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Más allá de los atávicos desamparos que signan a la humanidad, desde sus primordios y proba-

blemente hasta el fin, cada época enfrenta sus propios laberintos. En la era moderna, por ejemplo, un
motivo de sufrimiento crucial se encaró como la necesidad de “reprimir” o “sublimar” deseos individua-
les en nombre de entidades trascendentes: el bien común, el deber, la ley. Ese drama alcanzó su apogeo
en el siglo XIX y buena parte del XX, irradiado desde las metrópolis europeas hacia los confines más
remotos del planeta bajo la impronta de la subjetividad burguesa con su proyecto modernizador.
La compleja ecuación para descifrar tal dilema fue diagnosticada por varios autores que germi-
naron en ese fértil terreno. Desde Friedrich Nietzsche con su Genealogía de la moral (1887) hasta Sig-
mund Freud con El malestar en la cultura (1930), pasando por otros clásicos como Max Weber en La
ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904) y Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975).
Aunque buena parte de esa fina cartografía continúe válida, en cierta medida, hoy notamos que algunos
aspectos de esos mecanismos ya no funcionan igual que antes, sino que se han reconfigurado como fruto
de las transformaciones históricas ocurridas en los últimos años.
En el tránsito de la segunda a la tercera década del siglo XXI, una inesperada fuente de tensiones
y conflictos remite a algo que parece no sólo ajeno, sino incluso opuesto a ese pathos opresivo que fla-
geló a nuestros antepasados inmediatos, aquellos protagonistas de la febril y circunspecta era industrial.
Para observar ese desplazamiento e intentar nombrarlo con más precisión, propongo enfocar la abundan-
cia de posibilidades existenciales que nos promete internet: con su oferta de tentaciones en la palma de
nuestra mano, siempre pugnando por concretarse a un mero clic de distancia, allí se desdobla un inme-
diatismo tan prolífico como hipnotizante.
La impresión de que estamos perdiéndonos algo (¡o mucho!) es difícil de sosegar, sobre todo, en
los cada vez más raros períodos en que permanecemos desconectados. Pero esa inquietud no se detiene
cuando estamos online, una condición en la que hemos aprendido a vivir en modo casi constante, por
más intermitente y dispersiva que resulte dicha constancia. Esos hábitos se han acentuado más todavía
en este peculiar año 2020, con las medidas sanitarias motivadas por la pandemia de covid-19, que lleva-
ron a transferir prácticamente todas las actividades hacia la esfera “virtual”. Desde la educación y los
más diversos trabajos comerciales, técnicos o administrativos, hasta las terapias de salud física y mental,
hoy todo sucede en ese territorio difuso constituido por nuestras pantallas interconectadas.
Aunque estos cambios en los modos de vivir han contribuido a ampliar nuestra capacidad de
"prestar atención" a varios asuntos al mismo tiempo, lo cierto es que sigue siendo mínima la cantidad de
imágenes, textos y sonidos que podemos procesar simultáneamente. Las habilidades “multitarea”, que
se desarrollaron muchísimo en los últimos años, tienen sus limitaciones; y, además, suelen dejarnos
exhaustos. Tan saturados como insatisfechos. Por más devoción que se le dedique, nunca será suficiente,
ya que son múltiples –y en perpetuo aumento— las exigencias y los estímulos que nos convocan sin
cesar.
De hecho, el acervo virtualmente infinito de información accesible en todo momento y desde
cualquier lugar, que desaparece o se renueva sin pausa, es un poderoso emblema de nuestra época. Tan-
to de sus glorias y conquistas como de sus miserias e impotencias. Ante semejante apertura existencial,
es inevitable sospechar que siempre habrá algo más interesante o divertido, más útil, placentero o im-
prescindible para ver, leer, hacer, comentar, compartir, etc. Pero jamás lograremos consumirlo todo. De
manera que la frustración está garantizada, al igual que la ansiedad, el cansancio e incluso – quizás para -
dójicamente – el aburrimiento.
Aun así, no solemos rendirnos: casi nadie desiste. Tratamos de seguir viviendo a ritmos cada vez
más acelerados, como si no hubiera interrupciones espaciales ni temporales, para mantenernos a tono
con esos flujos continuos. O, mejor dicho, para no dejar de intentarlo, aunque fracasemos una y otra vez.
Se supone que deberíamos estar disponibles para lo que sea, ignorando las antiguas distinciones entre
día y noche, horario de trabajo y tiempo libre, fin de semana o vacaciones. Además de capturar la tem -
poralidad, el horizonte engañosamente ilimitado de las redes informáticas también se adueñó de la espa-
cialidad. Por eso, presuponemos que debería haber wi-fi dondequiera que estemos: en la calle, la oficina,
la cama, el aula, un bar, el teatro, la playa, el baño, el aeropuerto, los aviones o una isla desierta.
Ante el hastío que todo esto genera, no sorprende que empecemos a inventar estrategias de pro -
tección, como silenciar las notificaciones o establecer pautas personales para controlar el uso de los apa-
ratos. Sin embargo, enseguida descubrimos que es muy difícil abandonar ese estado de alerta y disposi-
ción. Ya no parece posible desconectarse por completo, ni tampoco lograr el descanso que a veces an-
siamos. Por lo tanto, aun siendo tan seductor y sumamente expandido (a pesar de todavía reciente), el
hábito de la conexión también se ha vuelto extenuante. Y, en varios sentidos, se convirtió en un proble -
ma bastante sintomático de nuestro presente.
Una de las razones que llevan a ese agotamiento ya se ha señalado: su total falta de límites en lo
que se refiere a los usos del tiempo y del espacio. Así como internet, los teléfonos celulares funcionan –
y nos hacen funcionar— sin parar. Es la famosa dinámica 24/7, o sea, las 24 horas del día y las 7 jorna -
das semanales, siempre enchufados a la máquina de hacer cosas. En su libro así titulado, 24/7, Jonathan
Crary lo interpretó como un preocupante triunfo del capitalismo tardío sobre su última frontera:
nuestra necesidad de dormir. Durante esas horas de onírico abandono que expresan ciertas necesida-
des biológicas de la especie humana –pero que vienen no sólo disminuyendo, sino también perdiendo
espesor— el cuerpo resiste, quizás sin saberlo, tanto a la insistente demanda de producir como a la de
consumir.
Aunque parezca un problema causado por las tecnologías digitales, una mirada más atenta detec-
tará que no es tan así. Estos artefactos integran cambios históricos mucho más profundos en los modos
de vivir, que se han ido gestando durante décadas y terminaron provocando, entre otras consecuencias,
tanto su invención como la exitosa adopción a escala global. Ya hace más de medio siglo que se habla
de la “sociedad del espectáculo”, ante el avance del consumismo y los medios de comunicación audiovi-
suales, como denunció Guy Debord con sombría acidez en 1967, mucho antes de que la telefonía portá -
til fuera siquiera una fantasía de ciencia ficción.
Ahora que esas tendencias se intensificaron enormemente, con las redes sociales y el acceso
móvil a internet (en todas partes y en cualquier momento), también surgen nuevos riesgos y desafíos.
Uno de ellos es esta conducta “adictiva”, derivada de la creciente incapacidad para manejarnos con esa
falta de límites que caracteriza tanto a la vida online como a nuestro rol de consumidores voraces y full
time. “Vos podés”, nos dice la omnipresente publicidad, un lema que sintoniza con el eufórico “yo quie-
ro” –y el consecuente “yo lo merezco”— en contraposición al severo “usted debe” que marcó a los ciu -
dadanos de los siglos XIX y XX.
En ese horizonte ilimitado que la vida en modo online viene propiciando, se ha vuelto legítimo
quererlo todo, incluso aquello que no logramos (ni jamás lograremos) consumar, porque nuestra expe-
riencia demasiado humana sigue siendo fatalmente limitada. Aun así, sufrimos porque asumimos que
deberíamos poderlo todo, en vez de padecer límites rígidos como los que solían imponer, de manera
bastante consensual, tanto la ley como la moral de la civilización decimonónica. Es decir, aquellas “jau -
las de hierro” que restringían las proezas individuales en nombre de valores o contratos considerados
superiores; o sea, aquellos complicados sacrificios laicos que fueron elucidados por los autores antes
mencionados: Nietzsche, Freud, Weber, Foucault, entre muchos otros.
No es reciente, sin embargo, nuestro distanciamiento con respecto a esa dinámica que rubricó a
los ya anticuados tiempos modernos con sangre, sudor y lágrimas. Ahora no sufrimos más –o no exclu-
sivamente, tal vez ni siquiera de forma prioritaria— por tener que someternos con cierta docilidad a la
órbita del deber, esa violenta introyección que llevaba a reprimir el más oscuro querer. En cambio, una
porción considerable de los malestares actuales parece vinculada a otra lógica, que se vislumbra casi
opuesta a la tragedia anterior. Me refiero a la dificultad que implica el autocontrol en una cultura que
incita al placer ilimitado y a la autorrealización, mientras carece de herramientas para convivir con el
fracaso.
El problema al que ahora nos enfrentamos, en suma, tiene raíces profundas y está lejos de ser
“causado” por las tecnologías digitales de comunicación e información. Estos aparatos, con los cuales
nos hemos vuelto tan eficazmente “compatibles” en el último par de décadas, sólo han reforzado ese
movimiento histórico y, además, lo pusieron fatalmente en evidencia.

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