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Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

POSMODERNIDAD:

¿UNA SOCIEDAD TRANSPARENTE?1


Gianni Vattimo

Hoy día se habla mucho de posmodernidad; más aún, se habla tanto de ella que ha venido a ser casi
obligatorio guardar una distancia frente a este concepto, considerarlo una moda pasajera, declararlo
una vez más concepto «superado». Con todo, yo sostengo que el término posmoderno sigue teniendo
un sentido, y que este sentido está ligado al hecho de que la sociedad en que vivimos es una sociedad
de la comunicación generalizada, la sociedad de los medios de comunicación (“mass media”).

Ante todo, hablamos de posmoderno porque consideramos que, en algún aspecto suyo esencial, la
modernidad ha concluido. El sentido en que puede decirse que la modernidad ha concluido depende
de lo que se entienda por modernidad. Creo que, entre las muchas definiciones, hay una en la que
podemos llegar a un acuerdo: la modernidad es la época en la que el hecho de ser moderno viene a
ser un valor determinante. En italiano y en otras muchas lenguas, según creo, es todavía una ofensa
llamarle a uno «reaccionario», es decir, adherido a los valores del pasado, a la tradición, a formas
«superadas» de pensar. Más o menos, esta consideración «eulógica», elogiosa, del ser moderno es lo
que, a mi parecer, caracteriza toda la cultura moderna.

Esta actitud no es tan evidente desde fines del «Quattrocento» (fecha en que «oficialmente» se pone
el comienzo de la edad moderna), aun cuando desde entonces, por ejemplo, en la nueva manera de
considerar al artista como genio creador, gana terreno un culto cada vez más intenso por lo nuevo,
por lo original, que no existía en las épocas precedentes (en las que, al contrario, la imitación de los
modelos era un elemento de suma importancia). Con el paso de los siglos se hará cada vez más claro
que el culto por lo nuevo y por lo original en el arte se vincula a una perspectiva más general que,
como sucede en la época de la Ilustración, considera la historia humana como un proceso progresivo
de emancipación, como la realización cada vez más perfecta del hombre ideal. Si la historia tiene este
sentido progresivo, es evidente que tendrá más valor lo que es más «avanzado» en el camino hacia la
conclusión, lo que está más cerca del final del proceso. Ahora bien, para concebir la historia como
realización progresiva de la humanidad auténtica, se da una condición: que se la pueda ver como un
proceso unitario. Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso.

Pues bien, en la hipótesis que yo propongo, la modernidad deja de existir cuando –por múltiples
razones- desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria. Tal
concepción de la historia, en efecto, implicaba la existencia de un centro alrededor del cual se reúnen
y ordenan los acontecimientos. Nosotros concebimos la historia como ordenada en torno al año del
nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las vicisitudes de las
naciones situadas en la zona «central», del Occidente, que representa el lugar propio de la civilización,
fuera de la cual están los hombres primitivos, las naciones «en vías de desarrollo», etc. La filosofía
surgida entre los siglos XIX y XX ha criticado radicalmente la idea de historia unitaria y ha puesto de
manifiesto cabalmente el carácter ideológico de estas representaciones. Así, Walter Benjamin, en un
breve escrito del año 1938, sostenía que la historia concebida como un decurso unitario es una
representación del pasado construida por los grupos y las clases sociales dominantes. ¿Qué es, en
efecto, lo que se transmite del pasado? No todo lo que ha acontecido, sino sólo lo que parece
relevante. Por ejemplo, en la escuela aprendimos muchas fechas de batallas, tratados de paz, incluso

1
Texto perteneciente al libro En torno a la posmodernidad. G. Vattimo y otros. Barcelona: Anthropos, 2000.

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revoluciones; pero nunca nos contaron las transformaciones en el modo de alimentarse, en el modo
de vivir la sensualidad o cosas por el estilo. Y así, las cosas de que habla la historia son las vicisitudes
de la gente que cuenta, de los nobles, de los soberanos y de la burguesía cuando llega a ser clase
poderosa; en cambio, los pobres e incluso los aspectos de la vida que se consideraban «bajos» no
hacen historia...

Si se desarrollan observaciones como éstas (siguiendo un camino iniciado por Marx y por Nietzsche,
antes que por Benjamin), se llega a disolver la idea de historia entendida como decurso unitario. No
existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es
ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los
demás (como sería «la historia» que engloba la historia del arte, de la literatura, de las guerras, de la
sensualidad, etc.).

La crisis de la idea de la historia lleva consigo la crisis de la idea de progreso: si no hay un decurso
unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá ni siquiera sostener que avanzan hacia un fin, que
realizan un plan racional de mejora, de educación, de emancipación. Por lo demás, el fin que la
modernidad pensaba que dirigía el curso de los acontecimientos era también una representación
proyectada desde el punto de vista de un cierto ideal del hombre. Filósofos de la Ilustración, Hegel,
Marx, positivistas, historicistas de todo tipo pensaban más o menos todos ellos del mismo modo que
el sentido de la historia era la realización de la civilización, es decir, de la forma del hombre europeo
moderno. Como la historia se concibe unitariamente a partir sólo de un punto de vista determinado
que se pone en el centro (bien sea la venida de Cristo o el Sacro Romano Imperio, etc.), así también el
progreso se concibe sólo asumiendo como criterio un determinado ideal del hombre. Sin embargo,
habida cuenta que en la modernidad este ideal ha sido siempre el del hombre moderno europeo –
como diciendo: nosotros los europeos somos la mejor forma de humanidad-, todo el decurso de la
historia se ordena según se realice más o menos completamente este modelo supremo...

Teniendo todo esto en cuenta, se comprende también que la crisis actual de la concepción unitaria de
la historia, la consiguiente crisis de la idea de progreso y el ocaso de la modernidad no son solamente
acontecimientos determinados por transformaciones teóricas, por las críticas que el historicismo
decimonónico (idealista, positivista, marxista, etc.) ha padecido en el plano de las ideas. Ha sucedido
algo mucho mayor y muy distinto: los pueblos «primitivos», los así llamados, colonizados por los
europeos en nombre del buen derecho de la civilización «superior» y más desarrollada, se han
rebelado y han vuelto problemática de hecho una historia unitaria, centralizada. El ideal europeo de
humanidad se ha manifestado como un ideal más entre otros muchos, no necesariamente peor, pero
que no puede pretender, sin violencia, el derecho de ser la esencia verdadera del hombre, de todo
hombre...

Juntamente con el final del colonialismo y del imperialismo ha habido otro gran factor decisivo para
disolver la idea de historia y acabar con la modernidad: a saber, la irrupción de la sociedad de la
comunicación. Llegamos así al segundo punto de esta conferencia, el que se refiere a la «sociedad
transparente». Como se habrá observado, la expresión «sociedad transparente» aparece ya en el título
con un signo de interrogación. Lo que trato de defender es lo siguiente: a) que en el nacimiento de
una sociedad posmoderna desempeñan un papel determinante los medios de comunicación; b) que
esos medios caracterizan a esta sociedad no como una sociedad más «transparente», más consciente
de sí, más «ilustrada», sino como una sociedad más compleja, incluso caótica, y, por último, c) que
precisamente en este relativo «caos» residen nuestras esperanzas de emancipación. Ante todo: la
imposibilidad de concebir la historia como un decurso unitario, imposibilidad que, según la tesis aquí
defendida, da lugar al ocaso de la modernidad, no surge solamente de la crisis del colonialismo y del

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imperialismo europeo: es también, y quizás en mayor medida, el resultado de la irrupción de los


medios de comunicación social. Estos medios -prensa, radio/televisión, en general todo aquello que
en italiano se llama «telemática»- han sido la causa determinante de la disolución de los “puntos de
vista centrales” (lo que un filósofo francés, Jean Francois Lyotard, llama los grandes relatos). Este efecto
de los medios de comunicación es exactamente el reverso de la imagen que se hacía de ellos todavía
un filósofo como Theodor Adorno. Apoyado en su experiencia de vida en Estados Unidos durante

la segunda guerra mundial, Adorno, en obras como Dialéctica de la Ilustración, preveía que la radio
(más tarde también la televisión) tendría el efecto de producir una homologación general de la
sociedad, haciendo posible e incluso favoreciendo, por una especie de tendencia demoníaca interna,
la formación de dictaduras y gobiernos totalitarios capaces -como el «Gran Hermano» de George
Orwell en 1984- de ejercer un control exhaustivo sobre los ciudadanos por medio de una distribución
de slogans publicitarios, propaganda (comercial no menos que política), concepciones estereotipadas
del mundo... Pero lo que de hecho ha acontecido, a pesar de todos los esfuerzos de los monopolios y
de las grandes centrales capitalistas, ha sido más bien que radio, televisión, prensa han venido a ser
elementos de una explosión y multiplicación general de Weltanschauungen, de concepciones del
mundo.

En los Estados Unidos de los últimos decenios han tomado la palabra minorías de todas clases, se han
presentado a la palestra de la opinión pública culturas y sub-culturas de toda índole. Se puede objetar
ciertamente que a esta toma de la palabra no ha correspondido una verdadera emancipación política
-el poder económico está todavía en manos del gran capital, etc. Puede ser, no quiero alargar aquí
demasiado la discusión sobre esa materia. Pero el hecho es que la lógica misma del «mercado» de la
información postula una ampliación continua de este mercado y exige en consecuencia que “todo”,
en cierto modo, venga a ser objeto de comunicación... Esta multiplicación vertiginosa de las
comunicaciones, este número creciente de sub-culturas que toman la palabra, es el efecto más
evidente de los medios de comunicación y es a su vez el hecho que, enlazado con el ocaso o, al menos,
la transformación radical del imperialismo europeo, determina el paso de nuestra sociedad a la
posmodernidad. El Occidente vive una situación explosiva, una pluralización irresistible no sólo en
comparación con otros universos culturales (el “tercer mundo”, por ejemplo) sino también en su fuero
interno. Tal situación hace imposible concebir el mundo de la historia según puntos de vista unitarios.

La sociedad de los medios de comunicación, precisamente por estas razones, es lo más opuesto a una
sociedad más ilustrada, más “educada”; los medios de comunicación, que en teoría hacen posible una
información “en tiempo real” de todo lo que acontece en el mundo, podrían parecer en realidad como
una especie de realización práctica del Espíritu Absoluto de Hegel, es decir, una autoconciencia
perfecta de toda la humanidad, la coincidencia entre lo que acontece, la historia, y la conciencia del
hombre. Mirándolo bien, críticos de inspiración hegeliana y marxista, como Adorno, razonan pensando
cabalmente en este modelo y fundamentan su pesimismo en el hecho de que tal modelo (por culpa,
en el fondo, del mercado) no se realiza como pudiera, o se realiza de un modo pervertido y
caricaturesco (como en el mundo homologado, quizás incluso “feliz” a causa de la manipulación de
los deseos, y dominado por el “Gran Hermano”). Pero la liberación de todas esas múltiples culturas y
Weltanschauungen, hecha posible por los medios de comunicación, ha olvidado precisamente el ideal
de una sociedad transparente: ¿qué sentido tendría la libertad de información, aunque no fuera más
que la existencia de más canales de radio y de televisión, en un mundo en que la norma fuese la
reproducción exacta de la realidad, la perfecta objetividad, la identificación total del mapa con el
territorio? De hecho, intensificar las posibilidades de información acerca de la realidad en sus más
variados aspectos hace siempre menos concebible la idea misma de una realidad. Si tenemos una idea
de la realidad, no puede entenderse ésta como el dato objetivo que está por debajo o más allá de las

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imágenes que de ella nos dan los medios de comunicación. ¿Cómo y dónde podremos alcanzar tal
realidad “en sí misma”? La realidad, para nosotros, es más bien el resultado de cruzarse y
“contaminarse” las múltiples imágenes, interpretaciones, re-construcciones que distribuyen los medios
de comunicación en competencia mutua y, desde luego, sin coordinación “central” alguna.

A modo de conclusión provisional, estoy tratando de proponer una tesis que puede enunciarse así: en
la sociedad de los medios de comunicación, en lugar de un ideal de emancipación modelado sobre el
despliegue total de la auto conciencia, sobre la conciencia perfecta de quien sabe cómo están las
cosas, se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación,
la pluralidad y, en definitiva, la erosión del mismo “principio de realidad”. Toda la importancia de las
enseñanzas filosóficas de autores como Nietzsche o Heidegger está aquí, en el hecho de que estos
autores nos ofrecen los instrumentos para comprender el sentido emancipante del final de la
modernidad y de su idea de historia. Nietzsche, en efecto, ha demostrado que la imagen de una
realidad ordenada racionalmente sobre la base de un principio central (tal es la imagen que la
metafísica se ha hecho siempre del mundo) es sólo un mito «asegurador» propio de una humanidad
todavía primitiva y bárbara: la metafísica es todavía un modo violento de reaccionar ante una situación
de peligro y de violencia; trata, en efecto, de adueñarse de la realidad con un “golpe sorpresa”,
echando mano (o haciéndose la ilusión de echar mano) del principio primero del que depende todo
(y asegurándose por tanto ilusoriamente el dominio de los acontecimientos...). Heidegger, siguiendo
en esta línea de Nietzsche, ha demostrado que concebir el ser como un principio fundamental y la
realidad como un sistema racional de causas y efectos no es sino un modo de hacer extensivo a todo
el ser el modelo de objetividad «científica», de una mentalidad que, para poder dominar y organizar
rigurosamente todas las cosas, las tiene que reducir al nivel de puras apariencias mensurables,
manipulables, sustituibles, reduciendo finalmente a este nivel incluso al hombre mismo, su
interioridad, su historicidad...

Por consiguiente, si con la multiplicación de las imágenes del mundo perdemos el «sentido de la
realidad», como se dice, no es en fin de cuentas una gran pérdida. Por una especie de perversión de
la lógica interna, el mundo de los objetos mensurables y manipulables por la ciencia técnica (el mundo
de lo real, según la metafísica) ha venido a ser el mundo de las mercaderías, de las imágenes, el mundo
fantasmagórico de los medios de comunicación ¿Tendremos que contraponer a este mundo la
nostalgia de una realidad sólida, unitaria, estable y «autorizada»? Semejante nostalgia corre el peligro
de transformarse continuamente en una actitud neurótica, en el esfuerzo por reconstruir el mundo de
nuestra infancia, donde la autoridad familiar era a la vez amenazante y aseguradora...

Pero, ¿en qué consiste más específicamente el posible alcance emancipador, liberador, de la pérdida
del sentido de la realidad, de la verdadera y propia erosión del principio de realidad en el mundo de
los medios de comunicación? Aquí, la emancipación consiste más bien en el desarraigo (dépaysement)
que es también, y al mismo tiempo, liberación de las diferencias, de los elementos locales, de lo que
podríamos llamar en síntesis el dialecto. Una vez desaparecida la idea de una racionalidad central de
la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla como una multiplicidad de racionalidades
«locales» -minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas (como los punk, por ejemplo)-,
que toman la palabra y dejan de ser finalmente acallados y reprimidos por la idea de que sólo existe
una forma de humanidad verdadera digna de realizarse, con menoscabo de todas las peculiaridades,
de todas las individualidades limitadas, efímeras, contingentes. Dicho sea de paso, este proceso de
liberación de las diferencias no es necesariamente el abandono de toda regla, la manifestación
irracional de la espontaneidad: también los dialectos tienen una gramática y una sintaxis, más aún, no
descubren la propia gramática hasta que adquieren dignidad y visibilidad. La liberación de las
diversidades es un acto por el cual éstas «toman la palabra», se presentan, es decir, se «ponen en

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forma» de manera que pueden hacerse reconocer; algo totalmente distinto de una manifestación
irracional de la espontaneidad.

El efecto emancipante de la liberación de las racionalidades locales no es, sin embargo, solamente
garantizar a cada uno una posibilidad más completa de reconocimiento y de «autenticidad»; como si
la emancipación consistiese en manifestar finalmente lo que cada uno es «de verdad»: negro, mujer,
homosexual, protestante, etc. La causa emancipante de la liberación de las diferencias y de los
«dialectos» consiste más bien en el compendioso efecto de desarraigo que acompaña al primer efecto
de identificación. Si, en fin, de cuentas, hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también
consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre otros muchos. Si
profeso mi sistema de valores -religiosos, estéticos, políticos, étnicos- en este mundo de culturas
plurales, tendré también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos
estos sistemas, comenzando por el mío. Es lo que Nietzsche, en una página de la Gaia Ciencia, llama
«continuar soñando sabiendo que estoy soñando». ¿Es posible algo por el estilo? La esencia de lo que
Nietzsche llamó el «superhombre», el Ubermensch, está aquí plenamente; y es el cometido que él
asigna a la humanidad del futuro, precisamente en el mundo de la comunicación intensificada.

Un ejemplo de lo que significa el efecto emancipante de la «confusión» de los dialectos se puede


encontrar en la descripción de la experiencia estética que da Wilhelm Dilthey. Dilthey piensa que el
encuentro con la obra de arte (como, por lo demás, el mismo conocimiento de la historia) es un modo
de hacer experiencia, con la imaginación, de otras formas de existencia, de otros modos de vida
diversos de aquél en el que de hecho nos deslizamos en nuestra vida concreta de cada día. Cada uno
de nosotros, a medida que vamos madurando, restringimos los propios horizontes de la vida, nos
especializamos, nos cerramos dentro de una esfera determinada de afectos, intereses, conocimientos.
La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, mostrándonos así también la
contingencia, relatividad, finitud del mundo dentro del cual estamos encerrados.

En la sociedad de la comunicación generalizada y de la pluralidad de culturas, el encuentro con otros


mundos y formas de vida es quizás menos imaginario de lo que era para Dilthey: las «otras»
posibilidades de existencia se llevan a efecto bajo nuestros ojos, son aquéllas que están representadas
por los múltiples «dialectos», y también por los universos culturales que nos hacen accesibles la
antropología y la etnología. Vivir en este mundo múltiple significa hacer experiencia de la libertad
entendida como oscilación continua entre pertenencia y desasimiento.

Se trata de una libertad problemática, no sólo porque este efecto de los medios no está garantizado,
es solamente una posibilidad que se ha de reconocer y cultivar (los medios pueden también ser,
siempre, la voz del «Gran Hermano»; o de la banalidad estereotipada, del vacío de significado...); sino
también porque nosotros mismos no sabemos todavía

demasiado bien qué fisonomía tiene -nos cuesta trabajo concebir esta oscilación como libertad: la
nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la vez, aseguradores sigue todavía arraigada
en nosotros como individuos y como sociedad. Filósofos nihilistas como Nietzsche o Heidegger,
mostrándonos que el ser no coincide necesariamente con lo que es estable, fijo, permanente, que
tiene algo que ver más bien con el acontecimiento, el consenso, el diálogo, la interpretación, se
esfuerzan por hacernos capaces de captar esta experiencia de oscilación del mundo posmoderno
como oportunidad de un nuevo modo de ser (quizás: por fin) humanos.

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LA POSMODERNIDAD:

NUEVO RÉGIMEN DE VERDAD, VIOLENCIA METAFÍSICA Y FIN DE LOS METARRELATOS

Adolfo Vásquez Rocca1

1. De la destotalización del mundo a la obsesión epistemológica por los fragmentos.

Lo que se denomina "posmodernidad" aparece como una conjunción ecléctica de teorías. Esa amalgama va desde algunos
planteamientos nietzscheanos e instintivistas hasta conceptos tomados del Pragmatismo anglosajón hasta pasar por retazos
terminológicos heideggerianos, nietszcheanos y existencialistas. Se trata, pues, de un tipo de pensamiento en el que caben
temáticas dispersas y, a menudo, conjuntadas sin un hilo teórico claro.
La posmodernidad no es una época que se halle después de la modernidad como etapa de la historia. El “post” de la
posmodernidad, a juicio de Gianni Vattimo2, es “espacial” antes que “temporal”. Esto quiere decir que estamos sobre la
modernidad. La Posmodernidad no es un tiempo concreto ni de la historia ni del pensamiento, sino que es una condición
humana determinada, como insinúa Lyotard en La condición postmoderna 3.
El término posmodernidad nace en el domino del arte y es introducido en el campo filosófico hace tres décadas por Jean
Lyotard con su trabajo La condición postmoderna4.
Jean-Francois Lyotard explica la Condición postmoderna de nuestra cultura como una emancipación de la razón y de la
libertad de la influencia ejercida por los “grandes relatos”, los cuales, siendo totalitarios, resultaban nocivos para el ser
humano porque buscaban una homogeneización que elimina toda diversidad y pluralidad: “Por eso, la Posmodernidad se
presenta como una reivindicación de lo individual y local frente a lo universal. La fragmentación, la babelización, no es ya
considerada un mal sino un estado positivo” porque “permite la liberación del individuo, quien, despojado de las ilusiones
de las utopías centradas en la lucha por un futuro utópico, puede vivir libremente y gozar el presente siguiendo sus
inclinaciones y sus gustos”.
La posmodernidad, dice Lyotard, es una edad de la cultura. Es la era del conocimiento y la información, los cuales se
constituyen en medios de poder; época de desencanto y declinación de los ideales modernos; es el fin, la muerte anunciada
de la idea de progreso.

2. De los grandes relatos a las petites histoires

El término posmodernidad puede ser identificado, como lo hace Habermas, con las coordenadas de la corriente francesa
contemporánea de Bataille a Derrida, pasando por Foucault, con particular atención al movimiento de la deconstrucción de
indudable actualidad y notoria resonancia en la intelectualidad local. Las oposiciones binarias que rigen en Occidente -
sujeto/objeto, apariencia/realidad, voz/escritura, etc. construyen una jerarquía de valores nada inocente, que busca garantizar
la verdad y sirve para excluir y devaluar los términos inferiores de la oposición. Metafísica binaria que privilegia la realidad y
no la apariencia, el hablar y no el escribir, la razón y no la naturaleza, al hombre y no a la mujer. Hace falta una deconstrucción
completa de la filosofía moderna y una nueva práctica filosófica.
La era moderna nació con el establecimiento de la subjetividad5 como principio constructivo de la totalidad. No obstante,
la subjetividad es un efecto de los discursos o textos en los que estamos situados6. Al hacerse cargo de lo anterior, se puede
entender por qué el mundo postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de lenguaje que compiten entre sí,
pero tal que ninguno puede reclamar la legitimidad definitiva de su forma de mostrar el mundo.
Con la deslegitimación de la racionalidad totalizadora procede lo que ha venido en llamarse el fin de la historia. La
posmodernidad revela que la razón ha sido sólo una narrativa entre otras en la historia; una gran narrativa, sin duda, pero
una de tantas. Estamos en presencia de la muerte de los metarrelatos, en la que la razón y su sujeto – como detentador de
la unidad y la totalidad– vuelan en pedazos. Si se mira con más detenimiento, se trata de un movimiento de deconstrucción
del cogito y de las utopías de unidad. Aquí debe subrayarse el irreductible carácter local de todo discurso, acuerdo y

1Vásquez, A. (2011). La Posmodernidad. Nuevo régimen de verdad, violencia metafísica y fin de los metarrelatos. Nómadas. Revista Crítica de
Ciencias Sociales y Jurídicas, 29 (1) .[fecha de Consulta 19 de Mayo de 2022]. ISSN: 1578-6730. Disponible en:
https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=18118941015
2 VATTIMO, Gianni, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna / La fine della modernità (1985); Milán, Garzanti.
3 LYOTARD, Jean-François, La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987. Originalmente: La Condition postmoderne: Rapport sur le savoir, Editions de
Minuit, París, 1979.
4 LYOTARD, Jean-François, La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987. Originalmente: La Condition postmoderne: Rapport sur le savoir, Editions de

Minuit, París, 1979.


5 HABERMAS, Jürgen, El pensamiento postmetafisico, Editorial Taurus, Madrid, 1990, p. 85.
6
El dominio del sujeto se ve subvertido por el hecho de que siempre nos encontramos situados de antemano en lenguajes que no hemos inventado (donde la
Razón es equiparada a una subjetividad dominante, a una voluntad de poder) y que necesitamos para poder hablar de nosotros mismos y del mundo.
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legitimación. Esto nos instala al margen del discurso de la tradición literaria (estética) occidental. Tal vez de ahí provenga la
vitalidad de los engendros del discurso periférico, en Los Márgenes de la Filosofía7 como dirá Derrida.
La destotalización del mundo moderno exige eliminar la nostalgia del todo y la unidad. Como características de lo que
Foucault ha denominado la episteme8 posmoderna podrían mencionarse las siguientes: deconstrucción, descentración,
diseminación, discontinuidad, dispersión. Estos términos expresan el rechazo del cogito que se había convertido en algo
propio y característico de la filosofía occidental, con lo cual surge una “obsesión epistemológica” por los fragmentos.
La ruptura con la razón totalizadora supone el abandono de los grands récits 9, es decir, de las grandes narraciones, del
discurso con pretensiones de universalidad y el retorno de las petites histoires10. Tras el fin de los grandes proyectos aparece
una diversidad de pequeños proyectos que alientan modestas pretensiones. Aquí se insiste en el irreductible pluralismo de
los juegos de lenguaje, acentuando el carácter local de todo discurso, y la imposibilidad de un comienzo absoluto en la
historia de la razón. Ya no existe un lenguaje general, sino multiplicidad de discursos. Y ha perdido credibilidad la idea de un
discurso, consenso, historia o progreso en singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos de discurso y narraciones.
Además de señalar que la desmitologización de los grandes relatos es lo característico de la posmodernidad, es necesario
aclarar que estos metarrelatos no son propiamente mitos, en el sentido de fábulas. Ciertamente tienen por fin legitimar las
instituciones y prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas. Pero, a diferencia de los mitos, no buscan esta
legitimación en un acto fundador original, sino en un futuro por conseguir, en una idea por realizar. De ahí que la modernidad
sea un proyecto.
Los metarrelatos son las verdades supuestamente universales, últimas o absolutas, empleadas para legitimar proyectos
políticos o científicos. Así, por ejemplo, la emancipación de la humanidad a través de la de los obreros (Marx), la creación de
la riqueza (Adam Smith), la evolución de la vida (Darwin), la dominación de lo inconsciente (Freud), etc.
El mundo postmoderno ha desechado los metarrelatos. El metarrelato es la justificación general de toda la realidad, es
decir, la dotación de sentido a toda la realidad. Ninguna justificación puede alcanzar a cubrir toda la realidad, ya que
necesariamente caerá en alguna paradoja lógica o alguna insuficiencia en la construcción (especialmente en la completitud
o en la coherencia) y que desdicen sus propias pretensiones onmiabarcantes. El hombre postmoderno no cree ya los
metarrelatos, el hombre postmoderno no dirige la totalidad de su vida conforme a un solo relato, porque la existencia
humana se ha vuelto tan enormemente compleja que cada región existencial del ser humano tiene que ser justificada por un
relato propio, por lo que los pensadores postmodernos llaman microrrelatos.
El microrrelato tiene una diferencia de dimensión respecto del metarrelato, pero esta diferencia es fundamental, ya que
sólo pretende dar sentido a una parte delimitada de la realidad y de la existencia. Cada uno de nosotros tiene diferentes
microrrelatos, probablemente desgajados de metarrelatos, que entre ellos pueden ser contradictorios, pero el ser humano
postmoderno no vive esta contradicción porque él mismo ha deslindado cada una de esta esfera hasta convertirlas en
fragmentos. El hombre postmoderno vive la vida como un conjunto de fragmentos independientes entre sí, pasando de unas
posiciones a otras sin ningún sentimiento de contradicción interna, puesto éste entiende que no tiene nada que ver una cosa
con otra. Pero esto no quiere decir que los microrrelatos no sean cambiables sin mayor esfuerzo, ya que los microrrelatos
responden al criterio fundamental de utilidad, esto es, son de tipo pragmáticos.
Ahora bien, si no hay metarrelatos tampoco hay utopías. La única utopía posible –si acaso pudiera todavía haber una– es
la huida del mundo y de la sociedad y por la conformación del espacio utópico en el seno de la intimidad, con determinados
elementos degradados de las tradiciones orientales, de los nuevos orientalismos. Es una utopía fragmentada para un mundo
fragmentado, una religión muy propia de la Posmodernidad, sin sacrificios y sin privaciones.
¿En qué punto nos encontramos ahora? Sin duda en el dominio de la interpretación y la sobreinterpretación. Las
interpretaciones dotan de sentido a los hechos. La interpretación es una condición necesaria para que podamos conocer la
realidad, para que nos podamos relacionar con ella. La interpretación cuaja en la tradición y es el conocimiento de nuestras
formas de interpretación el objeto de la ciencia central de la Posmodernidad: la Hermenéutica. La Hermenéutica tiene sus
orígenes en los principios del conocimiento humano, no en vano Aristóteles escribe un tratado sobre la interpretación. Con
Gadamer11 la Hermenéutica cobra un nuevo giro, ya no pretende aprehender el verdadero y único sentido del texto, sino
manifestar las diversas interpretaciones del texto y las diversas formas de interpretar. Hemos aludido por primera vez a un
elemento fundamental del pensamiento postmoderno: el texto.

7 DERRIDA, Jacques, Márgenes de la filosofía. Madrid, Cátedra, l988


8“La épistémè no es una teoría general de toda ciencia posible o de todo enunciado científico posible, sino la normatividad interna de las diferentes actividades
científicas tal como han sido practicadas y de lo que las ha hecho históricamente posibles”. Cf. FOUCAULT, Michel, “La vie: L’expèrience et la science”, en Revue
de Métaphysique et de Morale, 1 enero-marzo de 1985, R. 10.
“En una cultura en un momento dado, nunca hay más que una sola épistémè, que define las condiciones de posibilidad de todo saber. Sea el que se
manifiesta en una teoría o aquel que está silenciosamente envuelto en una práctica”. FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Ed. Gallimard, París,
1966, p. 179.
9 Grandes relatos
10 Pequeñas historias/relatos
11 GADAMER, Hans-Georg, El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1990.
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En la posmodernidad, si la entendemos como Filosofía del Lenguaje o Teoría Literaria el texto se independiza del autor
hasta tal punto de que el autor puede ser obviado. En la posmodernidad hay dos tendencias muy marcadas y contradictorias
sobre la autoría, la que la desprecia por centrarse únicamente en el texto y la que quiere explicar el texto como trasunto del
autor. No cabe hablar propiamente de un autor, pues el autor del texto se ha perdido, como también se ha perdido el ser
humano como sujeto, es decir, como director libre de sus acciones.
Gianni Vattimo, por su parte, define el pensamiento posmoderno con claridad: en él lo importante no son los hechos sino
sus interpretaciones. Así como el tiempo depende de la posición relativa del observador, la certeza de un hecho no es más
que eso, una verdad relativamente interpretada y por lo mismo, incierta. La posmodernidad, por más polifacética que parezca,
no significa una ética de carencia de valores en el sentido moral, pues precisamente su mayor influencia se manifiesta en el
actual relativismo cultural. La moral posmoderna es una moral que cuestiona el cinismo religioso predominante en la cultura
occidental y hace hincapié en una ética basada en la intencionalidad de los actos y la comprensión inter y transcultural de
corte secular de los mismos. En este sentido la posmodernidad abre el camino, según Vattimo, a la tolerancia, a la diversidad.
Es el paso del pensamiento fuerte, metafísico, de las cosmovisiones filosóficas bien perfiladas, de las creencias verdaderas, al
pensamiento débil, a una modalidad de nihilismo débil, a un pasar despreocupado y, por consiguiente, alejado de la acritud
existencial.
Vattimo ha elaborado la idea de un pensamiento débil12 como portavoz de la sospecha, se trata de un pensamiento
eminentemente crítico, no tolera ninguna pretensión totalitaria sobre la realidad, ningún pensamiento que quiere trascender
los límites del microrrelato. Detrás de cada intención totalitaria, de cada metarelato como pretensión de interpretación última
y definitiva sobre la realidad y el sentido del mundo se esconde un interés del poder, de un poder manifiesto u oculto, que,
a través del lenguaje ontologizado y ontologizante –metafísico y/o teológico, quiere someter la realidad a una visión univoca
y normativa, anulando y vaciando la potencialidad humana de hacer y crear mundos.
Debemos situar el punto de partida de este paradigma –del asalto a la razón – en la filosofía de Nietzsche, aunque ubicado
poco antes, contemporáneo al Iluminismo, debemos hacer justicia al Romanticismo, corriente continental que inició la crítica
de la Modernidad poniendo énfasis, ya no en la razón, sino en la intuición, la emoción, la aventura, un retorno a lo primitivo,
el culto al héroe, a la naturaleza y a la vida, y por sobre todas las cosas una vuelta al panteísmo. Nietzsche se encargará de
revitalizar estos motivos casi un siglo más tarde, imprimiéndole su sello propio, una filosofía cuyos rasgos esenciales han de
ser el individualismo, un relativismo gnoseológico y moral, vitalismo, nihilismo y ateísmo, todo esto sobre un telón de fondo
irracionalista.
Gianni Vattimo tiene razón cuando ve en Nietzsche el origen del postmodernismo, pues él fue el primero en mostrar el
agotamiento del espíritu moderno en el ‘epigonismo’. De manera más amplia, Nietzsche es quien mejor representa la
obsesión filosófica del Ser perdido, del nihilismo triunfante después de la muerte de Dios.
El postmodernismo aparece, pues, como resultado de un gran movimiento de des- legitimación llevado a cabo por la
modernidad europea, del cual la filosofía de Nietzsche sería un documento temprano y fundamental.
La posmodernidad puede ser así entendida como una crítica de la razón ilustrada tenida lugar a manos del cinismo
contemporáneo. Baste pensar en Sloterdijk y su Crítica de la razón cínica13, donde se reconoce como uno de los rasgos
reveladores de la Posmodernidad el anhelo por momentos de gran densidad crítica, aquellos en que los principios lógicos
se difuminan, la razón se emancipa y lo apócrifo se hermana con lo oficial, como acontece según Sloterdijk con el nihilismo
desde Nietzsche, y aun desde los griegos de la Escuela Cínica.
La ruptura con la razón totalizadora aparece, por un lado, como abandono de los grandes relatos–emancipación de la
humanidad–, y del fundamentalismo de las legitimaciones definitivas y como crítica de la “totalizadora” ideología sustitutiva
que sería la Teoría de Sistemas.
La posmodernidad ha impulsado –al amparo de esta crítica– “un nuevo eclecticismo en la arquitectura, un nuevo realismo
y subjetivismo en la pintura y la literatura, y un nuevo tradicionalismo en la música”14. La repercusión de este cambio cultural
en la filosofía ha conducido a una manera de pensar que se define a sí misma, según he anticipado, como fragmentaria y
pluralista, que se ampara en la destrucción de la unidad del lenguaje operada a través de la filosofía de Nietzsche y
Wittgenstein.
Lo específicamente postmoderno son los nuevos contextualismos o eclecticismos. La concepción dominante de la
posmodernidad acentúa los procesos de desintegración. Subyace igualmente un rechazo del racionalismo de la modernidad
a favor de un juego de signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar, de dobles codificaciones; la sensibilidad característica
de la Ilustración se transforma en el cinismo contemporáneo: pluralidad, multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos
y tensión en lugar de franqueza directa, “así y también asa” en lugar del univoco “o lo uno o lo otro”, elementos con doble

12 VATTIMO, Gianni, El pensamiento débil / Il pensiero debole (1983); editado por G. Vattimo y P. A. Rovatti, Milán
13
SLOTERDIJK Peter, Critica de la razón cínica I y II, Ed. Siruela, Madrid, 2004.
14 INNERARITY, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Ediciones Rialp, Madrid, 1990, p. 114.

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Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

funcionalidad, cruces en lugar de unicidad clara Un singular “Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para
la filosofía” –como señalará Nicanor Parra en su Discurso de Guadalajara 15.
Así, con la posmodernidad se dice adiós a la idea de un progreso unilineal, surgiendo una nueva consideración de la
simultaneidad, se hace evidente también la imposibilidad de sintetizar formas de vida diferentes, correspondientes a diversos
patrones de racionalidad.
La posmodernidad, como proceso de descubrimiento, supone un giro de la conciencia, la cual debe adoptar otro modo
de ver, de sentir, de constituirse, ya no de ser, sino de sentir, de hacer. Descubrir la dimensión de la pluralidad supone
descubrir también la propia inmersión en lo múltiple.
La Modernidad confundió la razón, entendida como facultad, con una forma de racionalidad concreta. Toda la razón había
quedado recluida al ámbito de la razón científica natural y matemática. Ignorado otras formas de racionalidad y de
pensamiento, a las que se les consideraba menores o irracionales, especialmente a la racionalidad propia del pensamiento
estético y literario.

3. El crepúsculo del deber, la ética indolora y las 'consignas' cosméticas

En la cultura posmoderna se acentúa un individualismo extremo, un "proceso de personalización" que apunta la nueva
ética permisiva y hedonista: el esfuerzo ya no está de moda, todo lo que supone sujeción o disciplina austera se ha
desvalorizado en beneficio del culto al deseo y de su realización inmediata, como si se tratase de llevar a sus últimas
consecuencias el diagnóstico de Nietzsche sobre la tendencia moderna a favorecer la “debilidad de voluntad”, es decir la
anarquía de los impulsos o tendencias y, correlativamente, la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquiza todo: “la
pluralidad y la desagregación de los impulsos, la falta de un sistema entre ellos desemboca es una “voluntad débil”.
Asociaciones libres, espontaneidad creativa, no- directividad, nuestra cultura de la expresión, pero también nuestra ideología
del bienestar estimula la dispersión en detrimento de la concentración, lo temporal en lugar de lo voluntario, contribuyen al
desmenuzamiento del Yo, a la aniquilación de los sistemas psíquicos organizados y sintéticos.
La Posmodernidad es un momento de 'consignas' cosméticas: mantenerse siempre joven, se valoriza el cuerpo y
adquieren auge una gran variedad de dietas, gimnasias de distinto tipo, tratamientos revitalizantes y cirugías estéticas.
En la posmodernidad los sucesos pasan, se deslizan. No hay ídolos ni tabúes, tragedias ni apocalipsis, “no hay drama”
expresará la versión adolescente postmoderna.
La condición postmoderna es, sin embargo, tan extraña al desencanto, como a la positividad ciega de la deslegitimación.
¿Dónde puede residir la legitimación después de los metarrelatos? El criterio de operatividad es tecnológico, no es pertinente
para juzgar lo verdadero y lo justo. ¿El consenso obtenido por discusión, como piensa Habermas? Violenta la heterogeneidad
de los juegos de lenguaje. Y la invención siempre se hace en el disentimiento. El saber postmoderno no es solamente el
instrumento de los poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece nuestra capacidad de soportar
lo inconmensurable. No encuentra su razón en la homología de los expertos, sino en la paralogía16 de los inventores17.

4. De la Estética del Simulacro a la Incautación de lo Real

El "ser" ya no cuenta, el valor deviene en "parecer" 18, lo que se conoce como la "cultura del simulacro"19.
Los escritos de Baudrillard20, otro de los profetas de la posmodernidad, tributan a una obsesión por el signo y sus espejos,
el signo y su producción febril en la sociedad de consumo, la virtualidad del mundo y La transparencia del mal21. La mercancía
y la sociedad contemporánea están consumidas por el signo, por un artefacto que suplanta y devora poco a poco lo real,

15“Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para la filosofía”, Discurso de Guadalajara, en “Nicanor PARRA tiene la palabra”, Compilación de
Jaime Quezada, Editorial Alfaguara, Santiago, 1999.
16 Método o proceso de razonamiento que entra en contradicción con las reglas establecidas. Etimológicamente, significa más allá (para) de
la razón (logos). Un paralogismo o paralogía puede ser intencional (en cuyo caso se le llama falacia) o bien no intencional (y se le llama
sofisma). En ambos casos se trata de un falso razonamiento.
El término se puso de moda en la década de 1980 --y su significado adquirió un matiz pragmático-- gracias al filósofo Jean Francois Lyotard.
La paralogía es, para Lyotard, una nueva jugada que, al entrar en contradicción con las reglas establecidas, obliga al sistema a desplazar sus
límites.
17 LYOTARD, Jean F. La condición postmoderna. Madrid: Cátedra S.A. 1987.
18
Jean BAUDRILLARD establece la diferencia entre disimular y simular. Lo primero es fingir no tener lo que se tiene. Quien disimula, intenta pasar desapercibido.
Pero quien simula, aparenta ser quien no es, o poseer lo que no tiene; busca crear una imagen de algo inexistente. El disimulo no cambia la realidad, sólo la
oculta o enmascara, en cambio la simulación muestra como verdadero algo que no lo es. Uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia, a una nada. Ahora
el problema actual es la simulación, concluye BAUDRILLARD. De este modo Ahora el simulacro produce una disociación entre lo que se muestra y la realidad,
entre el ser y el parecer.
19
LIPOVETSKY, Gilles. (1992), El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama. Colección Argumentos: Barcelona, 1996
20 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "Baudrillard; de la metástasis de la imagen a la incautación de lo real", En EIKASIA. Revista de Filosofía, OVIEDO, ESPAÑA. ISSN 1885-

5679, año II, Nº 11 (julio 2007) pp. 53-59. http://www.revistadefilosofia.com/11-02.pdf


21 BAUDRILLARD, Jean, La transparencia del mal, Ed. Anagrama, Barcelona, 2001
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Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

hasta hacerlo subsidiario. Lo real existe por voluntad del signo, el referente existe porque hay un signo que lo invoca. Vivimos
en un universo extrañamente parecido al original –las cosas aparecen replicadas por su propia escenificación– señala
Baudrillard.
La Posmodernidad, en contraste con la Modernidad, se caracteriza por las siguientes notas: nihilismo y escepticismo,
reivindicación de lo plural y lo particular, deconstrucción, relación entre hombres y cosas cada vez más mediatizada, lo que
implica una desmaterialización de la realidad (Lyotard). Con respecto a esto Jean Baudrillard habla de un “asesinato de la
realidad”. En su libro El crimen perfecto, presenta metafóricamente cómo se produce en las postrimerías de siglo esta
desaparición de la realidad mediante la proliferación de pantallas e imágenes, transformándola en una realidad meramente
virtual: “Vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al
mismo tiempo esa desaparición”.
No existe ya la posibilidad de una mirada, de una mirada de aquello que suscita la mirada, porque, en todos los sentidos
del término, aquello otro ha dejado de mirarnos. El mundo ya no nos piensa, Tokio ya no nos quiere22. Si ya no nos mira, nos
deja completamente indiferentes. De igual forma el arte se ha vuelto por completo indiferente a sí mismo en cuanto pintura,
en cuanto creación, en cuanto ilusión más poderosa que lo real. No cree en su propia ilusión, y cae irremediablemente en el
absurdo de la simulación de sí mismo.
Baudrillard intuye la evolución de fin de milenio como una anticipación desesperada y nostálgica de los efectos de
desrealización producidos por las tecnologías de comunicación. Anticipa el despliegue progresivo de un mundo en el que
toda posibilidad de imaginar ha sido abolida. El feroz dominio integral del imaginario sofoca, absorbe, anula la fuerza de
imaginación singular.
Baudrillard localiza precisamente en el exceso expresivo el núcleo esencial de la sobredosis de realidad. Ya no son la
ilusión, el sueño, la locura, la droga ni el artificio los depredadores naturales de la realidad. Todos ellos han perdido gran
parte de su energía, como si hubieran sido golpeados por una enfermedad incurable y solapada 23. Lo que anula y absorbe la
ficción no es la verdad, así como tampoco lo que deroga el espectáculo no es la intimidad; aquello que fagocita la realidad
no es otra cosa que la simulación, la cual secreta el mundo real como producto suyo.
Baudrillard exhausto de la esperanza del fin certifica que el mundo ha incorporado su propia inconclusibilidad. La
eternidad inextinguible del código generativo, la insuperabilidad del dispositivo de la réplica automática, la metáfora viral24.
La extinción de la lógica histórica ha dejado el sitio a la logística del simulacro y ésta es, según parece, interminable.
El momento postmoderno es, como se ve, un momento antinómico, en el que se expresa una voluntad de
desmantelamiento, una obsesión epistemológica con los fragmentos o las fracturas, y el correspondiente compromiso
ideológico con las minorías políticas, sexuales o lingüísticas.
Es necesario, a este respecto, tener presente que en la expresión “momento postmoderno” la palabra momento ha de
tomarse literalmente25 - como un parpadeo, como un “abrir y cerrar de ojos” y, por decirlo paradójicamente, como categoría
fundamental de una conciencia de época, claramente posthistórica.
La complejidad del momento postmoderno no es sólo una cuestión de perspectiva histórica –o más bien de falta de ella–
, sino que viene dada por el propio movimiento de repliegue sobre sí mismo característico de la posmodernidad (frente a los
desarrollos lineales de la periodización moderna o clásica) lo que la dota de un espacio histórico informe y desestructurado
donde han caído los ejes de coordenadas, a partir de los cuales se establecía el sentido y el discurso de la escena histórico-
cultural de una época.
La caída de los discursos de legitimación que vertebraban los diferentes meta-relatos de carácter local y dependiente, ha
producido –como se ha señalado – una nivelación en las jerarquías de los niveles de significación y la adopción de prácticas
inclusivistas e integradoras de discursos adyacentes, paralelos e incluso antagónicos.
La posmodernidad es aquel momento en que las dicotomías se difuminan y lo apócrifo se asimila con lo oficial.
Desde un determinado punto de vista, la “revolución de la posmodernidad” aparece como un gigantesco proceso de
pérdida de sentido que ha llevado a la destrucción de todas las historias, referencias y finalidades. En el momento
postmoderno el futuro ya ha llegado, todo ha llegado ya, todo está ya ahí. No tenemos que esperar ni la realización de una
utopía ni un final apocalíptico. La fuerza explosiva ya ha irrumpido en las cosas. Ya no hay nada que esperar. Lo peor, el
soñado final sobre el que se construía toda utopía, el esfuerzo metafísico de la historia, el punto final, está ya entre nosotros.
Según esto, la posmodernidad sería una realidad histórica–posthistórica ya cumplida, y la muerte de la modernidad ya habría
hecho su aparición.

22 LORIGA, Ray, Tokio ya no nos quiere, Plaza & Janes. Colección Ave Fénix. Barcelona, 1999
23 BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1993
24 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "W. Burroughs; La metáfora viral y sus mutaciones antropológicas" En Almiar MARGEN CERO, Revista Fundadora

de la ASOCIACIÓN DE REVISTAS DIGITALES DE ESPAÑA - Nº 46 – 2009. http://www.margencero.com/articulos/new03/burroughs.html


25 'Augenblick' puede traducirse como parpadeo, “abrir y cerrar de ojos”.

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Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

En este sentido, el artista postmoderno se encuentra en la misma situación de un filósofo: el texto que escribe, la obra
que compone, no se rigen en lo fundamental por reglas ya establecidas, no pueden ser juzgadas según un canon valorativo,
esto es, según categorías ya conocidas. Antes bien, son tales reglas y categorías lo que el texto o la obra buscan. De modo
que artista y escritor trabajan sin reglas, trabajan para establecer las reglas de lo que habrá llegado a ser. La negación
progresiva de la representación se vuelve aquí sinónimo de la negación de las reglas establecidas por las anteriores obras de
arte, que cada nueva obra ha de llevar a cabo de nuevo.
Todo esto ya se encuentra prefigurado en las vanguardias artísticas de comienzo del siglo pasado.

5. Del metarelato a la Posmodernidad estética; discurso y producción

Ahora bien, el postmodernismo como ideología puede ser entendido como un síntoma de los cambios estructurales más
profundos que tienen lugar en nuestra sociedad y su cultura como un todo o, dicho de otra manera, en el modo de
producción.
Esta constatación del modo diferente de construcción de la realidad va seguida de la distinción entre una estetización
"superficial" y una profunda: la primera refiere a fenómenos globales como el embellecimiento de la realidad, lo cosmético
y el hedonismo como nueva matriz de la cultura y la estetización como estrategia económica; el segundo incluiría las
transformaciones en el proceso productivo conducidas por la nuevas tecnologías y la constitución de la realidad por los
medios de comunicación. Dentro de este escenario global es que debe analizarse lo que ha estado gestándose en los últimos
doscientos años, nos referimos a la "estetización epistemológica" o como he querido llamarlo26 el giro estético de la
epistemología27. Este se inicia con el establecimiento de la estética como disciplina epistemológica basal, que pasa por la
configuración nietzscheana del carácter estético-ficcional del conocimiento y termina en el siglo XX con la estetización
epistemológica que puede rastrearse en la nueva filosofía analítica y el establecimiento de la hermenéutica - la interpretación
que dota de sentido a los hechos - como ciencia central de la Posmodernidad, de allí que surjan como categorías
fundamentales – en el modo de hacer filosofía – el texto y el discurso. Con Gadamer la Hermenéutica cobra un nuevo giro,
ya no pretende aprehender el verdadero y único sentido del texto, sino manifestar las diversas interpretaciones del texto y
las diversas formas de interpretar. Hemos aludido por primera vez a un elemento fundamental del pensamiento
postmoderno: el texto.
La Posmodernidad, si la entendemos como Filosofía del Lenguaje, es una reflexión sobre el lenguaje escrito, en
contraposición con la tendencia anglosajona que se centra en el lenguaje oral. El texto se independiza del autor hasta tal
punto de que el autor puede ser obviado. El texto se independiza de su autor, porque con cada lectura tiene lugar una
reelaboración, que es en sí misma una reinterpretación; no tiene sentido intentar encontrar lo que el autor ha querido decir,
sino lo que los lectores, a lo largo de la historia, han dicho que el texto quería decir. La verdad se transforma en verdad
interpretativa o verdad hermenéutica.

6. Deconstrucción de la noción de “autor”

La noción de “autor” –como creador individual de una obra artística o literaria– se puede situar histórica y culturalmente
en el tránsito de la modernidad a la posmodernidad, la noción de creador individual empieza a problematizarse desde fines
del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, donde la noción se hace insostenible.
Tal como lo refiere Michel Foucault, el autor que desde el siglo XIX venía jugando el papel de regulador de la ficción,
papel característico de la era industrial y burguesa, del individualismo y de la propiedad privada, habida cuenta de las
modificaciones históricas posteriores, no tuvo ya ninguna necesidad de que esta función permaneciera constante en su forma
y en su complejidad.
Para Foucault el autor es una producción cultural que mediante la experiencia de una subjetividad replegada sobre sí –
fragmentada– da lugar al yo individual, a la personalidad que difumina la conciencia de pertenecer a un colectivo. Así, la
pérdida de la experiencia colectiva modifica la noción misma de relato y con ello el sentido colectivo de la escritura, esto es,
como memoria e inconsciente que se escribe.
De este modo se intentará abolir al autor, así como a cualquier otra forma de institucionalización de la escritura. Por ello
el discurso no será considerado más que en sus descentramientos y sus desterritorializaciones. Al dar por cierta la

26 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “La ficción como conocimiento, subjetividad y texto”; de Duchamp a Feyerabend, En Psikeba Revista de
Psicoanálisis y Estudios Culturales, Nº 1- 2006, Buenos Aires.
27 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “El Giro Estético de la Epistemología; La ficción como conocimiento, subjetividad y texto”, En Revista AISTHESIS,

INSTITUTO DE ESTÉTICA, PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE, PUC, Nº. 40, 2006, pp. 45-61.
http://www.puc.cl/estetica/html/revista/pdf/Adolfo_Vssquez.pdf
6
Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

desaparición del sujeto, el discurso que funda la subjetividad no puede mantener los mismos niveles de coherencia más que
como una forma de ejercer poder.
Todas las operaciones que designan y asignan las obras deben ser consideradas siempre como operaciones de selección
y de exclusión. “Entre los millones de huellas dejadas por alguien tras su muerte, ¿cómo se puede definir una obra?”.
Responder la pregunta requiere una decisión de separación que distingue (de acuerdo con criterios que carecen tanto de
estabilidad como de generalidad) los textos que constituyen la “obra” y aquellos que forman parte de una escritura o una
palabra “sin cualidades” y que, por ende, no han de ser asignados a la “función de autor”.
Debe considerarse además que estas diferentes operaciones –delimitar una obra (un corpus), atribuirla a un autor,
producir su comentario– no son operaciones neutras. Ellas están orientadas por una misma función, definida como “función
restrictiva y coercitiva” que apunta a controlar los discursos clásicos, ordenándolos y distribuyéndolos.
Como sucesor del autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino un rol bifurcador de
discursos propios y ajenos, en una intertextualidad que prolifera hasta perder los lindes del yo, hasta la escisión de la
identidad o su fragmentación esquizoide en la escritura.
La muerte del autor responde, de este modo, al proyecto de subjetivación, que intenta eliminar la referencia a un sujeto
originario sustentador de la verdad y el sentido del texto. En efecto, el sujeto que comienza a pensarse en la escritura, es un
sujeto deudor de las citas de la cultura que tejen su obra. El entramado que constituye al texto posee una referencialidad
infinita, que multiplica desde distintas vertientes elementos refractarios de otras. Aquello que preexiste de trasfondo es la
muerte de un referente máximo que establezca los linderos –los alcances– de las miradas; es la proliferación de las
perspectivas.
De este modo en el pensamiento contemporáneo ha tenido lugar un acoso sistemático a las nociones de sujeto y verdad,
tal como la tradición científica y filosófica las concibió, decretando su expulsión de los reductos de la psicología, la historia,
la antropología y la sociología. La pretensión de objetividad por parte de un sujeto que no puede sino ser contingente ha
generado una serie de dudas y sospechas en torno a la noción misma de sujeto que sustenta los discursos científicos y
filosóficos desde la modernidad.
Un planteamiento interesante en torno las relaciones conflictuadas entre autor, texto y lector, así como de la cuestión
anteriormente planteada respecto de las nociones de autor y autoría, es la de Juan Luis Martínez. La propuesta del poeta es
la de una autoría transindividual, que quiere superar desde oriente la noción de intertextualidad según se ha entendido en
occidente, donde los textos de base están presentes en las transformaciones del texto que los procesa; pero en J. L. Martínez
ésta [intertextualidad] parece resolverse en la negación de la existencia de las individualidades en la literatura, al hacer fluir
bajo nombres distintos una misma corriente, que es y no es él. El ideario poético con el que J. L. Martínez aparece
comprometido es el de emanar una identidad velada, en sus palabras “no sólo ser otro sino escribir la obra de otro”. Fue
Flaubert quien dijo que “un autor debe arreglárselas para hacer creer a la posteridad que no ha existido jamás”. Palabras que
calaron hondo en Juan Luís Martínez poeta secreto como pocos. El poeta debe saber andar sobre sus pasos y borrar sus
propias huellas.
En la Posmodernidad hay dos tendencias muy marcadas y contradictorias sobre la autoría, la que la desprecia por
centrarse únicamente en el texto y la que quiere explicar el texto como trasunto del autor. No cabe hablar propiamente de
un autor, pues el autor del texto se ha perdido, como también se ha perdido el ser humano como sujeto, hoy son los sistemas
de producción de signos los que reclaman para sí la atención y esto está dado en lo que Debord llamará La Sociedad del
Espectáculo, o Lipovetsky el Imperio de lo Efímero. De allí que fenómenos en apariencia banales como el cine, la moda, el
diseño y la arquitectura, entendidos éstos como sistemas productores de signos, o de narratividades -de acuerdo a su modo
de constitución- influyen de manera decisiva en el modo de ser, en el ethos postmoderno, el cual puede ser entendido desde
dentro de su proceso de gestación sólo a partir de las claves hermenéuticas que nos proporciona el paradigma estético.

7. Las obras de arte como organizaciones imaginarias del mundo

Así Lyotard al utilizar los términos “relato”, “grandes relatos” y “metarrelato” se dirige a un mismo referente: los discursos
legitimadores a nivel ideológico, social, político y científico. “Un metarrelato es, en la terminología de Lyotard, una gran
narración con pretensiones justificatorias y explicativas de ciertas instituciones o creencias compartidas.”28 Un Léxico último
–si se quiere emplear la terminología de Rorty–. El discurso legitimador se caracteriza no por ser prosa narrativa sino
principalmente prosa argumentativa. Todo intento que realizar políticamente un sistema ideológico tienen en su interior el
germen del totalitarismo, la determinación de la pluralidad a partir de un solo punto de vista que se impone por todos los
medios posibles. En cambio, los microrelatos, las narraciones literarias -por ejemplo- no tienen la intención de dar cuenta de

28 DIÉGUEZ, Antonio (2006). “La ciencia desde una perspectiva postmoderna: Entre la legitimidad política y la validez epistemológica”. II
Jornadas de Filosofía: Filosofía y política (Coín, Málaga 2004), Coín, Málaga: Procure, 2006, pp. 177-205.
7
Filosofía y Pensamiento Contemporáneo

hechos verdaderos, sino que su consistencia artística deriva de su verosimilitud, es decir, de la capacidad del texto para
hacerse creíble dentro de su contexto y del mundo que ha creado.
De este modo las obras de arte no son, pues, objetos específicos –aislados del mundo y de su acontecer–, sino más bien
organizaciones imaginarias del mundo, las que para ser activadas requieren ser puestas en contacto con un modo de vida,
por particular que este sea, con un fenómeno concerniente al ser humano, de modo tal que, como se hace evidente en la
posmodernidad, arte, producción y vida se codeterminan y se copertenecen.
El estallido de los grandes relatos es de este modo el instrumento de la igualdad y de la emancipación del individuo
liberado del terror de los megasistemas, de la uniformidad de lo Verdadero, del derecho a las diferencias, a los
particularismos, a las multiplicidades en la esfera del saber aligerado de toda autoridad suprema, de cualquier referencia de
realidad. La operación del saber posmoderno, es la de la heterogeneidad y dispersión de los lenguajes al modo de Babel, de
las teorías flotantes, todo lo cual no es más que una manifestación del hundimiento general -fluido (líquido) y plural- que
nos hace salir de la edad disciplinaria y amplía la continuidad democrática e individualista que dibuja la originalidad del
momento posmoderno, es decir el predominio de lo individual sobre lo universal , de lo psicológico sobre lo ideológico , de
la comunicación sobre la politización , de la diversidad sobre la homogeneidad, de lo permisivo sobre lo coercitivo.

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