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Calaveritas de azúcar

Ricardo Rincón Huarota

Mis cuatro abuelos están sepultados en el mismo cementerio. Para ser más
preciso, en la misma fosa, uno sobre otro. Es por eso que en Día de Muertos
tenemos una gran reunión familiar para visitar la tumba de nuestros ancestros,
pero también aprovechamos el encuentro para realizar actividades recreativas.

Coincidió que en noviembre del año pasado, recibí la sugerencia de un amigo


para ir en esas fechas a una vieja hacienda en Morelos que hoy es hotel. Él era
el gerente y me aseguró que toda mi familia la pasaría muy bien ya que la
diversión, el descanso y la buena comida de la región estaban garantizados.

Llegamos por la tarde-noche a la extensa propiedad que tenía albercas, áreas


de juego y jardines que, extrañamente, lucían desiertos. Ningún empleado salía
a nuestro encuentro hasta que se apareció una mujer ya mayor que nos dio la
bienvenida. Se identificó como el ama de llaves y sonriente nos dijo que las
instalaciones serían para nuestro uso exclusivo debido a que no había más
huéspedes.

De inmediato nos instaló en nuestras habitaciones, las cuales quedaban dentro


de lo que fue la casa grande de la Hacienda de Beltrán. Más tarde, la señora
tocó puerta por puerta para avisar que la cena estaba servida, por lo que nos
dimos cita en el rústico comedor, donde saboreamos una rica cecina fresca de
Yecapixtla y tlacoyos rellenos de frijol.

Después de la cena, la señora nos invitó a salir al jardín para prender una
fogata y cuando todos estuvimos en torno a la pira, les relaté la historia de las
viejas haciendas porfirianas de Morelos, muchas de ellas, como en la que
estábamos, se especializaban en la producción de azúcar.

Justo cuando les comentaba que en el Estado hubo cerca de 40 haciendas


azucareras, repentinamente se escuchó la voz de un anciano decir: “37 para
ser exactos”. Sorprendidos, todos volteamos hacia el lugar de donde provino la
voz y vimos a un hombre envuelto en un sarape, agachado, cortando el pasto
con unas tijeras. Se incorporó y nos dijo: “Buenas noches, soy Jerónimo, el
jardinero, pero todos me llaman Don Jero.

El hombre se acercó a la luz de la fogata y pudimos observar lo ajado de su


rostro y lo famélico de su cuerpo. Dijo entonces: “Sí señores había 37
haciendas que estaban en manos de 18 familias muy ricas”.

Como si estuviéramos todos bajo un transe hipnótico, escuchábamos al


anciano que continuó: “el azúcar y sus derivados, como el alcohol de caña y el
aguardiente, eran productos muy rentables. Pero todo ese progreso -dijo con
lamentación- se acabó cuando los revoltosos derrocaron en 1910 a Don
Porfirio”.

Su relato fue interrumpido cuando se abrió el portón principal y vimos las luces
de un auto. Era mi amigo que iba a supervisar nuestra estancia. Me adelanté
para saludarlo y a comentarle sobre el misterioso jardinero que, cuando
volteamos hacia la fogata, había desaparecido.

El rostro de mi amigo se descompuso y dijo: “volvió a hacerlo”. Ante mi


sorpresa, confesó: “aquí no hay jardinero, se trata de un aparecido, Don
Jerónimo Beltrán, el dueño de la Hacienda, que murió violentamente un siglo
antes, junto con su esposa, por defender la propiedad de las fuerzas
zapatistas”.

Con lujo de detalle, me relató el funesto desenlace de Don Jero, pero me pidió
no contar nada pues necesitaba el trabajo y las apariciones estaban
ahuyentando a los vacacionistas y al personal del hotel.

Regresé sobresaltado a mi habitación, hilvanando los extraños sucesos


acaecidos desde nuestra llegada; pero también con la disyuntiva de contar la
inverosímil historia a mi familia o guardar silencio con la expectativa de que no
siguieran ocurriendo más hechos sobrenaturales.

A duras penas concilié el sueño, pero de madrugada, me despertó un ruido. Me


asomé por la ventana y en la penumbra de la noche vi a Don Jero, de
espaldas, que barría la hojarasca del jardín; en ese momento giró, lentamente
comenzó a avanzar hacia mí y a medida que se acercaba podía distinguir su
rostro desfigurado y sangrante que terminó azotando en el cristal para decirme:
“lárguense de aquí”. De golpe cerré las cortinas y, aterrado, comprendí que
teníamos que salir cuanto antes de ese lugar.

Sin embargo, me sorprendió el amanecer buscando la manera de cómo


convencer a mis familiares de irnos sin mencionarles lo ocurrido. Me hice el
firme propósito de que nunca sabrían que el jardinero era un fantasma y que se
me había aparecido de madrugada; pero por sobre todas las cosas, jamás se
enterarían de que, la noche anterior, una muerta nos había servido la cena.

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