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La acción personal del Espíritu Santo en los textos de san Pablo.

Fr. Juan Pablo Rodríguez Vargas, OFM.

A lo largo de la historia de la Iglesia la reflexión en torno al Espíritu Santo siempre planteó


numerosos problemas y dificultades, como, por ejemplo, la necesidad de un cotidiano
discernimiento de su acción en la vida de la naciente comunidad de los creyentes. Aun así, el
cristiano inevitablemente sintió la necesidad de verificar la presencia de este Espíritu en la
propia vida, y constatar el dinamismo que suscita su presencia. El apóstol san Pablo también
se siente parte de esta comunidad que se interpela y que desea ahondar en el conocimiento
de Dios, pero, sobre todo, en la fuerza vivificadora que lo impulsa de manera constante a la
predicación, al anuncio de la vida divina por medio de Jesucristo y su Evangelio.
Hace poco más de tres décadas, el Santo Padre Juan Pablo II, dirigiéndose a los peregrinos
en la audiencia general, quiso iluminar y hacer notar con su catequesis, la acción eficaz del
Espíritu Santo que se lleva a cabo de manera personal en el creyente basándose en las cartas
paulinas.
Inevitablemente, la primera expresión a destacar será la que corresponde a la inhabitación,
una idea que encontramos presente en la primera carta a los Corintios: “¿No saben que son
santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3, 16). De dicha afirmación
podemos suponer la presencia no solo del Espíritu Santo, en tanto que la vida divina en
nosotros no sólo es acción del Espíritu, sino de la Trinidad.1
La inhabitación trinitaria es una donación y una expresión perfecta de la comunión, no solo
en la vida de Dios, sino con todo aquel que es constituido templo suyo, por su medio, se
acrecienta el conocimiento y el amor.2 Dicha presencia es un hecho de naturaleza espiritual, un
misterio de gracia y de amor eterno, que precisamente por esto se atribuye al Espíritu Santo.3
Esta inhabitación del Espíritu se revela como una completa novedad para el creyente, algo que
supera a la persona, una donación superior al propio entendimiento que se encarna en todos
aquellos que acogen la vida nueva en Cristo. Ya en el siglo IV, san Cirilio de Jerusalén afirmaba:
“También a ti vendrá el Espíritu Santo, si tienes una piedad sincera”, casi parafraseando aquello que el
Señor Jesús dice en el Evangelio de Juan: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará
y vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn. 14,23).4

1 La acción personal del Espíritu Santo según las cartas de San Pablo, Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II,
Audiencia general del miércoles 10 de octubre de 1990, n. 1.
2 MATEO-SECO, L., Divino huésped del alma, Revista Scripta Theologica de la Universidad de Navarra,

nº 30 (1998) pág. 506.


3 La acción personal del Espíritu Santo según las cartas de San Pablo, Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II,

n. 2.
4 RUIZ JURADO, M., El Espíritu que habita en nuestras almas, Revista Proyección: Teología y mundo actual,

nº 39 (1963) pág. 304.


Solo a la luz de un misterio tan grande podemos comprender aquello que San Pablo afirmará en
la carta a los Romanos como una realidad de la vida cristiana, un impulso generado por la
inhabitación será la vida en el Espíritu: “Ustedes no están en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu
de Dios habita en ustedes” (Rm 8, 9). “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11).5
Esta presencia novedosa y santificadora en la vida del cristiano se propaga eficazmente por la
acción del Espíritu, permitiendo que bebamos como de una fuente de los frutos del misterio
pascual de Cristo que no son otra cosa que la vida en plenitud. No es posible, por tanto, andar
por los caminos del pecado y de las sombras, sino impulsados como Jesús, abierto a cumplir la
voluntad del Padre, voluntad que es la liberación y su designio de amor entrañable.
De los labios del mismo resucitado brota este don para la Iglesia, que es capaz de recordarnos
todo aquello que el Maestro ha enseñado, y en palabras de san Pablo, capaz de sondearlo y
conocerlo todo: “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10). “En efecto,
¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce
lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Co 2, 11).6
Nos encontramos frente al misterio insondable de un Espíritu que todo lo escruta, que todo lo
penetra, pero no con la finalidad de trasgredir la propia libertad que ha colocado en nosotros,
sino para enseñarnos la verdad, para permitirnos discernir con claridad aquello que de Él procede
y lo que no. Un Espíritu que se diferencia de otros espíritus que constantemente tensan la propia
vida y la radicalidad de la vida evangélica en el cristiano. El maestro de los gentiles es claro en
ello al afirmar que “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para
conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1 Co 2, 12).
Lo que Dios quiere, siempre es distinto a lo que nosotros humanamente podríamos llegar a
desear, lo que Dios quiere nos desconcierta, pero al final de cuentas, siempre será infinitamente
más hermoso, solo Dios es capaz de mostrarnos designios más sublimes y excelsos, lo que Pablo
denominará “una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para
gloria nuestra” (1 Co 2, 6-7).7
La triple misión de habitar, comunicar y escrutar que el Espíritu Santo desempeña en la propia vida
y en la vida de la Iglesia, le es reconocida en la obra del apóstol san Pablo, quizá porque el mismo
apóstol es testigo de la obra de Dios que se extiende poco a poco de manera inexplicable.

5 La acción personal del Espíritu Santo según las cartas de San Pablo, Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II,
n. 2.
6 La acción personal del Espíritu Santo según las cartas de San Pablo, Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II,

n. 3.
7
PHILIPPE, J., En la escuela del Espíritu Santo, ediciones RIALP, S.A., Madrid, 2006, pág. 19.
Una sola es la manera de explicar la fecundidad de la propagación del Evangelio de Jesucristo y
el artífice de ello es sin duda el Espíritu de Dios que todo lo vivifica, lo santifica, lo dinamiza por
medio de sus dones y sus carismas.

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