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En este cerro manabita y otros aledaños existió una ciudad

prehispánica tan grande que los arqueólogos dicen que


Macchu Picchu palidecería a su lado. Miguel Ángel
Rodríguez Tejena ha dedicado su vida a proteger este
patrimonio.

En la mente de los niños del campo habitan duendes y hadas.


Pero en la cabeza de Miguel Ángel Rodríguez Tejena había más
que eso. A los 8 años la idea de una ciudad perdida, sepultada
en el cerro Jaboncillo, empezó a crecer como una ola enorme
que arrasó con todo. La imaginaba como una ciudad de
poderosos caciques, shamanes que tenían línea directa con los
dioses, monumentos, pirámides, casas en piedra, jardines,
cascadas que brotaban de la roca, hermosas mujeres con
pechos descubiertos, fuertes guerreros, sabios ancianos y niños,
muchos niños soñadores. Miguel no estaba tan equivocado.
Picoazá es una parroquia urbana de unos 18 mil habitantes, que
queda a once kilómetros de Portoviejo. Está rodeada por cerros
que guardan secretos y tesoros arqueológicos. Aquí viven los
Rodríguez. Es gente pobre. José, el padre, es agricultor; Luz
María, la madre, es lavandera. Tienen once hijos: Teodoro,
Víctor, Narcisa, Eladio, María, Juan, Miguel, Dolores, Alberto,
Giovanni y Luis. Los niños no van a la escuela, porque no hay
dinero. Miguel hace el primer grado, lo repite y jamás lo vuelve a
intentar. Su destino es otro, intuye. Y lo descubre un día en la
montaña, mientras siembra maíz junto a su papá.

José lleva a su hijo número siete al cerro porque con sus manos
pequeñitas logra esparcir mucho mejor las semillas. Ese día
llueve. Miguel se sienta frente a un pilo de piedras de todo
tamaño que había reunido días atrás. Era como medio saco de
piedras multiformes. El agua las lava lentamente y el niño,
perplejo, descubre un tallado en ellas.

¿Qué es eso?, pregunta. El papá le cuenta que no son simples


piedras, sino restos de cerámica de los hombres que vivieron en
el cerro hace miles de años. Miguel se queda pasmado. Días
más tarde, va donde su abuelo para averiguar más. Los viejos
siempre tienen algo qué contar. Y Ramón Tejena no es la
excepción. Le informa que en Jaboncillo hay una ciudad
enterrada que fue construida por los indios, que él y otros
ancianos habían visto sillas ceremoniales hechas en piedra,
muchas vasijas, muñecos, estructuras de casas y varios pozos
de agua que aún funcionan. Es ahí cuando la combustión en la
cabeza del niño empieza.

***

El niño tiene ahora 36 años. Es un hombre recio como un ceibo


manabita, de dientes muy blancos y heredero de una tradición de
la que está orgulloso. Su historia está ligada a sus ancestros: los
manteños, cuya civilización se asentó en Manabí entre los años
880 a 990 después de Cristo y continuó hasta la llegada de los
españoles en 1530.

Miguel usa pantaloneta naranja, camiseta negra, gorra y mochila.


En ella mete una revista que le regalo. Ni siquiera la ojea,
parecen no interesarle las cosas del mundo exterior. Sin
embargo, ha visto mucha televisión. Es un aficionado a la lucha,
y tiene un tatuaje de búfalo que simboliza a The Rock. Si no
fuera por su mirada apacible y su porte pequeño, podría pasar
por un hombre rudo.

Continúa con el relato. Después del hallazgo, empieza a pedir


que lo lleven al cerro con la insistencia con la que otros niños
piden dinero. Aprovecha cuando su papá sube a recoger
pitahayas, se aprende los caminos, las rutas de subida y de
bajada. Pero aún no se atreve a ir solo. Recolecta las mejores
piezas y las lleva a su casa. Siempre baja con las manos llenas
de cerámicas. Su mamá se enoja, le dice que para qué trae esa
basura. Su papá deja de llevarlo.

Sus hermanos le dicen loco y enfermo. Pero uno de ellos, Juan,


accede a acompañarlo a Jaboncillo con una condición: que todos
los domingos Miguel le dé la presa del almuerzo –los domingos
era el único día en que había “presa”-. Así logra subir durante
mucho tiempo, y recorre la zona baja.

Un día el abuelo le cuenta que hay una maquinaria trabajando en


la parte alta del cerro, y que ha levantado huesos humanos y
dañado muchas estructuras. ¡Llévame, llévame!, pide con
insistencia. Miguel tenía unos 11 años.

Van en burro hasta cierto lugar, y caminan tres horas. Llegan y


ven cómo han tractorado una terraza completa.

–Había trozos de ollas, vasijas, muñecos quebrados, cosas así


bastante que daba gusto de ver. No sé de qué compañía serían,
pero era una cantera. Se me rodaron las lágrimas de ver que a
mis abuelos les habían hecho eso, los huesos estaban por un
lado y por otro-.
Su abuelo le pregunta que por qué llora, le dice que son solo
muertos, que los muertos ya no sirven para nada y que, por
último, esas empresas peores cosas han hecho. Pero Miguel
siente que esos huesos son parte de su vida. No recoge nada,
pero se aprende el camino –deja los árboles marcados-.

Pasan cuatro días. Miguel convence a un amigo de que lo


acompañe al cerro. Penetran el bosque de jaile, sebastián, palo
santo, barbasco. Pocos árboles de jaboncillo quedan en el lugar
que lleva su nombre. Casi todos fueron hechos carbón.

Llegan. Otra vez las maquinarias y los huesos desperdigados. La


razón es que los antiguos indios no tenían cementerios, sino que
enterraban a los muertos en sus casas para que las cuidaran de
los malos espíritus, me explica Miguel.

El chico se encuentra un cráneo que tiene entera toda la parte


frontal. Pide permiso a las ánimas, y se lleva eso y unos
“huesitos” de la canilla de alguien.

Su mamá lo recibe con una paliza. Le dice que para qué ha


llevado esos huesos de indio. Son de mis abuelos, responde
Miguel. Su papá también lo golpea por decir semejante
barbaridad. ¿Cuáles abuelos?, ¡tus abuelos están acá! ¡Cada día
estás más loco! ¡Lo que tú estás es endemoniado!

Un amigo de Miguel le guarda los huesos en el patio de su casa.


Pasan los años. A los 15, Miguel se enfrenta a su mamá. ¡Yo
quiero tener los huesos conmigo, y nadie me lo va a impedir! Los
trae, los vela, les reza como si los huesos fueran algo sagrado,
como si fueran un santo. A través de ese cráneo, él cree
entender algunas cosas.
–Desde que lo encontré empecé a sentir una presencia conmigo,
veía a un anciano. Se me presentó su espíritu en mi casa. Era un
viejito semidesnudo que me hablaba del cerro. Desde ese
momento, ese espíritu me cuida. Yo empecé a defender este
lugar por él.

***

Mientras Miguel me cuenta esta historia, un viento recorre el


cerro. Estamos a 640 metros sobre el nivel del mar. Hemos
subido por un sendero accidentado hasta un mirador desde
donde se ve la bruma que recubre Portoviejo. Abajo quedó el
Centro de Interpretación, un sitio conmemorativo inaugurado a
fines de octubre de 2010 por el Gobierno. En él hay réplicas de
sillas y otros objetos prehispánicos. También, la imagen de un
cacique, una shamana y un guerrero manteños.
Después de soportar que sus familiares, amigos y hasta la gente
del pueblo lo llamara loco, enfermo, endemoniado, come muerto
y hasta huaquero, Miguel se tuvo que enfrentar a los peso
pesado: los dueños de las tierras y las trece empresas mineras
que extraen piedra del lugar.

–Yo les decía a los dueños que aquí había un patrimonio, que
había algo que salvar. Ellos solo sabían responder: ¡En mi tierra
no quiero que te metas! Comencé a aparecer en los medios. Se
volvió todo un caos. Yo fui mal visto, tuve amenazas de muerte
de gente de las canteras.

Después de años de luchar solo, Miguel se encontró “con otro


loco como él” que le hizo caso: Alberto Miranda, un señor de
Portoviejo que tiene una organización llamada Fortaleza de la
Identidad Manabita, que se encarga de recuperar costumbres y
tradiciones olvidadas. Alberto se interesó por conocer el cerro, se
hizo buen amigo de Miguel y hasta su compadre. Él fue quien lo
contactó con las autoridades de Patrimonio Cultural y con los
arqueólogos.

El año pasado, después de cinco años de tocar puertas, Miguel y


Alberto consiguieron lo que creían imposible: que el presidente
de la República visitara Jaboncillo, lo declarara Patrimonio
Cultural y decretara 4 millones de dólares para estudios
arqueológicos en la zona.

Cuando Correa fue a Jaboncillo, Miguel dijo una oración para


“sus abuelos” y lo bautizó con agua del pozo.

–Yo estaba contento, pero no sé si a él le haya gustado el agua-.

El guardián del cerro se define ahora como “un trabajador más”.


Hace de guía y ayudante de arqueólogo. Miguel tiene en su casa
alrededor de 600 piezas prehispánicas. Las ha preservado con la
idea de ponerlas en un museo.

***

Desde Picoazá al cerro Jaboncillo hay cuatro kilómetros. Los


recorremos en una camioneta vieja que se bambolea con cada
piedra que pisa. El camino por el que vamos antes no existía.
Fue hecho por Miguel y ocho amigos a punta de pico y pala.
–Nos sangraban las manos, pero lo hicimos para que pudieran
entrar los carros de los arqueólogos, para que ellos pudieran ver
lo que hay en el cerro.

En junio del 2009 el Gobierno declaró Patrimonio Cultural al


conjunto de cerros Jaboncillo, Bravo, La Negrita, de Hojas y
Guayabal por albergar una serie de construcciones
monumentales como terrazas de cultivo, corrales, muros, silos o
graneros, escalinatas, pozos, entre otros, y por poseer una
variada riqueza ecológica.

Los expertos llegaron en 2009 con sus carros, cámaras, satélites


y sistemas GPS. Uno de esos

arqueólogos es el reputado Jorge Marcos –ganador del Premio


Eugenio Espejo 2003 y fundador de la Escuela de Arqueología
de la Espol-, quien se ha instalado en Manta desde hace dos
años para dirigir el proyecto de rescate del cerro Jaboncillo, que
concluirá en 2013 con la construcción de un parque
arqueológico-natural.

Marcos y sus colegas, entre ellos César Veintimilla –arqueólogo


graduado en la Espol y master en Etnobotánica por la
universidad de Columbia- trabajan en un área protegida del cerro
de 57 hectáreas a las que llaman El camino del puma. Solo el
año pasado encontraron ahí 318 estructuras, entre bases de
casas, pozos de almacenaje, terrazas, templos con formas
piramidal, mosaicos con formas rectangulares, un mirador
enorme, y 88 pisos de vivienda. Ellos eran más avanzados que
los españoles en muchos sentidos. Por ejemplo, no tiraban la
vacinilla por la ventana ni gritaban ¡agua va!, pues tenían canales
para desechos en las casas y en el cerro.
Hay sectores que están separados de las viviendas y que son de
uso agrícola, donde corren sistemas de regadío, y de reboso en
caso de que llueva demasiado. “Todo esto nos muestra una
altísima diversidad de construcción, un gran nivel de
planificación. Los tipos planificaron con gran visión”, me cuenta
Marcos un fin de semana, en Guayaquil.

Se suma a la conversación otro experto, el arqueólogo Felipe


Baque (chileno-mexicano). Ellos están seguros de que los
manteños constituyeron un estado prehispánico, que
probablemente empezó en el período que llaman de Desarrollo
Regional (alrededor de la época de Cristo) y que se desarrolló
sobre todo en los cerros. Lo hicieron ahí para aprovechar la
garúa de las nubes, ellos sabían cómo ordeñarlas. La ciudad
perdida en Jaboncillo era la capital de este estado manteño.

Las últimas sociedades que poblaron el Ecuador antiguo eran


avanzadas. Y esta es una prueba. En la parte baja de los cerros
vivía también gente de la misma cultura. Los de arriba guardaban
en silos el excedente de las cosechas, y así les garantizaban la
comida a los de abajo. Debieron decirles algo como: ustedes no
se preocupen, nosotros les garantizamos la comida, nosotros
somos el Estado. “Eso también lo hicieron los incas, pero lo
hicieron 300 años más tarde”, explica Marcos, quien usa la
canción de Indiana Jones de ring tone.

“Lo que tenemos en el cerro de Hoja-Jaboncillo son las bases de


una espectacular ciudad en los cerros que incluía todo y donde
todo funcionaba. Una verdadera urbe. Probablemente a los
arquitectos actuales no les interesa saber que antes hubo
mejores arquitectos que ellos”, dice. Él está convencido de que
esta fue la ciudad prehispánica más grande de América del Sur.
“Macchu Picchu es el diez por ciento de esto, la tercera parte
como mucho”.
Y semejante hallazgo no es ningún secreto para los arqueólogos.
La primera publicación sobre los manteños y los restos de
Jaboncillo data de 1907 y la hizo Marshall Saville, quien publicó
un libro ilustrado con fotos y grabados. Saville inventarió todo; y
un sabido compró 88 sillas prehispánicas de Jaboncillo que están
en el Museo del Indio Americano, en Washington.

Pero no solo hay restos en Jaboncillo, sino en todo Cancebí. Así


denominaron los cronistas a esta región, que va desde la zona
sur de Bahía, pasando por toda la cuenca del río Portoviejo y
hasta el sur del Cabo de San Lorenzo, y adentro hasta Santa
Ana. Dentro de Cancebí están las 3.500 hectáreas que fueron
declaradas patrimonio por el Gobierno. Toda esta es zona de
trabajo de empresas canteras. Y la lucha de quienes intentan
preservar el patrimonio contra los que buscan amasar más dinero
aún no termina. Varias canteras siguen trabajando en estos
cerros.

“Nada se ha hecho por Jaboncillo en todos estos años. Ningún


gobierno hasta ahora puso dinero para preservarlo, como sí lo
hizo el gobierno peruano con Macchu Picchu. Esto es culpa de
todos los ecuatorianos”, dice Marcos.

Apenas él llegó a Jaboncillo se puso a trabajar con Miguel y sus


hombres. “Ellos nos abrieron el camino, si no fuera por ellos tal
vez nunca habríamos podido llegar”.

Pero las cosas están cambiando. El grupo de arqueólogos


trabaja con la última tecnología. Tienen una base de datos que
arman con un sistema de información geográfica que registra
todo con satélites. Y van a trabajar con aviones de la Fuerza
Aérea que tienen un sistema de escáner y hacen mapas
tridimensionales. Esto con la idea de producir un atlas del cerro
para publicarlo. También trabajan en un sitio web, y piensan
incluir esta historia en los programas escolares. Todo eso vamos
a hacer, adelanta Marcos.

***

Miguel se casó a los 16 años y tiene ocho hijos. Tuvo tantos para
imitar las costumbres de sus antepasados, también hace chicha
y tortillas de maíz. Pero sobre todo, no pierde su sueño de niño:
ver la ciudad tal como fue. Habla de ella como si la hubiese
habitado. “Este de aquí es un barrio, cincuenta metros para allá
está el otro, todos están conectados por caminos, ¿si ves?”.

Yo quiero ver los muros de hasta ocho metros que levantaron los
manteños, pero para eso hay que subir y bastante. Estamos a
230 metros desde la base del cerro. Ascendemos por la
pendiente empedrada que va hacia una cantera prehispánica. La
cuesta es empinadísima y parece no tener final. Las piernas de
Miguel se mueven como las de un lince hambriento. Las mías
suplican perdón. Tengo que arañar la tierra para no caerme en el
barranco. Miguel me da la mano, está decidido a mostrarme la
cantera.

Después de media hora llegamos al lugar donde una roca de


más de 30 metros de alto se levanta en medio de los árboles, de
ahí los indios extraían la piedra para hacer sus objetos. ¿Quieres
escalar? No, gracias. Miguel se sube como un gato salvaje por la
piedra. Yo tomo agua, y veo cómo un enorme búho blanco se
posa en una rama cercana. Me mira y me lo confirma: este
bosque es mágico. Miguel no solo ha visto búhos blancos –los
indios creían que eran los espíritus de los sabios-, sino también
duendes de 30 centímetros, con orejas puntiagudas y los pies al
revés. Cualquier cosa podría pasar en este cerro, que que es
también un gran cementerio.

Seguimos el camino empedrado. Veo huellas de algún tigrillo,


dos ardillas y muchos pájaros. Vamos por los lechos de varias de
las trece cascadas que se forman en invierno. Miguel ha
bautizado algunas: La niña, La tina, Escalerita, La doble.
Subimos y bajamos, pero no llegamos a los muros. Otro día será.
Pronto caerá el sol. Antes de despedirme, Miguel me pide que
tome un poco de tierra en la mano y que cierre los ojos. Voy
soltando la tierra de a poco, mientras él dice una oración a sus
abuelos. Un repentino viento nos envuelve mientras duran sus
palabras y la tierra. Cuando abro los ojos, el viento se ha ido.

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