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El problema filosófico de la modernidad

El propósito de este trabajo es introducir a los estudiantes de Filosofía del Derecho


de la carrera de Derecho al pensamiento filosófico de la modernidad. No se busca
profundizar en ningún tema en particular, sino proporcionar una base para comprender,
luego, lecturas obligatorias de la materia.
Los siglos XV, XVI y XVII encontraron a la Humanidad occidental inmersa en una
crisis. Desde el comienzo de la era cristiana, los principios que rigieron toda actividad de
los hombres tenían como meta cumplir con los mandatos divinos. Éstos habían sido
revelados por las Escrituras y Jesucristo y constituían la primera y más importante Verdad
creída por los hombres. La vida en la Tierra no era sino un paso para llegar al cielo, y el
progreso entendido como mejoras materiales de condiciones de vida y mayor conocimiento
de la Naturaleza no era una noción aceptable para esos tiempos.
Lentamente, a partir del s XIII (esto es discutible, debido a que ya había indicios
muy claros desde el s IX), las luchas internas de la Iglesia, el ingreso en occidente de ideas
de los antiguos pensadores griegos1, el espíritu de innovación y el afán de conquista (que
naturalmente siempre había existido, pero ahora estaba exacerbado) fueron cambiando
aquellos principios rectores de la vida privada y social revelados en las Escrituras.
Desde la filosofía, en 1641, el francés Renée Descartes (n. 1596, m.1650), en pocas
líneas describió la bisagra que se había producido. Este autor, en sus Meditaciones
Metafísicas, ante la crisis intelectual que lo atormentaba, se fijó el objetivo de establecer
algo firme y constante en las ciencias. Para ello se propuso poner en duda todo aquello de
lo que estaba seguro hasta el momento. Comenzó por los datos de los sentidos. Como éstos
no transmitían siempre la misma información y lo inducían a error, los dejó de lado.
Consideró entonces que no podía dudar de verdades obvias, como estar sentado leyendo.
Pero teniendo en cuenta que cuando sueña considera que está despierto haciendo lo que
sueña que hace, y que no había manera de diferenciar sueño de vigilia, descartó esta
segunda posición. Pensó luego que las verdades matemáticas eran tales sin importar si
estaba soñando o despierto, y por lo tanto eran grandes candidatas a convertirse en la
verdad indudable que estaba buscando. Lamentablemente tuvo que dejar de lado esta nueva
idea, porque muchas veces uno se equivoca cuando ejercita matemáticas, y no hay forma de
estar absolutamente seguro de que cada vez que uno realiza operaciones está en lo cierto.

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El pensamiento griego fue conocido en parte desde el comienzo de la Edad Media. El neoplatonismo
agrupaba nociones que la gran mayoría de los pensadores medievales sabían y hasta defendían, porque se
ajustaban a las ideas cristianas. Las ideas nuevas que entraron con más fuerza fueron las de Aristóteles. En
rigor, Aristóteles tenía luz propia pero también servía de representante del pensamiento griego antiguo.
Quienes más participaron en “llevar” a este pensador a Occidente fueron los árabes Averroes y Avicena
(recordemos la dominación árabe de la península ibérica). La idea que más fuerte influencia tuvo en el
pensamiento europeo fue la de racionalidad. Quien siguiera a Aristóteles no podía aceptar una verdad si no
estaba fundamentada racionalmente y suficientemente comprobada. Los teólogos medievales se encontraron
entonces con un problema serio: todos creían en Dios, pero debían ahora demostrar que existía. Si bien al
principio nadie se animaba a explicitarlo, esto significaba, muy a pesar de los teólogos, que la existencia de
Dios podía ponerse en duda. O, por lo menos, que era necesario explicar qué era Dios. Naturalmente, estas
conceptualizaciones diferían entre los distintos autores y con el tiempo la idea de Dios adquirió muy diversos
contenidos. La consecuencia es clara: si Dios es un ser cuya esencia es discutible y las interpretaciones en este
sentido no coinciden, es difícil que todos puedan vivir bajo una misma guía.

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El camino hasta aquí recorrido lo situó entonces en una situación preocupante: si


estamos obligados a dudar de los sentidos, de las verdades obvias como estar aquí sentado y
de los razonamientos, ¿qué seguridad podemos tener? ¿Hay algo de lo que no podamos
dudar?
“Bueno -dice Descartes-, la verdad es que lo único que puedo hacer es dudar.” Pero
cuando se duda, independientemente del contenido de la duda, uno por lo menos está
seguro que está dudando. En otras palabras: uno duda acerca de algo, no duda sin más. La
seguridad que se tiene al dudar no es acerca del contenido de la duda, sino del hecho de
dudar. O sea, sólo se puede estar seguro de que se duda. De esta forma, la duda es
fundamento de su propia existencia, porque al dudar se produce la confirmación de la duda.
Es decir, la duda es una verdad evidente por sí.
Ahora bien, como dudar es una forma de pensar, entonces el pensamiento también
se funda a sí mismo, no necesita nada fuera de sí para demostrar su propia existencia.
Hasta aquí el ejercicio que nos propone Descartes puede pasar por ser un juego de
palabras sin importancia. Sin embargo, muestra el radical cambio que se produjo en la Edad
Moderna. Estar dudando es una prueba suficiente de la propia existencia. Es decir, la duda,
sin la ayuda de nada más (hasta que Descartes propuso esta prueba se requería a Dios),
alcanzaba para mostrar que uno existe. La evidencia en que se funda esta prueba es
suficientemente fuerte como para que el propio pensamiento, y no Dios, sea lo primero que
uno tiene por seguro. Por lo tanto, uno puede afirmar “soy una cosa que piensa”. La
naturaleza pensante es entonces algo que existe, que existe en este mundo, y es lo contrario
de la naturaleza extensa, formada por las cosas que constituyen la fuente de lo que uno
percibe por medio de los sentidos. En otras palabras: el individuo pensante es el punto de
partida del conocimiento. Esto significa que la fuente de todo movimiento, de toda acción,
es la persona, que sale de sí misma para abordar lo que está fuera de sí.
La seguridad en la propia existencia es entonces la primera y más básica seguridad
que el hombre tiene. La posición de Dios como fuente de toda Verdad y Primera Existencia
ha caído. Lo importante en el cambio de la Edad Media a la Edad Moderna es entonces que,
partiendo del pensamiento, lo verdadero es lo que se cree que es verdadero, y para que algo
se crea verdadero debe poder demostrarse intelectual y racionalmente como tal. El hombre
y no Dios es así la fuente de la verdad. Este supuesto2 recorrió toda la modernidad.

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Entendemos aquí por “supuesto” al fundamento, origen o concepción no explícita, que guía todos los
comportamientos humanos.

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