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Lo que dicen los niños

Lo único que José Montero Jiménez comió esa tarde, antes de


salir a entrenar, fue un trozo de patilla, de los trescientos que tenía
su hermano mayor en su puesto de frutas del Mercado de Bazurto.
El niño, de doce años, había escuchado en el gimnasio que cuando la
comida escasea se deben comer las frutas de la época, que, por ser tan
abundantes, se consiguen a bajos precios y son hidratantes.
Para su edad, Montero era demasiado enclenque y pequeño, y
su mirada, bruñida por una simpática dulzura infantil, resultaba
ajena a una actividad tan hosca como el boxeo. Sus rodillas estaban
infectadas de forúnculos y cicatrices de viejas peladuras. Su tierna
voz inspiraría, en quienes la escuchasen sin pertenecer al mundo del
boxeo, el deseo de pedirle que se retire de ese oficio tan áspero.
“Es que mi hermano ese día amaneció con la cantaleta de que yo
tenía parásitos y me dijo que con tanta lombriz no debería seguir
boxeando. A él no le gustó que yo le echara azúcar a la patilla, porque
dice que el dulce revuelve los parásitos. Total es que se le metió el
tema de que yo no iba a entrenar más boxeo, porque no estaba en
buenas condiciones, y me advirtió que desde ese día no iría más al
gimnasio. Yo no le contesté nada, sino que me aparté con la cara tris-
te y entonces él se condolió, me dio plata para los buses y, sin hablar,
nada más con un gesto de la cara, me hizo señas de que me fuera a
practicar. A mí se me salió una sonrisa con él antes de irme”.
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En el trayecto hacia la parada de buses, Montero aspiró, con una


mezcla de delectación y desasosiego, el olor a pescado frito que salía
de la Fonda de Socorro, y más adelante, sin todavía reponerse, lo
asaltó un vaho de sancocho de gallina criolla, en medio del cual reen-
contró su desamparo. Los puestos de comida y frituras de Bazurto
estaban atestados de caras complacidas, con palillos en las comisuras
de los labios, y había voces fuertes que discutían sobre boxeo, sobre
la honra de las mujeres y sobre la importancia de defender el honor
de los varones. Por momentos, una emanación de cerveza se entreve-
raba con el aroma de la comida y entonces un chillido pedestre salía
disparado de alguna parte, para festejar la letra de una ranchera.
“El hambre aturde más cuando hay ruidos y el sol está caliente
y uno ve que hay gente comiendo y cantando por donde está uno.
Claro que el entrenador de nosotros es bueno: si no hemos comido,
no nos exige entrenar. Él no es como otros, que no preguntan eso.
Si alguno de nosotros no ha comido o está fallo, tiene que avisarle y
entonces él le dice que así no lo puede dejar que entrene. Algunos no
dicen nada, por pena. A mí ese día la pregunta me tomó por sorpresa,
porque no esperaba que me la hiciera a mí primero. Bueno, yo le
contesté que tenía entre pecho y espalda medio bolo de patilla con
azúcar por dentro. Ah, pero me hice el pendejo y no le conté que me
estaban dando unos retorcijones en las tripas. Como que la patilla
me cayó mal”.
Montero practicaba el boxeo desde hacía dos meses, pero el
manejador nunca le había ordenado hacer guantes, debido a su
escasa edad. En cambio, le mandaba a intensificar el trabajo en lo
más elemental: concentración, preocupación defensiva con base en
una guardia bien armada, agilidad para mover el tronco y la cabeza,
rapidez y firmeza para configurar el compás de las piernas y destreza
para golpear el saco de arena y saltar la cuerda.
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Su madre, Elisa Jiménez, le había recordado recientemente al


entrenador que cuando el chico tenía cuatro años se escapaba de la
casa a cazar lagartijas por los playones de La Candelaria, y no solo
las atrapaba con una habilidad asombrosa para su edad, sino que
también, muchas veces, se las llevaba a la boca, después de haberlas
descuartizado con pedazos de vidrio. Ella creía que desde esa época
a su hijo le había crecido el abdomen.
Sin embargo, el hinchado vientre, sin duda lo que más resaltaba
de su figura, no le había molestado al niño hasta aquella tarde, en que
sentía como si lo estuvieran apretando por dentro con unas pinzas.
–Profe, quiero una soda.
–¿Una soda? ¿Y eso para qué?
–Tengo la garganta reseca.
–Tú no tienes nada en la garganta. Lo que estás es pálido. Así no
puedes entrenar hoy.
–Bueno, profe, le voy a decir la verdad: es que tengo la barriga
llena de viento.
–Ah, te duele, ¿verdad? ¡Y no me habías dicho nada! ¿Quién crees
que responde por ti cuando estás en el gimnasio, eh? Aquí yo soy tu
padre y tu madre y tienes que comunicarme todo lo que sientes.
“En ese momento yo miré los ojos del profesor y estaban serios.
Eso me dio mucho sentimiento. Y como la barriga me dolía, enton-
ces me puse a llorar. Al profe como que también le dio sentimiento,
porque se quedó callado y me abrazó y empezó a sobarme donde me
dolía. Después, me consiguió la soda y el dolor se me fue quitando
poco a poco. Pero no entrené ese día. El profesor también pensaba
que yo tenía parásitos y me mandó a tomar un purgante”.
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Lo que dicen los niños


Más de doscientos niños entre los ocho y los trece años, provenien-
tes de diferentes barrios de Cartagena y de las poblaciones cercanas
del norte de Bolívar, acuden de lunes a viernes al gimnasio del Pie
del Cerro a realizar sus prácticas de boxeo. El desarrollo físico de un
gran porcentaje de estos chicos es deficiente, por lo cual representan
una edad inferior a la que en realidad tienen. Algunos se ven tan
maltrechos, que es difícil explicarse por qué no se les rompen los
huesos después de los primeros minutos de la sesión.
Muchos de quienes en apariencia lucen saludables, con sus cuer-
pos magros y tensos chorreando sudor, descargando puñetazos en el
aire y moviendo la cabeza con bríos para esquivar los golpes de un
rival imaginario, no solo se vinieron sin comer, sino que, además, por
falta de dinero para abordar un bus urbano, recorrieron, a pie, diez o
más kilómetros de distancia.
A esa edad, casi todos están convencidos de que, por regla, el sacri-
ficio los hará campeones mundiales y así podrán sacar de la miseria
a su familia. A nadie se le ocurre que existe también la alternativa
de que, a pesar del esfuerzo, no lleguen a ninguna parte, por falta de
suerte y de oportunidades, o porque tropiecen con rivales mejores
que ellos.
En el fondo, no saben todavía qué es lo que hay detrás del boxeo,
como lo sostiene el entrenador Aldemiro Díaz: “es posible que un
niño de diez años se mueva bien y pegue bien, pero eso todavía no
prueba nada, porque a esa edad nadie ha definido lo que quiere ser y
menos en una actividad tan fuerte como el boxeo”.
Rafael Zúñiga, gran prospecto del pugilismo colombiano, no está
de acuerdo con que los niños practiquen este deporte, por las mismas
razones de Díaz. Además, él piensa que si el boxeo se asume en la
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infancia puede ocasionar serios trastornos en el organismo, por la


temprana acumulación de golpes.
“Mira, mi hermano –dice Zúñiga–: la primera pelea de un boxea-
dor es cuando decide ser boxeador. Esa decisión la debe tomar uno
solo, porque si alguien te lo recomienda, esa persona no va a estar
contigo el día que te toque subir al ring”.
Luis Mendoza, actual campeón mundial de la división supergallo,
también se opone a que los niños hagan boxeo, porque piensa que en
la niñez el cuerpo es frágil y susceptible de sufrir daños irreparables.
Desde luego, hay también muchas opiniones favorables, como la del
experimentado adiestrador Orlando Pineda: “es obvio que a un niño
no se le ponen las mismas cargas de trabajo de un adulto, sino sesio-
nes que estén dentro de sus posibilidades. En cualquier disciplina
deportiva, por muy dura que sea, quienes empiezan en la infancia
gozan de alguna ventaja”.
Ninguno de estos niños tiene conciencia plena de lo tempestuoso
que es el boxeo ni de los estragos que puede ocasionar, pues a todos
los preparan para pensar que el trabajo vehemente los llevará a ser
campeones mundiales. Así, cuando se les pregunta por qué boxean,
responden con frases que han escuchado en el gimnasio: “yo boxeo
para hacer deporte, mi vale, y el día de mañana no caer en el vicio”.
O bien recitan: “esto es duro, compa, pero lo hago para sacar a mi
familia de la pobreza cuando sea campeón mundial”.
A la hora de explicar por qué eligieron ese camino, son muchos
los que combinan el candor propio de la infancia con la agresividad
aprendida en el oficio. Henry Torres Azán, trece años, dice: “yo boxeo
porque me gusta ese arte”.
–¿Y no te parece muy pesado?
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– Sí. Pero a mí me gusta.


–¿Qué sientes cuando golpeas a alguien en el rostro?
–Un corrientazo sabroso en los nudillos.
–¿Y cuando te golpean a ti?
–Busco la manera de desquitarme enseguida.
Eusebio Robles Ayala, doce años, considera, por su parte, que
el boxeo es un deporte fuerte “porque el cuerpo de los humanos se
maltrata mucho”.
–Si es muy fuerte, ¿por qué lo practicas?
–Es que en la casa, que queda en el Barrio Chino, a veces no se
desayuna y si yo quedo campeón mundial es más fácil conseguir la
comida.
–¿Qué te dicen tus padres del boxeo?
–Ellos lo único que me dicen es que me cuide. Que no pelee con
pelados más cuajados que yo.
–¿Qué esperas tú del boxeo?
–Que me dé alegrías. No meterme al vicio ni nada de eso.
–¿Cómo te va en el colegio?
–Bueno, me va bien. Yo estudio en el Colegio Ciudad de Santa
Marta. Pregunte allí para que vea que yo soy buen alumno.
–¿Qué serás, entonces, cuando seas grande?
– Un boxeador inteligente.
–Siendo buen estudiante, deberías retirarte del boxeo y seguir en
el colegio.
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–No, compa. Esa es mala. Mejor me retiro del estudio.


La respuesta de Víctor Herrera es más directa: “boxeo porque co-
nozco el hambre”. Herrera tiene diecisiete años –comenzó a practicar
a los catorce– y cursa tercer grado de bachillerato en el Liceo Pedro
de Heredia.
–El boxeo es bueno, porque a uno no se le da por la droga.
–Eso no es cierto. Hay muchos boxeadores que consumen drogas.
–Ah, sí. Pero son unos pocos. Locos que son, porque cuando uno
hace deporte no necesita vicio.
–¿No te parece muy violento que dos niños se peguen?
–Eso depende. Si es boxeando, ahí no hay violencia, porque ellos
no han salido de discusión ni se odian. Solamente están viendo quién
es mejor y al que le toca perder no se queda con rasquiñita. De malas,
mi vale, ¿qué se va a hacer?
–¿A tus padres les parece bien que tú pelees?
–Aguántate ahí: yo no peleo. Yo boxeo, que es distinto. Y mis vie-
jos no le ven nada malo a eso. Al contrario, ellos me animan. Y como
soy primo hermano de “Mochila” Herrera, me dicen que tengo cría.
Gustavo Herrera Mangones, siete años, es el menor de los niños
que acuden al gimnasio y no tiene una explicación clara a la pregunta
de por qué boxea. “Para dar puños”, dice. Su hermano, Francisco
Javier, que cursa primer grado de bachillerato y tiene doce años,
asegura que el boxeo debería ser obligatorio en los colegios, para que
los estudiantes “crezcan sanos”.
–¿No crees que te puede ocurrir algo malo?
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–Si yo no supiera pasar los golpes, tal vez. Pero yo me cuido. Tengo
buena vista y me protejo bien.
–¿Crees que vas a ser campeón mundial?
–Claro, mi vale. Si no, no estuviera aquí. Yo voy a ser alguien. ¿Ya
apuntó mi nombre?
La travesía de Wikdi

En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de


su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los
paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin em-
bargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda
atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de
susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su
rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio,
ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así
que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que
exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de
extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día
y gélida durante la madrugada. Wikdi –trece años, cuerpo menudo–
tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que
prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre
lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
–Menos mal que nos bañamos anoche –dice el padre.
–Esta noche volvemos al río –contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón
de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno
de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo
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el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de


geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se
sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y
se dirige a mí.
–Cinco menos veinte –dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio.
Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la
mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese cami-
no tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los
únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el
nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una
madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana
Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes
de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su
etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se
plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido
entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas
mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran
convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo
miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su
raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergi-
do en las tinieblas. Eso sí –concluye con aire reflexivo–: aunque lleven
la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la
trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano –treinta y ocho años, cuerpo menudo– espera que
el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en
la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará
habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar
vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el
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bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el


idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas
personas que no pertenecen a su etnia.
–El colegio está lejos –dice–, pero no hay ninguno cerca. El que
tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado,
y Wikdi ya está en séptimo.
–La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
–Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi –es decir,
Dios– Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine
su ciclo de secundaria.
–Nunca le he insinuado que elija esa opción –aclara–. Él vio el
ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que
adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, res-
ponde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos
del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva
y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y
a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines
de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia,
y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los
caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el
Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas,
oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado
ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras gene-
raciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de
un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
–Las cinco y todavía oscuro –dice ahora Prisciliano.
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Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo


fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido
intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco
tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros
hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el
radio suena una conocida canción de despecho interpretada por
Darío Gómez.

Ya lo ves me tiré el matrimonio


y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.

El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo


el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha
empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las
tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabil-
do se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya
nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de
la comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (¡kusal-
malo!), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo
los cuatro perros de la familia.
•••
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta cen-
tímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre
una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas
enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado
un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras,
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pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros


filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos
aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un
vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima
de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa:
aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo
atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos
en el agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido,
calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de
viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido
inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy
fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para
entender de qué les estoy hablando. En esta trocha –me contó Jáider
Durán, ex funcionario del municipio de Unguía– los caballos se hun-
den hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas.
Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de
esos que usa cierta gente en la ciudad –unos Converse, por ejemplo–
ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran
la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies
aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
–¡Qué sed! –le digo a Wikdi.
–¿Usted no trajo agua?
–No.
–Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar
consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige
la información que acaba de suministrarme.
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–No, mentiras: faltan son cuatro puentes.


En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que
gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela,
es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada,
por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro
país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la
travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno
entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un
drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en
cualquier otro lugar de la periferia colombiana, es mero paisaje. Visto
desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en
pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece
debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón
entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia,
maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de
arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
–No.
–¿Tienes sed?
–Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego,
sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin
desayunar.
–¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
–Yo voy sin desayunar pero en el colegio dan un refrigerio.
–Entonces comes cuando llegues.
–El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
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Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy con-


tando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los para-
militares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el
que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el
acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por
la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así
que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por
el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico,
tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el
mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un
paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad
de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo,
es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo
al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
–Faltan dos puentes –dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un
atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose
muy cerca a él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a
punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo
otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
–¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
–Me quedé así.
–Sí, pero ¿por qué?
–Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
–¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
–Porque yo me quedé quieto.
–¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
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–No sé.
–¿Tu papá te enseñó eso?
–No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo
que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos
hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al
llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las
necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás inte-
grantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque
ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la
copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la
aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
–¿Tú por qué estás estudiando?
–Porque quiero ser profesor.
–¿Profesor de qué?
–De inglés y de matemáticas.
–¿Y eso para qué?
–Para que mis alumnos aprendan.
–¿Quiénes van a ser tus alumnos?
–Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía
el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de igno-
rancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce
las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la
posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las
víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó,
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según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a fina-


les de este mes, el 54 por ciento de los habitantes sobrevive gracias a
una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20 por ciento de la
población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma
región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una
emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce
niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en
eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el
mundo.
–Ese es el último puente –dice, mientras me dirige una mirada
astuta.
–¿El que está sobre el río Unguía?
–Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
•••
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961,
ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero
hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola
máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de en-
gorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la
última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años.
Tampoco quedan cuyes ni patos. En los dieciocho salones de clases
abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin bra-
zos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación:
los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria
USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado.
Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del
colegio es hacer un inventario de desastres.
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–Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio


diario –dice Benigno Murillo, el rector–. El Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó
un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo.
Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jor-
nadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos
que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo “Séptimo A” van entrando
atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el
colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman
“Anderson”, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara
con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
–Anderson –dice el profesor de geografía–: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfo-
no celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo
me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global”, que los
pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan,
sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado
vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la
tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades,
al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin
necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y
ponerle el pecho al viaje.
–América es el segundo continente en extensión –lee el profesor
en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho enseguida porque
me parece gastada por el abuso: “odisea”. Para entrar en este lugar de
la costa Pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más
hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos.
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El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes


ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana
abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese
mismo día viajé a Carepa –Urabá antioqueño– en una avioneta que
mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como
“una pequeña buseta con alas”. Enseguida tomé un taxi que, una hora
después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto
con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso
en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé
el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo
el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con
Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
–Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de
América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en
cuenta! Estas lejuras de pobres nunca le han interesado a los indolentes
gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En
la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la
gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte
con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las
Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda
tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de
15 a 24 años: 9,47 por ciento. Un estudio de 2009 determinó que en
el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación
primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además,
en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante
de los paramilitares en el área es apodado “El profe”.
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Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo


llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda
Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree
que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora
de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un
“profe” siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio
como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté
perdida en las tinieblas.

Revista SoHo, febrero de 2012


SOBRE EL OFICIO DEL CRONISTA

Escribir crónicas es construir memoria. Me parece que el género es


apropiado para esos lectores que no llegan al texto con el único propó-
sito de atragantarse de datos, sino que además aspiran a ser tocados
por la belleza y pretenden convertir el acto de leer en una aventura
vital. La crónica contribuye a sensibilizar a la gente sobre ciertos
temas de interés. Los humaniza, los convierte en narración de calidad.
Del periodismo narrativo

Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los
de no ficción, solo porque imaginan sus argumentos en lugar de ape-
garse literalmente a los hechos y personajes de la vida real. Raymond
Carver, extraordinario poeta y narrador, decía que lo que define a
un escritor grande es “esa forma especial de contemplar las cosas y
el saber dar una expresión artística a sus contemplaciones”. En un
cuentista de la talla de Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se
puede decir de ciertos escritores notables de no ficción, como Joseph
Mitchell y Gay Talese.
Hay todavía muchos escritores de ficción convencidos de que
quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escrito-
res. Está claro que para ellos literatura es literatura y periodismo es
periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar de periodismo
literario sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para
ellos, eso es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como jun-
tar dos elementos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo
memorable con lo fugaz.
Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodis-
mo que de los aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata
del primer caso, que es lo predominante, se mencionan las técnicas
narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imáge-
nes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas. Todos esos
210 | Alberto Salcedo Ramos

recursos, ciertamente, proceden de la literatura y contribuyen a em-


bellecer el periodismo en lo formal y a dotarlo de un poder mayor de
penetración. Pero veo que se habla muchísimo menos de los aportes
del periodismo a la literatura, lo cual se me antoja injusto. Muchos
grandes escritores se han referido a su deuda con el periodismo.
Pienso, por ejemplo, en Gabriel García Márquez, en Albert Camus,
en Truman Capote y, por supuesto, en Ernest Hemingway, aunque
este último dijo una vez que el periodismo es bueno para un escritor
siempre y cuando lo abandone a tiempo. Yo creo que el periodismo
adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esenciales para
el hombre. Me parece que en esta profesión uno tiene acceso a un
laboratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo
más revelador de la condición humana. Uno aquí ve desde reyes has-
ta mendigos, truhanes, bárbaros, seres maravillosos, de todo, y eso
es útil para construir universos literarios creíbles y ambiciosos. En
los últimos años se han incrementado las novelas basadas en hechos
y personajes de la realidad. Me atrevería a decir que el periodismo le
sirve al escritor para humanizar su escritura y bajarse de la torre en la
que a veces se encuentra instalado.
Los periodistas narrativos creemos que para escribir sobre un
pueblo remoto no es necesario esperar a que ese pueblo sea asaltado
por algún grupo violento o embestido por una catástrofe natural.
El académico Norman Sims dice –y yo lo cito, a riesgo de sonar
pretencioso– que los periodistas narrativos no andan mendigando
las sobras del poder para ejercer su oficio. Y, como si fuera poco, el
periodismo narrativo que hoy leemos como información dentro de
unos años será leído como memoria.

El Heraldo, marzo de 2010


Papel y lápiz, por favor

I. Me contó Jaime García Márquez que en cierta ocasión iba pa-


seando en coche por el centro de Cartagena con su célebre hermano
mayor. De pronto vieron a una mujer bella caminando por el andén.
Gabo quiso decirle algo y por eso pidió que el coche se detuviera. Los
dos hermanos descendieron raudamente del vehículo. Y entonces,
¡oh, sorpresa!: la mujer ya no se encontraba en el lugar en el cual la
habían visto segundos antes. Intrigados, emprendieron un barrido
meticuloso por la cuadra, convencidos de que tarde o temprano la
hallarían. Pero sus esfuerzos fueron vanos.
A partir de aquel momento Gabo empezó a fantasear con el desti-
no que pudo haber tenido la mujer. Su imaginación delirante tramaba
numerosas conjeturas sobre la misteriosa desaparición. Cada vez que
se encontraba con Jaime añadía nuevas teorías, nuevos desenlaces
posibles. Así, las conversaciones sobre el tema se convertían en un
divertimento maravilloso.
Un día sucedió el milagro: Jaime iba caminando por la misma
calle del centro de Cartagena cuando vio a la mujer. Habló con ella, le
pidió sus datos personales. Enseguida buscó un teléfono para llamar
a Gabo a su casa de México y darle la buena noticia. La respuesta que
recibió desde el otro lado de la línea lo dejó de una sola pieza:
–¡Pero qué pendejo eres: me acabas de dañar el cuento!
212 | Alberto Salcedo Ramos

De ese modo, Jaime confirmó que para su hermano mayor nada


es tan importante como la literatura. Ni siquiera el hallazgo de la
mujer más bella de la tierra.

II. Aquella noche de 1955, cuando apenas contaba ocho años, Paul
Auster venía saliendo del estadio después de haber visto el partido
de su novena favorita, Los Gigantes de Nueva York. De repente se
topó con Willie Mays, la estrella del equipo. Sin pensarlo dos veces,
Auster le pidió un autógrafo. “Claro, niño, claro”, le respondió Mays.
“¿Tienes un lápiz?”. Desde luego, el niño no tenía un lápiz, y tampoco
su padre, ni su madre, ni ninguno de los otros adultos que estaban
abandonando el parque de béisbol. Mays se encogió de hombros,
dijo que lo lamentaba mucho y se alejó. Paul Auster lo acompañó
con la mirada hasta cuando se perdió de vista. Triste, frustrado. Esa
misma noche juró que nunca más andaría por la vida sin un lápiz en
el bolsillo.
Al cabo de los años llegó a la siguiente conclusión: “si hay un lápiz
en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas
tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me convertí en
escritor”.

Tanto la mujer misteriosa del primer relato como el lápiz en el


bolsillo del segundo son testimonios fehacientes de la pasión por
el oficio narrativo. Conviene mirarse más a menudo en el espejo
de estos escritores que siempre encuentran pretextos de sobra para
trabajar, en lugar de encontrarlos para seguir anclados en los cafés
explicándoles a los contertulios por qué no pudieron hacer la novela
de sus sueños o por qué las musas conspiraron contra ellos. Balzac
lo expresaba de manera más ruda: “lo único que importa es poner el
Textos escogidos | 213

trasero en la silla cuantas veces sea necesario”. La moraleja es inquie-


tante: a cualquiera le dan ganas de ser escritor: lo jodido es sentarse
a escribir.

El Heraldo, abril de 2010


La roca de Flaubert

La historia me la contó Julián Lineros, reportero gráfico que ha


cubierto muchos sucesos del conflicto armado en Colombia. A un
pueblo del Putumayo llamado Piñuña Negra, reconocido fortín del
grupo guerrillero las FARC, llegaron en cierta ocasión varios convo-
yes de soldados regulares con el propósito de erradicar a los insur-
gentes. Los soldados, según Lineros, se apostaron en varios puntos
estratégicos para protegerse del fuego contrario. Los guerrilleros
estaban escondidos y lo único de ellos que se percibía en el pueblo
era el tableteo de sus ametralladoras. Los soldados demoraron cerca
de dos horas disparando impetuosamente contra aquel enemigo
invisible. Poco a poco empezaron a notar que las balas de la guerrilla
se iban silenciando, hasta que se callaron del todo. “O los matamos”,
concluyó el comandante, “o los hicimos huir”.
Después de tomar las precauciones del caso salieron de sus barri-
cadas para otear el panorama. Lo que descubrieron entonces los dejó
pasmados: los guerrilleros habían estado en el pueblo ese mismo día,
pero se marcharon, al parecer, cuando sintieron llegar a los soldados.
Eso sí: antes de irse colocaron en varios radiolas del pueblo discos
compactos que contenían disparos pregrabados.
El Ejército, como es apenas obvio, mantuvo en secreto aquella
heroica batalla suya contra un escuadrón de C.D.’s, lo cual confirma
la sentencia de Manuel Alcántara, el poeta andaluz: “lo curioso no
Textos escogidos | 215

es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra”. Una función


importante de la crónica es impedir, justamente, que la borren o que
pretendan escribirla siempre en pergaminos atildados en los que no
hay espacio ni para la derrota ni para el ridículo.
Lo que me gusta de esta historia no es su rareza circense, sino la
promesa que me regala: la realidad está llena de sucesos que merecen
ser contados y, por tanto, voy a pasarla bien mientras siga siendo
cronista. Porque como bien lo dice Leila Guerriero, mi admirada
amiga y colega argentina, la realidad, vista por los ojos de los buenos
cronistas, “es tan fantástica como la ficción”.
Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia
que me conmueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me
permite narrar lo particular para interpretar lo universal. O que me
sirve para mostrar los conflictos del ser humano. Sigo al pie de la
letra un viejo consejo de Hemingway: “escribe sobre lo que conoces”.
Eso quiere decir, sobre lo que me habita, sobre lo que me pertenece.
Aunque el tema carezca de atractivo mediático, si creo en él lo asumo
hasta sus últimas consecuencias.
Me sentí especialmente orgulloso de mi oficio el día en que leí
esta declaración del escritor rumano Mircea Eliade: “en los campos
de concentración rusos los prisioneros que tenían la suerte de contar
con un narrador de historias en su barracón, han sobrevivido en
mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno”.
Los contadores de historias también buscamos, a nuestro modo,
atravesar el infierno. Flaubert lo dijo hermosamente en una de sus
cartas: un escritor se aferra a su obra como a una roca, para no des-
aparecer bajo las olas del mundo que lo rodea.

El Heraldo, abril de 2010


Consejos para un joven que
quiere ser cronista

Si no eres porfiado, olvídalo. De entrada te dirán que no hay


espacio, ni dinero, ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote,
pon el trasero en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces
a trabajar escucha el consejo de Katherine Ann Porter: no te enredes
en asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe
importarle es contar la historia.
Cuando la historia es buena y está bien contada posiblemente le
interesará a algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que
no la publiquen, por lo menos te quedará una crónica ya terminada.
Guárdala como un tesoro: podría motivarte a hacer otra. Si dejas de
escribir cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que
te las cierren.
Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o
manejes un camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es vá-
lida. Si solo atiendes los llamados del estómago, ¿para qué seguimos
hablando?
Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer:
cuando un tema atrape tu atención no lo sometas a la duda.
Puedes escribir sobre lo que quieras: sobre un asaltante de cami-
nos, sobre las enaguas de tu abuela, sobre el escolta del presidente,
Textos escogidos | 217

sobre la caspa de Tarzán, sobre lo triste, sobre lo folclórico, sobre lo


trágico, sobre el frío, sobre el calor, sobre la levadura del pan francés
o sobre la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras
al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos
contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de
encoñar. Son como don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta
que no puede rechazar.
Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen
todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no
leo fábulas. O las abandono a tiempo para que el lobo viva tranquilo
después de comerse a Caperucita Roja y para que el dueño de la
gallina de los huevos de oro pueda sacrificarla sin remordimientos.
Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o
asisten a un partido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa, y el recreo,
otra. Concéntrate en tu oficio. Si no le dedicas al texto toda tu aten-
ción, posiblemente el lector tampoco lo hará.
Estar aislado es duro, te lo advierto, en especial cuando escribes
historias de largo aliento. Sabes cuándo comienzas pero no cuándo
terminas. En cierta ocasión me sentí tan oprimido por el encierro que
consideré como mi gran utopía salir a pagar el recibo del teléfono.
Luego están las dificultades propias del oficio: en una jornada solo
alcanzas a precisar un adjetivo, y al día siguiente lo borras porque ya
no te gusta. Acuérdate de Dorothy Parker: “odio escribir, pero amo
haber escrito”.
Si cuidas la escritura, si no te conformas con juntar las palabras
de cualquier manera, lo más seguro es que tiendas a bloquearte.
Bloquearse es un gaje del oficio. Indica que asumes el trabajo en se-
rio. Sal a la calle a renovarte. Tomar distancia también es una forma
de escribir.
218 | Alberto Salcedo Ramos

Si eres de los reporteros que no leen más que noticias, declárate


perdido. Hay que tener buenos referentes en el oficio. Solo al oír las
voces de los maestros –Talese, Capote, Hemingway– y mirar el mun-
do con curiosidad genuina aprenderás a encontrar tu propia voz.
Por mucho que ciertos reporteros y editores ortodoxos renieguen
de la crónica, tú tienes que creer. La crónica le pone rostro y alma a
la noticia para atender a un tipo de lector que no solo quiere atragan-
tarse de datos. Algunos suponen que las verdades que no contienen
el destape de una olla podrida son indignas de ser publicadas. En un
continente saturado de corrupción siempre será apreciada la figura
del higienista que fumiga a las alimañas. Sin embargo, me temo que la
verdad no se encuentra solamente regando plaguicidas o frecuentan-
do los manteles de los poderosos, sino también prestándole atención
a la gente común y corriente, aquella que, por desdicha, solo existe
para la gran prensa en la medida en que muere o mata.

Revista El Malpensante, noviembre de 2011

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