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Les dedico el libro a ellos, que me esperan en el cielo, y que me han esperado tanto,
demasiado, también aquí sobre la tierra.
Este libro es inseparable de su autor. Este libro es Fabio, y Fabio Rosini es más que
una persona: aunque tiene un carácter muy fuerte, con rasgos muy marcados, pertenece a
quien lo encuentra, con todo lo que él es. Este libro es así.
Lo escribió su autor en el corazón mismo de su ministerio sacerdotal. No lo escribió
retirándose un año a una biblioteca. Durante años, estuvo en medio de la gente, se dejó
devorar por ella. Un día logró tomar distancia de su encargo, acuciante y absorbente. No
olvidemos que puede haber esclavos de la riqueza, del tener y del poder, pero también
puede haber esclavos del trabajo. Experimentó entonces una especie de distanciamiento,
que le permitió reflexionar mientras seguía trabajando. Por tanto, no es este un libro
«escrito», o transcrito, sino «recitado», confeccionado exactamente tal como él habla. Por
eso felicito a quien le haya ayudado. Al final hay muchos agradecimientos, pero «a la
romana», es decir, bastante ininteligibles. ¡Y ocupan media página!
Tenemos en nuestras manos un libro hermoso, muy bien hecho. Nos parece
escuchar en él la voz de su autor. A veces las palabras están incluso cortadas o repetidas.
Como cuando habla.
Casi me gustaría utilizar una «palabra excesiva», y lo digo como amigo: Solo el
amor crea es un texto «sapiencial». No es un libro sabio, repleto de citas difíciles de
localizar, sino un libro verdaderamente sapiencial, útil para todos aquellos que quieran vivir
la vida en el Espíritu, sin ocaso, esa vida que no termina en la tumba, sino que la sobrepasa
y llega más allá. Y eso es verdaderamente la sabiduría, pues la vida no sigue a la teoría,
nunca lo hace. Algunos querrían encerrar la vida en la jaula de las ideas, de los proyectos,
convicciones o ideologías. Pero la vida se revuelve, no se deja envolver en cosas teóricas y
abstractas. La vida sigue siempre a la sabiduría, y a nada más.
Puedo asegurar que este libro es útil para la vida en el Espíritu. Para saber vivir,
para el arte de vivir. Algunos puntos son de una importancia fundamental para comprender
las cosas espirituales en nuestros días. Quizá esto pueda parecer extraño, pero creo que su
autor no las ha comprendido intelectualmente –espero que no me reproche esto–, sino de
forma intuitiva; ha entendido que un cierto modelo de Iglesia toca a su fin. En tiempos de
Constantino, el Estado se apoyaba en la Iglesia, la Iglesia en el Estado, en el Imperio, etc.
Todo eso se acabó. Y con ello, el sacerdote funcionario, que debe mantener un statu quo.
Fabio Rosini entiende que se pierde un tiempo increíble tratando de mantener estructuras,
donde hay gente instalada que nada tiene que ver con la fe. Ha comprendido por intuición
que hay, por otra parte, toda una marea de gente dispuesta a buscar a Dios, que no encaja en
esas estructuras. Porque en ellas no hay agua fresca, ni aire.
Es a esa gente a la que se dirige, y es lo primero que se advierte en su libro. Que lo
«políticamente correcto» (usa esa expresión varias veces) se ha terminado.
Se dirige a quien es «sensible», a quien sangra por dentro, a quien muestra que está
vivo. Quizá particularmente vivo, porque sufre. Coexiste sin embargo una actitud religiosa,
que parte de la institución, de las estructuras, que vive solo en apariencia.
Mientras hay tanta gente que manifiesta grandes deseos, perdemos mucho tiempo
con esa otra gente que solo quiere discutir, pero que, en realidad, no «quiere»
verdaderamente.
Este libro está escrito para quien quiere, quien busca, quien está herido, para quien
vive de verdad en el mundo, y no en un invernadero.
Ese es un primer punto importante.
El segundo –y también fundamental– es que busca transmitir la experiencia de
Cristo vivo. No se puede hablar ya de obras, de cosas que hay que «hacer». Así se acaba
«con apnea». A menudo se parte de uno mismo, como sujeto que hace el bien, que «hace la
caridad». Pero no se puede «hacer» la caridad, ni «hacer» una obra de misericordia. Y
Fabio Rosini así lo muestra, a lo largo y a lo ancho de estas páginas, con claridad. Porque
eso no serviría más que para fortalecer la coraza del individuo, que se siente así más seguro
para la vida eterna: porque ha hecho el bien y pretende pasar así a la vida eterna, como
buena persona que es, para ser bueno también allí arriba, recompensado por el bien
realizado en la tierra. Pero nadie entrará en el Reino de los cielos de ese modo, es
imposible. Solo puede entrar quien esté incorporado en el cuerpo de Cristo, del Hijo. Quien
esté vuelto hacia el otro, no egocentrado.
Macario el egipcio (no es un refugiado que llegó hace dos días, sino un maestro
espiritual del siglo IV) dice que, si una persona no vive y hace todo desde el Espíritu Santo,
todas sus obras serán por vanagloria.
Fabio así lo dice desde el principio: no somos nosotros quienes hacemos las obras
de misericordia, ni las espirituales ni las corporales, porque la misericordia, explica, es el
nombre de Dios. Puesto que recibo de Dios la misericordia, no hago más que revelar esa
misericordia de Dios. Es un punto relevante, muy importante. Una obra de misericordia es
revelar lo que nosotros hemos recibido. Es simplemente una transferencia. He recibido, y tú
puedes hacer la experiencia de Dios a través de mi humanidad, tal como es.
Si realizo la acción de vestir a alguien, pero no lo revisto de Cristo, eso no sirve
para nada. Si doy de comer a alguien sin enseñarle a comer el amor a través de la comida
que come, continuará teniendo hambre. La comida tiene muchas «capas», no es solo
cuestión de alimento. Eso lo saben bien las familias. Cuando una esposa prepara la comida,
su marido la besa con agradecimiento, como Dios manda. No por la salchicha que ha
comido, sino porque ha comido la caricia, la ternura, el amor, el cuidado, la atención.
Mañana hará algo por ella. ¡Seguro!
Como dice Nicolás Berdiaev, si nuestro «actuar» no es un «revelar», solo revelamos
nuestro yo, solo «presumimos». Pero la persona significa que en el interior de sí se revela
otro: se revela la existencia de otro que es relacional. Fabio Rosini ha descubierto que la
persona busca la relación, y no otra cosa.
Nuestro actuar no puede ya comprenderse como lo ha sido durante siglos: como un
empeño por nuestra parte en producir algo. Se entiende, más bien, como una transmisión de
lo que hemos recibido. Uno se convierte en lo que recibe. Y es conocido por los demás por
aquello que da.
San Juan Crisóstomo dice que nuestra verdadera y única riqueza es lo que damos.
Se acordarán de mí por lo que yo haya revelado. No por lo que «yo» mismo soy,
sino por lo que tú has descubierto en mí y a través de mí.
Nuestro actuar debe convertirse en «teofánico». Por eso me parece hermoso que un
romano –es difícil ser más romano que Fabio– ayude a entender que asistimos al final de
una manera de comprender la espiritualidad. Todo eso se acabó, no sirve ya para nada.
Soloviev se alegraría de lo que dice don Fabio, él que decía: «El verdadero
contenido del hombre es el Espíritu Santo». Nuestro actuar es una sinergia, una
convergencia divino-humana.
Fabio Rosini quiere mostrarnos de qué está hecha la vida cristiana. Y lo hace
caminando de puntillas, con temor y temblor.
La sabiduría se nos concede no por nuestros diplomas, sino por la Cruz de Dios,
muerto y, sobre todo, resucitado.
Es hermoso ver un sacerdote que se ocupa de las personas y de la vida cristiana.
Hoy hemos entrado en una nueva fase cultural. El Renacimiento, y todo eso, se acabó.
Desde hace cien años hemos entrado en una época donde lo que cuenta es la vida. ¿Qué es
lo que impera hoy? La mentalidad pagana de la vida.
Quien se ocupa de la vida está revelando otra vida, un gusto de vivir, un arte de
vivir. No sirve de nada hablar de evangelización si no vivimos así. Mucha gente que habla
de la vida habría hecho mejor eligiendo otro oficio.
Este libro tiene el sabor de la vida, se percibe bien la facilidad de palabra de su
autor. Pero es muy consciente de lo delicadas que son las cosas que trata. Y es para mí una
gran alegría prologar su libro. No se le puede preguntar por qué no ha elegido otro oficio.
Mejor, demos gracias a Dios porque hoy, aquí en Roma, un sacerdote cumple de este modo
con su oficio, con su ministerio.
MARKO IVAN RUPNIK
INTRODUCCIÓN
El amor no es un sentimiento. No, no lo es. En sí, sería un acto. Dado que es la cosa
más complicada y más profunda que un bípedo pueda hacer, el amor envuelve al ser
humano en su totalidad y, por tanto, también a los sentimientos. Si solo fuera un
sentimiento, se ceñiría a los confines de los sentimientos. En cambio, el amor muchas veces
viaja a otros territorios. Como sucede siempre que se hace algo sin ninguna gana, solo por
el otro, por su bien. Acunar a un niño que te despierta por cuarta vez en la misma noche,
cinco noches consecutivas, no se hace en virtud de ningún sentimiento, sino solo por esa
criatura. ¿Sentimientos? Desaparecen a partir de la segunda noche. Salvo el sentimiento de
asombro por no haberse cargado a la criatura, como me dijo alguien en una ocasión.
También la misericordia sufre ese equívoco. Como sucede a menudo cuando
tratamos sobre los pilares fundamentales de la vida cristiana, entre el afán de ser
comprensivos, de encontrar atajos, y una cierta tendencia a la superficialidad, la cuestión
es, cuanto menos, discutible. Será mejor, por tanto, atenerse a los datos genuinos y
primordiales de la Sagrada Escritura.
Llegados a este punto, advertimos entonces humildemente que la misericordia es un
tema demasiado vasto. Y debemos resignarnos: solo podremos identificar sus principales
características que, como veremos, son dos.
¿Qué es la misericordia en la Escritura? Si nos empeñamos en verla como el estado
emocional/interior del misericordioso, o como un sentimiento de piedad, perdón y acogida
hacia quien pasa necesidad o cae en el error, estamos errando el punto de mira. Dios, ante
todo, manifestaría esa misericordia ante quien comete una falta. Frente al error y la
debilidad humana, sería de ordinario misericordioso, y perdonaría. Dicen. Ese perdón, por
cierto, parece una especie de indulto gracias a la paciencia de Dios. El hombre se equivoca,
pero Dios perdona.
Luego nosotros, por nuestra parte, debemos ser también misericordiosos. ¿Cómo?
Mediante la coherencia, como quien obedece a un noble deber y con un firme empeño en la
voluntad. Adiós a los sentimientos. El riesgo, como mínimo, es de que todo suene a falso, a
la vista de las implicaciones del verbo «deber», si es cierto que la misericordia es un
movimiento del corazón.
Reductivo. Falaz. ¿Por dónde podemos recomenzar?
Los términos fundamentales que expresan la misericordia en el Antiguo Testamento
se encuentran en un texto imprescindible del capítulo XXXIV del libro del Éxodo, donde el
Señor proclama el propio Nombre con una abundancia de atributos, inaudita hasta ese
momento en la Escritura.
Los precedentes inmediatos se refieren a Moisés, el hombre que recibió una
extraordinaria revelación de Dios y de su nombre, y sobre la base de esta revelación
cumplió una misión épica: liberar al pueblo del poder de Egipto. Al llegar a los pies del
monte Sinaí, tras la división de las aguas del Mar Rojo y la travesía del desierto, quedó
establecida una alianza. Esta Alianza fue traicionada de inmediato por el pueblo –
recordemos el becerro de oro– y hubo que restaurar el estado de las relaciones entre Dios y
el pueblo. Se labraron nuevas tablas de piedra con las Diez Palabras de la alianza, y el
Señor pudo ponerse al frente de su pueblo y de Moisés proclamando su nombre, porque de
su nombre deriva el poder de hacer nuevas las cosas y restablecer lo que estaba roto. El
texto dice: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en
misericordia y fidelidad; que mantiene su misericordia por mil generaciones, que perdona
la culpa, el delito y el pecado, pero nada deja impune pues castiga la culpa de los padres
en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» [2].
Misericordioso y compasivo, lento a la cólera, rico en misericordia y fidelidad. Este
es su documento de identidad. Como ya se ha dicho, el Dios de la Biblia nunca había sido
tan elocuente al tratar sobre sus propias capacidades. Pensemos, por ejemplo, en la
expresión «lento a la cólera». Probemos a poner un velocímetro a nuestros arrebatos de
ira...
«Rico en misericordia y fidelidad»: Dios es rico, rico en amor, dirá san Pablo: «Dios
rico en misericordia» [3]. Es su riqueza. Hay gente llena de cualidades, de ideas, de bienes,
de dinero. Él es rico en misericordia. Cuando quiere hablar de sí mismo, no dice: «Qué
fuerte soy, qué bueno, qué hermoso, cuánta razón tengo». Podría decirlo, pero en cambio
afirma: «Yo soy misericordia», «soy paciencia, soy cólera lenta». Y comprendemos una
gran cosa: que, entre la identidad de Dios mismo y su misericordia, su piedad, su gracia y
su fidelidad, hay una perfecta coincidencia. Dios no es misericordioso algunas veces,
cuando hace falta: su naturaleza es la misericordia. Es así siempre.
Parecen desentonar, en cambio, otras expresiones que se mencionan a continuación
y hablan de «castigar» y «sancionar»: ¿por qué? ¿Qué tienen que ver con la misericordia?
Vayamos por partes.
Dos términos hebreos fundamentales, los dos primeros atributos usados en este
texto, dan la clave para entender las raíces bíblicas de la misericordia.
El primero, traducido en nuestra versión como «misericordioso», en hebreo hesed,
es el término más usado en la Biblia para indicar el amor de Dios, su ternura, su postura
frente al hombre. ¿Qué es la hesed?
Por ejemplo, el ya mencionado Salmo 136 repite una cantidad obsesiva de veces,
veintiséis, una frase que en hebreo suena kì le-olam hasdò: «... porque es eterna su
misericordia», o también, «porque eterno es su amor».
Se habla de una serie de cosas que Dios hace «... porque es eterna su misericordia».
Por ejemplo, en los primeros versículos: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque
es eterna su misericordia. Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterna su
misericordia. Dad gracias al Señor de los señores, porque es eterna su misericordia. Al
Único que hace grandes maravillas, porque es eterna su misericordia». Hasta aquí nada
desconcertante. Pero continúa: «Él hizo con sabiduría los cielos, porque es eterna su
misericordia. Él afirmó la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia» [4]. Él
ha creado el mundo... ¿por misericordia? Si la misericordia se entiende como respuesta al
pecado y a las miserias del hombre, ¿de qué se está hablando aquí? Si el hombre no ha sido
creado todavía... La misericordia, sin embargo, se pone en relación con la creación, y esto
nos resulta aún menos claro.
Más adelante, el Salmo dice: «Él hirió a Egipto en sus primogénitos, porque es
eterna su misericordia. Y sacó a Israel de en medio de ellos, porque es eterna su
misericordia» [5]. En la liberación, Él estaba ejerciendo su amor misericordioso. Lo
entendemos mejor porque existe la experiencia de redención de la opresión del pecado, del
mal. Dios libera a su pueblo de esta condición miserable «...porque es eterna su
misericordia». Ha mirado la miseria de un pueblo oprimido. Esto nos cuadra más.
Pero sigamos adelante con este Salmo y descubriremos, al final, que «Él da
alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» [6]. Es decir, hoy Dios obra
también, proveyendo a las criaturas, por misericordia, como ha creado el mundo por
misericordia y redime a su pueblo por misericordia.
Tres momentos fundamentales: la Creación, la Redención y la Providencia. El
mundo es creado por la misericordia, el pueblo experimentó la liberación por la
misericordia y el mundo está bajo una misericordiosa conducción de la historia. ¿De qué
hablamos si nos referimos a la creación, la redención, la providencia? Prácticamente
estamos hablando de todo.
Dios está siempre obrando según misericordia porque su naturaleza es la
misericordia. Si queremos entender este término, debemos afirmar que es la ternura de
Dios, que se explicita en la fidelidad y en la operatividad: Dios exterioriza su hesed, su
misericordia, actuando con nosotros. No está experimentando un sentimiento ocasional: es
el impulso que guía TODO su obrar, todo cuanto hace en favor del hombre. Es una ternura
fiel, que gobierna, avanza, crea, guía la historia. Su solicitud por el hombre está conectada a
la fidelidad que Él es y que Él manifiesta hacia nosotros. Este término nos pone frente a un
Padre que no nos abandona, frente a un Padre que es misericordioso, haga lo que haga con
nosotros: empezamos así a entender que también cuando nos corrige, o nos dice que no,
incluso cuando nos regaña, se está ocupando de nosotros. El amor, la misericordia, aparece
aquí como un dato operativo no sentimental, choca con los hechos, no se queda en una
especie de corazoncito misericordioso, sino que abarca eficazmente la vida de quien es
objeto de la misericordia.
AMOR «VISCERAL» POR EL OTRO
Y esto, ¿cómo se hace?, podríamos preguntarnos. ¿De dónde surge este producto?
¿Qué son las obras de misericordia? ¿Cómo se llevan a cabo? ¿Cómo nos hacemos cargo de
alguien? ¿Qué estilo de vida exige? Parecen preguntas obvias, pero en realidad debemos
matizar una vez más algunos malentendidos.
Tendencialmente, como hemos visto, creemos que la misericordia nace de la
voluntad, de la decisión de ser misericordiosos, y lo ratificamos valorando nuestro
planteamiento como un deber: el deber nos llama, nos obliga a ser misericordiosos. La
gente es convocada a la misericordia y a realizar actos de piedad, de perdón, de acogida,
acudiendo a frases como «decídete», «date cuenta de que es necesario», «es preciso».
Semejante lenguaje nos dirige a la apnea existencial, nos desliza hacia una
misericordia y un amor extenuante, obligatorios, que exigen un estado psicofísico óptimo,
pues requieren toda nuestra fuerza, nuestra coherencia y nuestro compromiso. Así, un
considerable número de personas renuncian al ejercicio de la misericordia porque la
encuentran agotadora, cargante. Se vive el perdón y el servicio aguantando la respiración:
soltaré el aire después de ejercitar la misericordia; volveré a ocuparme de mi vida tras
ocuparme de la del otro, y obtendré por fin oxígeno... Todo esto no cuadra y corresponde
más bien a tristes fracasos espirituales, a balbuceos de misericordia, nada raros: iniciativas
no concluidas, parábolas no literarias sino bien gráficas, donde se comienza a hacer algo,
pero luego se abandona, porque me canso, porque no puedo más. Es la trayectoria de
muchos voluntarios que quieren hacer cosas y descubren que solo se apoyan en sus fuerzas,
y estas son escasas. ¿Cómo salir de este atolladero?
En el capítulo segundo del Evangelio de Marcos se relata algo emblemático. Jesús
está en casa de Pedro y hay mucha gente, también escribas. No es posible acercarse a Él,
pero algunas personas quieren introducir en la vivienda a un paralítico. Las casas en aquel
tiempo tenían el techo de paja; no fue difícil subir y hacer un agujero por el que descolgar
la camilla del paralítico, y ponerlo delante de Jesús. ¿Qué podemos decir sobre esto? ¿Cuál
es el problema? Un hombre es descolgado desde el techo porque es paralítico, de eso no
hay duda: lo llevan allí porque él no camina. Ese es el problema.
Jesús mira la escena y dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados» [1].
¿Qué tiene esto que ver? Como si a un desgraciado que hubiera atravesado el
desierto y llegara arrastrándose, extenuado por la sed, le dijéramos: «¿Quieres ser mi
amigo?». ¡El paralítico no anda, su problema es c-a-m-i-n-a-r! Jesús dice: «...tus pecados te
son perdonados». Pero, ¿qué dice? ¿Se da cuenta de lo que está pasando?
«Estaban allí sentados algunos de los escribas, y pensaban en sus corazones:
“¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?”» [2]. Los escribas tienen razón, dicen algo justo: ¿quién puede limpiar el pecado?
Sabemos lavar una prenda, regenerar materiales, limpiar, sanar algunas cosas, pero ¿cómo
se limpia un corazón? A un alma, después de un error, ¿cómo se le devuelve la tersura? Allí
se queda, de por vida. Conviviremos con él. Podemos sublimar, remover, reinterpretar...,
pero allí sigue. Poner a cero la cuenta de los pecados no está al alcance de la técnica
humana.
En el Antiguo Testamento hay dos verbos, «crear» y «perdonar», que tienen un
único sujeto, Dios. Crear, en hebreo barà (extraer de la nada), significa que solo Dios
puede crear, eso es innegable. El otro verbo, selah, es perdonar, y también solo Dios puede
hacerlo. ¿Quién puede decir que los pecados son perdonados? ¿Qué psicoanalista puede
decirlo? Pero Dios sí puede darnos una nueva vida, sólo Él sabe hacerlo. Los escribas
tienen razón.
El problema de los escribas es más bien que no son conscientes de con quién se la
juegan. Se están enfrentando a la potencia de Dios: «Y enseguida, conociendo Jesús en su
espíritu que pensaban para sus adentros de este modo, les dijo: “¿Por qué pensáis estas
cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: ‘Tus pecados te son
perdonados’, o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues para que sepáis que el
Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados –se dirigió al
paralítico–, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y se levantó, y al
instante tomó la camilla y salió en presencia de todos, de manera que todos quedaron
admirados y glorificaron a Dios diciendo: “Nunca hemos visto nada parecido”» [3].
Jesús no niega que sólo Dios puede perdonar los pecados, pero dice: «El Hijo del
Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados», es decir: él tiene este poder
sobre la tierra.
La misericordia de Dios es solo de Dios, nosotros no podemos administrarla, no
podemos apoderarnos de ella. No se le puede pedir al hombre la misericordia de Dios. Se le
pide a Dios. El hombre puede ser «canal» del poder de Dios. Si por misericordia
entendemos cuatro monedas, está al alcance del hombre; si por misericordia entendemos
solo buenas intenciones, también está a su alcance, en lo que estas valen; pero para que
verdaderamente sea eficaz, hace falta capacidad de crear, de influir sobre lo real, y sólo
Dios puede hacerlo.
Pero ¿cómo funciona el gozo, el contagio de esta misericordia?
Vamos a la escena de la resurrección de Jesús en el Evangelio de Juan, capítulo
veinte: «Vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y
dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron.
Les repitió: “La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho
esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”» [4].
Centrémonos en un dato: como el Padre envía a Cristo, así Cristo nos envía a
nosotros, dándonos su Espíritu.
Pensemos con un poco de rigor: ¿por qué Jesús sabe amar? Porque es amado. Él es
y vive de un regalo. El Padre lo ha engendrado, le ha dado el ser, le ha dado plenamente a sí
mismo. El Hijo es feliz de ser, es un gozoso deudor, siente gratitud hacia el Padre. Es feliz
de ser amado, y por consiguiente su vida es amar. Recordemos el bautismo de Jesús en el
río Jordán; Dios se acerca e irrumpe diciendo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he
complacido» [5]. Jesús contempla este amor, este gozo, y es feliz. Él no hace nada sin el
Padre. Para Él, pensándolo bien, entrar en nuestra condición de pecadores, en Getsemaní,
supuso prepararse para la separación del Padre, algo dramático, atroz, hasta el punto de que
gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» [6]. Exclama: «¿Cómo voy a
vivir sin Ti?».
Y pensar cuántas cosas hacemos nosotros tranquilamente, sin el Padre...
Recibir el Espíritu Santo quiere decir, ante todo, tener el ser de Cristo, que es
relación con el Padre. Es vivir de Él, y llenarse de gratitud.
El perdón de los pecados, la misericordia según la medida de Dios, es la capacidad
de cambiar la vida, de darle un impulso radicalmente nuevo. Y esta es una obra de Dios.
Si fundamentamos la misericordia en nuestra voluntad, en nuestra determinación o
en el sentido del deber, no haremos más que fracasar una y otra vez. Estas cosas sólo son un
pobre preludio, pues es la potencia de Dios la única capaz de operar semejante
regeneración.
Nos tiene que suceder a nosotros lo que le sucede a Jesús. Como Él fue enviado, así
también nosotros necesitamos vivir, movernos, ser empujados por la misma causa, y
enviados de una forma similar.
«Como el Padre me envió, así os envío yo» [7].
¿Cómo es esto?
En el Evangelio de Juan aparece una persona llamada el «discípulo amado», que en
la última Cena hace un gesto: reclina la cabeza sobre el pecho de Jesús. En ese momento,
mantiene un diálogo íntimo con Jesús sobre la traición de Judas: «Estaba recostado en el
pecho de Jesús uno de los discípulos, el que Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le
dijo: “Pregúntale quién es ese del que habla”. Él, que estaba recostado sobre el pecho de
Jesús, le dice: “Señor, ¿quién es?”» [8]. En ese instante, Juan siente cómo el Corazón de
Jesús late de amor por Judas. Desde ese momento es llamado el «discípulo amado», no
antes, porque ahora ha conocido el amor. «Estaba recostado en el pecho de Jesús»: esta
expresión había aparecido ya en el prólogo del Evangelio de Juan, donde hay un himno
extraordinario que, hacia el final, dice: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Dios Unigénito,
el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» [9].
Es la misma imagen que la de un niño acurrucado en los brazos de su padre. Jesús
está siempre unido y orientado al Padre, y el discípulo amado hace lo mismo con Jesús,
escucha su corazón. Así se puede entender la expresión: «Como el Padre me envió, así os
envío yo».
«Recibid el Espíritu Santo», la naturaleza de Dios puede entrar en nosotros, ahora
podemos vivir de amor y de perdón. «A quienes les perdonéis los pecados, les son
perdonados»: podemos tener misericordia, asumimos una responsabilidad grandiosa, que
nos ha sido dada por el Señor para llevar su amor a los demás, porque dice también: «A
quienes se los retengáis, les son retenidos»: si tú no lo haces, ¿quién lo hará? Si no lo hace
aquel que ha conocido el amor de Dios, ¿quién podrá hacerlo? Para dar este amor hay que
haberlo recibido.
Hay una diferencia abismal entre la filantropía y el ágape, el término griego
utilizado principalmente por san Pablo y el Nuevo Testamento para indicar el amor. Existe
un amor por el hombre, que es humano y debe ser reconocido como tal; y el ágape, es decir,
el amor de Dios, llevado al hombre por el Espíritu Santo. De hecho, la filantropía tendrá
que ver siempre con la justicia, mientras el amor de Dios fundamenta el perdón, la
capacidad de dar la vida eterna, de dar el Espíritu Santo y de ser su instrumento. Dice la
primera carta de Juan: «Todo el que ama ha nacido de Dios» [10]. Es cierto que podemos
pedir al hombre que realice obras de acogida, de misericordia humana, filantrópicas;
bendito sea Dios cuando los hombres y las mujeres abren sus corazones al bien. Pero las
obras de las que hablamos, tanto espirituales como corporales, se refieren a la integridad de
la persona humana.
Podemos hacer cosas buenas para la humanidad, partiendo no del amor, sino del
sentido del deber, del impulso de la justicia o de nuestra buena voluntad. O también de un
amor que es estético y humano, pero sin eternidad. La justicia humana no salva, no tiene el
Espíritu Santo que re-crea, regenerando al que ha errado. Nuestros «penales», por ejemplo,
son lugares de penitencia, porque allí el malhechor debería re-educarse, para volver a ser
elemento social positivo –no negativo– de la sociedad. Lo siento, pero no he visto a nadie
salir de la cárcel mejor que cuando entró. A menos que alguien haya depositado confianza
en él, amándolo. Esto sí que lo he visto. Pero no era la cárcel la que producía el crecimiento
y la regeneración de la persona. Era el amor encontrado ocasionalmente, por coincidencia,
en ese lugar, y no por su estructura. Ninguna cárcel curará nunca a una persona. Sólo el
amor cura al hombre. Las cárceles malean. A nuestras sociedades justicieras y punitivas les
falta lucidez, pues quien sale de la cárcel conserva un carácter vengativo. La única curación
es la misericordia.
Establecidos estos parámetros, ¿cuándo un acto de misericordia es una obra que
hace a Dios presente? Cuando Dios está dentro, obviamente. Los hombres pueden hacer el
bien, un bien genérico, transeúnte, «de corto alcance». Pero aquel bien que contiene más,
que lleva en sí lo invisible, no es sólo piel, ni solo biología: implica la misericordia
espiritual, que inerva también las obras de misericordia corporales, pues nace de la relación
con Dios, de la fe. No es posible curar a un enfermo y darle a la vez esperanza, sentido del
dolor en Cristo, resurrección, si no se unen las obras de misericordia corporales con las
espirituales. Sería grotesco escindirlas. Es imposible cumplir las exigencias de nuestra fe
realizando simplemente actos físicos. Se puede vestir a un desnudo, cubriendo solo su
cuerpo, pero darle la dignidad de hijo de Dios, como sucede en el bautismo, solo es posible
desde la fe. Esto no supone despreciar las obras humanas pero invita a ver, en su belleza, su
carácter incompleto, porque no llevan consigo la eternidad, el paraíso. De todos modos,
benditos sean los que hacen el bien en la tierra, pues serán acogidos por el Padre, que sabrá
premiarles. Pero nosotros, habiendo conocido el amor de Dios, estamos llamados a llenar
todo de eternidad, realizando estas obras a partir de nuestra relación con Dios.
CUERPO Y ESPÍRITU
Llegados aquí, podemos preguntarnos qué son realmente las obras de misericordia
espirituales y corporales.
El amor actúa según dos coordenadas, el cuerpo y el espíritu, porque el hombre es
así, está constituido por un cuerpo y un espíritu, tiene una vida biológica y una vida
interior. La Iglesia enseña que el hombre es «unidad de cuerpo y alma» [11]. Todo lo
corporal en el hombre es también espiritual, y lo espiritual se convierte en corporal: son dos
aspectos de la misma realidad. Las obras de misericordia corporales se refieren a «visitar a
los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino,
vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos». Todas se refieren al cuerpo:
quitar el hambre y la sed, vestir, acoger, visitar, enterrar. Miran a una realidad física, son
objetivas. Las obras de misericordia espiritual, en cambio, son «enseñar al que no sabe, dar
buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende,
consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y
por los difuntos». Enseñar, aconsejar, corregir, perdonar, consolar, soportar, rezar. Estas
obras hacen referencia al otro en la realidad de su espíritu, en su aspecto psíquico,
espiritual: nacen de la realidad interior, atañen al corazón, y el desafío es precisamente
hacerse cargo del corazón del otro.
Las obras espirituales, más que las corporales, tienen que ver directamente con la fe.
Las obras de misericordia corporales, de hecho, materialmente, se podrían hacer también
sin fe. El texto que explica las obras de misericordia corporales está en el capítulo XXV del
Evangelio de Mateo: «Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de
todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él
todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los
cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces
dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de
comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o
desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”. Y el
Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis
hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» [12].
Al comienzo de este texto se afirma que Jesús reunirá ante sí todos los «pueblos»,
las «gentes», los «gentiles», literalmente las «etnias»; es decir, las personas que lo ven por
vez primera, que no han realizado una profesión de fe explícita en su nombre, aquellos que
no saben que han hecho algo por Él, que han tenido un trato con Él. Lo desvelará el juicio
universal, donde será manifestado lo auténtico, lo que el hombre ha hecho bien. Parecería,
pues, que no hay necesidad de tener una fe explícita en Jesucristo para realizar las obras de
misericordia corporales. Es de Dios de donde procede la misericordia, pero el hombre
puede hacer estas obras a partir de su humanidad.
Las obras de misericordia corporales parecen más accesibles. Da la impresión de
que vestir a un desnudo es un simple problema práctico, relativamente fácil, pero consolar
al afligido parece mucho más difícil. En las obras de misericordia espirituales hace falta
mucho más que el trabajo de las manos. Para estas se requiere cierto nivel espiritual,
mientras que para las corporales bastaría el cuerpo. Las obras de misericordia corporales,
con la certeza que proporciona el texto de Mateo 25, serán exigidas a todos; todos serán
juzgados sobre si las realizaron o no. Cualquier persona, ateo o creyente, puede cuidar de
alguien, la fe no es necesaria para hacerlo. Basta nuestra humanidad. Para las obras de
misericordia espirituales hace falta algo más, al menos eso parece.
Pero precisemos una cosa: el reto no es practicar las obras corporales y las
espirituales. El verdadero desafío es UNIRLAS. Si no se practican simultáneamente, unas
se corrompen por la ausencia de las otras. Admitiendo la certidumbre de que es más difícil
consolar a un afligido que vestir a un desnudo, resulta evidente que consolarle sin detectar
que, por ejemplo, necesita ropa, es grotesco, y convierte en ridículo todo posible consuelo.
Es decir: no es una buena estrategia separarlas. Los pragmáticos vacían de eternidad
el amor, los espiritualistas lo vacían de realidad. No hay corazón, y no hay cielo en quien
desprecia las obras espirituales; no hay cuerpo ni tierra en quien descuida las corporales. El
Señor Jesús une en sí cielo y tierra, humanidad y divinidad, cuerpo y espíritu. Y esta es
nuestra apasionante aventura: ciertamente no la división en sectores, o el
desmembramiento, sino la comunión de todas las dimensiones de nuestra existencia con la
gracia de Dios.
¿Por qué las obras de misericordia espirituales son precisamente estas: «Enseñar al
que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al
que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios
por los vivos y por los difuntos»? En la Escritura no tenemos un texto único, sino un
conjunto de pasajes que reflejan una sabiduría operativa que actúa dentro de las diversas
obras.
El primer testimonio de nuestra lista procede de un maestro de la fe, Lactancio, que
vivió entre los años 250 y 325 d. C., y realizó un trabajo peculiar. Era la época de los
grandes Concilios de Nicea, de Constantinopla, cuando cristaliza la fe de la Iglesia:
mientras otros deducían de la teología el Credo de la Iglesia, Lactancio quiso combatir
contra las herejías y enunciar la verdadera fe a través de la praxis cristiana: los creyentes
aman así, hacen estas cosas y de ahí se deduce su fe, y se comprende qué creen. Este es el
núcleo del discurso.
La Carta de Santiago dice: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin
obras, y yo por mis obras te mostraré la fe» [13]. Para ser cristianos no es suficiente que
alguien te diga quién es Cristo, hay que ver a Cristo en quien te lo dice. Los cristianos
obran según el Padre, como hijos de Dios y, por lo tanto, saben cumplir las obras
espirituales, son capaces de una sabiduría que revela una vida nueva. Esta sabiduría no la
posee quien es sabio, sino quien tiene una vida diferente. Son los ojos, las manos, la
inteligencia de aquel que nace de Dios. Abordaremos la aventura de cómo actúa un hijo de
Dios, es decir, de cómo actúa el Padre. Se aconseja al dudoso de una manera precisa porque
se ha recibido un específico don de consejo, y se sabe enseñar lo que realmente importa,
porque se es aleccionado en lo que solo el Padre puede revelar.
Nuestra aventura consistirá en descubrir las obras cristianas que cuidan del corazón
ajeno según una vida, una visión de las cosas, una intuición que arranca de la Pascua del
Señor Jesús y de la vida que se recibe en los sacramentos. Y solo en ellos.
San Pablo dice algo inaudito en el segundo capítulo de la Primera Carta a los
cristianos de Corinto: «Pero nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y
enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino con
palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con palabras
espirituales. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son
necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu.
Por el contrario, el hombre espiritual juzga de todo, y a él nadie es capaz de juzgarle.
Porque ¿quién conoció la mente del Señor, para darle lecciones? Pues bien, nosotros
tenemos la mente de Cristo» [14].
Tu cuñado te pregunta cómo resolver un problema que tiene en el trabajo. ¿Qué le
dices? Si tienes el espíritu del mundo, y cuentas solo con tus fuerzas, le hablarás de las
trivialidades de este mundo, de sus trucos, de sus inmoralidades, de sus individualismos.
Pero si has recibido el Espíritu de Dios, sabrás hacerle descubrir la Providencia en ese
problema, le indicarás la vía del amor en esa tribulación, le desvelarás cómo encontrar a
Dios en aquella situación, cómo crecer en ese acontecimiento aparentemente oscuro. Si
tienes la mente de Cristo.
¿Y si no tienes esta mente de Cristo? Repetirás obviedades. Verás al paralítico y
dirás: hace falta un médico. Nos pondremos al nivel del agua que moja y del fuego que
arde. Aportación a la verdad: cero.
El pueblo cristiano se queja a menudo de la predicación poco incisiva de los
sacerdotes. Buenos sentimientos y voluntarismo. Voluntarismo y buenos sentimientos, en
selección aleatoria. Venid al Señor con cantos de aburrimiento.
Pero hay algo peor; podemos llegar a la típica confusión de consolar a los que
yerran minimizando los errores, reprender severamente a los afligidos, enseñar lo que ya
saben a las personas molestas y reñir a los dubitativos. Un batido no demasiado inusual de
conceptos cristianos disparados mediante secreciones hormonales.
Direcciones espirituales improvisadas, consejos no verificados, axiomas declarados
sin preparación alguna, deducidos de confusas reminiscencias de lejanos recuerdos de
seminario, o de catecismo. ¿Exagero? Quizás sí. Quizás no.
Pero realizar un viaje por las obras de misericordia espirituales será, en cambio,
llevar a cabo una aventura en el marco de la sabiduría cristiana, zambulléndonos en las
aguas de «lo más hondamente cristiano». Será también una especie de tratado práctico
sobre la gracia de la encarnación, sobre la inculturación cotidiana, sobre cómo nos inspirará
el Espíritu Santo en las más diversas situaciones.
Comencemos pues.
LAS OBRAS DE MISERICORDIA ESPIRITUALES
1. ACONSEJAR A LOS QUE DUDAN [1]
Esta obra de misericordia es precisamente aconsejar al que duda, pero ¿qué quiere
decir aconsejar? Consulere, en latín, significa «sentarse junto a alguien», «estar a su lado».
¿Qué significa? ¿Cómo trabajar esta idea? El que duda se agota ante la ambigüedad de lo
real y no acierta a distinguir entre el verdadero bien y el falso bien.
Si acudimos a los Evangelios, Jesús no resuelve las dudas desentrañándolas,
planteando las cuestiones de forma articulada y crítica, como tanto nos gusta a los
occidentales; lo hace de otra manera, radical y semítica, que parece un poquito
decepcionante para nuestro afán de comprenderlo todo racionalmente. Encontramos esta
actitud en todo el Antiguo Testamento, que no demuestra la existencia de Dios, lo presenta
como ya existente, deja una estela, afirma algo con certeza. No demuestra la existencia del
maligno, simplemente lo muestra. No describe la debilidad del hombre mediante un
discurso articulado, con explicaciones y justificaciones, sino que se limita a presentarla
como una realidad. Nosotros pensamos que resolvemos las dudas analizándolas, nos parece
obvio. Y ciertamente las dudas deben ser auscultadas, es un signo de madurez, pero la
salida de la duda no está en la propia duda, y de esto no nos damos cuenta ni nos acordamos
casi nunca.
San Juan Pablo II, en la Vigilia con los jóvenes de la JMJ de Toronto de 2002,
decía: «¿Es justo contentarse con respuestas provisionales a los problemas de fondo, y dejar
que la vida quede a merced de impulsos instintivos, sensaciones efímeras y entusiasmos
pasajeros?». Ese maravilloso discurso termino en una espléndida exhortación, improvisada,
a no hacer palanca con las dudas, sino con las certezas, a no tomar como punto de apoyo lo
ambiguo, sino lo nítido.
Parece obvio, pero es precisamente lo que no hacemos. Entonces, ¿cómo actuar?
¿Por dónde empezar? Cuando estamos ante una duda, debemos despojar a la realidad de
todas sus ambigüedades. ¿Cómo lograremos poner orden? Tenemos que empezar por lo que
es cierto, ese es el punto de referencia. Pero, entonces, ¿hacen bien quienes dan la solución?
No digo esto, sino algo muy distinto. Hay que partir de las certezas, sí, pero no de las
certezas del consultor, sino del que duda. Y eso implica hacerle hablar, conocerlo, advertir
sus puntos de apoyo.
Jesús, en el capítulo undécimo del Evangelio de Juan mantiene con Marta un
diálogo progresivo: «“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero
incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá”. “Tu hermano
resucitará”, le dijo Jesús. Marta le respondió: “Ya sé que resucitará en la resurrección, en
el último día”. “Yo soy la Resurrección y la Vida”, le dijo Jesús; “el que cree en mí,
aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mi no morirá para siempre.
¿Crees esto?”. “Sí, Señor”, le contestó, “Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que
has venido a este mundo”» [4]. Marta habla primero, y en su dolor, en su reproche apenas
velado, expresa algo constructivo, propositivo. Jesús parte de lo que, para ella, es seguro: la
certeza de la extraordinaria relación de Jesús con el Dios de Israel; se apoya luego en su fe
en la resurrección de los muertos, y a continuación invoca su experiencia, su fe en que él es
el mismo Mesías. Así, Marta se dispone a atravesar el umbral del auténtico acto de fe. Si
los puntos anteriores están claros y ella cree que Cristo es el Hijo de Dios, entonces puede
«abrirse» a creer en la resurrección del hermano. Se ha «desmarcado». Intervendrá María, y
a continuación, será la propia Marta –y no María– quien hará mover la losa de la tumba de
su hermano Lázaro. Y sucede lo que sucede. Habría que profundizar en la lectura de este
texto en otro momento. Aquí no es necesario. Pero es un buen ejemplo de desambiguación.
¿Cómo salir de un sistema ambiguo? San Pablo, en la segunda carta a los Corintios,
escribe: «Al proponerme esto, ¿obré acaso con ligereza? ¿O mis proyectos me los
propongo según la carne, de manera que se dan en mí simultáneamente el sí y el no? Por
la fidelidad de Dios, que la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque Jesucristo, el
Hijo de Dios –que os predicamos Silvano, Timoteo y yo– no fue sí y no, sino que en él se ha
hecho realidad el sí. Porque cuantas promesas hay de Dios, en él tienen su sí; por eso
también decimos por su mediación el Amén a Dios para su gloria» [5]. El gran punto de
apoyo es partir de los «síes», de las certezas: enunciar las cosas nítidas y claras con
sencillez. Nuestras dudas arrancan de la duda antigua suscitada por la serpiente, en aquel
«no», la duda de que en Dios pueda estar presente tanto el amor como el no amor, que la
realidad puede ser una historia de salvación o no serlo. El antiguo himno del Te Deum reza:
«In te, Dómine, sperávi, non confundar in aetérnum», «En ti, Señor, confié, no me veré
defraudado para siempre».
El Evangelio es el anuncio de un «sí», que sirve de eje para leer el resto de la vida.
Si pensamos que la vida brota de una fuente ambigua y no de las manos de la Providencia,
iremos por la vida con las manos en alto para defendernos, torturados por las dudas. Se
supera esta situación pensando en el «sí» que Dios es para nosotros, conservando en el
corazón la seguridad de que Dios no puede dejar de amarnos.
Jesús, como ya se ha dicho, se indigna cuanto se le acusa de expulsar al demonio en
nombre del mal (Mt 12, 22-32), no lo acepta y habla del pecado contra el Espíritu Santo,
que es como atribuir a Dios la ambigüedad. ¡La ambigüedad no existe! Dios es solo amor
(1 Jn 4, 8): es el punto de partida para ayudar a quien duda. La razón, de hecho, no resuelve
las dudas, sino el amor. El amor proporciona principios mucho más profundos que la razón,
sin excluirla, sin contradecirla, sirviéndose de la razón y superándola. El amor es razonable
y al mismo tiempo es más sabio. Para aconsejar a quien duda, nos hace falta amor, escucha:
no se trata sólo y simplemente de desenredar lo que el dubitativo debe descubrir.
Las decisiones se toman en primera persona del singular; sigue siendo obligatorio
este procedimiento adulto para la toma de decisiones. Pero aconsejar al que debe elegir
requiere hacerse eco del «sí» de Dios, del «sí» maternal de su amor, que todo lo precede.
Eso hará que busque apoyo en las verdaderas certezas.
Un dilema existencial no se lee desde abajo, desde la confusión, sino desde lo alto,
desde la certeza del amor de Dios. Volveremos sobre esto, pero urge ver los rasgos de quien
practica la misericordia del buen consejo.
La primera característica de un buen consejero es comprender qué es lo que se le
plantea, y hacer que nos sintamos escuchados, comprendidos por él. Esto ayuda mucho
porque ordenar el discurso delante de alguien, manifestar las propias dudas, precisar los
temas, muy a menudo es ya el comienzo de la resolución de los problemas.
Pero la escucha del buen consejero tiene una cualidad muy específica. El buen
consejero no empieza por las posibles respuestas, sino por las preguntas. El reto es precisar
la pregunta que pone el problema en su justa perspectiva. No se trata de impugnar lo que se
ve, sino el punto de vista, que puede falsear muchos aspectos: uno no descubre la dirección
correcta porque hay algo del revés, un engaño o un malentendido en algún punto; si se
empieza a poner orden en las cosas, es entonces cuando se pueden entender también el
verdadero peso de cada elemento. Casi siempre se empieza con una pregunta equivocada.
Hay que sacarla a la luz, pero tiene que hacerlo quien duda, no el consejero. Claro que
desde fuera es más fácil, pero hay que mantener el ritmo específico de la duda. En caso
contrario, dejaremos sepultadas cosas vivas a lo largo del camino, que luego afectarán a la
lucidez del discernimiento.
Para encontrar el error de la pregunta, hay que analizar el punto de partida, el centro
de gravedad desde el cual se observa la situación. Este es el problema de la duda. El
maligno trabaja precisamente para ponernos en el lugar equivocado para ver las cosas. La
palabra en griego eidolon, del verbo ver, quiere decir «ídolo», pero tiene un significado
etimológico de «perspectiva», «visión», «modo de mirar». ¿De dónde viene la perspectiva?
¿Por qué no logramos decidirnos? Podemos racionalizar todo, pero la perspectiva con que
miramos la realidad no es normalmente racional sino irracional, no reside en los motivos
sino en las causas. Es necesario un sano distanciamiento que nos ayude a volver a ver las
cosas en su justa perspectiva.
Dice el Salmo 49: «El hombre en el honor no discierne, se asemeja a las bestias
que perecen» [6]. Recordemos que las obras de misericordia espiritual son muy afines a los
siete dones del Espíritu Santo, y esta obra lo es más de todas las demás.
Entre los siete dones del Espíritu Santo está el de consejo, la capacidad de elegir
según su luz. ¿Qué nos hace falta para elegir según el Espíritu Santo? San Felipe Neri, en
las oraciones principales de la visita de las Siete Iglesias, con una síntesis sencilla y
admirable, presenta los dones del Espíritu Santo en contraposición con los pecados
capitales; y sorprendentemente, el vicio opuesto a la capacidad de elección y de consejo es
la avaricia. Si lo sopesamos, resulta evidente: ¿quién no logra acertar en su elección? El que
no puede separarse de las cosas. Lo hemos visto ampliamente en la primera parte: toda
elección implica una renuncia. Es, pues, necesario el desasimiento, la libertad sobre las
cosas.
Los avaros no tiran ningún objeto, guardan todo, viven con una ansiedad que no les
permite dejar nada. En las decisiones más arduas, en efecto, el camino para acertar exige a
menudo una limosna de entidad. En la limosna, si no se trata de una cantidad mediocre,
cuando hacerla «cuesta sangre» porque afecta seriamente al patrimonio personal, se nota un
sentido «pascual» de pérdida, seguido de un sentimiento la alegría; el efecto de la limosna
es una sensación de liberación y al mismo tiempo de dominio de sí. Se comprueba que no
manda el dinero, mandamos nosotros: el corazón vence sobre las cosas. Cuando se vuelve a
examinar la decisión que, en el momento de duda, no se había podido tomar, se descubre
que uno es libre: no tiene miedo a perder algo, porque se tiene experiencia de que, por
«perder», no pasa nada; al contrario, ser esclavos de las cosas nos impide elegir libremente.
Necesitamos el don de consejo, opuesto a la avaricia, para resolver la ambigüedad
de nuestra vida. Hace falta un GPS interior, un Oriente, el lugar por donde sale el sol, una
orientación, unos parámetros. Para encontrar esos parámetros, hay que partir de una
confirmación –que parece obvia, pero no lo es–, connatural a la búsqueda: para encontrar el
parámetro debo partir de la afirmación de que existe. Es decir, existe la verdad.
En la realidad de nuestra vida hay algo objetivo, llamado verdad. Si, por ejemplo,
me descuido en mis cosas, estoy peor, es verdad, es simplemente real. Si no cuido mis
relaciones con las personas, estoy mal. Si no domino mi vida y mis impulsos, me destruyo.
En verano hace más calor que en invierno. En nuestro hemisferio, lógico. La verdad existe:
el hecho mismo de que la busquemos, afirma san Agustín, atestigua que existe: «Y si no
tienes claro lo que digo y dudas de su verdad mira, al menos, si estás seguro de tu duda
acerca de estas cosas; y en caso afirmativo, indaga el origen de esa certeza (...): todo el
que conoce su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la
certidumbre; luego cierto está de la verdad. Quien duda, pues, de la existencia de la
verdad, en sí mismo halla una verdad de la que no puede dudar. Pero todo lo verdadero, lo
es por la verdad. Quien duda, por cualquier motivo, no puede dudar de la verdad» [7].
«Permanece, si puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor que te deslumbra,
cuando dice: Verdad» [8]. Es una exigencia humana y se vive mejor si se la tiene en
cuenta.
La verdad existe. No puede ser abordada de manera simplista, vulgar, pero existe.
Nuestro camino va de la ambigüedad a la certeza. ¿Y de dónde nace la certeza? De la
confianza que, por experiencia, transmite el cariño paterno. ¿Y cómo hacer con los
ambiguos padres actuales? ¿Dónde conseguir la certeza? Veamos un caso litúrgico.
Cuando los sacerdotes reciben la ordenación –y de forma similar los diáconos–, el
que presenta a los candidatos dice: «Reverendísimo Padre, la Santa Madre Iglesia pide que
ordenes presbíteros a estos hermanos nuestros». Responde el obispo: «¿Sabéis si son
dignos?». No les pregunta a ellos si son dignos, sino al que, en nombre de la Iglesia, les
presenta; en rigor, no plantea si son dignos, sino si quien los presenta tiene certeza de que
lo son. Se habla directamente a una persona, casi siempre el rector del seminario, que
responde en primera persona del singular, ante los candidatos: «Según el parecer de
quienes los presentan, después de consultar al pueblo cristiano, doy testimonio de que han
sido considerados dignos». Los candidatos deben escucharlo: «¡Sí! Eres idóneo, puedes
hacerlo. Te admitimos en el orden del diaconado o del presbiterado, porque tenemos una
certidumbre sobre ti, eres digno de esta tarea, de esta gracia». El obispo contesta: «Con el
auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elegimos a estos hermanos nuestros para
el orden de los presbíteros». Las implicaciones de este curioso diálogo son muchas y
profundas, pero destacamos la total pasividad de los candidatos. Recibirán muchas cosas en
aquel día, pero en este momento escuchan el testimonio público de una certeza: alguien
piensa que tú estás en condiciones de hacerlo, y ese alguien es la comunidad eclesial.
Acudirán a esta certeza miles de veces, para incidir en lo real y tomar posesión de los dones
que les servirán para construir la Iglesia.
Si no recibimos confianza, no podremos confiar. Si no contamos con alguien que
nos diga que somos capaces de hacerlo, no lo conseguiremos. Esta confianza proviene de la
paternidad porque, repetimos, se crece a partir de la confianza paterna. Algunos padres
mueven la cabeza diciendo: «Tú no puedes hacerlo». La consecuencia es que los hijos no
tienen confianza. Si un padre dice a un niño: «Adelante, verás que puedes», la consecuencia
es la confianza de lograrlo, y entran en juego las propias cualidades; cada uno saca lo mejor
de sí mismo.
El hombre es portador de muchísima belleza, su vida es así de preciosa delante de
Dios. Esta confianza es el punto fundamental: para vivir bien, hay que disponer de ella.
Cuántas veces he puesto a un joven ante un crucifijo y le he dicho: «Ahora te quedas aquí y
volvemos a hablar cuando Él te diga quién eres, para Él. Cuando te lo haya dicho,
volvemos al discernimiento». El chico regresa después de un rato, y le pregunto: «¿Qué te
ha dicho?». Y él: «Que me ama mucho, que ha estado dispuesto a morir por mí, que soy
importante».
Ahí hay que situar la orientación: en el hecho de que el Señor, incluso cuando
hayamos cometido errores, no nos abandona, sigue teniendo confianza en nosotros, sigue
pronunciando su «sí» para nosotros. La mayor parte de los errores, especialmente de los
jóvenes, proviene de la falta de atención consigo mismos. Si se miran las cosas desde la
perspectiva de Dios, desde su ternura, su misericordia, todo cambia. Nuestra vida no es un
error, no tiene una naturaleza ambigua; lleva consigo realidades objetivas, certezas de las
que hay que ser conscientes y no debemos dejar escapar. La lucha consiste en defender esta
convicción, la de ser amados, la de poseer la belleza y plenitud propias de la vida. Para
aconsejar a quien duda lo primero es hacer que recomience a partir de la certeza del amor
de Dios.
Aconsejarle implica, como hemos visto, hacer que se centre en la más profunda de
las certezas. Esta debe ser confirmada, encarnada, entregada. Es la fuerza del consejero. No
es un elaborador de datos, sino un testigo. Tiene experiencia de aquella roca que resiste a
los vientos y a las aguas, por haber excavado hasta lo más profundo de la vida, hasta su
raíz. No hay duda: Dios te ama. No es un axioma: lo que te digo anida en mi carne, en mi
corazón, en mi yo íntimo, en mi ministerio o en mi matrimonio, en mi vida. Pero si esto se
formula en forma de pregunta, tiene más fuerza; ayuda de veras al crecimiento de quien
duda: «¿Es posible que Dios haya decidido olvidarse de mí?». Me he divertido tantas veces
haciendo esta pregunta: «¿A quién ama más Dios, a ti o a mí? ¿Te ama más a ti, a mí o a
san Francisco?». Cuando una persona se reconoce criatura de Dios, cuando abre el corazón
a su ternura, todo se desenreda. La verdadera duda es precisamente esta, nunca he hallado
otras.
Entonces hay que hacer palanca apoyándose en los temas básicos de la vida, en las
cosas imprescindibles. Para el discernimiento es necesario partir de los «síes» de los que ya
disponemos. ¿Cómo se reconocen? El bien es simple y lineal, en contraste con el mal,
tortuoso y contradictorio. Para hacer el mal, si nos fijamos con atención, es preciso
justificarse siempre. El bien, en cambio, es auto-evidente en nuestro corazón. Cuando el
verdadero bien toca nuestro corazón, uno no se enreda con miles de distinciones, surge una
luz innegable en nuestra alma.
Dice el Salmo 51: «¡Mira! En culpa nací, y en pecado me concibió mi madre. Pero
Tú amas la verdad más íntima, y, en lo oculto, me enseñas la sabiduría» [9]. Nuestro mejor
aliado es nuestro corazón: ahí es donde encontramos la certeza de ser amados, donde
saboreamos que nuestra vida es bella. La sabiduría de que habla el salmo afirma que se
puede haber nacido pobre y pecador, pero no por casualidad: esta seguridad salva al
dubitativo, mostrándole la limpidez de la verdad. La claridad, la sencillez se apoya sobre
cosas nítidas. Por eso es práctico hacer un elenco de seguridades de la propia vida, de esas
cosas que no deben ser puestas en tela de juicio. Normalmente, recorriendo este camino las
dudas se disuelven, se reducen, son menos angustiosas. Se llega a certezas no ambiguas,
presentes dentro de nosotros, que son dones de Dios, hechos reales de nuestra vida. Ahí es
donde hay que apoyarse.
LA SENDA DEL CONSEJERO
Y ¿cómo se puede llevar a cabo esta obra de misericordia? ¿Dónde están estos
consejeros tan lúcidos? ¿Por qué puerta entrarán? ¿Qué sendero han recorrido? El de la
experiencia del amor de Dios y el de la pobreza, del desprendimiento. También, el de la
libertad interior y el de haber conocido sus propios errores y haber sabido vérselas con
ellos. No es cosa fácil...
Sé que existen cursos sobre acompañamiento espiritual, pero ¿cómo se va a hacer de
la paternidad una técnica? ¿Hay que aprender a hablar? Sí, en parte, pero sobre todo hay
que saber callar. De otro modo, no se consigue un mínimo de pedagogía, de estrategia: uno
rechaza enseguida lo que ve, y el otro no crece. Se necesita firmeza y dulzura al mismo
tiempo. Y enraizarse en la paternidad y maternidad de Dios. Sin prisas: aconsejar no es tirar
al plato.
Para encontrar el camino del consejero ayuda este espléndido texto de Blaise Pascal
–así me luzco yo también–: «Hay que saber dudar donde es necesario, aseverar donde es
necesario, someterse donde es necesario. Quien no lo hace, no escucha la fuerza de la
razón. Algunos olvidan estos principios, o bien afirman todo como apodíctico –todo
cierto–, por no intentar demostraciones; o dudan de todo, por no saber cuándo es preciso
someterse; o bien se someten a todo, por no saber cuándo se debe juzgar» [10].
Dudar - afirmar - someterse.
Hay momentos en que es bueno dudar: resulta necesario para cambiar de posición,
de perspectiva. Esto exige humildad, para no tomar nuestras opiniones como absolutas, y
recordar que estamos siempre ante un proceso en curso. El pan cotidiano de quien quiera
dar buenos consejos es el arte de conocer las propias meteduras de pata.
No hay nada que hacer, nadie logra escapar de expresiones como la del Salmo 119:
«Ha sido bueno para mí ser humillado, a fin de aprender tus estatutos. Señor, reconozco
que tus juicios son justos, y que me has humillado con razón. Que tu misericordia me
consuele, según la promesa que hiciste a tu siervo» [11].
¿Cuantas bofetadas tiene que darme la vida para que empiece a descubrir mis
propios engaños? Debo saber dudar de lo que pienso. Un psicólogo amigo mío dice que la
salud mental es la des-sintonía del propio ego. ¡Qué gran verdad! Un buen consejero no se
toma a sí mismo demasiado en serio. Recuerda sus afirmaciones tajantes, tiene en cuenta
sus propios errores de lectura. Y por tanto será prudente y afable ante las manifestaciones
terminantes de los demás.
El primer capítulo del programa del consejero es la memoria de los propios errores,
unida a su buena disposición para descubrir otros nuevos. Una forma indirecta de decir:
humildad. Que se recibe como regalo tras la experiencia de las propias humillaciones y
limitaciones.
Un buen consejero no es alguien fuerte, sino alguien débil que ha aceptado su
propia debilidad.
Así. Poca cosa.
Luego está la certeza de que no deben discutirse algunas cosas, simples, evidentes:
las cosas ciertas de nuestra vida, los lugares que señala la brújula. Hay que tener claro de
dónde nace el bien del corazón, para apagar la sed en esa dulce fuente. Es necesario
reconocer las buenas reglas de la propia felicidad. Por ejemplo, una pareja, desde el
noviazgo, debería tener siempre en cuenta el decálogo de las cosas que ayudan a su
relación. Del cuidado y asiduidad de esas cosas buenas surgirán unos padres sabios,
serenos, que darán paz.
Para crecer en la capacidad de aconsejar, hay que ser constantes en las cosas
buenas: la oración, las costumbres sanas, la fraternidad, el ejercicio de la franqueza y del
desasimiento de las cosas, configuran un fondo propicio para escuchar. Quien está
embarullado consigo mismo, termina por proyectar su propia angustia.
Me limpio las gafas para ver mejor. Si tengo un tapón en los oídos y en los ojos,
¿qué quieres que vea y que oiga?
El que se dedica a la dirección espiritual necesita calma, no eficiencia. Y no tiene
obligación de ser un sabelotodo-psicólogo-antropólogo-sociólogo; le basta conocer en serio
al Padre, ser hijo en el Hijo, y descansar en el Espíritu, y hablar desde allí. Y, sobre todo,
escuchar.
Y, por último, se adiestra en el sometimiento a esta certeza, es decir, crece poco a
poco a golpes de obediencia filial, entregándose. Porque no hay mejor padre que quien sabe
ser hijo. Nos preparamos al arte de aconsejar si recorremos la senda de los discípulos, la de
la obediencia. Que no es un acto heroico; por favor, no nos hagamos tanto las víctimas. La
obediencia a Dios es la simple verdad de las cosas, no es un «por si las moscas». No soy
ningún fenómeno porque obedezca. Más bien, soy así de tonto si no lo hago.
La obediencia a Dios refleja bien el sentido de las cosas, de la realidad. Es una
medida de lo práctico, no solo de lo espiritual. Las cosas son como son.
El primer discernimiento es recordarnos a nosotros mismos que estamos necesitados
de Dios, de su misericordia.
Justamente.
2. ENSEÑAR A LOS IGNORANTES
Tener información es algo muy propio del hombre; algunos ancianos ven mil
noticiarios cada día, y saben detectar incluso los matices entre las distintas ediciones, «Este
ha dicho esto...», y quizás vuelven a ver la misma noticia varias veces. ¿Qué manifiesta un
anciano con esta necesidad compulsiva de información? Su necesidad de estar en la vida,
de estar al corriente. De saber lo que sucede. No quedarse fuera.
Muchos siguen debates políticos televisados hasta altas horas de la madrugada, y
uno se pregunta cómo logran despertarse al día siguiente para ir trabajar. Está luego el
maremágnum de Internet con toda su carga de noticias virtuales. Y las infinitas pérdidas de
tiempo, tras las informaciones más insulsas.
Detrás de todo están las ganas de saber, de recibir datos, de comprender, que,
repetimos, no es actividad opcional sino necesaria: no se puede vivir sin ella. El hombre,
con la información, con lo que sabe, decide lo que es.
Conscientes de esta condición humana, las dictaduras tienden a ocuparse de la
información; de hecho, cuando se quiere gobernar una realidad, hay que manipular las
noticias: basta con proporcionar una información equivocada a una sociedad para
condicionar su vida.
Antonio Gramsci, un marxista italiano, hablaba explícitamente de una «hegemonía
cultural» capaz de manipular las conciencias, y explicaba que la verdadera revolución es
precisamente la cultural, no el hacer, sino el hacer pensar. Gramsci afirma en un escrito:
«No hay actividad humana de la que se pueda excluir una intervención intelectual, no se
puede separar el homo faber del homo sapiens. Todo hombre, por último, fuera de su
profesión, realiza siempre alguna actividad intelectual, es decir, es un “filósofo”, un
artista, un hombre de buen gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea
de conducta moral consciente, luego contribuye a mantener o modificar una concepción
del mundo, es decir, a suscitar nuevos modos de pensar» [2].
Es un hecho que muchos manuales escolares de historia han sido escritos por
personas de una cierta orientación política, y facilitan informaciones, si no falseadas, sí
acentuando un matiz o el contrario. En este sentido se puede profundizar en los datos
objetivos de algunos momentos históricos, como el Medievo, o el Risorgimento, o tantas
épocas históricas, cuya realidad puede ser muy diferente de cómo nos la han relatado. Sin
ningún deseo de provocar polémicas, ni de defender lo indefendible, a menudo la realidad
de las cosas es distinta, y nos ha sido contada con una innegable orientación interpretativa.
Y ha dado lugar a una cultura repleta de clichés, antipatías y simpatías provocadas a
propósito.
En el maravilloso, aunque agobiante, libro de George Orwell, 1984, novela de la
anti utopía, se describe una hipotética dictadura, que se realizó de forma vagamente similar
a la de la Unión Soviética y otros lugares, donde un observador llamado el Gran Hermano
controla toda la vida de los hombres, como la imagen de una perniciosa tiranía que invade
cada rincón de la existencia humana. El gran «ojo» posee un Ministerio de la Verdad capaz
de proporcionar información manipulada a tal nivel que es capaz de someter al hombre y
dominarlo: «El Ministerio de la Verdad (Miniver, en neo lengua) se distinguía de manera
sorprendente de cualquier otro objeto que la vista podía discernir. Era una enorme
estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se alzaba, terraza tras
terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston (el protagonista de la
novela) se hallaba, podían leerse, bien adheridas sobre su blanca fachada en letras de
elegante forma, las tres consignas del Partido: LA GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD
ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA» [3].
En el fenómeno de los niños soldado se ve la potencia del condicionamiento, el
resultado de un adoctrinamiento tan refinado como eficaz.
Hace años, un militar americano me hablaba con toda tranquilidad de su
departamento de guerra psicológica. Me quedé pasmado de cómo, con candidez, hablaba de
la manipulación de las informaciones, que era para él un instrumento como cualquier otro.
Ya. Sólo que los instrumentos de los militares se llaman armas...
El hombre está sediento de sentido y por tanto de datos, y en consecuencia es
manipulable. Las cosas pueden ser presentadas al revés, basta con desplazar un poco los
parámetros. Estaremos llenos de datos, pero seremos ignorantes. Y sin darnos cuenta, con
una profunda ignorancia.
Todos enseñan a los ignorantes. Es preciso ver si se trata o no de una obra de
misericordia. Durante cinco años fui capellán de una enorme empresa mediática. A veces
pregunté a los periodistas si estaban seguros de que habría salvación para ellos. Creían que
hablaba en broma, pero lo decía en serio, visto que algunos –algunos, no todos, por favor–
ejercen su oficio calcando admirablemente lo dicho por otro. ¿Quién?
El primer informador engañoso aparece en el conocido texto del capítulo tercero del
libro del Génesis: es la serpiente, que entrega información con astucia fina, una
información que en realidad es portadora de oscuridad, pues trata de invertir la sabiduría de
Eva para convertirla en ignorante, dándole la impresión de ser sabia: «¿De modo que os ha
mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?» [4]. Clásica pregunta de
periodista, capciosa, incómoda, a la que se debería responder: «No comment». Pero la
Biblia no conoce todavía esa fórmula... Eva se lía, como pasa ante toda pregunta que da por
sentado algo sospechoso, y trata que justificarse: la serpiente, una vez que ha logrado
enredar a Eva en su conversación, lanza el ataque: «No moriréis en modo alguno; es que
Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios,
conocedores del bien y del mal» [5].
Esta afirmación es de una astucia enorme, no se puede tomar a la ligera: la serpiente
proporciona una información adulterada dirigida a algo bien preciso, a la memoria de Eva,
donde estaba depositada la experiencia y, por tanto, la memoria de su trato con Dios.
La estructura esencial del conocimiento del hombre radica en su memoria, y se
construye sobre lo que tiene en el corazón: recuerdo, cor, cordis. Los recuerdos,
depositados en el corazón, están vinculados a la dimensión afectiva, no objetiva, y pueden
configurar la persona humana, y condicionar sus decisiones y la orientación de su vida.
El primer periodista, la serpiente, pidió comentar un hecho y manipuló una
información para depositar en el corazón del hombre una trola. Este era su objetivo. No le
puso el fruto en la boca, Eva lo tomaría por sí sola. Bastaba incentivarla.
Muchas veces, detrás de la angustia existencial y de los errores que se derivan de
ella, hay una mentira: las personas están atrapadas, porque se construyen a sí mismas sobre
una patraña, basan su vida en una información equivocada, en una deformación, en una
interpretación falsa de la realidad. Hay un núcleo negro detrás de nuestros egoísmos, de
nuestras rapacidades, un núcleo de falsedad que, de algún modo, nos deja solos y nos
desespera.
Comprendemos entonces la urgencia de enseñar a evaluar de nuevo la realidad
partiendo de ese parámetro esencial y precioso que es la paternidad de Dios; solo así será
posible contrastar los falsos criterios de juicio que atacan a nuestra existencia.
Pero hay que destacar que siempre tenemos maestros, seamos o no conscientes.
Realmente no improvisamos nunca: el aprendizaje está en la base de nuestra sabiduría y
desde el nacimiento se abre como una página en blanco sobre la cual alguien (en)seña.
Somos «signados» interiormente por quien nos enseña a vivir.
¿Y quién nos enseña? Un poco todos. Los padres inciden en el corazón de sus hijos
con sus gestos, sus respuestas, sus silencios, las pausas, las presencias, las prisas. ¿Será
todo ello misericordia? Y luego los compañeros de juego, los medios de comunicación, los
formadores escolares... hasta terminar la lista.
Sé bien que cuando anuncio el Evangelio –a propósito, también Jesús es en cierto
modo un periodista, anuncia el reino de los cielos..., mejor decirlo pronto, antes de que me
demande la Asociación de la Prensa–, la información que doy se opone a numerosas
enseñanzas discordantes. Mi única fuerza es que lo que digo es más grande que yo, me
supera por completo, y supera también todo lo que los jóvenes que me escuchan ya saben.
Tiene una fuerza desnuda, sin maquillaje ni aditamentos. Viene del amor del Padre que está
en los cielos. Conoce el corazón y puede vencer, porque no se impone, solo se propone. Es
respeto, aprecio de quien escucha, sabe tener paciencia y alienta, cura. No se apoya sobre el
miedo, sino sobre el sentido propio de las cosas, a las que devuelve su dignidad. Y mucho
más.
LA EDIFICACIÓN DEL OTRO
Enfoquemos ahora dos acciones que el profesor debe hacer y que a menudo no se
distinguen debidamente: enseñar y educar.
Se puede aprender sin dejarse educar y uno puede dejarse educar sin aprender.
Por ejemplo, Pedro demuestra un día haber asimilado una enseñanza: «Él les dijo:
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Respondió Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo”» [7]. Inmediatamente después, sin embargo, dice el texto evangélico:
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y
padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los
escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se
puso a reprenderle diciendo: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso”.
Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí,
porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres”» [8].
Al final Jesús precisará: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá;
pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» [9].
Pedro tiene un dato, pero no la obediencia al dato. Existe una realidad construida
por el conocimiento, pero no por la obediencia: se ha captado la enseñanza, pero no se
actúa de acuerdo con ella.
Por el contrario, puede haber también un obedecer sin conocer, ser educadísimos
pero ignorantes: es el caso de los fariseos que tienen una minuciosa observancia pragmática
de la ley, pero no aciertan a reconocer al Señor al que obedecen. Es lo que en sustancia
Jesús expone en el tremendo capítulo vigesimotercero del Evangelio de Mateo.
Por eso enseñar a los ignorantes es una obra delicada, que implica no solo
proporcionar a otro una información, sino entregársela sabiamente para hacer que aprenda.
No es una obra de misericordia que nos inventamos nosotros, sino que está enraizada en la
Escritura.
El corazón del Antiguo Testamento es de hecho reconocible en la ley, en hebreo
Torah; que proviene del verbo yrh, que implica en primer lugar «ver», pero se reconduce al
acto de señalar con el dedo una dirección. Por ese motivo lleva en sí los significados de
«indicación», «prudencia», «educación», «advertencia», «camino». Por tanto, más que a
«norma», remite más bien a la recepción de una «sabiduría».
La instrucción está en el centro de todo el Antiguo Testamento. Dice el Salmo 119:
«¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Es mi meditación el día entero. Más sabio que mis enemigos
me hace tu mandamiento, porque siempre me acompaña. He llegado a ser más docto que
todos mis maestros, porque tus preceptos son mi meditación» [10].
A su vez, Jesús aparece como maestro, más aún, «el» Maestro.
En el Evangelio de Juan, Jesús habla de un modo extraño sobre el conocimiento del
camino: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» [11]. En este texto se habla precisamente
del auténtico conocimiento, pero ¿de qué? ¿Cuál es la verdadera enseñanza de Jesús?
Además, habla de otro maestro: el Espíritu Santo. Una vez más, parece que el hombre
necesita ser discípulo, ser el que aprende.
La condición del hombre, precisamente, no es situarse ante la vida como maestro
sino como en actitud permanente de aprender: «Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar
rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos... Tampoco os
dejéis llamar “doctores”, porque vuestro doctor es solo uno: Cristo» [12].
Al final del Evangelio de Mateo, Jesús propone tres acciones, dos de ellas
vinculadas a la enseñanza: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo
cuanto os he mandado» [13].
Instruir, enseñar, bautizar: en dos de los tres casos implica entrega, «traditio» de
sabiduría. La Iglesia es madre por el bautismo y maestra por las otras dos indicaciones.
Pero ¿cómo es posible que a los seminaristas no se les enseñe a enseñar? ¿Qué ha
sucedido para que no exista una instrucción para el munus docendi [14]? Al menos antes,
en los seminarios se enseñaba la retórica, quizá algo ampulosa pero adecuada a la
mentalidad popular. Pensemos en Mussolini, con una retórica que hoy nos parece una
charlotada, pero entonces tenía una innegable y devastadora eficacia.
En cambio, hoy la enseñanza de la fe se deja a la dotación hormonal de los
candidatos.
ABIERTOS SIEMPRE A LO NUEVO
¿Qué deberíamos aprender para ser buenos maestros de la fe? Al menos conocer la
primera y mayor dificultad que debe afrontar quien debe ser instruido...
Recibir sabiduría, ser enseñados, supone de hecho un trauma: cada uno tiene ya, de
hecho, su propia sabiduría, nadie es un mero ignorante. Puede existir una ignorancia
consciente, resultado de un redimensionamiento, de amargas lecciones de la vida, que nos
vuelven capaces de recibir.
Pero aquella con la que el Espíritu Santo ha de combatir –por ejemplo, en mi caso–,
es la ignorancia inconsciente: equivocarse y no darse cuenta de la equivocación, o ignorar
por qué está uno mal, y continuar irritándose por motivos injustificados. Son situaciones en
las que ni siquiera advertimos que nos estamos haciendo daño a nosotros mismos o, peor
aún, a otros, y sin embargo creemos que todo va bien.
«Cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron allí a él y a los
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen”» [15].
El problema es que el ignorante no se considera como tal. No se trata en efecto de
ignorancia contra sabiduría, sino de sabiduría falsa contra la verdadera sabiduría.
En el camino de Emaús, Jesús aborda una situación paradigmática: «Dos de ellos se
dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban
conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían,
el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de
reconocerle» [16]. No es reconocido –hay que subrayarlo– porque se presente con otros
rasgos, sino porque, como dice el texto, sus ojos eran incapaces de reconocerlo.
Una mirada torpe, que corresponde, como veremos, a una sabiduría no menos torpe.
«Y les dijo: “¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?”. Y se
detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el
único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?”. Él les dijo:
“¿Qué ha pasado?”» [17].
Impresiona que también Jesús sea un ignorante: no sabe lo que ha sucedido, es
decir, no lo sabe como lo saben ellos. Es el extraño que no ve lo que ellos ven. Y les pide
que le informen. Se hace enseñar como un ignorante. Luego dirán que la fe no conoce la
ironía...
Aquí es extraordinario que los dos discípulos aporten todos los datos necesarios,
uno tras otro, precisamente los mismos que aparecerán después nítidamente como prueba
de lo contrario de lo que piensan, ya que están bajo una luz distorsionada: sus expectativas.
«Le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y
palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y
nuestros magistrados lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin
embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya
el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las
que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y,
como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de
ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y
lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron”» [18].
Todo se hace inútil, desde la visión de esas expectativas que ellos deberían poner en
tela de juicio, pero no lo entendían. Y Jesús los reprende seriamente: «Les dijo: “¡Necios y
torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el
Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?”» [19]. «Necio» es un insulto
fuerte en la lengua hebrea, quiere decir «malo», «falso», «retorcido».
Estos discípulos muestran poseer una interpretación de los hechos, pero Jesús les
advierte para que cambien de lectura. Han caído en un error típico: confundir las promesas
recibidas con las propias expectativas.
Este es el desafío que debe afrontar el ignorante: cambiar su visión de las cosas, de
los hechos, dejándose en cierto sentido insultar, reconociéndose estúpido, lento en
comprender, abriéndose a perspectivas sorprendentes y abandonando su propia síntesis de
los datos.
Es así. Cada vez que escucho la Palabra de Dios, que rezo, que me pongo delante de
Dios, sé, debo recordarlo, que me tendré que reconocer estúpido y algo retorcido. No
participo en la liturgia para seguir siendo como soy, sino para dejarme contradecir y para
dejarme educar. Debo, incluso, suplicar a Dios que me insulte un poco, me reprenda, según
su paternidad, para que dé un paso que me saque de mis engaños, que son todavía muchos.
Si él quiere.
Amedeo Cencini habla espléndidamente, con un feliz neologismo, de la docibilitas,
la capacidad de aprender, es decir, la actitud que permite que alguien nos pueda enseñar. La
felicidad es directamente proporcional a la capacidad de sorprendernos, de aprender las
cosas desde cero: «La formación no se realiza fuera del mundo, sino que es formación para
estar en el mundo, en este mundo, con sus heridas y contradicciones, con sus interrogantes
y aspiraciones, con su novedad siempre inédita e imprevisible». Hay un «siempre» y un
«novum» como morada de Dios: «El joven debe comprender que muy a menudo son
precisamente los cambios repentinos y radicales los que provocan la fe, favorecen el avance
cotidiano, frente a la mera repetición, que no se nutre de la Palabra y de los acontecimientos
del día. Debe estar atento a la tentación de cerrarse a las novedades de lo divino, de
habituarse a una cierta imagen de Dios, de utilizar la religión para no cambiar de mente y
corazón y comprender que el Dios de ayer es el ídolo de hoy» [20].
Si no me abro a lo nuevo, no aprendo nada. Esto es completamente evidente.
El don de una santa ignorancia permite al hombre reabrirse constantemente a lo que
no sabe y, por lo tanto, a crecer. La muerte, desde este punto de vista, será la última y la
mayor sorpresa, la que desvelará el cielo. La vida es una escuela, una serie de lecciones que
debemos recibir y, en el fondo, es una preparación a ese momento, a la última y definitiva
lección, que es el más hermoso de los descubrimientos: el rostro del Padre.
Pero la urgencia de abrirse a otra sabiduría está simétricamente vinculada al acto del
enseñante que es amor, caridad, querer el verdadero bien del otro. Enseñar es amar, pero
para hacerlo hay que haber vivido el trauma de dejarse criticar la propia visión errónea del
bien, reconocerse ignorante y necesitado de aprender cuál es el verdadero bien.
Enseñar es un acto de amor, lo hemos visto ya, que implica dos fases: en primer
lugar, haber vivido el «trauma» del aprendizaje y conocer su dureza y sus satisfacciones; y
entonces se procederá con tenacidad y, a la vez, con paciencia. Hay que recordar siempre la
dificultad de la autocrítica.
La otra fase es enseñar aquello que sirve, y eso implica no solo enseñar, sino
enseñar «a alguien». Este es el núcleo de la estrategia educativa. El contenido no basta,
hace falta que el contenido se entregue a un oyente concreto. Necesitamos el feedback,
entender si se están atendiendo las verdaderas necesidades de quien escucha.
Dicen que la diferencia entre un predicador experto y un predicador inexperto es
que el segundo sigue hablando hasta que ha dicho todo lo que sabe, mientras que el primero
deja de hablar apenas ha dicho lo indispensable. Menudo golpe para los prolijos como el
que suscribe...
LA SABIDURÍA QUE FALTA AL HOMBRE
El verbo italiano amonestar viene del latín ad-monere, dar una advertencia, una
amonestación; la mejor imagen es la de una persona que corre algún riesgo en su vida y
alguien lo salva, avisándole.
El pecador, por tanto, es el que tiene una «carencia»; el concepto bíblico de «pecar»
es «errar el punto de mira» en los propios actos, encontrarse en una dinámica equivocada
que lleva a un vagabundeo existencial lejos de la meta; por eso, en forma áulica, de los
pecadores se dice también que están «perdidos».
¿Necesitamos esta obra de misericordia? ¿No podríamos seguir adelante sin ella?
Nos es útil conocer un verbo, elenchein, usado tanto en el Nuevo Testamento como
en la versión griega del Antiguo Testamento; quiere decir «convencer de pecado», y es
clave para entender esta obra de misericordia. Un salmo que lo usa explica bien el sentido
de la corrección: «Escucha, pueblo mío, te prevengo [3]. ¡Ojalá quieras escucharme,
Israel!» [4]. Es Dios que habla al pueblo esperando que abra su corazón.
El salmo prosigue: «No tendrás un dios extraño, ni te postrarás ante un dios
extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto. Abre bien tu
boca y Yo la llenaré» [5]. El Dios de Israel enuncia el drama devastador de la idolatría, de
confiar en las cosas vacías, sin vida, y recuerda que Él ha sido un liberador, un padre
providente, que quiere saciar a su pueblo.
Pero Dios no encuentra nadie que le escuche: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no me obedeció» [6]. Y después describe lo que sería bueno para el pueblo: «¡Ay si
mi pueblo me escuchase, si Israel marchara por mis caminos! Yo, al punto, humillaría a
sus enemigos, volvería mi mano contra sus adversarios. Los que odian al Señor lo
adularían, y su suerte sería para siempre. Yo le alimentaría con flor de harina; le saciaría
de miel de roca» [7]. Cuántas veces lo hemos dicho de alguien: «¡Estaría mucho mejor, si
escuchara! No se le puede decir nada, no escucha a nadie...». Y cuántas veces lo habrán
dicho de nosotros... «Si escuchara al menos un instante...».
¿Qué es más trágico: el error en sí mismo, o desactivar toda ayuda que permita
dejarlo atrás?
Nos hemos saltado un versículo de ese mismo Salmo, donde se emite una amenaza,
la más dura que se puede escuchar: «Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que
marchasen según sus propósitos» [8].
El punto focal, la verdadera miseria, no es equivocarse; es no advertirlo, destruir la
propia vida y estar convencido de seguir el camino acertado; y entonces llega lo peor: que
nos abandonamos a nuestra suerte. Una perspectiva, esta, que muestra un aspecto terrible de
la relación: el de haber perdido el interés por cuidar a alguien, a quien se abandona ya en su
error, sin ayudarle. Que se vaya al infierno. Él se lo ha buscado.
¿No me quieres oír? ¡No te das cuenta de quién te está hablando! ¡Que te zurzan!
Quizás hemos experimentado el amor verdadero de los amigos, aquel por el que un
día te despiertas de tu engaño y descubres que hay alguien ahí que no te ha abandonado,
que ha seguido a tu lado y no ha renunciado a decirte la verdad, a pesar de que tú
reaccionabas mal y no le escuchabas; pero él permaneció allí, sin asentir a lo que hacías,
pero sin dejar de cuidar de ti; y por el contrario, descubres que otros te han abandonado a tu
suerte cuando te han visto caer en el error, utilizando además la agresividad, la acusación,
el rechazo. El juicio.
Y al final te preguntas: ¿qué tipo de amigo soy yo? Y quizás te descubres peor
incluso de aquellos que te condenaron.
En la amistad hace falta tenacidad, no pizarras para dividir entre buenos y malos.
Hay muchos motivos de pena al tratar de esta obra de misericordia.
Debemos temer mucho que no haya nadie que nos hable desde la orilla de la
objetividad, alguien que nos dé a conocer que estamos desperdiciando esto o arruinando
aquello otro, pues está en juego nuestra salvación. Pero quizá debemos temer más aún no
saber hablar con aquel que necesita nuestra mirada, nuestra opinión afectuosa. Debemos
sentir horror de haber perdido un amor casi maternal hacia quienes están a nuestro
alrededor –e incluso ver cómo se autodestruye y pensar: ¡lo tiene bien merecido!–, y no
saber estar a su lado y tenderle la mano.
Tengo miedo de mi rabia hacia el prójimo, pero esta, al menos, sigue siendo todavía
una relación. Me da más miedo la indiferencia. Eso es la muerte.
CORREGIR, NO ACUSAR: EL DON DEL INTELECTO
El segundo don del Espíritu relacionado con esta obra de misericordia es el Temor
de Dios, ese sentido del miedo que es aprensión bella, sana, cálida, amorosa, respecto del
otro: no poder aceptar que se destruya, lo cual implica temer por el otro, padecer miedo por
él. El aspecto más esencial de este acto es cuidar al otro, preocuparse por él y utilizar lo que
se es y se posee para ayudarlo.
Por otra parte, salvarse quiere decir –siempre– aceptar ser corregido, y esto no es
agradable: todos tenemos francotiradores internos, preparados para proteger nuestras
murallas, que poseen una gran capacidad de respuesta; además, los ladrillos de nuestro
orgullo son también muy espesos. La Carta a los Hebreos habla de la amargura de la
corrección: «Toda corrección, al momento, no parece agradable sino penosa, pero luego
produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan» [11].
Aceptar la corrección es muy difícil; muchas veces quien corrige lo hace
torpemente. A pesar de ello, si se toma en el sentido correcto, es siempre útil: puede
hacernos crecer, incluso cuando está mal hecha. Pero exige una actitud, vieja conocida
nuestra, que es fundamental en quien corrige y en quien es corregido: la humildad.
Pretender a priori que el otro acepte lo que se le dice es siempre una pretensión algo
exagerada; la actitud correcta es desear poner al otro a salvo de sus propios errores, porque
somos humildemente conscientes de que debemos superar también los nuestros. La famosa
viga en nuestro ojo. El deseo de corregir a alguien nace principalmente del deseo de
corregirnos a nosotros mismos: antes de combatir externamente, se exige batallar
internamente.
Hay un pasaje del inmenso san Juan Crisóstomo en el que afirma, en las catequesis
a los que se preparan para el bautismo: «Reprime, pues, tu ira, apaga tu furor, y si alguien
te perjudica, si te ultraja, llóralo a él; tú no te sulfures, conduélete, no te encolerices ni
digas: “¡En el alma me ha perjudicado!”. No hay nadie que sea perjudicado en el alma, a
no ser que nosotros mismos nos perjudiquemos en el alma, y voy a decirte de qué forma.
¿Alguien te robó la hacienda? No te perjudicó en el alma, sino en los bienes; pero,
si tú guardas rencor, te perjudicas a ti mismo en el alma, porque en realidad los bienes
robados en nada te dañaron, más bien te favorecieron; en cambio tú, si no depones tu ira,
darás cuentas allá de este rencor.
¿Alguien te insultó y te ultrajó? Tampoco te perjudicó en el alma, ni siquiera en el
cuerpo. ¿Tú devolviste insultos y ultrajes? Tú te perjudicaste a ti mismo en el alma, y allá
tendrás que dar cuentas de las palabras que dijiste.
Y sobre todo quiero que vosotros sepáis esto: al cristiano y fiel nadie puede
perjudicarle en el alma, ni el mismo diablo» [12].
Tumbativo. Prestemos atención: en griego, el alma se llama psiquê... ¿Realmente
hay que añadir un comentario a este texto, piedra que sepulta todos los victimismos?
Si partimos de que necesitamos ser corregidos, y somos conscientes de que, como
expresa san Juan Crisóstomo, las verdaderas heridas interiores nos las hacemos nosotros
solos, sabremos abordar humildemente la corrección del hermano.
LA CORRECCIÓN FRATERNA
Este es el personaje principal, hasta ahora tras del telón: la corrección fraterna.
Abordemos este acto, que unas veces se convierte en un monstruo de siete cabezas, y otras
en una inerte ameba.
El texto de los textos sobre nuestra obra de misericordia es el capítulo XVIII del
Evangelio de Mateo, el capítulo sobre la comunión eclesial-fraterna. «Si tu hermano peca
contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si
no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por
la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si
tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano. Os aseguro que todo
lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el cielo» [13].
Empecemos por anotar la deformación de nuestra praxis eclesial. Lo que he visto
habitualmente en la comunidad cristiana, es de este tenor: si un hermano tuyo comete una
falta, primero se lo cuentas a otros, y todos comentan el asunto; como consecuencia, se
enterará alguien que lo conoce, y por fin alguno tendrá el coraje de decírselo también a él...
Por supuesto, el Evangelio dice todo lo contrario. Y hay una frase importantísima,
que no debemos dejar que se nos escape: cuando un hermano comete una falta, lo primero
que hay que hacer es ir en su busca: «...si te escucha, habrás ganado a tu hermano». Ganar.
Extraña expresión.
Muchos atraviesan bastantes tribulaciones para ganar dinero, otros cambian su
imagen para ganar la estimación ajena, otros luchan por crearse una posición y una
seguridad. Pero aquí se trata de una extraña avidez: ganar hermanos.
Buscar al hermano. Una cosa es hablar para poner los puntos sobre las «ies», y otra
es hablar para ganar, para recuperar el corazón del hermano. Es el arte de no perder a los
propios hermanos.
Si muere un hermano tuyo descubrirás que todo en lo que no estabais de acuerdo no
importaba nada de nada. Has perdido a un hermano. El alma se te rompe y ya nunca la
recompondrás, durante toda tu vida te faltará una parte, y sólo en el cielo lograrás
encontrarla. Así, muchas cosas pierden su importancia.
Sí, hay que pensar en el cielo y en las cosas definitivas. El texto no había terminado,
recordemos la última parte: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado
en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo».
Cuando se lee este texto –vaya usted a saber por qué– todos piensan en el poder.
Pero en realidad se trata de lo que estamos hablando hasta ahora: en esta tierra, yo
tengo unos vínculos, según la naturaleza de las relaciones humanas auténticas, que son
vínculos indisolubles, como la paternidad –un hijo nunca dejará de ser tu hijo–, o como la
fraternidad –tu hermana nunca dejará de ser tu hermana–. Porque, repitámoslo, las
verdaderas relaciones son indisolubles. Pero pueden ser traicionadas, renegadas, y entonces
uno está deshaciendo algo en esta tierra. Y también en el cielo. La fidelidad e infidelidad a
una relación así establecida está delante de los ojos de Dios. Nos jugamos el cielo. Puedo
borrar de mi vida a este hermano del que me he hartado, pero este hecho no se desvanece,
está ahí, y delante de Dios contará: no se desmagnetiza esa parte del disco duro.
El Bautismo, la Eucaristía, hacen de nosotros el cuerpo de Cristo, aunque no nos
demos cuenta, y hacen de nuestra vida algo que hace presente el «cielo» aquí abajo:
cualquier acto cristiano es sal de la tierra, que puede dar gloria a Dios o merecer ser
pisoteada por los hombres. ¿Puede la gente encontrar la fe a través de mis actos cristianos?
Sí, gracias a Dios. ¿Pero puede la gente incluso perder la fe por mis actos no cristianos? Sí.
Indudablemente.
¿Busco hermanos cuando hablo? ¿O busco justicia?
Buscar es un acto bien concreto. Hay un par de parábolas imprescindibles que
aluden a ese verbo. Elijamos una: «¿O qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no
enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la
encuentra, reúne a las amigas y vecinas y les dice: “Alegraos conmigo, porque he
encontrado la dracma que se me perdió”. Así, os digo, hay alegría entre los ángeles de
Dios por un pecador que se arrepiente» [14].
El ansia con que esta mujer busca la moneda perdida, como el pastor la oveja,
refleja una actitud: busco hasta que te encuentro; para mí no es lo mismo nueve que diez; sé
que tengo diez, no hay excusas, y de aquí no sale nadie hasta que no encontremos la
moneda. No cejamos hasta encontrar este hermano. No puedo prescindir de él.
Una madre o un padre, si pierden a un hijo y no lo encuentran, no dicen: «Bueno, no
importa, tenemos otros dos, tener dos o tener tres es más o menos lo mismo...». ¡De
ninguna manera! Hasta que no recuperen al niño, perderán un año de vida por cada diez
minutos que transcurran sin encontrarlo.
Esto es buscar a un hermano: cuestión de vida o muerte.
Vete a hablar con los que no recuperan a sus seres queridos. Una chica que conozco
perdió a su marido. Tras solo tres meses de matrimonio –que celebré yo–, un día salió de
casa, y solo encontraron su moto. Nada más. Sucedió hace varios años. Ponte en su caso, si
tienes corazón.
Esto es perder un hermano. Imagínate si lo reencontráramos hoy. Esto es recuperar
a un hermano.
Si me entero de que, a mi hermano, que murió hace veinticinco años, lo puedo
encontrar no sé dónde, ¿creéis que seguiría aquí, escribiendo estas cuatro cosas? Sin
embargo, lo cierto es que podría reencontrar a tantos otros hermanos perdidos.
Se rompen relaciones por actitudes de adulación recíproca e hipócrita, donde no se
habla realmente, donde no hay un encuentro verdadero: ganar un hermano implica una
verdad que no es amonestarlo para que entienda que es un infame, sino ganarlo, adquirirlo,
recuperarlo dentro de nuestro corazón, como hermano. Y verlo feliz. Esa es la verdad de la
palabra buscar, no la pedante precisión de reunir aclaraciones.
Y seguramente no se nos olvida un pasaje del texto de Mateo en el capítulo
dieciocho que parece refutar nuestro discurso. Veamos: «Si tampoco quiere escuchar a la
Iglesia, tenlo por pagano y publicano». ¿Qué significa esto? Muchos impugnan este texto
en una interpretación tradicional que autoriza la excomunión, el alejamiento de la
comunidad cristiana.
No se puede negar que la práctica de la excomunión tiene una base en la Escritura,
pero no en este texto. ¿Pero cómo? ¿Qué dice este hombre?
Digo: en san Pablo tenemos la base para esa práctica; se puede ver el texto de 1 Cor
5, 1-5, por ejemplo, y sus paralelos, para tomar nota de este extremo remedio, pensado
como último recurso para recuperar el hermano. Pero este texto habla de otra cosa.
Estamos en Mateo. Dice el texto que si no escucha a la iglesia, «tenlo para ti»...
Notamos el retorno del singular, una actitud relacional personal, no comunitaria, «como
pagano y publicano». No «un» pagano, sino «el pagano». ¿Qué es el publicano, el pagano
para Mateo?
«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os
digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de
vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace
llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» [15].
Por el pagano y el publicano se da la vida: son el enemigo que hay que amar, porque
Dios los ama. Con algunas personas hay que intentar hablar, aunque no escuchen: amarlos
como son, cargárnoslos sobre los hombros y amarlos como hizo Cristo. Con algunos se
puede hablar de Cristo, pero con otros hay que ser Cristo. Los tratas tal como son. Lo has
intentado, pero no te escuchan. No los deseches, dice el Evangelio, ámalos como se ama a
un enemigo, sin esperar a que cambien. No es una cosa tan remota. Hay que hacerlo
muchas veces. ¡Quién sabe cuántas veces lo han hecho con nosotros!
Corregir a un pecador es un acto de amor, profundo, dulce y valiente, tierno y al
mismo tiempo fuerte. Exige inteligencia y sentido de la importancia de la persona, necesita
que el Espíritu Santo ayude a distinguir entre el deseo de amar profundamente al que hierra,
y el simple deseo de descargar nuestra conciencia. ¡Cuántos errores detectados sin amor y,
al contrario, cuántos errores no corregidos, que desde lejos juzgan con dureza, sin entrar en
relación!
Corregir exige prestar una gran atención al otro, un verdadero cuidado del alma, del
corazón, de la vida, de los éxitos, de la felicidad de quien tenemos cerca. Normalmente,
aunque no siempre, una crítica o una corrección hechas con amor se captan inmediatamente
y llenan de felicidad a la persona; por eso comprendemos que el Espíritu Santo es espíritu
de corrección y de consuelo, como se verá también muy pronto cuando hablemos de
consolar a los afligidos, y se opone al espíritu maligno, tan dañino, de acusación y
adulación.
Todos necesitamos ser corregidos amorosamente, necesitamos de alguien que cuide
de nosotros, con esa atención que sabe dar una palabra serena: «Porque la ira del hombre
no hace lo que es justo ante Dios» [16].
El hombre no cambia el rumbo por haber sido corregido amargamente, sino por
haber sido ayudado a recuperar la propia belleza del alma, su auténtica importancia. Para
prestar a otro esta atención hace falta un modo de percibir, de ver, de entender al hermano,
que es sublime. Es una obra de misericordia. Es ver al otro con los ojos de Dios.
He aquí lo que dice Benedicto XVI: «Aprendemos a mirar al otro no solo con
nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que
parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra
percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una
atención gratuita; en una palabra: de amor» [17].
4. CONSOLAR AL TRISTE
De algún modo todos debemos adoptar una posición ante el dolor. Porque todos
tenemos que vérnoslas con él, antes o después.
Un intento, muy frecuente, es tratar de eliminarlo. Como si eso fuera posible. No,
no se puede quitar el dolor de la existencia humana, porque el dolor no es un mal en sí, sino
una consecuencia del mal. El error más difundido es confundir el dolor con los problemas.
El dolor físico y el dolor interior son como la luz de la reserva, que se enciende para alertar
al conductor. El dolor es un sofisticado mecanismo biológico y espiritual para indicar un
problema, para llamar la atención sobre algo equivocado, roto.
Probemos a quitar el dolor. La gente no recibirá tratamiento para sus enfermedades
en el momento oportuno, y no tendremos posibilidad de advertir los desastres existenciales.
El dolor es un síntoma, no es el mal. Sin los síntomas no hay diagnósticos. El dolor es un
don para salvarse. Sentirse mal sirve para cuidarse de uno mismo.
Nuestra sociedad moderna, aturdida por cascadas de remedios que narcotizan,
físicos y, sobre todo, psicológicos, está acostumbrada a sus males: no siente el dolor porque
está sepultada bajo un tsunami de distracciones.
Cuando el dolor supera la fuerza de esas distracciones, de esos narcóticos, podemos
llegar demasiado tarde: la gangrena del corazón no permite amputaciones, porque no hay
suficiente parte sana.
Dios lo puede todo, y «levanta desde la gran perdición» [1], pero no puede imponer
su salvación. Este es el refinado y diabólico mecanismo en el que hemos caído: no es negar
la salvación, sino acostumbrarnos a la fealdad sin hacernos preguntas. Un ejército de
hombres y mujeres en la vía muerta de la mediocridad y de la insensibilidad. Podrían ser
tan nobles, tan preciosos... Pero la realidad ya está más allá del mar de la narcosis.
Pero esta situación nunca tiene la última palabra. Es pantomima y no realidad; y la
realidad acaba saliendo a flote, antes o después: a la Providencia no se le puede hacer
juegos de manos, pues siempre sabe dónde está la carta desaparecida. Y despertamos.
Probablemente en el dolor, pero finalmente reales, vivos, conscientes y nada dormidos.
Muchas veces el dolor hace crecer a las personas, y las despoja de lo inútil o
accesorio. Cuántas personas han arrancado a partir del dolor. Sí, digamos enseguida de qué
se trata: consolar al triste es ayudarle a dar la vuelta al mecanismo, es decir, dejar de pensar
en el dolor como resultado de un mal, y sacarle partido, como punto de partida, como
principio y no como término.
Frente al dolor, la otra estrategia dominante –aunque menos que la anterior– es el
enfado. La búsqueda de un culpable parece una solución. Tener a alguien al que echar la
culpa es un impulso natural, mecánico. Pero no sirve de nada ni para nada. También
porque, en mi experiencia, todos los corazones, por los caminos más dispares e
inimaginables, acaban por señalar al culpable que tienen más cerca: a sí mismos.
Ejércitos de rabiosos tratan de sobrevivir a su realísimo dolor con la solución
ficticia del castigo del culpable. Dolor por dolor, mal de muchos, pero sin consuelo.
Castigado el presunto malhechor, todo sigue exactamente como antes: el muerto sigue
muerto, «lo torcido no se puede enderezar y la nada no se puede enumerar» [2].
EL SENTIDO DEL DOLOR
Necesitamos alguien que sepa Consolar a los tristes, hablar al corazón roto. Y, sin
ninguna duda, esta es una de las obras de misericordia más difíciles, un banco de pruebas
para la calidad y el espesor del corazón.
La miseria que esta obra socorre es, precisamente, el dolor denominado «aflicción»,
del latín ad-fligere, es decir, golpear, en pasiva: ser golpeados, cubiertos de llagas, heridos.
Ese estado exige alivio, ayuda, auxilio, y esta obra habla, en concreto, de aquel tipo de
consuelo que debe llegar al corazón del afligido porque, tanto si es un dolor interior como
si es físico, el consuelo siempre hace referencia a la vivencia interior, a la conciencia, a la
«lectura» del mal sufrido. Es decir, tenemos que vérnoslas con el sentido del dolor.
El significado del sufrimiento y del dolor es el gran desafío, y el ser humano busca
desde siempre explicación y motivos para sus penas. Como se mencionó en la obra de
misericordia Enseñar al que no sabe, el dolor físico puede ser duro, pero si hay un motivo,
el corazón permanece sereno; pero si el dolor no tiene explicación, se hace insoportable. La
aflicción necesita una palabra que la llene, la dirija; una indicación que la oriente hacia la
comprensión.
Consolar al triste tiene sucedáneos, como las demás obras; en especial esta sufre
diversas caricaturas que parecen asumir la función del consuelo, pero no llegan a lograrlo.
Normalmente se observan tres desvíos específicos, tres camuflajes del acto misericordioso:
compadecer, anestesiar, proyectar.
Compadecer al triste puede, en parte, ser oportuno, si quiere decir entrar
empáticamente en su mal, llorar con él, compartir el dolor; pero existe el peligro de pasar
del buen compadecer al victimizar, asociarse al dolor subrayándolo, exagerando. Hay una
praxis que produce una serie de actos que convierten el dolor en espectáculo: pensemos,
por ejemplo, en la ostentación del luto, que antes era tradicional en ciertos lugares, donde se
exhibía el tormento para hacer visible el dolor y darle un mayor peso. Esto es peligroso
porque si, por un lado, hay que acoger el dolor, sin negarlo ni infravalorarlo, tomándolo en
su dimensión real y sin banalizarlo, por otra parte, el énfasis exagerado tiene el riesgo de
clavar cada vez más al que sufre en una condición de víctima, objeto de algo absurdo e
inaceptable.
La victimización, una vez digerida, es la lógica por la que la persona, auto-
compadeciéndose con la complicidad de otros, se queda atascada en el pozo del dolor, en
un oscuro narcisismo que le impide volver al camino, sentirse mejor. Es evidente que el
victimismo no consuela a nadie, y añade otro problema más al dolor.
La segunda deriva es de tipo narcótico, según una mentalidad que, como hemos
visto, está muy extendida en nuestra época; aquí tratamos del acto directo, específico,
personal, encaminado a ayudar al triste distrayéndolo. También este impulso, en su
acepción sana, no es en sí un mal: a veces descentrar la atención puede ayudar a recuperar
la lucidez.
Pero una cosa es distraer para ayudar a tomarse un respiro, y otra es promover la
enajenación, abrumar a quien sufre con atenciones que le impidan pensar: de hecho, sería
como eliminar por eliminar, simplemente; un empujón hacia la superficialidad, peligroso,
porque se aplaza el problema y en el fondo se agrava. Huir de un hecho acentúa los
problemas, que necesariamente vuelven a llamar a la puerta de quien sufre, amplificados
esta vez por la sensación de incapacidad, de no haberlos abordado todavía; este enfoque los
hace cada vez más gravosos, más ásperos, más absurdos.
La tercera degeneración del acto de consolar es animar al afligido a fijarse en otro
que esté peor que él. Este tipo de consuelo equivale a comparar la existencia a una simetría,
como si existiera el dolorímetro y una clasificación de la mala suerte. ¿Qué alivio me puede
dar el hecho de pensar que alguien está peor que yo? A menos que quieras ayudarme a
entender que estoy dramatizando una cosa normal –si es así, hay que hacerlo, y ayuda–.
Pero si me estás lanzando a una especie de vanagloria del dolor, puedes hacerme caer en un
sinsentido mayor. Debo deducir que, si hay quien esté más desesperado que yo, he de
calmarme y serenarme. ¡Pero no es posible estar bien porque tengo ese deber! ¡No vale
decir que, si alguien está peor que tú, te debes sentirte bien! Es una correlación incorrecta,
carece de fundamento, la vida no funciona así. Me encuentro mal, y hay otro que también
está así, incluso quizá peor, pero yo sigo estando mal: aquí no hay vasos comunicantes.
Consolar requiere un gran equilibrio que evite el victimismo, la enajenación, y la
comparación de mi sufrimiento con el de otros.
Estos enfoques erróneos son, en parte, residuos de la inmadurez humana y, en parte,
de ese cristianismo al «yogurt», una espiritualidad «vintage» en la que la acción de consolar
se convierte en un reproche, porque la única ganzúa existencial es el viejo sentimiento de
culpa, como hemos visto en otro lugar.
JOB Y SUS AMIGOS
«Consolar al triste» es la última de las cuatro obras que nos permiten ejercitarnos en
la misericordia hacia el corazón del otro. Las dos próximas, «perdonar al que nos ofende» y
«sufrir con paciencia los defectos del prójimo», son misericordia a granel, gratuitas: no
exigen que el otro entienda o madure o aprenda o se alegre. Seguirá siendo el mismo
maloliente, o el mismo pesado de siempre.
En las primeras cuatro obras de misericordia puede quedarnos la sospecha de que
aconsejar al que duda, o enseñar al que no sabe, o corregir al que se equivoca, en cierto
modo se hace también por uno mismo. Tener al lado una persona triste que recupera la paz
nos puede quitar un peso de encima. No es que sea exactamente así, pero se puede atisbar
que esa tentación exista. Pero con las dos próximas obras no nos engañamos; no se gana
nada al practicarlas; al contrario.
Pero también podremos darle la vuelta al asunto: si uno practica las cuatro primeras
obras de misericordia pero no incluye la quinta y la sexta, todo es un poco falso. Pensemos
en alguien que corrija al que se equivoca, pero no está dispuesto a perdonarlo o a tener
paciencia con él...: sería una hipocresía ridícula.
Podemos constatarlo, sobre todo, cuando nos acercamos a otro para corregirlo: en
cierto modo debemos declarar de algún modo que lo hacemos por amor, y eso será verdad,
o mentira. Sólo el perdón dará autenticidad –o no– a nuestras declaraciones de amor
fraterno...
Y así abrimos el capítulo de los falsos perdones.
El perdonismo oficial, el perdonazo presumido, el perdónenlo temporal, el
perdoncete selectivo, el perdonín sentimental, el perdonasmo muscular, el perdonen
obligatorio, el perdoncín reivindicativo, el perdoncito eclesiástico, el perdonero de cabeza
pero no de corazón... ¿continuamos? La lista es interminable. El perdón es un poco como la
sacher-torte del Tufello, o como la Cola-Guizza [1]. Un producto desvalorizado, y
banalizado.
Llegamos de nuevo al habitual malentendido que nos persigue desde el comienzo de
esta presente aventura: tratar de extraer de nuestra naturaleza lo que solo se recibe como
don de Dios. Comienzan entonces nuestros miserables asaltos al perdón, que desembocan
sobre todo en dos ciénagas: la hipocresía y la superficialidad. En la primera encontramos
todo un manual eclesial de buenas maneras en que se alardea de comunión a través de un
refinado ejercicio de los músculos faciales, una sonrisa que roza el rechinar de dientes,
porque está mal visto declararse en curso de colisión. Pero, mediante un movimiento
pendular, se recupera luego en privado la dosis adecuada de sosa cáustica.
En el campo de la hipocresía florecen numerosas declaraciones públicas de perdón,
a menudo ridículas y perfectamente identificables como tales.
Pero creo que la caja de la superficialidad tiene más contenido. Porque, al fin y al
cabo, la mayoría de las personas desea cumplir la práctica del perdón, y entonces abren sus
brazos y hacen lo que pueden: perdones que se refieren a esto pero no a aquello; perdones
que duran el tiempo de una onda hormonal, misericordias de reflujo gastroesofágico,
sudorosas, con salidas de vísceras de su lugar natural, lo que suele llamarse una hernia.
En Nápoles dicen: «Ma se po’ campà accusì?» [Pero, ¿se puede vivir así?].
Muchos lo consiguen. Mal.
LA NECESIDAD DEL PERDÓN
Hay que tener presente que el fuego que alimenta la dificultad humana para
perdonar se llama ira: consiste en un nivel interior descompensado, en un sentido del
desequilibrio que banalmente estigmatizamos como «deseo de venganza» [3]: estamos
convencidos de que somos víctimas de algo, y hay que restablecer la justicia resarciéndonos
del agravio sufrido. Con semejantes condiciones corremos el riesgo de pasar de víctimas a
victimistas; el deseo de justicia nos transforma en justicieros; y las heridas sangrantes,
abren en cierto modo la puerta al sadismo. Con el riesgo adicional de que la ira no resuelta
puede disfrazarse de justificación racional para perder del sentido del límite. Un desastre
interior y exterior. Las personas enfadadas viven de este modo, y hay muchísimas por ahí.
Reiteramos: el problema es que perdonar implica curar. Dice el libro del
Eclesiástico: «Hombre que a hombre guarda rencor, ¿cómo osará pedir al Señor la
curación?» [4].
Puntualicemos mejor estas tres fases.
La primera sucede cuando el mal nos cae encima, haciéndonos sentir víctimas; esta
identificación desemboca en un agujero negro del que es muy complicado salir. La tortura
del recuerdo del mal recibido cristaliza en una autocompasión dañina; es un engaño que
lleva a vivir de modo infantil, como niños lloricas, hasta el punto de no poder construir una
familia, por ejemplo; o de interrumpir relaciones; o incluso de continuarlas, en términos de
alianzas victimistas.
Las heridas no quedan solo latentes: a menudo se amplían, aunque parezcan las
mismas. Decía un sacerdote amigo: una llaga en la boca, si se toca con la lengua, parece
una sandía; la miras luego en el espejo y es un puntito. Esto es lo que pasa: un puntito se
convierte en una sandía. Es como enamorarse del propio dolor, con el corazón grabado en
el tronco de un árbol, que tiene por una parte nuestras iniciales, y por la otra, la «D» de
dolor. «No sabes cuánto he sufrido...». Y, francamente, no estoy muy seguro de que sea
urgente saberlo.
Cuántas personas confunden el amor con el auxilio. Cuántos «enfermeros» y
cuántas «damas de la Cruz Roja» corren a ayudar, confundiendo el amor (que comportaría
hacerse cargo de las penas y las ofensas ajenas, pero de un modo adulto) con un
asistencialismo que, en realidad, alimenta el propio ego, el del héroe o la heroína que con
sus actos salvan al otro del peligro y del dolor.
La segunda deriva es el deseo de justicia con el que se comienza a tener la cabeza
en forma de balanza: personas perennemente enfadadas, vomitadores de reproches, «danos
hoy nuestro enemigo de cada día», alguien de quien hablar mal, de quien subrayar su
maldad. No nos sorprende que la página de los periódicos que más atrae sea la de sucesos:
los crímenes exigen ser identificados, proyectados.
La justicia se convierte en un tótem, y en su nombre la gente destruye su vida,
porque la comparación, consecuencia de la envidia, mide cada cosa y cada relación
humana: «¡Mi hermana no debería ser más guapa que yo! Ella tiene una naricita graciosa. Y
yo, esta narizota. ¿Por qué mi hermano es más guapo y más fuerte? ¡Es injusto!». Detrás de
todo esto hay algo no perdonado.
La tercera deriva es la aspiración al castigo, el sadismo que sigue al victimismo y al
justicialismo: «¡Le está bien empleado!». Uno se convierte en verdugo autorizado de los
demás, dispuesto a dejar caer la guillotina para reparar el agravio o la ofensa.
Hay algo que necesita explicación: ¿por qué a tantos les fascinan las películas donde
aparece gente asesinada, torturada, y en las que el dolor se convierte en un espectáculo?
Pensemos en el monumento símbolo de Roma, el Coliseo: ¿para qué servía? Era un teatro
donde el espectáculo era el sadismo, la muerte. ¿Por qué se disfruta con estas cosas? La
pulsión de la tortura, tan frecuente en la historia, injustificable en una mente racional y
serena, ¿de qué bajos fondos emerge, en el alma humana? Como siempre sucede, las
personas alcanzan violencias inauditas cuando se dejan llevar por los arrebatos de la ira.
Nunca olvidaré el día en que tuve que consolar a una mujer que acababa de
presenciar el asesinato de un hombre por un problema de aparcamiento, a dos pasos de mi
parroquia de entonces.
Una humanidad no familiarizada con el proceso de la reconciliación y que no
conoce el camino para desactivar el sadismo, puede irse preparando para una cotidianidad
de micro violencia. Si un hombre absolutiza sus impulsos, puede sentirse autorizado a
matar a la mujer de la que está perdiendo el control.
El trastorno de personalidad narcisista-obsesivo está en la base de una escalofriante
cantidad de feminicidios. Es evidente que se trata de una patología gravísima, pero si el
perdón es un ilustre desconocido, no quedan ya diques.
En definitiva, con estos tintes oscuros quiero decir que esta sublime obra de
misericordia es de una urgencia absoluta para nuestro equilibrio interior. Quien no perdona
no encuentra la paz.
SOLO DIOS PUEDE PERDONAR
En el Génesis [9] hay una historia maravillosa de perdón, que valdría la pena leer
con calma. Trata sobre la reconciliación de un hombre, José, hijo predilecto de Jacob, con
sus hermanos, que lo han vendido por envidia como esclavo, provocando una terrible
secuencia de tribulaciones; José, de peripecia en peripecia, nunca interrumpe la relación
con el Dios de sus padres, y poco a poco va gozando de la benevolencia de cuantos tienen
autoridad sobre él, hasta llegar a ser el primer ministro de Egipto. Aquí precisamente,
después de mucho tiempo, vendrán sus hermanos a pedir pan, ignorando que a quien lo
piden es al hermano traicionado.
Sería muy interesante analizar el proceso de cómo perdona José, conducido por la
sabiduría: es un proceso de crecimiento en que él no «malvende» su benevolencia, sino que,
con una estrategia profundísima, conduce a los hermanos al recuerdo del mal que han
hecho, y a su rescate a través de un acto de amor recíproco. Cuando José ve que uno de los
hermanos se ofrece a sí mismo en sustitución de otro [10], entonces puede revelar su
verdadera identidad: el proceso de reconciliación ha madurado y puede ya acogerles con
plenitud.
Este relato es de una finura psicológica extraordinaria; pero lo que aquí nos interesa
es el argumento que usa José para motivar su perdón: «Yo soy José, vuestro hermano, el
que vendisteis a los egipcios; pero ahora no os preocupéis, ni os parezca odioso el
haberme vendido aquí, pues Dios me envió por delante para vuestra salvación. Llevamos
dos años de hambre dentro del país y todavía quedan cinco años en los que no habrá ni
siembra ni siega. Dios me envió delante de vosotros para aseguraros la subsistencia en la
tierra, y conservaros la vida mediante una gran liberación. No me enviasteis, por tanto,
vosotros aquí, sino que es Dios quien me ha puesto como un padre para el faraón, como
señor de toda su casa, y como gobernador de todo el país de Egipto. Daos prisa, subid
adonde está mi padre y decidle: “Así dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de todo
Egipto, baja adonde estoy yo, sin detenerte; te instalarás en la región de Gosen, vivirás
cerca de mí, tú, tus hijos y los hijos de tus hijos; tu ganado mayor y menor, y todo lo que
poseas. Yo te mantendré allí, pues todavía quedan cinco años de hambre, para que no
perezcas ni tú, ni tu casa, ni nada de lo que posees”. Estáis viendo con vuestros propios
ojos, y también lo ve mi hermano Benjamín, que os hablo yo personalmente. Contadle a mi
padre toda mi gloria en Egipto y todo lo que habéis visto, y daos prisa en bajar aquí con
mi padre. Luego se echó al cuello de su hermano Benjamín y rompió a llorar; Benjamín
lloró también abrazado a él. Besó José a todos sus hermanos y lloró abrazado a ellos.
Después de esto sus hermanos comenzaron a hablarle» [11].
El argumento de José es sublime: mira la historia desde la perspectiva de la
Providencia: «...No os preocupéis, ni os parezca odioso el haberme vendido aquí, pues
Dios me envió por delante para vuestra salvación». El mal que me habéis hecho ha sido
tomado y puesto por Dios para su plan de salvación de todos nosotros. Esta inaudita lectura
será ratificada al final de la historia.
Jacob vendrá y morirá en los brazos de José, que podrá cuidarlo, acogiendo también
a los hermanos. Estos sienten miedo a la muerte de Jacob, y dicen: «¿Quién sabe si José no
nos tratará de enemigos y no nos hará todo el mal que nosotros le hemos hecho?».
«Entonces mandaron a decir a José: “Tu padre, antes de su muerte, dio esta orden: ‘Así
diréis a José: Por favor, perdona el crimen de tus hermanos y su pecado, pues te hicieron
mal’. Ahora perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”. Al hablarle así, José
se echó a llorar. Entonces fueron también sus hermanos, se postraron ante él y dijeron:
“Aquí nos tienes como esclavos tuyos”. José les respondió: “No temáis. ¿Acaso estoy yo en
lugar de Dios? Vosotros planeasteis el mal contra mí, pero Dios lo planeó para el bien,
para hacer, tal como hoy ocurre, que viviera un pueblo numeroso. Ahora, pues, no temáis;
yo os alimentaré a vosotros y a vuestros hijos”. Y José los consoló hablándoles al
corazón» [12]. ¿Acaso José dice: «Os perdono porque soy vuestra hermano»?, o bien: ¿«Os
perdono porque os quiero mucho»?, o incluso: ¿«Os perdono porque soy bueno»? No.
Triangula con Dios, desmarcándose del rencor: «Si vosotros planeasteis hacerme daño,
Dios pensó hacerlo servir para un bien».
La «asistencia» que recibimos de Dios ilumina nuestra conciencia y nos permite
ejercitar el perdón; sólo así acogemos esa luz que nos sitúa en la condición santa de quien
es consciente de haber recibido mucho y entregado poco.
Así se aprende a perdonar: viviendo de la generosidad de Dios.
6. SUFRIR CON PACIENCIA LOS DEFECTOS DEL PRÓJIMO
Con respecto a las obras de misericordia cristianas, nos podemos preguntar qué es
peor, si negarlas o caricaturizarlas. Por lo que hemos visto hasta ahora, es fácil comprender
que quien esto escribe considera peor caricaturizarlas, es decir, vivir un cristianismo sin
vida eterna, sin la vida de Cristo, vivir nuestro bautismo como la pertenencia a una religión
y no como un cambio de origen del ser, como un renacer desde lo alto. Es peor, porque no
niega el cristianismo, pero lo convierte en algo feo. Y, por lo tanto, inútil.
Si un chico está enamorado, no hace falta decirle que haga algo por la mujer que
ama, siempre se adelanta: para él, viajar en tren cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, con
tal de estar una tarde con ella, le parece que vale la pena, y lo hace feliz. Si una persona ha
encontrado a Dios en su vida, estar con Él no es una regla a la que hay que someterse: es su
alegría, su gozo, y es natural planificar la misma existencia y todo lo que forma parte de
ella buscando al Padre celestial en cada cosa. «Porque en Ti está la fuente de la vida, en tu
luz vemos la luz» [1]. Pero muchas veces no sucede esto, y se nota en el esfuerzo que
supone cumplir con la vida cristiana: todo resulta un poco pesado, aburrido, y las obras de
misericordia cristianas son desagradables, porque se hacen a partir de nosotros mismos, no
del poder de Dios.
¿Y cuál es el resultado? El joven que se está orientando en la vida y se plantea
metas altas y hermosas, mira hacia nosotros y se encuentra a menudo un espectáculo
mediocre... Todos queremos «ver para creer» pero, si evangelizamos, ¿cómo podemos
pensar que no seremos sopesados, valorados, evaluados? Las obras de misericordia son el
banco de pruebas de un cristianismo que, o nace de la gracia, o nace de la iniciativa
humana. El primero es feliz, convencido, ágil; el segundo es pesado, acusador,
decepcionante.
Y, sin embargo, se intenta muchas veces llevar a la práctica este cristianismo tipo
«Leroy Merlin», basado en el bricolaje, en el do-it-yourself, hecho en casa mediante ondas
biorrítmicas.
Algunas veces se consigue casi falsificar las obras de misericordia. Pero en el caso
concreto de sufrir con paciencia los defectos del prójimo me parece difícil...
Aclaremos: las obras de misericordia, según su orden, tienen un crescendo. Me
permito afirmar que, de los actos de misericordia presentados hasta aquí, este es el más
difícil. Podríamos pensar que el precedente, perdonar las ofensas, logra el primer premio y
ocupa el escalón más alto. Pero no, no lo creo. El perdón es ocasional, y está circunscrito a
un ámbito: puede ser muy grave y doloroso, pero de todos modos es algo limitado.
A una persona que nos molesta ininterrumpidamente, la podemos soportar durante
un día, un período, una etapa. Pero esta es la única obra de misericordia que tiene un
adverbio –pacientemente– que indica duración, continuidad.
Es posible intentar aguantar durante un tiempo. Pero soportar sin solución de
continuidad la molestia, el fastidio, la interrupción reiterada... Son cosas que agotan al más
bien intencionado de los molestados.
UNA OBRA CARACTERIZADA POR LA CONTINUIDAD
¿Está Dios detrás de mi historia? ¿Está Dios detrás de lo que me sucede? ¿Cuántas
veces nos volvemos duros, feroces, no se nos puede decir nada, porque tenemos en la
cabeza un objetivo y no vemos nada más? Dios, en su misericordia, ha previsto que el
hombre sea libre, y esto implica que en el mundo exista el pecado, y el pecado nos cae
encima, a menudo de la mano de alguien. Nuestro Señor Jesucristo acoge el mal y lo
devuelve como don; consideramos el mal como un error que hay que esquivar, que hay que
tirar a la basura, y no como un modo para llegar a ser como el Padre, que es paciente.
Muchas veces frustramos el plan de Dios sobre nosotros, contristamos al Espíritu Santo,
malogramos las gracias que Dios nos manda; y Él calcula de nuevo el recorrido retomando
el camino para salvarnos, a pesar de nuestra oposición.
No olvidemos que también nosotros somos molestos para Dios, para Jesucristo, para
ese pastor que debe dejar de apacentar el rebaño, las noventa y nueve ovejas, y echar a
rodar todos sus proyectos para ir a buscar la oveja perdida. Tiene que ir hasta ella, tomarla
sobre sus hombros; es molesta esa oveja, ¡pero qué alegría reencontrarla! Así ha hecho
Dios: a Él le interesa encontrarnos, llevarnos sobre sus hombros. Cuando Cristo sufrió
nuestras molestias, entró en el designio del Padre, y nos salvó.
La paciencia no es pasividad, ni resignación, sino aprovechar el dolor, ese concreto
padecimiento, para valorarlo y hacer que se convierta en algo... ¿En qué? Espera. La
paciencia significa decir: «Estoy esperando algo tan importante que puedo pasar por esto»;
es aceptar un coste para que suceda algo bonito: padecer por algo. «Si alguno quiere venir
detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que
quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» [16].
Tomar la cruz es el segundo acto: el primero es negarse, negar el amor al propio
pensamiento, aceptar que lo que se piensa no es un absoluto, liberarse de lo ya proyectado.
Liberarse de la propia vida. En griego, psyché.
Sin duda, el más grande predicador de la Escritura es Moisés. En un libro entero, el
Deuteronomio, se recogen cuatro largos discursos suyos. Habla siempre él, habla, habla,
pero debemos recordar que era tartamudo [17]; el pueblo de Dios estaba allí ¡y debía recibir
la Palabra de Dios de una persona con dificultades verbales! ¡Menudo rollo! Pero si tienes
la paciencia de escuchar lo que dice, Moisés ha hablado con Dios y hasta entonces, nadie
nunca había hablado así; tú quizá lo dirías en una cuarta parte del tiempo, pero nunca dirías
eso... ¿Lento e inmenso, o veloz e insulso? Decide tú mismo...
¿Qué quiere decir esto? Que el «ritmo» de Dios no es el mío, «porque mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo
del Señor–. Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre
vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» [18].
A veces también existe un fastidio, por así decir, santo; en la vida nos tropezamos
con gente que saca adelante algo muy santo, muy bueno, que sirve a los pobres, que ayuda
a los marginados; nos encontramos con personas insistentes, martilleantes, que aman tanto
a los pobres de quienes se ocupan que no dejan de insistir hasta que consiguen lo que
necesitan sus pobres. Son personas que nos molestan hasta que abrimos el corazón. Muchas
veces nos hemos encontrado con personas tenaces en hacer el bien hasta el fastidio, hasta
obtener, quizás de poderosos muy indiferentes, un bien para alguien: don Oreste Benzi [19],
por ejemplo, en mi opinión es un santo de nuestra época, una persona dulce pero insistente,
que pedía y pedía, para ayudar a las pobres mujeres que libraba de la opresión de la
prostitución; pedía ayuda y la obtenía. En sus alegres batallas era sabiamente, dulcemente,
misericordiosamente fastidioso; sabía insistir hasta que obtenía el bien que buscaba: este
fastidio es realmente santo y oportuno.
Todos nosotros, al final, hemos tenido que aceptar que aquello que nos pedía
alguien con insistencia era razonable, o que su empeño en interrumpir nuestras rutinas,
finalmente, era un bello empeño. Un niño puede ser molesto, pero es justo que lo sea: es un
niño, ¿qué quieres que sea? ¡Debe lograr que le hagamos caso! Los jóvenes saben ser
molestos, pero es justo que lo sean: buscan paternidad, que les cuidemos, una mirada,
sabiduría, y es justo que lo pidan. Esperemos que no se cansen de pedirlo, y que no se
desalienten si encuentran en nosotros frialdad.
Hay una bellísima frase de Francisco de Asís: «Es tal el bien que espero que cada
pena me es amada», la pena que encuentro en mi camino, me resulta incluso agradable,
porque sé que me llevará al bien.
¿Cuándo una persona molesta llega a resultarme insoportable? Cuando pierdo de
vista el bien hacia el que me encamino. ¿Cuándo esa misma persona es soportable,
sostenible? Cuando no la considero ajena al bien que persigo. ¿De qué bien se trata? ¿Para
qué caminamos? Si antes hemos dicho que nuestro problema son los proyectos que se
rompen, esto quiere decir que apreciamos mucho nuestros proyectos, pero la única cosa que
vale la pena apreciar es... el corazón. Su capacidad de amar.
Se vive para aprender a amar: esta es la tarea fundamental de mi existencia; he
nacido para conocer, amar, servir al Señor en esta vida y en la próxima, y dejarme amar por
Él. Sobre la lápida de la tumba de Chiara Corbella está escrita esta maravillosa frase: «Lo
importante en la vida no es hacer algo, sino nacer y dejarse amar». He nacido para amar, y
no es ajeno a este reto el hecho de que alguien me dé la lata, me ponga obstáculos, me
moleste: es precisamente el banco de pruebas, la vía por la que crezco; quiero tener
paciencia para soportar a las personas, pero la realidad es que las personas insoportables me
enseñan la sabiduría, están en función del crecimiento de mi corazón, si yo decido crecer.
Si mi espera está bien orientada, ¿a qué espero? Cuando hago lo que me apetece,
¿es realmente eso lo que me descansa, lo que realmente persigo? ¿O más bien espero
alcanzar la meta del amor, y perderme a mí mismo amando de verdad? Si lo que espero es
esa meta del amor, si mi paciencia se orienta a ella, no es tan insoportable la idea de que
alguien nos ponga a prueba, y nos exaspere un poco: construir el amor implica paciencia.
Vivimos en una sociedad de usar y tirar, donde las cosas deben ser inmediatas y sin
duración, pero el amor no puede ser así: el amor es fiel, y el de Dios es eterno. Y el nuestro
aspira a serlo.
El amor es estable, indisoluble. Todo el amor, no solo el amor entre los esposos;
toda relación, si es auténtica, es indisoluble; no prevé una ruptura; toda amistad es
indisoluble si es verdadera; toda fraternidad es indisoluble si es verdadera. Pero exige
paciencia, no la lógica utilitarista de la explotación. Esto vale también para la creación,
como dice espléndidamente el papa Francisco en la Carta Encíclica Laudato si’ sobre la
ecología: el hombre explota el mundo, en lugar de tomarlo como un don y como ocasión de
amor.
Debemos caminar en profundidad, en esa profundidad que es el centro y la verdad
del ser: hemos nacido para aprender el arte del amor verdadero. Las personas molestas son
maestros perfectos, ejercicios vivos.
Para ganar una carrera, es muy bueno que, durante su entrenamiento, el atleta sea
sometido a dificultades serias. Lo mismo nosotros: si debemos llegar a amar como
Jesucristo, no nos quejemos si Dios nos da una oportunidad. Dios, en su misericordia, nos
regala esas personas molestas. Amémoslas. Si las perdemos, perdemos también el camino
del amor.
7. REZAR A DIOS POR LOS VIVOS Y LOS DIFUNTOS
La última de las obras de misericordia espirituales es rezar a Dios por los vivos y
los difuntos. ¿Por qué es la última de la lista? ¿Es acaso la menos importante?
Normalmente, en las dinámicas de la fe, lo último es el punto de llegada, la meta.
Como hemos visto, actuamos instintivamente, como si ponerse a rezar fuera una
actividad noble. Pero, con espíritu práctico, en caliente ante los problemas, consideramos
esta obra de misericordia menos urgente o menos eficaz que las otras. Nuestra obsesión por
la eficacia y nuestro creernos casi como el Padre eterno, nos llevan a actuar, a decidir, a
movernos... Y dejamos de hablar con Dios... Sí, de acuerdo, hay que rezar..., pero después,
en cuanto pueda, seguro, lo haré, no te preocupes, enseguida voy, mientras tanto empezad
vosotros, aquí hay problemas que se deben resolver.
Esta obra es «la otra parte» de las otras obras de misericordia. ¿Por qué? Las obras
de misericordia sirven a los hombres, y las espirituales –al menos cuatro de las siete–,
hablan a los hombres de Dios. Pero muchas veces esto no es posible, no lo logramos,
porque no tenemos las condiciones necesarias, o porque resulta inútil: el otro no escucha y
no nos acepta. Entonces, de hablar a los hombres de Dios, hay que pasar a hablar a Dios de
los hombres.
Subrayo que aquí no se habla de oración genérica. Alguien podría pensar que esta es
una oportunidad para tratar sobre la oración en sí misma. No, el tema aquí es: rezar a Dios
por los vivos y por los difuntos. Tenemos que hablar de un tipo específico de oración, la de
intercesión. Es interesante recordar una frase de san Juan Crisóstomo: «La necesidad nos
obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás» [2].
Pero podemos rezar por los demás sin caridad, sin corazón, distraídamente, como
muchas veces ocurre en las fórmulas de oración colectivas y grandilocuentes; por ejemplo,
podemos rezar por la paz del mundo: como un acto estético, más bien formal.
De hecho, esta obra de misericordia espiritual cuenta, entre sus sucedáneos, con un
peculiar sustituto: la oración no se opone sólo a la «no oración», sino a la oración
superficial. La oración exige amor, y el amor es un movimiento de mí hacia el otro, que, en
este caso, pasa por el diálogo con Dios. Pensemos cuántas veces hemos percibido
netamente la oración como una realidad epidérmica, formal.
Este tipo de obra espiritual tiene una extraña característica: es invisible, no es una
obra que te retroalimenta, que da una experiencia relacional, como las otras. Si yo rezo por
ti, tú no me ves hacerlo, y viceversa. Y así sucede que nos prometemos mutuamente
oraciones. ¿Verdaderamente rezan los unos por los otros, como afirman? ¿Es cinismo
dudar, o realismo?
¿Por qué es necesario el amor para la oración de intercesión? Por dos razones: por
Aquel a quién suplicamos, y por aquellos por los que suplicamos.
En primer lugar, no rezamos a un ente, no presentamos una instancia burocrática
que pone en marcha un procedimiento administrativo, etc. Dios mira nuestro corazón y no
nos dará nunca una cosa que, en realidad, no pedimos en serio.
«Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» [3]. La fuerza de
esta frase del Evangelio está precisamente en la primera parte: pedid. Si no pedís y no
llamáis, ¿cómo se os podrá dar? Pedir es implorar, y al mismo tiempo creer que el otro
tiene el poder de satisfacernos. Aquí están implicadas un montón de cosas pequeñas serias,
del tipo: sinceridad, fe, determinación, constancia.
Si nos fijamos en la distracción con que se arrastran los domingos las repeticiones
de los formularios en las oraciones de los fieles... Tendría que ser gente que habla
enérgicamente con el Omnipotente. Mejor: tendría que ser un ejército de hijos que, con una
confianza inquebrantable, suplican a su buen Padre, como hace un niño que quiere a toda
costa que su madre le dé una cosa, y la atosiga hasta conseguirla.
Conviene pensar que la oración es un paradójico combate con Dios. En el libro del
Génesis, por ejemplo, Jacob lucha toda la noche contra Alguien, al que en la oscuridad no
logra ver claramente; poco a poco comprenderá que el adversario es Dios mismo. Y de
aquella noche saldrá debilitado –porque ha conocido sus límites– y, a la vez, reforzado,
cambiado, madurado: nada menos que, efectivamente cambia su nombre por el de «Israel».
Es un episodio clave en el Antiguo Testamento: se muestra así al Patriarca por excelencia,
al hombre que ha conocido la naturaleza profunda de la relación con Dios, y revela la
importancia de la seriedad en la oración. La lucha simboliza la voluntad de Dios de
hacernos crecer en nuestro verdadero deseo de oración. Benedicto XVI, sobre este episodio,
decía lo siguiente: «La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo
simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice... por esto el
autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia,
tenacidad para alcanzar lo que se desea» [4].
El combate de la oración.
La Iglesia dice: «La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros
mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre
de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora»
[5]. En cambio, las oraciones de los fieles, como a menudo se leen, obtendrían el mismo
«share» de atención que una conferencia sobre la extinción del ornitorrinco plantígrado en
el sur de Angola.
Esto se debe, en parte, a una deriva litúrgica de tipo pavloviano: un reflejo
condicionado, un acto que se realiza con la cabeza en las nubes, donde el cuerpo y la lengua
reaccionan con una cantinela, con una participación interior comparable al indicador de
stand-by del televisor. Comienza la Misa y se inicia la marcha del pelotón: se hacen las
cosas todos juntos, un-dos, un-dos, ya llegaremos a algún sitio. De pronto aparece la
oración explícita por nuestros hermanos y por el mundo entero. Pero, ¿de verdad? ¿Hemos
rezado por las víctimas del terremoto? ¿Seguro? No sé, no estaba atento.
Pero nuestro estado de auto-referencialidad tendencialmente individualista, mucho
más preocupante que la deriva formal litúrgica, nos lleva a observar con una gélida
distancia los problemas de las personas que nos circundan, y los del mundo. El telediario,
mientras comemos: sucesos del mundo, como fondo genérico del marco de la vida. Otras
veces, al contrario, existe una participación sentimental, ocasional, de epidermis cardíaca,
nada que nos afecte realmente. Duración escasa: se nos pasa el estado de ánimo, y pronto ni
nos acordaremos.
Las tragedias ajenas alimentan la curiosidad, no son preguntas existenciales,
personales, que nos interpelen.
Para la oración nos hace falta amor, porque la gracia pasa por el amor. Y lo que
pedimos a Dios no tiene cauce mejor. El mundo se salva por el amor. Y todas las cosas
hermosas que debemos hacer en esta tierra, si las hacemos sin amor, son inaceptables, frías.
Dejaremos de hacer las cosas solo para decir que las hemos hecho, y comenzaremos a
hacerlas de verdad, cuando nuestro corazón se implique sinceramente.
El problema es que esta obra de misericordia requiere algo muy noble en lo
profundo de nuestra existencia. Exige que nazca de las entrañas de nuestro ser. Orar a Dios
por los vivos y los difuntos implica olvidarse de uno mismo y centrar toda la atención, toda
la voluntad, en las necesidades del otro, realizando un acto que tal vez quede sin respuesta,
tal vez ni se vea, tal vez ni nos den las gracias.
UNA OBRA DE MISERICORDIA QUE BROTA DE NUESTRA IMPOTENCIA
Esta obra se basa en una relación se dirige a Dios y mira hacia los demás. Su acción
brota, fluye, cuando comprobamos nuestra impotencia, cuando descubrimos que no
podemos hacer más (como si rezar fuera poca cosa...). En realidad, con la oración vamos al
núcleo de todas las obras que hacemos.
Pensemos en el caso de los padres. Deben hacer tantas cosas por sus hijos... Es en la
paternidad y en la maternidad donde se lleva a cabo el cuidado concreto y objetivo por
ellos, hasta el punto de que todas estas obras de misericordia pueden leerse en clave
paterno-materno-filial.
Los padres dan de comer y beber a esos hambrientos y sedientos que son sus hijos;
los acogen y visten, porque llegan desnudos y hay que protegerlos; los atienden con
cuidado; los asisten cuando están enfermos, los confortan cuando el miedo los atrapa.
Cuántos consejos hay que dar a un niño, cuántas dudas hay que resolver, cuántas cosas
hermosas hay que enseñarle, cuántos errores hay que corregir con amor, y cuántas veces
hay que consolarlos, animarlos, devolverles la confianza. ¡Qué hermoso oficio!
En fin, hay que perdonarlos miles de veces, y sólo Dios sabe cuánto puede herir un
hijo. ¡Y qué molestos pueden llegar a ser! ¡Qué paciencia hace falta! Y la tienes. Te llega.
Pero hay un momento en que tú, padre, descubres que no puedes hacer nada por tu
hijo, porque ya no te escucha, no te aguanta, te acusa de cosas que ni siquiera entiendes, te
trata como a un inútil, te esquiva.
Peor: llega el día en que un padre y una madre descubren que podrían hacer algo,
pero no deben, porque el hijo ha de crecer, ser autónomo: y hay que respetar su libertad
pues, de lo contrario, se convertirá en un pelele. Cuánta gente rechaza ese día y no pasa a la
fase siguiente: aceptar que ya no debe hacer nada más por su hijo.
En ese día sólo puedes orar, en ese momento puedes y debes ponerte a rezar, a
ayunar, a dar limosna por tu hijo, sin decírselo.
Puro amor, pura gratuidad donde se es padre hasta el fondo. Y eso implica
establecer una relación saludable, objetiva, con nuestra impotencia. Tenemos límites; y
exigen la apertura a la oración. Pero para esto necesitamos tener el sentido de Dios, de Su
potencia, inclinarnos ante algo que solo Él puede hacer.
Muchas veces queremos convertir el corazón de las personas, pero esto no está a
nuestro alcance. Solamente podemos ofrecer a Dios nuestro corazón. Y ay de nosotros si no
lo hacemos. Tantas veces, por no habernos puesto a rezar, hemos forzado las cosas.
Teníamos que haber rezado y, sin embargo, hemos abrumado con palabras a quien
necesitaba un buen consejo, hemos acosado al triste, exasperado al equivocado, confundido
al ignorante. Por soberbia hemos seguido diciendo y haciendo cosas que no debíamos
hacer, en vez de quedarnos quietos en nuestro sitio y, en lo recóndito, alzar las manos, no
en señal de rendición, sino de oración: «Cuando Moisés alzaba las manos, vencía Israel»
[6].
Aceptar ser criaturas es lo más difícil. La oración es un acto típico de la criatura
hacia su Creador, de alguien pequeño hacia su punto de referencia, de un ser limitado y
mortal hacia la fuente de la vida: así estamos nosotros, ante el Eterno.
Muchas veces no vivimos esta obra de misericordia porque no reconocemos que
«yo solo llego hasta aquí», y «aquí me paro». Y arruinamos tantas veces nuestra vida por
intervencionismo.
Entendámonos: no digo que no hagamos lo que debemos hacer, o que nos
conformemos con hacer lo menos posible. Hace falta tener equilibrio en todo, y
lógicamente, también en esto. De hecho, existe otro curioso sucedáneo de esta obra de
misericordia: rezar por alguien, cuando podríamos hacer algo por él. Esto también es
absurdo.
Podríamos resolver el problema de una persona y, en cambio, le decimos: rezo por
ti. Obviamente, es mejor lo primero. Necesitamos sentido de la realidad, nobleza de
percepción, sentido de la medida, que solo la verdadera caridad puede dar.
Podemos movernos entre la oración distraída y su otro extremo, el
intervencionismo, pero hay una postura equilibrada: la oración amorosa que, cuando se le
pregunta si puede todavía hacer algo más, o cuando ella misma percibe sus límites, se
convierte en un grito dirigido a Dios, en una súplica confiada.
Debemos estar atentos, pues todo esto implica a la fe. Todo está relacionado
esencialmente con un aspecto del don del bautismo: el sacerdocio común de los fieles.
Existen ministros del sacerdocio de Cristo, los ordenados, los sacerdotes; pero, en
realidad, cada cristiano es sacerdote, tiene acceso al corazón de Dios, porque es su hijo, y
puede interceder por el mundo entero, por todas las personas. Sabemos que la Iglesia vive
de la oración, porque vive de un corazón escondido, que late y que bombea su fuerza a
todos los rincones de esta relación con Dios.
Hemos empezado recordando la respuesta de las monjas de clausura a los jóvenes
que llevo a veces para que charlen con ellas. Es hermoso citar el texto de santa Teresita de
Lisieux que inspira su respuesta: «Teniendo un deseo inmenso del martirio, acudí a las
cartas de san Pablo, para tratar de hallar una respuesta. Mis ojos dieron casualmente con
los capítulos doce y trece de la primera carta a los Corintios, y en el primero de ellos leí
que no todos pueden ser al mismo tiempo apóstoles, profetas y doctores, que la Iglesia
consta de diversos miembros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano. Una
respuesta bien clara, ciertamente, pero no suficiente para satisfacer mis deseos y darme la
paz.
Continué leyendo sin desanimarme, y encontré esta consoladora exhortación:
Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional. El
Apóstol, en efecto, hace notar cómo los mayores dones, sin la caridad, no son nada, y cómo
esta misma caridad es el mejor camino para llegar a Dios de un modo seguro. Por fin
había hallado la tranquilidad.
Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma
en ninguno de los miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más
bien verme en todos ellos. En la caridad descubrí el quicio de mi vocación. Entendí, que la
Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros, pero que en este cuerpo
no falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la Iglesia tiene un corazón y que
este corazón está ardiendo en amor. Entendí que solo el amor es el que impulsa a obrar a
los miembros de la Iglesia y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el
Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de
que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos
los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno.
Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “Oh Jesús, amor mío, por fin
he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la
Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío.
En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré
todo, y mi deseo se verá colmado”» [7].
Santa Teresita, la Patrona de las misiones, de la evangelización, es una mujer que
nunca salió de su monasterio; murió joven; rezaba, y sabía, por haberlo percibido en el
momento clave de su discernimiento, que el corazón de todo es el amor, y estar en contacto
con el amor es vital para la salvación del mundo entero, y para la Iglesia.
LA SUSTANCIA DE LAS DEMÁS OBRAS DE MISERICORDIA
[1] Mc 2, 5.
[2] Mc 2, 6-7.
[3] Mc 2, 8-12.
[4] Jn 20, 19-23.
[5] Mc 1, 11.
[6] Mc 15, 34.
[7] Jn 20, 21.
[8] Jn 13, 23-25.
[9] Jn 1, 18.
[10] 1 Jn 4, 7.
[11] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 14.
[12] Mt 25, 31-40.
[13] St 2, 18.
[14] 1 Cor 2, 12-16.
Notas del Capítulo 1
[1] Tb 13, 2.
[2] Qo 1, 15.
[3] Jb 4, 7-8.
[4] Jb 5, 6-7.
[5] Jb 1, 1: «Había en el país de Us un hombre llamado Job. Era un hombre íntegro
y recto, temeroso de Dios y alejado del mal».
[6] Jb 6, 29-30: «Retractaos, por favor. No haya iniquidad en vosotros. Retractaos.
Va en ello mi justicia. ¿Hay acaso falsía en mi lengua? ¿O no distingue mi paladar lo
bueno de lo malo?».
[7] Jb 5, 17.
[8] Jb 8, 5-7.
[9] Jb 11, 7-10.
[10] En el griego del Nuevo Testamento se suele traducir por consolar.
[11] Jn 19, 30.
[12] Jb 42, 5.
[13] Jb 42, 7.
[14] Mt 5, 3-10.
[15] Para comprender esto mejor, podemos analizar el comportamiento del hijo
pródigo, en la parábola de Lc 15, donde se ve un buen ejemplo de una dinámica que
arrincona: se encuentra en un callejón sin salida porque ha despilfarrado todos sus bienes
viviendo de modo disoluto, en griego asotos, de a (privativo) y sotòs que deriva de soterìa,
salvación, solución; el disoluto es aquel que no tiene solución. Típico del mal es
precisamente acorralar, confinar en un sistema elíptico donde cíclicamente se reitera, sin
salir del «loop» destructivo. El disoluto derrocha todo buscando un placer que no llega
nunca porque está atascado en una dinámica auto devastadora, angustiosa.
[16] Jn 14, 26.
[17] Jn 16, 13.
[18] Rm 8, 18.
[19] 2 Cor 4, 17.
[20] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 19.
[21] Tonino Bello, Il parcheggio del Calvario, en Omelie e scritti quaresimali, vol.
2, Luce e Vita, Molfetta (BA) 2005, p. 307.
[22] 2 Cor 1, 3-7.
[23] Is 50, 4-10.
[24] Catecismo de la Iglesia Católica, 1818.
[25] San Juan Pablo II, Discurso de inicio de pontificado, 22 de octubre 1978.
[26] Papa Francisco, Homilía, XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo
de Ramos, 24 de marzo 2013.
[27] Rm 5, 5.
[28] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 23.
Notas del Capítulo 5
[1] Mc 1, 35-38.
[2] S. Juan Crisóstomo, In Mt Hom, 14.
[3] Lc 11, 9.
[4] Benedicto XVI, Audiencia General, 25 de mayo 2011.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 2725.
[6] Ex 17, 11.
[7] Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos.
[8] 1 Cor 13, 1-3.