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ALICIA SÁNCHEZ

La elegancia del bisturí


Un artículo de Jose Ángel Conde

La búsqueda de ejemplos del controvertido subgénero splatterpunk en España es una


auténtica labor de minería. Si bien es cierto que su propia idiosincrasia anticomercial no
facilita las cosas para que la nómina de autores que se atreven con él sea más nutrida,
tampoco ayuda el hecho de que los escasos representantes que logran ser publicados
sean ninguneados sistemáticamente por gran parte del precario y dividido mundillo de
la literatura de género en nuestro país, una autonombrada “oficialidad” del fantástico tan
excluyente y sectaria como en el resto de manifestaciones culturales españolas. Ni
siquiera la literatura de terror en general ha empezado a ser respetada aquí, pese a su
larga tradición, hasta que la argentina Mariana Enríquez se alza con un merecidísimo
Premio Herralde en 2019 por su novela Nuestra parte de noche, acontecimiento que
esperemos marque un antes y después que, para (no) variar, ya viene con mucho tiempo
de retraso. Pero, pese a todas estas dificultades, el splatterpunk siempre ha estado ahí,
con la marginalidad que le caracteriza, y de ello da prueba la producción de un puñado
de autores que, si bien no se encuadran exclusivamente en este subgénero, sí que desde
el principio han encontrado en su estética y mecanismos la adecuada expresión para su
sensibilidad personal y no dudan en recurrir a él de forma habitual y espontánea. Y entre
los más destacados, si no tanto por cantidad sí desde luego por calidad, se encuentra sin
duda Alicia Sánchez.

Voto de hibridación

La obra de la catalana Alicia Sánchez Martínez es dilatada en el tiempo pero lo cierto


es que se ha desarrollado en una relativa invisibilidad hasta la publicación el año pasado
por la editorial InLimbo de su carismática antología de relatos de horror El dulce
líquido, un tardío reconocimiento que tiene mucho que ver con la onda expansiva del
mencionado “efecto Mariana Enríquez” y que esperemos sea progresivo. También hay
que señalar que, pese a no ser una autora demasiado prolífica, puesto que cuenta con tan

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sólo dos novelas y la mayor parte de su producción ha sido recogida en antologías
colectivas de relatos, sí que ha sido constante y ha ido cosechando buenas críticas hasta
ganarse poco a poco el respeto del mundo editorial y de los lectores. Y esto es así
porque Alicia Sánchez ha conseguido ya con esos pocos textos construir una narrativa
sólida y personal que no merece ser encorsetada en el asfixiante cliché de una
denominación de género. Es cierto que su punto de partida y mayor inspiración está en
el basamento del terror, pero su vino literario se macera con jugos e influencias muy
diversos a los que la autora recurre en función de las demandas de la propia historia.
Como buena narradora que es, Alicia Sánchez sabe que hay que dejar fluir el relato sin
detener su cauce vivo con prejuicios estéticos o éticos y que su expresión se encuentra
más cómoda en una literatura de meandros, la que ejemplifican bien los códigos del
propio splatterpunk, pero también los del horror corporal, la novela erótica, la novela
libertina y/o BDSM e incluso el noir. Estos son terrenos donde el riesgo y la
provocación van de la mano, pero siempre teniendo en cuenta que, más que buscar
“epatar al burgués” o escandalizar, sirven aquí al universo creativo de la autora con una
función catártica que empatiza con la experiencia del lector, merced a la magia del
artificio narrativo. Pero Alicia Sánchez se muestra más proteica aún y no hace ascos
tampoco a géneros más “aceptados” como el cuento infantil, la ciencia-ficción o el
steampunk. Ya desde antes del advenimiento del new weird, el concepto de “género”
está evolucionando y parece que lucha por la hibridación, por autodestruirse para
devenir pura literatura, puro arte de contar. La historia de la narrativa se caracteriza por
estos ciclos y eones estilísticos y nuestra autora navega por esta antimateria con suma
comodidad, porque en realidad es su terreno natural.

Perlas ensangrentadas

Como en el caso del otro gran exponente del splatter ibérico, el andaluz Juan Díaz
Olmedo, podemos situar los inicios de Alicia Sánchez en el comienzo del siglo.
Aunque la afición a la escritura la ha acompañado desde temprano, cuando a los doce
años descubre a la triada esencial Poe, Bécquer y Lovecraft, lo cierto es que su
arranque editorial vendrá precisamente cuando inicia su carrera como periodista del
corazón, según ella porque comienza a obsesionarse con el tema de los vampiros. No
sabemos hasta qué punto el mundo del papel couché, ya de por sí bastante vampírico,

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influyó en esta orientación (eso ya debería responderlo la propia autora), pero lo más
probable es que su pluma se soltara debido a la práctica de su profesión, permitiendo así
que ocurriera lo inevitable: el desbordamiento de su rico mundo interior. Así es como
empiezan a aparecer sus primeros relatos, otro campo arriesgado pero muy querido por
la escritora por su potencial experimental, de forma que Alicia Sánchez va desgranando
su particular collar de auténticas perlas ensangrentadas en numerosas antologías de
prestigio: historias cortas de diferentes registros que rezuman exquisitez sensual bañada
en hemoglobina, carne y muerte.

En un primer momento los patrones del terror se encuentran con el erotismo, la novela
negra y el juego literario en colecciones como I Antología Parnaso de Narrativa Breve
(Editorial Parnaso, 2004), Visiones 2006 (AECFT, 2006), Monstruos de la Razón I
(Saco de Huesos, 2009), 32 Motivos para no Dormir (Círculo Rojo, 2010) o las
diferentes antologías del certamen erótico Karma Sensual (2010, 2011 y 2012). En una
segunda fase, la de la eclosión y madurez que se inicia con el lanzamiento de su primera
novela, la obra de culto splatter Violeta en el jardín de fuego (Applehead Team, 2016),
Alicia Sánchez se lanza a explorar terrenos cada vez más heterogéneos, con
originalidad pero con más solidez y coherencia. Aparte de su opera prima hay que
destacar el punto de inflexión que supone ya la antología I Premio Ripley. Relatos de
ciencia ficción y terror (Triskel Ediciones, 2017), sin duda la mejor edición de este
certamen, con el sorprendente relato distópico Perlora, que luego se verá ampliado en la
deconstrucción de lo gótico y lo clásico de las diferentes colecciones colectivas
publicadas con Apache Libros (Vampiros en Barcelona (2017), Barcelona gótica
(2017), Vuelo de brujas (2018), Ácronos de acero y sangre. Relatos de terror
steampunk (2019) y Donde las hadas no se aventuran (2020)), a las que añadir el terror
social en Barriopunk (Cazador, 2021). Incluso se permitirá hacer una incursión en el
terreno del cuento infantil con la obra benéfica Gwendolina la niña vampira
(Pasionporloslibros, 2017). También a través de Apache dará el paso definitivo de dar
a luz su segunda novela en 2018, ese iconoclasta homenaje a la novela libertina que es
En carne extraña. Para terminar, y a la espera de una tercera entrega de su particular
trilogía del aprendizaje oscuro, era inevitable que Alicia Sánchez nos acabara también
ofreciendo su propio libro de relatos, las seis tesis de literatura fantástica que conforman
El dulce líquido (InLimbo, 2021), con las que comenzar la década consolidando su
propio santuario literario.

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Sutura literaria: carne, huesos y tú

Ya hemos apuntado que no es paradójico que sea en el mestizaje donde la autora vaya
conformando una voz personal, ya que es precisamente lo ecléctico el mismo signo de
los tiempos (¿”neoposmodernismo” o, en el colmo del retorcimiento clasificatorio,
“posposmodernismo”?), la propia psicoplástica de una generación que ha gozado de un
acceso prácticamente ilimitado a la cultura antes del advenimiento de la incultura de la
cancelación y (este sí más claro) del neopuritanismo. No se trata de recurrir al pastiche,
a la mezcla gratuita y sin personalidad, sino más bien de efectuar una pormenorizada
selección de todos los variados referentes e iconos con los que la sensibilidad del
creador más se identifica a la hora de entender y describir el mundo, una disección que a
veces se convierte en autopsia (por cuanto recupera incluso algunos subgéneros
olvidados) y que no desdeña la deconstrucción o la reinvención. Con todas estas piezas
se practica una auténtica sutura literaria, dando lugar a un corpus cohesivo, quizá
frankensteiniano (¿y por qué no?), que se sostiene autónomo por la diversidad de sus
propios elementos. Una feliz anarquía que, aunque a priori no pudiera parecerlo, tiene
mucho de subjetivo porque es netamente espontánea. No es sólo de mezcla de géneros
de lo que se trata; es más bien de alquimia en aras de la adecuada expresión.

Quizá la mejor forma de explicar esa diversidad y esa resistencia al encasillamiento de


la obra de Alicia Sánchez sea el hecho de que destaque al británico James Graham
Ballard como su escritor favorito, sin duda uno de los autores más inclasificables que
han existido y con el que comparte más de una obsesión, precursor de tantas cosas y
representante de ninguna, más que de su propia Weltanschauung. Basta con remitirse al
explosivo cóctel molotov cultural de nihilismo, lirismo de la destrucción y sexualidad
exploratoria (y muchísimas cosas más) que supone la novela Crash para hallar muchos
de los elementos que flotan dentro del tarro de las esencias de la autora. Buen ejemplo
de esta dialéctica entre el apocalipsis interno y el externo es el relato Perlora (I Premio
Ripley. Relatos de ciencia ficción y terror), que va más allá de la tecnofobia
proponiendo una realidad alternativa donde la humanidad se ha esclavizado a sí misma
al inmolarse en el altar de la singularidad tecnológica. Una historia sin concesiones ni
esperanza que es como una versión en negativo de San Junipero, uno de los capítulos
más optimistas de la serie Black Mirror, aquí hecho del todo añicos. Muy ballardiano

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también es el paisaje apocalíptico que nos envuelve durante todo el desarrollo de Piel de
sapo (El dulce líquido).

A medio camino entre la ciencia-ficción nada convencional y el terror podemos situar al


horror corporal, la misma vía por la que se introduce también el splatterpunk, en la que
es otra de las señas de identidad más poderosas que laceran las páginas de Alicia
Sánchez. Aunque quizá sería más correcto hablar de “drama corporal”, porque sus
personajes se definen por el sexo (tanto en el sentido erótico como en el de género y,
sobre todo, en el familiar) y las metamorfosis (físicas y éticas) a las que se ven
sometidos sus cuerpos, de los que parece florecer su personalidad antes que de sus
diálogos o pensamientos, en ese narrador omnisciente, minimizado y velado, que se
muestra con chispazos ambiguos hasta el punto de parecer inexistente. Se trata pues, de
auténticos “mutantes del espacio interior”, en especial en sus dos novelas,
protagonizadas por dos monstruos humanos en el sentido de estar dotados de
deformidades externas respecto a lo que se considera la “normalidad”. Tanto en la
Violeta de Violeta en el jardín de fuego (una mutante literal, de aspecto casi alienígena
y dotada incluso de poderes) como en la Isabel Ibernon de En carne extraña (una
mujer marcada por fuera y por dentro), aunque también en varios de los relatos que
componen El dulce líquido (El fruto de mi vientre, Carne quemada o, de nuevo, Piel de
sapo), la tara física siempre tiene una contrapartida psíquica y viceversa, porque es la
consecuencia de convulsiones sociales que se establecen ya a nivel microcósmico en el
seno de las familias, sobre todo con el mecanismo disparador del trauma pero también
de la culpa, para luego verse moldeadas por la macroestructura de una sociedad agresiva
e incomprensible, descrita con notas kafkianas. Mente y cuerpo son así inseparables y
por tanto se dañan y se mutilan simultáneamente, siguiendo los preceptos de la “Nueva
Carne” pero también del gótico, puesto que en este género, al igual que en la novela
naturalista decimonónica, incluso los traumas se transmiten de generación en
generación. Y es que el splatterpunk y el gótico proceden de una misma raíz, como ya
apuntara David Hidalgo Ramos en su decisivo ensayo Splatterpunk: el hijo rebelde del
padre Gótico. La autora no es ajena a esto y así no es casual que fusione el tema de la
maternidad trágica con uno de los mitos románticos por excelencia, el Frankenstein de
Mary W. Shelley, y, de paso, entroncando con el posthumanismo ballardiano, con la
alquimia galvanista en la historia de Mater Amantissima (Ácronos de acero y sangre.
Relatos de terror steampunk).

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Cuando Alicia Sánchez se sirve del gore lo hace de forma quirúrgica, casi aséptica, con
una narrativa secante, que introduce personajes, escenarios y situaciones con mínimos
pero precisos cortes. Es como una Siouxsie Sioux de la literatura, tal vez siguiendo el
espíritu de ese afterpunk del que es fan confesa, con ese equilibrio entre furia y
elegancia, finura en la perversión. Su bisturí separa, secciona lo que estaba unido pero
sin destruirlo, para propiciar un mejor análisis. Por supuesto la sangre fluye al aplicarlo
pero enseguida se espesa, se coagula de consecuencias y se trata de buscar las causas de
que sea derramada, su biografía y antecedentes, sin moralinas ni tesis, tan sólo
presentándola en acto. Su técnica tiene algo de esbozo, de instantánea fotográfica que
no nos cuenta la historia completa, sino que nos la esconde tras la compleja
organización de lo que está en la superficie, cercana también al artículo periodístico,
más como episodios de una historia mucho mayor cuya escritura tiene como objetivo
sugerir, nunca delimitar ni cerrar, una narrativa siempre abierta, como las heridas que la
pueblan. Hay algo del tono fragmentario e intencionalmente deslavazado de los cuadros
de Francis Bacon, donde lo desintegrado se presenta en su propio proceso de
descomposición y cambio frente a fondos neutros y duros.

A esta personalísima elaboración del exceso contribuye también el apoyo en numerosos


referentes cinematográficos, improntas visuales que parecen ser elaboradas de forma
inconsciente, ya que, aunque la propia autora declare que no son intencionados, afloran
inmanentes durante el proceso de lectura, adquiriendo un cariz muy subjetivo en
función de cada lector. Por citar algunos realizadores: sin duda el magisterio de David
Cronenberg, no tanto el de los festivales de la carne en Videodrome, sino el más
intimista de Inseparables (Dead ringers), donde el horror corporal establece una
perfecta fusión con la realidad, no en vano el ideal último de la “Nueva Carne”, y el de
Consumidos, su única y demoledora incursión en la novela, muy presente en las páginas
de Violeta en el jardín de fuego; el Hades fílmico de David Lynch en la dimensión de
pesadilla y en el sexo tratado como revelación casi mística; Jaume Balagueró en la
narración fragmentada y el estilismo de la truculencia; incluso se puede encontrar
también el minimalismo emotivo y la naturaleza tentacular de la identidad y lo social de
Carlos Vermut.

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La petit mort: deseo carnal y amor como sangre

Por supuesto que hay muchas más influencias. La más esencial es la del decadentismo
francés, que impregna su obra de un afrancesamiento distribuido en dos líneas: una más
externa y patente, que es la que inaugura la figura capital de Sade y llega hasta la
olvidada Pauline Réage, pasando por Octave Mirbeau; y otra menos clara, más
agazapada en espíritu, que es la de la gran renovación del lenguaje y la representación
aportada por Baudelaire y los francotiradores simbolistas y parnasianos. Entremedias
de todos ellos no podemos olvidar el hipotético puente que supone la figura de Georges
Bataille, con ese interés por la literatura más marginal tan propio de los surrealistas.

En referencia al concepto de erotismo, Bataille afirma ya en su capital ensayo, titulado


precisamente El erotismo: “Podríamos decir del erotismo que es la aprobación de la
vida hasta en la muerte”. En ese mismo sentido, en una entrevista recogida en el blog
La Cueva del Extraño (http://cuevatonyjimenez.blogspot.com/2016/07/charlamos-con-
alicia-sanchez-martinez.html), cuando se le preguntaba si existía alguna relación entre el
sexo y el terror, Alicia Sánchez respondía: “Claro que sí. Es una combinación clásica,
Eros y Tánatos. Vamos, yo diría que es LA COMBINACIÓN. El sexo es nuestra
principal obsesión y la muerte, nuestro gran temor. Juntar estos dos conceptos, tan
extremos e intensos, es una maravilla”. Una afinidad teórica que se plasma en el
despliegue práctico de una narrativa donde el deseo es el eje central, lo carnal
inseparable de nuevo de lo mental. El erotismo, según Bataille, es una construcción
cultural que bascula entre la creación y la destrucción y que, desde el origen de las
religiones y siendo parte de su fundamento moral, vincula el horror, lo repugnante y la
muerte, realidades que repelen al mismo tiempo que atraen, con lo sagrado mediante el
juego de las prohibiciones y sus transgresiones. Sería entonces un mecanismo elegido
por nuestra especie para apaciguar la tendencia al extremo, al exceso y al gasto que son
propias de la vida, una violencia que no permite que se desarrolle el mundo del trabajo,
el mundo civilizado.

El erotismo y su simbiosis de fuerza telúrica y prometeica es uno de los elementos


peculiares de la historia de la literatura francesa, como poderoso vehículo de ideas
incluso, más allá de la superficialidad que se le suele atribuir, precisamente en una
lengua en la que la sensación inmediatamente posterior al orgasmo es definida como la
petit mort, la “pequeña muerte”. En la tradición de sublimación de esa violencia a la que

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se refería Bataille, llegando aquí hasta la desintegración de todo límite y barrera en aras
del derrame casi fluvial de un deseo que desemboca en el océano de la crueldad, se
apoya la figura tan gigantesca como perturbadora del Marqués de Sade. La admiración
por Sade es común a muchas de las escritoras de horror españolas y latinoamericanas,
siendo los casos más notables y declarados los de Pilar Pedraza o Mariana Enríquez,
algo que no debería sorprender porque la dimensión absolutamente transgresora y
destructora de normas del francés es un lógico punto de referencia para cualquier artista
que quiera poner a prueba los cimientos morales en los que se fundamenta la (¿nuestra?)
sociedad y las relaciones humanas, sin olvidar tampoco su acusada dimensión política y
filosófica. Alicia Sánchez no es menos y hace de la lucha entre la libertad extrema de
los apetitos y la prisión de la realidad moral uno de los temas que vertebran su escritura:
un deseo más que carnal, transformador, que se acaba convirtiendo en un camino de
aprendizaje más allá del bien y del mal. Pero esta influencia condiciona también gran
parte de las decisiones estéticas (una vez más, en un terreno tan ambiguo, no podemos
decir si conscientes o no) de la autora.

Partiendo del propio Sade existe toda una línea de literatura decadente o decadentista
(dilettante), sobre todo francesa, emparentada con lo que se ha dado en llamar “novela
libertina” y que Alicia Sánchez tiene a bien, cuando no homenajear y recuperar,
instrumentalizar para servir a su decidido afán de plasmar el lado salvaje de la vida.
Aunque se desarrolla principalmente en el siglo XVIII, lo cierto es que podemos rastrear
los orígenes de esta corriente hasta el mundo clásico y, siendo justos, debemos apuntar
que sus intenciones van más allá de la satisfacción erótica. En plena Ilustración, esta
literatura equivaldría a ese sueño de la razón que produce monstruos, convirtiéndose en
un vehículo para la expresión y necesaria sublimación de los elementos más subversivos
de nuestra mente, la plasmación de la más absoluta libertad contra todo los dogmas,
costumbres y formas de poder que la encorsetan. Especialmente polémica, por
incomprendida, es la veta que abren Sade y, ya en el XIX, Leopold von Sacher-
Masoch con La Venus de las pieles, y que se centra en esa parafilia cuya denominación
parte precisamente de la fusión de los nombres de los dos autores: el concepto
“sadomasoquismo”, en fecha más reciente conocido (y ampliado) con el acrónimo
BDSM (Bondage/Disciplina Dominación/Sumisión Sadismo/Sadomasoquismo). Al
diálogo evidente entre la sumisión y el poder se va añadiendo una mayor sofisticación
que alcanza enormes cotas de lirismo y complejidad en obras tan reivindicables como El

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jardín de los suplicios de Octave Mirbeau o Historia de O de Pauline Réage (alias de
Dominique Aury/Anne Desclos).

En los últimos años han aparecido una serie de best sellers que se han apropiado de la
estética sadomasoquista pero de una manera más bien superficial, para dotar de cierto
morbo comercial a lo que en realidad son meras novelas románticas. Es el caso de Lena
Valenti, que engorda el pastiche aún más introduciendo fantasía y mitología (Saga
Vanir), y sobre todo del fenómeno Cincuenta sombras de Grey, que es el que nos
interesa aquí, la máquina de hacer dinero de E.L. James en respuesta a la cual nuestra
autora concibió su segunda novela: En carne extraña. Aunque los elementos BDSM
estén ya presentes en gran parte de su obra, En carne extraña es el particular homenaje
de Alicia Sánchez a este universo, mucho más complejo de lo que pudiera parecer, su
propia versión de Historia de O a través del relato de la sumisión voluntaria de Isabel
Ibernon, una mujer procedente de una familia acomodada que emprende su personal
periplo por el mundo de las fantasías más oscuras como forma de expiación de su
intenso infierno interior. Hemos utilizado antes el término “salvaje” pero en todo caso
no deberíamos equipararlo con “primitivo” puesto que el mundo del BDSM se revela
más racional de lo que pudiera parecer al lector neófito, con sus propias normas y
ritualizados rituales, la atención casi enfermiza al detalle, la disciplina y el castigo
conformando una realidad paralela al cotidiano imperio de la norma como coartada para
la exteriorización de la desviación reprimida. Todo esto es mucho más importante que
los desniveles en el ritmo e incluso lo esquemático de algunos personajes porque se
trata más bien, no paradójicamente, de un tipo muy especial de novela que fusiona las
ideas con los sentimientos, más cercana al mundo del subconsciente y de los sueños que
al de la “realidad”. De la misma forma que ocurre en la novela libertina, se suceden
situaciones que parecen reiterativas o folletinescas, melodramáticas, pero esto, en su
misma imperfección, no son más que piezas y gajos que se van juntando hasta
componer un todo, una pintura irregular de un mundo igualmente fragmentado. Hasta
que la moraleja amoral cohesiona la carne narrada cuando el latigazo de una sentencia
nos sacude con su temblor, iluminándonos con la comprensión final, sensorial más que
racional. Esto está perfectamente ejemplificado en el preciso y oscurísimo final, donde
se condensa y se “entiende” la Pasión o Vía Crucis de Isabel como una búsqueda del
placer casi mística, como una justificación sagrada de la existencia. Teniendo todo eso
en cuenta, lo cierto es que estamos de nuevo ante una novela de fuerte carisma, otro

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ejemplo más de como Alicia Sánchez logra engancharnos con una gran economía de
medios narrativos, lo que es una constante en su obra. Quizá es por ello que la autora
haya mostrado su predilección por el género del relato, pero lo cierto es que en las
narraciones largas consigue empapar la lectura con el fuerte vapor de una personalidad
propia, consiguiendo la densidad de atmósfera con un lenguaje a pesar de ello carente
de barroquismo. En el caso de En carne extraña, incluso el gore está más atemperado
aún, reservándose a momentos puntuales en los que se justifica para llegar a la apoteosis
emocional y dramática exigida por la historia, porque la sordidez de la misma ya tiene
toda la truculencia necesaria, un potente psicodrama en el que las emociones de sus
personajes aportan el auténtico componente extremo y ultraviolento.

Terror social: Nuestra oscuridad

De la importancia y el cuidado en el tratamiento de los personajes se desprende la


poderosa dimensión social que motiva gran parte de la obra de la autora barcelonesa. La
tendencia que se podría denominar como “terror social”, en muchas ocasiones político,
especialmente presente en la literatura del llamado “gótico latinoamericano” que
representan nombres como, de nuevo, Mariana Enríquez, pero también Mónica
Ojeda, Agustina Bazterrica, Samantha Schweblin, Gabriela Ponce o Luciano
Lamberti, entre otros muchos, demuestra la profunda renovación que está sufriendo el
género, que camina con paso firme hacia la madurez y, esperemos, que el respeto. Y
Alicia Sánchez se sitúa en el ojo de este huracán latino desde el frente europeo,
compartiendo con el americano gran parte de sus inquietudes temáticas.

De las prisiones individuales del deseo, redentoras y elegidas, pasamos a la enorme


prisión social, más despiadada aún y, sin duda, más difícil de combatir. Pero en este
“terror social” el punto de partida sigue siendo el cuerpo, más concretamente el
femenino, ya que la mujer es la gran protagonista de las historias de Alicia Sánchez. Es
el propio sexo el que ya comienza a establecer desde el nacimiento, con el horror del
proceso de gestación (El fruto de mi vientre), la propia condición de la pertenencia a un
género determinado (La viuda negra) y la posesión de un tipo de cuerpo concreto (Piel
de sapo, Carne quemada), un conflicto en el que las alteraciones y convulsiones físicas,
pero también las mentales (El dulce líquido, Su carne en mi carne) son la consecuencia
del ambiente y la propia biografía.

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El segundo elemento opresor que sucede al propio cuerpo es el de la familia,
omnipresente en nuestra autora como un microcosmos asfixiante, siempre tiránico e
integrado por monstruos humanos que generan otros monstruos, devorando y
moldeando a sus hijos por medio del trauma, el resentimiento, la represión, la envidia y
el odio más viscerales. Muchas veces sus miembros ni siquiera son materiales, como
ocurre en el relato que da nombre a la antología El dulce líquido, sino que son
entidades, presencias o emanaciones que ejercen su influencia incluso en el plano astral
o a lo largo del tiempo y el espacio (Las encantadas), cuando no agentes químicos
(Violeta en el jardín de fuego), demostrando que no hay posibilidad de escapatoria.

El tercer agente, en esta cadena de dominio cuyos eslabones no poseen una separación
marcada y se entrelazan unos con otros, es por supuesto el tan espinoso concepto
“sociedad”, el mundo que viene impuesto desde el exterior como civilización
organizada en instituciones y colectivos que imponen sus normas de forma agresiva en
la reducida burbuja privada de los individuos. Alicia Sánchez se ocupa especialmente
de la religión como agente opresor que empieza ya a ejercer su labor en el ámbito
familiar, manifiesto y milenario castrador del deseo y gran tirano de la ética, al que se
contrapone una moral “amoral”, cronenbergiana en el sentido de oponerse al statu quo
de forma natural y sin importar las consecuencias, tanto en lo físico (En carne extraña)
como en lo espiritual (Carne quemada). El conflicto se recrudece en la relación con el
sexo opuesto, una guerra de sexos que no sólo por ancestral tiene visos de ser eterna,
sino porque las relaciones humanas se establecen mediante combates ininterrumpidos
que se generan en la incomunicación, el egoísmo y el afán de posesión, en los que el
otro no tiene mayor alternativa que ser cosificado o convertirse en monstruo, opción
ésta en la que sin embargo es más factible que el amor pueda florecer… pero para luego
fenecer, eso sí.

Al nivel de la superestructura, la dialéctica que se establece entre las diferentes clases


sociales es la del deseo. Una burguesía desmoronada y autoritaria que recuerda mucho
al camposanto animado de la Barcelona que Carmen Laforet desentierra en Nada, muy
preocupada por imponer su mediocridad a los demás como estado de las cosas, mientras
en la sombra se enfrenta a los más depravados vicios, sólo al alcance de su poder
adquisitivo. Placeres prohibidos y paraísos artificiales con privilegio de clase para
intentar escapar de una alienación irreversible y congénita, con un sentido de club
exclusivo del fuego infernal, como se refleja en la referencial Sociedad Mirbeau de

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Violeta en el jardín de fuego, pero también en una de las subtramas de En carne
extraña, la que tiene que ver con la infancia y la inocencia truncada de Isabel Ibernon
y que parece inspirada a su vez en el controvertido y no suficientemente aclarado caso
de Enriqueta Martí la “Vampira de Barcelona”, sobre la que se especuló que en
realidad era una alcahueta que prostituía niñas para esa cancerosa “alta sociedad”.
Porque en el otro extremo de la pirámide del deseo se encuentran los esclavos, que sólo
pueden establecer relaciones con la cúspide mediante el crimen (el personaje de
Dominó en En carne extraña) o mediante la entrega de la vida y las ilusiones marcadas
de sus cuerpos. Aquí es donde la escritura de Alicia Sánchez se emparenta con la
novela negra (La viuda negra) y es más que probable que su carrera periodística haya
sido de mucha utilidad a la hora de encontrar fuente de inspiración en la crónica de
sucesos, por no hablar de la temática paranormal (Violeta en el jardín de fuego, El dulce
líquido), ya que son dos mundos muy conectados por razones demasiado complejas para
exponer aquí. El mundo de los oprimidos es muchas veces retratado con tintes
apocalípticos, diríamos ballardianos de nuevo (Piel de sapo) sino fuera porque la autora
reconoce aquí también la influencia de otra poderosa narradora injustamente olvidada,
Concha Alós (Los enanos), otra voz de la posguerra española que también se ocupó del
lado más oscuro de la sociedad. Igual de existencialista y desesperanzada es la pintura
del barrio periférico barcelonés donde vive Violeta y en otros relatos como Marica de
terciopelo (Barriopunk) las ciudades de una España gris de hormigón se convierten en
auténticos muros de una prisión. En el caso de Violeta en el jardín de fuego, la
esperanza en el futuro está representada por dos personajes infantiles, marginales, uno
por su deformidad (Violeta) y otro por el hecho de ser inmigrante (Rubén), la otredad
que viene al rescate (¿o a la superación?) del mundo de la “normalidad”.

Fangoria en la Tierra de los Sueños

Para terminar este repaso a la obra de Alicia Sánchez debemos volver al origen, al de
los mismos clásicos del terror. No dejar de ser un síntoma de modernidad también la
reinterpretación de los grandes iconos de la literatura, lo que entroncaría con esa
segunda línea del decadentismo de la hablábamos más arriba y que es precisamente la
del Simbolismo representado por los franceses Baudelaire, Lautreamont e incluso
Flaubert (por mucho que el academicismo le sitúe en el Realismo y en el Naturalismo).

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Esta influencia, más difícil de rastrear, la hace patente la propia autora en las citas que
encabezan algunas de sus obras y tiene que ver sobre todo con la descripción del fluir de
los sentimientos, de la tormenta interior, acercándose a la novela psicológica pero con la
capacidad de condensación en muy pocas palabras cargadas de lirismo inmanente. Es el
dulce líquido que destila el cuerpo material desde el cuerpo espiritual, el oscuro mundo
del subconsciente, de la sombra, donde se forman las imágenes y las pulsiones de las
que se sirve la representación. De ahí surgen muchos de los arquetipos que dan lugar a
los cuentos infantiles, el auténtico atanor donde se cocinará el género del terror. Alicia
Sánchez es muy consciente de ello y es por eso que emprende un viaje regresivo pero
enriquecedor a la infancia, que tiene mucho de autoconocimiento, tanto de la propia
individualidad como de la cultura popular, en paralelo al recorrido de la maestra
británica del cuento Angela Carter y, ya en España, de narradoras del calibre de Ana
María Matute, Carmen Martín-Gaite y, en fecha más cercana, Sofía Rhei.

No nos parecerá tan casual entonces que la barcelonesa haya incursionado en el cuento
infantil con Gwendolina la niña vampira cuando uno de sus temas favoritos es
precisamente el mundo de la infancia y las historias que permean esta etapa tan
fronteriza y ectoplásmica del proceso de formación de la personalidad (proceso que, no
nos engañemos, nunca acaba). Si ya hemos visto antes como aparece en su obra la
institución familiar podemos colegir que su principal interés sea aquí el de la inocencia
rota. Aunque quizá sería más correcto llamarla “inocencia sangrante”, ya que no hay
una apelación ingenua u onanista (esta siempre lo es) a la nostalgia, sino que se fija en
el proceso de asimilación y fusión entre lo inocente y lo perverso, un proceso que sabe
necesario puesto que parte de la consciencia de que el bien y el mal son inseparables,
estableciéndose una dialéctica progresiva entre los dos mundos comúnmente
considerada como “madurar”. En este sentido hay una cierta labor de arqueología
literaria en el retorno a los cuentos originales, en los cuales, antes de su moderna
edulcoración, la crueldad era pareja a la que aún late entre las pulsiones del niño en fase
de crecimiento, ese monstruo que todos tenemos y que aquí es aceptado en su terrorífica
otredad, como ya se ve en la obra de Angela Carter. Porque la función primigenia de
estos relatos era la de aterrorizar y es por eso que si se recurre a ellos para
reinterpretarlos con elementos que pudieran parecer más adultos, como son la violencia
extrema e incluso la sexualidad perversa, no se está haciendo más que rescatar las
formas primigenias de educación y aprendizaje mediante el mito y la convulsión que

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produce lo irracional, en su momento sagrada. La Tierra de los Sueños se muestra así
más angustiosa de lo que pudiera parecer.

Ejemplos directamente emanados de la imaginería infantil son numerosos en la obra de


Alicia Sánchez, por lo que sólo citaremos unos pocos. Ya en sus comienzos contamos
con el relato Es de mi propia invención (1 Antología Parnaso de Narrativa Breve)
donde la Alicia de Lewis Carroll se convierte en una esquizofrénica que se adentra en
el mundo del sadomasoquismo y de los hongos alucinógenos, en una analogía no tan
lejana de la esencia del original. En Rojo sangre (Donde las hadas no se aventuran)
según ella su “primera incursión en el líquido”, acude a la sangrienta (y caníbal) versión
del cuento Caperucita Roja pergeñada por Charles Perrault, de modo que la alegoría
que le da título (la menstruación) se hace carne por medio del vínculo de la sangre. El
dulce líquido cuenta con dos narraciones con claro aire de fábula: Piel de sapo, donde la
protagonista se convierte en un ser anfibio similar a un batracio, en una reversión
feminista del mito del príncipe encantado, y Las encantadas, en la que pone en juego
una hipotética mitología brujeril en torno a ese inquietante lugar de poder que es la
montaña de Montserrat. La evolución hacia los mitos del terror se efectúa con Mater
Amantissima (Ácronos de acero y sangre. Relatos de terror steampunk), una inteligente
revisión del mito de Frankenstein desde la perspectiva de la maternidad. Y no podemos
olvidar Violeta en el jardín de fuego, esa novela que es en realidad un cuento de hadas
encubierto, con sus ogros (el doctor Alexander) y sus príncipes (el niño Rubén, cuya
protectora se llama de hecho Disney). La propia Violeta es una suerte de Alicia que ha
nacido del otro lado del espejo, pero también un trasunto de Campanilla, un hada
oscura con poderes tan asombrosos como terribles. De hecho los dos personajes
infantiles acaban regresando a la inocencia de la desnudez y el lujoso ático donde se
esconden se erige en un nuevo Edén o país de Nunca Jamás.

La obra de Alicia Sánchez, en su reconfortante variedad, mantiene una conseguida


tensión entre lo canónico, lo moderno y lo personal, ya que lo que podrían parecer
clichés de género o militancias dejan de serlo al refractarse en el prisma del universo de
su autora, la mayoría de las veces mucho más que latente, omnipresente. Y es que sus
“hijos” no crecen solos del todo, sino que en su impronta llevan trasplantada la viva
imagen y semejanza de su madre.

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