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El Guardián de Jaboncillo Marcelanoriega
El Guardián de Jaboncillo Marcelanoriega
José lleva a su hijo número siete al cerro porque con sus manos
pequeñitas logra esparcir mucho mejor las semillas. Ese día
llueve. Miguel se sienta frente a un pilo de piedras de todo
tamaño que había reunido días atrás. Era como medio saco de
piedras multiformes. El agua las lava lentamente y el niño,
perplejo, descubre un tallado en ellas.
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–Yo les decía a los dueños que aquí había un patrimonio, que
había algo que salvar. Ellos solo sabían responder: ¡En mi tierra
no quiero que te metas! Comencé a aparecer en los medios. Se
volvió todo un caos. Yo fui mal visto, tuve amenazas de muerte
de gente de las canteras.
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Miguel se casó a los 16 años y tiene ocho hijos. Tuvo tantos para
imitar las costumbres de sus antepasados, también hace chicha
y tortillas de maíz. Pero sobre todo, no pierde su sueño de niño:
ver la ciudad tal como fue. Habla de ella como si la hubiese
habitado. “Este de aquí es un barrio, cincuenta metros para allá
está el otro, todos están conectados por caminos, ¿si ves?”.
Yo quiero ver los muros de hasta ocho metros que levantaron los
manteños, pero para eso hay que subir y bastante. Estamos a
230 metros desde la base del cerro. Ascendemos por la
pendiente empedrada que va hacia una cantera prehispánica. La
cuesta es empinadísima y parece no tener final. Las piernas de
Miguel se mueven como las de un lince hambriento. Las mías
suplican perdón. Tengo que arañar la tierra para no caerme en el
barranco. Miguel me da la mano, está decidido a mostrarme la
cantera.