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guo Congo belga dio apoyo armado al bando lumumbista contra los clientes
o títeres de los Estados Unidos y de los belgas durante la guerra civil (con
intervenciones de una fuerza militar de las Naciones Unidas, vista con igual
desagrado por ambas superpotencias) que siguió al precipitado acceso a la
independencia de la vasta colonia. Los resultados fueron decepcionantes.1
Cuando uno de los nuevos regímenes, el de Fidel Castro en Cuba, se declaró
oficialmente comunista, para sorpresa general, la Unión Soviética lo puso
bajo su protección, pero no a riesgo de poner en peligro permanente sus re-
laciones con los Estados Unidos. Sin embargo, no hay evidencias de que pla-
neara ampliar las fronteras del comunismo mediante la revolución hasta
mediados de los años setenta, e incluso entonces los hechos indican que la
Unión Soviética se aprovechó de una situación favorable que no había crea-
do. Lo que esperaba Kruschev, como recordarán los lectores de mayor edad,
era que el capitalismo sería enterrado por la superioridad económica del so-
cialismo.
Cuando el liderazgo soviético del movimiento comunista internacional
fue amenazado en los años sesenta por China, por no mencionar a diversos
disidentes marxistas que lo hacían en nombre de la revolución, los partida-
rios de Moscú en el tercer mundo mantuvieron su opción política de estudia-
da moderación. El enemigo no era en estos países el capitalismo, si es que
existía, sino los intereses locales precapitalistas y el imperialismo (estado-
unidense) que los apoyaba. La forma de avanzar no era la lucha armada, sino
la creación de un amplio frente popular o nacional en alianza con la burgue-
sía y la pequeña burguesía «nacionales». En resumen, la estrategia de Moscú
en el tercer mundo seguía la línea marcada en 1930 por la Comintern pese a
todas las denuncias de traición a la causa de la revolución de octubre (véase
el capítulo 5). Esa estrategia, que enfurecía a quienes preferían la vía arma- C
da, pareció tener éxito en ocasiones, como en Brasil o Indonesia a principios
ar
de los sesenta y en Chile en 1970. Pero cuando el proceso llegó a este punto
M
fue generalmente interrumpido, lo que no resulta nada sorprendente, por gol-
cr
pes militares seguidos por etapas de terror, como en Brasil después de 1964,
en Indonesia en 1965 y en Chile en 1973.
En cualquier caso, el tercer mundo se convirtió en la esperanza de cuan-
tos seguían creyendo en la revolución social. Representaba a la gran mayoría
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III
IV
Las revoluciones de fines del siglo xx tenían, por tanto, dos característi-
cas. La atrofia de la tradición revolucionaria establecida, por un lado, y el
despertar de las masas, por otro. Como hemos visto (véase el capítulo 2), a
partir de 1917-1918 pocas revoluciones se han hecho desde abajo. La mayoría
las llevaron a cabo minorías de activistas organizados, o fueron impuestas
desde arriba, mediante golpes militares o conquistas armadas; lo que no quiere
decir que, en determinadas circunstancias, no hayan sido genuinamente
populares. Difícilmente hubieran podido consolidarse de otro modo, excepto
en los casos en que fueron traídas por conquistadores extranjeros. Pero a
fines del siglo xx las masas volvieron a escena asumiendo un papel protago-
nista. El activismo minoritario, en forma de guerrillas urbanas o rurales y de
terrorismo, continuó y se convirtió en endémico en el mundo desarrollado, y
en partes importantes del sur de Asia y de la zona islámica. El número de inci-
dentes terroristas en el mundo, según las cuentas del Departamento de Estado
de los Estados Unidos, no dejó de aumentar: de 125 en 1968 a 831 en 1987,
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fue porque Kabul no pudiera resistir los ejércitos rurales, sino porque una
parte de sus propios guerreros profesionales decidió cambiar de bando. Des-
pués de la guerra del Golfo (1991), Saddam Hussein se mantuvo en el poder
en Irak, pese a las grandes insurrecciones del norte y el sur del país y a que
se encontraba en un estado de debilidad militar, esencialmente porque no
perdió Bagdad. Las revoluciones a fines del siglo xx han de ser urbanas para
vencer.
¿Seguirán ocurriendo? ¿Las cuatro grandes oleadas del siglo xx —1917-
1920, 1944-1962, 1974-1978 y 1989— serán seguidas por más momentos
de ruptura y subversión? Nadie que considere la historia de este siglo en que
sólo un puñado de los estados que existen hoy han surgido o sobrevivido sin
experimentar revoluciones, contrarrevoluciones, golpes militares o conflictos
civiles armados,8 apostaría por el triunfo universal del cambio pacífico y
constitucional, como predijeron en 1989 algunos eufóricos creyentes de la
democracia liberal. El mundo que entra en el tercer milenio no es un mundo
de estados o de sociedades estables.
No obstante, si bien parece seguro que el mundo, o al menos gran parte
de él, estará lleno de cambios violentos, la naturaleza de estos cambios resul-
ta oscura. El mundo al final del siglo xx se halla en una situación de ruptura
social más que de crisis revolucionaria, aunque contiene países en los que,
como en el Irán en los años setenta, se dan las condiciones para el derroca-
miento de regímenes odiados que han perdido su legitimidad, a través de un
levantamiento popular dirigido por fuerzas capaces de reemplazarlos; por
ejemplo: en el momento de escribir esto, Argelia y, antes de la renuncia al
régimen del apartheid, Suráfrica. (De ello no se deduce que las situaciones
revolucionarias, reales o potenciales, deban producir revoluciones triunfa-
doras.) Sin embargo, esta suerte de descontento contra el statu quo es hoy
menos común que un rechazo indefinido del presente, una ausencia de orga-
nización política (o una desconfianza hacia ella), o simplemente un proceso
de desintegración al que la política interior e internacional de los estados
trata de ajustarse lo mejor que puede.
También está lleno de violencia —más violencia que en el pasado— y,
lo que es más importante, de armas. En los años previos a la toma del poder
de Hitler en Alemania y Austria, por agudas que fueran las tensiones y los
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