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Empezaba la noche, subía impasible, tan rápido que parecía encenderse.

La luz de la luna
iluminaba los árboles y a toda la bestia fiel a su marcha, como poseída subiendo sin
descanso, parecía huir desesperada de algo o alguien.

La respiración fielmente acompasada con el trote y los mugidos; no había más que luz de
luna iluminando y la bestia negra no cesaba en ningún momento su paso bajo el cielo
cubierto de estrellas. Un duelo, la cuesta y los ojos furtivos; al fin la noche se hizo-como
todo el cuerpo cubierto de sudor dando reflejos-mientras más subía, más negra la noche y
más tupidos los árboles y sus ramas.

Subía, como la misma noche sube a veces por la garganta. Implacable.

Los cascos repicando en la tierra lo despertaron y antes de entrar de lleno en la vigilia su


mente comenzó a enredarse y volvió otra vez:

Vio que la enredadera tapaba la mayor parte de la pared en ambas direcciones. Solo
estirando los brazos y saltando era posible alcanzar la última fila de ladrillos. Pensaba si
sabía o no sabía en realidad que aquellos ojos habían dejado de existir o nunca lo habían
hecho en realidad; era el camino, el único y sabia también que estos, no terminan nunca, ni
con la muerte propia ni con la ajena.

Se agarró con las dos manos de la última fila e hizo fuerza ayudándose con el pie izquierdo
para trepar. ¿Qué significaba volver? ¿Dónde es el lugar y cómo es que realmente se hace?
Ahora ya no existen esas formas, que los envolvían con gritos libidinosos en todos los
rincones de la carne y de la mente, ya no, ningún éxtasis no queda ningún resabio de
lujuria, esa que hace estallar el agua quieta de los ojos, ni nada que se le parezca.

Ordenadas perfectamente todas, tan antiguas como la circunstancia que las encerraba. Del
otro lado de la pared, destruidas, corroídas; innumerables estatuas oscuras y verdes
dispersas hasta donde sus ojos alcanzaban a ver. Todas degolladas, absolutamente todas sin
cabeza; con el cuerpo en diferentes posiciones.
Bebió con los ojos las estatuas de mujeres, las formas de las carnes impresas en piedra, la
tensión de los músculos Todas sin cara, sin rostro, solo con cuellos arrancados y detrás de
todo, el sol naciente, inmenso ocupando el horizonte de todas las figuras dispuestas.

Sintió los parpadeos más pesados al fijar la vista en una de todas, decapitada perfectamente
con cuello largo, sin ningún rastro de violencia; el muro, detrás, a sus espaldas. Con los
ojos fijos en la base de la escultura enterrada en la tierra le subía una consternación desde
los pies hasta la boca, al ver las piernas erigidas, a esos dedos haciendo presión sobre los
muslos de piedra y a la cabeza arrancada perfectamente de cuajo.

El sol despegaba lento a lo lejos mientras él estaba arrodillado con ambas manos sobre la
base de la piedra. Salivó sin gusto más que el de esos recuerdos deshechos, sin más que el
de todas esas huidas; con la cabeza gacha a las alturas de las rodillas, percibió al mundo
detenerse con cada uno de sus parpadeos.

A su alrededor, todas quietas, las vacías de rostro; las certezas rondando como un susurro
viejo de saber que esas impotentes manos e inexistentes voces no pudieron ni cambiaron
nunca la geografía que las acorralaba. Tampoco sin ojos para ver las manos de la lluvia y
del viento, sin vestiduras y claro, tampoco sin ver la pared atenazada por esa enredadera
verde con flores amarillas, diminutas flores ominosas y amarillas.

Ahora a oscuras, sin luz colándose por ningún hueco. El cuarto cerrado, completamente a
oscuras, la respiración todavía enredada con imágenes que a los nuevos ojos se les hacían
imposible de palpar, esos que ya eran ahora incapaces para recobrar eso tan vividos
momentos antes.

Eso, que los nervios suscitan pensamientos indómitos, y que la concatenación de noches
insomnes, de manera drástica y sin intermitencias, violentan todo hacia decisiones severas.
Ni un poco de remordimiento por nadie ni por nada.

Saberse más allá de cualquier abismo calla la conciencia, destruye haciendo pedazos
cualquier instinto de preservación, desata pequeños infiernos que tiritan desde la piel hacia
afuera y hacia adentro, esperando el momento oportuno y final

Presentía una reminiscencia oscura, fundiéndose con todo el cuerpo, con los huesos, con
todas las tripas. A oscuras, totalmente en paz y seguro de todo
El recuerdo atenazado en el cráneo, tan vívido; desde la ventana sentía la calma de la noche
en la extensión del campo. Una vez más, antes de partir, antes y después de todo la llevaba
a cuestas-como una piedra inextirpable. La puerta apenas entornada dejaba verla en el piso,
la parte izquierda del rostro apoyada en la rodilla izquierda, esta misma flexionada con los
brazos rodeándola mientras las manos apretaban sus tobillos, la derecha también flexionada
pero apoyada toda sobre el suelo. Estaba seria, tenía las piernas cubiertas con medias negras
y una pollera clara, en el torso ropa de hilo grueso verde.

Miraba al suelo, abrazándose al silencio, sola, sin despegar la cara de la rodilla. Su mirada
encontró los otros ojos, de lleno, detrás de la puerta. Parpadeo una sola vez y no miró más,
siguió en la misma posición; una lágrima del ojo izquierdo rodó por su mejilla hasta mojar
la media, el cerro la puerta, temblando. No quiso ver más, no pudo y tampoco quiso seguir
luchando contra todo eso que lo detenía. Ni una sola palabra, no pudo articular ni una sola
puta silaba. Ella tenía el pelo atado, lleno de rulos, finamente desprolijos que parecían
formar paisajes del infierno encima de sus gestos petrificados. Estaba pálida de tristeza,
totalmente deshecha y sola, en el suelo, abrazándose a sí misma, a la angustia de toda la
carne viva-el cerco- los barrotes, contenedores. Nunca estuvo, ni la luz ni la puerta, ni el
cuarto iluminado, nunca los ojos coincidieron ni encendieron Los difusos límites del tiempo
perecen de repente

|Al sol fósforos apretados los bolsillos el derecho la mano izquierda lo saca sostiene abre la
caja con dos dedos toma uno cierra la caja el sonido del cierre suena lo que raspa el fuego
enciende lo que quema en los labios apretados se enciende el tabaco respira garganta se
colma humo sabor a fosforo y mezcla el ruido colilla despegar de labios humo que se pierde
lo que sale la boca otra vez, los labios que apresuran los dientes perfume en los huesos ojos
siempre rojos parpados que lubrican entreabrir de boca humo por las fosas de nuevo música
de cigarro desaparece despegar de la boca el gris la cara el ruido de colilla suelo inspiración
el humo dentro confinado no sale el pie mata convida muerte a la colilla el fuego termino el
pie lo cubre deja rastros negros rojos cenizas el barro lo cubre todo|
Cuervos sobre el trigo, allá, lejos inducen imágenes con vehemencia, recuerdos llevados
hasta el paroxismo, hasta el extremo tal de volverlos vivos, nuevos, tan frecuentes y
capaces de hacer temblar otra vez los vagos términos del tiempo. El cielo quieto, esperando
que la tormenta lo cubra, amenazando desde el fondo, solo un momento más, un camino al
desenfreno final, un golpe más, la incomprensión de un alma ardiendo; los ojos se
revuelcan en la espera, buscando marcas que no se oyen. Los cuervos, las sombras penetran
son presagios que viven y mueren atravesando como un disparo a los ojos soltando en cada
parpadear su vuelo cruel, colmado de instantes vacíos, que ofician como puñalada dirigidas
a cualquier rostro nuevo que los mire. Cuervos formando nubes negras sobre lo azul grito
mudo de impaciencia, desde todos el grito negro y dividido, rompiendo la tormenta con sus
pequeños cuerpos, rompiendo la tormenta, los tormentos y lo incomprensible.

Y piensa, sin descanso| la bronca el odio se le cuelan lentamente por las comisuras de los
labios| en lo que no puede articular ni armar de ninguna forma: decir lo imposible, querer
nombrar, detenerse sin abrir la boca, sin ningún movimiento. ¿Alcanza aquello que nunca
es capaz de sondear ni siquiera ni de acercarse un poco? Sin resignar nunca intentos de
revelación. ¿Cuánto es lo que falta para lograr-si es que es posible- darle
forma/signos/rostro?

Abrir los ojos reventarlos en los días que despuntan amontonándose; todo lo que se elide
sobre el inmenso mar de cuerpos, sobre todos los ojos huecos, sobre todas las pieles, los
interminables signos de turbación. Los deseos, la desesperación, el motivo, los motivos
temblando siempre en todos los enigmas, en todas las fascinaciones nuevas, en todas las
intuiciones.

Nombrar lo que nos une. Palabras absortas; fallan. Incapaces de aproximación. Solo
tímidos fragmentos unidos solo espantosamente, momentos; en vano buscar razones. ¿Qué
es lo que lo extirpa antes de intentar? ¿Qué es eso que lo arranca antes de decir con los
labios, con todo lo que sale de las entrañas, con todo se moja al salir cada uno de los huesos
que nos arman la boca? ¿Dónde es que habita si es que lo hace? De todas las
representaciones posibles emana un silbido lento y una mueca tragicómica.
Solo fragmentos, ilusiones arrancadas a diminutos instantes recobrados que despiertan eso
de saber que lo real del tiempo también es una broma de mal gusto, negra y decorada.

Abandonarse entonces, despreciar lo que nos arma saberse vivo polvo vivo y muerto-
cenizas erigidas por instantes caminando, saberse contingentes -solos-siempre-nada.

Diego camino desde la casa hasta el corral con la dieciséis cargada en la mano derecha y en
la izquierda un cigarro prendido; quinientos metros de distancia sin dudar un solo instante.

Los dientes duros, anestesiados y los parpados caídos; la desesperación junto con el ansia
de no volver a sentir el cuerpo-la carne- las manos, por no saberse ahí, acá, como
cualquiera. El pasto cubierto de rocío humedeció los zapatos rápido en la caminata mientras
el sol le entibiaba la nuca; el rostro sin un gesto, la cara vacía, quieta, desesperadamente
quieta.

Cuando abrió la tranquera empezaron los ruidos. Entró y lo rodearon, los gruñidos
abominables y ensordecedores le llenaron los oídos. Intento una sonrisa, pero una mueca de
melancolía y de un asqueroso hastío se dibujó rápido en su rostro.

Se miró los pies, todos hociqueaban y gruñían alrededor de sus piernas. El sol calentaba la
tierra y el barro, la dieciséis apuntaba al suelo apoyada en el muslo derecho.

La dejó caer, con la izquierda saco el atado con el encendedor y prendió otro. Lloró solo
pero rodeado, respirando lento.

Levanto la dieciséis, puso el pulgar derecho en el primer gatillo, los caños debajo de la
boca, los brazos eran lo suficientemente largos para la posición. Un segundo; los que no
pueden más se van. No soportan mirar su propia carne pidiendo sintiendo a gritos
anunciando todo en un solo instante culmine de lucidez extrema.

El tiro le destrozó la cara y el cuerpo cayó al suelo desangrándose, mezclándose con el


barro removido.

Ellos tres días sin comer, él tres noches de insomnio calmo y paciente.

Un segundo, basta; unos pocos más para convertirse en un manjar caliente.

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