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LEFT IN

por jesús
A papá
De haber sabido…
DICHO POPULAR
FINALES DE PRIMAVERA DEL 2023
I

“Siempre quise que comenzara con un diálogo”, susurra, emocionado y al


borde del colapso. “No soy bueno con los diálogos.”
Estamos aquí desde las dos de la tarde. No hemos comido nada en
todo el día salvo un jugo de naranja que Haziel traía en su mochila desde el día
anterior. Hoy es jueves. Yo estoy preocupado. Tenemos que entregar este
relato mañana y recién hilamos nuestras ideas para poder comenzar a
escribirlo. Todavía tenemos algunos cabos sueltos. Lo que sea que se nos
ocurre, son fantasmas, y este espacio límbico es una casa embrujada.
“Yo tampoco”, le digo a Haziel.
Cuando era más joven, me gustaba escribir fan fiction, pero eran otros
tiempos y mis textos no iban a ser sometidos a una rúbrica de evaluación, ni
iban a pasar por la máquina trituradora de la profesora de Estrategias
discursivas una vez que fuese leído delante de todo un grupo de poetas
malditos.
“Entonces que no comience con un diálogo.”
“Puede comenzar con el perrito orinando.”
“¿No habíamos descartado esa idea?”, musita Haziel. “Recuerdo que
dijiste que era tonta.”
Estamos en el parque cerca de mi casa, aquí hay Zona Wi-Fi y algunos
enchufes para conectar las laptops ajetreadas que nos dio el gobierno un par de
años atrás. Son azules y muy lindas, pero mi dedo índice puede demoler tan
fácilmente una tecla como un tornado una ciudad.
“No dije que era tonta, dije que no tenía sentido”, expongo. “No veo
qué tiene que ver con la idea principal del trabajo, pero ya sabes que a mí me
gusta tomar por los cuernos al propósito principal, de todas formas.”
“¿Entonces?”
“¿Entonces qué?”
“¿Entonces comenzamos con el perrito orinando?”
“Sí, y de ahí subimos el texto al balcón y ahora sí narramos todo lo del
incendio y el asalto.”
Haziel me lanza una mirada rápida y luego le dedica toda su atención a
la pantalla. Mientras escribe, dice en voz alta cada palabra, para que yo lo
escuche y pueda corregirlo. O añadir algo. O eliminar algo. Le doy un sorbo al
jugo de naranja, que ya va por la mitad.
“¿Y cómo planeamos terminarlo?”, pregunta, dejando de escribir.
“Haziel, apenas si comenzó”, repongo.
“Tienes razón.”
Haziel está frente a mí. Tiene un cabello largo y café, de ondas
pronunciadas, cubriéndole la mitad del rostro. Sus lentes y su nariz son la otra
mitad: unos lentes vintage dorados pegados a una nariz enorme, puntiaguda,
del tamaño de un dedo índice. Pero siempre sonrojada.
Veo cómo mueve sus largos dedos blancos por el teclado.
Lo elegí compañero de equipo porque yo nunca sé cómo hacer que
mis ideas fluyan, y a Haziel eso se le da muy bien. Puede escribir un texto
sobre la cosa más simple y convertirla en algo maravilloso. Recuerdo el
momento a mediados de semestre cuando la profesora Elsa nos pidió escribir
una crónica. Lo mío fue vómito verbal, lo de Haziel fue una verdadera obra de
arte. Había escrito un suceso espléndido: nos contaba el recorrido desde su
casa y hasta la escuela. Parece bastante rutinario y, bueno, hasta cierto punto
esa es la esencia de la crónica, pero lo que realmente importaba en el texto de
Haziel eran las olas. Esos rayones curiosos que albergan varias paredes del
centro de la ciudad. Contaba que le parecía curioso que estuvieran distribuidas
como si de un océano se tratara, y es que es cierto que nuestra ciudad es como
un mar inmenso. Cada montaña que lo rodea puede ser el pico infinito de una
ola a punto de golpear.
“…porque si no, no vamos a terminar.”
No escuché muy bien lo que estaba diciendo. Ahora me mira
desconcertado.
“¿Qué?”, le pregunto. Estoy cerrando la botella del jugo.
“Que tú también vayas desarrollando tus ideas en tu laptop porque si
no, no vamos a terminar”, repite para mí.
La voz de Haziel es espumosa. Recuerdo que una vez, en primer
semestre, me pidió que lo acompañara por una cerveza al bar de Lobos y nos
subimos a la terraza. Mientras me platicaba de Rosalía de Castro yo no podía
dejar de comparar cada sorbo con su voz, y es que él estaba acostumbrado a
servir la cerveza como si fuera una malteada, y a mí así no me gusta. Pero
cuando él la sirve, me la tomo. Porque me recuerda a su voz.
“Va”, le digo y me pongo a escribir.
Ya quiero que esto se termine. Es el último trabajo del semestre, y
espero que el mejor. Para las otras asignaturas no supe muy bien lo que hice y
terminé entregando el mismo ensayo para varias de ellas, esperando que mis
profesores no lo noten. Me estoy muriendo de miedo, aunque no lo parezca.
Haziel suelta una risilla.
“¿Qué?”, le pregunto, echándole una mirada risueña.
“La escena del perrito”, me contesta.
Yo también me río.

Cuando sentimos que ya es suficiente, que probablemente es material para una


calificación aprobatoria, lo guardamos, cerramos nuestras laptops y cogemos
todas nuestras cosas. El cielo es una explosión de colores antes de que se haga
noche. Comenzamos a caminar debajo de las ramas de los árboles, sin hojas
porque no ha llovido. Sin hojas porque el gobierno suele descuidar la tierra de
los parques.
“¿Qué haces hoy?”, me pregunta Haziel.
Ya dejamos los árboles atrás, ahora estamos caminando en dirección al
centro. Yo vivo en el centro. Estamos caminando en dirección a mi casa.
Haziel vive del otro lado de la ciudad. Cerca del centro, pero del otro lado.
Cuando salimos a beber y se nos hace muy tarde en los bares, prefiere
quedarse conmigo.
A mí no me molesta.
“Tengo que escuchar este nuevo álbum que salió”, le digo. “Quisiera
tomar un baño y luego quedarme en mi habitación a oírlo.”
“¿Qué álbum?”
“Un álbum de los National.”
“¿La banda que toca una canción con Taylor Swift?”
“Justo esa.”
“Me dices qué tal.”
“En realidad salió hace unos meses, pero apenas lo voy a escuchar.”
“Oh, me dices qué tal.”
Cuando vamos caminando hombro con hombro y conversando nunca
nos miramos a los ojos. Yo soy del tipo de personas que prefieren llevar la
mirada en el suelo. Por seguridad y porque las miradas me intimidan. Ahora, si
de repente cruzara el camino de mis ojos con el camino de los de Haziel y
tropezara, sería parecido al fin del mundo…
“Te digo qué tal.”

Cuando llegamos al centro, a la bifurcación, el cielo ya se puso gris. No por la


noche, sino por la lluvia. No es tan tarde. Quizás el reloj ronde las 7 y media,
pero las luces de neón de los clubes y de los cafés ya iluminan las calles
andrajosas y cansadas.
“Por cierto”, me dice Haziel, “soñé contigo hace un par de noches.”
“¿Soñaste conmigo?”, qué fantasía. “Qué raro.”
“Bueno, no era la gran cosa. Estábamos en el Jardín Reforma y caía
nieve sobre nosotros y tú estabas leyendo un poema de Lorca.”
“Todo parece bastante probable”, le digo, riéndome a medias, “salvo lo
de la nieve.”
“Si algún día se hace, podemos sustituir el fenómeno meteorológico
por un fenómeno gastronómico. La nieve por una nieve. ¿Comprendes?”
Claro que comprendo. No digo nada, sólo asiento con una sonrisa en
el rostro y nos detenemos para despedirnos.
“Quedó cool el relato. Espero un diez. Más o menos”, dice.
“Yo creo que Elsa nos conoce lo suficiente como para ponernos un
diez sin siquiera leerlo”, digo en tono de broma. Pero no tanto.
“Meh.”
“Meh.”
“Adiós.”
“Adiós, Haziel.”
“Adiós, Joel”, me da un abrazo. “Si me pongo ebrio, ¿puedo llegar a
dormir a tu casa?”
Mi oído izquierdo está inundado de espuma.
De espuma rosada y perfecta.
De espuma de voz.
“Sin problema.”
II

No recibo su llamada.
Son las dos de la madrugada y luego las tres mientras doy vueltas en la
cama. Me vuelvo un manojo de nervios, me pongo triste. Nos imaginé, desde el
momento en que la propuesta le nació –a él, no a mí –acostados en el mismo
espacio. Susurrando, como hacíamos siempre. Dándole golpecitos a la pantalla
de mi teléfono en busca de una canción que me va a enseñar porque el suyo se
quedó sin batería y se olvidó el cargador en su casa.
III

Recibimos nuestra calificación del relato. Con ella cerramos el semestre. Elsa
dijo que era bueno, pero que la escena del perrito está de más y por eso nos
dio un nueve punto cinco y no un diez. Haziel está molesto. Dice que no tenía
que calificar la trama sino los elementos de la trama. Yo le hago segunda
diciendo que Elsa no se fijó en lo que realmente importa. Haziel sonríe.
“Pero no está mal”, me dice.
“Para nada mal.”
“¿Celebramos hoy?”
“Me gustaría mucho”, contesto.
Espero que mi emoción no esté atacando la obviedad en plenitud.

Su idea de celebrar no me parece tan agradable ahora que ya estoy aquí,


pegado a la pared en la casa de un conocido que en realidad conozco poco.
Haziel compró una botella de vino para embriagarse y yo una caguama.
Estamos bailando con pasos tranquilos la canción que sale de la bocina. Es una
bocina de luces verdes, medio terrible, en el centro de la mesa llena de vasos
vacíos. Ese panorama queda justo frente a mí, detrás de Haziel. Un poco
borroso, pero aun así lo miro.
“¿Cómo te sientes?”, me pregunta.
Me siento cansado.
“Me siento bien.”
“¿Quieres que nos vayamos?”, me pregunta.
Quiero que estemos en mi habitación, con las luces apagadas, con mis
manos entre tu cabello. Con tus lentes reflejando el brillo del alumbrado
público que se cuela por la ventana.
“No. Estoy muy bien”, respondo. “Quizás vaya por otra caguama al
OXXO.”
“Si quieres que te acompañe, me dices.”
Tengo treinta y dos pesos en mi cartera.
“Gracias. Hay que seguir bailando.”
Y seguimos bailando.

Todavía no es medianoche cuando la gente de la fiesta comienza a irse. Haziel


terminó su botella de vino hace un par de minutos y está contando sus
monedas para alcanzar el precio de una caguama.
Con lo que yo tengo y con lo que él tiene, ya son cuarenta y cinco.
“¿Me acompañas?”, pregunta.
“Sí.”

Llovizna.
“El otro día en el bar de Lobos, Ámbar leyó un poema precioso que
sentí te podía gustar, Joel”, me dice Haziel. Se está tambaleando.
Sus botas negras retumban por las calles solitarias y poco iluminadas de
este barrio de la ciudad. Puedo oler el aroma de los hotdogs que venden a la
vuelta y de repente me da hambre, pero estoy a punto de gastar mi dinero en
otra caguama. No me arrepiento. La he pasado mejor tomando una caguama
que comiendo un hotdog. Me llevo las manos al pelo. Está húmedo.
“¿En serio?”, le pregunto. Por primera vez en mucho tiempo lo volteo
a ver. Está caminando con los ojos cerrados. “¿Cuál poema?”
“Uno de Juan Gelman.”
“Me gusta Juan Gelman.”
Me gusta Juan Gelman.
“Se llama ‘Sefiní’, o algo así”, dice Haziel. Abre los ojos.
Me mira.
“¿Lo conoces?”
“Sí”, respondo. Estoy sonriendo. “Lo conocí en primer semestre. Fue
lo primero de Gelman que me gustó. Y luego otro sobre unos caballos, o algo
así.”
Los de la Facultad de Letras decimos mucho eso de “o algo así”, es
nuestra etiqueta identificatoria. Nuestra marca, o algo así.
Estos son los últimos versos del poema de Gelman. Los encuentro en Google
mientras Haziel pide la caguama al muchacho del OXXO:
pero lo más importante
estoy triste porque no llueve
porque el té está frío
y porque hoy me voy de ti sin ojos solemnes ni ganas de destierro
y porque la nostalgia se hace esperar y no llega
si estoy triste estoy triste, no me convenzan de lo contrario.
después de tanto tiempo ahí vuelvo a aparecer, esto es lo mío.

De vuelta en la casa de la fiesta, pongo ‘Pibe’ de Luca Boccia en la bocina.


Haziel me toma de la cintura mientras me da un beso en los labios.
Ojalá no estuviera tan borracho.
IV

“De todas formas no estoy listo para irme”, le digo a mamá en el teléfono.
Me llamó hace media hora para intentar convencerme de que ya vuelva
a casa, en el pueblo, porque el semestre ya terminó. En algún momento
llevamos la conversación a otros temas: los recibos, el concierto, mi hermana.
Pero no conseguí que se olvidara de lo que realmente importa.
“Pues ya te digo que tu papá no te va a depositar más dinero”, exclama.
No está enojada. Tampoco está contenta. No la entiendo. “Si ya terminó el
semestre, Jo. No sé qué haces allá.”
“Cosas, mamá”, espeto. Tengo miedo de sonar agresivo. “Hago más
cosas acá que sólo estudiar.”
“Señor Ocupado”, se ríe, burlona.
No digo nada.
“Que sea la última vez que pones excusas”, sentencia y yo sonrío para
mis adentros. “La próxima, vamos por ti.”
“Sí, mamá.”
Cuelgo el teléfono y salgo corriendo de casa.
Ya voy tarde.

Cuando llego al bar, Haziel ya tiene su tarro medio vacío. Lo saludo con un
abrazo y un beso en la frente, estando él sentado y yo todavía de pie.
Me abraza por la cintura.

Anoche dormimos juntos. Después de la fiesta, caminamos ebrios a mi casa.


La llovizna no había cesado y cuando llegamos nuestros cabellos eran una
maraña de humedad; nuestra ropa, un grito desesperado de sudor, agua y
bebidas etílicas.
Nos comimos una ciruela antes de meternos en la cama, usando nada
más que las trusas y el golpe acelerado de mi corazón contra el pecho de
Haziel.
Nada más…

“Eres todo un caso”, susurra mientras sirve de la caguama a mi tarro.


“Es mamá. Llamó otra vez para decirme que ya me vaya.”
“¿Y para qué te necesita, siquiera?”
“No lo sé, pero las órdenes, son órdenes.”
“Ya no hay otro semestre, Joel”, me recuerda. Doy un sorbo a mi
cerveza. Estoy nervioso. “Quédate más tiempo. Luego te vas a ir y ya no vas a
volver…”
“Sí voy a volver”, lo interrumpo. “Todavía tengo muchas cosas qué
hacer por acá. El cinema, comenzar a escribir mi novela, visitar ese bar horrible
de 1 metro cuadrado con descuentos cuestionables”, le sonrío.
“Sobre todo eso”, asiente.
“Sobre todo eso.”

De nuevo estamos ebrios.


Acerco mi silla a su silla.
Esto es normal.

Nos gusta aquí porque aquí ponen las canciones que nos gustan.

“¿Ya nos vamos?”, me pregunta.


Estoy casi encima de él.
“¿Ya te quieres ir?”
“Si tú te quieres ir, sí.”

“¿Haziel…?”
“¿Sí…?”
“¿Puedes ir más lento…?”
“¿Sí…?”
“No.”
V

Vengo a la escuela a recoger el último ensayo calificado. El de mi clase de


Estudios de género. Es un horrible cinco del tamaño de la cuartilla hurtando
mi campo de visión. Hago una mueca.
Salgo corriendo de la facultad antes de que los fantasmas aparezcan.

Lista de cosas que olvidé decirle a Haziel hace un par de noches:


1. Tengo que volver porque tengo que recursar Estudios de género.
2. (…)

“Ni siquiera es para tanto”, me dice. “O sea, comprendo que te haga sentir mal,
pero sólo es un cinco. No es el fin del mundo. No está mal reprobar, ni
recursar ni nada.”
La voz de mamá suena tranquila en el teléfono.
Recuerdo la última vez que me abrazó. Estábamos en la central de
autobuses, era primavera y un día soleado.
Hoy está lloviendo.
Ayer también llovió.
Haziel no me ha escrito ni yo le he escrito a él.
“Tienes razón”, le digo y una lágrima pequeña recorre las carreteras de
mi mejilla. “A lo mejor estoy exagerando.”
“Ya no llores, ¿vale?”, la voz de mamá no es espuma. La voz de mamá
es la ola entera. O me abraza o me derriba.
¿Puede una voz abrazarme o derribarme?
Estoy acostado en la arena.

Ámbar lee su cuento en el Micrófono Abierto.


Lo organizan cada año al final del semestre en el café preferido de la
Facultad de Letras. Es un espacio pequeño, acogedor, iluminado por luces
cálidas y adornado con plantas por todos lados. Se llama Capibara y está justo
en el centro.
Haziel y Ámbar son mejores amigos.
Haziel está sentado al frente del público.
Yo estoy del otro lado de la habitación, cerca de la puerta, bebiendo
pulque de pepino con limón y prestando atención a lo que dice Ámbar.
Su cuento es sobre su madre, sobre la muerte y sobre las aves.
Cuando termina, todos le aplauden.
Nadie más lo ve, sólo yo: Ámbar se convierte en pájaro.

“Hey, Joel.”
Es Haziel.
El Micrófono Abierto terminó hace unos quince minutos, pero ahora
hay proyectos musicales gobernando el escenario, que en realidad es sólo un
rincón de la habitación, y yo sigo tomando pulque.
“Hola”, respondo.
Tengo miedo, evidentemente.
“¿Cómo estás? Tenía buen rato sin verte.”
Lo sé, pero no lo digo.
“Bien”, es lo que sale.
“Qué bueno”, contesta. “¿Qué haces hoy?”
¿Qué hago hoy?, ¿eres tonto, Haziel?
“Hoy vine al Micrófono Abierto”, digo, irónicamente. Y por primera
vez en la noche espero que se note mi molestia y mi inconformidad. Quiero
irme, físicamente irme. Pero mi cerebro y mis emociones se niegan a mover un
dedo.
Haziel se ríe.
“Sí, pero… después”, agrava su voz: “¿qué haces después?”
VI

Otra vez hice todo mal.


“Otra vez hice todo mal”, le digo.
“¿A qué te refieres?”, me pregunta.
Y estoy a punto de responderle, pero me invade la tristeza.
La guitarra que sonó el Capibara suena ahora en mi caja torácica. Soy
un grupo de jóvenes tocando la canción más triste y si abro la boca se me va a
desbordar y no quiero que Haziel sepa que soy rompible.

Despertamos.
“Entonces, ¿molletes…?”, le pregunto.
Está lloviendo.
Pero está lloviendo de verdad y es viernes.
“Sí. ¿Te agrada la idea?”
“Me agrada demasiado.”
En la tienda de abarrotes de Pepe elegimos dos bolillos, una bolsa de
frijoles negros refritos, queso asadero y salsa roja.

Haziel me compra un jugo de naranja.


VII

Las Ligas Menores es la banda favorita de Gali.


Estoy en su casa, cerca de uno de los museos más grandes de la ciudad,
en un recinto bastante bonito que me recuerda a la Ciudad de México por el
acomodo de los departamentos. El suyo es el último del segundo edificio.
Tiene muchas plantas y una MacBook en la que ahora suenan Las Ligas
Menores.
“Pero nunca se disculpó, ni siquiera buscó excusarse, simplemente no
me habló por varios días”, termino de contarle la situación con Haziel.
Ella se pinta las uñas de un azul naval bastante bonito, y cuando
termina con la mano derecha, vuelve su mirada hacia mí y me dice:
“Ay, panita. ¿Qué te digo? Es hombre.”
Y yo asiento.

El día pasa.
Ahora con las uñas pintadas, Gali me prepara un sándwich de
champiñones con aguacate y un té chai. Ella sólo se sirve un poco de helado en
una taza de Harry Potter y nos sentamos en el colchón inflable frente a su
MacBook para ver The Virgin Suicides mientras merendamos.
Luego nos quedamos dormidas.

El ruido del martillo nos despierta. Alguien en el piso de abajo está


martirizando su pared con una cantidad infinita de clavos. Yo miro a Gali, que
mira el techo mientras se estira y cuando me siente despierto, me enseña los
dientes a modo de sonrisa.
“¿Te vas hoy?”, pregunta entre bostezos.
Lima, su gata, se sube al colchón y comienza a ronronear mientras
restriega su peluda cara contra mi pecho. Intento acariciarla, pero cada vez que
la toco, suelta un respingo. Termina enfadándose de mi calidez y se va.
“Supongo”, respondo. “No quiero irme, pero ya es tiempo.”
“Bien dice la Taylor”, Gali se está riendo: “tú sabes en tu alma cuando
es momento de irse.”
Taylor Swift siempre tiene la razón.
“Bien dice, ¿verdad?”
“Sólo no te vayas tan tarde”, me advierte. “Ponte suéter. Va a estar
lloviendo.”

Media hora más tarde, después de desayunar omelette y cereal con leche
mientras veíamos The Backyardigans, dejo el departamento de Gali. Me
aterran los presentimientos al grado de que comienzo a sentirlos como
realidades y mis dedos comienzan a temblar –mi cuerpo entero comienza a
temblar –y dejo de comprender mi entorno. No quiero que sea la última vez
que veo estas paredes amarillas.
Volteo para verla desde el umbral de la puerta y ella mueve sus manos
en el aire.
“Te quiero”, grita.
Hay una nube negra encima de mí.
VIII

No me despido de Haziel. Sin embargo, le dejo un WhatsApp:


desde hace un rato he querido mandarte esta playlist que
hice para ti.
no lo había hecho porque me llenaba de pena cada vez
que te imaginaba escuchándola, pero aquí está, al fin.
cuídate mucho. y te quiero.
https://open.spotify.com/playlist...
Me quedo un buen rato sentado en la misma banca de siempre –la que está
junto a la fuente del Jardín Reforma –mirando el teléfono: las letras que acabo
de escribir son un torbellino que arrasa con todo el panorama.
Cuando pongo mi dedo índice sobre una la O más minúscula, la que
está cerca del punto final, me traga.
IX

Haziel responde al cabo de un rato:


Muchas gracias por la playlist.
Te quiero montones.
(Además, me encanta que sean 13 canciones.)
Y un emoji de corazón.
X

Ya casi son las diez.


Te miro con atención. Llevas más de media hora esperándome y estás
cansado. Quizás tu camión, con el que trabajas, se descompuso temprano en la
mañana y pasaste toda la tarde intentando arreglarlo. Puedo adivinarlo porque
tienes las manos llenas de grasa y el volante de la camioneta está sucio. Toda la
camioneta está sucia.
“¿Cómo te fue?”, me preguntas, al cabo de un rato.
“Tengo que volver en julio a recursar la materia que reprobé.”
“Bueno, al menos tienes unas semanas de descanso.”
No digo nada.
“La perrita está más grande.”
La idea de ver a Jacinta, la perrita, me emociona mucho. Siento mis
ojos brillar y tú volteas a verme. Dejamos atrás la central de autobuses y nos
sumergimos en una avenida llena de farmacias y florerías. Tiendas de ropa en
cada esquina. Locales abiertos con cases para teléfonos celulares. Perritos
callejeros y el puesto de tamales. No extrañaba esto, pero tampoco entorpezco
mi llegada con pensamientos negativos.
De pronto, ya no me miras a mí, sino al frente.
“Ya la quiero ver…”, te digo. “Y a mi hermana también.”
“Bueno, tu hermana se volvió loca”, te ríes.

Papá, cuando te ríes el mundo deja de ser blanco y negro.


La ola me abraza con fuerza.
La espuma se disuelve.

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