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Joseph Ratzinger

Mirar a Cristo

Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor


Indice
Prologo............................................................................................ 4

Fe..................................................................................................... 6
1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre
.................................................................................................... 7
2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?......................... 10
3. Conocimiento natural de Dios .............................................. 20
4. La fe «sobrenatural» y sus razones....................................... 25
5. Desarrollos del principio fundamental ................................. 28
a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los
santos. .................................................................................. 28
b. Verificación de la fe en la vida ........................................ 30
c. Yo, tú y nosotros en la fe.................................................. 32

Esperanza ..................................................................................... 36
1. Optimismo moderno y esperanza cristiana........................... 36
2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza
cristiana .................................................................................... 44
a. El profeta Jeremías ........................................................... 45
b. El Apocalipsis de San Juan .............................................. 47
c. El Sermón de la montaña.................................................. 49
3. Buenaventura y Tomás de Aquino acerca de la esperanza
cristiana .................................................................................... 57

Esperanza y Amor ....................................................................... 61


1. Esperanza y amor en el espejo de sus contrarios ................. 61
a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la pereza del
corazón (acidia).................................................................... 62
b. Las hijas de la acidia ........................................................ 67
c. Modalidad de la auto glorificación: el pelagianismo
burgués y el pelagianismo de los piadosos........................... 71
d. Miedo, esperanza, amor ................................................... 72
2. Acerca de la esencia del amor .............................................. 77
a. El amor como un sí........................................................... 78
b. Amor y verdad, amor y cruz ............................................ 80
c. ¿Qué es el amor de sí mismo? .......................................... 85
3. Esencia y vía del ágape ........................................................ 88
4. Del Sermón de la montaña.................................................... 91

Epílogo Dos Homilías sobre fe y amor ....................................... 95


I: «¿Que tengo que hacer para heredar vida eterna?» (Homilía
sobre Lc 10, 25-37)................................................................... 96
II: La mirada pura y el buen camino (Homilía de la festividad
de San Enrique, emperador) ................................................... 101

Datos
Da tos editoriales:
Auf Christus schauen
© 1989 Editoriale Jaca Book, Milano
Traducción del texto italiano al español por Xavier Serra.
© by EDICEP
PRINTED IN SPAIN I.S.B.N.: 84 - 7050 - 198 - 4 Dep. Legal V152-
1990
IMPRIME GRÁFICAS GUADA
Prologo
Cuando en el verano de 1986 Monseñor Luigi
Giussani, fundador de «Comunión y Liberación», me invitó a
dirigir unos ejercicios espirituales a sacerdotes de su
movimiento en Collevalenza, acababa de llegar a mi
despacho el volumen en el que Josef Pieper había recogido y
publicado de nuevo sus tratados sobre «Amar, esperar,
creer», publicados originariamente en 1935, 1962 y 1971.
Esta circunstancia me indujo a afrontar, durante los ejercicios
espirituales, las tres «virtudes teologales», sirviéndome de las
meditaciones filosóficas de Pieper como si fuera un libro de
texto. Así se explica el hecho de que, sobre todo en el
capítulo tercero, la línea de fondo de mi pensamiento siga la
exposición de Pieper, a la que por otra parte debo una serie
de preciosas citas de Tomás de Aquino. Mi aportación
personal ha sido la de ampliar sobre el plano teológico y
espiritual la exposición filosófica de Pieper, que por otra
parte ya se proyectaba en un horizonte cristiano.
Al principio dudé en su publicación, conforme me
solicitaban los participantes en los ejercicios de Collevalenza.
Pero cuando, dos años después, examiné de nuevo el
manuscrito, me pareció que la unión entre filosofía, teología
y espiritualidad podía ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de
vista. Para la traducción en alemán elaboré de nuevo los
textos, pero no quise eliminar su carácter de exposición oral y
conscientemente dejé intactas las alusiones al motivo original
de los ejercicios.
Había que mantener el calor real de las expresiones y
al mismo tiempo abrir espirales para nuevas
concretizaciones. Para enriquecer un poco las afirmaciones
sobre el amor, quizás excesivamente fragmentarias, añadí
para la publicación dos homilías predicadas en el verano de
1988 en Chile. Espero que este pequeño volumen, así como
los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como
nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales, en las
que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose
así en una existencia totalmente humana.

Roma, miércoles de Ceniza de 1989


José cardenal Ratzinger
Fe
Las reflexiones contenidas en este libro no son
únicamente consideraciones teóricas, sino que quieren ser
una invitación a unos «ejercicios espirituales». Sólo se puede
«ejercitar» aquello que de alguna forma ya se posee; el
ejercicio presupone un fundamento ya dado. Únicamente con
el ejercicio hago mía aquella cualidad que estoy ejercitando,
de modo que pueda disponer de ella y volverla fructífera. Un
pianista debe ejercitarse en su arte, y si no, lo pierde. Un
deportista debe «entrenarse», porque sólo así estará en plena
forma. Si me rompo una pierna, debo ejercitar el órgano que
está en vías de curación, para que aprenda de nuevo a
sostenerme. Y así en todas las cosas. ¿Qué debemos
«ejercitar» en estos días? Los «ejercicios» son una iniciación
a la existencia cristiana. Pero, puesto que la existencia
cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la
existencia humana vivida tal y como se debe, se podría
afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa.
Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana.
Aquí se impone de inmediato una visión panorámica
sobre nuestra vida cotidiana. Existe en nuestra sociedad
contemporánea un sistema altamente desarrollado de
formación profesional, que ha conducido al máximo nivel la
posibilidad del dominio del hombre sobre todas las cosas. El
poder del hombre, en el sentido de dominio del mundo, ha
alcanzado proporciones casi vertiginosas. En el «hacer»
somos grandes, grandísimos, pero en el ser, en el arte del
existir las cosas son bien distintas. Sabemos muy bien qué se
puede «hacer» con las cosas y con los hombres, pero qué son
las cosas, qué es el hombre, eso ya es otra cuestión. En estos
días trataremos precisamente acerca de este arte perdido, el
arte de saber vivir. Nos encontramos en la misma situación
de aquel que ha sufrido diversas fracturas en la pierna:
debemos volver a aprender a «andar» en la fe, haciendo uso
de nuestras internas energías. Las conferencias sólo podrán
ser una especie de arranque, un primer empuje hacia el
íntimo compromiso personal y comunitario, que es lo
verdaderamente importante, si queremos que nuestros
«ejercicios» den su fruto adecuado.
La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana.
En el acto de fe se expresa la estructura esencial del
cristianismo, su respuesta a la pregunta de cómo es posible
llegar a la meta en el arte de la existencia humana. Hay otras
respuestas, por supuesto, pero no todas las religiones son
«fe». El budismo, en su forma clásica, por ejemplo, no
considera este acto de autotrascendencia, de encuentro con el
Otro Absoluto: Dios que me habla y me invita al amor. Sin
embargo es característico del budismo un acto de radical
interiorización: no salir de sí mismo (ex-ire) sino entrar más
adentro; este proceso es el que debe conducir a la liberación
del yugo de la individualidad, del peso de ser persona, al
retorno a la identidad común de todo ser. Y esto, en
comparación con nuestra experiencia existencial, se puede
definir como no ser, como nada, si queremos expresar toda su
alteridad1.

1. Fe en la vida cotidiana como actitud


fundamental del hombre
Pero aquí no queremos entrar en esa discusión, aunque
muchas de las cosas que diremos en estas conversaciones

1
Cfr. a este respecto en la colección Die Religionen der
Menschheit, de Chr. M. Schröder, el vol. 13: Die Religionen
Indiens III, de A. Bareau, W. Schubring, Chr. von Fürer-
Haimendorf, Stuttgart 1964; para la relación entre
cristianismo y budismo, así como bibliografía sobre el tema,
v. H. Bürkle, Einfährung in die Theologie der Religonen,
Darmstadt 1977, pp. 63-92.
pueden servir perfectamente como respuesta a ciertas
cuestiones que pudieran resultar. Lo que nos importa ahora es
simplemente aprender lo mejor posible el acto fundamental
de la existencia cristiana, el acto de la fe. Si nos introducimos
por esta vía, surge súbitamente un impedimento. Advertimos,
por decirlo así, una de aquellas íntimas rupturas nuestras, que
bloquean nuestro movimiento en el campo de la fe. La
pregunta es: ¿la fe es una actitud digna de un hombre
moderno y maduro? «Creer» parece algo provisional,
transitorio; se desearía más bien salir de esa situación,
aunque con frecuencia —precisamente como actitud
transitoria— es inevitable: nadie puede saber realmente y
dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa
nuestra vida en una civilización técnica. Muchísimas cosas
—la mayoría— debemos aceptarlas con confianza en la
«ciencia», y tanto más teniendo en cuenta que dicha
confianza aparece suficientemente confirmada por la
experiencia común.
Durante todo el día todos nosotros utilizamos
productos de la técnica, cuyos fundamentos científicos nos
resultan desconocidos: ¿quién va a calcular y verificar la
estática de los rascacielos? ¿Y el funcionamiento del
ascensor? ¿Y el campo de la electricidad y de la electrónica,
de los que nos servimos cada día? O bien, lo que aún resulta
más grave, ¿quién va a comprobar la fiabilidad de la
composición de un producto farmacéutico? Podríamos
continuar por mucho tiempo. Efectivamente vivimos dentro
de una red de no conocimientos, de los que sin embargo nos
fiamos a causa de experiencias generalmente positivas.
«Creemos» que todo es suficientemente justo, y con esta «fe»
tenemos parte en el producto del saber de otros.
Pero, ¿qué clase de fe es ésta, que practicamos
normalmente sin darnos cuenta y que está en la base de
nuestra vida diaria? Intentemos no comenzar con una
definición, sino que veamos lo que se puede establecer
rápidamente. Saltan a la vista dos aspectos opuestos de esta
especie de «fe». En primer lugar podemos establecer que tal
fe es indispensable para nuestra vida. Porque de lo contrario
no funcionaría nada: cada uno tendría que empezar desde el
principio. Esta reflexión es válida también en un sentido más
profundo: la vida humana sería imposible si no hubiera
confianza en el otro y en los otros, puesto que uno no puede
fiarse únicamente en su propia experiencia, en sus propios
conocimientos. Este es el aspecto positivo de esa fe. Pero por
otra parte resulta al mismo tiempo expresión de una
ignorancia y, en ese sentido, tiene un aspecto secundario:
conocer sería mejor. De hecho muchos pueden confiar en
todo el mecanismo de un mundo tan técnico, únicamente
porque algunos estudiaron un sector particular y lo conocen
con exactitud. En este sentido existe el deseo de pasar, en la
medida de lo posible, de la fe al conocer, y en todo caso a un
conocer justo y significativo, al menos en el campo de la
técnica. Aún estamos muy lejos de la zona de la religión y
nos movemos todavía en el espacio del dominio de la vida
puramente intramundana, cotidiana, sin embargo hemos
alcanzado logros e intuiciones importantes para el fenómeno
de la vida religiosa, y que por supuesto deseamos precisar
expresamente. Decíamos que en el cuadro de la «fe de cada
día» (así queremos llamarla) se deben distinguir dos
aspectos: por una parte el carácter de la insuficiencia, de la
provisionalidad; estamos ante un estadio incipiente del saber,
del que se intenta salir, si es posible. Pero junto a este aspecto
hay algo más: una «fe» de este tipo es confianza recíproca,
participación común en la comprensión y en el dominio de
este mundo; este aspecto en general es esencial para la
formación de la vida humana. Una sociedad sin confianza no
puede vivir. Las palabras pronunciadas por Tomás de
Aquino, aunque dichas a otro nivel, tienen aquí total validez:
la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del
hombre2. Los distintos niveles no dejan de tener alguna
relación entre sí.
Hasta ahora hemos elaborado una «estructura
axiológica» de la fe natural; hemos visto que dicha fe es un
valor ciertamente menor respecto al «conocer», pero que
resulta fundamental para la existencia humana y constituye
un valor sin el que una sociedad no podría subsistir. Además
ahora podemos elencar asimismo los elementos individuales
que pertenecen a esta fe (la «estructura de su acto»). Son tres.
Esa fe refiere siempre a alguien que «conoce»: presupone el
conocimiento real de personas cualificadas y dignas de
confianza. Se añade, como segundo elemento, la confianza de
«muchos» que en el uso cotidiano de las cosas se basan en la
solidez del saber que hay dentro de ellas. Y finalmente, como
tercer elemento, se debe hacer mención de una cierta
verificación del saber en la experiencia de cada día. Que la
corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré
demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de
mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no
sea uno de los que «conocen», no obro con una «fe»
totalmente pura, carente de todo tipo de confirmación.

2. ¿Supone el agnosticismo una vía de


salida?
Esta reflexión nos hace ver distintos pasos abiertos
hacia la fe religiosa y evidentes semejanzas en su estructura.
Pero si ahora intentamos el paso, el camino se verá
rápidamente bloqueado por una objeción grave e importante,
que más o menos se podría formular así: puede ocurrir que en
la vida social del hombre sea imposible que cada uno pueda

2
S. Theol. II—II q. 10 a. 1 ad 1; cfr. J. Pieper, Lieben, hoffen,
glauben, München 1986, pp. 315 y 376.
«conocer» todo lo que sea útil y necesario en la vida y que
nuestro actuar se deba basar necesariamente sobre la «fe» en
el «conocer» de los otros. Pero estamos en el campo del saber
humano, que en principio todos podrían alcanzar. Por el
contrario, con la fe en la revelación, superamos los confines
del conocer propiamente humano. Incluso si la existencia de
Dios pudiera convertirse de alguna forma en un «conocer», la
revelación y sus contenidos permanecerían siempre y para
todos en el terreno de la fe, algo que está más allá de cuanto
sea accesible a nuestro conocer. Aquí no hay referencia
alguna al conocer especializado de unos cuantos en quienes
poder confiar y que conocen de forma inmediata en base a
sus propias investigaciones. Nos encontramos una vez más
ante la siguiente cuestión: ¿esta especie de fe es conciliable
con la moderna conciencia crítica? ¿No sería más conforme
al hombre de nuestro tiempo abstenerse del juicio sobre esta
materia y esperar el momento en el que la ciencia pueda dar
respuestas definitivas, incluso para este tipo de cuestiones?
La actitud que se expresa en tales cuestiones corresponde
indudablemente a la conciencia media de un universitario de
hoy día. La honestidad en el pensamiento y la humildad ante
lo desconocido parecen aconsejar el agnosticismo, mientras
que el ateísmo declarado pretende saber demasiado y lleva
consigo claramente un elemento dogmático. Nadie puede
afirmar que «sabe», en sentido estricto, que Dios no existe.
Se puede trabajar con la hipótesis de que Dios no exista e
intentar, a partir de aquí, explicar el universo. Las ciencias
naturales modernas parten fundamentalmente de este
presupuesto. Pero si el método respeta sus propios límites,
aparece claro que no se puede superar el campo de lo
hipotético y que incluso una explicación atea del universo,
coherente en apariencia, no conduce a una certeza científica
de la no existencia de Dios. Nadie puede afirmar
experimentalmente la totalidad del ser y de sus condiciones.
En este punto simplemente alcanzamos los límites de la
«condition humaine», de la posibilidad cognoscitiva humana
en cuanto tal, y no sólo en relación con sus condiciones
presentes, sino esencialmente, de manera insuperable. Por su
propia naturaleza la cuestión de Dios no puede reducirse a los
confines de la investigación científica, en el sentido estricto
del término. En este sentido la declaración de «ateísmo
científico» es una pretensión insensata, ayer, hoy y mañana.
Pero se impone el problema de saber si la cuestión de Dios
no supera los límites de la posibilidad humana, y en este
sentido el agnosticismo parece que sea la única actitud justa
del hombre real, leal, incluso «pío», en el sentido más
profundo de la palabra; reconocimiento de que nuestro
campo visual tiene unos límites y de que no podemos llegar a
lo inaccesible. La nueva religiosidad del pensamiento ¿no
debiera quizás dejar de lado lo inescrutable y contentarse con
lo que se nos ha dado?
Quien intente responder a esta cuestión, propia de un
auténtico creyente, debe actuar sin precipitación. En efecto,
ante esta forma de humildad y de religiosidad, se impone
rápidamente una objeción: la sed de lo infinito pertenece a la
misma naturaleza del hombre, más aún en su misma esencia.
Su límite es únicamente lo ilimitado, y los confines de la
ciencia no pueden cambiarse, en principio, con los confines
de nuestra propia existencia. Esto supondría una
incomprensión total tanto de la ciencia como del hombre.
Donde la ciencia alce la pretensión de agotar los límites del
conocimiento humano, estaría transpasando los confines de
lo propiamente científico. Todo esto me parece verdad, pero,
como acabo de decir, resulta una respuesta demasiado
precipitada. Más bien deberíamos examinar con paciencia la
importancia de la hipótesis del agnosticismo, para verificar si
resulta consistente no sólo desde el punto de vista científico,
sino en la misma vida humana. La pregunta que se le hace al
agnosticismo suena más o menos así: ¿Su pretensión es
realmente posible? ¿Acaso podemos, como hombres, dejar
simplemente de lado la cuestión sobre Dios, es decir la
cuestión acerca de nuestro origen, de nuestro destino final, de
nuestro propio ser? ¿Podemos vivir de una forma puramente
hipotética, «como si Dios no existiese», aunque pudiera
existir? La cuestión de Dios no es para el hombre un
problema teórico, como por ejemplo la pregunta sobre si en
el sistema periódico de los elementos puede haber otros
elementos desconocidos, o cosas por el estilo. Al contrario, la
pregunta sobre Dios es una cuestión eminentemente práctica,
que tiene consecuencias en todos los campos de nuestra vida.
Si yo, por tanto, en teoría opto por el agnosticismo, en la
práctica debo decidirme entre dos posibilidades: vivir como
si Dios no existiera, o bien vivir como si Dios existiera y
como si Él fuese la realidad normativa para mi vida. Si elijo
la primero, prácticamente he adoptado una postura atea y
además he puesto como base de toda mi vida una hipótesis
que podría resultar falsa. Si me decido por la segunda
posibilidad, me muevo en el campo de una fe puramente
subjetiva, y enseguida me acuerdo de Pascal, cuya batalla
filosófica al inicio de la edad moderna se movía enteramente
en torno a esta constelación especulativa. Pero puesto que al
fin comprendió que la cuestión no podía resolverse de hecho
en el pensamiento puro, él mismo recomendó a los
agnósticos intentar la segunda elección y vivir como si Dios
existiera. En el transcurso del experimento (y sólo en él) se
llegaría a la conclusión de haber elegido justamente3. En todo
caso la solución agnóstica no resiste un examen más atento.
Como pura teoría parece muy brillante, pero el agnosticismo

3
Pensées 451, 4, en la edición de J. Chevalier para la
Bibliotèque de la Pléiade, Paris 1954, pp. 1215s.; cfr. R.
Guardini, Christliches Bewusstsein. Versuche über Pascal,
München 19502, pp. 199-246.
es por su propia naturaleza algo más que una teoría: está en
juego la práctica de la vida. Y cuando se intenta «practicarlo»
en su verdadera dimensión, desaparece como pompa de
jabón; se deshace, porque no se puede huir ante la elección
que el agnosticismo quisiera evitar. Frente a la cuestión de
Dios no hay neutralidad posible para el hombre. Este puede
únicamente decir sí o no, y además con todas las
consecuencias hasta en los sucesos más ínfimos de la vida
diaria.

Intermedio: la locura del inteligente y las condiciones de


la verdadera sabiduría

En este momento quisiera interrumpir por un instante


nuestra reflexión, quizás un poco abstracta, e insertar una
parábola bíblica; después volveremos al hilo de nuestro
pensamiento. Pienso en la historia contada por Jesús, que
leemos en Lucas 12, 16-21: «Las tierras de un hombre rico
dieron una gran cosecha. Él estuvo echando cálculos: "¿Qué
hago? No tengo dónde almacenarla". Y entonces se dijo: Voy
a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros
más grandes y almacenaré allí el grano y las demás
provisiones. Luego podré decirme: "Amigo, tienes muchos
bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe
y date la buena vida". Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche
te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para
quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y
para Dios no es rico».
El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente:
conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades
del mercado; tiene en consideración los factores de
inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento
humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da
la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola,
podríamos decir que este hombre era, con seguridad,
demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido
como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre
así no se ocupa de cosas inciertas, como la existencia de un
Dios. Él trata con asuntos seguros, calculables. Por eso
incluso la finalidad de su vida es muy intramundana,
tangible: el bienestar y la felicidad del bienestar. Pero resulta
que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios
le habla y le manifiesta un suceso que había excluido
totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y
poco importante: lo que le sucederá a su alma cuando se
encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos.
«Esta noche te van a reclamar la vida». El hombre, que todos
conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los
ojos de Dios: «Insensato», le dice, y frente a lo
verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos
extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos
había olvidado lo auténtico: que su alma deseaba algo más
que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar
frente a Dios. Este inteligente necio me parece una imagen
muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna.
Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de
modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos
es maravillosa. Frente a todos los horrores de nuestro tiempo
se consolida cada vez más la opinión de que estamos
próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor
número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva
fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que
todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en
este aparente acercamiento a la autoredención de la
humanidad irrumpen las siniestras explosiones desde lo más
profundo del alma insaciada y oprimida que nos dicen:
Insensato, te has olvidado de ti mismo, de tu alma y de su sed
incolmable., de su deseo de Dios. El agnosticismo de nuestro
tiempo, en apariencia tan razonable, que deja que Dios sea
Dios para hacer del hombre simplemente un hombre, denota
una idiotez de miope. Pero la finalidad de nuestros ejercicios
debiera consistir en escuchar las palabras que Dios nos
dirige, en percibir el grito de nuestra alma y redescubrir, en
su profundidad, el misterio de Dios.
Detengámonos un instante ante las perspectivas que se
abren en esta reflexión, antes de volver a tomar el hilo de
nuestros pensamientos precedentes. El proyectarse del
hombre en Dios, la búsqueda y la vía hacia el fundamento
creador de todas las cosas, es algo muy distinto del
pensamiento «precrítico» o no crítico. Por el contrario, la
negación de la cuestión de Dios, la renuncia a tan elevada
apertura del hombre, es un acto de oclusión, es un olvidar el
íntimo grito de nuestro ser. En este contexto Josef Pieper ha
citado palabras de Hesíodo tomadas del cardenal Newman,
en las que se expresa con inimitable elegancia y precisión
esta problemática: «El ser sabio con la cabeza de otro... es
por supuesto más pequeño que nuestro propio saber, pero
tiene infinitamente más peso que el estéril orgullo de quien
no realiza la independencia del que sabe y al mismo tiempo
desprecia la dependencia del creyente»4. En la misma
dirección va un razonamiento del mismo Newman sobre la
relación fundamental del hombre hacia la verdad. Con
demasiada frecuencia los hombres se inclinan —así razona el
gran filósofo de las religiones— a quedarse tranquilos y
esperar a ver si llegan a su casa pruebas de la realidad de la
revelación, como si fueran árbitros y no personas que lo
necesiten. «Han decidido examinar al Omnipotente de una
manera neutral y objetiva, con plena imparcialidad, con la

4
Pieper, op. cit., pp. 292 y 372 con referencia a Newman,
Philosophie des Glaubens (traducción de Th. Haecker,
München 1921), p. 292 y Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1, 2;
1095b.
cabeza clara». Pero el hombre, que cree que así se convierte
en señor de la verdad, se engaña. La verdad se cierra a estas
personas, y se abre únicamente a quien se le acerca con
respeto y humildad reverente5-
«Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los
humildes». Nos vienen a la memoria las palabras del
Magnificat. Y quizás sea ésta precisamente la perspectiva que
nos acerca más a su comprensión, ya que en él no se
presupone la idea de la lucha de clases, sino que se expresa el
estupor de un hombre tocado por Dios. Resalta en un primer
plano algo fundamental. No se trata de cambios políticos, no
al menos en un primer lugar; se trata de la dignidad del
hombre, de su perdición y de su salvación. El hombre que se
hace señor de la verdad y la deja después de lado, cuando no
se deja dominar, coloca el poder por encima de la verdad. Su
norma se convierte en el poder. Pero precisamente así se
pierde a sí mismo: el trono sobre el que se sitúa es un trono
falso; su presunta ascensión al trono es ya, en realidad, una
caída.
Pero quizás todo esto tenga un sonido demasiado
apocalíptico, demasiado teológico. Sin embargo resulta más
concreto si miramos por la vía del pensamiento en la edad
moderna. La ciencia de la naturaleza, en sentido moderno, se
inicia cuando el hombre —como dijo Galileo— mediante el
experimento tortura, si es preciso, a la naturaleza, y así le
arranca los secretos que ella no quiere mostrar
voluntariamente. De esta forma se ha llevado a la luz
indudablemente algo importante y útil para todos. Hemos
aprendido así todo lo que se puede hacer a la naturaleza6. La
importancia de este conocer y del poder alcanzado de esta

5
Pieper, op. cit., p. 318; Newman, Grammar of Assent,
London 1892, p. 425s.
6
Cfr. mi discurso a la universidad de Salzburgo:
Konsequenzen des Schöpfungglaubens, Salzburg 1980.
forma no debe ser atenuada. Sólo que, si únicamente
valoramos esta forma de pensar, el trono del dominio sobre la
naturaleza sobre el que nos asentamos, se ha construido sobre
la nada; inevitablemente caerá arrastrándonos consigo a
nosotros mismos y a nuestro mundo. Poder hacer es una cosa,
poder ser es otra bien distinta. El poder hacer no sirve para
nada si no sabemos para qué hemos de utilizarlo, si no nos
interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la
verdad de las cosas. El aislamiento del conocer de dominio es
aquel trono del orgullo, cuya caída sigue inevitablemente a la
falta de terreno bajo los pies. Si valoramos únicamente aquel
conocer que, en último término, se expresa mediante un
poder hacer, entonces somos necios miopes que construimos
sobre un fundamento inexistente. Hemos ensalzado el
«poder» como norma única y así hemos traicionado nuestra
auténtica vocación: la verdad. La sabiduría del orgullo se
convierte en locura banal. A una mentalidad «crítica», con la
que el hombre critica todo excepto a sí mismo,
contraponemos la apertura hacia el infinito, la vigilancia y la
sensibilidad para la totalidad del ser, y una humildad de
pensamiento preparada siempre a inclinarse ante la majestad
de la verdad, ante la que no somos jueces sino pobres
mendicantes. La verdad sólo se muestra al corazón vigilante
y humilde. Si es verdad que los grandes resultados de la
ciencia se abren únicamente al trabajo intenso, vigilante y
paciente, siempre preparado a una corrección y a un
aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más
dignas exigen una gran constancia y humildad en la escucha.
«Y ensalzó a los humildes». No se trata de un slogan de lucha
de clases, ni siquiera es un moralismo primitivo. Estamos
frente a primeras actitudes del hombre como tal. La dignidad
de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza
del hombre, se abre únicamente a la percepción humilde, que
no se descorazona ante negativa alguna, ni se desvía por los
aplausos o por las contradicciones, ni siquiera por los deseos
y los asuntos del propio corazón. Esta apertura hacia el
infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la
credulidad; exige por el contrario la autocrítica más
consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma
limitación del empírico, cuando el hombre hace de su
voluntad de dominio el último criterio del conocimiento.
Estas son, pues, las actitudes que debemos contraponer
ante un agnosticismo contento de sí mismo, porque solo estas
corresponden a la ineludibilidad de la cuestión de Dios:
vigilancia ante las más profundas dimensiones de lo real;
pregunta acerca de la totalidad de nuestra existencia humana
y en general acerca de la realidad; humildad ante la grandeza
de la verdad y disponibilidad para dejarnos purificar por ella.
Más adelante se demostrará que debemos dejar espacio para
otro factor, del que, hasta el momento, no hemos hablado: lo
mismo que cuando en las cosas empíricas iniciamos con un
poco de fe y tenemos necesidad del testimonio de quien ya
conoce para llegar nosotros mismos a conocer, así también en
este sector de nuestro conocer, al mismo tiempo difícil y
decisivo, es necesaria la disponibilidad para escuchar a los
grandes testigos de la verdad, los testigos de Dios; es
necesario dejarnos conducir por ellos, a fin de alcanzar la vía
del conocimiento. Además, como toda ciencia y todo arte, se
exige constancia y ejercicio en el caminar hacia Dios. Los
órganos de la verdad pueden debilitarse hasta la ceguera y
sordera total. Ya Pío XII tuvo unas palabras de advertencia
ante la pérdida del sentimiento de Dios, y el papa actual ha
repetido este pensamiento7. En este contexto, los Padres de la

7
Según Pío XII «el pecado del siglo es la pérdida del sentido
del pecado»: Discursos y radiomensajes VII (1946), p. 288.
El Papa Juan Pablo II en Dominum et vivificantem II, 6, 46
añade: «esta pérdida acompaña al mismo tiempo a la
"pérdida del sentido de Dios"»
Iglesia han apelado frecuentemente a las palabras de Cristo:
«Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt
5,8). El corazón «limpio» es el corazón abierto y humilde. El
corazón impuro es, por el contrario, el corazón presuntuoso y
cerrado, completamente lleno de sí mismo, incapaz de dar un
lugar a la majestad de la verdad, que pide respeto y, al fin,
adoración.
Resumamos brevemente —antes de volver a tomar el
hilo de las precedentes reflexiones— los resultados que se
originan de este intermedio antropológico. Hemos dicho que
la cuestión de Dios es ineludible, que no nos podemos
abstener de ella. Para acercarnos a tal cuestión son
indispensables algunas virtudes fundamentales, que son, por
así decirlo, sus presupuestos metodológicos: la escucha del
mensaje que proviene de nuestra existencia y del mundo en
su totalidad; la atención respecto al conocimiento y a la
experiencia religiosa de la humanidad; el empeño decidido y
constante de nuestro tiempo y de nuestra fuerza interior ante
una cuestión que concierne a cada uno de nosotros
personalmente.

3. Conocimiento natural de Dios


Pero ahora se nos plantea la pregunta: ¿existe una
respuesta a la cuestión? Si sí, ¿qué tipo de certeza podemos
esperar? El apóstol Pablo en su carta a los Romanos se
planteó exactamente la misma problemática. Y respondió con
una reflexión filosófica, que se apoya en la historia de las
religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de la
época, se encontraba ante una decadencia moral, que tenía su
raíz en la pérdida total de las tradiciones, en la desaparición
de aquella íntima evidencia, fruto de los usos y costumbres,
que en otro tiempo le llegaba al hombre. No se comprende
nada por sí mismo, todo es posible, nada es imposible. En
este punto sólo cuentan el yo y el momento. Las religiones
tradicionales son únicamente cómodas fachadas, sin
interioridad; lo que queda es un puro cinismo.
La respuesta del apóstol a este cinismo moral y
metafísico de una sociedad decadente, dominada únicamente
por la ley del dominio, es sorprendente. Afirma que dicha
sociedad, en realidad, conocía mucho y bien acerca de Dios:
«Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista:
Dios mismo se lo ha puesto delante» (Rm 1,19). Y
fundamenta así dicha afirmación: «Desde que el mundo es
mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su
divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus
obras» (1,20). Pablo saca de aquí sus propias conclusiones:
«de modo que no tienen disculpa» (1,20). La verdad les
resultaría accesible, pero no la quieren, rechazan las
exigencias que la misma verdad les reclamaría. El apóstol
habla de que «reprimen con injusticias la verdad» (1,18). El
hombre se opone a la verdad que exige de él sometimiento en
la forma de alabanzas y gracias a Dios (1,21). La decadencia
moral de la sociedad es para Pablo únicamente la
consecuencia lógica y el reflejo exacto de este
comportamiento; cuando el hombre coloca su voluntad, su
soberbia y su comodidad por encima de la pretensión de
verdad, al final todo queda trastornado. Ya no se adora a
Dios, a quien le pertenece la adoración; se adoran las
imágenes, la apariencia, la opinión que se impone, que
adquiere dominio sobre el hombre. Esta inversión general se
extiende a todos los campos de la vida. Lo antinatural se
convierte en lo normal; el hombre que vive en contra de la
verdad, vive también en contra de la naturaleza. Su capacidad
de inventiva ya no sirve para el bien, se convierte en
genialidad y finura para el mal. La relación entre hombre y
mujer, entre padres e hijos se deshace, y así se cierran las
fuentes de la vida. Ya no domina la vida, sino la muerte, se
establece una civilización de la muerte (Rm 1,21-32).
Pablo ha delineado en este lugar una imagen de la
decadencia, cuya actualidad afecta de forma increíble al
lector de hoy. Pero el apóstol no se contenta con una
descripción, como está de moda en estos tiempos: hoy existe
un perverso género de moralismo, que se complace en
detenerse en lo negativo, al mismo tiempo que lo condena. El
análisis de Pablo, por el contrario, conduce a un diagnóstico
y se convierte así en una llamada moral: al inicio de todo está
la negación de la verdad en favor de la comodidad, o
podemos decir, de la utilidad. El punto de partida es la
oposición a la evidencia del creador puesta en el hombre, del
creador que se le presenta y le habla. El ateísmo, o incluso el
agnosticismo vivido de forma atea, no es para Pablo una
postura sin culpa. Se basa, para él, en una resistencia contra
un conocimiento, que en realidad es accesible al hombre,
pero cuyas condiciones rechaza. El hombre no está
condenado a la ignorancia con respecto a Dios. Le puede
«ver» si escucha la voz de la propia naturaleza, la voz de la
creación, y se deja guiar por esta voz. Pablo no conoce el
ateísmo puramente ideal.
¿Qué debemos decir? El apóstol alude aquí,
evidentemente, a la contradicción entre filosofía y religión en
el mundo antiguo. La filosofía griega estaba muy avanzada,
hasta el punto que había llegado al conocimiento del único
fundamento espiritual del mundo, el que merece el nombre
de Dios, aunque hubiera llegado de forma contradictoria y, en
algún punto particular, insuficiente. Pero su empuje crítico-
religioso se detuvo pronto y se abandonó, a pesar de este
carácter fundamental, a la justificación del culto de los dioses
y a la adoración del poder del Estado. El «ahogar a la
verdad» fue un hecho manifiesto8. En esa determinada

8
W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker,
Stuttgart 1953 (tr. it. Teologia dei primi pensatori greci, La
Nuova Italia, Firenze 1984) ha delineado el tremendo drama
situación histórica, de la que Pablo se distancia, su
diagnóstico está muy bien fundamentado. Pero sus
afirmaciones ¿tienen valor también más allá de aquella
determinada situación histórica? Los particulares deberían
adaptarse, pero en el fondo Pablo describe no solamente un
sector cualquiera de la historia, sino la perenne situación de
la humanidad, del hombre ante Dios. La historia de las
religiones anda al paso de la historia de la humanidad. Por
cuanto podemos observar, no ha existido un tiempo en el que
la cuestión ante el Otro Absoluto, ante lo Divino, haya
permanecido extraña al hombre. Siempre ha existido un saber
acerca de Dios. Y por todas partes, en la historia de las
religiones, encontramos de formas distintas la extraña ruptura
entre el conocimiento del único Dios y la entrega a otras
potencias, que se consideran más peligrosas, más próximas, y
por tanto más importantes para el hombre, que el misterioso y
lejano Dios. Toda la historia de la humanidad está señalada
por este singular dilema entre la calma pretendida, no
violenta, de la verdad, y la presión de la utilidad, de la
necesidad de pactar con las potencias que caracterizan la vida
cotidiana. Y siempre aparece esta victoria de lo útil frente a
la verdad, aunque nunca la huella de la verdad y su propio
poder se pierdan por completo; más aún continúan viviendo
de forma con frecuencia sorprendente, como en una jungla
llena de plantas venenosas.
Y esto ¿continúa siendo válido hoy en día, en una
civilización completamente sin religión, en una cultura de la

del ascenso y caida de la filosofia presocràtica, que después


de la ruptura de Parménides y Jenófanes llega finalmente
con Demócrito a derivar la religión de una ficción política
consciente. «Dios es el "como si" que sirve para llenar los
vacíos de la organización del sistema político dominante» (p.
214). Para tiempos sucesivos podríamos referirnos a mi libro
Casa y pueblo de Dios en san Agustín, Milán 1978, pp. 265-
279.
racionalidad y de su gestión técnica? Creo que sí. Ya que hoy
la cuestión del hombre va más allá del campo de la
racionalidad técnica. También hoy nos preguntamos no
solamente: ¿qué puedo hacer?, sino también: ¿qué debo hacer
y quién soy yo? Existen, por supuesto, sistemas
evolucionistas que elevan a evidencia racional la no
existencia de Dios y quieren demostrar que la verdad es
precisamente que no existe ningún Dios. Pero el carácter
mitológico de semejantes proyectos totalizadores de la
comprensión es evidente en los puntos esenciales. Las
desmesuradas lagunas de nuestro saber vienen superadas por
elementos de apoyo mitológicos, cuya racionalidad aparente
no puede deslumbrar seriamente a nadie9. Es evidente que la
racionalidad del mundo no puede explicarse partiendo de la
irracionalidad. Y así el Logos al principio de todas las cosas

9
Piénsese por ejemplo en la estructura lógica de las
siguientes proposiciones en J. Monod, Il caso e la necessità,
Milano 1970, p. 105: «La desaparición de los vertebrados
tetrápodos... se debe a que un pez primitivo "eligió" ir a
explorar la tierra, sobre la que era incapaz de moverse si no
era a saltos y de mala forma, creando así, como
consecuencia de una modificación del comportamiento, la
presión selectiva gracias a la cual se habrían desarrollado los
miembros articulados robustos de los tetrápodos. Entre los
descendientes de este audaz explorador, de este Magallanes
de la evolución, algunos pueden correr a una velocidad
superior a los 70 km. por hora...» Resulta difícil ver, en estas
formulaciones que caracterizan todo el capítulo sobre la
evolución, algo más que la autoironía del científico,
convencido de lo absurdo de su construcción, pero que la
debe mantener basándose en sus decisiones metodológicas.
Es en especial evidente el elemento mítico en R. Dawkins,
Das egoistische Gen, Berlin 1978; cfr. también P. Koslowski,
Evolutionstheorie als Soziologie und Bioökonomie. Eine Kritik
ihres Totalitätauspruchs, en R. Spaeman, R. Low, P.
Koslowski, Evolutionismus und Christentum, Civitas
Resultate vol. 9, Weinheim 1986, pp. 29-56.
resulta, hoy como entonces, la mejor hipótesis. Es verdad que
exige de nosotros una renuncia a expresiones de dominio y
un intento de escucha humilde. La evidencia tranquila de
Dios no ha quedado eliminada aún en nuestros días, pero
tiene en contra la influencia que el poder y la utilidad ejercen
sobre nosotros. Así la situación está hoy fundamentalmente
caracterizada por la misma tensión entre dos tendencias
opuestas que atraviesan toda la historia: la íntima apertura del
alma humana hacia Dios, por una parte, y la atracción más
fuerte de la necesidad y de la experiencia inmediata, por otra.
El hombre está en medio de estas dos fuerzas divergentes. No
se libera de Dios, pero no tiene tampoco la fuerza para
abrirse un camino hacia él; por sí mismo no puede crearse un
puente que se convierta en una relación concreta con este
Dios. Podemos decir, con Tomás, que la incredulidad no es
natural en el hombre, pero hay que añadir al mismo tiempo,
que el hombre no puede iluminar completamente el extraño
crepúsculo sobre la cuestión de lo Eterno, de forma que Dios
debe tomar la iniciativa de salirle al encuentro, debe hablarle,
y así tendrá lugar una verdadera relación con Él10.

4. La fe «sobrenatural» y sus razones


¿Y todo esto cómo ocurre? Esta pregunta nos lleva de
nuevo a nuestras iniciales consideraciones sobre la estructura
de la fe. La respuesta suena así: La palabra de Dios llega a
nosotros mediante hombres que la han escuchado; mediante
hombres para quienes Dios se ha convertido en una

10
Esta es exactamente la doctrina del Vaticano I sobre el
conocimiento humano de Dios. Cfr. sobre todo el capítulo
segundo de la constitución Dei Filius, Denzinger—
Schonmetzer 3004—3007; cfr. en el volumen De doctrina
Concila Vaticani Primi, Libreria Editrice Vaticana 1969, las
aportaciones de R. Aubert (pp. 46-121) y de G. Paradis (pp.
221-282).
experiencia concreta y que, por decirlo así, le conocen de
primera mano. Para comprender esto debemos reflexionar
acerca de la estructura del conocer y del creer elaborada al
principio. Dijimos que de la fe forman parte por un lado el
aspecto del saber no autosuficiente, pero por otro lado
también el elemento de la confianza recíproca, mediante la
cual el saber del otro se convierte en mi propio saber. El
elemento de la confianza comporta, por tanto, consigo mismo
el factor de la participación: con mi confianza me hago
partícipe del conocer del otro. Aquí reside, por así decirlo, el
aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie lo sabe todo, pero
en conjunto sabemos lo necesario; la fe forma una red de
recíproca dependencia, de personas que se sostienen y que
vienen sostenidas por otras. Esta estructura antropológica de
fondo viene de nuestra relación con Dios; más aún adquiere
así su forma primordial y el centro que la unifica. También
nuestro conocimiento de Dios se funda sobre esta
reciprocidad, sobre una confianza que se convierte en
participación y que después se verifica en cada momento de
la experiencia. También la relación con Dios es al mismo
tiempo y sobre todo una relación humana; se fundamente en
una comunión de los hombres, más aún, la comunión en la
relación con Dios transmite por principio la posibilidad más
profunda de comunicación humana, que más allá de la
utilidad alcanza el fondo de la persona misma.
Verdaderamente, a fin de que yo pueda recibir como
mío este conocimiento del otro en esa comunión y pueda
probarlo en mi propia vida, yo mismo debo estar abierto a
Dios. Sólo si en mí mismo está ese órgano de recepción, el
sonido del Eterno podrá llegar a mí a través de los otros. En
este sentido el con-saber acerca de Dios mediante los otros es
más personal que el con-saber con el técnico, con el
especialista. El conocimiento de Dios postula una vigilancia
interna, una interiorización, un corazón abierto, que se hace
consciente personalmente en la acogida silenciosa de su
inmediatez con el creador. Pero al mismo tiempo es verdad
que Dios no se abre al yo aislado y que excluye al individuo
encerrado en sí mismo. La relación con Dios está unida a la
relación, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas.
En este punto se abre un paso inesperado. La «fe
natural» por la que nos fiamos de los resultados que nosotros
mismos no podemos examinar, encuentra su justificación —
así lo dijimos— en el conocimiento de las personas
individuales que conocen el tema y lo han experimentado.
Una fe similar es fe, de acuerdo, pero está reclamando un
«ver» que el otro posee. En un primer encuentro con la
cuestión religiosa nos pareció que precisamente este
elemento decisivo faltaba en la fe religiosa, sobrenatural:
aquí parece que no esté aquel que «ve», sino que todos
parecen ser solamente creyentes, y esto nos aparece como un
punto problemático de la fe religiosa. Pero ahora debemos
decir que las cosas no ocurren así. También en la fe
sobrenatural son muchos los que viven de pocos, y pocos los
que viven para muchos. También en el campo de Dios no
todos somos ciegos, que caminan tanteando por la oscuridad.
También aquí hay personas a quienes les ha sido dado el
«ver»: «Abrahán... gozaba esperando ver este día mío, y
cuánto se alegró al verlo!», dice Jesús hablando del
antepasado de Israel (Jn 8,56). En medio de la historia él
mismo está como el gran vidente, y todas sus palabras brotan
de esta inmediatez con el Padre. Y esto vale para todos
nosotros: «Quien me ve a mí, está viendo al Padre» (Jn 14,9).
La fe cristiana es, en su esencia, participación en la
visión de Jesús, mediada por su palabra, que es la expresión
auténtica de su visión. La visión de Jesús es el punto de
referencia de nuestra fe, su anclaje más concreto.
5. Desarrollos del principio fundamental
Esta expresión del principio incluye una serie de
conocimientos, que desearía desarrollar brevemente.

a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús


y de los santos.
Jesús, que conoce a Dios de primera mano y le ve, es
por tanto el mediador entre Dios y el hombre. Su visión
humana de la realidad divina es la fuente de luz para todos.
Pero tampoco Jesús se puede considerar aisladamente, no se
le puede apartar a un lejano pasado histórico. Ya hemos
hablado de Abrahán; ahora debemos añadir algo: la luz de
Jesús se refleja en los santos e irradia de nuevo desde ellos.
Pero «santos» no son únicamente las personas que ya han
sido canonizadas. Siempre hay santos ocultos, que en
comunión con Jesús reciben un rayo de su esplendor, una
experiencia concreta y real de Dios. Quizás, para precisar
más, podemos tomar una extraña expresión que el Antiguo
Testamento utiliza en relación con la historia de Moisés: si
los santos no pueden ver plenamente a Dios cara a cara, al
menos pueden verlo «de espaldas» (Ex 33,23)11. Y así como
brillaba el rostro de Moisés después de este encuentro con
11
Cfr. en la Vita Moysis de Gregorio de Niza el magnífico
estudio que hace sobre este texto, que culminan en la
proposición: «a quien pregunta por la vida eterna, él (el
Señor) le responde...: "¡Ven, sígueme!" (Le 18,22). Pero
quien sigue mira la espalda de aquel que camina delante.
Entonces Moisés, que deseaba ver a Dios, aprendió la forma
de verle: seguir a Dios hacia donde Él guía, es ver a Dios»
(PG 44, 408 D). Esta exposición tuvo después diversas
variantes en las tradiciones espirituales; cfr. para el
medioevo por ejemplo Guillermo de Saint-Thierry, De
Contemplando Deo, 3, en la edición alemana de H. U. von
Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln 1981, p.
101.
Dios, así irradia la luz de Jesús en la vida de hombres
semejantes.
Santo Tomás de Aquino basándose en un análisis
similar ha desarrollado así el carácter de ciencia de la
teología. Recuerda que (según Aristóteles) todas las ciencias
se refieren una a otra en un sistema de fundamentación y
dependencia recíproca. Ninguna fundamenta y refleja la
totalidad, todas, de alguna forma, presuponen fundamentos
anteriores de otras ciencias. Solo una ciencia —según
Aristóteles— llega al fundamento verdadero y propio de todo
conocimiento humano; por eso él la llama «filosofía
primera». Todas las otras presuponen al menos esta reflexión
de base y son por tanto «ciencias subalternas»; ciencias
subalternas construidas sobre otra u otras. En esta teoría
general de la ciencia Tomás introduce su explicación de la
teología. Él dice que también la teología es, en este sentido,
una «ciencia subalterna», porque no «ve» o «demuestra» sus
fundamentos últimos. Es, por decirlo así, dependiente del
saber de los santos, de sus visiones. Estas visiones son el
punto de referencia del pensamiento teológico, punto que
garantiza su justicia. El trabajo de los teólogos es, en este
sentido, siempre «secundario», relativo a la experiencia real
de los santos. Sin este punto de referencia, sin este íntimo
anclaje en experiencias similares, perdería su carácter de
realidad. Esta es la humildad que se les pide a los teólogos...
La teología se convierte así en un puro juego intelectual y
pierde incluso su carácter de ciencia si no tiene el realismo de
los santos, sin su contacto con la realidad12.

12
Sobre el concepto de teología de Santo Tomás, cfr. P.
Wyser, Theologie ais Wissenschaft, Salzburg-Leipzig 1938;
A. Patfoort, St. Thomas d'Aquin. Les clefs d'une théologie,
FAC-éditions 1983. Cfr. sobre el problema objetivo mi trabajo
Theologie und Kirche, en «Internat. kath. Zeitschrift», 15
(1986), pp. 515-533.
b. Verificación de la fe en la vida
Si confiamos en la visión de Jesús y creemos en sus
palabras, no nos encontraremos, por supuesto, en plena
oscuridad. El mensaje de Jesús responde a una escucha
íntima de nuestro corazón; corresponde a una luz interna de
nuestro ser que mira a la verdad de Dios. Es cierto que somos
creyentes de «segunda mano». Pero Santo Tomás de Aquino
caracteriza justamente la fe como un proceso, un camino
interior cuando dice: «La luz de la fe nos conduce a la
visión»13. Juan alude varias veces en su Evangelio, por
ejemplo en la historia de Jesús con la samaritana, a este
proceso. La mujer cuenta lo que le ha sucedido con Jesús y
cómo ha reconocido en él al Mesías, al Salvador que abre el
camino hacia Dios y que consecuentemente introduce en su
conocimiento vivificador. Y precisamente que esta mujer
diga todo esto es lo que hace estar atentos a sus
conciudadanos; creen a Jesús «a causa de la mujer», creen de
segunda mano. Pero precisamente por esto invitan a Jesús a
que se quede con ellos y les hable. Al final pueden decir a la
mujer: ya no creemos por tus palabras, sino que ahora
sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo
(Jn 4,42). En el encuentro vivo la fe se ha convertido en
conocimiento, en «saber». A decir verdad, sería una ilusión si
nos representáramos la vida de la fe simplemente como un
camino rectilíneo de progreso. Puesto que la fe está ligada
estrechamente a nuestra vida, con todos sus altos y sus bajos,
hay siempre pasos hacia atrás que obligan a comenzar de
nuevo. Toda etapa en la vida debe encontrar su propia
madurez, y ello pasa siempre por una recaída en la inmadurez
correspondiente. Y sin embargo podemos igualmente afirmar
que en la vida de la fe crece también una cierta evidencia de

13
«Lumen fidei facit videre ea quae creduntur.» S. Theol., II—
II q. 1, a. 4 ad 3; Pieper, op. cit., p. 374.
esta fe. Su realidad nos alcanza, y la experiencia de una vida
vivida en la fe nos asegura que de hecho Jesús es el Salvador
del mundo. En este punto el segundo aspecto, del que
hablábamos, se une al primero. En el Nuevo Testamento la
palabra «santo» indicaba a los cristianos en general, los
cuales, tampoco entonces, tenían todas las cualidades que se
exigen a un santo canonizado. Pero con esta denominación se
pretendía significar que todos estaban llamados, por su
experiencia del Señor resucitado, a ser para los otros un
punto de referencia, que pudiera ponerlos en contacto con la
visión del Dios viviente propia de Jesús. Y eso es válido
también para hoy. Un creyente, que se deja formar y conducir
en la fe de la Iglesia, debiera ser, con todas sus debilidades y
dificultades, una ventana a la luz del Dios vivo, y si
verdaderamente cree, lo es sin duda alguna. Contra las
fuerzas que sofocan la verdad, contra este muro de prejuicios
que bloquea en nosotros la mirada de Dios, el creyente
debiera ser una fuerza antagonista. Una fe aún en sus inicios
debiera poder apoyarse en él. Como la samaritana se
convierte en una invitación a Jesús, así la fe de los creyentes
es por esencia un punto de referencia para la búsqueda de
Dios en la oscuridad de un mundo tan hostil al mismo Dios.
En este contexto es interesante recordar que la Iglesia
antigua, después del tiempo de los apóstoles, desarrolló como
Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, no
tenía estrategia alguna para el anuncio de la fe a los paganos,
y sin embargo ese tiempo fue un período de gran éxito
misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo
no fue el resultado de una actividad planificada, sino el fruto
de la prueba de la fe en el mundo como se podía ver en la
vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La
invitación real de experiencia a experiencia, y no otra cosa,
fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la
antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a
la participación en esta vida, en la que descubría la verdad
con la que la misma vida se nutre. Y al contrario, la apostasía
de la edad moderna se funda en la caída de la verificación de
la fe en la vida de los cristianos. En esto se demuestra la gran
responsabilidad de los cristianos hoy día. Debieran ser puntos
de referencia de la fe como personas que «saben» de Dios,
demostrar en su vida la fe como verdad, a fin de convertirse
así en indicadores del camino que recorren los otros. La
nueva evangelización, que tanta falta nos hace hoy, no la
realizamos con teorías astutamente pensadas: la catastrófica
falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado
evidente. Solo la relación entre una verdad consecuente
consigo misma y la garantía en la vida de esta verdad, puede
hacer brilla aquella evidencia de la fe esperada por el corazón
humano; solo a través de esta puerta entrará el Espíritu en el
mundo.

c. Yo, tú y nosotros en la fe
La mediación a través de Jesús y de los santos
desemboca finalmente en una tercera reflexión. El acto de fe
es un acto profundamente personal, ansiado en la más íntima
profundidad del yo humano. Pero precisamente porque es
totalmente personal, es también un acto de comunicación. El
yo en su esencia más profunda se refiere al tú, y viceversa: la
relación real, que se convierte en «comunión», puede nacer
únicamente en la profundidad de la persona. El acto de fe,
hemos dicho, es participación en la visión de Jesús, un
apoyarse en Jesús; Juan, que se apoya en el corazón de Jesús,
es un símbolo de todo cuanto la fe significa14. La fe y

14
Entre Jn 1,18 ( «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo
único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha
explicado.») y Jn 13, 25 ( «Entonces él [el discípulo
predilecto] apoyándose sin más en el pecho de Jesús, le
comunión con Jesús es asimismo liberación de la represión
que se opone a la verdad, liberación de mi yo de un cerrarse
en sí mismo a una respuesta al Padre, en el sí del amor, el sí
hacia el ser, el sí que significa nuestra redención y que vence
al «mundo».
La fe es, correspondientemente y desde su más íntima
esencia, un «co-existir», fuera de aquel aislamiento de mi yo,
que era su enfermedad. El acto de fe es apertura a la
inmensidad, ruptura de las barreras de mi subjetividad —lo
que Pablo describe con las palabras: «Ya no vivo yo, vive en
mí Cristo» (Gal 2 , 2 0 ) 15. E l yo liberado, se encuentra en
un yo mayor, nuevo. Pablo define como «volver a nacer» este
proceso de disolución del primer yo y de su nuevo despertar
en un yo mayor. Es este nuevo yo, hacia el que la fe me
libera, me encuentro unido no sólo con Jesús, sino con todos
aquellos que han recorrido el mismo camino. En otras
palabras: la fe es necesariamente fe eclesial. Vive y se mueve
en el nosotros de la Iglesia, unida con el yo común de
Jesucristo. En este nuevo sujeto se rompe el muro entre yo y
el otro; el muro que divide mi subjetividad de la objetividad
del mundo y que me lo hace inaccesible, el muro entre mí y
la profundidad del ser. En este nuevo sujeto yo estoy al
mismo tiempo con Jesús, y todas las experiencias de la

preguntó: Señor ¿quién es?») me parece que no obstante la


diferencia de terminología (kólpos en 1,18; stézos en 13,25) y
de planos, subsiste un cierto paralelismo: en la intimidad de
Jesús con el Padre corresponde la cercanía amorosa del
discípulo con Jesús; conforme a la participación de Jesús en
el conocimiento del Padre, también el discípulo adquiere una
parte en el conocimiento de Jesús.
15
Cfr. mi trabajo sobre teología e iglesia citado en la nota 12,
especialmente la p. 518s.; es muy útil R. Guardini, Das
Chrisíusbild der paulinischen und johanneischen Schriften,
Würzburg 19612, pp. 72-84.
Iglesia me pertenecen también a mí, se han convertido en
mías16.
Naturalmente este renacer no se realiza en un
momento, sino que atraviesa todo el camino de mi vida. Pero
resulta esencial el hecho de que no puedo construir mi fe
personal en un diálogo privado con Jesús. La fe o vive en este
nosotros, o no vive. Fe y vida, verdad y vida, yo y nosotros
no son separables, y sólo en el contexto de la comunión de
vida en el nosotros de los creyentes, en el nosotros de la
Iglesia, la fe desarrolla su lógica, su forma orgánica.
Aquí puede surgir una pregunta: ¿dónde encuentro la
Iglesia? ¿Dónde se hace visible para mi, como es en realidad,
más allá de su doctrina ministerial y de su orden
sacramental? Esta pregunta puede convertirse en una
verdadera necesidad. Ysin embargo hoy se ofrecen junto a la
parroquia, como espacio normal de la experiencia de fe, otras
comunidades formadas recientemente, que nacen
precisamente de esta comunión de la fe y le confieren de
nuevo la frescura de una experiencia inmediata. Comunión y
Liberación es uno de estos lugares de experiencia de Iglesia y
de acceso a la comunión con Jesús, a la participación de su
visión. Para que un movimiento de este tipo permanezca sano
y verdaderamente fecundo, es importante mantener en su
justo equilibrio dos aspectos. Por una parte una conducta
similar debe ser realmente católica, es decir, llevar en sí
misma la vida y la fe de todos los lugares y de todos los
tiempos. Si no hunde sus raíces en este fundamento común,
se convierte en sectorial e insensata. Pero por otra parte la
Iglesia universal se hace abstracta e irreal si no se representa
viva aquí y ahora, en este lugar y en este tiempo, en una
comunidad concreta. De esta forma la vocación de
movimientos semejantes, en las «comunidades» particulares,
16
Cfr. las hermosas afirmaciones de R. Guardini, Die Kirche
des Herrn, Würzburg 1965, pp. 59-70.
de la clase que sean, es la de vivir una verdadera y profunda
catolicidad, incluso renunciando a lo propio, si es necesario.
Entonces se convierten en fecundas, porque sólo entonces
son ellas mismas Iglesia: lugar donde la fe nace y lugar del
renacer de la verdad.
Esperanza
1. Optimismo moderno y esperanza
cristiana
En la primera mitad de los años setenta, un amigo de
nuestro grupo hizo un viaje a Holanda. Allí la Iglesia siempre
estaba dando que hablar, vista por unos como la imagen y la
esperanza de una Iglesia mejor para el mañana y por otros
como un síntoma de decadencia, lógica consecuencia de la
actitud asumida. Con cierta curiosidad esperábamos el relato
que nuestro amigo hiciera a su vuelta. Como era un hombre
leal y un preciso observador, nos habló de todos los
fenómenos de descomposición de los que ya habíamos oído
algo: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin vocaciones,
sacerdotes y religiosos que en grupo dan la espalda a su
propia vocación, desaparición de la confesión, dramática
caída de la frecuencia en la práctica dominical, etc., etc. Por
supuesto nos describió también las experiencias y novedades,
que no podían, a decir verdad, cambiar ninguno de los signos
de decadencia, más bien la confirmaban. La verdadera
sorpresa del relato fue, sin embargo, la valoración final: a
pesar de todo, una Iglesia grande, porque en ninguna parte se
observaba pesimismo, todos iban al encuentro del futuro
llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general
hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era
suficiente para compensar todo lo negativo.
Yo hice mis reflexiones particulares en silencio. ¿Qué
se habría dicho de un hombre de negocios que escribe
siempre cifras en rojo, pero que en lugar de reconocer sus
pérdidas, de buscar las razones y de oponerse con valentía, se
presenta ante sus acreedores únicamente con optimismo?
¿Qué habría que pensar de la exaltación de un optimismo,
simplemente contrario a la realidad? Intenté llegar al fondo
de la cuestión y examiné diversas hipótesis. El optimismo
podía ser sencillamente una cobertura, detrás de la que se
escondiera precisamente la desesperación, intentando
superarla de esa forma. Pero podía tratarse de algo peor: este
optimismo metódico venía producido por quienes deseaban la
destrucción de la vieja Iglesia y, con la excusa de reforma,
querían construir una Iglesia completamente distinta, a su
gusto, pero que no podían empezarla para no descubrir
demasiado pronto sus intencione. Entonces el optimismo
público era una especie de tranquilizante para los fieles, con
el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente
en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre
ella. El fenómeno del optimismo tendría por tanto dos caras:
por una parte supondría la felicidad de la confianza, aunque
más bien la ceguera de los fieles, que se dejan calmar con
buenas palabras; por otra existiría una estrategia consciente
para un cambio en la Iglesia, en la que ninguna otra voluntad
superior —voluntad de Dios— nos molestara, inquietando
nuestras conciencias, y nuestra propia voluntad tendría la
última palabra. El optimismo sería finalmente la forma de
liberarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios
vivo sobre nuestra vida. Este optimismo del orgullo, de la
apostasía, se habría servido del optimismo ingenuo, más aún,
lo habría alimentado, como si este optimismo no fuera sino
esperanza cierta del cristiano, la divina virtud de la
esperanza, cuando en realidad era una parodia de la fe y de la
esperanza.
Reflexioné igualmente sobre otra hipótesis. Era posible
que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de
la perenne fe liberal en el progreso: el sustituto burgués de la
esperanza perdida de la fe. Llegué incluso a concluir que
todos estos componentes trabajaban conjuntamente, sin que
se pudiera fácilmente decidir cuál de ellos, cuando y dónde
predominaba sobre los otros.
Poco después mi trabajo me llevó a ocuparme del
pensamiento de Ernst Bloch, para quien el «principio de la
esperanza» es la figura especulativa central. Según Bloch, la
esperanza es la ontología de lo aún no existente. Una filosofía
justa no debe pensar en estudiar lo que es (habría sido
conservadurismo o reacción), sino a preparar lo que aún no
es, ya que lo que es, es digno de perecer; el mundo
verdaderamente digno de ser vivido todavía debe ser
construido. La tarea del hombre creativo es por tanto la de
crear el mundo justo que aún no existe; para esta tarea tan
elevada la filosofía debe desempeñar una función decisiva: se
convierte en el laboratorio de la esperanza, en la anticipación
del mundo del mañana en el pensamiento, en la anticipación
de un mundo razonable y humano, que no se ha formado por
casualidad, sino pensado y realizado por medio de nuestra
razón. Teniendo como telón de fondo estas experiencias, lo
que me sorprendió fue el uso del término «optimismo» en
este contexto. Para Bloch (y para algunos teólogos que le
siguen) el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la
historia, y por tanto es necesario, en una persona que quiera
servir a la liberación, para la evocación revolucionaria del
mundo nuevo y del hombre nuevo1. La esperanza es por tanto

1
Cfr. F. Hartl, Der Begriff des Chöpferische.
Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz
von Baader, Frankfurt a. M. 1979; G. Gutierrez, Theologie
der Befreiung, München-Mainz 1982®, especialmente pp.
200-207 (tr. it., Teología della Liberazione, Queriniana,
Brescia). Análisis interesantes sobre la oposición entre
optimismo y esperanza en J. Pieper, Uber das Ende der Zeit,
München 19803, cfr. por ejemplo la página 85s., donde
Pieper cita la tesis de J. Burckhardt, según la cual en toda
Europa occidental subsiste el conflicto entre la
Weltanschauung surgida de la Revolución francesa y la
Iglesia, precisamente la Iglesia católica; conflicto que
Burckhardt ve entre el optimismo y el pesimismo. A este
respecto afirma Pieper: "De alguna forma puede ser verdad
la virtud de una ontología de lucha, la fuerza dinámica de la
marcha hacia la utopía.
Mientras leía a Bloch pensaba que el «optimismo» es
la virtud teológica de un Dios nuevo y de una nueva religión,
la virtud de la historia divinizada, de una «historia» de Dios,
del gran Dios de las ideologías modernas y de sus promesas.
Esta promesa es la utopía, que debe realizarse por medio de
la «revolución», que por su parte representa una especie de
divinidad mítica, por así decirlo, una «hija de Dios» en
relación con el Dios-Padre «Historia». En el sistema cristiano
de las virtudes la desesperación, es decir la oposición radical
contra la fe y la esperanza, se califica como pecado contra el
Espíritu, porque excluye su poder de curar y de perdonar, y
se niega por tanto a la redención2. En la nueva religión el
«pesimismo» es el pecado de todos los pecados, y la duda
ante el optimismo, ante el progreso y la utopía, es un asalto
frontal al espíritu de la edad moderna, es el ataque a su credo
fundamental sobre el que se fundamenta su seguridad, que
por otra parte está continuamente amenazada por la debilidad
de aquella divinidad ilusoria que es la historia.
Todo esto me vino a la mente de nuevo cuando saltó el
debate sobre mi libro Rapporto sulla fede, publicado en
1985. El grito de oposición que se levantó contra este libro
sin pretensiones, culminaba con una acusación: es un libro
pesimista. En algún lugar se intentó incluso prohibir la venta,
porque una herejía de este calibre sencillamente no podía ser

calificar como optimismo la Weltanschauung de 1789


(Burckhardt ve el optimismo en el "sentido de conquista" y
"sentido de poder"); si bien presumiblemente un análisis más
profundo debiera llegar a la desesperación como base que
hiciera posible este optimismo".
2
Cfr. la encíclica sobre el Espíritu Santo del papa Juan Pablo
II: «La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste
precisamente en el rechazo radical de la aceptación del
perdón» (II, 6, 46).
tolerada. Los detentadores del poder de la opinión pusieron el
libro en el índice. La nueva inquisición hizo sentir su fuerza.
Se demostró una vez más que no existe peor pecado contra el
espíritu de la época que convertirse en rey de una falta de
optimismo. La cuestión no era: ¿es verdad o no lo que se
afirma?, ¿los diagnósticos son justos o no? Pude constatar
que nadie se preocupaba en formular tales cuestiones fuera de
moda. El criterio era muy simple: o hay optimismo o no, y
frente a este criterio mi libro era, sin duda, una frustración.
La discusión, encendida artificialmente, sobre el uso de la
palabra «restauración», que no tenía nada que ver con lo que
se decía en el libro, era solamente una parte del debate sobre
el optimismo: parecía ponerse en cuestión el dogma del
progreso. Con cólera, que sólo un sacrilegio puede evocar, se
atacaba a esta supuesta negación del Dios Historia y de su
promesa. Pensé en un paralelo en el campo teológico. El
profetismo ha sido visto por muchos unido por una parte a la
«crítica» (revolución), por otra al «optimismo», y de esta
forma se ha convertido en el criterio central de la distinción
entre verdadera y falsa teología.
¿Por qué digo todo esto? Creo que es posible
comprender la verdadera esencia de la esperanza cristiana y
revivirla, únicamente si se mira a la cara a las imitaciones
deformadoras que intentan insinuarse por todas partes. La
grandeza y la razón de la esperanza cristiana vienen a la luz
sólo cuando nos liberamos del falso esplendor de sus
imitaciones profanas.
Antes de iniciar la reflexión positiva sobre la esencia
de la esperanza cristiana, me parece importante precisar y
completar los resultados que hemos alcanzado hasta el
momento. Habíamos dicho que existe hoy un optimismo
ideológico que se podría definir como un acto de fe
fundamental en las ideologías modernas. Añado ahora tres
elementos importantes:
1. El optimismo ideológico, este sustituto de la
esperanza cristiana, debe ser distinto de un optimismo de
temperamento y de disposición. Este es sencillamente una
cualidad natural psicológica que puede ir unida a la esperanza
cristiana, lo mismo que al optimismo ideológico, pero que de
por si no coincide con ninguno de los dos. El optimismo de
temperamento es algo hermoso y útil ante la angustia de la
vida: ¿quién no se regocija ante la alegría y confianza que
irradia de una persona? ¿Quién no lo desearía para sí mismo?
Como todas las disposiciones naturales, un optimismo de este
tipo es sobre todo una cualidad moralmente neutra; como
todas las disposiciones debe ser desarrollado y cultivado para
formar positivamente la fisonomía moral de una persona.
Ahora bien, puede crecer mediante la esperanza cristiana y
convertirse en algo más puro y profundo; al contrario, en una
existencia vacía y falsa puede decaer y convertirse en pura
fachada. Es importante para nuestra reflexión no confundirlo
con el optimismo ideológico, pero también es importante no
identificarlo con la esperanza cristiana, que (como ya se ha
dicho) puede crecer sobre él, pero que como virtud teológica
es una cualidad humana de otro nivel, mucho más profundo e
importante.
2. El optimismo ideológico puede sostenerse en una
base liberal o marxista. En el primer caso es fiel al progreso
mediante la evolución y mediante el desarrollo de la historia
humana guiada científicamente. En el segundo es fiel al
movimiento dialéctico de la historia, al progreso mediante la
lucha de clases y la revolución. La divergencia entre estas
dos corrientes fundamentales del pensamiento moderno son
manifiestas; ambas se pueden fragmentar en múltiples
variantes sobre el modelo de fondo: «herejías» que
descienden del mismo tronco. Sin embargo, las oposiciones,
visibles sobre todo en el campo político, no deben desviar
nuestra atención de la profunda unidad última del
pensamiento que actúa en ellas. Esa especie de optimismo es
una secularización de la esperanza cristiana; se fundamenta,
en último término, en el paso del Dios trascendente al Dios
Historia. Aquí reside el profundo irracionalismo de esta vía,
frente a toda su aparente racionalidad, que es sólo superficial.
3. Finalmente debemos prestar atención a la estructura
diversa del acto del «optimismo» y de «esperanza» para tener
a la vista su esencia relativa. La finalidad del optimismo es la
utopía del mundo, definitivamente y para siempre libre y
feliz; la sociedad perfecta, en la que la historia alcanza su
meta y manifiesta su divinidad. La meta próxima, que nos
garantiza, por decirlo así, la seguridad del lejano fin, es el
éxito de nuestro poder hacer. El fin de la esperanza cristiana
es el reino de Dios, es decir la unión de hombre y mundo con
Dios mediante un acto del divino poder y amor. La finalidad
próxima, que nos indica el camino y nos confirma la justicia
del gran fin, es la presencia continua de este amor y de este
poder que nos acompaña en nuestra actividad y nos socorre
allí donde llegan nuestras posibilidades al límite. La
justificación íntima del «optimismo» es la lógica de la
historia que anda su camino moviéndose inevitablemente
hacia su último fin; la justificación de la esperanza cristiana
es la encarnación del Verbo y del Amor de Dios en
Jesucristo.
Intentemos ahora acercar al lenguaje y a las reflexiones
de nuestra vida cotidiana lo que hasta ahora se ha dicho en
terminología más bien filosófica y teológica. Podemos decir:
la finalidad de las ideologías es, en último término, el éxito,
la realización de nuestros propios planes y deseos. Nuestro
hacer y poder, en los que confiamos plenamente, son
conscientes de ser conducidos y confirmados por una
irracional tendencia evolutiva de fondo. La dinámica del
progreso hace que todo sea justo: así me lo dijo hace poco
tiempo un físico que se considera importante, cuando yo me
atreví a expresar mis dudas acerca de algunas técnicas
modernas en relación con el desarrollo de la vida humana
sobre el nacimiento. La finalidad de la esperanza cristiana es,
sin embargo, un don, el don del amor, que nos viene dado
más allá de nuestras posibilidades operativas; tenemos la
esperanza de que existe este don, que no podemos forzar,
pero que es la cosa más esencial para el hombre que,
consecuentemente, no espera ante el vacío con su hambre
infinita; y la garantía es la intervención del amor de Dios en
la historia, y de forma especial en la figura de Jesucristo,
mediante el cual nos viene al encuentro el amor divino en
persona.
Todo esto significa que el producto esperado del
optimismo lo debemos realizar nosotros mismos y tener
confianza en que el curso, en sí ciego, de la evolución
desemboque al final, en unión con nuestro propio hacer, en
un justo fin. La promesa de la esperanza es un don que en
cierto modo ya se nos ha dado y que esperamos de aquel que
es el único que nos lo puede regalar: de aquel Dios que ya ha
construido su tienda en la historia por medio de Jesús.
Además todo esto significa lo siguiente: en el primer caso no
hay nada que esperar en realidad; lo que esperamos debemos
hacerlo nosotros mismos y no se nos da nada más allá de
nuestro propio poder; en el segundo caso existe una
esperanza real más allá de nuestras posibilidades, esperanza
en el amor ilimitado, que al mismo tiempo es poder3.
El optimismo ideológico es en realidad una pura
fachada de un mundo sin. esperanza, un mundo que con esta
fachada ilusoria quiere esconder su propia desesperación.
Sólo así se explica la desmesurada e irracional angustia, el
miedo traumático y violento que irrumpe, cuando un
accidente en el desarrollo técnico o económico plantea dudas
3
Cfr. mi trabajo Gottes Kraft, unsere Hoffnung, en
«Klerusblatt» 67 (1987), pp. 342-347.
sobre el dogma del progreso. El terror y la actitud violenta de
una angustia, recíprocamente fomentada, que hemos vivido
después de lo de Chernobyl, tenía en sí algo de irracional y
de espectral, comprensible únicamente si detrás hay algo más
profundo que no un suceso desafortunado, pero, a pesar de su
importancia, limitado. La violencia de esta explosión de
angustia es una especie de autodefensa contra la duda que
puede amenazar la fe en una sociedad futura perfecta, ya que
el hombre está por esencia dirigido al futuro. No podría vivir
si este elemento de fondo de su ser quedara eliminado.
En este momento debemos situar también el problema
de la muerte. El optimismo ideológico es un intento de
olvidar la muerte con el continuo discurrir de una historia
dirigida hacia la sociedad perfecta. Aquí se olvida hablar de
lo auténtico y al hombre se le calma con una mentira; ocurre
siempre que la misma muerte se aproxima. En cambio la
esperanza en la fe se abre hacia un verdadero futuro, más allá
de la muerte, y solamente así el progreso se convierte en un
futuro para nosotros, para mí, para todos.

2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la


esencia de la esperanza cristiana
Para comprender desde dentro la esencia de la
esperanza cristiana recurrimos al lugar donde
fundamentalmente se manifiesta: la Biblia. No se trata de una
búsqueda sistemática de sus afirmaciones sobre la esperanza;
quisiera sencillamente sacar tres grupos de textos, en los que
la distinción esencial entre «optimismo» y fe se vuelve
clarísima y, partiendo de su contrario, aclara cuanto es propio
e inmutable en la esperanza de la fe.
a. El profeta Jeremías
El ejemplo clásico de esta oposición, que
mencionamos, es para mí el profeta Jeremías. Jeremías fue
condenado y encarcelado por su pesimismo. El optimismo
oficial de los militares, de la nobleza, de los sacerdotes y de
los profetas oficiales exigía la convicción de que Dios habría
protegido su ciudad y su templo. Y así Dios venía rebajado a
garante del éxito humano y reducido a justificación del
irracionalismo. La situación real, empíricamente
comprensible y controlable, excluía un éxito militar contra
Babilonia. El resultado racional de un análisis lúcido de la
situación debía ser, por tanto, el de intentar un compromiso
honorable, hasta lo que estuviera dispuesto el adversario. El
optimismo oficial, sin embargo, pretendía una continuación
de la lucha y la firme convicción de un fin victorioso. La
oposición entre Jeremías por una parte y los círculos
directivos, políticos y religiosos de Israel por otra, representa
válidamente la esencia de la oposición entre una teología
orientada según un poder político, irracional e ideológico, y
el realismo del creyente que encarna la verdadera moralidad
y la racionalidad política. En este realismo los diversos
planos del ser humano y del pensamiento se refieren
justamente unos a otros, sin confusión y sin falsas
divisiones4. Desde la óptica del optimismo oficial el realismo
del profeta aparece como un pesimismo banal e inadmisible.
Es significativo el encuentro entre Jeremías y Ananías, el
profeta del éxito, que justifica el optimismo oficial y al
mismo tiempo lo fundamenta. Jeremías, el verdadero profeta,

4
Para la historia del profeta Jeremías, J. Scharbert, Die
Propheten Israels II, Körl 1967, pp. 61-295; comentarios en J.
Schreiner, Jeremía I y II, Würzburg 1981 y 1984. Para la
distinción justa y relación entre los planos de lo real en la
esperanza cristiana ver J. Ratzinger, Politik und Erlösung,
Opladen 1986.
permanece firme ante el realismo de la razón como si fuera
un deber moral, condena el optimismo ideológico y hace
visible la promesa de Dios y su esperanza invencible de
hecho (Jer 28). El criterio de juicio, enunciado por Jeremías
en el versículo 9, permanece válido: el anuncio de éxitos
empíricos hay que juzgarlo según criterios empíricos y no se
puede apoyar en la teología. Quien anuncie hoy una sociedad
definitiva y perfecta para el mañana, debe garantizarlo
empíricamente y no adornarlo con argumentos teológicos. El
anuncio del reino de Dios y de la redención no puede
aducirse como prueba en una sociedad intrahistórica, que por
tanto funciona positivamente.
Jeremías, el profeta pesimista —la catastrófica derrota
de Israel, supone el derrumbamiento de todos los precedentes
optimistas— se demuestra como el verdadero portador de la
esperanza. Para los otros esta derrota debiera suponer el final
de todo, para él todo comienza de nuevo en ese preciso
momento. Dios nunca sale derrotado, y sus promesas no caen
junto con las derrotas humanas; más aún se hacen mayores,
como el amor, que crece en la medida en que lo necesita el
ser amado. La derrota de Israel, la desaparición oficial de su
existencia nacional, hace llegar la hora del «pesimista»
Jeremías y de su mensaje de esperanza. En este momento el
profeta encuentra inmortales palabras de consuelo. Él da la
fuerza para vivir y sobrevivir, la fuerza para un inicio nuevo
y la esperanza que, a través de setenta años de exilio, condujo
finalmente a la vuelta a la patria. Precisamente en este
momento nació el anuncio de la nueva Alianza (31,31-34), de
la nueva presencia de Dios con su Espíritu en nuestros
corazones. En este momento tienen origen aquellas palabras,
que Jesús repitió en la última cena descubriendo su más
pleno significado (cfr. Lc 22,20), en el momento de su
derrota mortal, que en realidad era su definitiva victoria.
Por su negativa ante el optimismo oficial Jeremías fue
condenado como pesimista. Pero este pesimismo está unido
indivisiblemente con la esperanza más grande e invencible
anunciada por él; más aún, esta verdadera esperanza la hacía
posible el realismo de la oposición contra el optimismo
engañoso. En esta inseparable unidad de realismo y de
verdadera esperanza Jeremías es, por otra parte, el
representante de todos los verdaderos profetas. La teoría
sostenida por algunos exégetas de que todos los grandes
profetas fueron únicamente profetas de desgracias, es falsa.
Es cierto que su esperanza, verdaderamente teológica, no
coincidía con los optimismos superficiales, pero estas
grandes figuras fueron los portadores de la verdadera
esperanza y al mismo tiempo los críticos inexorables de
parodias fútiles sobre la misma.

b. El Apocalipsis de San Juan


Un segundo ejemplo, que aclara nuestra cuestión, nos
lo proporciona el Apocalipsis de Juan. La visión de la historia
que se le revela, es la oposición más grande que nos podamos
imaginar contra la fe en un progreso perenne. Por cuanto el
curso de la historia dependa únicamente de las decisiones
humanas, el texto aparece en esta visión como un continuo
retorno al episodio de la torre de Babel. Incesantemente los
hombres intentan construir, con sus poderes técnicos, un
puente hacia el cielo, es decir, convertirse en dioses con sus
propias fuerzas. Intentan para el hombre aquella completa
libertad, aquel ilimitado bienestar, aquel infinito poder que
por sí mismo aparece como la esencia de lo divino y que
quisieran hacerlo llegar a la propia existencia de la altura
inalcanzable del Otro Absoluto. Estos intentos, que guían el
actuar histórico del hombre en todos los períodos, se
fundamentan sin embargo no sobre la verdad, sino sobre «el
ahogar la verdad». El hombre no es Dios, es un ser finito y
limitado y no puede, de ninguna manera y por ningún poder,
hacer de sí mismo aquello que no es. Por eso todos estos
intentos, aunque al principio sean gigantescos, acaban en su
propia destrucción. Su propio terreno no les sostiene.
El Apocalipsis conoce, sin embargo, junto a este fautor
de la historia —las fatigas de Sísifo para hacer descender el
cielo— una segunda fuerza en la historia: la mano de Dios. A
primera vista parece punitiva. Pero Dios no crea el dolor y no
quiere la miseria de sus creaturas. No es un Dios envidioso.
En realidad esta mano, frente al poder de un actuar fundado
sobre la no verdad autodestructora, es la fuerza que da, sin
embargo, la esperanza a la historia. La mano de Dios impide
al hombre el último acto de autodestrucción. Dios no permite
el aniquilamiento de sus creaturas. Este es el sentido de su
acción con ocasión de la construcción de la torre de Babel;
éste es el sentido de todas las intervenciones descritas en el
Apocalipsis. Lo que externamente aparece como un castigo
divino no es un flagelo positivamente decidido desde fuera,
sino simplemente que la ley interna de un actuar humano, que
se opone a la verdad y tiende a la nada, a la muerte, se hace
así evidente. La «mano de Dios», que se manifiesta en el
íntimo contraste del ser contra su propia destrucción, impide
la marcha hacia la nada y lleva consigo la oveja descarriada
al pasto del ser, del amor. Y si el ser arrancado del zarzal
para volverlo al redil, causa dolor, es, sin embargo, el acto de
nuestra salvación, el suceso que nos da la esperanza. ¿Y
quién no vería, incluso hoy, la mano de Dios que alcanza al
hombre en el borde mismo de su furor destructor y de su
perversión y le impide ir más adelante?
Sintetizando, podemos afirmar que en el Apocalipsis
aparece el mismo enjaretado entre «pesimismo» aparente y
esperanza radical, que habíamos visto en Jeremías. Sólo que,
en Jeremías nos referíamos a un determinado momento
histórico y a sus conexiones, y en el Apocalipsis extendemos
el concepto a una amplia visión de la totalidad de la historia5.
El Apocalipsis está bien lejos de las promesas de un progreso
constante; ni siquiera conoce la posibilidad de construir por
obra del hombre una forma de sociedad definitiva de una vez
para siempre. Sin embargo, precisamente a causa de esta
renuncia a esperar sucesos irracionales, es un libro de
esperanza.
Lo que al final se nos dice es lo siguiente: la historia
humana con todos sus terrores no se precipitará en la noche
de la autodestrucción; Dios no deja que se la arranquen de
sus manos. Los juicios punitivos de Dios, los grandes
dolores, en los que está inmersa la humanidad, no son
destrucción, sino que sirven precisamente a la salvación de la
humanidad. Incluso «después de Auschwitz», después de las
trágicas catástrofes de la historia, Dios sigue siendo Dios; él
sigue siendo bueno, con una bondad indestructible. Sigue
siendo el Salvador, en cuyas manos la actividad cruel y
destructora del hombre se transforma en amor. El hombre no
es el único autor de la historia, y por eso la muerte no tiene la
última palabra. El hecho de que exista otro autor supone el
anclaje firme y seguro de una esperanza que es más fuerte y
más real que todos los miedos del mundo.

c. El Sermón de la montaña
El tercer ejemplo viene sacado del Sermón de la
montaña, y me limitaré principalmente a las
Bienaventuranzas. En su estructura lingüística y especulativa
son paradojas. Escojamos una en la que la paradoja aparece

5
Cfr. H. Schelier, Besinnung auf das neue Testament,
Freiburg 1964, pp. 358-373; idem, Das Ende der Zeit,
Freiburg 1971, pp 67-84 (tr. it., La fine del tempo, Brecia
1975).
en toda su drasticidad: «Bienaventurados los que sufren» (Mt
5,4). Para subrayar la paradoja, podríamos traducir así:
dichosos los que no se ven alcanzados por la felicidad. El
término «beato» en las Bienaventuranzas semánticamente no
tiene nada que ver con palabras como «feliz» o «bien». El
que sufre, de hecho no se siente «bien». Para resaltar
totalmente la paradoja habría que traducir «felices y no
felices».
¿Pero qué tipo de extraña «felicidad» se entiende con
la palabra «Bienaventurado»? Creo que esta palabra tiene dos
dimensiones temporales: abraza presente y futuro, aunque
naturalmente de forma diversa. El aspecto del presente
consiste en el hecho de que al interesado se le anuncia una
particular cercanía de Dios y de su reino. Lo cual significaría,
que precisamente en el espacio del dolor y de la aflicción
Dios y su reino están particularmente cercanos. Cuando un
hombre sufre y se lamenta, el corazón de Dios sufre y se
lamenta. El lamento del hombre provoca el «descender» (cfr.
Ex 3,7) de Dios. Esta presencia divina, oculta en la palabra
«Bienaventurado», incluye también un futuro: la presencia,
aún escondida, de Dios llegará un día en que será manifiesta.
Por tanto la palabra dice: no tengáis miedo en vuestra
angustia, Dios está junto a vosotros y será vuestro gran
consuelo. La proporción entre presente y futuro es distinta en
cada una de las Bienaventuranzas, pero la relación de fondo
siempre es la misma.
En las paradojas de las Bienaventuranzas se refleja
exactamente la paradoja de la figura de Jeremías y la visión
de la historia que hace el Apocalipsis. El elemento propio de
las Bienaventuranzas consiste en el hecho de que la paradoja
profética se convierte ahora en modelo de la existencia
cristiana. Las Bienaventuranzas nos dicen: si vivís como
cristianos os encontraréis siempre ante esta tensión
paradójica. Todo esto se hace evidente en el retrato que el
apóstol Pablo ha trazado de sí mismo en su segunda Carta a
los Corintios. Esta imagen parece, además, desarrollada a
partir de las paradojas del Sermón de la montaña, que a su
vez quedan ilustradas de forma especial por medio de las
experiencias personales del apóstol de los gentiles: «Somos
los impostores que dicen la verdad, los desconocidos
conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los
penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los
pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que
todo lo poseen» (2 Cor 6, 8-10). Una maravillosa síntesis de
toda la paradoja de la existencia cristiana, constituida de
experiencia sufrida y vivida, se encuentra en el capítulo 4,
16: «...aunque nuestro exterior va decayendo, lo interior se
renueva de día en día». Al movimiento linear de nuestra vida
hacia la muerte responde el amor divino, que se convierte
para nosotros en una nueva línea: una renovación perenne y
progresiva de la vida en nosotros, una vida que se resulta
sencillamente en relación entre yo mismo y la verdad
personificada: Jesús. La inevitable linearidad de nuestro
camino hacia la muerte viene transformada por la línea
directa de nuestro camino hacia Jesús: «En vida o en muerte,
somos del Señor» (Rm 14, 8).
Volvamos a las Bienaventuranzas. Desde la misma
Biblia podemos establecer una doble línea de movimiento
sobre este tema. Por una parte el camino conduce desde
figuras de experiencia concreta como Jeremías y otros
profetas a la forma, generalmente válida, que se expresa en el
Sermón de la montaña, donde las Bienaventuranzas dividen
ya en secciones diversas esta forma única. Las
Bienaventuranzas no son (como a veces se malinterpretan) un
reflejo que resuma hábitos cristianos, una especie de
decálogo del Nuevo Testamento, sino que suponen una
representación de la única paradoja cristiana, que se realiza
de formas diversas conforme a la diversidad de los destinos
existenciales del hombre; en general no se encontrarán todos
juntos, reunidos de la misma forma y en la misma persona.
Por otra parte a partir de esta forma universal se
desenvuelven nuevas concretizaciones, como la que ya
hemos verificado en la figura del apóstol Pablo.
Para comprender con firmeza la verdadera profundidad
de las Bienaventuranzas y, en ellas, el núcleo de la esperanza
cristiana, debemos sacar a la luz otro aspecto, que en la
exégesis moderna (por cuanto me parece) se considera muy
poco, pero que, a mi juicio, es decisivo para una
interpretación realista del Sermón de la montaña en su
conjunto: su lógica interna dependerá de ello. Me refiero a la
dimensión cristológica del texto.
Para que de la forma más rápida posible resulte claro
lo que pretendo, empezaré de nuevo con un ejemplo
concreto: una breve interpretación de la redacción final de
Mateo sobre el Sermón de la montaña (Mt 7, 24-27): «Todo
aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se
parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y
arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba
cimentada en la roca. Y todo aquel que escucha estas
palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que
edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada,
soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió.
¡Y qué hundimiento más grande!».
El significado que aparece inmediatamente en esta
parábola es una advertencia de Jesús a construir la propia
vida sobre un fundamento seguro. El fundamento seguro, que
soporta todas las tempestades, es la misma palabra de Jesús.
Este «sentido moral» inmediato tiene, obviamente, un valor
ilimitado. Pero su profundidad, así como su promesa, se
aclara por completo si se atiende al contexto oculto en otro
pasaje del Evangelio de Mateo: Mt 16, 1320. También aquí
habla Jesús de una casa que se debe construir y que se
fundamenta sobre la roca, para que no puedan destruirla los
poderes del abismo. Imagen y lengua son en ambos casos
idénticas, incluso en ciertos detalles, de forma que se
manifiesta un nexo evidente. Sin embargo en el segundo
texto es Jesús mismo quien construye la casa; es él quien
actúa como hombre prudente que elige la roca; él a quien el
mismo Evangelio llama «la Sabiduría» (11, 19). Me viene a
la mente aquella antigua imagen de la sabiduría que
construye su casa (Prov. 9). Y así, detrás del significado
moral, se hace visible el plano cristológico, que da a la moral
su dimensión de la esperanza. Si nos quedamos solos con
nuestras propias fuerzas, no conseguiremos construir nuestra
vida como sólida casa. Nuestra fuerza y nuestra sabiduría no
llegan a tanto. La vida humana ¿es, pues, absurda, es
desesperación, es vía inútil hacia la muerte? El Evangelio nos
dice: existe el verdaderamente Sabio, y él mismo (su palabra)
es la roca, él mismo ha puesto el fundamento de la casa.
Nosotros seremos sabios cuando salgamos de nuestro
estúpido aislamiento de la autorrealización, que construye
sobre la arena de la propia capacidad. Seremos sabios,
cuando dejemos de intentar, cada uno por su cuenta y
aisladamente, construir la casa particular de nuestra vida
individual. Nuestra sabiduría consiste en construir con él la
casa común, de forma que nosotros mismos nos convirtamos
en su casa llena de vida.
Si es justo leer la Biblia, como hace el Vaticano II,
como una totalidad y unidad, podríamos además dar un paso
hacia adelante. En el Apocalipsis se nos dice que el dragón
—el gran adversario del Salvador— fijó su morada «en la
playa del mar» (Ap 12, 18)6. A pesar de sus grandes palabras,

6
Mt. 7, 26 y Ap 12, 18 utilizan la misma palabra «epí ten
ammon». Se puede considerar desde el punto de vista
de su inmenso poder técnico, a veces incluso maravilloso, a
pesar de su poderío y de su refinada astucia, la bestia no
conoce la verdadera sabiduría, representa la imagen del
hombre necio de la misma forma que Cristo es la imagen del
sabio. Y por eso el dragón al final desaparece, como la casa
construida sobre la arena: su caída fue estrepitosa.
Encontramos nuevamente, en la relación entre el dragón y
Cristo, la paradoja de la esperanza cristiana, su miseria
empírica y su invencibilidad: «somos como los moribundos,
que están bien vivos» (2 Cor 6, 9; cfr. 4, 712).
Volvamos al Sermón de la montaña. La parábola
conclusiva, con su fondo cristológico difícil de olvidar, me
parece una llave que abre la puerta hacia la base profunda del
texto. El sujeto secreto del Sermón de la montaña es Jesús.
Únicamente a partir de este sujeto podemos descubrir toda la
importancia de este texto clave en la fe y la vida cristiana. El
Sermón de la montaña no es un moralismo exagerado e irreal,
que pierde toda relación concreta con nuestra vida y aparece
en su conjunto impracticable. Y ni siquiera es —como piensa
la hipótesis contraria— simplemente un reflejo en el que se
ve que todos son pecadores en todo, y que sólo podemos
alcanzar la salvación por una gracia incondicionada. Con esta
oposición entre moralismo y pura teoría de la gracia,
correspondiente a la total contraposición entre ley y
Evangelio, no se penetra en el texto sino que lo alejamos de
nosotros mismos. Cristo es el centro que une las dos cosas, y
sólo el descubrimiento de Cristo en el texto es capaz de
desvelarlo para nosotros y convertirlo en palabra de
esperanza. Aquí no podemos precisarlo con más detalle, pero
bastará reflexionar sobre un elemento particular. Si andamos
a fondo en las Bienaventuranzas, observaremos que siempre
aparece el sujeto secreto: Jesús. Él es aquel en quien se ve lo

meramente literario, pero me parece también evidente una


semejanza en cuanto al objeto.
que significa «ser pobres en el Espíritu»; él es el afligido, el
manso, quien tiene hambre y sed de justicia, el
misericordioso. Él tiene el corazón puro, es el que lleva la
paz, el perseguido por causa de la justicia. Todas las palabras
del Sermón de la montaña son carne y sangre en él7. Y así
podemos descubrir finalmente la doble intención
antropológica del texto, su enseñanza concreta:
1. El Sermón de la montaña es una llamada a la
imitación de Jesucristo. Sólo él es «perfecto como és perfecto
nuestro Padre que está en los cielos» (la exigencia que llega
al ser, en quien las concretas enseñanzas del Sermón se
concentran y se unen: 5, 48). Por nuestros propios medios no
podemos ser «perfectos como nuestro Padre que está en los
cielos», y sin embargo debemos serlo para corresponder a las
exigencias de nuestra propia naturaleza. Nosotros solos no
podemos, pero podemos seguirle a él, adherirnos a él, «ser
suyos». Si nosotros le pertenecemos como sus propios
miembros, entonces nos convertiremos, por participación, en
lo que él es y su bondad será la nuestra. Las palabras del
7
En el estado actual de la discusión exagética, en cuanto a
la explica- ción del sermón de la montaña, son interesantes
los agudos análisis de M. Hengel, Zur matthäischen
Bergpredigt und ihren jüdischen Hintergrund, en «Theol.
Rundschau» 52 (1987), pp. 327-400. Para la interpretación
de las Bienaventuranzas, J. Gnilka, Das Matthäusevangelium
I, Freiburg 1986, pp. 115-132. Agudos en cuanto al
pensamiento moderno, y afín en muchos aspectos a cuanto
aquí hemos dicho, son los comentarios del cardenal J.M.
Lustiger sobre las Bienaventuranzas, Wagt den Glauben,
Einsiedeln 1986, pp. 112-128. La institución patrística según
la cual las palabras de Jesús se deben in- terpetar como
testimonios de su camino y de su obra, ha sido evi- denciada
en nuestros días por E. Biser (por ejemplo Die Gleichnisse
Jesu, München 1965). G. Baudler ha intentado reproducir
esa misma intuición en su «teología narrativa»
(recientemente: Jesus im Spiegel seiner Gleichnisse,
Stuttgart-München 1986).
Padre en la parábola del hijo pródigo se realizarán en
nosotros: todo lo mío es tuvo (Lc 15, 31). El moralismo del
Sermón, demasiado arduo para nosotros, se recoge y
transforma en la comunión con Jesús, en ser sus discípulos,
en permanecer en relación con él, en su amistad, en su
confianza.
2. El segundo aspecto concierne al futuro oculto en el
presente. El Sermón de la montaña es una palabra de
esperanza. En la comunión con Jesús, lo imposible se hace
posible: el camello pasa por el ojo de la aguja (Mc 10, 25).
Siendo una sola cosa con él somos capaces de la comunión
con Dios y, consecuentemente, de la salvación definitiva. En
la medida en que pertenezcamos a Jesús, se realizarán en
nosotros sus mismas cualidades: las Bienaventuranzas, la
perfección del Padre. La carta a los Hebreos aclara este nexo
entre cristología y esperanza, cuando dice que poseemos un
ancla sólida y firme que llega hasta el interior del santuario,
dentro de la tienda, donde Jesús mismo ha entrado (6, 19s.).
El hombre nuevo no es una utopía: existe, y en la medida en
que estemos unidos a él, la esperanza está presente, no se
trata de un puro futuro. La vida eterna, la verdadera
comunión, la liberación, no son utopías, pura espera de lo
inconsistente. La «vida eterna» es la vida real, y también hoy
está presente en la comunión con Jesús. Agustín ha
subrayado esta presencia de la esperanza cristiana en su
exposición del versículo de la carta a los Romanos: «Con esta
esperanza nos salvaron» (8, 24). Dice a este respecto: Pablo
no enseña que habrá una esperanza para nosotros, no, él dice:
Nos salvaron. Ciertamente aún no vemos lo que esperamos,
pero ya somos cuerpo de la Cabeza en quien ya es presencia
lo que nosotros esperamos8.

8
Agustín, Contra Faustum 11, 7; Pieper, op. cit., p. 212.
3. Buenaventura y Tomás de Aquino
acerca de la esperanza cristiana
Dejadme cerrar esta meditación sobre la esperanza con
dos breves consideraciones sobre el acto de la esperanza,
sobre el modo como se debe vivir esa esperanza. Una
hermosa imagen de la esperanza la he encontrado en la
predicación de Adviento que hace San Buenaventura. El
doctor seráfico dice a sus auditores que el movimiento de la
esperanza se parece al vuelo de un pájaro, que para volar
distiende sus alas todo lo que puede y emplea todas sus
fuerzas para moverlas; todo él se hace movimiento y de esta
forma va hacia lo alto, vuela. Esperar es volar, dice
Buenaventura: la esperanza exige de nosotros un esfuerzo
radical; requiere de nosotros que todos nuestros miembros se
conviertan en movimiento, para elevarnos sobre la fuerza de
la gravedad de la tierra, para llegar a la verdadera altura de
nuestro ser, a las promesas de Dios. El doctor franciscano
desarrolla en ese momento una bellísima síntesis de la
doctrina de los sentidos externos e internos. Quien espera —
dice— «debe levantar la cabeza, girando hacia lo alto sus
propios pensamientos, hacia la altura de nuestra existencia, es
decir hacia Dios. Debe alzar sus ojos para percibir todas las
dimensiones de la realidad. Debe alzar su corazón
disponiendo su sentimiento por el sumo amor y por todos sus
reflejos en este mundo. Debe también mover sus manos en el
trabajo...»9. Se habla aquí también de lo esencial de una
teología del trabajo, que pertenece al movimiento de la
esperanza y, realizado correctamente, es una de sus
dimensiones.

9
Buenaventura, Sermón XVI, Dominica I Adv., Opera IX 40a;
cfr. J. Ratzinger, Über die Hoffnung, en "Internat. kath.
Zeitschrift" 13 (1984), pp. 293-305.
Lo sobrenatural, la gran promesa, no deja de lado la
naturaleza, sino todo lo contrario. Exige el empeño de todas
nuestras fuerzas para la apertura completa de nuestro ser,
para el desarrollo de todas sus posibilidades. En otras
palabras: la gran promesa de la fe no destruye nuestro actuar
y no lo hace superfluo, sino que le confiere finalmente su
justa forma, su lugar y su libertad. Un ejemplo significativo
lo ofrece la historia monástica. Comienza con la fuga
saeculi, la huida de un mundo, que se cerraba en sí mismo, al
desierto, al no mundo. Allí domina la esperanza que
precisamente en el no mundo, en la pobreza radical,
encontrará el todo de Dios, la verdadera libertad. Pero
precisamente esta libertad de la nueva vida ha hecho iniciar
en el desierto la nueva ciudad, una nueva posibilidad de vida
humana, una cultura de la fraternidad, de la que se formarán
islas de vida y de supervivencia en la gran decadencia de la
cultura antigua10. «Buscad primero que reine su justicia, y
todo eso se os dará por añadidura», dice el Señor (Mt 6, 33).
La historia confirma sus palabras: añade a la esperanza
teológica un optimismo completamente humano.
La segunda consideración se refiere a una intuición de
Tomás de Aquino, que después recogió y desarrolló el
Catechismo romano. En la Summa Theologica Tomás dice
que la oración es interpretación de la esperanza11. La oración
es la lengua de la esperanza. La fórmula conclusiva de la
oración litúrgica, «por Cristo nuestro Señor», corresponde a
la realidad de hecho: Cristo es la esperanza realizada, el ancla
de nuestro esperar. En su Compendium theologiae,
incompleto, Tomás pretendía exponer toda la teología en el
esquema de fe, esperanza, caridad. La obra finaliza de hecho
con el primer capítulo de la segunda parte, es decir con el
10
Cfr. J. Ratzinger, Chiesa, ecumenismo e política, Milano
1987, pp. 222-238.
11
S. Theol. II -II q. 17 a.; cfr. Pieper, op. cit., p. 213.
inicio del tratado sobre la esperanza. Pero este tratado
aparece concretamente como interpretación del Padre
nuestro. El Señor nos enseña la esperanza al tiempo de
enseñarnos su oración, dice Tomás. El Padre nuestro es
escuela de esperanza, su iniciación concreta.
En el Catechismo romano la exposición del Padre
nuestro forma la cuarta parte de la catequesis fundamental
cristiana, junto a la confesión de fe, el credo, los
mandamientos y los sacramentos. Y también aquí la oración
del Señor es explicación de la esperanza. Un hombre
desesperado no reza, porque no espera; un hombre seguro de
su poder y de sí mismo no reza, porque confía únicamente en
sí mismo. Quien reza espera en una bondad y en un poder
que van más allá de sus propias posibilidades. La oración es
esperanza en acto. Dejando por el momento la primera parte
de las invocaciones del Padre nuestro, podemos decir: en las
invocaciones de la segunda parte nuestras ansias y angustias
diarias se convierten en esperanza. Está presente el deseo de
nuestro bienestar material, la paz con nuestro prójimo y
finalmente la amenaza de todas las amenazas: el peligro de
perder la fe, de caer en el abandono de Dios, de no poder
percibir a Dios y de acabar de esta manera en el más absoluto
vacío, expuestos a todos los males. En el momento en que
estos anhelos se conviertan en invocaciones, se abre la vía de
las ansias y de los deseos hacia la esperanza, de la segunda a
la primera parte del Padre nuestro. Todas nuestras angustias
son, en último término, miedo por la pérdida del amor y por
la soledad total que le sigue. Todas nuestras esperanzas están
en la profunda gran esperanza, en el amor ilimitado: son
esperanzas del paraíso, del reino de Dios, del ser con Dios y
como Dios, partícipes de su naturaleza (2P 1,4). Todas
nuestras esperanzas desembocan en la única esperanza: venga
tu reino, hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra. Que
la tierra se haga como el cielo, que la misma tierra se
convierta en cielo. En su voluntad está toda nuestra
esperanza. Aprender a rezar es aprender a esperar y por lo
tanto es aprender a vivir.
Esperanza y Amor
1. Esperanza y amor en el espejo de sus
contrarios
La esperanza es fruto de la fe, así lo hemos afirmado.
En ella nuestra vida se extiende hacia la totalidad de todo lo
real, hacia un futuro ilimitado, que se nos hace accesible en la
fe. Esta plena totalidad del ser, cuya clave es la fe, es un
amor sin reservas: un amor que consiste en un gran sí hacia
mi existencia y que me abre, en su anchura y profundidad, la
totalidad del ser. En él el creador de todas las cosas me dice:
«Todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). Pero Dios es «todo en
todo» (1Cor 15,28). Para aquel a quien le da todo lo suyo, ya
no existen límites o confines. El amor buscado por la
esperanza cristiana a la luz de la fe no es un asunto particular,
individual, no se cierra en un pequeño mundo privado. Este
amor me abre todo el universo, que por medio del amor se
convierte en «paraíso». La angustia de todas las angustias, ya
lo hemos dicho, es el miedo a no ser amados, a perder el
amor; la desesperación es la convicción de haber perdido
para siempre todo amor, el horror de la total soledad. Y
viceversa, la esperanza, en el sentido propio de la palabra, es
la certeza de que recibiré el gran amor, que es indestructible,
y que ya desde ahora soy amado por este amor.
Esperanza y amor se pertenecen íntimamente, lo
mismo que la fe y la esperanza no son separables una de la
otra. Y puesto que, consecuentemente, el amor se puede
comprender bien, sólo si se le considera a partir de la
esperanza (y de la fe), en esta última meditación quisiera
detenerme todavía un momento sobre el tema de la
esperanza, siempre, a decir verdad, con la mirada puesta
sobre el amor, de forma que en el espejo de la esperanza se
vea la verdadera esencia del amor. Todavía debemos
guiarnos por otro punto de vista en los pasos siguientes: la
esencia positiva de cualquier cosa, con frecuencia nos resulta
totalmente clara, sólo si hemos comprendido sus contrarios.
Quisiera de esta forma iluminar algunos de los obstáculos de
la esperanza, que por otra parte son al mismo tiempo los
opuestos del amor.
La tradición cristiana conoce dos actitudes
fundamentales opuestas a la esperanza: la desesperación y la
«temeridad». Prescindiendo de su superficial oposición, las
dos actitudes están muy cercanas una a la otra, e
internamente contactan. A primera vista me gustaría decir
que ambas son formas marginales de la existencia humana,
que emergen sólo en casos límites y no deben atraer sobre sí
mismas demasiada atención. Si se definen los dos conceptos
de forma muy rigurosa, ese análisis puede ser verdadero, si
bien en la secularización creciente del mundo, en el que la
necesidad de lo infinito del hombre va en vano en contra del
muro de lo finito, la desesperación ya hace tiempo que no es
una excepción, y precisamente en la edad de la esperanza, en
la juventud e incluso en la infancia, es cada día más
frecuente. La reflexión cristiana, por otra parte, ha elaborado
un estudio de toda la estructura de actos y actitudes, que en
último término crecen todos del tronco de estas dos plantas
venenosas, y así se puede ver la gran familia ramificada. Si
seguimos este análisis, verificaremos con estupor que se trata
exactamente de una fotocopia de los problemas de nuestra
época.

a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la


pereza del corazón (acidia)
Consideramos esta tradición en el pensamiento de
Tomás de Aquino, que ha recuperado la herencia de los
antiguos y de los padres de forma magistral, y ha sido capaz
de unificarlos1. Según él la raiz de la desesperación se
encuentra en la así llamada acidia, que nosotros, a falta de
una palabra mejor, traducimos por pereza (Trägheit),
entendiendo en todo caso con este término algo mucho más
profundo que la simple pereza, en cuanto falta de voluntad de
un hacer activo. Según Tomás esta pereza metafísica es
idéntica a la «melancolía de este mundo», que según San
Pablo, conduce a la muerte (2Cor 7,10). ¿Cómo van las cosas
con la misteriosa melancolía de este mundo? No hace mucho
esta palabra podía parecer algo oscura, más aún, irreal, ya
que daba a entender que los hijos de este mundo fueran
mucho más alegres que los creyentes, quienes, atormentados
por escrúpulos de conciencia, parecían excluidos del sereno
placer de la existencia, e incluso un poco envidiosos miraban
hacia los no creyentes, a quienes parecía abierto, sin ningún
tipo de reflexión o de miedo, el entero jardín paradisíaco de
la felicidad terrena. El gran éxodo de la Iglesia ha tenido
ciertamente este fundamento, se quería ser libre de pesados
límites, allí donde no sólo un árbol, sino casi todos los
árboles del jardín parecían prohibidos. Parecía que sólo había
libertad de alegría para los no creyentes. Para muchos
cristianos de la edad moderna, el yugo de Cristo no parecía,
en verdad, «ligero»; lo sentían como demasiado pesado, por
lo menos como les venía propuesto por la Iglesia2.
Hoy ya se han experimentado hasta la saciedad las
promesas de libertad ilimitada, y empezamos a comprender
de nuevo la expresión «melancolía de este mundo». Las
alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en
que ya no están prohibidas. Esas alegrías debían y deben ser

1
En las páginas siguientes sigo fielmente el tratado de
Pieper sobre la esperanza en su obra, varias veces citada,
Lieben, hoffen, glauben, pp. 189-254.
2
Cfr. al respecto mi trabajo Theologische Prinzipienlehre,
München 1982, pp. 78-87.
radicalizadas y aumentadas cada vez más, apareciendo
finalmente insípidas, porque todas ellas son limitadas,
mientras que la llama del hambre de lo infinito siempre
permanece encendida. Y así hoy vemos, frecuentemente en el
rostro de los jóvenes, una extraña amargura, un conformismo
bastante lejano del empuje juvenil hacia lo desconocido. La
raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran
esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo
lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca
en la desilusión por la finitud de un mundo, cuyos enormes
substitutos no son sino una mísera cobertura de una
desesperación abismal. Y así la verdad de que la tristeza del
mundo conduce a la muerte, es cada vez más real. Ahora
solamente el flirt con la muerte, el juego cruel de la violencia,
es suficientemente excitante como para crear una apariencia
de satisfacción. «Si comes de él morirás»: hace mucho
tiempo que estas palabras dejaron de ser mitológicas (Gn 3,
17).
Después de este primer acercamiento a la esencia de la
«tristeza de este mundo», o sea a la pereza metafísica
(acidia), miremos un poco más de cerca su fisonomía. La
antropología cristiana tradicional dice al respecto, que tal
tristeza deriva de una falta de magnanimitas (ánimo grande),
de una incapacidad en creer en la propia grandeza de la
vocación humana, la que pensó Dios para nosotros. El
hombre no tiene confianza en su propia grandeza, quiere ser
«más realista». La pereza metafísica es, por tanto, idéntica a
la pseudo-humildad, hoy tan difundida. El hombre no quiere
creer que Dios se ocupe de él, que le conozca, le ame, le
mire, le esté cercano.
Hoy existe un extraño odio del hombre contra su
propia grandeza. El hombre se ve a sí mismo como el
enemigo de la vida, del equilibrio de la creación; se ve como
el gran perturbador de la paz de la naturaleza, aquel que
hubiera sido mejor que no hubiese existido, la criatura que ha
salido mal. Su liberación y la del mundo consistiría en el
destruirse a sí mismo y al mundo, en el hecho de eliminar el
espíritu, de hacer desaparecer lo específico del ser humano,
de forma que la naturaleza retorne a su inconsciente
perfección, a su propio ritmo y a su propia sabiduría del
morir y transformarse.
Al inicio de este camino estaba el orgullo de «ser como
Dios». Era preciso desembarazarse del vigilante Dios para ser
libres; hacerse Dios proyectado en el cielo y dominar como
Dios sobre toda la creación. Y así surgió una especie de
espíritu y voluntad, que estaban y están en contra de la vida,
y son dominio de la muerte. Y cuanto más se siente este
estado, tanto más el inicial propósito se vuelve en su propio
contrario y permanece prisionero del mismo punto de partida:
el hombre que quería ser el único creador de sí mismo y subir
a la grupa de la creación con una evolución mejor, por él
pensada, acaba en la autonegación y en la autodestrucción. Se
da cuenta de que sería mejor que no existiese3. Esta acidia
metafísica puede coexistir con una gran actividad. Su esencia
es la huida de Dios, el deseo de estar sólo consigo mismo y
con la propia finitud, de no ser molestado por la cercanía de
Dios.
En la historia de Israel, como la cuentan los Libros
Sagrados, encontramos con bastante frecuencia este intento:
Israel encuentra su elección demasiado pesada, andando
continuamente junto a Dios. Se prefiere volver a Egipto, a la
normalidad, y ser como todos los otros. Esta rebelión de la
pereza humana contra la grandeza de la elección es una
imagen de la sublevación contra Dios, que vuelve

3
Cfr. R. Low, Die Unverzichtbarkeit des Naturbegriffs für die
Moraltheologie, en Weisheit Gottes, Weisheit der Welt.
Festschrift für J. Ratzinger, vol. I, St. Ottilien 1987, pp. 157-
177.
cíclicamente en la historia y cualifica, de modo particular,
precisamente a nuestra época. Con este intento de quitarse de
encima la obligación de elegir, el hombre no se rebela contra
cualquier cosa. Si para él este ser amado por Dios está
demasiado lleno de pretensiones, se convierte en una
molestia indeseada, entonces se subleva contra su propia
esencia. No quiere ser lo que es como criatura concreta. En
este contexto me parece muy actual una consideración hecha
por Josef Pieper en 1935, con una clara alusión al espíritu del
nacional-socialismo; quien lea el texto, se dará cuenta
rápidamente de que este espíritu ha adquirido hoy, de forma
derivada, una nueva actualidad. Pieper decía entonces que la
«tristeza perezosa» es «uno de los elementos determinantes
del rostro secreto de nuestro tiempo, del mismo tiempo que
ha proclamado la imagen ideal del mundo total del trabajo.
Esta tristeza —continúa— determina como signo visible de
la secularización el rostro de todos los tiempos, en el que la
llamada a las tareas verdaderamente cristianas comienza a
perder su pública obligatoriedad... No es con el «trabajo»
como se elimina la desesperación (todo lo más la conciencia
de la desesperación), sino únicamente con la limpia
magnanimidad y el bendito empuje de la esperanza en la vida
eterna»4.
Es importante en este texto la indicación al nexo entre
actividad externa y negación extrema de la pereza profunda
del ser. Igualmente importante me parece el hecho de que la
magnanimidad de la vocación humana se alza más allá de lo
individual de la existencia humana y no se puede comprender
en la pura privaticidad. Una sociedad que hace de lo
auténticamente humano un asunto únicamente privado, y que
se define a sí misma en una total secularización (que por otra
parte se hace inevitablemente una pseudoreligión y una

4
J. Pieper, op. cit., p. 232s.
nueva totalidad esclava), una tal sociedad se hace
melancólica por esencia, se convierte en un lugar propicio
para la desesperación. Se funda de hecho en una reducción de
la verdadera dignidad del hombre. Una sociedad, cuyo orden
público viene determinado por el agnosticismo, no es una
sociedad que se ha hecho libre, sino una sociedad
desesperada, señalada por la tristeza del hombre, que se
encuentra huida de Dios y en contradicción consigo misma.
Una Iglesia que no tuviese la valentía de evidenciar el valor,
incluso públicamente, de su visión del hombre, habría dejado
de ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad sobre el monte.
Y también la Iglesia puede caer en la tristeza metafísica —en
la acidia—; un exceso de actividad exterior puede ser el
intento lamentable de colmar la íntima miseria y la pereza del
corazón, que siguen a la falta de fe, de esperanza y de amor a
Dios y a su imagen reflejada en el hombre. Y puesto que no
se atreve ya a lo auténtico y grande, tiene necesidad de
preocuparse con las cosas penúltimas. Y sin embargo ese
sentimiento de «demasiado poco» permanece en crecimiento
continuo.

b. Las hijas de la acidia


La actualidad de los análisis de Santo Tomás se hace,
si es posible, todavía más manifiesta, si vemos lo que dice
sobre las hijas de la acidia. Junto con la desesperación, del
seno del perezoso alejado de la grandeza del hombre amado
de Dios, nace la «evagatio mentis», el espíritu giróvago,
porque —así dice Tomás— «ningún hombre puede habitar en
la tristeza»5. Pero si el fondo del alma es la tristeza, se llega
necesariamente a una continua huida del alma de sí misma, a
una profunda inquietud. El hombre tiene miedo de estar sólo
consigo mismo, pierde su centro, se convierte en un

5
De malo 11, 4; Pieper, op. cit., p. 232.
vagabundo intelectual, que siempre se está alejando de sí
mismo. Síntomas de esta inquietud vabagunda del espíritu
son la verbosidad y la curiosidad. El hombre al hablar huye
del pensamiento. Y puesto que se le ha quitado la visión
hacia lo infinito, busca insaciablemente sustitutos. Actitudes
ulteriores reforzarán este comportamiento: la inquietud
interior (importunitas, inquietudo), es decir una
ininterrumpida búsqueda de cosas nuevas substitutorias de la
pérdida de la inagotable sorpresa del amor divino; en fin la
instabilitas loci vel propositi6.
Este análisis, apenas esbozado, sobre las hijas de la
acidia metafísica aparece en muchos de sus aspectos como
una imagen de la situación psicológica normal de hoy. Pero
resulta aún más importante el hecho de que el diagnóstico
indique al mismo tiempo la vía de curación. Solamente la
valentía de reencontrar la dimensión divina en nuestro ser y
de acogerla, puede dar de nuevo a nuestro espíritu y a nuestra
sociedad una nueva e íntima estabilidad.
Santo Tomás trata además de otros cuatro hijos o hijas
de la acidia: la indolencia (torpor) frente a todo lo que resulta
necesario para la salvación; la pusilanimidad
(pusillanimitas), el rencor (rancor) y la malicia voluntaria
(malitia). Añadiremos una breve nota únicamente a estas dos
actitudes: el rencor se propone hoy incluso como un elemento
del moderno catálogo de las virtudes. Pero el rencor es el
opuesto a la justa ira, que no quiere aceptar la reducción del
hombre según los parámetros del positivismo. El rencor es el
descontento fundamental del hombre consigo mismo, que se
venga, por decirlo así, en el otro, porque del otro no me llega
lo que sólo se me puede conceder con una apertura de mi
alma. Hoy se puede observar de varias formas incluso en la
misma Iglesia: en último término depende siempre de no

6
Pieper, op. cit., p. 131.
querer de la Iglesia lo que ella tiene para comunicar: la gracia
de los hijos de Dios; consecuentemente se considera
insuficiente todo lo que la Iglesia ofrece, de forma que una
desilusión sigue a la otra. La gran esperanza de la existencia
cristiana es que ella puede dar el Otro Absoluto (que no se
encuentra en ningún otro lugar), la comunión de los santos y
la curación, incluso de nuestra propia interioridad. Pero esta
esperanza se ha transferido al aspecto terreno-institucional en
la Iglesia, que debiera ser la santa comunidad, y que ahora
sólo puede acabar en una ira desesperada.
Afín a esta actitud es el odio del apóstata, que ha
arrojado lejos de sí mismo el peso de la vocación cristiana y
se ha procurado un significado a la vida, aparentemente más
simple que el de la existencia cristiana. Y les describirá ese
nuevo significado a los demás como el verdadero contenido
del mensaje cristiano, porque nadie puede soportar
considerarse a sí mismo como un apóstata. Pero de esta
forma nace un odio siniestro a todo aquello que le recuerde la
verdadera grandeza del mensaje. Todo le despertará su propia
conciencia y le hará dudar de la autojustificación en la que se
ha refugiado, después de haber perdido la fe. La conciencia
ha sido pisoteada, y ahora se debe pisotear también todo lo
que le dio voz a esa conciencia. En un sentido general
podríamos decir que el hombre que se niega a su grandeza
metafísica, es un apóstata de la divina vocación de la
humanidad. El inmenso odio que hoy aparece en ciertos
grupos terroristas, no se puede comprender sin esa
«necesidad» que hay de pisotear la conciencia y todo lo que
recuerde su mensaje7.

7
Resultan muy interesantes estos nexos y contextos
conforme han sido analizados en la novela L'inganno de
Bernanos cuando habla de la figura del abad Cénabre; cfr.
Oeuvres romanesques de Bernanos, Bibliothèque de la
Pléiade, Paris 1961, pp. 309-530. Veamos algunos textos:
La «malicia» en sentido propio consiste para Tomás de
Aquino en la rebelión deseada contra Dios, en el odio a Dios:
una posición verdaderamente absurda, posible únicamente
allí donde la acidia metafísica, el no contra el amor de Dios,
se ha convertido además en el centro de la existencia. Aquí se
encuentran la «pereza» (falsa humildad) y el orgullo de la
negación. Hoy podemos darnos cuenta de cómo se amplían
las consecuencias y de qué forma alcanza a ciertas personas,
que en la prisión de su «no» se mueven hacia un odio, que se
calma únicamente por la destrucción del hombre. Una
desesperación de este tipo puede ponerse también la máscara
del optimismo, más aún, del optimismo ideológico, como fue
descrito en la meditación precedente, que en profundidad
resulta siempre una máscara de la desesperación.

«Des sentiments nouveaux... sourdaient ensemble d'un sol


saturé. A sa grande surprise, le plus fort d'entre eux
ressemblait singulièrement à la haine» (p. 335). «...C'était
une haine imperson- nelle, un jet de haine pure, essentielle»
(p. 375). «Je crois qu'il n'ai- me pas, disait-il. Il ne s'aume
même pas...» (p. 363). A este respecto hay que notar un
elemento clave en el análisis de los motivos de este odio
absoluto, que precisamente hoy nos hace pensar. Al abad le
irrita su repugnancia ante «son horror invincible de la passion
de Notre-Seigneur, dont la pensée fut toujours si
douloureuse à ses nerfs, qu'il détournait involontairement le
regard du crucifix» (p. 364). Esta hostilidad contra el dolor del
Señor se ha convertido además en un signo de los tiempos.
Vista hoy día, la visión desgarradora de Bernanos asquiere
una claridad incluso profética. Para la interpretación que hoy
debiera darse cfr. H. U. von Balthasar, Gelebte Kirche,
Einsiedeln-Trier 19883, pp. 339-343.
c. Modalidad de la auto glorificación: el
pelagianismo burgués y el pelagianismo de los
piadosos
Para no alargar demasiado esta meditación renunciaré
a un análisis de la «presunción», la hermana gemela de la
desesperación. El fondo común de ambas actitudes consiste
en el error de que no se tiene necesidad de Dios para la
realización del propio ser. En estrecha unión con J. Pieper
quisiera únicamente dibujar algunos rasgos de dos formas
expresivas, bastante difusas, de este vicio que únicamente en
la superficie puede aparecer inocuo8.
La primera variante de la presunción es el
pelagianismo burgués liberal, que se basa aproximadamente
en las siguientes consideraciones. Si Dios existe y en verdad
se preocupa del hombre, no puede estar tan terriblemente
lleno de exigencias, como le presenta la fe de la Iglesia. En el
fondo yo no soy peor que los demás; cumplo mi deber, y las
pequeñas debilidades humanas no pueden ser
verdaderamente tan peligrosas. En esta actitud tan difusa se
esconde nuevamente aquella autorreducción y personal
modestia (ya descritas con ocasión de la acidia) respecto al
amor infinito, del cual uno piensa que no tiene necesidad,
confiado como está en la satisfacción burguesa de sí mismo.
Quizás en estos tiempos más tranquilos se pueda vivir por
mucho tiempo con esta actitud, pero en momentos de crisis, o
uno se convierte o cae en la desesperación.
La otra cara del mismo vicio es el pelagianismo de los
piadosos. No quieren obtener perdón alguno, y en general
don alguno, de parte de Dios. Quieren el orden puro: no
perdón sino justa recompensa, no esperanza sino seguridad.
Con un duro rigorismo de ejercicios religiosos, con oraciones
y acciones, quieren procurarse un derecho a la felicidad en el

8
Cfr. Pieper, op. cit., pp. 237ss.
cielo. Les falta la humildad esencial para el amor, la
humildad de poder recibir dones más allá de nuestro actuar y
merecer. La negación de la esperanza en favor de la
seguridad se basa en la incapacidad de vivir la tensión ante lo
que debe venir, y de abandonarse a la bondad de Dios. Así
este pelagianismo es una apostasía del amor y de la
esperanza, pero en profundidad, es también una apostasía de
la fe. El corazón del hombre se endurece hacia sí mismo y
hacia los demás, y finalmente hacia Dios: el hombre ya no
tiene necesidad de la divinidad de Dios o de su amor. Es su
propio derecho el que triunfa y un Dios que no colabore se
convierte en su enemigo. Los fariseos del Nuevo Testamento
son la muestra, siempre válida, de esta deformada religión. El
núcleo de este pelagianismo es una religión sin amor, que así
se convierte en una triste caricatura de la religión.

d. Miedo, esperanza, amor


Si hablamos de las relaciones entre esperanza y amor,
al final hay que apuntar también al tema del miedo. El
pelagianismo de los piadosos es hijo del miedo, de una
esperanza paralizada que no puede sostener la tensión hacia
el don del amor, que no se puede forzar. Y así la esperanza se
convierte en angustia y ésta a su vez en madre de aquella
búsqueda de seguridad en la que no puede haber ningún tipo
de incertidumbre. Ahora el amor no elimina el miedo, porque
quien de esta forma se busca a sí mismo no quiere confiarse
en su propia seguridad, que es «únicamente» y siempre
dialogal. El miedo debe ser eliminado con lo que tengo a mi
disposición: con mi propio hacer, con mis propias «obras».
Esta búsqueda de seguridad se basa en la total
autoafirmación del yo que se niega al riesgo de salir de sí
mismo y de confiarse al otro. Esta es, además, la prueba de la
falta del verdadero amor. Por el contrario, hay que someterse
a una forma de miedo que no sólo sea compatible con el
amor, sino que necesariamente derive de él: el miedo de
ofender al amado, de destruir por culpa propia las bases del
amor. Liberalismo e iluminismo pretenden insinuarnos un
mundo sin miedo; prometen la total eliminación de todo tipo
de miedo. Quisieran eliminar todo el «todavía no», toda
dependencia del otro, así como de sus internas tensiones.
Quien de esta forma «libera» al hombre del miedo, le
«libera» de la esperanza y del amor.
«El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Pr
1,7 y passim) dice la Escritura. Y esta afirmación permanece
válida hoy en día. La posibilidad de pecar pertenece a nuestra
situación natural fundamental, en particular después de la
caída, y es precisamente esta peligrosidad propia nuestra el
fundamento ontológico de un miedo justo y bien orientado.
La educación cristiana no puede intentar quitar de las
personas toda clase de miedo, pues estaríamos en
contradicción con nosotros mismos. Su tarea debe ser la de
purificar el miedo, colocarlo en su justo medio e integrarlo en
la esperanza y en el amor, de forma que se pueda convertir en
protección y ayuda. Así podrá crecer la verdadera valentía, de
la que el hombre no tendría necesidad, si no tuviera razón de
tener miedo. Cuando uno se propone eliminar totalmente el
miedo y sus consecuencias, parece no acordarse que son
reales las amenazas contra nuestra salvación y contra la
integridad de nuestro ser; el miedo, si no se pone en su justo
medio, aparece repetidamente bajo distintos disfraces, como
expresión de la angustia fundamental del hombre.
En nuestro tiempo, en el que han desaparecido del
hombre el ansia por la salvación y la conciencia del pecado, y
en el que se presume de haberse liberado del miedo,
germinan nuevas angustias y aparece de diversas formas una
especie de psicosis colectiva: miedo del azote de las grandes
enfermedades que destruyen al hombre; angustia ante las
consecuencias de nuestra potencia técnica; angustia por el
vacío y el absurdo de la existencia. Quien piense en las
reacciones habidas después de Chernobyl, verá que el miedo,
no subyugado en el fondo del corazón humano, puede
conducir en cualquier tiempo a explosiones irracionales.
Todas estas angustias son máscaras del miedo a la muerte,
del horror por la finitud de nuestro ser. Una forma tal de
miedo se introduce cuando nos enfrentamos al Infinito con
angustia en vez de con amor, y creemos habernos liberado de
esta angustia a través de su negación. Pero el miedo de la
finitud es más terrible y sin consuelo que no el miedo de lo
Infinito, en el que siempre nos espera, oculto, el misterio de
la consolación.
Quien ama a Dios sabe que únicamente existe una
amenaza real para el hombre: el peligro de perder a Dios
mismo. Y por eso el hombre reza: No nos dejes caer en
tentación, mas líbranos del mal, es decir de la pérdida de la fe
y, en general, del pecado. Quien aparta a Dios de su vida para
liberarse del verdadero miedo, entra en la tiranía del miedo
sin esperanza. El evangelio de San Juan nos refiere que el
Señor presentaba el «miedo de los judíos» como un
impedimento fundamental para la fe. Para aclarar la
oposición entre fe y miedo el evangelista utiliza
preferentemente la ambigüedad de la palabra griega doxa,
que en principio viene a significar «apariencia», «esplendor»,
etc. Este significado de fondo se divide en dos direcciones
opuestas. Por una parte se indica con este término la pura
apariencia, lo que únicamente «aparece» y no es; significa así
la opinión, la apariencia de la verdad por ella generada. Pero
por otra parte la palabra se usa también para denominar el
«esplendor» verdadero, la gloria de Dios; para decir la
opinión que él tiene del hombre y del mundo, opinión que es
verdad y realidad.
Las dos especies de «apariencia» entran sin embargo
en contradicción en el mundo. La opinión de los hombres es
el poder. Incluso aunque no concuerde con la verdad, está
ejercitando su poder; hay que contar con ella. Un hombre
aislado se crea una imagen de sí mismo, una «apariencia»,
mediante la cual quiere afirmarse ante la opinión de los otros;
quiere proteger su «apariencia» y por tanto debe inclinarse
ante la «apariencia» del otro. La verdad misma está lejos y no
muestra su poder; pero la opinión de los hombres existe y es
un poder dominante. Y, además, se nos juzga según esa
opinión. El hombre tiene más miedo de la cercana apariencia
del humano poder de la opinión, que de la lejana e inerme luz
de la verdad. Y se doblega al poder de la opinión,
convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se
hace esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha
empezado a confiar en ella, después no tendrá más remedio
que seguirla paso a paso. Ya no puede romper la red de la
deformación común. En sus acciones ya no se orienta según
la realidad, sino según las presumibles reacciones de los
otros. Se llega así a un dominio de la opinión, de lo falso. De
este modo toda la vida de una sociedad, las decisiones
políticas y personales, puede basarse en una dictadura de lo
falso: de la forma como las cosas se representan y se refieren,
en lugar de la misma realidad. Toda una sociedad puede caer
así de la verdad en el engaño común, en una esclavitud de lo
falso, del no ser. La redención que ofrece el Logos, la Palabra
encarnada de Dios, es por su misma esencia liberación de la
esclavitud de la apariencia, retorno a la verdad. Pero el paso
de lo aparente a la luz de la verdad pasa a través de la cruz.
Hoy, en la sociedad determinada por los «mass
media», esta imagen del hombre y de su mundo ha asumido
una nueva y opresora realidad. Lo que se nos muestra y
«aparece» (por ejemplo en la televisión) es más fuerte aún
que la misma realidad. La «apariencia» del mundo, que nos
ofrecen los media cada vez más, es el verdadero gobierno del
mundo. El miedo por lo aparente se convierte en poder
universal y paraliza la audacia de la verdad. Quizás nos
resulte difícil referir prácticamente las palabras de la
Escritura a nuestra propia vida, esas palabras que afirman que
el temor de Dios es el principio de la sabiduría. Pero si las
giramos del revés, su significado se ve con claridad: la falta
del temor de Dios es el principio de toda locura. Donde no
reina el temor de Dios, que tiene su lugar exacto en el interior
de su amor, el hombre pierde su propia medida; el miedo de
los hombres asume el dominio sobre él, llega a la idolatría de
la apariencia, y queda abierta la puerta a todo tipo de
estupidez9.

9
Bernanos ha representado este punto con fina ironía en la
figura del obispo Espelette, en la segunda parte de
L'ignanno. Bernanos habla del hecho de que la ruindad
intelectual de este sacerdote es ilimitada (p. 387);
«pertenezco a mi tiempo», repite... «Pero nunca ha prestado
atención al hecho de que de tal forma estaba renunciando al
signo eterno con el que había sido señalado». La definición
más bella del temor de Dios la he encontrado en una homilía
de R. Guardini: «Temer a Dios no significa tener miedo de él,
sino experimentar lo Santo en él; lo inaccesible y, sin
embargo, cercano; lo únicamente real, que por medio de la
gracia transmite a los suyos su terrible poder. Por eso hay
que apartarse asustados de todo lo que le es contrario y, al
mismo tiempo, confiar en él, sin límites, más allá de todo
poder finito» (en Wahrheit und Ordnung 3, homilías
universitarias, München 1955, p. 75; Homilía: II Dio vívente,
Salmo 113). Bellos textos sobre el temor de Dios se
encuentran en Diádoco de Fotice, Senso di Dio. Cento
capitoli sulla perfezione cristiana, introducción y traducción
de K. Suso Frank, Einsiedeln 1982; texto griego: Sources
chrétiennes, vol. 5, a c. de E. des Places, París 19663, cap.
16 (p. 56): «Nadie está en situación de amar con un corazón
sensible a Dios si antes no le teme de todo corazón, ya que,
purificada y, por así decir, aligerada con la eficaz fuerza del
temor, el alma llega al amor activo. De ninguna manera
2. Acerca de la esencia del amor
Hasta este momento, la cuestión acerca de lo que es el
amor, estaba ocultamente presente en el hilo conductor de
nuestras reflexiones. Pero ahora, finalmente, debemos
afrontarla de forma ya directa. ¿Qué es el «amor»? ¿Qué
relación hay entre el amor «natural» y el «sobrenatural»? Lo
primero que hay que hacer es oponerse a una tendencia, que
pretende separar eros y amor religioso, como si fueran dos
realidades completamente diversas. De esta forma se
deformarían ambos, porque un amor que sólo quiera ser
«sobrenatural» pierde su fuerza, mientras que, por otra parte,
encerrar el amor en lo finito, su secularización y separación
de la dinámica hacia lo eterno, falsifica también el amor
terreno, que conforme a su esencia es sed de plenitud,
infinita.
Quien limita el amor al más aca, le priva de su más
profunda identidad, porque al amor le pertenece un futuro sin
límites, un sí total, que no soporta restricciones ni en el
espacio ni en el tiempo, no soporta una finitud. El principio

puede uno llegar al temor de Dios... si no está libre de toda


preocupación terrena. Porque cuando el espíritu llega a la
gran paz y ausencia de ansia, entonces queda movido y
purificado por el temor de Dios de toda carga terrena, para
ser conducido al gran amor de la bondad de Dios». Cap. 17
(p. 57): «...Hasta que (el alma), completamente cubierta por
la lepra del deseo del placer, no pueda sentir el temor de
Dios... Sin embargo, si empieza a purificarse, entonces
siente el temor de Dios como un medio de sal- vación para
su vida». Cap. 35 (p. 67): «Cuando en un mar tempes- tuoso
y agitado se vierte aceite, entonces por su propia naturaleza
vuelve la paz al mar...; lo mismo ocurre con nuestra alma;
cuando viene ungida por la bondad del Espíritu, entonces se
calma, se serena... Llega a ese estado... en el que el alma se
calma ininterrumpidamente por medio del temor de Dios».
general según el cual la gracia presupone la naturaleza, es
también válido en este momento. Por tanto, viceversa, el
intento de vivir el nuevo amor dado por Dios (agape, caritas)
dejando de lado la naturaleza, o incluso oponiéndose a ella,
desembocará necesariamente en una caricatura de este amor.
El creador y el salvador es el mismo único Dios. La salvación
no niega la creación, sino que la cura y la eleva10. Incluso si
nuestra meditación contempla esencialmente el aprendizaje
del ágape, sin embargo debemos, antes que nada, empezar
con un intento de comprensión del amor en general.

a. El amor como un sí
En alemán la palabra «Liebe» (amor) está expuesta,
hoy día, a una degradación y a una banalización que poco a
poco parece estar haciendo imposible su uso. Sin embargo no
podemos renunciar a las primeras palabras (Dios, amor, vida,
verdad, etc.) y, sencillamente, no debemos dejar que nos las
arranquen de las manos. Si tomamos la palabra en toda la
grandeza de su significado originario, resulta casi imposible
decir lo que la misma palabra indica. Tan rico y complejo es
el fenómeno que se intenta comprender con este término.
Pero a pesar de la multiplicidad de aspectos y planos
distintos, podemos afirmar que por encima de ellos domina
un acto de aprobación general hacia el otro, un sí a aquel a
quien se dirige nuestro amor: «es bueno que tú existas», es

10
Cfr. M. Marmann, Preámbulo ad gratiam.
Ideengeschichtliche Untersuchung über die Enststehung des
Axioms «garttia praesupponit naturam», disertación,
Regensburg 1974; J. Ratzinger, Gratia praesupponit
naturam. Erwägungen über Sinn und Granz eines
scholastischen Axioms, in J. Ratzinger, H. Fries, Einsicht und
Glaube, Freiburg 1962, pp. 135-149.
como Josef Pieper ha definido la esencia del amor11. El
amante descubre la bondad del ser en esa persona, está
contento de su existencia, dice sí a esa existencia y la
confirma. Antes de cualquier otro pensamiento sobre sí
mismo, antes de cualquier otro deseo, está el simple ser feliz
ante la existencia del amado, el sí a ese tú. Sólo en segundo
lugar (no en el sentido cronológico, sino real) el amante
descubre de esta forma (porque la existencia del tú es buena)
que su propia existencia se ha hecho también más hermosa,
más preciosa, más feliz. Mediante el sí hacia el otro, hacia el
tú, yo me recibo a mí mismo de nuevo y puedo ahora decir sí
a mi propio yo, partiendo del tú.
Pero consideremos un poco más de cerca este primer
paso, el sí al tú, la afirmación de su ser (y en tal modo del ser
en el amor y por el amor). Este tú es un acto creador, una
nueva creación. Para poder vivir el hombre tiene necesidad
de este sí. El nacimiento biológico no es suficiente. El
hombre puede asumir su propio yo únicamente en la fuerza
de aceptación de su ser, que viene de otro, del tú. Este sí del
amante le proporciona su existencia de forma nueva y
definitiva, recibiendo una especie de renacimiento, sin el que
su primer nacimiento quedaría incompleto y le enfrentaría a
una contradicción consigo mismo. Para reforzar la validez de
esta afirmación, será suficiente pensar en la historia de
algunas personas que en los primeros meses de su vida han
sido abandonadas por sus padres y no han sido recogidas con
un amor, que afirmase y abrazase sus vidas. Sólo el
renacimiento del ser amado completa el nacimiento y abre al
hombre al espacio de una existencia significativa.
Esta intuición nos puede ayudar a comprender algo de
los misterios de la creación y redención. Ahora se comprende

11
J. Pieper, op. cit., p. 45. Los pensamientos y reflexiones
que expongo a continuación se basan ampliamente en el
magistral tratado de Pieper sobre el amor teologal.
bien que el amor es creativo y que el amor de Dios fue la
fuerza que creó de la nada al ser, que el amor de Dios es el
verdadero «terreno» sobre el que se asienta toda otra
realidad. Pero desde aquí podemos comprender también que
el segundo sí, pronunciado con grandes letras en el leño de la
cruz, es nuestro renacimiento, y que únicamente este
renacimiento hace de nosotros seres definitivamente «vivos».
Y finalmente puede surgir el presentimiento de que nosotros,
confirmados en Dios, hemos sido llamados a participar de su
propio sí. Tenemos el encargo de continuar la creación, de
ser co-creadores con él, con la «nueva» tarea de ser para el
otro en el sí del amor, de convertir el don del ser
verdaderamente en un don.

b. Amor y verdad, amor y cruz


Si consideramos algo más de cerca este «sí», que es la
esencia del amor, se nos abren otros aspectos importantes.
Habíamos dicho que el amante afirma y confirma el ser del
tú, y habíamos añadido entre paréntesis: en este ser del tú e,
indirectamente, el ser en general. Si ahora continuamos con
esta idea, se evidencian dos verdades de hecho. Por una parte
se ve que todo amor lleva consigo una tendencia universal. El
mundo, al que pertenece este tú, aparece distinto de lo que yo
amo. El amante quisiera, por decirlo así, abrazar con su
amado todo el mundo. El encuentro con el uno me abre de
nuevo el universo. Ciertamente el amor es una elección: no
mira a «millones», sino precisamente a esta persona. Pero en
esa misma elección, en esa única persona, se me aparece la
realidad entera con una nueva luz. El puro universalismo, la
filantropía general, permanecen vacíos, mientras que la
elección distintiva y determinada, que recae sobre esta única
persona, me da de nuevo el mundo y las otras personas, y
ofrece mi propio ser a los demás.
Esta observación es importante, porque desde aquí
podemos comenzar a comprender por qué el universalismo
de Dios (Dios quiere la salvación de todos) se sirve del
particularismo de la historia de la salvación (de Abrahán a la
Iglesia). La preocupación por la salvación de los otros no
puede conducir a excluir completamente este particularismo
de Dios: la historia de la salvación y la historia del mundo no
pueden simplemente ser declaradas idénticas, porque Dios
debe preocuparse de todos12. Pero este «universalismo»
directo destruiría la verdadera totalidad del actuar de Dios,
que precisamente a través de la selección llega al todo.
Desde estas observaciones el camino nos conduce
ahora a la segunda verdad de hecho. De ella vamos a hablar a
continuación. El sí hacia esa persona perdería, en último
término, su significado, si el ser en su totalidad no fuera
bueno. El sí, primero limitado por el amor, presupone la
general bondad del ser. En otras palabras: el sí de mi amor —
es bueno que tú existas— presupone la verdad; presupone
que el ser de esta persona sea realmente bueno. También que
el ser del otro derive de una verdadera bondad, de un
verdadero sí. En este sentido podemos decir que el amor sin
un Dios creador, que garantice la bondad de lo existente,
perdería su fundamento y su terreno13.

12
Así, a mi juicio, en el último Karl Rahner, y en particular en
su Grundkurs des Glaubens, Freiburg 1976, p. Í48: «La
Historia del mundo significa, pues, la historia de la
salvación». Página 151: «mostrar que el cristianismo... es
una reflexión completamente de- terminada y un llegar a esa
misma reflexión de la historia de la reve- lación,
extendiéndose pareja con la misma historia del mundo».
Para una discusión al respecto véase mi trabajo Thelogische
Prinzipienlehre, München 1982, pp. 169-179.
13
Véase para mayor detalle mi trabajo: Vorfragen zu einer
Theologie der Erlösung, en L. Scheffczyk, Erlösung und
Emanzipation, Frei- burg 1973, pp. 141-155.
Dejemos de lado otras consideraciones teológicas y
ontológicas y reflexionemos sobre una conclusión totalmente
práctica. El amante dice un sí incondicional hacia el amado.
Le ama no en base a esta o a aquella cualidad, sino que ama
la misma persona, que se manifiesta en sus cualidades, pero
que es algo más que su mera suma. El amor hace referencia a
la persona tal y como ella es, incluso con sus debilidades.
Pero un amor real, a diferencia del breve encanto del
momento, tiene que ver con la verdad y se dirige de tal modo
a la verdad de esta persona, que incluso puede no
desarrollarse, esconderse o deformarse. Ciertamente que el
amor incluye una disponibilidad inagotable al perdón, pero el
perdón presupone el reconocimiento del pecado como
pecado. El perdón es curación, mientras que la aprobación
del mal sería destrucción, sería aceptación de la enfermedad
y, precisamente de esa forma, no bondad para el otro.
Esto se ve rápidamente si consideramos el ejemplo de
un tóxicodependiente, convertido en prisionero de su vicio.
Quien realmente ama no sigue la voluntad desordenada de
este enfermo, su deseo de autoenvenenamiento, sino que
trabaja por su verdadera felicidad: hará todo lo posible para
curar al amado de su enfermedad, incluso si es doloroso e
incluso si debe ir contra la ciega voluntad del enfermo. Otro
ejemplo. En un sistema totalitario uno puede salvar su vida y
quizás hasta su posición, pero al precio de la traición de un
amigo y de la traición a sus propias convicciones, al precio
de su alma. El verdadero amor está preparado para
comprender. pero no para aprobar, declarando bueno lo que
no lo es. El perdón tiene su vía interior: perdón y curación,
que exigen retorno a la verdad. Cuando no ocurre así, el
perdón se convierte en una aprobación de la autodestrucción,
se coloca en contradicción con la verdad y por tanto en
contradicción con el amor14.
Ahora se puede entender qué significa la denominada
«ira de Dios» y el indignarse del Señor, así como los modos
necesarios de su amor, siempre idéntico con la verdad. Un
Jesús que está de acuerdo con todo y con todos, un Jesús sin
su santa ira, sin la dureza de la verdad y del verdadero amor,
no es el verdadero Jesús tal y como lo muestra la Escritura,
sino una caricatura suya miserable. Una concepción del
«Evangelio» en la que ya no existe la seriedad de la ira de
Dios, no tiene nada que hacer con el Evangelio bíblico. Un
verdadero perdón es algo completamente distinto de una
débil permisibilidad. El perdón está lleno de pretensiones y
compromete a los dos: al que perdona y al que recibe el
perdón en todo su ser. Un Jesús que aprueba todo es un Jesús
sin la cruz, porque entonces no hay necesidad del dolor de la
cruz para curar al hombre. Y, efectivamente, la cruz cada vez
más viene excluida de la teología y falsamente interpretada
como un mal suceso o como un acontecer puramente político.
La cruz como expiación, la cruz como modo del
perdón y de la salvación no se adapta a un determinado
esquema de pensamiento moderno. Sólo cuando se ve bien el
nexo entre verdad y amor, la cruz se hace comprensible en su
14
Este ejemplo está tomado de Pieper, op. cit., p. 76; cfr.
ibid. los agudos análisis de las pp. 73-80. Pieper introduce en
este contexto (p. 75) la distinción entre excusa y perdón.
«Por "excusa" entendemos el mal reducido a nimiedad; yo
dejo que algo "sea bueno", aunque sea malo».
Consecuentemente «se puede perdonar sólo algo que se
considera expresamente como malo y cuyos elementos
negativos no se ignoran... Por otra parte el perdón presupone
que el otro también condena ("se arrepiente") lo que ha
hecho y que además acepta el perdón». A. Gorres
proporciona importantes intuiciones sobre este asunto en
Schuld und Schuldgefühle, en «Internat. kath. Zeitschrift» 13
(1984), pp. 430-443.
verdadera profundidad teológica. El perdón tiene que ver con
la verdad y por tanto exige la cruz del Hijo y exige nuestra
conversión. Perdón es, precisamente, restauración de la
verdad, renovación del ser y superación de la mentira oculta
en todo pecado. El pecado es por esencia un abandono de la
verdad del propio ser y por tanto de la verdad del creador, de
Dios.
Se podría añadir: el perdón es la participación en el
dolor del paso de la droga del pecado a la verdad del amor.
Es un precedente y un andar con paso grave en este camino
de la muerte al renacimiento. Solamente este andar en
compañía puede ayudar al toxicómano (y el pecado es
siempre una «droga», mentira de falsa felicidad) a dejarse
conducir a lo largo de la oscura línea del dolor. Unicamente
la decisión previa de entrar en el dolor y en la muerte del
camino de transformación hace soportable esta vía, porque
sólo así, en la noche oscura de la vía estrecha, se hace visible
la luz de la esperanza de una nueva vida. Y viceversa: es
verdad que sólo el amor da la fuerza del perdón, es decir, del
andar junto con el otro por el camino del dolor de la
transfiguración. Sólamente el amor hace posible asumir y
llevar junto con el otro, y en favor del otro, la muerte de la
mentira. Sólo el amor hace capaces de ser portadores de la
luz en la oscuridad interminable de un túnel, y de hacer sentir
el aire fresco de la promesa que conduce al renacimiento.
Desde aquí habría que desarrollar una teología de la
cruz, una teología de la verdad y del amor: cruz de Cristo
significa que él va delante de nosotros y con nosotros en la
via dolorosa de nuestra curación. Desde aquí habría que
llevar a cabo, asimismo, una teología del bautismo y de la
penitencia: cruz, bautismo, penitencia. Estos temas acaban
por coincidir y son en último término el desarrollo del único
fundamental tema del amor, que ha creado y redimido al
mundo.
Ni siquiera habría necesidad de decir que todo esto
tiene consecuencias pastorales muy concretas. Una pastoral
de la tranquilidad, del «comprenderlo todo, perdonarlo todo»
(en el sentido superficial de estas palabras) se encontraría en
drástica oposición con el testimonio bíblico. La pastoral justa
conduciría a la verdad y ayudaría a soportar el dolor de la
misma verdad. Debiera ser un modo de caminar juntos, a lo
largo de la vía difícil, pero hermosa, hacía la nueva vida, que
es, al mismo tiempo, la vía hacia la verdadera y gran alegría.

c. ¿Qué es el amor de sí mismo?


En nuestro análisis sobre la esencia del amor apenas
hemos rozado hasta ahora la cuestión del yo. Pero en este
momento debemos afrontarla directamente. ¿Puede existir el
«amor de sí mismo»? Es un concepto significativo, y si la
respuesta es sí, ¿cómo se debe entender? Si nos dirigimos con
esta cuestión a la Biblia, encontraremos en primer lugar
posiciones aparentemente contradictorias. Escuchamos, por
ejemplo, palabras como: «Si uno quiere salvar su vida (alma),
la perderá, pero el que pierda su vida (alma) por mí y por la
buena noticia, la salvará» (Mc 8,35). Y aún suenan más
fuertes las siguientes palabras de Jesús: «Si uno quiere ser de
los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer
y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo,
no puede ser discípulo mío». En la misma dirección se
mueven las palabras de la «negación de sí» como presupuesto
necesario para el seguimiento de Jesús (Mc 8,34), y otros
textos. Por otra parte se nos ha dicho que hay que amar al
prójimo «como a ti mismo». Pero esto significa lo siguiente:
el amor de sí mismo, la afirmación del propio ser, ofrece la
forma y la medida para el amor al prójimo. El amor de sí
mismo es una cosa natural y necesaria, sin la que el amor al
prójimo perdería su propio fundamento.
Pero ¿cómo es posible encontrar una unidad interna en
estos dos grupos de textos? No queremos en este momento
abundar en datos e investigaciones exegéticas; puede ser
suficiente, para aclarar esta cuestión, llamar la atención sobre
una verdad fundamental en el pensamiento bíblico. Todos los
hombres han sido llamados a la salvación. El hombre es
querido y amado por Dios y su tarea máxima consiste en
corresponder a este amor. No puede odiar lo que Dios ama.
No puede destruir lo que está destinado a la eternidad. Ser
llamados al amor de Dios es ser llamados a la felicidad. Ser
felices es un «deber» humano-natural y sobrenatural. Cuando
Jesús habla de negarse a sí mismo, de perder la propia vida,
etc., está indicando el camino de la justa afirmación de sí
(«amor de sí mismo»), que reclama siempre un abrirse, un
trascender. Pero la necesidad de salir de sí no excluye la
autoafirmación, sino todo lo contrario: es el modo de
encontrarse a sí mismo y de «amarse». Cuando hace cuarenta
años leí por primera vea el Diario de un cura rural de
Bernanos, me impresionó muchísimo la última frase de
aquella alma sufriente: No es difícil odiarse a sí mismo; pero
la gracia de las gracias sería amarse a sí mismo como un
miembro del Cuerpo de Cristo...
El realismo de esta afirmación es evidente. Hay
muchas personas que viven en contradicción consigo
mismas. Su aversión a sus propias personas, su incapacidad
de aceptarse y de reconciliarse consigo mismas, queda muy
lejos de la «auto-negación» pretendida por el Señor. Quien
no se ama a sí mismo no puede amar a su prójimo. No le
puede aceptar «como sí mismo», porque está contra sí mismo
y por tanto es incapaz de amarle partiendo de lo profundo de
su ser15.

15
Cfr. R. Guardini, Die Annahme seiner selbst, Mainz 1987,
pp. 9-35; muy útiles también las ideas de W. K. Grossouw,
Biblische Frömmigkeit, München 1956, especialmente pp.
Todo esto significa lo siguiente: egoísmo y amor
auténtico de sí mismo no sólo no son idénticos, sino que se
excluyen. Uno puede ser un gran egoísta y estar en discordia
consigo mismo. Sí, el egoísmo proviene con frecuencia
precisamente de una laceración interna, de un intento de
crearse otro yo, mientras que la justa relación con el yo crece
con la libertad de sí mismo. Incluso se podría hablar de un
círculo antropológico: en la medida en que uno se busca
siempre a sí mismo, intenta realizarse e insiste en la plenitud
del propio yo, el resultado es contradictorio, penoso y triste.
El individuo se disolverá en mil formas y al final quedará
únicamente la huida de sí mismo, la incapacidad de
soportarse. El refugio en la droga o en otras múltiples formas
de egoísmo es, en sí, contradictorio. Sólo el sí que me viene
dado de un tú me posibilita una respuesta afirmativa a mí
mismo, en el tú y con el tú. El yo se realiza mediante el tú.
Por otra parte resulta también cierto que únicamente quien se
ha aceptado a sí mismo puede decir sí al otro. Aceptarse a sí
mismo, «amarse», presupone a su vez la verdad, y postula el
encuentro en un camino hacia esa verdad.
Además —de manera similar al caso de la esperanza—
una forma ascética falsa puede incluso destruir las bases de
una justa existencia cristiana. En la historia más reciente se
encuentran dos de estas actitudes erróneas. Existe, en primer
lugar, una falsa toma de conciencia, que conduce a un
continuo indagar en la propia conciencia moral, una perenne
búsqueda de la propia perfección, concentrando toda la
atención sobre el propio yo, sobre sus pecados y virtudes.
llega a un egoísmo religioso, que impide a la persona abrirse
sencillamente a la mirada de Dios y dirigir la vista hacia él.
La persona religiosa y piadosa, ocupada siempre en sí misma,
no tiene tiempo de buscar el rostro de Dios y de escuchar su

61-96; cfr. también mi trabajo Theologische Prinzipienlehre,


pp. 82ss.
sí liberador y redentor. La forma contrapuesta y, sin
embargo, afín es un excesivo desinterés de sí, una renuncia
que se convierte en negación de sí: ya no quiere admitir el yo
y, precisamente de esta forma, se deja dominar por un
egoísmo sutil. Un yo destruido, que no puede amar. Aquí
resulta también cierto, que la gracia no quita, sino que
supone, la naturaleza. Respecto a esto podríamos recordar las
palabras de San Pablo, cuando afirma que no existe primero
lo «sobrenatural» (pneumatikón), sino que lo primero es lo
natural (psychikón) y después lo sobrenatural (1Cor 15,46).
El amor sobrenatural no puede crecer si le faltan sus bases
humanas. El amor divino no es la negación del amor humano,
sino su profundización, su radicalización dentro de una
dimensión nueva.

3. Esencia y vía del ágape


El amor «sobrenatural» es, como todo amor, un sí que
se me ha dado. Sin embargo, es un sí que viene de un tú
mayor que el tú humano. Es el sí de Dios, que penetra en mi
vida mediante el sí de Jesús en su encarnación, cruz y
resurrección. Un sí proferido por Cristo en nuestro favor,
cuando nos encontrábamos alejados del sí de Dios. El
«ágape» supone que el amor de Cristo crucificado se me ha
hecho perceptible, me ha alcanzado, gracias a la fe. Esto
puede parecer un tanto difícil, si lo miramos desde el punto
de vista meramente humano-psicológico, pues estamos ante
el famoso problema de la «actualización». ¿Cómo puede la
cruz del Señor llegar hasta mí a través de la historia, de forma
que me haga experimentar lo que Pascal percibió con gran
agudeza en su meditación sobre el Señor en el Huerto de los
olivos: la sangre que he derramado por ti16? La

16
Pensées 736: Le mystère de Jésus, Bibliothèque de la
Pléiade (v. no- ta 4 p. 16), p. 1313.
«actualización» es posible porque el Señor, aún hoy, vive en
sus santos y porque, en el amor que viene desde su fe, me
puede alcanzar su amor inmediatamente. Recordemos lo que
se ha dicho en el capítulo sobre la fe, acerca de nuestro
camino desde una fe de «segunda mano» a una fe de
«primera mano»: en todo encuentro con el amor de los
«santos», de aquellos que realmente creen y aman, yo
encuentro siempre algo más que un hombre determinado. Yo
encuentro lo nuevo que sólo mediante el otro —mediante
Él— podía formarse en ellos, y así se abre también en mí la
vía de la inmediatez con él.
Pero esto es solamente el primer paso. Si este sí del
Señor penetra realmente en mí, de forma que regenere mi
alma, entonces mi propio yo está en él, participa de él: «No
vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Es entonces cuando se
realiza el misterio del Cuerpo de Cristo, como lo expuso San
Juan Eudes en su tratado sobre el Corazón de Jesús: «Te
ruego que pienses que Jesucristo es tu verdadera cabeza y
que tú eres uno de sus miembros. Él es para ti lo que la
cabeza para sus miembros; todo lo que es suyo es tuyo:
espíritu, corazón, cuerpo, alma, todo. Lo puedes utilizar
como si fuera tuyo... Tú eres para él como un miembro para
la cabeza, que desea intensamente adoptar todas tus
capacidades como si fuesen suyas...»17. En el encuentro con
Cristo se instaura, como diría la teología, una «comunicación
de idiomas», un intercambio interno y recíproco en el gran
nuevo Yo, en el que me introduce la transformación de la fe.
Entonces el otro ya deja de ser un extraño para mí, también él
es un miembro. Cristo quiere utilizar mis capacidades para él,

17
Traktat Über das Harz Jesu 1, 5: lectura del breviario 19, 8;
cfr. a este respecto H. Bremond, Histoire littéraire du
sentiment religieux en France, III. La conquête mystique,
Paris 1923, pp. 583-671; F. Cayré, Patrologie et histoire de la
théologie III, París 19502' pp. 81- 85.
incluso si no está presente una atracción humana natural. En
ese momento yo puedo transferirle a él el sí de Cristo que me
vivifica, como un sí mío personal y al mismo tiempo suyo,
incluso y precisamente si no existe simpatía natural. En lugar
de las simpatías y antipatías particulares aparece la simpatía
de Cristo, su sufrir y amar con nosotros.
De esta simpatía de Cristo, de la que yo participo, que
es mía en la vida de la fe, yo puedo transmitir una simpatía,
un sí mayor que el mío propio, que haga sentir al otro aquel
profundo sí que es el único que puede dar sentido y valor a
todo sí humano.
Desgraciadamente aquí no podemos considerar más de
cerca la modalidad humana de este ágape. Este está
exigiendo iniciación, paciencia e incluso la previsión de
recaídas continuas. Presupone que yo, en la vida de la fe,
llegue a un intercambio interno de mi yo con Cristo de modo
que su sí penetre realmente en mí y se convierta en mi sí.
Presupone también el ejercicio: al valor concreto de este sí
que viene de él y que pasa al otro y que para ello tiene
necesidad de mi. Puesto que únicamente en este valor, al
principio no habitual y un poco ingrato, crece la fuerza y se
reconoce cada vez más el acontecer pascual: esta cruz que me
atraviesa («auto-negación») conduce a una gran e íntima
alegría: a la «resurrección». Cuanto más tenga el valor de
perderme a mí mismo, tanto más experimentaré que
precisamente es en ese momento, cuando me reencuentro. Y
de esa forma, mediante el encuentro con Jesús, crece para mí
un nuevo realismo que me ratifica en mi actuar como un
miembro suyo. Igual que existe un circulus vitiosus, un
encadenamiento en lo negativo, cuando un no condiciona a
otro, aislándose cada vez más, lo mismo existe un circulus
salutis, un anillo de salvación, en el que un sí genera a otro.
En ese caso es importante garantizar la relación justa entre
naturaleza y gracia. Un ágape que no lleve consigo y afirme
en uno su propia «naturaleza», que intente rechazar y
combatir al yo, se hace amargo y obstinado. Asusta al otro y
nutre una íntima ruptura en mí mismo.
La exigencia de la cruz es algo completamente
distinto. Llega más en profundidad; exige que ponga en
manos de Jesús mi propio yo, no para que los destruya, sino
para que en él se haga libre y abierto. El sí de Jesucristo que
yo transmito, es realmente suyo sólo si es totalmente mío.
Por eso esta vía requiere mucha paciencia y humildad, como
el mismo Señor tiene paciencia con nosotros: no es un salto
mortal en el heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el
humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso. La
santidad no consiste en aventurados actos de virtud, sino en
amar junto a él. Por eso los santos verdaderos son hombres
completamente humanos y naturales, seres en quienes lo
humano, mediante la transformación y purificación pascual,
llega la luz en toda su original belleza.

4. Del Sermón de la montaña


Quisiera finalizar estas consideraciones con algunos
pensamientos sobre tres versículos del Sermón de la
montaña, que aparecen como irreales, incluso escandalosos,
si se leen desde una perspectiva únicamente moral-
antropológica, pero que se abren a una consideración
cristológica, si reflexionamos sobre ellos como hicimos en la
precedente meditación.
Pienso en Mt 5, 38s. y 41: «Os han enseñado que se
mandó: "Ojo por ojo, diente por diente". Pues yo os digo: No
hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te
abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra».
Para comprender justamente este texto, hemos de tener
presente que el principio veterotestamentario «ojo por ojo,
diente por diente» (Ex 21, 24; Lev 24, 20; Dt 19, 21) no es la
canonización de una sed de venganza, sino, por el contrario,
el principio del derecho en lugar del principio de venganza.
El principio fundamental de los hijos de Caín era (¡y es!):
«Caín fue vengado siete veces, mientras que Lamech lo fue
setenta veces siete». Contra este principio se levanta aquí el
de la correspondencia: delito y castigo deben estar en
equilibrio recíproco. El derecho debe asegurarse, pero su
realización no debe deformarse en venganza.
Jesús no rechaza el principio del equilibrio como
principio del derecho, por supuesto, sino que quiere en este
pasaje abrir al hombre a una nueva dimensión de su
comportamiento. Un derecho aislado y absolutizado es un
círculo vicioso, un sucederse de retorsiones, con las que
nadie puede acabar. En su relación con nosotros Dios ha roto
este círculo. Estamos equivocados respecto a Dios, desviados
de él en la búsqueda de nuestra propia gloria, y así caemos en
la muerte. Pero Dios renuncia al justo castigo y en su lugar
nos proporciona algo nuevo: la curación, nuestra conversión
a un sí renovado a la verdad de nosotros mismos. Para que se
produzca esta metamorfosis, él mismo nos precede y asume
sobre sí mismo el dolor de la trasformación. La cruz de
Cristo es el verdadero cumplimiento de estas palabras: no ojo
por ojo, diente por diente, sino transformar el mal con la
fuerza del amor. En toda su existencia humana, desde la
encarnación hasta la cruz, Jesús hace y es lo que aquí
venimos diciendo. Él destruye nuestro no con un sí más
fuerte, más poderoso. En la cruz de Cristo y sólo allí las
palabras mencionadas se abren y se convierten en revelación.
En comunión con él se transforman en posibilidad para
nuestra vida.
Añadamos ahora el versículo 41: «a quien te fuerza a
caminar una milla, acompáñalo dos». Este versículo es una
especie de confirmación filológica de la interpretación
cristológica del Sermón de la montaña. La palabra griega que
hemos traducido por «forzar» (angarieuein) se encuentra sólo
otra vez en el Nuevo Testamento, cuando se nos relata la
historia de la pasión (Mc 15, 21; Mt 27, 32). Se nos dice que
los soldados «forzaron» a Simón de Cirene a ayudar a Jesús a
llevar la cruz. Esta palabra griega era una expresión técnica
de la lengua militar romana: definía el derecho de los
soldados romanos a «forzar», en particulares ocasiones, a los
ciudadanos a determinadas prestaciones personales, una
especie de obligación de servicio18. De estas observaciones se
comprenderá lo complejas que resultan las palabras de Jesús.
Se pueden interpretar como un desacuerdo con los zelotes,
que rechazaban estas prestaciones personales. Pero
contienen, sobre todo, una dimensión cristológica. Nos
llaman a todos nosotros a ser Simones de Cirene en el via
crucis de Jesús, en todos los siglos de la historia. A mí me
parece que aquí (a pesar de las discusiones exegéticas sobre
el derecho y los límites de interpretaciones similares) viene a
la luz el verdadero núcleo del ágape cristiano, su verdadera
esencia: prestación de servicio a Cristo que ama y sufre,
tomar de él la «obligación de servicio» de los hermanos más
pequeños en quienes él mismo sufre, para llevar junto con él
el yugo de su sí. En esta prestación de servicio al recorrer
juntos «dos millas» de su camino, descubriremos finalmente
que su yugo, en apariencia tan pesado y opresor, es en
realidad el peso del amor, que de yugo se convierte en alas de
ligero vuelo. Descubriremos la verdad de sus palabras: mi
yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30)19.

18
W. Bauer, Wörterbuch zum NT, Berlin 1958 (angareio); E.
Schweizer, Das Evangelium nach Matthäus, NTD, Göttingen
1981, p. 79.
19
A propósito de esta reflexión resultan muy interesantes los
pensa- mientos de Agustín en su sermón «Un hombre tenía
dos hijos» (parábola del hijo pródigo). «"Él corrió a su
encuentro y lo abrazó": es decir le puso su brazo en torno a
su cuello. El brazo del padre es el hijo: le concedió llevar a
Cristo; un peso que no oprime, sino que aligera. "Mi yugo es
suave y mi carga ligera". Dejó caer su carga so- bre el que
estaba de pie, y "cargando" sobre él le impidió caer de
nuevo. Así de ligera es la carga de Jesús, que no sólo no
oprime, si- no que aligera... es bueno que tú lo lleves, a fin de
que se te aligere la carga; si lo dejas, entonces sí te verás
duramente oprimido... Qui- zás se pueda encontrar un
ejemplo donde podamos ver físicamente lo que pretendo
decir. Observad a los pájaros. Cada pájaro tiene dos alas...
¿Crees que siente su peso? Si le faltan las alas, caerá;
cuanto menos el pájaro soporte el peso de las alas, tanto
menos volará... Cuando el padre deja caer el brazo sobre el
cuello de su hijo, es para levantarle, no para hundirle. ¿De
qué forma sería capaz el hombre de llevar a Dios sino en el
sentido de que es realmente Dios quien lleva al hombre?» en
(J. Morin, S. Augustini sermones post Maurinos reperti,
Roma 1930. S. Caillau II, 11, p. 256-264.
Epílogo
Dos Homilías sobre fe y amor
I: «¿Que tengo que hacer para heredar
vida eterna?»
(Homilía sobre Lc 10, 25-37)
El diálogo entre Jesús y el doctor de la ley trata una
cuestión que nos afecta a todos: ¿Cómo podemos vivir
justamente? ¿Qué debo hacer para que mi ser de hombre
llegue a su realización? No es suficiente ganar dinero: uno
puede ser muy rico y sin embargo pasar junto a la vida
auténtica, haciéndose a sí mismo y a los que le rodean
personas desgraciadas. Uno puede ser poderoso, pero destruir
más que construir con este poder. ¿Cómo, pues, puedo
aprender a ser hombre? ¿Qué hace falta para ello?
El doctor de la ley en su pregunta menciona ya un
presupuesto en el que hoy ya no pensamos: para que esta vida
llegue a su plena realización, debo ir en contra de la vida
eterna. Debo reflexionar sobre el hecho de que Dios ha
pensado una tarea para mí en el mundo y que un día me
pedirá cuentas de lo que yo he hecho de mi vida. Hoy
muchos afirman que la idea de la vida eterna impide a los
hombres hacer lo que es justo en este mundo. Pero es
precisamente lo contrario: si perdemos de vista el criterio de
Dios, el criterio de la eternidad, entonces permanecerá como
línea-guía únicamente el egoísmo. Entonces cada uno
intentará acaparar todo lo que pueda de la vida misma.
Entonces considerará a todos los otros como enemigos de la
propia felicidad, amenazadores y ladrones; la envidia y el
deseo marcharán en primera línea y envenenarán al mundo.
Si, por el contrario, construimos nuestra vida de forma que
pueda estar firme ante los ojos de Dios, entonces se hará
visible, también para los otros, un reflejo de la bondad de
Dios. Esto es un primer criterio: no vivir para sí mismo; vive
bajo los ojos de Dios, vive de forma que él pueda mirarte y
que un día tú puedas ser bienvenido a la eterna compañía de
Dios y de sus santos.
Por tanto, en la cuestión del doctor de la ley se
contiene ya la verdadera respuesta que después él mismo se
da: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu
prójimo como a ti mismo» (10, 27). Lo primero debiera ser
que Dios esté presente en nuestra vida. No saldrán las cuentas
de nuestra vida si dejamos fuera a Dios; en ese caso todo
serán contradicciones. Por tanto, debemos creer en Dios, pero
no sólo teóricamente; debemos considerarlo como la realidad
más real de toda nuestra vida. Él debe, como dice la
Escritura, penetrar en todos los estratos de nuestra vida y
llenarla completamente: el corazón debe saber de él y dejarse
alcanzar por él; el alma, las energías de nuestro querer y
decidir, la inteligencia, el pensamiento. Él debe estar presente
en todo momento. Y nuestra relación de fondo con él mismo
debe llamarse amor.
Esto a veces puede resultar muy difícil. Puede suceder,
por ejemplo, que un hombre esté enfermo o impedido. A otra
persona la pobreza le hará la vida insoportable. Otro perderá
las personas, de cuyo amor dependía toda su vida. Las
desgracias pueden ser múltiples. Entonces es grande el
peligro de que el hombre se amargue y diga: Dios no puede
ser bueno, pues si lo fuera no se habría comportado conmigo
de esta forma. Si Dios me amase, me habría creado de otra
forma y me habría dado otras circunstancias existenciales.
Una tal rebelión contra Dios es muy comprensible,
pues en esos momentos parece casi imposible el amor de
Dios. Pero quien se abandona a una rebelión de ese tipo está
envenenando su propia vida. El veneno del no, de la rabia
contra Dios y contra el mundo que le devora desde dentro.
Pero Dios nos está exigiendo, por decirlo así, un anticipo de
confianza. Nos está diciendo: sé que ahora tú no me
comprendes, pero confía en mí a pesar de todo; cree que soy
bueno y ten el valor de vivir en esta confianza. Entonces
reconocerás que precisamente así te he hecho bien. Existen
múltiples ejemplos de santos y de grandes hombres que han
tenido el valor de esta confianza y que, precisamente así, en
la mayor oscuridad han encontrado la verdadera felicidad:
para sí mismos y para otros muchos.
Para una vida feliz es preciso, por tanto, un
entendimiento íntimo con Dios, sólo si esta relación de fondo
funciona bien, las otras relaciones podrán ser justas. Por eso
es importante aprender a lo largo de toda una vida y desde la
juventud, a pensar con Dios, a sentir con Dios, a querer con
Dios, de modo que desde aquí surja el amor. De esa forma el
amor se convierte en el elemento de fondo de nuestra vida.
Estamos hablando del amor del prójimo, por supuesto.
Porque si el elemento de fondo de mi vida es amor, entonces
también mi relación con el prójimo, que Dios ha puesto en mi
camino, podré vivirla a partir de la aceptación, de la
confianza, de la afirmación y del amor. La Sagrada Escritura
adopta para descripción del amor del prójimo un modo de
decir muy sabio y profundo: «amar como a ti mismo». No
exige un heroísmo aventurado y falso. No dice: debes negarte
a tí mismo y existir únicamente para el otro, debes olvidarte
de ti, o cosas parecidas. No, sino: como a ti mismo. Ni más ni
menos. Una persona que no esté en paz consigo misma no
será tampoco buena para los otros. El amor verdadero es
justo y nos conduce a amarnos como a miembros del cuerpo
de Cristo. A sí mismo como a los otros. Liberarse de la falsa
perspectiva con la que todos nacemos, como si el mundo
girase en torno a mi yo. Todos nosotros debemos aprender a
hacer por medio de la fe una especie de giro copernicano.
Copérnico descubrió que no es el sol el que gira alrededor de
la tierra, sino que es esta tierra junto con los otros planetas la
que gira en torno al sol. Cada uno de nosotros se ve a sí
mismo, al principio, como una pequeña tierra en torno a la
que todos los soles deberán girar. La fe nos enseña a salir de
este error y a entrar junto con todos los otros, por decirlo así,
en la danza del amor en torno al único centro, en torno al
centro que es Dios. Únicamente si Dios existe, sólo si él es el
centro de mi vida, solamente entonces será posible este
«amar como a mí mismo». Pero si él existe, si se ha
convertido en mi centro, entonces es posible también llegar a
la interna libertad del amor.
En teoría el doctor de la ley del evangelio de hoy lo
sabía todo esto muy bien. ¿Por qué, pues, se lo pregunta al
Señor? El evangelio nos dice que le quería tentar, le quería
poner en un aprieto. Su segunda pregunta, sin embargo, nos
hace ver que él mismo no estaba muy satisfecho de la
relación recíproca en que se encontraban teoría y praxis en su
propia vida. En efecto, en su tiempo —en el tiempo de
Jesús— existía una fuerte controversia sobre la praxis justa
del amor al prójimo. El buen hombre quería, evidentemente,
enredar a Jesús en esta controversia y así quitarle simpatías,
aún sabiendo que la respuesta teórica no se cuestionaba. Con
la parábola (la del buen samaritano) Jesús responde a la
controversia viva en el Israel de su tiempo.
Estaba, en primer lugar, el grupo de los combatientes
que militaban por el reino de Dios, llamados los sicarios, que
se habían agrupado en torno a Judas el galileo. Eran
guerrilleros que buscaban el reino de Dios con la guerrilla
armada. Se podría pensar que los ladrones que asaltan al
hombre camino de Jericó pertenecían a los sicarios. Para
ellos la violencia era el medio del amor, a fin de provocar la
llegada del futuro reino. Después estaban los fanáticos
religiosos, los zelotes, que deseaban la restauración de la
religión pura con todos los medios, incluidos los violentos.
Estos y otros grupos similares tenían en común una confianza
total en la estructura, y en ella depositaban todo su amor.
Para ellos amor era cambiar el mundo de modo que se
convirtiera en reino de Dios. Con esta máxima en su corazón
podían atacar a otros, o al menos pasar junto a ellos y
abandonarlos. Sin embargo el samaritano aparece sin teoría
alguna. Es su corazón quien le sugiere lo que es el amor: aquí
y ahora ayudar al necesitado con todo lo que tengo y poseo.
Actuar con él como si fuera yo mismo.
Y así la respuesta de Jesús a la controversia de las
teorías es completamente práctica: el amor del prójimo debe
ser realmente amor del prójimo, amor por el prójimo; su
esencia consiste precisamente en el hecho de no diferir el
bien en un futuro, sino que en total proximidad hago lo que
puedo hacer. La violencia no puede ser un medio del amor, y
tampoco la indiferencia. El amor no debe tener miedo.
Quizás el sacerdote y el levita, independientemente de las
teorías, solamente tenían miedo de que les pudiera ocurrir
algo, y por eso pasaron deprisa junto a aquel lugar siniestro.
La parábola nos enseña que no son las grandes teorías las que
salvan al mundo, sino el valor del acercarse, la humildad que
sigue a la voz del corazón, que es la voz de Dios.
La parábola intenta, pues, hacer nuestro corazón
vigilante, para que aprendamos a ver dónde hay necesidad de
nuestro amor. A base de hablar del amor del prójimo hemos
llegado, y no pocas veces, incluso a «mordernos y devorarnos
mutuamente» (Gal 5,15). Discutimos acerca del amor y nos
hemos hecho incapaces de darnos cuenta de lo que está
cercano a nosotros, del prójimo que nos necesita. Pidamos al
Señor que despierte nuestro corazón para que podamos ver.
Porque solamente así comprenderemos lo que significa: ama
a tu prójimo.
II: La mirada pura y el buen camino
(Homilía de la festividad de San Enrique,
emperador)
La Iglesia celebra hoy la fiesta de San Enrique, que
desde 1002 a 1024 fue emperador del Sacro Imperio
Romano, y por tanto el hombre más poderoso de la Europa
de su tiempo. Fue declarado santo porque puso su poder al
servicio de la verdad y del bien; porque supo reconocer el
poder como deber y servicio. Por eso le podemos venerar,
aunque no parezca ser el mejor modelo de quien aprender,
debido a la gran distancia que hay entre las situaciones de su
vida y las nuestras. El problema de la mayor parte de
nosotros no está en la justa relación con el poder, sino en
llegar a ser señor de nuestra
impotencia. Y si él tuvo que luchar para no dejarse
deslumbrar por la riqueza, la mayor parte de los cristianos en
esta tierra deben procurar, para que en su pobreza puedan
mantener libre la mirada hacia Dios.
Y así este santo parece a primera vista muy lejano de
nosotros. Pero la oración de hoy de la Iglesia traduce su vida
en un camino que nos afecta a todos. Los puntos de partida
son diversos, ciertamente, pero la dirección es la misma. La
oración de la Iglesia extrae, por decirlo así, de la
multiplicidad de sucesos externos el íntimo hilo conductor y
nos indica el camino a todos nosotros. Intentemos entender
paso a paso algunas de sus enseñanzas.
En primer lugar esta oración habla del hecho de que
San Enrique poseyó la plenitud de la gracia. Lo que tenía, lo
que era, no lo tenía por sí mismo: le había sido regalado, era
gracia, y por tanto era también responsabilidad, que debía
llevar ante Dios y ante los otros. Si bien nuestra vida sea
completamente distinta, sin embargo, vale lo mismo para
nosotros: todo lo esencial de nuestra vida se nos ha dado sin
nuestra colaboración. El hecho de que yo viva no se debe a
mi esfuerzo; el hecho de que haya personas que me han
introducido en la vida, que me han hecho sentir el amor, que
me han dado la fe y abierto la mirada hacia Dios, todo eso es
gracia. No habríamos podido hacer nada si antes no se nos
hubiera dado.
En este momento se precipitan en nosotros las
preguntas: ¿Acaso es justo Dios con sus dones? ¿Por qué da a
uno tanto y a otro tan poco? ¿Por qué para uno todo se
convierte en una carga pesada y para otro todo parece que le
sea favorable? Mientras nos devanemos los sesos con
semejantes preguntas, no llegaremos nunca a vislumbrar la
verdad. No sabemos cómo van las cosas en el corazón del
otro; conocemos únicamente pequeños sectores de la
totalidad de lo real y seríamos, por tanto, muy irracionales en
nuestras reflexiones si quisiéramos, con lo poco que
sabemos, juzgar todo el mundo. Por ejemplo, ¿cómo
podemos saber que para el emperador Enrique el poder
significó también felicidad? ¿No podría ser que el poder
hubiera sido un terrible peso para él ante la magnitud de las
decisiones en que se encontraba? Podemos hacernos una
ligera idea de lo difícil que fue en su alma el destino de no
tener hijos, y los historiadores nos han transmitido los
tormentos y dolores que por muchos años tuvo que sufrir con
su enfermedad. Y así, también él, tuvo que aprender que la
gracia de Dios con frecuencia es oscura, pero que se
encuentra precisamente en el dolor.
La gracia es por tanto una cosa muy especial: no se la
puede medir como se cuenta el dinero o se calcula el
patrimonio. Hay que aprender a reconocerla como gracia en
la vida y en el dolor, en el hablar cotidiano con Dios. Dios se
nos anticipa siempre con su gracia, y en cada vida existe lo
bello y lo bueno, y lo podemos reconocer fácilmente como
gracia, como rayo de luz de la divina bondad, si tenemos
abiertos los ojos de nuestro corazón. Y si nosotros hacemos
esto, si hemos conocido primero a Dios en su bondad,
entonces podremos también aprender que Dios nos precede
siempre como gracia, y que su pensamiento es bueno para
con nosotros. Así este santo nos puede animar, en primer
lugar, a buscar la gracia, y a confiar en Dios, incluso cuando
no le comprendemos .
En la siguiente proposición la oración nos dice que
Dios ha orientado admirablemente a este santo desde la
preocupación del poder terreno hacia las cosas superiores.
Para quien rece, es ya una especie de milagro, cuando uno,
atareado en las preocupaciones de un gran imperio, aún
puede darse cuenta de la existencia de algo más alto, y
encuentra todavía la fuerza de levantarse y de mirar a esa
realidad superior.
Para nosotros la situación no es esencialmente distinta.
¿Acaso no nos parece la preocupación por la vida diaria tan
importante, que no encontramos tiempo para mirar más allá?
Nos preocupamos por la comida y por la vivienda, por
nosotros mismos y por las personas que nos rodean; la
profesión, el trabajo; está la responsabilidad por la sociedad
en general, para que sea cada vez mejor, para que cesen las
injusticias y todos podamos comer el pan en libertad y en
paz. ¿No es lo suficientemente importante todo esto como
para que las otras cosas nos parezcan no significativas?
¿Acaso no es todo esto lo más importante? Cada día más se
extiende la opinión de que la religión es perder el tiempo y
que sólo la acción social representa un modo de actuar eficaz
para el hombre.
Hoy parece también un milagro el hecho de que nos
dejemos orientar hacia cosas superiores. Gracias a Dios, aún
hoy se da este milagro. Un obispo amigo mío me ha contado
que con ocasión de un viaje a Rusia se le dijo que en este país
hay un 25% de creyentes y un 13% de ateos; el resto, es decir
la mayor parte, serían «buscadores». Resulta impresionante.
Setenta años después de la revolución, que ha definido la
religión como superflua y engañosa, existe un 62% de gente
preocupada, que experimentan interiormente la existencia de
algo superior, aunque no lo conozcan todavía. Las cosas
terrenas van bien sólo cuando no olvidamos las superiores:
no podemos perder el camino justo que distingue al hombre.
No podemos mirar sólo hacia abajo; debemos levantarnos y
mirar hacia arriba, sólo entonces viviremos justamente.
Debemos insistir en la busca de cosas mayores y convertirnos
en una ayuda para quienes intentan levantarse y encontrar la
verdadera luz, sin la que todo es tiniebla en el mundo.
Finalmente las dos afirmaciones, en las que se refleja
la vida de nuestro santo, desembocan en una invocación:
Quiera Dios concedernos lo que se le ha dado a él; en el
sucederse de las cosas de este mundo nos conceda caminar,
andar con rapidez hacia Dios con un sentimiento puro. Hay
que considerar aquí tres elementos. Por una parte está la
multiplicidad de las cosas terrenas. Son las preocupaciones y
los deberes, desde la mañana a la noche, que llenan nuestra
mente y nuestro corazón, y nos siguen durante el sueño.
Entre todo esto está también la ola de transformaciones en la
que estamos envueltos; las imágenes que se precipitan
incesantemente, y todos los pensamientos y las opiniones con
las que el mundo nos acomete. Al poder opresor de esta
multitud la oración opone otros dos elementos: la mirada
pura y el camino dirigido a la meta. No son fáciles de
alcanzar ni uno ni otro. Porque ¿quién puede, todavía hoy,
alzar la mirada a través de la multitud de experiencias y de
imágenes, de ideologías y de opiniones dominantes? ¿Quién
puede darse cuenta de lo que es justo en la enormidad cada
vez mayor del saber y de las contradicciones de los
especialistas? Solamente Dios nos lo puede conceder, y por
eso ésta es una oración a Dios, en quien converge todo lo
demás.
Solamente Dios nos puede procurar una mirada pura;
sólo él puede liberarnos del desconsuelo del escepticismo y
hacernos ver la verdad a través de _toda la confusión. La
mirada pura e idéntica con la fe, que nos dice lo que es
decisivo y esencial en la impenetrabilidad de las cosas de este
mundo. Pero conservar la fe y, así, ver la justa dirección es
hoy, como en todo tiempo, y quizás más que en ningún
momento, una gracia que debemos invocar a Dios.
La segunda oración, la del camino hacia la meta, que
es Dios, se evidencia por sí misma después de todo lo que
llevamos dicho. La fe permanece estéril si no es una fe viva.
Ciertamente puede suceder que alguien adquiera la intuición
de la fe, pero que espere en adecuar su vida a ella para otro
momento. Pero la fe no se puede posponer. La fe es siempre
actual. Por eso la oración nos recuerda que debemos
«apresurarnos» ante Dios. «Nada se puede anteponer a la
obra de Dios»: así se expresa esta urgencia de la fe en la regla
de San Benito. Tampoco esta postura la acepta fácilmente un
hombre, agobiado por las inquietudes de cada día. Hace falta
un paso ligero y enérgico que no nos deje distraer de la meta.
Si hubiéramos tenido que componer la oración
nosotros mismos, habríamos expresado otras peticiones: que
nos vaya bien este o aquel asunto, que se nos ahorre algún
mal que nos amenaza, o cosas parecidas. También el santo
emperador Enrique habría hecho lo mismo con respecto a
otros temas; encontrar la decisión justa ante un problema,
superar ciertos obstáculos, conducir a buen fin un
determinado proyecto, etc., etc. Todos estos intereses están
justificado, los podemos, sin más, presentar ante Dios.
Pertenecen a las «cosas mutables de este mundo». Son
importantes para nosotros, por supuesto; pero no son lo único
ni lo definitivo. Estas cosas no nos pueden absorber hasta el
punto de perder la mirada pura, la mirada por la verdad que
nos vincula a todos, y el camino justo, el camino que nos
conduce hacia Dios.
Así esta oración, a partir de la personalidad de San
Enrique, nos recuerda lo esencial de nuestra vida. Nos
exhorta a no precipitarnos en nuestras cosas particulares, sino
a mirar a la meta y a ser, al mismo tiempo, útiles a los demás,
ya que cada persona, que ve la verdad y la hace suya, ayuda
al otro y ayuda al todo: para que Dios permanezca visible en
el mundo y el mundo continúe en movimiento hacia él; esto
es lo más importante y necesario de todas las cosas, el
presupuesto de todos los otros bienes. Y por esto hemos de
rezar. Amén.

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