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Sección de Ciencia Política

TEXTOS POLÍTICOS
I

los clásicos UCA - Biblioteca Central


Traducción de
Vicente Herrero
EDMUND BURKE

TEXTOS
POLITICOS

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


MÉXICO
Primera edición, 1942
Primera reimpresión, 1984

D. R. © 1942, Fondo de Cultura Económica


Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.

ISBN 968-16-1486-0
Impreso en México
REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCION FRANCESA

(1790)
REFLEXIONES
SOBRE LA REVOLUCION DE FRANCIA Y SOBRE LA ACTITUD
DE CIERTAS SOCIEDADES DE LONDRES RESPECTO A
ESE ACONTECIMIENTO, EN UNA CARTA DES­
TINADA A UN CABALLERO DE PARIS

Puede que sea conveniente informar al lector de que las reflexiones


que siguen tuvieron su origen en una correspondencia cruzada entre el
autor y un caballero francés muy joven,* que le hizo el honor de pedirle
su opinión acerca de los importantes acontecimientos que atraían —y
han seguido atrayendo después— en tan gran medida la atención de las
gentes. En el mes de octubre de 1789 estaba escrita una respuesta, pero
no se envió por consideraciones de prudencia. Se alude a aquella carta
en el comienzo de las páginas que siguen. Posteriormente la misiva fué
enviada al destinatario. Las razones del retraso se explicaron en una
breve carta al mismo caballero, ésta a consecuencia de un nueva y apre­
miante petición de las opiniones del autor.
Este comenzó un segundo y más detenido estudio del tema, que pen­
saba haber publicado en la primavera pasada; pero al entrar en materia
encontró no sólo que la tarea emprendida excedía la extensión de una
carta, sino que su importancia exigía una consideración bastante más
detallada de la que le permitía el tiempo entonces disponible. Sin em­
bargo, habiendo expuesto los primeros pensamientos en forma de carta
y habiendo intentado, al sentarse a escribir, hacer una carta personal, en­
contró difícil modificar el encabezameinto una vez que se ampliaron sus
propósitos y tomaron otra dirección. El autor reconoce que con un plan
distinto habría podido ofrecer una división mejor y una distribución más
conveniente de la materia del libro.

* Se trata de M. Dupont, que tradujo posteriormente al francés las Reflexiones. (T.)


42 TEXTOS políticos: reflexiones

Muy señor mío:

Os habéis servido pedirme de nuevo y con alguna vehemencia mis


opiniones sobre los últimos acontecimientos de Francia. No quiero daros
motivo para imaginar que valoro tan altos mis sentimientos que quiero
hacerme rogar antes de expresarlos. Tienen demasiada poca importancia
para ser comunicados o retenidos con afán. Fué en atención a vos y sólo
a vos por lo que dudé cuando me expresasteis por primera vez el deseo
de conocerlos. La primera carta que tuve el honor de escribiros y que
finalmente os envié, no la hice en nombre ni representación de nadie;
tampoco ésta. Mis errores, caso de existir, son sólo míos y quien ha de
responder de ellos es mi reputación.
Habréis visto por la larga carta que os he enviado que aunque deseo
de todo corazón que Francia esté animada por un espíritu de libertad
racional y aunque creo que estáis honradamente obligados a establecer
un cuerpo permanente en el que pueda residir tal espíritu y un órgano
eficaz mediante el cual pueda actuar, abrigo, por desgracia, grandes dudas
respecto a muchos puntos importantes de los últimos acontecimientos de
vuestro país.
Cuando os escribí la última vez imaginábais que podría yo figurar
entre quienes aprueban ciertos acontecimientos de Francia, dada la solem­
ne sanción pública que han recibido por parte de dos clubes londinenses
denominados la Sociedad Constitucional1 y la Sociedad de la Revolución.2
Tengo ciertamente el honor de pertenecer a más de un club en el que
se tiene gran reverencia por la constitución de este reino y los principios
de la gloriosa Revolución;3 y figuro entre los más celosos en mantener
esa constitución y esos principios en su pureza y vigor máximos. Por
hacerlo así es por lo que creo necesario despejar todo equívoco. Quienes
1 La Constitutional Society fué fundada en 1780 por un oficial de la Marina, John

Cartwright. Formaban parte de ella muchos aristócratas whig. Difundía no sólo las obras
de Sidney y Locke sino también folletos de autores contemporáneos. Entre las causas que
defendía figuraban la abolición de la esclavitud, la emancipación de Grecia y la abolición
del absolutismo en España. (T.)
2 La Revolution Society, fundada por no conformistas, estaba presidida en el momento

en que Burke escribe sus Reflections por el tercer Conde Stanhope, que escribió una
réplica a esta obra. (T.)
3 Se refiere a la revolución inglesa de 1688. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 43
cultivan la memoria de nuestra Revolución, y quienes están ligados a la
constitución de este reino, tendrán buen cuidado de no dejarse confundir
con personas que —bajo el pretexto de un celo especial en la defensa de
la Revolución y la constitución— se apartan con demasiada frecuencia
de sus verdaderos principios y están en todo momento dispuestos a sepa­
rarse del espíritu firme, pero prudente y reflexivo, que produjo la una y
preside la otra. Antes de seguir adelante y de contestar los demás puntos
importantes de vuestra carta, permitidme que os dé los datos que he po­
dido obtener acerca de las dos sociedades que han estimado conveniente
mezclarse corporativamente en los problemas de Francia, asegurándolos
en primer término que no soy, ni he sido nunca, miembro de ninguna de
ambas sociedades.

La primera, que se llama Sociedad Constitucional o sociedad para el [La


estudio de la Constitución, o de alguna manera semejante, cuenta, a lo Sociedad
Constitucional
que creo, con ocho años de existencia. La institución de esta sociedad
y la
parece ser de naturaleza caritativa y, como tal, plausible. Se creó para Sociedad
hacer circular, a expensas de los miembros, muchos libros que pocas per­ de la
sonas podían adquirir, y que podrían quedar en manos de los libreros con Revolución]
grave quebranto de muchas personas de provecho. Si los libros tan cari­
tativamente circulados han sido leídos alguna vez con el mismo espíritu
caritativo, es cosa que, naturalmente, ignoro. Es posible que algunos de
ellos hayan sido exportados a Francia y —como mercancías no demanda­
das aquí— hayan encontrado mercado entre vosotros. He oído hablar
mucho de las luces que derivan de libros enviados de Inglaterra a vuestro
país. Qué mejoras hayan podido adquirir en su paso (como se dice de al­
gunos licores que mejoran al atravesar el mar), tampoco puedo decirlo;
pero nunca he oído a ninguna persona con sentido común y un grado mí­
nimo de conocimiento, una sola palabra en elogio de la mayor parte de las
publicaciones que ha hecho circular la referida sociedad. Salvo entre algu­
nos de sus miembros tampoco han sido consideradas sus deliberaciones
como de gran trascendencia.
La Asamblea Nacional de vuestro país parece tener una opinión muy
análoga a la mía respecto a esta pobre sociedad caritativa. Habéis reservado
todo vuestro elocuente reconocimiento nacional para la Sociedad de la
Revolución, pero creo que sus colegas de la Constitucional deberían, en
términos de equidad, participar de aquél. Ya que habéis escogido a la
Sociedad de la Revolución como objeto de vuestro agradecimiento y
elogios nacionales, os ruego que me excuséis si me veo obligado a ocu­
parme de la conducta de esta sociedad en los últimos tiempos. La Asamblea
textos políticos: reflexiones

Nacional de Francia ha dado importancia a estos caballeros, adoptán­


dolos; y ellos a su vez le han devuelto el favor actuando en Inglaterra
como Comité para la difusión de los principios de la Asamblea Nacional.
De aquí en adelante tenemos que considerarles como una especie de perso­
nas privilegiadas; como miembros, no ciertamente insignificantes, del
Cuerpo Diplomático. Esta es una de las revoluciones que ha dado es­
plendor a la oscuridad y distinción al mérito desconocido. No recuerdo
haber oído hablar de esta sociedad hasta hace muy poco. Estoy comple­
tamente seguro de que nunca ocupó por un momento mi pensamiento
ni creo que el de ninguna otra persona, aparte de sus propios miembros.
Al investigar la materia me he encontrado con que desde hace mucho
tiempo una sociedad de no-conformistas (dissenters), de una confesión
que ignoro, ha tenido la costumbre de escuchar en los aniversarios de la
revolución de 1688 un sermón en una de sus capillas; y que después pasan
el día alegremente, como hacen otros clubes, en una taberna. Pero no
había oído nunca hablar de que hubiera sido tema de deliberación en
sus festivales ninguna medida ni sistema político, ni mucho menos los
méritos de la constitución de ningún país extranjero; hasta que, con
gran sorpresa por mi parte, les encontré desempeñando una especie de
función pública al dirigir un mensaje de felicitación a la Asamblea Na­
cional francesa, dando con ello su autorizada sanción a los actos realizados
por aquélla.
En los antiguos principios y conducta de la sociedad, al menos tal
como han sido expuestos, no hay nada que merezca mi censura. Creo
muy probable que por algún motivo han debido ingresar en ella algunos
miembros nuevos; y que algunos políticos verdaderamente cristianos,
que gustan de repartir beneficios, pero que ocultan cuidadosamente la
mano que distribuye la limosna, pueden haberles convertido en instru­
mento de sus piadosos designios. Pero cualesquiera que sean las razones
que pueda tener para sospechar de la dirección de la sociedad, no quiero
dar por sentado nada que no sea público.
Sentiría que se creyera que tengo algo que ver, directa o indirecta­
mente, en su actuación. Acepto ciertamente, como todo el mundo, toda la
responsabilidad de mis especulaciones puramente personales y privadas
respecto a lo que se ha hecho o se está haciendo en la escena pública en
cualquier lugar antiguo o moderno; en la república de Roma o en la de
París; pero como no tengo ninguna misión de apostolado general y soy
un ciudadano de un Estado determinado, por lo que estoy ligado en gran
medida por su voluntad pública, me parecía por lo menos inadecua­
do e irregular establecer correspondencia pública y solemne con el go­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 45
bierno de cualquier país extranjero sin autorización expresa del gobierno
bajo el cual vivo.
Me inclinaría aún menos a establecer tal correspondencia bajo cual­
quier representación equívoca de tal modo que muchos, desconocedores
de nuestras costumbres, pudieran tomar el mensaje por mí firmado como
acto de personas que actúan como corporación reconocida por las leyes
de este Reino y autorizadas para actuar como voceros de alguna parte de
él. Dada la ambigüedad e inseguridad de las denominaciones generales
no oficiales y el engaño que puede producirse utilizándolas, la Cámara de
los Comunes rechazaría la petición más sencilla respecto al problema más
insignificante que se le presentase firmada en la forma en que lo estaba
el mensaje al que habéis abierto de par en par las puertas de la Asamblea
Nacional, que lo ha recibido con tanta ceremonia y protocolo y con tantos
aplausos como si hubiera recibido la visita de toda la majestad represen­
tativa de la nación inglesa entera. Si lo que esta Sociedad ha considerado
oportuno enviar hubiera sido una argumentación, habría importado poco
quién fuera su autor. No habría sido más ni menos convincente por venir
de donde procedía. Pero no se trata más que de un voto y una resolución.
Descansa únicamente en la autoridad, y en este caso en la mera autoridad
de unos individuos, pocos de los cuales dan sus nombres. A mi juicio
deberían haber añadido sus firmas al documento. Con ello el mundo
habría tenido medios de conocer cuántos son, quiénes son y qué valor
pueden tener sus opiniones, dados su capacidad personal, sus conocimien­
tos, su experiencia o su peso y autoridad en este Estado. A mí, que soy
un hombre vulgar, el procedimiento me parece un poco demasiado com­
plicado e ingenioso; tiene demasiado aire de estratagema política, adop­
tada con objeto de dar —mediante el uso de un nombre altisonante— a
las declaraciones públicas de esta sociedad una importancia que, si se
examina cuidadosamente la materia, no merece. Es un modo de obrar que
tiene un aspecto de fraude muy acusado.
Me complazco en afirmar que deseo una libertad regulada, moral y
viril con la misma intensidad que cualquier miembro de esa sociedad, sea
quien fuere; y en todo el curso de mi carrera pública he dado buenas
pruebas de mi fidelidad a esa causa. Creo que envidio tan poco como
ellos la libertad de cualquier otro país. Pero no puedo adelantarme y elo­
giar o censurar nada que se refiera a los actos y preocupaciones humanas
a primera vista de su objeto, despojado de toda relación, en la plena des­
nudez y soledad de la abstracción metafísica. Son las circunstancias (que
para algunos caballeros no cuentan) las que, al distinguir su color y dis­
cernir sus efectos, dan realidad a todo principio político. Son las circuns­
tancias las que hacen que cualquier plan político o civil sea beneficioso o
46 TEXTOS políticos: reflexiones
perjudicial para la humanidad. En términos abstractos tanto el gobierno
como la libertad son buenos. Pero ¿podría yo, con sentido común, haber
felicitado a Francia hace diez años por su gobierno (pues lo tenía) sin
investigar cuál era la naturaleza de aquel gobierno y cómo estaba admi­
nistrado? ¿Puedo felicitar ahora a la misma nación por su libertad? Por
el hecho de que se pueda clasificar a la libertad en abstracto entre las
bendiciones de la humanidad, ¿ puedo felicitar seriamente a un loco que
ha escapado de la obscuridad total y la coacción protectora de su celda,
por haber recobrado el goce de la luz y de la libertad ? ¿ He de felicitar a
un bandido y asesino evadido de su prisión por haber recuperado sus
derechos naturales ? Esto sería volver a encarnar la escena del metafísico
Caballero de la Triste Figura libertando heroicamente a los galeotes.
Cuando veo obrar el espíritu de libertad veo actuar un principio
fuerte; y por el momento es todo lo que puedo saber. La fermentación ha
puesto en libertad la fuerza terrible del aire fijo,i pero hasta que ya haya
pasado la primera efervescencia, hasta que el líquido esté claro y hasta que
veamos algo más profundo que la agitación de una superficie turbia y mo­
vida, debemos suspender nuestro juicio. Antes de felicitar públicamente
a unos hombres por alguna ventura tengo que estar razonablemente segu­
ro de que la han recibido. La adulación corrompe al que la hace y al que
la recibe; y no es más útil a los pueblos que a los reyes. Por ello debo sus­
pender mis felicitaciones por la nueva libertad de Francia hasta que sepa
cómo se ha combinado con el gobierno, con la fuerza pública, con la dis­
ciplina y obediencia de los ejércitos, con la recaudación de unos impuestos
eficaces y bien distribuidos; con la moralidad y la religión; con la seguri­
dad de la propiedad; con la paz y el orden; con los usos civiles y sociales.
Todas estas cosas son buenas (a su modo); y sin ellas la libertad no es
—mientras dura, y no es probable que dure mucho— un beneficio. El
efecto de la libertad sobre los individuos consiste en que puedan hacer lo
que quieran; antes de arriesgarse a dirigirles felicitaciones que pueden
tornarse rápidamente en lamentaciones, hemos de ver qué es lo que quie­
ren hacer. La prudencia nos dicta esto en el caso de hombres separados
aislados, de ciudadanos particulares; pero cuando los hombres actúan en
corporación la libertad es poder. Las gentes prudentes antes de declararse
en uno u otro sentido observan el uso que se hace del poder; especialmen­
te cuando se trata de una cosa tan difícil como un nuevo poder en manos
de unas personas nuevas —acerca de cuyos principios, temple y disposi­
ción tenemos poca o ninguna experiencia— y colocadas en situaciones en
4 El texto inglés dice: “the wild gas, the fixed air”. El gran químico escocés Dr.

Joseph Black había llamado aire fijó al anhídrido carbónico por la rapidez con que se fija
en muchos cuerpos. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 47
las cuales quienes aparecen, a primera vista, en la escena como los cau­
santes del movimiento, pueden no ser los motores reales.
Sin embargo, todas estas consideraciones estaban por debajo de la
dignidad trascendental de la Sociedad de la Revolución. Mientras estuve
en el campo, desde donde tuve el honor de escribiros, tenía una idea muy
imperfecta de sus deliberaciones. Al volver a la ciudad pedí un ejemplar
de sus actas, que ha sido publicado con su autorización y que contiene un
sermón del doctor Price juntamente con las cartas del Duque de la Ro-
chefoucault y del Arzobispo de Aix5 y otros documentos anejos. Toda
la publicación —que tiene el designio manifiesto de conectar los asuntos
de Francia con los de Inglaterra, haciéndonos imitar la conducta de la
Asamblea Nacional— me produjo un grado considerable de malestar. Los
efectos de esa conducta por lo que respecta al poder, crédito, prosperidad
y tranquilidad de Francia se están haciendo más evidentes cada día. Se
perfila con más claridad la forma de constitución que va a establecer para
su futuro gobierno. Podemos ya discernir con bastante exactitud cuál es
la verdadera naturaleza del objeto que se nos propone que imitemos. Si la
prudencia de la reserva y el decoro imponen silencio en algunas cir­
cunstancias, una prudencia de orden superior puede justificar en otras
que expresemos nuestros pensamientos. Los comienzos de la confusión
en Inglaterra son, por ahora, bastante débiles; pero hemos visto entre
vosotros una infancia aún más débil que ha crecido por momentos hasta
ser capaz de amontonar montañas sobre montañas y hacer la guerra a
los mismos cielos. Es lógico que cuando se quema la casa de nuestro veci­
no las bombas funcionen un poco sobre la nuestra. Es preferible ser
despreciado por manifestar aprensiones demasiado fuertes que verse arrui­
nado por creerse seguro con una confianza excesiva.
Preocupado especialmente por la paz de mi país, aunque en modo
alguno indiferente a la del vuestro, deseo dar mayor difusión a lo que
intenté en un principio hacer únicamente para vuestra satisfacción perso­
nal. Pero continuaré preocupándome de vuestros asuntos y dirigiéndome
a vos. Aprovechando la facilidad del intercambio epistolar, me tomaré
la libertad de expresar mis pensamientos y sentimientos tal como surgen
de mi mente sin dedicar mayor atención a la forma. He comenzado por
5 Richard Price (1723-91), sacerdote no conformista, que escribió diversas obras de

moral y economía. Amigo de Franklin, se opuso a la guerra con las colonias americanas
(1776). Su sermón “Sobre el amor de nuestro país,” apareció en una publicación que
llevaba como apéndices el informe del comité de la Revolution Society y la Declaración
de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. —La carta del duque de la Rochefoucault era
una misiva particular al Dr. Price. La del arzobispo de Aix —presidente de la Asamblea
Nacional—, una comunicación oficial al Conde Stanhope, presidente de la Sociedad de la
Revolución. (T.)
48 TEXTOS políticos: reflexiones
hablar de las deliberaciones de la Sociedad de la Revolución pero no me
limitaré a ellas ¿ Cómo podría hacerlo ? Me parece encontrarme ante una
gran crisis, no sólo de los asuntos de Francia sino de toda Europa y acaso
de más que Europa. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, la Re­
volución francesa es lo más asombroso que ha ocurrido hasta ahora en el
mundo. En muchas ocasiones las cosas más maravillosas se producen por
los medios más absurdos y ridículos; de los modos más ridículos y, apa­
rentemente, por los instrumentos más despreciables: En este extraño
caos de ligereza y ferocidad todo parece extraordinario y crímenes de toda
clase se mezclan en desorden con toda clase de locuras. Contemplando
esta monstruosa escena tragicómica, se suceden necesariamente en el áni­
mo las pasiones más opuestas, mezclándose a veces; alternan el desdén y
la indignación; las risas y las lágrimas; el desprecio y el horror.
No puede, sin embargo, negarse que, para algunos, esta extraña esce­
na aparece desde un punto de vista totalmente opuesto. La escena no les
inspira otros sentimientos que alegría y júbilo. En lo que ha ocurrido en
Francia no ven más que un ejercicio firme y mesurado de la libertad; tan
congruente, en conjunto, con la moral y la piedad, que no sólo merece
el aplauso secular de osados políticos maquiavélicos, sino que le hace tema
adecuado para toda clase de efusiones devotas de la elocuencia sagrada.

[Un En la mañana del 4 de noviembre pasado, el doctor Richard Price,


sermón eminente sacerdote no-conformista, predicó en la Sala de Reuniones de
del los No-Conformistas de la Oíd Jewry a su club o sociedad un sermón
Dr. Price]
de carácter extraordinariamente misceláneo en el que se encuentran algu­
nos sentimientos morales y religiosos buenos y no mal expresados, mezcla­
dos con una especie de potaje de opiniones y reflexiones políticas diversas;
pero el gran ingrediente de la cazuela es la Revolución francesa. Estimo
que el mensaje enviado por la Sociedad de la Revolución a la Asamblea
Nacional, por medio del Conde Stanhope, tiene su origen en los princi­
pios del sermón y es un corolario de ellos. El mensaje fué propuesto por
el predicador que pronunció aquél. Fué aprobado por quienes asistieron
al sermón, sin ninguna censura o distingo expreso o implícito. Sin em­
bargo, si alguno de los señores interesados desea separar el sermón de
la resolución, medios tiene de aceptar el uno y rechazar la otra. Ellos
pueden hacerlo; yo no.
Por mi parte considero ese sermón como la declaración pública de un
hombre que está en conexión estrecha con integrantes literarios6 y con
filósofos intrigantes; con teólogos políticos y con políticos teológicos,
tanto nacionales como extranjeros. Sé que le consideran como una especie
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 49
de oráculo; porque con la mejor intención del mundo y con toda natu­
ralidad pronuncia filípicas y entona su canto profètico al unísono con
los designios de aquéllos.
Ese sermón es de un tipo tal que creo que no se ha oído nada seme­
jante en ninguno de los púlpitos tolerados o mantenidos en este reino,
desde el año 1648, en que un precursor del doctor Price, el Reverendo Hugh
Peters7 hizo vibrar la bóveda de la real capilla de St. James con el honor
y privilegio de los santos que, “con ensalzamiento de Dios en sus gargan­
tas” y “espada de doble filo en sus manos”, habían de “hacer venganza
de las gentes y castigo en los pueblos”, “aprisionar sus reyes con grillos
y sus nobles con cadenas de hierro”8 Con excepción de los días de la liga
en Francia y los de nuestros solemnes Pacto y Liga en Inglaterra,9 pocas
arengas pronunciadas desde un pùlpito han respirado menos espíritu de
moderación que este discurso de la Old Jewry. Pero aún suponiendo que
en este sermón político hubiera algo semejante a la moderación, el pulpito
y la política son términos que se compadecen mal. En la iglesia no debe­
ría oírse más que la voz sagrada de la caridad cristiana. La causa de la
libertad y el gobierno civil gana tan poco como la de la religión con esta
confusión de deberes. Quienes se apartan del carácter que les es propio y
asumen el que no les corresponde, ignoran generalmente el carácter que
abandonan tanto como el que asumen. Totalmente desconocedores del
mundo en el que tanto les gusta mezclarse, e inexpertos en todos sus
asuntos —acerca de los cuales se pronuncian con tanta confianza—, no
tienen de la política sino las pasiones que excitan. La iglesia es un lugar
donde todas las disensiones y animosidades de la humanidad deberían
encontrar la tregua de un día.
Este estilo de oratoria sagrada, resucitado después de tanto tiempo,
me dió un tufo de novedad y ciertamente de novedad no del todo carente
de peligros. No digo que este peligro exista con la misma intensidad en
todas las partes del discurso. La alusión a un noble y reverendo teólogo-
6 El texto inglés dice literary caballcrs, es decir, hombres que hacen cobals, intrigas. La

palabra inglesa cabal de donde deriva caballers hace alusión a cinco ministros de Carlos II,
cuyas iniciales componían la misma. Fué compuesta indudablemente pensando en la cabala
hebrea. (T.)
7 Teólogo independiente (1598-1660). Vivió algún tiempo en Nueva Inglaterra, ejer­

ciendo el sacerdocio en Salem, Massachusetts. Vuelto a Inglaterra se alió con las fuerzas
parlamentarias y ganó nuevos adherentes para el ejército de Cromwell. Capellán del
Consejo de Estado en 1650, predicó con regularidad en Whitehall durante el Protectorado.
Fué ejecutado en Charing Cross por haber apoyado la ejecución de Carlos I. (T.)
8 Salmos cxlix [Tomo los textos bíblicos de la traducción de Cipriano de Valera. (T.) ]
9 Pacto entre Inglaterra y Escocia, firmado el 25 de septiembre de 1643, en el que se

garantizó a los escoceses su religión en pago de su ayuda contra Carlos I. (T.) -


5o TEXTOS políticos: reflexiones
laico10 que se supone ocupa un puesto importante en una de nuestras
universidades11 y otros teólogos laicos “de rango y letras”, puede ser
adecuada y oportuna, por más que sea un tanto nueva. Si los nobles
Buscadoresn no encuentran nada que satisfaga sus fantasías piadosas en
el viejo almacén de la iglesia nacional o en toda la rica variedad que puede
encontrarse en los bien provistos depósitos de las congregaciones no-con­
formistas, el doctor Price les aconseja que mejoren su no-conformismo y
que establezcan, cada uno de ellos, un lugar de reunión distinto, basado
en sus principios particulares.13 Es bastante notable que este reverendo
teólogo muestre un interés tan grande por el establecimiento de nuevas
iglesias y una indiferencia tan perfecta respecto a la doctrina que pueda
enseñarse en ellas. Su celo tiene un carácter verdaderamente curioso. No
trata de propagar sus propias opiniones sino de propagar opiniones. No se
preocupa de difundir la verdad, sino de extender la contradicción. Que
los nobles profesores disientan, no importa de qué ni sobre qué. Asegu­
rado este importante extremo, se da por hecho que su religión será racio­
nal y viril. Personalmente, dudo de que la religión derive de este “gran
grupo de grandes predicadores” todos los beneficios que el calculador
teólogo14 cree que ha de recoger. Constituiría ciertamente una valiosa adi­
ción de casos, géneros y especies aún no estudiados a la amplia colección
de los ya conocidos que embellecen actualmente el hortus siccus del no-
conformismo. Indudablemente el sermón de un noble duque, un noble
marqués, un noble conde o un simple barón aumentaría y haría más
variadas las diversiones de esta ciudad, que empieza a estar harta de la
repetición uniforme de sus entretenimientos insípidos. Lo único que yo
exigiría a estos nuevos Mess-Johns15 coronados y en trajes de corte, es que
mantuviesen algunos límites en los principios democráticos niveladores
que se esperan de sus ennoblecidos púlpitos. Me aventuro a predecir que

10 El tercer duque de Grafton, Canciller de la Universidad de Cambridge que había

escrito un folleto sobre liturgia en 1770. (T.)


11 Discourse on the Love of our Country (Discurso sobre el amor a nuestro país), 4

noviembre 1789, por el doctor Richard Price, 3?. ed. pp. 17 y 18.
12 See\ers, en inglés. Una secta mística del siglo xvii, que según Richard Baxter con­

taba entre sus miembros católicos, puritanos e infieles. (T.)


13 “Aquellos a quienes disgusta la forma de adoración prescrita por la autoridad

pública deberían, si no pueden encontrar juera de la iglesia que aceptan un modo de ado­
ración, establecer uno separado para sí; y al hacerlo así hombres de peso por su rango y
letras —dando con ello un ejemplo de adoración racional y viril— podrían prestar a la
sociedad y al mundo el mayor de los servicios”. Pag. 18 del sermón del Doctor Price.
14 El Dr. Price había escrito bastante sobre temas económicos. (T.)
15 Mess-John: término utilizado antiguamente en Escocia para designar a los clérigos.

El adjetivo coronados hace alusión a coronas nobiliarias (coronéis) no regias (crowns). (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
los nuevos evangelistas no satisfarían las esperanzas puestas en ellos. No
llegarían a ser, ni literalmente ni en sentido figurado, teólogos polémicos,
ni estarían dispuestos a educar a sus congregaciones para que, como en
tiempos mejores, predicasen sus doctrinas a regimientos de dragones y
cuerpos de infantería y artillería. Tales arreglos, por favorables que pu­
dieran resultar a la causa de la libertad obligatoria, tanto civil como reli­
giosa, podrían no ser igualmente beneficiosos para la tranquilidad nacional.
Espero que estas restricciones no se interpreten como expresión de
intolerancia ni como ejercicio violento del despotismo.
Podría decir de nuestro predicador que, utinam nugis tota illa de-
disset témpora saevitiae. No todas las cosas de esta bula fulminatoria
tienen una tendencia tan inocua. Sus doctrinas afectan a nuestra consti­
tución en sus partes vitales. En este sermón político dice a la Sociedad de
la Revolución que Su Majestad “es casi el único rey legítimo que hay en
el mundo porque es el único que debe su corona a la elección de su pue­
blo”. Por lo que hace a los reyes del mundo, colocados todos ellos (salvo
uno) por este archipontífice de los Derechos del Hombre bajo una cláusula
de interdicto y anatema y proclamados usurpadores por toda la longitud
y latitud del globo, con la plenitud y con mayor audacia con que se utilizó
el poder papal de deposición en su esplendor meridiano del siglo xii, les
toca a ellos el decidir si deben admitir en sus territorios estos misioneros
apostólicos que van a decirles a sus súbditos que no son reyes legítimos.
Eso es cuenta de ellos. Lo que es cuenta nuestra, ya que toca a intereses
nuestros de alguna importancia, es estudiar seriamente la solidez de ese
único principio en virtud del cual estos caballeros reconocen que el rey
de la Gran Bretaña tiene derecho a exigirles fidelidad.
Aplicada al príncipe que ocupa hoy el trono británico esta doctrina, o
no tiene sentido y, por consiguiente, no es verdadera ni falsa, o, si por
el contrario lo tiene, afirma una posición totalmente infundada, peligrosa,
ilegal e inconstitucional. Según este doctor espiritual de la política, si Su
Majestad no debe su corona a la elección del pueblo, no es rey legítimo.
Pues bien, nada puede ser más falso que afirmar que Su Majestad posee
de esa forma la corona del Reino. Por ello, si seguimos su regla, el rey de
la Gran Bretaña, que no debe su alto puesto a ninguna especie de elección
popular, no es, en modo alguno, mejor que el resto de esa banda de usur­
padores que reinan, o más bien detentan, en toda la faz de este nuestro
miserable mundo, sin ninguna especie de derecho o título para ello, la
fidelidad de sus pueblos. La tendencia de esta doctrina general es sufi­
cientemente clara. Los propagandistas de este evangelio político esperan
que se pase por alto su principio abstracto (el principio de la magistratura
soberana) mientras ese principio no afecte al rey de la Gran Bretaña.,
52 textos políticos: reflexiones

Entre tanto los oídos de sus congregaciones se irán habituando gradual­


mente a él como si fuese un primer principio admitido sin discusión. Por
el momento funcionaría únicamente como teoría conservadora en los
jugos de la elocuencia del púlpito y se guardaría así para uso futuro. Condo
et compono quae mox de promere possim. Con esta política, a la vez que
se aplaca a nuestro gobierno con esa reserva hecha en su favor, a la que no
tiene derecho, desaparece la seguridad que tiene en común con todos los
gobiernos —hasta donde puede llamarse seguridad a la opinión.
Así actúan estos políticos mientras se presta poca atención a sus doc­
trinas; pero cuando se les pregunta por el significado neto de sus pala­
bras y la tendencia directa de sus doctrinas, hacen entrar en juego equívocos
y construcciones poco sólidas. Cuando dicen que el rey debe su corona
a la elección del pueblo y que por consiguiente es el único soberano
legítimo que existe en el mundo, nos dirán, acaso, que no quieren decir
otra cosa sino que alguno de los antecesores del rey ha sido llamado al
trono por alguna forma de elección y por consiguiente debe su corona
a la elección de su pueblo. Esperan asegurar así su proposición con un
subterfugio miserable, haciéndola inoperante. Como se refugian en su
locura, son bienvenidos en el asilo que buscan para su delito. Porque si
admitimos esta interpretación ¿en qué se diferencia su idea de la elec­
ción de nuestra idea de la herencia? y ¿por qué la estabilización de la
corona en la dinastía de Brunswick, que deriva de Jacobo I, legaliza nues­
tra monarquía y no la de cualquiera de los países vecinos? En un mo­
mento o en otro, todos los fundadores de dinastías fueron escogidos por
quienes les llamaron a gobernar. Hay fundadas razones para sostener
que todos los reyes de Europa fueron en algún período remoto electivos,
con más o menos limitaciones en cuanto a las posibilidades de elección.
Pero quienesquiera que hayan podido ser reyes aquí o en otra parte,
hace mil años, o de cualquier manera que hayan podido comenzar las
dinastías gobernantes de Inglaterra y de Francia, el rey de la Gran Bre­
taña es en la actualidad rey en virtud de una regla fija de sucesión según
las leyes de su país; y en tanto que se den (como se dan efectivamente)
en él las condiciones legales del pacto de soberanía posee su corona a pesar
de la elección de la Sociedad de la Revolución, que no tiene un solo voto
individual ni colectivo para elegir un rey; aunque no dudo que de estar
maduras las cosas para su doctrina se erigiría pronto en colegio electoral.
Los herederos y sucesores de Su Majestad, en su tiempo y orden, ostenta­
rán la corona con el mismo desdén por su elección con que ha sucedido
Su Majestad en la que ostenta.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 53
Cualquiera que pueda ser el éxito de las evasivas para explicar el [Los
grave error de hecho que supone decir que aunque Su Majestad ostenta Principios
de la
la corona en concurrencia con los deseos, la debe a la elección de su pue­
Revolución
blo, nada puede anular la declaración explícita formulada por la Sociedad de 1688, vistos
de la Revolución respecto al principio del derecho del pueblo a escoger; por el
derecho que se afirma directamente y se mantiene con tenacidad. Todas Dr. Price]
las insinuaciones oblicuas relativas a la elección se basan en esta pro­
posición y son referibles a ella. Por si los fundamentos del título legal ex­
clusivo del rey pesaran como mera palabrería de libertad aduladora, el
teólogo político pasa a afirmar dogmáticamente18 que por los principios
de la Revolución [de 1688] el pueblo de Inglaterra ha adquirido tres de­
rechos fundamentales, todos los cuales forman para él un sistema y
figuran en una breve frase, a saber, la de qile hemos adquirido derecho:
1. “A escoger nuestros propios gobernantes”,
2. “A deponerlos caso de conducirse mal”,
3. “A constituir nuestro propio gobierno”.
Este nuevo y hasta ahora desconocido Bill de derechos?1 aunque hecho
en nombre de todo el pueblo, pertenece exclusivamente a estos caballe­
ros y a la facción que representa. El cuerpo del pueblo inglés no tiene
participación alguna en ello. Es más, lo rechaza. Resistirá su aplicación
práctica con las vidas y las fortunas de sus miembros, que están obliga­
dos a hacerlo así por las leyes de su país, hechas en la época de aquella
misma revolución a la que se apela en favor de esos derechos ficticios
que pretende la sociedad que abusa de su nombre.
En todos sus razonamientos acerca de la revolución de 1688, estos
caballeros de la Oíd Jewry tienen presente con tanta intensidad en sus
corazones una revolución que aconteció en Inglaterra unos cuarenta años
antes y la reciente Revolución francesa, que confunden constantemente
las tres. Es necesario que separemos lo que confunden. Tenemos que
deshacer sus fantasías erráticas respecto a los actos de la Revolución
que reverenciamos, para descubrir sus verdaderos principios. Si los prin­
cipios de la Revolución de 1688 pueden encontrarse en alguna parte, es
en la ley denominada Declaración de Derechos. En esa sapientísima, so­
bria y moderada declaración, redactada por grandes juristas y grandes
hombres de Estado y no por entusiastas acalorados e inexpertos, no se
dice una palabra ni se apunta la sugestión de un derecho general “a esco
ger nuestros propios gobernantes, a deponerlos caso de conducirse mal
ni a constituir nuestro propio gobierno”.
10 Discourse on the Love oj our Country, por el Doctor Price. »
17 Alude Burke al denominado Bill of Rights o declaración de derechos consagrados
por la segunda revolución inglesa. (T.)
54 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES

[El derecho Esta Declaración de Derechos (ley de Guillermo y María, i, segunda


elegir los legislatura, capítulo n), es la piedra angular de nuestra Constitución, tal
propios como ha sido explicada, reforzada y mejorada y, en sus principios fun­
gobernantes]
damentales, establecida para siempre. Se titula “ley para declarar los
derechos y libertades de los súbditos y para establecer la sucesión a la
corona”. Observaréis que estos derechos y esta sucesión se declaran en
un solo cuerpo legal y están indisolublemente ligados entre sí.
Pocos años después de este período se ofreció una segunda oportu­
nidad para afirmar un derecho de elección a la corona. Ante la posibili­
dad de una falta total de sucesión del rey Guillermo y de la princesa
—después reina— Ana, volvió a presentarse ante el Parlamento el pro­
blema de la sucesión a la corona y de reasegurar las libertades del pueblo.
¿Se tomó entonces alguna disposición para legalizar la corona basán­
dose en los espúreos principios de la revolución de que habla la Oíd
Jewry? No. Se siguieron los principios que han prevalecido en la Decla­
ración de Derechos; se indicaron con mayor precisión las personas que
habían de ser los posibles herederos dentro de la línea protestante. Si­
guiendo la misma política, esta ley englobaba nuestras libertades y la
sucesión hereditaria en el mismo documento. En vez de declarar el de­
recho a escoger nuestros gobernantes, declaraba que la sucesión en esa
línea (la línea protestante formada por los descendientes de Jacobo I)
era absolutamente necesaria “para la paz, tranquilidad y seguridad del
reino”, y que era igualmente urgente “mantener una certidumbre en la
sucesión, a la que puedan recurrir con seguridad, y para su protección,
los súbditos”. Pero estas leyes en las que se contienen los oráculos claros
y nada ambiguos de la política de la revolución en vez de contentar las
ilusorias y fantásticas predicciones de un “derecho a escoger nuestros
gobernantes”, nos ofrecen una demostración de la forma totalmente
contraria en la que la sabiduría de nuestra nación se negaba a convertir
un caso de necesidad en principio jurídico.
Indiscutiblemente en la revolución hubo una pequeña y temporal
desviación del orden estricto de la sucesión hereditaria regular en favor
del rey Guillermo; pero es contrario a todos los principios auténticos de
la jurisprudencia derivar un principio de una ley hecha para un caso
especial y respecto a una sola persona. Privilegium non transií in exem-
plum. Si hubo en alguna ocasión un momento favorable para establecer
el principio de que sólo un rey de elección popular era legítimo, fué sin
duda en la Revolución. No haberlo hecho así en aquella época es prueba
de que la nación estimaba que no se debía hacer en ningún momento.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 55
Nadie —por absolutamente ignorante que sea de nuestra historia— des­
conoce que la mayoría del Parlamento en ambas Cámaras estaba tan poco
predispuesta en favor de nada parecido a tal principio, que en el primer
momento estuvieron decididos a colocar la corona en la cabeza, no del
príncipe de Orange, sino de su esposa María, hija de Jacobo, primogénita
en la línea de aquel rey a quien reconocían indudablemente como suyo.
Sería repetir una historia muy sabida recordaros todas aquellas circuns­
tancias que demuestran que la aceptación del rey Guillermo no fué en
realidad una elección; sino que para todos los que no deseaban volver a
traer al rey Jacobo, ni hacer sufrir a su país un diluvio de sangre, poniendo
de nuevo a su religión, leyes y libertades en el peligro al que acaban de
escapar, fué un acto de necesidad en el sentido moral más estricto en
que puede tomarse esta palabra.
Es curioso notar cómo se comportó Lord Somers,18 que redactó el
proyecto denominado Declaración de Derechos, en aquella delicada oca­
sión, en el acto mismo en el que por una vez y en un solo caso el Parla­
mento se separó del orden hereditario estricto en favor de un príncipe
que, aunque no en el primer lugar, estaba muy próximo en la línea suce­
soria. Es curioso observar con qué destreza ocultan, este gran hombre y
el Parlamento que le siguió, esta solución temporal de continuidad; en
tanto que se pone de relieve y se subraya todo lo posible, todo aquello que
puede encontrarse en este acto de necesidad que sea conforme a la idea
de sucesión hereditaria. Abandonando el seco e imperativo estilo de una
ley, hace que Lores y Comunes prenuncien una jaculatoria legislativa y
piadosa y declaren que “consideran como maravillosa providencia y gra­
ciosa bondad de Dios para con esta nación, conservar las reales personas
de dichas majestades para que reinen felizmente sobre nosotros en el
trono de sus antepasados, por lo que desde el fondo de sus corazones le
dan las gracias y alabanzas más humildes”. El Parlamento tenía eviden­
temente a la vista la ley de reconocimiento de la Reina Isabel (I, capí­
tulo m) y la de Jacobo I (I, capítulo i), leyes ambas que declaran con todo
vigor la naturaleza hereditaria de la corona, y en muchas partes siguen
con precisión casi literal las palabras e incluso la forma de acción de gra­
cias que se encuentra en aquellas antiguas leyes declaratorias.
En la ley del rey Guillermo ambas Cámaras no dan gracias a Dios por
haber encontrado una buena oportunidad de afirmar un derecho a es­
coger sus propios gobernantes, ni mucho menos para hacer de la elección

18 1651-1716. De humilde origen, llegó a ser Lord Canciller de Inglaterra. Defensor

de los siete obispos en 1688, en el año siguiente redactó el Bill de Derechos, después de
haber sostenido la virtual abdicación de Jacobo II. Fué uno de los que prepararon la unión
con Escocia en 1707. (T.)
56 TEXTOS políticos: reflexiones
el único titulo legítimo a la corona. Es el haber podido evitar la apari­
ción de tal título, hasta donde ello era posible, lo que fué considerado
providencial. Cubrieron con un tupido velo político todas las circuns­
tancias tendentes a debilitar los derechos que, por lo que respecta al orden
de sucesión mejorado, querían perpetuar; lo mismo hicieron con todo
lo que podía servir de procedente para cualquier futura separación de lo
que habían establecido para siempre. De acuerdo con ello, para no rela­
jar los nervios de su monarquía y para mantener una conformidad es­
tricta con la práctica de sus antecesores, tal como aparece en las leyes
declaratorias de la reina María 19 y la reina Isabel, en la cláusula siguiente
invisten a sus majestades de todas las prerrogativas legales de la corona
declarando que “están plena, justa y enteramente investidas, incorpora­
das, unidas y anejas a ellas”. En la cláusula siguiente, y para evitar dudas
en razón de cualquier pretendido título a la corona, declaran (observando
también en ello el lenguaje tradicional juntamente con la política tra­
dicional de la nación y repitiendo como una rúbrica el lenguaje de las
leyes anteriores de Isabel y Jacobo) que del mantenimiento de “una cer­
teza en la sucesión, dependen enteramente, salvo la voluntad de
Dios, la unidad, paz y tranquilidad de esta nación”.
Sabían que un título sucesorio dudoso se parecería demasiado a una
elección; y que una elección destruiría totalmente la “unidad, paz y tran­
quilidad de esta nación”, cosas que consideraban de alguna importancia.
Para lograrlas y para excluir con ello para siempre la doctrina de la Oíd
Jewry de “un derecho” a escoger nuestros gobernantes, hicieron seguir
a las anteriores una cláusula que contiene la promesa solemnísima —to­
mada de la ley precedente de la reina Isabel—, todo lo solemne que pueda
ser o haber sido hecha, en favor de una sucesión hereditaria y una renun­
cia igualmente solemne de los principios que esta Sociedad les imputa.
“Los Lores espirituales y temporales y los Comunes, en nombre de todo
el pueblo antedicho, con toda humildad y fidelidad se someten por sí,
sus herederos y su posteridad para siempre; y prometen fielmente que
defenderán, mantendrán y apoyarán a las dichas majestades, y también
la limitación de la corona aquí especificada y contenida, con todas sus
fuerzas”, etc., etc.
Lejos de ser verdad que con la revolución hayamos adquirido un de­
recho a elegir nuestros reyes, caso de haberlo poseído anteriormente, la
nación inglesa lo renunció y abdicó, en aquel momento, con toda solem­
nidad para sí y para sus descendientes y para siempre. Esos caballeros
pueden valorar como estimen oportuno sus principios whigf0 pero yo
19 I María, Leg. 3. cap. I.
20 Whig es el nombre dado a los partidarios de los privilegios del Parlamento fren-
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 57
no pretendo ser tenido por mejor whig que Lord Somers, ni comprender
los principios de la Revolución mejor que quienes la hicieron, ni leer en
la Declaración de Derechos ningún misterio desconocido para aquellos
cuyo estilo penetrante ha grabado en nuestras ordenanzas y nuestros
corazones las palabras y el espíritu de aquella ley inmortal.
Es cierto que, ayudada por los poderes derivados de la fuerza y la
oportunidad, la nación era en aquel momento, en cierto sentido, libre de
tomar el curso que le pareciera más oportuno para hacer ocupar el trono;
pero libre únicamente basándose en los mismos fundamentos en los cua­
les hubiera podido apoyarse para abolir totalmente su monarquía o cual­
quier otra parte de su Constitución. Sin embargo, los Lores y Comunes
no creyeron que cambios tan osados entraban dentro de su mandato. Es
muy difícil, acaso imposible, fijar límites a la mera competencia abstracta
del poder supremo, tal como la ejercitaba en aquel momento el Parla­
mento; pero los límites de una competencia moral que somete, aun en
los poderes más indiscutiblemente soberanos, la voluntad ocasional a la
razón permanente y a las máximas sólidas de la fe, la justicia y la política
fundamental, son perfectamente inteligibles y obligatorios para quienes
ejercen toda especie de autoridad dentro del Estado, cualquiera que
sea su nombre o título. Por ejemplo, la Cámara de los Lores no es moral­
mente competente para disolver la de los Comunes; ni siquiera para di­
solverse a sí misma ni para abdicar, si lo quisiera, de la parte que le
corresponde en el poder legislativo del país. Aunque un rey puede abdicar
los derechos que corresponden a su persona, no puede abdicar la monar­
quía. Por una razón tan fuerte o aún más, la Cámara de los Comunes
no puede renunciar su parte de autoridad. El compromiso y pacto de
sociedad que se conoce generalmente como Constitución, prohíbe tal
invasión y tal entrega. Las partes constitutivas del Estado están obliga­
das a mantener los compromisos contraídos entre sí y con todos aque­
llos que tienen algún interés serio derivado de aquellos compromisos, de
la misma manera que todo el Estado está obligado a mantener los que
haga con otras comunidades. En otro caso se confundirían pronto com­
petencia y poder y no quedaría vigente más ley que la voluntad de la
fuerza dominante. Sobre este principio la sucesión de la corona ha sido
siempre lo que es ahora, una sucesión hereditaria con arreglo a derecho.
En la antigua dinastía era una sucesión por derecho consuetudinario co­
mún (Common law); en la nueva por derecho legislado (Statute law)
actuando según los principios del derecho común y sin cambiar su subs­
tancia, pero regulando el modo y describiendo las personas. Ambas
te a los defensores de las prerrogativas de la Corona (tory, pl. tories) en las luchas políticas
inglesas del siglo xvii y posteriormente al partido liberal. (T.)
58 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
especies jurídicas tienen la misma fuerza y derivan de una autoridad
igual, que emana del acuerdo común y pacto original del Estado, com-
muni sponsione reipublicae y, como tales, son igualmente obligatorios
para el rey y para el pueblo mientras se observen sus términos y continúe
el mismo cuerpo político.
Siempre que no nos enzarcemos en las redes de una metafísica sofís­
tica no es, ni mucho menos, imposible reconciliar el uso de una regla
fija y una desviación ocasional de la misma; lo sagrado del principio de
sucesión hereditaria de nuestro gobierno con el poder de alterar su apli­
cación en casos de extrema necesidad. Incluso en tal extremo (si toma­
mos como medida de nuestros derechos el modo de su ejercicio en la
Revolución) el cambio ha de limitarse únicamente a la parte culpable;
a la parte que produjo la necesidad de desviarse de la regla; y aun
entonces ha de efectuarse sin descomponer toda la masa civil, y política
con el fin de crear un nuevo orden civil con los primeros elementos de
la sociedad.
Un Estado sin medios de efectuar algún cambio carece de medios
propios de conservación. Sin tales medios puede incluso correr el riesgo
de perder aquella parte de la Constitución que desea conservar más reli­
giosamente. Ambos principios de conservación y corrección operaron
con vigor en los dos períodos críticos de la Restauración, en que Inglate­
rra se encontró sin rey. En ambos períodos la nación había perdido el
lazo de unión de su antiguo edificio; sin embargo, no disolvió toda la
fábrica. Por el contrario, en ambos casos regeneró la parte deficiente de
la vieja Constitución utilizando para ello las partes no afectadas. Man­
tuvo las partes antiguas exactamente como estaban para que la parte
nuevamente recobrada pudiera ser adecuada a aquéllas. Actuó por me­
dio de los estamentos organizados de antiguo dentro del molde de su
vieja organización y no mediante las moléculas orgánicas de un pueblo
desbandado. Acaso en ningún momento manifestó el Parlamento sobe­
rano uña atención más cuidadosa a ese principio fundamental de la po­
lítica constitucional británica, que en la época de la Revolución, cuando
se desvió de la línea directa de la sucesión hereditaria. La corona fué
desviada ligeramente de la línea que hasta entonces había seguido, pero
la nueva dinastía derivaba del mismo origen. Seguía siendo una dinastía
hereditaria; la herencia seguía recayendo en la misma sangre, aunque
se cualificaba con la nota de protestantismo. Cuando el Parlamento al­
teró la dirección pero mantuvo el principio, demostró que lo consideraba
inviolable.
Sobre esta misma base la ley de herencia había admitido en tiempos
anteriores algunas enmiendas, mucho antes de la era de la Revolución.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 59-
Algún tiempo después de la conquista surgieron grandes problemas
acerca de los principios de la sucesión hereditaria. Se dudaba de si era
el heredero per capita o el heredero per stirpes quien había de suceder;
pero lo mismo cuando desapareció el heredero per capita al implantarse
la herencia per stirpes que cuando desapareció el heredero católico al ser
preferido el protestante, en cualquier caso sobrevivió el principio here­
ditario, con una especie de inmortalidad en medio de todas sus transmi­
graciones —multosque per annos stat fortuna domus et avi numerantur
avorum—. Este es el espíritu de nuestra Constitución, no sólo en su curso
normal, sino en todas sus revoluciones. Quienquiera que llegó a la corona
y como quiera que llegara, tanto si la obtuvo por derecho como si la
obtuvo por fuerza, continuó o adoptó la sucesión hereditaria.
Los caballeros de la Sociedad en favor de las revoluciones no ven
en la de 1688 más que la desviación de la Constitución; y toman como
principio la desviación del principio. Les importan poco las consecuen­
cias evidentes de su doctrina, aunque bien pueden ver que deja autoridad
positiva en muy pocas de las instituciones positivas de este país. Una
vez establecida la inaceptable máxima de que ningún trono es legítimo
si no es electivo, ningún acto de los príncipes que precedieron a esta era
de la elección ficticia puede ser válido. ¿Quieren esos teóricos imitar
a algunos de sus predecesores que sacaron los cuerpos de nuestros antiguos
soberanos de la quietud de sus tumbas? ¿Quieren inculpar e incapaci­
tar a todos los reyes que han reinado antes de la Revolución y, como con-.
secuencia, manchar el trono de Inglaterra con el borrón de una usurpa­
ción continua ? ¿ Pretenden invalidar, anular o poner en duda, juntamente
con los títulos de toda la dinastía de nuestros reyes, aquel gran cuerpo
de nuestro derecho legislado (Statute law) que fué aprobado bajo quie­
nes consideran usurpadores? ¿Quieren anular leyes de valor inestimable
para nuestras libertades —de un valor por lo menos tan grande, como
las que han sido aprobadas en la época de la Revolución y posteriormente
a ella—? Si los reyes que no debían su corona a la elección popular no
tenían título para hacer leyes ¿ qué quedará de la ley De tallagio non con-
cedendo,S1 de la Petición de Derechos 22 o de la ley de Habeas corpus? 13
¿Presumen estos nuevos doctores de los Derechos del Hombre que el
rey Jacobo II, que llegó a la corona por razón de la sangre, según las re­

21 Por ella se prohibía la imposición de determinados tributos sin consentimiento de

todos los hombres libres del reino. En realidad no fue una ley, pero así la denominaba la
Petición de Derechos. (T.)
22 Once artículos a los que dio su asentimiento Carlos I, en 1628. (T.)
23 Ley de 21 artículos, aprobada en 1679, bajo Carlos II, relativa a las detenciones

ilegales. (T.)
6o TEXTOS políticos: reflexiones
glas de la sucesión entonces no cualificada, no era, para todos los propó­
sitos, rey legítimo de Inglaterra, antes de que realizase ninguno de aquellos
actos que fueron justamente interpretados como abdicación de su coro­
na? Si no lo hubiera sido, el Parlamento de la época que estos caba­
lleros conmemoran se habría ahorrado muchas preocupaciones. Pero el
rey Jacobo era un mal rey con un buen título, y no un usurpador. Los
príncipes que le sucedieron según la ley aprobada por el Parlamento que
atribuyó la corona a la Electora Sofía y a sus descendientes protestantes,
sucedieron por el mismo título hereditario que lo había hecho el rey
Jacobo. Este ascendió al trono con arreglo a la ley existente en el mo­
mento de su acceso a la corona; y los príncipes de la dinastía de Brunswick
llegaron a heredar la corona, no por elección sino por la ley vigente en el
momento de sus respectivas ascensiones al trono, que establecía la he­
rencia limitada a los protestantes, como creo que he demostrado sufi­
cientemente.
El derecho con arreglo al cual está destinada a suceder esta real
familia, lo fija la ley del Parlamento de los años duodécimo y el décimo
tercero del reinado del rey Guillermo. Los términos de esa ley nos obli­
gan “a nosotros y a nuestros herederos y nuestra posteridad, con respecto
a ellos, sus herederos y su posteridad”, siempre que sean protestantes,
hasta el final de los tiempos, con las mismas palabras con las que la De­
claración de Derechos nos había ligado a los herederos del rey Guillermo
y la reina María. Por consiguiente, la ley reafirma una corona heredita­
ria y una fidelidad hereditaria. ¿Sobre qué fundamento —aparte de la
política constitucional de asegurar ese tipo de sucesión que impide para
siempre la elección popular— podría el Parlamento haber rechazado
desdeñosamente las buenas y abundantes alternativas que le ofrecía
nuestro país para ir a buscar en países extraños princesas extranjeras de
cuyo vientre había de derivar la dinastía de nuestros futuros monarcas
su título para gobernar a millones de hombres por los siglos de los siglos ?
La princesa Sofía fué nombrada en el Acta de Establecimiento (12? y
13? Guillermo), como cuna y raíz de la herencia de nuestros reyes y no
en consideración a sus méritos como administradora temporal de un po­
der que pudo no haber ejercido nunca y que de hecho no ejerció. Fué
adoptada por una razón y sólo por una razón: a saber, dice la ley, “la
excelentísima princesa Sofía, Electora y Duquesa viuda de Hannover
es hija de la excelentísima princesa Isabel, que fué reina de Bohemia, hija
del que fué nuestro Señor soberano el rey Jacobo I, de fausta memoria,
y es por ende declarada ser la próxima en la sucesión en la línea protes­
tante”, etc., etc.; “y la corona continuará en los herederos de su cuerpo
que sean protestantes”. Esta limitación la hizo el Parlamento no sólo
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 61

para que a través de la princesa se continuara en lo futuro una línea here­


ditaria, sino (cosa que consideraban muy importante) para que a tra­
vés de ella se conectase la herencia con la vieja línea hereditaria del rey
Jacobo I; con objeto de que la monarquía pudiera mantener una unidad
inquebrantada por todos los tiempos y pudiera ser conservada (con segu­
ridad para nuestra religión) conforme el viejo modo de heredar, en el
cual, si bien es cierto que nuestras libertades se vieron en peligro una
vez, habían sido mantenidas a través de todas las tormentas y luchas de
prerrogativa y privilegios.24 Hicieron bien. Ninguna experiencia nos
ha enseñado que, de haber seguido cualquier otro camino o método dis­
tinto de la transmisión hereditaria de la corona hubieran podido ser per­
petuadas regularmente y conservadas como sagradas nuestras libertades
como derecho hereditario nuestro. Un movimiento irregular convulsivo
puede ser necesario para combatir una enfermedad convulsiva e irregu­
lar. Pero el hábito saludable de la Constitución británica es la sucesión.
¿Desconocía acaso el Parlamento que aprobó la ley limitando la corona
a la dinastía de Hannover —derivada de los descendientes femeninos de
Jacobo I— el inconveniente de tener dos o tres, o acaso más, extranjeros
en la sucesión al trono británico? ¡No! Tenía el debido sentido—y aun
más— de los males que podrían derivarse de tal gobierno extranjero.
Pero no puede encontrarse una prueba más decisiva de la plena convic­
ción que tenía la nación británica de que los principios de la revolución
no le autorizaban a escoger reyes a su arbitrio y sin poner atención en
los antiguos principios de nuestro gobierno, que el hecho de que conti­
nuara adoptando un plan de sucesión hereditaria en los protestantes de
la antigua dinastía, a pesar de tener ante sus ojos, operando con el má­
ximo vigor, todos los peligros e inconvenientes de la perspectiva de una
dinastía extranjera.
Hace unos cuantos años me habría avergonzado de recargar la dis­
cusión de esta materia tan capaz de sostenerse por sí sola, con el entonces
innecesario apoyo de una argumentación; pero hoy se enseña, se defiende
y se imprime públicamente esta doctrina sediciosa e inconstitucional.
El disgusto que siento por las revoluciones, para las que con tanta fre­
cuencia se ha dado la señal desde los pulpitos; el espíritu de cambio que
existe en el extranjero; el total desprecio que prevalece entre vosotros
—y que puede llegar a prevalecer entre nosotros— de todas las antiguas
instituciones, cuando son opuestas al sentido de la conveniencia o la in­
clinación actuales; todas estas consideraciones hacen aconsejable, en mi
24 En el derecho público inglés prerrogativa hace referencia a poderes, derechos e

inmunidades de la Corona y privilegios a derechos de los súbditos o de instituciones como


las Cámaras del Parlamento. (T.)
62 TEXTOS políticos: reflexiones
opinión, que volvamos nuestra atención a los auténticos principios de
nuestras leyes internas; que vos, amigo francés, comencéis a conocerlos
y que nosotros continuemos venerándolos. No debemos en ninguno de
los dos lados del mar sufrir que se nos impongan las mercancías falsifi­
cadas que algunas personas, mediante un doble fraude, os exportan de
modo ilícito, como materias primas crecidas en Inglaterra —aunque son
totalmente ajenas a nuestro suelo— con objeto de introducirlas poste­
riormente de contrabando en este país, manufacturadas con arreglo a la
novísima moda parisiense de una libertad mejorada.
El pueblo inglés no imitará servilmente las modas que no ha ensa­
yado nunca ni se volverá hacia quienes, debidamente examinados, ha
considerado dañinos. Mira la sucesión hereditaria legal de su corona
como uno de sus derechos y no como uno de sus tuertos; como un bene­
ficio y no como un agravio; como una seguridad de su libertad y no como
prenda de su servidumbre. Tal como existe en el marco de su comuni­
dad, la considera de inestimable valor; y concibe la sucesión inalterada
de la corona como promesa de la estabilidad y perpetuidad de los demás
miembros de nuestra Constitución
Séame permitido, antes de ir más adelante, ocuparme de algunos de
los artificios mezquinos, que están dispuestos a utilizar, con objeto de
hacer que el apoyo de los justos principios de nuestra Constitución sea
una tarea un tanto ingrata, los defensores de la elección como único título
legal a la corona. Estos sofistas instituyen una causa ficticia y unos per­
sonajes fingidos en cuyo favor os suponen dispuesto, siempre que defen­
dáis la naturaleza hereditaria de la corona. Es común entre ellos discutir
como si estuviesen disputando con alguno de esos fanáticos de la escla­
vitud que defendieron auteriormente algo que a mi parecer nadie man­
tiene hoy, a saber: “que la corona se posee por derecho divino hereditario
e imprescriptible” Aquellos fanáticos del poder arbitrario singular, dog­
matizaban como si la realeza hereditaria fuese el único gobierno legítimo
existente en el mundo, de la misma manera que los nuevos fanáticos del
poder popular arbitrario mantienen que la elección popular es la única
fuente legítima de autoridad. Los antiguos entusiastas de la prerrogativa
especulaban locamente, es cierto, y a veces impíamente, como si la mo­
narquía tuviese una sanción divina en mayor grado que cualquier otra
forma de gobierno; como si el derecho hereditario a gobernar fuese estric­
tamente indestructible en cualquier persona que se pudiera encontrar en
la sucesión de un trono y bajo cualquier circunstancia, cualidad que nin­
gún derecho civil ni político puede llegar a tener. Pero una opinión
absurda acerca del derecho hereditario del monarca no prejuzga una
opinión racional basada en principios jurídicos y políticos sólidos. Si
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 63
todas las absurdas teorías de los juristas y los teólogos pudieran viciar los
objetos de que se ocupan, no habría ley ni religión en el mundo. Pero
una teoría absurda respecto a una cuestión no constituye justificación
para alegar de contrario un hecho falso y para promulgar máximas da­
ñosas.

La segunda afirmación de la Sociedad de la Revolución la constituye \.El derecho


el “derecho a deponer a los gobernantes que se conducen mal”. Es posi- ^ep¡°”er
ble que los temores que tenían nuestros antepasados a formar un prece- S0/JcrnanííS
dente de esta doctrina, fueran la causa de que la declaración de la ley que se
que implicó la abdicación del rey Jacobo resultara, caso de tener alguna conducen
falta, demasiado prudente y ceñida a las circunstancias del caso.25 Pero mal\
toda esta prudencia y atención a las circunstancias sirven para mostrar
el espíritu de precaución que dominaba en los consejos nacionales en una
situación en la que es fácil que hombres irritados por la opresión y exal­
tados por el triunfo sobre ella se abandonen a soluciones extremas y vio­
lentas; muestra la ansiedad de los grandes hombres que influyeron en
el curso de los asuntos en aquel magno acontecimiento pof hacer que
la Revolución fuera madre del arreglo y no cuna de revoluciones futuras.
Ningún gobierno podría sostenerse un momento caso de poder ser
eliminado por una cosa tan oscura e indefinida como es la creencia en
que “se conduce mal”. Quienes dirigían la Revolución no fundaron la
abdicación virtual del rey Jacobo en un principio tan ligero e incierto.
Le acusaron nada menos que del designio, confirmado por una multitud
de actos abiertamente ilegales, de subvertir la iglesia protestante y el Es­
tado, y sus derechos y libertades fundamentales e indiscutibles; le acu­
saron de haber quebrantado el contrato original entre rey y pueblo. Esto
era más que conducirse mal. Una necesidad grave e imperiosa les obligó
a dar el paso que dieron, y que dieron con infinita repugnancia, bajo la
más rigurosa de todas las leyes. No depositaron su confianza en el man­
tenimiento futuro de la Constitución en futuras revoluciones. La gran
política de todas sus regulaciones fué hacer casi impracticable para cual­
quier soberano futuro el obligar a los Estados del reino a recurrir de
nuevo a esos remedios violentos. Dejaron a la corona siendo lo que a los
ojos y estimación del derecho había sido siempre: perfectamente irres-

25 “Que habiendo tratado el rey Jacobo II de subvertir la constitución del reino, que­

brantando el contrato original entre rey y pueblo y de haber violado, por consejo de los
jesuítas y otros malvados, las leyes fundamentales y por haberse retirado juera del reino, ha
abdicado el gobierno, por lo que el trono está vacante".
64 TEXTOS políticos: reflexiones
ponsable.26 Con objeto de aligerar aún más a la corona, agravaron la
responsabilidad de los ministros de Estado. Mediante la ley denominada
Ley para declarar los derechos y libertades de los súbditos y establecer
la sucesión a la corona (I, Guillermo, 2^ legislatura) decidieron que los
ministros servirían a la corona con arreglo a los términos de tal declara­
ción. Poco tiempo más tarde aseguraron las reuniones frecuentes del Par­
lamento, con lo cual todo el gobierno había de estar bajo la constante
inspección y activo control de los representantes populares y los magna­
tes del reino. En la siguiente gran ley constitucional (la de los años 12
y 13 del rey Guillermo), para la mayor limitación de la corona y ase­
gurar mejor los derechos y libertades de los súbditos, establecieron “que
no podrá alegarse frente a un procedimiento de acusación (impeachment)
iniciado por la Cámara de los Comunes en el Parlamento, ningún per­
dón otorgado bajo el gran sello de Inglaterra”. Consideraron que la
regla establecida para el gobierno en la Declaración de Derechos, la ins­
pección constante del Parlamento, el derecho efectivo de acusar a los
ministros (impeachment) representaban una seguridad infinitamente me­
jor —no sólo para su libertad constitucional, sino contra los vicios de la
administración— que la que hubiera podido suponer la reserva de un
derecho tan difícil en la práctica, tan incierto en el resultado y tan falaz
a menudo en sus consecuencias como el de “deponer a sus gobernantes”.
El doctor Price condena muy acertadamente en este sermón27 la
práctica de dirigir a los reyes grandes'mensajes adulatorios. En vez de
ese estilo retumbante, propone que en las ocasiones de regocijo se diga
a su majestad que “ha de considerarse más propiamente como servidor
que como soberano de su pueblo”. Como cumplido, esta nueva forma
de mensaje no parece demasiado aduladora. Quienes son servidores de
nombre a la vez que de hecho, no gustan de que se les diga cuáles son
su situación, sus deberes y sus obligaciones. En la vieja comedia el esclavo
dice a su amo Haec conmemoratio est quasi exprobatio. Como cum­
plido no es agradable, como enseñanza no es suficiente. Después de todo,
no creo que si el rey hubiera de hacerse eco de este nuevo estilo de mensa­
je y de adoptarlo en sus propios términos e incluso de tomar como título
regio el apelativo de Servidor del Pueblo, hubiera de servirnos mucho a
él ni a nosotros. He visto cartas muy arrogantes en las que la firma va
antecedida de las palabras “vuestro más humilde y obediente servidor”.
La dominación más orgullosa que ha existido sobre la tierra tomó un
título mucho más humilde que el propuesto ahora para los soberanos por
26 Es principio fundamental del derecho inglés que “el rey no puede obrar mal” (The

King can do no wrong.) (T.)


27 Pp. 22-24.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 65
el Apóstol de la Libertad. Los reyes y las naciones se postraban a los
pies de quien se denominaba a sí mismo “el Siervo de los Siervos”; y
los mandatos que deponían a los monarcas iban sellados con el anillo
“del Pescador”.
A no ser porque todo lo anterior está hecho evidentemente en apoyo
de la idea y como parte del plan de deponer a los reyes que se conduzcan
mal, lo habría considerado nada más que como una especie de discurso
vano y hueco en el que varias personas ven evaporarse el espíritu de liber­
tad como un humo desagradable. Considerado a la luz de sus designios
merece la pena de algunas observaciones.
En cierto sentido los reyes son indudablemente servidores del pueblo,
ya que su poder no tiene otra finalidad racional que la ventaja general;
pero no es cierto que en sentido ordinario (al menos según nuestra
Constitución), sean nada semejante a servidores, la esencia de cuya situa­
ción es obedecer los mandatos de otro y ser amovibles al arbitrio de éstos.
Pero el rey de Inglaterra no obedece a ninguna otra persona; todas las
otras personas están, tanto individual como colectivamente, bajo él, y le
deben obediencia legal. La ley, que no conoce adulación ni insulto,
llama a este alto magistrado, no nuestro servidor, como dice ese humilde
teólogo, sino “nuestro soberano Señor el rey”; y nosotros, por nuestra
parte, hemos aprendido a hablar únicamente el lenguaje primitivo del
derecho y no la jerga confusa de sus púlpitos babélicos.
Y como no ha de obedecernos él a nosotros, sino nosotros al derecho
encarnado en él, nuestra Constitución no ha establecido ninguna dispo­
sición que le haga, en ningún sentido, responsable como servidor. Nues­
tra Constitución no tiene nada semejante a un magistrado como el
Justicia de Aragón; ni hay en ella ningún tribunal, ni procedimiento es­
tablecido legalmente para someter al rey a la responsabilidad que corres­
ponde a todos los servidores. En esto no se distingue de los Lores y los
Comunes que, en sus diversas funciones públicas, no pueden ser hechos
responsables de su conducta; aunque la Sociedad de la Revolución pre­
fiera afirmar, en contradicción con una de las más sabias y bellas partes
de nuestra Constitución, que “un rey no es más que el primer servidor
del pueblo, creado por él y responsable ante él”.
Mal habrían merecido su fama de prudencia aquellos antepasados
nuestros que hicieron la Revolución, si no hubieran encontrado otro me­
dio de asegurar su libertad que el de hacer que su gobierno fuese débil
en la actuación y precario en la posesión de su oficio; si no hubiesen sido
capaces de encontrar mejor remedio contra el poder arbitrario que el de
la confusión civil. Dejemos a esos caballeros aclarar cual es ese pueblo
representativo ante quienes, según dicen, el rey es responsable como ser­
66 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
vidor. Me quedará tiempo sobrado para presentarles el derecho positivo
legislado (Statute law) que afirma que no lo es.
Pocas veces, caso de ser posible alguna, puede ser realizada esa cere­
monia de destronar monarcas, de que estos caballeros hablan con tanta
facilidad, sin recurrir a la fuerza. Se convierte entonces en una situación
de guerra y no de juego constitucional. Y las leyes tienen que callar
entre las armas y los tribunales se derrumban con la paz que ya no pue­
den mantener. La Revolución de 1688 se logró mediante una guerra
justa, en el único caso en que una guerra, y más una guerra civil, puede
ser justa. Justa bdla quibus necessaria. La cuestión de destronar, o si
estos caballeros lo prefieren, “deponer” reyes ha sido y será siempre un
gravísimo problema de Estado, totalmente fuera del derecho; un pro­
blema como todas las demás cuestiones de Estado, de disposiciones, de
medios y de consecuencias probables más que de derechos positivos. Como
no se hizo para abusos corrientes, no puede ser agitada por mentes vul­
gares. La línea teórica de demarcación entre dónde deba acabar la obe­
diencia y comenzar la resistencia, es tenue, oscura y no fácilmente defi­
nible. No es un solo acto ni un solo acontecimiento lo que la determina.
Muy injustos y arbitrarios han de ser los gobiernos antes de que se piense
en ella; además la perspectiva del futuro tiene que ser tan mala como la
experiencia del pasado. Cuando las cosas llegan a tan lamentable situa­
ción, es la naturaleza de la enfermedad la que ha de indicar el remedio
a quienes la naturaleza ha cualificado para administrar tan crítica, am­
bigua y amarga poción. Los tiempos, las ocasiones y las provocaciones
aportarán sus enseñanzas. Los prudentes decidirán conforme a la gra­
vedad del caso; los irritables, conforme a su sensibilidad a la opresión;
las mentes elevadas con el desprecio y la indignación contra el poder
abusivo depositado en manos indignas; los bravos y audaces por amor al
peligro honroso en una causa generosa; pero con o sin derecho, una revo­
lución será siempre el postrer recurso de los buenos y los reflexivos.

[El derecho Como precedente y como principio, el tercer capítulo de derechos


a formar afirmado en el púlpito de la Oíd Jewry, a saber, el derecho a formar
nuestro propio nuestro propio gobierno, tiene por lo menos tan poca congruencia con
Gobierno]
nada de lo hecho en la Revolución como las dos primeras pretensiones.
La Revolución se hizo para mantener nuestros antiguos e indiscutibles
derechos y libertades y esa antigua constitución del gobierno que es la
única seguridad de nuestro derecho y nuestra libertad. Si deseáis conocer
el espíritu de nuestras Constituciones y la política que predominó en a-
quel gran período —y que la ha conservado hasta ahora— buscadlos en
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 67
nuestra historia, en nuestros archivos, en las leyes aprobadas por nuestro
Parlamento, en los diarios parlamentarios y no en los sermones de la
Oíd Jewry, ni en los brindis pronunciados en los banquetes de la Sociedad
de la Revolución. En aquellos encontraréis otras ideas y otro lenguaje.
Tal pretensión es tan poco adecuada a nuestro temperamento y deseos
como carente de toda sombra de autoridad. La idea misma de crear un
nuevo gobierno, basta para llenarnos de disgusto y horror. En la época
de la Revolución, como en la actual, lo que deseábamos era derivar todo
lo que poseemos de la herencia de nuestros antepasados. Hemos tenido
buen cuidado de no inocular en ese cuerpo y depósito de la herencia nin­
gún injerto ajeno a la naturaleza de la planta original. Todas las reformas
hechas hasta ahora se han realizado basándose en el principio de la reve­
rencia a la antigüedad; y espero ¿qué digo?, estoy convencido de que
todas las que puedan hacerse en el futuro se formarán cuidadosamente
sobre tales precedentes analógicos, tal autoridad y tal ejemplo.
La más antigua de nuestras reformas es la de la Magna Carta. Ve­
réis que Sir Edward Coke,28 el gran oráculo de nuestro derecho y todos
los grandes hombres que le han seguido hasta Blackstone,29 se ocupan
afanosamente de probar el árbol genealógico de nuestras libertades. Tra­
tan de probar que aquella antigua carta, la Magna Carta del rey Juan,
estaba en conexión con otra carta positiva de Enrique I y que tanto una
como otra no eran otra cosa sino una reafirmación de la aún más antigua
ley permanente del reino. De modo general estos autores parecen estar
en lo cierto en la mayor parte de lo que afirman; acaso no siempre; pero
aunque los juristas estén equivocados en algunos detalles, ello no hace
sino probar mi posición con más fuerza; porque demuestra la poderosa
propensión hacia la antigüedad de que han estado imbuidas siempre las
mentes de todos nuestros juristas y legisladores y las de todas las gen­
tes sobre quienes han querido influir y demuestra asimismo la política
permanente de este reino de considerar sus derechos y franquicias rná<¡
sagrados, como una herencia.
En la famosa ley llamada Petición de Derechos (3 Carlos I) el Par­
lamento dice al Rey: “Vuestros súbditos han heredado esta libertad”;
28 Sir Edward Coke (1552-1634), célebre jurista y político. Desempeñó diversos car­

gos, entre ellos los de solicitor-general, attorney-general y speaker (presidente) de la Cá­


mara de los Comunes. Enemistado con Jacobo I, fué después uno de los jefes de la oposición
en el Parlamento y como tal intervino en la redacción de la Petición de Derechos de 1628.
Dejó escritas unas célebres Instituciones del Derecho de Inglaterra. (T.)
29 V. la edición de la Magna Carta, hecha por Blackstone,* impresa en Oxford en

1769.
* Sir William Blackstone (1723-1780) autor de unos Comentarios a las leyes de Ingla­
terra que son clásicos. (T.)
68 TEXTOS políticos: reflexiones
y reclaman sus franquicias no basándose en principios abstractos como
“los Derechos del Hombre”, sino como derechos de los ingleses y como
patrimonio derivado de sus antepasados. Selden30 y los demás eruditos
que redactaron esta Petición de Derechos conocían las teorías generales
acerca de los derechos del hombre, tan bien al menos como cualquiera
de los que discursean en nuestros pulpitos o en vuestra tribuna; tan bien
como el doctor Price o el abate Sieyés Pero por razones dignas de aque­
lla prudencia práctica que se impuso a su ciencia teórica, prefirieron este
título positivo, registrado, hereditario, a todo lo que puede ser caro al
hombre y al ciudadano, a todos esos vagos derechos especulativos que ex­
ponían su segura herencia a ser arrebatada y hecha pedazos por el espíritu
litigioso y violento.
La misma política impregna todas las leyes hechas desde entonces pa­
ra el mantenimiento de nuestras libertades. En la famosa ley denominada
Declaración de Derechos (i Guillermo y María) ninguna de las dos
Cámaras musita una sílaba acerca de “un derecho a modelar nuestro
propio gobierno”. Veréis que todo su cuidado lo ponen en asegurar la
religión, leyes y libertades que habían poseído inmemorialmente y que
habían estado en peligro en los últimos tiempos. “Tomando31 en su
más seria consideración los mejores medios para hacer unas instituciones
tales que su religión, leyes y libertades no puedan estar en peligro ni vol­
ver a ser subvertidas”, inauguran todos sus actos señalando como alguno
de esos mejores medios “en primer lugar” hacer “como sus antepasados
han hecho generalmente en casos análogos para reivindicar sus antiguos
derechos y libertades, declarar”; y entonces ruegan al rey y a la reina que
“se declare y promulgue que todos y cada uno de los derechos y libertades
afirmados y declarados son los verdaderos, antiguos e indudables dere­
chos y libertades del pueblo de este reino”.
Observaréis que desde la Carta Magna hasta la Declaración de De­
rechos ha sido política constante de nuestra Constitución reclamar y afir­
mar nuestras libertades como herencia vinculada que nos ha sido legada
por nuestros antecesores y que debe ser transmitida a nuestra posteridad;
como una propiedad que pertenece especialmente al pueblo de este reino
sin referencia a ningún derecho más general ni anterior. Por este proce­
dimiento nuestra Constitución mantiene su unidad en medio de la di­
versidad tan grande de sus partes. Tenemos una corona hereditaria digni-

80 John Selden (1584-1654), famoso jurista. Escribió una Historia de los diezmos y

Sobre el Derecho Natural y de las Naciones según la enseñanza de los hebreos. En las
disputas políticas estuvo al lado del Parlamento. Las teorías a que alude Burke como cono­
cidas por Selden y sus colegas pueden ser las de Hooker y Grocio. (T.)
31 I Guillermo y María.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 69

dad de par hereditaria; y una Cámara de los Comunes y un pueblo que


heredan privilegios, franquicias y libertades de una larga serie de ante­
pasados.
Esta política me parece ser resultado de una profunda reflexión; o
mejor dicho el feliz efecto de seguir a la naturaleza que es sabiduría sin
reflexión y por encima de ella. El espíritu de innovación es general­
mente resultado de un temperamento egoísta y de miras limitadas. Quie­
nes no miren hacia sus antepasados no mirarán por su posteridad. Ade­
más el pueblo de Inglaterra sabe bien que la idea de herencia proporciona
un principio seguro de conservación a la vez que un principio seguro de
transmisión, sin excluir por ello un principio de mejora. Deja libre la
adquisición, pero asegura lo adquirido. Cualesquiera ventajas que se ob­
tengan por un Estado que actúa basado en estas máximas quedan asegu­
radas como en una especie de explotación familiar; unidas como en una
especie de mano muerta eterna. Mediante una política constitucional
que funciona según el modelo de la naturaleza recibimos, mantenemos
y transmitimos nuestro gobierno y nuestros privilegios, de la misma ma­
nera que gozamos y transmitimos nuestra propiedad y nuestras vidas.
Las instituciones políticas, los bienes de fortuna, los dones de la provi­
dencia nos son entregados y los entregamos en el mismo curso y orden.
Nuestro sistema político está colocado en justa correspondencia y sime­
tría con el orden del universo y con el modo de existencia decretado para
un cuerpo permanentemente compuesto de partes transitorias; de donde,
por disposición de una estupenda sabiduría que moldea la grande y mis­
teriosa encarnación de la raza humana, el todo no es nunca viejo, ni de
edad mediana, ni joven, sino que pasa por las variadas circunstancias
una decadencia, caída, renovación y pragreso perpetuos, mantenién­
dose en un estado de constancia inalterable. Así, siguiendo el método
natural en la dirección del Estado, no innovamos nunca totalmente en
aquello que mejoramos, ni estamos por completo anticuados en lo que
conservamos. Al adherirnos a nuestros antepasados de esta manera y
sobre estos principios, no nos guiamos por la supertición de los arcai­
zantes, sino por el espíritu de la analogía filosófica. Al elegir la herencia
hemos dado a nuestro sistema constitucional la imagen de una relación
de consanguinidad, ligando la Constitución de nuestro país con nuestros
más caros lazos domésticos, adoptando nuestras leyes fundamentales en
el seno de nuestros afectos familiares, manteniendo inseparables y cui­
dando con el calor de sus beneficios combinados y recíprocos, nuestro
Estado, nuestros corazones, nuestros sepulcros y nuestros altares.
Siguiendo el mismo plan de conformarnos a la naturaleza en nues­
tras instituciones artificiales y pidiendo ayuda a sus infalibles y podero-
7° TEXTOS políticos: reflexiones
sos instintos para fortificar los débiles y falibles resultados de nuestra
razón, hemos derivado otros varios beneficios y no ciertamente peque­
ños, por haber considerado nuestras libertades a la luz de la herencia.
Actuando siempre como si estuviéramos en presencia de antecesores ca­
nonizados, el espíritu de libertad —que por sí solo lleva al desgobierno y
al exceso—, se templa con una solemne gravedad. Esta idea de una as­
cendencia liberal nos inspira un sentimiento de dignidad natural habitual
que impide esa insolencia altiva que va unida casi inevitablemente a
quienes son los primeros adquirentes de ella. Por este medio nuestra
libertad es una libertad noble. Tiene un aspecto imponente y mayestá-
tico. Tiene un árbol genealógico lleno de antecesores ilustres. Tiene
su protocolo, sus emblemas y sus heráldicas, su galería de retratos;
sus inscripciones monumentales; sus archivos, sus pruebas y sus títulos.
Reverenciamos nuestras instituciones civiles basándonos en el principio con
el cual nos enseña la naturaleza a reverenciar a los hombres aislados: por
razón de su edad y de aquellos de quienes descienden. Todos vuestros
sofistas no pueden inventar nada más adecuado para mantener una li­
bertad racional y viril, que el camino que hemos seguido quienes hemos
escogido como grandes almacenes y depósitos de nuestros derechos y
privilegios la naturaleza en vez de las especulaciones, nuestros pechos en
lugar de nuestras invenciones.

{Posibilidades Podríais, de haberlo querido, haber aprovechado nuestro ejemplo y


de una haber dado a vuestra recobrada libertad una dignidad correspondiente.
reforma en Vuestros privilegios, aunque hayan perdido continuidad, no han dejado
Francia] ^ estar presentes en vuestra memoria. Vuestra constitución, es cierto,
fué malgastada y dilapidada mientras no estuvisteis en posesión de ella;
pero os quedaron en algunas partes las paredes maestras y en todas los
cimientos de un castillo noble y venerable. Podríais haber reparado
esos muros y haber edificado sobre esos viejos cimientos. Vuestra consti­
tución fué suspendida antes de que se perfeccionara, pero teníais ele­
mentos para hacer una constitución que eran casi tan buenos como se
hubiera podido desear; en vuestros antiguos32 Estados poseíais aquella
variedad de partes correspondientes a los varios grupos de que se com­
ponía felizmente vuestra comunidad; teníais toda esa combinación y
oposición de intereses, esa acción y contra-acción que en el mundo natural
y en el político deduce, de la lucha de las fuerzas discordantes, la armo­
nía del universo. Estos intereses opuestos y contradictorios, que consi-
derábais como un defecto tan grande de vuestra antigua y de nuestra
82 Alude a los Estados Generales y provinciales de Francia. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 71
actual constitución, interponen un contrapeso saludable a toda resolu­
ción precipitada. Hacen que la deliberación no sea cuestión de la elección
sino de necesidad; que todo cambio sea resultado de un compromiso,
cosa que produce naturalmente una moderación; produce templanzas
que evitan el triste mal de las reformas duras, crudas, y extremas; ha­
ciendo con ello impracticable para siempre todo ejercicio del poder
arbitrario por parte de los pocos o de los muchos. Gracias a aquella di­
versidad de miembros e intereses, la libertad general tenía tantas seguri­
dades como opiniones separadas existían entre los diferentes órdenes; y
al colocar por encima de todo este conjunto el peso de una monarquía,
se habría evitado que las diferentes partes se desviaran y se salieran de
sus puestos.
En vuestros antiguos Estados teníais todas estas ventajas; pero
habéis preferido actuar como si no hubiérais formado nunca una
sociedada civil y como si tuviérais que comenzar todo desde la base. Co-
menzásteis mal porque empezásteis por despreciar todo lo que os perte­
necía. Iniciásteis vuestro comercio sin capital. Si las últimas generaciones
de vuestros antepasados os parecían carentes de lustre, podíais haberlos
pasado por alto y hacer derivar vuestras pretensiones de antecesores más
remotos. De haber tenido una predilección piadosa por esos anteceso­
res, vuestras mentes habrían encontrado en ellos un tipo de virtud y de
prudencia superior a la práctica vulgar del momento, y os habríais eleva­
do con el ejemplo a cuya imitación hubiérais aspirado. Respetando a
vuestros antepasados habríais aprendido a respetaros a vosotros mismos.
No habríais preferido considerar al pueblo francés como de ayer, como
una nación de gentes serviles de baja extracción hasta el año emancipa­
dor de 1789. No os habríais alegrado de representaros a vosotros mismos
como una banda de esclavos cimarrones que ha escapado repentinamente
de la casa de la servidumbre y a la que hay que perdonar, en consecuen­
cia, el abuso de una libertad a la que sus componentes no estaban acos­
tumbrados y para la que están mal dotados, con objeto de dar a vuestros
defensores de aquende el canal una excusa, a expensas de vuestro honor,
para algunas de las enormidades que habéis cometido. ¿No hubiera
sido mejor, querido amigo, que hubiéseis pensado lo que yo creí siempre
de vuestro pueblo, a saber: que era una nación valiente y generosa,
extraviada durante mucho tiempo en perjuicio propio por sus elevados y
románticos sentimientos de fidelidad, honor y lealtad; que los aconteci­
mientos os habían sido desfavorables, pero que no estábais esclavizados
por ninguna predisposición antiliberal o servil; que en vuestra devota
sumisión estábais guiados por un principio de espíritu público y que era
vuestro país lo que venerábais en la persona de vuestro rey ? Si hubiérais
72 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
dado a entender que con la ilusión de este agradable error habíais ido
más allá que vuestros prudentes antecesores; que estábais decididos a vol­
ver a ejercitar vuestros antiguos previlegios manteniendo el espíritu de
vuestra antigua y vuestra moderna lealtad y honor; o su desconfiando
de vosotros mismos y al no ver claramente la casi borrada constitución de
tros vuestros antepasados hubiérais dirigido la vista o vuestros vecinos
de este lado del canal que han mantenido vivos los antiguos principios
y modelos del viejo derecho común europeo, mejorado y adaptado a su
actual estado —siguiendo tales prudentes ejemplos—, habríais dado al
mundo nuevos ejemplos de sabiduría. Habríais hecho venerable en todos
los países la causa de la libertad a los ojos de toda mente digna. Habríais
cubierto de oprobio al despotismo en toda la tierra, demostrando que la
libertad no sólo era conciliable, sino que caso de estar bien disciplinado
es un auxiliar del Derecho. Habríais conseguido un beneficio productivo
y nada opresor. Habríais tenido un comercio floreciente que lo alimenta­
ra. Habríais tenido una constitución libre; una monarquía poderosa;
un ejército disciplinado; un clero reformado y venerable; una nobleza
moderada, pero llena de espíritu para guiar vuestra virtud y no para
aplastarla; habríais tenido un orden del estado llano, liberal, capaz de
emular y de remover aquella nobleza; habríais tenido un pueblo prote­
gido, satisfecho, laborioso y obediente, enseñado a buscar y reconocer
la felicidad que, mediante la virtud, se encuentra en todos los estados
y condiciones; en lo cual consiste la verdadera igualdad moral de la
humanidad y no en esa ficción monstruosa que inspirando ideas falsas
y esperanzas vanas a los hombres destinados a discurrir por el camino
oscuro de la vida de trabajo, sirve únicamente para agravar y amargar esa
desigualdad real que no puede ser eliminada nunca y que el orden
de la vida civil establece tanto en beneficio de aquellos a quienes deja
en una condición humilde, como de aquellos a quienes puede exaltar
a una más espléndida, aunque no más feliz. Teníais abierta ante vosotros
una carrera de gloria y de felicidad suave y fácil, superior a todo lo que
se recuerda en la historia del mundo, pero habéis demostrado que el
hombre prefiere la dificultad.
Computad vuestras ganancias, ved lo que se ha conseguido con esas
especulaciones extravagantes y presuntuosas que han enseñado a vuestros
líderes a despreciar a todos sus predecesores y a todos sus contemporáneos
y a despreciarse incluso a sí mismos hasta el momento en que llega­
ron a ser verdaderamente despreciables. Siguiendo esas falsas luces ¡ Fran­
cia ha comprado calamidades evidentes a un precio más alto del que
ha pagado cualquier nación por adquirir los beneficios más inequívo­
cos! ¡Francia ha pagado la pobreza con el crimen! Francia no ha sacrifi­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 73
cado su virtud a su interés; ha abandonado su interés para poder prosti­
tuir su virtud. Todas las demás naciones han comenzado la fábrica de un
nuevo gobierno o la reforma de uno viejo estableciendo originariamente
o haciendo cumplir con mayor exactitud algunos ritos de la religión.
Todos los demás pueblos han establecido los cimientos de la libertad
civil con una conducta más severa y un sistema de moralidad más austero
y viril. Cuando Francia ha aflojado las riendas de la autoridad real,
ha doblado la licencia de una feroz disolución de costumbres y de una
irreligión insolente, tanto por lo que respecta a las opiniones como a las
prácticas; y ha extendido a todas las categorías de la vida —como si
estuviera comunicando algún privilegio o descubriendo algún beneficio
oculto—, todas las corrupciones desgraciadas que constituían general­
mente la enfermedad de la riqueza y el poder. Este es uno de los nuevos
principios de igualdad en Francia.
Por la perfidia de sus jefes, Francia ha desterrado en absoluto de
los gabinetes de los príncipes los consejos de clemencia y los ha privado
de sus armas y recursos más poderosos. Ha santificado las máximas oscu­
ras y suspicaces de la desconfianza tiránica; y ha enseñado a los reyes a
temblar ante lo que se llamará en lo sucesivo la especiosidad engañosa
de los políticos moralistas. Los soberanos considerarán como elementos
subversivos a quienes les aconsejan que pongan en sus pueblos una con­
fianza ilimitada, como traidores que aspiran a su destrucción, llevando
a su naturaleza bondadosa a admitir, bajo pretextos especiosos, combina­
ciones de hombres audaces e impíos a participar en su poder. Esto solo
(aunque no hubiera nada más) es una calamidad irreparable para voso­
tros y para la humanidad. Recordad que vuestro parlamento de París
dijo a su rey que al convocar a los Estados [Generales] no tenía nada
que temer sino los excesos pródigos de su celo por apoyar el trono. Es
justo que esos hombres escondan sus cabezas. Es justo que acepten la
parte que les corresponde en la ruina que su consejo ha traído a su sobe­
rano y a su país. Tales declaraciones optimistas tienden a adormecer la
autoridad; a animarla a que inicie peligrosas aventuras embarcándose en
una política que no tiene el apoyo de la experiencia; a descuidar aquellas
disposiciones, preparaciones y precauciones que distinguen la benevolencia
de la imbecilidad y sin las cuales ningún hombre puede responder de los
efectos saludables de ningún plan abstracto de gobierno o de libertad. Poi
su falta han visto la medicina del Estado convertida en su veneno. Han
visto rebelarse a los franceses contra un monarca moderado y legítimo
con más furia, ultrajes e insultos que lo ha hecho ningún pueblo conoci­
do contra el usurpador más ilegal o el tirano más sanguinario. Su resis­
tencia la hicieron a las concesiones; su revuelta contra la protección; su
74 TEXTOS políticos: reflexiones
golpe iba dirigido contra una mano pródiga en gracias, favores e inmu­
nidades.
Esto no era natural. El resto sí lo ha sido. Han encontrado su casti­
go en su éxito. Las leyes desobedecidas; los tribunales subvertidos; la
industria sin vigor; el comercio expirante; sin cobrar los ingresos del
Estado y el pueblo empobrecido; saqueada la iglesia sin que se haya
remediado el Estado; la anarquía civil y militar convertida en constitu­
ción del reino; todo lo divino y lo humano sacrificado al ídolo del crédito
público y como consecuencia, la bancarrota nacional; y como coro­
nación de todo ello, la garantía de papel de un poder nuevo, precario y
vacilante, las desacreditadas garantías de papel del fraude empobrecido
y la rapiña mendicante, mantenidas como moneda en apoyo de un impe­
rio, en lugar de los dos grandes metales reconocidos que representan el
crédito duradero y convencional de la humanidad, que desaparecieron,
ocultándose en la tierra de donde proceden, cuando el principio de pro­
piedad, cuyas criaturas y representantes son, fué subvertido sistemáti­
camente.
¿ Eran necesarias todas estas cosas terribles ? ¿ Eran resultado inevita­
ble de la lucha desesperada de los patriotas decididos, obligados a
vadear entre la sangre y el tumulto para llegar a la orilla apacible de una
libertad tranquila y próspera? ¡No! No era necesario nada parecido. Las
recientes ruinas de Francia que hieren nuestros sentimientos allá donde
volvamos nuestros ojos, no son la devastación de la guerra civil; son los
tristes pero instructivos monumentos del consejo temerario e ignorante
en una época de paz profunda. Son manifestación del ejercicio de una
autoridad desconsiderada y presuntuosa por ser irresistida e irresistible.
Las personas que han derrochado el tesoro precioso de sus crímenes, las
personas que han hecho este gasto pródigo y salvaje de males públicos
(última puesta reservada al rescate final del Estado) han encontrado
en su camino poca o, más bien, ninguna oposición. Toda su marcha ha
tenido más de desfile triunfal que del avance de una guerra. Sus explo­
radores han ido delante de ellos y han demolido y derribado todo al
nivel de sus pies. Ni una sola gota de su sangre han derramado por la
causa del país que han arruinado. Para realizar sus proyectos no han
hecho sacrificios de más monta que los hebillas de sus zapatos,33 en tanto
que han encarcelado a su rey, asesinado a sus conciudadanos y bañado
en lágrimas y sumido en la pobreza y el desconsuelo a millares de hom
bres dignos y de familias estimables. Su crueldad no ha sido el resultado

33 Las hebillas de los zapatos figuraron entre las “donaciones patrióticas” de que se

habla más adelante (pág. 100). (T.)


SOBRE LA REVOLUCION FRANCESA 75
vil del miedo. Ha sido el efecto del hecho de sentirse plenamente segu­
ros al autorizar las traiciones, robos, crímenes, asesinatos, matanzas e
incendios por todo el ámbito de su devastado país. Pero la causa de todo
ello era clara desde el comienzo.

Esta opción no forzosa, esta elección voluntaria del mal, sería per­ [Composición
de la
fectamente inexplicable si no conociéramos la composición de la Asam­ Asamblea
blea Nacional; no quiero decir su constitución formal, que tal como exis­ Nacional]
te es bastante discutible, sino los materiales de que se compone en gran
parte, cosa que es diez mil veces más importante que todas las formali­
dades del mundo. Si no conociéramos nada de esta asamblea aparte de su
título y función, no habría colores que pudieran pintar a la imaginación
nada más venerable. A esa luz la mente de cualquier investigador, —sub­
yugada por una imagen tremenda como la de la virtud y sabiduría de to­
do un pueblo reunido en un foco—, se detendría y dudaría antes de
condenar incluso cosas que presentan el peor aspecto. En vez de censu­
rables parecerían únicamente misteriosas. Pero ningún hombre, poder,
función, ni institución artificial cualquiera que sea, puede hacer a los
hombres de que se compone ningún sistema de autoridad, distintos de co­
mo los han hecho Dios, la naturaleza, la educación y sus hábitos de
vida. El pueblo no puede dar capacidades superiores a éstas porque no las
tiene. La virtud y la prudencia pueden ser objeto de su elección; pero la
elección no confiere a aquellos sobre quienes recae ni la una ni la otra.
El pueblo no ha recibido de ninguno de tales poderes compromiso de la
naturaleza ni promesa de revelación.

Después de haber leído la lista de personas y grupos elegidos por el [La


Tercer Estado, nada de lo que pudieran hacer me podría asombrar. He representación
visto entre ellos algunos de reconocido rango; algunos de talentos bri­ del Tercer
llantes; pero no he encontrado uno solo que tuviera experiencia prác­ Estado]
tica de los asuntos del Estado. Los mejores eran únicamente teóricos. Pe­
ro cualesquiera que hubieran podido ser los distinguidos, es la sustancia
y la masa del cuerpo lo que constituye su carácter y lo que tiene final­
mente que determinar su dirección. En todos los cuerpos quienes quieren
guiar tienen también —y en grado considerable— que seguir. Tienen
que conformar sus proposiciones al gusto, talento y disposición de aque­
llos a quienes quieren conducir: por consiguiente, si una asamblea está
débil o viciosamente compuesta en su mayoría, sólo ese grado supremo
de virtud que rara vez aparece en el mundo y con el que por esa razón no
76 TEXTOS políticos: reflexiones
se puede contar, puede impedir a los hombres de talento diseminados
en ella que se conviertan en instrumentos expertos de proyectos absurdos.
Si, lo que es más probable, en vez de un grado desusado de virtud, están
acuciados por una ambición siniestra y un ansia de gloria meretricia, en­
tonces la parte más débil de la Asamblea, a la que se someten al principio,
se convierte a su vez en víctima e instrumento de sus designios. En este
tráfico político los líderes estarán obligados a inclinarse ante la ignoran­
cia de sus secuaces y éstos a servir los peores designios de los líderes.
Para obtener un cierto grado de sobriedad en las proposiciones he­
chas por los líderes en cualquier asamblea pública, aquellos tienen que
respetar y acaso hasta cierto punto temer, a las gentes a quienes conducen.
Para seguir de una manera que no sea ciega, los secuaces deben estar
calificados para ser jueces, si no lo están para ser actores; deben también
ser jueces de natural peso y autoridad. Nada puede asegurar en tales
asambleas una conducta seria y moderada, sino caso de que el cuerpo de
ellas esté compuesto por gentes respetables por su condición en la vida, su
propiedad permanente, su educación y por hábitos capaces de ampliar
y liberalizar la inteligencia.
La primera cosa que me llamó la atención en la convocatoria de los
Estados Generales de Francia, fué el hecho de que se apartara en tan
gran medida de los precedentes antiguos. Encontré que la representación
del tercer Estado se componía de seiscientas personas. Igualaba en nú­
mero a los representantes de los otros dos órdenes. Si los órdenes habían
de actuar separadamente, el número no tendría mucha importancia,
aparte del mayor gasto que pudiera suponer. Pero cuando resultó que
los tres órdenes habían de fundirse en uno, fué evidente la razón y la con­
secuencia necesaria de esta representación numerosa. Una pequeñísima
deserción en las filas de cualquiera de los otros dos órdenes tenía que
colocar el poder de ambos en manos del tercero. En realidad todo el
poder del Estado se concentró pronto en ese cuerpo. Su composición
se convirtió inmediatamente en problema infinitamente más impor­
tante.
ó Juzgad pues, señor, de mi sorpresa cuando encontré que una gran­
dísima proporción de la Asamblea (la mayoría, creo, de los miembros
que asistieron), estaba compuesta por abogados y curiales. No estaba
compuesta de magistrados distinguidos que hubieran dado a su país
prendas de su ciencia, prudencia e integridad; ni de juristas eminentes
y glorias del foro; ni de profesores universitarios de renombre; sino que
la mayor parte, —como tiene que ocurrir en tan gran número— proce­
dían de la parte inferior, indocta y meramente mecánica e instrumen­
tal de la profesión. Había excepciones distinguidas, pero la compo­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 77
sición general estaba formada por oscuros abogados de provincias,
funcionarios de pequeños tribunales locales, fiscales municipales, notarios
y toda la gama de ministros de los litigios municipales, fomentadores y
caudillos de la pequeña guerra de las vejaciones de aldea. Desde el mo­
mento en que leí la lista, vi claramente todo lo que había de seguirse casi
en el mismo grado en que ha ocurrido.
El grado de estimación en que se tiene a una profesión se convierte
en el tipo de estimación en que se tienen a sí mismos los profesionales.
Cualesquiera que sean los méritos personales que muchos abogados ha­
yan podido tener individualmente, —y en muchos casos eran, sin duda,
considerables—, en aquel reino militar ninguna parte de la profesión
había sido tenida en gran estima con excepción de las magistraturas más
altas que unían a sus cargos profesionales un gran esplendor familiar,
y estabah investidos de gran poder y autoridad. Estos gozaban cierta­
mente de un gran respeto e incluso de un grado no pequeño de consi­
deración. La categoría siguiente no era muy estimada: la parte mecánica
de la profesión tenía un grado muy bajo de reputación.
Dondequiera que un cuerpo así compuesto es investido de la auto­
ridad suprema, tienen evidentemente que producirse las consecuencias
resultantes de que la autoridad suprema quede colocada en manos de
quienes no están habituados a respetarse a sí mismos; de quienes no han
visto sometido a prueba su carácter; de quienes no se puede esperar que se
conduzcan con moderación ni ejerzan con discreción un poder que
les sorprende más a ellos que a los demás ver en sus manos. ¿Quién
podría hacerse la ilusión de que tales hombres, sacados rápidamente y
como por encanto, de las categorías más humildes de subordinados no
se hubieran de embriagar con su grandeza inesperada? ¿Quién podría
concebir que hombres habitualmente entrometidos, osados, sutiles, acti­
vos, de disposición litigiosa y mentes inquietas pudieran retornar fácil­
mente a su vieja condición de controversia oscura y embrollos laboriosos,
bajos e incapaces de producir grandes beneficios? ¿Quién podría dudar
de que han de perseguir la satisfacción de sus intereses privados, que
entienden demasiado bien, por elevado que sea su costo para el Estado,
acerca del cual no entienden nada ? Era algo que no dependía de la suerte
o del azar. Era inevitable, era necesario; estaba en la naturaleza de las
cosas. Tenían que adherirse (si su capacidad no les permitía dirigirlo) a
todo proyecto que pudiera proporcionarles una constitución litigiosa;
que pudiera abrirles esa serie de innumerables destinos lucrativos que
constituyen el séquito de todas las grandes convulsiones y revoluciones
en el Estado y especialmente de todas las grandes y violentas permutacio­
nes de propiedad. ¿Podía esperarse que procurarían la estabilidad de la
78 TEXTOS políticos: reflexiones
propiedad personas cuya existencia había dependido siempre de todo
lo que hace la propiedad discutible, ambigua e insegura? Sus objetivos
se habrían ampliado con su elevación, pero sus disposiciones y hábitos y
el modo de cumplir sus designios, tenían que continuar siendo los mismos.
¡Bien! Pero esos hombres podían moderarse y verse restringidos con
otros grupos de hombres de mentes más sólidas y comprensión más am­
plia. ¿Les iba a inspirar veneración la autoridad supereminente y la
dignidad severa de un puñado de payasos rústicos que han encontrado
asiento en esa Asamblea, y de alguno de los cuales se dice que no sabe
leer y escribir? ¿O un número no mayor de comerciantes que, aunque
algo más instruidos y de más importancia en el orden social, no habían
conocido nunca nada, fuera de los muros de su establecimiento? ¡No!
Los hombres de estos tipos estaban destinados a ser dominados y movi­
dos a su antojo por las intrigas y artificios de los juristas más que a con­
vertirse en su contrapeso. Con una desproporción tan peligrosa aquellos
tenían forzosamente que gobernar al todo. A los juristas se unía una
proporción no despreciable de profesionales de la medicina. Esta
profesión no había disfrutado en Francia de mayor estima que la de
derecho. Por consiguiente, sus miembros tienen que tener las cualidades
de los hombres no habituados al sentimiento de dignidad. Pero aún
suponiendo que hubieran tenido el rango que deben tener y que disfru­
tan actualmente entre nosotros, las cabeceras de los lechos de los enfer­
mos no son academias para formar legisladores y hombres de Estado.
Había también traficantes en dinero y valores, que tienen que estar
ansiosos en cualquier caso de cambiar su riqueza-papel ideal por la sus­
tancia más sólida que representa la tierra. A estos se unían hombres de
otras profesiones de los que había de esperarse la misma falta de cono­
cimiento y atención por los intereses de un gran Estado y la misma
carencia de preocupaciones por la estabilidad de ninguna institución;
hombres formados para ser instrumentos, no para ejercer control. Tal
era en general la composición del Tiers État en la Asamblea Nacional;
difícilmente pueden percibirse en ella las más ligeras trazas de lo que
denominamos los intereses naturales de la propiedad agraria del país.
Es sabido que la Cámara de los Comunes inglesa, sin cerrar sus
puertas al mérito de ninguna clase, está compuesta —gracias a la actua­
ción segura de las causas adecuadas— de todo lo que hay de ilustre en
rango, en ascendencia, en opulencia hereditaria y adquirida, en talentos
cultivados, en distinción militar, civil, naval y política que puede ofre­
cer al país. Pero suponiendo algo que es difícil suponer aunque sea como
ejemplo, a saber que la Cámara de los Comunes estuviera compuesta de
modo semejante al Tiers État de Francia, ¿se soportaría con paciencia ni
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 79
se concebiría sin horror este dominio de la cicatería jurídica? No quiera
Dios que insinué yo nada ofensivo para esa profesión, que es otro sacerdo­
cio, que administra los derechos de la sagrada justicia. Pero aunque reve­
rencio a los hombres en las funciones que les corresponden y aunque
haría tanto como cualquier otro para impedir su exclusión de ninguna
de ellas, no puedo, para adularlos, desmentir a la naturaleza. Son buenos
y útiles como parte del todo; serían perjudiciales caso de preponderar de
tal forma que llegaran a ser virtualmente el todo. Su excelencia misma
en sus funciones peculiares, puede incluso ser un inconveniente para el
ejercicio de otras. No puede escapar a la observación atenta que cuando
los hombres están demasiado limitados a sus hábitos profesionales y a
su facultad y, como si dijéramos, inveterados en el trabajo reiterado de su
círculo estrecho, están más bien incapacitados que calificados para
cualquier cosa que dependa del conocimiento de la humanidad, de la
experiencia en asuntos diversos, de una visión de conjunto, comprensiva
y congruente, de los distintos y complicados intereses, externos e internos,
que contribuyen a la formación de esa cosa compleja que es un Estado.
• Pero aunque la Cámara de los Comunes hubiera de estar compuesta
en su totalidad por hombres de profesiones liberales, ¿qué poder tendrá
la Cámara de los Comunes, circunscrita y cerrada, por las barreras ina­
movibles del derecho, los usos, las reglas positivas de la doctrina y de
la práctica, contrapesada por la Cámara de los Lores y dependiendo su
existencia en todo momento de la discreción de la Corona que decide
que continuemos trabajando, se suspendan nuestras sesiones o nos disol­
vamos? El poder directo o indirecto de la Cámara de los Comunes, es
realmente grande; y ojalá sea capaz de mantener plenamente y por largo
tiempo su grandeza y el espíritu que corresponde a su verdadera magnifi­
cencia; lo hará mientras pueda impedir a quienes infringen la ley en la
India convertirse en legisladores de Inglaterra.34 Sin embargo, el poder
de la Cámara de los Comunes, en todo su esplendor, es apenas una gota de
agua en el océano, comparado con el que tiene la mayoría de vuestra
Asamblea Nacional. Desde la destrucción de los órdenes esa Asamblea
no tiene ley fundamental ni convención estricta, ni costumbre respetada
que restrinja sus facultades. En vez de verse obligada a conformarse con
lo dispuesto en una constitución fija, tiene poder para poner una constitu­
ción que se conforme a sus designios. Nada, ni en los cielos ni en la
tierra puede servirle de control. ¿Cómo han de ser las cabezas, los cora­
34 Alusión a Paul Benfield, empleado de la Compañía de las Indias Orientales, com­

plicado en asuntos turbios con el Nabab de Arcot, cuya conducta motivó uno de los más
duros e irónicos discursos de Burke. Benfield fué elegido diputado por Cricklade en
1780. (T.)
8o TEXTOS políticos: reflexiones
zones, las disposiciones que están cualificadas o que osan, no ya hacer
leyes bajo una constitución fija, sino establecer de un plumazo en un
gran reino una constitución totalmente nueva en todas y cada una de
sus partes, desde el monarca que ocupa el trono hasta el sacristán de una
parroquia? Pero los locos se lanzan allí donde los ángeles temen aden­
trarse. En tal situación de poder ilimitado para propósitos indefinidos e
indefinibles, el mal de una ineptitud moral y casi física del hombre para
la función tiene que ser el mayor que puede concebirse en la dirección de
los asuntos humanos.

[La Habiendo considerado la composición del Tercer Estado tal como


representación existía en su forma original, estudié a los representantes del clero.
del Clero
en la
También aquí resultó que los principios de su elcción tenían la misma
Asamblea desconsideración por la seguridad general de. la propiedad y por las apti­
Nacional] tudes de los elegidos para sus tareas públicas. La elección se planeó de
forma que diera por resultado seleccionar una grandísima proporción
i de curas de aldea para la inmensa y ardua tarea de remodelar un Estado.
y. Hombres que no habían visto nunca el Estado ni en pintura; hombres
ícaí
que no sabían nada del mundo más allá de los límites de su remota aldea;
W
que siendo desesperadamente pobres, no podían considerar la propie­
dad, tanto secular como eclesiástica, sino con ojos de envidia; entre los cua­
les tiene que haber muchos que estén dispuestos, en cuanto tengan la más
ligera esperanza de obtener el más ínfimo dividendo, a unirse en el pilla­
je a todo intento contrario al cuerpo de la riqueza en el que difícilmente
pueden esperar conseguir participación salvo en una perturbación gene­
ral. En vez de contrapesar el poder de los intrigantes activos de la otra
Asamblea, estos curas tienen que convertirse en coadjutores activos o,
en el mejor de los casos, en instrumento pasivo, de quienes les han guiado
habitualmente en sus pequeñas preocupaciones aldeanas. Difícilmente
pueden ser los más conscientes de su profesión quienes, confiando en su
incompetente inteligencia, han podido intrigar para conseguir una
misión que les aparte de su relación natural con sus feligreses y sus esfe­
ras naturales de acción para emprender la regeneración de los reinos.
Este peso preponderante, añadido a la fuerza del cuerpo de intrigantes
del Tercer Estado, completó esa inmensidad de ignorancia, osadía, pre­
sunción y ansia de saqueo que nada ha podido resistir.

Para los observadores atentos tiene que haber sido claro desde el
comienzo que la mayoría del Tercer Estado, en conjunción con una
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 8l
diputación tal como la enviada por el clero que acabo de describir, aun­ [Papel
que persiguiera la destrucción de la nobleza llegaría a ser inevitablemente de la
servidora de los peores designios de algunos individuos de esta última nobleza
en la
clase. Con los despojos y humillación de su propio orden poseían estos
Asamblea]
individuos un fondo seguro para pagar a sus nuevos secuaces. Derro­
char los objetos que hacen la felicidad de sus compañeros no había de
ser para ellos ningún sacrificio. Hombres de calidad, turbulentos y des­
contentos desprecian generalmente a su propio orden en la proporción
en que se hinchan su orgullo y arrogancia personales. Uno de los prime­
ros síntomas de ambición egoísta y falaz que descubren es un profun­
do desprecio por una dignidad que comparten con otros. Pertenecer a la
subdivisión, amar el pequeño pelotón de la sociedad a que pertene­
cemos es el primer principio (como si dijéramos el germen) de los afec­
tos públicos. Es el primer eslabón de la serie mediante la cual pasamos al
amor a nuestro país y a la humanidad. El interés de esa parte de la socie­
dad es un fideicomiso en manos de quienes la componen, y así como na­
die más que los malvados justificarían su abuso, nadie sino los traidores
lo malbaratarían en provecho propio.
En la época de nuestros disturbios civiles, hubo en Inglaterra (no sé
si habéis tenido algo parecido en vuestra Asamblea en Francia) varias
personas, como el entonces Conde de Holland,35 que tenían odio al trono
por su prodigalidad en concederles mercedes a ellos y a sus familias,
que después se unieron a las rebeliones producidas por el descontento
de que ellos mismos eran causantes; hombres que ayudaron a subvertir el
trono al que algunos de ellos debían su existencia y otros todo el poder que
utilizaron para arruinar a su benefactor. Si se pone algún límite a las de­
mandas rapaces de tales gentes o si se permite a otros que participen
en los objetos que sin esa participación les acrecerían, la venganza y la
envidia llenan en seguida el vacío existente en su avaricia. Desconcerta­
dos por la complicación de sus pasiones inmoderadas, su razón está per­
turbada; sus opiniones se hacen vagas y confusas; inexplicables para los
otros e inciertas para ellos. En cualquier orden fijo de cosas encuentran
en todas partes límites que cercan su ambición que no conoce principios.
Pero en la niebla y bruma de la confusión todo se amplía y parece ili­
mitado.
Cuando hombres de distinción sacrifican todas las ideas de dignidad

35 Henry Rich (1590-1649). Diputado por Leicester en 1610, logró rápidamente el

favor de la Corte y negoció el matrimonio de Carlos I y Enriqueta María. En 1642 se unió


al partido parlamentario; al año siguiente volvió a unirse al rey y posteriormente se unió
otra vez a los parlamentarios. En 1648 tomó las armas —en favor del rey esta vez— y
capturado en St. Neots fué decapitado. (T.)
82 TEXTOS políticos: reflexiones
a una ambición sin objeto definido y laboran para lograr fines abyectos
con instrumentos ruines, toda la sociedad se hace baja y ruin. ¿No
ocurre algo parecido actualmente en Francia? ¿No se produce algo in­
noble y nada glorioso? ¿Una cierta mezquindad en toda la política que
prevalece? ¿Una tendencia general a rebajar, juntamente con los indi­
viduos, toda la dignidad e importancia del Estado? Otras revoluciones
han estado dirigidas por personas que al intentar realizar cambios en la
comunidad santificaban su ambición poniendo por delante la dignidad
del pueblo cuya paz perturbaban. Tenían grandes miras. Aspiraban a
gobernar, no a destruir su país. Eran hombres de grandes talentos civi­
les y militares que, aunque fueron el terror, fueron también el orna­
mento de sus épocas. No eran como negociantes judíos que disputan entre
sí por saber quién puede remediar mejor —mediante la circulación
fraudulenta y el papel depreciado— la destrucción y la ruina producida
en su país por sus consejos degenerado? El cumplido hecho a uno de estos
grandes hombres malos de antaño (Cromwell) por su pariente,38 un
poeta favorito de aquella época, muestra lo que se proponía y lo que logró
con el éxito de su ambición:
Still as you rise, the State exalted too,
Finds no distemper whilst ‘tis changed by you;
Changed li\e the world’s great scene, when without noise
The rising sun night’s vulgar lights destroys.
[Tranquilo mientras te elevas, el Estado, exaltado también, no pade­
ce en tanto que tu lo cambias; lo cambias como el gran escenario del
mundo cuando el sol naciente destruye sin ruido las luces vulgares de la
noche.]
Estos perturbadores no eran tanto usurpadores del poder como hom­
bres que afirmaban su puesto natural en la sociedad. Su elevación había
de iluminar y embellecer al mundo. Su triunfo sobre sus competidores
lo lograban eclipsándoles con su brillantez. La mano, que, como ángel
destructor, castigaba al país, le comunicaba la fuerza y energía que le
permitía soportar el sufrimiento. No digo (no lo permita Dios), no digo
que las virtudes de tales hombres puedan ser consideradas como contra­
peso de sus crímenes; pero al menos servían de correctivo a sus defectos.
Tal ocurrió, como he dicho, con nuestro Cromwell. Tal era la raza de
vuestros Guisa, Condé, y Coligni. Tales los Richelieu, que en épocas
más tranquilas, actuaron con espíritu de guerra civil. Tales, aunque me­
jores hombres y en causa menos dudosa fueron vuestro Enrique IV y
36 Edmund Waller, pariente de Cromwell por parte de su madre, hermana de John

Hampden. Escribió un “Panegírico de mi Lord Protector”. (T.)


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 83
vuestro Sully, a pesar de que se educaron en medio de los disturbios
civiles y no estuvieron totalmente exentos de su influjo. Hay para ma­
ravillarse al ver con qué rapidez se recuperó Francia en cuanto tuvo
un momento de respiro y cómo resurgió después de la más larga y terri­
ble guerra civil que ha conocido ninguna nación ¿Por qué? Porque,
en medio de todas sus matanzas no había hecho desaparecer la mentalidad
de vuestro país. No se habían extinguido una dignidad consciente, un
noble orgullo, un generoso sentido de gloria y emulación. Por el contra­
rio estaban encendidos e inflamados. También existían, aunque mal­
trechos, los órganos del Estado. Quedaban todos los premios del honor
y la virtud, todas las recompensas, todas las distinciones. Pero la confu­
sión que reina hoy entre vosotros ha atacado, como una parálisis, la fuen­
te misma de la vida. En vuestro país toda persona capaz de ser guiada
por un principio de honor está en desgracia y degradada y no puede
vivir más que sintiendo indignada la mortificación y la humillación. Pero
esta generación pasará rápidamente. La generación siguiente de la noble­
za se parecerá a los prestidigitadores y payasos y a los trabajadores ma­
nuales, usureros y judíos que serán siempre sus compañeros y a veces
sus amos. Creedme, señor, quienes intentan nivelar, nunca igualan.
En todas las sociedades compuestas de grupos distintos de ciudadanos
debe predominar alguno de ellos. Los niveladores no hacen más que
cambiar y pervertir el orden natural de las cosas; sobrecargan el edificio
de la sociedad dejando al aire lo que la solidez de la estructura exige que
esté cimentado en el suelo. Las asociaciones de sastres y carpinteros de
que se compone la República (de París, por ejemplo), no pueden hacer
honor a la situación en que intentáis colocarles mediante la peor de las
usurpaciones, la usurpación de las prerrogativas de la naturaleza.
El Canciller de Francia al abrirse los Estados Generales dijo en un
tono oratorio florido que todas las ocupaciones eran honorables. Si no
quería decir con ello otra cosa sino que ningún empleo honesto es des­
honroso, no se hubiera apartado de la verdad. Pero al afirmar de una co­
sa que es honorable va implícita una distinción en su favor. La ocupación
de un peluquero o de un fabricante de bujías de sebo —por no hablar de
otra serie de empleos serviles— no puede honrar a ninguna persona. Tales
grupos de hombres no deben ser oprimidos por el Estado; pero es éste
quien sufre opresión si, siendo ellos como son, se les permite gobernar di­
recta o indirectamente. Al hacer esto podéis creer que estáis haciendo la
guerra a los prejuicios, pero a quien se la hacéis es a la naturaleza.37
No creo, querido amigo, que seáis un espíritu sofístico y capcioso
37 Eclesiástico, cap. XXXVIII, vers, 24, 25. “La sabiduría de un doctor es en el tiempo

del ocio; y el que tiene pocos negocios adquirirá sabiduría.”


84 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
ni de una estupidez tal que necesite un detalle explícito de los correcti­
vos y excepciones que hay que hacer a cada observación o sentimiento
general, ya que la razón presume que hay que incluirlas en todas las pro­
posiciones generales que hacen las gentes razonables. No imaginéis que
quiero limitar el poder, la autoridad y la distinción a la sangre y los
nombres y los títulos. No señor, no hay otra cualificación para el gobier­
no sino la virtud y la sabiduría, demostrada o presunta. Donde quiera
que se encuentren, tienen en cualquier estado, condición, profesión o
empleo el pasaporte celeste para ocupar un lugar y tener un honor hu­
mano. ¡Malhaya el país que loca y despiadadamente rechaza el servicio
de los talentos y las virtudes civiles, militares o religiosas que se dan como
gracia y para servirle y que condena a la oscuridad todo lo que se forma
para difundir alrededor de un Estado lustre y gloria! ¡Malhaya aquel
país que, pasando al extremo opuesto, considera una educación baja, una
opinión estrecha y mezquina de las cosas y una ocupación sórdida y
mercenaria como título preferible de mando! Todo debe estar abierto;
pero no indiferentemente a todos los hombres. Ni la rotación, ni el nom­
bramiento por sorteo, ni ningún procedimiento electoral que funcio­
ne basándose en el espíritu del sorteo o la rotación, puede ser generalmente
bueno en un gobierno que tiene que ocuparse de problemas complica­
dos. Porque no tienden directa ni indirectamente a seleccionar a los
hombres con vistas a su obligación ni a acomodar los unos a las otras.
No titubeo en decir que no debe hacerse demasiado fácil ni cosa corriente
el camino desde una condición oscura hasta la eminencia y el poder. Si el
mérito raro es la más rara de todas las cosas raras, debe pasar por
alguna especie de prueba. El templo del honor debe asentarse soDre una

26. “El que está asido al arado y el que se gloría en la aguijada con que pica los bueyes
y se ocupa en sus labores y su conversación es sobre los toros”.
27. “Aplicará su corazón a volver los surcos y su desvelo en engordar las vacas”.
28. “Así todo menestral y arquitecto, que pasa la noche como el día, etc”.
37. “Y no hablarán ni pasarán al Ayuntamiento.”
38. “Sobre silla de juez no se sentarán y las ordenanzas judiciales no las entenderán,
ni declararán reglas de moralidad ni de derecho, ni en proverbios serán hallados”.
39. “Más sostendrán las cosas temporales..
No entro a discutir si este libro es canónico como lo ha considerado (hasta hace poco)
la iglesia galicana o apócrifo como se le cree aquí. De lo que estoy seguro es de que contiene
mucho sentido común y verdad. *
• La Iglesia católica admite la autenticidad de este libro que figura entre los deno­
minados deuterocanónicos. Las iglesias protestantes suelen considerarlo apócrifo. No figura
en la traducción de Cipriano de Valera, al menos en las ediciones modernas. Por ello he
tomado el texto castellano de la versión de Scío. La numeración de los versículos no
coincide con la indicada por Burke (24, 25, 27, 33, 34.) (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA »5
eminencia. Si se abre por la virtud recuérdese también por la virtud no
se prueba sino con alguna dificultad y lucha.

No puede existir un representación conveniente y adecuada en un [ Caracteres


que debe
Estado si no incluye su capacidad a la vez que su propiedad. Pero como
tener la
la capacidad es un principio vigoroso y activo y la propiedad lo es indo­ representación]
lente, inerte y tímido, ésta no puede hallarse segura frente a las invasiones
de la capacidad, a menos que predomine desproporcionadamente en la
representación. Para estar debidamente protegida la propiedad tiene
además que estar representada en grandes masas de acumulación. La
característica esencial de la propiedad —resultante de los principios com­
binados de su adquisición y su conservación— consiste en ser desigual.
Por consiguiente, las grandes masas que excitan envidia y tientan la rapa­
cidad, tienen que situarse fuera de peligro. Así formarán un baluarte
natural de las propiedades menores en todos sus grados. La misma canti­
dad de propiedad, dividida por el curso natural de las cosas entre muchos,
no actúa de la misma manera. Su poder defensivo se debilita al difundirse.
En esta difusión la porción de cada hombre es menor de la que, cegado
por lo ambicioso de sus deseos, puede lisonjearse de obtener disipando
las acumulaciones de los otros. El saqueo de los pocos no daría sino una
parte inconcebiblemente pequeña, caso de ser distribuida a los muchos.
Pero esos muchos no son capaces de hacer tal cálculo; y quienes les di­
rigen en la rapiña no intentan nunca esta distribución.
La posibilidad de perpetuar nuestra propiedad en nuestras familias
es una de sus características más valiosas y más interesantes y una de las
que tienden en mayor medida a la perpetuación de la sociedad misma.
Conyierte nuestra debilidad en sierva de nuestra virtud; injerta la be­
nevolencia hasta en la avaricia. Los poseedores de la riqueza familiar y
de la distinción que es consecuencia de la posesión hereditaria, son la
seguridad natural de su transmisión como más interesado en ella. Nues­
tra Cámara de los Pares está formada sobre este principio. Está compues­
ta totalmente por quienes poseen la propiedad hereditaria y la distinción
hereditaria; es por ello, el tercer miembro del Legislativo, y, en último
término, único juez de toda la propiedad y sus subdivisiones. La Cámara
de !os Comunes está también —de hecho,aunque no necesariomente—,
compuesta siempre del mismo modo en su mayor parte. Sean lo que
quieran esos grandes propietarios —y tienen posibilidad de figurar entre
los mejores— son, en el peor de los casos, el lastre del bajel de la comuni­
dad. Porque aunque la riqueza hereditaria y el rango que le acompaña,
son idolatrados excesivamente por los sicofantes rastreros y por los
86 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
admiradores del poder, ciegos y abyectos, son también despreciados con
demasiada precipitación en las superficiales especulaciones de los petulan­
tes, presuntuosos y miopes mequetrefes de la filosofía. Una cierta pree­
minencia decorosa y regulada y una cierta preferencia (aunque no ex­
clusiva) en favor del nacimiento no es antinatural, injusta ni impolítica.
Se dice que veincuatro millones deberían prevalecer sobre doscientos
mil. Cierto si la constitución de un reino fuera un problema aritmético.
Este tipo de razonamiento puede hacerse apoyándose en las faro­
las;33 para hombres que pueden razonar en calma es ridículo. La voluntad
de los muchos y su interés tienen que diferir con gran frecuencia; y cuan­
do se equivoquen al escoger, la diferencia tiene que ser grande. Un
gobierno de quinientos leguleyos rurales y clérigos oscuros no es bueno
para veinticuatro millones de hombres aunque lo escojan cuarenta y ocho
millones; ni es mejor ser guiado por una docena de personas de calidad
que han traicionado su fe para obtener ese poder. En la actualidad pare­
ce que os habéis apartado en todo del camino real de la naturaleza. La pro­
piedad de Francia no gobierna el reino. Naturalmente la propiedad está
destruida y la libertad racional no tiene existencia. Todo lo que habéis
obtenido hasta ahora es una circulación de papel moneda y una constitu­
ción que es una cantera de cargos; y por lo que hace al futuro ¿creéis seria­
mente que el territorio de Francia puede estar mejor gobernado, como
cuerpo, con el sistema republicano de ochenta y tres municipalidades in­
dependientes (por no decir nada de las partes que las componen), ni que
pueda ser nunca puesto en movimiento a impulsos de una inteligencia?
Cuando la Asamblea Nacional haya completado su obra, habrá realizado
su ruina. Esas comunidades no soportarán por más tiempo un estado de
sujeción a la república de París. No soportarán que este cuerpo monopo­
lice la autoridad del Rey y el dominio sobre la Asamblea que se llama a
sí misma Nacional. Cada una de ellas guardará para sí su parte del despojo
de la iglesia y no tolerará que ese despojo o los frutos, más justos, de su
industria o el producto natural de su suelo sean enviados para aumentar
la insolencia o alimentar el lujo de los mecánicos de París. No verán en
esto ninguna igualdad y ha sido a base de ella como se les ha tentado
para que repudien la fidelidad a su soberano juntamente con la antigua
constitución del país. Con una constitución como la que se ha hecho
últimamente no puede haber capitalidad. Han olvidado que al formar
gobiernos democráticos han desmembrado virtualmente su país. La per­
sona a la que continúan llamando rey, no conserva ni la centésima parte
del poder necesario para mantener unida esta colección de repúblicas. Con
38 Alusión a los linchamientos ocurridos en París, en los que se utilizaron las sogas

normalmente empleadas para izar los faroles como medio de ahorcar a las víctimas. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 87

objeto de continuar su despotismo la república de París tratará de com­


pletar el desenfreno del ejército y de perpetuar ilegalmente la Asamblea
sin acudir a sus mandantes. Convirtiéndose en corazón de una circulación
ilimitada de papel moneda hará esfuerzos por atraer todo hacia sí. Pero
será en vano. Al final toda esta política resultará tan débil como violenta
es hoy.
Si tal es vuestra situación actual comparada con la situación a la
que estábais destinados, como si dijéramos, por la voz de Dios y de los
hombres, no puedo honradamente felicitaros por la elección hecha ni por
el éxito que han alcanzado vuestros esfuerzos. Tampoco puedo recomen­
dar a ningún otro país una conducta basada en tales principios, produc­
tora de tales efectos. Tengo que dejar eso para quienes pueden ver en
vuestros asuntos con más profundidad que yo y que saben mejor hasta
qué punto vuestras acciones son favorables a sus designios. Los señores de
la Sociedad de la Revolución que fueron tan rápidos en felicitaros, parecen
creer que hay algún esquema político para este país en el que pueden ser
útiles de alguna manera los precedentes establecidos por vosotros, pues
vuestro Dr. Price, que parece haber especulado acerca de este tema con
un grado no pequeño de fervor se dirige a sus oyentes con las siguientes
notables palabras: “No puedo concluir sin recordaros especialmente una
consideración a la que he aludido más de una vez y que probablemente
habéis anticipado en vuestro pensamiento, consideración que está impresa
en mi mente con más fuerza de lo que yo puedo expresar. Me refiero a la
consideración de lo favorables que son los momentos actuales para toda
clase de actos por la causa de la libertad.”
Es evidente que la mente de este predicador político tenía en aquel
momento algún designio extraordinario; y muy probable que los pensa­
mientos de su auditorio, que le entendió mejor que yo, le precedieran en
esta reflexión y en toda la serie de consecuencias a las que conduce.
Hasta leer ese sermón creía realmente que había vivido en un país
libre; pero era un error y un error que me complacía porque me dió una
mayor estima por el país en que vivo. Me daba perfecta cuenta de que
una vigilancia celosa y siempre despierta para la guarda del tesoro de
nuestra libertad frente a la invasión, la decadencia y la corrupción era
nuestra más alta sabiduría y nuestro primer deber. Sin embargo, creía
que ese tesoro era más bien una posesión que debía asegurarse que un
premio por el que se debía luchar. No me daba cuenta de cómo podía ser
tan favorable el momento actual a toda clase de actos por la causa de la li­
bertad. El momento actual difiere de cualquier otro únicamente por la
circunstancia de lo que se está haciendo en Francia. Si el ejemplo de ese
país ha de tener alguna influencia sobre éste, comprendo fácilmente por
88 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
qué alguno de los procedimientos allí empleados que tienen un aspecto
desagradable y no del todo conciliable con la humanidad, la generosidad,
la buena fe y la justicia, son paliados con tanta benevolencia amable para
los actores y soportados con tan heroica fortaleza hacia quienes tienen
que sufrirlos. No es, en verdad, prudente desacreditar la autoridad de un
ejemplo que pensamos seguir. Pero, aun dando esto por bueno, llegamos
a una pregunta muy natural ¿qué es esa causa de la libertad y qué son
esos actos en su favor, para los cuales es tan singularmente auspiciador el
ejemplo de Francia? ¿Hay que aniquilar nuestra monarquía en todas
las leyes, tribunales y antiguas generaciones del reino? ¿Tiene que des­
aparecer hasta el último mojón para poder implantar una constitución
aritmética y geométrica? ¿Se ha de declarar inútil la Cámara de los Lo­
res ? ¿ Se ha de abolir el episcopado ? ¿ Se deben vender las tierras de la
iglesia a los judíos y a los especuladores? ¿O se deberán entregar a las
repúblicas municipales recién inventadas para sobornarlas con una parti­
cipación en el sacrilegio? ¿Han de considerarse gravosos todos los im­
puestos y reducida la renta del Estado a una contribución patriótica o a
unos presentes patrióticos ? ¿ Se deben sustituir el impuesto sobre la tierra
y el impuesto sobre la malta por las hebillas de plata39 de los zapatos
para contribuir a la fortaleza naval de este reino ? ¿ Han de confundirse
todos los órdenes, rangos y distinciones para que de la anarquía univer­
sal, unida a la bancarrota nacional, tres o cuatro mil democracias puedan
convertirse en ochenta y tres y para que todas ellas puedan organizarse
—gracias a un ignoto poder de atracción— en una sola ? ¿ Debe corrom­
perse al ejército alejándole de su disciplina y su fidelidad, primero por
toda especie de desenfrenos y después por el precedente terrible de un
donativo en forma de aumento de soldada, para conseguir este gran fin ?
¿ Ha de apartarse a los curas de la obediencia a sus obispos, seduciéndoles
con la esperanza ilusoria de una pensión sacada de los despojos de su pro­
pio orden? ¿Se va a apartar a los ciudadanos de Londres de su fidelidad
al monarca alimentándoles a expensas de sus conciudadanos? ¿Se va a
sustituir la moneda real de este reino por un papel moneda de curso for­
zoso? ¿Ha de emplearse lo que queda del saqueado fondo de ingresos
públicos en el loco proyecto de mantener dos ejércitos para que se vigilen
y se combatan mutuamente? Si tales son los fines y los medios de la
Sociedad de la Revolución, tengo que confesar que son variados, y que
Francia puede darles los precedentes adecuados.
Veo que se nos muestra vuestro ejemplo para avergonzarnos. Sé que
se nos supone una raza estúpida, perezosa, convertida en pasiva por el
hecho de considerar tolerable nuestra situación y a la que una mediocridad
39 V. Nota pág. 84. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 89

en la libertad impide alcanzar su plena perfección. Vuestros líderes co­


menzaron en Francia por afectar admiración, casi por adorar, la consti­
tución británica; pero según avanzaron en su camino, llegaron a mirarnos
con desprecio soberano. Los amigos que tiene entre nosotros vuestra
Asamblea Nacional tienen una opinión deleznable de lo que se considera­
ba antes la gloria de nuestro país. La Sociedad de la Revolución ha des­
cubierto que la nación inglesa no es libre. Está convencida de que la
desigualdad de nuestra representación es “un defecto de nuestra constitu­
ción tan palpable y de tanto bulto que la hace excelente en especial en la
forma y en la teoría}0 “Que la representación de un reino en el parlamento
no es solamente la base de toda libertad constitucional que haya en él,
sino también la de “todo gobierno legítimo; que sin ella un gobierno no
es sino una usurpación”; que “cuando la representación es parcial, el reino
posee sólo parcialmente libertad; y que si es extremadamente parcial da
sólo un remedo de ella; y que si no sólo es extremadamente parcial sino
elegida además por procedimientos corrompidos, se convierte en un estor­
bo”. El doctor Price considera esta representación inadecuada como nues­
tro agravio fundamental; y aunque cree que la corrupción de este remedo
de representación no ha llegado aún a alcanzar la plenitud absoluta de
su depravación, teme que “no se haga nada para darnos esa esencial ben­
dición, hasta que algún gran abuso de poder provoque nuevamente nues­
tro resentimiento o alguna otra nueva gran calamidad alarme otra vez
nuestros temores, o acaso hasta que la adquisición de una representación
pura e igual por los otros países mientras a nosotros se nos engaña con su
sombra, encienda nuestra vergüenza”. A esto añade una nota con las
siguientes palabras: “Una representación escogida sobre todo por la Te­
sorería y por unos pocos miles de la hez del pueblo a los que se pagan
generalmente sus votos.”
Os sonreiréis en este punto ante la congruencia de esos demócratas
que cuando están desprevenidos tratan a la parte más humilde de la
comunidad con el mayor desprecio en tanto que pretenden a la vez ha­
cerla depositaría de todo poder. Exigiría un largo discurso señalaros las
muchas falacias que existen en la naturaleza equívoca y la generalidad de
los términos “representación inadecuada”. Haciendo justicia a esa vieja
constitución bajo la cual hemos prosperado tanto tiempo, no voy a decir
aquí sino que nuestra representación ha sido perfectamente adecuada para
todos los fines para los que es deseable e imaginable una representación del
pueblo. Desafío a los enemigos de nuestra constitución a probar lo con­
trario. Estudiar en detalle los motivos por los que resulta ser tan adecuada
para promover sus fines exigiría un tratado sobre nuestra constitución
40 Discourse on the Lo ve of our Country 3a. edic. pág. 39.
TEXTOS políticos: reflexiones
práctica. Expongo aquí la doctrina de los revolucionarios, únicamente
para que vos y otras personas podáis ver qué opinión tienen esos señores de
la constitución de su país y por qué parecen pensar que si un gran abuso
de poder o alguna gran calamidad dieran una oportunidad para obtener la
bendición de una constitución de acuerdo con sus ideas, sus inconvenientes
quedarían, a su juicio, muy mitigados; ya véis por qué están tan enamora­
dos de vuestra representación justa e igual, que una vez obtenida, produci­
ría entre nosotros los mismos efectos que en vuestro país. Veis que conside­
ran nuestra Cámara de los Comunes únicamente como “un remedo”, “una
forma”, “una teoría”, “una sombra”, “una burla”, acaso “un estorbo...
Estos caballeros se precian, no sin razón, de ser sistemáticos. Tienen,
por consiguiente, que considerar este defecto palpable y de tanto bul­
to de la representación, este desafuero fundamental (que así lo llaman) no
sólo como algo malo en sí, sino como algo que convierte todo nuestro
gobierno en absolutamente ilegítimo y no mejor que una usurpación
radical. Sería, pues, perfectamente justificable, y acaso absolutamente
necesaria, otra revolución que nos libertara de ese gobierno ilegítimo y
usurpador. Su principio, si lo consideráis con alguna atención, va mucho
más allá de una alteración en el modo de elegir los miembros de la Cá­
mara de los Comunes; porque si la representación o elección popular es
necesaria para la legitimidad de todo gobierno, la Cámara de los Lores
queda inmediatamente convertida en bastarda y corrompida. Esa Cámara
no es en absoluto representativa del pueblo, ni siquiera “remedo o forma”
de tal. La situación de la corona es igualmente mala. En vano tratará
la corona de cubrirse contra estos señores tras de la autoridad de la de­
cisión tomada por la Revolución. La Revolución a la que se recurre en
busca de un título legitimador requiere a su vez un título. Según su teoría
la Revolución está edificada sobre una base no más sólida que nuestras
instituciones actuales, ya que la hizo una Cámara de los Lores que no re­
presentaban a nadie más que a sí mismos y una Cámara de los Comu­
nes exactamente igual que la actual, es decir, tal como ellos la llaman
una mera “sombra y burla” de la representación.
Tienen que destruir algo, ya que su existencia no parece tener otro
propósito. Un grupo trata de destruir el poder civil por medio del ecle­
siástico; otro de demoler el eclesiástico por medio del civil. Se dan cuenta
de que al realizar esa doble ruina de la Iglesia y el Estado pueden derivar
para el pueblo las peores consecuencias. Pero están tan inflamados con
sus teorías, que ofrecen más que indicios de que esta ruina, con todos
los daños que tienen que conducir a ella y que seguirla —daños que a
nosotros nos parecen totalmente seguros— no será inaceptable para ellos
ni está muy lejos de sus deseos. Un hombre que goza entre ellos de gran
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 91
autoridad, persona ciertamente de gran talento,41 hablando de una supues­
ta alianza entre la Iglesia y el Estado, dice “acaso tengamos que esperar
a la caída de todos los poderes civiles, antes de que se rompa esa alianza
antinatural. Sin duda, que la época será calamitosa; pero, caso de lograrse
un efecto tan deseable ¿qué convulsión del mundo político podría cons­
tituir motivo de lamentación? Ya véis con qué firmeza están dispuestos
a contemplar estos señores las mayores calamidades que pueden sobre
venir a su país.
No es, pues, maravilla que con estas ideas acerca de todo lo que hay
en su constitución y en el gobierno de su país, tanto en la Iglesia como en
el Estado, considerados como ilegítimos y usurpados o en el mejor de
los casos como una burla vana, miren al extranjero con entusiasmo ansio­
so y apasionado. Mientras estén poseídos por estas nociones, es vano ha­
blarles de la práctica de sus antepasados, las leyes fundamentales de su
país, la forma fija de una Constitución cuyos méritos están confirmados
por la prueba sólida de una larga experiencia y una fortaleza nacional
cada vez mayor, juntamente con la prosperidad del país que igualmente
ha ido en aumento. Desprecian la experiencia como sabiduría de los
incultos; y por lo demás han cargado una mina subterránea que
explotará haciendo saltar a la vez todos los ejemplos de la antigüedad,
todos los precedentes, todas las cartas y todas las leyes aprobadas por el
Parlamento. Tienen “los Derechos del Hombre”. Contra ellos no cabe
prescripción; ningún pacto es válido; no admiten moderación ni com­
promiso; cualquier cosa que se oponga a su plenitud es fraude e injus­
ticia. Contra esos Derechos del Hombre ningún gobierno puede buscar
la seguridad en su continuidad, ni en la justicia y benevolencia de su
administración. Las objeciones de estos especuladores, cuando sus for­
mas no cuadran con sus teorías, son igualmente válidas contra un gobier­
no antiguo y benéfico que contra la tiranía más violenta o la usurpación
más descarada. Están siempre en oposición con los gobiernos, no por
razón de los abusos de éstos, sino como cuestión de competencia y de
título. No tengo nada que decir de la sutileza complicada de su meta­
física política. Que se diviertan en las escuelas. “Illa se jaciaet in aula /Eo-
lus, et clauso ventorum carcere regnet”. Pero que no rompan la prisión
para estallar como un levante fuerte y barrer la tierra con su huracán,
romper las fuentes del abismo y domeñarnos.

Estoy tan lejos de negar en teoría los verdaderos derechos del hom-
41 El Dr. Priestley que en su History of the Corruptions of Christianity (1782) había

atacado a la religión de Estado. (T.)


92 TEXTOS políticos: reflexiones
f Los bre, como de retenerlos en la práctica (si tuviera poder para darlos o rete­
verdaderos nerlos). Al negar estas falsas pretensiones de derecho no quiero atacar
derechos
los que son realmente derechos, los cuales serían totalmente destruidos
del
hombre] por los falsos. Si la sociedad civil fué hecha para la ventaja del hombre,
todas las ventajas para cuya consecución se creó aquélla, se convierten en
derecho suyo. La sociedad es así una institución de beneficencia y el dere­
cho beneficencia regulada. Los hombres tienen derecho o vivir de acuerdo
con esa regla; tienen derecho a la justicia entre sus conciudadanos, tanto
si éstos desempeñan una función pública como si se dedican a las ocu­
paciones ordinarias. Tienen derecho a los frutos de su industria; y a los
medios de hacerla fructífera. Tienen derecho a lo que han adquirido
sus padres; a alimentar y educar a sus hijos, a la instrucción en la vida y
al consuelo en la muerte. Un hombre tiene derecho a hacer cualquier
cosa que pueda lograr por su esfuerzo, sin lesionar los derechos de los
demás. Y tiene también derecho a una porción justa de todo lo que la
sociedad puede hacer en su favor por medio de todas sus combinaciones
de habilidad y fuerza. En esta participación todos los hombres tienen
iguales derechos; pero no a cosas iguales. El que no tiene en el fondo
común más que cinco chelines, tiene un derecho tan bueno a su porción
como quien tiene quinientas libras a una porción proporcionalmente ma­
yor. Pero no tiene derecho a una parte igual del dividendo que produce
el capital social; y por lo que respecta a la participación en el poder, auto­
ridad y dirección que debe tener cada individuo en los asuntos estatales,
tengo que negar que sea uno de los derechos directos y originales del
hombre en la sociedad civil, porque pienso en el hombre social civil y
no en otro. Eso es una cosa que debe decidirse por convención.
Si la sociedad civil es hija de la convención, esa convención debe ser
su ley. Esa convención tiene que limitar y modificar todas las clases de
Constitución que se formen bajo ella. Toda clase de poderes legislativos,
judiciales o ejecutivos, son criaturas suyas. No pueden tener existencia
dentro de un estado de cosas diferente; y ¿cómo puede nadie pretender,
bajo las convenciones de la sociedad civil, tener derechos que no suponen
su existencia, derechos totalmente contrapuestos con ella? Uno de los
primeros móviles de la sociedad civil que se convierte en una de sus reglas
fundamentales es el de que ningún hombre debe ser juez en su propia
causa. Con esto cada persona se ha privado inmediatamente de aquel
primer derecho de los hombres que no han pactado, a juzgar por sí y a
decidir su propia causa. Abdica todo derecho a ser su propio gobernante.
Abandona aún, en gran parte, el derecho de defensa propia, primera ley
de la naturaleza. El hombre no puede gozar conjuntamente de los dere­
chos de un estado incivil y otro civil. Para poder obtener justicia cede
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 93
su derecho de determinar por sí en qué consiste aquélla en los puntos
más esenciales para él. Para poder asegurar alguna libertad entrega en
fideicomiso la totalidad de aquélla.
El gobierno no se crea en virtud de derechos naturales, que pueden
existir y existen, totalmente independientes de él y con mucha mayor
claridad y un grado mucho mayor de perfección abstracta; pero su per­
fección abstracta es su defecto práctico. Por tener derecho a todo, lo quie­
ren todo. El gobierno es un instrumento del ingenio humano para la
satisfacción de las necesidades humanas. Los hombres tienen derecho a
que se procure satisfacer esas necesidades mediante esa inteligencia. En­
tre esas necesidades hay que contar la necesidad, que es consecuencia de
la sociedad civil, de una restricción suficiente de sus pasiones. La sociedad
no sólo requiere que se sometan las pasiones de los individuos, sino que
exige aun en la masa y en el cuerpo de la totalidad, lo mismo que en los
individuos, que se contraríen con frecuencia las inclinaciones de los hom­
bres, se controlen sus voluntades y se sujeten sus pasiones. Esto puede
lograrse únicamente mediante un poder exterior a nosotros; y no sujeto
en el ejercicio de su función a esa voluntad y esas pasiones que debe refre­
nar y subyugar. En este sentido las restricciones puestas al hombre del
mismo modo que sus libertades han de ser consideradas como sus dere­
chos. Pero como las libertades y las restricciones varían con los tiempos
y las circunstancias y admiten infinitas modificaciones, no pueden esta­
blecerse mediante una regla abstracta; y no hay nada tan estúpido como
discutirlas basándose en ese principio.
Desde el momento en que se reducen en algo los plenos derechos
del hombre a gobernarse a sí mismo y se acepta cualquier limitación arti­
ficial y positiva de esos derechos, la organización entera del gobierno se
convierte en un problema de conveniencia. Es esto lo que hace que la
constitución de un Estado y la debida distribución de sus poderes sean
cuestiones que exigen la habilidad más delicada y complicada. Requie­
ren un conocimiento profundo de la naturaleza humana y de las nece­
sidades humanas así como de las cosas que faciliten u obstruyan los varios
fines que han de perseguirse mediante el mecanismo de las instituciones
civiles. El Estado ha de tener medios proporcionales a su fuerza y reme­
dios para sus males. ¿Qué utilidad tiene discutir el derecho abstracto de
un hombre al alimento o a la medicina? La cuestión estriba en el mé­
todo de procurarlos y administrarlos. En esa deliberación mi consejo
será siempre que se solicite la ayuda del agricultor y el médico de prefe­
rencia a la del profesor de metafísica.
La ciencia de construir una comunidad, de renovarla o de reformarla,
no puede, como ninguna otra ciencia experimental, enseñarse a priori-
94 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
No es tampoco una breve experiencia la que nos puede enseñar esa cien­
cia práctica, porque los efectos reales de las causas morales no son siempre
inmediatos; sino que aquello que en primera instancia es perjudicial,
puede ser excelente en sus efectos remotos y su excelencia puede resultar
aún de los malos efectos que produce al comienzo. También ocurre lo
contrario; planes muy plausibles que tienen comienzos agradables, aca­
ban a menudo por tener consecuencias vergonzosas y lamentables. En
los Estados existen con frecuencia causas oscuras y casi latentes, cosas que
a primera vista aparecen como de poca importancia y de las que depende,
sin embargo, en gran parte, la prosperidad o la adversidad. La ciencia
del gobierno que es, en consecuencia, práctica en sí y dirigida a tales
propósitos prácticos, es materia que exige experiencia e incluso más ex­
periencia de la que puede alcanzar en toda su vida una persona, por sagaz
y observadora que sea; por ello sólo con precaución infinita es posible
aventurarse a derribar un edificio que ha respondido en proporción acep­
table durante siglos a las finalidades comunes de la sociedad; y sólo con
infinita precaución se podrá reconstruir de nuevo sin tener ante sus ojos
modelos y planes de utilidad comprobada.
Esos derechos metafísicos que entran en la vida común como rayos
de luz que penetran a través de un medio denso, son, por lo general, re­
fractados. Es más, en la grande y complicada masa de pasiones y preocu­
paciones humanas, los derechos primitivos de los hombres sufren una
variedad tal de refracciones y reflexiones, que resulta absurdo hablar de
ellos como si mantuvieran la simplicidad de su dirección original. La
naturaleza del hombre es intrincada; los objetos de la sociedad son de la
mayor complejidad posible; y por consiguiente ningún arreglo simple
ni dirección simple del poder, puede ser adecuado a la naturaleza huma­
na ni a la cualidad de los asuntos humanos. Cuando veo la simplicidad
del plan propuesto y elogiado en cualquiera de las nuevas Constituciones
políticas, tengo que concluir que los artífices son terriblemente ignoran­
tes de su arte o totalmente negligentes en el cumplimiento de su deber.
Los gobiernos simples son fundamentalmente defectuosos, por no decir
algo peor. Si hubiéramos de contemplar la sociedad desde un solo punto
de vista, todas estas formas simples de constitución serían infinitamente
cautivadoras. En efecto, cada una de ellas responde a su fin único con
mayor perfección de la que pueden alcanzar las soluciones más comple­
jas para conseguir el logro de sus fines complejos. Pero es preferible que
el todo esté resuelto de modo imperfecto y anómalo a que, aunque algunas
partes estén provistas con gran exactitud, otras estén totalmente des­
cuidadas o incluso perjudicadas materialmente por haber dedicado exce­
sivo cuidado a la favorita.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 95
Los pretendidos derechos de estos teóricos son extremados; y moral
y políticamente falsos en la misma proporción en que son metafísica-
mente verdaderos. Los Derechos del Hombre están en una especie de
justo medio, incapaz de definición pero no imposible de descubrir. Los
Derechos del Hombre en los gobiernos son sus ventajas, que se encuen­
tran a veces en el equilibrio entre diferencias de bienes; en los compromi­
sos entre bien y mal y a veces entre mal y mal. La razón política es un
principio calculador; suma, resta, multiplica y divide —moral y no me­
tafísica o matemáticamente— denominaciones morales verdaderas.
Pero estos teóricos confunden casi siempre sofísticamente el derecho
del pueblo con el poder que éste tiene. El cuerpo de la comunidad, donde­
quiera que pueda actuar, no puede encontrar resistencia eficaz; pero mien­
tras derecho y poder no sean la misma cosa, ese cuerpo no tiene derechos
incompatibles con la virtud y especialmente con la primera de las virtudes,
la prudencia. Los hombres no tienen derecho a lo que no es razonable ni
a lo que no constituye beneficio; porque aunque un escritor ameno dijo
“Liceat perire poetis” cuando uno de ellos, según se dice, hubo saltado a
sangre fría dentro de las llamas de una revolución volcánica —Ardentem
frigidus Etnam insiluit^— creo que tal chanza es más bien una licencia
poética injustificable que una de las franquicias del Parnaso; y fuese
poeta, teólogo o político el que decidiera ejercitar ese tipo de derechos,
creo que sentimientos más prudentes, más caritativos, me impulsarían a
salvar al hombre más que a conservar sus sandalias quemadas como mo­
numentos de su locura.
Si los hombres no se avergüenzan de su conducta actual, el tipo de
sermones de aniversario como el que motiva una gran parte de lo que
eschobo, modificarán, al commemorar el hecho, muchos de los principios
de la revolución que conmemoran y les privará de sus beneficios. Os con­
fieso que no me ha gustado nunca este continuo hablar de resistencia y
revolución, ni la práctica de convertir esa extrema medicina de la Cons­
titución en su pan cotidiano. Hace a la sociedad peligrosamente valetudi­
naria; hace tomar a nuestro amor a la libertad dosis periódicas de
sublimado corrosivo y absorber repetidas veces revulsivos de cantáridas.
Este remedio extremado, al hacerse habitual, relaja e inutiliza, me­
diante un uso vulgar y prostituido la fuente de ese espíritu que ha de
reservarse para las grandes ocasiones. Fué en el período de más paciencia
de la servidumbre romana cuando el tema del tiranicidio se convirtió
en ejercicio ordinario de los muchachos de las escuelas romanas —cum
perimit saevos clasis numerosa tyrannos—. En el curso ordinario de las
cosas y en un país como el nuestro produce los peores efectos, incluso
42 Horacio, Ars poética, 465 ss. (T.)
96 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
para la causa de esa libertad a la que se degrada con el relajamiento de
una especulación extravagante. Casi todos los aristócratas republicanos
de mi época se han convertido al poco tiempo en los cortesanos más deci­
didos y consumados; abandonan pronto una resistencia tediosa y mode­
rada, pero práctica a aquellos de nosotros43 a quienes con el orgullo e
intoxicación de sus teorías nos han clasificado como poco mejor que los
tories!*'' Naturalmente la hipocresía se deleita en las especulaciones más
sublimes; porque no intentando pasar nunca de la especulación, no cuenta
nada que ésta sea magnífica. Pero aun en los casos en que se puede sos­
pechar de más ligereza que fraude en esas especulaciones vocingleras, la
solución ha sido prácticamente la misma. Estos profesores, al no encon­
trar aplicables sus principios extremos a los casos que exigen únicamente
una resistencia cualificada o, podríamos decir, civil y legal, no resisten
en absoluto. Para ellos no hay término medio: o guerra y revolución o
nada. Al encontrar que sus planes políticos no están adaptados al estado
del mundo en que viven, acaban con frecuencia por considerar que nin­
gún principio público tiene importancia, y están dispuestos a abandonar
por un interés muy trivial lo que consideran de valor muy trivial tam­
bién. Algunos tienen una naturaleza más firme y perseverante; pero son
políticos ambiciosos que están fuera del Parlamento a quienes hay pocas
cosas que les tienten a abandonar sus proyectos favoritos. Piensan cons­
tantemente en algún cambio en la Iglesia o en el Estado o en ambos.
Cuando ocurre esto, son siempre malos ciudadanos y aliados perfecta­
mente inseguros. Porque considerando de infinito valor sus designios
especulativos y desprovista en absoluto de valor la disposición actual
del Estado, son, en el mejor de los casos indiferentes respecto a ella. No
ven mérito en lo bueno ni falta en la mala dirección de los asuntos públi­
cos; prefieren más bien esta última como más propicia para la revolución.
No ven otro mérito o demérito en ningún hombre, ni acción o principio
político, que lo que pueda adelantar o retrasar sus designios de cambio;
por consiguiente defienden un día la prerrogativa [de la corona] más vio­
lenta y exagerada y al siguiente las ideas democráticas de libertad más
extremas, y pasan de una a otra sin ninguna especie de consideración de
causa, persona o partido.
Os encontráis en este momento en Francia en la crisis de una revo­
lución y el tránsito de una a otra forma de gobierno —y no podéis ver
ese género de hombres exactamente de la misma manera que lo vemos en
este país. Para nosotros es militante; para vosotros triunfante; y vos sa-

El grupo o partido de Rockingham. (T.)


43
44Partido que defendió, frente a los whigs, las prerrogativas de la Corona contra los
privilegios del Parlamento; aun hoy, sinónimo de reaccionario. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 97
béis cómo puede actuar cuando su poder es proporcionado a su voluntad.
No quiero que se crea que limito esas observaciones a un grupo de hom­
bres ni que englobo a todos los hombres de cualquier grupo dentro de
ellas. ¡No! Lejos de ello. Soy tan incapaz de esa injusticia como de man­
tener relaciones con quienes profesan principios extremistas y con quie­
nes bajo el nombre de religión, enseñan poco más que políticas extremas
y peligrosas. Lo peor de estos políticos de la revolución es esto: que tem­
plan y endurecen el pecho con objeto de prepararlo para los golpes des­
esperados que se utilizan a veces en las ocasiones extremas. Pero como
tales ocasiones pueden no llegar a presentarse nunca, la mente recibe
una infección innecesaria y los sentimientos morales sufren no poco
cuando la privación no sirve a ningún fin político. Esta clase de gentes
están tan imbuidas de sus teorías de los Derechos del Hombre, que han ol­
vidado totalmente la naturaleza humana. Han conseguido cegar las aveni­
das que conducen al corazón, sin abrir una nueva hacia la comprensión.
Han pervertido en sí mismos y en quienes les escuchan todas las simpatías
nobles del pecho humano.

Este famoso sermón de la Oíd Jewry no respira otra cosa sino ese [El 6 de
espíritu en toda la parte política. Complots, matanzas, asesinatos, les octubre

parecen a algunas gentes precio trivial para conseguir una revolución. de I78<^

Una reforma de poco coste, no sangrienta, una libertad inocente, les re­
sultan insípidas e inanimadas. Necesitan un gran cambio de escena, un
efecto escénico magnífico, un gran espectáculo que excite la imagina­
ción, entorpecida por el goce perezoso de sesenta años de seguridad y el
reposo tranquilo y poco emocionante de la prosperidad pública. El pre­
dicador encuentra todo eso en la Revolución francesa. Esta le inspira un
calor juvenil en todos sus proyectos. Su entusiasmo se enciende a me­
dida que avanza; y cuando inicia su peroración arde plenamente. En­
tonces, al contemplar desde el Pisga45 de su púlpito el estado libre, moral,
feliz, floreciente y glorioso de Francia, como paisaje a vista de pájaro de
una tierra prometida, prorrumpe en el siguiente arrebato de entusiasmo:
“¡Qué período tan lleno de acontecimientos éste! Doy gracias por
haber vivido en él; casi podría decir: ahora despide Señor a tu siervo con­
forme a tu palabra, en paz, porque han visto mis ojos tu salvación}s He
vivido para contemplar una difusión del conocimiento que ha minado la
superstición y el error. He vivido para ver mejor comprendidos que nun-
45 La cumbre desde la que Moisés vio, a través del Jordán, la tierra de Canáan (Deu-

teronomio, xxxiv). (T.)


46 Son las palabras de Simeón al ser presentado Jesús en el templo (2 Lucas, 29-30). (T.)
98
TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
ca los Derechos del Hombre, y suspirar anhelante por la libertad a las
naciones que parecían haber perdido toda idea de ella. He vivido para ver
a treinta millones de hombres, indignados y resueltos, rebelándose contra
la esclavitud , y pidiendo con voz irresistible libertad. Su rey llevado en
triunfo y un monarca arbitrario entregándose a sus súbditos!’'1''
Antes de seguir adelante tengo que notar que el Dr. Price parece
sobrevalorar las grandes adquisiciones de luz que ha obtenido y difundido
en esta época. El siglo pasado me parece haber sido igualmente ilustrado.
Aunque en distinto lugar, tuvo un triunfo tan memorable como el del
Dr. Price; y alguno de los grandes predicadores de aquel período parti­
cipó en él con el mismo celo que lo ha hecho el Dr. Price en el triunfo de
Francia. En el proceso por alta traición instruido contra el reverendo
Hugh Peters, se declaró que cuando el rey Carlos fué traído a Londres
para ser juzgado, fué el Apóstol de la Libertad de aquellos tiempos quien
dirigió el triunfo. “Vi —dice el testigo— a S. M. en un coche tirado por
seis caballos y a Peters cabalgando delante del rey, triunfante!’ Cuando
el Dr. Price habla como si hubiera hecho un descubrimiento, no hace
más que seguir un precedente; porque después del comienzo del proceso
del rey, este precursor, el mismo Dr. Peters, concluía una larga plegaria
en la Capilla Real de Whitehall (había escogido triunfalmente su lugar),
diciendo: “He rezado y predicado estos veinte años y ahora puedo decir
como el anciano Simeón: Ahora despide, Señor, a tu siervo, conforme a
tu palabra, en paz, porque han visto mis ojos Tu salvación!’ia Peters no
recogió los frutos de su plegaria; porque ni partió tan pronto como creía
ni lo hizo en paz. Acabó siendo sacrificado (lo que espero cordialmente
que no les ocurrirá a ninguno de sus discípulos) en aras del triunfo que
dirigió como pontífice. En la Restauración se ocuparon, acaso con de­
masiada dureza, de este pobre hombre. Pero debemos a su memoria y
a sus sufrimientos el reconocimiento de que tenía tanta iluminación
y tanto celo y había minado tan eficazmente toda la superstición y el error
que podían estorbar las grandes empresas de que se ocupó, como cual­
quiera de los que seguirían y repetirían su ejemplo en nuestra época,
tratando de asumir un título exclusivo al conocimiento de los Derechos
del Hombre y a todas las consecuencias gloriosas de ese conocimiento.
Después de esta salida del predicador de la Oíd Jewry, que no difiere
47 Otro de estos reverendos caballeros que ha sido testigo de alguno de los espectácu­

los ofrecidos últimamente por París, se expresa en estos términos: "Un rey llevado en
triunfo sumiso por sus súbditos vencedores es uno de esos espectáculos de grandeza que se
producen rara vez entre las posibilidades de los asuntos humanos y del que me acordaré
todo el resto de mis días con asombro y alegría”. Los sentimientos de estos caballeros
armonizan maravillosamente.
48 State Triáis (Procesos de Estado), vol. II, pp. 360-363.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 99
sino en las circunstancias del lugar y tiempo, pero que está en perfecto
acuerdo con el espíritu y la letra del arrebato de 1648, la Sociedad de la
Revolución, los fabricantes de gobiernos, la banda heroica de quienes de­
ponen monarcas, de los electores de soberanos y conductores de soberanos
en triunfo, pavoneándose con la orgullosa conciencia de la difusión de
ese conocimiento del que cada uno de sus miembros ha obtenido una
parte tan grande en el reparto, se apresuraron a hacer una difusión gene­
rosa del conocimiento gratuitamente recibido. Para hacer esta bienhe­
chora comunicación suspendieron la sesión en la Old Jewry para reanu­
darla en la London Tavern; donde el propio Dr. Price, en quien no se
habían evaporado totalmente los humos de su trípode de oráculo, pro­
puso y logró que se aprobara la resolución o mensaje de felicitación trans­
mitido por Lord Stanhope a la Asamblea Nacional de Francia.
Me parece que un predicador del Evangelio profana la bella y profè­
tica jaculatoria denominada comúnmente Nunc dimittis, hecha en la
primera presentación de nuestro Salvador en el templo, al aplicarla en
un arrebato inhumano y desnaturalizado al espectáculo más horrible,
atroz y aflictivo que haya sido acaso ofrecido nunca a la piedad e indig­
nación de la humanidad. Esta conducción en triunfo, que en su mejor
forma es poco viril e irreligiosa y que colma a nuestro predicador de tales
transportes de regocijo, es desagradable, a mi juicio, para el gusto moral
de todo espíritu bien nacido. Hubo varios ingleses que fueron especta­
dores estupefactos e indignados de ese triunfo. Fué (a menos que nos
hayan engañado totalmente) un espectáculo que recordaba más bien un
desfile de salvajes americanos entrando en Onondaga49 después de alguna
de las matanzas que denominan victorias —llevando a sus chozas de las
que penden los cueros cabelludos de los enemigos muertos, a sus cauti­
vos, expuestos a las burlas y a los golpes de mujeres tan feroces como
ellos— que a la pompa triunfal de una nación civilizada y marcial; —si
es que una nación civilizada o cualquier persona con un elemental sen­
tido de generosidad puede ser capaz de un triunfo personal sobre los caí­
dos y los afligidos.
Esto, mi querido amigo, no era el triunfo de Francia. Tengo que
creer que, como nación, os llenó de vergüenza y horror. Tengo que creer
que aun la Asamblea Nacional se ve muy humillada al no poder castigar
a los autores de ese triunfo ni a los actores en él; y que se encuentra en
una situación en la que cualquier investigación que pueda hacer res­
pecto a este asunto tendrá necesariamente que carecer aun de la aparien-

49 Pueblo indio del actual Estado de Nueva York. Burke había escrito un libro sobre

los establecimientos europeos en América, sacando en gran parte su información de es­


critos, de jesuítas franceses que tenían una misión en Onondaga. (T.)
100 TEXTOS POLITICOS: REFLEXIONES

cia de libertad o imparcialidad. La excusa de esa Asamblea ha de encon­


trarse en su situación; pero que nosotros aprobemos lo que la Asamblea
tiene que soportar, supone la elección degenerada de una mente viciosa.

[Situación Con una apariencia obligada de deliberación, la Asamblea vota bajo


de la
el imperio de una terrible necesidad. Se reúne, como si dijéramos, en el
Asamblea
Nacional] corazón de una república extranjera. Tiene su residencia en una ciudad
cuya Constitución no ha emanado de la carta de su rey, ni de su poder
legislativo. Está rodeada por un ejército que no ha sido reclutado ni por
autoridad de su corona ni por orden de ella; y que caso de que la Asam­
blea intentara disolverlo, disolvería inmediatamente a la Asamblea. Se
reúne allí después de que una banda de asesinos ha arrebatado a varios
centenares de sus miembros; en tanto que quienes mantienen los mismos
principios moderados con más paciencia o mejor esperanza, continúan
expuestos diariamente a insultos ultrajantes y a amenazas asesinas. Una
mayoría, real unas veces y ficticia otras, cautiva ella misma, obliga a un
rey cautivo a dar como Edictos Reales, de tercera mano, la estupidez co­
rrompida de sus cafés más licenciosos y bullangueros. Es notorio que
todas sus medidas están decididas antes de discutirse. Está fuera de du­
da que bajo el terror de la bayoneta y de las farolas y del incendio de sus
casas, todos sus miembros están obligados a adoptar las medidas crue­
les y desesperadas que surgieran unos clubes compuestos de una mezcla
monstruosa de todas las clases, lenguas y naciones. Se encuentran en
ellos personas en comparación con las cuales Catilina habría sido escru­
puloso y Cetego hombre sobrio y moderado. Y no es sólo en estos clubes
donde se deforman las medidas públicas, convirtiéndolas en monstruo­
sidades. Sufren una distorsión previa en las academias, que tratan de ser­
vir como seminarios de estos clubes que se establecen en todos los lugares
públicos. En estas reuniones de toda especie, se consideran los consejos
signo de un genio superior en proporción a su osadía, violencia y perfidia.
La humanidad y la compasión se ridiculizan como frutos de la supersti­
ción y de la ignorancia. La sensibilidad para con los individuos se con­
sidera como traición al pueblo. La libertad ha de considerarse siempre
perfecta, a la vez que se hace insegura la propiedad. Entre asesinatos,
matanzas y confiscaciones, perpetradas o meditadas, hacen planes para
el buen orden de una sociedad futura. Tomando en sus brazos los esque­
letos de criminales de baja estofa y elevando a sus parientes en propor-
80 En enero de 1790 dos hermanos llamados Agasse fueron condenados por falsi­

ficación de billetes de banco. Mientras extinguían su condena, su hermano y su primo fue­


ron hechos tenientes de la Guardia Nacional y festejados públicamente. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 101
ción a sus delitos,80 conducen a centenares de personas virtuosas al mismo
fin, obligándoles a subsistir mediante la mendicidad o el crimen.
La Asamblea, que es su órgano, representa ante ellos la farsa de una
deliberación realizada con tan poco decoro como libertad. Sus miembros
son como los comediantes de una feria ante un auditorio amotinado;
actúan entre los gritos tumultuosos de una muchedumbre mezclada de
hombres feroces y mujeres desvergonzadas que les dirigen, controlan,
aplauden e insultan con arreglo a su fantasía insolente; y a veces se mez­
clan con ellos y se sientan entre ellos; les dominan con una extraña mezcla
de petulancia servil y autoridad orgullosa y presuntuosa. Como han in­
vertido el orden de todas las cosas, las tribunas ocupan el lugar de la Cá­
mara. Esta Asamblea, que derriba reyes y reinos, no tiene ni siquiera la
fisonomía y aspecto grave de un cuerpo legislativo —nec color imperü,
nec frons ulla senatus. Como el principio de mal, tiene poder para
subvertir y destruir; pero no para construir otra cosa sino máquinas que
puedan ser adecuadas para ulterior subversión y destrucción.
¿Quién que admire y esté unido de corazón a las asambleas repre­
sentativas nacionales puede hacer otra cosa sino volver la vista, lleno de
horror y disgusto, ante tal burla profanadora y tal perversión abomina­
ble de esa institución sagrada ? Amigos de la monarquía y amigos de las
repúblicas deben aborrecerla de modo semejante. Los miembros de vues­
tra Asamblea tienen que gemir bajo la tiranía de quienes les dejan todo
el oprobio, nada de la dirección y poco del provecho. Estoy seguro que
muchos de los miembros, incluso de los que componen la mayoría de
esa corporación, tienen que compartir sus sentimientos, a pesar de los
aplausos de la Sociedad de la Revolución. ¡Desgraciado rey! ¡Desgra­
ciada Asamblea! ¡Cómo tiene que haberse escandalizado en silencio tal
Asamblea con aquellos de sus miembros capaces de llamar a un día que
pareció borrar el sol de los cielos “un beau jour!”51 ¡Qué íntima indig­
nación tiene que haber sentido al oír a otros que consideraron oportuno
decirle “que la nave del Estado volaría, siguiendo su curso hacia la re­
generación, con más rapidez que nunca” después de la tormenta dura
de traición y asesinato que precedió al triunfo de nuestro predicador!
¿Qué tiene que haber sentido, mientras oyó —con paciencia externa e
indignación interna— comentar la matanza de caballeros inocentes en
sus casas diciendo que “la sangre derramada no era la más pura”?82
¿Qué tiene que haber sentido, cuando asediada por las quejas contra
los desórdenes que sacudieron su país hasta sus cimientos se ha visto
obligada a decir fríamente a quienes se quejaban, que estaban bajo la
51 El 6 de octubre de 1789.
62 V. la carta de Lally-Tollendal transcrita más adelante (p. 120 nota). (T.)
102 TEXTOS políticos: reflexiones
protección de la ley y que pediría al rey (al rey cautivo) que hiciese
que se aplicaran las leyes para su protección; cuando los esclavizados
ministros de ese rey cautivo les han informado formalmente que no que­
daba derecho, ni autoridad, ni poder que proteger ? ¿ Qué ha tenido que
sentir al ser obligada a pedir a su rey cautivo —a guisa de felicitación de
Año Nuevo— que olvide el tormentoso período del año anterior en gra­
cia a los grandes bienes que era probable que produjera a su pueblo y
hasta cuyo completo logro suspendía las demostraciones prácticas de su
lealtad, asegurándole únicamente su obediencia, cuando ya no tenía
ninguna autoridad para mandar?
Este mensaje fué hecho, a no dudar, con gran bondad y afecto. Pero
entre las revoluciones que han ocurrido en Francia hay que contar con
una considerable, producida en sus ideas relativas a la cortesía. Se dice
que en Inglaterra aprendemos las buenas maneras de segunda mano y
precisamente de vosotros y que vestimos nuestra conducta con las ga­
las francesas desechadas. Si eso es cierto, estamos aún siguiendo la mo­
da pasada, y no hemos aceptado todavía el nuevo corte parisiense de
buena crianza que consiste en considerar como el colmo refinado de deli­
cadeza en un cumplido decir( como pésame o como felicitación) a la
criatura más humillada que se arrastra sobre la tierra, que del asesinato
de sus servidores, el intento de asesinato de él mismo y de su esposa y las
mortificaciones, desgracias y degradación que ha sufrido personalmente,
derivan grandes beneficios públicos. Es una manera de consolar que el
capellán de la prisión de Newgate sería incapaz de utilizar con un crimi­
nal a punto de subir al cadalso. Creo al verdugo de París —ahora que el
voto de la Asamblea Nacional le ha liberalizado y ha admitido su rango
y escudo en el colegio heráldico de los Derechos de Hombre— demasiado
generoso, demasiado valiente y demasiado lleno del sentido de su nueva
dignidad, para emplear este consuelo tajante con cualquiera de las per­
sonas a quienes la lèse nation pueda llevar bajo el ejercicio de su poder
ejecutivo.
Cuando se adula así a un hombre, éste tiene que estar muy caído. La
bebida anodina del olvido, dosificada así, está bien calculada para sostener
una vigilancia irritante y para mantener viva la úlcera de una memoria co­
rrosiva. Administrarle la poción opiácea de la amnistía, espolvoreada con
todos los ingredientes del desprecio y la burla, es acercar a sus labios,
en vez del “bálsamo de las inteligencias heridas”, el cájiz de la miseria
humana lleno hasta los bordes y obligarle a apurarlo hasta las heces.
Doblegándose a razones, tan forzosas al menos como las tan delica­
damente expresadas en la felicitación de Año Nuevo, el rey de Francia
tratará probablemente de olvidar esos sucesos y esa felicitación. Pero la
SOBRE LA REVOLUCION FRANCESA 103
historia, que conserva un recuerdo duradero de todos nuestros actos y
que ejercita su terrible censura sobre la manera de obrar de toda especie
de soberanos, no olvidará ni estos acontecimientos ni esa era de liberal
refinamiento en el comercio de los hombres. La historia recordará que
en la mañana del 6 de octubre de 1789, el rey y la reina de Francia, tras
un día de confusión, alarma, desmayo y matanza, estaban reposando
confiados en la seguridad prometida bajo la fe pública, para dar a la
naturaleza unas pocas horas de descanso turbado y melancólico. La reina
despertó de este sueño por la voz del centinela que había a su puerta que
le gritó que se salvara huyendo —era la última prueba de fidelidad que po­
día dar—■, que le cogían y que le mataban. Instantáneamente cayó heri­
do. Una banda cruel de rufianes y asesinos, gozándose con la sangre
derramada, se precipitó en la cámara de la reina y agujereó con cien bayo­
netazos y puñaladas el lecho del que esta perseguida mujer había tenido
apenas tiempo de escapar, semidesnuda, por medios desconocidos para
los asesinos, a buscar refugio a los pies de su rey y marido, que no estaba
en aquel momento seguro de su propia vida.
Este rey, por no decir más de él, y esta reina y sus hijos, niños aún
(que habrían sido antaño el orgullo y la esperanza de un pueblo grande y
generoso), fueron obligados a abandonar el santuario del más espléndido
palacio del mundo, nadando en sangre, manchado por la matanza y
sembrado de miembros diseminados y cadáveres mutilados. De allí fue­
ron conducidos a la capital de su reino. De la matanza no provocada, no
resistida e indiscriminada que se hizo entre los caballeros de abolengo y
familia que componían la guardia personal del rey, se habían elegido
dos de sus miembros.53 Estos dos caballeros fueron pública y cruelmente
arrastrados al cadalso, con todo el ceremonial de una ejecución de justi­
cia, y degollados en el patio central del palacio. Sus cabezas clavadas en
picas encabezaron la procesión; en tanto que los reales cautivos que la
seguían, avanzaban lentamente entre insultos horribles y gritos espanto­
sos, danzas frenéticas y contumelias infames y todas las abominaciones
indecibles de las furias del Averno encarnadas en las formas corpóreas de
las mujeres más viles. Después que se les hizo gustar gota a gota un licor
más amargo que la muerte, en la tortura lenta de un viaje de doce millas
que duró seis horas, fueron alojados en uno de los viejos palacios de París,
convertido ahora en Bastilla de Reyes, bajo una guardia compuesta por
los mismos soldados que les habían conducido en este famoso triunfo.
¿Es esto un triunfo que merezca la consagración de los altares, que
deba ser conmemorado con una rendida acción de gracias y ofrecido a
la humanidad divina con plegarias fervientes y jaculatorias entusiastas?
53 De Huttes y Varicourt. (T.)
104 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
Os aseguro que estas orgías tebanas y tracias representadas en Francia y
aplaudidas únicamente en la Oíd Jewry no encienden entusiasmo profé-
tico más que en la imaginación de muy poca gente de este reino; aunque
un santo o un apóstol que pueda tener revelaciones propias y que haya
logrado vencer completamente todas las supersticiones mezquinas del
corazón, pueda inclinarse a creer decoroso y piadoso compararlo con la
entrada en el mundo del Príncipe de la Paz, proclamada en un templo
sagrado por un sabio venerable y anunciada no mucho antes, en forma
no inferior, por la voz de los ángeles a la inocencia tranquila de los
pastores.
En un principio fui incapaz de darme cuenta de este transporte im­
previsto. Sabía, claro es, que los sufrimientos de los monarcas constitu­
yen un manjar delicioso para ciertos paladares. Pero hay ciertas reflexio­
nes que podrían servir para mantener este apetito dentro de los límites
de la templanza. Pero cuando consideré una circunstancia, me vi obliga­
do a confesar que hay que conceder mucho a la sociedad y que la tenta­
ción era demasiado fuerte para la discreción corriente; me refiero al lo
Pæan del triunfo, el grito animador que pedía que todos los obispos
fueran colgados de los faroles,54 que puede haber producido una explo­
sión de entusiasmo ante las consecuencias previstas de ese día feliz. Con­
cedo que este profeta pueda estallar en himnos de júbilo y de acción de
gracias ante un acontecimiento que parece ser precursor del milenio y
de la proyectada quinta monarquía55 en su tarea de destruir todas las
iglesias. Pero había, sin embargo (como hay en todos los asuntos huma­
nos), en medio de esta alegría, algo para ejercitar la paciencia de estos
dignos caballeros y para probar su capacidad de sufrimiento por su fe.
Para completar las otras circunstancias de este “bello día” faltaba el ase­
sinato del rey y la reina y su hijo. Faltaba también el asesinato de los
obispos, pedido en tantas jaculatorias sagradas. Se esbozó audazmente
una matanza regicida y sacrilega, pero no pasó de esbozo. Desgraciada­
mente quedó sin acabar para haber completado esta gran historia de la
degollación de los inocentes. Qué lápiz audaz de uno de los grandes
maestros de esta escuela de los Derechos del Hombre haya de acabarlo,
es algo que se verá luego. La época no ha disfrutado aún de todos los
beneficios de esa difusión del conocimiento que mina la superstición y
el error y al rey de Francia le falta todavía algún otro tema que relegar
Tous les Évêques à la lanterne.
64

Una monarquía que esperaban algunos fanáticos de la época del Protectorado de


B5

Cromwell que había de tener a su cabeza a Cristo.


El nombre de “quinta monarquía” deriva de que los miembros del grupo conside­
raban que había habido en el mundo cuatro imperios —Asiría, Persia, Grecia, Roma—
anteriores al de Cristo que esperaban. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 105

al olvido, en consideración a todos los bienes que han de derivar de sus


sufrimientos y de los crímenes patrióticos de una época ilustrada.58
Aunque esta tarea de ampliar nuestra nueva luz y conocimiento no
recordó todo el camino, que según todas las probabilidades se le que-
56 Es conveniente referirse aquí a una carta relativa a este tema, escrita por un tes­
tigo presencial. Este testigo era uno de los miembros más honestos, inteligentes y elo­
cuentes de la Asamblea Nacional, y uno de los reformadores del Estado más activos y
celosos. Se vio obligado a separarse de la Asamblea y más adelante se convirtió voluntaria­
mente en desterrado a causa de los horrores de este piadoso triunfo y de las disposiciones
de los hombres que, aprovechándose de los crímenes, si es que no han sido su causa, han
tomado la dirección de los asuntos públicos.
Extracto de la segunda carta de M. de Lally Tollendal a un amigo:
“Parlons du parti que j’ai pris; il est bien justifié dans ma conscience. Ni cette ville
coupable, ni cette assemblée plus coupable encore, ne meritoient que je me justifie; mais
j’ai à coeur que vous, et les persones qui pensent comme vous, ne me condamnent pas.
Ma santé, je vous jure, me rendoit mes fonctions impossibles; mais même en les mettant
de côté il a été au-dessus de mes forces de supporter plus longtemps l’horreur que me
causoit ce sang, —ces têtes— cette reine presque égorgeé— ce roi —amené esclave—
entrant à Paris, au milieu de ses assassins, et précédé des têtes de ses malheureux gardes—
ces perfides janissaires, ces assassins, ces femmes cannibales, ce cri de tous les évêques
À la lanterne, dans le moment où le roi entre sa capitale avec deux évêques de son
conseil dans sa voiture —un coup de fusil, que j’ai vu tirer dans un des carosses de
la reine. M. Bailly appellant cela un beau jour— l’Assemblée ayant déclaré froidement le
matin qu’il n’étoit pas de sa dignité d’aller toute entière environner le roi —M. Mirabeau
disant impunément dans cette assemblée que le vaisseau de l’état, loin d’être arrêtée dans
sa course, s’elanceroit avec plus de rapidité que jamais vers sa régénération— M. Barnave,
riant avec lui, quand des flots de sang coulaient autour de nous —le vertueux Mounier *
échappant par miracle à vingt assassins, qui avoient voulu faire de sa tête un trophée
de plus: Voilà ce qui me fit jurer de ne plus mettre le pied dans cette caverne d'Antropo-
phages [la Asamblea Nacional] où je n’ avois plus de force d’élever la voix, où depuis six
semaines je l’avois éleveé en vain.
“Moi, Mounier, et tous les honnêtes gens, ont pensé que le dernier effort à faire pour
le bien étoit d’en sortir. Aucune ideé de crainte ne s’est approchée de moi. Je rougirais
de m’en défendre. J’avois encore reçu sur la route de la parte de ce peuple, moins coupable
que ceux qui l’ont enivré de fureur, des aclamations, et des applaudissements, dont
d’autres auroient été flattés, et qui m’ont fait frémir. C’est à l’indignation, c’est
à l’horreur, c’est aux convulsiones physiques, que le seul aspect du sang me fait éprouver
que j’ai cédé. On brave une seule mort; on la brave plusiurs fois, quand elle peut être
utile. Mais aucune puissance sous le Ciel, mais aucune opinion publique ou privée n’ont
le droit de me condamner à souffrir inutilement mille supplices par minute, et à périr de
déséspoir, de rage, au milieu des triomphes, du crime que je n’ai pu arrêter. Ils me pros­
criront, ils confisqueront mes biens. Je labourerai la terre et je ne les verrai plus. Voilà
ma justification. Vous pourrez la lire, la montrer, la laisser copier; tant pis por ceux qui
ne la comprendront pas; ce ne sera alors moi qui auroit eu tort de la leur donner”.
* N. B.—M. Mounier era entonces Presidente de la Asamblea Nacional. Posteriormen­
te y a pesar de haber sido uno de los más firmes defensores de la libertad, se ha visto
obligado a vivir en el exilio.
io 6 TEXTOS políticos: reflexiones
rría hacer recorrer, tengo, sin embargo, que pensar que tal trato infligido
a cualquier criatura humana tiene que resultar repulsivo para todo hom­
bre excepto para aquellos que están hechos para realizar revoluciones.
Pero no puedo detenerme aquí. Influido por los sentimientos innatos de
mi naturaleza, y no iluminado por un solo rayo de esta recién creada
luz moderna, os confieso, señor, que el rango exaltado de las personas
que sufren y particularmente el sexo, la belleza y las amables cualidades
de la descendiente de tantos reyes y emperadores, juntamente con la
tierna edad de los reales infantes, insensibles únicamente por su infancia
y su inocencia a los crueles ultrajes que sufrían sus padres, en vez de cons­
tituir un motivo de alegría, añade no poco a mi sensibilidad en esa tris­
tísima ocasión.
Me dicen que la augusta persona que constituía el objeto principal
del triunfo de nuestro predicador, aunque se contuvo, sufrió mucho en
aquel vergonzoso acontecimiento. Como hombre le tocó sufrir por su
mujer y sus hijos y por los fieles guardias de su persona, asesinados a
sangre fría delante de él; como príncipe tuvo que sufrir al darse cuenta
de la transformación extraña y terrible de sus súbditos civilizados y que
sentirse más dolido por ellos que cuidadoso de sí. Ello quita poco a su
fortaleza y en cambio añade mucho al honor de sus cualidades de hom­
bre. Siento mucho, muchísimo, decir que tales personajes están en una
situación en la que no nos favorece ciertamente elogiar las virtudes de
los grandes.
Me dicen, y me alegro de saberlo, que la gran señora, el otro objeto
de este triunfo, ha sufrido aquel día (uno tiene interés en que seres des­
tinados al sufrimiento, sepan sufrir bien) y sufre todos los días el encarce­
lamiento de su marido y su propia cautividad, el destierro de sus amigos,
la adulación insultante de los mensajes y todo el peso de sus desgra­
cias, con paciencia serena, en forma adecuada a su rango y raza, que exalta
a la hija de una soberana distinguida por su piedad y su valor; que, como
ella, tiene sentimientos elevados; que siente con la dignidad de una ma­
trona romana; que en último extremo se salvará de la última desgracia
y que, si tiene que caer, no caerá por una mano innoble.
Hace ahora dieciséis o diecisiete años desde que vi a la reina de
Francia, entonces delfina, en Versalles; y jamás iluminó este orbe, que
apenas parecía pisar, una visión más deliciosa. La vi elevándose sobre el
horizonte, decorando y alegrando la elevada esfera en que acababa de
empezar a moverse —brillando como la estrella de la mañana, llena
de vida, de esplendor y de alegría—. ¡Oh! ¡Qué revolución! ¡Y qué co­
razón tendría que tener yo para contemplar sin emoción aquella eleva­
ción y esa caída! No hubiera podido ni soñar, cuando añadió a los títulos
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 107

de amor entusiasta, distante y respetuoso, otros de veneración, que ten­


dría que verse obligada a llevar oculto en su seno el antídoto agudo con­
tra la desgracia. Tampoco pude soñar que podría yo vivir para ver caer
sobre ella tales desastres en una nación de hombres valerosos, de hombres
de honor y de caballeros. Creí que diez mil espadas habrían saltado de
sus vainas para vengar aun una mirada que amenazara insultarla. Pero
la época de la caballería ha pasado. Le ha sucedido la de los sofistas,
economistas y calculadores y la gloria de Europa se ha extinguido para
siempre. Nunca, nunca más contemplaremos aquella generosa lealtad
al rango y al sexo, aquella orgullosa sumisión, aquella obediencia digna,
aquella subordinación cordial que mantiene vivo, incluso en la peor ser­
vidumbre, el espíritu de una exaltada libertad. La gracia innata de la
vida, la defensa de las naciones, la cuna de los sentimientos viriles y de
las empresas heroicas ha desaparecido. Ha desaparecido aquella sensi­
bilidad de principios, aquella castidad de honor, que sentía una mancha
como si fuera una herida, que inspiraba valor al par que mitigaba la fe­
rocidad, que ennoblecía todo lo que tocaba y bajo la cual el vicio mismo
había perdido la mitad de su maldad al perder toda su grosería.
Este sistema mixto de sentimiento y opinión tuvo su origen en la
antigua caballería; y el principio, variado en apariencia por el mudable
estado de las cosas humanas, subsistió e influyó a lo largo de una serie
de generaciones hasta la época en que vivimos. Si se hubiera de extinguir
totalmente, la pérdida sería grande. Esa caballería ha dado su carácter
a la Europa moderna. Es ella la que bajo todas las formas de gobierno
la ha distinguido —y la ha distinguido para su ventaja— de los Estados
de Asia y posiblemente de aquellos Estados que florecieron en los perío­
dos más brillantes del mundo antiguo. Ha sido ella la que, sin confun­
dir los rangos, ha producido una noble igualdad que ha transmitido a tra­
vés de todas las gradaciones de la vida social. Fué esta opinión la que
moderó a los reyes convirtiéndoles en compañeros y la que elevó a los
individuos hasta convertirlos en compañeros de los reyes. Sin fuerza ni
oposición, subyugó la fiereza del orgullo y del poder; obligó a los sobera­
nos a someterse al blando dogal de la estima social, a la autoridad dura
a someterse a la elegancia y subyugó por los modales a un dominante
vencedor de leyes.
Pero todo esto tiene que cambiar ahora. Todas las ilusiones agrada­
bles que hacían suave el poder y liberal la obediencia, que armonizaban
los diversos matices de la vida y que mediante una asimilación fácil in­
corporaban a la política los sentimientos que embellecen y suavizan la
sociedad privada, van a ser disueltos por este nuevo imperio conquistador
de la luz y la razón. Todas las vestiduras que hacen decente la vida van
io8 textos políticos: reflexiones

a ser rudamente rasgadas. Todas las ideas superpuestas que se encuen­


tran en el armario de una imaginación moral, que el corazón posee y el
•entendimiento ratifica como necesarias para cubrir los defectos de nues­
tra naturaleza desnuda y temblorosa y para elevarla a la dignidad de
nuestra propia estimación, han de ser abandonadas como moda ridicula,
absurda y anticuada.
En esta concepción de la vida un rey no es más que un hombre y una
reina nada más que una mujer; una mujer no es más que un animal y
no de un orden muy elevado. Todo homenaje rendido al sexo en gene­
ral, en cuanto tal y sin otras miras, se considera fantasía y locura. El
regicidio, el parricidio y el sacrilegio no son sino ficciones supersticiosas
que corrompen la jurisprudencia, destruyendo su simplicidad. El ase­
sinato de un rey, de una reina, de un obispo o de un padre, son homici­
dios simples; y si el pueblo gana de alguna manera o de alguna forma
con él, un homicidio es perfectamente perdonable y no debemos consi­
derarlo demasiado severamente.
En este sistema de filosofía bárbara, liijo de corazones fríos y de inte­
ligencias cenagosas, desprovisto de sabiduría sólida y de todo gusto y ele­
gancia, las leyes se van a apoyar únicamente en el terror que siembran
y en la preocupación que todo individuo podrá encontrar en ellas hacia
sus propias especulaciones privadas o la que pueda distraer de sus propios
intereses particulares. En los bosquecillos de su academia, al final de
cada avenida no se encuentran más que cadalsos. No queda nada que
suscite afectos hacia la comunidad. Dados los principios de esta filosofía
mecánica nuestras instituciones no pueden encarnarse —si me es lícito
usar la palabra— en persanas, creando así en nosotros amor, veneración,
admiración o afecto. Pero esa especie de razón que destierra los afectos
es incapaz de llenar su puesto. Esos afectos públicos, combinados con
los modales, se requieren a veces como suplementos y a veces como co­
rrectivos, pero siempre como ayudas de la ley. El precepto dado por un
hombre prudente, a la vez que gran crítico para escribir poemas, es ade­
cuado igualmente para los Estados: Non satis est pulchra esse poemata,
dulcía suntoDebería haber un sistema de conducta en cada nación que
una inteligencia bien formada estaría dispuesta a gustar. Para hacernos
amar a nuestro país, nuestro país debe ser amable.
Pero, el poder de una u otra especie, sobrevivirá al choque en el que
perecen las reglas de conducta y las opiniones. La usurpación, que ha
destruido antiguos principios para subvertir instituciones antiguas, con­
servará el poder por medios similares a los que ha utilizado para adqui­
rirlo. Cuando se extinga el viejo espíritu feudal y caballeresco de fideli-
57 Horacio, Ars. Poética, 99 (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA IO9

dad, que al libertar a los reyes del miedo, libertó tanto a reyes como a
súbditos de la tiranía, los complots y los asesinatos serán anticipados por
el asesinato preventivo y la confiscación preventiva y la larga serie de
máximas temibles y sangrientas que constituyen el código político de
todo poder que no descansa en su propio honor y en el honor de quienes
le obedecen. Los reyes serán tiranos por política y los súbditos rebeldes
por principio.
No es posible calcular la pérdida que se sufre cuando se hacen des­
aparecer las antiguas opiniones y reglas de vida. Desde ese momento no
tenemos brújula que nos gobierne, ni podemos saber claramente a qué
puerto dirigirnos. Es indudable que el día en que empezó vuestra revo­
lución, Europa, en conjunto, estaba en una situación floreciente. No es
fácil decir en qué medida se debía ese estado de prosperidad al espíritu
de nuestras viejas reglas de conducta y opiniones; pero como tales causas,
no pueden dejar de influir en los resultados, tenemos que suponer que,
en general, su influencia era beneficiosa.
Nos inclinamos con demasiada facilidad a considerar las cosas en el
estado en que las encontramos, sin darnos cuenta suficiente de las
causas que las han producido y que pueden acaso mantenerlas. No hay
nada más seguro que el hecho de que en este nuestro mundo europeo,
nuestras reglas de conducta, nuestra civilización y todas las cosas bue­
nas que tienen conexión con ellas, han descansado durante siglos en
dos principios, y que eran resultado de la combinación de ambos; aludo
al espíritu caballeresco y al espíritu religioso. La nobleza y el clero, éste
por su profesión, aquélla por su patronato, han mantenido vivo el cono­
cimiento, incluso en medio de las armas y de la confusión, cuando aún
no se habían formado los gobiernos. La ciencia devolvió a la nobleza
y al clero lo que había recibido de ellos y lo devolvió con creces, am­
pliando sus ideas y enriqueciendo sus mentes. ¡Ojalá que todos ellos
hubieran continuado esta unión indisoluble y que todos ellos hubieran
conocido su lugar propio! ¡Ojalá que la ciencia, sin dejarse corromper
por la ambición, hubiese seguido estando satisfecha de ser instructora, sin
querer ser ama! La ciencia será arrojada al fango y pisoteada por las
pezuñas de una multitud porcina, juntamente con sus protectores y
guardianes.58

58 Véase el destino de Bailly y Condorcet, que se suponen aludidos aquí. Compá­

rense las circunstancias del proceso y ejecución del primero con esta predicción.*
* Esta nota figura en las ediciones modernas que he podido consultar y en la de
Rivington. No figura en la traducción castellana de J. A. A###. Dado su contenido, no es
lógico que estuviese en la primera edición, pero no me ha sido posible averiguar si es de
Burke o de un editor posterior. (T.)
no TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
Si, como sospecho, las letras modernas deben más de lo que están
dispuestas a reconocer a las viejas reglas de conducta, lo mismo ocurre
con otros intereses que valoramos en todo lo que se merecen. Incluso el
comercio y la industria y la manufactura, dioses de nuestros economistas,
son acaso nada más que sus criaturas y nada más que afectos, aunque los
veneremos como causas primeras. Ciertamente han crecido a la misma
sombra bajo la cual floreció el conocimiento. También ellos decaerán
con la decadencia de sus principios protectores naturales. Entre vosotros,
al menos por el momento, están amenazados de desaparecer juntos. En
un pueblo donde faltan el comercio y la manufactura, pero perdura el
espíritu de la nobleza y la religión, el sentimiento ocupa —y no siempre
mal— su puesto; pero si el comercio y las artes se pierden en un experi­
mento encaminado a averiguar cómo puede resistir un Estado sin esos
antiguos principios fundamentales ¿qué clase de cosa será una nación
de bárbaros groseros, estúpidos y feroces y, a la vez pobres y sórdidos,
desprovistos de religión, honor y orgullo viril y que no poseen nada en
el presente ni esperan nada para el porvenir?
Deseo que no vayáis rápidamente y por el camino más corto a esa
situación horrible y repugnante. En todos los actos de la Asamblea y de
sus instructores aparece ya una gran pobreza de concepción, grosería y
vulgaridad. Su libertad no es liberal. Su ciencia es ignorancia presun­
tuosa. Su humanidad es salvaje y brutal.
No está claro si en Inglaterra aprendimos de vosotros esos grandes
y decorosos principios y reglas de conducta de los que quedan rastros
tan apreciable todavía, o si los tomáteis de nosotros. Pero me parece
más bien que los recibimos de vosotros. Me parece que sois —gentis in­
cunabula nostra—. Francia ha influido siempre con mayor o menor in­
tensidad en las costumbres de Inglaterra; y cuando vuestra fuente esté
obstruida y manchada, la corriente no circulará o no circulará clara hacia
nosotros ni hacia otro país. Esto da a toda Europa, a mi juicio, una
preocupación intensa y cercana por lo que ocurre en Francia. Excusad­
me, pues, si me he detenido demasiado tiempo en el espectáculo atroz
del 6 de octubre de 1789, o si he dado demasiado alcance a las reflexiones
que han surgido en mi mente con ocasión de la más importante de todas
las revoluciones que pueden datar de esa fecha, es decir, una revolución
en los sentimientos, las reglas de conducta y las opiniones morales. Tal
como están las cosas, destruido fuera de aquí todo lo que hay de respe­
table e intentándose destruir aquí todo principio de respeto, casi está
uno obligado a excusarse por abrigar los sentimientos comunes de los
hombres.
¿Por qué siento de modo tan distinto al del reverendo Dr. Price y
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
aquellas de sus ovejas seglares que puedan adoptar los sentimientos
su discurso? Por esta sencilla razón: porque es natural que sienta asi,
porque estamos hechos de tal manera que espectáculos tales nos afectan
con sentimientos melancólicos respecto a la condición inestable de la pros­
peridad de los mortales y la incertidumbre tremenda de las grandezas
humanas; porque aprendemos grandes lecciones de esos sentimientos na­
turales; porque en acontecimientos como éstos nuestras pasiones instru­
yen a nuestra razón; porque cuando el Director Supremo de este gran
drama expulsa de sus tronos a los reyes, que se convierten en objetos de
insulto de los seres más bajos y de piedad de los buenos, debemos consi­
derar tales desastres morales como consideraríamos un milagro en el
orden físico de las cosas. Nos alarmamos; nuestras mentes (como se
ha observado desde antiguo) se purifican por el terror y la piedad. Nues­
tro orgullo débil e irreflexivo se humilla ante las manifestaciones de una
sabiduría misteriosa. Si tal espectáculo se exhibiera en escena me arranca­
ría algunas lágrimas. Me avergonzaría verdaderamente de encontrar en
mí ese sentimiento teatral superficial de fingido dolor mientras podía
vivir contento en la vida real. Con una mente tan pervertida no podría
aventurarme nunca a asomar mi faz a ninguna tragedia. La gente creería
que las lágrimas que han hecho brotar de mis ojos Garrick en otro
tiempo y más recientemente la Siddons,59 eran lágrimas hipócritas; y yo
sabría que eran lágrimas de mentecatez.
El teatro es mejor escuela de sentimientos morales que las iglesias
donde los sentimientos de humanidad son ultrajados en esta forma. Los
poetas que tienen que enfrentarse con un auditorio que no se ha graduado
aún en la escuela de los Derechos del Hombre y tienen que dedicarse a la
constitución moral del corazón, no osarían presentar tal triunfo como
motivo de júbilo. Allí donde los hombres siguen sus impulsos naturales,
no soportarían las máximas odiosas de una política maquiavélica, tanto
si se aplica al logro de una tiranía monárquica como al de una tiranía
democrática. La rechazarían en la escena moderna como lo hicieron an­
taño en la antigua, donde no podían soportar siquiera la proposición hipo­
tética de tal maldad en boca de un tirano representado, a pesar de ser
adecuada al personaje que encarnaba el actor. Ningún público teatral
de Atenas soportaría lo que se ha soportado en medio de la tragedia real de
ese día de triunfo: un primer actor pesando en las balanzas de una tienda
de horrores —tanto crimen real contra tanta ventaja contingente— y
después de poner y quitar pesas declarar que la balanza caía del lado de
las ventajas. No soportaría el ver anotados como en el debe y haber del li-
59 David Garrick (1717-1779) uno de los más grandes actores ingleses de todos los

tiempos, amigo íntimo de Burke. — Sara Siddons (i755-l83r)> gran trágica inglesa. (T.)
112 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
bro mayor los crímenes de la nueva democracia contra los crímenes del
viejo despotismo ni que los contables de la política encontraran a la de­
mocracia aún deudora, pero en modo alguno incapaz ni reacia a pagar
la diferencia. En el teatro la primera ojeada intuitiva, sin ninguna especie
de proceso elaborado de razonamiento, demostraría que este método de
cómputo político puede justificar cualquier crimen. Los espectadores verían
que basándose en esos principios, incluso cuando no se llegasen a perpe­
trar los peores actos, se debería más a la fortuna de los conspiradores que
a su moderación en el uso de la traición y la sangre. Verían que, una vez
tolerados, los medios criminales se prefieren en seguida a los demás. Pre­
sentan un atajo para lograr el fin perseguido, más corto que el camino real
de las virtudes morales. Al justificar la perfidia y el asesinato en interés
público, éste se convertiría en seguida en pretexto y la perfidia y el asesi­
nato en fin, hasta que la rapacidad, la maldad, la venganza y el miedo
—más terrible que la venganza— pudieran saciar sus apetitos insaciables.
Tales tienen que ser las consecuencias de perder todo sentido natural de
lo bueno y de lo malo en medio del esplendor de estos triunfos de los De­
rechos del Hombre.
Pero el reverendo pastor se goza de esta “conducción en triunfo”, por­
que verdaderamente Luis XVI era “un monarca arbitrario”; es decir, en
otras palabras, por nada más ni por nada menos que porque era Luis XVI
y porque tuvo la desgracia de nacer rey de Francia con las prerrogativas
en cuya persona le habían puesto, sin ningún acto de su parte, una larga
serie de antecesores y una larga aquiescencia del pueblo. Y verdadera­
mente el haber nacido rey de Francia ha resultado una desgracia para él.
Pero la desgracia no es un crimen, ni la indiscreción es siempre la mayor
culpa. No podré creer nunca que un príncipe, los actos de cuyo reinado
han sido una serie de concesiones a sus súbditos, que estaba dispuesto a
relajar su autoridad, a no ejercitar sus prerrogativas, a dar a su pueblo
una participación en la libertad, desconocida y acaso no deseada por sus
ascendientes, aunque estuviera sometido a las flaquezas comunes de los
hombres y de los príncipes, aunque hubiera creído alguna vez necesario
usar de la fuerza contra designios desesperados, puestos claramente de
manifiesto, contra su persona y los restos de su autoridad merezca ese
trato; aunque se tenga todo eso en cuenta, se me hace muy difícil creer
que merece el triunfo cruel e insultante de París y del Dr. Price. Ante tal
ejemplo dado a los reyes, tiemblo por la causa de la libertad. Ante los
ultrajes impunes realizados por la parte peor de los hombres, tiemblo por
la causa de la humanidad. Pero hay algunas gentes de un modo de pensar
tan bajo y degenerado, que consideran con una especie de admiración y
veneración complaciente a los reyes que saben mantenerse firmes en sus
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA “3
puestos, tener mano dura con sus súbditos, afirmar su prerrogativa y
guardarse, mediante la vigilancia despierta de un despotismo severo, con­
tra los comienzos mismos de la libertad. Contra monarcas de este tipo
nunca elevan sus voces. Desertores de los principios, enrolados de fortuna,
nunca ven ningún bien en la virtud que sufre, ni ningún crimen en la
usurpación próspera.
Si se me hubiese podido demostrar que el rey y la reina de Francia
(me refiero a quienes lo eran antes del triunfo) eran tiranos crueles o
inexorables, que habían hecho un plan premeditado para hacer matanza
de los miembros de la Asamblea Nacional (me parece que he visto insi­
nuado algo de esto en ciertas publicaciones), habría considerado justo su
cautiverio. De ser ello así se debería haber hecho mucho más; pero hecho,
en mi opinión, de otra manera. El castigo de los verdaderos tiranos es un
acto de justicia noble y terrible, del que se ha dicho con razón que es.
consolador para la mente humana. Pero si yo hubiera de castigar a un
rey malvado, trataría de mantener la dignidad al vengar el crimen. La
justicia es grave y decorosa y en sus castigos parece más bien someterse a
una necesidad que hacer una elección. Si Nerón, o Agripina, o Luis XI, o
Carlos IX, o Carlos XII de Suecia después del asesinato de Patkul60 o su
predecesora Cristina después del asesinato de Monaldeschi01 hubieran
caído en vuestras manos o en las mías, estoy seguro de que nuestra con­
ducta hubiera sido distinta.
Si el rey francés, o el de los franceses (o como quiera que se le llame
en el nuevo vocabulario de vuestra constitución) ha merecido realmente en
su propia persona y en la de la reina estos atentados criminales, no
confesados pero no vengados y esas indignidades más crueles que el asesi­
nato, mal merecería tal persona ni siquiera ese mandato ejecutivo subor­
dinado del que creo se le va a encargar; ni sería apto para ser llamado
jefe por una nación a la que hubiera ultrajado y oprimido. En una comu­
nidad nueva no podría hacerse peor elección para tal oficio que la de un
tirano depuesto. Pero degradar e insultar a un hombre como al peor de
los criminales y confiarle después lo que constituyen vuestras preocupa­
ciones más elevadas como a un servidor fiel, honesto y celoso, no es lógico
como razonamiento, no es prudente como política, ni es seguro en la
práctica. Quienes fueran capaces de hacer tal nombramiento serían cul­
pables de una traición al pueblo más flagrante que cualquiera de las
que han cometido hasta ahora. Como este es el único crimen en el que

80 Embajador ruso en Dresde. Entregado a Carlos XII por Augusto II, rey depuesto

de Polonia. Ejecutado en 1707 tras una ficción de proceso. (T.)


61 Cristina le favoreció en un principio, desdeñándole después. Publicó las intrigas

de la reina y fué asesinado en su presencia en octubre de 1657. (T.)


H4 TEXTOS políticos: reflexiones
vuestros líderes políticos podrían haber actuado inconsecuentemente, con­
cluyo que no hay ninguna especie de fundamento para esas insinuaciones
horribles. No pienso mejor de las demás calumnias.
En Inglaterra no les damos crédito. Somos enemigos generosos; so­
mos aliados fieles. Apartamos de nosotros con disgusto e indignación las
calumnias de quienes nos traen sus anécdotas con la marca de la flor de
lis en sus espaldas. Tenemos encarcelado en Newgate a Lord George
Gordon; y ni el hecho de que sea prosélito público del judaismo ni el
de que, movido por su celo contra los sacerdotes católicos y toda clase de
eclesiásticos, provocara tumultos (perdonad la palabra, que todavía se usa
aquí), que derribaron todas nuestras prisiones, le han conservado una
libertad de la que no se hizo digno mediante un uso virtuoso.62 Hemos
reconstruido Newgate y el edificio está otra vez ocupado. Tenemos pri­
siones casi tan fuertes como la Bastilla, para quienes se atreven a calumniar
a la reina de Francia. Dejemos al noble libelista en este retiro espiritual.
Que medite allí sobre su Talmud hasta que aprenda una conducta más
adecuada a su nacimiento y sus prendas y no tan deshonrosa para la anti­
gua religión de la que se ha convertido en prosélito; o hasta que algunas
personas del otro lado del canal le rescaten para complacer a vuestros nue­
vos hermanos hebreos. Entonces podrá comprar, con las viejas tablas de
la sinagoga y con una pequeña parte de los grandes intereses compuestos
de las treinta monedas de plata (el Dr. Price nos ha mostrado los milagros
que puede hacer el interés compuesto en 1790 años),63 las tierras que últi­
mamente se ha descubierto que había usurpado la iglesia galicana. En­
viadnos por acá vuestro arzobispo papista de París y os enviaremos nuestro
rabino protestante. Trataremos a la persona que nos mandéis a cambio,
como lo que es: un caballero y un hombre honrado; pero dejadle traer
consigo el fondo de su hospitalidad, beneficencia y caridad y estad seguros
de que no confiscaremos nunca un solo chelín de ese fondo piadoso ni
pensaremos enriquecer el tesoro con los despojos del cepillo de los pobres.
Si he de seros franco, mi querido amigo, creo que el honor de nuestra
nación nos obliga, en cierto modo, a rechazar los actos de esa sociedad de
la Oíd Jewry y de la London Tavern. No tengo mandato de nadie. Hablo
sólo por mí. Cuando rechazo, cosa que hago con toda la fuerza posible,
toda comunión con los actores de ese triunfo y con quienes lo admiran,
cuando afirmo algo relativo al pueblo de Inglaterra, hablo por observa­
ción y no por autoridad; pero hablo con la experiencia que he tenido en
62 Lord George Gordon fué condenado en junio de 1787 por calumniar a la reina

de Francia. Personaje turbulento en ocasión de los disturbios “antipapistas”. (T.)


63 Alusión a los estudios matemáticos y económicos del Dr. Price. Las treinta mo­

nedas de plata son, naturalmente, las entregadas a Judas Iscariote por los judíos. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
una comunicación extensa y variada con los habitantes de todas clases y
categorías de este reino y después de una atenta observación comenzada
en mis años mozos y continuada a lo largo de casi otros cuarenta. Me he
quedado con frecuencia asombrado, al ver lo poco que parecéis saber de
nosotros, a pesar de que estamos separados apenas por el estrecho canal
de unas veinticuatro millas y que el intercambio mutuo entre los dos
países ha sido tan grande en los últimos tiempos. Sospecho que ello se
debe a que habéis forzado un juicio acerca de este país basándoos en ciertas
publicaciones que representan —caso de representar algo— muy equivoca­
damente, las opiniones y disposiciones que prevalecen generalmente en
Inglaterra. La vanidad, inquietud, petulancia y espíritu de intriga de
algunos calculistas que tratan de esconder su falta total de consecuencia
con ruido y alboroto, jactancia y citas mutuas, os hacen creer que nuestra
despreocupación despectiva hacia sus capacidades se debe tomar como sín­
toma general de aquiescencia a sus opiniones. Os aseguro que no hay
tal. Porque media docena de cigarras situadas bajo un helecho hagan
resonar en todo el campo su chirrido importuno, mientras miles de reses
mayores que reposan a la sombra del roble británico, rumian en silencio
no os imaginéis que quienes hacen el ruido son los únicos habitantes del
campo; que son, desde luego, muchos en número ni que sean otra cosa
sino los pequeños, encogidos, magros —aunque saltarines, ruidosos y per­
turbadores—, insectos del momento.
Casi me aventuro a afirmar que ni siquiera uno entre cien de nosotros
participa en el “triunfo” de la Sociedad de la Revolución. Si por azares
de la guerra el rey y la reina de Francia y sus hijos hubieran de caer en
nuestras manos en la más acre de todas las hostilidades (ruego al cielo
que tal acontecimiento, tal hostilidad no se produzcan), serían recibidos
en Londres con una clase distinta de entrada triunfal. Tuvimos en otro
tiempo a un rey de Francia en esa situación;64 habéis leído cómo fué tra­
tado por el vencedor en el campo de batalla y de qué manera fué recibido
posteriormente en Inglaterra. Han pasado cuatrocientos años; pero creo
que no hemos cambiado materialmente desde aquel período. Gracias a
nuestra resistencia tenaz a la innovación, gracias a la pereza fría de nuestro
carácter nacional, conservamos aún el sello de nuestros antepasados. No
hemos perdido, creo, la generosidad y dignidad de pensamiento del si­
glo xiv ni nos hemos convertido en salvajes a fuerza de sutilezas. No
somos conversos de Rousseau; no somos discípulos de Voltaire; Helvecio
no ha hecho progresos entre nosotros. No tenemos como predicadores a
los ateos ni a los locos como legisladores. Sabemos que no hemos hecho
descubrimientos y creemos que no hay nada qué descubrir en materia de
64 El rey Juan, hecho prisionero por el Príncipe Negro en Poitiers en 1356. (T.)
ii6 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
moralidad; ni tampoco mucho en los principios del gobierno ni en las
ideas de libertad, comprendidas ya mucho antes de que naciéramos tan
bien como lo serán después que la tumba haya amontonado su tierra
sobre nuestra presunción y de que la silenciosa losa sepulcral haya im­
puesto su ley a nuestra pertinaz locuacidad. En Inglaterra no nos hemos
vaciado aún de nuestras entrañas: sentimos todavía dentro de nosotros —y
los veneramos y cultivamos— esos sentimientos innatos que son los guar­
dianes fieles, los monitores activos de nuestro deber, los defensores reales
de toda moral liberal y varonil. No se nos ha destripado y empaquetado,
como pájaros disecados en museo, para rellenarnos con paja y trapos y
despreciables papeles emborronados que hablan confusamente de los De­
rechos del Hombre. Conservamos aún vivos y completos la totalidad de
nuestros sentimientos, sin que la pedantería y la infidelidad los hayan
adulterado, Tenemos aún corazones reales, de sangre y carne, que laten
en nuestro interior. Tememos a Dios, miramos con veneración a los reyes;
con afecto a los Parlamentos; con sumisión a los magistrados; con reve­
rencia a los sacerdotes y con respeto a la nobleza.65 ¿Por qué? Porque
cuando tales ideas aparecen ante nuestras mentes es natural que nos afec­
temos así; porque todos los demás sentimientos son falsos y espúreos, y
tienden a corromper nuestras inteligencias, viciar fundamentalmente nues­
tra moral, hacernos ineptos para la libertad natural y enseñarnos una in­
solencia servil, licenciosa y descuidada que nos sirva de diversión baja unos
pocos días feriados, haciéndonos perfectamente aptos para la esclavitud y
merecedores de ella durante todo el resto de nuestras vidas.
Ya véis, señor, que soy suficientemente audaz para confesar en esta
edad ilustrada que somos generalmente hombres de sentimientos innatos;
que en vez de prescindir de nuestros viejos prejuicios, los fomentamos en
un grado considerable y para mayor vergüenza nuestra los fomentamos
porque son prejuicios; y cuanto más han durado y cuanto más general­
mente han prevalecido, más los fomentamos. Tenemos miedo a hacer que
los hombres vivan y se relacionen basándose en su depósito personal de
razón; porque sospechamos que el depósito de cada hombre es pequeño y
que harían mejor los individuos aprovechando el banco general y el
capital común de las naciones y de los tiempos. Muchos de nuestros
especuladores, en vez de denunciar los prejuicios generales emplean su
63Un caballero que se cree sea un ministro no conformista ha publicado en uno de
los periódicos una carta que a mi juicio presentaba mal el carácter de los ingleses. Escri­
biendo al Dr. Price acerca del espíritu que prevalece en París dice: “El espíritu del pueblo
de esta ciudad ha abolido todas las orgullosas distinciones usurpadas por los reyes y los
nobles; cuando hablan del rey, el noble o el sacerdote SU lenguaje es el del más ilustrado y
liberal de los ingleses". Si este señor al decir ilustrado y liberal limita los términos a un
grupo de ingleses, puede que tenga razón. Pero aplicados de modo general no la tiene.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 117
sagacidad en descubrir la sabiduría latente que hay en ellos. Si encuentran
lo que buscan —y raras veces dejan de hacerlo— consideran más prudente
continuar con el prejuicio juntamente con la razón en él implícita, que
prescindir del abrigo del prejuicio y dejar únicamente la razón desnuda;
porque el prejuicio, con su razón, tiene un motivo que hace actuar esa
razón y un afecto que le da permanencia. El prejuicio se puede aplicar
inmediatamente caso necesario; hace que la mente emprenda previamen­
te un firme curso de prudencia y virtud y no deja al hombre titubeante,
escéptico, confuso e irresoluto en el momento de la decisión. El prejuicio
convierte en hábito la virtud de un hombre y no en una serie de actos
inconexos. Mediante prejuicios justos su deber se convierte en parte de su
naturaleza.
Vuestros hombres de letras y vuestros políticos, del mismo modo que,
en general, todo el clan de “ilustrados” que hay entre nosotros, difieren
esencialmente en estos puntos. No tienen respeto por la sabiduría de los
demás; pero lo compensan con una gran cantidad de confianza en sí
mismos. Para ellos el hecho de que un sistema sea viejo es motivo sufi­
ciente para destruirlo. Por lo que hace a los nuevos no tienen ningún
temor en cuanto a la duración de un edificio construido de prisa; porque
la duración no es motivo de preocupaciones para quienes piensan que
poco o nada se ha hecho antes de su época y depositan todas sus esperanzas
en los descubrimientos. Conciben, muy sistemáticamente, que todas las
cosas que dan perpetuidad son dañinas y por consiguiente están en guerra
sin cuartel contra todo lo establecido. Creen que el gobierno debería variar
como los modos de vestir y con tan pocas consecuencias lamentables como
éstos; que ninguna constitución estatal necesita ningún principio afectivo,
aparte de un sentimiento de conveniencia actual. Hablan siempre como
si opinaran que hay una especie singular de contrato entre ellos y sus ma­
gistrados, que obliga al magistrado, pero que no comporta para ellos
ninguna obligación recíproca, sino que la majestad del pueblo tiene dere­
cho a rescindirlo a voluntad y sin motivo expreso. Su mismo amor al país
es tal, únicamente en tanto en cuanto conviene a alguno de sus fugaces
proyectos; comienza y acaba con aquel sistema político que concuerda
con su momentánea opinión.
Estas doctrinas, o más bien sentimientos, parecen prevalecer entre
vuestros nuevos hombres de Estado. Pero son totalmente distintos de aque­
llos sobre los cuales hemos actuado siempre en este país.
Me dicen que a veces se afirma en Francia que lo que está ocurriendo
entre vosotros sigue el ejemplo de Inglaterra. Séame permitido afirmar
que muy poco de lo que se ha hecho en vuestro país ha tenido su origen
en la práctica o en las opiniones que prevaleven en este pueblo, tanto por
n8 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
lo que hace a los actos, como por lo relativo al espíritu de los procedi­
mientos. Quiero añadir que estamos tan poco deseosos de aprender esas
lecciones de Francia, como seguros de que nunca se las hemos enseñado a
ese país. Los cabildeadores de aquí, que sienten partícipes en vuestras
transacciones, son, hasta ahora, únicamente un puñado de hombres. Si
desgraciadamente con sus intrigas, sus sermones, sus publicaciones y
la confianza basada en una esperada unión con los consejos y fuerzas de la
nación francesa arrastraran a su facción un número considerable de gen­
tes, y en consecuencia intentaran seriamente hacer aquí algo, imitando lo
hecho por vosotros, el resultado sería —me aventuro a profetizarlo— que
realizarían pronto su propia destrucción. Este pueblo se negó en épocas
remotas a cambiar su ley con respecto a la infalibilidad de los papas68 y
no la cambiaría hoy por una piadosa fe implícita en el dogmatismo de los
filósofos; por más que aquél estuviera armado con el anatema y la cru­
zada y éstos actúen con el libelo y la farola.
Antiguamente vuestros asuntos constituían motivo de preocupación
únicamente para vosotros. Como hombres, los sentíamos pero nos man­
teníamos apartados de ellos, porque no éramos ciudadanos franceses. Pero
cuando vemos el modelo que se nos presenta como digno de imitación
tenemos que sentir como ingleses y, al hacerlo, que actuar como ingleses.
A pesar nuestro, vuestros asuntos han llegado a constituir parte de nues­
tros intereses; por lo menos para mantener alejada vuestra panacea o
vuestra plaga. Si es panacea no la queremos. Conocemos las consecuen­
cias de las medicinas innecesarias Si es plaga, es una plaga contra la que
debe establecerse la cuarentena más severa.

[Importancia Me dicen por todas partes que la gloria de muchos de los últimos
de la acontecimientos corresponde a un grupo que se llama a sí mismo filosó­
religión fico; y que sus opiniones y sistemas son el verdadero espíritu que informa
en la a la totalidad. No he oído de ningún partido inglés, literario o político
Sociedad
que haya sido conocido en ningún tiempo con esa denominación. ¿No
Civil]
está compuesto el vuestro de esos hombres a quienes el vulgo, con su estilo
familiar y romo, llama corrientemente ateos e infieles P Si lo estuviera, ad­
mito que también nosotros tenemos escritores que cabe incluir en esa de­
nominación y que hicieron algún ruido en su momento. Actualmente
duermen en un olvido perdurable. ¿Quién de entre los nacidos en los
últimos cuarenta años ha leído una palabra de Collins, o de Toland, o de
Tindal o de Chubb y de Morgan y de toda aquella raza que se intituló a

•® El Parlamento repudió la infeudación del reino al papa hecha por el rey Juan. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 119
sí misma de librepensadores? ¿Quién lee hoy a BolingbrokeP67 ¿Quién
le leyó completo alguna vez? Preguntad a los libreros de Londres qué
ha sido de todas estas lumbreras. Dentro de pocos años sus escasos suceso­
res pasarán al panteón familiar de “todos los Capuletos”. Pero cualesquie­
ra que fueran o sean, entre nosotros fueron y son individuos totalmente
desconectados del resto. Entre nosotros conservaron la naturaleza común
de su especie y no fueron gregarios. Nunca actuaron en corporación, ni
se les conoció nunca como facción en el Estado, ni se supuso que influye­
ran con ese nombre o carácter ni para las finalidades de tal facción, en nin­
guna de nuestras preocupaciones públicas. Si debieran existir y, en
consecuencia, si se les debiera permitir actuar, es otra cuestión. Como no
han existido tales grupos en Inglaterra, su espíritu no ha tenido ninguna
influencia en el marco original de nuestra constitución, ni en ninguna de
las varias reparaciones y mejoras que ha sufrido. Todo eso se ha hecho
bajo los auspicios, y confirmado por las sanciones, de la religión y de la
piedad. El todo ha sido resultado de la simplicidad de nuestro carácter
nacional y de una especie de sencillez innata y de rectitud de entendi­
miento que ha caracterizado durante largo tiempo a aquellos hombres que
han obtenido sucesivamente entre nosotros la autoridad. Esta disposición
perdura aún; al menos entre la gran mayoría del pueblo.
Sabemos y, lo que es mejor, sentimos íntimamente que la religión es
la base de la sociedad civil y la fuente de todo bien y todo consuelo.68 Esta­
mos tan convencidos de esto en Inglaterra, que no existe ninguna supers­
tición herrumbrosa, con todos los absurdos acumulados por la mente
humana en el curso de los siglos, que el noventa y nueve por ciento de los
ingleses no considerasen preferible a la impiedad. No seremos nunca tan
estúpidos como para pedir a un enemigo de la sustancia de un sistema que
elimine de él lo que tiene de corrompido, que subsane sus defectos o que
perfeccione su construcción. Si nuestros dogmas religiosos requieren
alguna vez mayores dilucidaciones, no recurriremos al ateísmo para ex­
plicarlos. No iluminaremos nuestro templo con ese fuego profano. Se ilu­
minará con otras luces. Se perfumará con un incienso distinto de esa ma­
67 Recuérdese que pese a su exabrupto, Burke conocía bien a Bolingbroke, tanto que

pudo imitar su estilo con tal perfección que la “Vindication of the National Society” de
aquél, publicaba anónimamente en su primera edición, fué atribuida, con absoluta unani­
midad a Bolingbroke. En esta misma obra el propio Burke cita otra vez a Bolingbroke. (T.)
68 Sit igitur hoc ab initio persuasum civibus, dominos esse omnium rerum ac modera-

tores, déos; caque, quae gerantur, eorum gen, vi, ditioni, ac numine; eosdemque optime
de genere hominum mereri; et qualis quisque sit, quid agat, quid in se admittat, qua men-
*te, qua pietate colat religiones intueri: piorum et impiorum habere rationem. His enim
rebus imbutee mentes haud sane abhorrebunt ab uti]i et a vera sentencia. Cicerón, De
Legibus, i.
120 TEXTOS políticos: reflexiones
teria infecta importada por los contrabandistas de una metafísica adultera­
da. Si nuestra constitución eclesiástica exigiera una revisión, no es la ava­
ricia o la capacidad, pública o privada la que utilizaremos para la
revisión de cuentas, la recaudación ni la aplicación de sus rentas. Sin
condenar violentamente al sistema religioso griego ni el armenio, ni
—una vez pasado el acaloramiento— el romano, preferimos el protes­
tante; no porque creamos que tiene menos elementos de la religión
cristiana, sino porque, a nuestro juicio, tiene más. Somos protestantes
no por indiferencia sino por celo.
Sabemos, y estamos orgullosos de ello, que el hombre es, por su cons­
titución, un animal religioso; que el ateísmo es no sólo contrario a la
razón, sino a los instintos humanos y que no puede perdurar mucho
tiempo. Pero si, en un momento de tumulto, en un delirio ebrio produ­
cido por el espíritu ardiente destilado en el alambique del infierno, que
hierve hoy tan furiosamente en Francia, tuviéramos que cubrir nuestra
desnudez, arrojando esa religión cristiana que ha sido hasta ahora nuestro
orgullo y nuestro consuelo y una gran fuente de civilización entre nosotros
y en muchas otras naciones, creemos (porque estamos seguros de que la
mente no soporta un vacío) que ocuparía su lugar alguna superstición
extraña, perniciosa y degradante.
Por esa razón, antes de que privemos a nuestra constitución religiosa
de los medios de estimación naturales y humanos y de despreciarla como
habéis hecho en vuestro país, incurriendo con ello en las penalidades que
merecéis, deseamos que se nos presente otra en su lugar. Entonces forma­
remos nuestro juicio.
Basándose en estas ideas, en lugar de luchar contra lo establecido,
como hacen algunos que han elaborado una filosofía y una religión a base
de su hostilidad a tales instituciones, nos adherimos férreamente a
ellas. Estamos decididos a mantener la religión constituida, y la monar­
quía constituida, la aristocracia constituida y la democracia constituida,
cada una en el grado que existe y no en uno mayor. Voy a mostraros in­
mediatamente lo que tenemos de cada una ellas.
Ha sido la desgracia de nuestra época (y no, como creen esos caba­
lleros, su gloria) el que en ella se discuta todo, como si la constitución de
nuestro país hubiera de ser siempre más bien motivo de disputa que
de goce. Por esta razón, y para satisfacción de aquellos de entre vosotros
(caso de que exista alguno) que deseen aprovecharse de los ejemplos aje­
nos, me aventuro a molestaros con unas pocas reflexiones acerca de estas
instituciones constituidas. No creo que fueran imprudentes en la anti­
gua Roma cuando al querer buscar nuevos modelos para sus leyes envia-
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 121

xon comisionados a que examinaran las repúblicas mejor constituidas que


había a su alcance.
Séame permitido hablar en primer lugar de la situación de nuestra
Iglesia, que es el primero de nuestros prejuicios, prejuicio no desprovisto de
razón, sino que implica una prudencia amplia y profunda. Hablaré, pues,
de ella en primer lugar. Es la primera, la última y la más constante de
nuestras preocupaciones. Porque, basándonos en ese sistema religioso que
poseemos, continuamos actuando de acuerdo con un sentimiento humano
recibido hace mucho tiempo y continuado uniformemente. Ese sentimien­
to no sólo ha edificado, como sabio arquitecto, la fábrica augusta de los
Estados, sino que, como propietario previsor, ha conservado la estructura
evitando la profanación y la ruina, como templo sagrado, purgado de
todas las impurezas del fraude y la violencia, la injusticia y la tiranía y ha
consagrado solemne y perdurablemente la comunidad y a todos los que
ofician en ella. Esta consagración se hace para que todos los que admi­
nistran en el gobierno de los hombres, en el que representan la persona
misma de Dios, tengan nociones elevadas y dignas de su función y des­
tino; para que su esperanza esté colmada de inmortalidad; para que no
miren al mezquino provecho del momento ni al elogio temporal y tran­
sitorio del vulgo, sino a una existencia permanente y sólida en la parte per­
manente de su naturaleza, y a una fama y gloria perdurables, en el ejem­
plo que dejan al mundo como rica herencia.
Tales principios sublimes deberían infundirse en las personas que
ocupan puestos exaltados, a la vez que se debería atender a las instituciones
religiosas para que los revivifiquen y los refuercen continuamente. Todas
las especies de instituciones morales, civiles y políticas que ayudan al
mantenimiento de los lazos racionales y naturales que conectan el enten­
dimiento y los afectos humanos con los divinos, no son sino necesarios
para edificar esa maravillosa estructura que es el hombre, cuya prerroga­
tiva es ser, en mayor grado que ninguna otra criatura, su propia obra, y
que si se hace como debe hacerse está destinado a tener en la creación un
puesto verdaderamente importante. Pero como toda naturaleza mejor
jlebería presidir siempre y más especialmente en ese caso, donde quiera que
el hombre se pone por encima de otros hombres, debería estar todo lo
cerca posible de la perfección.
La consagración del Estado mediante una religión estatal, es necesaria
para producir una fuerte impresión en los ciudadanos libres; ya que, con
objeto de asegurar su libertad, tienen que disfrutar de alguna parte deter­
minada de poder. Por consiguiente, es más necesaria para ellos una reli­
gión conectada con el Estado y que les impone deberes respecto a él, que
en aquellas sociedades donde el pueblo está confinado, por su situación de
122 TEXTOS políticos: reflexiones
sujección, a los sentimientos privados y a la dirección de sus asuntos fami­
liares. Se debería inculcar fuerte y poderosamente a todas las personas que
poseen una parte de poder la idea de que actúan como fideicomisarios; y
que tienen que dar cuenta de su fideicomiso al Gran Amo, Autor y Fun­
dador de la sociedad.
Este principio debería inculcarse aún con más fuerza en las mentes
de quienes componen la soberanía colectiva que en las de los príncipes.
Sin instrumentos esos príncipes no pueden hacer nada. Quienquiera que
utiliza instrumentos, al encontrar ayuda encuentra también impedimen­
tos. Por consiguiente, su poder no es, en modo alguno, completo; ni
están seguros con el abuso extremo. Tales personas aunque estén exalta­
das por la adulación, la arrogancia y la vanidad, tienen que darse cuenta
de que, tanto si están amparadas por el derecho positivo como si no lo
están, son, en cierta medida, responsables, incluso aquí, del abuso que
hagan de la confianza en ellos depositada. Si no les derriba una rebelión
de su pueblo, pueden estrangularlos los mismos jenízaros en quienes se
apoyan para asegurarse frente toda otra rebelión. Así hemos visto al rey
de Francia vendido por sus soldados por un aumento de paga. Pero don­
dequiera que la autoridad popular es absoluta y sin restricciones, el pueblo
tiene una confianza infinitamente mayor, porque está fundada sobre
bases mucho más seguras, en su propio poder. Son los mismos ciudadanos
quienes constituyen en gran medida sus propios instrumentos. Están más
cerca de sus objetos. Además tienen menores responsabilidades con res­
pecto a uno de los mayores poderes de control que existen en la tierra, el
sentimiento de la fama y la estimación. La parte de infamia que es pro­
bable que recaiga sobre cada individuo por los actos públicos, es bien
pequeña, ya que la eficacia de la opinión está en razón inversa del número
de los que abusan del poder. Su propia aprobación de sus propios actos
tiene para ellos la apariencia de un juicio público a su favor. Una demo­
cracia perfecta es, pues, la cosa menos vengonzosa del mundo. Y por serlo
es también la que tiene menos temor. Ningún hombre siente el hecho de
que su propia persona puede estar sometida a un castigo. Ciertamente el
pueblo en su conjunto no debe ser castigado nunca, ya que todos los cas­
tigos se infligen para la conservación del pueblo en general y, por consi­
guiente, éste no puede ser nunca objeto de castigos impuestos por ninguna
mano humana.69 Por consiguiente, es de infinita importancia que los
ciudadanos libres no crean que su voluntad, no más que la de los reyes,
es el patrón para juzgar de lo justo y de la injusto. Deberían estar per­
suadidos de que tienen tan pocos títulos como aquéllos para utilizar un
poder arbitrario cualquiera y menos cualificados por lo que hace a su pro-
69 Quicquid mullís peccantur inultum.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 123
pía seguridad. Y por consiguiente de que no deben —bajo una falsa apa­
riencia de libertad, que en realidad supone una dominación antinatural
e invertida— exigir tiránicamente de quienes actúan en el Estado no una
devoción plena por sus intereses —cosa a la que tienen derecho— sino
una sumisión abyecta a su voluntad ocasional; y con ella se extinguen en
todos los que le sirven todo principio moral y toda firmeza de carácter;
en tanto que por el mismo proceso abandonan por sí mismos una presa
adecuada y conveniente, pero despreciable a la ambición servil de los sico­
fantes populares o de los aduladores cortesanos.
Cuando el pueblo se haya liberado de toda ambición de voluntad egoís­
ta, cosa que es imposible sin religión; cuando tenga conciencia de que
ejerce —y ejerce acaso en un grade más alto en el orden de delegación— el
poder —que para ser legítimo tiene que ser conforme a esa ley eterna e
inmutable, en la cual voluntad y razón son lo mismo— tendrá más cuidado
antes de depositar el poder en manos bajas e incapaces. Al elegir para ocu­
par puestos públicos no nombrará para ejercitar la autoridad como tarea
penosa, sino como función sagrada; no conforme a su interés egoísta sórdi­
do ni a su capricho antojadizo, ni a su voluntad arbitraria; sino que
conferirá ese poder (que todo hombre debería dar o recibir temblando)
solamente a aquellos en quienes pueda discernir esa proporción predo­
minante de virtud y sabiduría activas que resulte en conjunto adecuada
para el cargo, hasta el punto en que es posible encontrarla en la masa,
grande e inevitablemente mezclada, de imperfecciones e incapacidades
humanas.
Cuando el pueblo esté convencido normalmente de que para Aquel
cuya esencia es buena no puede ser aceptable ningún mal, ni como hecho,
ni como tolerado, será más capáz de extirpar de las mentes de todos los
magistrados, civiles, eclesiásticos o militares, todo lo que implique el pa­
recido más remoto con una dominación orgullosa e ilegal.
Pero uno de los primeros y más importantes principios en que se
basan la comunidad y las leyes, es el de que, en cuanto usufructuarios
temporales de él —por el tiempo de sus vidas— no deben actuar como
si fuesen dueños absolutos y sin tener en cuenta que lo han recibido de
sus antecesores y que lo deben a su posteridad; que no deben pensar que
figura entre sus derechos el de interrumpir la transmisión de la herencia,
o malgastar ésta destruyendo a su placer la fábrica original toda de su
sociedad, arriesgándose a dejar a quienes vienen tras ellos una ruina en
vez de un edificio habitable —enseñando a la vez a sus sucesores a respe­
tar lo por ellos creado tan poco como han respetado ellos las instituciones
de sus antepasados—. Con esta facilidad carente de principios para cam­
biar el Estado tanto, tan a menudo y en tantos aspectos como cambian los
I24 TEXTOS políticos: reflexiones
caprichos o las modas, toda la cadena y continuidad de la comunidad
política se quebraría. Ninguna generación enlazaría con la otra. Los
hombres serían poco mejor que las moscas de un verano.
Y en primer lugar, la ciencia de la jurisprudencia, orgullo del in­
telecto humano que con todos sus defectos, redundancias y errores es el
depósito de la razón de los tiempos que combina los principios de la
justicia original con la infinita variedad de preocupaciones humanas,
dejaría de ser estudiada, al ser considerada como montón de viejos erro­
res ya puestos de manifiesto. Le usurparía el puesto la autosuficiencia y
arrogancia personal (acompañamiento seguro de todos aquellos que no
han experimentado nunca una sabiduría mayor que la propia). Natu­
ralmente, no habría ley cierta que estableciera fundamentos invariables
de esperanza y de temor, que gobernase las acciones de los hombres, ni
las dirigiese hacia un fin cierto. Ni habría nada estable en el modo de
mantener la propiedad o de ejercer una función que pudiese formar un
fundamento sólido en el que pudiera basarse un padre para la educación
de sus hijos o para decidir acerca de su futura situación en el mundo.
Ningún principio llegaría a convertirse en hábito. En cuanto el ins­
tructor más capaz hubiera completado su laboriosa instrucción, al ir a
enviar a su discípulo, imbuido de una disciplina virtuosa, adecuada para
procurarle atención y respeto en el puesto que ocupara en la sociedad,
se encontraría todo cambiado y con que lo había convertido en una
criatura objeto de desprecio e irrisión del mundo, ignorante de los fun­
damentos reales de su estimación. ¿Quién podría asegurar que seguiría
vivo un sentimiento de honor tierno y delicado, originado en los prime­
ros latidos del corazón, cuando nadie pudiera saber cuál era la prueba
del honor de una nación que estuviera cambiando constantemente el
patrón de su moneda? Ninguna esfera de la vida conservaría lo adqui­
rido. La barbarie con respecto a la ciencia y la literatura, la falta de
destreza por lo que hace a las artes y manufacturas seguirían inevitable­
mente a la falta de una educación sólida y unos principios firmemente
establecidos; y así, en el curso de las generaciones, la comunidad política
se desharía desintegrándose en el polvo impalpable de la individualidad
y acabaría por ser dispersada a todos los vientos.
Para evitar, pues, los males de la inconstancia y la versatilidad, diez
mil veces peores que los de la obstinación y el prejuicio más ciego, hemos
consagrado el Estado con objeto de que nadie investigue sus defectos
y corrupciones sin las precauciones debidas; de que nadie sueñe con
comenzar su reforma subvirtiéndolo todo; de que quien estudie las faltas
del Estado las considere, como las heridas de un padre, con veneración
piadosa y temblorosa solicitud. Por este prejuicio prudente se nos ense­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 125

ña a mirar con horror a aquellos hijos de su país que están prontos a


cortar precipitadamente en pedazos a ese anciano padre y colocarlo en
manos de los magos con la esperanza de que con sus filtros venenosos y
sus encantamientos sanguinarios puedan regenerar la constitución pa­
terna y renovar la vida de su progenitor.
La sociedad es ciertamente un contrato. Los contratos accesorios
concluidos pensando en objetos de mero interés ocasional pueden ser
rescindidos a voluntad —pero el Estado no puede considerarse de la
misma medida que un pacto de constitución de sociedad que trafica en
pimienta y café, en algodón o tabaco o en alguna otra preocupación
baja, que puede ser creada en consideración a un interés temporal de
poca importancia y disuelto al arbitrio de las partes—. Hay que conside­
rarlo con otra reverencia, porque no es una asociación (partnership)70 que
se proponga lograr cosas que hacen referencia únicamente a la existencia
animal dé naturaleza temporal y perecedera. Es una sociedad de toda
ciencia y de todo arte; una sociedad de toda virtud y toda perfección.
Por lo que hace a los fines de tal asociación, no pueden conseguirse en
muchas generaciones y por ello es una asociación no sólo entre los vivos,
sino entre los vivos, los muertos y los que han de nacer. Todo contrato de
todo Estado particular no es sino una cláusula del gran contrato primario
de la sociedad eterna que liga las naturalezas inferiores con las superio­
res, conectando el mundo visible con el invisible, según un pacto fijo, san­
cionado por el juramento inviolable que mantiene en sus puestos apropia­
dos todas las naturalezas físicas y morales. Esta ley no está sometida a la
voluntad de quienes, por una obligación superior, infinitamente superior
a ellos, están obligados a someter a aquélla su voluntad. Las corporaciones
locales de ese reino universal no están moralmente en libertad de hacer
su capricho, ni de prescindir, en sus especulaciones encaminadas a una
mejora contingente, de los lazos de su comunidad subordinada y disol­
verla en un casos antisocial, incivil e inconexo de principios elementales.
Sólo una necesidad suprema y primera, una necesidad anterior a la delibe­
ración y que no admite discusión ni exige pruebas, puede justificar el
recurso a la anarquía. Esa necesidad no es excepción a la regla, porque
esa necesidad es, en sí misma, parte también de esa disposición moral y
física de las cosas, a la que el hombre debe obedecer de grado o por fuerza;
pero si aquello que es únicamente sumisión a la necesidad se convierte en
objeto de elección, la ley se rompe, se desobedece la naturaleza y los rebel­
des se ponen fuera de la ley, son expulsados y desterrados de este mundo

70 Burke emplea las palabras “partnership in” tanto en esta frase como en las si­

guientes. (T.)
126 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
de razón, orden, paz y virtud y penitencia fructífera, al mundo antagó­
nico de locura, discordia, vicio, confusión y tristeza inútil.
Estos, mi querido amigo, eran, son y espero que serán por mucho
tiempo los sentimientos de las personas más ilustradas y reflexivas de este
reino. Los incluidos en este grupo basan sus opiniones en los fundamen­
tos en que tales personas deben basarlos. Los menos curiosos los reciben
de una autoridad, a la que no deben avergonzarse en aceptar aquellos a
quienes la Providencia obliga a vivir basándose en la confianza. Estos dos
tipos de hombre se mueven en la misma dirección, aunque en sitios dis­
tintos. Ambos se mueven conforme al orden del universo. Ambos cono­
cen o sienten esta vieja y gran verdad: Quod illi principi et praepotenti
Deo qui omnem hunc mundum regit, nihil eorum quae quídam fiant in
terris acceptius quam concilia et coetus hominum jure sociati quae civita-
tes appellantur. Toman este dogma de la cabeza y el corazón, no por el
gran nombre que recuerda inmediatamente71 ni por el aún mayor de
donde deriva, sino del único que puede dar verdadero peso y sanción a
toda opinión ilustrada: la naturaleza común y la relación común de los
hombres. Convencidos de que todas las cosas deben ser hechas con refe­
rencia a algo y refiriendo todas al punto de referencia a que deben serlo,
se sienten obligados, no sólo como individuos en el santuario de su cora­
zón, o como congregados en esa capacidad personal, a renovar la memoria
de su alto origen y casta; sino también en su carácter corporativo para
realizar su homenaje nacional al Instituidor, Autor y Protector de la socie­
dad civil, la cual sin el hombre no podría llegar de ninguna ma­
nera a la perfección de que es capaz su naturaleza, ni siquiera aproxi­
marse a ella de modo tenue y remoto. Conciben que Aquél que dió a
nuestra naturaleza la capacidad de perfeccionarse por la virtud, quería
también los medios necesarios de su perfección. Quería, por consiguiente,
el Estado; quería su conexión con la fuente y arquetipo original de la
perfección. Quienes están convencidos de que ésta es su voluntad, que es
la ley de leyes y soberana de los soberanos, no pueden considerar reprensi­
ble que esta fidelidad corporativa nuestra, que este reconocimiento nuestro
de su señorío principal, casi diría esta obligación del Estado mismo, como
oferta valiosa, en el altar de la veneración universal, debería realizarse
como se realizan todos los actos públicos y solemnes por lo que se refiere
a edificios, música, decorado, discursos, dignidad de las personas, según
las costumbres de la humanidad, tal como las enseña su naturaleza; es
decir, con esplendor modesto, con solemnidad no afectada, con suave
majestad y sobria pompa. Creen que emplear para estos propósitos alguna
parte de la riqueza del país, es tan útil como puede serlo fomentar el lujo
71 Son palabras del sueño de Catón en la República de Cicerón (libro vi). (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 127
de los individuos. Es el adorno público. Es el consuelo público. Alimen­
ta la esperanza pública. El hombre más pobre encuentra en ello su propia
importancia y dignidad; en tanto que la riqueza y el orgullo individuales
hacen que el hombre de rango y fortuna humildes sienta en todo mo­
mento su inferioridad, degradando y envileciendo a la vez su condición.
Esta porción de la riqueza general del país se emplea y santifica en bene­
ficio del hombre de vida humilde, para elevar su naturaleza y para poner
ante su mente un estado en el que los privilegios de la opulencia cesarán,
en el que será igual por naturaleza, y podrá ser más que igual por la
virtud.
Os aseguro que no aspiro a la singularidad. Os estoy expresando opi­
niones que han sido aceptadas entre nosotros desde tiempos muy remotos
hasta este momento con aprobación general y continua, y que están tan
arraigadas en mi mente que soy incapaz de distinguir lo que he aprendido
de los otros resultados de mi propia meditación.
Fundándose en los mismos principios la mayoría del pueblo de In­
glaterra, lejos de considerar ilegítima la institución de una iglesia nacio­
nal, difícilmente puede considerar legítimo el que no haya una. Estáis
totalmente equivocados en Francia si no creéis que estamos unidos a esta
institución por encima de todas las cosas y de todas las naciones; y cuando
este pueblo ha actuado imprudente e injustificablemente en su favor (cosa
que ha hecho en varios casos) sin duda, podéis descubrir su celo aún
en sus mismos errores.
Este principio circula por todo nuestro sistema constitucional. Los
ingleses no consideran la institución de su iglesia nacional como conve­
niente, sino como esencial a su Estado; no como algo heterogéneo y
separable; algo añadido por comodidad; que pueden conservar o eliminar
según sus ideas temporales de conveniencia. La consideran como funda­
mento de toda su constitución, con la cual y con cada una de cuyas partes,
mantiene una unión indisoluble. Iglesia y Estado son, en sus mentes,
ideas inseparables, y con dificultad puede mencionarse una sin mencionar
la otra.
Nuestra educación está conformada de manera que refuerza y fija
esa impresión. Está, en cierta manera, enteramente en manos de los
eclesiásticos, en todas las etapas, desde la infancia hasta la madurez.
Cuando nuestra juventud —al dejar las escuelas y las universidades
y entrar en el período más importante de la vida, que comienza a enlazar
experiencia y estudios— visita otros países, en lugar de los viejos criados
que hemos visto actuar como custodios de los hombres principales de otros
sitios, tres cuartas partes de quienes van al extranjero con nuestros jóve­
nes nobles y caballeros son eclesiásticos; van, no como maestros austeros,
128 TEXTOS políticos: reflexiones
ni como meros miembros de su séquito, sino como amigos y compañeros
de carácter más grave, y son con frecuencia personas tan bien nacidas como
aquéllos. Mantienen con ellos relaciones de amistad y una conexión ín­
tima durante toda la vida. Mediante esta conexión unimos nuestros
caballeros a la Iglesia y liberalizamos a la vez la Iglesia mediante el
trato con las personalidades sobresalientes del país.
Tan tenaces somos en mantener los viejos modos eclesiásticos y las
modalidades de la institución, que desde los siglos xiv y xv se han hecho
en ellos muy pocas alteraciones: adheridos en este particular, como en
todas las demás cosas, a las máximas establecidas, nunca nos separamos
enteramente ni de modo repentino de la antigüedad. Encontramos que
esas viejas instituciones eran, en conjunto, favorables a la moralidad y la
disciplina y las creimos susceptibles de enmienda sin modificar sus fun­
damentos. Las consideramos capaces de recibir y mejorar, y sobre todo
de conservar, las accesiones de la ciencia y la literatura tal como las vayan
produciendo sucesivamente los designios de la Providencia. Y después
de todo, con esta educación gótica y monástica (pues tal es su fundamen­
to) podemos enorgullecemos de haber tenido una parte tan grande y
tan temprana como cualquier otra nación de Europa en todas las mejo­
ras de la ciencia, el arte y la literatura que han iluminado y adornado el
mundo moderno; creemos que una de las causas principales de esta me­
jora ha sido el hecho de no haber despreciado el patrimonio de conoci­
mientos que nos legaron nuestros antepasados.
Por esa adhesión nuestra a la iglesia de Estado la nación inglesa no
consideró prudente confiar ese interés fundamental de la totalidad a algo
a lo que no confía ninguna parte de su servicio público, civil o militar,
es decir a la contribución inestable y precaria de los individuos. Va más
allá. No ha soportado ciertamente nunca, ni sufrirá tampoco en lo por­
venir, que la propiedad de la Iglesia se convierta en una pensión depen­
diente del tesoro, que se retarde, se retenga o se extinga acaso por dificul­
tades fiscales; dificultades que se fingen a veces por propósitos políticos
y que de hecho se producen con frecuencia por la extravagancia, la negli­
gencia y la rapacidad de los políticos. El pueblo de Inglaterra cree que
ha tenido motivos constitucionales, a la vez que religiosos, para oponerse
a todo proyecto de convertir su clero independiente en pensionistas ecle­
siásticos del Estado. Tiembla por su libertad ante la influencia de un
clero dependiente de la corona; tiembla por la tranquilidad pública que
se alteraría a consecuencia de los desórdenes de un clero faccioso, caso
de depender de una autoridad distinta de la corona. Por ello ha hecho
que su Iglesia —como su rey y su nobleza— sea independiente.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 129

Por razones concurrentes de religión y de política constitucional y


por su creencia de que constituye un deber establecer una provisión se­
gura para el consuelo de los débiles y la instrucción de los ignorantes, ha
incorporado e identificado la propiedad de la Iglesia con la masa de pro­
piedad privada72 de que no es propietario el Estado —ni en cuanto al uso
ni en cuanto al dominio— sino únicamente custodio y regulador. Ha
ordenado que la provisión de esta institución sea tan estable como la tierra
en que descansa y no fluctúe con el Euripo de los fondos y las acciones.
Los hombres de Inglaterra, quiero decir los hombres ilustrados y
directores de Inglaterra, cuya sabiduría (si alguna tienen) es franca y di­
recta, se avergonzarían —como si hubieran empleado un truco estúpido
y engañoso— de profesar verbalmente una religión que despreciaran con
sus actos. Se dan cuenta de que si con su conducta (único lenguaje que
rara vez miente) parecieran considerar el gran principio regulador del
mundo natural y moral como mera invención para obligar al vulgo a la
obediencia, destruirían con ello el propósito político que tienen a la vista.
Encontrarían difícil hacer creer a los otros en un sistema al que manifies­
tamente no concedían ningún crédito. Los estadistas cristianos de este
país proveerían en primer lugar para la multitud porque es la multitud;
y, como tal, el objeto primero de la institución eclesiástica y de todas las
instituciones. El hecho de que el Evangelio fuera predicado a los pobres,
les ha enseñado cuál es una de las grandes pruebas de su auténtica mi­
sión. Piensan, por consiguiente, que aquellos a quienes no les importa
que se predique a los pobres no creen en él. Pero como saben que la ca­
ridad no está limitada a ningún grupo de hombres, sino que debe apli­
carse a todos los que tienen necesidades, no están desprovistos de un sen­
timiento debido y solícito de piedad por las calamidades de los grandes,
cuando éstos son desgraciados. El hedor de su arrogancia y presunción
no les impide, por una exagerada delicadeza, dedicar una atención cura­
tiva a sus pústulas mentales y a sus úlceras purulentas. Se dan cuenta de
que la instrucción religiosa es para ellos más importante que para los
demás por la magnitud de las tentaciones a que están expuestos, por las
consecuencias importantes que derivan de sus faltas, por el contagio de
su mal ejemplo, por la necesidad de humillar la terca cerviz de su orgullo
y ambición al yugo de la moderación y la virtud, por la consideración
de la gran estupidez y grosera ignorancia acerca de lo que más importa
al hombre conocer, que prevalecen en las cortes, en las jefaturas de los
ejércitos y en los senados tanto como en el telar y en el campo.
72 En el debate sobre la derogación de la ley de Uniformidad (1772) Burke había

sostenido que la Iglesia anglicana era una sociedad voluntaria favorecida por el Estado y
que los diezmos eran una especie de impuesto. (T.)
130 textos políticos: reflexiones

El pueblo inglés está convencido de que los consuelos de la religión


son tan necesarios para los grandes como sus instrucciones. También
ellos figuran entre los desgraciados. Sufren dolores personales y penali­
dades domésticas. En esto no tienen ningún privilegio, sino que están
sujetos a pagar todo su contingente a las contribuciones que cobra la mor­
talidad. Necesitan este bálsamo soberano para sus preocupaciones y cui­
dados corrosivos que, al estar más alejadas de las necesidades limitadas
de la vida animal, son ilimitables y se diversifican en combinaciones infi­
nitas en las regiones salvajes e ilimitadas de la imaginación. Estos her­
manos, a veces muy desgraciados, necesitan alguna limosna caritativa que
llene el triste vacío que reina en las mentes que no tienen nada que espe­
rar o que temer en la tierra; algo que mitigue la languidez mortal y la
laxitud cansada de quienes no tienen nada que hacer; algo que prorrogue
un gusto por la existencia en la hartura que sigue a todos los placeres que
se pueden comprar, cuando la naturaleza no queda confiada a sus pro­
pios procesos, cuando hasta el deseo se ve anticipado y derrotado el goce
por meditados planes e invenciones placenteras; y cuando no se interpo­
nen ningún intervalo ni obstáculo entre el deseo y su satisfacción.
El pueblo de Inglaterra sabe que es poco probable que los profeso­
res de religión alcancen gran influencia cerca de los ricos y poderosos
por herencia, y menos aún con los nuevos ricos, si no se presentan en
forma adecuada a aquellos con quienes tienen que asociarse, y sobre quie­
nes tienen incluso que ejercer en algunos casos, algo parecido a una
forma de autoridad. ¿Qué pensarían de ese cuerpo de profesores si no
les viera en modo alguno por encima de la situación de sus servidores
domésticos ? Si la pobreza fuese voluntaria podría haber alguna diferen­
cia. Casos extremos de abnegación ejercen un influjo poderoso sobre
nuestras mentes; y un hombre que no tiene necesidades ha obtenido
gran libertad, firmeza e incluso dignidad. Pero como la masa de cual­
quier grupo de hombres, no está compuesta sino de hombres y su pobreza
no puede ser voluntaria, esa falta de consideración que acompaña a la po­
breza laica, no dejaría de cubrir también a la eclesiástica. Nuestra pre­
visora Constitución ha tenido, en consecuencia, cuidado de que quienes
han de instruir a la ignorancia presuntuosa, quienes han de ser censores
del vicio insolente, no incurran nunca en su desprecio, ni vivan de sus
limosnas; así la pobreza de los eclesiásticos no tentará a los ricos a des­
preciar la verdadera medicina de sus mentes. Por estas razones a la vez
que proveemos en primer lugar para los pobres con solicitud paternal,
no hemos relegado la religión (como algo de que estuviéramos avergon­
zados de mostrar), a los municipios oscuros o a los pueblecillos rústicos.
¡ No! Hemos querido exaltar su frente mitrada en cortes y parlamentos.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Hemos querido que se mezcle con toda la masa de la vida y se funda con
todas las clases de la sociedad. El pueblo de Inglaterra enseñará a los
altivos potentados del mundo y a sus sofistas charlatanes que una nación
libre, generosa e ilustrada, honra a los altos magistrados de su Iglesia;
que no tolera que la insolencia de la riqueza o de los títulos, ni ninguna
otra clase de pretensión orgullosa mire despectivamente de arriba abajo
a lo que debe mirar con reverencia; ni trata de pisotear esa nobleza per­
sonal adquirida que es de desear que sea siempre —y que es a menudo—
el fruto, no la recompensa (¿cuál podría ser la recompensa?), de la
instrucción, la piedad y la virtud. Puede ver sin lamentarlo ni protestar
por ello que un arzobispo tenga la precedencia sobre un duque. Puede
ver que un obispo de Durham o de Winchester, esté en posesión de diez
mil libras anuales; y no pueden comprender por qué esa cantidad está
en peores manos que las propiedades de análoga importancia que posee
este conde o ese caballero; aunque es posible que aquél no tenga tantos
perros y caballos como éstos, y alimente con sus frutos a los hijos del
pueblo en vez de a esos animales. Es cierto que no toda la renta de la
Iglesia se emplea siempre, ni hasta el último chelín, en caridad, ni acaso
fuera conveniente hacerlo así; pero en todo caso hay, generalmente, una
parte que se emplea de este modo. Es preferible fomentar la virtud y la
humanidad dejando mucho a la libre voluntad, aunque se pierda algo del
objeto, que intentar hacer de los hombres meras máquinas e instrumen­
tos de una benevolencia política. El mundo en su conjunto ganará con
una libertad, sin la cual no puede existir la virtud.
Una vez que la comunidad política ha considerado las posesiones de
la Iglesia como propiedad, no puede, lógicamente, discutir el más o el
menos. Demasiado y demasiado poco son traición contra la propiedad.
¿Qué males pueden derivar de la cantidad que haya en una mano, si la
autoridad suprema tiene una superintendencia plena y soberana sobre
esta, como sobre las demás especies de propiedad, para impedir cualquier
clase de abuso; y cuando si caso de desviarse notablemente puede darle
una dirección adecuada a los propósitos de la institución?
La mayor parte de los ingleses creemos que es por envidia y mala
voluntad hacia quienes son con frecuencia los iniciadores de su propia
fortuna, y no por amor de la abnegación y la mortificación de la Iglesia
antigua, por lo que algunos miran con malos ojos las distinciones, honores
y rentas que sin detrimento de nadie, se destinan a la virtud. Los oídos
del pueblo inglés están habituados a distinguir. Oyen a esos hombres
hablar fuerte. Su lengua les traiciona. Su lenguaje es el patois del fraude;
la jerga y el balbuceo de la hipocresía. El pueblo de Inglaterra tiene que
pensar así cuando esos charlatanes fingen querer volver al clero a aque-
132 TEXTOS politicos: reflexiones
lia pobreza evangélica primitiva que, en espíritu, debería existir siem­
pre en él (e igualmente en nosotros, querámoslo o no), pero que hay
que variarla en la realidad al estar modificada la relación de ese cuerpo
con el Estado; cuando las maneras, los modos de vida, el orden todo de
los asuntos humanos ha sufrido una revolución total. Cuando veamos
que esos reformadores entregan sus propios bienes a la comunidad y
someten sus propias personas a la disciplina austera de la Iglesia primitiva
creeremos que son entusiastas honestos y no, como pensamos ahora, en­
gañadores y tramposos.
Arraigadas estas ideas en sus mentes, los Comunes de la Gran Bre­
taña no recurrirán nunca en épocas de perturbación nacional a la con­
fiscación de las propiedades de la Iglesia y los pobres. El sacrilegio y la
proscripción no figuran entre los medios que utiliza nuestra comisión
de presupuestos. Los judíos de Change Alley no han osado aún aludir a
la posibilidad de una hipoteca sobre los bienes que pertenecen a la sede
de Cantorbery. No temo ser desmentido cuando os aseguro que no hay
un solo hombre público en este reino que pudierais citar en vuestro apoyo;
ni ninguno, de cualquier partido o grupo que sea, que no repruebe la
confiscación deshonesta, pérfida y cruel de esa propiedad que se ha visto
obligada a decretar la Asamblea Nacional, cuyo primer deber era pro­
tegerla.

[La Os digo con la alegría de un cierto orgullo nacional que aquellos de


confiscación entre nosotros que han brindado con la copa de sus abominaciones en
de las honor de las sociedades de París, se han desilusionado. El despojo de
propiedades vuestra Iglesia ha resultado ser una seguridad para las posesiones de la
de la
nuestra. Ha levantado al pueblo, que ve con horror y alarma ese acto
Iglesia
de enorme y desvergonzado de proscripción. Le ha abierto los ojos y se
Francia] los abrirá más y más respecto a esa amplitud mental egoísta y respecto
a la liberalidad estrecha de sentimientos de hombres insidiosos que, co­
menzando por la hipocresía y el fraude ocultos han acabado con la violen­
cia y la rapiña francas. En este país evitaremos comienzos semejantes.
Estamos en guardia contra finales parecidos.
Espero que no perderemos nunca tan totalmente el sentido de los
deberes que nos impone la ley de la unión social como para confiscar,
bajo ningún pretexto de servicio público, los bienes de un sencillo ciuda­
dano que no ha cometido ningún crimen. ¿ Quién si no un tirano (nom­
bre que expresa todo lo que puede viciar y degradar la naturaleza huma­
na) podría pensar en apoderarse de la propiedad de grupos enteros, de
cientos y de miles de hombres sin acusarlos, sin oírlos, sin someterlos a
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 133
proceso? ¿Quién que no haya perdido todo sentimiento de humanidad
podría pensar en derribar a hombres de rango ilustre y funciones sagra­
das, algunos de los cuales tienen una edad que pide por sí sola reverencia
y compasión —en derribarles, digo, de la más alta situación dentro de la
comunidad —en la que se mantenían merced a su propiedad agraria—,
a un estado de indigencia, depresión y desprecio?
Los confiscadores han hecho, es cierto, a sus víctimas algunas conce­
siones, sacadas de los desperdicios y fragmentos de sus propias mesas,
de las que han sido expulsados tan duramente, y que tan liberalmente
han sido ofrecidas como festín a las arpías de la usura. Pero sacar a los
hombres de la independencia para que vivan de limosna, es en sí una
gran crueldad. Lo que podría ser una situación tolerable para hombres de
un cierto tipo de vida y no habituados a otras cosas puede, cuando no se
dé ninguna de estas circunstancias, ser una revolución terrible; revolución
a la que toda mente virtuosa le dolerá condenar a nadie excepto a los
culpables de aquellos delitos que se pagan con la vida del criminal. Pero
para muchas mentes este castigo de la degradación y la infamia es peor
que la muerte. Indudablemente es una agravación infinita de este cruel
sufrimiento, el hecho de que las personas a las que se enseñó un doble
prejuicio en favor de la religión —por su educación y por el puesto que
ocupaban en la administración de sus funciones— hayan de recibir el
remanente de su propiedad como limosna, de las manos profanas e impías
de quienes les han saqueado todo el resto; recibir (si algo reciben) lo
necesario al mantenimiento de la religión, medido por el patrón del des­
precio en que se la tiene, no de las contribuciones caritativas de los fieles,
sino de la ternura insolente del ateísmo y con el propósito de envilecer
a quienes reciben ese dinero y de hacerles indignos de estima a los ojos
de la humanidad.
Pero este acto de apoderarse de la propiedad, es, a lo que parece,
un juicio legal y no una confiscación. En las academias del Palais Royal
y de los Jacobinos han encontrado, al parecer, que ciertos hombres no
tienen derecho a la posesión de lo que han tenido con arreglo a derecho,
costumbre, decisiones de los tribunales y la prescripción acumulada de
miles de años. Dicen que las personas eclesiásticas son ficticias, criaturas
del Estado, que puede destruirlas a voluntad y, naturalmente, limitarlas
y modificarlas en todos sus aspectos; que los bienes que poseen no son
propiamente suyos, sino que pertenecen al Estado que creó la ficción; y
que, por consiguiente, no debemos preocuparnos de lo que puedan sufrir
en sus sentimientos naturales y en sus personas naturales, como conse­
cuencia de lo que se les hace en este su carácter ficticio. Pero ¿ qué impor­
tancia tiene el nombre bajo el cual se injuria a los hombres y se les priva
134 TEXTOS políticos: reflexiones
de los justos emolumentos de una profesión que no sólo se les permitió
ejercer por el Estado, sino que el propio Estado les estimuló a emprender
y en la supuesta seguridad de cuyos emolumentos habían basado su plan
de vida, contraído deudas y hecho depender de ellos a multitud de gentes ?
No imaginéis, señor, que voy a tributar a esta miserable distinción
de personas el cumplido de un largo estudio. Los argumentos de la tira­
nía son tan despreciables como terrible su fuerza. Si vuestros confiscado-
res no hubieran obtenido, mediante sus crímenes anteriores, un poder que
les asegura la impunidad de todos los crímenes de que se han hecho
culpables desde entonces y de los que puedan cometer en lo sucesivo,
no sería el silogismo del lógico, sino el látigo del verdugo quien refutaría
unos sofismas que se han hecho cómplices del robo y el asesinato. Los
tiranos sofistas de París declaman a gritos contra los regios tiranos idos
que, en épocas anteriores, vejaron al mundo. Son osados porque se sien­
ten seguros, teniendo a sus antiguos amos en las fortalezas y las jaulas de
hierro. ¿Hemos de ser más delicados con los tiranos de nuestra época
cuando les vemos representar ante nuestros ojos las peores tragedias?
¿ No hemos de usar de la misma libertad que ellos, cuando podemos uti­
lizarla con la misma seguridad, cuando decir la verdad honesta no exige
sino el desprecio de la opinión de aquellos cuyas acciones aborrecemos?
Este ultraje de todos los derechos de propiedad se cubrió al princi­
pio con algo que en el sistema de su conducta era el pretexto más asom­
broso posible —una consideración de honor nacional—. Los enemigos
de la propiedad aparentaron tener en un principio una tiernísima, deli­
cada y escrupulosa solicitud por hacer honor a los compromisos del rey
con los acreedores públicos. Esos profesores de los Derechos del Hombre
están tan ocupados enseñando a los demás, que no tienen tiempo de apren­
der; de otra manera se habrían dado cuenta que el honor primero y ori­
ginal que debe respetar la sociedad civil es la propiedad del ciudadano y
no las demandas del acreedor del Estado. La pretensión del ciudadano es
anterior en tiempo, y más importante en título y superior en equidad.
Las fortunas de los individuos, las hayan poseído por adquisición, por
herencia o en virtud de una participación en los bienes de alguna comu­
nidad, no constituían parte expresa ni implícita de la seguridad del acree­
dor. Cuando hizo su contrato nunca contó con ellas. Sabía bien que el
pueblo, tanto si lo representa un monarca, como si lo representa un se­
nado, no puede comprometer sino la propiedad pública; y no puede haber
propiedad pública aparte de la que deriva de unos impuestos exigidos
proporcionalmente a todos los ciudadanos en general. Esto es lo que res­
pondía —y ninguna otra cosa podía responder— ante el acreedor público.
Nadie puede hipotecar su injusticia en prenda de sus obligaciones.
SOBRE LA REVOLUCION FRANCESA 135
Es imposible dejar de hacer algunas observaciones acerca de las con­
tradicciones que produce el extremo rigor y la extremada laxitud de este
nuevo honor público, que influyó en este acto y que influyó, no según
la naturaleza de la obligación, sino según la calidad de las personas con
las que existía el compromiso. Ningún acto del antiguo gobierno de
los reyes de Francia se considera válido en la Asamblea Nacional aparte
de sus compromisos pecuniarios, actos que son, entre todos, los de lega­
lidad más ambigua. El resto de los actos de ese gobierno real se conside­
ran tan odiosos que toda pretensión basada en su autoridad se mira como
una especie de crimen. Una pensión otorgada como recompensa por ser­
vicios al Estado es indudablemente tan buen título de propiedad como
cualquier garantía de dinero prestado al Estado. Es mejor; porque se
paga dinero y se paga bien, para obtener esos servicios. Sin embargo,
hemos visto en Francia a multitud de gentes de esta categoría —a quienes
los ministros más arbitrarios de la época más arbitraria no habían pri­
vado nunca de sus derechos— robados sin contemplaciones por esta
Asamblea de los Derechos del Hombre. En respuesta a su pretensión de
que se les diera el pan que habían ganado con su sangre, se les dijo que
sus servicios no fueron prestados al país que existe hoy.
Esta laxitud del honor público no está limitada a esas personas des­
graciadas. La Asamblea, con perfecta congruencia —hay que recono­
cerlo— ha iniciado una respetable deliberación acerca de hasta qué punto
está ligada por tratados firmados con otras naciones por el gobierno an­
terior, y hay nombrada una comisión que dictaminará cuáles deben ser
ratificados y cuáles no. De esta manera han puesto el honor externo de
este Estado virgen en situación pareja con el interno.
No es fácil comprender en virtud de qué principio racional podía
carecer el gobierno monárquico del poder de recompensar los servicios
y hacer tratados, en uso de su prerrogativa, y podía en cambio compro­
meter la renta del Estado a los acreedores actuales y futuros. El tesoro
de la nación ha sido la menos abierta de todas las cosas a la prerrogativa
del Rey de Francia ni a la de ningún otro rey de Europa. Hipotecar la
renta pública implica el dominio soberano —en el más amplio sentido
de la palabra— sobre el erario público. Va más allá del fideicomiso que
supone una imposición temporal y ocasional. Sin embargo, únicamente
se han considerado sagrados los actos de este poder peligroso, marca
distinta de un despotismo ilimitado. ¿ De dónde procede esa preferencia
dada por una asamblea democrática a un tipo de propiedad que deriva
su título de las onerosas actuaciones más criticadas y odiosas de la auto­
ridad monárquica ? La razón no puede dar ningún argumento que haga
desaparecer esa incongruencia; ni puede el favor parcial figurar entre
j36 textos políticos: reflexiones

los principios equitativos. Pero la contradicción y la parcialidad que no


admiten justificación no dejan por ello de tener una causa adecuada; y
no creo que sea difícil descubrir cuál es esa causa.
A consecuencia de la enorme deuda de Francia se ha ido desarro­
llando insensiblemente una clase de financieros que ha adquirido un
gran poder. En virtud de los antiguos usos que prevalecían en ese reino
la circulación general de la propiedad y, en particular, la convertibili­
dad mutua de dinero en tierra y de tierra en dinero, ha sido siempre
difícil. Las propiedades familiares, bastante más generales y estrictas de
lo que son en Inglaterra, el jus retractas, la gran masa de propiedad
de tierras en poder de la corona y las grandes propiedades de las corpo­
raciones eclesiásticas, consideradas inalienables en virtud de una máxima
del derecho francés —todas estas razones han hecho que terratenientes y
financieros hayan estado en Francia más separados y se hayan mezclado
menos y que los propietarios de las dos clases de propiedad no estén tan
bien dispuestos recíprocamente como lo están en este país.
Los adinerados han sido considerados desde hace mucho tiempo
con malos ojos. El pueblo les veía siempre en conexión con sus calami­
dades y agravándolas. Provocaban una envidia no menor en los terra­
tenientes, en parte por las mismas razones que la hacían perjudicial para
el pueblo, pero sobre todo porque con el esplendor de un lujo ostentoso
eclipsaba los abolengos pobres y los títulos, desprovistos de rentas, de
algunos nobles. Incluso cuando la nobleza, que representaba la clase
que tenía un interés más permanente en la tierra, se unía por matrimo­
nio (cosa que ocurrió a veces) con propietarios del otro grupo, se pen­
saba que la riqueza —que salvaba a la familia de la ruina— la contami­
naba y la degradaba. Así las enemistades y rencores de estos partidos
crecieron incluso con los medios que hacen cesar habitualmente las dis­
cordias y que convierten las querellas en amistad. Entre tanto el orgullo
de los ricos no aristócratas o recientemente ennoblecidos, aumentaba con
esta causa. Experimentaban un resentimiento producido por una infe­
rioridad, cuyos fundamentos no querían reconocer. No había medida a
la que no estuvieran dispuestos a recurrir para vengarse de los ultrajes
de este orgullo rival y para exaltar su riqueza a lo que consideraban
como su rango y estimación naturales. Hirieron a la nobleza a través de
la corona y de la iglesia. La atacaron especialmente por el lado que les
parecía más vulnerable, es decir, las posesiones de la iglesia, que a conse­
cuencia del patronato de la corona, correspondían generalmente a la no­
bleza. Esta poseía, con pocas excepciones, los obispados y las grandes
abadías de patronato.
En este estado de guerra, real aunque no siempre visible, entre los
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 137
antiguos terratenientes nobles y los nuevos financieros, estos últimos dispo­
nían de la mayor fuerza, porque la suya era más fácil de aplicar. Los fi­
nancieros, por su propia naturaleza están más dispuestos a cualquier aven­
tura; y los poseedores de dinero más dispuestos a nuevas empresas de
cualquier clase. Como es de adquisición reciente, está más de acuerdo
con todas las novedades. Por consiguiente, es el tipo de riqueza a la que
recurrirán todos aquellos que deseen un cambio.
Junto con los financieros había crecido un nuevo grupo de hombres
que realizó pronto una alianza clara e íntima con aquéllos: quiero decir
el de los literatos políticos. Los hombres de letras, ávidos de distinguirse,
son rara vez enemigos de la innovación. Desde la decadencia de la vida
y grandeza de Luis XIV, ni este rey, ni el regente ni s.us sucesores en la
corona les cultivaron tanto como antes; ni debieron a la corte favores y
emolumentos de una manera tan sistemática como durante el período
espléndido de aquel ostentoso y no impolítico monarca. Trataron de
lograr lo que antaño consiguieron de la protección de la corte, formando
una especie de asociación a la que contribuyeron no poco las dos acade­
mias de Francia y posteriormente la vasta empresa de la Enciclopedia
llevada a cabo por una sociedad compuesta por estos señores.
Los literatos intrigantes habían formado años atrás algo semejante a
un plan regular para destruir la religión cristiana. Perseguían este objeto
con un celo hasta entonces únicamente conocido en los propagandistas de
sistemas piadosos. Estaban poseídos por un espíritu de proselitismo que
llegaba al grado máximo de fanatismo; pasando de ahí, por un camino
fácil, de acuerdo con sus posibilidades, al espíritu de persecución.73 Aque­
llas cosas encaminadas a su gran fin que no se podían hacer mediante actos
directos e inmediatos se podían conseguir por medio de la opinión, si­
guiendo un proceso más largo. El primer paso para controlar esa opinión
es establecer un dominio sobre quienes la dirigen. Se ingeniaron con
gran método y perseverancia para posesionarse de todas las avenidas que
llevan a la fama literaria. Muchos de ellos alcanzaron categorías elevadas
en el campo de la literatura y en el de la ciencia. El mundo les había hecho
justicia y les perdonó la mala tendencia de sus especiales principios en
gracia a su talento. Esto era auténtica liberalidad, que pagaron tratando
de limitar la reputación de seriedad, ciencia y gusto a ellos y a sus discí­
pulos. Me atrevo a decir que este espíritu estrecho y excluyente no ha
73 Esto y lo que sigue hasta el final de la primera frase del párrafo siguiente, jun­

tamente con algunas otras partes acá y allá, fué insertado, al leer el manuscrito, por mi
difunto hijo.
* El hijo de Burke falleció en 1794. La nota debe, en consecuencia haberse insertado
en alguna edición posterior a la primera. (T.)
138 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
sido menos perjudicial para la literatura y el gusto que para la moral y la
verdadera filosofía. Estos padres ateos tienen un fanatismo peculiar y
han aprendido a hablar contra los monjes con espíritu de monje. Pero
en algunas cosas son hombres de mundo. Utilizan los recursos de la in­
triga para suplir los defectos de la argumentación y el ingenio. A este
sistema de monopolio literario se unió una industria incesante para en­
negrecer y desacreditar por todos los medios y de todas las maneras posi­
bles a quienes no se adherían a su facción. Para quienes hemos observado
el espíritu de su conducta, hace mucho tiempo que era claro que no
les faltaba sino el poder para llevar la intolerancia de las lenguas y las
plumas a la persecución que destruiría la propiedad, la libertad y la vida.
La persecución inconstante y débil de que se les hizo objeto, más por
cumplir con las formas y la decencia que por un resentimiento serio, no
debilitó su fuerza, ni disminuyó la intensidad de su esfuerzo. El resultado
de todo ello fué que, en parte con la oposición y en parte con el éxito, se
apoderó por completó de sus mentes un celo violento y malvado de una
especie hasta entonces desconocida en el mundo, haciendo perfectamente
repulsiva toda su conversación, que de otro modo hubiera sido agradable
e instructiva. Un espíritu de cabildeo, intriga y proselitismo empapaba
todos sus pensamientos, palabras y acciones. Y como el celo disputador
vuelve pronto su pensamiento hacia la fuerza, comenzaron a insinuarse
en una correspondencia con príncipes extranjeros en la esperanza de que,
por medio de su autoridad, a la que en un principio adularon, podrían
llevar a cabo los cambios que tenían previstos. Para ellos era indiferente
el que los cambios hubieran de realizarse mediante la tempestad del des­
potismo o mediante el terremoto de la conmoción popular. La correspon­
dencia entre este grupo de intrigantes y el difunto rey de Prusia74 arro­
jaría no escasa luz sobre el espíritu de todos sus actos.75 Por la misma
razón por la que intrigaron con los principios, cultivaron de la manera
más distinguida a los financieros de Francia y debido en parte a los instru­
mentos que les dieron aquellos cuyos especiales puestos les proporciona­
ban los medios más amplios y seguros de comunicación, ocuparon cui­
dadosamente todas las avenidas que conducen a la opinión.
Los escritores, especialmente cuando actúan en corporación y bajo
una dirección, tienen una gran influencia sobre la opinión pública; por
ello la alianza de estos escritores con los financieros78 tuvo un efecto im­

74 Federico el Grande. (T.)


75 Prefiero no herir los sentimientos morales del lector con ninguna cita de su len­
guaje bajo, vulgar y profano.
76 Sus conexiones con Turgot y con casi toda la gente importante en el mundo de las

finanzas.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 139
portante en la remoción del odio y la envidia populares hacia todas las
clases de riqueza. Estos escritores, como los propagandistas de todas
las novedades, aparentaban tener un gran celo por los pobres y las capas
más bajas del pueblo, a la vez que con sus sátiras hacían odiosos, utilizando
toda clase de exageraciones, los defectos de las cortes, la nobleza y el clero.
Se convirtieron en una especie de demagagos. Sirvieron como eslabón que
unió, en favor de una finalidad, la riqueza impopular con la pobreza in­
quieta y desesperada.
Como estos dos tipos de hombre resultan ser los líderes principales de
todos los últimos acontecimientos, su unión y su política servirán para
explicar —no basándose en principios de derecho y de política, sino como
causa— la furia general con que ha sido atacada toda la propiedad inmue­
ble de las corporaciones eclesiásticas; y el gran cuidado —contrario a sus
pretendidos principios— que se ha tenido en proteger una riqueza que
tiene su origen en la autoridad de la corona. Toda la envidia contra la
riqueza y el poder ha sido artificialmente dirigida contra otros grupos de
ricos. ¿En virtud de qué otro principio, distinto del expuesto, podemos
explicar una aparición, tan extraordinaria y antinatural como la de las
propiedades eclesiásticas —que han soportado la sucesión de tantos tiempos
y los choques de lás guerras civiles y que estaban defendidas a la vez por la
justicia y el prejuicio— para ser aplicadas al pago de deudas compara­
tivas recientes, odiosas y contraídas por un gobierno al que se ha difama­
do y subvertido?
¿ Era la propiedad pública garantía suficiente de las deudas públicas ?
Supongamos que no y que alguian tenía que perder algo. Cuando falla la
única propiedad legítimamente poseída y que las partes contratantes co­
nocían en la época en que se hizo su contrato ¿ quién debe sufrir, con arre­
glo a los principios de equidad natural y legal? Ciertamente debe ser o
la parte que confió o la que le convenció de que confiara o ambas; pero
nunca terceras partes que no tenían ninguna intervención en el asunto.
Caso de insolvencia quienes debían sufrirla eran quienes fueron suficien­
temente débiles para prestar con pocas garantías o quienes exhibieron
fraudulentamente una garantía que no era válida. Las leyes no conocen
otras reglas. Pero mediante la nueva institución de los Derechos del
Hombre las únicas personas que en términos de equidad deberían sufrir
son las únicas que se salvan del daño; quienes han de responder por la
deuda son aquellos que no fueron prestamistas ni prestatarios, acreedores
ni deudores hipotecarios. \
¿ Qué tenía que ver el clero con estas transacciones ? ¿ Qué tenía que
ver con cualquier compromiso público que fuera más allá de su propia
deuda? Al pago de ésta quedaba afectado hasta el últmo acre de sus
140 TEXTOS políticos: reflexiones
propiedades. Nada puede enseñarnos mejor el verdadero espíritu de la
Asamblea —que la capacita para la confiscación pública, con esta nueva
equidad y esta nueva moralidad— que un estudio cuidadoso de su manera
de proceder en lo relativo a esta deuda del clero. Los confiscadores, fieles
a los intereses de esos financieros en pro de los cuales han sido infieles a
todos los demás, han decidido que el clero es capaz de incurrir en deudas
legales. Le han declarado naturalmente, propietario legal autorizado a
contraer deudas y a hipotecar la propiedad de que se trate; reconociendo
los derechos de estos ciudadanos perseguidos en el mismo acto en que los
violaban de modo tan grosero.
Si, como digo, alguien ha de afianzar las pérdidas del acreedor públi­
co, además del pueblo en general, tendrán que ser quienes hicieron el
acuerdo. ¿Por qué, pues, no se han confiscado las propiedades de todos
los controleurs généraux?77 ¿Por qué no se han confiscado las propieda­
des de esa larga serie de ministros, financieros y banqueros que se han
enriquecido en tanto que se empobrecía la nación con sus operaciones y
consejos ? ¿ Por qué no se declara embargada la propiedad de M. Labor-
de78 en vez de la del arzobispo de París que no tuvo nada que ver en la
creación y en el manejo de los fondos públicos? Y si hay que confiscar
las propiedades inmuebles antiguas en favor de los prestamistas ¿' por qué
se limita la pena a un grupo? Ño sé si los gastos del Duque de Choiseul79
han dejado algo de las infinitas sumas que obtuvo de la bondad de su
señor durante las transacciones hechas en un reinado que contribuyó con
toda clase de prodigalidades, tanto en guerra como en paz, a la actual
deuda de Francia. Si queda algo de aquello ¿' por qué no se confisca ? Re­
cuerdo que estuve en París en la época del antiguo gobierno. Estuve allí
justamente después que el duque dAiguillon80 hubo sido arrebatado
(según se creía generalmente) al tajo del verdugo por la mano de un
despotismo protector. Era ministro y tuvo algo que ver en los asuntos de
aquel período pródigo ¿por qué no veo su propiedad entregada a los
municipios donde está situada? Los ministros de la noble familia de
Noailles han sido durante mucho tiempo servidores (servidores meritorios,

77 Todas han sido confiscadas a su vez.


78 M. Laborde, español de nacimiento, comerciante de Bayona que se enriqueció
luego a causa de contratos con el Tesoro en el reinado de Luis XV. Fué ennoblecido con
un marquesado. Acusado de exportar oro, fué ejecutado durante el Terror. (T.)
79 Ministro de Negocios Extranjeros de Luis XV, y principal autor del Pacto de

Familia. (T.)
80 Sucedió al de Choiseul como Ministro de Negocios Extranjeros. Era el más rico de

los nobles franceses. El despotismo protector a que alude Burke fué el de Mme. du
Barry. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
lo confieso) de la corona de Francia y han tenido, naturalmente, alguna
parte en sus prodigalidades ¿por qué no he oído nada de aplicar sus pro­
piedades al pago de la deuda pública? ¿por qué es más sagrada la
propiedad del duque de la Rochefoucault que la del Cardenal de la Ro-
chefoucault? Aquél es, no lo dudo, una persona digna, y (si no fuese
una especie de profanación hablar del uso como algo que afecta al título
de propiedad) hace buen uso de sus rentas; pero no supone falta de
respeto hacia él decir que una buena información me autoriza a decir, a
saber que el uso que hacía de una propiedad igualmente válida su herma­
no81 el Cardenal arzobispo de Rouen era mucho más laudable y más lleno
de espíritu público. ¿ Es posible hablar de la proscripción de tales personas
y de la confiscación de sus propiedades, sin indignación y horror ? No es
hombre quien no sienta tales emociones en tales ocasiones. No merece el
nombre de hombre libre quien no lo expresa.
Pocos conquistadores bárbaros han hecho una revolución tan terrible
en la propiedad. Ninguno de los jefes de las facciones romanas que ponían
a subasta —crudelem illam hastam— sus rapiñas, pusieron a la venta los
bienes de los vencidos ciudadanos en una escala tan considerable. Hay
que conceder en favor de aquellos tiranos de la antigüedad que lo que
hacían difícilmente puede decirse que fuera hecho a sangre fría. Sus
pasiones estaban inflamadas, sus temperamentos excitados, su comprensión
confundida con el espíritu de venganza, con los innumerables y recíprocos
daños y represalias de sangre y de rapiña frecuentemente infligidos. El
miedo de la vuelta al poder y la devolución de la propiedad a las familias
de aquellos a quienes habían herido con una intensidad que hacía impo­
sible toda esperanza de perdón, les llevaba más allá de todos los límites
que pueda fijar la moderación.
Estos confiscadores romanos que estaban aún en los elementos de la
tiranía y que no habían sido instruidos en los Derechos del Hombre para
ejercitar toda clase de crueldades no provocadas sobre los demás, creyeron
necesario cubrir su injusticia con un cierto velo. Consideraron al partido
vencido compuesto de traidores que habían puesto en peligro su propiedad
con sus crímenes. Vosotros, en cambio, con una mentalidad superior, no
habéis observado esa formalidad. Os apoderásteis de cinco millones de
libras anuales de rentas echando de sus casas a cuarenta o cincuenta mil
criaturas humanas porque “tal era vuestra voluntad”. El tirano Enrique
VIII de Inglaterra, como no era más ilustrado que los Marios y Silas roma­
nos y no había estudiada en vuestras nuevas escuelas, no sabía qué instru-
81 No era hermano suyo ni pariente cercano; pero esta equivocación no afecta al

argumento. (Nota de Burke.) [El cardenal fué presidente del Orden del Clero en los Es­
tados Generales. El duque un economista de nota. (T.) ]
142 TEXTOS políticos: reflexiones

mentó tan eficaz del despotismo se podía encontrar en ese gran arsenal de
armas ofensivas que se llama los Derechos del Hombre. Cuando resolvió ro­
bar a las abadías, como cuando el club de los Jacobinos ha robado a todos
los eclesiásticos, comenzó por crear una comisión que examinara los críme­
nes y abusos cometidos por aquellas comunidades. Como era de esperar, el
informe de la Comisión contenía verdades, exageraciones y mentiras.
Pero, verdaderos o falsos, encontró abusos y delitos. Sin embargo, como
los abusos podían ser corregidos y no todos los crímenes de las personas
implican una expropiación con respecto a las comunidades, y como en
aquella época de oscuridad no se había descubierto aún que la propiedad
era una criatura del prejuicio, todos aquellos abusos (y había asaz de
ellos) no fueron considerados fundamento suficiente para una confisca­
ción como la que pensaba hacer el monarca. Por ello trató de conseguir
la entrega formal de aquellas propiedades. Todos esos procedimientos la­
boriosos fueron adoptados por uno de los tiranos más declarados de que
la historia conserva recuerdo, como preliminares necesarios antes de aven­
turarse a pedir una confirmación de sus procedimientos inicuos mediante
una ley aprobada por el Parlamento, contando con la complicidad de los
miembros serviles de sus dos cámaras, a los que prometió una participación
en el despojo y agitando ante su vista el espejuelo de una eterna inmunidad
con respecto a los impuestos. Si el destino le hubiera reservado para nues­
tra época, cuatro términos técnicos le habrían bastado, evitándole todo
trabajo; no hubiera necesitado más que una breve fórmula de ensalmo
—Filosofía, Luz, Libertad, Derechos del Hombre.
No puedo decir nada en elogio de tales actos de tiranía, que ninguna
voz ha encomiado nunca bajo ninguno de sus falsos colores; sin embargo,
esos falsos colores eran un homenaje tributado por el despotismo a la
justicia. El poder que estaba por encima de todo temor y de todo remor­
dimiento no era inmune frente a la vergüenza. Mientras la vergüenza
mantiene su vigilancia, no se ha extinguido totalmente la virtud en el
corazón de los tiranos ni está totalmente desterrada de sus mentes la
moderación.
Creo que todo hombre honrado siente con nuestro poeta político al
reflexionar sobre aquella ocasión y rogará que se aparte de él el cáliz
amargo, siempre que se presenten a su vista o a su imaginación estos actos
de despotismo rapaz:
—May no such storm
Fall on our times, where ruin must reform.
Tell me (my Muse) what monstruous dire offence,
What crimes could any Christian \ing incense
To such a rage? Was’t luxury, or lust?
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Was he so temperate, so chaste, so just?
Were these their crimes? they were his own much more,
But wealth is crime enough to him that’s poor.8*
82 El resto del pasaje es éste:
Who having spent the treasunres of his crown,
Condemns their luxury to feed his own,
And yet this act, to varnish o’er the shame
Of sacrilege, must bear devotion’s name.
No crime so bold, but would be undestood
A real, or at yeast a seeming good;
Who fears not to do ill, yet fears the name,
And, free from conscience, is a slave to fame.
Thus he the church at once protects, and spoils;
But princes’ swords are sharper than their styles.
And thus to th’ ages past he makes amends,
Their charity destroys, their faith defends.
Then did religion in a lazy cell,
In empty aery contemplation dwell
And, like the block, unmoved lay; but ours,
As much too active, like the stork devours,
Is there no temperate region can be known,
Betwixt their frigid and our torrid zone?
Could we not wake from that lethargic dream,
But to be restless in a worse extreme?
And for that lethargy was there no cure,
But to be cast into a calenture;
Can knowledge have no bound, but must advance
So far, to make us wish for ignorance?
And rather in the dark no grope our way,
Than, led by a false guide, to err by day?
Who sees theese dismal heaps, but would demand,.
What barbarous invader sacked the land?
But when he hears, no Goth, no Turk did bring
This desolation, but a Christan k‘nS>'
When nothing but the name of zeal, appears
Twixt our best actions and the worst of theirs,
What does he think our sacrilege would spare,
When such th’ effects of our devotion are-
Cooper’s Hill, por Sir John Denham.
(Quien, habiendo gastado los tesoros de la corona, condena el lujo de aquellos a
alimentar el propio. Sin embargo, este acto tiene que recibir el nombre de devoción para
encubrir la vergüenza del sacrilegio. Ningún crimen tan audaz podría ser considerado
como bien real, ni siquiera aparente. Quien no teme hacer mal teme, sin embargo, al nom ■
bre y, libre de la conciencia, es esclavo de la fama. Así protege a la iglesia a la vez que la
despoja. Pero las espadas de los príncipes son más agudas que sus estilos. Así se congracia
con los tiempos pasados: destruye su caridad y defiende su fe. Entonces la religión moraba en
una celda ociosa en contemplación vacía del espacio y yacía inmóvil como la piedra; pero
en la nuestra es demasiado activa, devora como la cigüeña. ¿No se puede encontrar ninguna
144 TEXTOS políticos: reflexiones
(Que no ocurra en nuestra época tal tormenta que la ruina tenga que
reformar. Dime (Musa) ¿qué delitos monstruosos y horribles, qué crí­
menes pudieron mover a un rey cristiano a una cólera tan grande? ¿Fué
el lujo o la lujuria? ¿Era él tan moderado, tan casto, tan justo? ¿Eran
esos los crímenes de ellos ? Eran mucho más los de él, pero la riqueza es
bastante crimen para el que es pobre.)
Esta misma riqueza —que es en todas las épocas traición y lese nation
para el despotismo indigente y rapaz, cualquiera que sea la forma de la
constitución— fué la tentación que tuvisteis para violar la propiedad, el
derecho y la religión unidos en un solo objeto. Pero ¿era tan ruinosa y
tan miserable la situación del Estado francés, que no había otro recurso
sino la rapiña para mantener su existencia? Deseo recibir alguna infor­
mación sobre este punto. ¿Era tal la situación de las finanzas francesas
cuando se reunieron los Estados Generales que no permitiera una restau­
ración después de hacer economías en todos los Departamentos, basándose
en principios de justicia y caridad y mediante un reparto de las cargas
entre todos los órdenes del Estado? Si hubiese sido suficiente una impo­
sición igual, sabéis bien que se podía haber hecho fácilmente. En el
presupuesto que presentó M. Necker ante los tres órdenes reunidos en
Versalles, hizo una exposición detallada del estado de la nación fran­
cesa.83
Si creemos en él, no era necesario recurrir a ningún nuevo impuesto
para equilibrar los ingresos y los gastos de Francia. Declaraba que las
cargas permanentes de todas clases, incluido el interés de un reciente
préstamo de cuatrocientos millones, ascendían a 531.444,000 libras; la
renta fija a 475.294,000, lo que daba un déficit de 56.150,000, o sea menos
de 2.200,000 libras esterlinas. Pero para equilibrarlo propuso ahorros y
mejoras en los ingresos (considerados como absolutamente seguros) que
alcanzaban a cubrir bastante más que el saldo de ese déficit; y el informe
concluye con estas palabras, que subraya enfáticamente (P. 39): “Que!

región templada entre su zona glacial y la nuestra tórrida? ¿No podemos despertar de este
sueño letárgico más que para pasar a un extremo peor de falta de reposo? ¿No hay cura
para ese letargo sin caer en una fiebre extrema? ¿No puede tener límites el conocimiento?
¿Tienen que avanzar siempre de tal modo que nos haga desear la ignorancia y preferir
encontrar nuestro camino a tientas en la oscuridad a errar de día conducidos por un falso
guía? ¿Quién que vea este montón de ruinas dejará de preguntar qué bárbaro invasor ha
saqueado el país? Pero cuando oye que no fué godo ni turco quien produjo esa desolación,
sino un rey cristiano, cuando entre nuestras mejores acciones y las peores de ellos no apa­
rece nada sino el nombre de celo ¿qué creerá que va a poderse salvar de nuestro sacrilegio
si tales son los efectos de nuestra devoción?
83 Rapport de Mons. le Directeur General des Finances, fait par ordre du Roí á Ver­

sátiles. Mai 5, 1789.


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 145
pays, Messieurs, que celui, où, sans impôts et avec de simples objets
inapperçus, on peut faire disparoître un déficit qui a fait tant de bruit en
Europa.” Por lo que hace al reembolso, el fondo de amortización y las
otras grandes finalidades de crédito público y arreglo político indicadas
por el discurso de M. Necker, no puede dudarse que con una imposi­
ción muy moderada y proporcionada a todos los ciudadanos sin distinción,
se hubiera podido proveer a todos aquellos en su máxima amplitud.
Si esta exposición de M. Necker era falsa, la Asamblea es culpable
en el más alto grado, por haber obligado al rey a aceptarle como ministro
y, desde la deposición del rey, por haber empleado como ministro suyo a
un hombre capaz de abusar de una manera tan decidida de la confianza
de su señor y de ella, en una materia de la máxima importancia que atañía
directamente a su puesto. Pero si el informe era exacto (cosa que no dudo,
ya que, como vos, he tenido siempre un alto grado de respeto por M. Nec­
ker) ¿ qué puede decirse en favor de quienes en vez de una contribución
moderada, razonable y general, han recurrido a sangre fría, sin estar
impelidos por una necesidad que lo justifique, a una confiscación parcial
y cruel ?
I Se negaron la nobleza y el clero a pagar aquella contribución a pre­
texto de privilegio? Ciertamente que no. Por lo que hace al clero se
adelantó incluso a los deseos del tercer estado. Las instrucciones de todos
sus miembros antes de la reunión indicaban que debían renunciar todas
las inmunidades que les ponían en una situación distinta de la de sus
conciudadanos. El clero fué en esta renuncia aún más explícito que la
nobleza.
Pero supongamos que el déficit de los 56.000,000 (o de las £2.200,00)
hubiera permanecido tal como lo expuso en un principio M. Necker.
Aceptemos que todos los recursos con que él contaba poder oponerse a
ese déficit eran ficciones impúdicas y sin fundamento; y que la Asamblea
(o sus “señores de los artículos”84 de los Jacobinos) estaba desde aquel
momento justificada para hacer recaer el peso de todo aquel déficit sobre
el clero; aún suponiendo todo esto, una necesidad de ,£2.200,000 no»
puede fundamentar una confiscación de 5.000,000. La imposición de
,£2.200,000 sobre el clero hubiera sido opresora e injusta, por ser parcial,,
pero no habría sido totalmente ruinosa para aquellos sobre quienes recaía ;;
y por consiguiente no habría respondido al propósito real de quienes la
llevaron a cabo.
84 En la Constitución de Escocia durante la dinastía de los Eduardos, existía una

comisión encargada de preparar los proyectos de ley; no podía ser aprobado ninguno sino
los previamente aceptados por la comisión. Los miembros de este recibían el nombre de
“señores de los artículos” (lords of articles).
146 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
Personas desconocedoras del estado de Francia podrán acaso imagi­
nar, al oír que el clero y la nobleza tenían privilegios en materias de
impuestos, que antes de la revolución estos cuerpos no contribuían en
nada al Estado. Eso es una gran equivocación. Ciertamente que no con­
tribuían de modo igual entre sí ni con el tercer estado. Sin embargo,
contribuían con mucho. Ni la nobleza ni el clero gozaban de ninguna
exención de los tributos sobre los bienes de consumo, de los derechos de
aduana o de cualquier otro de los impuestos indirectos que, tanto en
Francia como aquí, contribuyen en una proporción tan grande a los pagos
al común. La nobleza pagaba el impuesto de capitación. Pagaba también
un impuesto sobre la tierra denominado el vigésimo, que alcanzaba a veces
la proporción de tres y aun cuatro chelines por libra; ambos eran impues­
tos directos no precisamente ligeros y que daban un resultado no despre­
ciable. El clero de las provincias unidas a Francia por conquista (que en
cuanto a extensión forma una octava parte del total, pero que en lo
relativo a su riqueza alcanza una proporción mucho mayor), pagaba
igualmente el impuesto de capitación y el vigésimo al mismo tipo que la
nobleza. El clero de las viejas provincias no pagaba la capitación; pero
se había redimido mediante el pago de unos 25.000,000, o sea poco más
de un millón de libras esterlinas. Estaba exento del vigésimo; pero había
hecho donativos voluntarios; había contraído deudas en nombre del Es­
tado y estaba sometido a otras cargas que hacían ascender su contribución
a la décimotercera parte de sus ingresos netos. Debería haber pagado
anualmente unas 40,000 libras más para estar a la par con la contribución
de la nobleza.
Cuando le amenazaron los terrores de esta tremenda proscripción, el
clero hizo, por intermedio del arzobispo de Aix, la oferta de una contri­
bución que no se debió haber aceptado por lo extravagante, pero que
era evidentemente más ventajosa para el acreedor de lo que racionalmente
se podía prometer mediante la confiscación. ¿ Por qué no se aceptó ? La
razón es obvia: no se quería poner la Iglesia al servicio del Estado. El
servicio del Estado era un pretexto para destruirla. Quienes abrigaban
ese designio no tuvieron escrúpulo en destruir su país como medio para
lograrlo. Y lo han destruido. Caso de haber sido aceptado el plan de la
contribución en vez del de confiscación hubiese sido derrotada una de las
grandes finalidades del proyecto. No se hubiera podido crear la nueva
propiedad territorial, en conexión con la nueva república (conexión de
que depende su existencia misma). Esta fué una de las razones por las que
no se aceptó aquel extravagante rescate.
La locura del proyecto de confiscación en relación con el plan en que
se apoyó en un principio, quedó pronto de manifiesto. Poner de una vez
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 147
en el mercado toda esta masa ingente de propiedad territorial, aumentada
con la confiscación del vasto dominio territorial de la Corona, tenía que
destrozar evidentemente las ventajas que se pretendía sacar de la confis­
cación, al depreciar el valor de esas tierras y el de todas las propiedades
territoriales de Francia. Esa repentina diversión de toda su moneda
circulante del campo del comercio al de la tierra, tenía que ser un perjuicio
adicional. ¿Qué medida se tomó? ¿Volvió la Asamblea a las ofertas del
clero, al darse cuenta de los inevitables malos efectos de su proyectada
venta ? Ningún desastre le hubiera podido obligar a emprender un camino
que estuviera afeado por una apariencia de justicia. Al abandonar toda
esperanza de una venta general inmediata, parece que se adoptó otro
proyecto. Propusieron aceptar mercancías a cambio de las tierras de la
Iglesia. Pero surgieron grandes dificultades para lograr la equivalencia
de los objetos que habían de cambiarse. Se presentaron además otros
obstáculos que obligaron a volver a tomar en consideración alguna forma
de venta. Los municipios se habían alarmado. No querían oír hablar de
transferir todo el botín del reino a los mercaderes de París. Muchos
de aquellos municipios habían sido reducidos (sistemáticamente) a la indi­
gencia más deplorable. En ninguna parte se podía encontrar dinero. Los
expropiadores se vieron, pues, llevados a la situación que tan ardientemen­
te deseaban. Suspiraban por una moneda de cualquier clase que pudiera
hacer revivir su industria que estaba a punto de perecer. Se admitió a las
municipalidades a participar en el despojo, cosa que hizo completamente
impracticable el primitivo plan, si es que alguna vez se pensó seriamente
en ponerlo en ejecución. Las exigencias populares se hicieron apremian­
tes por todas partes. El ministro de Hacienda reiteró su petición de ingre­
sos con voz ansiosa, suplicante y agorera. Así, apremiada por todas partes,
la Asamblea en vez del primer plan de convertir a sus banqueros en
obispos y abades, en vez de pagar la vieja deuda contrajo una nueva al 3%,
creando una nueva moneda papel, garantizada con la eventual venta de
las tierras de la iglesia. Emitió este papel moneda para satisfacer en primer
término las demandas hechas por el banco de descuento, la gran máquina,
o fábrica de papel de su riqueza ficticia.
El despojo de la Iglesia había llegado a ser el único recurso de todas
las operaciones financieras, principio vital de toda su política y única se­
guridad de la existencia de su poder. Era necesario —por todos los medios,
aun los más violentos— poner a todos los individuos al mismo nivel y obli­
gar a la nación a apoyar por un interés culpable este acto y la autoridad de
quienes lo habían realizado. Con objeto de obligar a los más recalcitrantes
a participar en su pillaje, hizo obligatoria esa moneda papel para toda
clase de pagos. Quienes se den cuenta de la tendencia general de sus
148 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
planes, encaminada a este único objeto, centro del que irradian todas las
medidas posteriores, no creerán que me he detenido demasiado en el
estudio de esta parte de la actuación de la Asamblea Nacional.
Para eliminar toda apariencia de conexión entre la corona y la jus­
ticia pública y para colocar todo ello bajo la obediencia implícita a los
dictadores de París, fué totalmente abolida la vieja judicatura indepen­
diente de los parlemenis, con todos su méritos y todos sus defectos. Es
evidente que mientras existieran los parlements el pueblo podía recurrir
a ellos de una manera o de otra en algún momento y unirse bajo el estan­
darte de sus antiguas leyes. Sin embargo, se presentó el problema de que
los magistrados y funcionarios de los tribunales abolidos habían com­
prado sus puestos a un precio muy alto, a cambio del cual, así como de la
labor en ellos realizada, no habían recibido sino un interés muy bajo. La
confiscación pura y simple era un privilegio reservado únicamente para
el clero; con los juristas hay que observar algunas apariencias de equi­
dad; y van a recibir compensación en una proporción inmensa. Esta
compensación se convierte en parte de la deuda nacional para cuya liqui­
dación no existe más que un fondo inagotable. Los juristas obtendrán su
compensación en el nuevo papel de la Iglesia, que ha de marchar con los
nuevos principios de la judicatura y del legislativo. Los magistrados ce­
santes han de compartir el martirio con los eclesiásticos o tienen que reci­
bir su propiedad de ese fondo y de un modo que quienes han sido educa­
dos en los antiguos principios de la jurisprudencia y han jurado defender
la propiedad tienen que mirar con horror. Aun el clero ha de recibir su
miserable dotación en ese papel depreciado que lleva el sello indeleble
del sacrilegio y los símbolos de su propia ruina, so pena de morir de ham­
bre. Rara vez se ha exhibido, en ningún momento ni país, un ultraje tan
violento al crédito, a la propiedad y a la libertad mediante la alianza de
la quiebra y la tiranía, como el que representa este papel moneda de curso
forzoso.
A lo largo de todas estas operaciones se descubre el gran arcanum;
que en realidad las tierras de la Iglesia (hasta donde se puede sacar algu­
na conclusión) no van a ser vendidas. Según las últimas resoluciones de
la Asamblea Nacional, van a ser entregadas al mejor postor. Pero hay
que observar que sólo una parte del dinero de las compras se va a entregar.
Para el pago del resto se concede un plazo de doce años. Los filósofos
compradores van a entrar inmediatamente en posesión de las fincas me­
diante el pago de una especie de multa. En parte se convierte en una
suerte de donación que se les hace y que van a conservar basándose en
el vínculo feudal del celo por el nuevo orden de cosas. Este proyecto tiende
evidentemente a favorecer a una serie de compradores, o más bien dona­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 149
tarios, que pagarán no sólo con el dinero de las rentas que les acrecen, que
podría igualmente recibir el Estado, sino con el despojo de materiales
de construcción, la despoblación de los bosques y con cualquier moneda
que, mediante manos habituadas a las garras de la usura, puedan extraer
del campesino miserable. Este va a ser entregado a la discreción merce­
naria y arbitraria de hombres que serán estimulados a toda clase de de­
mandas de expropiación por la creciente necesidad de mayores benefi­
cios de una propiedad poseída sobre la base precaria del nuevo sistema
político.

Cuando todos los fraudes, violencias, rapiñas, incendios, asesinatos,


confiscaciones, circulación obligatoria de papel moneda y todas las clases
de tiranía y crueldad empleadas para producir y sostener esta revolución
han producido su efecto natural —es decir, han herido los sentimientos
morales de todas las mentes virtuosas y serenas— los defensores del sis­
tema filosófico ponen inmediatamente en tensión sus gargantas para
declamar contra el antiguo sistema de gobierno monárquico de Fran­
cia. Cuando han ennegrecido suficientemente al poder depuesto, conti­
núan argumentando como si todos los que desaprueban sus nuevos abu­
sos tuvieran que ser, naturalmente, partidarios de los viejos; como si quie­
nes reprueban sus planes crudos y violentos de libertad hubieran de ser
tratados como defensores de la servidumbre. Comprendo que la necesi­
dad de su posición les obliga a este fraude bajo y despreciable. Nada
puede hacer que las gentes acepten sus proyectos y procedimientos como
no sea el supuesto de que no hay tercera opción entre ellos y una forma
de tiranía todo lo odiosa que pueda encontrarse en las páginas de la his­
toria o en las invenciones de los poetas. Este parloteo apenas merece el
nombre de colección de sofismas. No es sino impudicia descarada. ¿ No
han oído hablar esos caballeros, en los mundos de la teoría y de la prác­
tica, de algo intermedio entre el despotismo del monarca y el de la mul­
titud ? ¿ No han oído nunca hablar de una monarquía hereditaria regida
por leyes, controlada y equilibrada por la gran riqueza hereditaria y la
dignidad hereditaria de una nación, controladas a su vez ambas por un
equilibrio juicioso de la razón y el sentimiento del pueblo en general, que
actúa mediante un órgano permanente y adecuado ? ¿ Es acaso imposible
encontrar un hombre que, sin intención criminal o extravagancia absur­
da y lamentable, prefiera tal gobierno mixto y templado a cualquiera de
los dos extremos y que pueda reputar desprovista de toda prudencia y
toda virtud a una nación que, pudiendo obtener fácilmente tal gobierno,
o más bien confirmarlo cuando lo posee en la realidad, ha creído prefe­
150 TEXTOS políticos: reflexiones
rible cometer mil crímenes y someter a su país a mil daños para evitar
hacerlo ? La afirmación de que la única forma tolerable que puede adop­
tar una sociedad humana es la democracia pura ¿es una verdad tan uni­
versalmente reconocida que no se permite a un hombre dudar de sus
méritos sin sospechar que es un amigo de la tiranía, es decir, un enemigo
de la humanidad?
No sé cómo clasificar a la autoridad que actualmente gobierna en
Francia. Pretende ser una democracia pura, aunque creo que va camino
de convertirse en breve en una oligarquía innoble y perturbadora. Pero
admito por el momento que sea una invención de la naturaleza y efecto
que pretende ser. No repruebo ninguna forma de gobierno meramente
por principios abstractos. Puede haber situaciones en las que la forma
puramente democrática sea necesaria. Puede haber otras (muy pocas y
en circunstancias muy particulares) en que sea claramente deseable. No
creo que sea éste el caso de Francia ni el de ningún otro gran país. Hasta
ahora no conocemos ejemplos de grandes democracias. Los antiguos las
conocían mejor. No siendo totalmente desconocedor de los autores que
han visto la mayor parte de esas constituciones y que mejor las han com­
prendido, no puedo dejar de aceptar su opinión de que una democracia
absoluta no debe figurar entre las formas legítimas de gobierno con
más título que una monarquía absoluta. Creen aquellos autores que es más
bien la corrupción y la degeneración que la constitución sólida de una re­
pública. Si mis recuerdos son acertados, Aristóteles observa que una
democracia tiene muchos puntos de señalado parecido con una tiranía.85
Estoy seguro de que en una democracia la mayoría de los ciudadanos es
capaz de ejercer sobre la minoría la opresión más cruel siempre que en
esta forma de constitución prevalezcan divisiones fuertes, que tienen que
existir muchas veces; y la opresión de la minoría por la mayoría se exten­
derá a números mucho mayores y se ejercerá con furia mucho mayor
a la que puede temerse del dominio de un solo cetro. En esa persecución
popular quienes la sufren están en una situación mucho más deplorable
que en ninguna otra. Bajo un príncipe cruel tienen el bálsamo de la
85 Cuando escribí esto citaba de memoria y habían pasado muchos años desde mi

lectura del pasaje en cuestión. Un amigo erudito lo ha encontrado y es como sigue:


To f¡0o? tó aüxó, -/.ai a.u<pa> SsflJtoxtxá xcbv (3e/.tióvo)\', xal xá i|>r)(pícrnoixa, oiaitEn
¿-/.el xa émiaYI-iata- «al ó feriuaYM'/óc xal ó xó/.aS,, ol awxoi xal ává?.o7or nal yiaXiaxa
éxóxeqoi nao’ ÉxaxÉQOi? taxúouaiv, ol (xey xóXaxe? itagá xvpáwoi?, ol 8e Srinavcoyol
Jtagá 6rpaYü>Y°S —
(El carácter ético es el mismo; ambos ejercen el despotismo sobre los mejores. Las
decisiones arrancadas al pueblo por el demagogo equivalen a los decretos que el adulador
arranca del tirano. El demagogo y el adulador son tal para cual; cada uno de ellos tiene
el poder máximo entre los suyos: Los aduladores entre los tiranos y los demagogos entre
tales pueblos. (Aristóteles, Política, libro iv, cap. iv.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
compasión de la humanidad que enjuga el dolor de sus heridas; tienen
el elogio del pueblo que anima su constancia generosa en el sufrimiento;
pero quienes están sometidos a la injusticia de las multitudes están pri­
vados de todo consuelo externo. Parece que la humanidad hubiera deser­
tado de ellos, vencida por una conspiración de toda la especie.
Pero aun admitiendo que la democracia no tenga esa tendencia in­
evitable a la tiranía de partido que yo creo que tiene, y admitiendo que
posee en sí muchas ventajas cuando es pura, como estoy seguro de que ocu­
rre cuando se mezcla con otras formas ¿no tiene la monarquía de su
parte nada que la recomiende? No cito con frecuencia a Bolingbroke86
ni sus obras han dejado en mí, de modo general, una impresión perma­
nente. Es un escritor presuntuoso y superficial. Pero tiene una observa­
ción que no carece, a mi juicio, de solidez y profundidad. Dice que pre­
fiere la monarquía a los otros gobiernos porque se puede injertar más
fácilmente cualquier clase de república en una monarquía, que nada de
la monarquía en las formas republicanas. Creo que tiene toda la razón.
Históricamente es así y ello está de acuerdo con la especulación.
Sé lo fácil que es hablar de los defectos de una grandeza pasada. Me­
diante una revolución en el Estado el sicofante adulador de ayer se con­
vierte en el crítico austero de la hora presente. Pero las mentes firmes
e independientes, cuando tienen a la vista una materia de tal importancia
para la humanidad como es el gobierno, desdeñan el papel de los satíri­
cos y declamadores. Juzgan las instituciones humanas como los caracte­
res humanos. Separan del bien el mal que se mezcla con él en las institu­
ciones mortales como en los hombres mortales.
Vuestro gobierno de Francia, aunque era considerado generalmente—
y a mi juicio con razón—, como la mejor de las monarquías ilimitadas o
mal limitadas, tenía muchos abusos. Esos abusos se acumularon con el
correr de los tiempos como tienen que acumularse en todas las monarquías
que no están bajo la inspección constante de una representación popular.
No desconozco las faltas y defectos del gobierno que ha sido derribado
en Francia; y creo que no me inclino por naturaleza o política a hacer el
panegírico de algo que es objeto justo y natural de censura. Pero el pro­
blema de que se trata ahora no es el de los vicios de esa monarquía sino
el de su existencia. ¿Es, pues, verdad que el gobierno francés era abso­
lutamente incapaz o no merecedor de reforma ? ¿' Que era absolutamente
necesario derribar de una vez todo el edificio y limpiar el solar para erigir
en su lugar otro teórico y experimental? Toda Francia opinaba de ma­
nera distinta a primeros del año de 1789. Las instrucciones dadas a los
representantes de todos los distritos del reino en los Estados Generales,
86 Véase la nota N9 67. (T.)
152 TEXTOS políticos: reflexiones
estaban llenas de proyectos de reforma de aquel gobierno sin la más
remota sugestión de un plan para destruirlo. Si tal proyecto hubiese sido
insinuado no creo que hubiese suscitado más que una voz unánime para
rechazarlo con desvío y horror. Los hombres se ven llevados gradual, y
a veces vertiginosamente, a cosas que, de haber podido ver en su conjunto,
no hubiesen tolerado ni en una remota aproximación. Cuando se dieron
aquellas instrucciones no había otro problema sino el de los abusos exis­
tentes que exigían reforma; tampoco hay otro ahora. En el intervalo
entre las instrucciones y la Revolución las cosas han cambiado de forma;
y como consecuencia de ellos el verdadero problema es actualmente éste:
¿quiénes tenían razón, los que querían haber reformado o los que han
destruido ?
Al oír hablar a algunas gentes de la vieja monarquía de Francia se
imaginaría uno que están hablando de la Persia ensangrentada bajo la
espada feroz de Tahmas Kouli Khan o por lo menos describiendo el bár­
baro despotismo anárquico de Turquía, bajo el cual los países más bellos,
que disfrutan del mejor de los climas, sufren mayor desgaste en tiempo
de paz que otros países en guerra; donde las artes son desconocidas, lan­
guidecen las manufacturas, la ciencia está extinguida, decae la agricultura
y se ve a la raza humana derretirse y perecer ante los ojos mismos del
observador. ¿Ocurría lo mismo en Francia? No tengo otro procedi­
miento de decidir la cuestión más que haciendo referencia a los hechos.
Los hechos no apoyan este paralelo. Juntamente con muchos males hay
algo bueno en la monarquía misma y la monarquía francesa tiene que
haber encontrado algún correctivo a sus males, derivado de la religión,
las leyes, los modos de conducta, las opiniones, correctivo que habrá hecho
de ella un despotismo más aparente que real, aunque no fuera en modo
alguno una Constitución libre y por consiguiente buena.
Entre los patrones con arreglo a los cuales han de juzgarse los efectos
del gobierno de cualquier país me veo obligado a considerar el estado de
su población como uno que no es ciertamente el más inseguro. Ningún
país donde florece la población y en el que ésta presenta un mejoramiento
progresivo puede estar bajo un gobierno muy malo. Hace unos sesenta
años los Intendentes de las Generalidades de Francia hicieron un informe
acerca de la población de sus varios distritos, amén de otros problemas.
No tengo en mi poder los libros —que son muy voluminosos— ni sé
dónde procurármelos; estoy obligado a hablar de memoria y por consi­
guiente menos positivamente; pero creo que aquellos calculaban en­
tonces la población de Francia en veintidós millones de almas. A fines
del siglo pasado se había calculado generalmente en dieciocho millones.
Aceptando cualquiera de estos cálculos Francia no estaba insuficiente-
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 153
mente poblada. M. Necker que es, en su época, una autoridad igual al
menos a aquellos intendentes en la suya, estima —basándose en datos
aparentemente seguros— la población de Francia en 1780 en veinticua­
tro millones seiscientos setenta mil almas. Pero ¿era ésta la cifra más
alta que según todas las probabilidades se hubiera podido lograr bajo la
vieja constitución? El Dr. Price cree que el crecimiento de la población
de Francia no había alcanzado en modo alguno su punto máximo en
aquel año. Concedo ciertamente más autoridad al Dr. Price en estas es­
peculaciones que en su política general. Ese caballero, basándose en los
datos de M. Necker, tiene una gran confianza en que desde el cálculo
de aquel ministro, la población francesa ha aumentado rápidamente, tan
rápidamente que para el año 1789 no admite una cifra inferior a los treinta
millones. Aun rebajando mucho (y creo que hay que hacerlo) del cálculo
del Dr. Price, no dudo de que la población de Francia aumentó conside­
rablemente en este período. Pero aun suponiendo que no aumentase más
que lo suficiente para completar los veinticinco millones, partiendo de
los habitantes que formaban la cifra de veinticuatro millones seiscientos
setenta mil, una población de veinticinco millones que sigue aumentando
en un territorio de unas veintisiete mil leguas cuadradas, es inmensa. Es,
por ejemplo, una cifra mucho más elevada que la proporción comparable
de esta isla o aun que la de Inglaterra, que es la parte mejor poblada del
Reino Unido.
No es universalmente cierto que Francia sea un país fértil. Hay par­
tes considerables de ella que son estériles y otras tienen desventajas natu­
rales. Hasta donde puedo saber, en las partes del territorio donde las
cosas son más favorables, la cifra de población corresponde a la indul­
gencia de la naturaleza.81 La Generalidad de Lila (que admito representa
el ejemplo más fuerte) tenía hace unos diez años setecientas treinta y
cuatro mil almas en una extensión de cuatrocientas cuatro leguas y media,
lo que hace una proporción de mil setecientos setenta y dos habitantes
por legua cuadrada. El término medio del resto de Francia es de unos
novecientos habitantes por la misma extensión de terreno.
No atribuyo este aumento de población al gobierno que ha sido de­
puesto, porque no me gusta hacer a los actos de los hombres el cumplido
de atribuirles lo que se debe a la bondad de la Providencia. Pero ese go­
bierno tan execrado no ha podido haber obstruido, antes bien ha favore­
cido con toda probabilidad, el juego de las causas (cualesquiera que sean,
tanto la naturaleza del suelo como los hábitos industriosos del pueblo)
que han producido un número tan grande de individuos de la especie

87 De 1’Administration des Finances de la France, par M. Necker, vol. I, pág. 288.


154 TEXTOS políticos: reflexiones
humana en todo el reino y que ha presentado en algunos sitios tales pro­
digios de población. No puedo suponer nunca que aquel tipo de Estado*
que por experiencia encuentro que contiene un principio favorable (por
latente que esté) al aumento de población, fuese la peor de las institucio­
nes políticas.
La riqueza de un país es otro de los patrones y no ciertamente des­
preciable, por los cuales podemos juzgar si un gobierno es, en conjunto,
protector o destructor. Francia excede en mucho a Inglaterra en la mul­
titud de su pueblo. Pero es verdad que su riqueza relativa es muy infe­
rior a la nuestra; que no tiene una distribución tan igual, ni la misma
facilidad de circulación. Creo que la diferencia de la forma de los dos
gobiernos es una de las causas de esta ventaja en favor de Inglaterra.
Hablo de Inglaterra y no de la totalidad de los dominios británicos88
que, comparados con los de Francia, debilitarían en alguna proporción
el grado relativo de riqueza de nuestra parte. Pero aunque esa riqueza no
puede compararse con la riqueza de Inglaterra, constituye un grado muy
respetable de opulencia. El libro de M. Necker, publicado en 1785,89
contiene una serie de datos exactos e interesantes relativos a la economía
pública y a la aritmética política; y sus especulaciones sobre la materia
son, en general, bien informadas y liberales. La idea que da en esa obra
del estado de Francia está muy lejos de la descripción de un país cuyo
gobierno fuese una perfecta calamidad, un mal absoluto, que no admi­
tiese otra cura sino el remedio violento e inseguro de una revolución
total. Afirma que desde 1726 a 1784 se acuñó en Francia oro y plata por
valor de unos cien millones de libras esterlinas.00
Es imposible que M. Necker se equivoque respecto a la cantidad de
metales que han sido acuñados. Ese punto se registra oficialmente. Los
razonamientos de este inteligente financiero en cuanto a la cantidad de
oro y plata que seguía circulando cuando escribía en 1785, es decir, cuatro
años antes de la deposición y encarcelamiento del rey francés, no ofrecen
la misma seguridad, pero descansan en bases aparentemente sólidas, por
lo que no es fácil negar a sus cálculos un considerable grado de asenti­
miento. Calcula el numeraire, o sea lo que nosotros denominamos specie
[oro y plata acuñados en circulación], existente entonces en Francia en
unos ochenta y ocho millones de la misma moneda inglesa. ¡Gran acu­
mulación de riqueza para un país de ese tamaño! M. Necker estaba lejos
de considerar probable que cesara ese influjo de la riqueza, cuando es­

88 Burke emplea la palabra “Dominions” para referirse a las partes componentes del

Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. (T.)


89 De l’Administration des Finances de la France, par M. Necker.
90 Vol. III, Caps. 8 y 9.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 155
cribió en 1785 que preveía un aumento anual futuro de la importación
de metal de un 2 por ciento sobre la moneda introducida en Francia en
los períodos calculados por él.
Tiene que haber existido alguna causa adecuada para originar toda
esa moneda acuñada en el reino. Y tiene que haber existido también
alguna causa eficaz para conservar o volver a su seno una corriente de
tesoro tan grande como la que calcula M. Necker que quedó en la circu­
lación interna. Aun admitiendo todas las reducciones racionales que se
quieran hacer al cálculo de M. Necker, el resto tiene que haber ascendido
a una suma inmensa. Una industria desanimada, una propiedad inse­
gura y un gobierno positivamente destructor no pueden haber sido causa
de tal adquisición y retención. Cuando considero la apariencia del rei­
no de Francia, la multitud y la opulencia de sus ciudades, la magnificencia
útil de sus carreteras y puentes espaciosos, la ventaja de sus canales y me­
dios artificiales de navegación que abren los beneficios de la comunica­
ción marítima a través de un continente sólido de extensión tan inmensa;
cuando vuelvo mis ojos a las obras estupendas de sus puertos, sus mue­
lles y todo su aparato naval, tanto militar como mercante; cuando traigo
a mi memoria el número de sus fortificaciones construidas con una habi­
lidad tan audaz y magistral y hechas y mantenidas a un costo tan prodi­
gioso y que presenta a sus enemigos de todos lados el frente armado de
una barrera infranqueable; cuando recuerdo qué parte tan pequeña de esa
extensa región está sin cultivo y a qué perfección tan completa ha llegado
el de muchos de los mejores productos de la tierra en Francia; cuando
reflexiono sobre la excelencia de sus fábricas y manufacturas que no son
inferiores más que a las nuestras y en algunos aspectos no les ceden en
nada; cuando contemplo sus grandes fundaciones de caridad, tanto pú­
blicas como privadas; cuando veo el estado de todas las artes que embe­
llecen y hacen agradable la vida; cuando cuento los hombres que ha
producido y que han extendido su fama en la guerra, sus capaces hom­
bres de Estado, la multitud de sus profundos teólogos y juristas, sus
filósofos, sus críticos, sus historiadores y anticuarios, sus poetas y oradores,
sagrados y profanos; encuentro en todo esto algo que asombra y se im­
pone a la imaginación, algo que frena a la mente contra una censura
precipitada e indiscriminada y que pide que examinemos muy seriamente
cuáles son los vicios latentes que pudieran autorizarnos a derruir hasta
sus cimientos fábrica tan espaciosa y cuál sea la magnitud de esos vicios.
En ese examen no encuentro el despotismo de Turquía, ni encuentro el
carácter de un gobierno tan opresor, tan corrompido o tan negligente
en su conjunto, que sea enteramente incapaz de toda reforma. Tengo que
pensar que tal gobierno merecería que se aumentasen sus excelencias, se
TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
corrigiesen sus faltas y se mejorasen sus posibilidades, hasta igualar la
•constitución inglesa.
Quienquiera que haya estudiado la actuación del gobierno depuesto
desde hace algunos años, no ha podido dejar de notar, en medio de la
inconstancia y la fluctuación naturales en las cortes, un serio intento de
mejorar la prosperidad y el progreso del país. Tiene que admitir que se
ha empleado mucho tiempo para eliminar totalmente en algunos casos
y en muchos para corregir considerablemente, los usos y prácticas abu­
sivos que habían prevalecido en el Estado; y que incluso ese poder ili­
mitado del soberano sobre las personas de sus súbditos, aunque era indu­
dablemente incompatible con el derecho y la libertad, se ha ido haciendo
en la práctica cada día más mitigado. Lejos de negarse a toda reforma,
ese gobierno ha estado abierto con un grado censurable de facilidad a
toda clase de proyectos y proyectistas de reformas. Daba demasiada im­
portancia al espíritu de innovación, que se volvió pronto contra quienes
lo fomentaban y acabó por producir su ruina. Es justicia estricta, y no
ciertamente aduladora para la monarquía caída, decir que durante mu­
chos años pecó más bien por ligereza y falta de juicio en alguno de sus
planes que por falta de diligencia o de espíritu público. No es justo com­
parar el gobierno de Francia de los últimos quince o dieciséis años con
gobiernos prudentes y bien constituidos durante ese o durante cualquier
otro período. Pero en punto a prodigalidad en el gasto de dinero o en
punto a rigor en el ejercicio del poder, puede compararse con cualquier
otro de los reinados anteriores y en mi opinión los jueces honestos darán
poco crédito a las buenas intenciones de quienes hablan perpetuamente
de donaciones a los favoritos o los gastos de la corte o los horrores de la
Bastilla en el reinado de Luis XVI.91
Es más que dudoso que el sistema, caso de que merezca tal nombre,
que ahora se edifica sobre las ruinas de esta antigua monarquía, pueda
dar mejor cuenta de la población y riqueza del país que ha tomado a su
cargo. En vez de mejorar con el cambio, me temo que hayan de pasar
muchos años antes de que se pueda reponer en lo más mínimo de los
efectos de esta revolución filosófica y antes de que la nación pueda volver
a ocupar el puesto que tenía anteriormente. Si el Dr. Price estimara opor­
tuno hacernos el favor de calcular la población de Francia de aquí a pocos
años, difícilmente podrá elevarse su cuenta de los treinta millones de
de ese año; o aún los veinticinco millones que daba M. Necker en 1780.
91 El mundo debe gratitud a M. de Calonne por el trabajo que se ha tomado para
refutar las exageraciones escandalosas respecto a alguno de los gastos reales y para poner en
claro la falaz cuenta de pensiones hecha con el propósito malvado de provocar al po­
pulacho para hacerle cometer toda clase de crímenes.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 157
Me dicen que hay muchas personas que han emigrado de Francia y que
son muchos los que han abandonado ese clima voluptuoso y esa libertad
seductora como Circe, refugiándose en las regiones heladas y en el des­
potismo británico del Canadá.
Dada la actual desaparición del dinero nadie creería que se trata del
mismo país en que el actual Ministro de Hacienda pudo descubrir una
circulación de ochenta millones de libras esterlinas. De su aspecto gene­
ral se sacaría la conclusión de que ha estado durante algún tiempo bajo
la dirección de los eruditos académicos de Laputa y Balnibarbi.92 La po­
blación de París ha declinado ya tanto que M. Necker declaró en la Asam­
blea Nacional que los cálculos que han de hacerse para su subsistencia
son menores en una quinta parte de lo que era forzoso calcular anterior­
mente.93 Se dice —y no he visto que nadie lo contradiga— que hay en
esa ciudad cien mil personas sin empleo, a pesar de que la misma se ha
convertido en sede de la corte encarcelada y de la Asamblea Nacional-
Nada puede exceder, según me informan fuentes dignas de crédito, al
espectáculo desagradable y repulsivo de la mendicidad que existe en la
capital. Las mismas decisiones de la Asamblea Nacional no dejan lugar
a dudas. Ha nombrado hace poco una comisión permanente de mendici­
dad. Está planeando rápidamente una política enérgica en este aspecto-
y por primera vez aparece en las cuentas públicas de este año un impuesto
destinado a mantener a los pobres, para cuya ayuda se destinan grandes
sumas.94 Entre tanto los líderes de los clubes legislativos y de los cafés,.
92 Véanse los viajes de Gulliver para tener una idea de lo que serían los países gober­

nados por filósofos.


93 M. de Calonne calcula el descenso de la población de París en una cifra muy supe­
rior; y así debe ser tomando como punto de comparación la época de los cálculos de M..
Necker.

94 Travaux de charité pour subvenir au manque


de travail à Paris et dans les provinces . . . . 3,866,920 161,121 13
Destruction du vagabondage et de la mendi­ \
cité ........................................................................... 1,671,417 69,642 7 6-
Primes pour l’importation de grains ........................... 5,671,907 236,329 9 2-
Dépenses relatives aux subsistences déduction
fait des récouvrements qui ont eu lieu .. 39,871>790 1,661,324 11 8-
Total 51,082,034 2,128,418 1 »
Cuando envié este libro a la imprenta tenía algunas dudas de la naturaleza y ex­
tensión del último artículo de las cuentas arriba citadas, que no incluye sino un título
general sin ningún detalle. Como he visto después el trabajo de M. de Calonne, creo que-
fué una lástima no haber podido disponer de él con anterioridad. M. de Calonne cree
*que en este artículo se hace referencia a la subsistencia general, pero no puede comprender
cómo puede producirse una diferencia de 1.661.000 libras esterlinas entre la compra y la ven­
ta del grano y parece atribuir este enorme capítulo de gastos a los gastos secretos de lai
158 TEXTOS políticos: reflexiones
están ebrios de admiración a su propia sabiduría y capacidad. Hablan del
resto del mundo con el más soberano desprecio. Le dicen al pueblo para
consolarle de los harapos con que le han vestido que es una nación de
íilósofos; y unas veces mediante todas las artes de la charlatanería ruidosa,
la pompa, el tumulto y el bullicio, otras con alarmas de complots e inva­
siones, tratan de ahogar los gritos de la indigencia y de apartar los ojos
del observador de la ruina y el desastre del Estado. Un pueblo esforzado
preferirá ciertamente la libertad, aunque sea acompañada de una pobreza
virtuosa, a una servidumbre depravada y rica. Pero antes de pagar como
precio de la libertad la comodidad y la opulencia, hay que estar muy
seguro de que lo que se compra es la libertad real y de que no se puede
comprar a otro precio. Una libertad que no tiene como compañeros la
prudencia y la justicia y que no lleva en su séquito la prosperidad y
la abundancia será siempre, para mí, de apariencia muy equívoca.

[La nobleza Los defensores de esta Revolución, no contentos con exagerar los
Francesa] vicios de su antiguo gobierno, atacan la fama misma de su país, pintando
como objetos de horror a todo lo que ha podido atraer la atención de los
extranjeros —me refiero a su nobleza y su clero—. Si no se tratase más
que de una calumnia no habría mucho que decir. Pero tiene consecuen­
cias prácticas. Si vuestra nobleza y vuestra aristocracia, que formaban el
gran cuerpo de propietarios de tierras y la totalidad de vuestros oficiales
militares se hubiesen parecido a los alemanes en el momento en que las
ciudades hanseáticas necesitaron confederarse contra los nobles para de­
fender su propiedad; si hubiesen sido como los Orsini y los Vitelli de Ita­
lia, que acostumbraban a asaltar a los comerciantes y a los viajeros para
robarles, tomando como base de operaciones cuevas fortificadas; si hubie­
sen sido como los mamelucos de Egipto o los naires de la costa de Mala­
bar, admito que podría no ser aconsejable una investigación demasiado
escrupulosa acerca de los medios de librar al mundo de tal molestia. Las
estatuas de la equidad y de la piedad podrían velarse por un rato.
Las mentes más sensibles, confusas ante la terrible exigencia con que la
moralidad se somete a la suspensión de sus propias reglas en favor de sus
principios fundamentales, podrían apartarse, en tanto que el fraude y la
violencia se dedicaban a destruir una pretendida nobleza que deshonró
con sus persecuciones la naturaleza humana. Las personas que más abo-

Revolución. No puedo decir nada seguro acerca de este tema. El lector puede juzgar por
sí —dado el conjunto de estas inmensas cargas— acerca del estado y situación de Fran­
cia y del sistema de economía pública adoptado en ese país. Estos artículos no produje­
ron ninguna investigación ni discusión en la Asamblea Nacional.
■SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 159
rrecen la sangre y la traición y la ¿onfiscación arbitraria podrían seguir
siendo espectadoras silenciosas de esta guerra civil entre los vicios.
¿Pero merecía la nobleza privilegiada que se reunió, por orden del
rey, en Versalles en 1789, o sus mandantes, ser considerada como los nai-
res o mamelucos de esta época o como los Orsini y los Vitelli de las pa­
sadas ? Si hubiera preguntado esto en aquel momento habría pasado por
loco. ¿Qué es lo que han hecho esas personas desde entonces para me­
recer ser perseguidas, mutiladas y torturadas, dispersas sus familias, redu­
cidas a cenizas sus casas y para que se haya abolido su orden y si es posible
extinguida hasta la memoria de ella, ordenándoseles cambiar incluso el
nombre con el que se les conocía? Leed las instrucciones de sus repre­
sentantes. Respiran el espíritu de libertad con el mismo calor y reco­
miendan las reformas con la misma firmeza que las de cualquiera de los
otros órdenes. Sus privilegios en materia tributaria fueron abandonados
voluntariamente, del mismo modo que el rey abandonó desde el principio
toda pretensión a un derecho impositivo. En toda Francia había unani­
midad en favor de una Constitución libre. El monarca absoluto había
acabado. Exhaló su último aliento sin un estertor, sin lucha, sin convul­
siones; toda la lucha, todas las disensiones surgieron después, cuando se
prefirió una democracia despótica a un gobierno de controles recíprocos.
Contra lo que triunfó el partido victorioso fué contra los principios que
informan la Constitución británica.
He observado la moda que ha imperado durante muchos años en
París —llegando incluso a un grado perfectamente infantil— de afectar
una idolatría por la memoria de Enrique IV. Si hay algo que pudiera
hacer desagradable el carácter de este rey, que fué un modelo de monar­
cas, es ciertamente este estilo insidioso de panegírico exagerado. Las per­
sonas que más se han distinguido en esta tarea son las mismas que han
acabado su panegírico destronando a su sucesor y descendiente, hombre
de tan buen natural, al menos, como Enrique IV, igualmente amante de
su pueblo, y que ha hecho por corregir los vicios antiguos del Estado infi­
nitamente más de lo que hizo y de lo que intentó hacer aquel gran
monarca. Sus panegiristas han tenido la suerte de no haberlo tenido en­
frente. Porque Enrique de Navarra era un príncipe resuelto, activo y
político. Poseía ciertamente gran humanidad y moderación; pero una
humanidad y una moderación que nunca se interpusieron en el camino
de sus intereses. No intentó nunca ser amado sin antes ponerse en situa­
ción de ser temido. Empleó un lenguaje suave, manteniendo una con­
ducta decidida. Afirmó y sostuvo su autoridad en lo fundamental y
nunca hizo concesiones más que en asuntos de detalle. Gastó noblemente
la renta de su prerrogativa, pero tuvo buen cuidado de no tocar el capital.
TEXTOS políticos: reflexiones
No abandonó por un momento ninguno de los derechos que le concedían
las leyes fundamentales, ni ahorró derramamiento de sangre de quienes
se le oponían; la hizo correr con frecuencia en el campo de batalla, y a
veces en el cadalso. Ha merecido elogios de gentes a las que de haber
sido contemporáneos suyos habría hecho encerrar en la Bastilla y a quie­
nes habría castigado juntamente con los regicidas a los que hizo ahorcar
después de obligar a París a rendirse por hambre —porque supo hacer res­
petar sus virtudes por los ingratos.
Es forzoso que, si estos panegiristas son consecuentes en su admira­
ción por Enrique IV, recuerden que es imposible que tengan de él un
concepto más alto del que tenía el propio monarca de la nobleza de
Francia, cuya virtud, honor, valor, patriotismo y lealtad, constituían su
tema constante.
Pero la nobleza de Francia ha degenerado desde la época de Enri­
que IV. Es posible, pero no puedo creer que sea cierto en una gran pro­
porción. No pretendo conocer Francia tan a fondo como otros: pero
durante toda mi vida he tratado de conocer la naturaleza humana; en
otro caso sería incapaz de tomar, aun la humilde parte que tomo, en el
servicio de la humanidad. No he podido dejar de ocuparme en ese estu­
dio de nuestra naturaleza tal como aparecía modificada en un país que
no está más que a veinticuatro millas de las costas de esta isla. Compa­
rando los resultados de mi propia observación con las investigaciones que
he podido hacer, he encontrado que vuestra nobleza estaba compuesta
en gran parte de hombres de alto espíritu y de delicado sentimiento del
honor, tanto por lo que hace a los individuos, como con relación a toda
su corporación, sobre la que mantenían, con mucha mayor intensidad
de lo que es corriente en otros países, un ojo vigilante y censor. Los no­
bles estaban tolerablemente bien educados; eran muy serviciales, leales y
hospitalarios; francos y abiertos en su conversación; de buen carácter mi­
litar y bastante conocedores de la literatura, especialmente de los autores
que han escrito en su propia lengua. Muchos tenían cualidades superio­
res a esta descripción general. Pero me refiero a la mayoría de los que
pude conocer.
Por lo que hace a su conducta respecto de las clases inferiores me
pareció que se comportaban con benevolencia y con alguna mayor fami­
liaridad de la que se tiene generalmente entre nosotros en el trato entre
las categorías sociales. Golpear a una persona, aunque fuera de la condi­
ción más abyecta, era cosa desconocida y que hubiera resultado altamente
deshonrosa. Eran raros los casos de otros malos tratos a la parte humilde
de la comunidad; y por lo que hace a ataques a la propiedad o a la liber­
tad personal del pueblo, nunca oí hablar de ninguno hecho por ellos, ni
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 161

hubiera sido permitida tal tiranía sobre los súbditos mientras prevalecie­
ron las leyes que estaban en vigor bajo el antiguo gobierno. En cuanto
propietarios territoriales no les encuentro falta que reprochar, aunque sí
mucho que mejorar y muchas partes en que desear cambios en una gran
parte de las viejas propiedades. Allí donde el arrendamiento de la pro­
piedad era por renta, no pude descubrir que sus contratos con los gran­
jeros fueran opresores; ni oí que tomasen la parte del león cuando llevaban
las tierras en aparcería con los agricultores —cosa que ocurría con fre­
cuencia—. Las proporciones no parecen haber sido injustas. Ha podido
haber excepciones, pero ciertamente eran excepciones. No tengo ningún
motivo para creer que en estos aspectos la nobleza de Francia fuese peor
que la nobleza terrateniente de este país; ciertamente no era, en ningún
aspecto, más vejatoria que los terratenientes plebeyos de su propio país.
Sabéis que muchas partes esenciales del gobierno civil y de la policía no
estaban en manos de aquella nobleza que se presenta a nuestra considera­
ción en primer lugar. La renta, cuyo sistema y recaudación eran los as­
pectos más opresores del gobierno de Francia, no estaba administrada
por los hombres de espada, que no son responsables de los vicios de sus
principios ni de las vejaciones que ocurrieran en su administración.
Al negar, cosa que puedo hacer con autoridad, que los nobles tuvie­
sen parte considerable en la opresión del pueblo, en aquellos casos en que
existía una opresión efectiva, estoy, sin embargo, dispuesto a admitir
que no dejaban de ser responsables de faltas y errores considerables. Una
estúpida imitación de las peores partes de los modales de Inglaterra, con­
traria a su natural carácter, sin substituirlo por lo que acaso trataban de
copiar, les ha hecho ciertamente peores de lo que eran antaño. La habi­
tual disolución de costumbres prolongada más allá del período de la vida
en que es perdonable, era más común entre ellos que entre nosotros y
reinaba con menos esperanza de remedio, aunque acaso con menos da­
ños, porque estaba cubierta con mayor decoro externo. Los nobles fran­
ceses favorecieron demasiado esa filosofía licenciosa que ha contribuido
a producir su ruina. Era común en ellos otro error más fatal. Aquellas
gentes del estado llano que se aproximaban o excedían a muchos nobles
en riqueza, no eran admitidos plenamente al rango y estimación que, en
términos de razón y de buena política deberían merecer la riqueza en todo
país, aunque no creo que deba llegar a la igualdad con los de la otra no­
bleza. Las dos especies de aristocracia estaban separadas demasiado pun­
tillosamente; menos, sin embargo, que en Alemania y en otros países.
Como ya me he tomado la libertad de sugeriros, creo que esta sepa­
ración ha sido una de las principales causas de la destrucción de la vieja
nobleza. Especialmente la milicia estaba reservada con demasiada exclu-
IÓ2 TEXTOS políticos: reflexiones
sividad a los hombres de buena familia. Pero después de todo, esto no es
más que un error de opinión que otra opinión contrapuesta habría podido
rectificar. Una asamblea permanente en la que el estado llano hubiese
tenido su parte de poder, habría abolido rápidamente todo lo que hubiera
de demasiado arrogante e insultante en estas distinciones; y aun las fal­
tas de moral de la nobleza se habrían corregido probablemente con las
mayores variedades de ocupación y empeños que una constitución por
órdenes hubiera hecho surgir.
Creo que toda esta violenta protesta contra la nobleza es meramente
artificial. Ser honrado y aun privilegiado por las leyes, opiniones y usos
inveterados de un país, desarrollados a consecuencia de prejuicios anti­
guos, no tiene nada que pueda provocar horror e indignación en ningún
hombre. Ni siquiera es, en términos absolutos, un crimen ser demasiado
tenaz en la defensa de esos privilegios. La dura lucha que mantiene todo
individuo para conservar la posesión de lo que ha encontrado que le
pertenece y le distingue, es una de las garantías contra la injusticia y el
despotismo que existen en nuestra naturaleza. Actúa como instinto para
asegurar la propiedad y para mantener las comunidades en una situación
estable. ¿Qué hay de malo en esto? La nobleza es un adorno elegante
del orden civil. Es el capitel corintio de la sociedad civilizada. Omnes
boni nobilitate semper favemus, dijo un hombre sabio y bueno.95 Es signo
de una mente liberal y benévola inclinarse a ella con cierta propensión
parcial. Quien desea nivelar todas las instituciones artificiales que han
sido adoptadas para dar cuerpo a la opinión y permanencia a la estima
transitoria no encuentra principio ennoblecedor en su corazón. Es una
triste disposición, maligna y envidiosa, sin gusto por la realidad, ni por
ninguna especie de imagen o representación de la virtud, la que ve con
alegría la caída inmerecida de lo que ha florecido largo tiempo en el
esplendor y el honor. No me gusta ver nada destruido, ni producido en
la sociedad ningún vacío, ni ninguna ruina sobre la faz de la tierra. Por
consiguiente no sufrí ningún desencanto ni insatisfacción cuando mis
investigaciones y observaciones sobre la nobleza francesa no pusieron de
manifiesto la existencia de ningún vicio incorregible ni ningún abuso que
no se pudiera remediar mediante una reforma muy alejada de su aboli­
ción. Vuestra nobleza no merecía un castigo; y degradar es castigar.

[El Clero
francés] Con la misma satisfacción encontré un resultado parecido en mis
investigaciones acerca del clero francés. La noticia de que un gran
grupo de hombres está incurablemente corrompido, no es nada agradable
95 Cicerón, Pro Sextio, ix, 21. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

para mis oídos. No escucho con mucha credulidad a nadie cuando habla
así de aquellos a quienes va a saquear. Cuando se busca el beneficio en
su castigo sospecho más bien que los vicios son fingidos o exagerados.
Un enemigo es mal testigo. Un ladrón es peor. Había indudablemente
vicios y abusos en ese orden y tenía que haberlos. Era una institución
antigua que no había sido revisada con frecuencia. Pero no sé de críme­
nes perpetrados por sus miembros que merecieran la confiscación de sus
recursos materiales, ni tampoco esos crueles insultos y degradaciones, ni
esa persecución antinatural que han empleado en vez de haberle dado
una regulación mejor.
Si hubiera alguna causa justa para esta nueva persecución religiosa,
los libelistas ateos —que actúan de trompeteros para animar al populacho
al saqueo— no aman demasiado ninguna corporación, como para no
detenerse con complacencia en los vicios existentes del clero. No lo han
hecho. Se han visto obligados a resucitar historias de épocas antiguas
(que han sacado a luz con industria maligna y desvergonzada), para
encontrar ejemplos de opresión realizados por ese cuerpo o en su favor,
con objeto de justificar como represalias sus propias persecuciones y
crueldades, basándose en principios muy inicuos por ser muy ilógicos.
Después de destruir todas las demás distinciones de familia y genealogía,
inventan una especie de árbol genealógico de crímenes. No es muy
justo castigar a los hombres por los delitos de sus antecesores naturales;
pero adoptar la ficción de un linaje en una sucesión corporativa, como
fundamento para castigar a hombres que no tienen ninguna relación
con los actos culpables, excepto por lo que hace a los nombres y las carac­
terísticas generales, es un refinamiento en la injusticia que corresponde
a la filosofía de esta época ilustrada. La Asamblea castiga a unos hom­
bres, muchos de los cuales, si no la mayor parte, aborrecen la conducta
violenta de eclesiásticos de épocas anteriores tanto como pueden hacerlo
sus actuales perseguidores y que, de no estar bien seguros de cuáles son
las finalidades para las que se utiliza esa declamación, serían igualmente
enérgicos en la expresión de ese sentimiento.
Las personas colectivas son inmortales en lo que favorecen a sus
miembros, pero no para su castigo. Las naciones mismas son corpora­
ciones de ese tipo. Con la misma razón podríamos pensar en Inglaterra
en hacer una guerra implacable a todos los franceses por los males que
nos han hecho en las distintas épocas de nuestras hostilidades mutuas.
Por vuestra parte os podríais sentir justificados para caer sobre los ingleses
por razón de las calamidades inigualadas que produjeron al pueblo
francés las invasiones injustas de los Enriques y los Estuardos. Estaría­
mos mutuamente justificados para emprender estas guerras con el mismo
164 TEXTOS políticos: reflexiones
fundamento con que lo estáis para emprender esa persecución no pro­
vocada de vuestros actuales compatriotas, basándoos en la conducta de
hombres que llevaban el mismo nombre en épocas pasadas.
No sacamos de la historia las lecciones morales que deberíamos sacar.
Si, por el contrario, la utilizamos sin precauciones, puede viciar nuestra
inteligencia y destruir nuestra felicidad. Hay en la historia una gran
parte que está todavía por desarrollar y que serviría para nuestra instruc­
ción, si sacáramos de los errores y debilidades que ha cometido la huma­
nidad en el pasado, los materiales de la sabiduría futura. Pervertida la
historia, puede servir como arsenal que nos dé defensivas y ofensivas
para los distintos partidos de la Iglesia y el Estado y medios de mantener
vivas —o de resucitar— las disensiones y animosidades y de añadir com­
bustible a la violencia civil. La historia se compone, en su mayor parte,
de las miserias que han traído al mundo el orgullo, la ambición, la
avaricia, la venganza, el deseo, la sedición, la hipocresía, el celo inmode­
rado y toda la serie de apetitos desordenados que sacuden la opinión
pública con las mismas

troublous storms that toss


The prívate State, and render lije unsweet

[tormentas turbias que zarandean la condición privada y hacen amarga


la vida]. Estos vicios son las causas de tales tormentas. La religión, la
moral, las leyes, las prerrogativas, los privilegios, las libertades, los Dere­
chos del Hombre no son sino pretextos. Los pretextos se encuentran
siempre en alguna apariencia especiosa de bien real. ¿Salvaríais a los hom­
bres de la tiranía y la sedición desarraigando de sus mentes los prin­
cipios a que se aplican esos pretextos fraudulentos? De hacerlo así
desarraigaríais todo lo que hay de valioso en el corazón humano. Como
los pretextos son éstos, los actores ordinarios y los instrumentos de las
grandes calamidades públicas son los reyes, sacerdotes, magistrados, sena­
dos, parlamentos, asambleas nacionales, jueces y capitanes. El mal no
se cura resolviendo que no debe haber más monarcas ni ministros del
Estado ni del Evangelio, ni intérpretes de la ley, ni oficiales generales ni
consejos públicos. Podéis cambiarles el nombre, pero las cosas tienen
que continuar en una u otra forma. Tiene que existir siempre un cierto
quantum de poder en la comunidad, en alguna mano y bajo alguna
denominación. Los hombres prudentes aplicarán los remedios a los
vicios y no a los hombres, a las causas del mal que son permanentes y no
a los órganos ocasionales a través de los cuales actúan, y a los modos
transitorios bajo los cuales aparecen. Lo contrario sería prudente histó­
ricamente y estúpido en la práctica. Rara vez presentan dos épocas la
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 165
misma modalidad en sus pretextos ni los mismos modos de maldad. La
perversidad es un poco más inventiva. Mientras se discute la moda, ésta
ha desaparecido. El mismo vicio asume una nueva forma corporal. El
espíritu transmigra y lejos de perder su principio vital por el cambio de
apariencia, se renueva en sus nuevos órganos con el vigor fresco de una
actividad juvenil. Pasa al extranjero, continúa sus daños, en tanto que
os ocupáis de remover su esqueleto o de demoler su tumba. Se tiene
miedo a los duendes y a las apariciones en tanto que la propia casa es
saqueada por los ladrones. Así ocurre a todos aquellos que no mirando
sino la concha y cascarón de la historia creen estar haciendo la guerra a
la intolerancia, el orgullo y la crueldad, en tanto que, so color de aborrecer
los malos principios de los partidos antiguos autorizan y alimentan los
mismos vicios odiosos en facciones diferentes y a veces peores.
Los ciudadanos de París se prestaron en otro tiempo a servir de ins­
trumento para la matanza infame de discípulos de Calvino, realizada en
la noche de San Bartolomé. ¿ Qué diríamos a quienes pensasen en tomar
represalias sobre los parisienses de hoy por las abominaciones y horrores de
aquella época? Se ha hecho a los actuales habitantes de París aborrecer
aquella matanza; por feroces que sean no es difícil hacer que les disguste,
porque los políticos y profesores de moda no tienen interés en orientar sus
pasiones exactamente en la misma dirección. Sin embargo, creen que su
interés consiste en mantener vivas las mismas disposiciones salvajes. Ha
sido el otro día cuando representaron esta misma matanza para diversión
de los descendientes de quienes la cometieron. En esa farsa trágica hicie­
ron aparecer al cardenal de Lorena en traje de ceremonia, ordenando la
matanza general. ¿Se puso en escena el espectáculo para hacer que los
parisienses aborrezcan la persecución y odien la efusión de sangre ? —No.
Fué para enseñarles a perseguir a sus propios pastores; para excitarles,
suscitando en ellos el aborrecimiento y horror de su clero, a una alacridad
de cazador que busca su pieza, con objeto de destruir un orden que, de
existir, debería vivir no sólo con seguridad, sino rodeado de reverencia.
Fué para estimular sus apetitos canibalescos (aunque bien se podría creer
que ya están suficientemente excitados), mediante la variación y las espe­
cias, para apresurarles a ponerse en estado de alerta para nuevos asesinatos
y matanzas, caso de que éstos sirviesen los propósitos de los guías de hoy.
Una Asamblea en la que tienen asiento una multitud de sacerdotes y
prelados, fué obligada a sufrir que esta indignidad se representase en sus
mismas puertas. El autor no fué enviado a galeras ni los actores a una
casa de corrección. No mucho después de esta representación los actores
comparecieron ante la Asamblea para proclamar los ritos de la misma
religión que habían osado escarnecer y para mostrar ante el Senado sus
i66 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
caras prostituidas. Entre tanto el arzobispo de París, cuya función no
conocía el pueblo más que por sus rezos y bendiciones —del mismo modo
que su riqueza le era únicamente conocida por sus limosnas—, se ve
forzado a escapar de su casa, abandonando su rebaño, huyendo de él como
de una manada de lobos hambrientos, porque en el siglo xvi el cardenal de
Lorena fué un rebelde y un asesino.96
Tal es el efecto de la perversión de la historia por aquellos que, con
los mismos propósitos nefandos, han pervertido las demás provincias del
saber. Pero quienes quieran sostenerse a la altura de la razón —que coloca
los distintos siglos ante nuestros ojos y lleva las cosas a su verdadero lugar
y punto de comparación; que oscurece los nombres pequeños y borra los
colores de los pequeños partidos y a la que no puede ascender más que el
espíritu y calidad moral de las acciones humanas—, dirán a los profesores
del Palais Royal: “El cardenal de Lorena fué el asesino del siglo xvi y
vosotros tenéis la gloria de ser los asesinos del xviii; esta es la única dife­
rencia que hay entre él y vosotros.” Pero la historia en el siglo xix, mejor
comprendida y utilizada, enseñará, espero, a una posteridad civilizada a
aborrecer las fechorías de ambas épocas bárbaras. Enseñará a los futuros
sacerdotes y magistrados a no tomar represalias contra los ateos especula­
tivos e inactivos de las épocas futuras por las enormidades cometidas por
los actuales entusiastas prácticos y los fanáticos furiosos de ese error mal­
vado que en su estado de reposo está más que castigado dondequiera que
es adoptado. Enseñará a la posteridad a no hacer la guerra a la religión
o a la filosofía por el abuso que los hipócritas de ambas han hecho de las
dos bendiciones más valiosas que nos ha concedido la bondad del Patrono
Universal que favorece y protege eminentemente todas las cosas a la raza
humana.
Admito que si vuestro clero, o cualquier otro clero, fuese vicioso en
un grado más allá de los límites permitidos a la debilidad humana y a
esas faltas profesionales que difícilmente pueden ser separadas de las vir­
tudes profesionales, aunque sus vicios no puedan nunca justificar el ejerci­
cio de la opresión, tendría naturalmente el efecto de disminuir mucha de
nuestra indignación contra los tiranos que exceden en sus castigos la
medida y la justicia. Puedo disculpar a los clérigos de todas las confesiones
alguna tenacidad en sus propias opiniones, algunos desbordamientos de
celo en su propagación, cierta predilección por su propio estado y función,
alguna pasión por el interés de su propia clase, -ina cierta preferencia por
quienes escuchan con docilidad sus doctrinas frente a quienes se burlan
y hacen irrisión de ellas. Admito todo esto porque soy hombre que tiene
98 Esto en el supuesto de que la historia fuera cierta, pero no estaba en Francia en

aquella época. Un nombre sirve igual que otro.


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 167
que tratar con hombres y no llegaría nunca a fuerza de tolerancia a la
mayor de las intolerancias. Tengo que soportar todas las debilidades
mientras no se conviertan en crímenes.
Individualmente hay que evitar con ojo vigilante y mano firme el
progreso natural de las pasiones que pasan de la fragilidad al vicio. ¿ Pero
es cierto oue vuestro clero había pasado de los límites que es justo per­
mitir? Dado el tono general de las últimas publicaciones de toda clase
que habéis hecho, creería uno que el clero de Francia es una colección de
monstruos, una mezcla horrible de superstición, ignorancia, indolencia,
fraude, avaricia y tiranía. Pero ¿ es eso verdad ? ¿ Es cierto que el transcur­
so del tiempo, la cesación de los conflictos de intereses, la dolorosa expe­
riencia de los daños que resultan de la rabia partidista no han influido
en alguna medida para mejorar gradualmente sus espíritus? ¿Es cierto
que hacían dariamente nuevas invasiones en el campo del poder civil, que
perturbaban la quietud interna del país y hacían débil y precaria la
actuación de gobierno? ¿Es cierto que el clero de nuestra época ha
oprimido a les laicos con mano de hierro y que está encendiendo en todas
partes el fueg> de una persecución salvaje ? ¿ Ha tratado de aumentar sus
propiedades pr toda clase de medios fraudulentos? ¿Acostumbraba a
exceder en la explotación de sus propiedades de lo que normalmente se
le debía? ¿Oa apretar rígidamente los tornillos, pasando de lo justo a
lo injusto, pan convertir una pretensión legal en una exacción vejatoria?
¿Tenía, cuanco no poseía el poder, los vicios de quienes lo envidian? ¿Es­
taba inflamaco por un espíritu de controversia litigioso y violento?
¿Estaba disputsto —aguijoneado por la ambición de la soberanía intelec­
tual— a desafkr a toda magistratura, incendiar las iglesias, matar los sa-
tes de las otra: religiones, derribar sus altares y abrirse camino sobre las
ruinas de los gobiernos subvertidos, para lograr su imperio doctrinal,
adulando unas veces y forzando otras, las conciencias de los hombres,
para sacarles d: la jurisdicción de las instituciones públicas, llevándoles a
someterse a su autoridad personal, comenzando con una aspiración de
libertad para acabar con un abuso de poder ?
Estos o aljunos de estos eran los vicios que se imputaban, no sin
algún fundamato, a algunos de los eclesiásticos de tiempos anteriores, que
pertenecieron í los dos grandes partidos que dividían y destrozaban en­
tonces a Europ;.
Si había en Francia, como hay visiblemente en otros países, una gran
disminución y 10 un gran aumento de esos vicios, en vez de hacer cargar
al clero actual :on los crímenes de otros hombres y el carácter odioso de
otras épocas, htbría, con arreglo a principios de equidad, que elogiarle,
estimularle y poyarle en esa separación de un espíritu que deshonró a
i68 TEXTOS políticos: reflexiones
sus predecesores, y por haber asumido un tono mental y un modo de
conducta más adecuado a su función sagrada.
Cuando tuve ocasión de visitar Francia a fines del reinado anterior,
el clero, en todas sus formas, atrajo gran parte de mi curiosidad. En vez
de encontrar (salvo en un grupo no muy numeroso entonces, pero sí muy
activo) las quejas y el descontento contra esa clase que me habían dado
lugar a esperar algunas publicaciones, encontré muy poca intranquilidad,
pública o privada con respecto a ella. Examinándolo más a fondo, en
contré que el clero estaba compuesto en general, por personas de opiniones
moderadas y conducta decorosa; incluyo al hablar de clero a bs seculares
y regulares de ambos sexos. No tuve la suerte de conocer a machos repre­
sentantes del clero parroquial; pero en general me dieron buenos informes
acerca de su moral y del modo de cumplir sus deberes. Tave contacto
personal con algunos miembros del alto clero y muy buenos medios de
información respecto al resto de esa clase. Casi todos ellos eran personas
de noble cuna. Se parecían a las demás de su mismo ranga y de haber
alguna diferencia era en su favor. Tenían una educación nás completa
que la nobleza militar, de modo que no degradaban su profesión por ig­
norancia, ni por falta de aptitudes para el ejercicio de su autoridad.
Aparte de su carácter clerical, me parecieron liberales y abertos; caballe­
ros de corazón y hombres de honor; ni insolentes ni serviles <n sus modales
y conducta. Me pareció que constituían más bien una :lase superior,
un grupo de hombres entre los que no hubiera sorprendido encontrar a un
Fénélon. En el clero de París (muchos de cuyos miembro.* no se pueden
encontrar en ningún otro sitio) vi hombres de gran sabtr y bondad y
tengo razones para creer que estas características no se Imitan a París.
Lo que encontré en otros sitios sé bien que era accidental y no puede
tomarse como muestra. Estuve algunos días en una ciudid provincial,97
donde, en ausencia del obispo, pasé las veladas con tres clirigos, sus vica­
rios generales, personas que habrían hecho honor a cialquier iglesia.
Los tres eran hombres de gran saber, dos de ellos de una erudición pro­
funda, extensa y general, tanto antigua como moderna 3 tanto oriental
como occidental, especialmente en su profesión. Tenían in conocimiento
bastante mayor de lo que yo esperaba de los sacerdotes ngleses y apre­
ciaban el genio de esos escritores con exactitud crítica. Unode esos señores,
el abate Morangis, ha fallecido ya. Me complazco en tribitar a la memo­
ria de aquella noble, reverenda, instruida y excelente perona este home­
naje y haría lo mismo con igual agrado a los méritos d< los otros, que
creo viven aún, de no temer herir a aquellos a quienes id puedo servir.
Algunos de esos eclesiásticos de rango son personas nerecedoras por
87 Auxerre, hoy capital del departamento de Yonne. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 169
todos conceptos de respeto general. Merecen mi gratitud y la de muchos
ingleses. Espero que si esta carta llega algún día a sus manos creerán que
hay en nuestra nación quienes sienten con sensibilidad no común su
inmerecida caída y la cruel confiscación de sus fortunas. Lo que digo de
ellos es el testimonio —todo lo fuerte que puede darlo una voz débil—
que debo a la verdad. Lo daré dondequiera que se trate de esta persecución
antinatural. Nadie me puede impedir ser justo y agradecido. El momento
es adecuado para el cumplimiento de esa obligación y es particularmente
conveniente demostrar nuestra justicia y nuestra gratitud a aquellos que
han merecido bien de nosotros y de la humanidad y están ahora trabajan­
do bajo la censura popular y las persecuciones de un poder opresor.
Antes de la revolución teníais ciento veinte obispos. Algunos de ellos
eran hombres de santidad eminente y de caridad ilimitada. Cuando ha­
blamos de lo heroico hablamos naturalmente de una virtud rara. Creo
que los ejemplos de depravación eminente tienen que ser tan raros como
los de bondad trascendente. Pueden encontrarse ejemplos de avaricia y
licencia —no lo discuto— por parte de quienes se deleitan en el tipo de
investigación que lleva a tales descubrimientos. Un hombre tan viejo
como yo, no puede asombrarse de que algunas personas de un grupo no
lleven esa vida perfecta de abnegación con respecto a la riqueza y el placer
que se desea por todos, se espera por algunos y no se exige por nadie con
mayor rigor que por parte de quienes más atentos están a sus propios
intereses y más indulgentes son con sus propias pasiones. Estoy seguro
de que cuando estuve en Francia el número de prelados viciosos no era
grande. Algunos individuos de entre ellos que no se distinguían por la
regularidad de sus vidas, compensaban en parte la falta de virtudes severas
con la liberalidad y estaban dotados de cualidades que les hacían útiles
para la Iglesia y para el Estado. Se me dice que, con pocas excepciones,
Luis XVI había prestado más atención que su inmediato predecesor al
carácter de las personas a las que ascendía a ese rango; y creo —ya que
en todo el reinado ha prevalecido un cierto espíritu de reforma— que debe
ser verdad. Pero el poder actualmente gobernante se ha mostrado única­
mente dispuesto a saquear la Iglesia. Ha castigado a todos los prelados,
lo que equivale a favorecer al vicioso, por lo menos en lo que respecta a
su reputación. Ha instituido unas pensiones degradantes; de tal modo
que ningún hombre de ideas liberales o de condición liberal destinará a
sus hijos a esa profesión. Tiene que ejercitarse únicamente por las clases
más bajas del pueblo. Como el clero bajo no es entre vosotros suficiente­
mente numeroso para cumplir sus deberes; como, por otra parte, éstos
són minuciosos y fatigosos por encima de toda medida y como no habéis
dejado en buena situación ninguna clase media del clero, no podrá haber
textos políticos: reflexiones

en lo sucesivo en la iglesia galicana ninguna especie de ciencia o erudición.


Para completar el proyecto la Asamblea ha establecido para el futuro un
clero electivo, sin prestar ninguna atención a los derechos de los patronos;
disposición que eliminará de la profesión clerical a todos los hombres de
carácter sobrio, a todos los que puedan aspirar a ser independientes en su
función o en su conducta y pondrá totalmente la dirección de la mente
pública en manos de un grupo de malvados, licenciosos, audaces, arteros,
facciosos y aduladores, de tal condición y hábitos de vida, que convertirán
sus despreciables pensiones (en comparación con las cuales el estipendio
de un modesto empleado de la recaudación de contribuciones es lucrativo
y honorable) en el objeto de intriga baja y antiliberal. Estos funcionarios
a quienes aún se llama obispos van a ser elegidos para un puesto con
una dotación relativamente media, por las mismas artes (es decir, artes
electoreras), por hombres de todos los credos religiosos conocidos o que
puedan inventarse. Los nuevos legisladores no han aclarado nada respecto
a sus cualificaciones de doctrina ni de moral, cosa que tampoco han he­
cho por lo que respecta al clero subordinado. De lo acordado no resulta
sino que tanto el clero alto como el bajo pueden, a su discreción, practicar
o predicar cualquier modo de religión o irreligión que les agrade. No veo
cuál haya de ser la jurisdicción de los obispos sobre sus subordinados, ni
si van a tener, en absoluto, especie alguna de jurisdicción.
En resumen, señor, me parece que esta nueva organización eclesiás­
tica está pensada únicamente como temporal y preparatoria de la extinción
total de la religión cristiana en cualquiera de sus formas, una vez que los
hombres estén preparados para este último golpe contra ella, cuando se
haya cumplido el plan encaminado a hacer que sus ministros sean objeto
del desprecio universal. Quienes se niegan a creer que los filósofos faná­
ticos que llevan la dirección en esta materia han mantenido desde hace
mucho tiempo tal designio, ignoran totalmente su carácter y modos de
proceder. Esos entusiastas no tienen escrúpulos para manifestar su opinión
de que un Estado puede subsistir mejor sin religión que con ella; y son
capaces de reemplazar cualquier bien que pueda haber en ella mediante
un proyecto propio —a saber, una especie de educación por ellos imagina­
da, fundada en el conocimiento de las necesidades físicas de los hombres
y llevada progresivamente a un egoísmo ilustrado que, según se nos dice,
una vez bien entendido, se identificará con un interés público y más
amplio—. Ultimamente la han denominado (han desarrollado una no­
menclatura de términos técnicos enteramente nueva) con el apelativo de
Educación Cívica.
Espero que sus partidarios en Inglaterra (a quienes atribuyo más bien
una conducta poco reflexiva que la finalidad última de este deplorable
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 171
proyecto) no conseguirán realizar el pillaje de los eclesiásticos ni introdu­
cir el principio de la elección popular para la designación de nuestros
obispos y curas párrocos. En las condiciones actuales del mundo, ésta
sería la última corrupción de la Iglesia; la ruina total de las virtudes del
clero; el golpe más peligroso que hubiera podido recibir el Estado a causa
de un arreglo equivocado de la religión. Sé muy bien que bajo el régi­
men de patronato real y señorial que hoy existe en Inglaterra como antes
existía en Francia, los obispados y curatos son adquiridos a veces por
métodos indignos; pero el método contrapuesto de la propaganda electo­
ral eclesiástica los somete con mucha más seguridad y generalidad a todas
las malas artes de la ambición baja que, al operar en grandes números y
a través de ellos, producirían un daño proporcional.

Aquellos de entre vosotros que han robado al clero, creen que se [La
reconciliarán fácilmente con todas las naciones protestantes porque el clero expropiación
al que han saqueado, degradado y reducido a la burla y el escarnio, es el ¿el cler°
clero católico apostólico romano, es decir, el de su pretendida confesión. ‘ranC£S‘
No tengo la menor duda de que aquí, como en todas partes, se encuentran
miserables fanáticos que odian todas las sectas y partidos diferentes del
suyo más de lo que aman la sustancia de la religión y que se sienten más
encolerizados contra quienes difieren de la suya en cualquier plano sis­
temático de que se trate, que molestos con aquellos que atacan el funda­
mento mismo de nuestra común esperanza. Esos hombres escribirán y
hablarán acerca de esto de la manera que se puede esperar de su tempe­
ramento y carácter. Burnet dice que cuando estaba en Francia en el año
de 1863, “el método que llevó al papismo a los hombres más ilustres fué
éste: llegaron a dudar de la totalidad de la religión cristiana. Una vez
hecho esto parecía cosa mucho más indiferente el saber de qué lado o
forma continuaban exteriormente”. Si ésta era entonces la política ecle­
siástica de Francia, la Iglesia no ha tenido desde aquella fecha sino motivos
de arrepentimiento: prefería el ateísmo a cualquier forma de religión que
no les agradara. Me inclino a dar crédito al relato de Burnet porque he
observado entre nosotros demasiadas muestras de un espíritu semejante
(un poco de él es ya excesivo). Sin embargo, este modo de obrar no es
general.
Los maestros que reformaron nuestra religión en Inglaterra no se pare­
cían en nada a los actuales doctores reformistas de París. Estaban acaso
(como aquellos a quienes se oponían) más influidos por el espíritu de
partido de lo que hubiera sido de desear, pero eran creyentes sinceros, hom­
bres de la más exaltada y ferviente piedad, dispuestos a morir (como hicie-
TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
ron algunos de ellos) como verdaderos héroes en defensa de sus ideas
particulares del cristianismo; como lo harían y más alegremente por ese
tronco general de verdad por cuyas ramas lucharon con su sangre. Aque­
llos hombres habrían desmentido con horror a estos malvados que pre­
tenden tener semejanza con ellos, sin otro título que el de haber saqueado
a las personas con las que han mantenido controversias y haber despre­
ciado a la religión común, por cuya pureza tuvieron aquellos un celo que
traduce inequívocamente su altísima reverencia por la substancia de aquel
sistema que deseaban reformar. Muchos de sus sucesores han conservado
el mismo celo, pero (como hombres menos envueltos en conflicto), con
más moderación. No olvidan que la justicia y la caridad son partes esen­
ciales de la religión. Los hombres impíos no enaltecen su comunión a
los ojos de los demás mediante la iniquidad y la crueldad contra cualquier
grupo de congéneres.
Oímos constantemente a estos nuevos maestros vanagloriarse de su
espíritu de tolerancia. Que esas personas toleran todas las opiniones, nin­
guna de las cuales consideran estimable, es cosa que no tiene ningún
mérito. Un igual desdén no es una amabilidad especial. La clase de
benevolencia que deriva del desprecio no es verdadera caridad. Hay en
Inglaterra muchos hombres que toleran dentro del verdadero espíritu de
tolerancia. Creen que los dogmas de su religión son todos ellos importan­
tes, aunque no en el mismo grado y que hay entre ellos, como en to­
das las cosas de valor, fundamentos justos de preferencia. En conse­
cuencia, favorecen y toleran. Toleran, no porque desprecien las opinio­
nes, sino porque respetan la justicia. Protegerían reverentemente y con
afecto todas las religiones, porque aman y veneran el gran principio en
el que todas están de acuerdo y la gran finalidad a que todas ellas aspiran.
Comienzan por distinguir, cada vez con mayor claridad, que tenemos
todos una causa común contra un enemigo común. No se dejan extraviar
por el espíritu de facción, como para no distinguir lo que se hace en favor
de su subdivisión de aquellos actos de hostilidad que van dirigidos contra
el cuerpo total a través de algún grupo particular en el que están incluidos
ellos mismos bajo otra denominación. Es imposible decir cuál pueda ser
la reacción de todos los grupos de hombres que hay entre nosotros. Pero
hablo de la mayor parte y tengo que deciros que para ellos el sacrilegio
no forma parte de la doctrina de las buenas obras; que lejos de sentirse
compañeros vuestros por tal título, si vuestros maestros fuesen admitidos
en su comunión tendrían que ocultar piadosamente su doctrina de la
legalidad de la proscripción de hombres inocentes y tendrían que restituir
todos los bienes robados. Hasta entonces no son de los nuestros.
Podéis suponer que no aprobamos la confiscación que habéis hecho
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 173
de las rentas de los obispos, deanes, cabildos y clero parroquial que poseía
propiedades independientes derivadas de la tierra, porque tenemos la
misma especie de institución en Inglaterra. Esta objeción —diréis— no
puede aplicarse a la confiscación de los bienes de frailes y monjas y la
abolición de sus órdenes. Es cierto que esa parte especial de la confisca­
ción general no afecta, en cuanto precedente, a Inglaterra. Pero la razón
implica muchas más cosas y no se detiene ahí. El Parlamento Largo con­
fiscó las tierras de los deanes y cabildos de Inglaterra basándose en las
mismas ideas en que vuestra Asamblea ha puesto a la venta las tierras de
las órdenes monásticas. Pero donde está el peligro es en el principio in­
justo, no en la clase de personas sobre las que lo hayáis ejercitado por
primera vez. Veo que en un país muy vecino a nosotros se sigue una
política que desafía a la justicia, preocupación común de la humanidad.
Para la Asamblea Nacional de Francia la posesión no es nada, la ley y
el uso no son nada. Veo a la Asamblea Nacional reprobar abiertamente
la doctrina de la prescripción, que uno de los más grandes de sus propios
juristas98 nos dice con razón que constituye parte del Derecho Natural.
Nos dice que entre las causas por las que se instituyó la sociedad civil
figura la determinación positiva de sus límites y la seguridad contra la
invasión de los mismos. Si se quebranta la prescripción una sola vez, ya
no está segura ninguna clase de propiedad, en cuanto constituya un
objeto suficientemente grande para tentar la ambición del poder indi­
gente. Me parece que es una práctica que se corresponde perfectamente
con su desprecio por esta gran parte fundamental del Derecho Natural.
Veo que los confiscadores comienzan por los obispos, cabildos y monas­
terios; pero no que se detengan allí. Veo a los príncipes de la sangre,
que tenían, por los usos más viejos del reino, grandes propiedades territo­
riales, privados de sus posesiones apenas con la cortesía de un debate y
reducidos a una pensión precaria y caritativa que depende de la voluntad
de una Asamblea —la cual, naturalmente, no dará gran importancia a los
derechos de los pensionistas cuando desprecia los de los propietarios lega­
les— en lugar de una propiedad estable e independiente. Excitados con
la insolencia de sus primeras victorias nada gloriosas y oprimidos por los
desastres provocados por su ansia de lucro impío, defraudados en sus
esperanzas pero no descorazonados, los expropiadores se han atrevido,
finalmente, a subvertir toda la propiedad, de cualquier clase que sea, en
toda la extensión de un gran reino. Han obligado a todos los hombres a
aceptar, como pago perfecto y como buena moneda de curso legal, los
símbolos de sus especulaciones relativas a la proyectada venta de su botín,
en todas las transacciones comerciales, en la venta de las tierras, en los
98 Domat.
i74 TEXTOS políticos: reflexiones
contratos civiles y en todos los actos de la vida. ¿ Qué vestigios de libertad
o de propiedad han dejado? Los derechos del arrendatario de un huerto,
un año de aquiler de una granja, la clientela de un cervecero o panadero,
la sombra misma de una propiedad son tratados en nuestro Parlamento
con más respeto del que habéis utilizado con las posesiones territoriales
más antiguas y valiosas, en manos de las personas más respetables o con
la totalidad de los intereses financieros y comerciales de vuestro país.
Tenemos un gran concepto de la autoridad legislativa; pero no hemos
soñado nunca que los Parlamentos tengan en modo alguno derecho a
violar la propiedad, a pasar por alto la prescripción o a hacer obligatoria
la circulación de una moneda ficticia, creada por ellos, en lugar de la
real, reconocida por el derecho de las naciones. Pero vosotros, que comen-
zásteis por la negativa a someteros a las restricciones más moderadas,
habéis acabado por implantar un despotismo inaudito. A mi juicio el
argumento en que se apoyan vuestros confiscadores es éste: Que sus pro­
cedimientos no pueden ser apoyados por ningún tribunal de justicia, pero
que las reglas de la prescripción no pueden obligar a una asamblea legis­
lativa." Así esta asamblea legislativa de una nación libre se reúne, no
para defender la propiedad, sino para destruirla y no sólo para la destruc­
ción de la propiedad, sino de toda regla y máxima que pueda darle
estabilidad y de los instrumentos que puedan darle circulación.
Cuando en el siglo xvi los anabaptistas de Münster hubieron llenado
de confusión a Alemania con su sistema nivelador y sus bárbaras opiniones
acerca de la propiedad ¿en qué país de Europa dejó de causar alarma,
con justo motivo, el progreso de su furia? A lo que más teme la prudencia
es al fanatismo epidémico, porque, de todos sus enemigos es aquél contra
el que menos probabilidades tiene de encontrar recursos. No podemos
ignorar el espíritu del fanatismo ateo que está inspirado por una multitud
de escritos, dispersos con gasto y asiduidad increíbles y por sermones pro­
nunciados en todas las calles y lugares públicos de París. Esos escritos y
sermones han llenado al populacho de una terrible y bárbara atrocidad
mental que se sobrepone a los sentimientos comunes de la naturaleza, así
como a todos los sentimientos morales y religiosos; tanto más cuanto que
esos desgraciados tienen que soportar con paciencia malhumorada los
desastres intolerables que les han traído las violentas convulsiones y per-
mutuaciones que se han hecho en la propiedad.100 El espíritu de proselitis-

99Discurso de M. Camus, publicado por orden de la Asamblea Nacional.


No sé si la descripción que sigue es estricta verdad, pero quienes la han publicado
100

la han hecho pasar por tal, con objeto de animar a los demás. En una carta fechada en
Toul, publicada en uno de sus periódicos se encuentra el siguiente pasaje, que hace refe­
rencia a la población de ese distrito: “Dans la Révolution actuelle, ils ont resiste á
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 175
acompaña a este espíritu de fanatismo. Tienen sociedades para intrigar
y mantener correspondencia, tanto en su país como en el extranjero, con
objeto de propagar sus dogmas. La república de Berna, una de las más
felices, prósperas y mejor gobernadas de la tierra, es uno de los grandes
objetos a cuya destrucción aspiran. Me dicen que han conseguido, en
cierta medida, éxito en la tarea de sembrar la semilla del descontento.
Trabajan activamente en Alemania. No han dejado de intentar influir
en Italia y España. Inglaterra no ha quedado fuera de este comprensivo
plan de malévola caridad y hay en Inglaterra quienes les tienden los
brazos y recomiendan desde más de un púlpito que se siga su ejemplo, y
quienes en más de una reunión periódica deciden tener con ellos corres­
pondencia pública, aplaudirles y considerarles como modelos dignos de
imitación; quienes reciben de ellos emblemas de confraternidad y estan­
dartes consagrados entre sus ritos y misterios;101 quienes sugieren ligas de
amistad perpetua con ellos,102 en el mismo momento en que el poder al
que nuestra constitución ha delegado de modo exclusivo la capacidad
federativa103 de este reino, puede encontrar conveniente hacerles la guerra.
No es por la confiscación de la propiedad de nuestra iglesia por lo
que temo este ejemplo de Francia, aunque ello no sería cosa baladí. La
gran fuente de mi preocupación es que algún día se pueda considerar en
Inglaterra como buena política de un Estado el recurrir a confiscaciones
de cualquier especie que sean, o que un grupo de ciudadanos pueda llegar

toutes les séductions du bigotisme, aux persécutions, et aux tracasseries des ennemis de
la Révolution. Oubliant leurs plus grands intérêts pour rendre hommage aux vues
d’ordre général qui ont déterminé l’Assemblée Nationale, ils voient, sans se plaindre,
supprimer cette foule d’établissements ecclésiastiques par lesquels ils subsistaient; et
même, en perdant leur siàge épiscopal, la seule de toutes ses ressources qui pouvoit ou
plutôt qui devoit, en toute équité, leur être conservie; condamnés à la plus effrayante
misère, sans avoir été ni pu être entendus, ils ne murmurent point, ils restent fidèles aux
principes du plus pur patriotisme; ils sont encore prêts à verser leur sang pour le main­
tien de la Constitution, qui va réduire leur ville à la plus deplorable nullité". No se
supone que estas gentes hayan padecido tales sufrimientos e injusticias en una lucha
por la libertad, porque el propio artículo dice con verdad que han sido siempre libres;
su paciencia es mendicidad y ruina y sus sufrimientos, sin protesta, la injusticia más fla­
grante y confesada; si es estrictamente verdad no puede ser sino efecto de este horrible
fanatismo. Hay en toda Francia una gran multitud que está en la misma situación y
con sentimientos análogos.
101 La Sociedad patriótica de Nantes regaló a la Sociedad de la Revolución de

Londres un estandarte que aquella había utilizado en uno de sus festivales. En el figu­
raban las banderas de los dos países y la inscripción “Pacte Universel”. (T.)
102 Véanse las actas de la confederación de Nantes.

l°3 Burke emplea la palabra federativa en el sentido que le daba Locke, quien con­
sidera el poder federativo como uno de los poderes del Estado, a cuyo cargo está la
dirección de la política exterior. (T.)
176 TEXTOS políticos: reflexiones
a considerar a otros como presa adecuada.104 Las naciones se están sumer­
giendo cada vez más profundamente en un océano de deudas ilimitadas.
Es probable que al ser excesivas las deudas públicas —que en un principio
constituían una seguridad para los gobiernos, ya que interesaban a muchos
en la tranquilidad pública—, se conviertan en medios de su subversión.
Si los gobiernos hacen frente a estas deudas mediante impuestos elevados,
perecerán al hacerse odiosos al pueblo. Si no les hacen frente, los deshará
el esfuerzo del más peligroso de todos los partidos, a saber el de los
financieros insatisfechos, cuyos intereses habrán quedado lastimados pero
no destruidos. Esos hombres buscan su seguridad en primer término en
la fidelidad al gobierno; en segundo en su poder. Si encuentran que los
gobiernos existentes están exhaustos, gastados y relajados sus resortes en
tal forma que no tienen vigor suficiente para el cumplimiento de sus
fines, buscarán otros nuevos que posean más energía, energía que no
derivará de una adquisición de recursos sino de un desprecio por la justi­
cia. Las revoluciones son favorables a la confiscación y es imposible saber
bajo qué nombres odiosos serán autorizadas las próximas confiscaciones.
Estoy seguro de que los principios que predominan en Francia, se extien­
den a muchas personas y grupos de personas de todos los países, que creen
que su indolencia inofensiva constituye una seguridad. Esta especie de
inocencia de los propietarios puede ser considerada como inutilidad, e
inutilidad que se convierte en ineptitud para el manejo de sus propieda­
des. Muchas partes de Europa están en franco desorden; en muchas otras
hay una murmuración subterránea; se siente un movimiento confuso que
amenaza un terremoto general en el mundo político. Se están formando
en varios países confederaciones y correspondencias del carácter más ex­
traordinario.105 En tal estado de cosas, debemos mantenernos en guardia.
104 Si plures surtí ii quibus improbe datum est, quam illi quibus injuste ademptum est,

idcirco plus etiam valent? Non enim numero haec judicantur sed pondere. Quam autem
habet aequitatem, ut agrum multis annis, aut etiam saeculis ante possessum, qui nullum
habuit habeat; qui autem habuit amittat? Ac, propter hoc injuriae genus, Lacedaemonii
Lysandrum Ephorum expulerunt: Agin regem (quod nunquam antea apud eos acciderat)
necaverunt: exque eo tempore tantae discordiae secutae sunt, ut et tyranni existerint, et
optimates exterminarentur, et praeclarissime constituta respublica dilaberetur. Nec vero
solum ipsa cecidit, sed etiam reliquam Graeciam evertit contagoinibus malorum, quae a
Lacedaemoniis profecate manarum latius. Después de hablar de la conducta del modelo
de los verdaderos patriotas, Aratus de Sicyon, que tenía un espíritu muy distinto dice:
“Sic par est agere cum civibus; non ut bis jam vidimus, hastam in foro ponere et bona
civium voci subjicere praeconis. At Ule Graecus (id quod fuit sapientis et preastantis viri)
ómnibus consulendum esse putavit; eaque est summa ratio et sapientia boni civis, commoda
civium non divellere, sed omnes eadem aequitate continere”. Cicerón, De Officiis, I, 2.
105 Véanse dos libros titulados: Einige Originalschriften des llluminatenordens y
System und Folgen des llluminatenordens. Munich 1787.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 177
La circunstancia que más servirá en todas las mutaciones (si es que ha
de haberlas) para embotar el filo de sus daños y para promover lo que
pueda haber de bueno en ellas, es la de que nos encuentren tenaces en la
justicia y amigos de la propiedad.
Pero se dirá que esta confiscación de Francia no debía alarmar a las
demás naciones. No se hace por rapacidad ambiciosa, sino que es una
gran medida de política nacional, que se ha adoptado para eliminar un
daño extenso, inveterado y supersticioso. Sólo con gran dificultad soy
capaz de separar la política de la justicia. La justicia es en sí la gran polí­
tica permanente de la sociedad civil y cualquier desviación de ella, en
cualquier circunstancia, suscita la sospecha de no ser en absoluto política.
Es injusto que cuando las leyes existentes estimulan a los hombres a
vivir de una cierta manera y se protege ese modo de vida como ocupación
legítima —cuando han acomodado a ella todas sus ideas y hábitos, cuando
el derecho ha convertido desde hace mucho tiempo la adhesión a sus
reglas en fundamento de buena reputación y la separación de ellas es
causa de deshonor e incluso de castigo—, el parlamento, por un acto
arbitrario ofenda con repentina violencia sus mentes y sentimientos y les
degrade a la fuerza de su estado y condición estigmatizando con vergüen­
za e infamia aquel modo de vida y aquellas costumbres que antes habían
sido consideradas como medida de su felicidad y su honor. Si se añade a
esto que se les expulsa de sus moradas y se confiscan todos sus bienes, no
Soy lo suficientemente sagaz para descubrir medio de que esta despótica
manera de convertir en juguete sentimientos, conciencias, prejuicios y pro­
piedades de los hombres, pueda distinguirse de la tiranía más extremada.
Si la injusticia de la política desarrollada en Francia es clara, debería
ser al menos igualmente evidente e importante lo político de la medida,
es decir, el beneficio público que pueda derivarse de ella. A un hombre
que no actúa bajo la influencia de la pasión, que no tiene a la vista en sus
proyectos sino el bien público, le saltará inmediatamente a los ojos una
gran diferencia entre lo que la política puede aconsejar respecto a la in­
troducción originaria de tales instituciones y el problema de su abolición
total una vez que sus raíces han penetrado tan hondo y con tanta exten­
sión y que cosas más valiosas que aquéllas están tan adaptadas a ellas por
hábitos añejos y ligadas de tal manera con ellas que no se puede destruir­
las unas sin poner en grave peligro las otras. Si el problema fuese real­
mente tal como en su despreciable modo de argumentar lo presentan los:
sofistas, su posición podría ser embarazosa, pero en esto como en todas
las cuestiones políticas hay un término medio. Hay algo más que la mera
alternativa entre la destrucción total y la subsistencia sin reformas. Spar-
tam nactus est; hanc exorna. Esta regla está, a mi juicio, llena de buen
178 textos políticos: reflexiones

sentido y no debería faltar nunca en la mente de un reformador bien


intencionado. No puedo concebir cómo un hombre puede llegar a una
presunción tal que le permita considerar a su país como nada más que
una carte blanche, en la que puede dibujar lo que se le antoje. Un hombre
lleno de buenas intenciones, ardiente y especulativo, puede desear que la
sociedad a que pertenece esté constituida de modo distinto a como él
la encuentra; pero un buen patriota y un verdadero político piensa siempre
en la manera de conseguir mejor resultado con los materiales de que dis­
pone. Mi tipo ideal de hombre de Estado reúne una tendencia a conservar
y una capacidad para mejorar. Cualquier otra cosa es vulgar en la con­
cepción y peligrosa en la ejecución.
Hay momentos en la fortuna de los Estados en que determinados
hombres pueden ser llamados a realizar mejoras mediante un gran esfuer­
zo mental. En esos momentos, incluso cuando parecen gozar de la con­
fianza de su príncipe y de su país y estar investidos de toda la autoridad,
no siempre tienen los instrumentos adecuados para realizar su labor. Para
hacer grandes cosas un político necesita una fuerza que nuestros trabaja­
dores denominan palanca; y si encuentra esa fuerza, en política como en
mecánica no puede dejar de utilizarla. En las instituciones monásticas
había, en mi opinión, una gran fuerza para el mecanismo de la benevolen­
cia pública. Había ingresos orientados en una dirección pública; había
hombres totalmente dedicados a realizar finalidades públicas y totalmente
apartados de las demás; hombres sin otros lazos ni principios que los pú­
blicos; hombres sin la posibilidad de convertir la propiedad de la comu­
nidad en fortuna privada; hombres para quienes la pobreza personal es
un honor y que reniegan de todos los intereses egoístas; hombres cuya
avaricia funciona en provecho de alguna comunidad; hombres en quienes
la obediencia implícita ocupa el lugar de la libertad. En vano buscará un
hombre la posibilidad de crear tales cosas cuando las necesite. “El viento
de donde quiere sopla y oyes su sonido”.106 Estas instituciones son producto
del entusiasmo, instrumentos de la sabiduría. La sabiduría no puede crear
los materiales; son dones de la naturaleza o de la suerte; su gloria consiste
en utilizarlos. La existencia perenne de personas colectivas y sus fortunas
son cosas particularmente adecuadas para un hombre que tiene miras am­
plias; que medita designios que exigen tiempo para ser llevados a la prác­
tica y que desea la duración de aquéllos una vez que se hayan conseguido.
No merece figurar en primera fila, ni siquiera ser mencionado en la lista
de los grandes hombres de Estado, quien habiendo obtenido el mando y
116 Jn. 3, 8. El versículo continua —en la traducción castellana de Cipriano de Va-

lera—: . Mas ni sabes de donde’viene ni a donde vaya” Burke no dice más que “The
winds blow as they list”, literalmente “los vientos soplan mientras ellos escuchan.” (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 179
dirección de un instrumento tal como el que existía en la riqueza, la disci­
plina y los hábitos de corporaciones tales como las que habéis destruido
precipitadamente, no puede encontrar ningún medio de convertirlo en un
beneficio grande y duradero para su país. Una mente ingeniosa encuentra
un millar de usos para tal instrumento. Destruir cualquier instrumento
surgido de la fuerza creadora de la mente humana es casi equivalente —en
el mundo moral— a lo que supondría en el mundo material la destrucción
de las propiedades activas de los cuerpos. Sería como el intento de destruir
(si estuviera en nuestro poder hacerlo) la fuerza expansiva del aire fijo
en el nitro o la fuerza del vapor, de la electricidad o del magnetismo. Es­
tas energías han existido siempre en la naturaleza y siempre se han podido
observar . Algunas parecían inútiles, otras perjudiciales, otras útiles nada
más como juego de niños; hasta que la capacidad contemplativa, combi­
nada con la habilidad práctica subyugó su naturaleza salvaje, domesticán­
dolas en forma que permite utilizarlas y convirtiéndolas a su vez en los
agentes más poderosos y manejables, obedientes a las grandes empresas y
designios de los hombres. ¿ Os parecieron demasiado grandes para vues­
tra capacidad cincuenta mil personas cuyo trabajo mental y corporal po­
díais dirigir y tantos cientos de años de una renta que no era ociosa ni
supersticiosa ? ¿ No teníais otro medio de utilizar a esos hombres sino con­
virtiendo a los monjes en pensionistas ? ¿ No teníais otro medio de obte­
ner los beneficios de la renta sino recurriendo al procedimiento ineficaz
de malvender la propiedad? Si estábais tan desprovistos de capacidad
mental, el procedimiento ha seguido su curso natural. Vuestros políticos
no entienden el oficio y por eso venden las herramientas.
Pero las instituciones de que se trata tienen sabor de superstición en
su principio mismo y lo alimentan mediante una influencia permanente y
duradera. No quiero discutir eso, pero ello no debería impediros obtener
de la superstición misma toda clase de recursos que se puedan sacar de
ella para ventaja pública. Obtenéis beneficios de muchas disposiciones y
pasiones de la mente humana que a los ojos de la moral son de un color
tan dudoso como la superstición misma. Os correspondía corregir y mi­
tigar todo lo que había de perjudicial en esa pasión, como en todas las
pasiones, pero ¿ es la superstición el mayor de los vicios posibles ? En sus
posibles excesos creo que se convierte en un grandísimo mal. Sin embar­
go, es un problema moral y admite toda clase de grados y modificaciones.
La superstición es la religión de las mentes débiles y en asuntos de poca
monta hay que tolerarles una mezcla de ella, de forma más o menos entu­
siasta, so pena de privar a esas mentes débiles de un recurso que necesitan
incluso las más fuertes. El cuerpo de toda religión verdadera consiste,
evidentemente, en la obediencia a la voluntad del Soberano del mundo, la
i8o TEXTOS políticos: reflexiones
confianza en sus declaraciones y la imitación de sus perfecciones. El resto
es nuestro. Puede ser perjudicial para la gran finalidad o puede favore­
cerla. Los hombres prudentes que, en cuanto tales, no son admiradores
(o al menos no son admiradores de los Muñera Terrae), no se adhieren
violentamente a estas cosas, ni las odian tampoco violentamente. El más
severo correctivo de la locura no es la prudencia. Son las locuras rivales
las que se hacen una guerra sin cuartel y que hacen de sus ventajas un uso
todo lo cruel que pueden en la medida en que logran atraer a un bando
o a otro al vulgo que no conoce la moderación. La prudencia debe set
neutral, pero si en la lucha entre la unión cordial y la antipatía fiera res­
pecto a las cosas que en sí no están hechas para producir tales calores, un
hombre prudente se viera obligado a elegir cuáles de los errores y excesos
de entusiasmo debe condenar o soportar, acaso pensase que la superstición
que construye es más tolerable que la que destruye —que la que adorna a
un país es preferible a la que lo deforma, la que da a la que saquea, la que
se dedica a una beneficencia equivocada a la que estimula una injusticia
real, la que lleva a un hombre a negarse a sí mismo placeres legítimos a la
que priva a otros de la precaria subsistencia de su abnegación—. Tal es, a
mi juicio, aproximadamente, la diferencia que hay entre los fundadores
de la superstición monástica y la superstición de los pretendidos filósofos
actuales.
Por el momento aplazo toda consideración del supuesto beneficio pú­
blico de la venta, que por otra parte, considero perfectamente ilusorio.
Lo voy a considerar aquí exclusivamente como una transferencia de pro­
piedad. Voy a molestaros únicamente con unas pocas reflexiones acerca
de la conveniencia de tal transferencia.
En toda comunidad próspera se produce algo más de lo que sirve
para la subsistencia inmediata del productor. Este sobrante forma la renta
del capitalista terrateniente. Un propietario que no trabaja la gastará.
Pero esta ociosidad es en sí misma fuente de trabajo; ese reposo espolea
la industria. La única preocupación del Estado consiste en que la renta
de la tierra vuelva a la industria de donde salió y que su gasto se haga con
el menor detrimento posible de la moral de quienes lo efectúan y de aque­
llos a quienes vuelve.
En todas las consideraciones de ingresos, gastos y empleo personal
un legislador desapasionado debe comparar cuidadosamente al poseedor
a quien recomienda expulsar de su propiedad con el extraño con quien se
propone ocupar su puesto. Antes de que se produzcan todos los inconve­
nientes que forzosamente tienen que seguir a todas las revoluciones vio­
lentas en la propiedad, producidas por una confiscación extensa, debería­
mos tener la seguridad racional de que los compradores de la propiedad
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 181
confiscada serán, en grado considerable, más trabajadores, más virtuosos,
más sobrios, menos dispuestos a privar al trabajador de una proporción
excesiva de sus ganancias o a consumir en sí mismos una parte mayor que
la precisa para las necesidades de un individuo; o de que están cualifi­
cados para gastar el exceso de modo más firme e igual en relación con
las finalidades de interés público que los viejos poseedores, llámense obis­
pos, canónigos, abades in commendam, monjes o como queráis. Los frai­
les son holgazanes. Démoslo por aceptado. Supongamos que no hacen
otra cosa sino cantar en el coro. Tienen una ocupación tan útil como la
de quienes no cantan ni hablan. Tan útil incluso como la de quienes can­
tan en escena. Tienen una ocupación tan útil como si trabajasen desde el
alba hasta el oscurecer en las innumerables ocupaciones serviles, degradan­
tes, indecorosas, poco viriles, a menudo insalubres y pestilentes a las que
están obligados inevitablemente por la economía social tantos desgracia­
dos. Si no fuera generalmente pernicioso perturbar el curso natural de
las cosas e impedir, en cualquier grado que sea, que gire la gran rueda
de la circulación, impulsada por el trabajo de esos desgraciados, creo que
sería mucho más natural que rescatásemos a éstos de su miserable indus­
tria que perturbar el tranquilo reposo de la quietud monacal. La huma­
nidad y acaso la política justificarían más lo uno que lo otro. Es un tema
sobre el que he reflexionado mucho y nunca sin sentimiento. Estoy se­
guro de que ninguna consideración, aparte la necesidad de someterse al
yugo del lujo y al despotismo de la fantasía que distribuirá, con sus pro­
cedimientos imperativos, el exceso del producto del suelo, puede justificar
que en un Estado bien regulado se toleren tales industrias y empleos. Pero
para esta finalidad distributiva me parece que los gastos ociosos de los
monjes están tan bien empleados como los gastos ociosos de los laicos.
Si las ventajas de la posesión y las del proyecto son equiparables, no
hay motivo para cambiar. Pero en el caso presente acaso no son equipara­
bles y la diferencia está en favor de la posesión. No me parece que los
gastos de aquellos a quienes vais a expulsar tengan una dirección que
lleve directa y generalmente a viciar, degradar y hacer miserables a aque­
llos a través de quienes pasan, como ocurre con los gastos de esos favoritos
que estáis introduciendo en sus casas. ¿Por qué los gastos de una gran
propiedad territorial, que constituyen una dispersión del exceso del pro­
ducto del suelo van a parecemos intolerables a vos o a mí, cuando se
encaminan a la acumulación de grandes bibliotecas que contienen la his­
toria de la fuerza y la debilidad de la humanidad; grandes colecciones de
documentos; medallas y monedas antiguas que dan testimonio y explican
las leyes y costumbres; de grandes monumentos a los muertos que con­
tinúan las consideraciones y conexiones con la vida más allá de la tumba;
182 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
colecciones de ejemplares de la naturaleza que se convierten en asamblea
representativa de todas las clases y familias del mundo que, por el hecho
de estar reunidas, facilitan y, al excitar la curiosidad, abren las avenidas de
la ciencia? Si mediante la existencia de instituciones grandes y perma­
nentes se aseguran mejor estas maneras de gasto contra el juego incons­
tante del capricho y la extravagancia personal ¿ son peores que si preva­
leciesen los mismos gustos en individuos aislados? ¿No corren el sudor
del albañil y el carpintero tan abundante y saludablemente en la cons­
trucción y reparación de los edificios majestuosos de la religión como las
mismas tareas hechas en las barracas pintadas y las pocilgas sórdidas del
vicio, y tan honorable y beneficiosamente al reparar esas obras sagradas
envejecidas a lo largo de innumerables años como al hacer los receptáculos
momentáneos de la voluptuosidad transitoria, los teatros de ópera, los
burdeles, las casas de juego, los clubes y los obeliscos del Campo de
Marte ? ¿ Está peor empleado el producto del olivo y de la viña en el sus­
tento frugal de personas a quienes las ficciones de una imaginación piadosa
elevan en dignidad al dedicarlas al servicio de Dios, que en hartar a la
multitud innumerable de las gentes a las que se degrada haciéndoles cria­
dos inútiles que sirven al orgullo de un hombre? ¿Son un gasto menos
digno del hombre prudente el adorno de los templos que las cintas y los
lazos, las escarapelas de los colores nacionales, las peúls maisons y los petil
soupers (sic) y todas las innumerables afectaciones y locuras en las que
la opulencia malgasta el peso de su superfluidad ?
Toleramos incluso esto, no por amor a ello, sino por miedo a algo
peor. Lo toleramos porque la propiedad y la libertad exigen en un cierto
grado esa tolerancia. Pero ¿por qué proscribir ese otro uso de las propie­
dades que es más laudable desde todos los puntos de vista? ¿Por qué
obligar a la fuerza, mediante la violación de toda propiedad y el ultraje
a todo principio de libertad, a ir de lo mejor a lo peor?
Esta comparación entre los nuevos individuos y la vieja corporación
se basa en el supuesto de que no fuera posible hacer una reforma en la
última. Pero por lo que hace a reformas creo siempre que las personas
sociales (corporate bodies), tanto simples como compuestas de muchas,
son, por lo que respecta al uso de su propiedad y la regulación de los
hábitos y modo de vida de sus miembros, mucho más susceptibles de una
dirección pública por el poder del Estado, de lo que puede ser nunca el
ciudadano privado, ni siquiera de lo que debería ser; y me parece que esta
es una consideración de gran importancia para aquellos que emprenden
cualquier cosa que merezca el nombre de empresa política. Hasta aquí
por lo que hace a la propiedad de los monasterios.
Por lo que se refiere a las propiedades en poder de los obispos, cañó-
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
nigos y abades ad commendam, no puedo encontrar la razón de que
algunas propiedades territoriales no puedan ser poseídas por un título
que no sea la herencia ¿ puede cualquiera de estos expoliadores filosóficos
demostrar el mal positivo o relativo de tener una cierta parte, aunque sea
grande, de propiedad territorial pasando en sucesión a través de unas
personas, cuyo título es siempre en teoría y a menudo en la práctica un
grado eminente de piedad moral y de erudición; una propiedad que, a
su vez, dado su destino, proporciona —a base del mérito— apoyo y reno-
vación a las familias más nobles y medios de dignificarse y elevarse a las
más bajas; una propiedad cuya tenencia implica el cumplimiento de
algún deber (cualquiera que sea el valor que queráis atribuir al último)
y el carácter de cuyos propietarios exige, por lo menos decoro exterior y
gravedad de maneras; que tiene que proporcionar una hospitalidad gene­
rosa, pero moderada; y parte de cuya renta han de considerar quienes la
disfrutan como un fideicomiso para finalidades caritativas y que incluso
cuando son infieles a la confianza en ellos depositada, cuando se apartan
del carácter que les es propio y degeneran en lo que es un noble o un
caballero seglar, no son, en modo alguno, peores que quienes pueden
sucederles en la posesión de sus propiedades? ¿Es mejor que posean las
propiedades quienes no tienen ninguna obligación que quienes tienen
una? ¿quienes no tienen en los gastos de su propiedad otra regla ni direc­
ción sino su propia voluntad y apetitos, en vez de aquellos cuyo carácter
y destino les impelen a tener virtudes? Tampoco es cierto que estas pro­
piedades tengan el carácter y los males que se suponen inherentes a las
manos muertas. Pasan de mano en mano con una circulación más rápida
que cualquier otra. Ningún exceso es bueno; por consiguiente, puede
llegar a haber una proporción demasiado grande de propiedad territorial
oficialmente poseída en forma vitalicia; pero no me parece que suponga
un daño material a ninguna comunidad el hecho de que existan algunas
propiedades que puedan ser adquiridas por medios distintos de la previa
adquisición de dinero.

Esta carta se ha hecho demasiado larga, aunque es breve en relación [La obra
con la extensión infinita de la materia. De tiempo en tiempo ha habido de la
varias ocurrencias que han distraído mi atención del tema. No lamento ¿íaTt*blea
haberme tomado tiempo para estudiar si en la actuación de la Asamblea acion ■*
Nacional podía encontrar motivos para cambiar o atenuar algunos de mis
primeros sentimientos. Pero todo me ha confirmado con más fuerza en
mis opiniones primeras. Mi propósito original era estudiar los principios
de la Asamblea Nacional con respecto a las instituciones (establishments)
184 textos políticos: reflexiones

grandes y fundamentales y comparar lo que habéis puesto en lugar de


lo que habéis destruido, con las diversas partes de nuestra constitución
británica. Pero este plan tiene una mayor extensión de la que pensé en
un principio y creo que tenéis poco deseo de aprovechar ningún ejemplo.
Por el momento me limito a hacer algunas observaciones acerca de vues­
tras instituciones, reservándome para otro momento lo que me propongo
decir respecto al espíritu de nuestra monarquía, nuestra aristocracia y
nuestra democracia británicas, tal como existen prácticamente.
He estudiado lo que ha hecho el poder que hoy gobierna Francia.
He hablado de ello ciertamente con libertad. Aquellos cuyo principio
consiste en despreciar el sentido común antiguo y permanente de la
humanidad e implantar un plan social basado en principios nuevos, deben
esperar, naturalmente, que quienes piensan mejor del juicio de la raza
humana que del de ellos, les consideren, tanto a ellos como a sus proce­
dimientos, como hombres y planes sometidos a prueba. Tienen que dar
por sentado que esperan mucho de su razón pero no de su autoridad. No
tienen en su favor ninguno de los grandes prejuicios que influyen en la
humanidad. Confiesan su hostilidad a la opinión. Naturalmente no deben
esperar apoyo de esa influencia a la que han depuesto de la sede de su
jurisdicción, juntamente con todas las demás autoridades.
No puedo considerar a esa Asamblea más que como una asociación
voluntaria de hombres que, prevaliéndose de las circunstancias, se han
apoderado del poder del Estado. No tienen la sanción ni la autoridad
del carácter con que figuraban cuando se reunieron por primera vez. Han
asumido otra de una naturaleza totalmente distinta y han alterado e
invertido todas las relaciones en que se basaron primeramente. La auto­
ridad que ejercen no deriva de ninguna ley constitucional del Estado.
Se han separado de las instrucciones del pueblo que les eligió,107 instruc­
ciones que, como la Asamblea no actuaba en virtud de ningún uso antiguo
ni ley establecida, eran la única fuente de su autoridad. La parte más
considerable de sus actos no ha sido aprobada por grandes mayorías, y
en esta clase de votaciones en que hay poca diferencia de sufragios y que
no comportan más que la autoridad constructiva de la totalidad de la
Asamblea, es forzoso que los extraños consideren las razones a la vez que
las resoluciones.
Si hubiesen establecido este nuevo gobierno experimental como subs­
tituto necesario de la tiranía revocada, la humanidad podría prever el
tiempo de prescripción que, por el largo uso, convierte en legales a los
gobiernos que eran violentos en su origen. Todos aquellos cuyas inclina-
107 Compárese el criterio de Burke en esta obra con el que refleja su Discurso a los

electores de Bristol. (T.)


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 185
dones las llevan a la conservación del poder civil reconocerán como
legítima la criatura, incluso en su cuna, si ha sido resultado de esos prin­
cipios de necesidad forzosa a que todos los gobiernos justos deben su
nacimiento y que justifican su continuación. Pero serán tardos y remisos
en dar ninguna especie de reconocimiento a los actos de un poder que no
ha derivado su origen de ninguna ley ni de ninguna necesidad, sino que,
por el contrario, lo ha tenido en aquellos vicios y prácticas siniestras por las
cuales se perturba con frecuencia y a veces se destruye la unión social.
Esta Asamblea tiene apenas la prescripción de un año. Si creemos sus
propias palabras ha hecho una revolución. Hacer una revolución es una
medida que prima fronte exige una excusa. Hacer una revolución es sub­
vertir el estado anterior de nuestro país y ninguna razón corriente puede
justificar un procedimiento tan violento. El sentido de la humanidad
nos autoriza a examinar el modo de adquirir este^nuevo poder, a criticar
el uso que de él se hace con menos respeto y reverencia del que se concede
ordinariamente a una autoridad establecida y reconocida.
Para obtener el poder y asegurarse en él la Asamblea ha seguido unos
principios que son lo más opuesto posible a los que parecen dirigirla.
Una observación atenta de esta diferencia nos permitirá descubrir el ver­
dadero espíritu de su conducta. Todo lo que ha hecho y sigue haciendo
con objeto de obtener y conservar su poder ha sido realizado por los mé­
todos más vulgares. Procede exactamente en la misma forma en que
habían precedido antes que ella sus predecesores ambiciosos. Examinados
todos sus artificios, fraudes y violencias, no es posible encontrar en ellos
nada nuevo. Sigue precedentes y ejemplos con la exactitud puntillosa de
un picapleitos. No se separa un punto de las fórmulas auténticas de la
tiranía y la usurpación. Pero en todas las regulaciones relativas al bien
público el espíritu ha sido su reverso mismo. En ese punto ha entregado
la totalidad del país a merced de especulaciones no ensayadas; abandona
los intereses más caros del pueblo a esas teorías a las que ninguno de los
miembros de la Asamblea confiaría el más trivial de sus intereses privados.
Hace esta diferencia porque está ansiosa de obtener el poder y asegurarse
en él; ahí pisa terreno conocido. Abandona totalmente al azar los inte­
reses públicos por los cuales no tiene ninguna preocupación real, y digo
que los abandona al azar, porque la experiencia no demuestra en abso­
luto que la tendencia de sus planes sea beneficiosa.
Tenemos que considerar siempre con piedad no exenta de respeto los
errores de quienes son tímidos y dudan de sí mismos cuando actúan en
relación con los problemas en los que está implicada la felicidad de la
humanidad. Pero en estos señores no hay nada de la solicitud tierna, pa­
ternal, que teme matar al infante al hacer experimentos. En lo vasto de
i8 6 TEXTOS políticos: reflexiones
sus promesas y en la confianza con que hacen sus predicciones superan
con mucho la fanfarronería de los arbitristas. La arrogancia de sus pre­
tensiones constituye, en cierta manera, una provocación y un reto que nos
impulsa a investigar sus fundamentos.
Estoy convencido de que entre los líderes populares de la Asamblea
Nacional hay hombres de prendas considerables. Algunos de ellos dan
en sus discursos y escritos pruebas de elocuencia. Esta no puede existir
sin un talento poderoso y cultivado. Pero la elocuencia puede existir sin
un grado proporcional de prudencia. Cuando hablo de capacidad me es
forzoso distinguir. Lo que han hecho para apoyar su sistema no lo hacen
hombres vulgares. En el sistema en cuanto tal, considerado como esquema
de una república, construida para procurar la prosperidad y la seguridad
del ciudadano y para fomentar la fuerza y grandeza del Estado, me confie­
so incapaz de encontrar nada que exhiba un solo ejemplo del trabajo de
una inteligencia comprensiva y capaz, ni siquiera las disposiciones de una
prudencia vulgar. Su propósito parece haber sido siempre eludir y dejar de
lado toda dificultad. Ha sido la gloria de todos los grandes maestros
de todas las artes, enfrentarse con las dificultades y superarlas; y una vez
superada la primera dificultad, convertirla en instrumento de nuevas con­
quistas sobre nuevas dificultades, pudiendo así extender el imperio de la
ciencia e incluso llevar adelante más allá del alcance de sus pensamientos
originales, las piedras miliares del entendimiento humano. La dificultad
es un instructor severo que nos ha puesto en nuestro camino la ordenanza
suprema de un Guardián y Legislador paternal que nos conoce mejor
que nosotros mismos y que nos quiere también mejor que nosotros. Pater
ipse colendi haud facilem esse viam voluit. Quien lucha contra nosotros
fortalece nuestros nervios y aguza nuestra habilidad. Nuestro antagonista
nos ayuda. El conflicto amistoso con la dificultad nos obliga a un cono­
cimiento íntimo de nuestro objeto y nos fuerza a considerarlo en todas
sus relaciones. No permite que seamos superficiales. Lo que ha producido
en tantas partes del mundo gobiernos con poderes arbitrarios es la falta
de nervio, de inteligencia para la tarea, la propensión degenerada a inven­
tar atajos y pequeñas facilidades. Son esas cosas las que crearon el extinto
gobierno arbitrario de la monarquía francesa. También son ellas las que
han creado la república arbitraria de París. Con ellas hay que paliar la
falta de prudencia con la plenitud de la fuerza. Con ésta no se consigue
nada. Quienes comienzan las tareas basándose en un principio de indo­
lencia, tienen el destino común de los hombres perezosos. Las dificulta­
des que eluden más bien que evitan, las vuelven a encontrar posterior­
mente en el camino; se multiplican y se hacen más complicadas; a través
de un laberinto de detalles confusos se ven envueltos en una industria sin
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 187
límites y sin dirección y como conclusión la totalidad de su trabajo resulta
débil, defectuosa e insegura.
Es esta incapacidad para luchar con las dificultades la que ha obliga­
do a la arbitraria Asamblea de Francia a comenzar sus planes de reforma
con la abolición y la destrucción total.108 Pero ¿ se demuestra la habilidad
en la destrucción y el derribo. Vuestra plebe puede hacerlo tan bien como
vuestras asambleas. El entendimiento más romo, la mano más ruda es
más que suficiente para esta tarea. La rabia y el frenesí derriban en media
hora más de lo que pueden construir en cien años la prudencia, la deli­
beración y la previsión. Los errores y defectos de las viejas instituciones
son visibles y palpables. No se necesita mucha capacidad para señalarlos;
y allí donde se da el poder absoluto no hace falta sino una palabra para
abolir totalmente y a la vez el vicio y la institución. La misma disposición
holgazana pero inquieta, que ama la pereza y odia el reposo, guía a los
políticos cuando inician la tarea de llenar el hueco de lo que han des­
truido. Hacer de todo el reverso de lo que han visto es tan fácil como
destruir. En lo que nunca ha sido ensayado no se presentan dificultades.
La crítica se ve casi imposibilitada de descubrir los defectos de lo que no
ha existido y el entusiasmo vehemente y la esperanza engañosa tienen
todo el ancho campo de la imaginación para explayarse con poca o ningu­
na oposición.
Conservar y reformar a la vez es cosa completamente distinta. Cuan­
do se conservan las partes útiles de una institución antigua y se adapta lo
que se añade a lo conservado, hay que ejercitar una inteligencia vigorosa,
una atención firme y perseverante, capacidades de comparación y com­
binación y todos los recursos de una inteligencia fecunda en expedientes;
hay que ejercitarlos en un conflicto continuo con las fuerzas combinadas
de los vicios contrapuestos, contra la obstinación que rechaza toda mejora
y la ligereza disgustada y fatigada de todo lo que posee. Pero, me podéis
objetar: “Un proceso de este tipo es lento. No es adecuado para una
Asamblea que se gloría de realizar en pocos meses la tarea de siglos. Tal
108 Uno de los principales miembros de la Asamblea, M. Rabaud de St. Etienne, ha

expresado con toda la claridad posible el principio en que se basan todas las actuaciones
de aquella —nada puede ser más sencillo—: "Tous les établissements en Trance couron-
nent le malheur du peuple: pour le rendre heureux il faut les renouveler; changer ses
idées; changer ses lois; changer ses moeurs; .. .changer les hommes; changer les choses;
changer les mots; .. .tout détruire; oui, tout détruire; puisque tout est a récréer". Este
caballero fué elegido presidente de una Asamblea que no celebra sus sesiones en las
Quinze-Vingt o las Petits-Maisons; ni está compuesta de personas que afirmen no ser
seres racionales; pero ni sus ideas, ni su lenguaje, ni su conducta se diferencian* en el más
mínimo grado de los discursos, opiniones y actos de quienes, dentro y fuera de la Asam­
blea, dirigen el funcionamiento de la máquina que hoy gobierna en Francia.
i88 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
modo de reforma exigiría probablemente muchos años.” Sin duda, que
podría exigirlos y que debería exigirlos además. Una de las excelencias
de un método en el cual el tiempo figura entre los ayudantes es que la
actuación es lenta y en algunos casos casi imperceptible. Si la circunspec­
ción y la preocupación constituyen parte de la prudencia cuando trabaja­
mos sobre materias inanimadas, tiene que ser parte también de nuestra
obligación cuando el objeto de nuestra demolición y construcción no lo
constituyen el ladrillo y la madera, sino seres sensibles, a los que la alte­
ración repentina de su estado, situación y hábitos, puede hacer desgracia­
dos. Pero parece como si la opinión que prevalece en París fuera la de que
un corazón insensible y una confianza sin límites son las únicas cualifica-
ciones del perfecto legislador. Mis ideas acerca de tan alto oficio son muy
distintas. El verdadero legislador debe tener el corazón lleno de sensibi­
lidad. Debe amar y respetar a sus semejantes y temerse a sí mismo. Se
puede dejar a su temperamento que capte su objetivo final con una ojeada
intuitiva; pero sus movimientos hacia él deben ser deliberados. Como un
arreglo político es una tarea que persigue fines sociales, debe hacerse
únicamente por medios sociales. La inteligencia tiene que conspirar con
la inteligencia. Se requiere tiempo para conseguir esa unión de inteligen­
cias que es lo único que puede producir el bien al que aspiramos. Nuestra
paciencia logrará más que nuestra fuerza. Si se me permite apelar a lo
que parece estar tan pasado de moda en París —aludo a la experiencia—,
os diría que en el curso de mi vida he conocido y, dentro de mis posibili­
dades, cooperado con grandes hombres y que ño he visto aún ningún plan
que no haya sido mejorado por las observaciones de quienes eran muy
inferiores en inteligencia a la persona que asumió la dirección del asunto.
Mediante un progreso lento, pero sostenido, se vigila el efecto de cada
paso; el buen o mal éxito del primero nos ilumina para dar el segundo
y así de luz en luz, somos guiados con seguridad a lo largo de toda la
serie. Vemos así que las partes no chocan entre sí ni con el sistema. Los
males que hay latentes aun en las medidas más prometedoras se van
resolviendo conforme surgen. Se sacrifica lo menos posible una ventaja
a las demás. Compensamos, reconciliamos, contrapesamos. Podemos unir
en un todo consistente las distintas anomalías y principios contrapuestos
que se encuentran en las mentes y en los asuntos de los hombres. Y de
ahí surge una excelencia no de simplicidad, sino muy superior; una exce­
lencia de composición. Allí donde están implicados los grandes intereses
de la humanidad, a través de una larga sucesión de generaciones, debería
concederse a esa sucesión alguna parte en los consejos que han de afectar
tan profundamente a los hombres. Si la justicia exige esto, la obra misma
exige la colaboración de una suma de inteligencias mayor de la que puede
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 189
darse en una sola época. Basándose en esta concepción los mejores legis­
ladores se han contentado con implantar un principio director de gobier­
no, sólido y seguro; una fuerza semejante a lo que han llamado algunos
filósofos naturaleza plástica; y una vez fijado el principio le han dejado
actuar por sí.
Actuar de este modo, es decir, con arreglo a un principio director y
con energía prolifica es, para mí, criterio de profunda sabiduría. Lo que
vuestros políticos consideran ser la marca de un genio audaz y osado son
únicamente pruebas de una deplorable falta de capacidad. Con su prisa
violenta y su desafío a los procesos de la naturaleza, se entregan ciega­
mente a cualquier proyectista o aventurero, a cualquier alquimista o arbi­
trista. Desesperan de conseguir nada de lo que es corriente. En su sistema
terapéutico la dieta no es nada. Lo peor de ello es que el desesperar de la
posibilidad de la curación de las enfermedades corrientes por métodos
regulares, no es sólo consecuencia de un defecto de comprensión, sino,
mucho me lo temo, de una disposición maligna. Vuestros legisladores
parecen haber formado sus opiniones acerca de todas las profesiones, ran­
gos y cargos en las declamaciones y bufonadas de los humoristas, que se
asombrarían si se les creyera obligados a seguir al pie de la letra sus propias
descripciones. Al escucharles sólo a ellos, vuestros jefes consideran todas
las cosas únicamente desde el lado de sus vicios y defectos y ven esos
vicios y defectos con toda clase de exageraciones. Es indudablemente
cierto, aunque pueda parecer paradójico, el hecho de que, en general,
quienes se dedican habitualmente a buscar y exhibir defectos, no están
cualificados para la tarea de reformas, porque sus inteligencias no sólo
están desprovistas de patrones de lo bueno y aceptable, sino que llegan a
habituarse a no encontrar placer en la contemplación de las grandes cosas.
Por odiar demasiado los vicios acaban por amar demasiado poco a los
hombres. No es, pues, maravilla que estén mal dispuestos y sean incapa­
ces de servirlos, de donde surge esa predisposición congènita de alguno
de vuestros guías a derribar todo hecho pedazos. En este juego maligno
despliegan toda la malicia de su habilidad cuadrumana. Por lo demás,
estos señores no toman las paradojas de escritores elocuentes —hechas
puramente como un juego de fantasía en que ejercitar sus talentos, para
llamar la atención y provocar la sorpresa— con el espíritu con que las
produjeron sus autores, como medios de cultivar su gusto y mejorar su
estilo; para ellos estas paradojas se convierten en métodos serios de acción,
basándose en los cuales tratan de regular los asuntos más importantes del
Estado. Cicerón describe a Catón —ridiculizándole— tratando de actuar
en la comunidad según las paradojas de escuela en que ejercitaban su
ingenio los estudiantes primerizos de la filosofía estoica. Si esto era cierto
190 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES
de Catón, estos señores le copian en la misma forma que algunos de sus
contemporáneos —pede nudo Catonem—. Mr. Hume me contó que co­
nocía por el propio Rousseau los secretos de sus principios de composición.
Aquel agudo, aunque excéntrico, observador se había dado cuenta de que
para intrigar e interesar el público hay que presentar lo maravilloso; que lo
maravilloso de la mitología pagana había perdido hacía mucho tiempo
su eficacia; que los gigantes, magos, hadas y los héroes de los romances
que les sucedieron, habían agotado la capacidad de credulidad correspon­
diente a su época; y que al escritor actual no le quedaban más que aquellas
especies de maravillas aún por crear y que pueden tener un efecto tan
grande como las anteriores, aunque en forma distinta; esto es, lo mara­
villoso de la vida, los modos de conducta, los caracteres y las situaciones
extraordinarias que dan lugar a golpes nuevos y desconocidos en la polí­
tica y en la moral. Creo que si Rousseau estuviera aún vivo y en uno de
sus intervalos lúcidos, se mostraría escandalizado ante el frenesí práctico
de sus discípulos que son serviles imitadores de sus paradojas y que des­
cubren en su incredulidad misma una fe implícita.
Los hombres que emprenden tareas considerables, aunque sea de
modo regular, deben darnos razones que nos hagan presumir su capacidad.
Pero el médico del Estado que, no satisfecho con curar las enfermedades,
emprende la tarea de regenerar las constituciones, debería exhibir poderes
extraordinarios. Quienes no apelan en sus proyectos a ninguna práctica,
ni copian ningún modelo, deberían dar previamente pruebas desusadas
de sabiduría. ¿Se ha puesto de manifiesto algo parecido? Voy a exami­
nar (en forma demasiado breve para la importancia del tema) lo que ha
hecho la Asamblea, en primer lugar con respecto a la constitución del
legislativo; en segundo, en lo que atañe a la del poder ejecutivo; después,
en lo relativo al judicial; a continuación, en lo que se refiere al modelo de
ejército, para concluir con el sistema financiero; para ver si podemos
descubrir en alguna parte de sus planes la capacidad portentosa que pueda
justificar la superioridad que estos osados emprendedores pretenden tener
sobre la humanidad.

[/. El poder
legislativo] Deberíamos encontrar la mejor muestra de su capacidad en el mode­
lo del soberano109 y en la parte directora de esta nueva república. Es aquí
donde debería demostrar el título en que se basa para hacer sus orgullosas
demandas. Por lo que se refiere al plan en su conjunto y a las razones en
l°9 Recuérdese que para Locke el poder legislativo es supremo, aunque no lo califica
de soberano. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA I9I
que se basa, voy a referirme al Diario de la Asamblea correspondiente a
la sesión del 29 de septiembre de 1789 y a sus actos posteriores que han
introducido algunas alteraciones en el referido plan. Hasta donde puedo
ver alguna luz en una materia un tanto confusa, el sistema, en lo sustan­
cial, sigue siendo tal como fué pensado originariamente. Mis escasas
observaciones van a referirse a su espíritu, su tendencia y su aptitud para
servir de esqueleto a una comunidad popular tal como afirma que es la
suya, su adecuación a los fines para los cuales se crea una comunidad
política, y particularmente para esa comunidad. A la vez pretendo consi­
derar su congruencia consigo mismo y con sus propios principios.
Las instituciones viejas son juzgadas por sus efectos. Si los pueblos
son felices, unidos, ricos y poderosos, concluimos que debe ser bueno aque­
llo de donde deriva lo bueno. En las instituciones antiguas se han encon­
trado diversos correctivos para sus aberraciones teóricas. Son, en reali­
dad, resultado de distintas necesidades y expedientes. A veces no se basan
en ellas. Vemos en ellas a menudo mejor conseguido el fin allí donde los
medios parecen no ser perfectamente conciliables con lo que podemos
presumir que era el plan original. Los medios mostrados por la expe­
riencia pueden ser más adecuados a los fines políticos que los medios
imaginados en el proyecto original. Además los medios reaccionan sobre
la constitución primitiva y a veces incluso mejoran la estructura de la que
parecen haberse apartado. Creo que de todo esto se pueden encontrar
ejemplos curiosos en la constitución británica. En el peor de los casos se
descubren los errores y desviaciones de toda especie de cálculos y una vez
que se toman en cuenta el navio prosigue su rumbo. Este es el caso en las
viejas instituciones; pero en un sistema nuevo y meramente teórico se es­
pera que toda invención responda a sus fines, especialmente cuando los
proyectistas no se ven embarazados con ningún intento de acomodar el
nuevo edificio a uno viejo, tanto por lo que respecta a las paredes como
en lo tocante a los cimientos.
Los constructores franceses se proponen —eliminando como meros
escombros todo lo que habían encontrado y nivelándolo todo como hacen
sus jardineros— hacer descansar todo el legislativo, local y general, sobre
tres bases de tres especies distintas: geométrica la una, aritmética otra y
financiera la tercera; denominan a la primera la base de territorio; a la
segunda la base de población y a la tercera la base de contribución. Para
cumplir el primero de estos propósitos dividen el área de su país en ochenta
y tres pedazos, regularmente cuadrados de dieciocho leguas por dieciocho.
Denominan a estas grandes divisiones Departamentos. Los subdividen,
siguiendo el procedimiento de la cuadrícula, en mil setecientos veinte dis­
tritos denominados Communes. A su vez éstas son de nuevo subdivididas,
192 TEXTOS políticos: reflexiones
siguiendo siempre la medida cuadrada, en distritos más pequeños deno­
minados Cantones, cuyo número asciende en total a seis mil cuatrocientos.
A primera vista esta base geométrica no presenta nada que admirar
ni que censurar. No exige grandes talentos legislativos. Para realizarla no
se requiere más que un agrimensor cuidadoso con su cadena, su mira y
su teodolito. En las antiguas divisiones del país los límites estaban deter­
minados por los diversos accidentes en las diversas épocas y el flujo y re­
flujo de las diversas propiedades y jurisdicciones. Tales límites no fueron
evidentemente establecidos con arreglo a un sistema fijo. Tenían algunos
inconvenientes; pero eran inconvenientes para los cuales el uso había
encontrado remedios y el hábito había dado acomodación y paciencia. En
este nuevo pavimento cuadriculado y en esta organización y semiorgani-
zación basada en el sistema de Empédocles y Buffon y no sobre ningún
principio político, es imposible que dejen de surgir innumerables incon­
venientes locales, a los que los hombres no están acostumbrados. Pero no
me voy a ocupar de ellos porque especificarlos exigiría un conocimiento
preciso del país, conocimiento que no poseo.
Cuando estos medidores estatales vieron realizado su trabajo de me­
dida se encontraron con que la cosa más falaz que hay en política es la
demostración geométrica. Entonces recurrieron a otra base (o más bien
contrafuerte) para cimentar el edificio que, construido sobre cimientos
tan falsos, se bamboleaba. Era evidente que la bondad del suelo, el nú­
mero de la población, su riqueza y la largueza de su contribución hacían
variaciones tan infinitas entre cuadrado y cuadrado que convertían la
medida en un patrón totalmente ridículo para apreciar la fuerza de la co­
munidad y la igualdad geométrica en la más desigual de todas las medi­
das de la distribución de los hombres. Sin embargo, no pudieron aban­
donarla. Pero dividiendo su representación civil y política en tres partes
atribuyeron una de esas partes a la medida cuadrada, sin haber hecho un
solo cálculo para averiguar si la proporción territorial de la representación
era justa y debía efectivamente ser de un tercio. Sin embargo, habiendo
dado a la geometría ese tercio de viudedad110 —como cumplido, supongo,
a su ciencia sublime— dejaron los dos tercios restantes para ser reparti­
dos entre las otras dos bases: población y contribución.
Cuando trataron de proveer para la población no pudieron seguir un
camino tan llano como el que habían encontrado en el campo de la geo­
metría. En ese punto fué la aritmética la que vino a apoyar su metafísica
jurídica. Si se hubiesen atenido a sus principios metafísicos, el procedi­
miento aritmético húbiera sido bien sencillo. Los hombres son para ellos
estrictamente iguales y tienen iguales derechos en el gobierno. Con arre-
110 Tercio de las propiedades del marido a que tenía derecho la viuda. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 193
glo a este sistema, cada cabeza tendría su voto y cada hombre votaría
directamente para elegir la persona que había de representarle en la
Asamblea legislativa. “Pero suavemente—por grados regulares, todavía
no.111 Este principio metafísico al que han tenido que someterse las
leyes, las costumbres, los usos, la política y la razón, tiene que someterse
a su albedrío. Tiene que haber muchos escalones y algunas etapas antes
de que el representante pueda entrar en contacto con sus representados.
Como veremos pronto estas dos personas no han de tener entre sí ninguna
clase de comunión. En primer lugar los votantes de los Cantones, que
componen lo que se denomina asambleas primarias, necesitan tener una
cualificación. ¡Cómo! ¿una cualificación para los derechos indestructi­
bles del hombre? Sí. Pero una cualificación muy pequeña. Nuestra in­
justicia será muy poco opresora; únicamente el pago de una contribución
equivalente al valor local de tres jornadas de trabajo. Admito que no es
demasiado en ningún aspecto, aparte la total subversión de vuestro prin­
cipio nivelador. Como cualificación podría ser dejada de lado, porque
no responde a ninguno de los criterios por los cuales se establecen las cua-
lificaciones y, dentro de vuestras ideas, excluye del voto a los hombres
cuya igualdad natural necesita más la protección y la defensa; aludo al
hombre que no tiene más que su igualdad natural. Le obligáis a comprar
el derecho que le habíais dicho anteriormente que la naturaleza le había
dado gratuitamente en el momento de su nacimiento y del que ninguna
autoridad sobre la tierra podía privarle legítimamente. Con respecto a la
persona que no puede acudir a vuestro mercado se establece desde el co­
mienzo una aristocracia tiránica precisamente por vosotros que pretendéis
ser enemigos jurados de aquélla.
La gradación continúa. Estas asambleas primarias del Cantón eli­
gen diputados para la Commune; uno por cada doscientos habitantes cua­
lificados. Aquí está el primer medio colocado entre el elector primario
y el legislador representativo y aquí se fija un segundo torniquete que
grava los derechos del hombre con una segunda cualificación: nadie
puede ser elegido para la Commune si no paga una contribución equiva­
lente al importe de diez jornadas de trabajo. No hemos acabado; aún
hay otra gradación.112 Estas Communes, escogidas por el Cantón, eligen
111 Las palabras entrecomillas son una cita de Pope, Moral essays, IV, 129. (T.)
112 La Asamblea hizo algunas alteraciones al ejecutar el plan de su comisión. Ha
borrado un estadio de esas gradaciones; ello elimina una parte de la objeción; pero la
fundamental relativa a que en su plan el elector primario no tiene conexión con el
legislador representante suyo, conserva todo su vigor. Hay otras alteraciones, algunas de
las cuales posiblemente mejoren el plan, en tanto que otras lo empeoran con seguridad;
Pero a juicio del autor, el mérito o demérito de estas pequeñas alteraciones carece en
absoluto de importancia, allí donde el plan es fundamentalmente absurdo y vicioso.
194 textos políticos: reflexiones

para el Departamento y los diputados del Departamento, a su vez, eligen


los diputados a la Asamblea Nacional. Aquí se encuentra la tercera ba­
rrera de una cualificación carente de sentido. Todo diputado a la Asam­
blea Nacional tiene que pagar en contribución directa el valor de un
marco de plata. Tenemos que pensar lo mismo de todas estas barreras
cualificadoras: que son impotentes para asegurar la independencia y que
sólo son fuertes para destruir los Derechos del Hombre.
En todo este proceso, que en sus elementos fundamentales finge con­
siderar la población basándose únicamente en un principio de Derecho
Natural, hay una atención manifiesta a la propiedad; la cual, por justa
y razonable que sea en otros sistemas, es en el de la Asamblea perfecta­
mente insoportable.
Cuando llega a su tercera base, la de contribución, encontramos que
ha perdido totalmente de vista sus Derechos del Hombre. Esta última
base descansa totalmente en la propiedad. Se admite con ello un princi­
pio totalmente distinto de la igualdad de los hombres y totalmente irre­
conciliable con él; pero en cuanto se ha admitido este principio se le
subvierte (como de costumbre) y no se le subvierte (como veremos inme­
diatamente) para aproximar la desigualdad de los ricos al nivel de la na­
turaleza. La parte adicional de la tercera porción de la representación
(reservada exclusivamente para los que pagan la contribución más ele­
vada) se destina únicamente al distrito y no a los individuos que dentro
de ella pagan. Es fácil darse cuenta, por el curso de sus razonamientos,
de lo muy embarazados que estaban por las ideas contradictorias de los
Derechos del Hombre y los privilegios de la riqueza. La comisión de
constitución llegó incluso a admitir que son totalmente irreconciliables.
“La relación con respecto a las contribuciones es, sin duda, nula (dice su
informe) tanto cuando el problema supone alteración de la balanza de
los derechos políticos, como entre individuo e individuo; sin aquélla, se
destruiría la igualdad personal y se establecería una aristocracia de los
ricos. Pero este inconveniente desaparece por entero cuando la relación
proporcional de la contribución se considera únicamente en las grandes
masas y sólo entre provincia y provincia; en ese caso sirve sólo para for­
mar una justa proporción recíproca entre las ciudades, sin afectar a los
derechos personales de los ciudadanos”.
Se reprueba aquí el principio de contribución entre hombre y hom­
bre como nulo y destructor de la igualdad y además pernicioso porque
lleva al establecimiento de una aristocracia de los ricos. Sin embargo
no hay que abandonarlo. Y el procedimiento de desembarazarse de la
dificultad es establecer la desigualdad entre departamento y departa­
mento, dejando dentro de cada uno de ellos a todos los individuos en la
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 195
misma situación. Obsérvese que esta paridad entre los individuos se había
destruido antes, al establecer las cualificaciones dentro de los departa­
mentos; y no parece asunto de gran importancia el que la igualdad de
los hombres haya de ser lesionada en masa o individualmente. Un
individuo no tiene la misma importancia en una masa representada por
unos pocos que en una masa representada por muchos. Sería dema­
siado decir a un hombre celoso de su igualdad que tiene la misma fran­
quicia electoral el elector que vota para elegir tres miembros que el que
vota para elegir diez.
Tomemos ahora otro punto de vista y supongamos que su principio
de representación con arreglo a la contribución, es decir, a la riqueza, esté
bien pensado y sea una base necesaria de su república. En esta tercera
base se supone que la riqueza debe ser respetada y que la justicia y la
política exigen que, de una manera o de otra, capacite a quienes la poseen
para tener una mayor participación en la administración de los asuntos
públicos; hay que ver cómo establece la Asamblea la preeminencia y
aun la seguridad de los ricos, al conferir a su distrito, en virtud de su
opulencia, esa mayor medida de poder que se niega a su personalidad.
Admito de buen grado (más aún, yo lo establecería como principio fun­
damental) que en un gobierno republicano que tiene una base demo­
crática, los ricos necesitan una seguridad adicional por encima de la que
es necesaria en las monarquías. Están sometidos a la envidia y por su inter­
medio a la opresión. En el plan actual es imposible adivinar qué ventaja
van a sacar de la preferencia aristocrática en la que se funda su represen­
tación desigual de las masas. Los ricos no pueden sentirla ni como apoyo
a su dignidad ni como seguridad para su fortuna, porque la masa aris­
tocrática tiene su origen en principios puramente democráticos; y la pre­
ferencia que se les da en la representación general no tiene ninguna espe­
cie de referencia ni conexión con las personas a base de cuya propiedad se
establece esta superioridad de la masa. Si quienes han imaginado este
plan hubieran querido hacer algo en favor de los ricos, como consecuen­
cia de su contribución, deberían haber conferido el privilegio, bien a los
individuos ricos o bien a alguna clase formada por las personas ricas (como
dicen los historiadores que hizo Servio Tulio en la primera reforma cons­
titucional de Roma); porque la lucha entre los ricos y los pobres no es una
lucha entre corporación y corporación, sino una lucha entre hombre y
hombre; no una lucha entre distritos sino entre grupos. Lograría mejor
su objeto si el plan se hubiese invertido, si los votos de las masas se hu­
biesen hecho iguales y dentro de cada masa fueran proporcionados a la
propiedad.
Supongamos (es una suposición fácil) que un hombre contribuye en
196 textos políticos: reflexiones

un distrito tanto como cien de sus vecinos. No tiene contra ellos más
que un voto. Si no hubiese más que un representante de la masa, sus
vecinos pobres tendrían mayoría de cien a uno para elegir ese represen­
tante. Bastante mala situación; hay que enmendarla. ¿Cómo? En virtud
de la riqueza de aquél el distrito va a escoger, pongamos por caso, diez
miembros en vez de uno; es decir, que pagando el ciudadano rico una
contribución muy grande, tiene la ventaja de que sus convecinos pobres le
derroten por una mayoría de cien a uno para elegir diez representantes,
en vez de derrotarle exactamente por la misma proporción para elegir
uno solo. En realidad, en vez de beneficiarse por esa calidad superior de
la representación, el rico está sometido a un inconveniente adicional. El
aumento de representación de su provincia envía nueve personas más —y
tantas más de nueve como candidatos democráticos pueda haber— para
intrigar y hacer cabildeos y adular al pueblo a sus expensas y para opri­
mirle. Por este procedimiento las multitudes de clase inferior tienen inte­
rés en obtener un sueldo de dieciocho libras diarias (para ellas una gran
finalidad) además del placer de residir en París y participar en el gobier­
no del reino. Cuanto más se multiplican y se democratizan los objetos
de la ambición, más peligra —en la misma proporción— la posición
del rico.
Así tiene que ocurrir entre el pobre y el rico en las provincias que se
consideran aristocráticas, a pesar de que en su relación interna el carácter
es justamente el opuesto. Por lo que hace a su relación externa, es decir,
a su relación con las otras provincias, soy incapaz de comprender cómo
la representación desigual que, por razón de la riqueza, se da a las masas,
pueda convertirse en un medio de conservar el equilibrio y la tranquilidad
de la comunidad. Porque si (como ocurre indudablemente en toda so­
ciedad) uno de los objetos de que se trata es de impedir que el débil sea
aplastado por el fuerte ¿ cómo van a salvarse los más pobres y menguados
de estas masas de la tiranía de los más ricos? ¿Añadiendo a la riqueza
nuevos y más sistemáticos medios de opresión ? Cuando nos encontramos
con el problema de equilibrar la representación entre las distintas corpo­
raciones, los intereses provinciales, las emulaciones y las envidias surgen
con la misma probabilidad con que surgen entre individuos; y es probable
que sus divisiones produzcan un espíritu de disensión mucho más cálido
y capaz de llevar mucho más cerca de la guerra.
Veo que estas masas aristocráticas se crean sobre la base de lo que se
llama el principio de la contribución directa. No puede haber patrón más
desigual que éste. La contribución indirecta, que surge de los impuestos
sobre el consumo, es en realidad un patrón mucho mejor y que descubre
la riqueza más naturalmente que este de la contribución directa. Es
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 197
verdaderamente difícil fijar un patrón de preferencia local basándose en
uno, en otro o en los dos, porque algunas provincias pueden pagar más
por uno de los conceptos o por los dos, por motivos que no son causas
intrínsecas, sino que proceden de los mismos distritos sobre los cuales
han obtenido una preferencia como consecuencia de su contribución osten­
sible. Si las masas fuesen cuerpos independientes y soberanos, que hubie­
sen de proveer a un tesoro federal con distintos contingentes y si la renta
no tuviese (como tiene) muchos impuestos que recaen sobre el todo, que
afectan a los hombres individual y no corporativamente, y que por su
propia naturaleza confunden todos los límites territoriales, podría de­
cirse algo en favor de la base de contribución fundada en las masas. Pero
en un país que considera sus distritos como miembros de un todo, esta
representación es, de todas las cosas que pueden medirse por la contribu­
ción, la más difícil de decidir con arreglo a principios de equidad. Una
gran ciudad tal como Burdeos o París paga una gran cantidad de derechos,
en proporción casi imposible de comparar con otros puntos y sus masas
se consideran de acuerdo con este hecho. Pero ¿ son estas ciudades las que
verdaderamente contribuyen en esa proporción ? No. Quienes pagan los
derechos de importación recaudados en Burdeos son los consumidores de
las mercancías importadas por ese puerto, que están repartidos por toda
Francia. Lo que da a esa ciudad los medios de pagar su contribución es
el producto de la vendimia de Guienne y el Languedoc, como resultado
del comercio de exportación. Los terratenientes que gastan en París el
producto de sus propiedades, y que son, por ello, los creadores de esa ciu­
dad, contribuyen en París por las provincias de donde provienen sus
rentas. Casi se podrían aplicar los mismos argumentos a la participación
representativa que se da a causa de la contribución directa, porque la con­
tribución directa tiene que asentarse en la riqueza real o presunta; y esa
riqueza local surge de causas que no son locales y por consiguiente no
debería, en términos de equidad, producir una preferencia local.
Es muy notable que en esta regulación fundamental que establece
la representación de las masas sobre la base de la contribución directa,
no se haya fijado el procedimiento de imponer ni de distribuir la contri­
bución. Acaso haya, latente en este procedimiento extraño, una política
encaminada a la continuación de la actual Asamblea. Sin embargo, hasta
que eso no se haga no puede haber ninguna constitución segura. Esta
tiene que depender, por lo menos, del sistema de imposición y que variar
con toda modificación del sistema. Tal como se ha regulado la materia,
no es la imposición la que depende de la constitución, sino la constitu­
ción la que depende del sistema impositivo. Esto tiene que introducir
una gran confusión entre las masas, ya que, si llegan a celebrarse alguna
198 textos políticos: reflexiones

vez auténticas elecciones reñidas, la cualificación electoral variable cau­


sará infinidad de controversias internas.
Al comparar las tres bases, no según su justificación política, sino
con las ideas en que se basa la Asamblea —con objeto de examinar su
congruencia consigo misma— no podemos menos de observar que el
principio que la comisión denomina base de población no parte del mis­
mo punto que los otros dos principios denominados base de territorio y
base de contribución, que son ambos de carácter aristocrático. La conse­
cuencia es que cuando comiencen a actuar los tres juntos tiene que pro­
ducirse la desigualdad más absurda con la actuación de la primera base
sobre las otras dos. Todo cantón tiene cuatro leguas cuadradas y se cal­
cula que, por término medio, tiene cuatro mil habitantes o sea seiscientos
ochenta votantes en las asambleas primarias, que varían en cuanto al nú­
mero con arreglo a la población del cantón y envían a la commune un
diputado por cada doscientos electores. Nueve cantones hacen una
commune.
Consideremos ahora un cantón que comprenda un puerto de mar
comercial o una gran ciudad manufacturera. Supongamos que la pobla­
ción de ese cantón conste de 12,700 habitantes o sea de 2,193 electores que
forman tres asambleas primarias y envían diez diputados a la commune.
Contrapongamos a este cantón otros dos de los ocho restantes de la
misma commune. Podemos suponer que su población es de 4,000 habi­
tantes y que cada uno de ellos tiene 680 electores o sea 8,000 habitantes
y 1,360 electores entre ambos. Estos cantones formarán únicamente dos
asambleas primarias y enviarán a la commune seis diputados.
Cuando la asamblea de la commune vaya a votar sobre la base del
territorio, cuyo principio es admitido en esa asamblea en primer lugar,
el primero de los cantones que hemos considerado, que tiene la mitad del
territorio de los otros dos, tendrá diez votos contra seis para la elección
de tres diputados a la asamblea del departamento, elegida expresamente
sobre el principio de la representación territorial. Esta desigualdad, por
chocante que sea, se agravará enormemente si suponemos, cosa que po­
demos hacer sin gran violencia, que varios otros cantones de la commune
sean proporcionalmente pequeños en cuanto al promedio de población,
en la misma medida en que el cantón principal excede de aquél.
Sigamos el mismo procedimiento por lo que hace a la base de con­
tribución, que también es un principio que se admite ha de actuar en la
asamblea de la commune. Tomemos un cantón como el aludido arriba.
Si se divide entre todos los habitantes de una gran ciudad comercial o
manufacturera la totalidad de las contribuciones directas que paga la
ciudad, veremos que cada individuo paga mucho más que un individuo
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 199
que vive en el campo considerado desde el mismo punto de vista. El to­
tal que pagan los habitantes de aquélla será mucho mayor que el pagado
por los habitantes del último cantón considerado —podemos suponer,
sin exageración, que sea de un tercio más—. En ese caso los 12,700 habi­
tantes o los 2,193 electores del cantón pagarán tanto como los 19,050
habitantes o los 3,289 electores de los otros cantones, que constituyen,
aproximadamente, la proporción calculada de habitantes y votantes de
otros cinco cantones. Los 2,193 enviarán a la asamblea diez diputados.
Los 3,289 enviarán dieciséis. Así, habiendo una participación igual en la
contribución de la commune, habrá una diferencia de dieciséis votos a
diez al elegir diputados sobre el principio de representar la contribución
general de toda la commune sobre una base de igual participación en la
misma.
Siguiendo el mismo procedimiento de cómputo, encontraremos que
15,785 habitantes o 2,741 electores de los otros cantones que pagan un
sexto menos de contribución en toda la commune tendrán tres votos
más que los 12,700 habitantes o los 2,193 electores del primer cantón.

Tal es la fantástica e injusta desigualdad entre masa y masa en este


curioso reparto de los derechos de representación que surge del territorio
y la contribución. Las cualificaciones que confieren son verdaderamente
negativas y dan derechos en proporción inversa a la posesión de aquéllas.
En toda esta construcción de las tres bases, considerada desde el punto
de vista que queráis, no veo una variedad de objetos, reconciliados en un
todo coherente, sino varios principios contradictorios, reunidos por vues­
tros filósofos y mantenidos juntos a regañadientes y sin posibilidad de
conciliación, como animales salvajes encerrados en una jaula que se dan
zarpazos y mordiscos mutuos hasta su destrucción.
Creo que me he extendido demasiado lejos en el estudio de ese modo
de considerar la formación de una constitución. Tiene mucha metafísica
aunque mala; mucha, aunque mala, geometría y mucha aritmética, pro­
porcionada pero falsa, aunque si todas ellas fuesen exactas como deben
ser la metafísica, la geometría y la aritmética y si sus planes fuesen comple­
tamente congruentes en cada una de sus partes no harían más que darle
un aspecto más agradable a la vista. Es notable que en un gran reajuste
de la humanidad no se hace una sola referencia a nada moral y político,
a nada que tenga relación con las preocupaciones, acciones, pasiones e in­
tereses de los hombres. Hominem non sapiunt.
Como veréis no he considerado esta constitución más que desde el
punto de vista electoral y como conducente por pasos a la Asamblea Na­
cional. No entro en el gobierno interno de los departamentos ni en su
genealogía a través de las communes y los cantones. En el plan original
200 TEXTOS POLITICOS: REFLEXIONES
estos gobiernos locales están compuestos lo más aproximadamente posi,
ble a la manera y principios que inspiran las asambleas electivas. Cada
uno de ellos constituye una corporación, perfectamente compacta y re­
dondeada.
No podéis por menos de percibir que hay en este plan una tendencia
directa e inmediata a dividir a Francia en una serie de repúblicas y hacer
a cada una de ellas totalmente independientes de las demás, sin ningún
medio constitucional directo de mantener la coherencia, la conexión y
la subordinación, excepto los que puedan derivar de su aquiescencia a las
decisiones del Congreso general de embajadores de cada una de las repú­
blicas independientes. Tal es, en realidad, la Asamblea Nacional. Y ad­
mito que existen en el mundo tales gobiernos, aunque en formas infini­
tamente más adecuadas a las circunstancias locales y habituales de sus
pueblos. Pero tales asociaciones, más bien que cuerpos políticos han sido
generalmente efecto de la necesidad y no de la elección; y creo que el
acutal poder francés es el primer cuerpo de ciudadanos que habiendo
conseguido plena autoridad para hacer con su país lo que le pluguiese, ha
escogido esta manera bárbara de escindirlo.
Es imposible dejar de observar que en el espíritu de esta distribución
geométrica y este arreglo aritmético, esos pretendidos ciudadanos tratan
a Francia exactamente como un país conquistado. Obrando como con­
quistadores han imitado la política de los más duros de esa casta. La polí­
tica de tales vencedores bárbaros que desprecian a un pueblo sometido
e insultan sus sentimientos ha sido siempre destruir, hasta donde ha es­
tado a su alcance, todo vestigio de cuanto de antiguo había en el país, en
materia de religión, constitución, leyes y costumbres; confundir todos
los límites territoriales; producir una miseria general; sacar a subasta sus
propiedades; aplastar a sus príncipes, nobles y pontífices, arrasar todo lo
que ha levantado su cabeza por encima del nivel medio y todo lo que
puede servir para unir o combinar, bajo el estandarte de la vieja opinión,
al pueblo, desbandado a causa de su desastre. Han hecho libre a Francia
de la misma manera que aquellos sinceros amigos de los derechos de la
humanidad, los romanos, libertaron a Grecia, Macedonia y otras naciones.
Destruyeron los lazos de su unión so color de servir a la independencia
de cada una de sus ciudades.
Cuando los miembros que componen estas nuevas corporaciones,
cantones, communes y departamentos —arreglos creados de intento,
aprovechando la confusión— comiencen a funcionar, se encontrarán con
que son, en gran parte, extraños los unos a los otros. Electores y elegidos
se encontrarán con frecuencia —especialmente en los cantones rurales—
desprovistos de hábitos y conexiones cívicas y de esa disciplina natural
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 201
que es el alma de una verdadera república. Los magistrados y los recau­
dadores de ingresos no conocen ya sus distritos, ni los obispos sus dióce­
sis ni los curas sus parroquias. Estas nuevas colonias de los Derechos del
Hombre se parecen mucho a aquel tipo de colonias militares que describe
Tácito en los días de la decadencia de la política romana. En días mejores
y más prudentes (cualquiera que fuese el camino que tomasen respecto
a las otras naciones) tuvieron buen cuidado de hacer coetáneos los ele­
mentos de la subordinación metódica y el establecimiento; y aún pusie­
ron los fundamentos de la disciplina civil en la militar,113 pero cuando
todas las bellas artes habían caído en ruinas, se basaron, como hace vuestra
Asamblea, en la igualdad de los hombres y lo hicieron con tan poco juicio
como ella y con el mismo desdén por aquellas cosas que hacen tolerable o
llevadera una república. Pero en éste, como en casi todos los casos, vuestra
comunidad ha nacido, se ha criado y ha sido alimentada en medio de las
corrupciones que marcan a las repúblicas degeneradas y gastadas. La
criatura ha venido al mundo con los síntomas de la muerte; el carácter
de su fisonomía lo marca la facies Hippocratica, que señala también el
pronóstico de su destino.
Los legisladores que modelaron las antiguas repúblicas, sabían que
su tarea era demasiado ardua para realizarla sin más aparato que la
metafísica de un estudiante y las matemáticas y la aritmética de un recau­
dador de contribuciones. Tenían que ocuparse de hombres y estaban
obligados a estudiar la naturaleza humana. Tenían que tratar con ciuda­
danos y estaban obligados a estudiar los efectos de aquellos hábitos que son
producto de las circunstancias de la vida civil. Se daban cuenta de que
la acción de esta segunda naturaleza sobre la primera produce una nueva
combinación; y de ahí surgen muchas diversidades entre los hombres,
según su nacimiento, educación, profesiones, períodos de su vida, resi­
dencia en ciudades o en el campo, sus distintos modos de aquirir y fijar
la propiedad y según la calidad de la propiedad misma, cosas todas ellas
que les hacían tan distintos como pueden serlo entre sí las varias especies
animales. De aquí que se consideraran obligados a distribuir a sus ciu­
dadanos en aquellas clases y a colocarles dentro del Estado en aquellas
situaciones para las que pudieran cualificarles sus peculiares hábitos y
conceder a cada uno los privilegios apropiados para asegurarles lo que
113 Non, ut olim, universae legiones deducebantur cum tribunis, et centurionibus, et

sui sujusque ordinis militibus, ut consesensu et caritate rempublicam ajjicerent; sed ignoti
inter se, diversis manipulis, sine rectore, sine ajfectibus mutuis, quasi ex alio genere
mortalium, repente in unum collecti, numeras magis quam colonia’’. (Tácito, Annal. L.
14. secc. 27). Todo esto será más aplicable aún a las asambleas nacionales bienales, rota­
torias e inconexas de esta constitución absurda y sin sentido.
202 textos políticos: reflexiones*

requerían sus situaciones específicas y lo que podía dar a cada grupo la


fuerza necesaria para su protección en los conflictos producidos por la di­
versidad de intereses —que tienen que existir y que tienen que luchar entre
sí en toda sociedad compleja; porque el legislador se habría sentido aver­
gonzado si el campesino rudo hubiera de conocer cómo utilizar sus
ovejas, caballos y bueyes y hubiera de tener suficiente sentido común para
no reducirlos a una abstracción e igualarlos a todos ellos bajo el común
denominador de animales, sin dar a cada clase un cuidado, alimentación
y empleo apropiados, en tanto que él, economista, distribuidor y pastor
de sus semejantes se decidía, sublimándose en un metafísico volandero, a
no saber nada de su rebaño excepto como hombres en general. Por este
motivo, observó Montesquieu con mucha razón, que fué al atender a la
clasificación de los ciudadanos donde los grandes legisladores de la Anti­
güedad demostraron una mayor capacidad e incluso se elevaron por en­
cima de sí mismos. Es en ese punto donde vuestros legisladores modernos
se han hundido más profundamente en la serie negativa llegando por
bajo de su propia nulidad. Así como la primera clase de legisladores aten­
dió a las diferentes clases de ciudadanos y los combinó a todos en la
comunidad, los otros, los legisladores metafísicos y alquimistas han to­
mado el camino directamente contrario. Han intentado confundir toda
clase de ciudadanos, lo mejor que han podido, en una masa homogénea
y han dividido después esa amalgama en una serie de repúblicas incohe­
rentes. Reducen a los hombres a meros guarismos sueltos, únicamente
para poderlos contar y no a cifras cuya fuerza ha de surgir del lugar que
ocupan en el cuadro. Los elementos de su propia metafísica deberían ha­
berles enseñado mejores lecciones. Su tabla de categorías debría haberles
informado de que en el mundo intelectual hay otras cosas aparte de la
sustancia y la cantidad. Por el catecismo de la metafísica deberían saber
que en toda deliberación compleja hay otros ocho encabezamientos114 en
los que nunca han pensado; aunque de las diez, son éstas las materias
en las que la habilidad del hombre puede hacer algo.
Lejos de esa inteligente disposición de alguno de los antiguos legis­
ladores republicanos, que siguió con. exactitud solícita las condiciones
morales y las inclinaciones de los hombres, han nivelado y aplastado con­
juntamente todos los órdenes que encontraron, aun bajo el arreglo no
complicado y poco refinado de la monarquía, en cuyo modo de gobierno
la clasificación de los ciudadanos no tiene tanta importancia como en una
república. Es cierto, sin embargo, que, en este punto, toda clasificación
bien hecha, es útil en todas las formas de gobierno y supone una fuerte
barrera contra los excesos del despotismo a la vez que uno de los medios
114 Qualitas, Relatio, Actio, Passio, Ubi, Quando, Situs, Habitus.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 203

necesarios para dar efectividad y permanencia a una república. Si fraca­


sara el actual proyecto de república caerían con él todas las esperanzas de
una libertad moderada, por falta de una clasificación de esta especie; todas
las restricciones indirectas que mitigan el despotismo han sido elimina­
das; en tal forma que si, con ésta o con cualquier otra dinastía, hubiera
la monarquía de obtener alguna vez entera ascendencia en Francia, sería
probablemente el poder más completamente arbitrario que haya jamás
aparecido sobre la tierra, a no ser que estuviese voluntariamente templada
desde el momento de su instauración por los prudentes y virtuosos con­
sejos del príncipe. Eso es jugar una partida desesperada.
La confusión que deriva de tales procedimientos la consideran aún
como uno de sus objetivos y esperan asegurar su constitución mediante el
terror a la vuelta de aquellos males que motivaron la creación de aquélla.
“Mediante esto”, dicen, “será difícil a la autoridad destruirla y no podrá
destrozarla sin desorganizar enteramente todo el Estado.” Suponen que
si esta autoridad llegase alguna vez a tener el mismo grado de poder
que han adquirido ellos haría de él un Uso mucho más moderado y res­
tringido y temblaría reverentemente ante la perspectiva de desorganizar
el Estado del modo salvaje como lo han hecho ellos. De las virtudes del
despotismo retornado esperan la seguridad que ha de disfrutar la criatura
de sus vicios populares.
Desearía, señor, que vos y mis lectores diérais una ojeada atenta a
la obra de M. de Calonne sobre esta materia. No es sólo una obra elo­
cuente, sino informada e instructiva. Me limito a lo que dice respecto a
la constitución del nuevo Estado y a la situación de la renta. No me quiero
pronunciar por lo que hace a las discusiones de este ministro con sus ri­
vales. Tampoco quiero aventurar ninguna opinión respecto a los proce­
dimientos financieros y políticos para sacar al país de su desgraciada y
deplorable situación actual de servidumbre, anarquía, bancarrota y men­
dicidad. No puedo especular con tanto optimismo como él lo hace; pero
él es francés y tiene en esta materia un deber más fuerte y mejores medios
de juzgar de los que yo puedo disponer. Deseo que se preste especial
atención a la formal confesión a que se refiere, hecha por uno de los prin­
cipales jefes de la Asamblea, respecto a la tendencia de su plan no sólo a
convertir a Francia de monarquía en república, sino de república en una
mera confederación. Añaden nueva fuerza a mis observaciones y la obra
de M. de Calonne suple mis deficiencias con muchos argumentos nuevos
y certeros sobre la mayor parte de los temas de esta carta.115
Ha sido esta resolución de escindir su país en muchas repúblicas sepa­
radas la que ha producido el mayor número de dificultades y contradic-
115 véase L’État de la France, pág. 363.
204 textos políticos: reflexiones

ciones a los miembros de la Asamblea. Si no fuese por esto, todos los


problemas de igualdad exacta y estos equilibrios —que no han de lograrse
nunca— de derechos individuales, población y contribución, serían com­
pletamente inútiles. La representación, aunque derivada de las partes
sería un deber que alcanzaría igualmente al todo. Cada diputado a la
Asamblea sería representante de Francia y de todos sus grupos, de los
muchos y de los pocos, de los ricos y de los pobres, de los distritos gran­
des y de los pequeños. Todos esos distritos estarían subordinados a alguna
autoridad permanente, cuya existencia sería independiente de ellos, auto­
ridad en la cual tendría su origen la representación y todo lo que a ella
atañe y a la que iría dirigida aquélla. Este gobierno permanente, inalte­
rable y fundamental haría —y es la única cosa que podría lograrlo— que
el territorio fuese real y verdaderamente un todo. Cuando nosotros elegi­
mos representantes populares, les enviamos a un consejo en el cual cada
hombre es individualmente un súbdito y está sometido completamente
en sus funciones ordinarias a un gobierno. Para vosotros la Asamblea
electiva es el soberano y soberano único; todos los miembros son, por
consiguiente, partes integrantes de esta soberanía única. Entre nosotros
es totalmente distinto. Para nosotros, los representantes no pueden tener
acción ni existencia separados de las demás partes. El gobierno es el punto
de referencia de los varios miembros y distritos de nuestra representación.
Es el centro de nuestra unidad. Ese gobierno es un fideicomisario (trustee)
del todo y no de las partes. Lo mismo ocurre con la otra rama de nuestro
consejo público, es decir, la Cámara de los Lores. Entre nosotros el rey
y los lores constituyen seguridades distintas y conjuntas de la igualdad de
cada distrito, provincia y ciudad. ¿Cuándo oísteis hablar en la Gran
Bretaña de que una provincia sufriera por la desigualdad de su represen­
tación o de un distrito carente en absoluto de ella?116 No sólo nuestra
monarquía y nuestra nobleza aseguran la igualdad de la que depende
toda nuestra unidad, sino que tal es el espíritu de la misma Cámara de
los Comunes. La misma desigualdad de representación de la que se que­
jan algunos con tanta estupidez es acaso la razón misma que nos impide
pensar o actuar como representantes de los distritos. Cornualles elige tan­
tos diputados como toda Escocia. Pero ¿ está por ello mejor atendido que
116 Es evidente que el procedimiento y la organización electoral existentes en Ingla­

terra en la época en que escribe Burke, no justifican el encendido panegírico que éste
hace. Por lo demás la protesta contra el sistema electoral o más bien la carencia de él,
—como no consideremos sistemática la existencia de los burgos podridos— que ya era
perceptible en la época del autor, alcanzó su primer éxito cuarenta años más tarde con la
reforma electoral de 1832. Es cierto que la protesta apuntaba más a la corrupción elec­
toral que al procedimiento o a la organización territorial del sufragio, con ser ésta, a
todas luces anticuada. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 205

Escocia ? Entre nosotros, aparte de algunos clubes impulsivos, muy pocas


personas se preocupan de ninguna de las tres bases adoptadas por vos­
otros. La mayor parte de quienes desean algún cambio por motivos plau­
sibles, lo desean basándose en ideas diferentes.
Vuestra nueva constitución es en sus principios el reverso mismo de
la nuestra; estoy asombrado de que haya personas que puedan soñar que
nada de lo hecho en ella pueda servir de modelo a la Gran Bretaña.
Entre vosotros hay muy poca o más bien ninguna conexión entre el elec­
tor primario y el último representante. El representante elegido para for­
mar parte de la Asamblea Nacional no ha sido elegido por el pueblo ni
es responsable ante él. Antes de que se le escoja hay tres elecciones: entre
él y la Asamblea primaria intervienen dos magistraturas y de este modo
se le hace, como he dicho, embajador de un Estado y no representante
del pueblo dentro de un Estado. Por ello está alterado todo el espíritu
de la elección y ningún correctivo de los imaginados por los autores de
vuestra Constitución pueden hacer de él cosa distinta de lo que es. El
intento mismo de hacerlo produciría inevitablemente una confusión más
horrorosa —si ello fuera posible— que la presente. No hay modo de esta­
blecer una conexión entre el elector original y el representante, sino por
medio de un procedimiento que pudiese llevar al candidato a acudir en
primera instancia a los electores primarios al objeto de que por instruc­
ciones autoritarias (a veces más) esos electores pudieran obligar a los dos
colegios electorales sucesivos a hacer una elección coincidente con sus
deseos. Pero esto subvertiría totalmente el plan. Sería volver a hundirles
en el tumulto y la confusión de la elección popular que tratan de evitar,
mediante la intervención de esta gradación electoral y en último término
equivaldría a arriesgar toda la fortuna del Estado con aquellos que tienen
menos conocimiento de él y menos interés en él. Este es el dilema per­
petuo en el que os véis envueltos, como consecuencia de los principios
débiles, viciosos y contradictorios que habéis escogido. A menos que el
pueblo rompa y nivele esta gradación es evidente que en lo substancial
no elegirá para formar parte de la Asamblea; elige tan poco en apariencia
como en realidad.
¿Qué es lo que buscamos en una elección? Para responder a sus
propósitos reales tenéis que poseer primero los medios de conocer la ca­
pacidad de vuestro hombre y en segundo lugar que conservar algún pro­
cedimiento de control sobre él, mediante una obligación o dependencia
personal. ¿Para qué fin se hace a los electores primarios el cumplido, o
más bien la burla, de una elección? No puede saber nunca nada de las
cualidades de quien les ha de servir y éste no tiene, respecto a ellos nin­
guna obligación. De todos los poderes menos adecuados para ser delega-
20 6 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES

dos por quienes tienen algún medio efectivo de juzgar, el más peculiar­
mente inadecuado es el que se refiere a una elección personal. En caso de
abuso ese cuerpo de electores primarios no puede exigir nunca a su repre­
sentante cuentas de su conducta. Está demasiado lejos de él en la cadena
de la representación. Si el representante actúa en forma indebida, al fi­
nal de su mandato de dos años, no le importa nada durante los dos siguien­
tes. Con la nueva constitución francesa los representantes mejores y más
prudentes van, al igual que los peores, a ese Limbus Patrum. Se supone
que sus calas están averiadas y tienen que ir a los astilleros para ser nue­
vamente acondicionados. Todo hombre que ha actuado en una asamblea
deja de ser elegible por un plazo de dos años. Estos magistrados, como
los deshollinadores,117 quedan inhabilitados para ejercer su profesión en
el momento en que comienzan a aprenderla. La adquisición superficial,
reciente y petulante y el recuerdo interrumpido, vago, quebrado y defec­
tuoso son las características que están destinadas a todos vuestros futuros
gobernantes. Vuestra Constitución ha dado demasiado espacio a los celos
para que quede en ella lugar para el sentido común. Creéis que el peligro
principal es el abuso de confianza por parte del representante y no os
procupáis en absoluto de considerar el problema de su aptitud para des­
empeñar el cargo.
Este intervalo de purgatorio no es desfavorable para un representante
infiel, que puede ser tan buen electorero como mal gobernante. En ese
lapso de tiempo puede cabildear y lograr una posición de superioridad
sobre los más sabios y virtuosos. Finalmente, como todos los miembros
de esa constitución electiva son igualmente fugaces y no existen más que
para la elección, podrán no ser las mismas personas que le han escogido
aquellas ante las cuales será responsable cuando solicite una renovación
de su mandato. Exigir cuentas a los electores secundarios de la Commune,
es ridículo, impracticable e injusto; pueden haberse engañado en su elec­
ción de la misma manera que el tercer grupo de electores, los del depar­
tamento, pueden haberlo hecho en la suya. En vuestras elecciones no
puede existir responsabilidad.
Al no encontrar ninguna clase de principio de coherencia entre la
naturaleza y la constitución de las varias nuevas repúblicas de Francia,
tuve que considerar cuál era el cemento que habían creado los legislado­
res para unirlas, de qué extraños materiales se habían valido para elabo­
rarlo. Dejo de lado sus confederaciones, sus spectacles, sus fiestas cívicas
este trabajo. (T.)
117 En la época de Burke este oficio lo desempeñaban muchachos de pocos años, que

podían introducirse por las chimeneas. Al desarrollarse quedaban incapacitados para


continuar ejerciendo su profesión
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 207
y su entusiasmo. No son sino meras artimañas; pero tratando de descu­
brir su política a través de sus actos, creo que puedo distinguir los arre­
glos mediante los cuales se proponen mantener unidas estas repúblicas.
El primero es la confiscación, con el papel moneda de curso forzoso anejo
a ella; el segundo es el poder supremo de la ciudad de París; el tercero es
el ejército general del Estado. Me reservaré lo que tengo que decir acerca
de este último para cuando llegue el momento de tratar del ejército en
cuanto tal.
Por lo que hace a la manera de operar del primero (la confiscación
y el papel moneda) meramente como cemento, no puedo negar que du­
rante algún tiempo estos dos elementos, que dependen mutuamente uno
de otro, pueden formar una cierta especie de cemento si la locura y tontería
en la dirección y en el intento de hacer que fragüe entre las diversas par­
tes no produce desde el comienzo mismo una repulsión. Pero aun dando
a ese plan alguna coherencia y duración, me parece que al cabo de algún
tiempo la confiscación no se considerará base suficiente para apoyar el
papel moneda (estoy moralmente seguro de que no podrá) y entonces
en vez de servir de cemento contribuirá a aumentar la disociación, dis­
tracción y confusión de estas repúblicas confederadas, tanto en las rela­
ciones de unas con otras, como de las diferentes partes de cada una. Pero
si la confiscación tuviese tanto éxito que pudiera desprenderse del papel
moneda, ha desaparecido el cemento. Entre tanto su fuerza ligante sería
muy insegura y se fortalecería o relajaría con cada variación del crédito
del papel moneda.
Sólo hay una cosa segura en este plan, que es un efecto aparentemente
colateral, pero a mi juicio directo, en la imaginación de todos los que han
dirigido este asunto, a saber: su efecto de crear en cada una de las repú­
blicas una oligarquía. Una circulación de papel moneda, no basado en
ningún valor real depositado ni comprometido, que alcanza ya la cifra
de cuarenta y cuatro millones en moneda inglesa y que ha substituido
por la fuerza a la antigua moneda del reino, convirtiéndose por ello en la
parte sustancial de su renta y a la vez en instrumento de todas sus tran­
sacciones comerciales y civiles, tiene que colocar la totalidad de cuanto
quede de poder, autoridad e influencia, cualquiera que sea la forma que
pueda asumir, en manos de quienes dirigen y gobiernan esta circulación.
En Inglaterra sentimos la influencia del banco, a pesar de que no
es más que centro de una contratación voluntaria. Quien no ve la fuerza
que tiene la dirección de una empresa financiera, que es mucho más ex­
tensa y, por su propia naturaleza, mucho más dependiente de los admi­
nistradores que la nuestra, sabe bien poco de la influencia que tiene el
dinero sobre la humanidad. Pero no se trata aquí solamente de una em*
208 textos políticos: reflexiones

presa financiera. Hay otro miembro del sistema inseparablemente conexo


con esta dirección. Consiste en la posibilidad de sacar discrecionalmente
a la venta parte de las tierras confiscadas y de llevar a cabo un proceso
continuo de transmutación de papel en tierra y de tierra en papel. Cuando
estudiamos los efectos de ese proceso podemos concebir algo de la inten­
sidad de la fuerza con que tiene que operar este sistema. Por este medio
el espíritu de azar y especulación penetra en la masa de la tierra misma
y se incorpora a ella. Por este procedimiento esa clase de propiedad se
volatiliza (como si dijéramos); asume una actividad antinatural y mons­
truosa y arroja por ello en manos de los varios administradores —princi­
pales y subordinados— parisiense y provincianos, todo lo que representan
el dinero y acaso la décima parte de toda la tierra de Francia, que ha ad­
quirido ahora la peor y más perniciosa de las cualidades que tiene la cir­
culación de papel moneda: la máxima incertidumbre posible en cuanto a
su valor. Han invertido la amabilidad de Latona respecto a la propiedad
territorial de Délos. Han volado la suya como los restos ligeros de un
naufragio oras et littora circum.
Los nuevos tratantes, que son todos ellos generalmente aventureros
y carecen de hábitos y predilecciones locales fijos, comprarán para espe­
cular de nuevo, según sean las ventajas que les presenten el mercado del
papel, el del dinero o el de las tierras. Porque aunque un venerable obispo118
piensa que la agricultura sacará grandes ventajas de los usureros ilustrados
que han de comprar las tierras confiscadas a la Iglesia, yo que no soy un
buen agricultor, pero que lo soy desde hace mucho tiempo, me permito
decirle con mucha humildad a su ex-ilustrísima que la usura no es el
tutor de la agricultura y que si hay que interpretar la palabra “ilustrados”
de acuerdo con el nuevo diccionario, como se hace siempre en las escuelas
que habéis establecido, no puedo concebir como un hombre que no cree
en Dios puede enseñar a los agricultores a cultivar la tierra con un mínimo
de habilidad ni de estímulo adicional. Diis inmortalibus sero decía el
viejo romano, teniendo una mancera del arado mientras la muerte soste­
nía la otra. Aunque hubiérais de reunir en la comisión a todos los direc­
tores de las dos academias, juntamente con los de la Caisse d’Escompte,
un campesino viejo y experimentado vale por todos ellos. He obtenido
más información acerca de una rama curiosa e interesante de la agricul­
tura en una breve conversación con un viejo cartujo, que de todos los
directores de banco con quienes he hablado en mi vida. Pero no hay nada
que temer de la mezcla de estos traficantes en dinero con la economía
rural. En su generación esos caballeros son demasiado prudentes. Es
posible que al principio las delicias inocentes y sin provecho de la vida
118 Talleyrand, Obispo de Autun. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 209

pastoril cautiven sus imaginaciones tiernas y susceptibles, pero al poco


tiempo se ciarán cuenta de que la agricultura es una ocupación mucho
más laboriosa y mucho menos lucrativa que la que han abandonado. Tras
de haber hecho su panegírico le volverán la espalda como su gran precur­
sor y prototipo. Comenzarán cantando como él Beatus Ule, pero ¿cuál
será el final?
Haec ubi locutus focnerator Alphius,
]am, jam futurus rusticus
Omnem redegit idibus pecuniam;
Qucerit calendis ponere.
Bajo los auspicios sagrados de este prelado cultivarán su Caisse
d’Églisse con mucho más provecho que sus viñas y campos de trigo. Em­
plearán sus talentos de acuerdo con sus hábitos y sus intereses. No irán
detrás del arado mientras puedan dirigir tesorerías y gobernar provincias.
Innovadores en todo, vuestros legisladores han sido los primeros en
fundar una comunidad sobre el juego y le han infundido ese espíritu como
aliento vital. El gran objeto de esta política es metamorfosear Francia,
convirtiendo ese gran reino en una gran mesa de juego; convertir a sus
habitantes en una nación de jugadores, hacer que el ámbito de la especu­
lación sea tan grande como el de la vida; mezclarla con todas sus preocu­
paciones y desencauzar la totalidad de las esperanzas y temores del pue­
blo de sus canales usuales, desviándolos hacia los impulsos, pasiones y
supersticiones de quienes viven a base de la suerte. Proclaman en alta voz
su opinión de que su actual sistema de república no puede probablemente
existir sin esa especie de fondo de juego y que el hilo mismo de su vida
se saca de la hebra de estas especulaciones. El viejo juego de bolsa era
indudablemente bastante perjudicial; pero lo era sólo para los individuos.
Aún cuando alcanzaba su mayor extensión, como en los casos del Misisipí
y del mar del Sur119 no afectaba sino relativamente a unos pocos; donde
alcanzaba mayor extensión, como en las loterías, el espíritu sólo tiene un
objeto. Pero cuando la ley —que en la mayor parte de las circunstancias
prohíbe, y en ninguna estimula el juego— se lanza al desenfreno —invir-
tiendo su naturaleza y finalidad y obligando expresamente al súbdito a
acudir a su mesa destructora, introduciendo el espíritu y los símbolos del
juego en las materias más ínfimas y haciendo participar a todos en él, se
extiende una epidemia de un tipo más terrible de lo que hasta ahora ha
conocido el mundo. Entre vosotros un hombre no puede ganar ni com­
119 Alude Burke a dos de las mayores afjaircs especulativas de aquel siglo: eí pro­

yecto del fomento del valle del Mississippi, lanzado en 1717, que quebró en 1720 y la
famosa “burbuja” del Mar del Sur. (South Sea Bubble) (T.)
210 TEXTOS políticos: reflexiones
prar su cena sin una especulación. Lo que recibe por la mañana no tendrá
el mismo valor por la noche. Lo que se ve obligado a aceptar como pago
de una vieja deuda, no será recibido con igual valor cuando vaya a pagar
una deuda contraída por él, ni tendrá el mismo valor cuando consiga evi­
tar contraer deudas mediante el pago al contado. La industria tiene que
desaparecer. La economía será expulsada del país. No puede tener exis­
tencia la previsión cuidadosa ¿Quién trabajará sin saber el monto de su
paga ? ¿ quién estudiará para aumentar lo que nadie puede valorar ? ¿ quién
acumulará sin saber el valor de lo que ahorra ? Abstracción hecha de su
uso en el juego, acumular vuestra moneda papel no será la previsión de
un hombre sino el instinto enfermizo de una corneja.
La parte verdaderamente lamentable de esa política de convertir sis­
temáticamente a un país en una nación de jugadores, consiste en que aun­
que se obliga a jugar a todos, son pocos los que pueden entender el juego
y menos aún los que están en situación de servirse de tal conocimiento.
La mayoría de los ciudadanos tienen que ser engañados por quienes diri­
gen la máquina de estas especulaciones. Es visible el efecto que tiene que
producir sobre la población agraria. El hombre de la ciudad puede cal­
cular de día en día, pero el del campo no. Cuando el campesino lleva
por primera vez su grano al mercado, el magistrado de la ciudad le obliga
a tomar el assignat a la par; cuando va a la tienda con su dinero, se en­
cuentra con que en el camino ha perdido el siete por ciento de su valor.
No volverá de buena gana a ese mercado. La gente de la ciudad se indig­
nará; se obligará a la del campo a llevar sus granos al mercado urbano.
Comenzará la resistencia y se reproducirán en toda Francia los asesina­
tos de París y de Saint-Denis.
¿Qué significa el vacío cumplido tributado al campo al darle una
parte acaso mayor de la que le corresponde, en vuestra teoría de la repre­
sentación ? ¿ Dónde habéis colocado el poder real sobre la circulación del
dinero y de la tierra? ¿Dónde los medios de hacer que suba o baje el
valor de la heredad de cada uno? Quienes pueden, con sus operaciones,
quitar o añadir un 10% a las posesiones de cualquier hombre en Fran­
cia, tienen que ser los dueños de todos los hombres del país. La
totalidad del poder obtenida por esta revolución quedará en las ciuda­
des, en manos de los burgueses y de los financieros que les dirigen. El
propietario de tierras, el cultivador y el campesino carecen de los hábitos,
inclinaciones y experiencia que pudieran llevarles a cualquier clase de
participación en la única fuente de poder y riqueza que queda en Francia.
La naturaleza misma de la vida rural y de la propiedad agrícola en todas
las ocupaciones y placeres que ofrece, hacen que la combinación y el arre­
glo (únicos medios de procurarse y ejercer influencia) sean imposibles de
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 211
conseguir para la gente del campo. Combinadlos del modo y manera
que queráis, se disuelven siempre en individualidades. Todo tipo de aso­
ciación legal es casi impracticable entre ellos. El miedo, la esperanza, la
alarma, la envidia, el rumor efímero, que hace su camino y se extingue
en una sola jornada —toda aquellas cosas que son las riendas y espuelas
mediante las cuales los líderes frenan o aceleran las mentes de los secua­
ces— no pueden emplearse fácilmente —de hecho casi no se emplean—
entre gentes que viven diseminadas. Estas se reúnen, se arman y actúan,
únicamente con la. máxima dificultad y el mayor coste. Sus esfuerzos,
caso de que sea posible iniciarlos, no pueden ser sostenidos. No pueden
actuar sistemáticamente. Si los propietarios de tierras tratan de influir
por medio de la renta de sus propiedades, ¿ qué significa eso para quienes
pueden vender diez veces el valor de esas rentas y pueden arruinar esa
propiedad arrojando al mercado, contra ella, todo su botín? Si el propie­
tario de tierras desea hipotecar, hacen bajar el valor de su tierra y elevan
el de los assignats. El propio terrateniente aumenta la fuerza de su ene­
migo con el arma misma de que dispone para luchar contra él. Por con­
siguiente el propietario de tierras, el oficial de mar o de tierra, el hombre
de opiniones y hábitos liberales no adscrito a ninguna profesión, estarán
excluidos tan completamente del gobierno de su país como lo estarían caso
de que se les hubiera proscrito mediante una medida legislativa. Es evi­
dente que, en las ciudades, todas las cosas que conspiran contra el propie­
tario de tierras, se combinan en favor de quienes administran y manejan
dinero. En las ciudades la combinación es natural. Los hábitos de los
burgueses, sus ocupaciones, su diversidad, sus negocios, su ociosidad, les
ponen continuamente en contacto mutuo. Sus virtudes y sus vicios son
sociables; están siempre de guarnición y se incorporan y disciplinan a me­
dias en manos de quienes tratan de llevarles a la acción militar o civil.
Todas estas consideraciones no dejan, a mi juicio, lugar a dudas con
respecto al hecho de que, de poder continuar ese monstruo de constitución,
Francia estará totalmente gobernada por los agitadores de las sociedades
mercantiles, por las sociedades urbanas formadas por los directores
de los assignats y los fideicomisarios de la venta de las tierras eclesiás­
ticas, procuradores, agentes, especuladores y aventureros que componen
una oligarquía innoble, fundada en la destrucción de la corona, la Igle­
sia, la nobleza y el pueblo. Aquí acaban todos los sueños engañosos y
todas las visiones de igualdad y de los Derechos del Hombre. En el “pan­
tano serboniano”120 de esta baja oligarquía son todos ellos absorbidos,
hundidos y perdidos para siempre.
120 Pantano de Egipto que es fama tragó ejércitos enteros. Así lo dice Milton. (Paraíso
■perdido, II, 594-24)- (T-)
212 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES

Aunque los ojos humanos no pueden descubrirlos, se siente uno ten­


tado a creer que tiene que haber habido algunos grandes pecados de Fran­
cia que hayan clamado al cielo, el cual ha considerado oportuno castigarla
con la sujeción a una dominación vil y nada gloriosa, en la que no se
puede encontrar consuelo ni compensación, ni siquiera esos falsos esplen­
dores que en otras tiranías impiden a la humanidad sentirse deshonrada
incluso cuando está oprimida. Tengo que confesar que siento tristeza
mezclada con indignación ante la conducta de algunos hombres, antaño
de alto rango y aun hoy de gran carácter, que engañados por algunos nom-r
bres especiosos se han metido en una empresa demasiado profunda para
que sus inteligencias sean capaces de comprenderla; que han prestado
su reputación honrada y la autoridad de sus nombres altisonantes a los
designios de hombres que no conocían y han hecho en consecuencia que
sus virtudes mismas produzcan la ruina de su país.
Hasta aquí por lo que hace al primero de los principios cementa-
dores.
El segundo material que sirve de cemento a esta nueva república es
la superioridad de la ciudad de París, principio que admito está en estrecha
conexión con el relativo a la circulación del papel moneda y la confisca­
ción. En esta parte del proyecto es donde debemos buscar la causa de la
destrucción de todos los viejos límites de provincias y jurisdicciones, ecle­
siásticas y seculares y la disolución de todas las antiguas combinaciones
de cosas, a la vez que la formación de tantas repúblicas pequeñas e incone­
xas. El poder de la ciudad de París, es evidentemente uno de los grandes
resortes de toda su política. Gracias al poder de París, convertido ahora en
centro y foco de especulación, los jefes de esa fracción dirigen, o más
bien mandan en todo el gobierno, legislativo y ejecutivo. Por consiguiente
hay que hacer todo lo que pueda confirmar la autoridad de esa ciudad
sobre las demás repúblicas. París es compacto, tiene una enorme fuerza,
totalmente desproporcionada a la de cualquiera de las repúblicas cuadra­
das; y esa fuerza se recoge y condensa en un círculo estrecho. París tiene
una conexión fácil y natural entre sus partes, conexión que no puede ser
afectada por ningún plan geométrico de constitución; tampoco significa
mucho el hecho de que la proporción de su representación sea mayor o
menor, ya que tiene en su red a todos los peces. Estando cortadas y des­
pedazadas las demás divisiones del reino, separadas de todos sus medios
habituales e incluso de sus principios de unión, no pueden, al menos por
algún tiempo, confederarse contra la capital. A los miembros subordina­
dos no les queda otra cosa que su debilidad, la desconexión y la confu­
sión. Para confirmar esta parte del plan, la Asamblea ha llegado recien-
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 213
teniente a la resolución de que la misma persona no puede ser comandante
en jefe de dos de las repúblicas.
Para una persona que trate de formarse una visión de conjunto, la
fuerza de París, así constituida, le resultará como un sistema de debilidad
general. Se alardea de que se ha adoptado la política geométrica, de que
se hundirán las ideas locales y de que las gentes no serán ya gascones, pi-
cardos, bretones, normandos, sino franceses, con una sola patria, un cora­
zón y una asamblea. Pero lo más probable es que en vez de ser todos ellos
franceses, todos los habitantes de esas regiones carezcan en breve de patria.
Nadie se ha sentido unido nunca por un sentimiento de orgullo, parcia­
lidad o afecto real a ninguna clase de cuadrícula. Nadie se sentirá glo­
rificado por el hecho de pertenecer al casillero número 71 o a cualquier
otra etiqueta distintiva análoga. Comenzamos nuestros afectos públicos
por la familia. Ninguna persona que es fría con sus parientes es un ciu­
dadano celoso. De ahí pasamos a nuestra vecindad y a nuestras conexio­
nes provinciales habituales. Estas son como posadas y estaciones. Las
divisiones de nuestro país, tal como han sido formadas por el hábito y no
por una decisión repentina de la autoridad, constituían pequeñas imá­
genes del gran país en el que el corazón encontraba algo que le podía
llenar. El amor a la totalidad no se extingue por esta parcialidad secun­
daria. Constituye acaso una especie de educación elemental para esas
miras más amplias y elevadas, únicas que pueden hacer que los hombres
se interesen por la prosperidad de un reino tan grande como el de Francia,
como si fuera por cosa propia. Por lo que hace al territorio general mismo,
los ciudadanos están interesados, como en el antiguo nombre de las pro­
vincias, por viejos prejuicios y por actos no razonados y no por las propie­
dades geométricas de su figura. Mientras dure la fuerza y prominencia
de París, presionará y mantendrá unidas a esas repúblicas, pero por las
razones que os he dado, no podrá, a mi entender, durar mucho.
Pasando ahora de los principios cívicos creadores y cementadores de
esta Constitución a la Asamblea Nacional que aparece y actúa como sobe­
rana, vemos en su constitución un cuerpo que tiene todo el poder posible
y ninguna especie posible de control externo. Vemos un cuerpo sin leyes
fundamentales, sin máximas establecidas, sin normas de procedimiento
respetadas, sin nada que pueda mantener firme ningún sistema. Interpreta
siempre la extensión de sus poderes dando el sentido más amplio a su
competencia legislativa y toma siempre como ejemplo de ocurrencias
comunes las excepciones de necesidad más urgente. El futuro será en la
mayor parte de los aspectos como la actual Asamblea, pero dado el modo
de las nuevas elecciones y la tendencia de la nueva circulación, estará pur­
gada del pequeño grado de control interno que. supone una minoría es­
2X4 TEXTOS políticos: reflexiones
cogida originariamente en representación de intereses diversos y que con­
serva algo de su primitivo espíritu. Si ello fuera posible, la próxima
Asamblea tiene que ser peor que la actual, pues ésta, al destruir y alterar
todo, no dejará a sus sucesoras ninguna cosa popular por hacer. Movida
por la emulación y el ejemplo tratará de realizar las empresas más audaces
y absurdas. Es perfectamente ridículo imaginarse tal Asamblea reunida
en perfecta quietud.
Vuestros omnisuficientes legisladores, en su prisa por hacer todo de
una vez, han olvidado una cosa que parece esencial y que según creo
no había sido omitida nunca, antes de ahora, en la teoría ni en la práctica
de ningún reformador de una república. Han olvidado constituir un
senado o algo que tenga esa naturaleza y carácter. Hasta hoy no se ha
oído nunca hablar de un cuerpo político compuesto por una asamblea
legislativa y activa y sus funcionarios ejecutivos, sin tal consejo; sin algo
con lo cual puedan entrar en relación los Estados extranjeros; algo a lo
que pueda mirar el pueblo en los detalles ordinarios del gobierno; algo que
pueda dar una cierta unidad y firmeza y mantener algo parecido a
una congruencia en la actuación del Estado. Los reyes tienen general­
mente un cuerpo de este tipo en forma de consejo. Puede existir una mo­
narquía sin tal cuerpo, que en cambio, parece constituir la esencia misma
de un gobierno republicano. Ocupa una especie de lugar intermedio
entre el poder supremo ejercido por el pueblo o delegado inmediatamente
por él y el ejecutivo. No hay trazas de tal organismo en vuestra Consti­
tución y al no establecer nada de esta especie, vuestros Solones y Numas
han demostrado, en esto como en todo lo demás, una soberana incapacidad.

[//. El poder Volvamos ahora la vista a lo que han hecho respecto a la formación
ejecutivo] de un poder ejecutivo. Han escogido para ello un rey degradado. Así, su
primer funcionario ejecutivo ha de ser una máquina sin ninguna especie
de discreción deliberante en ninguno de los actos de su función. En el
mejor de los casos no será sino un canal que acarree a la Asamblea Nacio­
nal los asuntos que pueda importar conocer a este cuerpo. Si se hubiese
hecho de él el único canal, el poder no habría carecido de importancia,
aunque hubiese sido infinitamente peligroso para quienes hubiesen de
ejercerlo. Pero la información pública y la aclaración de los hechos puede
llegar a la Asamblea con igual autenticidad a través de cualesquiera otras
procedencias. Por ello ese puesto de información no tiene valor en cuanto
a los medios de dar a las-medidas la dirección que resulta de la declaración
de un informador autorizado.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 215
Consideremos el plan francés de funcionario ejecutivo en sus dos di­
visiones naturales: civil y política. Respecto a la primera hay que observar
que según la nueva Constitución, las facultades más altas de la judicatura,
en cualquiera de sus ramas, no residen en el rey. El rey de Francia no es
la fuente de la justicia, ni los jueces ordinarios, ni los de apelación son
nombrados por él. El rey no propone los candidatos ni puede oponer una
negativa a la selección. Ni siquiera actúa como cabeza del ministerio fis­
cal. No sirve más que de notario que da fe de la elección de jueces hecha
en los varios distritos. Tiene que ejecutar sus sentencias, por intermedio
de los funcionarios que de él dependen. Si examinamos la verdadera
naturaleza de su autoridad, no parece ser más que un jefe de alguaciles,
ujieres, maceros, carceleros y verdugos. Es imposible colocar a la realeza
en una situación más degradante. Hubiera sido mil veces mejor para la
dignidad de este desgraciado príncipe que no tuviera nada que ver con
la administración de justicia, privado como está de todo lo que es venera­
ble y consolatorio en esa función, sin facultad de iniciar un proceso y sin
poder de suspensión, mitigación o perdón de una condena. Todo lo que
hay de vil y de odioso en la justicia cae sobre él. No en vano se ha tomado
tanto trabajo la Asamblea para quitar el estigma que acompaña a ciertas
funciones, ya que estaba resuelta a colocar a la persona del que había sido
su rey, en una posición superior únicamente en un grado a la del ver­
dugo y con un cargo que tiene aproximadamente la misma calidad. No
es natural que en la posición en que se encuentra actualmente el rey de
Francia pueda respetarse a sí mismo, ni ser respetado por los demás.
Consideremos a este funcionario ejecutivo desde el punto de vista de
su capacidad política, tal como actúa bajo las órdenes de la Asamblea
Nacional. Ejecutar las leyes es un oficio regio; ejecutar órdenes no es
ser rey. Sin embargo una magistratura ejecutiva política, aunque no sea
más que eso, es una función de gran confianza. Es un fideicomiso de
cuya ejecución fiel y diligente depende mucho, tanto por lo que hace a
la persona que la preside como por lo que se refiere a sus subordinados.
Se deben dar los medios necesarios para cumplir esta obligación y se
deben tomar disposiciones respecto a ella al establecer el fideicomiso.
Debe estar rodeado de dignidad, autoridad y consideración y debe llevar
a la gloria. El oficio de ejecución es un oficio que exige fuerza; no es de
la impotencia de donde debemos esperar la ejecución de las tareas del po­
der. ¿Cómo va un rey a ordenar medidas ejecutivas si no tiene ningún
medio de recompensar el servicio? No puede hacerlo dando un cargo
permanente, ni entregando tierras a título de donación ni fijando una
pensión de cincuenta libras al año, ni otorgando el título más vano y
trivial. En Francia el rey no es fuente de honores, de la misma manera
216 TEXTOS políticos: reflexiones
que no es fuente de justicia. Todas las recompensas, todas las distincio­
nes, están en otras manos. Quienes sirven al rey no pueden estar impe­
lidos por otro motivo natural sino el miedo; miedo a todo menos a su
señor. Sus funciones de coacción interna son tan odiosas como las que
ejerce en el departamento de justicia. Si hay que acudir en ayuda de una
municipalidad, es la Asamblea quien lo hace; si hay que enviar tropas
para reducirla a la obediencia a la Asamblea, es el rey quien tiene que eje­
cutar la orden y quien en todas las ocasiones se ve salpicado con la sangre
de su pueblo. No tiene posibilidad de negativa; sin embargo, se utilizan
su nombre y su autoridad para llevar a la práctica todos los decretos
crueles. Aún más, tiene que cooperar a la matanza de quienes intenten
liberarle de su prisión o muestren el más ligero afecto a su persona o a su
antigua autoridad.
La magistratura ejecutiva debe estar constituida de tal manera que
quienes la compongan estén dispuestos a amar y a venerar a aquellos
a quienes están obligados a obedecer. Un olvido intencionado, o lo que
es peor, una obediencia al pie de la letra, pero perversa y maliciosa, tienen
que ser la ruina de los consejos más prudentes. En vano intentará la ley
anticiparse a sancionar tales descuidos estudiados y tales atenciones frau­
dulentas. Hacer actuar con celo no está dentro de las posibilidades de la
ley. Los reyes, aun cuando lo son verdaderamente, pueden y deben sopor­
tar las libertades de los súbditos aunque a ellos les perjudiquen. Pueden
también soportar, sin desdoro, la autoridad de tales personas, si así con­
viene a su servicio. Luis XIII odiaba mortalmente al cardenal Richelieu;
a pesar de ello el apoyo que dió a aquel ministro francés frente a sus
rivales, fué la fuente de toda la gloria de su reinado y el fundamento
sólido de su trono. Cuando subió al poder Luis XIV no estimaba al car­
denal Mazarino; pero lo mantuvo en el poder por su propio interés. Ya
viejo, detestaba a Louvois, pero soportó muchos años a la persona de éste,
mientras sirvió fielmente a su grandeza. Cuando Jorge II hizo entrar
entre sus consejeros a Mr. Pitt, que no era ciertamente persona grata para
él, no hizo nada que fuera humillante para un soberano prudente. Pero
estos ministros, que fueron escogidos en consideración a los asuntos y no a
los efectos, actuaban en nombre y con la confianza de los reyes y no co­
mo sus señores declarados, ostensibles y constitucionales. Me parece
imposible que ningún rey, una vez pasados sus primeros terrores, pueda
infundir seriamente vitalidad y vigor a medidas que no ignora han sido
dictadas por personas a las que sabe pésimamente dipuestas hacia él.
¿Obedecerá de buen grado cualquiera de los ministros que sirven a tal
rey (o como se le quiera llamar) aunque no sea más que con una apa­
riencia decorosa de respeto, las órdenes de aquellos a quienes no más
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
tarde que anteayer había enviado a la Bastilla en nombre del rey ? ¿ Obe­
decerá las órdenes de aquellos a quienes trataba con lenidad cuando ejer­
cía una justicia despótica o las de aquellos a quienes creía haber dado un
asilo al recluirlos en una prisión? Si contáis con tal obediencia entre
vuestras innovaciones y regeneraciones, deberíais hacer una revolución
en la naturaleza y dar una nueva constitución a la mente humana. En
otro caso vuestro gobierno supremo no puede armonizar con su sistema
ejecutorio. Hay casos en los que no podemos manejarnos con nombres y
abstracciones. Podéis llamar “nación” a media docena de individuos des­
tacados a quienes tenemos motivos para temer y odiar. Ello no hace
sino que les temamos y les odiemos más. De haber creído justificable y
práctico hacer una revolución como la que habéis hecho, por tales me­
dios y tales personas como las que habéis utilizado, hubiera sido más
prudente haber concluido las actuaciones del 5 y el 6 de octubre.121 El
nuevo funcionario ejecutivo hubiera debido entonces su situación a quie­
nes serían sus creadores a la vez que sus señores y podría estar obligado
—por el interés común de la sociedad del crimen (y, si pudiera haber
virtudes en los crímenes, por la gratitud)— a servir a quienes le habían
elevado a un puesto de gran lucro y grandes satisfacciones sensuales; y
a algo más; porque hubiera recibido aún más de quienes ciertamente no
habrían limitado a una criatura suya engrandecida del modo como lo han
hecho con un antagonista sometido.
En la situación del actual monarca, si el rey está totalmente embru­
tecido por sus desgracias, hasta el punto de creer que comer y dormir sin
ninguna consideración de gloria no constituyen la necesidad, sino el
premio y el privilegio de la vida, no puede ser adecuado para tal puesto.
Si siente como suelen hacerlo los hombres, tiene que darse cuenta de que
en un puesto como el que le ha tocado no puede obtener fama ni reputa­
ción. No tiene ningún interés generoso que pueda excitarle a la acción.
En el mejor de los casos, su conducta será pasiva y defensiva. Gentes
inferiores podrán considerar tal cargo como puesto de honor. Pero ser
elevado a él y descender a él son cosas diferentes y provocan sentimientos
también diferentes. ¿Nombra realmente a sus ministros? Tienen que
tenerle simpatía. ¿'Le son impuestos? Todos los tratos entre ellos y el
rey nominal tienen que ser acciones que mutuamente se contrarresten.
En todos los demás países el cargo de ministro de Estado tiene la más alta
dignidad. En Francia está lleno de peligros y es incapaz de proporcionar

121 De 1789, día en que el pueblo de París marchó sobre Versalles y regresó llevando

consigo a la familia real, al que ya se ha aludido repetidas veces. Burke piensa, como se
vé más adelante, en el destronamiento del monarca como remate lógico de esos aconteci­
mientos. (T.)
2l8 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES

gloria. Sin embargo, mientras exista en el mundo ambición vacua o deseo


de un sueldo miserable como incentivo de una avaricia miope, encontra­
rán rivales a pesar de su inanidad. Esos competidores de los ministros
pueden, con arreglo a vuestra Constitución, atacarles en los puntos vita­
les de su cargo, en tanto que ellos no tienen medio de repeler sus ataques,
salvo en la situación degradante de procesados. Los ministros de Estado
son en Francia las únicas personas que no pueden participar en los Con­
sejos Nacionales —¡qué ministros! ¡qué consejos! ¡qué nación!— pero
son responsables. Es un flaco servicio el que se consigue gracias a la res­
ponsabilidad. La elevación mental derivada del miedo no hará nunca
gloriosa a una nación. La responsabilidad impide los crímenes. Hace
peligrosos todos los intentos contrarios a las leyes. Pero sólo los idiotas
pueden pensar en ella como principio inspirador de un servicio activo y
celoso. ¿Podrá confiarse la dirección de una guerra a un hombre que
aborrezca su principio y que sepa que cada paso que dé para llevarla a
buen término, confirma el poder de quienes le oprimen? ¿Tratarán los
Estados extranjeros seriamente con quien no tiene prerrogativa de paz
o guerra ni siquiera un solo voto por él o por sus ministros o por nadie
en quien pueda influir? Una posición de menosprecio no es adecuada a
un príncipe; es preferible suprimirlo de una vez.
Ya sé que se dirá que esta disposición mental en la corte y en el
gobierno no durarán más que esta generación y que se ha obligado al rey
a declarar que el Delfín será educado de conformidad con esta situación;
si se le educa para que se conforme a esa situación no se le educará en
absoluto. Su educación será peor que la de un monarca arbitrario. Si lee
—y si no lee, algún genio malo se encargará de decírselo— sabrá que sus
antepasados fueron reyes. A partir de ese momento su finalidad será de­
fender sus derechos y vengar a sus padres. Me diréis que su deber no es
éste. Puede; pero es lo natural y cuando irritáis a la naturaleza en vuestra
contra, actuáis imprudentemente si confiáis en el deber. En este fútil
plan de constitución, el Estado está cultivando en su seno desde ahora
una fuente de debilidad, perplejidad, acciones contrapuestas, ineficacia y
decadencia y prepara los medios de su ruina final. En resumen no veo
nada en la fuerza ejecutiva (executive forcé) —no le puedo llamar auto­
ridad— que tenga siquiera una apariencia de vigor o el más mínimo grado
de justa correspondencia, simetría o relación amistosa con el poder su­
premo, tanto por lo que respecta al que hoy existe como al planeado para
el futuro.
Habéis establecido, mediante una economía tan pervertida como la
Constitución, dos clases de gobierno;122 uno real y otro ficticio, manteni-
122 En realidad tres, contando con el gobierno republicano provincial.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 219
dos ambos a un costo grande; pero a mi juicio mayor aún el del ficticio.
Una máquina tal como la de este último gobierno no vale la grasa de
sus engranajes. El gasto es exorbitante y ni la apariencia ni la utilidad
merecen la décima parte de lo que cuestan. ¡Oh! Pero no hago justicia
al talento de los legisladores. No concedo, como debiera, la parte que
corresponde a la necesidad. Su plan de fuerza ejecutiva no fué elegido
por ellos. Hay que conservar el ceremonial. El pueblo no consentiría
que se prescindiera de él. Bien; os comprendo. A pesar de vuestras gran­
des teorías a las que querríais adaptar el cielo y la tierra, sabéis cómo
conformaros a la naturaleza y circunstancias de las cosas. Pero al veros
obligados a conformaros con las circunstancias, deberíais haber llevado
más lejos vuestra sumisión y haber creado lo que estábais obligados a
crear: un instrumento adecuado y útil a sus fines. Eso estaba en vuestro
poder. Por ejemplo, estaba en vuestro poder, entre otras muchas cosas,
el dejar al rey el derecho de paz y guerra. ¡Cómo! ¿Dejar al magistrado
ejecutivo la más peligrosa de todas las prerrogativas? No conozco nin­
guna más peligrosa, ni ninguna que sea más necesario confiar en esta
forma. No digo que hubiera debido confiarse esa prerrogativa a vuestro
rey, a menos de que gozara, juntamente con ella, de otras confianzas de
las que no disfruta actualmente. Pero si las poseyera, aunque indudable­
mente son azarosas, surgirían de tal constitución ventajas que harían más
que compensar el riesgo. No hay ningún otro medio de evitar que los
potentados de Europa intriguen abierta y personalmente con los miem­
bros de vuestra Asamblea, se entremezclen en todos vuestros problemas y
fomenten en el corazón de vuestro país las más perniciosas de todas las
facciones; facciones en interés y bajo la dirección de potencias extranje­
ras. De ese mal, el peor de los males, nosotros estamos aún libres, gracias
a Dios. Sería un buen empleo de vuestra habilidad, si alguna tenéis, en­
contrar correctivos y controles indirectos a esta peligrosa misión. Si no os
gustaban los que hemos escogido en Inglaterra, vuestros líderes podían
haber utilizado su capacidad para imaginar otros mejores. Si fuera nece­
sario dar ejemplos de las consecuencias que tiene un tipo de ejecutivo
como el vuestro en la dirección de los grandes asuntos, me referiría a los
últimos informes de M. de Montmorin123 a la Asamblea Nacional y todos
los demás trámites relativos a las diferencias entre la Gran Bretaña y
España. Sería agraviar a vuestra inteligencia el señalároslos.
Me dicen que las personas a quienes llamáis ministros han expresado
su intención de dimitir sus puestos. Lo que me asombra es que no los ha­
yan dimitido hace mucho tiempo. Por nada del mundo habría estado
yo en la situación en que ellos se han encontrado en el último año. Eran
123 Ministro francés de Negocios Extranjeros a la sazón. (T.)
220 TEXTOS políticos: reflexiones
partidarios —lo doy por sentado— de la Revolución. Sea ello como fuere,
no podían menos —colocados como estaban en una situación eminente,
aunque fuera una eminencia de humillación— de ser los primeros en ver
colectivamente y en comprobar cada uno en su respectivo departamento,
los daños que ha producido esa Revolución. En cada paso que hayan
dado o intentado dar, tienen que haber sentido la situación degradada
de su país y su absoluta incapacidad para servirle. Están en una especie de
servidumbre subordinada en la que hasta ahora no había estado nin­
gún hombre. Sin la confianza de su rey, a quien le fueron impuestos, ni
la de la Asamblea que los impuso, todas las funciones nobles de su cargo
son ejecutadas por comisiones de la Asamblea, sin consideración a su
autoridad personal u oficial. Tienen que ejecutar careciendo de poder;
han de ser responsables careciendo de discreción; han de deliberar sin
poder escoger. En su confusa situación, bajo dos soberanos sobre ninguno
de los cuales tienen influencia, tienen que actuar de tal modo (intenten
lo que intenten) que unas veces traicionarán al uno, otras al otro y siem­
pre a sí mismos. Tal ha sido su situación; tal será la de quienes les suce­
dan. Tengo un gran respeto y los mejores deseos para M. Necker. Le
estoy obligado por sus atenciones. Cuando sus enemigos le expulsaron de
Versalles, creí que era un motivo de seria felicitación —sed multae urbes
et publica vota vicerunt.— Hoy se encuentra sentado sobre las ruinas de
la hacienda y de la monarquía de Francia.
Podrían observarse muchas más cosas de la extraña constitución de
la parte ejecutiva de vuestro gobierno; pero la fatiga tiene que poner lími­
tes al estudio de los temas, aunque éstos, en sí, no los tengan.

[///. El poder Tampoco soy capaz de encontrar rastros de más genio y talento en el
judicial] pjan judicatura elaborado por la Asamblea Nacional. Siguiendo su
invariable procedimiento los autores de vuestra Constitución han comen­
zado con la abolición total de los parlements. Estas venerables corpora­
ciones, como el resto del antiguo gobierno, necesitaban reformas aunque
no se hubiesen hecho cambios en la monarquía. Requerían aún mayores
alteraciones para ser adecuados al sistema de una Constitución libre. Pero
había en su Constitución extremos —y no pocos— que merecían la apro­
bación de los hombres prudentes. Tenían una excelencia fundamental:
eran independientes. La circunstancia más dudosa que les caracterizaba
—la de que los puestos se podían vender— contribuía, sin embargo, a esa
independencia de su carácter. Los cargos eran vitalicios. Puede incluso de­
cirse que eran hereditarios. Nombrados por el monarca, estaban consi­
derados como casi fuera de su poder. Las más decididas actuaciones de la
SOBRE LA REVOLUCIÓN .FRANCESA 221
autoridad regia contra ellos no hicieron sino mostrar su radical indepen­
dencia. Componían cuerpos políticos permanentes, constituidos para
resistir toda innovación arbitraria. Y por esa constitución corporativa y
por la mayor parte de sus formas, estaban bien compuestos para dar a las
leyes certeza y estabilidad. En todas las revoluciones caprichosas y de
opinión han sido el asilo seguro de las leyes. Han salvado ese sagrado
depósito del país, durante los reinados de príncipes arbitrarios y en medio
de luchas de facciones también arbitrarias. Han mantenido vivos la me­
moria y el recuerdo de la Constitución. Eran la gran seguridad de la pro­
piedad privada, que (cuando no existía la libertad personal), podía de­
cirse que estaba tan bien protegida en Francia como en cualquier otro
país. Quienquiera que sea supremo en un Estado tiene que tener, en lo
posible, su autoridad judicial constituida de tal modo, que no sólo dependa
de él, sino que le sirva, en cierto modo, de contrapeso. Debería dar a su
justicia seguridades frente a su propio poder. Debería hacer a su judica­
tura, como si dijéramos, algo exterior al Estado.
Esos parlements han ofrecido, no ciertamente el mejor, pero sí un
correctivo considerable a los excesos y vicios de la monarquía. Al con­
vertirse la democracia en el poder absoluto del país, era diez veces más
necesaria una judicatura independiente. En esa constitución unos jueces
electivos temporales y locales como los que habéis establecido y que ejer­
cen sus funciones subordinadas en una sociedad estrecha, han de ser el
peor de los tribunales. Será vano buscar en ellos alguna apariencia de
justicia para los extraños y para el odioso rico, para la minoría de los par­
tidos derrotados y para todos aquellos que han apoyado en la elección
a candidatos que no han tenido éxito. Será imposible mantener a esos
nuevos tribunales libres del peor espíritu de facción. Sabemos por expe­
riencia que todas las invenciones basadas en la votación son vanas e infan­
tiles cuando se trata de evitar que se descubran muestras de parcialidad.
Allí donde podrían responder mejor a los propósitos de ocultación, pro­
ducen sospecha y esto es una causa aún más perturbadora de parcialidad.
Si se hubiesen conservado los parlements, en vez de habérseles di­
suelto a un coste tan ruinoso para la nación, podrían haber servido en esta
nueva comunidad, acaso no para los mismos fines (no quiero hacer un
paralelo exacto) pero casi para los mismos que el tribunal y senado del
Areópago en Atenas, es decir, como uno de los contrapesos y correctivos
frente a los males de una democracia ligera e injusta. Todo el mundo sabe
que ese tribunal era la gran institución del Estado; todo el mundo sabe con
qué cuidado se mantuvo y con qué veneración religiosa estuvo consa­
grado. Los parlements no estaban totalmente libres de facciones, tengo
que admitirlo; pero ese mal era exterior y accidental y no derivado de un
222 TEXTOS políticos: reflexiones
vicio de la Constitución misma, como el que tiene que existir en vuestra
nueva invención de tribunales sexenales electivos. Algunos ingleses en­
comian la abolición de los viejos tribunales, suponiendo que decidían
todo mediante el cohecho y la corrupción. Pero estas instituciones han
pasado por la prueba de la fiscalización monárquica y la republicana. La
corte tenía interés en demostrar la corrupción de esas corporaciones cuan­
do fueron disueltas en 1771. Quienes las han vuelto a disolver habrían
hecho la misma demostración de haber podido; y al haber fracasado
ambas inquisiciones, tengo que concluir que la corrupción pecuniaria en
gran escala tiene que haber sido en ellos bastante rara.
Habría sido prudente conservar, juntamente con los parlements, su
antiguo poder de registro y por lo menos de protesta contra todos los
decretos de la Asamblea Nacional, como lo tuvieron contra los adoptados
en la época de la monarquía. Sería un medio de encuadrar los decretos
ocasionales de una democracia dentro de algunos principios de jurispru­
dencia general. El vicio de las viejas democracias y una de las causas de
su ruina fué que gobernaron como lo hacéis vosotros, por decretos oca­
sionales, psephismata. Esta práctica quebró pronto el tenor y consisten­
cia de las leyes; demolió el respeto que el pueblo tenía por ellos, y acabó
finalmente por destruirlas en su totalidad.
Habéis investido de esa facultad de objetar (remonstrance) que en
la época de la monarquía tenía el parlement de París, a vuestro principal
funcionario ejecutivo, a quien contra todo sentido común continuáis lla­
mando rey; ello es la culminación del absurdo. No deberíais tolerar nunca*
los reproches de quien tiene que ejecutar. Ello supone un desconocimiento
total de lo que es consejo y de lo que es ejecución; de lo que es autoridad
y de lo que es obediencia. La persona a quien denomináis rey o no debe­
ría tener este poder o debería tener mucho más.
Vuestra actual organización es estrictamente judicial. En vez de
imitar a vuestra monarquía y colocar a vuestros jueces en una situación
de independencia, vuestra finalidad es reducirles a la obediencia más
ciega. Como habéis cambiado todas las cosas, habéis inventado nuevos
principios de orden. Nombráis en primer lugar jueces que, supongo, han
de decidir con arreglo a derecho, y entonces les hacéis saber que un día u
•otro tenéis la intención de darles la ley con arreglo a la cual hayan de de­
cidir. Cuantos estudios hayan hecho (si es que han hecho algunos) van
a serles inútiles. Pero para suplir esos estudios se les va a tomar jura­
mento de obedecer todas las reglas, órdenes e instrucciones que han de
recibir en lo sucesivo de la Asamblea Nacional. Si se someten a ellas, no
queda fundamento de derecho para los súbditos. Se convierten en instru­
mentos que están total y muy peligrosamente en manos del poder gober­
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 223
nante, que en medio de un pleito o ante la perspectiva de él, puede
cambiar totalmente la norma con arreglo a la cual haya de decidirse
aquél. Si esas órdenes de la Asamblea Nacional resultan contrarias a
las del pueblo, que elige localmente a esos jueces, tiene que producirse la
confusión más terrible que se pueda imaginar. Porque los jueces deben
su puesto a la autoridad local y las órdenes que juran obedecer proceden
de quienes no tienen ninguna parte en su nombramiento. Entre tanto
tienen el ejemplo del tribunal de Chátelet para estimularles y guiarles en
el ejercicio de sus funciones. Este tribunal tiene por misión juzgar a los
criminales que le sean enviados por la Asamblea Nacional o a quienes
se haga comparecer ante él por otros procedimientos delatorios. Se reúne
bajo una guardia destinada a proteger las vidas de sus componentes.
Acaso esto no sea cierto ni se pueda comprobar; pero sabemos que en
casos de absolución los magistrados que lo componen han visto ahorcar
a la puerta del tribunal a las personas absueltas, todo ello gozando los
autores del hecho de una perfecta impunidad.
Promete también la Asamblea que formará un cuerpo legal que será
breve, sencillo, claro, etc. Es decir, que con esas leyes breves se dejará al
juez un gran poder discrecional; a la vez que se ha desprestigiado la auto­
ridad de toda la ciencia que podía hacer de la discreción judicial —cosa
peligrosa en el mejor de los casos— merecedora del apelativo de sana.
Es curioso observar que las corporaciones administrativas son cuida­
dosamente exceptuadas de la jurisdicción de esos nuevos tribunales. Esto
es, están exentas de la sumisión a las leyes aquellas personas que deberían
estar más enteramente sometidas a ellas. Quienes desempeñan los pues­
tos públicos que implican manejo de fondos, deberían ser los hombres
más estrictamente ceñidos a su obligación. Pensaría uno que tendría que
haber sido uno de vuestros primeros cuidados —de no haber querido
que esos cuerpos administrativos sean Estados reales, soberanos e inde­
pendientes—, formar un terrible tribunal, como vuestros antiguos parle-
ments o como nuestro Banco del Rey, donde todos los funcionarios cor­
porativos pudieran obtener protección para el ejercicio de sus funciones
y encontraran coacción en el caso de que se excedieran de sus deberes
legales. Pero la causa de la exención es evidente. Esas corporaciones ad­
ministrativas son los grandes instrumentos de los actuales líderes en su
progreso hacia la oligarquía a través de la democracia. Por ello ha habido
que ponerlos por encima de la ley. Se dirá que los tribunales populares que
habéis creado son ineptos para coaccionarles. Indudablemente lo
son. Son inadecuados para cualquier propósito racional. Se me dirá tam­
bién que las corporaciones administrativas serán responsables ante la
Asamblea general. Me temo que eso sea hablar sin tener en cuenta la na-
224 TEXTOS POLÍTICOS: REFLEXIONES

turaleza de esa Asamblea, ni la de esas corporaciones. En todo caso, estar


sometido al placer de esa Asamblea no es estar sometido a la ley, ni por
lo que respecta a la protección, ni por lo que hace a la coacción.
Esta organización judicial requiere algo que la complete. Va a ser
coronada por un nuevo tribunal. Va a ser éste un gran tribunal de Estado,
que ha de juzgar de los crímenes cometidos contra la Nación, es decir
contra el poder de la Asamblea. Parece como si tuviese a la vista algo
parecido a la alta corte de justicia erigida en Inglaterra durante la época
de la gran usurpación. Como esta parte del plan está aún sin terminar,
es imposible formar un juicio adecuado acerca de ella. Sin embargo,
si no se tiene gran cuidado en formarlo con un espíritu muy diferente del
que ha guiado a la Asamblea en sus deliberaciones acerca de los crímenes
de Estado, este tribunal sometido a su vigilancia, el comité de investiga­
ciones, extinguirá las últimas chispas de libertad que aún quedan en
Francia y establecerá la tiranía más terrible y arbitraria que haya cono­
cido jamás una nación. Si se desea dar a ese tribunal un apariencia si­
quiera de libertad y justicia, la Asamblea tiene que no sacar de él, ni en­
viarle a su arbitrio las causas relativas a sus propios miembros. Hay tam­
bién que trasladar la sede de ese tribunal fuera de la república de París.124

¿Se ha desplegado mayor prudencia en la constitución de vuestro


ejército de la que puede descubrirse en vuestro plan relativo a la judica­
tura? Una solución inteligente de este problema es más difícil y exige
mayor habilidad y cuidado, no sólo en cuanto que el ejército constituye
por sí una gran preocupación, sino como tercer principio que sirve de
cemento del nuevo cuerpo de repúblicas al que denomináis la nación
francesa. Verdaderamente no es fácil adivinar lo que puede llegar a ser
en definitiva vuestro ejército. Habéis votado por uno muy grande y con
buena paga, por lo menos plenamente igual a vuestros medios aparentes
de pago. Pero ¿cuál es el principio de su disciplina? y ¿a quién ha de
obedecer ? Habéis agarrado al lobo por las orejas y deseo que gocéis de la
agradable postura en que habéis escogido colocaros y en la que estáis en
las mejores condiciones para tener una deliberación libre, tanto por lo
que respecta a ese ejército, como por lo que se refiere a cualquier otro tema.
El ministro y secretario de Estado para el departamento de Guerra
es M. de la Tour du Pin. Como sus colegas de gobierno, este señor es un
celosísimo defensor de la Revolución y fervoroso admirador de la nueva
Constitución que tuvo su origen en tal acontecimiento. Su exposición
124 Para mayores esclarecimientos del tema de todas estas judicaturas y del comité

de investigaciones, véase la obra de M. de Colonne,


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 225
de hechos respecto a la situación militar de Francia es importante, no sólo
por su autoridad personal y oficial, sino porque expone muy claramente
la situación actual del ejército de Francia y porque arroja luz sobre los
principios en que se basa la Asamblea para la administración de este
crítico objeto. Puede permitirnos formar juicio acerca de hasta qué punto
convenga a este país imitar la política marcial de Francia.
M. de la Tour du Pin dió cuenta el 4 de junio pasado del estado de
su departamento, tal como existe bajo los auspicios de la Asamblea Na­
cional. Nadie lo conoce tan bien y nadie lo expresa mejor. Dirigiéndose
a la Asamblea dice en ese informe: “Su Majestad me ha enviado hoy a
que os dé cuenta de los múltiples desórdenes de que desgraciadamente
está siendo informado todos los días. El ejército (le corps milítaire) ame­
naza con caer en la anarquía más turbulenta. Regimientos enteros han
osado violar a la vez el respeto debido a las leyes, al rey, al orden estable­
cido por vuestros decretos y a los juramentos que han prestado con la
solemnidad más impresionante. Obligado por mi función a informaros
de tales excesos, mi corazón sangra cuando considero quiénes son los que
los han cometido. Aquellos contra quienes no está en mi poder retirar
las quejas más graves son parte de la misma milicia que hasta el día de
hoy había estado llena de honor y lealtad y con la que he convivido
durante cincuenta años como camarada y amigo.
”¿ Qué espíritu incomprensible de delirio y equivocación les ha arras­
trado? En tanto que estáis tratando infatigablemente de establecer la
uniformidad en el imperio, de moldear el todo en una corporación cohe­
rente y sistemática; en tanto que enseñáis a los franceses el respeto que
las leyes deben a los Derechos del Hombre a la vez que el que deben los
ciudadanos a las leyes, la administración del ejército no presenta sino
perturbación y confusión. Veo en más de un cuerpo relajados o rotos los
lazos de la disciplina; las pretensiones más inauditas expuestas directa­
mente y sin disfraz alguno; las ordenanzas sin fuerza, los jefes sin auto­
ridad ; desvanecidos el tesoro del ejército y el amor a la bandera. La autori­
dad misma del rey \risum teneatis?] desafiada orgullosamente; los ofi­
ciales despreciados, degradados, amenazados, expulsados y algunos de
ellos prisioneros en su propia unidad, arrastrando una vida precaria, llena
de disgusto y humillación. Para colmar la medida de todos estos horrores
ha habido comandantes de plaza a los que se ha degollado a la vista y
casi en los brazos de sus propios soldados.
’’Estos daños son graves, pero no son la peor consecuencia que pue­
den producir tales insurrecciones militares. Tarde o temprano amena­
zarán a la Nación misma. La naturaleza de las cosas exige que el ejército
no actúe nunca sino como instrumento. En el momento en que se con­
226 TEXTOS políticos: reflexiones
vierte en un cuerpo deliberante, actuará de acuerdo con sus propias reso­
luciones y el gobierno, sea el que sea, degenerará inmediatamente en una
democracia militar, especie de monstruo político que ha acabado siem­
pre por devorar a quienes lo han producido.
’’Después de todo eso ¿quién puede dejar de alarmarse ante las con­
sultas irregulares y los turbulentos comités formados en algún regimiento
por los soldados rasos, las clases y los suboficiales, sin conocimiento e
incluso despreciando la autoridad de sus superiores? Tampoco la pre­
sencia de esos superiores podría dar ninguna especie de autoridad a tales
monstruosas asambleas democráticas [comices].”
No es necesario añadir mucho a este acabado cuadro: todo lo acaba­
do que permite el lienzo; pero según me informan, no abarca la totalidad
de la naturaleza y complejidad de los desórdenes de esta democracia mi­
litar que, como observa certera y prudentemente el ministro de la guerra,
dondequiera que existe tiene que ser la verdadera constitución del Estado
sea la que sea la denominación formal que éste tenga. Porque aunque in­
forma a la Asamblea que la mayor parte del ejército no ha desobedecido,
sino que sigue cumpliendo con su deber, los viajeros que han visto los
cuerpos cuya conducta es mejor, observan más bien la ausencia de sedi­
ción que la existencia de disciplina.
No puedo por menos de hacer aquí una pausa para reflexionar sobre
las expresiones de sorpresa que en relación con los excesos por él relata­
dos ha dejado escapar ese ministro. Para él resulta totalmente inconce­
bible que las tropas abandonen sus antiguos principios de lealtad y honor.
Evidentemente, aquellos a quienes se dirige conocen demasiado bien las
causas. Saben las doctrinas que han predicado, los decretos que han apro­
bado y las prácticas que han fomentado. Los soldados se acuerdan del 6
de octubre. Se acuerdan de los guardias franceses. No han olvidado la
toma de los reales castillos en París y Marsella. El hecho de que los go­
bernadores de ambos fueran asesinados con impunidad es un recuerdo
que no ha desaparecido de sus mentes. No abandonan los principios de
Ja igualdad de los hombres, expuestos tan ostentosa como laboriosamente,
No pueden cerrar sus ojos a la degradación de toda la nobleza de Francia
y a la supresión de la idea misma de caballero. La abolición total de títu­
los y distinciones no se ha perdido para ellos. Pero M. de la Tour du Pin
se asombra de su deslealtad, puesto que los doctores de la Asamblea les
han enseñado a la vez el respeto debido a las leyes. Es fácil prever cual
de las dos lecciones es más probable que aprendan los hombres que tie­
nen las armas en la mano. Por lo que respecta a la autoridad del rey,
podemos ver por el propio ministro (si no fuera supèrflua toda argumen­
tación sobre este tema) que no tiene mayor consideración entre las tropas
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 227
que en el resto del país. “El rey” —dice— “ha repetido una y otra vez
las órdenes para poner fin a estos excesos; pero en una crisis tan terrible
se ha hecho necesaria vuestra concurrencia [la de la Asamblea] para evitar
los males que amenazan al Estado. Unís a la fuerza del poder legislativo
la de la opinión, que es aún más importante.” Evidentemente el ejército
no puede tener opinión respecto al poder o la autoridad del rey. Acaso
el soldado se haya enterado entre tanto de que la Asamblea misma no
goza de un grado mucho mayor de libertad que esa real figura.
Hay que ver ahora lo que se ha propuesto para hacer frente a esta
necesidad, una de las mayores que pueden ocurrir en un Estado. El mi­
nistro pide a la Asamblea que haga frente a esos terrores y que recurra
a toda su majestad. Desea que los principios graves y severos enuncia­
dos por ella puedan vigorizar la proclama real. Después de eso habría­
mos esperado encontrarnos con tribunales civiles y militares, la disolu­
ción de algunos cuerpos, la orden de diezmar otros y todas las medidas
terribles que la necesidad ha empleado en tales casos para detener los
progresos del más terrible de todos los males; particularmente debería­
mos esperar que se hiciera una investigación seria del asesinato de los
comandantes a la vista de sus propios soldados. Ni una palabra de todo
esto ni de nada semejante. Una vez que se informó a la Asamblea de que
la soldadesca pisoteaba los decretos aprobados por ella y promulgados
por el rey, la Asamblea aprobó nuevos decretos y autorizó al rey a hacer
nuevas proclamas. Después de que el secretario de Guerra hubo declarado
que los regimientos no habían prestado ninguna atención a juramentos
prêtés, avec la plus imposante solemnité ¿qué es lo que se propone? Más
juramentos. Se renuevan decretos y proclamas, a medida que se experi­
menta su insuficiencia y se multiplican los juramentos en la misma pro­
porción en que se debilitan en las mentes de los hombres las sanciones
de la religion. Espero que se envíen a los soldados, juntamente con sus
juramentos cívicos, manuales abreviados de los excelentes sermones de
Voltaire, dAlembert, Diderot y Helvecio acerca de la inmortalidad del
alma, la Providencia inspectora especial y sobre un Futuro Estado de
Premios y Castigos. De esto no tengo duda ya que, según me informan,
determinado tipo de lectura forma parte, no ciertamente sin importan­
cia, de sus ejercicios militares y están tan abundantemente provistos de
la munición que representan los folletos, como de cartuchos.
Para evitar los males que surgen de las conspiraciones, las consultas
irregulares de los comités sediciosos y de las monstruosa asambleas de­
mocráticas de soldados (comitia, comices) y de todos los desórdenes que
surgen de la ociosidad, el lujo, la disipación y la insubordinación, creo
que se han utilizado los medios más asombrosos que se les hayan ocurrido
228 TEXTOS políticos: reflexiones
jamás a los hombres, aun teniendo en cuenta todas las invenciones de esta
prolífica edad. Es nada menos que esto: El rey ha promulgado en cartas
circulares dirigidas a todos los regimientos su autorización y su estímulo
directos para que los varios cuerpos se unan a los clubes y confederaciones
de las distintas municipalidades y se mezclen con ellos en fiestas y cele­
braciones cívicas. Esta agradable disciplina parece destinada a suavizar
la ferocidad de sus mentes, a reconciliarles con sus compañeros de mesa
de otros grupos y a mezclar las conspiraciones particulares en asociacio­
nes más generales.125 Que este remedio les guste a los soldados que des­
cribe M. de la Tour du Pin, es cosa fácil de creer y por sediciosos que
sean en otras materias se someterán debidamente a esas proclamas reales.
Lo que me parece más discutible es que todos esos juramente cívicos, esa
pertenencia a los clubs y esa participación en las fiestas les haya de dis­
poner más de lo que están a la obediencia a sus oficiales, o les haya de
enseñar a someterse a las reglas austeras de la disciplina militar. Les con­
vertirá en ciudadanos admirables al modo francés, pero de ninguna ma­
nera en buenos soldados. Puede surgir la duda de si las conversaciones
que se tengan en esas buenas mesas les harán más aptos para tener el
carácter de meros instrumentos que ese veterano oficial y hombre de
Estado observa, con razón, que es el requerido por la naturaleza misma
de las cosas en todo ejército.
Respecto a la probabilidad de esta mejora de la disciplina mediante
la libre conversación de los soldados con las sociedades festivas munici­
pales, que se estimula —como vemos— oficialmente, con la autoridad y la
sanción regias, podemos juzgar por el estado de las mismas municipali­
dades que nos presenta el ministro de la guerra en ese mismo discurso.
Concibe buenas esperanzas del éxito de sus trabajos para restaurar por
ahora el orden, dada la buena disposición de ciertos regimientos; pero
ve algo oscuro el porvenir. Por lo que hace a evitar la vuelta a la confu­
sión, no puede —dice “ser responsable de ella la administración, mientras
se vea que las municipalidades se arrogan una autoridad sobre las tropas
que vuestras instituciones han reservado totalmente al monarca. Habéis
fijado los límites de la autoridad militar y la municipal. Habéis limitado
la acción que permitís a ésta sobre aquélla respecto al derecho de requi­
sición; pero nunca autorizaron la letra ni el espíritu de vuestros decretos
125 Comme sa Majesté y _ a reconnu, non une système d’associations particulières,
mais une réunion de volontés de tous les François pour la liberté et la prospérité com­
munes, ainsi pour le maintien de l’ordre public; il a pensé qu’il convenoit que chaque
régiment prit part à ces fêtes civiques pour multiplier les rapports et resserrer les liens
d’union entre les citoyens et les troupes. Por temor a no ser creído transcribo literalmente
las palabras que autorizan a las tropas a tomar parte en las festividades juntamente con las
confederaciones populares.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 229
a las comunidades de esos municipios a degradar a los oficiales, juzgar­
les, dar órdenes a los soldados, sacarles de los puestos confiados a su
guardia, detenerles en las marchas ordenadas por el rey, ni, en una pala­
bra, esclavizar las tropas al capricho de cada una de las ciudades e incluso
de las villas de mercado a través de las cuales tienen que pasar”.
Tal es el carácter y la disposición de la sociedad municipal que ha
de retornar a la soldadesca a los verdaderos principios de subordinación
militar y de convertirla en una máquina en manos del poder supremo
del país. ¡Tal es la enfermedad de las fuerzas armadas francesas! ¡Tal
es la cura! Lo mismo que en el ejército ocurre en la marina. Las muni­
cipalidades sobreseen las órdenes de la Asamblea y los marineros, a su
vez, anulan las dadas por las municipalidades. En el fondo de mi cora­
zón compadezco a quienes se encuentran en la situación de un respetable
funcionario público como este ministro de la guerra, obligado en su
senectud a brindar por la Asamblea en sus copas cívicas y a colaborar,
con su encanecida cabeza, en todos los ensueños fantásticos de estos
políticos juveniles. Tales planes no son como las proposiciones que pro­
vienen de un hombre que ha pasado cincuenta años de fatigas entre la
humanidad. Parecen más bien lo que debería esperarse de esos grandes
arbitristas de la política que abrevian el camino que les conduce a los
grados128 del Estado y tienen una cierta seguridad interna iluminada y
fanática sobre todos los temas; basándose en cuyo crédito uno de sus
doctores ha considerado oportuno advertir, con gran aplauso y mayor
éxito, a la Asamblea que no debe escucharse a los viejos ni a las personas
que se valúan por su experiencia. Supongo que todos los ministros de
Estado tendrán que cualificarse y pasar esta prueba abjurando total­
mente los errores y herejías de la experiencia y la observación. Cada
cual tiene su propio gusto, pero creo que de no poder alcanzar la sabi­
duría, desearía, al menos, conservar algo de la dignidad seria y necesaria
a la edad. Esos señores se ocupan de la regeneración. Yo no sometería
mis fibras rígidas a sus procedimientos de regeneración ni por todo el
oro del mundo; ni comenzaría en mi edad crítica127 a entonar a gritos
sus nuevos acentos ni a tartamudear en mi segunda cuna los sonidos
elementales de su metafísica bárbara.128 Si isti mihi largiantur ut re-
puerascam, et in eorum cunis vagiam, valde recusem!1*9
126 Alude Burke a una disposición académica que permitía obtener los grados sm

seguir los cursos regulares. (T.)


por
127Sesenta y tres años. Una superstición extendida consideraba crítica esa edad

ser el producto de 7 X 9. (T.)


dimi­
128 Este ministro de la guerra ha abandonado posteriormente esa escuela y ha

tido su cargo.
129 Cicerón, De Senectute xxm, 83 (T.)
230 TEXTOS políticos: reflexiones
No puede ponerse de manifiesto la fatuidad de cada una de las
partes de este sistema pueril y pedantesco que denominan constitución,
sin descuidar la insuficiencia total y los males de cada una de las demás
partes con las que entra en contacto o que tienen con ella la más remota
relación. No se puede proponer ningún remedio a la incompetencia de
la corona sin exponer la debilidad de la Asamblea. No se puede delibe­
rar sobre la confusión del ejército del Estado sin poner de manifiesto
los peores desórdenes de las municipalidades armadas. La anarquía
militar pone al descubierto la civil y la anarquía civil revela la militar.
Desearía que todo el mundo leyera cuidadosamente el elocuente discurso
(pues tal es) de M. de la Tour du Pin. Atribuye la salvación de las
municipalidades a la buena conducta de algunas tropas. Esas tropas han
de proteger a la parte bien dispuesta de las municipalidades, que se
confiesa que es la más débil, frente al pillaje de la peor dispuesta, que
se confiesa que es la más fuerte. Pero las municipalidades actúan como
si tuvieran soberanía y mandarán a esas tropas que son necesarias para
su protección. No pueden sino mandarlas o adularlas. Por la necesidad
misma de su situación y por los poderes republicanos que se les han
concedido, las municipalidades tienen que ser —en relación con el
ejército— los amos, los sirvientes, o los confederados o hacer una mezcla
de las tres cosas, según las circunstancias. ¿Qué gobierno hay en ellas
que pueda coaccionar al ejército sino la municipalidad y a la munici­
palidad sino el ejército? Para conservar la concordia donde se ha ex­
tinguido la autoridad, la Asamblea intenta, arriesgándose a todas las
consecuencias, curar los desórdenes con los desórdenes mismos y espera
evitar una democracia puramente militar dándole un interés desen­
frenado en lo municipal.
Si los soldados llegasen a mezclarse en cualquier momento en los
clubes, cabildeos y confederaciones municipales, una atracción electiva
les llevaría hacia la parte más baja y desesperada. Tras ella irían sus
hábitos, sus afectos y sus simpatías. Las conspiraciones militares que
deben remediarse mediante las confederaciones cívicas; las municipa­
lidades rebeldes que van a hacerse obedientes cuando se les dote de
medios de seducir a los mismos ejércitos del Estado que tienen que
mantenerlas en orden; todas estas quimeras de una política monstruosa
y ominosa, tienen que agravar las confusiones de donde aquella ha
surgido. Tiene que correr la sangre. La falta de sentido común, puesta
de manifiesto en la construcción de sus fuerzas de todas las clases y de
sus autoridades civiles y judiciales hará que corra. Puede que los des­
órdenes se calmen en un sitio y en un momento determinados; pero
surgirán en otros, porque el mal es radical e intrínseco. Todos estos
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 231

planes de mezclar a los soldados sediciosos con los ciudadanos sediciosos


tienen que debilitar aún más la conexión militar de los soldados y
oficiales, a la vez que añadir audacia militar y sediciosa a los artesanos
y campesinos turbulentos. Para obtener un verdadero ejército el oficial
debería ocupar constantemente la atención del soldado; ser objeto cons­
tante de su respeto, obediencia y estimación. Parece que la principal
cualificación que han de tener los oficiales ha de ser la calma y la pa­
ciencia. Tienen que dirigir a sus tropas con artes de electorero. Tienen
que actuar como candidatos, no como comandantes. Pero como, aunque
sea por tales medios, el poder puede estar ocasionalmente en sus manos,
tiene una gran importancia cuál sea la autoridad que haya de nom­
brarles.
Qué hayáis de hacer finalmente, no se sabe aún, ni tiene mucha
importancia mientras continúe siendo la que hoy es la relación extraña
y contradictoria entre vuestro ejército y todas las partes de vuestra repú­
blica y mientras perdure la enmarañada relación de esas partes entre sí
y con el todo. Parecéis haber dado el nombramiento provisional de los
oficiales en primera instancia al rey, bajo reserva de la aprobación por
la Asamblea Nacional. Los hombres que persiguen la satisfacción de
un interés son extraordinariamente sagaces para descubrir la auténtica
residencia del poder. Tienen que percibir en seguida que quienes pueden
negarse indefinidamente a los nombramintos son los que en realidad
nombran. Los oficiales tendrán que considerar las intrigas de la Asam­
blea como el único camino seguro de ascenso. Sin embargo, en vuestra
nueva constitución tienen que comenzar por solicitar en la corte. Esa
doble negociación para ascender en las filas militares, me parece una
invención —adecuada como si no hubiese sido calculada para ninguna
otra finalidad— para promover luchas de facciones en la Asamblea
misma, en relación con este vasto patronato militar y para envenenar
después el cuerpo de oficiales con facciones cuya naturaleza será aún
más peligrosa para la seguridad del gobierno, cualquiera que sea la
base en que ésta descanse y que acabarán por destruir la eficacia del
ejército mismo. Aquellos oficiales que pierdan los ascensos concedidos
por la corona tienen que convertirse en una facción opuesta a la facción,
de la Asamblea que ha rechazado sus pretensiones y tiene que producir
en el corazón del ejército descontento contra los poderes gobernantes-
Por otra parte, aquellos oficiales que, llevados adelante por un interés;
de la Asamblea, se sientan en el mejor de los casos, segundos en la buenat
voluntad de la corona y primeros en la de la Asamblea, tienen que des­
preciar a una autoridad que no quiso áscenderlos ni pudo retrasar su
ascenso. Si para evitar esos males no tenéis más regla de mando ni de
232 TEXTOS políticos: reflexiones
ascenso que la antigüedad, tendréis un ejército formalista que se hará a
la vez más independiente y se convertirá cada vez más en una república
militar. No son ellos sino el rey quien es la máquina. Un rey no puede
ser depuesto por mitades. Si no es todo en el mando del ejército, no es
nada. ¿Qué utilidad tiene un poder colocado a la cabeza de un ejército
que no es para ese ejército motivo de temor ni de gratitud? Tal cero
no es apto para la administración de una materia delicada entre todas,
como lo es el mando supremo de los militares. Estos tienen que verse
obligados (y sus inclinaciones les llevan a lo que exigen sus necesidades)
por una autoridad verdadera, vigorosa, efectiva, decidida, personal. La
autoridad misma de la Asamblea sufre al pasar por un canal como el
que se ha escogido, que la debilita. El ejército no tributará por mucho
tiempo consideración a una Asamblea que actúa a través de un órgano
de falsas apariencias y palpable impostura. No obedecerá seriamente a
un prisionero. Despreciará a un monigote o tendrá piedad de un rey
cautivo. Si no estoy muy equivocado, esta relación de vuestro ejército
con la corona, creará un serio dilema en vuestra política.
Hay que considerar, además, si una Asamblea como la vuestra, aun
suponiendo que estuviera en posesión de otro tipo de órgano a través
del cual hubieran de pasar sus órdenes, puede ser adecuada para fomen­
tar la obediencia y disciplina de un ejército. Es sabido que hasta ahora
los ejércitos han tributado siempre una obediencia muy precaria e in­
cierta a cualquier senado o autoridad popular y menos la han de tributar
a una asamblea que, como la vuestra, va a tener sólo una continuidad
de dos años. Si los oficiales ven con perfecta sumisión y debida admi­
ración el dominio de los litigantes, tienen que perder totalmente la
disposición característica de los militares. Especialmente cuando se en­
cuentren con que tienen que hacer una nueva corte inacabable a esos
litigantes, cuya política militar y cuyo genio de mando (suponiendo que
tengan alguno) tiene que ser tan incierto como transitoria su duración.
Ante la debilidad de un tipo de autoridad y la fluctuación de todos, los
oficiales de un ejército continuarán durante algún tiempo siendo sedi­
ciosos y llenos de facciones hasta que algún general popular que conozca
el arte de conciliar a la soldadesca y que posea verdadero espíritu de
mando haga converger en su persona los ojos de todos. Los ejércitos
le obedecerán exclusivamente en consideración a su persona. No hay
otro modo de asegurar la obediencia militar en tal estado de cosas. En el
momento en que eso ocurra la persona que mande realmente ese ejército
será vuestro amo y señor; amo y señor de vuestro rey (esto es poca cosa);
amo y señor de vuestra Asamblea, dueño total de vuestra república.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 233

¿Cómo llegó la Asamblea a tener su actual poder sobre el ejército?


Principalmente impulsando a los soldados a desobedecer a sus oficiales.
Comenzó con una operación terrible. Tocó el punto central donde des­
cansan las partículas que componen los ejércitos. Destruyó el principio
de obediencia precisamente en el eslabón crítico, esencial, magno, exis­
tente entre el oficial y el soldado; justamente donde comienza la cadena
de la subordinación militar y del que depende la totalidad del sistema.
Se le dice al soldado que es un ciudadano y que tiene los Derechos del
Hombre y del Ciudadano. Uno de los derechos del hombre, le dicen, es
el de ser su propio gobernador y el de ser gobernado únicamente por
aquellos en quienes delega esa su autonomía. Es muy natural que piense
sobre todo en que debe tener facultad de elegir cuándo debe prestar el
grado más amplio de obediencia. Hará, pues, con toda probabilidad,
sistemáticamente lo que por el momento no hace más que de modo
ocasional, a saber, ejercitar por lo menos un veto negativo en la elección
de sus oficiales. Por el momento reconoce todo lo más a los oficiales
mientras éstos toleran todo y en consideración a esa buena conducta.
En realidad ha habido muchos casos de oficiales que han sido rechaza­
dos por su cuerpo. Aquí hay un segundo veto a la elección hecha por
el rey, veto tan eficaz por lo menos como el de la Asamblea. Los solda­
dos saben ya que se ha planteado en la Asamblea Nacional, y no ha
sido mal recibida, la cuestión de si deberían tener la elección directa de
sus oficiales o al menos de alguna proporción de ellos. Cuando tales
cosas se discuten, no es una suposición extravagante la de que se incli­
narán a la opinión que sea más favorable a sus pretensiones. No consen­
tirán en ser considerados como el ejército de un rey prisionero habiendo
en el país otro ejército con el que tiene que hacer fiestas y confederarse,
que va a ser considerado como el arma libre de una constitución libre.
Fijarán sus ojos en el otro ejército, más permanente. Quiero decir en el
municipal. Como ellos saben bien, ese cuerpo elige sus propios oficiales.
Es posible que no sean capaces de discernir el motivo de la distinción, en
virtud de la cual ellos no pueden elegir su propio marqués de Lafayette
(¿o cuál es ahora su nombre?). Si esta elección de comandante en jefe
■es parte de los Derechos del Hombre, ¿ por qué no va a serlo de los suyos ?
Ven jueces de paz electivos, jueces electivos, curas electivos, obispos elec­
tivos, municipalidades electivas y comandantes electivos del ejército pa­
risiense ¿por qué han de ser ellos los únicos excluidos? ¿pierden los
derechos del hombre por el hecho de que les pague el Estado? Forman
parte de esa nación y contribuyen a esa paga y, por otra parte ¿ no está
el rey, no está la Asamblea Nacional y todos los que la eligen, pagados
en forma semejante? En vez de perder todas esas personas sus derechos
234 TEXTOS políticos: reflexiones
por el hecho de recibir el sueldo, se dan cuenta de que esos sueldos se
pagan precisamente por el ejercicio de esos derechos. Se ha tenido buen
cuidado de poner en sus manos todas vuestras resoluciones, todas vues­
tras discusiones, todos vuestros debates, todas las obras de vuestros doc­
tores en religión y en política y ¿ esperáis que apliquen a su propia causa
únicamente aquella parte de vuestras doctrinas y ejemplos que os con­
viene a vosotros que apliquen?
En un gobierno como el vuestro, todo depende del ejército, porque
habéis destruido tenazmente todas las opiniones y prejuicios y —hasta el
punto en que los tenéis— todos los instintos que apoyan al gobierno.
Por consiguiente, en el momento en que surja una diferencia entre vues­
tra Asamblea Nacional y una parte cualquiera de la Nación, tenéis que
recurrir a la fuerza. No os queda otra cosa; mejor dicho, no os habéis
quedado con otra cosa. Véis por el informe de vuestro ministro de la
guerra que la distribución del ejército se hace en gran parte con vistas a
la coacción interna.130 Tenéis que gobernar por medio de un ejército y
habéis infundido en ese ejército, mediante el cual gobernáis, así como
en el cuerpo total de la Nación, principios que, pasado el tiempo, tienen
que convertiros en incapaces de utilizarlo de la manera que deseáis ha­
cerlo. ¿ Ordenará el rey a las tropas que actúen contra su pueblo después
de haber dicho al mundo —y esta afirmación resuena aún en nuestros
oídos— que las tropas no deben hacer fuego contra los ciudadanos ? Las
colonias afirman su derecho a una constitución independiente y a la
libertad de comercio. Tienen que ser sometidas por las tropas; ¿en qué
capítulo de vuestro código de los Derechos del Hombre puede leerse
que forma parte de esos Derechos del Hombre el tener su comercio mo­
nopolizado y restringido en provecho de otros? De la misma manera
que se levantan contra vosotros los hombres de las colonias se levantan
contra ellos los negros. ¡Otra vez tropas! ¡Matanzas, torturas, patíbulos!
¡Esos son vuestros Derechos del Hombre! ¡Esos los frutos de las decla­
raciones metafísicas hechas fanfarronamente y retractadas de modo ver­
gonzante! No hace muchos días que los granjeros de una de vuestras
provincias se negaron a pagar las rentas al propietario del suelo. A con­
secuencia de ello decretáis que los campesinos deben pagar todas las
rentas y derechos excepto los que habéis abolido como gravosos; y si se
niegan ordenáis al rey que envíe tropas contra ellos. Exponéis proposi­
ciones metafísicas de las que se infieren consecuencias universales y
tratáis entonces de limitar la lógica mediante el despotismo. Los líderes
del actual sistema les hablan de sus derechos, en cuanto hombres, a
tomar fortalezas, asesinar guardias, apoderarse de los reyes sin la menor
130 Courier François, 30 de julio de 1789 — Assembleé Nationale N? 210.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 235
apariencia de autoridad, ni siquiera la de la Asamblea, en tanto que la
Asamblea, en su calidad de cuerpo legislativo soberano estaba celebrando
sesiones en nombre de la Nación —y, sin embargo, esos mismos jefes
creen que pueden ordenar a las tropas que han actuado en esos mismos-
desórdenes, que salgan a coaccionar a quienes tienen que juzgar basán­
dose en los principios y siguiendo los ejemplos que la propia Asamblea
Nacional ha garantizado con su aprobación.
Los líderes enseñan al pueblo a aborrecer y rechazar todo feudalis­
mo como barbarie de la tiranía y le señalan después qué cantidad de
esa tiranía bárbara debe soportar con paciencia. Como son pródigos en
la iluminación por lo que respecta a los agravios, el pueblo les encuentra
demasiado parcos en lo que toca al remedio de esos agravios. Lo único
que sabe es que ciertas rentas y deberes personales que les habéis permi­
tido redimir (sin darles dinero para esa redención), no son nada en
comparación con las cargas para las que no habéis establecido ninguna
provisión. Saben que casi todo el sistema de propiedad territorial es, en
su origen, feudal; que deriva de la distribución de las posesiones de los-
propietarios originales, hecha por un conquistador bárbaro, entre sus
bárbaros instrumentos; y que los efectos más gravosos de la conquista
son, indiscutiblemente, las rentas territoriales de toda clase.
Con toda probabilidad los campesinos son descendientes de aque­
llos antiguos propietarios, romanos o galos. Pero si les fallan en cual­
quier punto los títulos basados en los principios de los juristas e historia­
dores, se retiran a la ciudadela de los Derechos del Hombre. Encuentran en
ella que los hombres son iguales y que la tierra, madre común de todos,
no debe ser monopolizada para fomentar el orgullo y el lujo de
ningún hombre, que no es, por naturaleza, mejor que ellos y que si no
trabaja para ganar su pan cotidiano, es peor. Encuentran que por las
leyes naturales el ocupante del suelo que lo ha domeñado es el verdadero
propietario; que no hay prescripción contra la naturaleza; y que los
acuerdos, caso de existir, hechos con los propietarios de la tierra durante
la época de esclavitud son únicamente efecto de la coacción y fuerza y
que cuando el pueblo volvió a entrar en posesión de los Derechos del
Hombre, esos acuerdos fueron anulados como cualquiera de las demás
cosas establecidas mientras prevaleció la vieja tiranía feudal y aristo­
crática. Os dirán que no ven ninguna diferencia entre un vago con som­
brero y escarapela nacional y un vago con cogulla y roquete. Si basáis
el título a percibir la renta en la sucesión y la prescripción, os dirán
—tomándolo del discurso de M. Camus, publicado por la Asamblea Na­
cional para su información— que las cosas que tienen un vicio de origen
no pueden valerse de la prescripción y que la fuerza es, por lo menos,,
236 TEXTOS políticos: reflexiones
tan mala como el fraude. En lo que hace al título por sucesión, os dirán
que la sucesión de quienes han cultivado el suelo es el auténtico árbol
genealógico de la propiedad y no unos pergaminos podridos y unas sus­
tituciones estúpidas; que los señores han gozado demasiado tiempo de
su usurpación y que si se concede a esos monjes laicos alguna pensión
de caridad, deben estar agradecidos a la bondad del verdadero propie­
tario, que tan generoso se muestra hacia quien ha pretendido sus propios
bienes, basándose en títulos falsos.
Cuando los campesinos os devuelven esa moneda de razones sofís­
ticas en la que habéis acuñado vuestra imagen y títulos, protestáis como
si fuese falsa y les decís que en el futuro pagaréis con guardias franceses,
dragones y húsares. Mantenéis para castigarlos la autoridad de segunda
mano de un rey que es únicamente un instrumento de destrucción, carente
de todo poder protector del pueblo o de su propia persona. A través
de él os parece que os haréis obedecer. Os contestan: Nos habéis ense­
ñado que no hay caballeros; y ¿cuál de vuestros principios nos ha
enseñado a inclinarnos ante reyes que no hemos elegido? Sabemos, sin
necesidad de vuestras enseñanzas, que las tierras fueron otorgadas para
apoyar las dignidades, los títulos y los cargos feudales. Si elimináis la
causa como gravosa ¿por qué ha de quedar el efecto que es mucho
más gravoso? Si no hay actualmente honores hereditarios, ni familias
distinguidas ¿"por qué se nos imponen contribuciones para mantener
lo que nos decís que no debería existir? Nos habéis enviado a nuestros
antiguos terratenientes aristocráticos que hoy no tienen otro carácter ni
título que el de recaudadores bajo vuestra autoridad. ¿Habéis tratado
de hacer que esos colectores de rentas sean respetables a nuestros ojos?
No. Nos los habéis enviado con sus armas a la funerala, sus escudos
rotos, borradas sus divisas; y desplumados, degradados y metamorfosea-
dos en esta forma tales bípedos implumes nos son desconocidos. Para
nosotros son extraños. No tienen ni siquiera los nombres de nuestros
antiguos señores. Puede que físicamente sean los mismos hombres aun­
que no estamos seguros de ello, dadas vuestras nuevas doctrinas filosó­
ficas acerca de la identidad personal. En todos los demás aspectos están
totalmente cambiados. No vemos por qué razón no tenemos un derecho
a negarles sus rentas, tan bueno como lo tenéis vosotros para abrogar
todos sus honores, títulos y distinciones. Nunca os habíamos encargado
de hacer eso y ello no es más que un ejemplo, entre muchos, de cómo
habéis asumido poderes que no os fueron delegados. Vemos a los bur­
gueses de París que por medio de sus clubes, su chusma amotinada y
sus guardias nacionales os dirigen a su placer y os imponen como ley
obligatoria para vosotros, lo que nos trasmitís bajo vuestra autoridad
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 237
como ley obligatoria para nosotros. Por intermedio vuestro, esos bur­
gueses disponen de las vidas y fortunas de todos nosotros. ¿Por qué no
habéis de atender a los deseos del campesino laborioso en relación con
nuestra renta —que nos afecta del modo más importante— en la misma
forma que lo hacéis con las demandas de esos burgueses insolentes res­
pecto a las distinciones y títulos de honor —que ni a ellos ni a nosotros
nos afectan en absoluto—? Nos parece que dedicáis más atención a sus
fantasías que a nuestras necesidades. ¿Figura entre los Derechos del
Hombre el de pagar tributo a sus iguales? Antes de que tomáseis esa
medida podíamos haber creído que no éramos perfectamente iguales.
Podíamos haber aceptado alguna posesión antigua, previa, habitual y
carente de significado, en favor de aquellos terratenientes; pero no
podemos concebir que hayáis hecho esa ley que les degrada con otro
propósito sino el de destruir todo el respeto que se les tiene. Nos habéis
prohibido que las tratemos con ninguna de las viejas formalidades de
respeto y ahora enviáis tropas para que empleen contra nosotros la
fuerza de sus sables y sus bayonetas con objeto de someternos por el
miedo y la fuerza, cuando no habéis podido tolerar que nos sometiéramos
a la autoridad clemente de la opinión.”
La base de alguno de estos argumentos es ridicula y absurda en oídos
racionales, pero para los políticos de la metafísica que han abierto escue­
las de sofismas y establecido instituciones que favorecen la anarquía, es
sólida y concluyente. Es indudable que, basándose meramente en con­
sideraciones jurídicas, los líderes de la Asamblea no habrían tenido el
más mínimo escrúpulo en abrogar las rentas juntamente con los títulos
y escudos familiares. Ello equivaldría a continuar el hilo de su razona­
miento y completar la analogía de su conducta. Pero han adquirido un
gran cuerpo de propiedad territorial, debido a las confiscaciones; tienen
esta mercancía en el mercado y el mercado se arruinaría totalmente caso
de permitir a los campesinos que se amotinasen basándose en las espe­
culaciones con que tan pródigamente se han intoxicado ellos. La única
seguridad de que goza la propiedad en cualquiera de sus clases, reside en
los intereses de su rapacidad respecto a alguna otra. No han dejado
nada sino su propio juicio arbitrario para determinar qué propiedad ha
de ser protegida y cuál subvertida.
Tampoco han dejado en pie ningún principio que pueda obligar a
la obediencia a ninguna de sus municipalidades, ni siquiera obligarlas
en conciencia a no separarse de la totalidad, haciéndose independientes
o uniéndose a algún otro Estado. Parece que el pueblo de Lyon se ha
negado últimamente a pagar impuestos. ¿Por qué habría de pagarlos?
¿Qué autoridad legítima queda en pie que pueda exigírselos? Algunos
238
textos políticos: reflexiones
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 239
de ellos los impuso el rey. Los antiguos Estados generales, metodizados
en órdenes, implantaron los más antiguos. Pueden, pues, decir a la Habiendo concluido estas observaciones respecto a la constitución [V. La
Hacienda
Asamblea ¿quiénes sois vosotros —que no sois nuestros reyes, ni los Es­ del poder supremo, el ejecutivo, el judicial, el militar, y la relación recí­ Pública]
tados que hemos elegido, ni estáis reunidos basándoos en los principios proca de todas estas instituciones, diré algo de la capacidad demostrada
con arreglo a los cuales os elegimos—? Y si vemos totalmente dadas de por vuestros legisladores en relación con los ingresos del Estado.
lado las gabelas que habéis ordenado que se paguen, y ratificado poste­ En sus actuaciones relativas a este problema aparecen —si ello fuera
riormente por vosotros el acto de desobediencia ¿por qué no hemos de posible— aún menos rasgos de juicio político y de habilidad financiera.
juzgar nosotros qué impuestos debemos pagar y cuáles no? y ¿por qué Cuando se reunieron los Estados generales parecía que su gran objetivo
no hemos de utilizar los mismos poderes cuya validez habéis aprobado era mejorar el sistema de ingresos, ampliar el modo de su recaudación,
en otras? La respuesta a este razonamiento es: “Enviaremos tropas.” limpiarle de lo que supusiera opresión y vejaciones y establecerlo sobre
La última razón de los reyes es siempre la primera de vuestra Asamblea. bases más sólidas. Muy altas fueron las esperanzas que respecto a este
Esta ayuda militar puede servir durante algún tiempo, mientras perdure extremo tuvo Europa. Era precisamente por la solución que se diera a
la impresión del aumento de paga y la adulación que supone la vanidad este gran problema por lo que Francia había de mantenerse o de caer; y
de ser árbitros en todas las disputas. Pero esta arma se quebrará en por ello se convirtió —a mi modo de ver con toda justicia— en prueba
breve, infiel a la mano que la emplea. La Asamblea mantiene una es­ para juzgar la capacidad y el patriotismo de quienes dirigían aquella
cuela donde sistemáticamente y con perseverancia inagotable enseña Asamblea. Los ingresos del Estado son el Estado. En efecto, todo de­
principios y formula reglas, destructoras de todo principio de subordi­ pende de ellos, tanto por lo que respecta a su sostenimiento como por
nación civil y militar y espera después mantener en obediencia sumisa a lo que toca a su reforma. La dignidad de cualquier profesión depende
un pueblo anárquico, mediante un ejército anárquico. totalmente de la cantidad y calidad de virtud que en ella pueda ejerci­
El ejército municipal que según su nueva política ha de servir de tarse. Como todas las grandes cualidades mentales que actúan en público
contrapeso al nacional, tienen considerado en sí mismo, una constitución y no son meramente pasivas y sufridas, requieren fuerza para poder des­
mucho más sencilla y mucho menos discutible en cada uno de sus aspec­ arrollarse y actuar, casi diría para su existencia inequívoca, los ingresos
tos. Es un mero cuerpo democrático, sin conexión con la corona ni con que son la fuente de todo poder, llegan a ser, en su administración,
el reino, armado, instruido y mandado, al arbitrio de los distritos a que per­ esfera de toda virtud activa. Siendo la virtud pública de naturaleza
tenecen los varios cuerpos; el servicio personal de los individuos que magnífica y espléndida, instituida para grandes cosas y adecuada a gran­
lo componen o la multa en lugar del servicio personal son dirigidos por des preocupaciones, requiere espacio y objetivo abundante y no puede
la misma autoridad.131 No hay nada más uniforme. Sin embargo, con­ crecer y extenderse confinada o en situaciones estrechas, mezquinas y sór­
siderado en cualquier respecto en relación con la corona, con la Asam­ didas. Sólo a través de los ingresos puede el cuerpo político actuar en
blea Nacional, con los tribunales públicos o con el otro ejército, o su verdadero genio y carácter y, por consiguiente, desplegará exacta­
considerado desde el punto de vista de una forma cualquiera de cohe­ mente tanta virtud colectiva y tanta virtud capaz de caracterizar a
rencia o conexión entre sus partes, resulta ser un monstruo y difícilmente quienes la mueven —y son, como si dijéramos su vida y principio rec­
dejarán sus movimientos indecisos de producir como resultado alguna tor— como ingresos justos posea. Porque no sólo derivan de aquí su
gran calamidad nacional. Como mantenedor de la constitución general alimento y el crecimiento de sus órganos, la magnanimidad, liberalidad,
es peor que la systasis de Creta o la confederación de Polonia o cualquier beneficencia, fortaleza y previsión y la protección tutelar a las bellas
otro correctivo mal ideado que se haya imaginado nunca para las nece­ artes, sino que la continencia, la abnegación, el trabajo, la vigilancia, la
sidades producidas por un sistema de gobierno mal realizado. frugalidad y cualquier otra cosa de aquellas en que la mente se muestra
por encima de los apetitos, no están en ningún sitio en un elemento más
131 Veo por la exposición de M. Necker que los guardias nacionales de París han adecuado que en la provisión y distribución de la riqueza pública. Por
recibido, además del dinero recaudado por su propia ciudad, unas 145.000 libras esterlinas consiguiente, la ciencia de las finanzas, tanto especulativa como práctica
del Tesoro Público. No veo claramente si esta cifra es un pago ya hecho en los nueve
—que tiene que tomar como ayudas tantas ramas auxiliares del conoci­
meses de su existencia o el cálculo de su importe anual. No tiene, en el fondo gran im­
portancia, ya que indudablemente pueden apoderarse de lo que les plazca. miento—, ocupa, no sin razón, un lugar muy alto en la estimación, no
sólo de los hombres vulgares, sino de los mejores y más sabios; y como
238
textos políticos: reflexiones
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 239
de ellos los impuso el rey. Los antiguos Estados generales, metodizados
en órdenes, implantaron los más antiguos. Pueden, pues, decir a la Habiendo concluido estas observaciones respecto a la constitución [V. La
Hacienda
Asamblea ¿quiénes sois vosotros —que no sois nuestros reyes, ni los Es­ del poder supremo, el ejecutivo, el judicial, el militar, y la relación recí­ Pública]
tados que hemos elegido, ni estáis reunidos basándoos en los principios proca de todas estas instituciones, diré algo de la capacidad demostrada
con arreglo a los cuales os elegimos—? Y si vemos totalmente dadas de por vuestros legisladores en relación con los ingresos del Estado.
lado las gabelas que habéis ordenado que se paguen, y ratificado poste­ En sus actuaciones relativas a este problema aparecen —si ello fuera
riormente por vosotros el acto de desobediencia ¿por qué no hemos de posible— aún menos rasgos de juicio político y de habilidad financiera.
juzgar nosotros qué impuestos debemos pagar y cuáles no? y ¿por qué Cuando se reunieron los Estados generales parecía que su gran objetivo
no hemos de utilizar los mismos poderes cuya validez habéis aprobado era mejorar el sistema de ingresos, ampliar el modo de su recaudación,
en otras? La respuesta a este razonamiento es: “Enviaremos tropas.” limpiarle de lo que supusiera opresión y vejaciones y establecerlo sobre
La última razón de los reyes es siempre la primera de vuestra Asamblea. bases más sólidas. Muy altas fueron las esperanzas que respecto a este
Esta ayuda militar puede servir durante algún tiempo, mientras perdure extremo tuvo Europa. Era precisamente por la solución que se diera a
la impresión del aumento de paga y la adulación que supone la vanidad este gran problema por lo que Francia había de mantenerse o de caer; y
de ser árbitros en todas las disputas. Pero esta arma se quebrará en por ello se convirtió —a mi modo de ver con toda justicia— en prueba
breve, infiel a la mano que la emplea. La Asamblea mantiene una es­ para juzgar la capacidad y el patriotismo de quienes dirigían aquella
cuela donde sistemáticamente y con perseverancia inagotable enseña Asamblea. Los ingresos del Estado son el Estado. En efecto, todo de­
principios y formula reglas, destructoras de todo principio de subordi­ pende de ellos, tanto por lo que respecta a su sostenimiento como por
nación civil y militar y espera después mantener en obediencia sumisa a lo que toca a su reforma. La dignidad de cualquier profesión depende
un pueblo anárquico, mediante un ejército anárquico. totalmente de la cantidad y calidad de virtud que en ella pueda ejerci­
El ejército municipal que según su nueva política ha de servir de tarse. Como todas las grandes cualidades mentales que actúan en público
contrapeso al nacional, tienen considerado en sí mismo, una constitución y no son meramente pasivas y sufridas, requieren fuerza para poder des­
mucho más sencilla y mucho menos discutible en cada uno de sus aspec­ arrollarse y actuar, casi diría para su existencia inequívoca, los ingresos
tos. Es un mero cuerpo democrático, sin conexión con la corona ni con que son la fuente de todo poder, llegan a ser, en su administración,
el reino, armado, instruido y mandado, al arbitrio de los distritos a que per­ esfera de toda virtud activa. Siendo la virtud pública de naturaleza
tenecen los varios cuerpos; el servicio personal de los individuos que magnífica y espléndida, instituida para grandes cosas y adecuada a gran­
lo componen o la multa en lugar del servicio personal son dirigidos por des preocupaciones, requiere espacio y objetivo abundante y no puede
la misma autoridad.131 No hay nada más uniforme. Sin embargo, con­ crecer y extenderse confinada o en situaciones estrechas, mezquinas y sór­
siderado en cualquier respecto en relación con la corona, con la Asam­ didas. Sólo a través de los ingresos puede el cuerpo político actuar en
blea Nacional, con los tribunales públicos o con el otro ejército, o su verdadero genio y carácter y, por consiguiente, desplegará exacta­
considerado desde el punto de vista de una forma cualquiera de cohe­ mente tanta virtud colectiva y tanta virtud capaz de caracterizar a
rencia o conexión entre sus partes, resulta ser un monstruo y difícilmente quienes la mueven —y son, como si dijéramos su vida y principio rec­
dejarán sus movimientos indecisos de producir como resultado alguna tor— como ingresos justos posea. Porque no sólo derivan de aquí su
gran calamidad nacional. Como mantenedor de la constitución general alimento y el crecimiento de sus órganos, la magnanimidad, liberalidad,
es peor que la systasis de Creta o la confederación de Polonia o cualquier beneficencia, fortaleza y previsión y la protección tutelar a las bellas
otro correctivo mal ideado que se haya imaginado nunca para las nece­ artes, sino que la continencia, la abnegación, el trabajo, la vigilancia, la
sidades producidas por un sistema de gobierno mal realizado. frugalidad y cualquier otra cosa de aquellas en que la mente se muestra
por encima de los apetitos, no están en ningún sitio en un elemento más
131 Veo por la exposición de M. Necker que los guardias nacionales de París han adecuado que en la provisión y distribución de la riqueza pública. Por
recibido, además del dinero recaudado por su propia ciudad, unas 145.000 libras esterlinas consiguiente, la ciencia de las finanzas, tanto especulativa como práctica
del Tesoro Público. No veo claramente si esta cifra es un pago ya hecho en los nueve
—que tiene que tomar como ayudas tantas ramas auxiliares del conoci­
meses de su existencia o el cálculo de su importe anual. No tiene, en el fondo gran im­
portancia, ya que indudablemente pueden apoderarse de lo que les plazca. miento—, ocupa, no sin razón, un lugar muy alto en la estimación, no
sólo de los hombres vulgares, sino de los mejores y más sabios; y como
240 TEXTOS políticos: reflexiones
esta ciencia se ha desarrollado con el progreso de su objeto, la prosperi­
dad y mejora de las naciones ha aumentado generalmente con el aumento
de sus beneficios; y continuará creciendo y floreciendo mientras lo que
se ha dejado para fortalecer el esfuerzo de los individuos y lo que se
recoge para los esfuerzos comunes del Estado conserven el debido equi­
librio y se mantengan en íntima correspondencia y comunicación. Y
acaso sea debido a la grandeza de los ingresos y a la urgencia de las
necesidades del Estado el hecho de que se descubran los viejos abusos
de la constitución de las finanzas y lleguen a ser comprendidas más
perfectamente su verdadera naturaleza y su teoría racional; de modo
que unos ingresos más pequeños pueden haber sido más desastrosos en un
determinado período, que otros mayores que puedan encontrarse en
otro, incluso permaneciendo idéntica la riqueza proporcional. En ese
estado de cosas, la Asamblea francesa encontró en sus ingresos algo que
mantener, asegurar y administrar prudentemente, a la vez que algo
que abrogar y que modificar. Aunque su presunción orgullosa pudiera
justificar que se les sometiera a las pruebas más severas, al juzgar de su
capacidad por su actuación financiera no voy a considerar más que lo
que es el deber obvio e inconcuso de un Ministro de Hacienda corriente
y juzgarles por ese patrón y no en comparación con modelos de perfec­
ción ideal.
Los objetivos del financiero son: asegurarse unos ingresos amplios;
imponerlos con juicio y equidad; emplearlos económicamente y, cuando
la necesidad le obligue a hacer uso del crédito, afirmar sus cimientos
para ese caso y para siempre, por la claridad y sinceridad de su modo de
proceder, la exactitud de sus cálculos y la solidez de sus fondos. Vamos
a ver, breve y claramente, los méritos y las capacidades desplegados por
la Asamblea Nacional en estos capítulos, ya que sus miembros decidieron
tomar sobre sí la dirección de tan ardua tarea. Lejos de conseguir ningún
aumento de ingresos, encuentro en un dictamen de M. Vernier, de la
Comisión de Hacienda, de fecha 2 de agosto pasado, que el volumen
de los ingresos nacionales comparado con lo que producían antes de la
revolución, se había reducido en la suma de doscientos millones, o sea
ocho millones de libras esterlinas de ingreso anual, considerablemente
más de la tercera parte de la totalidad.
Si este es el resultado de una gran capacidad, evidentemente nunca
se ha desplegado la capacidad en forma más conspicua ni con un efecto
tan poderoso. Ninguna locura corriente, ninguna vulgar incapacidad,
ninguna negligencia oficial ordinaria, incluso ningún crimen, corrup­
ción ni peculado oficial y difícilmente una hostilidad directa que haya­
mos podido ver en el mundo moderno ha podido producir en tan poco
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 24I

tiempo una quiebra tan completa de la hacienda y con ella de la fuerza


de un gran reino. Cedo qui vestram rempublicam tantam amisistis tam
cito?
En cuanto se reunió la Asamblea, sofistas y declamadores comenza­
ron a desacreditar el antiguo sistema de ingresos, en muchas de sus ramas
más esenciales, tales como el monopolio público de la sal. Le acusaron
con la misma verdad que falta de prudencia, de estar mal organizado,
ser opresor y parcial. No les bastó hacer esta observación en los discursos
preliminares de algún plan de reforma; lo declararon con una resolución
solemne, como si fuera una sentencia pública judicial, recaída sobre él
y dispersaron esta resolución por todo el territorio nacional. Cuando
aprobaron el decreto, ordenaron, con la misma gravedad, que se siguiera
pagando el impuesto absurdo, opresor y parcial hasta que se pudiese
encontrar una renta que lo reemplazase. La consecuencia fué inevitable.
Las provincias que habían estado siempre exentas de este monopolio de
la sal, algunas de las cuales pagaban otras contribuciones, acaso equiva­
lentes, no estaban, en absoluto, dispuestas a soportar parte alguna de la
carga que mediante una distribución igual había de redimir a las demás.
Por lo que hace a la Asamblea, ocupada como estaba en la Declaración
y violación de los Derechos del Hombre y con sus arreglos para promo­
ver la confusión general, no tuvo ocasión ni capacidad imaginativa, ni
autoridad para exigir ningún plan de ninguna especie, relativo a la
sustitución del impuesto o a su igualación ni a la compensación de las
provincias, ni imaginar ningún plan de acomodación con los demás dis­
tritos que debían ser aliviados de su carga.
El pueblo de las provincias que pagaban el impuesto declarado mal­
dito por la autoridad que había exigido su pago, agotó pronto su pacien­
cia. Se consideraba tan hábil como la Asamblea para demoler. Se consoló
sacudiéndose toda la carga. Animados por este ejemplo cada distrito o
parte de distrito, juzgando su propio agravio con arreglo a sus propios
sentimientos y de su remedio con arreglo a su opinión, hizo lo que le
pareció oportuno con los demás impuestos.
Vamos a mostrar inmediatamente como se han conducido en la
tarea de imaginar impuestos iguales, proporcionados a los medios de los
ciudadanos y con las menores probabilidades de pesar de modo excesivo
sobre el capital activo, empleado en la generación de esa riqueza privada
de donde tiene que derivar la fortuna pública. Tolerando que los diver­
sos distritos y los diversos individuos de cada distrito juzgasen acerca de
qué parte de la antigua renta podían dejar de pagar, se introdujo una
desigualdad mucho más opresora en vez de llegarse a mejores principios
de igualdad. Se regularon los pagos por la buena disposición. Las partes
242 TEXTOS políticos: reflexiones
del reino más sumisas, más ordenadas o más afectas a la comunidad,
soportaron la carga total del Estado. No hay nada que resulte más
opresor ni más injusto que un gobierno débil. ¿Que le quedaba a un
Estado sin autoridad para llenar todas las deficiencias en los viejos im­
puestos y las nuevas deficiencias de toda especie que habían de esperarse ?
La Asamblea Nacional pidió una aportación voluntaria de la cuarta
parte de los ingresos de cada ciudadano, dejando al honor de quienes lo
habían de pagar, el calcular su importe. Obtuvieron más de lo que
podía esperarse racionalmente, pero esa cantidad estaba muy lejos de
responder a las necesidades reales ni mucho menos a sus esperanzas op­
timistas. Gentes razonables habrían podido esperar poco de este impuesto
disfrazado de benevolencia, impuesto débil, ineficaz y desigual; impuesto
mediante el cual se fomentan el lujo, la avaricia y el egoísmo y se arroja
el peso impositivo sobre el capital productivo, la integridad, la genero­
sidad y el espíritu público, un impuesto que se regula por la virtud.
Finalmente se arroja la máscara y ahora están tratando (con poco éxito)
de exigir esa aportación por la fuerza.
Esta aportación, resultado de la debilidad, había de apoyarse en otro
recurso, hermano gemelo de la misma prolífica facultad. Las donacio­
nes patrióticas habían de enmendar el fracaso de las contribuciones pa­
trióticas. John Doe había de convertirse en fiador de Richard Roe.132
Mediante ese plan consiguieron cosas de mucho precio para el donante
y relativamente de poco valor para quien lo recibía. Arruinaron varias
industrias; pillaron los ornamentos de la corona, la plata de las iglesias
y los adornos del pueblo. La invención de estos juveniles aspirantes a
la libertad, no era en realidad, nada sino una imitación servil de uno de
los recursos más pobres empleados para dotar al despotismo. Han sacado
de la antigua ropavejería de Luis XIV una imponente peluca con que
cubrir la calvicie prematura de la Asamblea Nacional. Sacaron esta vieja
locura, ya pasada de moda, a pesar de que había sido criticada tan abun­
dantemente en las memorias del duque de Saint-Simon, caso de que
para hombres razonables se hubiera necesitado una argumentación
que demostrara su carácter perturbador y su insuficiencia. Si la memoria
no me es infiel, Luis XV intentó utilizar una invención del mismo
género, pero no le dió resultado. Sin embargo, las necesidades de las
guerras ruinosas constituían una excusa de proyectos desesperados. Las
deliberaciones en momentos de calamidad rara vez son inteligentes. Pero
aquí había ocasión de tomar disposiciones y providencias. Fué en 11^
132 John Doe y Richard Roe son los nombres que en la vieja jurisprudencia inglesa

corresponden al Aulus Agerius y el Numerius Negidius de la romana. Designan simbó­


licamente al demandante y al demandado. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 243
época de profunda paz, gozada ya desde hacía cinco años y que pro­
metía durar mucho más, cuando recurrieron a esa trivialidad desespera­
da. Era seguro que la Asamblea perdería más reputación entretenién­
dose en aquella situación tan seria con estas bagatelas y juguetes de las
finanzas —que han llenado la mitad de sus diarios— de la que podría
compensar con el pobre remedio temporal ofrecido por los ingresos que
se lograsen. Parece como si, quienes adoptaran tales proyectos ignorasen
totalmente las circunstancias o fueran hombres totalmente inadecuados
para resolver las necesidades a que trataban de hacer frente. Es evidente
que, cualquiera que sea la virtud que puedan tener esos intentos, ni los
donativos patrióticos ni las contribuciones patrióticas son expedientes a
los que pueda acudir de nuevo. Los recursos de la locura pública se
agotan con facilidad. La totalidad de su plan de ingresos consiste en
hacer que se produzca, mediante cualquier artificio, la apariencia de
que el depósito está lleno por el momento, a la vez que se cortan las
fuentes y manantiales del suministro constante. La exposición hecha
no hace mucho tiempo por M. Necker intentaba, indudablemente, ser
favorable. Da una impresión lisonjera de los medios de salir adelante el
año en curso; pero expresa, como era natural que lo hiciera, algunos
temores respecto al que había de seguir. La Asamblea, en vez de entrar
a estudiar las razones de ese temor, con objeto de evitar, mediante ia
adecuada previsión, el mal pronosticado, dió por boca de su presidente,
una especie de reprimenda amistosa a M. Necker.
Por lo que se refiere a otros planes impositivos, es imposible decir
nada seguro acerca de ellos, porque no han funcionado todavía; pero
nadie es tan ingenuo que imagine que puedan llenar una parte percep­
tible del amplio boquete que su incapacidad ha hecho en sus rentas. Por
el momento el estado de su tesoro se hunde cada día más y más y se
hincha a la vez más y más en una apariencia ficticia. Cuando tan poco
se encuentra hoy, dentro y fuera, como no sea papel —representante no
de la opulencia sino de la necesidad, criatura no del crédito sino de la
fuerza—, imaginan que el estado floreciente de Inglatera se debe a esos
billetes de banco, y no el papel moneda al estado floreciente de nuestro
comercio, la solidez de nuestro crédito y la exclusión total de la idea de
poder en cualquiera de las partes que intervienen en las transacciones.
Olvidan que en Inglaterra no se recibe un solo chelín de papel moneda
de cualquier clase que sea, más que libre y voluntariamente; que la
totalidad de aquél ha tenido su origen en metálico realmente depositado
y que es convertible, al arbitrio del poseedor, en cualquier momento y
sin la más pequeña pérdida, en dinero metálico. Nuestro papel tiene
valor en el comercio porque no lo tiene en derecho. Es poderoso en la
244 TEXTOS políticos: reflexiones
Bolsa porque es impotente en Westminster Hall. Un acreedor puede
negarse a recibir todo el papel emitido por el Banco de Inglaterra, en
pago de una deuda de veinte chelines. Tampoco hay entre nosotros un
solo valor público, de cualquier naturaleza que sea, que se imponga por
la autoridad. En resumen, podría fácilmente demostrarse que nuestro
papel moneda, en vez de aminorar el valor de la moneda real, tiende a
aumentarlo; en vez de ser un sustitutivo de la misma moneda, no hace
sino facilitar su entrada, su salida y su circulación; que es el símbolo de
la prosperidad y no el expediente del desastre. En este país la escasez
de moneda metálica y la exuberancia de papel no han constituido nunca
motivo de queja.
¡Bien! Pero una aminoración de gastos pródigos y la economía im­
plantada por la virtuosa y sapiente Asamblea imponen una serie de
correctivos a las pérdidas producidas por la aminoración de ingresos.
Al menos aquí han cumplido sus miembros con el deber de un finan­
ciero. ¿Han examinado quienes tal dicen los gastos de la misma Asam­
blea Nacional? ¿Los de las municipalidades? ¿Los de la ciudad de
París? ¿Los que supone el aumento de paga a los dos ejércitos? ¿Los
de la nueva policía? ¿Los de los nuevos tribunales? ¿Han examinado
siquiera cuidadosamente la actual lista de pensiones, comparándola con
la anterior? Esos políticos han sido crueles pero no económicos. Com­
parando los gastos del antiguo gobierno pródigo, habida cuenta de los
ingresos entonces existentes, con los gastos del nuevo sistema, en relación
con el resultado de la nueva tesorería, creo que el actual resultará incompa­
rablemente más oneroso/33
Quedan únicamente por considerar las pruebas de capacidad finan­
ciera ofrecidas por los actuales directores de la hacienda francesa cuando
han tenido que conseguir ingresos mediante el crédito. Aquí me en­
cuentro un poco confuso, porque hablando con propiedad, crédito no
133 El lector observará que no he tocado más que muy ligeramente (mi plan

no exigía nada más)- la situación de la hacienda francesa, en relación con las demandas
que se le hacen. De haber intentado hacer otra cosa, los materiales que tengo a
mano para tal tarea no son totalmente perfectos. Sobre este punto refiero al lector
a la obra de M. de Calonne y la terrible exposición que ha hecho de la destruc­
ción y devastación de la propiedad pública y de todos los negocios de Francia, produci­
das por las presuntuosas buenas intenciones de la ignorancia y la incapacidad. Tales cau­
sas producirán siempre los mismos efectos. Examinando con ojos estrictamente imparciales
esa exposición y deduciendo, acaso con demasiado rigor, todo lo que puede ser atribuido
en el informe de M. de Cólonne al despecho de un financiero que ha perdido su puesto
y cuyos enemigos pueden suponer que está tratando de sacar el mayor partido posible
para su causa, creo que se encontrará que la humanidad no había recibido hasta
ahora una lección más saludable respecto a las precauciones que deben tomarse contra
el espíritu osado de los innovadores que la que acaba de recibir a expensas de Francia.
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 245
tiene ninguno. El crédito del antiguo gobierno no era ciertamente el
mejor, pero siempre pudo conseguir —dentro de determinadas condi­
ciones— obtener dinero, no sólo en Francia, sino en la mayor parte de
los demás países de Europa donde había acumulado un excedente de
capital; y el crédito de aquel gobierno iba mejorando día a día. Hay
que suponer naturalmente, que la implantación de un sistema de liber­
tad habría de darle nueva fuerza y así habría ocurrido de haberse im­
plantado un sistema de libertad. ¿Qué ofertas ha recibido ese gobierno
de supuesta libertad, de Holanda, de Hamburgo, de Suiza, de Génova, de
Inglaterra, para una operación sobre su papel moneda? ¿Y por qué
habrían de entrar esas naciones de comercio y economía en tratos pecu­
niarios con un pueblo que intenta invertir la naturaleza misma de las
cosas, en el que se ve al deudor prescribiendo a punta de bayoneta al
acreedor cuál ha de ser el medio de su solvencia; que se deshace, una
tras otra, de todas sus obligaciones; que convierte su penuria misma en
recurso y paga sus intereses con sus harapos ?
Su confianza fanática en la omnipotencia del despojo de la iglesia
ha inducido a esos filósofos a olvidar todo cuidado de la propiedad
pública, de la misma manera que el sueño de la piedra filosofal hace
que los ingenuos descuiden, bajo el engaño más especioso del arte her­
mético, todos los medios racionales de mejorar sus fortunas. Con estos
financieros filosóficos, esta medicina universal hecha de momia de
iglesia, debe curar todos los males del Estado. Esos señores acaso no
creen demasiado en los milagros de la piedad, pero no puede negarse
que tienen una fe ciega en los prodigios del sacrilegio. ¿ Existe una
deuda que las apremia? Emiten assignats. ¿Hay que hacer compensa­
ciones o decretar medios de mantener a aquellos a quienes se les ha
robado la posesión de su cargo o a quienes se ha expulsado de su profe­
sión? Assignats. ¿Hay que equipar una flota? Assignats. Si dieciséis
millones de libras esterlinas de esos assignats impuestos al pueblo dejan
en el mismo estado de urgencia que antes las necesidades del Estado,
emitir —dice uno— treinta millones de libras esterlinas de asignats;
ochenta millones más de asignats —dice otro—. La única diferencia
existente entre sus facciones financieras consiste en la mayor o menor
cantidad de asignats que pretenden imponer al sufrimiento público. Son
todos ellos profesores de assignats. Incluso aquellos cuyo natural sentido
común y conocimiento del comercio, no perturbado por la filosofía,
aportan argumentos decisivos contra esta falacia, concluyen sus informes
proponiendo la emisión de assignats. Supongo que tienen que hablar de
assignats porque cualquier otro lenguaje no sería comprendido. Toda
la experiencia de su ineficacia no es bastante para descorazonarles en lo
246 TEXTOS políticos: reflexiones
más mínimo. ¿Están depreciados en el mercado los antiguo assignats?
¿Cuál es el remedio? Emitir nuevos assignats. Mais si maladia opinia-
tria, non vult se garire, quid illi facere? Asignare —postea assignare en—
suita assignare. La palabra está ligeramente cambiada.134 Puede que el
latín de vuestros actuales doctores sea mejor que el de vuestra antigua
comedia; pero su sabiduría y la variedad de sus recursos son las mismas.
No tienen en su canto más notas que el cuco; aunque lejos de la suavidad
de ese heraldo del verano y de la abundancia, su voz es tan dura y omi­
nosa como la del cuervo.
¿Quién sino los aventureros más desesperados de la filosofía y la
finanza pueden haber pensado en destruir los ingresos habituales del
Estado, única seguridad del crédito público, con la esperanza de recons­
truirlo con los materiales de la propiedad confiscada? Sin embargo, si
un celo excesivo por el Estado hubiera llevado a un prelado piadoso y
venerable135 padre de la Iglesia por anticipado138 a saquear a su propio
orden y aceptar después el puesto de gran financiero de la confiscación
y auditor general del sacrilegio, por el bien de la iglesia y del pueblo,
él y sus coadjutores estaban obligados, en mi opinión, a demostrar que
sabían algo acerca del cargo que habían asumido. Una vez que hubieran
resuelto destinar al Fisco una cierta proporción de la propiedad territo­
rial de su conquistado país, sólo dependía de ellos convertir su banco en
fondo real de crédito hasta donde tal banco era capaz de poderlo ser.
Establecer un crédito de circulación corriente sobre la base de un
banco territorial ha sido hasta ahora difícil en sumo grado en cualquier
circunstancia. Generalmente el intento ha concluido en bancarrota. Pero
cuando la Asamblea se vió llevada, por su desprecio a los principios mo­
rales, a desafiar los económicos, podía esperarse que para hacer tolerable
vuestro Banco Territorial se adoptaran todas las garantías de la franque­
za y la sinceridad en los títulos; todo lo que pudiera ayudar al restable­
cimiento de la demanda. Tomando las cosas desde el punto de vista
más favorable a ellas, vuestra situación era la de un hombre que tiene
una gran propiedad y desea disponer de ella para satisfacer una deuda
y subvenir a ciertas necesidades. No pudiendo venderla inmediatamente,
deseáis hipotecar. ¿Qué haría un hombre de buenas intenciones y de
entendimiento normalmente claro en tales circunstancias? ¿No debería
en primer término calcular el valor bruto de su propiedad; las cargas
de administración y disposición; los gravámenes perpetuos y temporales de
134 Parodia aquí Burke el latín macarrónico de "Le malade imaginaire" de Mo­

lière. (T.)
135 Alusión irónica a Talleyrand. (T.)

136 La Bruyère de Bossuet.


SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 247
toda especie que la afectan y, sacando después el beneficio neto, calcu­
lar el valor justo de la prenda? Una vez determinado claramente ese
exceso (única seguridad del acreedor), y después de entregarlo adecua­
damente en manos de gentes de fiar, indicaría cuales son las parcelas
que se han de poner a la venta y la época y condiciones de la misma;
después de esto admitiría que el acreedor público suscribiese su stoc\ de
este nuevo fondo, caso de escoger este camino, o podría recibir propo­
siciones para un assignat por parte de quienes le adelantasen dinero para
comprar este tipo de mercancía.
Eso sería actuar metódica y racionalmente como hombres de nego­
cios y sobre los únicos principios existentes de crédito, publico o privado.
La otra parte sabría exactamente lo que compraba y la única duda que
quedaría pendiente sería el temor de que pudiera reproducirse el despo­
jo (acaso con el suplemento de un castigo) esta vez de la garra sacrilega
de esos malvados execrables capaces de intervenir como compradores en
la subasta de los bienes de sus inocentes conciudadanos.
Para borrar en lo posible el estigma que ha acompañado hasta ahora
a toda especie de Banco Territorial era absolutamente necesario hacer
una declaración franca y exacta del valor claro de la propiedad, y del
tiempo, las circunstancias y el valor de la venta. En virtud de otro prin­
cipio, es decir, a causa de la promesa previamente dada, se hizo necesario
que su futuro crédito en una empresa peligrosa se hubiera de derivar de
su fidelidad al primer compromiso. Cuando finalmente se determinó
que el botín de la Iglesia era un recurso del Estado, se llegó el 14 de abril
de 1790 a una resolución solemne acerca de la materia, comprometién­
dose con el país a “que en el presupuesto de los gastos públicos de cada
año se introduzca una partida suficiente para el pago de los gastos de la
religión católica, apostólica romana, el sostenimiento de los ministros
del altar, la asistencia a los pobres, las pensiones a los eclesiásticos, tanto
seculares como regulares de uno y otro sexo, con objeto de que los bienes
y propiedades que están a disposición de la Nación puedan quedar exen­
tos de toda carga y ser empleados por los representantes o el cuerpo
legislativo para las exigencias mayores y más apremiantes del Estado”.
La Asamblea se comprometió el mismo día a que la suma necesaria para
el año 1791 fuese determinada inmediatamente.
En esta resolución se admite que es deber de la Asamblea mostrar
con claridad los gastos que se hacen en los objetos arriba mencionados, los
cuales se había comprometido en anteriores resoluciones a que fuesen
atendidos en primer lugar. Se admite que se debe mostrar la propiedad
neta y franca de toda carga y que se debe hacer esto inmediatamente. ¿ Se
ha hecho algo parecido, inmediatamente o en algún momento? ¿Se ha
248 textos políticos: reflexiones

dado nunca una lista de las rentas de las propiedades inmobiliarias o un


inventario de los efectos muebles que se han confiscado para garantía de los
assignats? Dejo a los admiradores ingleses de la Asamblea la tarea de
explicar de qué modo se pueden cumplir esos compromisos de destinar al
servicio público “una propiedad franca de toda carga” sin dar previa­
mente fe del valor de la propiedad y del monto de los gravámenes. Inme­
diatamente después de dar esa seguridad y antes de tomar ninguna medida
para hacerla buena, se emiten, sobre el crédito de una declaración tan
bonita, dieciséis millones de libras esterlinas de papel moneda. Esto era
viril. ¿Quién puede dudar de su capacidad financiera después de este
golpe magistral? Pero entonces, antes de hacer otra emisión de estas
indulgencias financieras ¿tuvieron, al menos, cuidado de hacer buena la
promesa original ? Si tal cuenta del valor de las propiedades o del monto
de las cargas se ha hecho efectivamente, ha escapado a mi conocimiento.
Nunca he oído hablar de ella.
Al menos han hablado en voz alta y han descubierto a plena luz su
abominable fraude, al retener las tierras de la iglesia como garantía de
cualesquiera deudas o servicios. Roban sólo para poder engañar; pero en
un plazo brevísimo destrozan las finalidades tanto del robo como del
fraude, al hacer —para otros fines— cuentas que hacen volar todo su
aparato de fuerza y de engaño. Debo a M. de Calonne su referencia al
documento que prueba este hecho extraordinario. Por alguna razón se
me había escapado. En realidad no era necesario hacer mi aserto de la
infidelidad a la declaración del 14 de abril de 1790. Resulta ahora de un
dictamen de su comisión, que la carga de sostener los establecimientos
eclesiásticos reducidos y otros gastos derivados de la religión y mantener
a los religiosos de ambos sexos, tanto a los que se conserva o como a los
pensionados y demás gastos concomitantes de naturaleza análoga que han
echado sobre sí mediante esta convulsión de la propiedad, exceden de la
renta de las propiedades adquiridas por ella en la enorme suma de dos
millones de libras esterlinas anuales, además de una deuda de siete millo­
nes. ¡ Estos son los poderes de cálculo de la impostura! ¡ Esta es la ciencia
financiera de la filosofía! ¡Ese el resultado de todos los engaños hechos
para llevar a un pueblo desgraciado a la rebelión, el asesinato y el sacri­
legio y hacerle instrumento pronto y celoso de la ruina de su país! Nunca
se ha enriquecido un Estado mediante la confiscación de los bienes de sus
ciudadanos. Este experimento ha tenido el mismo éxito que los demás.
Toda mente honrada, todo verdadero amante de la libertad y de la huma­
nidad, tiene que regocijarse al ver que la injusticia no es siempre una buena
política, ni la rapiña el camino real de la riqueza. Con mucho gusto añado
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 249
en una nota las observaciones inteligentes y bien razonadas que hace a
este respecto M. de Colonne.137
Con objeto de persuadir al mundo de que los recursos de la confis­
cación eclesiástica son inagotables, la Asamblea ha procedido a otras
confiscaciones de propiedades y cargos públicos, que no se hubiesen podi­
do hacer de ninguna manera de no haberse compensado con los resultados
de esta gran confiscación de propiedad territorial. Han arrojado sobre
este fondo que, una vez cubiertas todas las cargas había de mostrar un
superávit, otra carga nueva: a saber, la compensación de la totalidad de
la judicatura destituida y de todos los cargos y propiedades suprimidos,
carga que no puedo cifrar exactamente, pero que asciende indiscutible­
mente a muchos millones de moneda francesa. Otra de las nuevas cargas
es una anualidad de cuatrocientas ochenta mil libras esterlinas que habrá
que desembolsar (si se quiere hacer honor a la palabra empeñada) en
pago del interés de los primeros assignats. ¿Se ha tomado alguna vez la
Asamblea el trabajo de exponer francamente los gastos de la administra­
ción de las tierras de la Iglesia en manos de las municipalidades, a cuyo
cuidado, habilidad y diligencia y los de su legión de subagentes descono­
cidos, ha dejado la carga de las propiedades entregadas, cuyas consecuen­
cias ha puesto de manifiesto con tanta claridad el obispo de Nancy ?
Pero no es necesario detenerse más en estos capítulos de cargas ¿ Ha
aclarado la Asamblea el estado de la mayor de todas las cargas, quiero
decir la totalidad de los establecimientos generales y municipales de toda
especie, comparándola con las rentas regulares que producen? Cualquier
137 "Ce n’est point à VAssemblée entière que je m'adresse ici; je ne parle qu’à ceux

qui Végarent, en lui cachant sous des gazes séduisantes le but ou ils l’entraînent. C’est à
eux que je dis; votre objet, vous n’en disconviendrez pas, c’est d’ôter tout espoir au clergé,
et de consommer sa ruine. C’est là, en ne vous supçonnant d’aucune combination de
cupidité, d’aucun regard sur le jeu des e f f e t s publics, c’est-là ce qu’on doit croire que
vous avez en vue dans la térrible opération que vous proposez; c’est ce qui doit en être
ie fruit. Mais le peuple que vous y intéressez, quel avantage peut-il trouver? En vous
servant sans cesse de lui, que faites vous pour lui? Rien, absolument rien; et au contrarire,
vous faites ce qui ne conduit qu’à l’accabler de nouvelles charges. Vous avez rejeté, à son
préjudice, une o f f r e de 400 millions, dont l’acceptation pouvoit devenir un moyen de
soulagement en sa faveur; et à cette ressource, assi profitable que légitime, vous avez subs-
tituté une injustice ruineuse, qui de votre propre aveu, charge le trésor public et par
conséquant le peuple, d’un surcroit de dépense annuelle de 50 millions au moins et d’un
remboursement de 150 millions.
Malheureux peuple! Violà ce que vous vaut en dernier résultat l’expropriation de
l’Église et la dureté des decrets vexateurs du traitement des ministres d’une réligion
bienfaisante; et désormais ils seront à votre charge; leurs charités soulageoient les pauvres;
et vous allez être imposés pour subvenir à leur entretien!’’ De l’État de la France, p. 81.
V. también pp. 92 ss.
250 TEXTOS políticos: reflexiones
déficit en esta materia se convierte en una carga que pesa sobre la hacienda
confiscada antes de que el acreedor pueda plantar sus coles en un solo
acre de la propiedad de la Iglesia. No hay otro punto de apoyo, aparte
esta confiscación, para impedir que todo el Estado se derrumbe por los
suelos. En esta situación la Asamblea ha cubierto deliberadamente con
una espesa niebla todo lo que debería haber tratado de aclarar y entonces,
ciega ella misma, como los toros que cierran los ojos al embestir, obliga
a punta de bayoneta, a sus esclavos, no menos cegados que sus amos, a
tomar sus ficciones por valuta y a tragar píldoras de papel en dosis de
treinta y cuatro millones de libras esterlinas. Entonces descansa orgullo-
sámente en su pretensión de un crédito futuro, —pretensión basada en la
quiebra de todas sus compromisos anteriores— y en un momento en
que (de haber algo claro en la materia) es evidente que el excedente de
las propiedades no podrá nunca responder de la primera hipoteca, quiero
decir de los cuatrocientos millones (o dieciseis millones de libras esterli­
nas) de assignats. No puedo encontrar en todo este procedimiento ni el
sentido sólido del trato honrado, ni la destreza del fraude ingenioso. Las
objeciones hechas en el seno de la Asamblea para poner dique a esta inun­
dación de fraude, no han sido contestadas; han sido en cambio refutadas
por cien mil financieros de la calle. Estos son los números con arreglo a
los cuales computan los aritméticos metafísicos. Esos son los grandes
cálculos sobre los que se funda en Francia el crédito público filosófico. No
pueden producir ingresos, pero pueden producir motines. Que se rego­
cijen con los aplausos del club de Dundee, motivados por su sabiduría
y patriotismo al aplicar de este modo el bandidaje de los ciudadanos al
servicio del Estado. No conozco ningún mensaje análogo emanado de los
directores del Banco de Inglaterra, aunque su aprobación tendría en la
escala del crédito un poco más peso del que tiene la felicitación del
club de Dundee. Pero para hacer justicia a éste, creo que los señores que
lo componen son más inteligentes de lo que parece y que serán menos
liberales de su dinero138 que de sus mensajes y no darán una esquina de su
papel escocés por arrugado y roto que esté, a cambio de vuestras flamantes
assignats.
A principios de este año la Asamblea emitió papel hasta la cantidad
de dieciséis millones de libras esterlinas. ¿Cuál tiene que haber sido el
estado a que la Asamblea ha llevado vuestros asuntos, cuando el respiro
producido por tal cantidad ha sido apenas perceptible? Ese papel sufrió
una depreciación casi inmediata del 5%, que poco tiempo después llegó
alrededor del 7%. El efectivo de esos assignats sobre las rentas es ya nota­
ble. M. Necker se encontró con que los recaudadores de la renta que reci-
138 Los escoceses tienen tradicionalmente en Inglaterra, reputación de tacaños. (T.)
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 251
ben el dinero en moneda, pagan al Tesoro en assignats. Los recaudadores
consiguen un beneficio del 7% al recibir dinero y rendir cuentas pagando
en papel depreciado. No era muy difícil prever que ésto había de ser
inevitable. Pero no por ello deja de ser embarazoso. M. Necker se vió obli­
gado a comprar (creo que en el mercado de Londres en gran parte) oro y
plata para amonedar, que ascendió a doce mil libras por encima del valor
de la mercancía adquirida. Ese ministro pensaba que cualquiera que fue­
se su secreta virtud nutritiva, el Estado no podía vivir únicamente de
assignats; que era necesario algún dinero real, especialmente para satis­
facción de aquellos que teniendo el hierro en sus manos, no era probable
que se distinguiesen por su paciencia, cuando se dieran cuenta de que
aunque se les hacía un aumento de paga en dinero real se les retiraba con
la otra mano, al hacerles efectiva la paga en papel depreciado. Naturalmen­
te el afligido ministro apeló a la Asamblea para que ordenase a los recau­
dadores que entregasen en especie lo que en especie habían recibido. No
podia escapársele que si el tesoro pagaba el tres por ciento por utilizar una
moneda que había de volver a sus arcas empeorada en un 7%, con respecto
al momento en que el ministro la emitió, tal operación no podía tender a
enriquecer grandemente al pueblo. La Asamblea no tomó en cuenta su
recomendación. Se encontraba ante este dilema: si continuaba recibiendo
assignats, el dinero efectivo tenía que convertirse en algo desconocido
en la tesorería; si el Tesoro se negaba a recibir esos amuletos de papel o
los desprestigiaba de cualquier manera que fuera, tenía que destruir el
crédito de su único recurso. La Asamblea parece haber optado por dar
algún crédito a su papel, recibiéndolo; a la vez en los discursos pronun­
ciados en su seno se ha hecho una especie de declaración fanfarrona,
--algo que me parece estar por encima de la competencia legislativa—:
decir que no hay diferencia entre la moneda metálica y sus assignats. Esto
era artículo de fé ,bueno, sólido y comprobado, pronunciado bajo anatema
por los venerables padres de este sínodo filosófico. Credat quien quiera;
ciertamente no ]udaeus Apella.
En las mentes de nuestros líderes populares se suscita una noble indig­
nación al oir comparar la linterna mágica de su espectáculo financiero con
las representaciones fraudulentas de Mr. Law.139 No pueden soportar
que las arenas de su Mississippi se comparen con la roca de la iglesia sobre la
que ellos construyen. Convendría que reprimieran ese espíritu glorioso has­
ta que mostrasen al mundo qué parte de fundamento sólido hay en sus
assignats, que no haya sido ocupada previamente por otras cargas. Hacen
con ello una gran injusticia a ese gran fraude madre, al compararlo con
su imitación degenerada. No es cierto que Law construyese únicamente
139 principal figura del afjaire del Mississippi. (T.)
252 TEXTOS políticos: reflexiones
a base de una especulación relativa al Misisipi; añadió el comercio de
la India Oriental; añadió el comercio africano; añadió las rentas todas
de los impuestos de Francia. Todo eso junto no pudo indiscutiblemente
soportar la estructura que el entusiasmo público —y no él— decidió
construir sobre esas bases. Pero en comparación, estos eran engaños ge­
nerosos. Suponían y aspiraban a un aumento del comercio de Francia. Le
abrían de par en par los dos hemisferios. No pensaban en alimentar a
Francia con su propia substancia. Una gran imaginación encontraba en
ese vuelo del comercio algo cautivador. Era algo capaz de engañar el ojo
de un águila. No se hizo para engañar el olfato de un topo que, como
vosotros, zapa y se hunde en su madre tierra. Los hombres no estaban
■entonces totalmente alejados de sus dimensiones naturales por una filo­
sofía degradante y sórdida y no eran aptos para estos engaños bajos y
vulgares. Recordad, sobre todo, que al imponerse a la imaginación, quie­
nes administraban entonces el engaño, hacían un cumplido a la libertad
de los hombres. En su fraude no había mezcla de fuerza. Eso estaba reser­
vado para nuestra época, para extinguir los pequeños destellos de razón
que pudieran quebrar la oscuridad total de esta era ilustrada.
Recuerdo ahora que no he dicho nada de un plan financiero que se
puede alegar en favor de las capacidades de estos señores y que ha sido
presentado con gran pompa, aunque finalmente no adoptado en la Asam­
blea Nacional. Trae algo sólido en ayuda del crédito de la circulación de
papel y se ha dicho mucho acerca de su utilidad y su elegancia. Me refiero
al proyecto de acuñar como moneda las campanas de las iglesias suprimi­
das. En esto consiste su alquimia. Hay algunas locuras que hacen irrisorio
todo argumento; que sobrepasan el ridículo y que no suscitan en nosotros
más sentimiento que el desdén; por consiguiente no digo nada más acerca
de ello.
Igualmente poco digno de nota es cualquiera de sus proyectos y con-
trapoyectos sobre la circulación, hechos todos ellos para alejar el día ne­
fasto; el juego entre el Tesoro y la Caisse d’Escompte y todos esos viejos
y bien conocidos expedientes de fraude mercantil exaltados ahora al rango
de política de Estado. No se puede jugar con la renta. El parloteo acerca de
los Derechos del Hombre no se acepta en pago de una galleta o de una
libra de pólvora. Entonces los metafísicos descienden de sus especulacio­
nes aéreas y siguen fielmente ejemplos anteriores. ¿Qué ejemplos? Los
ejemplos dados por los quebrados. Pero derrotados, escarnecidos, en des­
gracia, cuando les abandonan su aliento, su fuerza, sus invenciones, sus
fantasías, sólo su confianza conserva el terreno. Pretenden encontrar
crédito para su benevolencia en el fracaso manifiesto de su capacidad.
Cuando la renta desaparece de sus manos, tienen la presunción de evaluar
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 253
poi sí mismos —en alguna de sus últimas deliberaciones—, el alivio pro-
proporcionado al pueblo. No han aliviado la situación del pueblo. Si te­
nían tal intención ¿por qué ordenaron que se pagasen los impuestos one­
rosos ? El pueblo se liberó solo, a pesar de la Asamblea.
Pero dejando aparte todas las discusiones acerca de qué partido pue­
da enorgullecerse del mérito de esta falaz ayuda ¿ha habido efectiva­
mente ayuda al pueblo en alguna forma? M. Bailly, uno de los grandes
agentes de la circulación de papel nos ilustra acerca de la naturaleza de
esta ayuda. Su discurso a la Asamblea Nacional contenía un elevado y com­
plicado panegírico de los habitantes de París por la constancia y reso­
lución inquebrantables con que han sufrido su miseria y su desgracia,
j Bello cuadro de felicidad pública! ¡ Cómo! ¿ Gran valor y firmeza mental
invencible para sufrir beneficios y obtener alivio? Cualquiera diría, le­
yendo el discurso del ilustrado alcalde de Paris, que los parisienses han
estado sufriendo durante los doce meses pasados la tensión de algún
terrible bloqueo; que Enrique IV ha estado cerrando las avenidas de
sus abastecimientos y Sully haciendo tronar su ordenanza a las puertas
de París, cuando en realidad no están sitiados por otros enemigos que su
propia locura e insensatez y su propia credulidad, y perversidad. Pero M.
Bailly derretirá el hielo eterno de sus regiones atlánticas [sic] antes
que restaurar el calor central de París, mientras continúen heridos por
“la maza fría, seca y petrificadora”140 de una filosofía falsa y carente de
sentimientos. Algún tiempo después de este discurso, a saber, el 13 del
pasado agosto, al hacer el mismo magistrado un resumen de su gobierno,
en la barra de la Asamblea Nacional, se expresó como sigue: “En el mes
de julio de 1789 —[el período de conmemoración eterna]— las finanzas de
la ciudad de París estaban aún en buen orden; los gastos equilibrados
con los ingresos y tenía en aquella época un millón (cuarenta mil libras
esterlinas) en el Banco. Los gastos—subsiguientes a la Revolución—, que
se ha visto obligada! a realizar, ascienden a dos millones quinientas mil
libras. De estos gastos y de la gran baja en el producto de las donaciones
libres, se ha seguido una falta de dinero no solo momentánea, sino total”.
Este es el París en cuya alimentación se han gastado en el curso del año
pasado esas inmensas sumas sacadas de todas partes de Francia. Mientras
París esté en la situación de la antigua Roma, será mantenido por las
provincias súbditas. Es un daño que acompaña inevitablemente al dominio
de las repúblicas democráticas soberanas. Como ocurrió en Roma, puede
sobrevivir a la dominación republicana que le dió origen. En ese caso
el despotismo mismo tendrá que someterse a los vicios de la populari­

140 El arma con que la muerte golpea el suelo en El Paraíso Perdido (X-293) (T.)
254 textos políticos: reflexiones

dad. Bajo los emperadores Roma unió los males de ambos sistemas y
esa combinación antinatural fué una de las grandes causas de su ruina.
Decir al pueblo que se alivia su suerte con la dilapidación de su
propiedad pública es una impostura cruel e insolente. Antes de envane­
cerse de la ayuda dada al pueblo al destruir su renta, los hombres de Es­
tado deberían haberse planteado cuidadosamente la solución de este
problema: Si es más ventajoso para el pueblo pagar considerablemente
y ganar en proporción o ganar poco o nada y verse libre de la carga de
toda contribución. Mi opinión está formada y decidida en favor de la
primera proposición. La experiencia está a mi lado y creo que la opinión
de los mejores también. Mantener un equilibrio entre el poder adquisitivo
del súbdito y las demandas estatales a que ha de responder es parte funda­
mental de la habilidad de un auténtico político. Los medios de adquirir
son anteriores en el tiempo y en el plan. El buen orden es el fundamento
de todas las cosas buenas. Sin ser servil, el pueblo tiene que ser dócil y
obediente para poder adquirir. El magistrado tiene que tener su reveren­
cia y las leyes su autoridad. El cuerpo del pueblo no tiene que ver desarrai­
gados artificialmente de su mente los principios de subordinación natu­
ral. Tiene que respetar la propiedad que no puede compartir. Tiene que
trabajar para conseguir lo que por el trabajo puede conseguirse, y cuando
encuentra, como ocurre corrientemente, que el éxito es desproporcionado
a los trabajos realizados para obtenerlo, hay que enseñarle que su con­
suelo está en las proporciones finales de la justicia eterna. Quienquiera
que le prive de este consuelo mata su industria y daña la raíz de toda
adquisición y toda conservación. Quien tal hace es el opresor cruel, el
enemigo implacable de los pobres y los desgraciados; a la vez que con sus
malvadas especulaciones expone al saqueo de los negligentes, los desilu­
sionados y los que que no han conseguido prosperar, los frutos de la
industria afortunada y las acumulaciones de la fortuna.
Hay entre los financieros de profesión demasiados que son incapaces
de ver en la renta otra cosa sino bancos y circulaciones y pensiones vita­
licias y tontinas y rentas perpetuas y todas las pequeñas mercancías de la
tienda. Tales cosas no deben ser despreciadas en un orden estatal estable,
ni debe tenerse en estimación trivial la habilidad en ellas desplegada. Son
buenas, pero buenas únicamente cuando suponen los efectos de ese orden
establecido y están construidas sobre él. Pero cuando los hombres creen
que esas maquinaciones mendicantes pueden proporcionar un recurso
contra los males que resultan de quebrantar los fundamentos del orden
público y hacer o tolerar la subversión de los principios de la propiedad,
dejarán en la ruina de su país un monumento meláncolico y duradero
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 255
de los efectos de una política absurda y de una sabiduría presuntuosa,
miope y de gran estrechez mental.

Los efectos de la incapacidad demostrada por los líderes populares [Conclusión\


en todos los problemas fundamentales de la comunidad han de cubrirse
con el “nombre omnirreparador”141 de libertad. En algunas gentes veo
mucha libertad; en muchas si no en la mayor parte, una servidumbre
opresora y degradante. Pero ¿qué es la libertad sin prudencia y sin vir­
tud? Es el mayor de todos los males posibles; porque es locura, vicio y
mentecatez, sin tutela ni freno. Quienes saben lo que es la libertad vir­
tuosa no pueden soportar el verla deshonrada por cabezas incapaces que
toman en sus bocas sus palabras altisonantes. No desprecio ciertamente
los sentimientos de libertad grandes y expansivos. Caldean el corazón;
engrandecen y liberalizan nuestra inteligencia; animan nuestro valor
en una época de conflictos. Viejo como soy, sigo leyendo con placer los
bellos raptos de entusiasmo de Lucano y Corneille. Tampoco condeno
totalmente los artificios e invenciones de la popularidad. Facilitan la
realización de muchas soluciones momentáneas; mantienen unido al
pueblo; refrescan la mente; e infunden alegría ocasional en el entre­
cejo severo de la libertad moral. Todo político debería hacer sacrificios
a las Gracias y unir la complacencia a la razón. Pero en una empresa
tal como la de Francia, todos estos sentimientos y artificios subsidiarios
son de poca utilidad. Hacer un gobierno no exige gran prudencia. For­
talézcase el asiento del poder, enseñese la obediencia y está hecho el traba­
jo. Dar libertad es aún más fácil. No es necesario guiar; únicamente
se requiere soltar las riendas. Pero formar un gobierno libre, es decir, tem­
plar conjuntamente esos elementos opuestos de libertad y coacción en
una obra congruente consigo misma, exige mucho pensamiento, pro­
funda reflexión y una mente sagaz, poderosa y capaz de combinar. Esto
es lo que no encuentro en quienes han asumido la dirección de la Asam­
blea Nacional. Acaso no estén tan miserablemenete faltos de estas cualida­
des como parece. Prefiero creerlo. Lo contrario les situará por debajo
del nivel medio de la inteligencia humana. Pero cuando los líderes pre­
fieren convertirse en licitadores de una subasta de popularidad, sus talen­
tos no sirven de nada para la construcción del Estado. Se convierten en
aduladores en vez de legisladores; instrumentos y no guías del pueblo.
Si alguno de ellos propone un plan de libertad, sobriamente limitada
y definida con las cualificaciones adecuadas, será sobrepujado inme-

141 “all-atoning name”. Es una cita de “Absalom and Achitophel”, de Dryden. (T.)
256 TEXTOS políticos: reflexiones
diatamente por sus competidores, que podrán presentar algo más es­
pléndidamente popular. Se sospechará de su fidelidad a la causa. Se
estigmatizará la moderación como virtud de los cobardes y el compro­
miso como prudencia de los traidores, hasta que, con la esperanza de
conservar el crédito que pueda servirle para templar y moderar en alguna
ocasión, el líder popular se vea obligado a tomar parte activa en la pro­
pagación de doctrinas y el establecimiento de poderes que destrozarán
posteriormente todo propósito sobrio al que pudiera haber aspirado en
último término.
Pero ¿no seré poco razonable al no ver en las infatigables tareas
de la Asamblea Nacional nada que merezca encomio? No niego que,
en medio de un número infinito de actos de violencia y locura puede
haber hecho algún bien. Quienes destruyen todo, eliminarán segura­
mente algún agravio. Quienes hacen todo nuevo tienen posibilidad de
implantar algo beneficioso. Para que se les pueda dar crédito por lo
que han hecho en virtud de la autoridad que han usurpado o poder
excusar los crímenes mediante los cuales han adquirido esa autoridad,
tiene que demostrarse que no se hubiesen podido realizar las mismas cosas
sin producir tal revolución. Con toda seguridad se podía; porque casi
todas las regulaciones que han hecho que no son dudosas, han consis­
tido en cesiones hechas voluntariamente por el rey en la reunión de
los Estados Generales o en las instrucciones concurrentes dadas a los
órdenes de los mismos. Se han abolido justamente algunos usos; pero
eran tales que si hubiesen continuado como estaban por toda la eternidad,
habrían quitado poco a la felicidad y prosperidad de cualquier Estado.
Las mejoras introducidas por la Asamblea Nacional son superficiales;
sus errores fundamentales.
Cualesquiera que sean, me parece mejor que mis compatriotas reco­
mienden a nuestros vecinos el ejemplo de la constitución británica que to­
mar la de ellos como modelo para mejorar la nuestra. En esta existe un
tesoro inestimable. No deja de tener algunos motivos de temor y queja;
pero no se deben a la constitución, sino a su propia conducta. Creo que
nuestra feliz situación se debe a nuestra constitución, pero a la totalidad de
ella y no a una parte aislada; se debe en gran medida tanto a lo que hemos
dejado subsistente en nuestras varias revisiones y reformas, como a lo
que hemos alterado o añadido. Nuestro pueblo encontrará suficiente
empleo para un espíritu verdaderamente patriótico, libre e independiente,
evitando que se viole la constitución que posee. No quiero con esto
excluir la posibilidad de hacer cambios; pero incluso cuando se hacen
cambios hay algo que conservar. Debe impulsarme un gran agravio para
proponer un remedio. En lo que hubiere de hacer trataría de seguir el
SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 257
ejemplo de nuestros antepasados. Prefiero hacer la reparación en un
estilo que sea lo más aproximado posible al del edificio. Entre los prin­
cipios directores de nuestros antepasados, aun en los casos de conducta
más decidida, figuraron siempre una precaución política, una circuns­
pección razonable y una timidez más bien moral que natural. No estan­
do iluminados con esa luz de la que, según nos dicen ellos mismos, han
conseguido una parte tan considerable esos caballeros de Francia, actua­
ron bajo una fuerte impresión de la ignorancia y de la falibilidad huma­
nas. Quien les había hecho falibles les recompensó por haber atendido
en su conducta a su naturaleza. Imitemos su precaución, si queremos
merecer su fortuna y conservar sus legados. Añadamos, si se quiere, pero
conservemos lo que nos han dejado y, apoyados en el suelo firme de la
constitución británica, contentémonos con admirar, sin intentar seguirles,
en sus vuelos desesperados, a los aeronautas de Francia.
Os he expuesto con toda franqueza mis sentimientos. Creo que no
es probable que alteren los vuestros. Sois joven; no podéis guiar, sino
que tenéis que seguir la fortuna de vuestro país. Pero posteriormente
pueden seros de alguna utilidad, en cualquier forma futura que pueda
tomar vuestra comunidad. En la actual, difícilmente podrá continuar;
pero antes de su solución final, puede verse obligada a pasar, como dice
uno de nuestros poetas142 “por grandes cambios de modo de ser descono­
cidos” y ser purificada en todas sus transmigraciones por el fuego y por
la sangre.
Aparte de una larga observación y mucha imparcialidad, tengo po­
cas cosas en apoyo de mis opiniones. Vienen de alguien que no ha sido
instrumento del poder ni adulador de la grandeza y que no quiere
desmentir en sus últimos actos el tenor general de su vida. Proceden de
un hombre cuya actividad pública ha sido casi en su totalidad una lucha
por la libertad de los demás; de un hombre cuyo pecho no se ha encen­
dido nunca en cólera duradera o vehemente, salvo contra lo que conside­
raba como tiranía y que suma a su parte en los intentos hechos por los
hombres buenos para desacreditar a la opresión opulenta, las horas que
ha empleado en vuestros asuntos; y que al hacerlo así está convencido
de no haberse apartado de su oficio usual. Vienen de un hombre que desea
muy poco los honores, las distinciones y los emolumentos y que no
los espera en absoluto; que no desprecia la fama y que no teme la
censura; que evita la disputa, aunque se arriesgue a dar una opinión;
que desea conservar la congruencia de sus acciones, pero que desea con­

142 Addison en su tragedia Cato, V. 1. (T.)


258 TEXTOS políticos: reflexiones
servarla, caso necesario, variando los medios para asegurar la unidad de
su fin; y que cuando el equilibrio del barco en el que navega puede estar
en peligro, por ser excesivo el peso que recae sobre un lado, está dis­
puesto a llevar el peso ligero de sus razonamientos al lado que pueda
necesitarlo para conservar aquél.
PENSAMIENTOS SOBRE LAS
CAUSAS DEL ACTUAL DESCONTENTO
(1770)

Fragmentos

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