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Macarena García – Lastra Martorell

Viaje a Maturin

Hace mucho tiempo, mucho antes de lo que aparece en los libros de historia, había un pueblecito de
pescadores en la costa de un reino que ya no existe. Los ciudadanos de este pueblo eran gente
humilde, que vivían al día en pequeñas casas de piedra con grandes chimeneas. En el pueblo se
podían ver múltiples utensilios relacionados con la pesca: herramientas de todo tipo, puestos de
reparaciones de barcos, tejedores de redes y toda clase de utensilios que estas gentes utilizaban
para ganarse la vida en el mar.

Además, había una fragua donde el herrero forjaba los arpones y los anzuelos para los pescadores
más intrépidos. Estos marinos se adentraban en una zona de pesca que estaba no muy lejos de una
extraña isla, donde las corrientes eran muy fuertes y peligrosas, y es que cuenta la leyenda que la
sirena Daedra, hija del rey de los mares, provocaba grandes corrientes alrededor de la isla para no
permitir que ningún humano pudiese acercarse.

Se trata de la isla Maturin, que hace muchísimo tiempo era una tortuga gigante amiga de la sirena
Daedra que un día decidió dejar de nadar porque su corazón se ensombreció al ver lo que hacían los
humanos en el mar sin ningún tipo de compasión. Los humanos mataban más de lo que consumían y
no apreciaban todo lo que la naturaleza les ofrecía, es por ello que un día Maturin dejó de nadar y
concentró sus últimas energías vitales en hacer crecer todo tipo de riquezas en su caparazón para
compensar toda la vida que habían destruido los humanos.

Esto a la sirena le pareció muy injusto, ¿por qué su amiga se tenía que sacrificar dando su vida por
algo que han destruido otros? Así que prometió que no dejaría jamás que ningún humano se
acercase a la isla para saquearla hasta que le demostrasen que tenían corazones puros y buenas
intenciones.

A los niños les encantaba escuchar estas historias. Todos los días cuando el sol estaba a punto de
ponerse se arremolinaban alrededor del viejo Ben, este era un hombre muy mayor que decía que
había recorrido todos los mares conocidos y les contaba a los niños historias de sus viajes. Una de
estas historias es la leyenda de la isla Maturin que le gustaba especialmente a Ivy, el hijo del herrero.
Todos los días después del cuentacuentos habitual Ivy preguntaba a su padre:

—¿Por qué no puedo salir a pescar como hacen mis amigos que van con sus padres?

—Hijo, es nuestra responsabilidad dotar a nuestros pescadores de buen material para que nos
traigan los mejores peces. Nosotros los ayudamos a ellos y ellos a nosotros, es un trabajo en equipo.
—Ya, pero yo quiero navegar, no quiero quedarme en tierra. Quiero llegar a la isla de Maturin…

—El viejo Ben... Os cuenta esas historias para entreteneros, pero ninguna es real. ¿No te das cuenta
de que se inventa todos sus cuentos? —dijo con una sonrisa—. Yo también me las creía cuando tenía
tu edad. Ben lleva contando sus historias desde hace décadas, siempre las mismas; de hecho, ya era
viejo cuando nos las contaba a nosotros.

—¡No papá! La historia de la isla es real, Ben me ha dicho que la pepita de oro que lleva colgada al
cuello es de la isla.

—¡Ay, hijo! La habrá conseguido haciendo algún trueque con algún comerciante. Venga, basta de
historias por hoy y a dormir, que mañana tenemos mucho trabajo.

Ivy obedeció a regañadientes. Lo que su padre no sabía, es que Ben le había entregado la pepita en
secreto hacía unas pocas horas…

—Pequeño Ivy, tú y tus vecinos os merecéis una vida tranquila y sin penurias —dijo Ben cuando ya
solo quedaban él y el joven Ivy ante la fogata de los cuentos—. Llevo muchos años con vosotros,
observándoos; sois buenas personas, nobles, trabajadoras y honradas, y aunque todos piensan que
mis historias son simplemente un cuento, sólo en tus ojos veo ese brillo que conozco muy bien, sólo
en ti veo el poder para llegar a la isla. Toma esto, la llave para llegar a Maturin —Ben se puso en pie
frente a la fogata y, abriendo su puño sobre la mano del muchacho, dejó caer la brillante pepita—.
Ve Ivy, que tu corazón no albergue ningún miedo.

Por un momento, Ivy sumergió su mirada en el mágico brillo que desprendía aquél pequeño trozo de
mineral que reposaba en la palma de su mano.

—No temas pedir ayuda, estoy seguro de que elegirás bien tu compañía.

—Pero Ben —replicó Ivy sin dejar de observar la pepita—, yo no sé nada de navegación, ¿cómo
pretendes que llegue a la isla? Si ni siquiera tengo una barca…

Al levantar la cabeza, Ivy reparó en que estaba hablando solo, pues Ben se había esfumado. ¿Cómo
es posible que un hombre tan anciano pueda moverse como un gato en la noche?

—¡Ve niño! ¡Esta misma noche! La luna despejará las sombras y te guiará en la oscuridad.

Asustado, se giró bruscamente buscando la voz que acababa de escuchar, pero se encontraba solo
ante la fogata. Era la voz de Ben, sin duda, pero sólo la escuchó en su cabeza, como un pensamiento.

La luz del sol ya se había extinguido por completo. La oscuridad de la noche sólo se disipaba de vez
en cuando con unos tímidos rayos de luz de luna que atravesaban las nubes, insertados como lanzas
de tenue luz blanca. Ivy ya escuchaba las tranquilas y acompasadas respiraciones de sus padres
dormidos, muy cansados tras una dura jornada de trabajo. Era el momento perfecto. Con una
agilidad felina, Ivy saltó de la cama, sin hacer ruido salió del cuarto y, parándose a coger su zurrón
colgado al lado de la chimenea, con las brasas aun centelleando, abrió la puerta con sumo cuidado, y
corrió hacia el pueblo. Sabía perfectamente a donde se dirigía; necesitaba encontrar a Eko y a Annie,
sus mejores amigos.

Ivy corrió sin hacer ni un solo ruido a la Cala de la Gruta, un pequeño arenero no muy lejos del
muelle de los pescadores, donde hay una cueva en la que suelen jugar Eko y Annie después de
escuchar las historias del viejo Ben.

—¿Ese es Ivy? — Dijo Eko a la vez que Annie entrecerraba los ojos para conseguir identificar la figura
que corría bajo el muelle en la oscuridad.

—¡Sí que es! — Contestó Annie contenta.

Hola chicos —Ivy jadeaba después de la carrera—. ¡Por favor, tenéis que venir conmigo, esta noche,
ahora mismo! ¡Tenemos que llegar a Maturin antes de que salga el sol!

—¿Qué? ¿A Maturin? ¿Ahora? ¿Pero de qué estás hablando Ivy? Creo que has pasado más tiempo
de la cuenta con Ben—. A Eko todo esto le sonaba muy extraño, pero quería saber más, ya que Ivy
parecía estar hablando muy en serio. Annie escuchaba atenta.

—Chicos, por favor, tenéis que ayudarme. Ben me ha dado esto —abrió la palma de la mano y dejó
que el brillo de la pepita de oro iluminase las caras de sus amigos, que observaban boquiabiertos—.
Es la llave para poder llegar a la isla. Tenéis que creerme, Ben dice la verdad, lo sé, algo dentro de mi
está completamente seguro.

Annie, que no había dicho nada desde que Ivy había empezado a hablar, se colocó entre sus amigos
y, abrazándolos a ambos por los hombros, les dijo:

—Ivy, estás completamente loco, y ¡me encanta! ¡Por fin una aventura de verdad! No tengo ni idea
de qué te ha contado Ben, pero confío en ti.

—¡¿Pero qué dices Annie?! ¡¿Tú también?! ¡Estáis como cabras los dos! —Respondió Eko alterado—.
Además, por muchas ganas que tengamos de ir, ¿cómo pretendéis hacerlo? ¿nadando?
Necesitaríamos una embarcación, cosa que no tenemos, a no ser que creáis que voy a robar el barco
de mi padre —Ivy y Annie se miraron con complicidad— ¡Ni hablar! ¡Estáis completamente locos!

—Tranquilo Eko, nadie va a robar nada a nadie —Annie tranquilizó a Eko, que estaba ya muy
alterado—. Llevo dos años con un proyecto secreto. Ayudando a mi padre, muchas veces sobran
piezas de madera, restos de velas, cuerdas y clavos, así que, durante los descansos en el astillero, me
he dedicado a hacer mi propia barca. Sólo me falta calafatear alguna parte, pero yo creo que
podemos botarlo sin problema.

—Ah, suena estupendo. Llegar en una barca sin terminar a una isla protegida por una sirena y por
corrientes que pueden hundir un barco, de noche, todo por las historias de un viejo loco, ¿qué
puede salir mal? De verdad, no sé qué os pasa hoy. —Eko ya se lo tomaba como una broma.

—Eko, tu padre siempre presume de que su hijo es un gran marinero. No hay día que no diga que el
día que crezcas un poco más serás capaz de gobernar un barco tú solo, por muy grande que sea.

—¡Sí Eko! Mi padre dice que cuando crezcas serás un gran capitán. —Añadió Annie.

Eko, ante tales halagos, sintió cómo le embriagaba de repente una confianza absoluta. La verdad es
que el sentimiento que tiene cuando está embarcado no lo tiene en ningún otro sitio. Se siente
como pez en el agua.

—Sigo pensando que estáis locos, pero puedo echarle un vistazo a esa barca.

---

—No puedo creerme que estemos haciendo esto. —Eko agarraba firmemente el timón con su mano
izquierda, mientras que con la derecha guiaba la pequeña vela del cascarón de nuez de Annie. La
verdad es que cuando vio la embarcación, Eko enseguida reconoció el don que tiene su amiga como
constructora de barcos, supera incluso a su padre, el maestro armador. Aunque pequeña, era una
barca robusta y a la vez ligera, pese a haber sido construida con restos de madera. La vela era una
unión de tres retales de velas mayores, que estaban cosidos a la perfección y formaban una vela
pequeña, aunque perfectamente adaptada al tamaño del bote. Annie, invadida por la emoción de la
aventura, se sentaba al otro lado del timón, para una mejor estabilidad. El pelo de Ivy ondeaba con
el viento. Estaba en la proa con la vista fija en la isla, que ya no quedaba muy lejos. Su boca esbozaba
una sonrisa, ¡lo estaban haciendo!

Navegaban con viento a favor por un camino pintado por el reflejo de la luna. Aunque nerviosos y
excitados, se sentían arropados por esa luz plateada que parecía guiarlos y protegerlos.

—Ivy, Annie; tened cuidado, ¡agarraos bien! Hemos entrado en una zona de aguas turbulentas, esto
se va a poner peligroso.

Ivy oía la voz de su amigo, pero no le prestaba atención, estaba concentrado en lo que sus ojos
estaban viendo; algo se movía bajo el reflejo de la luna. Al principio creía que la luz se movía por la
fuerza de las olas cada vez más violentas; hasta que percibió que era una luz distinta, de un color
dorado, como el de la pepita que le había dado Ben, pero mucho mayor. Se acercaba con gran
velocidad hacia la pequeña embarcación.

—¿Qué es eso? — Preguntó Annie mientras se ponía en pie ayudándose de un cabo, boquiabierta.

—No lo sé… ¿Será…? ¡No es posible! — Ivy no era consciente de si lo había pensado o dicho en voz
alta. Eko, que agarraba con toda su fuerza el timón para combatir la fuerza de la marea, estaba
paralizado.

La luz, que ahora brillaba como un pequeño sol, se detuvo ante ellos. Las fuertes corrientes se
calmaron por completo. Estaban en la más absoluta calma. La luz permanecía inmóvil.

Los tres niños notaron una vibración, que detonó en una corriente de aire, como si se tratase de una
pulsación. ¡PUM! Parecía como si las aguas estuvieran latiendo, con un pulso espaciado en el
tiempo. ¡PUM! Otro latido. Cuando esperaban el siguiente latido, en lugar de este, se produjo algo
que los dejó atónitos: una gran esfera de agua con una luz dorada que los cegaba emergió con
violencia del mar. Estaba flotando encima de las aguas, allí mismo, delante de sus narices. La luz era
tan poderosa que eran incapaces de mirarla directamente, aunque comenzaba a atenuarse.
Lograron percibir una figura, una silueta que se dibujaba entre la luz. Cada vez se hacía más y más
nítida. Hasta que pudieron identificar lo que estaban viendo. Eko estaba a punto de desmayarse,
buscó la mano de Annie inconscientemente, buscaba algo que le atase a la realidad. Annie agradeció
la mano de su amigo. Ivy estaba de pie absorto justo delante de la gran esfera de agua brillante.
Sabía perfectamente ante quién estaba, pues se la había imaginado infinidad de veces.

Unos cabellos dorados, casi blancos, rodeaban un hermoso rostro de mujer con unos ojos del color
del sol, el más hermoso que habían visto jamás. Este pelo de plata caía como una cascada por unos
hombros de piel blanca y llegaban a cubrir parte de una coraza plateada que la figura llevaba ceñida
al pecho, con piedras preciosas y perlas engarzadas. La armadura terminaba donde deberían
empezar sus piernas, pero en lugar de éstas, una gran cola de pez de escamas de un color entre azul
y verde esmeralda brillante ondeaba dentro de la esfera de agua. Sus manos blandían un gran
tridente dorado que parecía forjado por los mismísimos dioses.

—¿Quién osa interrumpir el descanso de Maturin? — Dijo la figura con una voz sedosa, pero
profunda y poderosa.

Annie y Eko estaban ahora abrazados, como queriendo protegerse el uno al otro, pero sin dejar de
mirar la fuente de esa mágica voz.
—Venimos del pueblo de pescadores —llegó a pronunciar Ivy, armándose de valor, mientras la
mujer cambiaba el semblante a uno más sombrío.— No tenemos intención de molestar a nadie, mi
señora, sólo somos tres niños que quieren llegar a la legendaria isla.

—¿Y por qué iba a permitir que unos humanos, por muy niños que sean, puedan poner un solo pie
en la isla? ¡No os lo merecéis! —contestó la imponente figura de mujer, que ahora agarraba con
fuerza su tridente, amenazante—. Los hombres son codiciosos, arrogantes y engreídos, no respetan
la vida que les rodea, aunque sea la fuente de su subsistencia y de sus riquezas. ¡Soy Daedra, hija de
Océano y Gea, protectora de los mares y de Maturin…mi amiga — su rostro se entristeció — que dio
su vida para compensar el mal causado por vuestra especie! ¡Marcháos! ¡Marcháos para no volver
jamás, si no queréis ser testigos de mi ira! — Con estas últimas palabras, la calma de las aguas se
rompió y la embarcación comenzó a tambalearse, mientras unas nubes tormentosas se
arremolinaban tapando la luna.

Eko y Annie, como un rayo, se apresuraron a dar media vuelta al bote, pero Ivy se quedó cabizbajo,
contemplando con gran tristeza su puño cerrado.

—¡Ivy por los dioses! — Le gritó Eko — ¡Ayúdanos a salir de aquí! ¡Por favor Ivy!

—Pero Ben dice la verdad, yo le creo, estoy completamente seguro. — Susurró Ivy abriendo la mano,
contemplando la pepita que ahora parecía apagada, sin brillo. Tenía tantas ganas de llegar a la isla,
quería creer que eran capaces de hacerlo. Una lágrima recorrió su mejilla, y ésta cayó sobre la
pepita. Al impactar sobre la pieza de oro, hizo un curioso sonido, como el de un tañido de una
campanilla de cristal. El eco de este sonido pareció cambiar por completo la actitud de la sirena.

—¿Qué…qué es eso? ¿Qué tienes en la mano, pequeño? — Preguntó Daedra, con una curiosidad
que parecía no poder controlar.

Ivy, con los ojos vidriosos, levantó el rostro, mirando fijamente a la hermosa criatura.

—Me lo ha dado Ben…no lo entiendo, me dijo que era la llave…que mi corazón no albergase ningún
miedo…

—¿…Qué has dicho? – La voz de la sirena se quebró al escuchar la última frase de Ivy, era tan débil
que no llegaba a ser un susurro — ¿…Ben?

Un torrente de recuerdos se desató en sus pensamientos; recuerdos lejanos, muy antiguos, como un
cofre ajado que se abre en el fondo del mar, tras incontables años, inundándola de emociones ya
olvidadas. Sus ojos se llenaron de imágenes, momentos que ya no visitaba en su mente; el día que
conoció a aquel valiente y noble pescador, de corazón bueno y puro, que no temía a la criatura de la
que todo el mundo huía; los largos atardeceres que pasaron juntos contemplando el sol que parecía
no querer irse a dormir tras el horizonte, pues no quería dejar de contemplar a aquella mágica
pareja. Cuando su padre se enteró, prohibió al pescador volver a acercarse a ella o a la isla, bajo
pena de muerte, pues sabía de la naturaleza malvada de los humanos. El hombre aceptó en contra
de su voluntad, pues eso significaba no volver a ver a su amada, pero no antes sin retar al mismísimo
Rey de los Mares:

—Cumpliré tu voluntad, mi señor. Pero no puedo marcharme así: te desafío; seré capaz de encontrar
a aquellos hombres dignos de llegar a la isla, verás que no todos somos como crees. La persona que
envíe, será la portadora de algo proveniente de la isla. Si no lo consigo, podrás hacer con mi alma lo
que te plazca.

Océano, que confiaba totalmente en que tal gesta jamás se vería cumplida, le entregó una pepita de
oro al pescador, proveniente de la isla, aceptando así el desafío.

Daedra lloraba con gran tristeza, pues creía que no nacería jamás nadie que pudiese estar a la altura
del corazón de aquel noble pescador.

—No llores mi amor, volveremos a estar unidos. Que tu corazón no albergue ningún miedo... — Se
despidieron abrazados con un beso bañado en lágrimas, que ahora solo parecía ser un sueño de su
juventud.

—¡Ben! – dijo ahora con emoción, esbozando una gran sonrisa con el rostro cubierto por lágrimas de
alegría — ¡Lo has conseguido! ¡Por fin!

Daedra supo entonces que aquel niño era el elegido, quien le traería de vuelta con su amor. La
pepita brilló entonces con gran intensidad, el pacto con el Rey de los Mares se había cumplido. Los
niños se pusieron muy contentos.

—¡No me lo puedo creer Ivy, Ben tenía razón! — Dijo Annie saltando de alegría, mientras abrazaba a
sus amigos.

—¡Lo sabía! ¡Estaba completamente seguro! — Ivy lloraba ahora de emoción. ¡Podrían llegar a la
isla! Una nueva vida con muchas oportunidades que permitirían hacer crecer a su pueblo.

—¡Adelante niños, navegad hasta la orilla, Maturin os recibirá encantada! — La sirena agitó su
tridente, y una gentil corriente empujó a los niños hacia la isla, donde ya despuntaba el alba.
—Entonces, ¿aquella fue la primera vez que navegaste? — Preguntó una voz del corro de niños.

—Así es, fue la primera de muchas aventuras —contestó el hombre anciano que se situaba en el
centro del grupo de niños—. Seguiré navegando hasta el día en que tenga que abandonar este
mundo.

—Pero viejo Ivy, si ya vivimos todos en la isla, ¿por qué sigues navegando? — Preguntó otra voz
curiosa.

—Porque aún quedan buenas personas en este mundo, que se merecen vivir en un lugar tan
próspero como nuestra isla, y es mi misión encontrarlas y traerlas —Ivy se inclinó hacia delante y
susurró con una sonrisa—. Además, sé cómo encontrarlas. —Abrió la mano y una fina cadena
dorada se deslizó, haciendo pendular algo que brillaba con una intensidad mágica, una pequeña
pepita de oro.

Un albatros sobrevoló al grupo de niños curiosos, moviéndoles el pelo con el impulso de sus alas. El
animal sobrevoló un gran pueblo de pescadores y comerciantes, lleno de vida y felicidad. Los
muelles estaban abarrotados de embarcaciones de todo tipo, descargando grandes cantidades de
pescado y mercancías de lo más curiosas. Eko acababa de amarrar su barco, muy cerca del astillero
donde Annie instruía a carpinteros y armadores.

El albatros zigzagueó entre los mástiles y se dirigió hacia una pequeña roca donde se detuvo a
descansar antes de adentrarse más en el mar. Desde allí, ante el sol del atardecer, un valiente
pescador, de corazón noble, se adentraba en las aguas donde su amada ya le esperaba, como cada
día del resto de sus días.

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