Está en la página 1de 95

Fabio Rosini

SOLO EL AMOR CREA

Las obras de misericordia espirituales

Prólogo de Marko Ivan Rupnik

He escrito este libro en el primer verano en el que ya no vive ni mi padre ni mi


madre.

Les dedico el libro a ellos, que me esperan en el cielo, y que me han esperado tanto,
demasiado, también aquí sobre la tierra.

De ellos recibí muchas buenas certezas,


las mejores enseñanzas,
pero fui ignorante y malo,
les afligí, y ofendí,
y les hice perder la paciencia.

Nadie ha rezado por mí más que ellos.

Las cuentas no cuadran.


EL AUTOR

FABIO ROSINI (Roma, 1961) es sacerdote y licenciado en Sagrada Escritura por


el Pontificio Instituto Bíblico. Actualmente dirige la pastoral para las vocaciones en la
diócesis de Roma. Ha sido capellán de la RAI, e iniciador de un proyecto de catequesis
sobre los Diez Mandamientos, de honda difusión, también internacional. Desde hace más
de diez años comenta regularmente el Evangelio dominical en la Radio Vaticana.
PREFACIO

Este libro es inseparable de su autor. Este libro es Fabio, y Fabio Rosini es más que
una persona: aunque tiene un carácter muy fuerte, con rasgos muy marcados, pertenece a
quien lo encuentra, con todo lo que él es. Este libro es así.
Lo escribió su autor en el corazón mismo de su ministerio sacerdotal. No lo escribió
retirándose un año a una biblioteca. Durante años, estuvo en medio de la gente, se dejó
devorar por ella. Un día logró tomar distancia de su encargo, acuciante y absorbente. No
olvidemos que puede haber esclavos de la riqueza, del tener y del poder, pero también
puede haber esclavos del trabajo. Experimentó entonces una especie de distanciamiento,
que le permitió reflexionar mientras seguía trabajando. Por tanto, no es este un libro
«escrito», o transcrito, sino «recitado», confeccionado exactamente tal como él habla. Por
eso felicito a quien le haya ayudado. Al final hay muchos agradecimientos, pero «a la
romana», es decir, bastante ininteligibles. ¡Y ocupan media página!
Tenemos en nuestras manos un libro hermoso, muy bien hecho. Nos parece
escuchar en él la voz de su autor. A veces las palabras están incluso cortadas o repetidas.
Como cuando habla.
Casi me gustaría utilizar una «palabra excesiva», y lo digo como amigo: Solo el
amor crea es un texto «sapiencial». No es un libro sabio, repleto de citas difíciles de
localizar, sino un libro verdaderamente sapiencial, útil para todos aquellos que quieran vivir
la vida en el Espíritu, sin ocaso, esa vida que no termina en la tumba, sino que la sobrepasa
y llega más allá. Y eso es verdaderamente la sabiduría, pues la vida no sigue a la teoría,
nunca lo hace. Algunos querrían encerrar la vida en la jaula de las ideas, de los proyectos,
convicciones o ideologías. Pero la vida se revuelve, no se deja envolver en cosas teóricas y
abstractas. La vida sigue siempre a la sabiduría, y a nada más.
Puedo asegurar que este libro es útil para la vida en el Espíritu. Para saber vivir,
para el arte de vivir. Algunos puntos son de una importancia fundamental para comprender
las cosas espirituales en nuestros días. Quizá esto pueda parecer extraño, pero creo que su
autor no las ha comprendido intelectualmente –espero que no me reproche esto–, sino de
forma intuitiva; ha entendido que un cierto modelo de Iglesia toca a su fin. En tiempos de
Constantino, el Estado se apoyaba en la Iglesia, la Iglesia en el Estado, en el Imperio, etc.
Todo eso se acabó. Y con ello, el sacerdote funcionario, que debe mantener un statu quo.
Fabio Rosini entiende que se pierde un tiempo increíble tratando de mantener estructuras,
donde hay gente instalada que nada tiene que ver con la fe. Ha comprendido por intuición
que hay, por otra parte, toda una marea de gente dispuesta a buscar a Dios, que no encaja en
esas estructuras. Porque en ellas no hay agua fresca, ni aire.
Es a esa gente a la que se dirige, y es lo primero que se advierte en su libro. Que lo
«políticamente correcto» (usa esa expresión varias veces) se ha terminado.
Se dirige a quien es «sensible», a quien sangra por dentro, a quien muestra que está
vivo. Quizá particularmente vivo, porque sufre. Coexiste sin embargo una actitud religiosa,
que parte de la institución, de las estructuras, que vive solo en apariencia.
Mientras hay tanta gente que manifiesta grandes deseos, perdemos mucho tiempo
con esa otra gente que solo quiere discutir, pero que, en realidad, no «quiere»
verdaderamente.
Este libro está escrito para quien quiere, quien busca, quien está herido, para quien
vive de verdad en el mundo, y no en un invernadero.
Ese es un primer punto importante.
El segundo –y también fundamental– es que busca transmitir la experiencia de
Cristo vivo. No se puede hablar ya de obras, de cosas que hay que «hacer». Así se acaba
«con apnea». A menudo se parte de uno mismo, como sujeto que hace el bien, que «hace la
caridad». Pero no se puede «hacer» la caridad, ni «hacer» una obra de misericordia. Y
Fabio Rosini así lo muestra, a lo largo y a lo ancho de estas páginas, con claridad. Porque
eso no serviría más que para fortalecer la coraza del individuo, que se siente así más seguro
para la vida eterna: porque ha hecho el bien y pretende pasar así a la vida eterna, como
buena persona que es, para ser bueno también allí arriba, recompensado por el bien
realizado en la tierra. Pero nadie entrará en el Reino de los cielos de ese modo, es
imposible. Solo puede entrar quien esté incorporado en el cuerpo de Cristo, del Hijo. Quien
esté vuelto hacia el otro, no egocentrado.
Macario el egipcio (no es un refugiado que llegó hace dos días, sino un maestro
espiritual del siglo IV) dice que, si una persona no vive y hace todo desde el Espíritu Santo,
todas sus obras serán por vanagloria.
Fabio así lo dice desde el principio: no somos nosotros quienes hacemos las obras
de misericordia, ni las espirituales ni las corporales, porque la misericordia, explica, es el
nombre de Dios. Puesto que recibo de Dios la misericordia, no hago más que revelar esa
misericordia de Dios. Es un punto relevante, muy importante. Una obra de misericordia es
revelar lo que nosotros hemos recibido. Es simplemente una transferencia. He recibido, y tú
puedes hacer la experiencia de Dios a través de mi humanidad, tal como es.
Si realizo la acción de vestir a alguien, pero no lo revisto de Cristo, eso no sirve
para nada. Si doy de comer a alguien sin enseñarle a comer el amor a través de la comida
que come, continuará teniendo hambre. La comida tiene muchas «capas», no es solo
cuestión de alimento. Eso lo saben bien las familias. Cuando una esposa prepara la comida,
su marido la besa con agradecimiento, como Dios manda. No por la salchicha que ha
comido, sino porque ha comido la caricia, la ternura, el amor, el cuidado, la atención.
Mañana hará algo por ella. ¡Seguro!
Como dice Nicolás Berdiaev, si nuestro «actuar» no es un «revelar», solo revelamos
nuestro yo, solo «presumimos». Pero la persona significa que en el interior de sí se revela
otro: se revela la existencia de otro que es relacional. Fabio Rosini ha descubierto que la
persona busca la relación, y no otra cosa.
Nuestro actuar no puede ya comprenderse como lo ha sido durante siglos: como un
empeño por nuestra parte en producir algo. Se entiende, más bien, como una transmisión de
lo que hemos recibido. Uno se convierte en lo que recibe. Y es conocido por los demás por
aquello que da.
San Juan Crisóstomo dice que nuestra verdadera y única riqueza es lo que damos.
Se acordarán de mí por lo que yo haya revelado. No por lo que «yo» mismo soy,
sino por lo que tú has descubierto en mí y a través de mí.
Nuestro actuar debe convertirse en «teofánico». Por eso me parece hermoso que un
romano –es difícil ser más romano que Fabio– ayude a entender que asistimos al final de
una manera de comprender la espiritualidad. Todo eso se acabó, no sirve ya para nada.
Soloviev se alegraría de lo que dice don Fabio, él que decía: «El verdadero
contenido del hombre es el Espíritu Santo». Nuestro actuar es una sinergia, una
convergencia divino-humana.
Fabio Rosini quiere mostrarnos de qué está hecha la vida cristiana. Y lo hace
caminando de puntillas, con temor y temblor.
La sabiduría se nos concede no por nuestros diplomas, sino por la Cruz de Dios,
muerto y, sobre todo, resucitado.
Es hermoso ver un sacerdote que se ocupa de las personas y de la vida cristiana.
Hoy hemos entrado en una nueva fase cultural. El Renacimiento, y todo eso, se acabó.
Desde hace cien años hemos entrado en una época donde lo que cuenta es la vida. ¿Qué es
lo que impera hoy? La mentalidad pagana de la vida.
Quien se ocupa de la vida está revelando otra vida, un gusto de vivir, un arte de
vivir. No sirve de nada hablar de evangelización si no vivimos así. Mucha gente que habla
de la vida habría hecho mejor eligiendo otro oficio.
Este libro tiene el sabor de la vida, se percibe bien la facilidad de palabra de su
autor. Pero es muy consciente de lo delicadas que son las cosas que trata. Y es para mí una
gran alegría prologar su libro. No se le puede preguntar por qué no ha elegido otro oficio.
Mejor, demos gracias a Dios porque hoy, aquí en Roma, un sacerdote cumple de este modo
con su oficio, con su ministerio.
MARKO IVAN RUPNIK
INTRODUCCIÓN

De puntillas, esperando no molestar a nadie, me he atrevido a hablar de las obras de


misericordia espirituales. Lo hice en una serie de programas de la Radio Vaticana, a la vez
que las exponía a los jóvenes de la diócesis de Roma, en una experiencia mensual así
acordada con algunos vice párrocos. Hoy estas obras parecen discutibles, poco útiles,
cuando no despreciables. Estamos en el tiempo de la praxis, de la eficacia, del servicio útil,
de las organizaciones sin ánimo de lucro, del voluntariado, las ONG, los resultados, las
estadísticas...
Quizás podamos guardar serenamente en el sótano, en el trastero de lo «religioso»,
estos trazos de espiritualidad, minusvalorados por este admirable mundo de activismo
social.
Me contaba un amigo que la víspera de Navidad había ido a llevar ayuda a una serie
de sin techo romanos, junto a otros simpatizantes de un movimiento católico. Terminado el
recorrido, se dio cuenta de que todavía llegaba a la Misa del Gallo, y se alegró mucho:
«¡Qué bien! ¡Tenemos tiempo para llegar a misa!». Los otros cuatro que iban en el coche se
quedaron atónitos: «¡¿A misa?!». No figuraba en su programa. No les interesaba. Eran
simpatizantes del movimiento católico, pero no iban a misa, ni siquiera en Navidad. Habían
celebrado la Navidad visitando a los sin techo, renunciando así a la tradicional cena
familiar.
Quizá tuvieran razón. Quizá no hiciera falta ninguna obra de misericordia espiritual,
ni oración, ni misas de Navidad. O quizá sí.
He sido párroco, y he estado a menudo junto a lechos de moribundos. Procuré
celebrar la casi totalidad de los funerales de los feligreses, y solo delegaba en otro sacerdote
si me resultaba imposible asistir, pues los celebraba encantado. Esta impresión se me ha
quedado dentro, me ha iluminado, y me ha hecho caminar con el corazón. Un funeral es un
momento en el que todo se reajusta, donde las amistades, las relaciones familiares aparecen
desnudas, ácimas. El dolor es auténtico y no puedes decir estupideces. Quizá sea porque mi
primera homilía la pronuncié en el funeral por mi hermano, fallecido en un accidente aéreo;
o porque el primer sacramento que administré como sacerdote fue la unción de los
enfermos a mi padre, que dejó al margen su tumor en el estómago para asistir a mi
ordenación, cuando tenía cita la víspera para una intervención quirúrgica. Agradezco a Dios
este parámetro: lo que más hace sufrir no es el cuerpo, sino el corazón. No es el dolor, sino
el sinsentido. No es la muerte, sino la soledad.
Las obras de misericordia espirituales se ocupan del corazón, del sinsentido, de la
soledad.
Alguien pensó en tiempos pasados que lo más urgente para el hombre era satisfacer
sus necesidades materiales. Por haberle hecho caso, hemos tenido que recoger los restos de
sociedades enteras deshumanizadas, porque se habían des-espiritualizado.
Delante de mi iglesia vivía un sin techo, búlgaro. Un día le pregunté si necesitaba
algo, y me pareció entender que quería volver a casa de su madre. Mi conocimiento de la
lengua búlgara tiene sus límites. Le organicé el viaje. Después de unos diez días regresó.
Llegaron entonces unos muchachos estupendos de Cáritas diocesana, y hablaron con él. Se
lo llevaron al albergue, donde tuvo así una cama para dormir, y un lugar para lavarse y
comer. A veces dormía allí, pero luego se escapaba y se instalaba de nuevo delante de mi
iglesia. Me saludaba alegremente por mi nombre cada vez que yo entraba o salía. Me pedía
muy poco, pues casi siempre estaba borracho.
No entiendo una letra de búlgaro, pero logré comprender qué es lo que realmente
quería: que me detuviera a hablar con él. Que conociera su nombre. Se llamaba Gheorghi.
Hace unos días, lo metieron en un avión por segunda vez, rumbo a Bulgaria. No sé si
regresará.
No es fácil charlar con Gheorghi. Por eso he escrito este libro.
LA MISERICORDIA Y SUS SUCEDÁNEOS

Empecemos por hacernos algunas preguntas: ¿cómo andamos de compasión?


¿Alcanzamos un nivel satisfactorio de misericordia? ¿El mundo en el que nos
desenvolvemos puede considerarse, con todas sus letras, misericordioso? Seguramente es
un mundo que habla mucho de los buenos sentimientos, que aplaude la generosidad, que
alardea de solidaridad, tolerancia y buena acogida. Al mismo tiempo, lamenta la injusticia,
denuncia la crueldad y la opresión. E incluso existen en él dos espectáculos contrapuestos:
el de «lo social», por un lado, y el del «horror» por otra.
Vivimos en un mundo confuso, contradictorio, que da con una mano y quita con la
otra. Con una mano sana, y con la otra descuartiza.
¿Quiere esto decir que asistimos a una lucha entre el bien y el mal y, por
consiguiente, entre la misericordia y la crueldad? ¿Es la lucha entre buenos y malos?
El Salmo 136, como veremos, repite una frase muy frecuente en la Biblia: «Porque
es eterna su misericordia». Existe una misericordia, la de Dios, que es eterna. Y hay otras,
que de eternidad saben bien poco. Están llenas de limitaciones, tienen el techo bajo. Son
frágiles, se desmenuzan. Son misericordias incompletas. Despojos de misericordia.
Sentimentalismos, asistencialismos, buenismos. Se quiebran contra el muro del legalismo,
mientras repiten el eslogan: «¡Esto ya es demasiado!». Y fracasan.
Pero el mal no es nunca totalmente malo. Tiene sus motivos, deriva de
reivindicaciones, es fruto de una historia. Curioso: generalmente está entretejido de justicia,
tiene una historia que contar, refleja una rabia que lo auto justifica. Otras veces, está
animado por un sentimiento de revancha, o recuerda un amor roto, un bien hecho añicos, o
una vida robada.
Sentimientos. Poderosos, violentos. Agarro una metralleta y mato a todos porque
cuando tenía once años me machacaron con el bullying. Cojo un avión y derribo un
rascacielos porque vosotros habéis bombardeado mi aldea. Entonces yo me apodero de ti y
de todos los de tu calaña, te encierro en Guantánamo y te interrogo durante 180 horas, en
una celda helada y sumergiéndote la cabeza hasta casi ahogarte. Tengo razón. Estoy
haciendo lo correcto. Gott mit uns [1].
¿Cuál es la palanca, la clave de todo esto? Nada de buenos y malos. Solo visiones
parciales, unilaterales, desintegradas, individualistas, a pesar de que tengan su parte de
bien.
Pero de lo que debemos hablar es de algo muy diferente: se llaman obras de
misericordia, o también obras de vida eterna. La palabra «eterna», en griego aiôn, en
hebreo olam, en todas las lenguas conlleva plenitud, ausencia de límites, totalidad. Obras
completas. Misericordia sin errores en el código fuente. Pero, ¿qué errores? Veamos.
LA MISERICORDIA NO ES UN SENTIMIENTO

El amor no es un sentimiento. No, no lo es. En sí, sería un acto. Dado que es la cosa
más complicada y más profunda que un bípedo pueda hacer, el amor envuelve al ser
humano en su totalidad y, por tanto, también a los sentimientos. Si solo fuera un
sentimiento, se ceñiría a los confines de los sentimientos. En cambio, el amor muchas veces
viaja a otros territorios. Como sucede siempre que se hace algo sin ninguna gana, solo por
el otro, por su bien. Acunar a un niño que te despierta por cuarta vez en la misma noche,
cinco noches consecutivas, no se hace en virtud de ningún sentimiento, sino solo por esa
criatura. ¿Sentimientos? Desaparecen a partir de la segunda noche. Salvo el sentimiento de
asombro por no haberse cargado a la criatura, como me dijo alguien en una ocasión.
También la misericordia sufre ese equívoco. Como sucede a menudo cuando
tratamos sobre los pilares fundamentales de la vida cristiana, entre el afán de ser
comprensivos, de encontrar atajos, y una cierta tendencia a la superficialidad, la cuestión
es, cuanto menos, discutible. Será mejor, por tanto, atenerse a los datos genuinos y
primordiales de la Sagrada Escritura.
Llegados a este punto, advertimos entonces humildemente que la misericordia es un
tema demasiado vasto. Y debemos resignarnos: solo podremos identificar sus principales
características que, como veremos, son dos.
¿Qué es la misericordia en la Escritura? Si nos empeñamos en verla como el estado
emocional/interior del misericordioso, o como un sentimiento de piedad, perdón y acogida
hacia quien pasa necesidad o cae en el error, estamos errando el punto de mira. Dios, ante
todo, manifestaría esa misericordia ante quien comete una falta. Frente al error y la
debilidad humana, sería de ordinario misericordioso, y perdonaría. Dicen. Ese perdón, por
cierto, parece una especie de indulto gracias a la paciencia de Dios. El hombre se equivoca,
pero Dios perdona.
Luego nosotros, por nuestra parte, debemos ser también misericordiosos. ¿Cómo?
Mediante la coherencia, como quien obedece a un noble deber y con un firme empeño en la
voluntad. Adiós a los sentimientos. El riesgo, como mínimo, es de que todo suene a falso, a
la vista de las implicaciones del verbo «deber», si es cierto que la misericordia es un
movimiento del corazón.
Reductivo. Falaz. ¿Por dónde podemos recomenzar?
Los términos fundamentales que expresan la misericordia en el Antiguo Testamento
se encuentran en un texto imprescindible del capítulo XXXIV del libro del Éxodo, donde el
Señor proclama el propio Nombre con una abundancia de atributos, inaudita hasta ese
momento en la Escritura.
Los precedentes inmediatos se refieren a Moisés, el hombre que recibió una
extraordinaria revelación de Dios y de su nombre, y sobre la base de esta revelación
cumplió una misión épica: liberar al pueblo del poder de Egipto. Al llegar a los pies del
monte Sinaí, tras la división de las aguas del Mar Rojo y la travesía del desierto, quedó
establecida una alianza. Esta Alianza fue traicionada de inmediato por el pueblo –
recordemos el becerro de oro– y hubo que restaurar el estado de las relaciones entre Dios y
el pueblo. Se labraron nuevas tablas de piedra con las Diez Palabras de la alianza, y el
Señor pudo ponerse al frente de su pueblo y de Moisés proclamando su nombre, porque de
su nombre deriva el poder de hacer nuevas las cosas y restablecer lo que estaba roto. El
texto dice: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en
misericordia y fidelidad; que mantiene su misericordia por mil generaciones, que perdona
la culpa, el delito y el pecado, pero nada deja impune pues castiga la culpa de los padres
en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» [2].
Misericordioso y compasivo, lento a la cólera, rico en misericordia y fidelidad. Este
es su documento de identidad. Como ya se ha dicho, el Dios de la Biblia nunca había sido
tan elocuente al tratar sobre sus propias capacidades. Pensemos, por ejemplo, en la
expresión «lento a la cólera». Probemos a poner un velocímetro a nuestros arrebatos de
ira...
«Rico en misericordia y fidelidad»: Dios es rico, rico en amor, dirá san Pablo: «Dios
rico en misericordia» [3]. Es su riqueza. Hay gente llena de cualidades, de ideas, de bienes,
de dinero. Él es rico en misericordia. Cuando quiere hablar de sí mismo, no dice: «Qué
fuerte soy, qué bueno, qué hermoso, cuánta razón tengo». Podría decirlo, pero en cambio
afirma: «Yo soy misericordia», «soy paciencia, soy cólera lenta». Y comprendemos una
gran cosa: que, entre la identidad de Dios mismo y su misericordia, su piedad, su gracia y
su fidelidad, hay una perfecta coincidencia. Dios no es misericordioso algunas veces,
cuando hace falta: su naturaleza es la misericordia. Es así siempre.
Parecen desentonar, en cambio, otras expresiones que se mencionan a continuación
y hablan de «castigar» y «sancionar»: ¿por qué? ¿Qué tienen que ver con la misericordia?
Vayamos por partes.
Dos términos hebreos fundamentales, los dos primeros atributos usados en este
texto, dan la clave para entender las raíces bíblicas de la misericordia.
El primero, traducido en nuestra versión como «misericordioso», en hebreo hesed,
es el término más usado en la Biblia para indicar el amor de Dios, su ternura, su postura
frente al hombre. ¿Qué es la hesed?
Por ejemplo, el ya mencionado Salmo 136 repite una cantidad obsesiva de veces,
veintiséis, una frase que en hebreo suena kì le-olam hasdò: «... porque es eterna su
misericordia», o también, «porque eterno es su amor».
Se habla de una serie de cosas que Dios hace «... porque es eterna su misericordia».
Por ejemplo, en los primeros versículos: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque
es eterna su misericordia. Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterna su
misericordia. Dad gracias al Señor de los señores, porque es eterna su misericordia. Al
Único que hace grandes maravillas, porque es eterna su misericordia». Hasta aquí nada
desconcertante. Pero continúa: «Él hizo con sabiduría los cielos, porque es eterna su
misericordia. Él afirmó la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia» [4]. Él
ha creado el mundo... ¿por misericordia? Si la misericordia se entiende como respuesta al
pecado y a las miserias del hombre, ¿de qué se está hablando aquí? Si el hombre no ha sido
creado todavía... La misericordia, sin embargo, se pone en relación con la creación, y esto
nos resulta aún menos claro.
Más adelante, el Salmo dice: «Él hirió a Egipto en sus primogénitos, porque es
eterna su misericordia. Y sacó a Israel de en medio de ellos, porque es eterna su
misericordia» [5]. En la liberación, Él estaba ejerciendo su amor misericordioso. Lo
entendemos mejor porque existe la experiencia de redención de la opresión del pecado, del
mal. Dios libera a su pueblo de esta condición miserable «...porque es eterna su
misericordia». Ha mirado la miseria de un pueblo oprimido. Esto nos cuadra más.
Pero sigamos adelante con este Salmo y descubriremos, al final, que «Él da
alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» [6]. Es decir, hoy Dios obra
también, proveyendo a las criaturas, por misericordia, como ha creado el mundo por
misericordia y redime a su pueblo por misericordia.
Tres momentos fundamentales: la Creación, la Redención y la Providencia. El
mundo es creado por la misericordia, el pueblo experimentó la liberación por la
misericordia y el mundo está bajo una misericordiosa conducción de la historia. ¿De qué
hablamos si nos referimos a la creación, la redención, la providencia? Prácticamente
estamos hablando de todo.
Dios está siempre obrando según misericordia porque su naturaleza es la
misericordia. Si queremos entender este término, debemos afirmar que es la ternura de
Dios, que se explicita en la fidelidad y en la operatividad: Dios exterioriza su hesed, su
misericordia, actuando con nosotros. No está experimentando un sentimiento ocasional: es
el impulso que guía TODO su obrar, todo cuanto hace en favor del hombre. Es una ternura
fiel, que gobierna, avanza, crea, guía la historia. Su solicitud por el hombre está conectada a
la fidelidad que Él es y que Él manifiesta hacia nosotros. Este término nos pone frente a un
Padre que no nos abandona, frente a un Padre que es misericordioso, haga lo que haga con
nosotros: empezamos así a entender que también cuando nos corrige, o nos dice que no,
incluso cuando nos regaña, se está ocupando de nosotros. El amor, la misericordia, aparece
aquí como un dato operativo no sentimental, choca con los hechos, no se queda en una
especie de corazoncito misericordioso, sino que abarca eficazmente la vida de quien es
objeto de la misericordia.
AMOR «VISCERAL» POR EL OTRO

Pasemos al segundo término usado en Ex 34, 6: el lexema raham, menos empleado


que hesed, pero también fundamental en la Escritura. Proviene del verbo y del sustantivo
relativos a «víscera», «útero». Refleja un tipo de amor ligado a la capacidad de engendrar.
Pasamos, pues, de un aspecto paterno/masculino, de la amable ternura viril, a un término
típicamente materno/femenino, donde aparece la capacidad de concebir la vida.
Debemos desmarcarnos de nuestra mentalidad, en la que el término «misericordia»
está vinculado a la palabra «corazón» –en latín misereor (piedad) y cor-cordis (corazón)–,
y relativizar, por lo tanto, nuestra visión ligada a este órgano (el corazón, que late, que se
acelera en la emoción, pero se encoge ante el terror).
Dejando atrás nuestra aproximación cardíaca a la misericordia, entramos en la
lengua hebrea, que hace hincapié en el único órgano humano capaz de «engendrar» vida. Es
el órgano humano dedicado completamente a acoger la vida de otro, que inaugura ese
específico cuidado tan femenino, ese irrepetible y espléndido rasgo materno que es la
capacidad de custodiar la vida, alimentarla, atenderla, «mimarla». De aquí deriva que, en la
historia, las mujeres han matado siempre menos que los hombres. La mujer no posee la
fuerza física del hombre, no corre con la velocidad del hombre, no salta más que él. Pero
mientras al hombre le está reservada la capacidad de fecundar, comenzar, activar –esta es
su genialidad–, el don de acoger, gestar, criar, custodiar, crecer, es totalmente femenino. El
hombre puede proponerse matar; para la mujer es mucho más difícil, si excluimos la
moderna y terrible plaga del aborto, que ha abierto un capítulo inédito en la historia de la
humanidad.
Sorprendentemente el amor de Dios es visceral: no en el sentido de impetuoso o
vinculado a las emociones, sino análogo al modo de engendrar en las entrañas femeninas.
El amor es lo que hace renacer al otro. Si hemos experimentado el perdón de Dios tras un
pecado grave, entendemos que ese perdón no es solo la absolución de una culpa, sino que
nos hace renacer, volver a empezar. Hace todo nuevo.
La misericordia de Dios acoge en su seno tanto la paternidad como la maternidad.
Un pasaje de la Escritura dice: «¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no
compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues, aunque ellas se olvidaran, Yo no te
olvidaré!» [7]. El Salmo 103 reza: «Él mostró sus caminos a Moisés, sus hazañas, a los
hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
misericordia. No dura siempre su querella, ni guarda rencor perpetuamente. No nos trata
según nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Pues cuanto se elevan los
cielos sobre la tierra, así prevalece su misericordia (hesed) con los que le temen. Cuanto
dista el oriente del occidente, así aleja de nosotros nuestras iniquidades. Como se apiada
(raham) un padre de sus hijos, así el Señor tiene piedad de los que le temen» [8]. Dios
emprende aquí una obra con nosotros: alejar nuestras culpas. Es tierno, porque sabe de qué
materia estamos hechos y recuerda que somos muy frágiles.
La misericordia no es ese tipo de realidad que se centra en el estado de ánimo de
quien ama, sino que gira en torno a la vida del amado. El amor es una acción, no un
movimiento íntimo; si se quedara en esto sería una tendencia sin verdad, sin realidad, que
no se ajusta a las necesidades reales del amado. El amor procura el bien del amado, con
fortaleza paterna y ternura materna, haciéndose cargo del otro, entregándose, generando,
curando, aportando nuevos horizontes, nuevas posibilidades. El amor de Dios es así: sabe
de qué barro estás hecho, sabe lo débil que eres y por qué has caído, y te ayudará, alejando
de ti tus culpas.
¿Quiere decir esto que Él siempre te da la razón? ¡En absoluto! El amor, por
ejemplo, corrige, como testimonia el Deuteronomio en el capítulo octavo: «Reconoce en tu
corazón que el Señor, tu Dios, te corrige como un hombre corrige a su hijo» [9]. Por eso
comprendemos cómo Dios, en el capítulo treinta y cuatro del Éxodo, revela su amor, un
amor que no nos abandona, que nos cuida y nos corrige. Por eso: «Nada deja impune, pues
castiga la culpa de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y
cuarta generación» [10].
De modo arcaico, pero profundo, considerando lo difícil que es enderezar una
estructura torcida, este texto expresa la necesidad de no leer nunca un problema humano
como un problema individual. Hoy, la moderna psicodinámica reconoce cada vez más que
un malestar es siempre social. Me decía un amigo psicoterapeuta: «Para curar la
inadaptación de un chico debería poner en terapia a toda la familia, desde el bisabuelo si
todavía vive, hasta el último; y, además, a los compañeros de clase y a los vecinos de su
casa. ¡Trabajamos como si existiera un malestar descontextualizado!».
Sea como fuere, necesitamos una terapia constante de corrección y de crecimiento.
Es interesante notar que, en el Nuevo Testamento, el canto de la Bienaventurada
Virgen María, el Magníficat, es un canto a la obra de Dios, a su poder, a su modo de actuar.
Este texto proclama la misericordia de Dios, al principio y al final del himno, y describe el
estilo de Dios al llevar adelante su obra. María habla con Isabel y canta: «Proclama mi
alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha
puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán
bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el
Todopoderoso, cuyo nombre es Santo». Luego, trata específicamente el modo en el que el
Señor lleva a cabo sus grandes obras: «Su misericordia se derrama de generación en
generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios
de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes
a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando
su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para
siempre» [11].
La misericordia aparece en esta segunda parte del texto con un estilo preciso:
«Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono
a los poderosos y ensalzó a los humildes». ¿La misericordia derriba a los poderosos de sus
tronos? ¿Dispersa a los soberbios de corazón? En la vida, si Dios no permitiera ciertas
humillaciones, ciertas amarguras, nadie podría dar un paso atrás y decir: «¿Qué he hecho?
¿Cómo estoy viviendo?». ¿Quién podría reencontrarse a sí mismo, si la vida no nos hubiera
puesto en nuestro sitio? ¿Quién podría, si nadie nos despoja de nuestras máscaras?
A la misericordia le importo, sabe que soy precioso, no me abandona. Busca aquella
única oveja que se ha perdido y no descansa hasta que la encuentra. Dios no quiere perder
ni un solo hombre y no hay nadie al que diga: «Podemos seguir sin ti, eres prescindible».
¿Cuántas personas hemos dejado tiradas en nuestra vida? ¿De cuántos hemos dicho: «A
este le hemos perdido, qué le vamos a hacer»? Dios no actúa así: su misericordia es
constante, fiel. Una madre, si un hijo suyo se pierde, no se rinde jamás. Lo busca, con todos
los medios.
La misericordia de Dios nos consolará cuando lo necesitemos, pero sabe
abofetearnos, sabe corregirnos, cuidar de nosotros llevándonos la contraria.
Las personas que nos han hecho bien, quizá nos han hablado con cierta dureza. ¡El
amor no es blandengue! El amor es fuerte, potente, incisivo. Si el amor fuera un mero
sentimiento, no movería nada, nos quedaríamos empantanados en la flojera de los estados
de ánimo. Un verdadero amigo, al ver tu forma de ser o de hacer las cosas, ¿se encoge
acaso de hombros? ¿No te llevará la contraria cuando te hace falta? ¿Quién es un buen
padre de sus hijos, el que les permite todo, o el que, sin exasperarlos, los corrige y los
conduce a su verdadero bien?
Una vez hablaba con adolescentes de las tentaciones de Cristo en el desierto, y de
que, cuando el demonio le lleva al pináculo del templo con la pretensión de que se mueva
de acuerdo con sus deseos, todos quedamos retratados: deseamos que Dios haga siempre lo
que le pedimos. Una chica de catorce años, ante la pregunta «¿Qué pensarías si tu padre
hiciera siempre lo que le pides?», permaneció un instante en silencio y me respondió: «Que
ya no me quiere». Tenía razón. Quien te quiere bien, te dice «no». Quien te quiere bien te
lleva la contraria, te corrige. Lógicamente no hace solo esto, pero sabe hacerlo cuando es
necesario.
La misericordia de Dios es el modo de proteger nuestra vida, porque misericordia es
la preocupación por los demás, la búsqueda del bien del otro. La misericordia lleva a que
uno busque con tenacidad y ternura el bien ajeno; acompaña, hasta que el otro alcance sus
mejores objetivos; dirige a las personas hacia el bien, y las guía, si es oportuno.
Quien me dice muchas cosas bonitas quizá no me sirva demasiado, pero quien me
enseña a hacer cosas hermosas, ese me es realmente útil.
No hay ninguna duda: la misericordia es un acto, una obra, una sabiduría, un
cuidado, una sana inquietud por el otro. No disminuye su ayuda hasta alcanzar el buen
resultado. Sabe acoger, y por tanto mirar, e incluso gritar si es necesario. Sabe decir no, y
sabe decir sí, no depende de lo que se «siente», sino de lo que realmente ayuda.
El centro de la misericordia no es el amante y sus sentimientos, sino el amado y su
verdadero bien. Si se reduce únicamente al amante se llama más bien narcisismo, estética.
Dios nos ama corrigiéndonos cuando lo necesitamos, consolándonos cuando lo
necesitamos, apoyándonos cuando lo necesitamos y poniéndonos delante muros, si lo
necesitamos. Él sabe de qué pasta estamos hechos, sabe que sin Él no lo lograremos.
Corrige a sus hijos como un padre y, como una madre, es siempre un «sí» para nuestra vida,
a pesar de lo que hayamos hecho.
Y, sobre todo, Dios no se desanima nunca y no suelta la presa «... porque es eterna
su misericordia».
Pero esto ¿a dónde nos lleva? Paternidad que entrega, maternidad que engendra.
Estas son las prerrogativas que tienen que ver con la vida. No son categorías éticas, sino
biológicas o existenciales. Nacer, haber sido criados, preservados, cuidados, curados,
sanados, protegidos, guiados.
El punto de mira es el de quien lleva de la mano a un niño, a su niño. Al fruto de sus
entrañas, a la niña de sus ojos. Este es el Dios de la Biblia, no una potestad divina genérica,
anónima, sino el Dios de la vida. La misericordia divina remite a un nexo completamente
esencial: la vida. La vida del hombre es preciosa. Nace en Dios y solo Dios posee las
características de quien hace surgir la vida y de quien la guía.
Decir que la misericordia no es un sentimiento no es solo un intento de dar una
definición que nos salvaguarde de la emotividad, sino una señal de que debemos abrirnos a
una dimensión más profunda. No se puede copiar la misericordia, porque no se puede
trabajar sobre la vida en términos de analogía: ¿cuál sería la analogía de la vida?
Probemos a analizar la frase del Evangelio de Lucas que nos encerraría en una
aparente actividad mimética: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso»
[12].
Antes de desarrollar una actividad análoga a la de Dios, está la relación con Él: una
relación filial. La misericordia no procede del hombre, sino de la relación con Dios.
En un libro no se debería hacer, pero aquí tendríamos que repetir, al menos cinco
veces, esta frase:
La misericordia no surge del hombre, sino de la relación con Dios.
La misericordia no surge de mi voluntad, sino de mi relación con Dios.
La misericordia no surge de mi psicología, sino de mi relación con Dios.
La misericordia no surge de mi energía, sino de mi relación con Dios.
¿Podemos hacerlo? ¿Lo permitiría el editor, en su prudencia? La misericordia, tejida
de capacidad de generar y guiar la vida, debe tener, como la vida, su fuente en Dios.
Esta es la razón por la que fallamos.
Porque partimos de nosotros mismos.
Por eso hemos de repetir, casi como una obsesión, que la misericordia no es un
sentimiento: porque no es una prerrogativa o característica personal, sino el fruto de una
relación.
¿Y entonces? La misericordia de la que hablamos no es una obra humana. Esa ya la
hemos descrito al comienzo del capítulo como incompleta, parcial y quebradiza. Aquello de
lo que tenemos que hablar es fruto de una sinergia, o mejor aún, es una obra de Dios en el
hombre, pero no una magia, pues implica su consentimiento, su adhesión. Las obras de
misericordia son actualizaciones de una virtud teologal, la caridad. Son obra del Espíritu
Santo en nosotros. De otro modo no podríamos hablar de obras de vida eterna.
En efecto, al tratar de las distintas obras de misericordia espiritual tendremos que
discernir los sucedáneos, las para-obras, la falsa misericordia, que es la más difundida. La
verdadera es bastante rara.
LAS OBRAS DE MISERICORDIA CORPORALES Y ESPIRITUALES

La misericordia no es solo la naturaleza de Dios. Es también una urgencia dramática


para nosotros. Pensemos en un matrimonio sin misericordia, en una amistad o un ambiente
de trabajo sin misericordia. El infierno. Como un hijo que no tuviera misericordia de su
padre: «¡Que mi padre muera solo, como un perro! ¡Ese bastardo nunca me ha aceptado
realmente, ahora lo pagará!». ¿Son escenarios impensables?
O imaginemos, incluso, una paternidad con una misericordia falsa, hipócrita, irreal.
El amor ficticio de relaciones que no llegan nunca a clarificarse, ni a tocar la fibra sensible.
Aquella distancia de un milímetro, que parece más bien de años luz. Una tristeza
inconfesable, la de no haberse dicho todo nunca, y haber dejado las cosas flotando en un
ámbito gris e indefinido.
Más aún: ¿puede un ser humano llegar hasta la línea de meta de su existencia
aceptando, como balance de su vida, la realidad de no haber amado nunca realmente? ¿La
misericordia se encuentra en el ámbito de lo opcional o es una necesidad de la vida
humana?
La felicidad más profunda, en la vida, es ocuparse de alguien. Haz la prueba. Sólo el
amor verdadero da la felicidad verdadera.
A la cabecera de muchos moribundos he aprendido que, al final de la vida, nos
preguntaremos si hemos querido a alguien realmente, hasta el fondo. Esta será la pregunta
que nos haremos. Nos daremos cuenta de que no nos vamos con las manos vacías si
tenemos la certeza de haber alegrado la vida a alguien, de haberle cuidado de verdad.
LA MISERICORDIA: OBRA DE DIOS EN EL HOMBRE

Y esto, ¿cómo se hace?, podríamos preguntarnos. ¿De dónde surge este producto?
¿Qué son las obras de misericordia? ¿Cómo se llevan a cabo? ¿Cómo nos hacemos cargo de
alguien? ¿Qué estilo de vida exige? Parecen preguntas obvias, pero en realidad debemos
matizar una vez más algunos malentendidos.
Tendencialmente, como hemos visto, creemos que la misericordia nace de la
voluntad, de la decisión de ser misericordiosos, y lo ratificamos valorando nuestro
planteamiento como un deber: el deber nos llama, nos obliga a ser misericordiosos. La
gente es convocada a la misericordia y a realizar actos de piedad, de perdón, de acogida,
acudiendo a frases como «decídete», «date cuenta de que es necesario», «es preciso».
Semejante lenguaje nos dirige a la apnea existencial, nos desliza hacia una
misericordia y un amor extenuante, obligatorios, que exigen un estado psicofísico óptimo,
pues requieren toda nuestra fuerza, nuestra coherencia y nuestro compromiso. Así, un
considerable número de personas renuncian al ejercicio de la misericordia porque la
encuentran agotadora, cargante. Se vive el perdón y el servicio aguantando la respiración:
soltaré el aire después de ejercitar la misericordia; volveré a ocuparme de mi vida tras
ocuparme de la del otro, y obtendré por fin oxígeno... Todo esto no cuadra y corresponde
más bien a tristes fracasos espirituales, a balbuceos de misericordia, nada raros: iniciativas
no concluidas, parábolas no literarias sino bien gráficas, donde se comienza a hacer algo,
pero luego se abandona, porque me canso, porque no puedo más. Es la trayectoria de
muchos voluntarios que quieren hacer cosas y descubren que solo se apoyan en sus fuerzas,
y estas son escasas. ¿Cómo salir de este atolladero?
En el capítulo segundo del Evangelio de Marcos se relata algo emblemático. Jesús
está en casa de Pedro y hay mucha gente, también escribas. No es posible acercarse a Él,
pero algunas personas quieren introducir en la vivienda a un paralítico. Las casas en aquel
tiempo tenían el techo de paja; no fue difícil subir y hacer un agujero por el que descolgar
la camilla del paralítico, y ponerlo delante de Jesús. ¿Qué podemos decir sobre esto? ¿Cuál
es el problema? Un hombre es descolgado desde el techo porque es paralítico, de eso no
hay duda: lo llevan allí porque él no camina. Ese es el problema.
Jesús mira la escena y dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados» [1].
¿Qué tiene esto que ver? Como si a un desgraciado que hubiera atravesado el
desierto y llegara arrastrándose, extenuado por la sed, le dijéramos: «¿Quieres ser mi
amigo?». ¡El paralítico no anda, su problema es c-a-m-i-n-a-r! Jesús dice: «...tus pecados te
son perdonados». Pero, ¿qué dice? ¿Se da cuenta de lo que está pasando?
«Estaban allí sentados algunos de los escribas, y pensaban en sus corazones:
“¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?”» [2]. Los escribas tienen razón, dicen algo justo: ¿quién puede limpiar el pecado?
Sabemos lavar una prenda, regenerar materiales, limpiar, sanar algunas cosas, pero ¿cómo
se limpia un corazón? A un alma, después de un error, ¿cómo se le devuelve la tersura? Allí
se queda, de por vida. Conviviremos con él. Podemos sublimar, remover, reinterpretar...,
pero allí sigue. Poner a cero la cuenta de los pecados no está al alcance de la técnica
humana.
En el Antiguo Testamento hay dos verbos, «crear» y «perdonar», que tienen un
único sujeto, Dios. Crear, en hebreo barà (extraer de la nada), significa que solo Dios
puede crear, eso es innegable. El otro verbo, selah, es perdonar, y también solo Dios puede
hacerlo. ¿Quién puede decir que los pecados son perdonados? ¿Qué psicoanalista puede
decirlo? Pero Dios sí puede darnos una nueva vida, sólo Él sabe hacerlo. Los escribas
tienen razón.
El problema de los escribas es más bien que no son conscientes de con quién se la
juegan. Se están enfrentando a la potencia de Dios: «Y enseguida, conociendo Jesús en su
espíritu que pensaban para sus adentros de este modo, les dijo: “¿Por qué pensáis estas
cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: ‘Tus pecados te son
perdonados’, o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues para que sepáis que el
Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados –se dirigió al
paralítico–, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y se levantó, y al
instante tomó la camilla y salió en presencia de todos, de manera que todos quedaron
admirados y glorificaron a Dios diciendo: “Nunca hemos visto nada parecido”» [3].
Jesús no niega que sólo Dios puede perdonar los pecados, pero dice: «El Hijo del
Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados», es decir: él tiene este poder
sobre la tierra.
La misericordia de Dios es solo de Dios, nosotros no podemos administrarla, no
podemos apoderarnos de ella. No se le puede pedir al hombre la misericordia de Dios. Se le
pide a Dios. El hombre puede ser «canal» del poder de Dios. Si por misericordia
entendemos cuatro monedas, está al alcance del hombre; si por misericordia entendemos
solo buenas intenciones, también está a su alcance, en lo que estas valen; pero para que
verdaderamente sea eficaz, hace falta capacidad de crear, de influir sobre lo real, y sólo
Dios puede hacerlo.
Pero ¿cómo funciona el gozo, el contagio de esta misericordia?
Vamos a la escena de la resurrección de Jesús en el Evangelio de Juan, capítulo
veinte: «Vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y
dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron.
Les repitió: “La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho
esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”» [4].
Centrémonos en un dato: como el Padre envía a Cristo, así Cristo nos envía a
nosotros, dándonos su Espíritu.
Pensemos con un poco de rigor: ¿por qué Jesús sabe amar? Porque es amado. Él es
y vive de un regalo. El Padre lo ha engendrado, le ha dado el ser, le ha dado plenamente a sí
mismo. El Hijo es feliz de ser, es un gozoso deudor, siente gratitud hacia el Padre. Es feliz
de ser amado, y por consiguiente su vida es amar. Recordemos el bautismo de Jesús en el
río Jordán; Dios se acerca e irrumpe diciendo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he
complacido» [5]. Jesús contempla este amor, este gozo, y es feliz. Él no hace nada sin el
Padre. Para Él, pensándolo bien, entrar en nuestra condición de pecadores, en Getsemaní,
supuso prepararse para la separación del Padre, algo dramático, atroz, hasta el punto de que
gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» [6]. Exclama: «¿Cómo voy a
vivir sin Ti?».
Y pensar cuántas cosas hacemos nosotros tranquilamente, sin el Padre...
Recibir el Espíritu Santo quiere decir, ante todo, tener el ser de Cristo, que es
relación con el Padre. Es vivir de Él, y llenarse de gratitud.
El perdón de los pecados, la misericordia según la medida de Dios, es la capacidad
de cambiar la vida, de darle un impulso radicalmente nuevo. Y esta es una obra de Dios.
Si fundamentamos la misericordia en nuestra voluntad, en nuestra determinación o
en el sentido del deber, no haremos más que fracasar una y otra vez. Estas cosas sólo son un
pobre preludio, pues es la potencia de Dios la única capaz de operar semejante
regeneración.
Nos tiene que suceder a nosotros lo que le sucede a Jesús. Como Él fue enviado, así
también nosotros necesitamos vivir, movernos, ser empujados por la misma causa, y
enviados de una forma similar.
«Como el Padre me envió, así os envío yo» [7].
¿Cómo es esto?
En el Evangelio de Juan aparece una persona llamada el «discípulo amado», que en
la última Cena hace un gesto: reclina la cabeza sobre el pecho de Jesús. En ese momento,
mantiene un diálogo íntimo con Jesús sobre la traición de Judas: «Estaba recostado en el
pecho de Jesús uno de los discípulos, el que Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le
dijo: “Pregúntale quién es ese del que habla”. Él, que estaba recostado sobre el pecho de
Jesús, le dice: “Señor, ¿quién es?”» [8]. En ese instante, Juan siente cómo el Corazón de
Jesús late de amor por Judas. Desde ese momento es llamado el «discípulo amado», no
antes, porque ahora ha conocido el amor. «Estaba recostado en el pecho de Jesús»: esta
expresión había aparecido ya en el prólogo del Evangelio de Juan, donde hay un himno
extraordinario que, hacia el final, dice: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Dios Unigénito,
el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» [9].
Es la misma imagen que la de un niño acurrucado en los brazos de su padre. Jesús
está siempre unido y orientado al Padre, y el discípulo amado hace lo mismo con Jesús,
escucha su corazón. Así se puede entender la expresión: «Como el Padre me envió, así os
envío yo».
«Recibid el Espíritu Santo», la naturaleza de Dios puede entrar en nosotros, ahora
podemos vivir de amor y de perdón. «A quienes les perdonéis los pecados, les son
perdonados»: podemos tener misericordia, asumimos una responsabilidad grandiosa, que
nos ha sido dada por el Señor para llevar su amor a los demás, porque dice también: «A
quienes se los retengáis, les son retenidos»: si tú no lo haces, ¿quién lo hará? Si no lo hace
aquel que ha conocido el amor de Dios, ¿quién podrá hacerlo? Para dar este amor hay que
haberlo recibido.
Hay una diferencia abismal entre la filantropía y el ágape, el término griego
utilizado principalmente por san Pablo y el Nuevo Testamento para indicar el amor. Existe
un amor por el hombre, que es humano y debe ser reconocido como tal; y el ágape, es decir,
el amor de Dios, llevado al hombre por el Espíritu Santo. De hecho, la filantropía tendrá
que ver siempre con la justicia, mientras el amor de Dios fundamenta el perdón, la
capacidad de dar la vida eterna, de dar el Espíritu Santo y de ser su instrumento. Dice la
primera carta de Juan: «Todo el que ama ha nacido de Dios» [10]. Es cierto que podemos
pedir al hombre que realice obras de acogida, de misericordia humana, filantrópicas;
bendito sea Dios cuando los hombres y las mujeres abren sus corazones al bien. Pero las
obras de las que hablamos, tanto espirituales como corporales, se refieren a la integridad de
la persona humana.
Podemos hacer cosas buenas para la humanidad, partiendo no del amor, sino del
sentido del deber, del impulso de la justicia o de nuestra buena voluntad. O también de un
amor que es estético y humano, pero sin eternidad. La justicia humana no salva, no tiene el
Espíritu Santo que re-crea, regenerando al que ha errado. Nuestros «penales», por ejemplo,
son lugares de penitencia, porque allí el malhechor debería re-educarse, para volver a ser
elemento social positivo –no negativo– de la sociedad. Lo siento, pero no he visto a nadie
salir de la cárcel mejor que cuando entró. A menos que alguien haya depositado confianza
en él, amándolo. Esto sí que lo he visto. Pero no era la cárcel la que producía el crecimiento
y la regeneración de la persona. Era el amor encontrado ocasionalmente, por coincidencia,
en ese lugar, y no por su estructura. Ninguna cárcel curará nunca a una persona. Sólo el
amor cura al hombre. Las cárceles malean. A nuestras sociedades justicieras y punitivas les
falta lucidez, pues quien sale de la cárcel conserva un carácter vengativo. La única curación
es la misericordia.
Establecidos estos parámetros, ¿cuándo un acto de misericordia es una obra que
hace a Dios presente? Cuando Dios está dentro, obviamente. Los hombres pueden hacer el
bien, un bien genérico, transeúnte, «de corto alcance». Pero aquel bien que contiene más,
que lleva en sí lo invisible, no es sólo piel, ni solo biología: implica la misericordia
espiritual, que inerva también las obras de misericordia corporales, pues nace de la relación
con Dios, de la fe. No es posible curar a un enfermo y darle a la vez esperanza, sentido del
dolor en Cristo, resurrección, si no se unen las obras de misericordia corporales con las
espirituales. Sería grotesco escindirlas. Es imposible cumplir las exigencias de nuestra fe
realizando simplemente actos físicos. Se puede vestir a un desnudo, cubriendo solo su
cuerpo, pero darle la dignidad de hijo de Dios, como sucede en el bautismo, solo es posible
desde la fe. Esto no supone despreciar las obras humanas pero invita a ver, en su belleza, su
carácter incompleto, porque no llevan consigo la eternidad, el paraíso. De todos modos,
benditos sean los que hacen el bien en la tierra, pues serán acogidos por el Padre, que sabrá
premiarles. Pero nosotros, habiendo conocido el amor de Dios, estamos llamados a llenar
todo de eternidad, realizando estas obras a partir de nuestra relación con Dios.
CUERPO Y ESPÍRITU
Llegados aquí, podemos preguntarnos qué son realmente las obras de misericordia
espirituales y corporales.
El amor actúa según dos coordenadas, el cuerpo y el espíritu, porque el hombre es
así, está constituido por un cuerpo y un espíritu, tiene una vida biológica y una vida
interior. La Iglesia enseña que el hombre es «unidad de cuerpo y alma» [11]. Todo lo
corporal en el hombre es también espiritual, y lo espiritual se convierte en corporal: son dos
aspectos de la misma realidad. Las obras de misericordia corporales se refieren a «visitar a
los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino,
vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos». Todas se refieren al cuerpo:
quitar el hambre y la sed, vestir, acoger, visitar, enterrar. Miran a una realidad física, son
objetivas. Las obras de misericordia espiritual, en cambio, son «enseñar al que no sabe, dar
buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende,
consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y
por los difuntos». Enseñar, aconsejar, corregir, perdonar, consolar, soportar, rezar. Estas
obras hacen referencia al otro en la realidad de su espíritu, en su aspecto psíquico,
espiritual: nacen de la realidad interior, atañen al corazón, y el desafío es precisamente
hacerse cargo del corazón del otro.
Las obras espirituales, más que las corporales, tienen que ver directamente con la fe.
Las obras de misericordia corporales, de hecho, materialmente, se podrían hacer también
sin fe. El texto que explica las obras de misericordia corporales está en el capítulo XXV del
Evangelio de Mateo: «Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de
todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él
todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los
cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces
dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de
comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o
desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”. Y el
Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis
hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» [12].
Al comienzo de este texto se afirma que Jesús reunirá ante sí todos los «pueblos»,
las «gentes», los «gentiles», literalmente las «etnias»; es decir, las personas que lo ven por
vez primera, que no han realizado una profesión de fe explícita en su nombre, aquellos que
no saben que han hecho algo por Él, que han tenido un trato con Él. Lo desvelará el juicio
universal, donde será manifestado lo auténtico, lo que el hombre ha hecho bien. Parecería,
pues, que no hay necesidad de tener una fe explícita en Jesucristo para realizar las obras de
misericordia corporales. Es de Dios de donde procede la misericordia, pero el hombre
puede hacer estas obras a partir de su humanidad.
Las obras de misericordia corporales parecen más accesibles. Da la impresión de
que vestir a un desnudo es un simple problema práctico, relativamente fácil, pero consolar
al afligido parece mucho más difícil. En las obras de misericordia espirituales hace falta
mucho más que el trabajo de las manos. Para estas se requiere cierto nivel espiritual,
mientras que para las corporales bastaría el cuerpo. Las obras de misericordia corporales,
con la certeza que proporciona el texto de Mateo 25, serán exigidas a todos; todos serán
juzgados sobre si las realizaron o no. Cualquier persona, ateo o creyente, puede cuidar de
alguien, la fe no es necesaria para hacerlo. Basta nuestra humanidad. Para las obras de
misericordia espirituales hace falta algo más, al menos eso parece.
Pero precisemos una cosa: el reto no es practicar las obras corporales y las
espirituales. El verdadero desafío es UNIRLAS. Si no se practican simultáneamente, unas
se corrompen por la ausencia de las otras. Admitiendo la certidumbre de que es más difícil
consolar a un afligido que vestir a un desnudo, resulta evidente que consolarle sin detectar
que, por ejemplo, necesita ropa, es grotesco, y convierte en ridículo todo posible consuelo.
Es decir: no es una buena estrategia separarlas. Los pragmáticos vacían de eternidad
el amor, los espiritualistas lo vacían de realidad. No hay corazón, y no hay cielo en quien
desprecia las obras espirituales; no hay cuerpo ni tierra en quien descuida las corporales. El
Señor Jesús une en sí cielo y tierra, humanidad y divinidad, cuerpo y espíritu. Y esta es
nuestra apasionante aventura: ciertamente no la división en sectores, o el
desmembramiento, sino la comunión de todas las dimensiones de nuestra existencia con la
gracia de Dios.
¿Por qué las obras de misericordia espirituales son precisamente estas: «Enseñar al
que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al
que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios
por los vivos y por los difuntos»? En la Escritura no tenemos un texto único, sino un
conjunto de pasajes que reflejan una sabiduría operativa que actúa dentro de las diversas
obras.
El primer testimonio de nuestra lista procede de un maestro de la fe, Lactancio, que
vivió entre los años 250 y 325 d. C., y realizó un trabajo peculiar. Era la época de los
grandes Concilios de Nicea, de Constantinopla, cuando cristaliza la fe de la Iglesia:
mientras otros deducían de la teología el Credo de la Iglesia, Lactancio quiso combatir
contra las herejías y enunciar la verdadera fe a través de la praxis cristiana: los creyentes
aman así, hacen estas cosas y de ahí se deduce su fe, y se comprende qué creen. Este es el
núcleo del discurso.
La Carta de Santiago dice: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin
obras, y yo por mis obras te mostraré la fe» [13]. Para ser cristianos no es suficiente que
alguien te diga quién es Cristo, hay que ver a Cristo en quien te lo dice. Los cristianos
obran según el Padre, como hijos de Dios y, por lo tanto, saben cumplir las obras
espirituales, son capaces de una sabiduría que revela una vida nueva. Esta sabiduría no la
posee quien es sabio, sino quien tiene una vida diferente. Son los ojos, las manos, la
inteligencia de aquel que nace de Dios. Abordaremos la aventura de cómo actúa un hijo de
Dios, es decir, de cómo actúa el Padre. Se aconseja al dudoso de una manera precisa porque
se ha recibido un específico don de consejo, y se sabe enseñar lo que realmente importa,
porque se es aleccionado en lo que solo el Padre puede revelar.
Nuestra aventura consistirá en descubrir las obras cristianas que cuidan del corazón
ajeno según una vida, una visión de las cosas, una intuición que arranca de la Pascua del
Señor Jesús y de la vida que se recibe en los sacramentos. Y solo en ellos.
San Pablo dice algo inaudito en el segundo capítulo de la Primera Carta a los
cristianos de Corinto: «Pero nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y
enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino con
palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con palabras
espirituales. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son
necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu.
Por el contrario, el hombre espiritual juzga de todo, y a él nadie es capaz de juzgarle.
Porque ¿quién conoció la mente del Señor, para darle lecciones? Pues bien, nosotros
tenemos la mente de Cristo» [14].
Tu cuñado te pregunta cómo resolver un problema que tiene en el trabajo. ¿Qué le
dices? Si tienes el espíritu del mundo, y cuentas solo con tus fuerzas, le hablarás de las
trivialidades de este mundo, de sus trucos, de sus inmoralidades, de sus individualismos.
Pero si has recibido el Espíritu de Dios, sabrás hacerle descubrir la Providencia en ese
problema, le indicarás la vía del amor en esa tribulación, le desvelarás cómo encontrar a
Dios en aquella situación, cómo crecer en ese acontecimiento aparentemente oscuro. Si
tienes la mente de Cristo.
¿Y si no tienes esta mente de Cristo? Repetirás obviedades. Verás al paralítico y
dirás: hace falta un médico. Nos pondremos al nivel del agua que moja y del fuego que
arde. Aportación a la verdad: cero.
El pueblo cristiano se queja a menudo de la predicación poco incisiva de los
sacerdotes. Buenos sentimientos y voluntarismo. Voluntarismo y buenos sentimientos, en
selección aleatoria. Venid al Señor con cantos de aburrimiento.
Pero hay algo peor; podemos llegar a la típica confusión de consolar a los que
yerran minimizando los errores, reprender severamente a los afligidos, enseñar lo que ya
saben a las personas molestas y reñir a los dubitativos. Un batido no demasiado inusual de
conceptos cristianos disparados mediante secreciones hormonales.
Direcciones espirituales improvisadas, consejos no verificados, axiomas declarados
sin preparación alguna, deducidos de confusas reminiscencias de lejanos recuerdos de
seminario, o de catecismo. ¿Exagero? Quizás sí. Quizás no.
Pero realizar un viaje por las obras de misericordia espirituales será, en cambio,
llevar a cabo una aventura en el marco de la sabiduría cristiana, zambulléndonos en las
aguas de «lo más hondamente cristiano». Será también una especie de tratado práctico
sobre la gracia de la encarnación, sobre la inculturación cotidiana, sobre cómo nos inspirará
el Espíritu Santo en las más diversas situaciones.
Comencemos pues.
LAS OBRAS DE MISERICORDIA ESPIRITUALES
1. ACONSEJAR A LOS QUE DUDAN [1]

Esta es la primera de las obras de misericordia espirituales. ¿Cómo podemos hacer,


para analizarlas una por una? Más o menos podemos seguir cuatro fases: ante todo,
entender la urgencia, la carencia que procuran remediar –en este caso, cuál es el problema
de aquellos que dudan y, por tanto, qué misericordia necesitan–. En segundo lugar, veremos
los sucedáneos de cada obra. Comprenderemos luego en qué consisten y, por último, cuál
es el camino para llegar a recibir la gracia de ejercitarnos en estas obras.
UNA SERIE INTERMINABLE DE ENCRUCIJADAS

¿Cuál es el problema de quien duda? La vida es una serie interminable de


encrucijadas que nos sitúan ante opciones y alternativas; es un aspecto dramático de nuestra
existencia. Al elegir esta o aquella dirección, a veces nos jugamos todo. Algunas personas
arruinan su vida por sus propias decisiones; otras eligen bien y la salvan, salen de la
desesperación, del dolor, o simplemente, de una mala gestión.
Cada mañana, al despertarnos, decidimos qué haremos y qué no haremos; cada
opción implica una exclusión. Las decisiones cotidianas pueden ser banales, ordinarias, sin
apenas riesgos; o importantes, hasta el punto de que pueden comprometer mucho, o incluso
todo. Y a menudo ni siquiera sabemos si una elección es relevante o no. Con frecuencia nos
obsesionamos con asuntos de segundo orden, y nos olvidamos de los vitales, por ignorancia
o por desidia.
Una duda, a su vez, puede «machacar» a una persona hasta reducirla a un estado de
inactividad.
Hay personas, y es un dato antropológico nuevo, que entran en una fase de
indecisión en torno a los veinte años y tardan mucho tiempo en salir de ella. Si se fracasa en
la identificación del propio camino, se puede llegar a los cuarenta años sin haber realizado
una sola elección definitiva. Es un área de estacionamiento en la que muchos no encuentran
la salida, y quienes se encuentran en este tipo de bloqueo, por ejemplo, no logran casarse o
encontrarse a sí mismas, es decir, tomar un camino unívoco. A menudo están
condicionados por la cultura ambiental, bastante ambigua.
San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han criticado muchas veces la cultura
del relativismo. ¿Por qué ha sido tan vituperada por los Papas? Porque es una cultura donde
se equiparan todas las opciones, donde la libertad se confunde con la banal posibilidad de
elección. La libertad es mucho más. Exige mucho más. Es el dominio completo de sí
mismo, el principio de auto-determinación, la capacidad de «terminarse», de ponerse
límites, de decir síes y noes reales, auténticos, eficaces. Quien no sabe decirse «no» a sí
mismo, tiene que satisfacer todos sus caprichos, no es libre, es una persona en fase infantil,
en un estado de inmadurez que debe superar.
Pongamos un ejemplo: ¿cómo se provoca una crisis neurasténica en un niño? Se le
lleva a una tienda de juguetes y se le pide que elija uno él solo. Es una tortura cruel. Al
elegir, el niño sufrirá la consiguiente selección, y la angustia de perder los demás juguetes.
Cada elección supone una pérdida inmensa. No es un buen sistema para educar: es
preferible guiar a ese niño en su elección y ayudarle, hasta que llegue a la edad de la
«discreción» y sea capaz de «discernir». Y por el contrario, muchas de las cosas que se
hacen con un menor resultan auténticos abusos...
Da pena pensar en tantos padres post-sesentayocho que han practicado esta cruel
pedagogía: escoge tú, te dejo libre. A un niño de siete años hay que darle puntos de apoyo,
no pináculos desde los que lanzarse al vacío. Un niño necesita orden, horarios. No puede
tener que decidir a qué hora tiene que acostarse o comer. Es interesante ver cómo estos
niños, cuando llegan a adolescentes, se convierten a menudo en soldaditos ávidos de reglas,
cuadriculados por el horror al desorden. Te los vuelves a encontrar veinteañeros, sin una
sola pauta interior pero llenos de líneas rectas exteriores, que se han trazado para poder
sostenerse en pie. Luego, pobres chiquillos, si encuentran un punto de referencia externo
válido, te entregarán su corazón de lo felices que están. Y Dios nos libre de tomar ese
corazón. Dios nos guarde de poner nuestras manazas sobre estas almas, a las que, en
cambio, debemos ayudar a crecer, a encontrar su estructura endógena. Hay que quedarse un
paso atrás. Hay que ejercer una sobriedad paterna, aun a riesgo de decepcionarles: será
siempre mejor que convertirse en imprescindibles. Cuántos sacerdotes he visto tomar esa
dirección, embriagados por sentirse centro de gravedad permanente, no tendrás otro
sacerdote fuera de mí. Y no solo sacerdotes. Criminales. Dios nos salve y salve a nuestros
jóvenes.
Formar una persona en el arte de la decisión exige delicadeza, paciencia, tiempo y,
repito, sobriedad paterna. La realidad de la elección, la duda, es una dramática y vertiginosa
condición de la vida: al elegir, insisto, debemos necesariamente perder algo. Perder en este
caso quiere decir renunciar a lo que no hemos elegido. Casarse, por ejemplo, quiere decir
elegir un cónyuge y renunciar a todas las demás posibilidades, o consagrarse a Dios
significa elegir un camino y dejar atrás todos los demás; y así sucede en cualquier elección.
¿Cuál es, entonces, el problema del que duda? La condición típicamente humana de
no tener claridad entre una elección y otra, de no saber qué es mejor. Y aquí aparecen los
enfoques superficiales. El principal, pensar que se trata de una cuestión de elegir entre el
mal y el bien. Ojalá fuera tan elemental. Si la elección fuese entre el bien y el mal, sería
fácil y neta. Quien debe elegir entre los extremos escoge con seguridad el bien, no es
difícil. Pero no es siempre tan sencillo. La auténtica elección, de hecho, no es entre el bien
y el mal, sino entre el bien verdadero y el bien falso. Todas las opciones, si son serias,
tienen al menos una apariencia de bien, y eso es lo que hace ardua la vida.
El dubitativo, el que debe decidir, se encuentra en una encrucijada, y no avanza.
¿Por qué? Antes de llegar a este punto, hay un problema de fondo: la vida es ambigua y
presenta, al menos, una doble apariencia. Tantas veces, centrar la elección entre dos únicas
opciones resulta simplista.
LA TENTACIÓN DE LA SERPIENTE ANTIGUA

¿De dónde arranca todo esto? La palabra «duda», etimológicamente, proviene de la


palabra «dos», «dualidad», ambigüedad de lo real. ¿Y de dónde nace esta tortura?
Según la Escritura, nace del capítulo tercero del Génesis, de la tentación de la
serpiente, donde aparece otra interpretación de la situación, diferente a la prevista por Dios.
El hombre tiene un status de partida claramente bueno, que en un momento dado se percibe
de «otra» manera. Dios Creador, Omnipotente y Padre, ha puesto al hombre en una realidad
luminosa, pero ¿dónde se insinúa la tentación? En la interpretación de esta realidad. Como
los hechos surgen de la omnipotencia de Dios, la interpretación está sujeta a una lectura, la
hermenéutica de lo objetivo, que puede sufrir la malicia ambigua del diablo. En sí, en la
palabra «diablo», la raíz de duplicidad, ruptura, contraposición, no está presente por
casualidad.
El pecado brota de esta duda sobre lo real, y Eva, la humanidad, cae en esa
interpretación que lleva a distanciarse de Dios, a dudar primero, y a rechazar después la
lectura de la realidad proporcionada por Dios, que es el Creador. Y en consecuencia, todas
las cosas se vuelven automáticamente ambiguas.
Satanás es el maestro de la ambigüedad, daña el sentido de lo verdadero y lo bello,
mostrando el mal donde en realidad no está. Satanás no niega que Dios exista, pero hace
creer que en Dios está presente el mal. Desde ese planteamiento, el hombre se ve obligado a
determinarse a sí mismo, a su propia vida, partiendo de la coexistencia de todas las
hipótesis, incluso las peores, es decir, la de un Dios fundamentalmente no cierto, o no
bueno, o no presente o no partícipe. Todo es posible.
Este «pensar» es lo que entiende Descartes, el filósofo francés fundador del
racionalismo moderno, cuando afirma: «Ego cogito, ergo sum, sive existo» [2]. «Yo pienso,
por lo tanto soy, luego existo». Este pensar aparece como una soledad abismal. No hay
ayuda, no existe padre o madre, no hay nadie que nos tome de la mano, nos saque de la
penumbra, y nos lleve a plena luz: el hombre debe resolver todo sobre la base de su propia
razón. No hay ninguna relación que fundamente nuestra vida. Es terrorífico y triste.
También porque la razón tiene límites devastadores.
En esta penumbra, la relación con Dios se desvía a causa del miedo y, alimentando
la duda de la ambigüedad de su Creador, el hombre pierde en consecuencia la capacidad de
«ver» las cosas, los hechos, en su auténtico sentido.
En el relato del Génesis, el cuerpo, que antes era una realidad vivida con sencillez,
se convierte de repente en vergüenza, porque la corporeidad puede ser ahora interpretada
como simple realidad personal o como instrumento de poder, de atracción, de explotación,
con todo lo que ello implica. El hombre entonces debe cubrir su cuerpo, porque se siente
objeto de una mirada ambigua. El trabajo, que antes era bendito, se hace maldito, pierde su
esencia de servicio, de sustento, de proyecto, y se transforma en fuente de ganancia o de
autoafirmación, perdiendo su aspecto fraterno. Del mismo modo, todo es objeto de una
interpretación oscura, engañosa, despersonalizada, cosificante.
Aparece entonces, en el extraordinario texto del Génesis, una realidad de confusión,
en la cual la pareja pierde su sintonía, se desintoniza y rivaliza, reflejando una realidad
ambigua y mal interpretada. En la oscuridad, las cosas llevan el eco del bien, pero también
el del mal, porque existe el riesgo de leerlas mal y utilizarlas mal. Todo pierde sus
contornos.
Así, incluso en la más terrible depravación hay siempre memoria de algo bueno, e
incluso en el bien más alto, existe el miedo a un mal latente. Caemos en la absurda
situación de tener que encontrar alguna justificación en el mal y algún valor en el bien, pero
hasta cierto punto, pues hay que dejar espacio a la sospecha; pensemos, por ejemplo, cómo
la justicia puede acabar justificando la violencia.
Esta ambigüedad parece proceder de las cosas, pero en realidad se asienta en el
corazón, porque es precisamente el corazón el que acepta o rechaza la lectura benévola que
nos da Dios. Por eso, vale la pena empezar a preguntarse si la solución de la duda está
realmente fuera de nosotros. El hombre, al escuchar aquella voz que dice, en síntesis, que
Dios no lo ama, pierde su seguridad, piensa que Dios se ha enfadado con él cuando, en el
fondo, se merece su amor. Así les sucede a Adán y Eva. El mal usa esta tentación
poniéndonos en la tesitura de leer la realidad desde un doble, triple o múltiple punto de
vista.
Esta ambigüedad es una ceguera del hombre, una sobre-lectura, una proyección de
la propia ambigüedad interior. El hombre se encuentra inmerso en una realidad sujeta a esta
lectura incompleta, donde hay siempre algo que podría ser lo contrario de lo que parece;
pensamos que una cosa puede ser buena, pero es mala, o viceversa. ¿Cómo se resuelve este
problema?
Que quede claro: las dudas son de diversos tipos. Hay cosas que propiamente no se
saben. Y se duda mientras faltan datos objetivos. Otras veces el problema es de
precipitación, cuando no tenemos todos los elementos, y esto es soberbia, desdén,
arrogancia; otro problema es detenerse en la encrucijada ante distintas posibilidades, y este
es el caso del que tratamos aquí. El primer supuesto, el de la falta de la necesaria
información, es leve. No se compromete el alma por eso. Los errores cometidos por falta de
datos no manchan el corazón: hacen sufrir en la práctica, pero no de modo existencial. Pero
es fácil caer en el segundo supuesto: no cuestionarse, no repasar si se ha examinado todo,
no pensar con humildad si estamos subestimando o sobrestimando algo. Estos errores hacen
daño. También porque anulan la misericordia del prójimo, impiden escuchar, nos llevan a
recibir los consejos como invasiones, como infantilizaciones, y nos apegamos
testarudamente a una conclusión que, al menos, resulta precipitada.
Pero cuando estamos ante alguien que realmente duda, ¿cuáles son las estrategias
equivocadas? Esta es la pregunta importante: ¿cuáles son los sucedáneos de esta obra de
misericordia? Ya hemos avanzado algo; intentemos describirlo mejor. Las tentaciones de
los consejeros basculan entre dos polos opuestos.
Partamos del menor: la tendencia racionalista, hiper-analítica, que clasifica datos
buscando una solución «objetiva» tipo Sherlock Holmes, como si existieran enfermedades
y no enfermos; hechos, y no personas que hacen cosas y viven. Y en un instante todo se
reduce a un esquema: tú me planteas tu problema y yo busco el esquema donde
encuadrarlo, etiquetando, sin escucharte de verdad. Son los consejos «profesionales». El
dubitativo es clavado, a martillazos, en el interior del círculo de las cosas que ya sabemos.
Pero no hay nada que siga siempre la misma pauta. Las cosas no pasan dos veces, como
dice el buen amigo Lewis [3].
¿De qué se trata? De superficialidad, e incluso de exhibicionismo de una supuesta
sabiduría. De esquematismo.
Pero el otro polo es peor: el paternalismo. Recuerdo una reunión de sacerdotes en la
que quien presidía hizo una pregunta: ¿qué debe encontrar un fiel en un padre espiritual?
Uno de los presentes respondió: una indicación clara sobre cuál es la voluntad de Dios,
enunciada con certeza a quien la pide. Todavía recuerdo el escalofrío y la rabia que esa
afirmación me provocó. Reaccioné mal, diciendo en voz alta que abandonaba
inmediatamente este simposio de paternalistas. El que presidía, que me apreciaba, me pidió
que me explicase mejor. No sé si aquellos hermanos me entendieron, pero dije que un buen
padre no es el que resuelve los problemas de los hijos, sino el que enseña a los hijos a
resolver los problemas.
¡Cuántas veces he debido repetir esta frase! ¡Cuántos dictadores de las conciencias
he encontrado, laicos y sacerdotes, que infantilizan a las personas en nombre de la
obediencia, dejándolas en la condición de menores de edad! Y todo, por culpa de un
axioma inconsciente: resolver el problema es más importante que hacer crecer las personas.
La próxima vez, ¿qué hará ese hermano nuestro? Tendrá que volver a preguntarme qué
hacer, porque no le he ayudado a crecer con el problema, sino que le he dado la solución.
Porque, repito: la solución sería más importante que la propia persona de ese hermano.
A veces no es que uno tenga que resolver una duda, sino que debe realizar un
recorrido en el propio corazón. ¿Y qué se encuentra? ¿Una respuesta simple? No. Es como
si fuera a ver una película y, a los cinco minutos de empezar, alguien me dijera el final.
Estupendo, gracias, ¿y ahora qué yo hago aquí, viendo esta película? Lo bueno era
descubrir el desenlace, poco a poco, gradualmente...
Lo agradable de resolver una ecuación de segundo grado, cuando iba al colegio, era
llegar a dibujar la parábola de la ecuación. Como si fuese mejor ser llevado en teleférico
hasta la cima de una montaña, en vez de escalarla. Comprendo la pereza, pero se trata de
algo totalmente distinto. Al final, la montaña es mía, está en mis músculos, me he peleado
con ella, he aprendido tantas cosas, tengo mucho que recordar y compartir.
Pues no. En vez de eso, te llevan en volandas hasta la cima, sin ningún esfuerzo
personal.
Una duda es un camino de crecimiento, un desafío. Una aventura.
¿Qué hacer con este hijo? ¿Me voy al seminario? ¿Dejo este trabajo? ¿Qué importa
realmente? Dime qué tengo que decir a este chico turbulento. Bien. Te lo digo, ¿y después?
Te digo que tienes vocación, ¿y después? Te digo: este trabajo no es adecuado para ti, ¿y
después? ¿Cómo gestionas la situación crítica que, seguro, vendrá después? Si tú no tomas
la decisión, y no asumes la renuncia y madurez que esa decisión implica, solo tendrás en la
mano una pieza del Lego. Obtusa. Fuera de lugar.
LAS CERTEZAS DE QUIEN DUDA

Esta obra de misericordia es precisamente aconsejar al que duda, pero ¿qué quiere
decir aconsejar? Consulere, en latín, significa «sentarse junto a alguien», «estar a su lado».
¿Qué significa? ¿Cómo trabajar esta idea? El que duda se agota ante la ambigüedad de lo
real y no acierta a distinguir entre el verdadero bien y el falso bien.
Si acudimos a los Evangelios, Jesús no resuelve las dudas desentrañándolas,
planteando las cuestiones de forma articulada y crítica, como tanto nos gusta a los
occidentales; lo hace de otra manera, radical y semítica, que parece un poquito
decepcionante para nuestro afán de comprenderlo todo racionalmente. Encontramos esta
actitud en todo el Antiguo Testamento, que no demuestra la existencia de Dios, lo presenta
como ya existente, deja una estela, afirma algo con certeza. No demuestra la existencia del
maligno, simplemente lo muestra. No describe la debilidad del hombre mediante un
discurso articulado, con explicaciones y justificaciones, sino que se limita a presentarla
como una realidad. Nosotros pensamos que resolvemos las dudas analizándolas, nos parece
obvio. Y ciertamente las dudas deben ser auscultadas, es un signo de madurez, pero la
salida de la duda no está en la propia duda, y de esto no nos damos cuenta ni nos acordamos
casi nunca.
San Juan Pablo II, en la Vigilia con los jóvenes de la JMJ de Toronto de 2002,
decía: «¿Es justo contentarse con respuestas provisionales a los problemas de fondo, y dejar
que la vida quede a merced de impulsos instintivos, sensaciones efímeras y entusiasmos
pasajeros?». Ese maravilloso discurso termino en una espléndida exhortación, improvisada,
a no hacer palanca con las dudas, sino con las certezas, a no tomar como punto de apoyo lo
ambiguo, sino lo nítido.
Parece obvio, pero es precisamente lo que no hacemos. Entonces, ¿cómo actuar?
¿Por dónde empezar? Cuando estamos ante una duda, debemos despojar a la realidad de
todas sus ambigüedades. ¿Cómo lograremos poner orden? Tenemos que empezar por lo que
es cierto, ese es el punto de referencia. Pero, entonces, ¿hacen bien quienes dan la solución?
No digo esto, sino algo muy distinto. Hay que partir de las certezas, sí, pero no de las
certezas del consultor, sino del que duda. Y eso implica hacerle hablar, conocerlo, advertir
sus puntos de apoyo.
Jesús, en el capítulo undécimo del Evangelio de Juan mantiene con Marta un
diálogo progresivo: «“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero
incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá”. “Tu hermano
resucitará”, le dijo Jesús. Marta le respondió: “Ya sé que resucitará en la resurrección, en
el último día”. “Yo soy la Resurrección y la Vida”, le dijo Jesús; “el que cree en mí,
aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mi no morirá para siempre.
¿Crees esto?”. “Sí, Señor”, le contestó, “Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que
has venido a este mundo”» [4]. Marta habla primero, y en su dolor, en su reproche apenas
velado, expresa algo constructivo, propositivo. Jesús parte de lo que, para ella, es seguro: la
certeza de la extraordinaria relación de Jesús con el Dios de Israel; se apoya luego en su fe
en la resurrección de los muertos, y a continuación invoca su experiencia, su fe en que él es
el mismo Mesías. Así, Marta se dispone a atravesar el umbral del auténtico acto de fe. Si
los puntos anteriores están claros y ella cree que Cristo es el Hijo de Dios, entonces puede
«abrirse» a creer en la resurrección del hermano. Se ha «desmarcado». Intervendrá María, y
a continuación, será la propia Marta –y no María– quien hará mover la losa de la tumba de
su hermano Lázaro. Y sucede lo que sucede. Habría que profundizar en la lectura de este
texto en otro momento. Aquí no es necesario. Pero es un buen ejemplo de desambiguación.
¿Cómo salir de un sistema ambiguo? San Pablo, en la segunda carta a los Corintios,
escribe: «Al proponerme esto, ¿obré acaso con ligereza? ¿O mis proyectos me los
propongo según la carne, de manera que se dan en mí simultáneamente el sí y el no? Por
la fidelidad de Dios, que la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque Jesucristo, el
Hijo de Dios –que os predicamos Silvano, Timoteo y yo– no fue sí y no, sino que en él se ha
hecho realidad el sí. Porque cuantas promesas hay de Dios, en él tienen su sí; por eso
también decimos por su mediación el Amén a Dios para su gloria» [5]. El gran punto de
apoyo es partir de los «síes», de las certezas: enunciar las cosas nítidas y claras con
sencillez. Nuestras dudas arrancan de la duda antigua suscitada por la serpiente, en aquel
«no», la duda de que en Dios pueda estar presente tanto el amor como el no amor, que la
realidad puede ser una historia de salvación o no serlo. El antiguo himno del Te Deum reza:
«In te, Dómine, sperávi, non confundar in aetérnum», «En ti, Señor, confié, no me veré
defraudado para siempre».
El Evangelio es el anuncio de un «sí», que sirve de eje para leer el resto de la vida.
Si pensamos que la vida brota de una fuente ambigua y no de las manos de la Providencia,
iremos por la vida con las manos en alto para defendernos, torturados por las dudas. Se
supera esta situación pensando en el «sí» que Dios es para nosotros, conservando en el
corazón la seguridad de que Dios no puede dejar de amarnos.
Jesús, como ya se ha dicho, se indigna cuanto se le acusa de expulsar al demonio en
nombre del mal (Mt 12, 22-32), no lo acepta y habla del pecado contra el Espíritu Santo,
que es como atribuir a Dios la ambigüedad. ¡La ambigüedad no existe! Dios es solo amor
(1 Jn 4, 8): es el punto de partida para ayudar a quien duda. La razón, de hecho, no resuelve
las dudas, sino el amor. El amor proporciona principios mucho más profundos que la razón,
sin excluirla, sin contradecirla, sirviéndose de la razón y superándola. El amor es razonable
y al mismo tiempo es más sabio. Para aconsejar a quien duda, nos hace falta amor, escucha:
no se trata sólo y simplemente de desenredar lo que el dubitativo debe descubrir.
Las decisiones se toman en primera persona del singular; sigue siendo obligatorio
este procedimiento adulto para la toma de decisiones. Pero aconsejar al que debe elegir
requiere hacerse eco del «sí» de Dios, del «sí» maternal de su amor, que todo lo precede.
Eso hará que busque apoyo en las verdaderas certezas.
Un dilema existencial no se lee desde abajo, desde la confusión, sino desde lo alto,
desde la certeza del amor de Dios. Volveremos sobre esto, pero urge ver los rasgos de quien
practica la misericordia del buen consejo.
La primera característica de un buen consejero es comprender qué es lo que se le
plantea, y hacer que nos sintamos escuchados, comprendidos por él. Esto ayuda mucho
porque ordenar el discurso delante de alguien, manifestar las propias dudas, precisar los
temas, muy a menudo es ya el comienzo de la resolución de los problemas.
Pero la escucha del buen consejero tiene una cualidad muy específica. El buen
consejero no empieza por las posibles respuestas, sino por las preguntas. El reto es precisar
la pregunta que pone el problema en su justa perspectiva. No se trata de impugnar lo que se
ve, sino el punto de vista, que puede falsear muchos aspectos: uno no descubre la dirección
correcta porque hay algo del revés, un engaño o un malentendido en algún punto; si se
empieza a poner orden en las cosas, es entonces cuando se pueden entender también el
verdadero peso de cada elemento. Casi siempre se empieza con una pregunta equivocada.
Hay que sacarla a la luz, pero tiene que hacerlo quien duda, no el consejero. Claro que
desde fuera es más fácil, pero hay que mantener el ritmo específico de la duda. En caso
contrario, dejaremos sepultadas cosas vivas a lo largo del camino, que luego afectarán a la
lucidez del discernimiento.
Para encontrar el error de la pregunta, hay que analizar el punto de partida, el centro
de gravedad desde el cual se observa la situación. Este es el problema de la duda. El
maligno trabaja precisamente para ponernos en el lugar equivocado para ver las cosas. La
palabra en griego eidolon, del verbo ver, quiere decir «ídolo», pero tiene un significado
etimológico de «perspectiva», «visión», «modo de mirar». ¿De dónde viene la perspectiva?
¿Por qué no logramos decidirnos? Podemos racionalizar todo, pero la perspectiva con que
miramos la realidad no es normalmente racional sino irracional, no reside en los motivos
sino en las causas. Es necesario un sano distanciamiento que nos ayude a volver a ver las
cosas en su justa perspectiva.
Dice el Salmo 49: «El hombre en el honor no discierne, se asemeja a las bestias
que perecen» [6]. Recordemos que las obras de misericordia espiritual son muy afines a los
siete dones del Espíritu Santo, y esta obra lo es más de todas las demás.
Entre los siete dones del Espíritu Santo está el de consejo, la capacidad de elegir
según su luz. ¿Qué nos hace falta para elegir según el Espíritu Santo? San Felipe Neri, en
las oraciones principales de la visita de las Siete Iglesias, con una síntesis sencilla y
admirable, presenta los dones del Espíritu Santo en contraposición con los pecados
capitales; y sorprendentemente, el vicio opuesto a la capacidad de elección y de consejo es
la avaricia. Si lo sopesamos, resulta evidente: ¿quién no logra acertar en su elección? El que
no puede separarse de las cosas. Lo hemos visto ampliamente en la primera parte: toda
elección implica una renuncia. Es, pues, necesario el desasimiento, la libertad sobre las
cosas.
Los avaros no tiran ningún objeto, guardan todo, viven con una ansiedad que no les
permite dejar nada. En las decisiones más arduas, en efecto, el camino para acertar exige a
menudo una limosna de entidad. En la limosna, si no se trata de una cantidad mediocre,
cuando hacerla «cuesta sangre» porque afecta seriamente al patrimonio personal, se nota un
sentido «pascual» de pérdida, seguido de un sentimiento la alegría; el efecto de la limosna
es una sensación de liberación y al mismo tiempo de dominio de sí. Se comprueba que no
manda el dinero, mandamos nosotros: el corazón vence sobre las cosas. Cuando se vuelve a
examinar la decisión que, en el momento de duda, no se había podido tomar, se descubre
que uno es libre: no tiene miedo a perder algo, porque se tiene experiencia de que, por
«perder», no pasa nada; al contrario, ser esclavos de las cosas nos impide elegir libremente.
Necesitamos el don de consejo, opuesto a la avaricia, para resolver la ambigüedad
de nuestra vida. Hace falta un GPS interior, un Oriente, el lugar por donde sale el sol, una
orientación, unos parámetros. Para encontrar esos parámetros, hay que partir de una
confirmación –que parece obvia, pero no lo es–, connatural a la búsqueda: para encontrar el
parámetro debo partir de la afirmación de que existe. Es decir, existe la verdad.
En la realidad de nuestra vida hay algo objetivo, llamado verdad. Si, por ejemplo,
me descuido en mis cosas, estoy peor, es verdad, es simplemente real. Si no cuido mis
relaciones con las personas, estoy mal. Si no domino mi vida y mis impulsos, me destruyo.
En verano hace más calor que en invierno. En nuestro hemisferio, lógico. La verdad existe:
el hecho mismo de que la busquemos, afirma san Agustín, atestigua que existe: «Y si no
tienes claro lo que digo y dudas de su verdad mira, al menos, si estás seguro de tu duda
acerca de estas cosas; y en caso afirmativo, indaga el origen de esa certeza (...): todo el
que conoce su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la
certidumbre; luego cierto está de la verdad. Quien duda, pues, de la existencia de la
verdad, en sí mismo halla una verdad de la que no puede dudar. Pero todo lo verdadero, lo
es por la verdad. Quien duda, por cualquier motivo, no puede dudar de la verdad» [7].
«Permanece, si puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor que te deslumbra,
cuando dice: Verdad» [8]. Es una exigencia humana y se vive mejor si se la tiene en
cuenta.
La verdad existe. No puede ser abordada de manera simplista, vulgar, pero existe.
Nuestro camino va de la ambigüedad a la certeza. ¿Y de dónde nace la certeza? De la
confianza que, por experiencia, transmite el cariño paterno. ¿Y cómo hacer con los
ambiguos padres actuales? ¿Dónde conseguir la certeza? Veamos un caso litúrgico.
Cuando los sacerdotes reciben la ordenación –y de forma similar los diáconos–, el
que presenta a los candidatos dice: «Reverendísimo Padre, la Santa Madre Iglesia pide que
ordenes presbíteros a estos hermanos nuestros». Responde el obispo: «¿Sabéis si son
dignos?». No les pregunta a ellos si son dignos, sino al que, en nombre de la Iglesia, les
presenta; en rigor, no plantea si son dignos, sino si quien los presenta tiene certeza de que
lo son. Se habla directamente a una persona, casi siempre el rector del seminario, que
responde en primera persona del singular, ante los candidatos: «Según el parecer de
quienes los presentan, después de consultar al pueblo cristiano, doy testimonio de que han
sido considerados dignos». Los candidatos deben escucharlo: «¡Sí! Eres idóneo, puedes
hacerlo. Te admitimos en el orden del diaconado o del presbiterado, porque tenemos una
certidumbre sobre ti, eres digno de esta tarea, de esta gracia». El obispo contesta: «Con el
auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elegimos a estos hermanos nuestros para
el orden de los presbíteros». Las implicaciones de este curioso diálogo son muchas y
profundas, pero destacamos la total pasividad de los candidatos. Recibirán muchas cosas en
aquel día, pero en este momento escuchan el testimonio público de una certeza: alguien
piensa que tú estás en condiciones de hacerlo, y ese alguien es la comunidad eclesial.
Acudirán a esta certeza miles de veces, para incidir en lo real y tomar posesión de los dones
que les servirán para construir la Iglesia.
Si no recibimos confianza, no podremos confiar. Si no contamos con alguien que
nos diga que somos capaces de hacerlo, no lo conseguiremos. Esta confianza proviene de la
paternidad porque, repetimos, se crece a partir de la confianza paterna. Algunos padres
mueven la cabeza diciendo: «Tú no puedes hacerlo». La consecuencia es que los hijos no
tienen confianza. Si un padre dice a un niño: «Adelante, verás que puedes», la consecuencia
es la confianza de lograrlo, y entran en juego las propias cualidades; cada uno saca lo mejor
de sí mismo.
El hombre es portador de muchísima belleza, su vida es así de preciosa delante de
Dios. Esta confianza es el punto fundamental: para vivir bien, hay que disponer de ella.
Cuántas veces he puesto a un joven ante un crucifijo y le he dicho: «Ahora te quedas aquí y
volvemos a hablar cuando Él te diga quién eres, para Él. Cuando te lo haya dicho,
volvemos al discernimiento». El chico regresa después de un rato, y le pregunto: «¿Qué te
ha dicho?». Y él: «Que me ama mucho, que ha estado dispuesto a morir por mí, que soy
importante».
Ahí hay que situar la orientación: en el hecho de que el Señor, incluso cuando
hayamos cometido errores, no nos abandona, sigue teniendo confianza en nosotros, sigue
pronunciando su «sí» para nosotros. La mayor parte de los errores, especialmente de los
jóvenes, proviene de la falta de atención consigo mismos. Si se miran las cosas desde la
perspectiva de Dios, desde su ternura, su misericordia, todo cambia. Nuestra vida no es un
error, no tiene una naturaleza ambigua; lleva consigo realidades objetivas, certezas de las
que hay que ser conscientes y no debemos dejar escapar. La lucha consiste en defender esta
convicción, la de ser amados, la de poseer la belleza y plenitud propias de la vida. Para
aconsejar a quien duda lo primero es hacer que recomience a partir de la certeza del amor
de Dios.
Aconsejarle implica, como hemos visto, hacer que se centre en la más profunda de
las certezas. Esta debe ser confirmada, encarnada, entregada. Es la fuerza del consejero. No
es un elaborador de datos, sino un testigo. Tiene experiencia de aquella roca que resiste a
los vientos y a las aguas, por haber excavado hasta lo más profundo de la vida, hasta su
raíz. No hay duda: Dios te ama. No es un axioma: lo que te digo anida en mi carne, en mi
corazón, en mi yo íntimo, en mi ministerio o en mi matrimonio, en mi vida. Pero si esto se
formula en forma de pregunta, tiene más fuerza; ayuda de veras al crecimiento de quien
duda: «¿Es posible que Dios haya decidido olvidarse de mí?». Me he divertido tantas veces
haciendo esta pregunta: «¿A quién ama más Dios, a ti o a mí? ¿Te ama más a ti, a mí o a
san Francisco?». Cuando una persona se reconoce criatura de Dios, cuando abre el corazón
a su ternura, todo se desenreda. La verdadera duda es precisamente esta, nunca he hallado
otras.
Entonces hay que hacer palanca apoyándose en los temas básicos de la vida, en las
cosas imprescindibles. Para el discernimiento es necesario partir de los «síes» de los que ya
disponemos. ¿Cómo se reconocen? El bien es simple y lineal, en contraste con el mal,
tortuoso y contradictorio. Para hacer el mal, si nos fijamos con atención, es preciso
justificarse siempre. El bien, en cambio, es auto-evidente en nuestro corazón. Cuando el
verdadero bien toca nuestro corazón, uno no se enreda con miles de distinciones, surge una
luz innegable en nuestra alma.
Dice el Salmo 51: «¡Mira! En culpa nací, y en pecado me concibió mi madre. Pero
Tú amas la verdad más íntima, y, en lo oculto, me enseñas la sabiduría» [9]. Nuestro mejor
aliado es nuestro corazón: ahí es donde encontramos la certeza de ser amados, donde
saboreamos que nuestra vida es bella. La sabiduría de que habla el salmo afirma que se
puede haber nacido pobre y pecador, pero no por casualidad: esta seguridad salva al
dubitativo, mostrándole la limpidez de la verdad. La claridad, la sencillez se apoya sobre
cosas nítidas. Por eso es práctico hacer un elenco de seguridades de la propia vida, de esas
cosas que no deben ser puestas en tela de juicio. Normalmente, recorriendo este camino las
dudas se disuelven, se reducen, son menos angustiosas. Se llega a certezas no ambiguas,
presentes dentro de nosotros, que son dones de Dios, hechos reales de nuestra vida. Ahí es
donde hay que apoyarse.
LA SENDA DEL CONSEJERO

Y ¿cómo se puede llevar a cabo esta obra de misericordia? ¿Dónde están estos
consejeros tan lúcidos? ¿Por qué puerta entrarán? ¿Qué sendero han recorrido? El de la
experiencia del amor de Dios y el de la pobreza, del desprendimiento. También, el de la
libertad interior y el de haber conocido sus propios errores y haber sabido vérselas con
ellos. No es cosa fácil...
Sé que existen cursos sobre acompañamiento espiritual, pero ¿cómo se va a hacer de
la paternidad una técnica? ¿Hay que aprender a hablar? Sí, en parte, pero sobre todo hay
que saber callar. De otro modo, no se consigue un mínimo de pedagogía, de estrategia: uno
rechaza enseguida lo que ve, y el otro no crece. Se necesita firmeza y dulzura al mismo
tiempo. Y enraizarse en la paternidad y maternidad de Dios. Sin prisas: aconsejar no es tirar
al plato.
Para encontrar el camino del consejero ayuda este espléndido texto de Blaise Pascal
–así me luzco yo también–: «Hay que saber dudar donde es necesario, aseverar donde es
necesario, someterse donde es necesario. Quien no lo hace, no escucha la fuerza de la
razón. Algunos olvidan estos principios, o bien afirman todo como apodíctico –todo
cierto–, por no intentar demostraciones; o dudan de todo, por no saber cuándo es preciso
someterse; o bien se someten a todo, por no saber cuándo se debe juzgar» [10].
Dudar - afirmar - someterse.
Hay momentos en que es bueno dudar: resulta necesario para cambiar de posición,
de perspectiva. Esto exige humildad, para no tomar nuestras opiniones como absolutas, y
recordar que estamos siempre ante un proceso en curso. El pan cotidiano de quien quiera
dar buenos consejos es el arte de conocer las propias meteduras de pata.
No hay nada que hacer, nadie logra escapar de expresiones como la del Salmo 119:
«Ha sido bueno para mí ser humillado, a fin de aprender tus estatutos. Señor, reconozco
que tus juicios son justos, y que me has humillado con razón. Que tu misericordia me
consuele, según la promesa que hiciste a tu siervo» [11].
¿Cuantas bofetadas tiene que darme la vida para que empiece a descubrir mis
propios engaños? Debo saber dudar de lo que pienso. Un psicólogo amigo mío dice que la
salud mental es la des-sintonía del propio ego. ¡Qué gran verdad! Un buen consejero no se
toma a sí mismo demasiado en serio. Recuerda sus afirmaciones tajantes, tiene en cuenta
sus propios errores de lectura. Y por tanto será prudente y afable ante las manifestaciones
terminantes de los demás.
El primer capítulo del programa del consejero es la memoria de los propios errores,
unida a su buena disposición para descubrir otros nuevos. Una forma indirecta de decir:
humildad. Que se recibe como regalo tras la experiencia de las propias humillaciones y
limitaciones.
Un buen consejero no es alguien fuerte, sino alguien débil que ha aceptado su
propia debilidad.
Así. Poca cosa.
Luego está la certeza de que no deben discutirse algunas cosas, simples, evidentes:
las cosas ciertas de nuestra vida, los lugares que señala la brújula. Hay que tener claro de
dónde nace el bien del corazón, para apagar la sed en esa dulce fuente. Es necesario
reconocer las buenas reglas de la propia felicidad. Por ejemplo, una pareja, desde el
noviazgo, debería tener siempre en cuenta el decálogo de las cosas que ayudan a su
relación. Del cuidado y asiduidad de esas cosas buenas surgirán unos padres sabios,
serenos, que darán paz.
Para crecer en la capacidad de aconsejar, hay que ser constantes en las cosas
buenas: la oración, las costumbres sanas, la fraternidad, el ejercicio de la franqueza y del
desasimiento de las cosas, configuran un fondo propicio para escuchar. Quien está
embarullado consigo mismo, termina por proyectar su propia angustia.
Me limpio las gafas para ver mejor. Si tengo un tapón en los oídos y en los ojos,
¿qué quieres que vea y que oiga?
El que se dedica a la dirección espiritual necesita calma, no eficiencia. Y no tiene
obligación de ser un sabelotodo-psicólogo-antropólogo-sociólogo; le basta conocer en serio
al Padre, ser hijo en el Hijo, y descansar en el Espíritu, y hablar desde allí. Y, sobre todo,
escuchar.
Y, por último, se adiestra en el sometimiento a esta certeza, es decir, crece poco a
poco a golpes de obediencia filial, entregándose. Porque no hay mejor padre que quien sabe
ser hijo. Nos preparamos al arte de aconsejar si recorremos la senda de los discípulos, la de
la obediencia. Que no es un acto heroico; por favor, no nos hagamos tanto las víctimas. La
obediencia a Dios es la simple verdad de las cosas, no es un «por si las moscas». No soy
ningún fenómeno porque obedezca. Más bien, soy así de tonto si no lo hago.
La obediencia a Dios refleja bien el sentido de las cosas, de la realidad. Es una
medida de lo práctico, no solo de lo espiritual. Las cosas son como son.
El primer discernimiento es recordarnos a nosotros mismos que estamos necesitados
de Dios, de su misericordia.
Justamente.
2. ENSEÑAR A LOS IGNORANTES

La segunda obra de misericordia espiritual auxilia a otra miseria humana: la


ignorancia. ¿Qué tipo de miseria es esta? ¿Cómo es de urgente?
Toda vida biológica tiene una finalidad, una constitución propia, una identidad: los
animales tienen sus instintos, los félidos son depredadores, los ratones son roedores, los
perros son sabuesos; cada especie tiene su propio instinto, su «olfato» propio. ¿Y el
hombre?
La condición humana es totalmente distinta: el hombre posee el intelecto, la razón,
y pondera, analiza lo real, comprende. Pero ¿hasta qué punto? Entre las diferentes
características de los bípedos está la tortura a la que está sometido cualquier padre durante
un lapso de tiempo: la fase del por qué. Un niño o una niña pueden convertirse en un disco
rayado que a cada afirmación contrapone un porqué. He visto padres vapuleados por esta
fase...
Para un niño se trata de la exploración normal de la vida, del descubrimiento de los
mecanismos de lo real, del análisis de los vínculos entre las cosas.
Pero para un adulto es algo bien distinto. No comprender, para el hombre, es un
estado muy doloroso. Los porqués lo torturan.
No es una cosa de poca entidad que, desde la cruz, Jesús grite: «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?» [1]. El «por qué» centra el dolor de Cristo. Y expresa
la mayor angustia humana: estar solo, abandonado, con un miedo presente desde el primer
instante de la vida, tras la salida del seno materno; en ese momento se pierde la seguridad y
comienza el interrogante del «¿qué me pasa?». La tensión del nacimiento marca
interiormente, revela un aspecto traumático que condiciona toda la vida, y lleva a buscar
respuestas a preguntas como ¿por qué he nacido?, ¿por qué estoy en este mundo?, ¿quién
soy? o ¿qué debo hacer? Estas preguntas revelan que el hombre necesita informaciones
sobre el sentido y la finalidad.
Lo repetimos: no estamos en el ámbito de lo superfluo, sino de lo necesario.
A menudo se sufre más por el sinsentido de las cosas dolorosas, que por el dolor
que provocan.
LA NECESIDAD DE SABER

Tener información es algo muy propio del hombre; algunos ancianos ven mil
noticiarios cada día, y saben detectar incluso los matices entre las distintas ediciones, «Este
ha dicho esto...», y quizás vuelven a ver la misma noticia varias veces. ¿Qué manifiesta un
anciano con esta necesidad compulsiva de información? Su necesidad de estar en la vida,
de estar al corriente. De saber lo que sucede. No quedarse fuera.
Muchos siguen debates políticos televisados hasta altas horas de la madrugada, y
uno se pregunta cómo logran despertarse al día siguiente para ir trabajar. Está luego el
maremágnum de Internet con toda su carga de noticias virtuales. Y las infinitas pérdidas de
tiempo, tras las informaciones más insulsas.
Detrás de todo están las ganas de saber, de recibir datos, de comprender, que,
repetimos, no es actividad opcional sino necesaria: no se puede vivir sin ella. El hombre,
con la información, con lo que sabe, decide lo que es.
Conscientes de esta condición humana, las dictaduras tienden a ocuparse de la
información; de hecho, cuando se quiere gobernar una realidad, hay que manipular las
noticias: basta con proporcionar una información equivocada a una sociedad para
condicionar su vida.
Antonio Gramsci, un marxista italiano, hablaba explícitamente de una «hegemonía
cultural» capaz de manipular las conciencias, y explicaba que la verdadera revolución es
precisamente la cultural, no el hacer, sino el hacer pensar. Gramsci afirma en un escrito:
«No hay actividad humana de la que se pueda excluir una intervención intelectual, no se
puede separar el homo faber del homo sapiens. Todo hombre, por último, fuera de su
profesión, realiza siempre alguna actividad intelectual, es decir, es un “filósofo”, un
artista, un hombre de buen gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea
de conducta moral consciente, luego contribuye a mantener o modificar una concepción
del mundo, es decir, a suscitar nuevos modos de pensar» [2].
Es un hecho que muchos manuales escolares de historia han sido escritos por
personas de una cierta orientación política, y facilitan informaciones, si no falseadas, sí
acentuando un matiz o el contrario. En este sentido se puede profundizar en los datos
objetivos de algunos momentos históricos, como el Medievo, o el Risorgimento, o tantas
épocas históricas, cuya realidad puede ser muy diferente de cómo nos la han relatado. Sin
ningún deseo de provocar polémicas, ni de defender lo indefendible, a menudo la realidad
de las cosas es distinta, y nos ha sido contada con una innegable orientación interpretativa.
Y ha dado lugar a una cultura repleta de clichés, antipatías y simpatías provocadas a
propósito.
En el maravilloso, aunque agobiante, libro de George Orwell, 1984, novela de la
anti utopía, se describe una hipotética dictadura, que se realizó de forma vagamente similar
a la de la Unión Soviética y otros lugares, donde un observador llamado el Gran Hermano
controla toda la vida de los hombres, como la imagen de una perniciosa tiranía que invade
cada rincón de la existencia humana. El gran «ojo» posee un Ministerio de la Verdad capaz
de proporcionar información manipulada a tal nivel que es capaz de someter al hombre y
dominarlo: «El Ministerio de la Verdad (Miniver, en neo lengua) se distinguía de manera
sorprendente de cualquier otro objeto que la vista podía discernir. Era una enorme
estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se alzaba, terraza tras
terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston (el protagonista de la
novela) se hallaba, podían leerse, bien adheridas sobre su blanca fachada en letras de
elegante forma, las tres consignas del Partido: LA GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD
ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA» [3].
En el fenómeno de los niños soldado se ve la potencia del condicionamiento, el
resultado de un adoctrinamiento tan refinado como eficaz.
Hace años, un militar americano me hablaba con toda tranquilidad de su
departamento de guerra psicológica. Me quedé pasmado de cómo, con candidez, hablaba de
la manipulación de las informaciones, que era para él un instrumento como cualquier otro.
Ya. Sólo que los instrumentos de los militares se llaman armas...
El hombre está sediento de sentido y por tanto de datos, y en consecuencia es
manipulable. Las cosas pueden ser presentadas al revés, basta con desplazar un poco los
parámetros. Estaremos llenos de datos, pero seremos ignorantes. Y sin darnos cuenta, con
una profunda ignorancia.
Todos enseñan a los ignorantes. Es preciso ver si se trata o no de una obra de
misericordia. Durante cinco años fui capellán de una enorme empresa mediática. A veces
pregunté a los periodistas si estaban seguros de que habría salvación para ellos. Creían que
hablaba en broma, pero lo decía en serio, visto que algunos –algunos, no todos, por favor–
ejercen su oficio calcando admirablemente lo dicho por otro. ¿Quién?
El primer informador engañoso aparece en el conocido texto del capítulo tercero del
libro del Génesis: es la serpiente, que entrega información con astucia fina, una
información que en realidad es portadora de oscuridad, pues trata de invertir la sabiduría de
Eva para convertirla en ignorante, dándole la impresión de ser sabia: «¿De modo que os ha
mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?» [4]. Clásica pregunta de
periodista, capciosa, incómoda, a la que se debería responder: «No comment». Pero la
Biblia no conoce todavía esa fórmula... Eva se lía, como pasa ante toda pregunta que da por
sentado algo sospechoso, y trata que justificarse: la serpiente, una vez que ha logrado
enredar a Eva en su conversación, lanza el ataque: «No moriréis en modo alguno; es que
Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios,
conocedores del bien y del mal» [5].
Esta afirmación es de una astucia enorme, no se puede tomar a la ligera: la serpiente
proporciona una información adulterada dirigida a algo bien preciso, a la memoria de Eva,
donde estaba depositada la experiencia y, por tanto, la memoria de su trato con Dios.
La estructura esencial del conocimiento del hombre radica en su memoria, y se
construye sobre lo que tiene en el corazón: recuerdo, cor, cordis. Los recuerdos,
depositados en el corazón, están vinculados a la dimensión afectiva, no objetiva, y pueden
configurar la persona humana, y condicionar sus decisiones y la orientación de su vida.
El primer periodista, la serpiente, pidió comentar un hecho y manipuló una
información para depositar en el corazón del hombre una trola. Este era su objetivo. No le
puso el fruto en la boca, Eva lo tomaría por sí sola. Bastaba incentivarla.
Muchas veces, detrás de la angustia existencial y de los errores que se derivan de
ella, hay una mentira: las personas están atrapadas, porque se construyen a sí mismas sobre
una patraña, basan su vida en una información equivocada, en una deformación, en una
interpretación falsa de la realidad. Hay un núcleo negro detrás de nuestros egoísmos, de
nuestras rapacidades, un núcleo de falsedad que, de algún modo, nos deja solos y nos
desespera.
Comprendemos entonces la urgencia de enseñar a evaluar de nuevo la realidad
partiendo de ese parámetro esencial y precioso que es la paternidad de Dios; solo así será
posible contrastar los falsos criterios de juicio que atacan a nuestra existencia.
Pero hay que destacar que siempre tenemos maestros, seamos o no conscientes.
Realmente no improvisamos nunca: el aprendizaje está en la base de nuestra sabiduría y
desde el nacimiento se abre como una página en blanco sobre la cual alguien (en)seña.
Somos «signados» interiormente por quien nos enseña a vivir.
¿Y quién nos enseña? Un poco todos. Los padres inciden en el corazón de sus hijos
con sus gestos, sus respuestas, sus silencios, las pausas, las presencias, las prisas. ¿Será
todo ello misericordia? Y luego los compañeros de juego, los medios de comunicación, los
formadores escolares... hasta terminar la lista.
Sé bien que cuando anuncio el Evangelio –a propósito, también Jesús es en cierto
modo un periodista, anuncia el reino de los cielos..., mejor decirlo pronto, antes de que me
demande la Asociación de la Prensa–, la información que doy se opone a numerosas
enseñanzas discordantes. Mi única fuerza es que lo que digo es más grande que yo, me
supera por completo, y supera también todo lo que los jóvenes que me escuchan ya saben.
Tiene una fuerza desnuda, sin maquillaje ni aditamentos. Viene del amor del Padre que está
en los cielos. Conoce el corazón y puede vencer, porque no se impone, solo se propone. Es
respeto, aprecio de quien escucha, sabe tener paciencia y alienta, cura. No se apoya sobre el
miedo, sino sobre el sentido propio de las cosas, a las que devuelve su dignidad. Y mucho
más.
LA EDIFICACIÓN DEL OTRO

¿Qué significa enseñar? Para analizar de modo sencillo la etimología de «enseñar»


podemos partir de su sinónimo «instruir», próximo a la palabra «construir», que hace
referencia a la edificación del otro. «Enseñar» es: «escribir dentro», «imprimir», «incidir»
en el corazón del otro. Su antítesis es «ignorar», que indica una gnosis precedida por un
«alfa» privativo, «no tener conocimiento».
Enseñar a los ignorantes. Es fácil entender la importancia de esta labor, pero hace
falta centrar la atención sobre la dramática carencia de nuestros días: la falta de formación
cristiana. Los que practican actos cristianos, pronto o tarde descubren su falta de formación.
Para llevar a cabo con éxito un obrar cristiano, es necesario haber recibido una educación
en este sentido, tener conciencia de lo que se está haciendo, la percepción de si lo que se
hace es o no conforme con la fe, y que Dios nos salve de caer en acciones banales,
mediocres, vacías de eternidad.
El problema es educar a las nuevas generaciones, llevar a los cristianos a ser
portadores del don de la fe. Esta es una enseñanza a la que antes se prestaba atención
mediante métodos y hábitos propios de otros tiempos, pero hoy percibimos evidentes
ausencias, improvisaciones agotadoras y culpables, empalagosas banalizaciones. Son los
sucedáneos de esta obra de misericordia.
El arte de la educación es maravilloso y muy propio de la Iglesia, madre y maestra;
su historia está salpicada de obras de Doctores y Padres de la fe capaces de enseñar y
educar, y de hacer brotar vidas santas y auténticas.
En nombre de la enseñanza, en cambio, se acaba a veces en una pedantería que
invade de manera inaguantable la atención del otro, inundándolo con una información no
solicitada y revelando sólo una desagradable falta de profundidad.
Enseñar a un ignorante es misericordia cuando, aparte de lo demás, se sabe cómo
hacerlo.
Muchos enseñan cosas correctas sin conocerlas realmente, por lo que las enseñan
mal, repitiendo indicaciones tomadas de aquí y de allá, a menudo de santos, papas o sabios,
proponiéndolas al prójimo sin haberlas vivido ellos previamente. Estas cosas suenan a falso
y trivializan la verdadera sabiduría.
Cuántas veces hemos visto cómo se envilecen cosas importantes porque están en
boca de todos: todos las enseñan, todos las dicen, pero ni uno las ha vivido realmente en su
propia carne.
Otros enseñan cosas buenas sin tener en cuenta quién escucha, ni su capacidad de
comprensión: hay coincidencia topográfica con los oyentes, pero no se produce el resultado
de un aprendizaje provechoso.
¿Debemos abrir el triste capítulo de las quejas del pueblo de Dios acerca de las
homilías de los curas? El papa Francisco ha afrontado magníficamente la cuestión en su
Exhortación programática. Me remito a ella para quien desee profundizar en este grave
problema [6].
Cuando no se sabe enseñar, el otro puede ofenderse, no sentirse amado por quien lo
adoctrina; o, al menos, puede percibir que aquello que se le enseña no le salva, no le ayuda.
Lo correcto puede ser dicho en un momento equivocado o sin el tratamiento apropiado, es
decir, sin verificar si el otro está en condiciones de entender.
Estas deficiencias abren el camino a enseñanzas virtuales, mediáticas, anacrónicas,
impropias: en realidad son solo información, no formación, porque naturalmente, informar
no equivale automáticamente a educar.
Debemos reconocer que no es fácil llevar a cabo esta obra de misericordia. Como
hemos visto, existe el grave riesgo de causar un daño. Una formación equivocada puede
destruir a una persona.
Es necesario subrayar un aspecto fundamental: se trata de una obra que el Espíritu
Santo debe realizar en nosotros, una sabiduría que Él mismo nos da. La sabiduría es un don
del Espíritu Santo, precisamente el primero, y en parte contiene todos los demás.
Luego, un riesgo no infrecuente es ofrecer una sabiduría solo humana, no embebida
de la misericordia divina. Para las sabidurías humanas, que no son de ninguna manera
inútiles y hay que darles el respeto que merecen, existen profesionales, a los que se les paga
y que asumen sus responsabilidades jurídicas.
Nosotros, aquí, nos referimos a una obra de misericordia, no a cualquier enseñanza.
ENSEÑAR Y EDUCAR

Enfoquemos ahora dos acciones que el profesor debe hacer y que a menudo no se
distinguen debidamente: enseñar y educar.
Se puede aprender sin dejarse educar y uno puede dejarse educar sin aprender.
Por ejemplo, Pedro demuestra un día haber asimilado una enseñanza: «Él les dijo:
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Respondió Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo”» [7]. Inmediatamente después, sin embargo, dice el texto evangélico:
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y
padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los
escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se
puso a reprenderle diciendo: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso”.
Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí,
porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres”» [8].
Al final Jesús precisará: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá;
pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» [9].
Pedro tiene un dato, pero no la obediencia al dato. Existe una realidad construida
por el conocimiento, pero no por la obediencia: se ha captado la enseñanza, pero no se
actúa de acuerdo con ella.
Por el contrario, puede haber también un obedecer sin conocer, ser educadísimos
pero ignorantes: es el caso de los fariseos que tienen una minuciosa observancia pragmática
de la ley, pero no aciertan a reconocer al Señor al que obedecen. Es lo que en sustancia
Jesús expone en el tremendo capítulo vigesimotercero del Evangelio de Mateo.
Por eso enseñar a los ignorantes es una obra delicada, que implica no solo
proporcionar a otro una información, sino entregársela sabiamente para hacer que aprenda.
No es una obra de misericordia que nos inventamos nosotros, sino que está enraizada en la
Escritura.
El corazón del Antiguo Testamento es de hecho reconocible en la ley, en hebreo
Torah; que proviene del verbo yrh, que implica en primer lugar «ver», pero se reconduce al
acto de señalar con el dedo una dirección. Por ese motivo lleva en sí los significados de
«indicación», «prudencia», «educación», «advertencia», «camino». Por tanto, más que a
«norma», remite más bien a la recepción de una «sabiduría».
La instrucción está en el centro de todo el Antiguo Testamento. Dice el Salmo 119:
«¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Es mi meditación el día entero. Más sabio que mis enemigos
me hace tu mandamiento, porque siempre me acompaña. He llegado a ser más docto que
todos mis maestros, porque tus preceptos son mi meditación» [10].
A su vez, Jesús aparece como maestro, más aún, «el» Maestro.
En el Evangelio de Juan, Jesús habla de un modo extraño sobre el conocimiento del
camino: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» [11]. En este texto se habla precisamente
del auténtico conocimiento, pero ¿de qué? ¿Cuál es la verdadera enseñanza de Jesús?
Además, habla de otro maestro: el Espíritu Santo. Una vez más, parece que el hombre
necesita ser discípulo, ser el que aprende.
La condición del hombre, precisamente, no es situarse ante la vida como maestro
sino como en actitud permanente de aprender: «Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar
rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos... Tampoco os
dejéis llamar “doctores”, porque vuestro doctor es solo uno: Cristo» [12].
Al final del Evangelio de Mateo, Jesús propone tres acciones, dos de ellas
vinculadas a la enseñanza: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo
cuanto os he mandado» [13].
Instruir, enseñar, bautizar: en dos de los tres casos implica entrega, «traditio» de
sabiduría. La Iglesia es madre por el bautismo y maestra por las otras dos indicaciones.
Pero ¿cómo es posible que a los seminaristas no se les enseñe a enseñar? ¿Qué ha
sucedido para que no exista una instrucción para el munus docendi [14]? Al menos antes,
en los seminarios se enseñaba la retórica, quizá algo ampulosa pero adecuada a la
mentalidad popular. Pensemos en Mussolini, con una retórica que hoy nos parece una
charlotada, pero entonces tenía una innegable y devastadora eficacia.
En cambio, hoy la enseñanza de la fe se deja a la dotación hormonal de los
candidatos.
ABIERTOS SIEMPRE A LO NUEVO

¿Qué deberíamos aprender para ser buenos maestros de la fe? Al menos conocer la
primera y mayor dificultad que debe afrontar quien debe ser instruido...
Recibir sabiduría, ser enseñados, supone de hecho un trauma: cada uno tiene ya, de
hecho, su propia sabiduría, nadie es un mero ignorante. Puede existir una ignorancia
consciente, resultado de un redimensionamiento, de amargas lecciones de la vida, que nos
vuelven capaces de recibir.
Pero aquella con la que el Espíritu Santo ha de combatir –por ejemplo, en mi caso–,
es la ignorancia inconsciente: equivocarse y no darse cuenta de la equivocación, o ignorar
por qué está uno mal, y continuar irritándose por motivos injustificados. Son situaciones en
las que ni siquiera advertimos que nos estamos haciendo daño a nosotros mismos o, peor
aún, a otros, y sin embargo creemos que todo va bien.
«Cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron allí a él y a los
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen”» [15].
El problema es que el ignorante no se considera como tal. No se trata en efecto de
ignorancia contra sabiduría, sino de sabiduría falsa contra la verdadera sabiduría.
En el camino de Emaús, Jesús aborda una situación paradigmática: «Dos de ellos se
dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban
conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían,
el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de
reconocerle» [16]. No es reconocido –hay que subrayarlo– porque se presente con otros
rasgos, sino porque, como dice el texto, sus ojos eran incapaces de reconocerlo.
Una mirada torpe, que corresponde, como veremos, a una sabiduría no menos torpe.
«Y les dijo: “¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?”. Y se
detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el
único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?”. Él les dijo:
“¿Qué ha pasado?”» [17].
Impresiona que también Jesús sea un ignorante: no sabe lo que ha sucedido, es
decir, no lo sabe como lo saben ellos. Es el extraño que no ve lo que ellos ven. Y les pide
que le informen. Se hace enseñar como un ignorante. Luego dirán que la fe no conoce la
ironía...
Aquí es extraordinario que los dos discípulos aporten todos los datos necesarios,
uno tras otro, precisamente los mismos que aparecerán después nítidamente como prueba
de lo contrario de lo que piensan, ya que están bajo una luz distorsionada: sus expectativas.
«Le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y
palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y
nuestros magistrados lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin
embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya
el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las
que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y,
como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de
ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y
lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron”» [18].
Todo se hace inútil, desde la visión de esas expectativas que ellos deberían poner en
tela de juicio, pero no lo entendían. Y Jesús los reprende seriamente: «Les dijo: “¡Necios y
torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el
Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?”» [19]. «Necio» es un insulto
fuerte en la lengua hebrea, quiere decir «malo», «falso», «retorcido».
Estos discípulos muestran poseer una interpretación de los hechos, pero Jesús les
advierte para que cambien de lectura. Han caído en un error típico: confundir las promesas
recibidas con las propias expectativas.
Este es el desafío que debe afrontar el ignorante: cambiar su visión de las cosas, de
los hechos, dejándose en cierto sentido insultar, reconociéndose estúpido, lento en
comprender, abriéndose a perspectivas sorprendentes y abandonando su propia síntesis de
los datos.
Es así. Cada vez que escucho la Palabra de Dios, que rezo, que me pongo delante de
Dios, sé, debo recordarlo, que me tendré que reconocer estúpido y algo retorcido. No
participo en la liturgia para seguir siendo como soy, sino para dejarme contradecir y para
dejarme educar. Debo, incluso, suplicar a Dios que me insulte un poco, me reprenda, según
su paternidad, para que dé un paso que me saque de mis engaños, que son todavía muchos.
Si él quiere.
Amedeo Cencini habla espléndidamente, con un feliz neologismo, de la docibilitas,
la capacidad de aprender, es decir, la actitud que permite que alguien nos pueda enseñar. La
felicidad es directamente proporcional a la capacidad de sorprendernos, de aprender las
cosas desde cero: «La formación no se realiza fuera del mundo, sino que es formación para
estar en el mundo, en este mundo, con sus heridas y contradicciones, con sus interrogantes
y aspiraciones, con su novedad siempre inédita e imprevisible». Hay un «siempre» y un
«novum» como morada de Dios: «El joven debe comprender que muy a menudo son
precisamente los cambios repentinos y radicales los que provocan la fe, favorecen el avance
cotidiano, frente a la mera repetición, que no se nutre de la Palabra y de los acontecimientos
del día. Debe estar atento a la tentación de cerrarse a las novedades de lo divino, de
habituarse a una cierta imagen de Dios, de utilizar la religión para no cambiar de mente y
corazón y comprender que el Dios de ayer es el ídolo de hoy» [20].
Si no me abro a lo nuevo, no aprendo nada. Esto es completamente evidente.
El don de una santa ignorancia permite al hombre reabrirse constantemente a lo que
no sabe y, por lo tanto, a crecer. La muerte, desde este punto de vista, será la última y la
mayor sorpresa, la que desvelará el cielo. La vida es una escuela, una serie de lecciones que
debemos recibir y, en el fondo, es una preparación a ese momento, a la última y definitiva
lección, que es el más hermoso de los descubrimientos: el rostro del Padre.
Pero la urgencia de abrirse a otra sabiduría está simétricamente vinculada al acto del
enseñante que es amor, caridad, querer el verdadero bien del otro. Enseñar es amar, pero
para hacerlo hay que haber vivido el trauma de dejarse criticar la propia visión errónea del
bien, reconocerse ignorante y necesitado de aprender cuál es el verdadero bien.
Enseñar es un acto de amor, lo hemos visto ya, que implica dos fases: en primer
lugar, haber vivido el «trauma» del aprendizaje y conocer su dureza y sus satisfacciones; y
entonces se procederá con tenacidad y, a la vez, con paciencia. Hay que recordar siempre la
dificultad de la autocrítica.
La otra fase es enseñar aquello que sirve, y eso implica no solo enseñar, sino
enseñar «a alguien». Este es el núcleo de la estrategia educativa. El contenido no basta,
hace falta que el contenido se entregue a un oyente concreto. Necesitamos el feedback,
entender si se están atendiendo las verdaderas necesidades de quien escucha.
Dicen que la diferencia entre un predicador experto y un predicador inexperto es
que el segundo sigue hablando hasta que ha dicho todo lo que sabe, mientras que el primero
deja de hablar apenas ha dicho lo indispensable. Menudo golpe para los prolijos como el
que suscribe...
LA SABIDURÍA QUE FALTA AL HOMBRE

Queda por abordar un punto: ¿cuál es la auténtica ignorancia? ¿Cuál es la sabiduría


que le falta al hombre? ¿Por qué, en el fondo, estamos siempre aprendiendo?
Al final del prólogo de su evangelio, Juan escribe esta frase: «A Dios nadie lo ha
visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a
conocer» [21]. Hay algo de lo que nunca sabremos bastante, y que solo Cristo, a través del
Espíritu Santo, puede revelar: el Padre.
Lo sabe revelar, porque está en el seno del Padre, es la imagen de alguien que está
apoyando la cabeza sobre el pecho de papá, es un niño hecho un ovillo entre los brazos
fuertes del padre, es la imagen filial. Sólo Él, el Hijo, puede revelar al Padre.
Muchos piensan en los Evangelios como en un conjunto de datos que se deben saber
como quien posee una información. Jesús, el maestro, enseña otra cosa, desea enseñar no
una serie de nociones, sino el amor del Padre.
En el mismo Evangelio de Juan, Jesús dice: «En verdad, en verdad os digo que el
Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace,
eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que
Él hace, y le mostrará obras mayores que estas para que vosotros os maravilléis» [22].
La gracia de Dios enseña la maravilla del cambio de vida. Escribe san Pablo en la
carta a Tito que se proclama en la Misa del Gallo: «Se ha manifestado la gracia de Dios,
portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la
impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en
este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del
gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» [23].
La gracia es el amor que cambia la vida, la orientación del hombre, la capacidad de
comprender de nuevo al Padre. Y no se trata de un aprendizaje intelectual, sino de un
cambio existencial.
Enseñar quiere decir escribir y esculpir en el corazón del otro, en su profundidad
más recóndita, el amor del Padre. Es Cristo quien trae la verdad de este amor: «Tú lo dices:
yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz» [24].
Los discípulos son enviados a realizar esta obra de instruir y enseñar. El hombre
aprende efectivamente a través de actos, a través de la sabiduría de educadores que
transmiten la experiencia de un verdadero aprendizaje. Es difícil que alguien aprenda algo,
solo porque se lo han explicado: se aprende cuando uno se pone a hacerlo. El educador
indica qué hacer, el maestro aporta el ejercicio de llevar a cabo el cambio.
El auténtico profesor, como muestra Jesús, es el que enseña a Dios, su amor en la
práctica, no en teoría. Para esta basta un libro. El profesor no se limita a impartir una simple
lección. Es más bien aquel que, enseñando, ama al otro, con el trato misericordioso del que
intenta hacerle entender el reflejo del amor de Dios, capaz de brillar en el corazón de quien
necesita descubrirlo.
El principio de la educación es que toda persona es un regalo de Dios, una obra
suya, su masterpiece, su obra maestra. El arte de los educadores es proporcionar elementos
que anuncien la unicidad de la persona humana, obra de Dios.
Una última pregunta: ¿qué training hace falta para llegar a cumplir esta maravillosa
obra? El Maestro por excelencia es Cristo, pero ¿por qué lo es? Como hemos visto antes,
porque es el único que puede enseñar lo más importante: el Padre. ¿Y por qué? Porque es el
Hijo, lo conoce, lo puede revelar.
La mejor preparación para hacer conocer al Padre es ser hijos suyos. Conocerlo a
Él. Entonces, con toda seguridad, si lo has conocido de verdad, cuando hables de Él,
derramarás ternura en todo aquello que digas. Y quien te escuche aprenderá lo más
importante: que el Padre es maravilloso.
3. CORREGIR AL QUE SE EQUIVOCA [1]

¡Qué desastres se han cometido en nombre de esta obra de misericordia! ¡Cuántos


oscuros fantasmas de inquisidores, patentados o no, invaden la imaginación reclamando
una autorización para corregir al prójimo! ¡Cuánta manía perfeccionista y moralizante con
la que han crecido generaciones enteras censuradas a priori, con la convicción de que el
reproche y la amonestación son siempre lícitos!
¡Ah! ¡Qué hemos hecho del cristianismo, convirtiéndolo en la fusta ética de la
sociedad, en el rapapolvo religioso que solo dirige a la auto-castración!
Cuántos formadores, que no saben realmente cultivar los corazones, han resuelto el
dilema educativo recurriendo al sentimiento de culpa, disparándolo en todas las
direcciones, indiscriminadamente...
¿Con qué resultado? En cuanto el mundo se emancipó, la emprendió a patadas con
este ejército de moralistas, odiando rabiosamente toda censura. Y el resultado no es
equilibrado, por desgracia, aunque es comparable al anterior por su fealdad: no existe
ningún límite, nada es malo, hay que abolir, destruir y hacer pedazos el mismo concepto de
pecado.
Y las personas se hunden en los remolinos de la autodestrucción sin ni siquiera
sospechar que es perjudicial, porque está prohibido decir «es una equivocación». ¿Qué?
¿Quién lo ha dicho? ¿Cómo se le ocurre? La intolerancia de la tolerancia es tan violenta
como la inquisición moralista.
Aclarar qué es esta obra de misericordia es algo muy serio. En cierto modo, todo el
cristianismo necesitaría una de-mistificación, porque ha estado sometido a un doble fuego
de malentendidos: por una parte, están los de los cristianos inmaduros, que, como dice la
Carta a los Gálatas, después de redimidos han regresado al yugo de la esclavitud [2] con sus
asfixias, su sentimiento de culpa, sus perfeccionismos; y por otra, una mentalidad pedante,
superficial, llena de lugares comunes post-iluministas, empapados de generalizaciones a
menudo sentimentales, carnales e infantiles.
Así, por un lado, se ha destrozado el sentido de la corrección, que, como veremos
enseguida, se entreteje completamente de preocupación, ternura, y sano temor por la salud
y la salvación de los demás; y por otro lado se ha pulverizado el sentido del pecado, del
error, en su acepción existencial de desastre o tragedia.
De la corrección se retuvo el sentido perverso de un intervencionismo agresivo, y
del pecado se sobredimensionó el aspecto ético y legal, que es secundario.
¡Qué desbarajuste! ¿Sería mejor quizá saltarse esta obra de misericordia? ¿Estamos
en condiciones de poder hablar?
Lo intentaremos, un poco como con los demás temas de este libro, precisamente
para tratar de arrojar con humildad un poco de luz, y desmitificar. En el fondo es lo que
todos intentamos hacer siempre.
«CONVENCER DE PECADO»

El verbo italiano amonestar viene del latín ad-monere, dar una advertencia, una
amonestación; la mejor imagen es la de una persona que corre algún riesgo en su vida y
alguien lo salva, avisándole.
El pecador, por tanto, es el que tiene una «carencia»; el concepto bíblico de «pecar»
es «errar el punto de mira» en los propios actos, encontrarse en una dinámica equivocada
que lleva a un vagabundeo existencial lejos de la meta; por eso, en forma áulica, de los
pecadores se dice también que están «perdidos».
¿Necesitamos esta obra de misericordia? ¿No podríamos seguir adelante sin ella?
Nos es útil conocer un verbo, elenchein, usado tanto en el Nuevo Testamento como
en la versión griega del Antiguo Testamento; quiere decir «convencer de pecado», y es
clave para entender esta obra de misericordia. Un salmo que lo usa explica bien el sentido
de la corrección: «Escucha, pueblo mío, te prevengo [3]. ¡Ojalá quieras escucharme,
Israel!» [4]. Es Dios que habla al pueblo esperando que abra su corazón.
El salmo prosigue: «No tendrás un dios extraño, ni te postrarás ante un dios
extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto. Abre bien tu
boca y Yo la llenaré» [5]. El Dios de Israel enuncia el drama devastador de la idolatría, de
confiar en las cosas vacías, sin vida, y recuerda que Él ha sido un liberador, un padre
providente, que quiere saciar a su pueblo.
Pero Dios no encuentra nadie que le escuche: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no me obedeció» [6]. Y después describe lo que sería bueno para el pueblo: «¡Ay si
mi pueblo me escuchase, si Israel marchara por mis caminos! Yo, al punto, humillaría a
sus enemigos, volvería mi mano contra sus adversarios. Los que odian al Señor lo
adularían, y su suerte sería para siempre. Yo le alimentaría con flor de harina; le saciaría
de miel de roca» [7]. Cuántas veces lo hemos dicho de alguien: «¡Estaría mucho mejor, si
escuchara! No se le puede decir nada, no escucha a nadie...». Y cuántas veces lo habrán
dicho de nosotros... «Si escuchara al menos un instante...».
¿Qué es más trágico: el error en sí mismo, o desactivar toda ayuda que permita
dejarlo atrás?
Nos hemos saltado un versículo de ese mismo Salmo, donde se emite una amenaza,
la más dura que se puede escuchar: «Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que
marchasen según sus propósitos» [8].
El punto focal, la verdadera miseria, no es equivocarse; es no advertirlo, destruir la
propia vida y estar convencido de seguir el camino acertado; y entonces llega lo peor: que
nos abandonamos a nuestra suerte. Una perspectiva, esta, que muestra un aspecto terrible de
la relación: el de haber perdido el interés por cuidar a alguien, a quien se abandona ya en su
error, sin ayudarle. Que se vaya al infierno. Él se lo ha buscado.
¿No me quieres oír? ¡No te das cuenta de quién te está hablando! ¡Que te zurzan!
Quizás hemos experimentado el amor verdadero de los amigos, aquel por el que un
día te despiertas de tu engaño y descubres que hay alguien ahí que no te ha abandonado,
que ha seguido a tu lado y no ha renunciado a decirte la verdad, a pesar de que tú
reaccionabas mal y no le escuchabas; pero él permaneció allí, sin asentir a lo que hacías,
pero sin dejar de cuidar de ti; y por el contrario, descubres que otros te han abandonado a tu
suerte cuando te han visto caer en el error, utilizando además la agresividad, la acusación,
el rechazo. El juicio.
Y al final te preguntas: ¿qué tipo de amigo soy yo? Y quizás te descubres peor
incluso de aquellos que te condenaron.
En la amistad hace falta tenacidad, no pizarras para dividir entre buenos y malos.
Hay muchos motivos de pena al tratar de esta obra de misericordia.
Debemos temer mucho que no haya nadie que nos hable desde la orilla de la
objetividad, alguien que nos dé a conocer que estamos desperdiciando esto o arruinando
aquello otro, pues está en juego nuestra salvación. Pero quizá debemos temer más aún no
saber hablar con aquel que necesita nuestra mirada, nuestra opinión afectuosa. Debemos
sentir horror de haber perdido un amor casi maternal hacia quienes están a nuestro
alrededor –e incluso ver cómo se autodestruye y pensar: ¡lo tiene bien merecido!–, y no
saber estar a su lado y tenderle la mano.
Tengo miedo de mi rabia hacia el prójimo, pero esta, al menos, sigue siendo todavía
una relación. Me da más miedo la indiferencia. Eso es la muerte.
CORREGIR, NO ACUSAR: EL DON DEL INTELECTO

Como hemos visto, la primera dinámica capaz de estropear esta obra de


misericordia es transformar la advertencia en acusación. Este modo de proceder pone el
acento en los errores del que yerra, atacando y acusando verticalmente, desde arriba. Es un
estilo que tiende a ser agresivo y destructor, que lleva consigo tanto la convicción de haber
entendido el error como la conveniencia de adoptar una actitud enérgica, de juez
categórico, que desenmascare al otro y le reproche su falta.
Este sistema es estigmatizado en el Sermón de la montaña, narrado en el Evangelio
de Mateo. Jesús dice: «No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la
mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? ¿Cómo vas a decir
a tu hermano: “Deja que saque la mota de tu ojo”, cuando tú tienes una viga en el tuyo?
Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la
mota del ojo de tu hermano» [9].
El texto introduce el problema de la acusación del otro, de la pedantería ante el
error, pero este rigorismo está en realidad asociado a una ceguera y a un problema en su
propio seno. ¿Por qué tanto gusto en observar y poner en evidencia los errores de los
demás? Para algunos es un auténtico deporte, una actividad que genera todo un mundo
emparentado con el gossip, con el empeño cotilla en meterse en los asuntos de los demás.
Pero la afición por destacar las faltas de otros pone en evidencia la propia
incertidumbre e insuficiencia: mirando al otro se busca el propio consuelo y compensación.
Murmurar sobre alguien es una forma de convivir con las propias incoherencias; no se
advierte la viga del propio ojo puntualizando sobre la paja en el ajeno: es un
comportamiento claramente inmaduro y estéril.
Se asiste a menudo a actos de corrección fraterna condicionados por auténticas
proyecciones que solo son, en realidad, acusaciones y condenas, pero no reflejan en
absoluto el modo de actuar del admonere, de la advertencia que salva al otro de un peligro.
Satanás, satàn en hebreo, en la Escritura es el acusador, el adversario. Su acusación porta
en su seno un sentimiento de culpa capaz de bloquear al pecador en su propia situación. La
obra de misericordia nada tiene que ver con esa actitud sin amor, que desemboca en el
asalto y subraya el error violentamente.
Existe además, como hemos visto, el abandono del otro, el desprecio. Pero aún
puede darse un paso más, del estilo de la reticencia: callar ante el error del otro, lo que
constituye un pecado de omisión y no es ningún acto misericordioso. Es engañosa –hay que
llamarla engaño– la ostentosa tendencia a un aguado «buenismo» que se va volviendo
gaseoso, que no define el error y llega incluso a convertirse en un velado sadismo. Se es, en
realidad, un torturador del otro.
Si antes Satanás actuaba acusando, ahora es un afable adulador, una tentación que
tiende a minimizar el pecado y/o a hacer caer en un victimismo que expulsa y proyecta
fuera de sí las responsabilidades del pecador, haciéndole persistir en sus trece. La
característica omisiva incluye también el hablar a sus espaldas, no decir a la cara lo que se
piensa, y acentuar a escondidas el error ajeno: la hipocresía.
Semejante conducta pone a cubierto ante los desmentidos, porque se corre el riesgo
o de darse cuenta de haberse equivocado al juzgar, o de que el otro responda aireando los
errores de quien amonesta. Como se ve, tanto en la dinámica de acusar como en la de callar,
existe una evidente doblez y una incapacidad de relacionarse.
La incapacidad para vivir esta obra de misericordia es proporcional a la rareza
relacional de tener a alguien al lado que sepa verdaderamente enfrentarse y corregir, si es
necesario, edificando al otro con cierto método. Es realmente raro comunicar lo que
tenemos en el corazón. En general, permanecemos todos en lo políticamente correcto, en lo
que no hace daño, en las relaciones «descafeinadas» que no llevan a ninguna parte y llevan
consigo un hálito de soledad que originan, finalmente, incomunicación.
Tales carencias contaminan también, sin duda, la tarea de los padres. Muchos de
ellos padecen un grave déficit educativo, y al no saber corregir a sus propios hijos caen en
una dicotomía que los hace poco exigentes, o excesivamente duros. Son dos caras de la
misma moneda: una indiferencia educativa disfrazada de bondad, o una violencia dictada
por la incapacidad; la primera denota falta de compromiso, y la segunda falta de madurez.
Constatamos, pues, que el acto de corregir se caracteriza por una habilidad
comunicativa, un conocimiento del lenguaje y de los tiempos del otro; pero, sobre todo, se
caracteriza por la voluntad de corregir sin fines egoístas. Por esta razón es necesario
formularse una pregunta seria: ¿deseamos corregir a alguien para estar más cómodos, o
porque realmente lo amamos y vemos amenazados su belleza y su valor?
Un discernimiento previo debe dar autenticidad al deseo de corregir, porque el fin
debe ser el amor, el verdadero bien del otro; amonestar para disimular la rabia, el
perfeccionismo, la exigencia, el amor propio, nunca justifica la advertencia, y claramente
debe evitarse.
¿Quién, si no el Espíritu Santo a través de sus dones, es capaz de iluminar la
voluntad desactivando las falsedades y los posibles ofuscamientos?
El primer don del Espíritu Santo al servicio de esta obra de misericordia es el
entendimiento, la capacidad de intus-legere –«leer dentro»– y de intus-ligare –«relacionar
internamente»–, es decir, ver en lo profundo, percibir los nexos recónditos.
Este don contrasta con la actitud de juzgar y condenar, y Jesús así lo atestigua en el
episodio de la mujer adúltera: «Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en
adulterio y la pusieron en medio. “Maestro”, le dijeron, “esta mujer ha sido sorprendida
en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices?”,
se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, se agachó y se puso a
escribir con el dedo en la tierra. Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les
dijo: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”. Y agachándose
otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro,
comenzando por los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio».
En la ritualidad talmúdica de la lapidación, el primero que tiraba la piedra debía ser
aquel que acusaba, el testigo que asumía la responsabilidad de atribuir la culpabilidad.
Jesús afirma que solo quien esté sin pecado puede ser testigo cierto, porque el pecado ciega,
hace incapaz de ver; el egoísmo impide conocer al otro; captar verdaderamente la culpa
ajena exige libertad del propio ego, para poder mirar con la única mirada verdadera: la
mirada de amor. Solo con esa mirada, unida al entendimiento, se es capaz de intuir, sin
juzgar, dónde está el verdadero problema, porque a menudo se corrigen sólo los efectos y
no las causas de las actitudes.
El amor concede la gracia de comprender el corazón de las personas, haciéndolas
sentirse acogidas y escuchadas, incluso cuando se les hable con franqueza. Aparecerá una
actitud que en griego se llama parresia, y que es el arte cristiano de comunicar con libertad,
porque se está dispuesto a perder todo por el otro. Pedro, en los Hechos de los Apóstoles,
gana finalmente esta parresia que le hace capaz, ante el sanedrín, de afirmar su error:
«Pedro, lleno del Espíritu Santo, les respondió: “Jefes del pueblo y ancianos, si nos
interrogáis hoy sobre el bien realizado a un hombre enfermo, y por quién ha sido sanado,
quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de
Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los
muertos; por él se presenta este sano ante vosotros. Él es la piedra que, rechazada por
vosotros los constructores, ha llegado a ser la piedra angular. Y en ningún otro está la
salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que
tengamos que ser salvados”» [10]. Pedro no tiene miedo de hablar con franqueza, porque
puede testimoniar la verdad, cueste lo que cueste, y no callar lo que conoce, porque ha
recibido el Espíritu, y esta parresia le permite no emitir la verdad como una condena, sino
como una mano salvadora, como el ofrecimiento de una vía de salida, la piedra sobre la que
reconstruir después del error.
TEMOR DE DIOS Y CORRECCIÓN

El segundo don del Espíritu relacionado con esta obra de misericordia es el Temor
de Dios, ese sentido del miedo que es aprensión bella, sana, cálida, amorosa, respecto del
otro: no poder aceptar que se destruya, lo cual implica temer por el otro, padecer miedo por
él. El aspecto más esencial de este acto es cuidar al otro, preocuparse por él y utilizar lo que
se es y se posee para ayudarlo.
Por otra parte, salvarse quiere decir –siempre– aceptar ser corregido, y esto no es
agradable: todos tenemos francotiradores internos, preparados para proteger nuestras
murallas, que poseen una gran capacidad de respuesta; además, los ladrillos de nuestro
orgullo son también muy espesos. La Carta a los Hebreos habla de la amargura de la
corrección: «Toda corrección, al momento, no parece agradable sino penosa, pero luego
produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan» [11].
Aceptar la corrección es muy difícil; muchas veces quien corrige lo hace
torpemente. A pesar de ello, si se toma en el sentido correcto, es siempre útil: puede
hacernos crecer, incluso cuando está mal hecha. Pero exige una actitud, vieja conocida
nuestra, que es fundamental en quien corrige y en quien es corregido: la humildad.
Pretender a priori que el otro acepte lo que se le dice es siempre una pretensión algo
exagerada; la actitud correcta es desear poner al otro a salvo de sus propios errores, porque
somos humildemente conscientes de que debemos superar también los nuestros. La famosa
viga en nuestro ojo. El deseo de corregir a alguien nace principalmente del deseo de
corregirnos a nosotros mismos: antes de combatir externamente, se exige batallar
internamente.
Hay un pasaje del inmenso san Juan Crisóstomo en el que afirma, en las catequesis
a los que se preparan para el bautismo: «Reprime, pues, tu ira, apaga tu furor, y si alguien
te perjudica, si te ultraja, llóralo a él; tú no te sulfures, conduélete, no te encolerices ni
digas: “¡En el alma me ha perjudicado!”. No hay nadie que sea perjudicado en el alma, a
no ser que nosotros mismos nos perjudiquemos en el alma, y voy a decirte de qué forma.
¿Alguien te robó la hacienda? No te perjudicó en el alma, sino en los bienes; pero,
si tú guardas rencor, te perjudicas a ti mismo en el alma, porque en realidad los bienes
robados en nada te dañaron, más bien te favorecieron; en cambio tú, si no depones tu ira,
darás cuentas allá de este rencor.
¿Alguien te insultó y te ultrajó? Tampoco te perjudicó en el alma, ni siquiera en el
cuerpo. ¿Tú devolviste insultos y ultrajes? Tú te perjudicaste a ti mismo en el alma, y allá
tendrás que dar cuentas de las palabras que dijiste.
Y sobre todo quiero que vosotros sepáis esto: al cristiano y fiel nadie puede
perjudicarle en el alma, ni el mismo diablo» [12].
Tumbativo. Prestemos atención: en griego, el alma se llama psiquê... ¿Realmente
hay que añadir un comentario a este texto, piedra que sepulta todos los victimismos?
Si partimos de que necesitamos ser corregidos, y somos conscientes de que, como
expresa san Juan Crisóstomo, las verdaderas heridas interiores nos las hacemos nosotros
solos, sabremos abordar humildemente la corrección del hermano.
LA CORRECCIÓN FRATERNA

Este es el personaje principal, hasta ahora tras del telón: la corrección fraterna.
Abordemos este acto, que unas veces se convierte en un monstruo de siete cabezas, y otras
en una inerte ameba.
El texto de los textos sobre nuestra obra de misericordia es el capítulo XVIII del
Evangelio de Mateo, el capítulo sobre la comunión eclesial-fraterna. «Si tu hermano peca
contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si
no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por
la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si
tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano. Os aseguro que todo
lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el cielo» [13].
Empecemos por anotar la deformación de nuestra praxis eclesial. Lo que he visto
habitualmente en la comunidad cristiana, es de este tenor: si un hermano tuyo comete una
falta, primero se lo cuentas a otros, y todos comentan el asunto; como consecuencia, se
enterará alguien que lo conoce, y por fin alguno tendrá el coraje de decírselo también a él...
Por supuesto, el Evangelio dice todo lo contrario. Y hay una frase importantísima,
que no debemos dejar que se nos escape: cuando un hermano comete una falta, lo primero
que hay que hacer es ir en su busca: «...si te escucha, habrás ganado a tu hermano». Ganar.
Extraña expresión.
Muchos atraviesan bastantes tribulaciones para ganar dinero, otros cambian su
imagen para ganar la estimación ajena, otros luchan por crearse una posición y una
seguridad. Pero aquí se trata de una extraña avidez: ganar hermanos.
Buscar al hermano. Una cosa es hablar para poner los puntos sobre las «ies», y otra
es hablar para ganar, para recuperar el corazón del hermano. Es el arte de no perder a los
propios hermanos.
Si muere un hermano tuyo descubrirás que todo en lo que no estabais de acuerdo no
importaba nada de nada. Has perdido a un hermano. El alma se te rompe y ya nunca la
recompondrás, durante toda tu vida te faltará una parte, y sólo en el cielo lograrás
encontrarla. Así, muchas cosas pierden su importancia.
Sí, hay que pensar en el cielo y en las cosas definitivas. El texto no había terminado,
recordemos la última parte: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado
en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo».
Cuando se lee este texto –vaya usted a saber por qué– todos piensan en el poder.
Pero en realidad se trata de lo que estamos hablando hasta ahora: en esta tierra, yo
tengo unos vínculos, según la naturaleza de las relaciones humanas auténticas, que son
vínculos indisolubles, como la paternidad –un hijo nunca dejará de ser tu hijo–, o como la
fraternidad –tu hermana nunca dejará de ser tu hermana–. Porque, repitámoslo, las
verdaderas relaciones son indisolubles. Pero pueden ser traicionadas, renegadas, y entonces
uno está deshaciendo algo en esta tierra. Y también en el cielo. La fidelidad e infidelidad a
una relación así establecida está delante de los ojos de Dios. Nos jugamos el cielo. Puedo
borrar de mi vida a este hermano del que me he hartado, pero este hecho no se desvanece,
está ahí, y delante de Dios contará: no se desmagnetiza esa parte del disco duro.
El Bautismo, la Eucaristía, hacen de nosotros el cuerpo de Cristo, aunque no nos
demos cuenta, y hacen de nuestra vida algo que hace presente el «cielo» aquí abajo:
cualquier acto cristiano es sal de la tierra, que puede dar gloria a Dios o merecer ser
pisoteada por los hombres. ¿Puede la gente encontrar la fe a través de mis actos cristianos?
Sí, gracias a Dios. ¿Pero puede la gente incluso perder la fe por mis actos no cristianos? Sí.
Indudablemente.
¿Busco hermanos cuando hablo? ¿O busco justicia?
Buscar es un acto bien concreto. Hay un par de parábolas imprescindibles que
aluden a ese verbo. Elijamos una: «¿O qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no
enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la
encuentra, reúne a las amigas y vecinas y les dice: “Alegraos conmigo, porque he
encontrado la dracma que se me perdió”. Así, os digo, hay alegría entre los ángeles de
Dios por un pecador que se arrepiente» [14].
El ansia con que esta mujer busca la moneda perdida, como el pastor la oveja,
refleja una actitud: busco hasta que te encuentro; para mí no es lo mismo nueve que diez; sé
que tengo diez, no hay excusas, y de aquí no sale nadie hasta que no encontremos la
moneda. No cejamos hasta encontrar este hermano. No puedo prescindir de él.
Una madre o un padre, si pierden a un hijo y no lo encuentran, no dicen: «Bueno, no
importa, tenemos otros dos, tener dos o tener tres es más o menos lo mismo...». ¡De
ninguna manera! Hasta que no recuperen al niño, perderán un año de vida por cada diez
minutos que transcurran sin encontrarlo.
Esto es buscar a un hermano: cuestión de vida o muerte.
Vete a hablar con los que no recuperan a sus seres queridos. Una chica que conozco
perdió a su marido. Tras solo tres meses de matrimonio –que celebré yo–, un día salió de
casa, y solo encontraron su moto. Nada más. Sucedió hace varios años. Ponte en su caso, si
tienes corazón.
Esto es perder un hermano. Imagínate si lo reencontráramos hoy. Esto es recuperar
a un hermano.
Si me entero de que, a mi hermano, que murió hace veinticinco años, lo puedo
encontrar no sé dónde, ¿creéis que seguiría aquí, escribiendo estas cuatro cosas? Sin
embargo, lo cierto es que podría reencontrar a tantos otros hermanos perdidos.
Se rompen relaciones por actitudes de adulación recíproca e hipócrita, donde no se
habla realmente, donde no hay un encuentro verdadero: ganar un hermano implica una
verdad que no es amonestarlo para que entienda que es un infame, sino ganarlo, adquirirlo,
recuperarlo dentro de nuestro corazón, como hermano. Y verlo feliz. Esa es la verdad de la
palabra buscar, no la pedante precisión de reunir aclaraciones.
Y seguramente no se nos olvida un pasaje del texto de Mateo en el capítulo
dieciocho que parece refutar nuestro discurso. Veamos: «Si tampoco quiere escuchar a la
Iglesia, tenlo por pagano y publicano». ¿Qué significa esto? Muchos impugnan este texto
en una interpretación tradicional que autoriza la excomunión, el alejamiento de la
comunidad cristiana.
No se puede negar que la práctica de la excomunión tiene una base en la Escritura,
pero no en este texto. ¿Pero cómo? ¿Qué dice este hombre?
Digo: en san Pablo tenemos la base para esa práctica; se puede ver el texto de 1 Cor
5, 1-5, por ejemplo, y sus paralelos, para tomar nota de este extremo remedio, pensado
como último recurso para recuperar el hermano. Pero este texto habla de otra cosa.
Estamos en Mateo. Dice el texto que si no escucha a la iglesia, «tenlo para ti»...
Notamos el retorno del singular, una actitud relacional personal, no comunitaria, «como
pagano y publicano». No «un» pagano, sino «el pagano». ¿Qué es el publicano, el pagano
para Mateo?
«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os
digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de
vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace
llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» [15].
Por el pagano y el publicano se da la vida: son el enemigo que hay que amar, porque
Dios los ama. Con algunas personas hay que intentar hablar, aunque no escuchen: amarlos
como son, cargárnoslos sobre los hombros y amarlos como hizo Cristo. Con algunos se
puede hablar de Cristo, pero con otros hay que ser Cristo. Los tratas tal como son. Lo has
intentado, pero no te escuchan. No los deseches, dice el Evangelio, ámalos como se ama a
un enemigo, sin esperar a que cambien. No es una cosa tan remota. Hay que hacerlo
muchas veces. ¡Quién sabe cuántas veces lo han hecho con nosotros!
Corregir a un pecador es un acto de amor, profundo, dulce y valiente, tierno y al
mismo tiempo fuerte. Exige inteligencia y sentido de la importancia de la persona, necesita
que el Espíritu Santo ayude a distinguir entre el deseo de amar profundamente al que hierra,
y el simple deseo de descargar nuestra conciencia. ¡Cuántos errores detectados sin amor y,
al contrario, cuántos errores no corregidos, que desde lejos juzgan con dureza, sin entrar en
relación!
Corregir exige prestar una gran atención al otro, un verdadero cuidado del alma, del
corazón, de la vida, de los éxitos, de la felicidad de quien tenemos cerca. Normalmente,
aunque no siempre, una crítica o una corrección hechas con amor se captan inmediatamente
y llenan de felicidad a la persona; por eso comprendemos que el Espíritu Santo es espíritu
de corrección y de consuelo, como se verá también muy pronto cuando hablemos de
consolar a los afligidos, y se opone al espíritu maligno, tan dañino, de acusación y
adulación.
Todos necesitamos ser corregidos amorosamente, necesitamos de alguien que cuide
de nosotros, con esa atención que sabe dar una palabra serena: «Porque la ira del hombre
no hace lo que es justo ante Dios» [16].
El hombre no cambia el rumbo por haber sido corregido amargamente, sino por
haber sido ayudado a recuperar la propia belleza del alma, su auténtica importancia. Para
prestar a otro esta atención hace falta un modo de percibir, de ver, de entender al hermano,
que es sublime. Es una obra de misericordia. Es ver al otro con los ojos de Dios.
He aquí lo que dice Benedicto XVI: «Aprendemos a mirar al otro no solo con
nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que
parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra
percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una
atención gratuita; en una palabra: de amor» [17].
4. CONSOLAR AL TRISTE

De algún modo todos debemos adoptar una posición ante el dolor. Porque todos
tenemos que vérnoslas con él, antes o después.
Un intento, muy frecuente, es tratar de eliminarlo. Como si eso fuera posible. No,
no se puede quitar el dolor de la existencia humana, porque el dolor no es un mal en sí, sino
una consecuencia del mal. El error más difundido es confundir el dolor con los problemas.
El dolor físico y el dolor interior son como la luz de la reserva, que se enciende para alertar
al conductor. El dolor es un sofisticado mecanismo biológico y espiritual para indicar un
problema, para llamar la atención sobre algo equivocado, roto.
Probemos a quitar el dolor. La gente no recibirá tratamiento para sus enfermedades
en el momento oportuno, y no tendremos posibilidad de advertir los desastres existenciales.
El dolor es un síntoma, no es el mal. Sin los síntomas no hay diagnósticos. El dolor es un
don para salvarse. Sentirse mal sirve para cuidarse de uno mismo.
Nuestra sociedad moderna, aturdida por cascadas de remedios que narcotizan,
físicos y, sobre todo, psicológicos, está acostumbrada a sus males: no siente el dolor porque
está sepultada bajo un tsunami de distracciones.
Cuando el dolor supera la fuerza de esas distracciones, de esos narcóticos, podemos
llegar demasiado tarde: la gangrena del corazón no permite amputaciones, porque no hay
suficiente parte sana.
Dios lo puede todo, y «levanta desde la gran perdición» [1], pero no puede imponer
su salvación. Este es el refinado y diabólico mecanismo en el que hemos caído: no es negar
la salvación, sino acostumbrarnos a la fealdad sin hacernos preguntas. Un ejército de
hombres y mujeres en la vía muerta de la mediocridad y de la insensibilidad. Podrían ser
tan nobles, tan preciosos... Pero la realidad ya está más allá del mar de la narcosis.
Pero esta situación nunca tiene la última palabra. Es pantomima y no realidad; y la
realidad acaba saliendo a flote, antes o después: a la Providencia no se le puede hacer
juegos de manos, pues siempre sabe dónde está la carta desaparecida. Y despertamos.
Probablemente en el dolor, pero finalmente reales, vivos, conscientes y nada dormidos.
Muchas veces el dolor hace crecer a las personas, y las despoja de lo inútil o
accesorio. Cuántas personas han arrancado a partir del dolor. Sí, digamos enseguida de qué
se trata: consolar al triste es ayudarle a dar la vuelta al mecanismo, es decir, dejar de pensar
en el dolor como resultado de un mal, y sacarle partido, como punto de partida, como
principio y no como término.
Frente al dolor, la otra estrategia dominante –aunque menos que la anterior– es el
enfado. La búsqueda de un culpable parece una solución. Tener a alguien al que echar la
culpa es un impulso natural, mecánico. Pero no sirve de nada ni para nada. También
porque, en mi experiencia, todos los corazones, por los caminos más dispares e
inimaginables, acaban por señalar al culpable que tienen más cerca: a sí mismos.
Ejércitos de rabiosos tratan de sobrevivir a su realísimo dolor con la solución
ficticia del castigo del culpable. Dolor por dolor, mal de muchos, pero sin consuelo.
Castigado el presunto malhechor, todo sigue exactamente como antes: el muerto sigue
muerto, «lo torcido no se puede enderezar y la nada no se puede enumerar» [2].
EL SENTIDO DEL DOLOR
Necesitamos alguien que sepa Consolar a los tristes, hablar al corazón roto. Y, sin
ninguna duda, esta es una de las obras de misericordia más difíciles, un banco de pruebas
para la calidad y el espesor del corazón.
La miseria que esta obra socorre es, precisamente, el dolor denominado «aflicción»,
del latín ad-fligere, es decir, golpear, en pasiva: ser golpeados, cubiertos de llagas, heridos.
Ese estado exige alivio, ayuda, auxilio, y esta obra habla, en concreto, de aquel tipo de
consuelo que debe llegar al corazón del afligido porque, tanto si es un dolor interior como
si es físico, el consuelo siempre hace referencia a la vivencia interior, a la conciencia, a la
«lectura» del mal sufrido. Es decir, tenemos que vérnoslas con el sentido del dolor.
El significado del sufrimiento y del dolor es el gran desafío, y el ser humano busca
desde siempre explicación y motivos para sus penas. Como se mencionó en la obra de
misericordia Enseñar al que no sabe, el dolor físico puede ser duro, pero si hay un motivo,
el corazón permanece sereno; pero si el dolor no tiene explicación, se hace insoportable. La
aflicción necesita una palabra que la llene, la dirija; una indicación que la oriente hacia la
comprensión.
Consolar al triste tiene sucedáneos, como las demás obras; en especial esta sufre
diversas caricaturas que parecen asumir la función del consuelo, pero no llegan a lograrlo.
Normalmente se observan tres desvíos específicos, tres camuflajes del acto misericordioso:
compadecer, anestesiar, proyectar.
Compadecer al triste puede, en parte, ser oportuno, si quiere decir entrar
empáticamente en su mal, llorar con él, compartir el dolor; pero existe el peligro de pasar
del buen compadecer al victimizar, asociarse al dolor subrayándolo, exagerando. Hay una
praxis que produce una serie de actos que convierten el dolor en espectáculo: pensemos,
por ejemplo, en la ostentación del luto, que antes era tradicional en ciertos lugares, donde se
exhibía el tormento para hacer visible el dolor y darle un mayor peso. Esto es peligroso
porque si, por un lado, hay que acoger el dolor, sin negarlo ni infravalorarlo, tomándolo en
su dimensión real y sin banalizarlo, por otra parte, el énfasis exagerado tiene el riesgo de
clavar cada vez más al que sufre en una condición de víctima, objeto de algo absurdo e
inaceptable.
La victimización, una vez digerida, es la lógica por la que la persona, auto-
compadeciéndose con la complicidad de otros, se queda atascada en el pozo del dolor, en
un oscuro narcisismo que le impide volver al camino, sentirse mejor. Es evidente que el
victimismo no consuela a nadie, y añade otro problema más al dolor.
La segunda deriva es de tipo narcótico, según una mentalidad que, como hemos
visto, está muy extendida en nuestra época; aquí tratamos del acto directo, específico,
personal, encaminado a ayudar al triste distrayéndolo. También este impulso, en su
acepción sana, no es en sí un mal: a veces descentrar la atención puede ayudar a recuperar
la lucidez.
Pero una cosa es distraer para ayudar a tomarse un respiro, y otra es promover la
enajenación, abrumar a quien sufre con atenciones que le impidan pensar: de hecho, sería
como eliminar por eliminar, simplemente; un empujón hacia la superficialidad, peligroso,
porque se aplaza el problema y en el fondo se agrava. Huir de un hecho acentúa los
problemas, que necesariamente vuelven a llamar a la puerta de quien sufre, amplificados
esta vez por la sensación de incapacidad, de no haberlos abordado todavía; este enfoque los
hace cada vez más gravosos, más ásperos, más absurdos.
La tercera degeneración del acto de consolar es animar al afligido a fijarse en otro
que esté peor que él. Este tipo de consuelo equivale a comparar la existencia a una simetría,
como si existiera el dolorímetro y una clasificación de la mala suerte. ¿Qué alivio me puede
dar el hecho de pensar que alguien está peor que yo? A menos que quieras ayudarme a
entender que estoy dramatizando una cosa normal –si es así, hay que hacerlo, y ayuda–.
Pero si me estás lanzando a una especie de vanagloria del dolor, puedes hacerme caer en un
sinsentido mayor. Debo deducir que, si hay quien esté más desesperado que yo, he de
calmarme y serenarme. ¡Pero no es posible estar bien porque tengo ese deber! ¡No vale
decir que, si alguien está peor que tú, te debes sentirte bien! Es una correlación incorrecta,
carece de fundamento, la vida no funciona así. Me encuentro mal, y hay otro que también
está así, incluso quizá peor, pero yo sigo estando mal: aquí no hay vasos comunicantes.
Consolar requiere un gran equilibrio que evite el victimismo, la enajenación, y la
comparación de mi sufrimiento con el de otros.
Estos enfoques erróneos son, en parte, residuos de la inmadurez humana y, en parte,
de ese cristianismo al «yogurt», una espiritualidad «vintage» en la que la acción de consolar
se convierte en un reproche, porque la única ganzúa existencial es el viejo sentimiento de
culpa, como hemos visto en otro lugar.
JOB Y SUS AMIGOS

En la Escritura encontramos la figura de Job, el hombre objeto de un sufrimiento


inaudito: pierde todo, salud, bienes, hijos, y se interroga sobre el motivo de su aflicción. En
una serie de reflexiones, tres amigos intentan consolarle aportando cada uno tres líneas de
interpretación de su dolor, persiguiéndose y repitiéndose entre ellos; pero, para cada
propuesta, Job tiene una respuesta bastante reactiva: todas las «amistosas» explicaciones
aparecen viciadas por errores básicos. Horrores más que errores.
La primera explicación es ver el dolor como consecuencia de una culpa, y hay que
aceptar el sufrimiento porque uno se lo merece; Elifaz, el primer consolador torpe de Job,
apoyado por los otros, dice: «Haz memoria. ¿Qué inocente ha perecido? O ¿cuándo han
sido aniquilados los justos? Por lo que he visto, los que cultivan la maldad y siembran la
perfidia, la cosechan» [3]. Y más adelante, explícitamente: «Pues no nace del polvo la
maldad ni brota del suelo la desgracia. Es el hombre quien ha nacido para provocar
desgracias, como las chispas para ir hacia arriba» [4]. Sin medias tintas: el hombre genera
su propio dolor.
Es la típica vieja historia de que quien es bueno está bien, y quien es malo, está mal.
Pero Job no entra en el cuadro, porque el lector sabe, desde el principio del libro [5], que
Job es un hombre bueno y no se le conocen fechorías, como él, justamente, subrayará [6].
Elifaz afirma que ningún inocente sufre: pero la Biblia comienza con dos hermanos, Caín y
Abel, y Abel, el inocente, es el que acaba mal; y luego, en el relato más importante, el
Éxodo, el pueblo de Israel es condenado al dolor y la opresión por el faraón, no porque
fuera culpable. ¿Cómo llegó Israel a Egipto? ¿Porque José padeció por obra de sus
hermanos? ¿Acaso José era culpable? ¡De ninguna manera! ¡José es el justo por excelencia!
Son solo ejemplos macroscópicos, que muestran cómo la Biblia desmiente la lectura de la
culpabilidad.
No es esta la clave. Puede ocurrir que la causa de nuestro dolor sea un error nuestro,
pero metabolizar el dolor porque, en el fondo, se es culpable, no es un consuelo. Y reduce a
Dios a un cobrador de morosos.
Y aunque fuera así, aunque me haya merecido lo que me está pasando, ¿de qué me
sirve? Ahora que, con razón, te he dicho que te has ganado a pulso estar en una silla de
ruedas por el modo en que conducías aquella maldita moto, tú ¿qué haces con esto? Como
si uno no se torturase ya bastante... ¡Tengo que saber decirte esto, y mucho más que esto!
La segunda consolación, por boca de los amigos de Job, es que el dolor sirve para
corregir. No es una trivialidad; tiene su punto de verdad. Elifaz sigue hablando y dice:
«Bienaventurado el hombre al que Dios corrige, y no desprecia la lección del Poderoso.
Pues Él hiere, pero pone la venda; golpea, pero cura con sus manos» [7].
Es cierto, todos necesitamos ser corregidos. El dolor hace crecer. Cierto. Pero en el
caso de Job no es válido. Hemos visto que, desde el comienzo del libro, es presentado
adrede como un justo, porque la intención del libro es relativizar estas visiones –y nosotros
nos estamos aprovechando perezosamente del trabajo del autor bíblico–.
El segundo amigo –Bildad es su nombre– reitera la primera y la segunda
afirmación, y llega a decir: «Si tú acudes con solicitud a Dios, si al Omnipotente pides
auxilio, si perseveras puro y recto, desde ahora velará por ti y restablecerá tu justa
morada; tu antigua situación parecerá bien poco, y tu nueva posición será de inmenso
crecimiento» [8]. Es decir: si te portas bien y te dejas corregir, verás que luego tendrás
recompensa, pero te lo debes merecer. Insistimos: el libro desmiente de un modo patente
que este sea el problema de Job.
Y de aquí deducimos una cosa: son modos de hablar esquemáticos. Elifaz y Bildad
no contemplan realmente a Job; y así sucede cuando nuestras respuestas son quizá justas,
pero también teóricas. Álgebra existencial. Me acerco a ti, que estás sufriendo, y te lanzo el
eslogan aprendido en experiencias anteriores. No te he mirado, no he comprendido qué te
pasa. Te meto en una cajita mis pequeños esquemitas, y te doy con ella en la cabeza.
Del tipo: ¿qué le digo a mi hermano que tiene un tumor? ¿Y qué quieres que te
diga? Tendría que estar con tu hermano y entrar en relación con él, y entonces le diría lo
que me sugiere mi corazón, no el tuyo; y suponiendo que tu hermano quiera hablar con un
desconocido como yo... Y ¿qué le tengo que decir? ¿Tienes corazón? ¿Quieres a tu
hermano? Dile lo que quieras, si realmente le quieres: verás que lo ayudas y no lo herirás.
Dios nos salve de los que tienen «la respuesta precisa». La respuesta, ¿para quién?
¿Ahora o hace seis años? ¿Aquí o en Santander? Pero ¿cómo es posible que alguien no
tome nota de que solo existe la realidad, que las abstracciones son solo charlatanería?
Dios te está corrigiendo... Gracias. Será eso. ¡Bah! Y entonces, ¿qué hago? En pie
sufro, y soy corregido. Soy corregido y sufro. Apaga y vámonos.
Pero sí que es cierto. Solo que uno lo entiende poco a poco y, en general, en primera
persona del singular. Y frecuentemente, a posteriori.
El tercer «consuelo» posee perniciosamente la mayor connotación religiosa. Se trata
de la resignación, el abandono ante el inescrutable plan de Dios. El tercer amigo de Job se
llama Zofar, y dirá: el único sabio es Dios, y puesto que Dios sabe todo, resígnate, porque
en realidad es imposible hacer nada contra su decisión: «¿Vas a sondear las profundidades
de Dios, vas a penetrar hasta la perfección del Omnipotente? Es más alta que los cielos,
¿qué podrás hacer?, más profunda que el seol, ¿qué podrás saber? Su dimensión es más
larga que la tierra y más ancha que los mares. Si Dios pasa, si encarcela, si cita a juicio,
¿quién podrá impedirlo?» [9].
En Roma se dice: «A chi tocca nun si ingrugna»: al que le toca, que no ponga
morros. Hay que resignarse a lo incomprensible, que solo Dios conoce. Pero la resignación,
¿es acaso una actitud cristiana? Etimológicamente, la palabra resignar viene del latín
resignare, por re-ad-signare, devolver los sellos, renunciar a un encargo. Resignarse
significa renunciar al reto de los seres humanos que necesitan vivir con conocimiento de
causa. La respuesta que busca una persona que sufre es de otro tipo, mucho más profunda.
Los motivos de los tres amigos de Job manifiestan insuficiencia para el acto de
consolar, son modos erróneos, banales, superficiales y previsibles, y lamentablemente
paradigmáticos de tantas explicaciones del dolor presentadas como cristianas.
LA VERDADERA CONSOLACIÓN: LA PLENITUD

¿Cuál es, entonces, la verdadera consolación, ni equivocada, ni hipócrita, ni


sentimental –lacrimógena–? ¿Cuál es capaz de proporcionar instrumentos para saber vivir
en tiempo de tormenta? ¿Qué es «consolar a los tristes»?
En hebreo, para consolar se usa el término nacham, que quiere decir descansar,
pararse, encontrar reposo, o incluso dar refugio al que busca el lugar de la paz, donde el
sufrimiento termina.
El griego usa un verbo con una preposición, parakaleo, llamar cerca [10]. Es el
nombre del Espíritu Santo, el Paráclito, y es el nombre del abogado defensor –textualmente,
ad-vocatus–, el consejero, el maestro interior.
Aún más interesante, para nuestra obra de la misericordia, es la etimología latina
cum-solári, a veces traducida macarrónicamente por estar con él solo, donde el antiguo
sóllus - sólus no quiere decir único, solitario, sino completo, entero; este término, por
ejemplo, produce la palabra italiana sollazzo que expresa el estar llenos, saciados,
satisfechos. En efecto, existe una expresión latina que suena solares famen, y significa
alimentar, hartar. Consolar se presenta curiosamente en clave de dar plenitud, ya que el
dolor es privación.
Notemos que Jesús, en su máxima tribulación, antes de morir, se expresa así:
«Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E inclinando la cabeza,
entregó el espíritu» [11]: con una única palabra, el pretérito perfecto del verbo griego teléô,
que significa llegar al fin, alcanzar el objetivo. Jesús expresa el cumplimiento de una vida,
la conquista de un fin. ¿Qué quiere decir?
La verdadera consolación es el cumplimiento del proceso que, iniciado en un estado
de privación, concluye con el encuentro de la parte que falta, y se percibe entonces el
sentido completo del camino del sufrimiento. El consolador, en la acepción latina del
término, es quien restituye la pieza sustraída por el dolor, y afronta la mutilación que lo
hace insoportable, agobiante, al entenderse de modo incompleto.
Los amigos de Job se aferran a las causas, pero los verdaderos consoladores buscan
más bien la parte que Dios quiere donar. Después de que el Señor haya manifestado su
grandeza, Job le responderá: «Sólo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos»
[12]. Había algo más que Job tenía que ver; no lo había captado todavía, pero ahora lo
puede contemplar. Dios desaprobará la conducta vacía de los tres amigos: «Dijo a Elifaz, el
temanita: “Mi cólera se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis
hablado con rectitud como mi siervo Job”» [13].
Quien realiza el acto de consolar es capaz de ponerse al lado de quien sufre,
mostrándole lo que no consigue ver y permitiéndole abrir el corazón, la mirada, el espíritu,
a una perspectiva distinta, a una profundidad completa que aporta plenitud. Estamos
hablando de esperanza. Pero no en un sentido genérico de deseo de que las cosas se
arreglen. Advertimos la diferencia entre expectativa y esperanza: la esperanza no es una
producción mía, porque entonces no sería una virtud teologal –que significa don de Dios, y
no virtud natural–, al contrario de la expectativa, que procede de mi biología/psicología. En
cambio, la esperanza se basa en una promesa. Hay una cualidad profunda en el consolador:
debe conocer muy bien al afligido para hacer que vuelva su corazón hacia lo que Dios le ha
prometido, y ayudarle a ver el dolor como parte de esta fidelidad de Dios.
¿Y qué debe saber hacer este consolador?, se podría decir. Nada, solo un acto de
misericordia según la naturaleza de Dios, que haga presente la eternidad, que desvele la faz
de Dios en el dolor. Solo esto. Nada especial... ¿Qué sería, de lo contrario, actuar como
hijos de Dios? ¿Pensamos realmente que iluminar los actos más sublimes puede lograrse,
más o menos, improvisando? Hace falta rezar toda la vida para llegar a las obras de
misericordia, y sobre todo a esa obra espiritual que exige, inequívocamente, ser movido por
el Espíritu Santo... Saber tocar el corazón de un afligido hasta encender de nuevo su
esperanza truncada por el dolor no es cosa de especialistas, sino de bautizados. De lo
contrario, caeremos en las compensaciones ya mencionadas.
Hay un camino en la vida humana, y ese camino es el cumplimiento de las promesas
recibidas. Y el dolor es, a menudo, una encrucijada a la hora de llevar a cabo la obra de
Dios. Si esto no lo saben los cristianos, ¿quién va a saberlo?
Puntualicemos otro detalle: no tengo una respuesta racional al dolor; yo, como
hombre, no sé por qué la gente sufre, y realmente no sé explicar mis dolores. Si intento
hacerlo, caigo en el juego de causa-efecto, y llego a las distintas respuestas ya vistas. No
conozco respuestas satisfactorias para el dolor, fuera del misterio de Cristo. No entiendo
otro camino para encontrar el hilo de la trágica madeja de la vida humana, fuera de la
Pascua de Nuestro Señor. ¿Qué otra cosa querríamos hacer? No tengo respuestas humanas,
filosóficas, científicas, que no sean mediocres. No me voy a poner a escribir un libro sobre
las obras de misericordia espiritual para acabar convirtiéndolas en unas llamaditas al
sentido común, ¡por favor! ¡Para consolar el dolor humano hace falta la ayuda del Espíritu
Santo! Si pudiéramos consolarnos con nuestras propias habilidades, ¿qué necesidad habría
de que Cristo viniera a tomar sobre sí nuestro dolor para desentrañarlo? Incluso Él, en la
cruz, llegó al «¿por qué me has abandonado?», a la falta de sentido.
El consuelo que alguno puede proporcionarme en mi dolor debe ser la irrupción de
Dios mismo, su mirada sobre las cosas, su perspectiva respecto a la propia visión de cada
uno. Tomemos las bienaventuranzas: son un ejemplo de mirada que ve los hechos de modo
completo, y no es casual que se hayan definido como la «carta magna» del cristianismo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo
es el Reino de los Cielos» [14]. Son, todas ellas, premisas que anticipan otra época de la
historia, un presente que se abre al futuro y que, sin embargo, es actual: «...de ellos es el
Reino de los Cielos». Luego el sufrimiento no es algo inmóvil, no es un final, sino el
principio de un proceso que libera de la parálisis del dolor.
El sufrimiento psicológico que encadena o bloquea, se llama angustia y la palabra
remite al término ángulo, lugar sin salida. El angustiado vive un dolor que no lleva a
ninguna parte [15].
¿Cómo oponerse a esta dinámica negativa? El Espíritu Santo que Jesús anuncia en
el Evangelio de Juan es propiamente el autor de esta consolación: «El Paráclito, el Espíritu
Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las
cosas que os he dicho» [16]. El Espíritu Santo, en nuestro caso, enseña al afligido lo que
desconoce: que en el sufrimiento hay algo que falta todavía, que está llegando y debe ser
desvelado, anunciando algo futuro: «Cuando venga Aquel, el Espíritu de la verdad, os
guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga
y os anunciará lo que va a venir» [17].
San Pablo desarrollará esta experiencia: «Porque estoy convencido de que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a
manifestar en nosotros» [18], «la leve tribulación de un instante se convierte para
nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente» [19]. En la lengua
hebrea, la gloria equivale al peso específico de las cosas. Adquirir espesor. Tener un
espesor que sabe de eternidad. Si ves a una persona que tiene sustancia, profundidad,
nobleza, puedes estar seguro: ha sido el sufrimiento quien la ha hecho tan hermosa. Lo he
dicho mil veces a los jóvenes: si un problema puedes resolverlo, resuélvelo. Pero si no lo
puedes solucionar, él te solucionará a ti. Si hay una pizca de grandeza en las personas,
generalmente proviene de ahí.
Pero no de modo automático. El sufrimiento otorga profundidad si se acepta. Si lo
rechazas, te masacra, y punto. Sin ganancia. Por eso es importante esta obra de
misericordia, porque el dolor es una encrucijada en la que, o se va hacia lo sublime, o se
degenera.
El Espíritu Santo, descifrando la Cruz de Cristo, revela a la humanidad la parte que
le falta al sufrimiento, aquella que Dios transforma en profundidad, en novedad, en
evolución, en crecimiento. No hay que buscar, ciertamente, el dolor. Pero cuando llega, hay
que saber aceptarlo como el inicio de un cambio, y quizá como el abandono de una
inmadurez; en cualquier caso, como un instrumento precioso que Dios usa para construir
algo más serio, más verdadero. En última instancia, el cielo.
La cruz es la puerta de la resurrección: la cruz y la muerte eran los presupuestos,
pero el verdadero fruto es la resurrección. Escribe Juan Pablo II, en la Carta Apostólica
Salvifici Doloris: «Puede afirmarse que junto con la pasión de Cristo todo sufrimiento
humano se ha encontrado en una nueva situación. Parece como si Job la hubiera
presentido cuando dice: “Yo sé en efecto que mi Redentor vive...”; y como si hubiese
encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera podido
revelarle la plenitud de su significado» [20].
Un proceso adquiere importancia por su meta, su punto de llegada; cuando se sufre
es importante que alguien nos ayude a tener en el corazón la certeza no de un final, sino de
un comienzo; mientras el dolor y la angustia suelen provocar un pensamiento terminal, el
Espíritu Santo revela en la Cruz un inicio, un start hacia el designio extraordinario de Dios.
Jesús transformará lo que parecía un final, la tumba, en un punto de partida; de ahí
se desprende que la consolación consiste en descubrir que cada historia humana está en las
manos de Dios –Él la conduce–, y que el misterio de la Cruz no detiene la existencia, sino
que abre de par en par la visión sobre la maravilla de la resurrección.
En el dolor las personas se parecen a moscas enloquecidas que buscan la salida del
tarro, pero es preciso que el sufrimiento siga su curso, y hemos de dejarle cumplir su
misión. Consolar es una exhortación a entregar la aflicción a Dios, para que quede claro
que solo es una parte de la historia: la cruz es un lugar de paso, una «colocación
provisional» [21], escribía don Tonino Bello. Se va siempre más lejos.
CONSOLADOS PARA CONSOLAR
Saber consolar a un afligido exige el recuerdo personal de este hecho pascual, haber
atesorado el bien recibido como consecuencia de los sufrimientos propios; las personas
capaces de consolar realmente son las que han sido consoladas, y han sacado del dolor una
trayectoria de crecimiento en la fe, en la esperanza, en la caridad, algo noble, grande,
hermoso. Ponerse junto a un afligido improvisando una interpretación carece totalmente de
sentido; es como indicar un camino sin haberlo recorrido nunca. Suena a falso a más de un
kilómetro de distancia.
San Pablo explica con elocuencia el verdadero arte de consolar: «Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda
consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros
seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el
consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque, así como abundan
en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por
medio de Cristo. Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si
somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con
que soportáis los mismos sufrimientos que nosotros. Y es firme nuestra esperanza acerca
de vosotros, porque sabemos que, así como sois solidarios en los padecimientos, también
lo seréis en la consolación» [22].
El acto de consolar deriva de la experiencia de la liberación del propio dolor; no es
nada fácil dar respuestas al dolor ajeno; son necesarias la prudencia y la paciencia; no se
consuela «de oficio», sino sobre la base de haberse dejado trabajar por la vida, haber
acogido la propia historia. Si no hemos aceptado algo, si todavía nos escandaliza una parte
de nuestra vida, ¿qué vamos a decir? Palabras sin fundamento. Así ocurre que muchos no
se dejan enseñar por la Providencia, pero, a la vez, pretenden saber hablar a los demás. He
visto con frecuencia consoladores más inmaduros que los necesitados de consuelo. Y si es
uno mismo quien está enfermo –por experiencia directa–, enseguida se ve si tiene o no
sustancia quien te habla.
Veamos el training del consolador en un maravilloso texto del profeta Isaías: «El
Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo para saber alentar al abatido con palabra
que incita. Por la mañana, cada mañana, incita mi oído a escuchar como los discípulos. El
Señor Dios me ha abierto el oído, yo no me he rebelado, no me he echado atrás. He
ofrecido mi espalda a los que me golpeaban, y mis mejillas a quienes me arrancaban la
barba. No he ocultado mi rostro a las afrentas y salivazos. El Señor Dios me sostiene, por
eso no me siento avergonzado; por eso he endurecido mi rostro como el pedernal y sé que
no quedaré avergonzado. Cerca está el que me justifica, ¿quién litigará conmigo?
Comparezcamos juntos. ¿Quién es mi adversario? Que se acerque a mí. Mirad: el Señor
Dios me sostiene, ¿quién podrá condenarme? Todos ellos se gastarán como un vestido, la
polilla los devorará. ¿Quién de vosotros teme al Señor, y escucha la voz de su siervo?
Aunque camine en tinieblas y no tenga luz, que confíe en el Nombre del Señor, y se apoye
en su Dios» [23]. El lenguaje del discípulo que sabe consolar al desalentado lo posee quien
ha aprendido a esperar, a entregarse a Dios: mientras le arrancaban la barba, ha conocido la
cercanía de Dios en la soledad y en la persecución; puede hablar a quien camina en
tinieblas, porque él también viene de allí.
Como hemos dicho, una obra de misericordia espiritual no es un acto de voluntad:
te quiero consolar. Sí, gracias. Pero lo harás si te has dejado llevar por el Espíritu Santo el
día de las tinieblas. Si no, ¿de qué hablas, querido hermano?
La virtud teologal de la Esperanza, afirma la Iglesia, «corresponde al anhelo de
felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre» [24]. Los últimos pontífices han
exhortado con intensidad a cultivar esta virtud: basta citar la famosa invitación «no tengáis
miedo» [25] con la que san Juan Pablo II inauguró su pontificado; o la maravillosa Carta
Encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI; o, en fin, el «no os dejéis robar la esperanza» [26]
del papa Francisco, por citar solo algunos ejemplos. La Esperanza no es una actitud
positiva, optimista, no es un sentimiento, sino un acto y un don de Dios. En el fondo del
alma humana habita una Luz que, en medio de mil desesperaciones, en el fondo del
corazón, nos hace conscientes de una verdad: la vida es preciosa; no se nace para la nada.
«Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» [27].
«En el sufrimiento está como contenida una particular llamada a la virtud, que el
hombre debe ejercitar por su parte. Esta es la virtud de la perseverancia al soportar lo que
molesta y hace daño. Haciendo esto, el hombre hace brotar la esperanza, que mantiene en
él la convicción de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia
dignidad unida a la conciencia del sentido de la vida. Y así, este sentido se manifiesta junto
con la acción del amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu Santo. A medida que
participa de este amor, el hombre se encuentra hasta el fondo en el sufrimiento;
reencuentra “el alma”, que le parecía haber “perdido” a causa del sufrimiento» [28].
5. PERDONAR LAS OFENSAS

«Consolar al triste» es la última de las cuatro obras que nos permiten ejercitarnos en
la misericordia hacia el corazón del otro. Las dos próximas, «perdonar al que nos ofende» y
«sufrir con paciencia los defectos del prójimo», son misericordia a granel, gratuitas: no
exigen que el otro entienda o madure o aprenda o se alegre. Seguirá siendo el mismo
maloliente, o el mismo pesado de siempre.
En las primeras cuatro obras de misericordia puede quedarnos la sospecha de que
aconsejar al que duda, o enseñar al que no sabe, o corregir al que se equivoca, en cierto
modo se hace también por uno mismo. Tener al lado una persona triste que recupera la paz
nos puede quitar un peso de encima. No es que sea exactamente así, pero se puede atisbar
que esa tentación exista. Pero con las dos próximas obras no nos engañamos; no se gana
nada al practicarlas; al contrario.
Pero también podremos darle la vuelta al asunto: si uno practica las cuatro primeras
obras de misericordia pero no incluye la quinta y la sexta, todo es un poco falso. Pensemos
en alguien que corrija al que se equivoca, pero no está dispuesto a perdonarlo o a tener
paciencia con él...: sería una hipocresía ridícula.
Podemos constatarlo, sobre todo, cuando nos acercamos a otro para corregirlo: en
cierto modo debemos declarar de algún modo que lo hacemos por amor, y eso será verdad,
o mentira. Sólo el perdón dará autenticidad –o no– a nuestras declaraciones de amor
fraterno...
Y así abrimos el capítulo de los falsos perdones.
El perdonismo oficial, el perdonazo presumido, el perdónenlo temporal, el
perdoncete selectivo, el perdonín sentimental, el perdonasmo muscular, el perdonen
obligatorio, el perdoncín reivindicativo, el perdoncito eclesiástico, el perdonero de cabeza
pero no de corazón... ¿continuamos? La lista es interminable. El perdón es un poco como la
sacher-torte del Tufello, o como la Cola-Guizza [1]. Un producto desvalorizado, y
banalizado.
Llegamos de nuevo al habitual malentendido que nos persigue desde el comienzo de
esta presente aventura: tratar de extraer de nuestra naturaleza lo que solo se recibe como
don de Dios. Comienzan entonces nuestros miserables asaltos al perdón, que desembocan
sobre todo en dos ciénagas: la hipocresía y la superficialidad. En la primera encontramos
todo un manual eclesial de buenas maneras en que se alardea de comunión a través de un
refinado ejercicio de los músculos faciales, una sonrisa que roza el rechinar de dientes,
porque está mal visto declararse en curso de colisión. Pero, mediante un movimiento
pendular, se recupera luego en privado la dosis adecuada de sosa cáustica.
En el campo de la hipocresía florecen numerosas declaraciones públicas de perdón,
a menudo ridículas y perfectamente identificables como tales.
Pero creo que la caja de la superficialidad tiene más contenido. Porque, al fin y al
cabo, la mayoría de las personas desea cumplir la práctica del perdón, y entonces abren sus
brazos y hacen lo que pueden: perdones que se refieren a esto pero no a aquello; perdones
que duran el tiempo de una onda hormonal, misericordias de reflujo gastroesofágico,
sudorosas, con salidas de vísceras de su lugar natural, lo que suele llamarse una hernia.
En Nápoles dicen: «Ma se po’ campà accusì?» [Pero, ¿se puede vivir así?].
Muchos lo consiguen. Mal.
LA NECESIDAD DEL PERDÓN

¿A dónde nos lleva esta cínica reflexión? A la necesidad de perdonar. Es decir: el


problema de la absolución del mal ajeno no es una cuestión de lujo, producto de una alta
burguesía existencial. No. Si no perdonamos el mal recibido nos bloqueamos. Uno se queda
paralizado. No se va más allá. Todo lo que no perdonemos vibra dentro de nosotros como
alguien que ha sido enterrado vivo. Incluso puedes escribir un libro sobre las obras de
misericordia espirituales, pero o has perdonado el mal recibido, o no. Y los sucedáneos no
funcionan.
Y somos muchos los que nos quedamos a mitad del camino; nos falta llegar a la
solución completa. Aunque podemos quedarnos más o menos cerca.
Menuda contradicción: si no perdonamos, no logramos desbloquear lo más
profundo de nuestro ser. Pero, al mismo tiempo, ese perdón no se encuentra en la mochila
que recibimos al nacer: es algo que se recibe y que no se confecciona en casa.
Intentemos comprender algo de todo esto.
«Él es quien perdona tus culpas» [2]. Las palabras de este salmo expresan
magníficamente la grandeza de esta obra de misericordia porque, de hecho, el perdón es
propiamente el acto más cercano al corazón de Dios, una gracia recibida de su amor
misericordioso, que permite vivir la relación con Él, y en consecuencia con el prójimo: dos
aspectos que representan el centro y el fin mismo de la vida humana.
Para comprender qué es y qué implica perdonar las ofensas hay que repetir el
axioma ya expuesto: el perdón no es opcional. Ningún tipo de relación humana es posible
sin el perdón, ninguna verdadera relación, ninguna frontalidad auténtica es concebible si no
se tiene en cuenta la inclinación al mal que influye en el corazón del hombre. Y, porque
existe esa inclinación, es absolutamente necesario el antídoto del perdón. Allí donde esté
presente la más tenue conciencia de esta necesidad –en cualquier caso, la necesidad de ser
perdonados parece más urgente que la exigencia de perdonar–, veremos que esto es cierto
genealógicamente, pero no existencialmente.
Como siempre, se debe centrar la atención sobre la capacidad humana de alterar la
verdad del acto misericordioso, anulando la gracia y haciendo ineficaz la acción del
verdadero perdón. Lo cual exige diagnosticar algunas falsificaciones, que no nos
encaminan a las acciones y al objetivo de la misma obra misericordiosa.
En el ámbito de una ofensa, por ejemplo, dentro de una relación, aparece a menudo
lo que puede ser definido como «remoción forzosa»; remover significa mantener lejos de la
conciencia la ofensa recibida, ignorarla y distanciarse de ella; pero es un proceso peligroso
para el alma humana, porque no tiene en cuenta que la herida sigue presente, y por eso no
se sabe cuándo y cómo volverá a presentarse y en qué forma.
La segunda alteración consiste en negar la ofensa, manteniendo el trato humano en
un limbo oportunista y necrosando así la relación misma; pero el mal hecho o sufrido es tal,
que no se puede negar ni edulcorar con un comportamiento bondadoso, que más pronto que
tarde desembocará en la rabia.
Con una actitud similar se cae luego en esa actividad racional que intenta
comprender al otro, pero también esto se revela insuficiente; más aún, contraproducente;
porque meterse en la «piel» del otro puede alimentar aún más la inclinación a sentirse
acreedores: a nadie le cabe en la cabeza una ofensa como la que he recibido; ni yo mismo la
hubiera cometido, aunque tuviera razón.
Estas deformaciones corroboran algo sustancial: que el perdón de las ofensas no
tiene que ver con la buena voluntad humana: el error es precisamente intentar extraerlo de
nosotros mismos. Por lo general se parte siempre de la voluntad, que se intenta alimentar
con sentimientos de compasión hacia quienes nos han hecho mal, pero estos impulsos son
caducos, no tienen continuidad, son frágiles e inestables.
Probemos a examinar un poco el mecanismo humano, horizontal, del perdón:
recuerdo un caso que me expuso un amigo, brillante psicoterapeuta y psiquiatra, que
defendía justamente su profesión, más que legítima (no tengo nada contra el psicoanálisis,
es una cosa buena y correcta, pero dentro de su ámbito: conseguir el equilibrio, no la
felicidad). El equilibrio es vital, pero la felicidad pertenece a otro orden.
Hablaba con este amigo del feliz resultado de la terapia en un hombre que había
sido objeto de violencia por parte de su padre; llegó a la psicoterapia destruido y lleno de
amargura, incapaz de descontaminarse del propio rencor hacia su padre. Este hombre,
mediante un recorrido terapéutico de conciencia y crecimiento, transformó en positividad
todo el mal sufrido... ¡fundando una ONG para la defensa de los derechos de los hijos
maltratados! O sea, realmente no había resuelto el problema, lo había sublimado, lo había
llevado a otro nivel, constructivo, solidario, pero siempre presente. El motor era el mismo.
No era una Pascua, era una reorganización del inventario. Normalmente estos son los
mejores resultados. No son despreciables, porque se alcanza un nivel más noble, pero la
herida sigue presente.
EL FUEGO DE LA IRA

Hay que tener presente que el fuego que alimenta la dificultad humana para
perdonar se llama ira: consiste en un nivel interior descompensado, en un sentido del
desequilibrio que banalmente estigmatizamos como «deseo de venganza» [3]: estamos
convencidos de que somos víctimas de algo, y hay que restablecer la justicia resarciéndonos
del agravio sufrido. Con semejantes condiciones corremos el riesgo de pasar de víctimas a
victimistas; el deseo de justicia nos transforma en justicieros; y las heridas sangrantes,
abren en cierto modo la puerta al sadismo. Con el riesgo adicional de que la ira no resuelta
puede disfrazarse de justificación racional para perder del sentido del límite. Un desastre
interior y exterior. Las personas enfadadas viven de este modo, y hay muchísimas por ahí.
Reiteramos: el problema es que perdonar implica curar. Dice el libro del
Eclesiástico: «Hombre que a hombre guarda rencor, ¿cómo osará pedir al Señor la
curación?» [4].
Puntualicemos mejor estas tres fases.
La primera sucede cuando el mal nos cae encima, haciéndonos sentir víctimas; esta
identificación desemboca en un agujero negro del que es muy complicado salir. La tortura
del recuerdo del mal recibido cristaliza en una autocompasión dañina; es un engaño que
lleva a vivir de modo infantil, como niños lloricas, hasta el punto de no poder construir una
familia, por ejemplo; o de interrumpir relaciones; o incluso de continuarlas, en términos de
alianzas victimistas.
Las heridas no quedan solo latentes: a menudo se amplían, aunque parezcan las
mismas. Decía un sacerdote amigo: una llaga en la boca, si se toca con la lengua, parece
una sandía; la miras luego en el espejo y es un puntito. Esto es lo que pasa: un puntito se
convierte en una sandía. Es como enamorarse del propio dolor, con el corazón grabado en
el tronco de un árbol, que tiene por una parte nuestras iniciales, y por la otra, la «D» de
dolor. «No sabes cuánto he sufrido...». Y, francamente, no estoy muy seguro de que sea
urgente saberlo.
Cuántas personas confunden el amor con el auxilio. Cuántos «enfermeros» y
cuántas «damas de la Cruz Roja» corren a ayudar, confundiendo el amor (que comportaría
hacerse cargo de las penas y las ofensas ajenas, pero de un modo adulto) con un
asistencialismo que, en realidad, alimenta el propio ego, el del héroe o la heroína que con
sus actos salvan al otro del peligro y del dolor.
La segunda deriva es el deseo de justicia con el que se comienza a tener la cabeza
en forma de balanza: personas perennemente enfadadas, vomitadores de reproches, «danos
hoy nuestro enemigo de cada día», alguien de quien hablar mal, de quien subrayar su
maldad. No nos sorprende que la página de los periódicos que más atrae sea la de sucesos:
los crímenes exigen ser identificados, proyectados.
La justicia se convierte en un tótem, y en su nombre la gente destruye su vida,
porque la comparación, consecuencia de la envidia, mide cada cosa y cada relación
humana: «¡Mi hermana no debería ser más guapa que yo! Ella tiene una naricita graciosa. Y
yo, esta narizota. ¿Por qué mi hermano es más guapo y más fuerte? ¡Es injusto!». Detrás de
todo esto hay algo no perdonado.
La tercera deriva es la aspiración al castigo, el sadismo que sigue al victimismo y al
justicialismo: «¡Le está bien empleado!». Uno se convierte en verdugo autorizado de los
demás, dispuesto a dejar caer la guillotina para reparar el agravio o la ofensa.
Hay algo que necesita explicación: ¿por qué a tantos les fascinan las películas donde
aparece gente asesinada, torturada, y en las que el dolor se convierte en un espectáculo?
Pensemos en el monumento símbolo de Roma, el Coliseo: ¿para qué servía? Era un teatro
donde el espectáculo era el sadismo, la muerte. ¿Por qué se disfruta con estas cosas? La
pulsión de la tortura, tan frecuente en la historia, injustificable en una mente racional y
serena, ¿de qué bajos fondos emerge, en el alma humana? Como siempre sucede, las
personas alcanzan violencias inauditas cuando se dejan llevar por los arrebatos de la ira.
Nunca olvidaré el día en que tuve que consolar a una mujer que acababa de
presenciar el asesinato de un hombre por un problema de aparcamiento, a dos pasos de mi
parroquia de entonces.
Una humanidad no familiarizada con el proceso de la reconciliación y que no
conoce el camino para desactivar el sadismo, puede irse preparando para una cotidianidad
de micro violencia. Si un hombre absolutiza sus impulsos, puede sentirse autorizado a
matar a la mujer de la que está perdiendo el control.
El trastorno de personalidad narcisista-obsesivo está en la base de una escalofriante
cantidad de feminicidios. Es evidente que se trata de una patología gravísima, pero si el
perdón es un ilustre desconocido, no quedan ya diques.
En definitiva, con estos tintes oscuros quiero decir que esta sublime obra de
misericordia es de una urgencia absoluta para nuestro equilibrio interior. Quien no perdona
no encuentra la paz.
SOLO DIOS PUEDE PERDONAR

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo se realiza esta obra de misericordia? ¿Qué es,


verdaderamente?
El auténtico perdón no puede nacer, repitámoslo, de una actitud simplemente
voluntaria, porque esta no domina las fuerzas interiores de la pasión y del pecado. El
perdón está enraizado en la profundidad del ser de Dios: solo Dios puede perdonar.
Recordemos la pregunta de los fariseos a Jesús: «¿Quién puede perdonar los pecados sino
solo Dios?» [5]. Jesús no contesta la pregunta, pero proclama que él, Hijo del Padre, es
quien lleva la naturaleza de Dios, el perdón de los pecados, sobre la tierra.
El perdón es el híper-don, es decir, un don doble; la ofensa es una palabra que viene
etimológicamente de la partícula de refuerzo ob y la raíz fen, también vinculada al término
funesto: indica lo que mata, lo que hiere de muerte. Perdonar la ofensa es entonces hacer un
regalo doble a quien nos resulta mortífero, a quien nos es funesto, a quien nos ofende, a
quien nos hiere. El poder propio de Cristo es tomar la ofensa, la Cruz, y el dolor que le
ocasionamos, y restituirlos mutados en perdón, intercambiados como redención. Esto
manifiesta su irrupción en el mundo, esto es la Pascua, esto es la redención.
Intentemos focalizar mejor el proceso que tantos hombres y mujeres cristianos han
experimentado: no puedo suprimir el mal que me han hecho, pero es tanto más funesto
cuanto más continúa marcando mi existencia, porque no logro perdonarlo; quien perdona
sale de esta encrucijada, se libera finalmente del mal sufrido, da un salto de calidad y esto
constituye un proceso vital de crecimiento, vinculado al encuentro con el Creador. Él es
quien sabe plasmar un nuevo corazón, quien otorga la novedad que nos libera del dolor del
mal recibido.
Necesitamos curarnos de todo el mal que hemos sufrido, del mismo modo que
necesitamos curarnos de todo el mal que hayamos hecho. Atención: no se logra en un
instante; es un camino, un proceso de gran envergadura; se crece, se sigue adelante, es una
reconquista que tiene como objetivo poseer de nuevo el propio corazón; perdonar a quien
nos ha hecho daño es un retorno al control de la propia vida, volver a ser actores en vez de
espectadores de la propia existencia.
Pero el proceso exige en segundo lugar regresar a la relación horizontal, tras pasar
antes por la relación vertical, porque el perdón no es un acto autónomo, original: no arranca
de nosotros. Somos pobres criaturas, aunque pretendamos ser capaces de crear de nuevo la
realidad. Eso, evidentemente, solo lo puede hacer Dios.
Pero ¿qué significa partir desde Dios? Quiere decir empezar desde la necesidad
primaria de ser perdonados.
A primera vista, parece incomprensible para algunos, pero cuando me encuentro
ante una persona que no logra perdonar, ciertamente la acojo e intento comprender su dolor
y el rencor que conserva su corazón, pero también sé que estoy delante de alguien que no
tiene una relación plenamente adulta con Dios. Debo explicarme. Las personas muy
maduras en la vida de la gracia, los santos y muchos verdaderos cristianos, que
generalmente hacen poca publicidad de su existencia, tienen un acusado sentido de su
deuda con Dios. Analicemos mejor la palabra «deuda»: del latín debére, indica estar
obligado hacia alguien. Es llamativo que el Nuevo Testamento introduzca esta categoría
para describir la realidad del pecado, que en el Antiguo estaba quizá implícita, pero no
explícita. Nos hace pasar de un concepto legal del pecado –transgresión de una norma– a un
concepto relacional –no has respetado nuestra relación y me debes algo, tenemos un
problema entre nosotros–.
Pensemos en el peso de la gravedad de los pecados. Pero esto sigue siendo un
concepto legal. Santa Teresita de Lisieux no cometió ningún pecado mortal en su corta
vida, pero tenía un sentido agudísimo de su necesidad de Dios, y de su deuda con Él. Si
preguntamos a un cristiano de misa dominical cómo va de orgullo, podríamos recibir una
respuesta resentida, propia del que no acepta ser examinado, que podría soltarnos el clásico:
«Usted no sabe quién soy yo», o algo similar. Si interrogásemos a san Felipe Neri por su
orgullo, probablemente le veríamos afligirse y reconocer su soberbia... El sentido de la
propia fragilidad aumenta cuando nos comparamos con algo sublime. Si nos medimos con
obstáculos de escasa entidad, somos perfectos. Si nos medimos con el amor de Dios,
siempre nos quedaremos cortos.
Un amigo querido, Carlo Striano, que ahora se encuentra ante el Padre, de quien
aprendí a pensar las cosas de Dios como un hijo y no como un esclavo, decía que al
comienzo de la vida espiritual cuentas los pecados a toneladas, pero que cuando llegas a
una mayor intimidad con el Padre, los pecados se miden en gramos y pesan como
toneladas. Un alma ruda no advertirá muchas cosas; un alma madura encontrará muchas
insuficiencias en su amor fraterno y en su relación con Dios. Sentirá siempre que le falta
mucho. Orígenes decía que su relación con Dios era como quien «ha recibido la dulce
herida de su saeta escogida» [6]. Si alguien ha saboreado la paciencia de Dios, no puede
prescindir de ella y no se siente nunca a la altura: no es una sensación abrumadora,
opresiva, sino de estupor, de alegría de niños, de sorpresa, de felicidad ante algo mucho
más grande que nosotros.
Sobre la base de una amplia conciencia patrística y espiritual, vale la pena hacerse
las preguntas que enmarcan el estado de nuestras deudas: ¿verdaderamente hemos dado
todo lo que debíamos? ¿Hemos sido los hijos de Dios que teníamos que ser? ¿Hemos sido
los cristianos que debíamos ser? ¿Hemos sido templo del Espíritu Santo? ¿Hemos sido la
parte del cuerpo de la Iglesia que debíamos ser? ¿Acaso no estamos en deuda con las
personas que nos rodean? ¿Hemos sido las personas que podíamos ser?
Yo no soy el cura que debería ser, y sé muy bien que me falta mucho para ser el
cura que podría y debería ser; en muchas cosas soy deudor de las personas a las que sirvo:
de un amor más grande, de una atención más profunda, de una caridad más verdadera; no
he sido el hijo ni el hermano que debería haber sido. La gente espera de mí más amor, y no
es una pretensión absurda.
Si nos ponemos ante las personas que tenemos alrededor, ¿realmente no deberíamos
proporcionarles una caridad más grande, una dulzura mayor, una acogida más profunda?
Cuando dejamos que estos pensamientos entren en nuestro corazón, por fin nos sentimos
deudores y comparecemos ante el Padre diciendo: no he amado como debía amar, no he
dado lo que debía dar; a menudo, por miedo o por ansiedad, me he guardado mi vida para
mí. En ese momento empezamos a «partir desde Dios».
Mirarse a uno mismo así implica un dolor, no hay que negarlo. Sellar las vías de
agua de mis actitudes, descubrir cuánto me faltaría si pensara en el amor y no en la justicia,
me puede asomar al abismo de mi fragilidad y a la insuficiencia de mis propósitos, y esto
me lleva a una encrucijada: o rechazar orgullosamente mi debilidad, o entregarla a la
misericordia de Dios. Pasarse la vida intentado demostrar que estamos «a la altura» de
nuestros retos se llama fariseísmo: la ansiedad se desplaza de amar en serio a sentirse con la
«conciencia tranquila». Y nos encontramos entonces descolocados por las palabras de Jesús
a Simón el fariseo: «...aquel a quien menos se perdona ama menos» [7].
Dios tiene muchísima paciencia con nosotros. Por mucho que otro haya cometido
pecados objetivamente más grandes que los míos, o me haya hecho cosas que yo no le
habría hecho nunca, sé que ante Dios mi naturaleza es la de un deudor, sé que necesito estar
en la verdad, y también sé que verdaderamente decidirá mi vida no lo que el otro ha hecho,
sino lo que he hecho yo.
Pero –me permito decir– la cuestión no es esta. Todavía podríamos estar con el
«pecadómetro» en mano, con una actitud matemática, de cuenta pendiente.
El núcleo es que el mismo Cristo es un feliz deudor. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, es un hijo agradecido, que no agota nunca su gozosa deuda
hacia el Padre del que ha recibido todo.
Quizá alguno será capaz de comprender la alegría de un niño que no consigue
estrechar entre sus bracitos la grandeza de su papá, y es feliz de que sea mucho más grande
que él. «Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que
yo» [8].
En cambio, tan a menudo, razonamos como acreedores... Muchas personas de
corazón mezquino no saben contemplar la generosidad de la vida, obsesionadas por lo que
les falta. Y, al contrario, cuántas personas a las que la vida ha dicho algunos «noes» muy
duros, hermanos discapacitados o pobres, viven sin embargo con un sorprendente corazón
alegre y agradecido, que se conforma siempre con lo que hay y se alegra. Cuántas veces mi
fe de tres al cuarto fue humillada por la alegría de estos hermanos, algunos enfermos, o
moribundos. Deudores serenos ante mi infeliz corazón de acreedor.
Cuánta gente que pasa la vida recriminando, puntualizando, amargando y
amargándose. Y cuánta buena gente, mucho más profunda y humilde, experta en el arte de
la gratitud y la alegría.
Los primeros no saben ni siquiera dónde empieza el perdón; los segundos lo
conocen, lo necesitan y lo conceden como algo obvio. «¿Y quién soy yo para no
perdonarte? ¡Si supieras que paciencia tiene Dios conmigo!».
El perdón nace de medir todo a la luz del trato con Dios.
UNA HISTORIA MARAVILLOSA DE PERDÓN

En el Génesis [9] hay una historia maravillosa de perdón, que valdría la pena leer
con calma. Trata sobre la reconciliación de un hombre, José, hijo predilecto de Jacob, con
sus hermanos, que lo han vendido por envidia como esclavo, provocando una terrible
secuencia de tribulaciones; José, de peripecia en peripecia, nunca interrumpe la relación
con el Dios de sus padres, y poco a poco va gozando de la benevolencia de cuantos tienen
autoridad sobre él, hasta llegar a ser el primer ministro de Egipto. Aquí precisamente,
después de mucho tiempo, vendrán sus hermanos a pedir pan, ignorando que a quien lo
piden es al hermano traicionado.
Sería muy interesante analizar el proceso de cómo perdona José, conducido por la
sabiduría: es un proceso de crecimiento en que él no «malvende» su benevolencia, sino que,
con una estrategia profundísima, conduce a los hermanos al recuerdo del mal que han
hecho, y a su rescate a través de un acto de amor recíproco. Cuando José ve que uno de los
hermanos se ofrece a sí mismo en sustitución de otro [10], entonces puede revelar su
verdadera identidad: el proceso de reconciliación ha madurado y puede ya acogerles con
plenitud.
Este relato es de una finura psicológica extraordinaria; pero lo que aquí nos interesa
es el argumento que usa José para motivar su perdón: «Yo soy José, vuestro hermano, el
que vendisteis a los egipcios; pero ahora no os preocupéis, ni os parezca odioso el
haberme vendido aquí, pues Dios me envió por delante para vuestra salvación. Llevamos
dos años de hambre dentro del país y todavía quedan cinco años en los que no habrá ni
siembra ni siega. Dios me envió delante de vosotros para aseguraros la subsistencia en la
tierra, y conservaros la vida mediante una gran liberación. No me enviasteis, por tanto,
vosotros aquí, sino que es Dios quien me ha puesto como un padre para el faraón, como
señor de toda su casa, y como gobernador de todo el país de Egipto. Daos prisa, subid
adonde está mi padre y decidle: “Así dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de todo
Egipto, baja adonde estoy yo, sin detenerte; te instalarás en la región de Gosen, vivirás
cerca de mí, tú, tus hijos y los hijos de tus hijos; tu ganado mayor y menor, y todo lo que
poseas. Yo te mantendré allí, pues todavía quedan cinco años de hambre, para que no
perezcas ni tú, ni tu casa, ni nada de lo que posees”. Estáis viendo con vuestros propios
ojos, y también lo ve mi hermano Benjamín, que os hablo yo personalmente. Contadle a mi
padre toda mi gloria en Egipto y todo lo que habéis visto, y daos prisa en bajar aquí con
mi padre. Luego se echó al cuello de su hermano Benjamín y rompió a llorar; Benjamín
lloró también abrazado a él. Besó José a todos sus hermanos y lloró abrazado a ellos.
Después de esto sus hermanos comenzaron a hablarle» [11].
El argumento de José es sublime: mira la historia desde la perspectiva de la
Providencia: «...No os preocupéis, ni os parezca odioso el haberme vendido aquí, pues
Dios me envió por delante para vuestra salvación». El mal que me habéis hecho ha sido
tomado y puesto por Dios para su plan de salvación de todos nosotros. Esta inaudita lectura
será ratificada al final de la historia.
Jacob vendrá y morirá en los brazos de José, que podrá cuidarlo, acogiendo también
a los hermanos. Estos sienten miedo a la muerte de Jacob, y dicen: «¿Quién sabe si José no
nos tratará de enemigos y no nos hará todo el mal que nosotros le hemos hecho?».
«Entonces mandaron a decir a José: “Tu padre, antes de su muerte, dio esta orden: ‘Así
diréis a José: Por favor, perdona el crimen de tus hermanos y su pecado, pues te hicieron
mal’. Ahora perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”. Al hablarle así, José
se echó a llorar. Entonces fueron también sus hermanos, se postraron ante él y dijeron:
“Aquí nos tienes como esclavos tuyos”. José les respondió: “No temáis. ¿Acaso estoy yo en
lugar de Dios? Vosotros planeasteis el mal contra mí, pero Dios lo planeó para el bien,
para hacer, tal como hoy ocurre, que viviera un pueblo numeroso. Ahora, pues, no temáis;
yo os alimentaré a vosotros y a vuestros hijos”. Y José los consoló hablándoles al
corazón» [12]. ¿Acaso José dice: «Os perdono porque soy vuestra hermano»?, o bien: ¿«Os
perdono porque os quiero mucho»?, o incluso: ¿«Os perdono porque soy bueno»? No.
Triangula con Dios, desmarcándose del rencor: «Si vosotros planeasteis hacerme daño,
Dios pensó hacerlo servir para un bien».
La «asistencia» que recibimos de Dios ilumina nuestra conciencia y nos permite
ejercitar el perdón; sólo así acogemos esa luz que nos sitúa en la condición santa de quien
es consciente de haber recibido mucho y entregado poco.
Así se aprende a perdonar: viviendo de la generosidad de Dios.
6. SUFRIR CON PACIENCIA LOS DEFECTOS DEL PRÓJIMO

Con respecto a las obras de misericordia cristianas, nos podemos preguntar qué es
peor, si negarlas o caricaturizarlas. Por lo que hemos visto hasta ahora, es fácil comprender
que quien esto escribe considera peor caricaturizarlas, es decir, vivir un cristianismo sin
vida eterna, sin la vida de Cristo, vivir nuestro bautismo como la pertenencia a una religión
y no como un cambio de origen del ser, como un renacer desde lo alto. Es peor, porque no
niega el cristianismo, pero lo convierte en algo feo. Y, por lo tanto, inútil.
Si un chico está enamorado, no hace falta decirle que haga algo por la mujer que
ama, siempre se adelanta: para él, viajar en tren cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, con
tal de estar una tarde con ella, le parece que vale la pena, y lo hace feliz. Si una persona ha
encontrado a Dios en su vida, estar con Él no es una regla a la que hay que someterse: es su
alegría, su gozo, y es natural planificar la misma existencia y todo lo que forma parte de
ella buscando al Padre celestial en cada cosa. «Porque en Ti está la fuente de la vida, en tu
luz vemos la luz» [1]. Pero muchas veces no sucede esto, y se nota en el esfuerzo que
supone cumplir con la vida cristiana: todo resulta un poco pesado, aburrido, y las obras de
misericordia cristianas son desagradables, porque se hacen a partir de nosotros mismos, no
del poder de Dios.
¿Y cuál es el resultado? El joven que se está orientando en la vida y se plantea
metas altas y hermosas, mira hacia nosotros y se encuentra a menudo un espectáculo
mediocre... Todos queremos «ver para creer» pero, si evangelizamos, ¿cómo podemos
pensar que no seremos sopesados, valorados, evaluados? Las obras de misericordia son el
banco de pruebas de un cristianismo que, o nace de la gracia, o nace de la iniciativa
humana. El primero es feliz, convencido, ágil; el segundo es pesado, acusador,
decepcionante.
Y, sin embargo, se intenta muchas veces llevar a la práctica este cristianismo tipo
«Leroy Merlin», basado en el bricolaje, en el do-it-yourself, hecho en casa mediante ondas
biorrítmicas.
Algunas veces se consigue casi falsificar las obras de misericordia. Pero en el caso
concreto de sufrir con paciencia los defectos del prójimo me parece difícil...
Aclaremos: las obras de misericordia, según su orden, tienen un crescendo. Me
permito afirmar que, de los actos de misericordia presentados hasta aquí, este es el más
difícil. Podríamos pensar que el precedente, perdonar las ofensas, logra el primer premio y
ocupa el escalón más alto. Pero no, no lo creo. El perdón es ocasional, y está circunscrito a
un ámbito: puede ser muy grave y doloroso, pero de todos modos es algo limitado.
A una persona que nos molesta ininterrumpidamente, la podemos soportar durante
un día, un período, una etapa. Pero esta es la única obra de misericordia que tiene un
adverbio –pacientemente– que indica duración, continuidad.
Es posible intentar aguantar durante un tiempo. Pero soportar sin solución de
continuidad la molestia, el fastidio, la interrupción reiterada... Son cosas que agotan al más
bien intencionado de los molestados.
UNA OBRA CARACTERIZADA POR LA CONTINUIDAD

La palabra soportar viene de sub-portare, sostener, mientras que la raíz de


pacientemente es padecer: el sufrimiento unido al hecho de que yo soy el objeto de eso que
hace sufrir. Las personas molestas son las personas especialmente pesadas –molesto viene
de mole–, que están sobre nosotros, nos aplastan, sin que podamos sostenerlas. La negación
de esta obra de misericordia es la impaciencia, algo realmente muy dañino.
Con esta obra de misericordia tampoco caben las trampas, porque soportar
pacientemente dentro de una escafandra en la que nos estamos cociendo, aunque
mantengamos la tranquilidad exterior, ocasiona lo evidente: antes o después se explota.
Como he mencionado, sufrir con paciencia los defectos del prójimo es una obra de
misericordia que se distingue por su característica de continuidad: una persona no nos
«molesta» si hace una cosa una sola vez, sino si se repite y de forma insistente. Y esto nos
hace ver algo importante: lo extraordinario es más fácil que lo ordinario. «We can be
heroes, just for one day», cantaba Bowie. Es decir, es posible ser héroes durante un día,
pero soportar a diario, pacientemente, al colega que está todo el día molestándonos con esa
manera suya irónica, casi profesional, es mucho, mucho más difícil.
¿Alguien cree que un matrimonio salta por los aires por grandes cuestiones? ¡No!
Son esas cosas cotidianas, las nimiedades, esas pequeñas e irritantes costumbres las que
agrían las cosas agradables de la vida; esas manipulaciones femeninas, esos
individualismos masculinos, esas palabras inoportunas, esos retrasos injustificados, esa
consideración del otro como alguien incómodo o molesto. Siempre. Luego llegan las
grandes cuestiones, que no se afrontan ya con estima recíproca, porque el otro es un pesado,
un aburrido: volver a casa se hace desagradable. Estiramos la cuerda, y nos concedemos el
derecho de hacernos las neurasténicas o los frívolos, y no nos damos cuenta de lo pesados
que somos, y lo molestos que resultamos.
Debemos pensar en la palabra exasperación, que quiere decir volver áspero: y es la
condición por la cual uno saca a relucir su parte avinagrada. No sobreviene de modo súbito.
No sabremos si somos pacientes o impacientes rellenando un breve test, sino tras la
continua repetición de una molestia.
Molestos no son los que hacen una vez una cosa que fastidia, sino los que la repiten
muchas veces. Son personas constantes, coherentes consigo mismas, que te machacan
regularmente, y te dejan fundido.
¿Cómo nos manejamos, en general, en este asunto? ¿Cuáles son los sucedáneos de
esta obra de misericordia? El primero, urbano, civil y más bien hipócrita, es la tolerancia.
Es à-la-page [a la moda], centroeuropea, moderna, políticamente correcta. Como dice a
menudo mi guía en los ejercicios ignacianos, el grandísimo P. Marko Ivan Rupnik, tolerar,
se tolera un veneno. Efectivamente no es una declaración de amor afirmar: «Querida, yo te
tolero». Es decir: eres mortífera, pero te aguanto. Tolerar es una especie de necrosis de la
relación. Me doy cuenta de que eres funesto, pero me hago insensible. Me limito a esperar
que esto termine o cambie. Pero la tolerancia no dura. Los portadores de actitudes
politically correct, cuando estallan, se vuelven feroces. Porque consideran que tienen razón
y, por tanto, todo está justificado.
Otra aptitud muy difundida es el buenismo. ¡Qué horror! Me hago el bueno, te
soporto. Tú das asco, que quede claro, pero yo no. La sonrisa de imbéciles, que es una
acusación manifiesta hacia todos. Con frecuencia se trata de un sentimentalismo que se
transforma en desprecio. Dios nos salve de los buenos, de quienes se venden como exentos
del pecado original, de los que no aman pero son más buenos que los demás. Clasistas de
una casta invisible, según el karma antipático de dar lecciones de vida a todos, y por tanto
de servirse en unos casos de la tolerancia, y en otros de la resignación. Pero no es posible
establecer una relación auténtica con los buenistas, porque son -istas, no buenos. Bueno,
bello, es entrar en relación, ensuciarse las manos, enfadarse, reaccionar cuando hace falta.
Ser bueno no es permanecer impasibles como una estatua, o como estampitas coleccionadas
por los beatos. Y esos estallan antes que los tolerantes centroeuropeos, porque el esquema
religioso o moralista impone el castigo del molesto, antes o después.
Luego está el servilismo. Si los buenistas se elevan por encima del prójimo, los
serviles se esconden bajo los molestos, esperando encontrar un espacio de supervivencia
entre el zapato y el suelo: ya se sabe, a veces hay medio centímetro entre el tacón y la
suela... Son cobardes, por supuesto, y pusilánimes. Hay que perdonarles, acogerlos. Pero
que no intenten vendernos su blandura como si fuera una obra de misericordia. No has
reaccionado porque tengas el Espíritu Santo, sino porque te falta la decisión de hacer otra
cosa. Débiles con los fuertes y fuertes con los débiles. Hombres que no defienden a sus
mujeres. Sacerdotes devotos de don Abbondio [2]. Obispos que dan la razón a aquel con el
que están hablando. Gente sin personalidad que, luego, si se tropiezan con uno menos
poderoso que ellos, desfogan en él su violencia latente acumulada. Mejor que me detenga
aquí, que soy intolerante y malo...
No debemos silenciar al vivales. A veces aceptar una derrota es buena táctica. Un
buen estratega sabe perder algo para obtener lo que desea. El hábito del doble fin, del plan
B: encontrar espacio para los propios objetivos en las locuras ajenas. Los yes-men que
rodean a los poderosos, los babosos que siempre saben sacar provecho cuando cambia el
amo, los que consiguen hacer carrera con todos los jefes, los que caen siempre de pie
cuando cambia el obispo. Pero ¿no dije que debía callarme?
Pero es también la actitud aparentemente paciente de ciertas jóvenes en edad de
merecer. Uno de los errores más graves que se comete en el noviazgo es dirigirse a la meta
del matrimonio pensando «limar» los caracteres, planeando «cambiar» a las personas:
«Ahora mi novio es tan molesto, ¡pero me caso con él y verás cómo lo hago cambiar!».
Error. Esto no sucede. Las personas no cambian de personalidad. Si la cambian es después
de un coma. Y si uno cambia de carácter, cambia también sus gustos y ya no te querrá.
Debemos admitir que todos hemos caído en estas y otras debilidades, porque el
molesto es molesto, e intentar pasar por cristianos sin habernos convertido es un trabajo
duro, y alguien tendrá que hacerlo...
Vale, me estoy apartando demasiado. No hay que hacerlo. No está bien. Después
me echaré un rapapolvo que no olvidaré.
DAR TIEMPO AL OTRO PARA QUE SE ARREPIENTA

Soportar, como hemos visto, viene de sub-portare, sostener, y nos lleva a un


sinónimo de la misma etimología: sustentar. Es muy diferente si un amigo dice a otro «te
apoyo, te respaldo», o «te tolero». La declaración de amor citada, «querida, yo te tolero»,
horripilante, supone errar el blanco en la declaración: «Yo te apoyo, estoy de tu parte». Si
unimos soportar a la simple virtud de la paciencia humana, al final nos sitúa en un esfuerzo
enorme y absurdo: ¿quién puede sostener las molestias del otro?, ¿quién puede sostener lo
insoportable que puede llegar a ser? Necesitamos una raíz bien diferente para llevar a cabo
un acto tan generoso.
Precisaré que, en el uso común, soportar y sustentar no son sinónimos, aunque sí lo
sean etimológicamente; consideramos soportar como tolerar, y no hay nada que hacer
contra esto, lamentablemente es así nuestro sentido común; por eso acudimos a la obra de
misericordia que convierte el soportar en sostener, apoyar, acoger al otro, en cierto sentido
ocuparnos de él. Pero, ¿cómo logramos una cosa así? Es la pregunta que nos hemos
formulado tantas veces en estas obras de misericordia espirituales.
Esta obra de misericordia enseña a reconocer una necesidad fundamental de nuestra
vida: la paciencia. Repetimos que esta obra tiene una cualidad más, respecto a las otras: el
estilo.
Aconsejar al que lo necesita es dar buen consejo al que duda (un verbo y un
complemento); corregir al que se equivoca, lo mismo; consolar al triste y perdonar al que
nos ofende, ídem; pero sufrir con paciencia los defectos del prójimo tiene el añadido de un
adverbio, modal –pacientemente–, que muestra la particularidad y la belleza de esta obra de
misericordia, y confirma que se trata de un acto duradero, repetitivo; revela una actitud
extraordinaria: la paciencia.
Debe ser bien entendida. Es la única actitud que aparece en las catorce obras de
misericordia.
La palabra paciencia está ligada lingüística y lógicamente al verbo padecer: es la
capacidad, podríamos decir, de saber sufrir.
El griego del Nuevo Testamento usa el término makrothymía. En realidad, el
sentido habitual que damos a la paciencia es, en síntesis, bastante cercano al griego, pero en
esta lengua tiene una connotación más fuerte. Descompongamos la palabra: «macro», es
fácil, quiere decir grande; thymía es el femenino de thymós, e indica el alma, la interioridad
del hombre, la fuente del sentimiento, del propio ser. Más que un valor espiritual, tiene un
alcance bastante existencial que se encuentra en la raíz de la interioridad, y se traduce con
las palabras alma, ánimo.
En realidad, utilizamos «alma» para la dimensión espiritual; en cambio, «ánimo» lo
usamos para definir algo más elemental, sentimental. El término exacto es el que
corresponde al sentido literal: magnánimo, y esto es exactamente lo que quiere decir la
palabra makrothymía; de ánimo grande, longánimo.
Esta es la primera característica del amor en el célebre himno a la caridad de san
Pablo, en la primera carta a los Corintios, en el versículo cuarto del capítulo decimotercero.
Intentemos comprender la paciencia con esa connotación de magnanimidad.
¿Qué quiere decir ser magnánimo, tener un alma grande?
Los sinónimos de magnanimidad son: mansedumbre, calma, paciencia, tolerancia,
generosidad, nobleza. El primer sinónimo de magnánimo que se encuentra en el diccionario
es longánimo: la «largura» del alma, su grandeza.
Detengámonos a considerar estos adjetivos: manso, calmado, paciente, tolerante,
generoso, noble. ¿Cuándo se ponen de manifiesto estas cualidades? En primer lugar,
veamos las contrarias: agresivo, apresurado, impaciente, intolerante, avaro, vil.
Tenemos así cualidades que son de orden interior, subjetivo, personal, en relación
con el otro. Es decir, no hay un paciente, si no hay nada que esperar; no tenemos un
generoso, si no hay algo o alguien que necesita de algo; no tenemos nobleza de ánimo, si no
es en relación a alguien con quien podríamos comportarnos de forma innoble.
Hablamos de una actitud que es capacidad. ¿De hacer qué? De darle al otro el
tiempo, el espacio, la posibilidad.
La mansedumbre se muestra en quien no reacciona a la violencia; la calma, como
tranquilidad frente a algo que de por sí generaría ansiedad. La magnanimidad, por tanto, no
es una cualidad interior, que se auto-verifica, sino una capacidad que se hace auténtica
frente a los errores de los otros. Es, más ampliamente, la actitud por la que se da al prójimo
la posibilidad de arrepentirse, de rectificar, de entrar en razón, de recuperar lo mejor de sí
mismo.
La raíz de todo es Dios; en efecto, nos enfrentamos –lo repetimos una vez más–, a
una obra de vida eterna, a un acto que es fruto de la sinergia con el Espíritu Santo. Es uno
de los frutos del Espíritu recogidos en un texto memorable, en el capítulo quinto de la carta
de San Pablo a los Gálatas [3].
Es interesante recordar que en el Antiguo Testamento este adjetivo, «magnánimo»,
es una de las determinaciones de la condición de Dios. En el capítulo sobre la misericordia
en la Escritura se menciona el texto del libro del Éxodo donde Dios dice de sí mismo que es
«lento a la ira» [4]. Esta expresión luego se traducirá, en la antigua versión griega de los
«Setenta», como makrothymía.
Hay un pasaje muy hermoso en la segunda carta de Pedro: «No tarda el Señor en
cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque
no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan» [5].
¿Por qué esta paciencia en Dios? ¿Por qué nos concede tiempo para arrepentirnos?
¿Por qué nos quiere dar espacio y capacidad de reacción? En definitiva: ¿por qué es
paciente? La respuesta a esta pregunta es menos banal de lo que parece a primera vista:
porque tiene todo el tiempo del mundo, el tiempo es creación suya, como todas las cosas.
Nosotros no tenemos paciencia con el prójimo porque para nosotros el tiempo es
limitado, tiene un final. Tenemos poco tiempo. Quien no cree en la eternidad, no tiene la
paciencia de Dios, no está de su parte. Somos esclavos del tiempo, pequeños, limitados,
aplastados por nuestras ansias, y somos, por tanto, impacientes, robamos el tiempo,
comprimimos, empujamos, oprimimos a los demás cuando son débiles, cuando son frágiles,
porque si damos tiempo pensamos que lo perdemos, que no tenemos recambio.
Es interesante ver que, en el libro del Apocalipsis, quien tiene ansiedad, quien está
enfurecido, impaciente, es el maligno. El demonio, que no es señor del tiempo ni de la
historia, tiene prisa, no tiene tiempo, está lleno de furor, porque le queda poco tiempo, un
tiempo contado. Esta es la descripción que nos da el libro del Apocalipsis [6].
La paciencia de Dios es su eternidad. Se preocupa por el hombre, por su salvación,
y nos da el tiempo indispensable para conseguirla. Porque la salvación es más importante
que el tiempo que se pierde para lograrla.
Cuántas veces nuestras valoraciones son discutibles, equivocadas, porque estamos
totalmente condicionados por esta criatura de Dios que es el tiempo. Dice el mismo texto de
Pedro recién citado, en su versículo anterior: «Pero hay algo, queridísimos, que no debéis
olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» [7]. Dios es
magnánimo, porque tiene una relación «no ansiosa» con cada uno de nosotros, no temporal,
sino dentro de la plenitud de la verdad.
El tiempo es una criatura de Dios, como cada uno de nosotros, que vivimos en el
tiempo y somos a menudo esclavos del tiempo. Para poder dar tiempo a los demás hay que
tenerlo. Para dar abundancia a los demás hay que tener riqueza dentro de sí.
Entonces, ¿cómo puede penetrar en nosotros esta makrothymía, esta magnanimidad,
esta longanimidad, esta paciencia conmovedora de Dios hacia cada uno? ¿Cómo puede
convertirse en una cualidad nuestra, cómo podemos recibirla? Se trata de capitalizar lo que
nosotros recibimos, de apropiarnos completamente del tiempo que Dios nos da, es decir, del
espacio de su misericordia, de su paciencia.
Somos pacientes hacia el prójimo cuando tenemos muy presente cuánto nos ha
perdonado Dios, toda la paciencia que Dios ejercita con nosotros.
Hay reflexiones que deberían acompañarnos constantemente, como tener siempre
presente que Dios no nos trata según nuestros pecados, como mereceríamos.
Si este mundo estuviera regido por la justicia, si estuviera en manos de un Dios que
quiere «ajustar cuentas» con nosotros, y que no nos diera otras posibilidades, ninguno se
salvaría. Dios no nos trata según nuestros pecados. Al contrario, extiende su mano
misericordiosa sobre nuestro ánimo. Ningún hombre de la tierra se ha visto nunca
realmente a sí mismo desenmascarado hasta lo más hondo, ni siquiera las personas más
execrables de la historia. Siempre hay una parte que Dios se reserva para el juicio. Porque
Dios es nuestro Padre, y un padre protege al hijo.
A veces percibimos a Dios como lejano de nosotros, pero en la ausencia de
iniciativa por parte de Dios podemos percibir el grito de su paciencia. Es el silencio de un
Dios que nos mira con simpatía mucho más allá de la apariencia, más allá de la cortina de
humo que alzamos con nosotros mismos y usamos los unos con los otros.
Hay que capitalizar esta paciencia de Dios. Con la medida con que medimos, nos
medirán a nosotros. Y hay que estar prevenidos antes de decir «basta, ya no te doy otra
posibilidad», porque llegará el día en que también nosotros necesitaremos otra oportunidad.
Es un cheque en blanco que Dios firma a todos, que nos inspira a todos un poquito del
santo temor a un ajuste de cuentas.
La makrothymía, la magnanimidad del hombre, deriva de la de Dios. No es una
bondad del hombre, una cualidad, una capacidad, una actitud producida por nosotros; es
una memoria, un acto de consciencia constante. Eso es lo que hace que alguien como san
Pablo, que tenía un temperamento justiciero y violento como él mismo dice de sí [8], se
convierte en magnánimo, paciente, capaz de dar a los demás otra oportunidad. Vivimos
todos de la segunda posibilidad que Dios nos da; y luego de la tercera, la cuarta, la
milésima.
La Iglesia vive de paciencia, de misericordia; la Iglesia se rige por la paciencia, por
la misericordia. El mundo entero se fundamenta en esta escandalosa capacidad de Dios, que
ha mostrado en su Hijo crucificado, de perdonarnos mientras lo matábamos: «Padre,
perdónales porque no saben lo que hacen» [9]. Verdaderamente muchas veces sabemos
poco de lo que hacemos y quizás escribimos para nosotros mismos un certificado de «buena
conducta», para sobrevivir a nuestra conciencia. No nos acordamos, como vimos en el
capítulo anterior, de que somos deudores de Dios. De la memoria de la paciencia de Dios
surge la dulzura, la lentitud para la ira, la paciencia hacia el prójimo.
¿Cuál es la característica del magnánimo, del paciente? Saber que Dios actúa. Todo
hombre que comete un mal hace sufrir a los demás pero, antes o después, ese mal recaerá
sobre sus espaldas. Dejemos a Dios el papel de juez supremo. Dejémosle a Él, que nos da la
posibilidad auténtica, verdadera, de vivir con un sentido del tiempo amplio, no ansioso sino
sabio.
Dios sabe a dónde llevarnos, cómo «arreglar» las cosas, sabe cómo enderezar
nuestra alma.
El magnánimo, el paciente, no permanece indiferente, sino que busca la justicia y se
mueve en la verdad, pero a partir de la paz, con paciencia.
Es una cuestión de eficacia. Una palabra dicha es eficaz si es magnánima. La
magnanimidad no lleva a callar sobre el mal: si uno es molesto, es molesto, y es inútil fingir
que no pasa nada. La paciencia lleva a decir lo que hay que decir, porque el otro es mi
hermano, es muy valioso, no puedo perderlo.
No se habla a alguien molesto para deshacerse de él. Una cosa es tolerar, con
desprecio, y otra muy distinta ser, los unos para los otros, centinelas amorosos.
EL MOLESTO, MENSAJERO DE DIOS
Al inicio de este capítulo hemos remarcado que la impaciencia es la negación de
esta obra de misericordia, y lo es desde varios puntos de vista; pero también conviene
insistir en que la impaciencia es destructiva. El problema, en efecto, es que discernir,
edificar, hacer cosas realmente grandes, requiere una actitud constructiva que implica
paciencia. ¿El paso de lo molesto a lo constructivo puede darse eliminando únicamente la
molestia? ¿En qué consiste exactamente esta actitud constructiva?
El arte de edificar es emblemático en toda la Escritura, edificar el Templo es uno de
los temas centrales del Antiguo Testamento. En el Nuevo habrá que edificar otro templo
muy diferente. Tomemos un texto de san Pablo en su carta a los Efesios: «Él constituyó a
algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y
doctores, a fin de que trabajen en perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio,
para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de
Cristo, para que ya no seamos niños que van de un lado a otro y están zarandeados por
cualquier corriente doctrinal, por el engaño de los hombres, por la astucia que lleva al
error. Por el contrario, viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquel que
es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo –compacto y unido por todas las
articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada
miembro– va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad» [10].
¿Por qué acudir a este texto, a tratar esta obra de misericordia? Porque lo que más
nos fastidia de las molestias que nos causan los demás es que interrumpen lo que estamos
haciendo. ¿Y qué? Aguantar a una persona molesta es difícil, porque rompe el orden y
estropea nuestro proyecto. Quizás, incluso nos impide hacer aquello que considerábamos la
voluntad de Dios. Y si esta obra de misericordia es sublime, como lo es, y difícil, como lo
es, lo es precisamente porque afecta a la fibra más profunda de nuestro crecimiento
espiritual. Para amar a un hermano que nos molesta mientras hacemos algo «santo», hay
que amarlo más aún que ese algo que hacemos. Aunque se trate de algo santo. Y la Iglesia
no se edifica con proyectos, sino con la caridad (Dios mío, ¿tendré un trabajo después de
escribir este libro, en una Iglesia enamorada de los proyectos, que a menudo hace trizas lo
existente para ambicionar la hipotético?).
¿Qué es edificar?
En la Escritura, tenemos la parábola de la viuda inoportuna, que es la persona
molesta por excelencia: «Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a
los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo:
“Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al
final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta
viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”.
Concluyó el Señor: “Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará
justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les
hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la
tierra?”» [11].
La interpretación de esta parábola que ofrezco en este contexto, es la siguiente: en la
vida, yo soy el juez, y quienes me molestan me están pidiendo que crezca. Las personas que
me fastidian, las que telefonean en el momento inoportuno, las que echan a perder las
situaciones, las que llevan la contraria, las que meten el palo entre las ruedas, son las que
me obligan a pasar de mi injusticia al plan de Dios, a hacer la justicia.
Se trata de hacer una obra de misericordia curiosa: transformar a las personas
molestas, a los que tienen el certificado de molestos, en emisarios de Dios, en personas que
Dios nos manda, que Él permite que lleguen a nuestra vida para que nosotros, de jueces
inicuos, nos convirtamos en jueces generosos; se trata de ver, en cada persona molesta, a
una viuda inoportuna; en el fondo ¿qué me está pidiendo una persona molesta? Me está
pidiendo que interrumpa el curso de mis actos. Lo que es particularmente molesto en cada
momento es la «ruptura» de nuestro ritmo, de nuestra planificación, del planning. Alguien
molesto irrumpe en nuestro trabajo y nos obliga a hacer las cosas de otra manera, e incluso
mal.
Hay una duda santa que viene a la cabeza: ¿y si Dios se está sirviendo de esta
persona? ¿Y si Dios, para interrumpir el plan de nuestra vida, que es el nuestro y no el
suyo, se sirviera de personas que estorban, para que dejemos de ir a nuestro ritmo y
comencemos a ir al suyo? ¿Cuál es el suyo? ¿Cuál es el ritmo de Dios? El ritmo de Dios es
la paciencia, la lentitud a la ira, como hemos visto. Aquí se hace precisamente referencia a
esa calidad de Dios: la lentitud para reaccionar con ira.
Nuestro ritmo es perseguir la máxima eficacia, debemos hacer cosas, hacer cosas,
hacer cosas, «hago cosas, veo gente...» [12] y los molestos, las personas defectuosas,
aburridas, cargantes, nos obligan a no ser eficaces. Pero todo esto, ¿es realmente una
pérdida? Desde un punto de vista operativo es dramático, pero desde el punto de vista
espiritual es una mano santa, extraordinaria, que doblega nuestro corazón. Porque al final
nos apegamos a nuestros ritmos, a nuestros objetivos y proyectos y, muy a menudo, los
defectos de los otros son emisarios de la providencia que nos obligan a permanecer con los
pies en el suelo, en la realidad, comprendiendo que las cosas llegan a buen fin si Dios nos
ayuda, no si nosotros somos eficaces y estamos siempre activos.
¿Qué sucede si el Espíritu Santo entra en mi corazón? ¿Qué querrá decirme? ¿El
resultado de un partido de fútbol? ¿El tiempo que hará el próximo domingo? Vamos... El
Espíritu Santo me habla de la obra de Dios, de Dios. Es el Espíritu del Hijo, el Espíritu de
Cristo, el Espíritu en referencia al Padre, a Dios; recibimos el Espíritu para ver cómo Dios
obra en nuestra vida.
El impaciente es aquel que no sabe esperar. En nuestra vida, ¿hay algo que
esperamos? Cuando ocurre algo casual en nuestra vida ¿no es acaso un plan de Dios? ¿A
través de las causas segundas, sigue siendo Dios la causa primera de toda la historia, a pesar
de todos los obstáculos, como el choque de las bolas de billar? ¿Hay un diseño previo?
¿Existe la Providencia? ¿Existe un plan de Dios sobre nuestra vida? ¿A Dios no se le van
nunca las cosas de las manos? Dios no da a nadie permiso para pecar; por ejemplo, cuando
sufrimos un daño por culpa de otro, no es que Dios diga a ese alguien «puedes hacer el
mal», porque Dios no da permiso para pecar, y nunca el mal está presente en su plan; pero
Él sabe sacar vida del mal, sabe sacar vida de la ofensa, y fruto incluso de una molestia.
¿Existe o no existe una dirección en nuestra historia? ¿La vida es providencial o va
adelante a tontas y a locas?
Estas son las preguntas que nos cuestionan si poseemos o no la verdadera paciencia.
Deberíamos leer a san Pablo: «También nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que
la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la
esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» [13]. Quién afronta
las tribulaciones en el nombre de Cristo conoce la paciencia, y esta otorga la virtud
probada, donde el probatus es fundamentalmente la experiencia, el discernimiento, el haber
probado, el haber crecido, es decir, la vida adulta; y procede de haber visto muchas veces la
gracia que Dios nos ha regalado en medio de una tribulación. La paciencia es esa actitud
por la que se sabe que, a pesar del mal humano, Dios sigue siendo Señor de la historia, y
nos está conduciendo a algún sitio: la clave es dejar de mirar a la persona molesta y mirar,
en cambio, a Dios.
Esto es ser constructivos. Esto es edificar. No ser esclavos de una hipotética
arquitectura sino, aquí y ahora, construir mediante todo aquello que nos sucede. San
Maximiliano Kolbe construyó el amor gracias a la crueldad nazi. Por eso necesitamos al
Espíritu Santo, que habla de Dios: ¡no es un problema de coherencia, de destreza o de
fuerza! Es un problema de apertura a la acción de Dios.
Personalmente, puedo decir que Dios pone a menudo las gracias más grandes en
manos de aquellos que me han hecho daño. Dentro de poco serán veinticinco los años que
llevo viviendo la experiencia de los Diez Mandamientos, y si me fijara solo en el día de
hoy, lo que he vivido y he visto sería suficientemente grande como para exaltar a Dios, en
mi caso y en el de miles y miles de personas, por toda la eternidad. Pero, ¿y si explico que
todo empezó porque un hermano hizo que yo faltara a la cita decisiva para mi doctorado?
¿Y si cuento que sentí una rabia violenta hacia este hermano molesto que, ignorando la
situación, echó a rodar la planificación de mis estudios en ese momento? Había un
intercambio de correspondencia entre el secretario del Pontificio Instituto Bíblico y el
entonces cardenal vicario de Roma; yo tenía que ser profesor, y dedicarme a los estudios
universitarios. Pero este hermano hizo que todo se fuera al garete. De golpe me encontré
con un mes libre, un entero septiembre. Y traté de pensar que quizá era una gracia.
Recuerdo de forma inolvidable cuando el Señor apagó el enfado de mi corazón por
medio de la Carta de Santiago: «Atended ahora los que decís: “Hoy o mañana iremos a tal
ciudad, pasaremos allí un año, negociaremos y obtendremos buenas ganancias”, cuando
en realidad no sabéis qué será de vuestra vida el día de mañana, porque sois un vaho que
aparece un instante y enseguida se evapora. En lugar de esto deberíais decir: “Si el Señor
quiere, viviremos y haremos esto o aquello”» [14]. Era el verano de 1993. En septiembre,
con el doctorado perdido de momento, me llevé a los chicos a dos retiros, dicho y hecho.
Era lo más importante que había hecho nunca. Eran los dos primeros grupos de los Diez
Mandamientos [15].
Quiero mucho a aquel hermano. Me hizo un gran bien. Hay tanta gente que se ha
beneficiado gracias a él. Debería contar muchas otras cosas, pero sería complicado crear
una cortina de humo para no desvelar los defectos de algunas personas. Pero puedo decir
que las personas molestas me han hecho bien siempre. Las gracias más grandes de mi vida
me han venido a través de ellos. Y el combate ha sido siempre el mismo: pasar de mi
inteligencia a la Providencia.
EL «RITMO» DE DIOS

¿Está Dios detrás de mi historia? ¿Está Dios detrás de lo que me sucede? ¿Cuántas
veces nos volvemos duros, feroces, no se nos puede decir nada, porque tenemos en la
cabeza un objetivo y no vemos nada más? Dios, en su misericordia, ha previsto que el
hombre sea libre, y esto implica que en el mundo exista el pecado, y el pecado nos cae
encima, a menudo de la mano de alguien. Nuestro Señor Jesucristo acoge el mal y lo
devuelve como don; consideramos el mal como un error que hay que esquivar, que hay que
tirar a la basura, y no como un modo para llegar a ser como el Padre, que es paciente.
Muchas veces frustramos el plan de Dios sobre nosotros, contristamos al Espíritu Santo,
malogramos las gracias que Dios nos manda; y Él calcula de nuevo el recorrido retomando
el camino para salvarnos, a pesar de nuestra oposición.
No olvidemos que también nosotros somos molestos para Dios, para Jesucristo, para
ese pastor que debe dejar de apacentar el rebaño, las noventa y nueve ovejas, y echar a
rodar todos sus proyectos para ir a buscar la oveja perdida. Tiene que ir hasta ella, tomarla
sobre sus hombros; es molesta esa oveja, ¡pero qué alegría reencontrarla! Así ha hecho
Dios: a Él le interesa encontrarnos, llevarnos sobre sus hombros. Cuando Cristo sufrió
nuestras molestias, entró en el designio del Padre, y nos salvó.
La paciencia no es pasividad, ni resignación, sino aprovechar el dolor, ese concreto
padecimiento, para valorarlo y hacer que se convierta en algo... ¿En qué? Espera. La
paciencia significa decir: «Estoy esperando algo tan importante que puedo pasar por esto»;
es aceptar un coste para que suceda algo bonito: padecer por algo. «Si alguno quiere venir
detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que
quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» [16].
Tomar la cruz es el segundo acto: el primero es negarse, negar el amor al propio
pensamiento, aceptar que lo que se piensa no es un absoluto, liberarse de lo ya proyectado.
Liberarse de la propia vida. En griego, psyché.
Sin duda, el más grande predicador de la Escritura es Moisés. En un libro entero, el
Deuteronomio, se recogen cuatro largos discursos suyos. Habla siempre él, habla, habla,
pero debemos recordar que era tartamudo [17]; el pueblo de Dios estaba allí ¡y debía recibir
la Palabra de Dios de una persona con dificultades verbales! ¡Menudo rollo! Pero si tienes
la paciencia de escuchar lo que dice, Moisés ha hablado con Dios y hasta entonces, nadie
nunca había hablado así; tú quizá lo dirías en una cuarta parte del tiempo, pero nunca dirías
eso... ¿Lento e inmenso, o veloz e insulso? Decide tú mismo...
¿Qué quiere decir esto? Que el «ritmo» de Dios no es el mío, «porque mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo
del Señor–. Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre
vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» [18].
A veces también existe un fastidio, por así decir, santo; en la vida nos tropezamos
con gente que saca adelante algo muy santo, muy bueno, que sirve a los pobres, que ayuda
a los marginados; nos encontramos con personas insistentes, martilleantes, que aman tanto
a los pobres de quienes se ocupan que no dejan de insistir hasta que consiguen lo que
necesitan sus pobres. Son personas que nos molestan hasta que abrimos el corazón. Muchas
veces nos hemos encontrado con personas tenaces en hacer el bien hasta el fastidio, hasta
obtener, quizás de poderosos muy indiferentes, un bien para alguien: don Oreste Benzi [19],
por ejemplo, en mi opinión es un santo de nuestra época, una persona dulce pero insistente,
que pedía y pedía, para ayudar a las pobres mujeres que libraba de la opresión de la
prostitución; pedía ayuda y la obtenía. En sus alegres batallas era sabiamente, dulcemente,
misericordiosamente fastidioso; sabía insistir hasta que obtenía el bien que buscaba: este
fastidio es realmente santo y oportuno.
Todos nosotros, al final, hemos tenido que aceptar que aquello que nos pedía
alguien con insistencia era razonable, o que su empeño en interrumpir nuestras rutinas,
finalmente, era un bello empeño. Un niño puede ser molesto, pero es justo que lo sea: es un
niño, ¿qué quieres que sea? ¡Debe lograr que le hagamos caso! Los jóvenes saben ser
molestos, pero es justo que lo sean: buscan paternidad, que les cuidemos, una mirada,
sabiduría, y es justo que lo pidan. Esperemos que no se cansen de pedirlo, y que no se
desalienten si encuentran en nosotros frialdad.
Hay una bellísima frase de Francisco de Asís: «Es tal el bien que espero que cada
pena me es amada», la pena que encuentro en mi camino, me resulta incluso agradable,
porque sé que me llevará al bien.
¿Cuándo una persona molesta llega a resultarme insoportable? Cuando pierdo de
vista el bien hacia el que me encamino. ¿Cuándo esa misma persona es soportable,
sostenible? Cuando no la considero ajena al bien que persigo. ¿De qué bien se trata? ¿Para
qué caminamos? Si antes hemos dicho que nuestro problema son los proyectos que se
rompen, esto quiere decir que apreciamos mucho nuestros proyectos, pero la única cosa que
vale la pena apreciar es... el corazón. Su capacidad de amar.
Se vive para aprender a amar: esta es la tarea fundamental de mi existencia; he
nacido para conocer, amar, servir al Señor en esta vida y en la próxima, y dejarme amar por
Él. Sobre la lápida de la tumba de Chiara Corbella está escrita esta maravillosa frase: «Lo
importante en la vida no es hacer algo, sino nacer y dejarse amar». He nacido para amar, y
no es ajeno a este reto el hecho de que alguien me dé la lata, me ponga obstáculos, me
moleste: es precisamente el banco de pruebas, la vía por la que crezco; quiero tener
paciencia para soportar a las personas, pero la realidad es que las personas insoportables me
enseñan la sabiduría, están en función del crecimiento de mi corazón, si yo decido crecer.
Si mi espera está bien orientada, ¿a qué espero? Cuando hago lo que me apetece,
¿es realmente eso lo que me descansa, lo que realmente persigo? ¿O más bien espero
alcanzar la meta del amor, y perderme a mí mismo amando de verdad? Si lo que espero es
esa meta del amor, si mi paciencia se orienta a ella, no es tan insoportable la idea de que
alguien nos ponga a prueba, y nos exaspere un poco: construir el amor implica paciencia.
Vivimos en una sociedad de usar y tirar, donde las cosas deben ser inmediatas y sin
duración, pero el amor no puede ser así: el amor es fiel, y el de Dios es eterno. Y el nuestro
aspira a serlo.
El amor es estable, indisoluble. Todo el amor, no solo el amor entre los esposos;
toda relación, si es auténtica, es indisoluble; no prevé una ruptura; toda amistad es
indisoluble si es verdadera; toda fraternidad es indisoluble si es verdadera. Pero exige
paciencia, no la lógica utilitarista de la explotación. Esto vale también para la creación,
como dice espléndidamente el papa Francisco en la Carta Encíclica Laudato si’ sobre la
ecología: el hombre explota el mundo, en lugar de tomarlo como un don y como ocasión de
amor.
Debemos caminar en profundidad, en esa profundidad que es el centro y la verdad
del ser: hemos nacido para aprender el arte del amor verdadero. Las personas molestas son
maestros perfectos, ejercicios vivos.
Para ganar una carrera, es muy bueno que, durante su entrenamiento, el atleta sea
sometido a dificultades serias. Lo mismo nosotros: si debemos llegar a amar como
Jesucristo, no nos quejemos si Dios nos da una oportunidad. Dios, en su misericordia, nos
regala esas personas molestas. Amémoslas. Si las perdemos, perdemos también el camino
del amor.
7. REZAR A DIOS POR LOS VIVOS Y LOS DIFUNTOS

Muchas veces he acompañado a jóvenes a conocer un monasterio de clausura.


Cuando hablábamos con las monjas, alguno preguntaba: ¿pero, encerrarse aquí dentro, no
os parece una pérdida de tiempo? En el mundo hay un montón de problemas, ¿por qué estar
aquí? ¿Por qué gastar la vida de un modo tan inútil?
Impresiona comprobar cómo este tipo de afirmaciones/preguntas parecen muy
«sociales» o «solidarias», pero en el fondo revelan una visión individualista: uno piensa que
debe ponerse en marcha y salvar el mundo por su cuenta, a su antojo, según sus propios
criterios más o menos rectos.
Y así se pierde un montón de tiempo y de energía. Por desorden y unilateralidad.
Cuando el bien, en realidad, es de por sí de mayor envergadura que la actividad de un
individuo aislado.
Las monjas responden muchas veces con el mismo ejemplo: ¿sabes que la Iglesia es
un cuerpo? ¿Sabes que todos estamos unidos? Cada uno realiza una parte de la misma
misión. Mira, don Fabio evangeliza, pero ¿te das cuenta de que don Fabio no es nadie sin
nosotras? Tus manos se mueven y hacen cosas «útiles», pero ¿sabes que tienes un corazón
en el pecho que, si deja de latir, tus manitas no harán nada de nada? ¿Sabes que detrás de
don Fabio hay personas que lo sostienen? ¿Y que, quizá no hablarán nunca contigo, pero te
ayudan por medio de él?
Una vez mandé a una chica a su parroquia, a pedir un certificado de bautismo,
necesario para pasar un tiempo de prueba en un monasterio. ¡Ojalá no lo hubiera hecho
nunca! El sacerdote le soltó una filípica sobre la inutilidad de los monasterios... Me quedó
clara una cosa: aquel cura no rezaba, o lo hacía tan mal, que no entendía qué era lo más
urgente.
Si las cosas que hago no nacen de la oración, soy gris, soy una película en blanco y
negro, transparente, sin profundidad. Porque no he removido mi corazón y, sobre todo, no
me he dejado remover. Y me convierto en un profesional... ¡Dios me libre! Y, sobre todo,
libre al pueblo de Dios de un sacerdote que no reza.
Cristo salvó al mundo. Sí, pero después de treinta años de silencio. Y cuando se
puso manos a la obra, se tomaba unos blackouts irritantes: «De madrugada, todavía muy
oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración. Salió a buscarle
Simón y los que estaban con él, y cuando lo encontraron le dijeron: “Todos te buscan”. Y
les dijo: “Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para que predique también allí,
porque para esto he venido”» [1]. Y a Simón le toca entonces dejar su casa en Cafarnaúm,
para ir de un lado a otro.
Jesús no se mueve si no es a partir de la oración. Y en la oración descubre su «otra
parte», su destino. Se detiene para poder partir. Su misión arranca con cuarenta días de
oración. Y antes de hacer lo más importante –padecer, morir, ser sepultado y resucitar–, lo
prepara en Getsemaní. No para planificar. No para equiparse. Para dialogar con su Padre
celestial.
Y ha rezado por mí sobre la cruz. El hombre que ha marcado la historia más que
ningún otro, lo hizo con una sublime inutilidad. Con la cruz, sin concederse ningún
movimiento. Nadie más inútil que alguien así. Nosotros decimos: tengo las manos atadas,
no puedo hacer nada. Él las tiene clavadas. Y ha salvado el mundo entero.
HABLAR A DIOS DE LOS HOMBRES

La última de las obras de misericordia espirituales es rezar a Dios por los vivos y
los difuntos. ¿Por qué es la última de la lista? ¿Es acaso la menos importante?
Normalmente, en las dinámicas de la fe, lo último es el punto de llegada, la meta.
Como hemos visto, actuamos instintivamente, como si ponerse a rezar fuera una
actividad noble. Pero, con espíritu práctico, en caliente ante los problemas, consideramos
esta obra de misericordia menos urgente o menos eficaz que las otras. Nuestra obsesión por
la eficacia y nuestro creernos casi como el Padre eterno, nos llevan a actuar, a decidir, a
movernos... Y dejamos de hablar con Dios... Sí, de acuerdo, hay que rezar..., pero después,
en cuanto pueda, seguro, lo haré, no te preocupes, enseguida voy, mientras tanto empezad
vosotros, aquí hay problemas que se deben resolver.
Esta obra es «la otra parte» de las otras obras de misericordia. ¿Por qué? Las obras
de misericordia sirven a los hombres, y las espirituales –al menos cuatro de las siete–,
hablan a los hombres de Dios. Pero muchas veces esto no es posible, no lo logramos,
porque no tenemos las condiciones necesarias, o porque resulta inútil: el otro no escucha y
no nos acepta. Entonces, de hablar a los hombres de Dios, hay que pasar a hablar a Dios de
los hombres.
Subrayo que aquí no se habla de oración genérica. Alguien podría pensar que esta es
una oportunidad para tratar sobre la oración en sí misma. No, el tema aquí es: rezar a Dios
por los vivos y por los difuntos. Tenemos que hablar de un tipo específico de oración, la de
intercesión. Es interesante recordar una frase de san Juan Crisóstomo: «La necesidad nos
obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás» [2].
Pero podemos rezar por los demás sin caridad, sin corazón, distraídamente, como
muchas veces ocurre en las fórmulas de oración colectivas y grandilocuentes; por ejemplo,
podemos rezar por la paz del mundo: como un acto estético, más bien formal.
De hecho, esta obra de misericordia espiritual cuenta, entre sus sucedáneos, con un
peculiar sustituto: la oración no se opone sólo a la «no oración», sino a la oración
superficial. La oración exige amor, y el amor es un movimiento de mí hacia el otro, que, en
este caso, pasa por el diálogo con Dios. Pensemos cuántas veces hemos percibido
netamente la oración como una realidad epidérmica, formal.
Este tipo de obra espiritual tiene una extraña característica: es invisible, no es una
obra que te retroalimenta, que da una experiencia relacional, como las otras. Si yo rezo por
ti, tú no me ves hacerlo, y viceversa. Y así sucede que nos prometemos mutuamente
oraciones. ¿Verdaderamente rezan los unos por los otros, como afirman? ¿Es cinismo
dudar, o realismo?
¿Por qué es necesario el amor para la oración de intercesión? Por dos razones: por
Aquel a quién suplicamos, y por aquellos por los que suplicamos.
En primer lugar, no rezamos a un ente, no presentamos una instancia burocrática
que pone en marcha un procedimiento administrativo, etc. Dios mira nuestro corazón y no
nos dará nunca una cosa que, en realidad, no pedimos en serio.
«Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» [3]. La fuerza de
esta frase del Evangelio está precisamente en la primera parte: pedid. Si no pedís y no
llamáis, ¿cómo se os podrá dar? Pedir es implorar, y al mismo tiempo creer que el otro
tiene el poder de satisfacernos. Aquí están implicadas un montón de cosas pequeñas serias,
del tipo: sinceridad, fe, determinación, constancia.
Si nos fijamos en la distracción con que se arrastran los domingos las repeticiones
de los formularios en las oraciones de los fieles... Tendría que ser gente que habla
enérgicamente con el Omnipotente. Mejor: tendría que ser un ejército de hijos que, con una
confianza inquebrantable, suplican a su buen Padre, como hace un niño que quiere a toda
costa que su madre le dé una cosa, y la atosiga hasta conseguirla.
Conviene pensar que la oración es un paradójico combate con Dios. En el libro del
Génesis, por ejemplo, Jacob lucha toda la noche contra Alguien, al que en la oscuridad no
logra ver claramente; poco a poco comprenderá que el adversario es Dios mismo. Y de
aquella noche saldrá debilitado –porque ha conocido sus límites– y, a la vez, reforzado,
cambiado, madurado: nada menos que, efectivamente cambia su nombre por el de «Israel».
Es un episodio clave en el Antiguo Testamento: se muestra así al Patriarca por excelencia,
al hombre que ha conocido la naturaleza profunda de la relación con Dios, y revela la
importancia de la seriedad en la oración. La lucha simboliza la voluntad de Dios de
hacernos crecer en nuestro verdadero deseo de oración. Benedicto XVI, sobre este episodio,
decía lo siguiente: «La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo
simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice... por esto el
autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia,
tenacidad para alcanzar lo que se desea» [4].
El combate de la oración.
La Iglesia dice: «La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros
mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre
de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora»
[5]. En cambio, las oraciones de los fieles, como a menudo se leen, obtendrían el mismo
«share» de atención que una conferencia sobre la extinción del ornitorrinco plantígrado en
el sur de Angola.
Esto se debe, en parte, a una deriva litúrgica de tipo pavloviano: un reflejo
condicionado, un acto que se realiza con la cabeza en las nubes, donde el cuerpo y la lengua
reaccionan con una cantinela, con una participación interior comparable al indicador de
stand-by del televisor. Comienza la Misa y se inicia la marcha del pelotón: se hacen las
cosas todos juntos, un-dos, un-dos, ya llegaremos a algún sitio. De pronto aparece la
oración explícita por nuestros hermanos y por el mundo entero. Pero, ¿de verdad? ¿Hemos
rezado por las víctimas del terremoto? ¿Seguro? No sé, no estaba atento.
Pero nuestro estado de auto-referencialidad tendencialmente individualista, mucho
más preocupante que la deriva formal litúrgica, nos lleva a observar con una gélida
distancia los problemas de las personas que nos circundan, y los del mundo. El telediario,
mientras comemos: sucesos del mundo, como fondo genérico del marco de la vida. Otras
veces, al contrario, existe una participación sentimental, ocasional, de epidermis cardíaca,
nada que nos afecte realmente. Duración escasa: se nos pasa el estado de ánimo, y pronto ni
nos acordaremos.
Las tragedias ajenas alimentan la curiosidad, no son preguntas existenciales,
personales, que nos interpelen.
Para la oración nos hace falta amor, porque la gracia pasa por el amor. Y lo que
pedimos a Dios no tiene cauce mejor. El mundo se salva por el amor. Y todas las cosas
hermosas que debemos hacer en esta tierra, si las hacemos sin amor, son inaceptables, frías.
Dejaremos de hacer las cosas solo para decir que las hemos hecho, y comenzaremos a
hacerlas de verdad, cuando nuestro corazón se implique sinceramente.
El problema es que esta obra de misericordia requiere algo muy noble en lo
profundo de nuestra existencia. Exige que nazca de las entrañas de nuestro ser. Orar a Dios
por los vivos y los difuntos implica olvidarse de uno mismo y centrar toda la atención, toda
la voluntad, en las necesidades del otro, realizando un acto que tal vez quede sin respuesta,
tal vez ni se vea, tal vez ni nos den las gracias.
UNA OBRA DE MISERICORDIA QUE BROTA DE NUESTRA IMPOTENCIA

Esta obra se basa en una relación se dirige a Dios y mira hacia los demás. Su acción
brota, fluye, cuando comprobamos nuestra impotencia, cuando descubrimos que no
podemos hacer más (como si rezar fuera poca cosa...). En realidad, con la oración vamos al
núcleo de todas las obras que hacemos.
Pensemos en el caso de los padres. Deben hacer tantas cosas por sus hijos... Es en la
paternidad y en la maternidad donde se lleva a cabo el cuidado concreto y objetivo por
ellos, hasta el punto de que todas estas obras de misericordia pueden leerse en clave
paterno-materno-filial.
Los padres dan de comer y beber a esos hambrientos y sedientos que son sus hijos;
los acogen y visten, porque llegan desnudos y hay que protegerlos; los atienden con
cuidado; los asisten cuando están enfermos, los confortan cuando el miedo los atrapa.
Cuántos consejos hay que dar a un niño, cuántas dudas hay que resolver, cuántas cosas
hermosas hay que enseñarle, cuántos errores hay que corregir con amor, y cuántas veces
hay que consolarlos, animarlos, devolverles la confianza. ¡Qué hermoso oficio!
En fin, hay que perdonarlos miles de veces, y sólo Dios sabe cuánto puede herir un
hijo. ¡Y qué molestos pueden llegar a ser! ¡Qué paciencia hace falta! Y la tienes. Te llega.
Pero hay un momento en que tú, padre, descubres que no puedes hacer nada por tu
hijo, porque ya no te escucha, no te aguanta, te acusa de cosas que ni siquiera entiendes, te
trata como a un inútil, te esquiva.
Peor: llega el día en que un padre y una madre descubren que podrían hacer algo,
pero no deben, porque el hijo ha de crecer, ser autónomo: y hay que respetar su libertad
pues, de lo contrario, se convertirá en un pelele. Cuánta gente rechaza ese día y no pasa a la
fase siguiente: aceptar que ya no debe hacer nada más por su hijo.
En ese día sólo puedes orar, en ese momento puedes y debes ponerte a rezar, a
ayunar, a dar limosna por tu hijo, sin decírselo.
Puro amor, pura gratuidad donde se es padre hasta el fondo. Y eso implica
establecer una relación saludable, objetiva, con nuestra impotencia. Tenemos límites; y
exigen la apertura a la oración. Pero para esto necesitamos tener el sentido de Dios, de Su
potencia, inclinarnos ante algo que solo Él puede hacer.
Muchas veces queremos convertir el corazón de las personas, pero esto no está a
nuestro alcance. Solamente podemos ofrecer a Dios nuestro corazón. Y ay de nosotros si no
lo hacemos. Tantas veces, por no habernos puesto a rezar, hemos forzado las cosas.
Teníamos que haber rezado y, sin embargo, hemos abrumado con palabras a quien
necesitaba un buen consejo, hemos acosado al triste, exasperado al equivocado, confundido
al ignorante. Por soberbia hemos seguido diciendo y haciendo cosas que no debíamos
hacer, en vez de quedarnos quietos en nuestro sitio y, en lo recóndito, alzar las manos, no
en señal de rendición, sino de oración: «Cuando Moisés alzaba las manos, vencía Israel»
[6].
Aceptar ser criaturas es lo más difícil. La oración es un acto típico de la criatura
hacia su Creador, de alguien pequeño hacia su punto de referencia, de un ser limitado y
mortal hacia la fuente de la vida: así estamos nosotros, ante el Eterno.
Muchas veces no vivimos esta obra de misericordia porque no reconocemos que
«yo solo llego hasta aquí», y «aquí me paro». Y arruinamos tantas veces nuestra vida por
intervencionismo.
Entendámonos: no digo que no hagamos lo que debemos hacer, o que nos
conformemos con hacer lo menos posible. Hace falta tener equilibrio en todo, y
lógicamente, también en esto. De hecho, existe otro curioso sucedáneo de esta obra de
misericordia: rezar por alguien, cuando podríamos hacer algo por él. Esto también es
absurdo.
Podríamos resolver el problema de una persona y, en cambio, le decimos: rezo por
ti. Obviamente, es mejor lo primero. Necesitamos sentido de la realidad, nobleza de
percepción, sentido de la medida, que solo la verdadera caridad puede dar.
Podemos movernos entre la oración distraída y su otro extremo, el
intervencionismo, pero hay una postura equilibrada: la oración amorosa que, cuando se le
pregunta si puede todavía hacer algo más, o cuando ella misma percibe sus límites, se
convierte en un grito dirigido a Dios, en una súplica confiada.
Debemos estar atentos, pues todo esto implica a la fe. Todo está relacionado
esencialmente con un aspecto del don del bautismo: el sacerdocio común de los fieles.
Existen ministros del sacerdocio de Cristo, los ordenados, los sacerdotes; pero, en
realidad, cada cristiano es sacerdote, tiene acceso al corazón de Dios, porque es su hijo, y
puede interceder por el mundo entero, por todas las personas. Sabemos que la Iglesia vive
de la oración, porque vive de un corazón escondido, que late y que bombea su fuerza a
todos los rincones de esta relación con Dios.
Hemos empezado recordando la respuesta de las monjas de clausura a los jóvenes
que llevo a veces para que charlen con ellas. Es hermoso citar el texto de santa Teresita de
Lisieux que inspira su respuesta: «Teniendo un deseo inmenso del martirio, acudí a las
cartas de san Pablo, para tratar de hallar una respuesta. Mis ojos dieron casualmente con
los capítulos doce y trece de la primera carta a los Corintios, y en el primero de ellos leí
que no todos pueden ser al mismo tiempo apóstoles, profetas y doctores, que la Iglesia
consta de diversos miembros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano. Una
respuesta bien clara, ciertamente, pero no suficiente para satisfacer mis deseos y darme la
paz.
Continué leyendo sin desanimarme, y encontré esta consoladora exhortación:
Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional. El
Apóstol, en efecto, hace notar cómo los mayores dones, sin la caridad, no son nada, y cómo
esta misma caridad es el mejor camino para llegar a Dios de un modo seguro. Por fin
había hallado la tranquilidad.
Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma
en ninguno de los miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más
bien verme en todos ellos. En la caridad descubrí el quicio de mi vocación. Entendí, que la
Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros, pero que en este cuerpo
no falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la Iglesia tiene un corazón y que
este corazón está ardiendo en amor. Entendí que solo el amor es el que impulsa a obrar a
los miembros de la Iglesia y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el
Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de
que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos
los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno.
Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “Oh Jesús, amor mío, por fin
he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la
Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío.
En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré
todo, y mi deseo se verá colmado”» [7].
Santa Teresita, la Patrona de las misiones, de la evangelización, es una mujer que
nunca salió de su monasterio; murió joven; rezaba, y sabía, por haberlo percibido en el
momento clave de su discernimiento, que el corazón de todo es el amor, y estar en contacto
con el amor es vital para la salvación del mundo entero, y para la Iglesia.
LA SUSTANCIA DE LAS DEMÁS OBRAS DE MISERICORDIA

Vale la pena reiterarlo: en esta obra de misericordia encontramos la sustancia de las


demás, porque rezar por los vivos y los difuntos es lo invisible de las otras obras. Pensemos
en qué se convierten esas obras si no provienen de la oración.
Pensándolo bien, al adentrarnos en este viaje, hemos procurado enumerar los
sucedáneos de las obras de misericordia espirituales; y estos sucedáneos, si los miramos a
fondo, tienen una fuente constante, su raíz es siempre la misma: la ausencia de relación con
Dios. Y, por lo tanto, son caricaturas sin profundidad.
Cuando no hay corazón tras el acto que realizo, es porque no hay oración. Porque
parto de mí mismo y no de Dios. Y lo que ofrezco es mediocre. No tiene eternidad. Porque
por mí mismo no tengo eternidad, y no la consigo a martillazos de voluntarismo. La
misericordia es la riqueza de Dios. No la mía.
Se puede dar de comer a los hambrientos o dar de beber a los sedientos sin
misericordia. ¿Es posible? Este es precisamente el tema fundamental del capítulo
decimotercero de la primera carta a los Corintios, tan querido de santa Teresita: «Aunque
hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el
bronce que resuena o un golpear de platillos. Y aunque tuviera el don de profecía y
conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para
trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada. Y aunque repartiera todos mis
bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me
aprovecharía» [8].
Podría entregar mi cuerpo, dar todos mis bienes, pero sin amor. No necesito amor
para hacer en concreto las obras de misericordia. Las puedo hacer. Pero hay que ver cómo.
Podría vestir a los desnudos, pero sin darles dignidad, como un distribuidor
automático, mientras que, en realidad, quien te viste lo hace como Dios tras el pecado, que
cose los vestidos –la imagen es de una ternura infinita– para los avergonzados Adán y Eva:
un Padre que cubre a sus niños débiles. Podría alojar a los peregrinos como un hotelero, sin
preguntarme si les he hospedado realmente en mi corazón, sin «hacer familia» con ellos.
Podría visitar a los enfermos para sentirme en paz con mi conciencia, porque no había ido
todavía a ver a esa persona enferma y quiero quedar bien, pero sin compartir su dolor:
cubro así el expediente y me marcho, cuando el nivel de incomodidad alcanza el máximo
sostenible. Puedo visitar a los presos, pero permanecer ajeno a su condición. O hacerlo con
cierta condescendencia.
La más emblemática es la obra de misericordia corporal de enterrar a los muertos:
¿cómo enterrarlos sin rezar por ellos, sin creer en la vida eterna? Es una actitud de
sepulturero: una tarea física que no siente la pérdida de la persona, simplemente la mete en
la tumba. ¿Es esto «enterrar»?
No podemos hacer las obras de misericordia corporales sin la séptima obra de
misericordia espiritual.
Ni siquiera podemos hacer las otras seis obras de misericordia espiritual sin la obra
de la oración. Pensemos en aconsejar al dudoso sin haber rezado antes, sin habernos puesto
ante la certeza de Dios –que necesitamos, para hablar con el que duda–, y sin haber
penetrado en su necesidad, para hacernos cargo de su drama.
Pensemos qué puede enseñarse sin la oración del corazón, sin amor... Le daremos
con los datos en la cabeza, trayéndonos sin cuidado su bien más grande, su corazón.
Pensemos qué es corregir al que se equivoca, sin la ayuda de la oración: se ve
mucha gente que debe hacer reproches al prójimo, puntualizarle, decirle «la verdad». Pero,
¿estás rezando por la persona a la que debes reprender? ¿Estás dispuesto a ayunar por él, a
hacer una limosna –de las serias– por aquel hermano? ¿Realmente rezas por esta persona?
Si no has rezado, quédate quieto. Es mejor no hacer de sabelotodo, más propio de quien no
es discípulo de Dios misericordioso.
Lo mismo sucede con el perdón de las ofensas: se puede otorgar como un acto de
simple recuperación de la paz con uno mismo, como un acto de sanación de los propios
problemas. En efecto, muchas veces se alardea del perdón, con la convicción de haber
perdonado, pero solo se ha desplazado la atención; no hay oración ni amor por el prójimo.
¿Y soportar pacientemente a una persona molesta? Se puede realizar dejando pasar
el tiempo, esperando que esa persona desaparezca y nos deje en paz... Pero no será un
recorrido interior personal, en el que crezco en la paciencia del amor; este camino interior
solo puede venir de Aquel que es paciente, tardo a la ira, rico de gracia, lleno de
misericordia.
SOLO EL AMOR CREA

Las obras de misericordia, si no nacen de la intimidad de Dios, del secreto entre


nosotros y Dios, ¿de dónde provienen? ¿Qué podrán ser? Solo filantropía horizontal,
limitada al sentido de la justicia y del propio perfeccionismo. No tendrán profundidad, ni
tocarán la belleza de servir en secreto. Las obras de misericordia corporales y espirituales
necesitan la invisibilidad de la oración. Si no parto de esta relación, de la relación que me
da el amor, y de la relación con la Santísima Trinidad; si no pido, como hijo, al Padre, aquel
amor que es el Espíritu Santo, ¿qué iré a hacer después? En la relación trinitaria cada
Persona hace emerger la otra: es el verdadero amor, el parámetro en el que basar las obras
de misericordia. Cristo intercede ante el Padre y el Espíritu Santo nos lo revela.
¿De dónde vienen las obras de misericordia corporal y espiritual? Todo nuestro
viaje ha sido como pasar la aduana de las obras de misericordia, desde lo horizontal a lo
vertical, desde lo visible a lo invisible, de lo simplemente humano a lo humano tocado por
lo divino, de nuestros balbuceos afectivos hasta la caridad, virtud teologal y don de Dios.
Cruzar desde lo que improvisamos por nosotros mismos hasta lo que Dios puede hacer
dentro de nosotros, solo Él sabe cómo. Porque, en caso contrario, todas estas obras podrán
suplirse con buenismo, activismo y perfeccionismo.
La oración es un acto poco visible ante los demás: es un secreto, es algo íntimo, o al
menos debería serlo. Si en ese secreto tratamos de nuestra relación con el prójimo, y si en
ese trato con él permanecemos en presencia de Dios, entonces, cuando llegamos al prójimo,
llevamos a Dios. Es decir, si yo me encaro con Dios teniendo presentes a los demás, me
encaro con los demás teniendo presente a Dios. Y lo que hago, quizá sin necesidad de
palabrería y alardes, se convierte en anuncio, en evangelización, porque vengo del amor, de
la realidad invisible de Dios.
«¡Solo el amor crea!», dijo san Maximiliano Kolbe poco antes de ser internado en
Auschwitz. Qué gran verdad: el amor no solo vence al odio, sino que da una forma
maravillosa a todo lo que hacemos.
Debemos recordar algo fundamental en la vida cristiana: lo prioritario no es el qué,
sino el cómo.
La cosa más incisiva es el corazón con el que hacemos las cosas.
Los actos pueden ser grandilocuentes, como también lo son las pompas del mundo,
pero engañan al mundo, y no provienen de Dios.
Nuestras obras pueden ser pequeñas, pero nacen del Padre y de nuestra libertad.
Entonces salvan al mundo. Porque le dan sabor.
Pero nos hemos hecho una pregunta por aquí y por allá al tratar las otras obras de
misericordia. ¿Por qué no plantearla también ahora? Si las otras trece obras nacen de la
decimocuarta, ¿de dónde nace esta última? ¿De dónde brota la oración? ¿Cómo se llega a
ella? ¿De dónde surge ese grito sincero hacia el Eterno? Sencillamente, de la angustia.
¿Cómo? ¿De dónde? De la pobreza, de nuestras limitaciones, de nuestra impotencia,
de nuestras necesidades. De la angustia, repito. Es decir, Dios nos ha dado el don de la
angustia para admitir que no nos bastamos, que Le necesitamos, que los números no
cuadran, que necesitamos pedir ayuda.
Pero nos defendemos de esta angustia, intentamos eludirla aturdiéndonos a nosotros
mismos, alienándonos.
Planteemos mejor la pregunta: ¿de dónde nacerá una oración sincera por nuestros
hermanos vivos y difuntos? Se trata de buscar la angustia que nos lleva a gritar pidiendo
auxilio, y digamos que es un trabajo un poco amargo: hacer llegar al propio corazón el
dolor ajeno. Mirarlo, y no hacer luego zapping. Quedarse con el dolor, hacerse cargo de la
pérdida.
Cuando el corazón te duele por alguien que has perdido o que sufre, entonces
rezarás de veras por él. No duermes, no logras pensar en otra cosa, sientes una profunda
pena, intuyes las lágrimas que aguardan a un milímetro de tus párpados. Sí, rezas, suplicas,
imploras. Y estás dispuesto a renunciar a lo tuyo con tal de que Dios le ayude.
El amor no nace de una panza llena. No nace del confort. Nace de la amarga
corriente de aire de tus limitaciones, que, si no te opones, será una puerta abierta en la que
te sentirás débil, abrirás tus ojos a la debilidad ajena y compartirás su peso, su dolor. Y
llegan entonces las atenciones, de débil a débil.
La misericordia de Dios busca nuestra pobreza y la ama.
Y nuestra pobreza, una vez amada, se convierte en misericordia.
AGRADECIMIENTOS

Este libro se debe a la perseverancia de muchos que han insistido en que lo


escribiese. A todos los que recuerden haberme animado, va mi agradecimiento. Para no
tener que seguir escuchándoos, he gastado mis dos semanas y media de vacaciones. Y
teníais razón. Me ha hecho bien, lo he escrito finalmente entre el descanso y la oración.
En la redacción me han ayudado los chicos que frecuentan el camino de los 7
Signos, transcribiendo las catequesis y las sesiones; sobre todo, el principal responsable –
imprescindible– de este texto es Fabrizio Fontana, que me ha ayudado en todo y para todo
de manera sabia, cortés y enriquecedora.
También debo agradecer a mi asistente, Elisabetta Palio, que me hace tantas veces
de chivo expiatorio, y aguanta mi rudo carácter.
Para no ofender a nadie, aparte de estas dos personas, no doy las gracias
explícitamente a nadie más, aunque de esta manera ofendo a muchos más. Es cuestión de
democracia eficaz.
NOTAS

Notas de ‘La Misericordia y sus sucedáneos’

[1] En alemán, «Dios con nosotros» (NdT).


[2] Ex 34, 6-7.
[3] Ef 2, 4.
[4] Sal 136, 1-6.
[5] Sal 136, 10-11.
[6] Sal 136, 25.
[7] Is 49, 15.
[8] Sal 103, 8-13.
[9] Dt 8, 5.
[10] Ex 34, 7.
[11] Lc 1, 46-55.
[12] Lc 6, 36.
Notas de ‘Las Obras de Misericordia corporales y espirituales’

[1] Mc 2, 5.
[2] Mc 2, 6-7.
[3] Mc 2, 8-12.
[4] Jn 20, 19-23.
[5] Mc 1, 11.
[6] Mc 15, 34.
[7] Jn 20, 21.
[8] Jn 13, 23-25.
[9] Jn 1, 18.
[10] 1 Jn 4, 7.
[11] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 14.
[12] Mt 25, 31-40.
[13] St 2, 18.
[14] 1 Cor 2, 12-16.
Notas del Capítulo 1

[1] En el texto original italiano, las obras de misericordia espirituales son:


«Consigliare i dubbiosi, insegnare agli ignoranti, ammonire i peccatori, consolare gli
afflitti, perdonare le offese, sopportare pazientemente le persone moleste, pregare Dio per i
vivi e per i morti», mientras que en el catecismo español se citan en distinto orden:
«Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca,
perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del
prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos». Para seguir el esquema original
hemos preferido empezar por lo que en el catecismo español se considera la segunda obra
de misericordia, y se enuncia de otro modo: Dar buen consejo al que lo necesita.
[2] René Descartes, Discurso del Método, IV.
[3] C.S. Lewis, Las Crónicas de Narnia.
[4] Jn 11, 21-27.
[5] 2 Cor 1, 17-20.
[6] Sal 49, 21.
[7] S. Agustín, De vera religione, 39, 73.
[8] S. Agustín, La Trinidad, 8, 2.
[9] Sal 51, 7-8.
[10] Blaise Pascal, Pensamientos - Sumisión, 268.
[11] Sal 119, 71, 75-76.
Notas del Capítulo 2

[1] Mt 27, 46; Mc 15, 34.


[2] Antonio Gramsci, Quaderni dal carcere, p. 1523.
[3] George Orwell, 1984, Cap. I.
[4] Gen 3, 1. A decir verdad, la actual traducción es imprecisa. El hebreo del texto,
literalmente, juega con una ambigüedad que también es posible provocar en la lengua
italiana. El texto sería: «¿Es cierto que Dios ha dicho: “No comeréis de todos los árboles
del jardín?”». Aquí hay diversas trampas; una es jugar con el “no todos los árboles”. Son
dos los significados presentes: 1. No comeréis de todos los árboles (prohibición total de
comer de los árboles); 2. No de todos los árboles comeréis (prohibición parcial, hay algún
árbol del que no comeréis). También en italiano se puede jugar en esta ambigüedad: «No
puedes leer todos los libros», que puede ser entendido como: 1. No puedes leer ningún
libro; 2. No puedes leer todos los libros. Por lo tanto, en buena lógica, la serpiente no dice
ni siquiera una cosa falsa, porque es cierto que Eva no puede comer de todos los árboles.
Pero se desencadena el juego entre una negación absoluta y otra parcial. Eva responde
como si tuviera que justificar una prohibición absoluta. Y así cae en la trampa operativa de
la serpiente.
[5] Gen 3, 4-5.
[6] Papa Francisco, Evangelii gaudium, nn. 135-159.
[7] Mt 16, 15.
[8] Mt 16, 21-23.
[9] Mt 16, 24-25.
[10] Salmo 119, 91-99.
[11] Jn 14, 6.
[12] Mt 23, 8.10.
[13] Mt 28, 19-20.
[14] Tres son los dones de la ordenación sacerdotal, llamados en latín «tria
munera»: 1.º El don de santificar, es decir, ser transmisor de la gracia sacramental, de
ámbito eminentemente litúrgico. 2.º El don de administrar, es decir, de gobernar en la
comunión la comunidad o las realidades que se confiarán a cada sacerdote. 3.º El don de
enseñar, de ser maestros en la fe. Munus sanctificandi, munus regendi, munus docendi. En
general se recibe preparación para los dos primeros, y los sacerdotes, históricamente, nunca
los han desatendido. Pero para el tercero, ni siquiera percibimos que nos estamos haciendo
daño a nosotros mismos o, peor aún, que se hace daño a otros y, sin embargo, creemos que
todo va bien.
[15] Lc 23, 33-34.
[16] Lc 24, 13-16.
[17] Lc 24, 17-19.
[18] Lc 24, 19-24.
[19] Lc 24, 25-26.
[20] Amedeo Cencini, «La formazione in tempi di rinnovamento», artículo citado
en la página web: http://dimensionesperanza.it/psicologia-e-spiritualita/item/3207-la-
formazione-in-tempi-di-rinnovamento-amedeo-cencini.html.
[21] Jn 1, 18.
[22] Jn 5, 19-20.
[23] Tit 2, 11-13.
[24] Jn 28, 37.
Notas del Capítulo 3

[1] En italiano, Ammonire i peccatori (Amonestar, reprender a los pecadores).


[2] Gal 5, 1.
[3] La traducción reproduce, literalmente, el sentido del verbo elenchein, que es
«testificar en contra, demostrar la culpabilidad de alguien, convencer a alguien de su error».
La traducción de la CEI de 1974 citaba de forma más inteligible el sentido con un
dinamismo equivalente en la traducción: «Escucha, pueblo mío, te quiero amonestar».
[4] Sal 81, 9.
[5] Sal 81, 10-11.
[6] Sal 81, 12.
[7] Sal 81, 14-17.
[8] Sal 81, 13.
[9] Mt 7, 1-5.
[10] Hch 4, 8-12.
[11] Heb 12, 11.
[12] S. Juan Crisóstomo, Catequesis Bautismales, Primera Catequesis, pp. 31-32.
[13] Mt 18, 18.
[14] Lc 15, 8-10.
[15] Mt 5, 43-48.
[16] St 1, 20.
[17] Benedicto XVI, Ángelus, 4 de noviembre 2012.
Notas del Capítulo 4

[1] Tb 13, 2.
[2] Qo 1, 15.
[3] Jb 4, 7-8.
[4] Jb 5, 6-7.
[5] Jb 1, 1: «Había en el país de Us un hombre llamado Job. Era un hombre íntegro
y recto, temeroso de Dios y alejado del mal».
[6] Jb 6, 29-30: «Retractaos, por favor. No haya iniquidad en vosotros. Retractaos.
Va en ello mi justicia. ¿Hay acaso falsía en mi lengua? ¿O no distingue mi paladar lo
bueno de lo malo?».
[7] Jb 5, 17.
[8] Jb 8, 5-7.
[9] Jb 11, 7-10.
[10] En el griego del Nuevo Testamento se suele traducir por consolar.
[11] Jn 19, 30.
[12] Jb 42, 5.
[13] Jb 42, 7.
[14] Mt 5, 3-10.
[15] Para comprender esto mejor, podemos analizar el comportamiento del hijo
pródigo, en la parábola de Lc 15, donde se ve un buen ejemplo de una dinámica que
arrincona: se encuentra en un callejón sin salida porque ha despilfarrado todos sus bienes
viviendo de modo disoluto, en griego asotos, de a (privativo) y sotòs que deriva de soterìa,
salvación, solución; el disoluto es aquel que no tiene solución. Típico del mal es
precisamente acorralar, confinar en un sistema elíptico donde cíclicamente se reitera, sin
salir del «loop» destructivo. El disoluto derrocha todo buscando un placer que no llega
nunca porque está atascado en una dinámica auto devastadora, angustiosa.
[16] Jn 14, 26.
[17] Jn 16, 13.
[18] Rm 8, 18.
[19] 2 Cor 4, 17.
[20] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 19.
[21] Tonino Bello, Il parcheggio del Calvario, en Omelie e scritti quaresimali, vol.
2, Luce e Vita, Molfetta (BA) 2005, p. 307.
[22] 2 Cor 1, 3-7.
[23] Is 50, 4-10.
[24] Catecismo de la Iglesia Católica, 1818.
[25] San Juan Pablo II, Discurso de inicio de pontificado, 22 de octubre 1978.
[26] Papa Francisco, Homilía, XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo
de Ramos, 24 de marzo 2013.
[27] Rm 5, 5.
[28] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 23.
Notas del Capítulo 5

[1] «La Sacher-torta del Tufello»: referencia a la imitación de la famosa torta


austríaca Sacher que se vende en el Tufello, un barrio popular de Roma. ídem para la Cola-
Guizza, bebida italiana que imita a la Coca-cola.
[2] Sal 103, 3.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 2302.
[4] Ecl 28, 3.
[5] Mc 2, 7.
[6] Orígenes, Comentario al Cantar de los Cantares, 3.
[7] Lc 7, 47.
[8] Jn 14, 28.
[9] Gen 37, 1.
[10] Gn 44, 33-45, 4.
[11] Gn 45, 5-15.
[12] Gn 50, 17-21.
Notas del Capítulo 6

[1] Sal 36, 10.


[2] Don Abbondio es un personaje de «Los novios» de Alessandro Manzoni, famoso
por su bellaquería.
[3] Gal 5, 22.
[4] Ex 34, 6.
[5] 2 P 3, 9.
[6] Ap 12, 12.
[7] 2 P 3, 8.
[8] 1 Tm 1, 13.
[9] Lc 23, 34.
[10] Ef 4, 1.
[11] Lc 18, 2-8.
[12] Famosa cita de Ecce Bombo, una película de Nani Moretti.
[13] Rm 5, 3-5.
[14] St 4, 13-15.
[15] Fabio Rosini, sacerdote de la diócesis de Roma, es el promotor de un camino
de catequesis basado en los Diez Mandamientos, dirigido sobre todo a universitarios, y que
lleva ya 25 años de andadura (NdT).
[16] Mt 16, 24-25.
[17] Ex 4, 10: «Dijo entonces Moisés al Señor: “Señor, desde siempre he sido
hombre premioso de palabra, y aun ahora que has hablado a tu siervo, sigo siendo torpe de
boca y de lengua”».
[18] Is 55, 8-9.
[19] Don Oreste Benzi (1925-2007) fue un sacerdote diocesano italiano, fundador
de una asociación que, desde 1968, ha creado más 500 casas-familia para personas
discapacitadas, menores en dificultad, ex drogadictos y ex prostitutas. En septiembre de
2014 la diócesis de Rimini abrió su causa de beatificación.
Notas del Capítulo 7

[1] Mc 1, 35-38.
[2] S. Juan Crisóstomo, In Mt Hom, 14.
[3] Lc 11, 9.
[4] Benedicto XVI, Audiencia General, 25 de mayo 2011.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 2725.
[6] Ex 17, 11.
[7] Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos.
[8] 1 Cor 13, 1-3.

También podría gustarte