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MELGAREJO LE ROBA LA MULA AL PADRE DEL SOCAVÓN DE ORURO

Por tradición los soldados del batallón legión sabían lo que les esperaba, aguerridos y hambrientos
se habían sublevado sorprendiendo a los oficiales de guardia. El sargento Melgarejo se ascendió
en una casaca y charreteras de coronel, abrió con una bayoneta la caja del cuerpo, repartió los
quintos y tomines de plata y todos salieron a atacar la fortaleza. Rechazados a cañonazos se
replegaron a consolarse con el saqueo de 3 o cuatro casas de Oruro incluida la del tesorero que
guardaba de 5 a 6000 pesos. tiros y fogatas para combatir el frío y azar corderos, vítores al general
Ballivián y libre consumo de licor en chucherías y pulperías. Todo un día fue dueña de la ciudad la
horda broncínea de mestizos hirsutos, “acostumbrados a morir a bala” en guerras internacionales
y civiles. Casacas de lana colorada, pantalones de bayeta blanca, quepis francés y ojotas por
calzado, “había 2 del botín y encabezados por sus sargentos emprendieron la fuga tomando unos
la dirección de patria y otros la de Toledo”. Entre muertos, heridos y prisioneros cayeron más de
100 en la persecución.

Pero el principal conductor de las tropelías por ver por beber y violar a una mujer del pueblo, se ha
quedado dormido en un tugurio te los extramuros. No siente la picadura de las pulgas que libán el
dulce alcohol de su piel hasta que le toca la cara un rayo de sol. Tarda en ordenar lo sucedido.
Extiende la mano: la mujer ya no está, impresión que le despierta completamente. Puede delatar
su escondite. Se incorpora, golpea su cabeza con una viga: rápido, los pantalones, el fusil, la
cartuchera, el quepis, el poncho. Asoma la cabeza por la puerta, le deslumbra el Sol. Reconoce que
está cerca de la mina, senderos áridos y brillantes, los techos de paja sobre muros de adobe, revisa
sus bolsillos y sale, demasiado corpulento para disimular se prefiere marchar arrogante, mirando
al frente a unos mestizos cual si estuviera en busca de soldados fugitivos.

Entre pajas bravas y arenas, tan grande como es, debe desaparecer en la pampa bajo el cielo de
añil, sin dejar de ser. Siente mucha sed por la resaca alcohólica. Cabrillea el Sol en una delgada
corriente que baja del cerro, se echa de bruces, bebe se moja la cabeza y luego toma el sendero de
la serranía. Es la región que cruzó en la Revolución del general Guilarte. Con la mano como visera
mide por la altura del sol el tiempo quieto entre el espacio azul y los nevados lejanos: cerca del
mediodía y unas 30 leguas hasta la frontera del Perú. Divisa que por la ladera vienen indios con su
recua de llamas. Muestran recelo, no le entienden, son aimaras. Se detiene en la cuesta y vuelve la
cabeza: toda la ciudad de Oruro, con sus techos de paja, su torre y sus calles se le muestra como
una manada paralizada en medio de la pampa, tan cerca que parece no hubiera andado una hora.
Siempre ha visto parecidos espejismos en el altiplano. Del mismo modo la transparencia del aire
diseña nítidamente en la lejanía intacta la figura de un hombre montado en una mula. Se va
precisando: sombrero negro, poncho y bufanda de vicuña, nariz colorada, el cura de la capilla del
socavón.

“Buenos días, tatay (padre mío). El cura le responde con la bendición para caminantes: “Ave María
purísima”. “Sin pecado concebida”, responde el soldado descubriéndose y mostrando el arco
superciliar prominente y la frente deprimida. inolvidable fisonomía: “tú eres Melgarejo, ¿no?,
¿qué haces aquí badulaque, soldado suelto?”. El badulaque sonríe, mira la semilla con ojo de
conocedor y recurre al quichua, idioma esotérico para la confidencia entre mestizos de como un
ancestro: “He sublevado al batallón legión, estoy huyendo al Perú”. Al santo varón le parece de
rutina, ni siquiera pregunta por qué ni para quién y esbozó un gesto de resignación. Pero el
soldado salta de su premisa a la conclusión: “Ahora tendrás que prestarme tu mulita”. cambia el
cura a la ironía: “?yo debo ayudarte a desertar? …No digas son serás sabía que eras medio loco,
pero no tanto, yo te di la comunión en la misa de campaña”. “Me acuerdo tatay, no dejarás pues
que me fusilen, desmonta nomás por las buenas”. “No desmontaré tú no te atreverás a tocar a un
ministro del señor”, pero el gigante mientras pregunta: “?no ves que estoy apurado?”, le pasa los
brazos por debajo de sus sobacos, le alza como a un niño y lo pone parado en el suelo. Le alcanza
el sombrero de tela: “Lo has hecho caer”. Sacudiendo el polvo del sombrero: “Primero motín, ¿no?
Y después asalto, ¿no?, tendrás que responder por los dos delitos!”. “Ajajayllas, preso por cien,
preso por mil”. “Hijo me obligaras a andar a pie hasta Oruro, cargando alforjas”. “No porque las
alforjas vienen con la mula”. Mira el cura a todos lados, ningún socorro del cielo ni de la Tierra.
Murmurando y resoplando mete las manos a la alforja y saca una estola, un breviario y una botella
de vino. “No, la botella no”. El sargento tercio el fusil, asegura la cincha y monta. Al partir: “Dios
pagarásunqui, tata”. Vuelve entonces el cura al idioma español: “El diablo te lleve, facineroso,
ladrón de caminos, sacrílego, carne de patíbulo¡”. Nada más en la pampa infinita bajo el cielo
impertérrito: un cura a pie maldiciendo a un sargento montado que inicia su marcha entonando
una tonada criolla en quichua:

(Que frio, que brisita helada/ ábreme tu puerta, cholita/ si no la quieres abrir/ devuélveme mi
frazada, bandida!)

Las gentes de Oruro al verle llegar a pie, todo polvoriento y derrengado, pensaron que el cura
había sido votado por su mula, pero cuando narró el atraco el atraco tuvieron que disimular la risa.
Normal es que los soldados se amotinen contra el gobierno, pero solo ese Melgarejo falta además
a la Iglesia. “Es el mismo pícaro que incendió la casa mata en el Perú”. Originales fechorías,
germen del participio “melgarejada”.

Fragmento de: Las dos queridas del tirano, de Augusto Cespedes.

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