función de la bibliografía
específica y la naturaleza de la muestra analizada (i.e. cráneos), se sistematizaron las lesiones.
Las modificaciones culturales fueron clasificadas en: 1) fracturas: lineales, estrelladas y
radiales; 2) marcas de corte: simples, de descarne y tangenciales; 3) perforaciones: con
inclusiones (e.g puntas de proyectil incrustadas) y sin inclusiones; 4) depresiones: lineales y
subcirculares. Se registró la localización de las lesiones en el cráneo y si presentaban o no
evidencias de cicatrización, un rasgo clave para la discriminación de daños premortem. Se
tuvieron en cuenta huellas compatibles con la preparación de los cuerpos para entierros
secundarios como parte de las modificaciones culturales pero no como evidencia de
violencia.
Una lesión ósea puede ser el resultado de una situación de violencia o de un accidente. En
algunos casos estos contextos son fácilmente distinguibles, como cuando se observa la
interacción entre el efector y el hueso (i.e. puntas de proyectil incrustadas). Sin embargo, para
una proporción importante de modificaciones esta distinción no es tan evidente (Ortner y
Powell 2006). Las inferencias que se realizan sobre los patrones de violencia dependen de
este proceso; es decir que es fundamental la aplicación de una metodología que minimice la
ambigüedad en el diagnóstico de las lesiones traumáticas. Como parte de la metodología
propuesta, se evaluaron las frecuencias de traumas en dos niveles de análisis. El primer nivel
(N1) es inclusivo y considera positivos a aquellos traumas con bajo o nulo nivel de
ambigüedad pero también, a los que no necesariamente son consecuencia de violencia sino
que pueden deberse a accidentes, como es el caso de las fracturas cicatrizadas (Fig. 3a y 3c) y
ciertos patrones de depresiones sub-circulares (Fig. 3b y 3d). El segundo nivel de análisis
(N2) es el más conservativo y sólo considera positivas a las lesiones con bajo o nulo nivel de
ambigüedad, como puntas incrustadas (Fig. 4b); perforaciones sin puntas de proyectil
incrustadas pero con morfologías que permiten inferir su presencia en el pasado (Fig. 4c) (ver
por ejemplo Fig. 3 en Smith et al. 2007); depresiones lineales con lascas adheridas a los
bordes de fractura, múltiples lesiones asociadas (Fig. 4d) y patrones de depresiones
sub-circulares con fracturas perimortem asociadas.
Mediante un experimento de comparación con cerdos, se pudo detectar aquellos restos que
presentaban lesiones por armas provenientes ya de la época colonial, por lo que fueron
dejados de lado de las muestras.
El estudio de la guerra en la arqueología sur-andina. Axel E. Nielsen

RESUMEN: paso revista al estado actual de la reflexión arqueológica sobre las guerras
prehispánicas andinas, particularmente las de época pre-inca en los Andes del Sur (NO de
Argentina, N de Chile, SO de Bolivia). Siguiendo los ejes planteados para este intercambio
de ideas, comienzo señalando los principales temas en debate, después trato las posibles
consecuencias sociales del conflicto y termino considerando brevemente el modo en que se
recordaban aquellos conflictos en la época colonial.
Si entendemos la guerra como hostilidad armada entre colectivos políticamente organizados,
las evidencias materiales indican que esta ha rondado a la humanidad durante gran parte de su
historia, aunque con significativas variaciones de intensidad y forma. A pesar de su
ubicuidad, la guerra recién se instala como un tema de investigación significativo en la
arqueología —fundamentalmente en la anglosajona— en la década de 1990 (Kelly 1996). En
los Andes todavía es un tópico escasamente discutido, a pesar de que las tradiciones orales
recopiladas al momento de la conquista española aludían claramente a una era de conflictos
armados antes de la expansión inca y de que los arqueólogos advirtieron hace tiempo ya sus
rastros materiales.
Cuatro clases de indicadores son comúnmente aceptados en arqueología para inferir la
existencia de guerras, a saber, sistemas de asentamiento defensivos, señales de traumas en los
cuerpos, artefactos vinculados al combate e iconografía. Si bien existen evidencias aisladas
de épocas anteriores (p. ej., huesos humanos con traumas o puntas de proyectil incrustadas o
representaciones de individuos con atuendos guerreros), es recién a partir del 1000 d.C. —y
particularmente después de 1200— que los cuatro tipos de indicadores se hacen presentes en
gran parte del sur andino. El clima de beligerancia sugerido por estas evidencias parece haber
cesado con la expansión inca (la Pax Inca), teniendo en cuenta que muchos asentamientos
defensivos dejan de utilizarse en el siglo XV y se establecen sitios nuevos en lugares
claramente vulnerables (Nielsen 2002, Williams 2014b). Las fuentes documentales sugieren
que los incas hicieron un uso restringido de la violencia armada, solo para doblegar la
resistencia de algunos grupos (p. ej., collas, chichas) o defender la frontera oriental.
El primer tema que divide la opinión de los arqueólogos es si estos elementos son suficientes
para concluir que efectivamente hubo guerras antes del inca, una época que en las secuencias
cronológicas del área se denomina Período de Desarrollos Regionales o Intermedio Tardío
(en adelante PDR). Los escépticos suelen cuestionar la validez de cada indicador por
separado, argumentando por ejemplo que las cabezas cercenadas son un ejemplo más de la
popularidad del culto a los antepasados; que las representaciones de guerreros o combates en
el arte rupestre podrían aludir a situaciones míticas; que los cascos y corazas confeccionados
en madera, fibra y cuero no parecen ser protección suficiente en combate; que las nuevas
armas pudieron estar destinadas a la caza o —en el caso de hachas y manoplas— ser objetos
meramente rituales; que muchos poblados de la época no tienen fortificaciones por lo que no
son estrictamente pukaras y que su ubicación en puntos elevados pudo obedecer a
consideraciones utilitarias (p. ej., maximizar el aprovechamiento de tierras cultivables o
resguardarse de los aluviones) o religiosas.
Lo primero que esta forma de razonamiento ad hoc no puede explicar es porqué estas
evidencias proliferan en forma simultánea (desde el punto de vista arqueológico) sobre un
área tan extensa (desde la provincia de Catamarca, por lo menos, hasta el lago Titicaca y la
sierra del Perú). Ciertamente, no aparecen en todas partes ni con la misma claridad y rara vez
se encuentran todas ellas en una misma región. De hecho, no parece haber rastros de conflicto
en las zonas más elevadas de la puna y altiplano, habitadas por pastores especializados
(sureste de Lípez, puna occidental de Jujuy y Salta), ni entre los pescadores del litoral del
océano Pacífico. Cuando están, se asocian a poblaciones que practican la agricultura, tanto en
los bolsones altiplánicos (p. ej., Antofagasta de la Sierra, Casabindo, Norte de Lípez,
intersalar) como en las quebradas, valles y oasis a ambos lados del macizo cordillerano.
No es posible aquí analizar cada uno de estos cuestionamientos (ver Arkush y Stanish
2005,Nielsen 2003), por lo que solo tomaré dos ejemplos: la interpretación de los
asentamientos y la relación entre rito y conflicto. La adopción generalizada entre los
agricultores sur-andinos de un sistema de asentamiento defensivo es a mi juicio la evidencia
más contundente del establecimiento de un "estado de guerra endémica" en el siglo XIII.
Limitar el problema a una cuestión tipológica —¿es correcto clasificar los poblados de la
época como fortalezas o pukaras?— lleva a perder de vista las demás propiedades defensivas
de las nuevas estrategias de uso del espacio, como el dominio visual del entorno que permite
prevenir asaltos sorpresivos, las ventajas defensivas que ofrecen terrenos altos y escarpados
aun cuando no exista una arquitectura especializada, el amparo de numerosos vecinos que
brinda la residencia en grandes conglomerados, la intervisibilidad que permite advertir y
movilizar rápidamente a aliados cercanos o el abandono de áreas para crear zonas de
amortiguación, entre otras. Puesto que la etnografía indica que la sorpresa y el número de
combatientes en cada bando son factores decisivos en la llamada "guerra tribal" (Ferguson
1995, Keely 1996, Redmond 1994, Wiessner y Tumu 1998, entre otros) cabe pensar que los
recaudos defensivos señalados fueron tan o más importantes que la presencia de
fortificaciones. Por otra parte ¿cómo explicar si no la adopción generalizada de estas formas
de habitar que implicaron dejar antiguas áreas de vivienda en favor del hacinamiento en sitios
generalmente desprovistos de agua, poner distancia con las áreas de cultivo y pastoreo y
abandonar zonas ricas en recursos que habían sido regularmente habitadas hasta entonces?
Ciertamente, ninguno de estos cambios en los asentamientos puede ser explicado por quienes
consideran que los conflictos eran solo combates rituales análogos al t´inku etnográfico
(Topic y Topic 1997, 2009). Aunque estas prácticas provocan heridos y hasta muertos, lo que
permite caracterizarlas como "ritos" y no "guerras" es, precisamente, que no representan una
amenaza para quienes no participan directamente, por lo que no llevan a las comunidades
involucradas a adoptar recaudos defensivos. La guerra siempre conlleva actos rituales, lo que
no significa que sea menos violenta o amenazadora, sino simplemente que quienes combaten
aprovechan todos los recursos a su disposición, incluyendo hechizos, música, danzas, plantas
alucinógenas y otras técnicas para movilizar el auxilio de ancestros, animales tutelares y otras
agencias no humanas (Nielsen 2007). Los antiguos andinos también empleaban el rito para
propiciar las cosechas, la multiplicación del ganado o la construcción de sus casas, lo que no
convierte a su agricultura, ganadería y arquitectura en actividades "meramente" rituales.
¿Quiénes se enfrentaban? ¿Cómo eran aquellos conflictos? ¿Qué normas los regulaban?
¿Cómo afectaban a otras actividades, como la agricultura o el tráfico interregional? Como
estas indagaciones se encuentran en sus comienzos, solo mencionaré ejemplos de las diversas
respuestas que comienzan a surgir. Respecto a las partes enfrentadas, se ha planteado que
podría tratarse de conflictos locales entre vecinos, grupos del oriente amenazando a las
poblaciones de tierras altas (un fenómeno del que hay testimonio escrito en época colonial) o
luchas entre colectivos regionales. La ventaja de esta última interpretación reside en que su
carácter multiplicador podría dar cuenta de la gran difusión y relativa contemporaneidad de
los conflictos y, particularmente, de su presencia en la vertiente occidental andina, lejos del
alcance que uno atribuiría a los ataques de grupos de las tierras bajas del oriente. La ausencia
de fuentes de agua en la mayoría de los poblados, por su parte, ratifica que los combates
debieron ser fundamentalmente emboscadas, asaltos sorpresivos y saqueos, antes que asedios
o campañas orientadas a la conquista territorial, prácticas que estarían fuera de las
capacidades logísticas de los pueblos de la época. La separación entre áreas residenciales y
productivas (campos con terrazas y riego, ganadería trashumante) sugieren la existencia de
normas capaces de regular la estacionalidad de las luchas, con temporadas de paz dedicadas a
la producción (seguramente el verano) y épocas para la guerra. Esto podría también explicar
la continuidad del tráfico interregional a pesar de las hostilidades, aunque hay otros
escenarios posibles.
Otro tema en debate se refiere a las causas de las hostilidades. Las hipótesis propuestas
incluyen presión demográfica y competencia por tierras, luchas políticas relacionadas con la
disolución de Tiwanaku, contiendas por el control del tráfico de larga distancia, invasiones de
otros grupos y deterioro climático. La existencia de sequías en el sur andino durante el siglo
XIV, que podrían haber abonado el clima de beligerancia, ha sido recientemente confirmada
mediante reconstrucciones paleoclimáticas de alta resolución basadas en anillos de árboles
(Morales et al. 2012). Cuando ocurren en la actualidad sequías de esta magnitud, conllevan el
fracaso de la agricultura de secano en los sectores más áridos del altiplano, obligando a
muchos hombres adultos a migrar a los valles y centros urbanos en busca de trabajo para
sustentar a sus familias. Cabe pensar que crisis similares en el pasado no dejaron a las
comunidades en las tierras altas más alternativas que apelar a la solidaridad de otros grupos
menos afectados o presionar sobre sus vecinos a ambos lados de los Andes para asegurarse
tierras con potencial para el riego
También comienza a cuestionarse recientemente el manejo de la fuerza militar y otras formas
de violencia por parte de los incas. Las investigaciones de los últimos años han revelado que
la formación del Tawantinsuyu en el siglo XV coincide con la destrucción violenta de áreas
públicas y poblados importantes de varias regiones, el abandono de ciertos asentamientos y la
reorganización de otros, así como el vaciamiento de algunas regiones. Todo esto invita a
revisar críticamente el supuesto de una expansión incaica negociada o impuesta pero sin uso
efectivo de la fuerza, una idea basada en última instancia en testimonios orales recogidos
durante la conquista que, sesgados por la voluntad propagandista del propio estado cuzqueño,
pudieron haber omitido selectivamente ciertos hechos. Aunque con la conquista inca dejan de
utilizarse sitios defensivos en ciertas regiones (p. ej., Norte de Lípez), en otras los sistemas de
asentamiento locales no sufren cambios significativos, mientras que el Estado mismo parece
controlar directamente las áreas de amortiguación o 'tierras de nadie' creadas durante el PDR
mediante la construcción de tambos, guarniciones e instalaciones productivas.
CONSECUENCIAS SOCIALES DE LAS GUERRAS PRE-INCAICAS
El escepticismo entre los arqueólogos respecto a la realidad o gravedad de las guerras
preincaicas ha llevado a que, aunque a menudo se mencione al conflicto como una
característica más de la época, se haya prestado poca atención a las consecuencias que pudo
tener esta situación para los procesos sociales sur-andinos. El tema ha sido bastante discutido,
en cambio, en la arqueología en general, principalmente con relación al papel que pudo
desempeñar la guerra en el desarrollo de la complejidad social y, eventualmente, en el
surgimiento del Estado. Las opiniones varían ampliamente, pero últimamente hay cierto
consenso en considerarla un elemento más capaz de promover cambios en las estructuras
políticas y económicas, pero cuyos efectos específicos dependen de muchos otros factores
cuya incidencia debe establecerse mediante un análisis histórico pormenorizado.
Hay elementos para afirmar que los conflictos del PDR provocaron cambios significativos en
las formaciones sociales sur-andinas. En primer lugar, la concentración de la población en
grandes asentamientos y la aparición en algunas regiones de relaciones jerárquicas entre ellos
ponen de manifiesto procesos de integración que seguramente se asocian con nuevas
prácticas e instituciones políticas, al menos entre los grupos agricultores y agropastores. Estas
se hacen visibles en la proliferación de monumentos a los antepasados, los rastros de
comensalismo público y la construcción de plazas en los principales poblados (Nielsen 2006).
Todo indica que las nuevas pautas de convivencia y las alianzas entre grupos de parentesco y
comunidades promovidas por la inseguridad resultaron en procesos de "fusión segmentaria"
(Platt 1987) que resolvieron pacíficamente las disputas locales, redirigiendo la violencia hacia
grupos ajenos a cada región. De acuerdo a esta interpretación, integración segmentaria local y
guerra interregional se reforzarían mutuamente.
Tendencias hacia la intensificación e integración económica se advierten en el desarrollo de
extensas superficies agrícolas con terrazas y andenes alimentados por complejos sistemas de
irrigación que requieren una operación coordinada, como así también en la reorganización de
los sistemas de movilidad y manejo del ganado. Más aún, podría argumentarse que el
desarrollo de estructuras políticas supra-comunitarias estuvo acompañado de la
implementación de estrategias económicas colectivas, en las que la formulación de los
programas de trabajo, la planificación de uso de los recursos y otras decisiones económicas
claves recaerían en manos de grupos o instancias administrativas superiores a la unidad
doméstica. Por cierto, no tiene por qué haber una relación directa entre integración y
desigualdad económica, entendida como participación diferencial en los procesos de trabajo y
apropiación de recursos. La homogeneidad de la arquitectura doméstica y de los artefactos de
uso cotidiano en general sugieren que la cultura material operaba como un discurso
igualitario e inclusivo que sería consistente con un modo corporativo de acción política, pero
la realidad es que no contamos aún con los datos de consumo necesarios para evaluar las
desigualdades efectivas que pudieron existir en distintas regiones.
Ciertamente, la invención de tradiciones comúnmente asociada a la formación de etnicidades
se vería facilitada por el masivo desarraigo y pérdida de memoria práctica que
indudablemente debió acompañar a la relocalización de poblaciones del siglo XIII. La
proliferación de referencias monumentales a los antepasados que se produce a partir de este
momento ( chullpas, wankas, etc.) es una expresión elocuente de este proceso político de
reconfiguración de la memoria.

Alfredo González Ruibal “TIERRA ARRASADA, UN VIAJE POR LA

VIOLENCIA”

El autor distingue entre violencia colectiva en general del tipo específico de violencia
organizada que es la guerra. La guerra implica dos o más grupos o facciones identificados,
noción de guerrero o soldado, ejércitos, una mínima duración de tiempo, y una cierta
discrecionalidad temporal. Además implica una cultura material específica, distinta de la
cotidiana. Por lo cual podríamos decir que en el Paleolítico no hubo guerra pero si hubo
violencia de distintos tipos.
Antes del ser humano moderno, hay evidencia de violencia colectiva organizada. Hay restos
de humanos del Pleistoceno Medio (entre 774mil y 129mil años AP) con signos de violencia
en forma de traumas ante morten y perimortem.
Ante mortem: tiene lugar antes de que se produzca la muerte. Puede tratarse de una herida
curada o en proceso de curación.
Perimortem: tiene lugar en torno al momento de muerte: pudo contribuir al deceso, pero
también producirse inmediatamente después.
Homínido descubierto en la Sima de los Huesos, con dos lesiones contusas perimortem en la
parte frontal, es decir, alguien golpeó con fuerza la cabeza del homínido con un objeto y de
forma repetida, lo que debió causarle la muerte pues: las heridas no se llegaron a cerrar. Esto
se asume que no fue casual ya que las lesiones casuales suelen localizarse en los lados del
cráneo, mientras las intencionales se dan en la cara o en la parte posterior. Este es el ejemplo
más antiguo de violencia interpersonal, pero no indica que fuera colectiva.
Heridas de proyectiles: aunque se encuentra evidencias de flechas con una antigüedad de
entre 9900 y 9300 aC en Stellmoor no parece que se emplearán para matar a otros seres
humanos, las heridas de proyectiles comienzan a ser frecuentes en el Mesolítico, el periodo
de los últimos cazadores-recolectores, es decir entre 15mil y 5mil años AP en Europa.
Durante esta época el hielo retrocedió y Europa se cubrió de bosques.
Los traumas en los huesos indican que hubo conflicto. En un estudio de todos los casos de
traumas conocidos, se ha observado que se pasa de 13 a 60 lesiones contusas provocadas por
golpes entre el Paleolitico Superior y el Mesolítico. Y de 3 a 17 por heridas de proyectil.
(Tiene referencia). Además las heridas se vuelven más graves y en muchos casos debieron
conducir a la muerte, porque se incrementa la cantidad de lesiones perimortem frente a las
ante mortem. Todo indica que existe violencia coalicional pero no colectiva.
Caso Ofnet, en Baviera, al sur de Alemania. Se descubrieron dos hoyos, 34 cráneos, de los
cuales nueve de mujeres y 20 de niños. Decapitados en torno al momento de su muerte, 7500
años AP. Se discute si es un ritual funerario (los cráneos habían sido cubiertos de ocre y
ceniza, adornados con conchas y colocados mirando al oeste, o si es resultado de un conflicto
(a un porcentaje de individuos les habían asestado un golpe en la nuca con un hacha de
piedra).
No sé sabe tampoco si se depositaron todos a la vez o a lo largo del tiempo. Con la
información actual se habla de un ritual y que tiene relación con la muerte y no de una
masacre.
Caso del yacimiento Kanaljorden, en el sur de Suecia, depósito de calaveras, similar fecha a
Ofnet, entre 8mil y 7500 AP. 34 huesos humanos que pertenecieron a un mínimo de diez
individuos. 7 mostraban traumas contusos en el cráneo, solo en 3 son perimortem, la mayoría
de las heridas se encontraban curadas en el momento del deceso. El contexto en el que
aparecieron es muy peculiar, se trata de una plataforma de piedra en la que también se
depositaron huesos de oso pardo y de jabalí. Ubicados en una forma específica lo que podría
indicar muy posiblemente un ritual.
Ofnet y Kanaljorden nos hablan de algún tipo de rito conectado con la violencia, porque en
todos los casos hay individuos que sufrieron agresiones. Pero por ahora es imposible conectar
el tipo de agresión.
Una perspectiva bioarqueológica sobre la historia de la
violencia. Walker.
RESUMEN
Las lesiones traumáticas en restos de esqueletos humanos antiguos son una fuente directa
de evidencia para probar teorías de la guerra y la violencia que no están sujetas a la
dificultades interpretativas que plantean creaciones literarias como registros históricos y
informes etnográficos. La investigación bioarqueológica muestra que a lo largo de la historia
en nuestra especie, la violencia interpersonal, especialmente entre hombres, ha prevalecido.
El canibalismo parece haber estado muy extendido, y las matanzas en masa, los homicidios y
las lesiones por agresión también están bien documentados tanto en el Viejo como en el
Nuevo Mundo. Ninguna forma de organización social, modo de producción o entorno
ambiental parecen haber permanecido libre de violencia interpersonal por mucho tiempo.
INTRODUCCIÓN
Entre los antropólogos, los bioarqueólogos están en una posición ideal para explorar las
causas de la violencia en sociedades anteriores. Los restos humanos de sitios arqueológicos
son una fuente única de datos sobre los factores ambientales, económicos y sociales que
predisponen a las personas tanto a conflictos violentos como a la coexistencia pacífica. La
controversia sobre los efectos que tuvo la expansión de las sociedades occidentales sobre los
patrones de guerra en las culturas no occidentales proporciona un buen ejemplo de la
relevancia de la bioarqueología. Algunos antropólogos creen que los patrones de guerra
documentados por etnohistoriadores y etnógrafos en sociedades no occidentales
anteriormente “aisladas” del Nuevo Mundo y de otros lugares son un reflejo no tanto de los
patrones culturales previos al contacto como de la perturbación social y las desigualdades
económicas creadas por el comercio de bienes. y enfermedades que inevitablemente
acompañan al contacto con occidentales (Dunnell 1991, Ferguson 1995, Walker 2001b).
Desde esta perspectiva, las guerras históricamente documentadas en las sociedades modernas
no occidentales son poco más que un reflejo de la competencia violenta y el deseo insaciable
de acumulación de riqueza material que contamina el mundo moderno. En consecuencia,
algunos investigadores descartan los registros etnográficos y etnohistóricos por considerarlos
en gran medida irrelevantes para comprender los patrones anteriores de violencia y especulan
que la guerra que existió en las sociedades premodernas era una forma ritualizada, rara vez
mortal y típicamente ineficaz, de resolución de disputas mediada culturalmente diseñada para
mantener eficientemente las fronteras sociales minimizando al mismo tiempo las muertes.
Aunque hay quienes están en total desacuerdo con la base fáctica de esta visión
neorousseauniana de la pasividad premoderna (Keeley, 1996), es un argumento que resuena
en mucha gente y es difícil de contrarrestar sin hacer referencia a datos bioarqueológicos de
nuestro pasado lejano y preindustrial.
Los estudios esqueléticos tienen el potencial de ampliar enormemente nuestra comprensión
del potencial humano para el comportamiento tanto violento como no violento. Los
documentos históricos y los registros etnográficos ofrecen una visión estrecha del espectro de
capacidades humanas para la bondad desinteresada y la crueldad absoluta. El número de
grupos históricamente documentados es minúsculo en comparación con el enorme número de
sociedades extintas de las que no tenemos registros escritos. Cuando se dispone de
descripciones históricas de la guerra y la violencia, es difícil (algunos dicen imposible)
desenredar su base fáctica de los prejuicios culturales del observador respecto de este aspecto
de la vida tan cargado de emociones y política. Los restos de esqueletos humanos, por el
contrario, proporcionan evidencia directa de violencia interpersonal tanto en sociedades
prehistóricas como históricamente documentadas que, en muchos aspectos, es inmune a las
dificultades interpretativas planteadas por las fuentes literarias (Walker 1997, 2001b). Varias
puntas de flechas de pedernal incrustadas en la columna vertebral de una persona no son
construcciones simbólicas (Figura 1). Dicen algo indiscutible sobre las interacciones físicas
que se dieron entre esos huesos y esas piedras.
DEFINICIÓN DE VIOLENCIA
La evaluación de la evidencia esquelética de violencia antigua se ve dificultada tanto por los
problemas técnicos de interpretación de las lesiones como por algunas cuestiones
fundamentales de definición relacionadas con la distinción entre lesiones accidentales e
intencionales. En medicina, “lesión” significa el daño o herida causado por un trauma, y
“trauma” se refiere a una lesión accidental o infligida causada por un “contacto duro con el
medio ambiente” (Stedman 1982). Aunque aparentemente sencillos en su referencia al daño
físico, los conceptos de trauma y lesión a menudo se extienden para abarcar tanto las lesiones
psicológicas como las físicas.
La distinción que comúnmente se hace entre lesiones traumáticas accidentales e intencionales
es aún más problemática debido a la implicación causal de la malevolencia humana. Las
lesiones accidentales son aquellas causadas por eventos no planificados que suceden
inesperadamente. El concepto de “daño violento”, por otra parte, a menudo lleva consigo, en
su uso vernáculo, la implicación de intencionalidad humana. Esta distinción causal
aparentemente clara puede oscurecerse fácilmente. Aunque la mayoría de la gente utiliza
“violencia” para implicar una interacción dañina entre personas (es decir, violencia
“interpersonal”), los epidemiólogos muestran poca preocupación por esta distinción
fundamental y normalmente incluyen muertes accidentales junto con homicidios y suicidios
en sus esquemas clasificatorios bajo el título “ lesiones violentas” (Holinger 1987; Lancaster
1990, p. 341; Murray y López 1996). Incluso si podemos estar de acuerdo en que un
elemento clave de cualquier definición de violencia es que se refiere, como en algunas
declaraciones internacionales de derechos humanos (Naciones Unidas 1993), al
comportamiento de las personas entre sí de maneras que probablemente causen daño personal
o lesión, hay lugar para discutir sobre el grado de intencionalidad requerido para que haya
ocurrido un acto de violencia. Por ejemplo, se puede argumentar que todos los daños
resultantes de la marginación de un grupo por otro a través de la expansión territorial, el
dominio social o la explotación económica cumplen con la definición de violencia si los
grupos dominantes muestran un absoluto desprecio por la seguridad y el bienestar físico de
las personas a las que han marginado.
También está el problema de la contingencia cultural: el término violencia significa cosas
diferentes en diferentes culturas e incluso para miembros de la misma cultura (Krohn-Hansen
1994). En muchas sociedades, golpear a los hijos y a los cónyuges para disciplinarlos está
socialmente sancionado porque se considera beneficioso, no perjudicial, para quienes reciben
las palizas. Por otro lado, es común en las ciencias sociales y las humanidades ampliar el
concepto de violencia para abarcar “cualquier situación injusta o cruel o maltrato de otro ser
humano” (Straus 1999).
Debido a la limitada evidencia física disponible para documentar la violencia interpersonal en
sociedades anteriores, hay pocas oportunidades para hacer distinciones sutiles como éstas en
los estudios bioarqueológicos. En cambio, la compleja gama de comportamientos que
resultan en lesiones accidentales e intencionales se reduce a restos esqueléticos u
ocasionalmente tejidos momificados y al contexto arqueológico dentro del cual se encuentran
estos restos humanos. Debido a estas limitaciones probatorias, es prudente restringir el uso
del término lesión violenta en bioarqueología a lesiones esqueléticas para las cuales existe
fuerte evidencia circunstancial de intención malévola (por ejemplo, la presencia de varias
puntas de flecha incrustadas en el esqueleto de un hombre en un fosa común con otros
jóvenes heridos cuyos cráneos muestran marcas de corte consistentes con arrancamiento del
cuero cabelludo) y reservar el término lesión accidental para casos que carecen de evidencia
tan clara de intención malévola.

Las lesiones traumáticas son algunas de las condiciones patológicas más comunes observadas
en los esqueletos humanos. Los cambios óseos asociados con el trauma incluyen fracturas no
cicatrizadas, callos de lesiones antiguas, remodelación posterior a dislocaciones articulares y
las osificaciones que ocurren dentro de los músculos, tendones y la vaina de tejido conectivo
(periostio) lesionados que encapsula los huesos. Interpretar esta evidencia de un trauma
antiguo requiere un complicado proceso de toma de decisiones (Figura 2). Desde una
perspectiva conductual, es de gran importancia distinguir entre las lesiones sufridas antes de
la muerte (antemortem), alrededor del momento de la muerte (perimortem) y después de la
muerte (postmortem) a través del movimiento del suelo y otros procesos de formación del
sitio. Las lesiones antemortem y perimortem son de considerable interés antropológico
debido a las implicaciones que tienen para el comportamiento humano.
Las fracturas antemortem son comparativamente fáciles de identificar porque el callo bien
definido de hueso nuevo que generalmente se forma alrededor de la fractura persiste mucho
después del trauma que la produjo (Figura 3). Si una fractura no muestra signos de curación,
es seguro decir que se trata o bien de una lesión perimortem, o de un daño postmortem
causado por procesos de formación del sitio o un daño posterior a la recuperación debido a
una excavación arqueológica o la conservación de un museo. Es comparativamente fácil para
un osteólogo bien capacitado distinguir las fracturas que ocurrieron mucho después de la
muerte de las lesiones perimortem. Las fracturas en los huesos de los vivos y de los recién
fallecidos tienden a propagarse en un ángulo agudo con respecto a la superficie del hueso en
un patrón comparable al observado en otros materiales plásticos (Figura 4). Después de la
muerte, la pérdida de colágeno hace que el hueso sea mucho más frágil. Como resultado, las
fracturas en huesos viejos causadas por el movimiento del suelo y otros procesos de
formación del sitio tienden a propagarse en ángulo recto con respecto a la superficie del
hueso, como las que se observan en un trozo de tiza roto (Villa y Mahieu 1991) (Figura 5).
A menudo, las fracturas post mortem en huesos viejos también pueden identificarse debido a
una diferencia de color entre la superficie del hueso (generalmente más oscura) y la del área
expuesta por la fractura (generalmente más clara). Esta decoloración de la superficie, que se
produce a través del contacto prolongado con el suelo circundante, permite distinguir las
marcas de corte realizadas en el momento de la muerte por armas u otras herramientas de los
daños ocurridos mucho después de la muerte, como durante las excavaciones arqueológicas o
la conservación de museos (Frayer 1997, Blanco y Toth 1989). Los signos de curación, por
supuesto, son evidencia inequívoca de que la lesión ocurrió antes de la muerte. Sin embargo,
las respuestas óseas a la lesión no son inmediatas. En el trabajo forense con víctimas de
traumas modernos, a menudo es posible diferenciar las lesiones antemortem-perimortem y
postmortem-perimortem porque hay poco sangrado alrededor de las lesiones antemortem
sufridas después de que el corazón deja de latir. Aunque a veces se observan manchas de
sangre descompuesta en restos momificados antiguos, la ausencia de tal evidencia en la
mayoría de las situaciones arqueológicas significa que las fracturas en los huesos de los vivos
y de los recientemente fallecidos son esencialmente idénticas en apariencia. Puede ser
imposible, por ejemplo, decidir si una fractura craneal perimortem es el resultado de un golpe
letal en la cabeza o de un trato brusco dado al cadáver después de la muerte. Aunque a veces
estos problemas no pueden resolverse, el tipo de lesión perimortem suele ser revelador. Un
esqueleto plagado de heridas de flecha sugiere fuertemente intenciones malévolas, incluso si
algunas de las heridas fueron infligidas póstumamente como un gesto de falta de respeto.
A través de la acumulación progresiva de evidencia de fuentes dispares, es posible ir
aclarando gradualmente lo que realmente sucedió durante la historia de nuestra especie.
Aunque proyectar acríticamente lo que sabemos sobre el trauma moderno hacia el pasado es
potencialmente engañoso, los patrones de trauma modernos proporcionan una rica fuente de
datos comparativos que permiten ubicar las lesiones antiguas dentro de contextos
histórico-culturales y de comportamiento significativos.
DERRIBANDO EL MITO DE NUESTRO PASADO PACÍFICO
Considerando los muchos problemas metodológicos que he descrito, ¿qué podemos decir con
base en los datos actualmente disponibles sobre la prevalencia de la violencia en sociedades
anteriores? En primer lugar, es justo decir que ha habido un sesgo histórico hacia la
sobreinformación de casos espectaculares, como cráneos con puntas de proyectil incrustadas,
heridas de sable abiertas y horripilantes marcas de arrancamiento del cuero cabelludo. La
gente parece tener una fascinación profundamente arraigada por la violencia, especialmente si
la víctima era un extraño.
Este interés lascivo quizás explique en parte el impresionante número de informes de casos
paleopatológicos dedicados a describir las heridas de víctimas individuales de traumas
(Elerick y Tyson 1997). Este enfoque de “caso” para la documentación de la violencia
antigua dominó el campo de la paleopatología durante la mayor parte del siglo XX y refleja
los intereses diagnósticos y la falta de perspectiva poblacional de los médicos que realizaron
gran parte de este trabajo anterior. Estos problemas de posible sobreinformación y falta de
una perspectiva poblacional significan que la mayor parte de la literatura paleopatológica
proporciona poca base para estimar la prevalencia de la violencia pasada. Sabemos que en
todo el mundo prehistórico, muchas personas murieron a manos de otros, pero casi en
ninguna parte hay datos disponibles para estimar siquiera aproximadamente cómo la
frecuencia de tales ataques varió a través del espacio y el tiempo (Walker 1997).
A pesar de estas limitaciones, los informes de casos tienen mucho que enseñarnos sobre la
historia de la agresión humana. Nos muestran que las raíces de la violencia interpersonal
penetran profundamente en la historia evolutiva de nuestra especie. Los huesos con marcas de
corte infligidas por otros humanos son sorprendentemente comunes considerando la escasez
de restos de homínidos primitivos. La posición anatómica de las marcas de herramientas de
piedra en el pómulo de un espécimen del Plio-Pleistoceno del sitio Sterkfontein en Sudáfrica
sugiere que fueron infligidas por alguien que cortó los músculos de esta persona durante el
proceso de extracción de la mandíbula del resto de la cabeza ( Pickering et al 2000).
El número de tales especímenes es pequeño y las limitaciones de la información contextual
asociada hacen difícil determinar qué motivó esta práctica temprana de cortar la carne de los
muertos; el canibalismo, la curiosidad anatómica y la manipulación ritual de partes del cuerpo
son todas posibilidades. La especulación sobre hasta qué punto los primeros humanos se
mataban y consumían entre sí ha sido durante mucho tiempo parte de la literatura
antropológica. En la década de 1930, Franz Weidenreich sugirió, basándose en la abundancia
de bóvedas craneales con bases fracturadas y la escasez de restos infracraneales, que los
especímenes de Homo erectus del sitio de Zhoukoudien fueron víctimas de extracción de
cerebro durante fiestas caníbales (Weidenreich 1943). Esta evidencia de canibalismo siempre
ha sido controvertida y la disputa actual será difícil de resolver porque muchos de los
especímenes originales se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos
prehistoriadores todavía aceptan la evidencia de Weidenreich como convincente (Lanpo y
Weiwen 1990, Walpoff 1996), mientras que otros han reinterpretado la condición de los
huesos de Zhoukoudien como daño post mortem por la roida del puercoespín y otros procesos
de formación del sitio (Binford y Ho 1985, Binford y Stone 1986). .
En el Paleolítico Medio, la evidencia de traumatismos esqueléticos aumenta notablemente,
quizás en parte debido a la disponibilidad de muestras esqueléticas mucho más grandes. Las
fracturas curadas son especialmente comunes entre los neandertales. Muchas de estas lesiones
parecen haber sido accidentales y quizás se expliquen por los peligros de una adaptación
depredadora que implicaba la caza mayor con herramientas simples (Berger y Trinkaus 1995,
Gardner 2001, Richards et al 2000, Trinkaus y Zimmerman 1982).
Algunas de estas lesiones también pueden ser el resultado de violencia interpersonal. Aunque
no se han encontrado huesos con puntas incrustadas o heridas de arma indiscutibles, un
espécimen temprano de Homo sapiens de Israel (Skhul IX) tiene una lesión perimortem que
sugiere un ataque letal: una lanza atravesó la parte superior de la pierna y entró en la cavidad
pélvica (McCown y Keith 1939).
En varias colecciones de restos de neandertales se han informado marcas de corte y otros
signos de procesamiento post mortem posiblemente asociados con el canibalismo. Las marcas
de herramientas en algunos de estos especímenes pueden explicarse de maneras mucho
menos dramáticas y no caníbales.
También es importante recordar que incluso en los casos en los que se puedan demostrar
argumentos sólidos a favor del canibalismo, esto no significa necesariamente que alguien
haya sido asesinado para obtener su carne. Aunque es raro, el consumo ritual de porciones de
los cuerpos de personas que murieron por causas naturales ha sido reportado
etnográficamente, y el fenómeno del canibalismo por inanición entre las víctimas de la
hambruna es un fenómeno moderno bien documentado (Keenleyside et al 1997, Petrinovich
2000).
La evidencia más temprana de canibalismo europeo proviene de restos humanos de 800.000
años de antigüedad recuperados en el sitio español de Atapuerca. Los esqueletos de
Atapuerca están muy fragmentados y presentan marcas de corte que se han interpretado como
evidencia de decapitación y descarnado (Fernández-Jalvo et al 1999). Algunos de los huesos
largos muestran daños perimortem compatibles con la extracción de médula, y todo el
conjunto óseo humano parece haber sido tratado como desperdicios de comida. Las marcas
de corte y el estado fragmentario de los restos neandertales de Krapina procedentes de
Croacia se han interpretado a menudo como evidencia de canibalismo
(Gorjanovdıc-Kramberger 1906, Ullrich 1978). Otros sugieren que los funerarios
neandertales podrían haber hecho las marcas de corte y atribuir las fracturas a causas no
humanas, como desprendimientos naturales de rocas o daños por excavaciones (Russell
1987a,b; Trinkaus 1985). La evidencia del canibalismo neandertal se ha fortalecido
enormemente a través de estudios recientes de las distribuciones espaciales, marcas de
herramientas y frecuencias de elementos esqueléticos en restos humanos y animales de
Moula-Guercy, una cueva francesa. Estos estudios muestran patrones sorprendentemente
similares de daño perimortem que sugieren que tanto los huesos humanos como los de
ungulados depositados en el sitio son desechos de alimentos (Defleur et al 1999). Los huesos
de La Baume Fontebregoua, un sitio neolítico francés, muestran una correspondencia similar
entre restos humanos fragmentarios y colecciones faunísticas de desechos de alimentos (Villa
1992, Villa et al 1986). Estos datos sugieren que la práctica del canibalismo no se limitó a los
neandertales. Más bien, parece haber persistido durante la transición de la caza y la
recolección a la agricultura.
En la época mesolítica, la evidencia de lesiones mortales que sugieren fuertemente un
homicidio comienza a aumentar notablemente. Esto es en parte una consecuencia del mayor
uso de arcos y flechas, un arma cuyas pequeñas puntas se incrustan de forma segura en el
hueso de la víctima (Figura 1). Cuando hay múltiples heridas de flecha, es una prueba
inequívoca de homicidio (p. ej. Boule y Vallois 1937). Ofnet, un yacimiento mesolítico de
7.720 años de antigüedad en Baviera, proporciona la primera evidencia clara de asesinato en
masa (Frayer 1997). La colección Ofnet consta de 38 calaveras. Muchos de ellos muestran
fracturas biseladas en la parte posterior de la cabeza que sugieren fuertemente golpes
perimortem. No hay evidencia de canibalismo y pocos indicios de matanza. Sin embargo, las
marcas de corte perimortem en muchas de las vértebras cervicales recuperadas con los
cráneos sugieren la decapitación. Esta evidencia de matanzas masivas entre
cazadores-recolectores es importante porque muestra que el desarrollo de comunidades
agrícolas sedentarias no es un requisito previo para una actividad homicida organizada a gran
escala. Parece claro que los cazadores-recolectores mesolíticos, al igual que sus homólogos
modernos (por ejemplo, Knauft 1987), a veces vivían en sociedades donde el miedo a
convertirse en víctima de un homicidio era un hecho de la vida cotidiana.
Un estudio reciente sobre las lesiones traumáticas en la antigua Italia muestra algunas
tendencias post-Mesolíticas interesantes (Robb 1997). Aunque las muestras son pequeñas, se
aprecian claros cambios entre el Neolítico y la Edad del Hierro. Las lesiones craneales, que
en la gente de hoy en día suelen ser resultado de violencia interpersonal, y las lesiones
infracraneales, que se asocian más a menudo con la actividad ocupacional, siguen trayectorias
diferentes. La frecuencia de lesiones infracraneales aumentó con el tiempo. Las lesiones
craneales, por el contrario, fueron comunes durante el Neolítico, disminuyeron durante el
Eneolítico y aumentaron nuevamente durante las edades del Bronce y del Hierro. La alta
frecuencia de lesiones craneales entre los agricultores del Neolítico es interesante porque
contradice la visión tradicional de los italianos del Neolítico como pacíficos en comparación
con los grupos posteriores, cuya iconografía glorifica las armas y los guerreros masculinos
(Robb 1997). En otras palabras, la celebración cultural de la violencia parece haber tenido
una relación inversa con su frecuencia.
Probar la antigüedad de la posición hegemónica moderna de los hombres como perpetradores
y víctimas de la violencia interpersonal se ve dificultado por los problemas técnicos de la
determinación precisa del sexo (Walker 1995) y los pequeños tamaños de las colecciones
anteriores, que, cuando se dividen por sexo , a menudo resultan inadecuados para las
comparaciones estadísticas. El material de Ofnet es interesante a este respecto porque es la
recopilación más antigua de víctimas de homicidio de un solo sitio que es lo suficientemente
grande como para permitir un análisis demográfico significativo. Entre las víctimas de la
masacre predominan las mujeres y los niños. Esto podría interpretarse de varias maneras: los
cuerpos de los hombres podrían haber sido arrojados a otro lugar, podrían haber escapado o
podrían haber estado lejos de sus familias en el momento del ataque. Cuando se reúnen
colecciones antiguas de grandes áreas geográficas y períodos de tiempo, comienza a surgir el
patrón moderno de lesiones traumáticas mayormente masculinas. Angel (1974) reunió 11
muestras del Mediterráneo oriental con edades comprendidas desde el Neolítico temprano
hasta tiempos recientes y encontró una tendencia en las mujeres a tener menos fracturas en
todas partes, especialmente en la cabeza y el cuello. Robb (1997) ha realizado un estudio
similar de las colecciones italianas. Encontró que después del período Neolítico, la frecuencia
de traumatismos craneales masculinos aumenta notablemente respecto a la de las mujeres, y
en la Edad del Hierro, los traumatismos de todo tipo eran mucho más comunes entre los
hombres que entre las mujeres (Robb 1997). Robb concluye que estos patrones de lesiones no
son un resultado directo de la violencia en la guerra; en cambio, los atribuye al desarrollo de
roles de género que prescribían comportamientos violentos para los hombres y reforzaban
una división sexual del trabajo en la que no se esperaba que las mujeres realizaran actividades
consideradas pesadas o peligrosas, incluida la guerra.
VIOLENCIA PREHISTÓRICA DE LOS NATIVOS AMERICANOS
Se podría argumentar que estos datos que sugieren una larga historia de asesinatos en masa,
homicidios y violencia interpersonal dominada por hombres en el Viejo Mundo tienen poca
relevancia para la cuestión de los efectos que tuvo el contacto europeo en los patrones de
guerra y violencia de los nativos americanos. Después de su llegada al Nuevo Mundo, los
nativos americanos podrían haber desarrollado sus propios sistemas de resolución de
disputas, menos violentos y mediados culturalmente, que se alejaran significativamente de la
trayectoria patológica seguida por las sociedades occidentales. Afortunadamente, hay muchas
colecciones grandes y bien estudiadas del Nuevo Mundo directamente relacionadas con este
tema. El hallazgo de Kennewick, de 9.000 años de antigüedad, uno de los primeros
esqueletos de nativos americanos, tiene una gran punta de proyectil en forma de hoja,
probablemente propulsada por un lanzador de lanza, curada en el hueso de su pelvis, así
como una pequeña fractura craneal bien curada. Aunque es concebible que ambas lesiones
fueran accidentales, la violencia interpersonal es una interpretación mucho más probable de
la herida del lanzador de lanza. Se han encontrado lesiones similares, incluidos puntos
incrustados y lesiones craneales, en otros restos tempranos de nativos americanos (Dickel et
al 1988; J. Chatters, comunicación personal). Estos datos sugieren que los primeros
estadounidenses trajeron consigo patrones de violencia similares a los documentados en
poblaciones contemporáneas del Viejo Mundo, y que esos patrones persistieron a pesar de las
bajas densidades de población y la disponibilidad de vastas extensiones de tierra deshabitada.
Las colecciones de esqueletos del período arcaico (ca. 6000–500 a. C.) del oeste de
Tennessee proporcionan evidencia adicional de violencia interpersonal entre las primeras
poblaciones del Nuevo Mundo. Las puntas de proyectil incrustadas, las marcas de corte y los
huesos faltantes sugieren que el homicidio, el arranque del cuero cabelludo, la decapitación y
la toma de trofeos en el antebrazo eran prácticas comunes entre estos primeros
cazadores-recolectores.
La prevalencia de heridas infligidas por garrotes, lanzas y flechas muestra claramente que los
niveles de violencia prehistórica de los nativos americanos variaron tanto a nivel regional
como a lo largo del tiempo. Esto es consistente con la evidencia etnográfica de marcadas
diferencias tribales en los patrones de guerra.
CONCLUSIONES
¿Qué hemos aprendido de los estudios bioarqueológicos de estas desventuradas víctimas de la
violencia antigua? La primera lección, y quizás la más dolorosa, es la de la igualdad humana.
Dondequiera que investigamos la historia de nuestra especie encontramos evidencia de un
patrón de comportamiento similar: las personas siempre han sido capaces tanto de bondad
como de extrema crueldad. La búsqueda de una forma más temprana y menos violenta de
organizar nuestros asuntos sociales ha sido infructuosa. Toda la evidencia sugiere que los
períodos de paz siempre han estado salpicados de episodios de guerra y violencia. Hasta
donde sabemos, no existen formas de organización social, modos de producción o entornos
ambientales que permanezcan libres de violencia interpersonal por mucho tiempo.
Una última lección de nuestro pasado violento es la complejidad evidente de sus causas. En
primer lugar, discutir sobre hasta qué punto la naturaleza o la cultura son responsables de las
regularidades transculturales, como el aparente dominio de larga data de los hombres como
perpetradores y víctimas de actos violentos, es un ejercicio estéril. La pregunta no tiene más
sentido que discutir sobre si la longitud o el ancho de un rectángulo contribuyen más a su
área (Petrinovich 2000). Somos productos de nuestra herencia biológica y cultural, y sus
contribuciones son, a todos los efectos prácticos, inseparables. Los defensores de modelos
materialistas/ecológicos simplistas que reducen la guerra a la competencia por la tierra y los
alimentos encontrarán poco consuelo en la evidencia de frecuentes conflictos violentos entre
los primeros inmigrantes al Nuevo Mundo. Estas personas vivían en densidades bajas y
tuvieron amplias oportunidades de evitar la violencia alejándose de ella, pero aparentemente
no pudieron hacerlo. Por otro lado, las explicaciones que se centran miopemente en la
búsqueda de prestigio, las parejas o el pensamiento “binarista” basado en el género (Cooke
1996) como principales motores de la violencia son igualmente sospechosas.

EL QUE ESTA EN INGLES


Definición de violencia: behavior involving physical force intended to hurt, damage or kill
someone or something. Social scientists often add to this basic definition that it can cause not
only bodily harm but also psychological, sexual or emotional harm as well (Stanko, 2001) but
physical violence is often the de facto definition used by many researchers.
Anthropological studies view violence as part of the repertoire of human behavior that can
become normalized with an underlying cultural logic to it. Forensic anthropologists have
shown that homicide
and other forms of lethal traumatic injury are not always easy to identify and doing so
requires precise analyses that rule out all possibilities until there is only one diagnosis
(Berryman and Symes, 1998; Tomczak and Buikstra, 1999; Galloway, 1999b; Moraitis and
Spiliopoulou, 2006; Calce and Rogers, 2007; Kremer and Sauvageau, 2009; Guyomarc’h et
al., 2010; Spencer, 2012).

PUNTOS IMPORTANTES

Marcas de corte en el espécimen cigomaticomaxilar de homínido Stw 53c. Stw 53c se ve en


la cara lateral, con las marcas de corte en la superficie inferolateral. El recuadro muestra un
primer plano de la principal concentración de marcas de corte. ES ESTO BÁSICAMENTE:
“La posición anatómica de las marcas de herramientas de piedra en el pómulo de un
espécimen del Plio-Pleistoceno del sitio Sterkfontein en Sudáfrica sugiere que fueron
infligidas por alguien que cortó los músculos de esta persona durante el proceso de extracción
de la mandíbula del resto de la cabeza ( Pickering et al 2000)”

Ofnet, un yacimiento mesolítico de 7.720 años de antigüedad en Baviera, proporciona la


primera evidencia clara de asesinato en masa (Frayer 1997). La colección Ofnet consta de 38
calaveras. Muchos de ellos muestran fracturas biseladas en la parte posterior de la cabeza que
sugieren fuertemente golpes perimortem. No hay evidencia de canibalismo y pocos indicios
de matanza. Sin embargo, las marcas de corte perimortem en muchas de las vértebras
cervicales recuperadas con los cráneos sugieren la decapitación.
Parte del gran entierro de un cráneo en Ofnet, Baviera. De Hugo Obermaier, Fossil man in
Spain, Newhaven, 1924, figura 143, página 338. (Según F.R. Schmidt). Nivel mesolítico.
El hallazgo de Kennewick, de 9.000 años de antigüedad, uno de los primeros esqueletos de
nativos americanos, tiene una gran punta de proyectil en forma de hoja, probablemente
propulsada por un lanzador de lanza, curada en el hueso de su pelvis, así como una pequeña
fractura craneal bien curada.
Una punta de lanza de piedra incrustada en el ilion derecho del esqueleto asociado es una
punta Cascade, un representante de la antigua cultura cordillerana, que se extendió desde la
costa de Washington hasta el interior de la meseta de Columbia poco después de hace 9.000
años.

Cráneo 17 con fracturas óseas. (A) Vista frontal del cráneo 17 que muestra la posición de los eventos
traumáticos, T1 (inferior) y T2 (superior); (B) Vista detallada ectocraneal de las fracturas traumáticas
que muestran las dos muescas similares (flechas negras), presentes a lo largo del borde superior de las
líneas de fractura. Tenga en cuenta que la orientación de los dos eventos traumáticos es diferente; (C)
Detalle de la muesca en T1 con una lupa 2X con un microscopio óptico. (D) Vista endocraneal de T1
y T2 que muestra la gran delaminación cortical de la capa interna (flechas negras).

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