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La Imprenta Holográfica de Pickwick

Por
Sergio Meier

Una fría mañana de invierno me encontré observando la curiosa tienda del


señor Pickwick. A través del escaparate podían verse extrañas máquinas y
grabados del siglo XIX: Calculadoras de Babbage, impresoras con tuberías de
hojalata, proyectores kinoscópicos, entre xilografías de Callot, Doré y
coloridas láminas para niños.
El pequeño y obeso propietario conversaba animadamente frente a su
negocio, con un distinguido caballero, y alcancé a oír parte del enigmático
diálogo:
-Si no existiera el tiempo, sólo universos paralelos a los que nuestra mente
salta a cada instante, ¿podríamos, conscientemente, elegir la próxima
definición cuántica antes de que esta ocurra?... -preguntaba Pickwick.
-Efectivamente- contestó el caballero-, y Dickens está a punto de encontrar
la fórmula para poder determinar a voluntad nuestro destino.
Luego de despedirse, el señor Pickwick se aprestó a cerrar su negocio. Se
sacó el delantal y puso llave a la reja, luciendo su chaqueta de lana, el bastón
de paseo y su característica chistera.
A medida que caminaba, el tendero comenzó a apresurar el paso, mirando
nervioso sobre su hombro, como si sospechara que lo seguían. Intenté pasar
desapercibido, ocultándome entre la gente, mas pronto lo vi salir de las calles
principales, dirigiéndose por un laberinto de estrechos callejones.
Finalmente llegó hasta el cobertizo de una fábrica abandonada e ingresó por
una pequeña puerta. “Club Nimrod” se leía encima, en un tosco letrero de
madera.
Me asomé con cuidado por una ventana rota, descubriendo que Pickwick se
sumaba a un grupo de individuos, ataviados tan anticuadamente como él.
Había hombres y niños con apariencia de mendigos, señoras con largos
vestidos y sombreros, pálidas jóvenes con capas grises, erguidos caballeros de
levita y ancianos jorobados como gárgolas.
El lugar parecía una especie de insólito restaurante, con largas mesas de
piedra, a las que se iban sentando los personajes. Algunos mayordomos
atendían las órdenes y contemplé los inusuales platos que servían.
Líquidos burbujeantes, larvas e insectos vivos, piedras volcánicas (¡una
señora pidió un “espantapájaros”!)...
Luego apareció en un proscenio un hombre de mediana edad, esbelto y
elegante, con cabellera y barba ondulada. Dramático, comenzó un discurso
sobre la naturaleza holográfica del Universo. “Dickens”, pensé.
Entonces, mientras hablaba, sentí que su mirada cruzaba la sala y se fijaba
en mí, en la ventana. No se detuvo, y lo entendí todo de improviso: eran
alienígenas, invocados por él desde otros tiempos y espacios, a través de
historias contadas en libros, revistas y diarios...
Y en el acto, yo mismo me vi convertido en uno más de sus personajes,
viajando hasta otra Tierra, en un siglo XVIII alterno, en Francia, mientras lo
escuchaba cada vez más lejano: “...lapso de luz, lapso de tinieblas; primavera
de esperanza, invierno de desesperación; lo teníamos todo ante nosotros, no
había nada ante nosotros...”

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