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Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Introducción. El mayor espectáculo de la Tierra
1. Nadie está loco
2. Suerte y riesgo
3. No tener nunca suficiente
4. La confusión del interés compuesto
5. Hacerse rico frente a conservar la riqueza
6. Cruz, tú ganas
7. Libertad
8. La paradoja del hombre y el coche
9. La riqueza es lo que no se ve
10. Ahorrar
11. Mejor razonable que racional
12. ¡Sorpresa!
13. El margen de error
14. Vas a cambiar
15. Nada es gratis
16. Tú eres tú y yo soy yo
17. La seducción del pesimismo
18. Cuando vas a creerte cualquier cosa
19. Recapitulemos
20. Confesiones
Posdata. Breve historia de por qué el consumidor estadounidense...
Agradecimientos
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Morgan Housel
Para
NAPOLEÓN
SHERLOCK HOLMES
Introducción.
El mayor espectáculo de la Tierra
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Nadie debería esperar que los miembros de estos grupos vivieran toda su
vida pensando lo mismo sobre la inflación. O sobre el mercado bursátil. O
sobre el paro. O sobre el dinero en general.
Nadie debería esperar que respondieran de la misma manera a la
información financiera. Nadie debería suponer que se vieran influenciados por
los mismos incentivos.
Nadie debería esperar que confiaran en las mismas fuentes de
asesoramiento.
Nadie debería esperar que coincidieran en qué importa, qué merece la
pena, qué es probable que ocurra en un futuro próximo y cuál es el mejor
camino que se ha de seguir.
Su visión del dinero se fraguó en mundos distintos. Y, cuando este es el
caso, una manera de ver el dinero que para un grupo de personas es
escandalosa, para otro grupo puede tener todo el sentido del mundo.
Hace unos cuantos años, el New York Times publicó una noticia sobre
las condiciones laborales de Foxconn, el enorme fabricante de productos
electrónicos taiwanés. En tales empresas, las condiciones a menudo son
atroces. Los lectores estaban indignados, y con razón. Sin embargo, una
respuesta fascinante a la noticia vino de la mano del sobrino de una obrera
china, que escribió en la sección de comentarios:
Mi tía trabajó durante varios años en lo que los estadounidenses llaman sweat shops [talleres de
explotación laboral]. El trabajo era duro. Largas jornadas, un salario «bajo» y unas condiciones
laborales «malas». ¿Saben lo que hacía mi tía antes de trabajar en uno de esos talleres? Era
prostituta.
En mi opinión, la idea de trabajar en uno de esos talleres comparada con el estilo de vida
anterior es una mejora. Sé que mi tía preferiría ser «explotada» por un maléfico jefe capitalista a
cambio de unos pocos dólares a que su cuerpo fuera explotado por varios hombres a cambio de
centavos.
Por eso me molesta la forma de pensar de muchos estadounidenses. Nosotros no tenemos
las mismas oportunidades que en Occidente. Nuestras infraestructuras públicas son distintas.
Nuestro país es diferente. Sí, trabajar en una fábrica es duro. ¿Podría ser mejor? Sí, pero solo
cuando lo comparas con los empleos que hay en Estados Unidos.
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Otro punto importante que ayuda a explicar por qué las decisiones
relativas al dinero son tan difíciles y por qué hay tantos malos
comportamientos es reconocer lo novedosa que es esta cuestión.
El dinero está presente en el mundo desde hace mucho tiempo. Se cree
que el rey Aliates de Lidia, actualmente parte de Turquía, creó la primera
moneda oficial en el año 600 a. C. Pero los cimientos modernos de las
decisiones monetarias —ahorrar e invertir— se basan en conceptos que están
prácticamente en mantillas.
Fijémonos en la jubilación. A finales de 2018 había 27 billones de
dólares en cuentas de jubilación en Estados Unidos, lo que las convertía en el
principal motor de las decisiones sobre ahorro e inversión del inversor
corriente.2
No obstante, toda esa idea de tener derecho a jubilarse se remonta, a lo
sumo, a dos generaciones.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los
estadounidenses trabajaban hasta la muerte. Esa era la expectativa y la
realidad. El porcentaje de hombres de sesenta y cinco años o más que
trabajaban estuvo por encima del 50 % hasta los años cuarenta del siglo XX:
La Seguridad Social tenía como objetivo cambiar eso, pero sus
prestaciones iniciales ni se acercaban a una pensión decente. Cuando Ida May
Fuller cobró el primer cheque de la Seguridad Social en 1940, el valor era de
22,54 dólares (416 dólares, ajustado a la inflación). No fue hasta los ochenta
cuando el cheque medio de la Seguridad Social para los jubilados superó los
1.000 dólares al mes, ajustado a la inflación. Hasta finales de los años sesenta,
más de una cuarta parte de los estadounidenses de más de sesenta y cinco años
eran clasificados por la Oficina del Censo de Estados Unidos como personas
que vivían en la pobreza.
Existe la creencia generalizada de que «todo el mundo tenía un plan de
pensiones privado». Pero esta creencia es una enorme exageración. El
Employee Benefit Research Institute explica: «Solo una cuarta parte de las
personas de sesenta y cinco años o más tenían ingresos de jubilación en
1975». De entre esa afortunada minoría, solo un 15 % de los ingresos de los
hogares procedían de una pensión.
En 1955 el New York Times escribió sobre el creciente deseo, pero la
continua imposibilidad, de jubilarse: «Parafraseando un viejo dicho: todo el
mundo habla de la jubilación, pero al parecer muy poca gente hace algo para
conseguirla».3
No fue hasta los años ochenta cuando arraigó la idea de que todo el
mundo merece y debería tener una jubilación digna. Y la manera de conseguir
esa jubilación digna ha sido desde entonces una expectativa por la que todo el
mundo ahorra e invierte su dinero.
Permíteme que insista en lo novedosa que es esa idea: el plan 401(k), el
instrumento central de ahorro de las pensiones en Estados Unidos, no existió
hasta 1978. El plan IRA Roth (cuenta de jubilación individual, llamado así por
el senador William Roth) no nació hasta 1998. Si fuera una persona, apenas
tendría edad para beber alcohol legalmente.
No debería sorprender a nadie que muchos de nosotros seamos malos
ahorrando e invirtiendo para la jubilación. No estamos locos. Es que somos
novatos.
Y lo mismo vale para la universidad. El porcentaje de estadounidenses
de más de veinticinco años con un grado universitario ha pasado de menos de
1 de cada 20 en 1940 a 1 de cada 4 en 2015.4La matrícula universitaria media
durante ese periodo se multiplicó por más de cuatro ajustado a la
inflación.5Algo tan grande y tan importante que afecta tan deprisa a la
sociedad explica por qué, por ejemplo, tanta gente ha tomado malas
decisiones con respecto a los préstamos de estudios durante los últimos veinte
años. No hay décadas de experiencia acumulada para siquiera aprender
lecciones de ello. Estamos improvisando.
Y lo mismo puede decirse de los fondos indexados, que tienen menos de
cincuenta años de historia. Y de los fondos de inversión libre, que no
despegaron hasta los últimos veinticinco años. Incluso el uso generalizado del
endeudamiento de los consumidores —hipotecas, tarjetas de crédito y
préstamos para comprar coches— no se inició hasta después de la Segunda
Guerra Mundial, cuando la ley conocida como GI Bill facilitó que millones de
estadounidenses obtuvieran préstamos.
Los perros fueron domesticados hace diez mil años y aún conservan
algunas conductas de sus antepasados salvajes. Y, aun así, aquí estamos
nosotros, con entre veinte y cincuenta años de experiencia en el sistema
financiero moderno, con la esperanza de estar perfectamente aclimatados a él.
Para una cuestión que está tan influenciada por las emociones frente a
los hechos, esto es un problema. Y ayuda a entender por qué no siempre
hacemos lo que se supone que deberíamos hacer con el dinero.
Todos hacemos locuras con el dinero, porque somos todos relativamente
nuevos en este juego, y lo que parece una locura para ti puede tener todo el
sentido del mundo para mí. Pero nadie está loco; todos tomamos decisiones
basándonos en nuestras experiencias únicas que nos parece que tienen sentido
en un momento dado.
Y ahora déjame que te cuente la historia de cómo se hizo rico Bill Gates.
2.
Suerte y riesgo
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Bill Gates estudió en uno de los pocos institutos del mundo que tenía un
ordenador.
La historia de cómo el instituto Lakeside School, en las afueras de
Seattle, llegó a tener un ordenador es extraordinaria.
Bill Dougall había sido piloto de la Marina de Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial, pero terminó siendo profesor de matemáticas y
ciencias en un instituto. «Él creía que estudiar con libros no era suficiente sin
la experiencia del mundo real. También se dio cuenta de que teníamos que
saber algo sobre ordenadores cuando fuéramos a la universidad», recordaría el
malogrado cofundador de Microsoft Paul Allen.
En 1968 Dougall solicitó que la Asociación de Madres del Lakeside
School aprovechara los ingresos de su venta anual de objetos viejos —unos
3.000 dólares— para alquilar un ordenador Teletype Modelo 30 conectado a
la unidad central de General Electric para compartir tiempo de computación.
«Toda esa idea de compartir el uso del ordenador no se inventó hasta 1965 —
dijo más tarde Gates—. Alguien tuvo una gran visión de futuro.» La mayoría
de las facultades universitarias no tenían un ordenador tan avanzado como la
computadora a la que tuvo acceso Bill Gates estando en el instituto. Y no se
cansaba de usarlo.
Gates tenía trece años en 1968 cuando conoció al compañero de clase
Paul Allen. Allen también estaba obsesionado con el ordenador de la escuela,
y los dos hicieron buenas migas.
El ordenador del Lakeside no formaba parte del programa de estudios
general. Era un programa de estudio independiente. Bill y Paul pudieron
juguetear a placer con el aparato y dejar volar su creatividad: después del
instituto, tarde por la noche o los fines de semana. Enseguida se volvieron
expertos en ordenadores.
Allen recordaba que Gates, durante una de sus sesiones nocturnas, le
enseñó un ejemplar de la revista Fortune y le dijo: «¿Cómo crees que será
dirigir una empresa del Fortune 500?». Allen dijo que no tenía ni idea. «Tal
vez un día nosotros seremos propietarios de una empresa de ordenadores»,
dijo Gates. Ahora Microsoft tiene un valor de más de un billón de dólares.
Hagamos unos cálculos rápidos.
En 1968, en el mundo había, según las Naciones Unidas,
aproximadamente 303 millones de personas en edad de ir al instituto.
Cerca de 18 millones vivían en Estados Unidos.
Unas 270.000 vivían en el estado de Washington.
Un poco más de 100.000 vivían en la zona de Seattle.
Y solo unas 300 iban al Lakeside.
De 303 millones a 300 personas.
Uno entre un millón de alumnos de instituto fue a un colegio que tuvo la
combinación de dinero y previsión para comprar un ordenador. Bill Gates
resultó ser uno de ellos.
Gates no rehúye lo que eso significó. «Sin el Lakeside, no habría
existido Microsoft», dijo ante la promoción de 2005.
Gates es un tipo asombrosamente listo, pero es aún más trabajador, y de
adolescente tuvo una visión sobre el futuro de los ordenadores que incluso los
ejecutivos del sector informático más veteranos no pudieron comprender. Y
tuvo también una ventaja de uno entre un millón por ir al instituto Lakeside.
Ahora déjame que te hable de Kent Evans, un amigo de Gates. Él
experimentó una dosis igualmente potente del hermano de la suerte, el riesgo.
Bill Gates y Paul Allen se hicieron famosos gracias al éxito de
Microsoft. Pero, cuando iban al Lakeside, esa pandilla de prodigios de los
ordenadores tenía un tercer miembro.
Kent Evans y Bill Gates trabaron amistad en la secundaria, cuando
tenían unos catorce años. Evans era, según cuenta Gates, el mejor alumno de
la clase.
Los dos hablaban «un montón por teléfono», recuerda Gates en el
documental Inside Bill’s Brain [Dentro el cerebro de Bill]. «Todavía me
acuerdo del teléfono de Kent —asegura—: 525-7851.»
Evans tenía la misma habilidad con los ordenadores que Gates y Allen.
Anteriormente, el Lakeside dedicaba muchos esfuerzos a organizar
manualmente el horario de las aulas, un laberinto de complejidad para lograr
que cientos de alumnos dispusieran de las aulas que necesitaban a una hora en
la que no se solaparan con otras asignaturas. El colegio encargó a Bill y Kent
—un par de chavales, se mire como se mire— que crearan un programa
informático que resolviera el problema. Y funcionó.
Además, a diferencia de Paul Allen, Kent compartía la mentalidad
empresarial y la ambición infinita de Gates. «Kent siempre llevaba un gran
maletín, como los de los abogados —recuerda Gates—. Siempre estábamos
tramando lo que estaríamos haciendo dentro de cinco o seis años. ¿Seríamos
directores ejecutivos? ¿Qué nivel de repercusión podía tener lo que
hiciéramos? ¿Íbamos a ser generales? ¿Embajadores?» Fuera lo que fuese,
Bill y Kent sabían que lo iban a hacer juntos.
Tras rememorar su amistad con Kent, a Gates se le entrecorta la voz.
«Habríamos seguido trabajando juntos. Estoy seguro de que habríamos
ido juntos a la universidad.» Kent podría haber sido un socio fundador de
Microsoft junto con Gates y Allen.
Pero eso nunca ocurriría. Kent murió en un accidente de montaña antes
de terminar la secundaria.
Todos los años hay unas treinta y cinco muertes por accidentes de
montaña en Estados Unidos.1La probabilidad de morir en una montaña
durante la secundaria es aproximadamente de uno entre un millón.
Bill Gates tuvo una suerte de uno entre un millón de ir a parar al
Lakeside. Kent Evans experimentó el riesgo de uno entre un millón de no
llegar a terminar nunca lo que él y Gates pensaban lograr. La misma fuerza, la
misma magnitud, pero operando en sentidos opuestos.
Suerte y riesgo son la realidad de que en la vida cualquier resultado está
determinado por fuerzas ajenas al esfuerzo individual. Son tan parecidos que
no puedes creer en uno sin respetar en el mismo grado al otro. Ambas cosas
ocurren porque el mundo es demasiado complejo para permitir que el 100 %
de tus acciones dicte el 100 % de tus resultados. Están motivadas por lo
mismo: tú eres una persona que está dentro de un juego con siete mil millones
de personas más y un número infinito de elementos en movimiento. El efecto
accidental de las acciones que están fuera de tu control puede acarrear más
consecuencias que las acciones que has llevado a cabo a conciencia.
No obstante, ambos elementos son tan difíciles de medir y de aceptar
que con demasiada frecuencia se pasan por alto. Por cada Bill Gates hay un
Kent Evans que tenía la misma capacidad y motivación, pero que terminó en
el otro lado de la ruleta de la vida.
Si les das a la suerte y al riesgo el respeto que merecen, te das cuenta de
que, al juzgar el éxito financiero de la gente —tanto el tuyo como el de los
demás—, este nunca es ni tan bueno ni tan malo como parece.
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Por tanto, ten menos en cuenta a personas concretas y estudios de caso y fíjate más en
patrones generales.
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Bill Gates dijo una vez: «El éxito es un mal profesor. Seduce a personas
inteligentes y logra que piensen que no pueden perder».
Cuando las cosas van extremadamente bien, date cuenta de que la
situación no es tan buena como piensas. No eres invencible y, si admites que
tu éxito fue en parte cuestión de suerte, entonces tienes que creer en el primo
de la suerte, el riesgo, que puede darle la vuelta a tu historia en un santiamén.
Pero lo mismo puede ocurrir en sentido opuesto.
El fracaso también puede ser un mal profesor, porque seduce a personas
inteligentes para que piensen que sus decisiones fueron nefastas cuando a
veces solamente reflejan la implacable realidad del riesgo. El truco, al
gestionar el fracaso, está en construir tu vida financiera de tal forma que una
inversión audaz o un objetivo financiero no conseguido no te arruinen, para
que puedas seguir jugando hasta que la suerte caiga de tu lado.
Sin embargo, otra cosa más importante que esa es que, del mismo modo
que reconocemos la importancia de la suerte en el éxito, la importancia del
riesgo significa que debemos perdonarnos a nosotros mismos y dejarnos
margen para ser comprensivos al juzgar fracasos.
Nada es ni tan bueno ni tan malo como parece.
Y ahora echemos un vistazo a las historias de dos hombres que tentaron
a la suerte.
3.
No tener nunca suficiente
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No hay motivo alguno para arriesgar lo que tienes y necesitas por algo
que no tienes ni necesitas.
Esta es una de esas cosas que, por muy obvia que sea, suele olvidarse.
Pocos de nosotros llegaremos a tener nunca 100 millones de dólares,
como Gupta o Madoff. Pero un porcentaje significativo de quienes lean este
libro van a tener, en algún momento de su vida, un salario o una cantidad de
dinero suficiente para satisfacer toda necesidad razonable y para comprar
muchas de las cosas que querrán.
Si eres uno de ellos, no olvides algunas cosas.
Pero es una de las más importantes. Si las expectativas aumentan con los
resultados, no tiene lógica aspirar a más porque sentirás lo mismo tras echarle
más esfuerzo. Eso es peligroso cuando el prurito de tener más —más dinero,
más poder, más prestigio— hace aumentar la ambición más deprisa que la
satisfacción. En ese caso, un paso adelante hace avanzar la meta dos pasos.
Tienes la sensación de que te estás quedando atrás, y la única forma de
recuperar terreno es asumir más y más riesgo.
El capitalismo contemporáneo hace dos cosas de maravilla: generar
riqueza y generar envidia. Tal vez vayan de la mano; querer superar a quienes
te rodean puede ser un acicate para trabajar duro. Pero la vida no es agradable
sin ser consciente de que ya tienes suficiente. La felicidad, como suele decirse,
no es más que resultados menos expectativas.
Tras salir de la cárcel, Rajat Gupta dijo al New York Times que había
aprendido la lección:
No sientas demasiado apego por nada: ni tu reputación, ni tus logros ni nada por el estilo. Ahora
me doy cuenta: ¿qué importancia tiene? Vale, eso destruyó injustamente mi reputación. Pero solo
supone un problema si estoy muy apegado a mi reputación.
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El optimismo suele definirse como el creer en que las cosas van a ir bien.
Pero esta definición es incompleta. El optimismo sensato es creer en que la
probabilidad está a tu favor y que con el tiempo las cosas se equilibrarán para
dar un buen resultado, aunque lo que suceda entremedias esté lleno de
desgracias. Y, de hecho, lo sabes, estará lleno de desgracias. Puedes ser
optimista y pensar que la trayectoria de crecimiento a largo plazo va a ir en
ascenso y hacia la derecha, pero puedes estar igual de seguro de que la
carretera que lleva del ahora al después está llena de minas y siempre lo
estará. Estas dos cosas no son excluyentes.
La idea de que algo puede dar beneficios a largo plazo y que al mismo
tiempo puede ser un fracaso a corto plazo no es intuitiva, pero así es como
funcionan un montón de cosas en la vida. A los veinte años, una persona
normal puede perder aproximadamente la mitad de las conexiones sinápticas
que tenía en su cerebro a los dos años, ya que las vías neuronales ineficientes
y redundantes se eliminan. Pero ese veinteañero medio es mucho más
inteligente que un crío normal de dos años. La destrucción ante el progreso no
solo es posible, sino que es una manera eficiente de deshacerse de los excesos.
Imagínate que fueras padre y pudieras ver el interior del cerebro de tu
hijo. Cada mañana verías menos conexiones sinápticas en su cabeza. ¡Te
aterrorizarías! Dirías: «No puede ser, se están perdiendo y destruyendo
muchas cosas aquí dentro. Hay que hacer algo. ¡Tenemos que llamar a un
médico!». Pero no tendrías que hacerlo. Lo que estarías presenciando es el
desarrollo normal del progreso.
Las economías, los mercados y las carreras profesionales a menudo
siguen una trayectoria parecida: crecimiento con pérdidas de por medio.
Estos son los resultados de la economía de Estados Unidos en los
últimos ciento setenta años:
Pero ¿sabes qué ocurrió durante ese periodo? A ver, por dónde
empezamos...
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A Amazon no le pasa nada por perder un montón de dinero por culpa del
Fire Phone porque lo compensará con algo como Amazon Web Services, que
le reporta decenas de miles de millones de dólares. Casos extremos al rescate.
El consejero delegado de Netflix, Reed Hastings, anunció una vez que su
empresa iba a cancelar varias producciones de gran presupuesto. Ante eso, él
respondió:
Ahora mismo nuestro porcentaje de éxitos es demasiado alto. Siempre le estoy pidiendo más al
equipo de contenidos. Tenemos que asumir más riesgo. Hay que probar cosas más locas, porque
deberíamos tener una ratio de cancelación más elevada en conjunto.
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Hay 100.000 millones de planetas en nuestra galaxia, pero solo uno, por
lo que sabemos, con vida inteligente.
El hecho de que estés leyendo este libro es el resultado del mayor suceso
extremo que puedas imaginar.
Y es algo por lo que puede uno sentirse feliz. Pero veamos, a
continuación, cómo el dinero puede hacerte más feliz aún.
7.
Libertad
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Más que el salario. Más que el tamaño de tu casa. Más que el prestigio
de tu trabajo. Tener el control para hacer lo que quieras, cuando quieras, con
quien tú quieras es la variable dentro del estilo de vida que hace más feliz a la
gente.
El mayor valor intrínseco que tiene el dinero —no hay que subestimarlo
— es su capacidad de darnos control sobre nuestro tiempo; para lograr, poco a
poco, un nivel de independencia y autonomía que proviene de activos no
gastados que te dan un mayor control sobre lo que puedes hacer y cuándo
puedes hacerlo.
Disponer de una pequeña cantidad de dinero significa poder tomarte
unos días libres en el trabajo cuando estás enfermo sin arruinarte. Conseguir
esa posibilidad es algo enorme si no la tienes.
Un poquito más de dinero significa poder esperar a que se te presente un
buen trabajo después de que te hayan despedido, en lugar de tener que coger
el primero que encuentres. Eso te puede cambiar la vida.
Un colchón de emergencia para seis meses significa no estar aterrorizado
ante tu jefe, porque sabes que no te vas a arruinar si tienes que tomarte un
tiempo para encontrar otro trabajo.
Tener aún más dinero significa la posibilidad de coger un trabajo con un
sueldo más bajo, pero con un horario flexible. Tal vez con un desplazamiento
más corto. O poder lidiar con una emergencia médica sin la carga añadida de
tener que preocuparte por cómo la vas a costear.
Luego está poder jubilarte cuando quieras en vez de cuando te toca.
Emplear tu dinero para comprar tiempo y opciones tiene un beneficio
para tu estilo de vida con el que pocos productos de lujo pueden competir.
Cuando estudiaba en la universidad, quería trabajar en la banca de
inversión. Solo había una razón: se ganaba mucho dinero. Esa era la única
motivación, y estaba convencido al 100 % de que, una vez que lo consiguiera,
eso me haría más feliz. Conseguí unas prácticas de verano en un banco de
inversión en Los Ángeles en mi tercer año de universidad, y pensé que me
había tocado la lotería. Eso es lo que siempre había querido.
El primer día me di cuenta de por qué los banqueros de inversión ganan
un montón de dinero: trabajan más horas y bajo un mayor control de lo que yo
pensaba que un ser humano podía soportar. De hecho, la mayoría no pueden
soportarlo. Irte a casa antes de medianoche se consideraba un lujo, y en la
oficina había un dicho: «Si no vienes a trabajar los sábados, no te molestes en
venir el domingo». El trabajo era intelectualmente estimulante, estaba bien
pagado y me hacía sentir importante. Pero cada segundo del tiempo que
pasaba despierto se volvió esclavo de las exigencias de mi jefe, lo cual fue
suficiente para convertir aquello en una de las peores experiencias de mi vida.
Eran unas prácticas de cuatro meses. Duré un mes.
Lo más duro de aquello fue que el trabajo me encantaba. Y quería
trabajar duro. Pero hacer algo que te encanta siguiendo un horario que no
puedes controlar puede hacerte sentir igual de mal que hacer algo que
detestas.
Existe un nombre para esta sensación. Los psicólogos lo llaman
«reactancia». Jonah Berger, profesor de Marketing en la Universidad de
Pensilvania, lo resumió muy bien:
A las personas les gusta tener la sensación de que controlan la situación: de que están al mando.
Cuando intentamos obligarlas a hacer algo, sienten que les quitamos el poder. En lugar de tener
la sensación de que ellos han tomado la decisión, sienten que nosotros la hemos tomado por
ellos. Por eso dicen que no o bien hacen otra cosa, incluso cuando inicialmente les podría haber
parecido bien hacer aquello.1
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Estados Unidos es el país más rico de la historia del mundo. Pero hay
pocas evidencias de que sus ciudadanos sean, en promedio, más felices de lo
que lo eran en los años cincuenta del siglo XX, cuando la riqueza y los
ingresos eran mucho más bajos, incluso al nivel medio y ajustándolo a la
inflación. Según una encuesta de Gallup hecha en 2019 a 150.000 personas de
140 países, cerca de un 45 % de los estadounidenses declaraban haber sentido
«mucha preocupación» el día anterior.3La media mundial era de un 39 %. Un
55 % de los estadounidenses declaraban haber sentido «mucho estrés» el día
anterior. Para el resto del mundo, lo afirmaba un 35 %.
Parte de lo que ha ocurrido aquí es que hemos empleado nuestra mayor
riqueza para comprar cosas mejores y más grandes. Pero al mismo tiempo
hemos perdido el control sobre nuestro tiempo. En el mejor de los casos, estas
cosas se equilibran mutuamente.
Los ingresos de una familia media ajustados a la inflación eran de
29.000 dólares en 1955.4En 2019 eran de poco más de 62.000 dólares. Hemos
usado esta riqueza para vivir una vida prácticamente inimaginable para los
estadounidenses de los cincuenta, incluso para una familia media. La vivienda
del estadounidense medio aumentó de unos 91 metros cuadrados en 1950 a
unos 226 metros cuadrados en 2018. Ahora una casa nueva media en Estados
Unidos tiene más baños que residentes. Nuestros coches son más rápidos y
más eficientes, nuestros televisores son más baratos y tienen más resolución.
Sin embargo, lo que ha sucedido en nuestra época casi no parece que
sean progresos. Y esto tiene que ver, en buena medida, con el tipo de trabajos
que desempeñamos ahora la mayoría de nosotros.
John D. Rockefeller fue uno de los empresarios de mayor éxito de todos
los tiempos. También fue una persona solitaria, que pasaba la mayor parte de
su tiempo a solas. Apenas hablaba, se mostraba deliberadamente inaccesible y
se quedaba callado cuando captabas su atención.
Un trabajador de una refinería que en alguna ocasión estuvo en confianza
con Rockefeller comentó una vez: «[Rockefeller] deja hablar a todo el mundo
mientras él espera y no dice nada».
Al preguntarle por su silencio durante las reuniones, Rockefeller solía
recitar un poema:
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Por tanto, la capacidad de gastar de la gente está más en sus manos de lo que podrían
pensar.
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Julius Wagner-Jauregg fue un psiquiatra del siglo XIX que contaba con
dos habilidades únicas: se le daba bien identificar patrones, y lo que otros
consideraban «una locura», para él era mera «audacia».
Su especialidad eran los pacientes con neurosífilis grave, en aquel
entonces una enfermedad letal contra la que no se disponía de ningún
tratamiento. Empezó a reconocer un patrón: los pacientes de sífilis tendían a
recuperarse si habían tenido la mala suerte de tener fiebre prolongada como
consecuencia de una afección no relacionada.
Wagner-Jauregg supuso que aquello se debía a una intuición que había
estado ahí durante siglos, pero que los médicos no comprendían bien: la fiebre
juega un papel importante ayudando al cuerpo a combatir las infecciones.
Así que sacó la conclusión lógica.
A principios del siglo XX, Wagner-Jauregg comenzó a inyectar a algunos
pacientes cepas poco peligrosas de la fiebre tifoidea, de la malaria y de la
viruela para provocarles una fiebre lo bastante intensa como para terminar con
su sífilis. Eso era tan peligroso como puede uno imaginarse. Algunos de sus
pacientes murieron por culpa del tratamiento. El doctor finalmente se quedó
con una versión leve de la malaria, ya que podía contrarrestarse con
efectividad con quinina tras unos cuantos días de fiebre terrible.
Después de algunos casos trágicos de ensayo y error, su experimento
funcionó. Wagner-Jauregg informó de que seis de cada diez pacientes de
sífilis tratados con «malarioterapia» se recuperaban, en comparación con los
cerca de tres de cada diez que se curaban si no se aplicaba el tratamiento.
Ganó el Premio Nobel de Medicina en 1927. Actualmente, la institución sueca
indica: «La principal obra que ocupó a Wagner-Jauregg a lo largo de su vida
profesional fue el empeño por curar enfermedades mentales provocando
fiebre».1
Finalmente, la penicilina hizo que la malarioterapia para los pacientes de
sífilis quedara, gracias a Dios, obsoleta. Pero Wagner-Jauregg es uno de los
únicos médicos de la historia que no solo reconoció el papel de la fiebre para
combatir las infecciones, sino que también lo prescribió como tratamiento.
La fiebre siempre ha sido algo tan temido como misterioso. Los antiguos
romanos veneraban a Febris, la diosa que protegía a la gente de la fiebre. En
los templos se dejaban amuletos para aplacarla, con la esperanza de prevenir
la siguiente tanda de escalofríos.
No obstante, Wagner-Jauregg había descubierto algo. La fiebre no es una
molestia accidental. Sí que juega un papel importante en el camino del cuerpo
hacia la recuperación. Ahora tenemos pruebas mejores y más científicas de la
utilidad de la fiebre para combatir las infecciones. Se ha demostrado que un
incremento de un grado en la temperatura del cuerpo ralentiza el índice de
reproducción de algunos virus por un factor de 200. «Numerosos
investigadores han identificado un mejor resultado entre pacientes que
presentaron fiebre», se afirma en un artículo de los Institutos Nacionales de
Salud (NIH, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos.2El Hospital Infantil
de Seattle contiene una sección en su sitio web para instruir a los padres que
puedan entrar en pánico al mínimo aumento de la temperatura de su hijo: «La
fiebre pone en marcha el sistema inmunitario del organismo. Contribuye a que
el organismo combata las infecciones. Una fiebre normal, de entre 37,5°C y
40°C, es algo bueno para un niño enfermo».3
Pero aquí es donde termina la ciencia y empieza la realidad.
La fiebre es considerada casi universalmente como algo malo. Se trata
con medicamentos como el paracetamol para que baje tan deprisa como ha
aparecido. A pesar de millones de años de evolución actuando como
mecanismo de defensa, ningún padre, ningún paciente, pocos médicos y por
supuesto ninguna compañía farmacéutica ven la fiebre sino como un percance
que hay que eliminar.
Esos puntos de vista no se corresponden con los conocimientos
científicos. Un estudio lo expresaba sin tapujos: «El tratamiento de la fiebre es
común en las ucis y probablemente esté más relacionado con creencias
arraigadas que con una práctica basada en los datos».4Howard Markel,
director del Centro para la Historia de la Medicina, dijo una vez con respecto
a la fobia ante la fiebre: «Hay prácticas culturales que se propagan tanto como
las enfermedades infecciosas que hay detrás de ellas».5
¿Por qué ocurre esto? Si la fiebre es beneficiosa, ¿por qué la combatimos
de manera tan universal?
Creo que no es difícil entender por qué: la fiebre duele. Y a la gente no
le gusta sentir dolor.
Eso es todo.
El objetivo de un médico no es solo curar la enfermedad. Es curar la
enfermedad dentro de los límites de lo que es razonable y tolerable para el
paciente. La fiebre puede traer beneficios marginales para combatir las
infecciones, pero provoca dolor. Y uno va al médico para que le alivien el
dolor. ¿Qué más le dan a uno los estudios de doble ciego cuando está tiritando
bajo las sábanas? Si tenéis una pastilla que puede poner fin a la fiebre,
dádmela ya.
Puede ser racional querer tener fiebre al padecer una infección. Pero no
es razonable.
Esta filosofía —tratar de ser razonable en vez de racional— es una
mentalidad que más gente debería tener en cuenta al tomar decisiones
vinculadas a su dinero.
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Los sucesos más importantes de los datos históricos son los casos
únicos, los eventos excepcionales. Son esos sucesos los que determinan el
rumbo de la economía y del mercado bursátil. La Gran Depresión. La
Segunda Guerra Mundial. La burbuja de las puntocom. El 11 de Septiembre.
La burbuja inmobiliaria de mediados de los 2000. Un puñado de sucesos
únicos tienen una relevancia enorme porque cuando ocurren influyen en
muchos eventos ajenos.
En los siglos XIX y XX nacieron 15.000 millones de personas. Pero
intenta imaginar lo diferente que sería hoy en día la economía mundial, y el
mundo entero, si solo siete de ellas no hubieran existido:
• Adolf Hitler
• Joseph Stalin
• Mao Zedong
• Gavrilo Princip
• Thomas Edison
• Bill Gates
• Martin Luther King
Ni siquiera estoy seguro de que esta sea la lista más significativa. Pero
casi todo lo que constituye el mundo actual, desde las fronteras hasta la
tecnología, pasando por las normas sociales, sería distinto si esas siete
personas no hubieran dejado su huella en él. Otra manera de expresarlo es
decir que el 0,00000000004 % de las personas fueron responsables de quizás
la mayor parte del rumbo del mundo durante el siglo pasado.
Y puede decirse lo mismo de los proyectos, las innovaciones y los
sucesos. Imagínate el siglo pasado sin:
• La Gran Depresión
• La Segunda Guerra Mundial
• El proyecto Manhattan
• Las vacunas
• Los antibióticos
• ARPANET
• El 11 de Septiembre
• La caída de la Unión Soviética
2. La historia puede ser una guía engañosa del futuro de la economía y del mercado de
valores porque no tiene en cuenta los cambios estructurales que son relevantes para el mundo de
hoy.
Lo que esto significa, en efecto, es que todos los datos históricos que se
remontan a unas cuantas décadas atrás sobre la financiación de las empresas
emergentes están desfasados. Lo que sabemos acerca de los ciclos de
inversión y el índice de fracaso de las start-ups no es una base histórica sólida
de la que podamos aprender, porque la manera como se financian hoy en día
las empresas es un paradigma nuevo en la historia.
O pensemos en los mercados de valores. El S&P 500 no incluyó
acciones del sector financiero hasta 1976; actualmente, las acciones de este
sector representan un 16 % del índice. Las acciones de empresas tecnológicas
eran casi inexistentes hace cincuenta años. Hoy en día suponen más de una
quinta parte del índice. La normativa contable ha cambiado con el tiempo.
Como también lo han hecho la transparencia, las auditorías y la cantidad de
liquidez de los mercados. Las cosas han cambiado.
El lapso entre recesiones en Estados Unidos ha cambiado drásticamente
durante los últimos ciento cincuenta años:
El tiempo medio entre recesiones ha aumentado de cerca de dos años a
finales del siglo XIX a cinco años a principios del siglo XX, y hasta los ocho
años durante el último medio siglo.
En el momento de escribir este libro, estamos entrando en recesión. Han
pasado doce años desde que empezó la última, en diciembre de 2007. Este es
el periodo más largo entre recesiones desde antes de la guerra civil
estadounidense.
Hay muchas teorías sobre por qué las recesiones se han vuelto menos
frecuentes. Una de ellas es que la Reserva Federal ha mejorado en la gestión
del ciclo económico, o por lo menos en su prolongación. Otra es que la
industria pesada es más proclive a la sobreproducción, que conlleva auges y
caídas, que el sector servicios, que ha dominado en los últimos cincuenta
años. La visión pesimista es que ahora tenemos menos recesiones, pero que
cuando tienen lugar son más duras que antes. Para nuestra argumentación, no
tiene gran importancia lo que haya provocado el cambio. Lo que importa es
que las cosas han cambiado claramente.
Para demostrar cómo esos cambios históricos deberían afectar a las
decisiones de inversión, pensemos en la obra de un hombre que muchos creen
que fue una de las mejores mentes de todos los tiempos en cuanto a las
inversiones: Benjamin Graham.
La clásica obra de Graham El inversor inteligente es más que una teoría.
Da señas prácticas, como fórmulas, que los inversores pueden aplicar para
tomar decisiones inteligentes sobre las inversiones.
Yo leí el libro de Graham en la adolescencia y con él aprendí por
primera vez cosas sobre el mundo de la inversión. Las fórmulas presentadas
en el libro eran llamativas, porque eran literalmente instrucciones paso a paso
que detallaban cómo hacerte rico. Bastaba con seguir las instrucciones.
Parecía facilísimo.
No obstante, al intentar aplicar algunas de esas fórmulas, uno se da
cuenta de algo: en la práctica, pocas funcionan.
Graham abogaba por comprar acciones que cotizaran a un valor menor
que el de sus activos de trabajo netos, básicamente el dinero en el banco
menos todas las deudas. Esto suena genial, pero en realidad pocas acciones
quedan que coticen a un valor tan bajo; aparte de, por ejemplo, una acción que
se cotice a menos de un dólar acusada de fraude contable.
Según uno de los criterios de Graham, los inversores conservadores
deben evitar las acciones que se coticen por más de 1,5 veces su valor
contable. Si hubieras seguido esa norma durante la última década, no habrías
tenido en tu haber prácticamente nada más que acciones de bancos y de
aseguradoras. No hay ningún mundo en el que esto sea aceptable.
El inversor inteligente es uno de los mejores libros sobre inversión de
todos los tiempos. Pero no conozco ni a un solo inversor al que le haya ido
bien poniendo en práctica las fórmulas que publicó Graham. El libro está
lleno de sabiduría, tal vez más que cualquier otro libro sobre inversión
publicado nunca. Pero, como manual de instrucciones, es cuando menos
cuestionable.
¿Qué pasó? ¿Acaso Graham era un charlatán cuyas palabras sonaban
bien pero cuyos consejos no funcionaban? En absoluto. Graham fue un
inversor con un éxito abrumador.
Pero era un hombre práctico. Y le encantaba llevar la contraria. No
estaba tan apegado a unas determinadas ideas de inversión para mantenerse
fiel a ellas cuando demasiados inversores se ciñeran a ellas, lo cual las habría
hecho tan populares que se diluiría su potencial. Jason Zweig, que elaboró una
versión posterior anotada del libro de Graham, escribió una vez:
Graham continuamente experimentaba y volvía a comprobar sus suposiciones buscando qué
funcionaba. Buscando no lo que funcionó ayer, sino lo que funciona hoy. En cada edición
revisada de El inversor inteligente, Graham descartaba las fórmulas que había presentado en la
edición anterior y las sustituía por nuevas fórmulas; y en cierto sentido declaraba que «las que ya
no funcionan o que ya no funcionan tan bien como solían funcionar son las fórmulas que parecen
funcionar mejor ahora».
Una de las críticas más habituales que se le hizo a Graham es que todas las fórmulas de la
edición de 1972 están anticuadas. La única respuesta adecuada a esta crítica es decir: «¡Por
supuesto que lo están! Esas son las que usé para sustituir las fórmulas de la edición de 1965, que
reemplazaron las fórmulas de la edición de 1954, que a su vez sustituyeron las de la edición de
1949, que se emplearon para ampliar las fórmulas originales que el autor presentó en su libro
Security Analysis, de 1934».
Graham falleció en 1976. Si las fórmulas por las que abogaba fueron
arrumbadas y actualizadas cinco veces entre 1934 y 1972, ¿qué relevancia
crees que tienen en 2020? ¿O cuánta tendrán en 2050?
Justo antes de morir, a Graham le preguntaron si el análisis detallado de
acciones individuales —una táctica por la que era famoso— seguía siendo una
estrategia por la que él apostaba. Él contestó:
En general, no. Ya no soy partidario de las técnicas sofisticadas del análisis de los títulos valor
para encontrar oportunidades de mejor valor. Esta actividad merecía la pena hace, pongamos,
cuarenta años, cuando se publicó por primera vez nuestro manual. Pero desde entonces la
situación ha cambiado un montón.2
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Todos los niños de cinco años quieren conducir un tractor cuando sean
mayores. Pocos trabajos parecen mejores a ojos de un chiquillo cuya idea de
un buen trabajo empieza y acaba con un «¡brrrum, brrrum!, ¡piiip-piiip! ¡Qué
tractor más grande, allá voy!».
Luego muchos se hacen mayores y se dan cuenta de que conducir un
tractor tal vez no sea la mejor salida profesional. Puede que quieran algo más
prestigioso o lucrativo.
Así que, en la adolescencia, sueñan con ser abogados. Ahora piensan —
lo saben— que ya tienen un plan. Facultad de Derecho y sus costes, allá
vamos.
Después, una vez que son abogados, tienen una jornada laboral tan larga
que apenas ven a sus familias.
Por tanto, quizás opten por un trabajo con un sueldo más bajo, pero con
un horario flexible. Entonces se dan cuenta de que la educación preescolar es
tan cara que se lleva la mayor parte de su nómina y optan por quedarse en
casa y hacer de padres. Llegan a la conclusión de que esa es, finalmente, la
opción correcta.
Más adelante, a los setenta años, se dan cuenta de que una vida entera
habiéndose quedado en casa significa que no están preparados para hacer
frente a la jubilación.
Muchos de nosotros recorremos la vida siguiendo una trayectoria
similar. Solo el 27 % de los graduados universitarios desempeñan un trabajo
relacionado con sus estudios principales, según la Reserva Federal de Estados
Unidos.1Un 29 % de los padres que se quedan en casa tienen un grado
universitario.2Probablemente, pocos se arrepienten de su formación, claro
está. Pero deberíamos admitir que un padre primerizo en la treintena puede
que se plantee los objetivos de su vida de una forma en que su yo de dieciocho
años nunca habría imaginado al marcarse sus metas profesionales.
En los asuntos financieros es esencial planificar a largo plazo. Pero las
cosas cambian: tanto el mundo que te rodea como tus objetivos y tus deseos.
Una cosa es decir: «No sabemos qué nos deparará el futuro». Pero otra es
admitir que tú, tú mismo, no sabes hoy por hoy qué vas a querer en el futuro.
Y la verdad es que pocos lo sabemos. Cuesta imaginar que uno vaya a tomar
decisiones perdurables a largo plazo cuando su visión de lo que va a querer en
el futuro es probable que varíe.
La «ilusión del fin de la historia» es el término que emplean los
psicólogos para denominar la tendencia de los seres humanos a ser
profundamente conscientes de lo mucho que han cambiado en el pasado, pero
a subestimar lo mucho que, probablemente, van a cambiar su personalidad,
sus deseos y sus objetivos en el futuro. El psicólogo de la Universidad
Harvard Daniel Gilbert dijo una vez:
En cada fase de nuestra vida tomamos decisiones que tendrán una gran influencia en la vida de
las personas en las que nos convertiremos y luego, una vez convertidos en esas personas, no
siempre estamos entusiasmados con las decisiones que tomamos. Así, los jóvenes pagan mucho
dinero para que les quiten tatuajes mientras que de adolescentes pagaron mucho dinero para que
se los hicieran. La gente de mediana edad se apresura a divorciarse de personas con las que,
cuando eran jóvenes, se apresuraron a casarse. Los mayores se esfuerzan para perder lo que los
adultos de mediana edad se esforzaron para conseguir. Etcétera, etcétera, etcétera.3
«Todos nosotros —dijo Gilbert— vamos por la vida con una ilusión: una
ilusión de que la historia, nuestra historia personal, ha llegado a su fin, que
acabamos de convertirnos en las personas que siempre esperamos ser y que
así permaneceremos durante el resto de nuestras vidas.» Tenemos tendencia a
no aprender nunca esa lección. Las investigaciones de Gilbert demuestran que
la gente de entre dieciocho y sesenta y ocho años de edad subestima cuánto va
a cambiar en el futuro.
Ya puedes imaginarte cómo va a afectar eso a un plan financiero a largo
plazo. Charlie Munger dice que la primera regla del interés compuesto es no
interrumpirlo nunca innecesariamente. Pero ¿cómo no vas a interrumpir un
plan monetario —carrera profesional, inversiones, gastos, presupuesto, lo que
sea— cuando cambia lo que quieres en la vida? Es difícil. El motivo, entre
otras cosas, por el que a la gente le cae bien Ronald Read —el rico conserje al
que conociste hace unos cuantos capítulos— y por el cual Warren Buffet ha
tenido tanto éxito es porque siguieron haciendo lo mismo durante décadas, lo
que posibilitó la multiplicación por obra del interés compuesto. Pero muchos
de nosotros evolucionamos tanto a lo largo de la vida que no queremos seguir
haciendo lo mismo durante décadas. Ni siquiera nada parecido. Así que, más
que un único periodo de ochenta años, nuestro dinero tal vez esté dividido en
cuatro bloques de veinte años.
Conozco a personas jóvenes que llevan a propósito una vida austera con
pocos ingresos y que están perfectamente satisfechas con ello. Luego están los
que se dejan la piel para costearse una vida lujosa y que también están
perfectamente satisfechos. Ambos corren riesgos; los primeros corren el
riesgo de no estar preparados para criar una familia o para financiar su
jubilación, mientras que los segundos corren el riesgo de arrepentirse de haber
pasado sus años de juventud y salud en un cubículo.
Este problema no tiene una solución sencilla. Dile a un chiquillo de
cinco años que debería ser abogado en lugar de conductor de tractores y te va
a llevar la contraria con todas sus fuerzas.
No obstante, hay dos cosas que hay que tener presentes al tomar lo que
crees que son decisiones a largo plazo.
Deberíamos evitar los extremos de la planificación financiera.
Suponer que vas a ser feliz con unos ingresos muy bajos u optar por trabajar
jornadas interminables con el fin de conseguir unos ingresos elevados
aumenta la probabilidad de que un día sientas arrepentimiento. Lo que
alimenta la ilusión del fin de la historia es que la gente se adapta a la mayoría
de las circunstancias; por tanto, los beneficios de un plan extremo —la
simplicidad de no tener apenas nada o el entusiasmo de tenerlo casi todo— se
desvanecen. Pero las desventajas de esos extremos —no poder costear tu
jubilación o echar la vista atrás y arrepentirte de una vida dedicada a cosechar
dólares— se convierten en motivos duraderos de remordimiento. El
arrepentimiento es especialmente doloroso cuando abandonas un plan anterior
y te da la sensación de que tienes que ir en la dirección contraria el doble de
rápido para compensar el tiempo perdido.
El interés compuesto funciona mejor cuando a un plan le puedes dar
años o décadas para que crezca. Esto no es aplicable solamente a los ahorros,
sino también a las trayectorias profesionales y a las relaciones. La
perseverancia es un factor clave. Y cuando piensas en nuestra tendencia a
cambiar lo que somos a lo largo del tiempo, te das cuenta de que conservar el
equilibrio en cada momento de tu vida se convierte en una estrategia para
evitar futuros motivos de remordimiento y para fomentar la perseverancia.
Ponerte el objetivo, en cualquier instante de tu vida laboral, de tener
unos ahorros anuales moderados, un tiempo libre moderado, un tiempo de
desplazamiento al trabajo moderado y por lo menos un tiempo moderado con
tu familia aumenta más la probabilidad de poder mantenerte fiel a un plan y de
evitar arrepentirte que si una de esas cosas alcanza uno de los extremos del
espectro.
También deberíamos aceptar la realidad de que cambiamos de
opinión. Algunos de los trabajadores más insatisfechos que he conocido eran
personas que se mantenían fieles a su carrera profesional solo porque ese era
el ámbito que eligieron al escoger unos estudios universitarios a los dieciocho
años. En cuanto aceptas que existe la ilusión del fin de la historia, te das
cuenta de que la probabilidad de escoger un trabajo, cuando ni siquiera tienes
una edad suficiente para beber alcohol legalmente, que vaya a seguir
gustándote cuando seas lo bastante mayor para ser beneficiario de la
Seguridad Social es baja.
El truco está en aceptar la realidad del cambio y seguir adelante lo antes
posible.
Jason Zweig, columnista sobre inversión del Wall Street Journal,
colaboró con el psicólogo Daniel Kahneman en la elaboración del libro
Pensar rápido, pensar despacio. Una vez Zweig contó una anécdota sobre
una peculiaridad de la personalidad de Kahneman que le fue muy útil: «Nada
me asombraba más de Danny que su capacidad de hacer saltar por los aires lo
que acababa de hacer», escribió Zweig. Él y Kahneman podían pasar horas
trabajando en un capítulo y, sin embargo:
La siguiente noticia que te llega es que [Kahneman] te manda una versión tan transformada que
es irreconocible: empieza distinto, termina distinto, incorpora anécdotas y datos que nunca se te
habían ocurrido, y se basa en estudios de los que nunca habías oído hablar.
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General Electric (GE) era la compañía más grande del mundo en 2004,
con un valor de un tercio de un billón de dólares. Había ocupado el número
uno o dos todos los años durante la década anterior, un magnífico ejemplo de
la aristocracia corporativa en el capitalismo.
Pero luego se fue todo al traste.
La crisis financiera de 2008 devastó su división de finanzas, responsable
de más de la mitad de los beneficios de la compañía. Terminó vendiéndose
como si fuera chatarra. Las siguientes apuestas de la empresa por el petróleo y
la energía fueron un desastre, lo cual provocó miles de millones de pérdidas.
Las acciones de GE cayeron de los 40 dólares en 2007 a los 7 dólares en
2018.
Las culpas que se le echaron a su consejero delegado, Jeff Immelt, que
estuvo al mando de la compañía desde 2001, fueron inmediatas y duras.
Immelt fue criticado por su liderazgo, sus adquisiciones, por recortar los
dividendos, por despedir trabajadores y, por supuesto, por el desplome del
precio de las acciones. Y era justo: quienes son recompensados con una
riqueza inconmensurable cuando las cosas van bien deben soportar la carga de
la responsabilidad cuando el viento sopla en contra. Immelt renunció al puesto
en 2017.
No obstante, Immelt dijo algo esclarecedor al dejar la dirección de la
empresa.
En respuesta a los críticos que decían que se había equivocado con sus
acciones y que era obvio lo que tenía que haber hecho, Immelt le dijo a su
sucesor: «Cualquier tarea parece fácil cuando no eres tú quien la lleva a
cabo».
Cualquier tarea parece fácil cuando no la estás llevando a cabo tú porque
los desafíos que afronta alguien en el terreno de juego suelen ser invisibles
para quienes están entre la multitud.
Gestionar las exigencias contrapuestas del abotargamiento creciente en
la empresa, los inversores cortoplacistas, los organismos reguladores, los
sindicatos y una burocracia pesada no solo es difícil de hacer, sino que es
complicado incluso reconocer la gravedad de los problemas hasta que estás
abordándolos tú personalmente. El sucesor de Immelt, que duró catorce
meses, también lo experimentó.
La mayoría de las cosas son más complicadas en la práctica que en
teoría. A veces eso se debe a que tenemos un exceso de confianza. Pero con
mayor frecuencia es debido a que no se nos da bien identificar cuál es el
precio del éxito, lo que nos impide ser capaces de pagarlo.
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El S&P 500 se multiplicó por 119 en los cincuenta años que terminaron
en 2018. Lo único que había que hacer era esperar y dejar que el dinero se
multiplicara. Pero, evidentemente, tener éxito invirtiendo parece fácil cuando
no eres tú quien lo está llevando a cabo.
«Conserva las acciones por un tiempo largo», oirás decir. Es un buen
consejo.
No obstante, ¿sabes lo difícil que es conservar las perspectivas a largo
plazo cuando las acciones se están desplomando?
Como todas las demás cosas que merecen la pena, invertir con éxito
exige un precio. Pero su moneda no son dólares ni centavos. Su precio entraña
volatilidad, miedo, dudas, incertidumbre y remordimientos, todo lo cual es
fácil pasar por alto hasta que lo estás gestionando en tiempo real.
La incapacidad de reconocer que invertir tiene un precio puede tentarnos
a conseguir algo gratis. Lo cual, como robar en una tienda, casi nunca sale
bien.
Pongamos que quieres un coche nuevo. El coche cuesta 30.000 dólares.
Tienes tres opciones: 1) pagas los 30.000 dólares; 2) encuentras un coche
usado más barato, o 3) lo robas. En este caso, el 99 % de la gente sabe evitar
la tercera opción, porque las consecuencias de robar un coche sobrepasan las
ventajas.
Sin embargo, imaginemos que quieres obtener una rentabilidad anual de
un 11 % durante los próximos treinta años para poder jubilarte con toda
tranquilidad. ¿Esa recompensa sale gratis? Por supuesto que no. El mundo
nunca es tan amable. Hay un precio, una factura que hay que pagar. En este
caso, es una burla constante del mercado, que da pingües beneficios, pero los
quita con la misma rapidez. Incluyendo los dividendos, el índice Dow Jones
Industrial Average dio una rentabilidad de cerca de un 11 % por año entre
1950 y 2019, lo cual es fantástico. Pero el precio del éxito durante ese periodo
fue terriblemente alto. Las líneas sombreadas del gráfico muestran cuándo
estuvo al menos un 5 % por debajo de su máximo histórico previo.
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En finanzas existe una idea que parece ingenua, pero que ha causado un
daño incalculable.
Es la noción de que los activos tienen un precio racional en un mundo
donde los inversores tienen objetivos y horizontes temporales distintos.
Plantéate esta pregunta: ¿cuánto deberías pagar por una acción de
Google actualmente?
La respuesta depende de quién seas tú.
¿Tienes un horizonte temporal de treinta años? Entonces, el precio
inteligente que se ha de pagar incluye un análisis sensato de los flujos de caja
descontados de Google durante los próximos treinta años.
¿Tienes la intención de recuperar la liquidez dentro de diez años?
Entonces, el precio que se ha de pagar puede calcularse haciendo un análisis
del potencial del sector tecnológico durante la próxima década y evaluando si
los directivos de Google podrán hacer realidad sus planes.
¿Piensas vender dentro de un año? Entonces, presta atención a los ciclos
de venta de los productos actuales de Google y a si se acerca un mercado
bajista.
¿Eres un operador intradía? Entonces, el precio inteligente que se ha de
pagar es «¿Qué más da?», porque solo estás intentando sacarte un dinerito de
lo que sea que ocurra entre ahora mismo y la hora de comer, lo cual puede
conseguirse a cualquier precio.
Cuando los inversores tienen objetivos y horizontes temporales distintos
—y esto se da en todas las clases de activos—, precios que parecen ridículos
para una persona pueden tener sentido para otra, porque los factores a los que
esos inversores prestan atención son diferentes.
Recordemos la burbuja de las puntocom en los noventa.
Alguien puede fijarse en las acciones de Yahoo! en 1999 y decir:
«¡Aquello era un disparate! ¡Tropecientas mil veces sus ingresos! ¡Aquella
valoración de mercado no tenía ningún sentido!».
No obstante, muchos inversores que tenían acciones de Yahoo! en 1999
tenían horizontes temporales tan cortos que para ellos tenía sentido pagar un
precio descabellado. Un operador intradía podía lograr lo que él necesitaba
tanto si las acciones de Yahoo! se cotizaban a 5 dólares como a 500, siempre
que ese día el precio se moviera en la dirección adecuada. Y así fue durante
años.
Una regla de oro de las finanzas es que el dinero aspira a la mayor
rentabilidad posible. Si un activo lleva una buena inercia —ha ido
aumentando de precio constantemente durante un determinado periodo—, no
es ningún disparate que un grupo de operadores cortoplacistas suponga que
seguirá al alza. No de manera indefinida, pero sí durante el corto lapso que
ellos necesitan. La inercia, por motivos razonables, atrae a operadores a corto
plazo.
Y luego, ya la tenemos armada.
Las burbujas se forman cuando la inercia de la rentabilidad a corto plazo
atrae suficiente dinero para que buena parte de los inversores dejen de apostar
mayoritariamente por el largo plazo y empiecen a apostar mayoritariamente
por el corto plazo.
Este proceso se retroalimenta. A medida que los operadores hacen
aumentar la rentabilidad a corto plazo, atraen a todavía más operadores. Al
cabo de poco, y a menudo es bien poco, los que fijan los precios dominantes
en el mercado y que tienen mayor autoridad son los que tienen horizontes más
cercanos.
Las burbujas no se deben tanto al aumento de las valoraciones. Eso es
solo un síntoma de otra cosa: de que los horizontes temporales se reducen a
medida que más operadores cortoplacistas entran en el terreno de juego.
Suele decirse que la burbuja de las puntocom fue un tiempo de
optimismo irracional con respecto al futuro. Pero uno de los titulares más
frecuentes de esa época era el anuncio de un volumen récord de operaciones,
que es lo que ocurre cuando los inversores compran y venden en un solo día.
Los inversores, sobre todo los que fijaban los precios, no pensaban en los
siguientes veinte años. El fondo mutualista medio tuvo una rotación anual de
un 120 % en 1999, lo que significa que, a lo sumo, estaban pensando en los
próximos ocho meses. Y lo mismo hacían los inversores individuales que
compraron esos fondos mutualistas. En su libro Bull! [¡Mercado alcista!],
Maggie Mahar escribió:
Para mediados de los años noventa, la prensa había sustituido las puntuaciones anuales por
informes que aparecían cada tres meses. El cambio animó a los inversores a aspirar a conseguir
un mayor rendimiento, y se apresuraban a comprar los fondos que ocupaban los primeros puestos
de las tablas justo cuando estaban más caros.
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29 de diciembre de 2008.
El peor año para la economía de la historia contemporánea está a punto
de terminar. Los mercados bursátiles del mundo entero se han desplomado. El
sistema financiero mundial está en la uci. El paro está subiendo.
Cuando parecía que las cosas ya no podían ir peor, el Wall Street
Journal publicó una noticia en la que se sostenía que aún no habíamos visto
nada. Era un artículo en primera página sobre los pronósticos del profesor
ruso Ígor Panarin, cuyas perspectivas económicas rivalizan con el atractivo de
los escritores de ciencia ficción.
Publicaba el Wall Street Journal:
A finales de junio de 2010, o a principios de julio, dice [Panarin], Estados Unidos se
descompondrá en seis partes; Alaska volverá al control ruso [...]. California constituirá el núcleo
de lo que él llama «República Californiana» y formará parte de China o estará bajo influencia
china. Texas será el centro de la «República Texana», un conjunto de estados que estarán bajo el
poder o la influencia de México. La ciudad de Washington y Nueva York formarán parte de unos
«Estados Unidos Atlánticos», que podrían unirse a la Unión Europea. Canadá se adueñará de un
grupo de estados norteños que el profesor Panarin denomina «República Central de
Norteamérica». Hawái, sugiere Panarin, será un protectorado de Japón o de China, y Alaska
quedará incorporada a Rusia.1
_________
Pero hay otras razones que hacen que el pesimismo financiero sea una
opción fácil, frecuente y más convincente que el optimismo.
Una es que el dinero es omnipresente, así que cuando ocurre algo malo suele afectar a todo
el mundo y capta la atención de todo el mundo.
Otra es que a menudo los pesimistas extrapolan tendencias actuales sin tener en cuenta
cómo se adaptan los mercados.
Una tercera es que el progreso tiene lugar demasiado despacio para que nos demos cuenta,
pero los contratiempos suceden demasiado deprisa para que los ignoremos.
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1. Cuanto más desees que algo sea verdad, mayor será la probabilidad de que te creas un
relato que sobrevalore la probabilidad de que sea verdad.
2. Todos tenemos una visión incompleta del mundo. Pero nos creamos un relato completo
para llenar las lagunas.
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Esfuérzate todo lo que puedas para ser humilde cuando las cosas
vayan bien y clemente/compasivo cuando vayan mal. Porque las cosas
nunca son ni tan buenas ni tan malas como parecen. El mundo es grande y
complejo. Tanto la suerte como el riesgo son reales y difíciles de identificar.
Recuerda esto cuando te juzgues a ti y también a los demás. Respeta el poder
de la suerte y del riesgo y tendrás mejores opciones de centrarte en las cosas
que realmente puedes controlar. También tendrás una mayor probabilidad de
encontrar los modelos adecuados.
Menos ego, más riqueza. Ahorrar dinero es la diferencia entre tu ego y
tus ingresos, y la riqueza es lo que no ves. Así que la riqueza se crea
descartando lo que podrías comprar hoy para tener más cosas o más opciones
en el futuro. Da igual cuánto ganes, nunca vas a acumular riqueza a menos
que sepas poner coto a lo mucho que te diviertes con el dinero que tienes
ahora mismo.
Gestiona tu dinero de una forma que te ayude a dormir bien por la
noche. Esto no es lo mismo que decir que deberías obtener la mayor
rentabilidad posible o ahorrar un porcentaje concreto de tus ingresos. Habrá
quienes no duerman bien salvo que obtengan la rentabilidad más alta,
mientras que otras personas solo lograrán descansar si tienen unas inversiones
conservadoras. Sobre gustos no hay nada escrito. Pero partir de la base de
«¿Me ayuda esto a dormir por la noche?» es la mejor directriz universal para
todas las decisiones financieras.
Si quieres mejorar como inversor, lo más poderoso que puedes
hacer es alargar tu horizonte temporal. El tiempo es la fuerza más poderosa
en las inversiones. Hace que las cosas pequeñas crezcan y que los grandes
fallos se desvanezcan. El tiempo no puede neutralizar la suerte y el riesgo,
pero sí acercar los resultados hacia lo que la gente merece.
Acostúmbrate a que un montón de cosas salgan mal. Puedes estar
equivocado la mitad de las veces y ganar igualmente una fortuna, porque
una pequeña cantidad de cosas son la causa de la mayoría de los resultados.
Independientemente de lo que hagas con tu dinero, deberías sentirte siempre
cómodo al ver que muchas cosas no van bien. Así es como funciona el
mundo. Por tanto, siempre deberías evaluar tus resultados fijándote en toda tu
cartera, no en inversiones individuales. No pasa nada por tener una gran parte
de malas inversiones y solo algunas sobresalientes. Este es, habitualmente, el
mejor escenario posible. Juzgar cómo lo has hecho centrándote en inversiones
individuales hace que los ganadores parezcan más brillantes de lo que son y
que los perdedores parezcan más lamentables de lo que deberían.
Emplea tu dinero para obtener un mayor control sobre tu tiempo,
porque no controlar tu tiempo es un lastre pesado y universal para la felicidad.
La capacidad de hacer lo que quieras, cuando quieras, con quien tú quieras,
durante todo el tiempo que quieras, es el mayor dividendo que existe en las
finanzas.
Sé más amable y menos ostentoso. Nadie está tan impresionado con tus
posesiones como lo estás tú. Tal vez pienses que quieres un coche lujoso o un
reloj bonito. Pero es probable que lo que quieres es conseguir respeto y
admiración. Y es más probable que consigas esas cosas siendo amable y
humilde que con caballos de potencia y los cromados de tu coche.
Ahorra. Así de claro. No tienes por qué ahorrar por un motivo en
concreto. Es genial ahorrar para comprarse un coche, para un anticipo o para
una emergencia médica. Pero ahorrar para cosas que son imposibles de
predecir o definir es una de las mejores razones para ahorrar. La vida de
cualquier persona es una cadena continua de sorpresas. Los ahorros que no
están destinados a algo en particular son una cobertura contra la inevitable
capacidad que tiene la vida de sorprendernos lo que no está escrito en el peor
momento posible.
Define el coste del éxito y convéncete de que hay que pagarlo. Porque
nada de lo que merece la pena es gratis. Y recuerda que la mayor parte de los
costes financieros no tienen una etiqueta visible que indique su precio. La
incertidumbre, las dudas y los remordimientos son costes habituales en el
mundo financiero. A menudo vale la pena pagarlos. Pero tienes que verlos
como una tarifa (un precio que merece la pena pagar para conseguir algo
bonito a cambio) en lugar de como una multa (una penalización que habría
que evitar).
Venera el margen de error. Un diferencial entre lo que podría pasar en
el futuro y lo que necesitas que ocurra en el futuro para obtener unos buenos
resultados es lo que te confiere capacidad de resistencia, y la capacidad de
resistencia es lo que hace que el interés compuesto obre maravillas. El margen
de error a menudo parece una cobertura conservadora, pero, si te permite
seguir en la partida, puede salir rentable con creces.
Evita los extremos al tomar decisiones financieras. Las metas y los
deseos de cualquier persona cambian con el tiempo; y cuanto más extremas
hayan sido tus decisiones del pasado, más te vas a lamentar a medida que
vayas evolucionando.
Debería gustarte el riesgo porque con el tiempo sale a cuenta. Pero
deberías ser paranoico con respecto al riesgo de arruinarte, porque arruinarte
te va a impedir asumir riesgos en el futuro que con el tiempo serán rentables.
Define el juego al que estás jugando, y asegúrate de que tus acciones
no estén influenciadas por personas que juegan a un juego distinto del tuyo.
Respeta el caos de enfoques. Personas inteligentes, informadas y
razonables pueden discrepar en asuntos financieros, porque la gente tiene
metas y deseos extremadamente diferentes. No hay una única respuesta
correcta; solo la respuesta que te funcione a ti.
Y ahora déjame que te cuente lo que me funciona a mí.
20.
Confesiones
_________
Una doctora puede poner toda la carne en el asador para curar el cáncer
de su paciente, pero optará por recibir cuidados paliativos en caso de padecer
cáncer ella.
Que haya una brecha entre lo que alguien te recomienda hacer y lo que
ese alguien elige para él no siempre es algo malo. Simplemente recalca que, al
abordar asuntos complicados y emotivos que te afectan a ti y a tu familia, no
hay una sola respuesta correcta. No existe una verdad universal. Solamente
hay lo que os funcione a ti y a tu familia, lo que satisfaga los requisitos
necesarios para que tú te sientas cómodo y puedas dormir bien por la noche.
Estos son los principios básicos que hay que seguir —valen tanto para
las finanzas como para la medicina—, pero las decisiones financieras
importantes no se toman repasando hojas de cálculo o leyendo manuales. Se
toman sentados a la mesa cenando. A menudo no se toman con la intención de
maximizar la rentabilidad, sino con la de minimizar la probabilidad de
decepcionar a tu pareja o a tus hijos. Este tipo de cosas cuesta resumirlas en
gráficos o fórmulas, y varían enormemente de una persona a otra. Lo que sirve
para una puede no servir para otra.
Tú tienes que encontrar lo que te vaya bien a ti. Aun así, ahora te voy a
contar lo que me funciona a mí.
Charlie Munger dijo una vez: «No tenía la intención de hacerme rico.
Solo quería ser independiente».
De lo de hacerse rico podemos olvidarnos, pero la independencia
siempre ha sido mi objetivo financiero personal. Para mí, conseguir la
rentabilidad más alta o apalancar mis activos para llevar la vida más lujosa
posible tiene poco interés. Ambas cosas parecen juegos que la gente hace para
impresionar a sus amigos, y ambas esconden riesgos. Yo lo que quiero, sobre
todo, es levantarme todas las mañanas sabiendo que mi familia y yo podemos
hacer lo que queramos eligiendo nosotros las condiciones. Toda decisión
financiera que tomamos gira en torno a este objetivo.
Mis padres vivieron su vida adulta en dos fases: una siendo
extremadamente pobres y otra moderadamente ricos. Mi padre llegó a ser
médico a los cuarenta años, cuando ya tenía tres hijos. Ganar un salario de
médico no barrió la mentalidad austera a la que te ves forzado cuando tienes
que sustentar a tres hijos hambrientos al tiempo que estudias Medicina, y mis
padres pasaron los años buenos viviendo muy por debajo de sus posibilidades
y con un índice de ahorro elevado. Eso les dio cierto grado de independencia.
Mi padre era médico de urgencias, una de las profesiones más estresantes que
hay y que requiere una dolorosa alternancia de ritmos circadianos entre los
turnos de día y de noche. Tras veinte años trabajando de eso, decidió que ya
tenía bastante y lo dejó. Sencillamente dejó su trabajo. Y pasó a la siguiente
fase de su vida.
Aquello se me quedó grabado. Ser capaz de levantarte una mañana y
cambiar lo que estás haciendo, como tú decides, cuando estás preparado, me
parece la meta financiera por antonomasia. Para mí, independencia no
significa dejar de trabajar. Significa que solamente llevarás a cabo el trabajo
que te guste, con la gente que quieras, en los momentos que desees y durante
el tiempo que te apetezca.
Y alcanzar cierto nivel de independencia no depende de que ganes el
sueldo de un médico. Es cuestión, sobre todo, de tener controladas tus
expectativas y vivir por debajo de tus posibilidades. La independencia, en
cualquier nivel de ingresos, es fruto de tu índice de ahorro. Y, pasado cierto
umbral de ingresos, tu índice de ahorro está determinado por tu capacidad de
impedir que tus expectativas en cuanto al estilo de vida se te vayan de las
manos.
Mi esposa y yo nos conocimos en la universidad y nos fuimos a vivir
juntos años antes de casarnos. Terminados los estudios universitarios, ambos
conseguimos puestos de trabajo de nivel inicial con un salario acorde a la
jerarquía de la empresa, y nos acostumbramos a llevar un estilo de vida
moderado. Todos los estilos de vida están dentro de un espectro, y lo que es
decente para una persona puede parecerle a otra una vida a cuerpo de rey o
una vida de pobreza. No obstante, con nuestros ingresos conseguimos lo que,
a nuestro juicio, son un piso decente, un coche decente, ropa decente y comida
decente. Confortable, pero ni de lejos lujoso.
A pesar de más de una década de incrementos salariales —yo en la rama
de las finanzas y mi mujer en la sanidad—, más o menos hemos mantenido
ese estilo de vida desde entonces. Esto es lo que ha hecho subir continuamente
nuestro índice de ingresos. Casi todos los dólares de más se han ido sumando
a los ahorros: nuestro «fondo de independencia». Ahora vivimos
considerablemente por debajo de nuestras posibilidades, lo que dice poco
sobre nuestros ingresos y mucho sobre nuestra decisión de mantener un estilo
de vida que establecimos en la veintena.
Si hay una parte de nuestro plan financiero familiar del que esté
orgulloso es que logramos que el límite de nuestros deseos en cuanto al estilo
de vida dejara de ampliarse cuando éramos jóvenes. Nuestro índice de ahorro
es bastante alto, pero no tenemos casi nunca la sensación de que nos
abstengamos de nada para ser austeros, porque nuestras aspiraciones de
conseguir más no se han movido gran cosa. No es que no tengamos
aspiraciones: nos gustan las cosas bonitas y vivir con todas las comodidades.
Solo que logramos que el límite dejara de ampliarse.
Esto no le serviría a todo el mundo, y a nosotros solo nos sirve porque
los dos estamos de acuerdo por igual en actuar así: ninguno de los dos se
abstiene de nada por el otro. La mayor parte de las cosas que nos producen
placer —salir a dar un paseo, leer o escuchar pódcast— cuestan poco dinero,
así que casi nunca tenemos la sensación de que nos estemos perdiendo nada.
En las raras ocasiones en las que me cuestiono nuestro índice de ahorro,
pienso en la independencia que mis padres obtuvieron gracias a años y años
ahorrando mucho, y enseguida vuelvo a mi convencimiento. La
independencia es nuestro principal objetivo. Un beneficio secundario de
mantener un estilo de vida por debajo de lo que podríamos permitirnos es
evitar la continua comezón psicológica de querer estar a la altura de tus
vecinos. Vivir cómodamente por debajo de lo que te puedes permitir, sin
desear mucho tener más, elimina una cantidad ingente de la presión social a la
que mucha gente del primer mundo se ve sometida. Nassim Taleb explicó una
vez: «El éxito de verdad es abandonar la competición feroz que nos lleva a
alterar nuestras actividades para tener tranquilidad». Me gusta esa idea.
Tan comprometidos estamos con lograr esa independencia que hemos
hecho cosas que no tienen mucho sentido sobre el papel. Tenemos nuestra
casa en propiedad sin haber contratado una hipoteca, lo cual es la peor
decisión financiera que hemos tomado nunca, pero la mejor decisión
monetaria de nuestra vida. Los tipos de interés hipotecarios eran ridículos
cuando compramos la vivienda. Cualquier asesor racional te recomendaría
que aprovecharas el dinero barato e invirtieras los ahorros extras en activos
con mayor rentabilidad, por ejemplo, en acciones. Pero nuestro objetivo no es
ser fríamente racionales, sino solo psicológicamente razonables.
La sensación de independencia que tienes al ser propietario de tu propia
casa supera de lejos los consabidos beneficios financieros que habríamos
obtenido apalancando nuestros activos con una hipoteca barata. No tener que
pagar una cantidad todos los meses me hace sentir mejor que maximizar el
valor a largo plazo de los activos. Me hace sentir independiente.
Contando esto no intento defender esa decisión ante quienes señalan sus
defectos o ante quienes nunca harían lo mismo. Sobre el papel, es
indefendible. Pero a nosotros nos vale. Nos gusta. Y eso es lo que importa.
Las buenas decisiones no siempre son racionales. En algún momento tienes
que escoger entre estar feliz o estar «acertado».
También tenemos un porcentaje de nuestros activos en liquidez mayor
de lo que recomendarían la mayoría de los asesores financieros: en torno a un
20 % de nuestros activos, aparte del valor de nuestra casa. Esto también es
prácticamente indefendible sobre el papel, y yo no se lo recomiendo a los
demás. Es solamente lo que a nosotros nos funciona.
Lo hacemos porque la liquidez es el oxígeno de la independencia y, más
importante aún, nunca queremos vernos obligados a vender las acciones que
poseemos. Queremos que la probabilidad de hacer frente a un gasto elevado y
necesitar convertir acciones en liquidez para pagarlo sea lo más cercana a cero
posible. Tal vez tengamos simplemente menos tolerancia al riesgo que otras
personas.
Sin embargo, todo lo que he aprendido sobre finanzas personales me
lleva a pensar que todo el mundo, sin excepción, terminará haciendo frente a
un gasto que no esperaba, y no habrá planificado ese gasto en concreto porque
no lo esperaba. Las pocas personas que conocen los detalles de nuestras
finanzas nos preguntan: «¿Para qué estáis ahorrando? ¿Para una casa? ¿Para
un barco? ¿Para un coche nuevo?». Pues no, para ninguna de esas cosas.
Estoy ahorrando pensando en un mundo en el que los imprevistos son más
habituales de lo que esperamos. No verse obligado a vender acciones para
cubrir un gasto también significa que estamos incrementando la probabilidad
de dejar que las acciones que poseemos se beneficien del interés compuesto
durante el mayor tiempo posible. Charlie Munger lo expresó con mucho
acierto: «La primera regla del interés compuesto es no interrumpirlo nunca
innecesariamente».
_________
1945
1955
1965
La deuda de los hogares en los años cincuenta aumentó 1,5 veces más
deprisa de lo que lo hizo durante la borrachera de endeudamiento del 2000.
Los años treinta del siglo XX fueron la década más dura, en términos
económicos, de la historia de Estados Unidos. Pero había un rayo de
esperanza que tardó veinte años en percibirse: por necesidad, la Gran
Depresión había provocado una sobrecarga de ingenio, productividad e
innovación.
No prestamos mucha atención al boom de productividad en los años
treinta porque todo el mundo estaba centrado en lo mal que estaba la
economía. No le prestamos atención en los cuarenta porque todo el mundo
estaba centrado en la guerra.
Pero entonces llegó la década de los cincuenta y nos percatamos de
repente: «Vaya, tenemos varios inventos nuevos que son asombrosos. Y se
nos da muy bien fabricarlos».
Electrodomésticos, coches, teléfonos, aires acondicionados, electricidad.
Era casi imposible comprar muchos productos para el hogar durante la
guerra, porque las fábricas se transformaron para producir armas y barcos.
Eso creó una demanda acumulada de objetos por parte de los soldados una
vez que terminó la guerra. Casados, deseosos de retomar su vida y
envalentonados por el nuevo y barato crédito al consumo, se dieron un atracón
de compras como el país no había visto nunca.
En su libro The Big Change [El gran cambio], Frederick Lewis Allen
escribe:
Durante aquellos años de posguerra, el agricultor se compró un tractor nuevo, una cosechadora y
una máquina de ordeñar eléctrica; de hecho, él y sus vecinos juntaron al alimón una retahíla
formidable de maquinaria agrícola para su uso compartido. La esposa del agricultor se hizo con
la nevera eléctrica, blanca y resplandeciente, que siempre había ansiado y que nunca había
podido permitirse durante la Gran Depresión, con una lavadora de última generación y con un
congelador. Las familias de los barrios residenciales instalaron un lavavajillas e invirtieron en un
cortacésped eléctrico. Las familias de ciudad pasaron a ser clientes de una lavandería y
adquirieron un televisor para el salón. El despacho del marido disponía de aire acondicionado. Y
así podríamos seguir infinitamente.
Esa no fue una tendencia a corto plazo. Entre 1950 y 1980, los ingresos
reales del 20 % de los más pobres crecieron en una cantidad casi idéntica del
5 % de los más ricos.
Y la igualdad fue más allá de los salarios.
Las mujeres empezaron a trabajar fuera del hogar en unas cifras de
récord. El porcentaje de mujeres en el mercado laboral aumentó de un 31 %
después de la guerra a un 37 % en 1955, y hasta un 40 % en 1965.
Las minorías también mejoraron. Tras la investidura de 1945, Eleanor
Roosevelt escribió sobre un periodista afroamericano que le dijo:
¿Se da cuenta de lo que han hecho los últimos doce años? Si en la recepción de 1933 varias
personas de color hubieran acudido y se hubieran mezclado con el resto de la gente de la forma
en que lo hicieron hoy, todos los periódicos del país habrían informado sobre el suceso. Pero
ahora ni siquiera pensamos que es noticia y ninguno de nosotros lo va a mencionar.
Paul Graham escribió en 2016 sobre algo tan simple como que el hecho
de que hubiera solamente tres cadenas de televisión igualó la cultura:
Ahora cuesta imaginárselo, pero todas las noches decenas de millones de personas se sentaban
juntas frente al televisor para ver el mismo programa, a la misma hora, al igual que sus vecinos.
Lo que pasa ahora con la Super Bowl ocurría todas las noches. Estábamos literalmente
sincronizados.4
Ahora es un buen momento para enlazar algunas cosas, pues cada vez
serán más importantes:
8. El gran esfuerzo
10. El Tea Party, Occupy Wall Street, el brexit y Donald Trump representan en cada caso a
un grupo de gente gritando «Paren el mundo, que me quiero bajar».
Los detalles concretos de cada griterío son distintos, pero todos los
grupos están gritando —al menos, en parte— porque las cosas no les están
funcionando en el contexto de las expectativas de posguerra de que las cosas
deberían funcionar más o menos bien para más o menos todo el mundo.
Puedes burlarte de la conexión simple entre el ascenso de Trump y la
desigualdad de ingresos. Y deberías hacerlo. Esas cosas tienen siempre varias
capas de complejidad. Pero son una parte clave de lo que lleva a la gente a
pensar: «No vivo en el mundo que esperaba. Esto me fastidia. Así que a la
porra. ¡Y vosotros también, a la porra! Voy a luchar para conseguir algo
totalmente distinto, porque esto, sea lo que sea, no está funcionando».
Tomad esta mentalidad y elevadla a la potencia de Facebook, Instagram
y las noticias veinticuatro horas, donde la gente tiene mayor conciencia que
nunca de cómo viven los demás. Es echar leña al fuego. Dice Benedict Evans:
«Cuanto más expuesta está la gente a otros puntos de vista gracias a internet,
más se enfada la gente por que existan distintos puntos de vista». Este es un
gran cambio con respecto a la economía de la posguerra, donde el abanico de
opiniones económicas era menor, tanto porque el rango real de resultados era
menor como porque no era tan fácil enterarse de lo que pensaban los demás y
de cómo vivían.
Yo no soy pesimista. La economía es la historia de los ciclos. Las cosas
van y vienen.
Ahora la tasa de desempleo está en su punto más bajo de las últimas
décadas. Ahora, de hecho, los salarios están creciendo más deprisa en el caso
de los trabajadores con bajos ingresos que en el de los ricos.5En general, los
costes universitarios han dejado de aumentar si se tienen en cuenta las
becas.6Si todo el mundo analizara los avances en sanidad, comunicación,
transporte y derechos civiles desde los gloriosos años cincuenta, creo que la
mayoría no querría volver atrás.
Sin embargo, un aspecto central de esta historia es que las expectativas
se mueven más despacio que la realidad sobre el terreno. Esto puede verse en
cómo la gente siguió aferrada a las expectativas de los años cincuenta
mientras la economía iba cambiando a lo largo de los siguientes treinta y
cinco años. Y, aunque hoy mismo empezase un boom de la clase media,
podría ser que persistieran las expectativas de que el juego perjudica a todo el
mundo salvo a los de más arriba.
Por tanto, la época del «Esto no está yendo bien» puede persistir.
Y la época del «Necesitamos algo radicalmente nuevo, ahora mismo, sea
lo que sea» también puede persistir.
Y eso, en cierto modo, forma parte de lo que da comienzo a sucesos
como los que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, donde empezó este
relato.
La historia, en definitiva, no es más que una puñetera cosa detrás de otra.
Agradecimientos
Como todos los libros, Cómo piensan los ricos no habría sido posible sin la
ayuda de innumerables personas que me apoyaron a lo largo del camino. Son
demasiadas para mencionarlas a todas. Pero permitidme recordar a algunas
que me han brindado un especial apoyo:
Brian Richards, que apostó por mí antes que nadie.
Craig Shapiro, que apostó por mí cuando no tenía por qué hacerlo.
Gretchen Housel, cuyo apoyo es inquebrantable.
Jenna Abdou, que me ayuda sin pedir nada a cambio.
Craig Pearce, que me anima, me guía y me instruye.
Jamie Catherwood, Josh Brown, Brent Beshore, Barry Ritholtz, Ben
Carlson, Chris Hill, Michael Batnick y James Osorne, cuyos comentarios y
críticas fueron indispensables.
Muchas gracias.
Notas
1. J. Pressler, «Former Merrill Lynch Executive Forced to Declare Bankruptcy Just to Keep a $14
Million Roof Over His Head», New York magazine, 9 de abril de 2010.
2. Ibíd.
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5. P. Davidson, «Jobs in high-wage industries are growing fastest», USA Today, 14 de diciembre de
2019.
6. R. Channick, «Average college costs flat nationwide, at just under $15K, as universities increase
grants», Chicago Tribune, 16 de octubre de 2018.
Cómo piensan los ricos. 18 claves imperecederas sobre riqueza y felicidad
Morgan Housel
Título original: The Psychology of Money. Timeless Lessons on Wealth, Greed, and Happiness
© del diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño, basado en la idea original de Chris Parker
© de la imagen de la portada, Yoshi.ta / Shutterstock
Los muros de piedra del Palacio del Rincón parecen de pronto mucho más
oscuros y amenazantes. El que hasta hace un minuto era mi hogar ha perdido
el alma y el encanto y ahora es un castillo solitario, frío y vacío. Aún tengo el
teléfono en la mano temblorosa cuando los ojos se me llenan de lágrimas que
no sé cómo gestionar. "El señor ha muerto --susurro--. El señor ha muerto".
Era el 20 de marzo de 2020. España entera estaba confinada en lo peor de una
pandemia cuyo alcance nadie se atrevía a vaticinar. La noticia corrió como la
pólvora en todos los medios del país. Carlos Falcó, marqués de Griñón y
grande de España, acababa de fallecer en la más absoluta soledad. Ni sus
hijos, ni su joven esposa, ni nadie de su entorno pudo acompañarle en ese
terrible e inesperado final. En honor a un amor extraordinario, la marquesa
viuda de Griñón nos invita a revivir la historia de este matrimonio de película.
Desde el primer encuentro hasta la boda, pasando por el cortejo cargado de
mensajes de móvil, las dudas de su familia y la entrega decidida a compartir la
vida. Esther nos revela la intimidad de una relación repleta de viajes de
ensueño, cacerías, glamurosos compromisos con la alta sociedad y brillantes
planes de futuro que solo una tragedia como el coronavirus logró truncar. El
matrimonio de los marqueses de Griñón de puertas para dentro: una historia
de amor y lujo de la que no puedes despegar los ojos
Eddie Jaku se consideraba alemán antes que judío. Siempre sintió un gran
orgullo por su país, hasta que en 1938 fue arrestado por los nazis y trasladado
a uno de sus campos de concentración. Aunque su formación como ingeniero
le concedió ciertos privilegios, primero en Buchenwald y después en
Auschwitz, Eddie sufrió horrores indecibles. Perdió a su familia, a sus
amigos, a su país. Durante todos esos años, lo que le mantuvo con vida fue su
amigo Kurt y la bondad de la gente. Como superviviente del Holocausto y
para honrar a todos aquellos que no pudieron hacerlo, Eddie se comprometió a
sonreír todos los días y a vivir el resto de su vida con gratitud. A sus 100 años
de edad, Eddie asegura que se siente el hombre más feliz del mundo. En estas
memorias conmovedoras nos cuenta la historia de su supervivencia y de
cómo, gracias a su optimismo, logró superar los mayores horrores y
transformar el dolor en esperanza. Un relato exquisito y conmovedor de una
vida extraordinaria. "No he tenido el placer de conocer a Eddie, pero tras leer
el libro siento que es mi amigo. Un libro precioso escrito por un ser humano
extraordinario." Daily Telegraph "Estas memorias son la celebración de
nuestra victoria contra el mal." Style