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Mis cuatro abuelos están sepultados en el mismo cementerio. Para ser más
preciso, en la misma fosa, uno sobre otro. Es por eso que en Día de Muertos
tenemos una gran reunión familiar para visitar la tumba de nuestros ancestros,
pero también aprovechamos el encuentro para realizar actividades recreativas.
Después de la cena, la señora nos invitó a salir al jardín para prender una
fogata y cuando todos estuvimos en torno a la pira, les relaté la historia de las
viejas haciendas porfirianas de Morelos, muchas de ellas, como en la que
estábamos, se especializaban en la producción de azúcar.
Su relato fue interrumpido cuando se abrió el portón principal y vimos las luces
de un auto. Era mi amigo que iba a supervisar nuestra estancia. Me adelanté
para saludarlo y a comentarle sobre el misterioso jardinero que, cuando
volteamos hacia la fogata, había desaparecido.
Con lujo de detalle, me relató el funesto desenlace de Don Jero, pero me pidió
no contar nada pues necesitaba el trabajo y las apariciones estaban
ahuyentando a los vacacionistas y al personal del hotel.