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El hombre endiosado

El hombre endiosado

Álvaro Delgado-Gal

E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y P ROCESOS
Serie Filosofía

© Editorial Trotta, S.A., 2009, 2010


Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: editorial@trotta.es
http://www.trotta.es

© Álvaro Delgado-Gal, 2009

ISBN (edición digital epub): 978-84-9879-130-3


ÍNDICE

Prólogo .............................................................................................. 9

LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO.......................................................... 15

El sexo trascendido y los derechos...................................................... 16


La visión conservadora ....................................................................... 23
El daimon detrás de la puerta ............................................................. 37
Los años bellos ................................................................................... 52
Los poderes de Leviatán ..................................................................... 66
Observación final................................................................................ 83
Notas ................................................................................................. 85

EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA .......................... 93

El asno de Buridano ........................................................................... 99


El asno sin Buridano........................................................................... 104
Epílogo............................................................................................... 110
Notas ................................................................................................. 111

Anexo 1. BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR.......... 131

Anexo 2. EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA........................................... 147

Índice de nombres ............................................................................... 161

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PRÓLOGO

Este librito comprende dos mitades muy desiguales. La primera re-


viste un tono sobre todo ensayístico. La segunda es un disparate,
editorialmente hablando. Algunas notas se alargan casi tanto como
el texto principal, y todas juntas, multiplican a éste por cuatro o
cinco. Los disparates leves se corrigen. Los mayúsculos se condenan
íntegros o se respetan íntegros, precisamente porque no tienen en-
mienda y también porque existe la posibilidad residual de que obe-
dezcan a una causa escondida, o incluso respetable. Me he puesto
en lo mejor, y he conservado el disparate. Aconsejo a los valientes o
resignados que lean el texto dos veces —en realidad es muy corto,
cuando se quitan las notas—: primero sin distraerse con las llamadas
laterales, y luego recalando en ellas. ¿Cómo me metí en este beren-
jenal? Hace dos años y pico, un amigo me pidió que hiciera algo
para la fundación que dirige. Le dije que sí, y elegí un tema que no
termina de comprenderse bien: la ley del matrimonio homosexual.
La ley no se comprende, porque se halla afectada de un equívoco. El
equívoco es el siguiente: ¿de qué se trata, de transformar el concepto
recibido de matrimonio, o de hacer accesible la estructura antigua a
parejas del mismo sexo? Nos enfrentamos a alternativas que no sólo
son distintas, sino rigurosamente incompatibles.
De ambas, la que mueve a perplejidad es la segunda. Quiero de-
cir, la que propone conservar intacto el matrimonio... a la vez que se
dilata el modelo para que quepan en él dos hombres o dos mujeres.
Esto es misterioso porque el matrimonio tradicional está enderezado
a administrar la generación y crianza de la prole. El misterio gana en
intensidad cuando se oye sostener, a tal o cual pensador arriscado, que
sería estupendo que se declarara cesante el orden natural y se pusie-
ra en su lugar otro cortado al gusto del consumidor o, dicho lo mismo

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EL HOMBRE ENDIOSADO

con mayor solemnidad, de la voluntad democrática. No valen, para


hacerse cargo de la situación, las analogías terapéuticas que probable-
mente se le hayan ocurrido ya al lector. Es verdad, por ejemplo, que
los antibióticos «superan» a la naturaleza. La «superan» por cuanto,
gracias a ellos, se salvan personas que se morirían sin ellos. Pero esto
es sólo una manera de hablar. De hecho, los antibióticos obran a
través de medios contundentemente naturales: en caso contrario la
sanación no sería fruto de la ciencia médica sino de la magia negra.
El matrimonio homosexual levanta en consecuencia una intriga
genuina. La intriga, en mi caso, venía de más lejos. Estimo oportuno
relatarles un lance personal. Hace muchos, muchos años, cayó en
mis manos el Discurso de metafísica de Leibniz, seguido del inter-
cambio de cartas entre éste y Arnauld. Se me antojó pasmoso, y
fascinante, que Arnauld pujara por defender a Dios de los rigores
de la moral humana, o, en el fondo, de la moral a secas, puesto que,
Revelación a un lado, no hay otra moral que la que pueda adivinar
el hombre por su cuenta. Comprendería más tarde que el asunto
es central en teología, y que la clave reside en los poderes de Dios.
Resultaría contradictorio que Dios, que lo puede todo, se viera coar-
tado por leyes que el hombre enuncia, ya sea apelando a su razón,
ya a cualquier otra instancia. Calvino comprime esta reflexión en un
dictamen extremadamente lacónico «La voluntad de Dios [...] es la
ley de todas las leyes» (Institución de la religión cristiana, Libro III,
cap. XXIII). Tropecé con la máxima de Calvino poco después de
haber leído a Arnauld, y se renovó en mí la sensación de vértigo. Me
pareció que me asomaba a un paisaje castigado por una lógica extra-
ña, repulsiva, y a la vez coherente. Un tercer elemento vino a sumarse
al cóctel. Siempre me ha gustado el arte, el cual empezó a declinar
como actividad técnicamente organizada hace, aproximadamente,
un siglo. El fenómeno, visto desde fuera, se trasluce en una deses-
tabilización de las categorías que permiten dividir el arte bueno del
malo. Percibido por dentro, refleja una concepción hipervoluntarista
de la praxis artística. Se entiende que hacer arte es proyectar hacia
el exterior una idiosincrasia personal, no construir objetos con arre-
glo a las leyes de la belleza, el buen gusto, el decoro narrativo o la
eficacia retórica. En las corrientes de cuño expresionista, el nuevo
espíritu ha llegado a equilibrios diversos con la tradición. En Du-
champ y sus epígonos, se eleva la puesta y se proclama que el arte ha
muerto, y que el artista puede ejercer algo próximo a la telepatía o a
la telequinesia. El artista concibe o desea, y este movimiento interior
se plasma en creaciones que no se hallan oprimidas o condicionadas
por la servidumbre del medio.

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PRÓLOGO

Resulta útil, a fin de subrayar el contraste entre Duchamp y el


maestro antiguo, invocar de nuevo la analogía terapéutica. El maes-
tro antiguo era como el médico. Explotaba la realidad natural —co-
lores, línea, espacio, etc.— en beneficio de sus fines, no la impugnaba
ni intentaba trascenderla. Pero Duchamp es más bien como la magia
negra. La idea de que un artículo industrial de serie se erige en una
obra de arte por un ucase o decreto del creador, insinúa en éste po-
deres extraordinarios, taumatúrgicos. La cuestión sería importante,
aunque no demoledoramente importante, si afectara sólo al arte. El
caso, no obstante, es que salpica o interesa al ethos contemporáneo
en general. El hombre contemporáneo tiende a considerarse manu-
mitido de sus límites naturales y a cultivar formas de espiritualidad
anómicas, formas que lo catapultan más allá de su cuerpo, de la tra-
dición, de las servidumbres de la historia o de la muerte. Algunos
héroes culturales del siglo XX —tal Artaud o el rehabilitado Sade—
llegaron a pensar de sí mismos que no eran de origen humano, en la
acepción corriente de la palabra. El superhombre de Nietzsche ha
dejado, igualmente, de ser un hombre. Y Nietzsche ha vuelto entre
nosotros, y susurra y aconseja incluso a quienes no saben quién es.
Es claro cómo se relaciona lo dicho con el Dios de Arnauld. Es
claro que se ha verificado una democratización, o universalización, de
tendencias que han estado operando en la psiquis de Occidente desde
épocas remotas. Y es claro el diagnóstico: el hombre se ha atribuido
los poderes que en tiempos reconocía a la divinidad. Un diagnóstico es
menos que una explicación. Podemos sospechar que ha ocurrido tal o
cual cosa, aunque no sepamos por qué ha ocurrido. Sea como fuere,
la ley del matrimonio homosexual, en su dimensión más misteriosa,
y asimismo más ambiciosa, encaja en el cuadro. Por eso me interesó,
y por eso me pareció bien valerme de una oportunidad fortuita para
ensartar unas cuantas ideas.
El primer ensayo está escrito de un tirón, salvo por las últimas
quince páginas y las notas largas. Eso no significa que lo haya com-
pletado en poco tiempo. Cuando no estoy obligado por una fecha
límite, acostumbro a no acabar las cosas, hasta que se me dispara un
resorte y bajo lo que los italianos llaman la saracinesca: una de esas
persianas plegables de hierro que sellan los establecimientos públi-
cos. Mientras tanto, corrijo y vuelvo a corregir, y no tengo el alma
en paz. Algunos detalles cronológicos, que he decidido no cambiar,
muestran que me he tirado dos años largos pedaleando sobre las mis-
mas páginas. Pero el estilo, me parece, es vivaracho, y refleja la velo-
cidad a que fue ejecutada la redacción original. En los dos primeros
tercios planteo el problema que ya conocen. Intento, además, crear

11
EL HOMBRE ENDIOSADO

atmósfera, contrastando la visión tradicional del matrimonio con el


humor prevaleciente entre nuestros contemporáneos. Recorro, ante
todo, itinerarios filosóficos. La filosofía es abstrusa y con frecuencia
ridícula, pero posee a la vez un alto valor indiciario. Es un poco
como la gramática onírica: fabulosamente extravagante, aunque in-
tensa. Exploro especialmente las pulsiones de signo idealista: son
idealistas —en sentido lato— quienes estiman que la realidad es a la
postre un artificio humano. O también: la realidad, para el idealista,
no se define hasta que el hombre la define. El idealismo guarda con
el voluntarismo una relación indudable. Por lo menos, es lícito decir
que el primero está presupuesto en el segundo. Si la realidad no se
definiera hasta que la define el hombre, poco podría la voluntad, que
terminaría estrellándose contra una realidad prehumana, una reali-
dad ya hecha.
A través del voluntarismo, el idealismo empalma con el autorita-
rismo político y, a lo peor, con el totalitarismo. El motivo es que la
orientación voluntarista de los poderes públicos parecerá tanto más
puesta en razón cuanto menos acabada, menos refractaria a los afanes
de un gobierno, se considere la realidad social. El soberano absoluto
hobbesiano, lo mismo en su versión clásica que en sus traslaciones
contemporáneas, se arroga muchos de los atributos del Creador: no
es casual que Hobbes prolongara, en algunos extremos, la démarche
de las teologías nominalistas. El curioso podrá comprobar que Hob-
bes coincide con Calvino en invocar al terrible san Pablo de la Epís-
tola a los Romanos, aquel que escribe: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú
para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: Por qué
me has hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo
barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles?». Hobbes
hace apelación a Pablo en su Liberty and Necessity, que es como ha
venido a conocerse el ensayo con que replicó a unas críticas que en
correspondencia privada había vertido contra él John Bramhall, pre-
lado de la Iglesia de Inglaterra. Para Hobbes, Dios puede hacer del
barro humano lo que se le antoje en virtud de su poder: «El poder
irresistible justifica todas las acciones, lo ejerza quien lo ejerza; no
ocurre tal con los poderes menores, y puesto que sólo Dios detenta el
poder absoluto, es necesario que todo lo que Él haga sea justo». Ello
no impidió que Hobbes, por las trazas, fuera ateo. Al cabo, nos en-
contramos con que ciertas formas de hobbesianismo político —y en
ocasiones militantemente antirreligioso— hunden sus raíces en una
teología implícita. O mejor, reprimida, más que trascendida.
En un mercado democrático, es posible que poderes de vocación
hobbesiana entren en sintonía con sociedades intoxicadas de idealis-

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PRÓLOGO

mo. Entonces se dibuja un curioso arco voltaico, una corriente que


comunica a gobernantes imprudentes con ciudadanos también im-
prudentes. Todo parece posible, y todo agible, por decreto. La Es-
paña de los últimos años ha estado incursa, en parte, en ese estado
de ánimo. Introduzco la cláusula reservona «en parte», porque en
nuestro país nadie se toma demasiado en serio las ideas. Los nacio-
nalcatólicos que habían encendido una velita a la reina Fabiola, se
pintan, en menos que canta un gallo, el pelo de verde. En España el
Carnaval es Carnaval, y la Cuaresma, también, es Carnaval. Después,
a lo mejor, nos sacamos las tripas. Pero ésta es otra historia.
El segundo ensayo surgió en el interior del primero. Ello ha oca-
sionado reiteraciones, que he dejado tal cual porque cada pieza se
puede leer como si la otra no existiera. Iba relativamente avanzado,
cuando coincidí con Vargas Llosa en una comida que daba el embaja-
dor de Holanda en un restaurante madrileño. Vargas Llosa observó,
a propósito de no sé qué, que no veía nada objetable en que dos
homosexuales se casaran si ésa era su voluntad y no hacían daño a
nadie. La posición de Mario Vargas es técnicamente libertaria. Con-
siste en considerar admisible una cosa, mientras no se lesionen inte-
reses legítimos de terceros. Por supuesto, la red de intereses legítimos
puede ser tupida; puede, incluso, llegar a ser asfixiante. Pero creo
que todos estamos de acuerdo en que a los libertarios no les gustan
las redes tupidas. En el paraíso libertario el radio de libertad indivi-
dual es muy grande, y la tendencia a abstenerse de juzgar al prójimo,
no menos grande. Hasta cierto punto, el ethos libertario surge de la
filosofía política liberal por un proceso de interiorización. En las so-
ciedades manumitidas del integrismo religioso o de los rigores de la
tradición, los límites del Código Civil o Penal tienden a confundirse,
no sólo con lo que es lícito hacer sin interdicto legal, sino con lo que
es lícito hacer tout court. O mejor, al revés: se propende a suspender
el juicio a menos que un acto no entre claramente en el terreno que
interesa a los tribunales.
Esto en teoría, claro es. Ninguna sociedad se sustenta, meramente,
sobre la ley. No es desaforado, con todo, hablar de una tendencia a la
abstención valorativa en quienes profesan como libertarios. Aparece
entonces una pregunta. ¿Por qué se considera que es bueno, bueno sin
más, que la gente sea libre? Entre las muchas respuestas posibles, exis-
te una especialmente concluyente: el acto específicamente humano,
el excelente en puridad, es elegir. Poder elegir es más importante que
beneficiarse de las consecuencias de la elección. Elegir, en fin, integra
un valor absoluto, o, si se prefiere, la libertad es encomiable, no por-
que nos permita elegir lo bueno, sino porque nos permite elegir sin

13
EL HOMBRE ENDIOSADO

más. De aquí a decir que algo es bueno para nosotros en la medida en


que lo hemos elegido, media un paso, un paso que no han dudado en
dar algunos pensadores libertarios. La fórmula nos remite de nuevo
al Dios de Calvino, identificado ahora con el hombre individual, o en
algunos textos de economía, con el consumidor. De manera que he-
mos rebotado, casi sin notarlo, en el voluntarismo. El segundo ensayo
trata de esto. No sería inexacto afirmar que el primer ensayo gira en
torno a la teología política de cuño voluntarista, y el segundo, alre-
dedor de la psicología voluntarista. A la postre, los ensayos se com-
plementan. El mundo que vivimos comprende a gobiernos tentados
por el voluntarismo político y, a la vez, a ciudadanos cuya psicología
no es ajena a la que retrata la filosofía libertaria. Lo normal sería que
los últimos se rebelaran contra Leviatán en nombre de sus libertades
en peligro. En este mundo desastrado, sin embargo, todo anda manga
por hombro. Leviatán hace visajes y extiende cédulas de felicidad, y
en ocasiones seduce a ciudadanos imantados por el ethos libertario.
Se diría que el mundo que habitamos es hobbesiano por partida do-
ble. Son hobbesianos los gobiernos, en el sentido convencional de la
palabra. Y lo son los individuos, ahora en sentido traslaticio. Re-
producen, por dentro, el voluntarismo de Leviatán. La diferencia de
escala importa mucho, desde luego, y aún más la diferencia de roles o
papeles. Pero resulta interesante reparar en la existencia de un núcleo,
una estructura, comunes.
El apartado sobre libertarismo adquirió las dimensiones excesi-
vas y laberínticas que ustedes saben, y tuve que separarlo del texto en
que inicialmente estaba incrustado. La pieza, en fin, me salió eso, de-
masiado filosófica. Y la puse en un rincón. Espero que no añadan us-
tedes las orejas de burro. Una última advertencia: el anexo 1 procede
de una nota, que decidí desglosar de la segunda parte porque es kilo-
métrica y aguanta por sí sola. Reviste un carácter más técnico quizá
que el resto del libro, pero también explora más a fondo la relación
entre voluntarismo e idealismo. El anexo 2 es fruto del azar. Mucho
después de escrito el libro, leí a Lilla y John Gray, y descubrí que mis
preocupaciones están flotando, por así decirlo, en el ambiente. Hice
una larga reseña para Revista de Libros, y llegué a la conclusión de
que merecía la pena incorporarla al Hombre endiosado. La reseña
sirve, si ustedes quieren, para situar lo que allí afirmo en el contexto
de las corrientes internacionales, más capaces que las que nos agitan
y hacen dar vueltas en el reñidero español.

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LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Como es sabido, la legalización del matrimonio homosexual ha sus-


citado en España un desconcierto considerable. Las encuestas reve-
lan ciertas correlaciones entre la actitud de los encuestados y sus
coordenadas sociopolíticas. La reacción tiende a ser negativa cuando
la persona consultada se manifiesta como católica o votante del PP.
Anuente, en aquellos casos en que se declara adscrita a la confesión
socialista. Los jóvenes, igualmente, aprueban la nueva institución en
mucha mayor medida que los talludos. Pero estamos hablando de
sesgos estadísticos, no de conexiones sistemáticas. Parece que la pro-
pensión hacia posturas de apoyo, o al menos de comprensión mati-
zada, va al alza en las democracias occidentales. En el caso español,
el diagnóstico provisional arroja un balance mixto. La ley no ha sido
acogida con entusiasmo ni tampoco con hostilidad, la contestación
ideológica se ha articulado en torno de grupos ligados a la Iglesia, y
la idea más extendida ha sido que se trata de un asunto en el que no
merece la pena dejarse la piel.
¿Cómo se explica la inhibición opinativa del ciudadano medio?
Una razón plausible es la falta de interés. Otra, la falta de criterio. Se
trata de dos explicaciones distintas, aunque en absoluto excluyentes.
En efecto, el desinterés disuade del esfuerzo que supone poner en
orden las ideas, y también a la recíproca: la persona que no está en
claro sobre lo que hay que pensar, se aparta de la cuestión proble-
mática e invierte su tiempo en otras cosas. Para el político profesio-
nal, esto liquida el contencioso. Es inevitable que el político desdeñe
como indiferentes o metafísicas las inquisiciones no orientadas a la
obtención inmediata de votos. El filósofo político o moral se halla
menos atenido, sin embargo, a la realidad inmediata. Tal o cual para-
doja, sin poder aparente de gravitación sobre los afanes del día, quizá

15
EL HOMBRE ENDIOSADO

sea determinante en la organización mental de los ciudadanos de la


próxima generación. La filosofía maneja, en fin, plazos absurdamen-
te largos. Esto la hace muy vagarosa, lo que no equivale a decir que
sea inútil. En las líneas que siguen, se abordará el matrimonio entre
personas del mismo sexo para llegar luego a conclusiones que afectan
a la concepción del gobierno, del Derecho, y muchas cosas más. Ha-
blaré de ideas antediluvianas, si bien operativas en los estratos menos
visibles del debate público. Y sacaré conclusiones que acaso intriguen
al lector. Empezaré por lo concreto, lo que está al alcance de la mano
u ocupa la cabecera de los diarios.

EL SEXO TRASCENDIDO Y LOS DERECHOS

Zapatero ha defendido la ley sobre el matrimonio homosexual ape-


lando a los derechos. Su argumento central es que la ley amplía los
derechos ciudadanos. Esta invocación, sin embargo, es equívoca. Se
suele hablar de derechos en varias acepciones, de las que destaco dos:

1) Los derechos como disponibilidades. Los Jardines del Buen


Retiro, un espacio reservado en tiempos al disfrute personal del rey,
fueron abiertos a los ciudadanos tras convertirse en propiedad muni-
cipal a raíz de la revolución de 1868. La deselladura de los Jardines
enriqueció el menú recreativo de los madrileños, en el sentido obvio
de que éstos tuvieron acceso a una serie de expansiones y entreteni-
mientos no disponibles durante la primera mitad del XIX. Por ejem-
plo: pelar la pava con la novia, a la sombra de los castaños de Indias,
en el área urbana comprendida entre las calles de Alfonso XII y de
Alcalá. O echar migas de pan a los peces que pueblan el estanque
central. Resumimos esta expansión de la esfera vital de los madri-
leños afirmando que los últimos adquirieron derechos que antes no
poseían.
2) Los derechos esenciales. En el Ensayo sobre el gobierno civil,
Locke asevera que el fin por el cual los hombres se reúnen en socie-
dad es la preservación (cursivas en el original: cap. IX, 124) de sus
vidas, libertades y propiedad. En un lenguaje más próximo al nuestro
que el de Locke: las comunidades políticamente organizadas sirven,
ante todo, para proteger derechos básicos, derechos que preexisten a
los actos legislativos o los fallos de los tribunales. He llamado «esen-
ciales» a estos derechos, porque mediante su ejercicio discrecional
el hombre se define y construye a sí mismo, o, si se prefiere, define
y construye su personalidad, su esencia. Para Locke, en efecto, la

16
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

propiedad —estate en el original— surge como una emanación del


sujeto: el sujeto genera propiedad al mezclar su trabajo con su en-
torno físico. Arrebatarle la propiedad equivaldría en consecuencia a
mutilarle. El sujeto, igualmente, se proyecta hacia sus semejantes a
través de la palabra, o expresa sus creencias religiosas eligiendo una
forma de culto. Negarle la libertad de palabra o imponerle una con-
fesión determinada, significaría también mutilarle, y así sucesivamen-
te. La idea de Locke persiste, con variantes, ampliaciones, y recon-
textualizaciones múltiples, en las grandes cartas de derechos del siglo
siguiente —la Bill of Rights de Virginia, la Déclaration des droits de
l’homme et du citoyen, etc.

Es evidente que las disponibilidades no tienen por qué erigirse


en derechos esenciales. Los madrileños no sufrirían una disminución
antropológica, si el Retiro se volviese a cerrar a cal y canto. Ahora
bien, no es menos evidente que el ejercicio de los derechos genera
disponibilidades, o, para ser más exactos, las exige o presupone. En
un país en el que los derechos de propiedad estén reconocidos, podré
comprarme una casa y legarla a mis hijos. En un país en el que se
haya instaurado la libertad de expresión, me hallaré en grado de es-
cribir panfletos políticos y denunciar al gobierno; ocupaciones, am-
bas, peligrosas o irrealizables en una dictadura. Los ejemplos pueden
repetirse ad nauseam.
La práctica, con todo, es más compleja que la teoría. Se ha pro-
pendido, de modo progresivo, a invertir los términos de la ecuación
e interpretar las disponibilidades, no como el resultado variable y
necesariamente contingente de derechos que sería disparatado pre-
cisar cuantitativamente —¿qué atención sanitaria gratuita estamos
autorizados a reclamar? Pues ninguna, ¡ay!, en particular, o, si se pre-
fiere, la otorgable según la coyuntura económica o la deuda pública
acumulada o la presión fiscal existente—, sino como una expresión
directa, inmediata, de los propios derechos. Se ha identificado, por
así decirlo, el derecho con el pago en especie, y esta identificación ha
estimulado dos procesos peligrosos y complementarios. Los gobier-
nos han degenerado en provisores de servicios, y los ciudadanos en
consumistas a cargo de un agente —el contribuyente— que no es na-
die en concreto, o sólo aparece como huésped anónimo del Estado.
El proceso ha calado hondo y dado lugar a patologías notables.
El ciudadano pide, simultáneamente, más servicios gratuitos y menos
cargas impositivas. El resultado agregado de esta disociación es inefi-
ciente económicamente, conforme demuestra la Teoría de la Elección
Pública. Y además es corruptor, si la misma teoría no miente. Pero

17
EL HOMBRE ENDIOSADO

estas consideraciones no son para tratarlas aquí y ahora. Sí conviene


señalar que la opulencia económica, el crecimiento del Estado Be-
nefactor, y las técnicas de captura del voto en que se ejercitan todos
los partidos, han multiplicado hasta el infinito la carta efectiva de
derechos, la cual puede comprender, en tal o cual país, estancias en
balnearios, turismo en el extranjero, interminables y erráticos estu-
dios de posgrado, o ayudas para la creación artística y literaria.
Vuelvo con ello a Zapatero y el matrimonio homosexual. ¿A qué
se refiere el presidente del Gobierno cuando sostiene que la exten-
sión del matrimonio a personas del mismo sexo amplía la gama de los
derechos? ¿Está hablando de disponibilidades, o de derechos esencia-
les? Pues de las dos cosas a la vez, según conviene a un político mo-
derno, no excesivamente escrupuloso, y no especialmente aficionado
a la filosofía. En aquellas ocasiones en que ciñe su voz al discurso que
en los Estados Unidos circula con el nombre de the politics of dignity
—«la política de la dignidad»—, Zapatero parece estar invocando
derechos esenciales. No es baladí, en lo referente al matrimonio ho-
mosexual, sentirse respetado, o no discriminado moralmente, o con
títulos para no esconder a los demás el afecto que se experimenta
hacia el ser querido. Estas emociones o estados de ánimo integran la
expresión psicológica de capacidades nucleares, de modos de estar en
la vida absolutamente decisivos en la conformación de la personali-
dad. Otras veces, sin embargo, la defensa que Zapatero ha hecho de
su ley ha vibrado en una longitud de onda distinta. La ambigüedad
queda patente en párrafos como el siguiente:

El matrimonio es una institución de convivencia, cuya denominación


ha ido adquiriendo un perfil convencional, social, de enlace jurídico
para convivir, basado en el amor. Si entendemos que dos hombres o
dos mujeres se pueden amar, si entendemos que pueden tener una
relación jurídica, si entendemos que esa relación además puede com-
portar adopción, ¿por qué no habíamos de denominar esa relación
matrimonio?

La cita proviene de un vis-à-vis que Zapatero y Paolo Flores


D’Arcais mantuvieron en la revista Micromega, y que Claves de razón
práctica publicó íntegra en abril de 2006. La entrevista larguísima
será un punto de referencia constante a lo largo de este ensayo. Con-
tinuando con lo nuestro: Zapatero no alude aquí, textualmente, a un
derecho. No dice qué bien o capacidad estructural se le arrebataría
al homosexual si no se le permitiera casarse. Lo que en rigor afirma,
es que no adivina los motivos por los que, a esta altura de la pelí-
cula, no deberían ingresar los homosexuales en una modalidad de

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LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

vida, de interrelación personal, que hasta ahora ha estado reservada


a los heterosexuales. El «¿por qué no?» suena a: «¿en razón de qué
restringir la gama de sus opciones?». O leído desde el lado de la
oferta: «¿por qué no aumentar sus oportunidades de consumo?». De
consumo entendido, de suyo va, en la acepción —típica de la teoría
económica— de «selección, uso, administración y reciclado de bienes
y servicios». El amor homosexual, confirmado matrimonialmente, se
doblaría en «amor conyugal», que es una manera, una gama del amor,
distinta de la extraconyugal. Consumada la homologación entre las
dos experiencias conyugales, las parejas homosexuales podrían dis-
poner quizá de un nuevo servicio: el derecho legal a la adopción. Y
así de corrido.
Estoy exagerando, de acuerdo. Pero no estoy inventando. Intuyo
que esta dimensión, esta línea oferta/consumo, irritó a los conserva-
dores, de derecha y también de izquierda. Percibieron en la apertu-
ra del régimen matrimonial algo raro y alarmante, algo que era un
ultraje y al tiempo una ligereza grotesca. Aun con todo el PP, que
había desaprovechado la oportunidad de regular por ley las parejas
de hecho, no habría opuesto una resistencia seria, ni siquiera notable,
ni aun mínima, si me apuran, a la protección jurídica de las uniones
homosexuales. Me refiero a una protección armada sobre aproxi-
maciones parciales, de índole práctica: derecho a legar en herencia,
derecho a la subrogación de alquileres, a la percepción de pensiones,
etc. España es mucho menos democrática que los USA, en varios de
cuyos estados se ha perseguido penalmente, hasta hace muy pocos
años, la sodomía. Pero es infinitamente más abierta en el orden mo-
ral. El PP habría pasado, en fin, por el aro, o por muchos aros. Lo que
levantó vientos de guerra en grupos confesionales con influencia en
la derecha política, fue la idea de que no hay diferencia entre la unión
homosexual y la heterosexual, o que ésta es lo mismo que aquélla.
Por ahí no se podía pasar. A regañadientes, y no sin una fuerte con-
testación interna, el PP recurrió la ley al Constitucional, que todavía
no se ha pronunciado.
Fuera de los círculos eclesiales, los cuales, por motivos obvios,
prefirieron apoyar su contraataque en una reivindicación del Dere-
cho Natural, la polémica asumió un perfil nominalista. Recuerdo ha-
ber oído decir en la radio a Francisco Vázquez, el ex alcalde de La
Coruña, que no tenía sentido llamar «matrimonio» a la unión entre
dos mujeres o dos hombres, cuando el DRAE define «matrimonio»
como «unión entre hombre y mujer». Vázquez, aunque socialista, es
también católico, y su objeción resume con justeza considerable el ar-
gumento, teñido de sorpresa, que más abundó en los ambientes con-

19
EL HOMBRE ENDIOSADO

servadores durante casi un año. ¿Fue un buen argumento? En prin-


cipio no, o, mejor dicho, según se mire. La izquierda parlamentaria
habría podido replicar que el texto que le atañía no era el DRAE sino
el Código Civil. Equiparados los derechos, resultaría impropio, des-
de una perspectiva legal, reservar denominaciones técnicas distintas
para formas de unión jurídicamente idénticas. Pero esto no obligaba
a alterar el español coloquial, el que han usado nuestros padres y
nuestros abuelos. No es inoportuno por tanto formularse la siguien-
te pregunta: ¿habría aceptado Zapatero que se acuñara un término
nuevo, verbigracia, «‘matrimonio’», para designar, indiferentemente,
a las uniones heterosexuales y las homosexuales? Todo, absolutamen-
te todo, estaría como está ahora, quiero decir, como están las cosas
tras la legalización de las uniones homosexuales. Salvo por un detalle:
la palabra antigua, «matrimonio», no sería intercambiable con «‘ma-
trimonio’». Los «‘matrimoniados’» recibirían un trato estrictamente
idéntico al de los matrimoniados. Pero no podrían reclamar la misma
denominación.
Bien, Zapatero y su equipo no se habrían dado por satisfechos.
Estoy hablando de un experimento hipotético, claro. No por hipo-
tético, no obstante, deja el experimento de ser analíticamente útil.
Una Constitución que, bajo la égida de una acuñación inédita, hu-
biese equiparado las capacidades jurídicas de homosexuales y hete-
rosexuales, se habría restringido a trasladar a segmentos nuevos de
la población franquías reservadas antes a un colectivo más pequeño.
La reiteración de «matrimonio» para designar uniones homosexuales,
sugiere, sin embargo, una idea más audaz: la de que el matrimonio
convencional, precisamente ese matrimonio, puede ser ocupado, ha-
bitado, fruido o vivido por homosexuales. El propósito de fondo no
es cambiar la institución con el propósito de poner al alcance de más
personas algunas de las cosas que los acogidos a la institución pre-
térita estaban autorizados a hacer. El fin, el fin de verdad, es ofrecer
la institución vieja a un colectivo que ahora comprende a los margi-
nados —impropiamente marginados— de antaño. De modo que Za-
patero, si bien se mira, ha fundido en uno dos movimientos, no por
fuerza coherentes entre sí. No sólo ha aumentado —pura Teoría de la
Elección Pública— la gama de servicios que la Administración pone
al alcance del ciudadano; simultáneamente, y de modo más misterio-
so, ha decretado que los homosexuales pueden ingresar en el mar-
co del matrimonio tradicional con todas las consecuencias, incluidas
las de la paternidad y la maternidad. De hecho, los homosexuales
pueden ser padres o madres, una vez que se les ha reconocido el de-
recho de adopción. Adoptar un hijo, no es, de acuerdo, lo mismo que

20
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

engendrarlo. Pero el futuro está preñado de posibilidades fabulosas, y


siempre habrá tiempo de pensar en algo. La ciencia avanza que es una
barbaridad. Y si la ciencia no avanzara lo bastante, quedarían el senti-
miento y el amor, y la esperanza de trascender, mediante un ejercicio
de buena voluntad, la herida enojosa que la especialización biológica
inflige en la superficie tersa, inconsútil, del género humano. Ya hemos
dado un primer paso. Con una sola palabra —«matrimonio»— se han
anulado, a un nivel simbólico, las diferencias que provisionalmente
persisten en operar en el plano de la naturaleza.
Por supuesto el presidente, que no es muy sistemático, que no sa-
craliza los conceptos, oscila sin advertirlo, y quizá sin que le importe
demasiado si hay oscilación o no, entre las dos sintonías en que emite
su mensaje. Y por supuesto, el presidente no aceptaría la interpreta-
ción que acabo de hacer de su discurso. Pero Flores d’Arcais, que no
es un político sino un intelectual, esto es, un hombre aficionado a
apurar las ideas hasta el límite, celebra la medida de Zapatero en los
términos que se han expuesto aquí. En su vis-à-vis afirma, de modo
textual:

Incluso en las sociedades más libres en temas de homosexualidad (y


que incluso llegaban a considerarla superior, ética y/o estéticamente),
el matrimonio como institución se refiere siempre y únicamente a
cónyuges de distintos sexos, con vistas a la reproducción, a la pro-
creación. La mutación antropológica que su ley introduce (a través
de una parsimonia verbal extrema: en lugar de «marido» y «mujer»
se habla de cónyuge sin especificar sexo) marcará por ello una etapa
en la historia de la humanidad, no sólo en la de España o en la de
Europa.

Las cursivas son mías. La sociedad «más libre» en temas de homo-


sexualidad a que se refiere d’Arcais, la que ponía, ética y/o estética-
mente, el amor homosexual por encima del heterosexual, es la griega
antigua, en tiempos de Sócrates y aledaños, o incluso más adelante
—Plutarco hubo de escribir, en el siglo I, un tratado en defensa del
amor heterosexual; el argumento nuclear de Plutarco fue que este
tipo de amor no era menos digno que el homosexual (Diálogo sobre
el amor)—. Es verdad que la homosexualidad, según la entendían los
griegos, no tenía nada que ver, absolutamente nada que ver, con la
aproximación que está implícita en la ley de Zapatero. La civilización
griega antigua no reconocía la igualdad entre los sexos, ni en el plano
biológico, ni en el social. El amor entre hombres no competía por
tanto con la relación conyugal. Ésta se articulaba en torno de la pro-
creación y la transmisión de la propiedad; aquél consistía en una

21
EL HOMBRE ENDIOSADO

suerte de poesía, intervenida por contactos físicos altamente rituali-


zados y cambiantes de ciudad en ciudad —en Tebas y Esparta había
barra libre; no en Atenas u otras ciudades-estado, propensas a aplicar
la prolija liturgia que describe bien Jaeger en Paideia—. La esencia
moral de la ley Zapatero estriba, por lo contrario, en la igualación
entre las dos relaciones y los dos amores. Zapatero los identifica en
nombre, por así decirlo, del principio democrático, y en oposición
polémica a las diferenciaciones funcionales y sociales que una previa
diferenciación biológica imprimió o alentó en las civilizaciones del
pasado. D’Arcais usa el término «mutación antropológica». Es un tér-
mino ambiguo, que puede referirse a un «cambio de mentalidad» o a
una «reconstitución material» del propio hombre. La asociación casi
inevitable entre «mutación antropológica» y «mutación genética» su-
giere la segunda lectura. D’Arcais deja el cabo suelto, coquetamente.
Y estima que la transformación portentosa se ha verificado gracias a
una parsimonia «verbal» consistente en obviar el género al designar a
los matrimoniados. El lenguaje, que es la sustancia de que están he-
chos los decretos, puede alterar, en fin, la realidad. Sobre este punto,
esencial por varios conceptos, volveré más adelante.
Pero merecen todavía un acto de recordación, de comprensiva
recordación, Francisco Vázquez y compañía. El argumento lexicográ-
fico —apartarse del DRAE nos expone a no llamar a las cosas por
su nombre— refleja, defectuosamente, una intuición no peregrina.
Lo que en realidad se quiere decir es que la ley Zapatero, al llamar
a ciertas cosas por el nombre que había estado reservado a otras, ha
intentado producir un cambio en las cosas mismas. Ha procurado
convertir en idénticas cosas que son distintas. Ciñéndonos a la parla
de d’Arcais: la «parsimonia» verbal no sólo ha simplificado el lengua-
je, sino que ha perseguido simplificar la naturaleza.
Éste es el nudo, el centro del asunto. De este centro nacen rayos
o flechas que apuntan a cuestiones importantes de carácter moral,
jurídico y político. Y de las cuestiones morales, jurídicas y políticas
nacen flechas recíprocas, y al cabo nos enfrentamos con una mara-
ña de preguntas, aunque no por fuerza de respuestas. Advertir, con
todo, que un asunto es problemático, es ya algo. O por lo menos es
mejor que estimar que una cosa es evidente por el solo hecho de
que no hemos pensado en ella lo suficiente. Señalaré algunos de los
ojos o núcleos alrededor de los cuales crece la maraña. ¿En qué me-
dida el matrimonio ortodoxo se ajusta a la naturaleza? ¿Qué es, a la
conversa, lo que se da a entender con el aserto de que una institución
social emancipa al hombre de la naturaleza? ¿Tiene sentido, desde
una perspectiva moderna, la expresión «Derecho Natural»? ¿Qué se

22
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

deduce de una contestación negativa, y qué de una contestación afir-


mativa? ¿Cómo se relaciona todo esto con el concepto de ley, o con
las potestades que resulta procedente reconocer al soberano demo-
crático? ¿Qué posiciones está adoptando la izquierda con respecto a
estos contenciosos?
Lo primero de todo, será echar una cala al concepto de matrimo-
nio, según fue defendido por algunos escritores ha tiempo difuntos.
La experiencia demuestra que a veces es bueno separarse de los lu-
gares comunes dominantes yendo hacia atrás. Es decir, repristinando
opiniones antiguas. Los antiguos no pensaban ni hablaban como no-
sotros, y, por lo mismo, decían las cosas sin reposar en las premisas
que vuelven aburrido y predecible el debate contemporáneo. Nues-
tros interlocutores serán Montaigne y Puffendorf.

LA VISIÓN CONSERVADORA

Montaigne dedica algunos párrafos sabrosos al matrimonio en el ca-


pítulo quinto del tercer tomo de sus Ensayos —«Sobre unos versos de
Virgilio»—. Se trata de una pieza digresiva y en ocasiones errática. No
sólo abunda el autor sobre el matrimonio: habla igualmente del deseo
sexual, de la impotencia incipiente del hombre maduro, del estro de
las mujeres y, por descontado, de sí mismo. No se había abatido aún
sobre las letras europeas el rigor puritano que dos siglos más tarde
difractaría en metáforas o alusiones o circunloquios la discusión sobre
el amor venéreo, y el texto de Montaigne está constelado de obser-
vaciones asombrosamente directas y citas de los clásicos más directas
todavía. Entresaco ésta de Juvenal —Sátiras, VI, 129-130— referida a
la incontinencia de Mesalina:

Con la vulva tensa, aún ardiente de deseo,


se retira, cansada de los hombres, aunque no satisfecha.

Inmediatamente después, Montaigne refiere o inventa una face-


cia a propósito de un caso ocurrido en Cataluña. Una mujer lleva a
su marido a los tribunales alegando que las asiduidades de éste se han
hecho insoportables. El consorte asnal ataca a la esposa no menos
de diez veces al día, incluyendo los de ayuno. Descarta Montaigne
que la mujer pudiera sentirse verdaderamente incomodada por la
pugnacidad del marido —«sólo creo en los milagros de la fe»—. Pero
las hembras son rebeldes y malvadas, y no dudan, por tener a raya
al esposo, en convertir en terreno litigioso hasta el mismísimo lecho

23
EL HOMBRE ENDIOSADO

conyugal. La reina de Aragón decretó que los coitos debidos no pa-


saran de seis, sacrificando al decoro «el mucho deseo de su sexo».
Rescato estas bromas para que cobre mayor realce lo que viene a con-
tinuación. Montaigne, en efecto, no era ni un gazmoño, ni un hom-
bre convencional. Leyó a los escépticos, fue latitudinario y descreído
en materia de religión, y se anticipa en muchas cosas a los libertinos1.
Es difícil leer a Montaigne y no pensar en Pierre Bayle, con el que
está emparentado por el humor travieso y la afición a entrar en los
asuntos conforme a los hábitos ambulatorios del cangrejo de mar.
Quiero decir, de costado, moviéndose en perpendicular a lo que, si
se trasladara a la dialéctica el idioma de la perspectiva, cabría llamar
«el rayo principal» del argumento. Pues bien, nuestro hombre vierte
sobre el matrimonio afirmaciones que ahora se estimarían escanda-
losamente retrógradas. Su posición se puede resumir en dos puntos.
Primero: uno se casa con vistas a tener descendencia —On ne se ma-
rie pas pour soy, quoi qu’on die; on se marie autant ou plus pour sa
postérité, pour sa famille—. Segundo: la ternura conyugal pertenece
a otra especie, a otra clase, que el amor pasional —Je ne vois point
de mariages qui faillent plus tôt et se troublent que ceux qui s’achemi-
nent par la beauté et désirs amoureux—. Son afectos distintos, y por-
que son distintos, no es bueno mezclarlos: «Pocos son los hombres
que se han casado con su amiga y no se han arrepentido después...».
Tras una elegante evocación mitológica, añade Montaigne, con rara
brutalidad: «[casarse con la amiga] sería como cagar en un cesto para
ponérselo luego de sombrero» —Chier dans le panier pour après le
mettre sur sa tête.
Dejemos a un lado los desafueros verbales, y sigamos adelante.
Coherente con la idea de que uno se casa para fundar una familia, y
no para pelar, eternamente, la pava con su mujer, Montaigne sostiene
que la elección de pareja debería reposar sobre terceros. Estaríamos
en otras si el centro del matrimonio fuera la pasión. Entonces ten-
dría que ser uno el que determinase con quién casarse: obviamente,
nadie sabe mejor que uno mismo de quién está enamorado. Como
el asunto, sin embargo, no va de sentimientos, sino de aprestar un
futuro razonable a los hijos que después irán llegando, tal vez resulte
preferible no emperrarse en ser al tiempo juez y parte: «El uso y el
fin del matrimonio interesan a nuestro linaje más que a nosotros. Por
ello prefiero que lo disponga un tercero antes que los contrayentes, y
las luces ajenas mejor que las propias». ¿Excluye el carácter utilitario
del matrimonio el afecto? Es claro que no. Significativamente, sin
embargo, Montaigne no habla de dos amores, el pasional y el surgido
dentro del matrimonio. Para Montaigne, el amor es sólo pasional.

24
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Pero el lazo conyugal autoriza un sentimiento de otro tipo o pelaje:


«En el buen matrimonio, si es que lo hay, no caben las emociones
del amor. Se reproducen, más bien, las de la amistad. Se trata de una
convivencia constante y dulce, signada por la confianza y un infinito
número de sólidas obligaciones y servicios mutuos».
La cuestión suscitada por Montaigne no es baladí, según se com-
probará dentro de poco. Ahora, retrocedamos unos pasos, miremos
el conjunto, y pongamos cuidado extremo en evitar las consideracio-
nes que no vienen al caso. Las estimaciones del bordelés nos remiten
a un momento y lugar concretos. Montaigne se manifiesta no sólo
como un propietario celoso de proteger y transmitir un patrimonio,
sino, además, como un noble de l’Ancien Régime, esto es, de un tipo
de sociedad en que la propiedad estaba ligada al estatus y el estatus
contribuía de modo decisivo a definir qué clase de persona era cada
cual. La persona, de hecho, tendía a confundirse con la clase a la
que pertenecía. No tendría sentido, en este contexto, representar-
se el matrimonio como una expresión de sentimientos íntimos. ¿Es
consciente de ello Montaigne? ¡Por descontado! Montaigne, que no
cultivó las percepciones universalistas de los estudiosos del Derecho
Natural, que era adicto a divertirse imaginando mundos muy dis-
tintos al suyo —las crónicas fantásticas que llegaban de América le
sirvieron para completar con reflexiones sabrosas los argumentos de
los antiguos sobre la infinita plasticidad del hombre: a las especula-
ciones librescas sobre los hiperbóreos, los etiópicos, las arimaspos,
los escitas, las amazonas y otros pueblos extravagantes y bárbaros,
se habían añadido, como testimonio de que la especie no cabe en un
molde único, noticias estupefacientes referidas a caníbales, tupinam-
bas, y otras rarezas de ultramar—, Montaigne, repito, habría acep-
tado sin pestañear la índole contingente de su modelo conyugal. El
modelo que defiende está ligado a una cultura, o es un instrumento
que cumple una función dentro de una cultura. Es más: dado que
sospecha que la sexualidad es indomeñable, tanto en el varón como
en la mujer, y que la institución conyugal gestiona el instinto desde
fuera, aunque no lo ahorma ni gobierna —«Si no se hubiera embrida-
do un poco, mediante la amenaza y la lisonja, la espontánea violencia
de su deseo [el de las mujeres], a todos [los hombres] nos saldrían
cuernos. El movimiento del mundo se reduce a este ayuntamiento
y gira en torno de él; es un hecho ubicuo, es el centro hacia el que
todo apunta»2—, cae de por sí que carece de motivos, mejor aún, está
imposibilitado, para concebir el matrimonio como correlato social
de un orden necesario, querido por Dios o encriptado en la letra re-
velada o en las costumbres universales de los hombres. En resumen:

25
EL HOMBRE ENDIOSADO

aunque nos resulte ajena, aunque ahora parezca escandalosa, cínica o


brutal, la teoría de Montaigne resulta por entero inteligible. Explica
—dadas las circunstancias, o mejor, su circunstancia— el cómo y el
para qué del matrimonio. Esto es ya mucho. Es bastante más, según
intentaré demostrar, que lo intentado o conseguido por los valedores
del matrimonio homosexual.
Con esto paso a Puffendorf, nuestro segundo autor remoto. Puf-
fendorf, un jurista y teólogo sajón de confesión luterana, floreció en
la segunda mitad del XVII. De Montaigne lo separan la coyuntura his-
tórica, la formación y el talante. Pero lo esencial es que Puffendorf,
al revés que Montaigne, se halla firmemente anclado en el Derecho
Natural. Puffendorf, en efecto, es el creador, o al menos el sistema-
tizador, del iusnaturalismo moderno. Esto le obliga a desplazar la
visual y dedicarse menos a subrayar los contrastes y diferencias entre
los pueblos —Montaigne fue un antropólogo cultural in nuce— que
a inquirir, detrás de cada costumbre o institución registrada por etnó-
grafos y cronistas, una estructura racional, común a toda la humani-
dad. En su obra magna —Derecho natural y de gentes—, dedica el ca-
pítulo primero del libro VI al matrimonio. Atendamos a lo que dice.
Según Puffendorf, tras la Caída, y con miras a que se propagasen,
Dios infundió en los hombres el deseo sexual y la urgencia del aco-
plamiento. Pero no creó directamente el matrimonio. El matrimonio
es una institución humana. De aquí se desprende una primera con-
clusión interesante: el matrimonio es y no es natural. No es natural
en el sentido en que es natural que tengamos dos ojos, dos piernas
y una nariz. Puffendorf se hace eco de una era mítica en la que la
madre no era esposa ni el padre esposo y los hombres vivían en esta-
do de promiscuidad. Tal ocurrió en el Ática3, antes de que Cécrope
pusiera orden en el magma ancestral. Puffendorf cita a Ateneo de
Náucratis:

En Atenas, Cécrope fue el primero que desposó a un hombre con sólo


una mujer. Antes, las uniones habían sido azarosas, y los hombres
compartían a sus mujeres. [...] Cualquier hombre podía ser hijo de
muchos hombres, y nadie sabía, por tanto, quién era su padre.

A la vez, el matrimonio es natural. El hombre está diseñado para


vivir en sociedad, en sentido amplio: no sólo es capaz de aprehender,
mediante el uso de la razón, las leyes naturales, esto es, las normas
que Dios ha dictado para que sus criaturas se organicen colectivamen-
te, sino que está provisto de un complejo de instintos, de reflejos, de
apetitos, que hacen esa organización posible. Cabe hablar, por ejem-

26
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

plo, de un instinto cooperativo; y de un respeto instintivo —aunque


imperfecto— hacia la propiedad ajena; y es desde luego instintivo el
deseo sexual, y el afecto que éste genera hacia quien lo ha satisfecho;
y amamos a nuestros hijos por instinto. De ahí que sea lícito afirmar
que el matrimonio —jurídicamente, un contrato— hunde sus raíces
en la naturaleza. El matrimonio se ajusta a la naturaleza en la me-
dida en que aloja y sistematiza tendencias espontáneas del hombre.
El matrimonio, en fin, constituye uno de los medios por los que el
hombre incrusta, en una estructura civil, o civil en potencia —los
patriarcas fundaron familias antes de congregarse en repúblicas—,
sus aptitudes nativas.
No se sigue de aquí, no obstante, que exista una sola forma de
unión congruente con la ley natural. Dios quiere que nos multi-
pliquemos y cuidemos de nuestros hijos. Pero ha dejado cabos suel-
tos, cabos que el hombre puede atar de muchas maneras. Puffendorf
no condena, verbigracia, la poligamia. Su circunspección deriva, en
parte, de fuentes bíblicas. La poligamia prevaleció entre los hebreos
durante determinados periodos, según se echa de ver por las muchas
esposas que Dios concedió a David (2 Samuel 12, 8). Y además, y so-
bre todo, está el hecho de que es posible, o nada impide en principio,
criar a los hijos en el alvéolo poligámico. Así que el teólogo luterano
no se arranca a fulminar la poligamia como contraria a la ley natural.
Lean el pasaje siguiente:

Admitamos que el propósito natural del matrimonio es la generación


de descendencia. Pues bien, conviene señalar que no excede de las
fuerzas de un varón, ni siquiera de un varón continente, el satisfacer
simultáneamente a varias esposas, sobre todo cuando éstas siguen el
ejemplo de Zenobia, reina de los palmerinos, la cual «sólo conocía a
su marido para asegurar el fruto», según escribe Trebelio Polión (Los
treinta usurpadores, XXX).

Concluye el teólogo, en un rasgo de misoginia: «No aborrecerían


las mujeres la poligamia, si no las apretara tanto la concupiscencia».
Puffendorf compendia maravillosamente lo que, desde un punto
de vista contemporáneo, cabría llamar «la teoría conservadora» de las
instituciones. De un lado, el conservador entiende que las institucio-
nes duraderas deben asentarse en la naturaleza. Es contrario por ello
a que inventemos en exceso, es decir, a que incurramos en novedades
que pudieran entrar en conflicto con el sustrato primigenio del ser
humano. De otro lado, el conservador es consciente del carácter cae-
dizo, corrompible, potencialmente peligroso, de la especie. Puffen-
dorf dedica muchas páginas a recordarnos que el hombre es de cui-

27
EL HOMBRE ENDIOSADO

dado. Entonces, o en ese momento, cambia el tenor de su discurso.


Las instituciones comme il faut dejan de ser un eco de los instintos,
para convertirse en un medio orientado a disciplinarlos, a enquiciar-
los. Se detecta un centro tormentoso en el corazón del pensamiento
conservador, un conflicto. El conflicto se resuelve por elevación: a la
postre nos encontramos con que lo propio de las instituciones es de-
sarrollar, o completar, lo que la naturaleza ha dejado sólo en esbozo,
esto es, en estado imperfecto e inapto aún para la construcción de un
orden social. La actitud del conservador con relación a la naturaleza
recuerda en algunos extremos a la que adoptan los hombres de dere-
cho respecto de una constitución. El fundamento lo han puesto los
constituyentes. No obstante, la ley ha de ser reinterpretada cada cier-
to tiempo a fin de que no degenere en letra muerta. No se afirma en
ningún instante que reinterpretar la ley sea lo mismo que recrearla.
Se prefiere hablar del «espíritu» original de la ley, o del propósito «ge-
nuino» de los constituyentes. Ese espíritu y ese propósito perderían
vigencia si no se procediese a verter en formas nuevas una idea que
es, sí, inspiradora, pero también genérica y, por genérica, compatible
con más de una lectura concreta.
Esta línea argumentativa invita a representarse las instituciones
en términos adaptativos. Las instituciones mediarían entre una na-
turaleza dada, no elegida, y las circunstancias cambiantes de la so-
ciedad. Sigue quedando, por supuesto, un margen de maniobra con-
siderable. Tan considerable, que se puede autorizar la poligamia en
unos casos —el de las sociedades pastoriles en que se movieron los
patriarcas del Antiguo Testamento—, y excluirla en otros —la Euro-
pa cristiana del XVII, por ejemplo—. Pero la moral y las instituciones
a ella anejas tienen que servir para algo, ser útiles. Cerca de un siglo
más tarde de la publicación de Derecho Natural y de Gentes, el juez
Blackstone resumió con contundencia ejemplar la dimensión utilita-
ria del Derecho Natural:

[Dios] ha entretejido de forma tan estrecha, ha establecido una co-


nexión tan íntima entre las leyes de la justicia eterna y la felicidad del
individuo, que la última sólo llega a sazón dentro de los límites esta-
blecidos por las primeras. A la inversa: basta observar puntualmente
las primeras, para que se verifique la última. Dada esta recíproca re-
lación entre justicia y felicidad humana, Dios no ha querido obscu-
recer la ley de la naturaleza con una multitud de reglas y principios
abstractos, referidos a la conveniencia o inconveniencia de las cosas,
como algunos han supuesto vanamente, sino que ha comprimido su
mandato en un precepto paternal: «perseguid vuestra felicidad». Tal
es el fundamento de lo que denominamos ética, o ley natural. Las

28
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

varias ramas en que ésta se subdivide concurren en el fondo a un


mismo propósito, que es demostrar cuándo una acción promueve la
felicidad real del hombre. En ese caso se afirma con toda justeza que
la acción forma parte de la ley de la naturaleza. O al contrario: basta
que una acción tienda a destruir la felicidad, para que la ley de la na-
turaleza la prohíba (Commentaries on the Laws of England, Book I,
Part I, Section II).

Aun después de haber admitido que los conservadores interpre-


tan las instituciones en términos parcialmente utilitaristas, y que son
propensos a analizar el cómo de cada una en relación a su para qué,
seguiríamos sin entender nada, nada en absoluto, si no cayéramos en
la cuenta de que esa inclinación hacia lo utilitario se produce dentro
de una inteligencia general de las cosas que es de índole naturalista.
Las destrezas de todo orden que el hombre ha desarrollado para ha-
bérselas con el reto permanente que es vivir, se conciben menos como
artificios excogitados para la evacuación de una necesidad concreta,
que como hábitos o propensiones que, engarzados a otros hábitos
o propensiones, conforman un carácter, una mentalidad, una forma
de ser. De aquí se desprende otro rasgo distintivo de la composición
de lugar conservadora: su antiintelectualismo. La moral, aunque sea
útil, mejor, aunque deba ser útil si es que aspira a ser algo más que un
espejismo, un veranillo de san Martín soñado por el hombre en un
momento de vanidad o de irresponsable ambición, no es percibida
ni vivida en términos instrumentales. Entiéndase, como un medio
enderezado a un fin que se ha concebido de forma independiente.
Viene a cuento el reproche que John Stuart Mill dirige a su maestro
Bentham —crítico acerbo de Blackstone, por cierto— en Remarks
on Bentham’s Philosophy. Mill nota que algo falla, algo es hueco y ab-
surdo, en la tesis benthamita de que el hombre avisado mide el valor
de una acción por las consecuencias —esto es, por el balance de placer
y dolor— que la acción trae consigo:

[No se puede mantener, de ninguna manera, que] nuestros actos estén


determinados por el dolor y placer que estimamos prospectivamente,
o que se nos hacen presentes en tanto que consecuencias de una ac-
ción. El dolor y placer que determinan nuestra conducta preceden a la
acción en no menor medida que la siguen. Es posible, de acuerdo, que
un hombre venza la tentación de cometer un crimen por el temor del
castigo o del remordimiento que sobre él se abatirán después del acto
culpable; y en tal caso no sería inadecuado afirmar que se ha movido
tras hacer un balance de sus motivos o, si se prefiere, de sus intereses.
Pero también puede ocurrir, y no es menos probable que ocurra, que
retroceda ante la propia idea de cometer el acto [...]. Su conducta está

29
EL HOMBRE ENDIOSADO

determinada por el dolor; ahora bien, por un dolor que precede al


acto, no que lo sucede. No sólo puede ser esto así, sino que, a menos
que lo sea, el hombre no es realmente virtuoso.

La tesis de Mill reposa sobre una separación entre las consecuen-


cias objetivas de la moral —tasables conforme al cálculo utilitario— y
la experiencia subjetiva de esa misma moral. No aceptamos —o no
aceptamos sólo— una moral por sus consecuencias, sino que, en cier-
to modo, la aceptamos en sí misma. O mejor, el principio moral se
interpone entre nosotros y sus consecuencias, y actúa y nos deter-
mina antes de que nuestra inteligencia lo perfore limpiamente y lo
deje atrás persiguiendo los efectos que de él se derivan4. Mill no pien-
sa, todavía, en términos evolucionistas, y en ocasiones nos presenta
al sujeto como escindido entre dos ocupaciones: la de calcular las
consecuencias y la de percibir el principio. Esto es rudimentario. La
psicología evolucionista apronta explicaciones más finas. Los meca-
nismos de la selección natural habrían propiciado la aparición de vir-
tudes que son morales... y útiles a la vez. Sería lícito decir lo primero,
porque las virtudes en cuestión —ciertas formas de generosidad; la
lealtad; el amor a los hijos, etc.— constan en el inventario de lo que
apreciamos como moral en el sentido habitual de la palabra. Y estaría
justificado decir lo segundo, porque un individuo virtuoso reúne en
promedio, sobre el que no lo es, ventajas marginales en el arte deci-
sivo de maximizar la propia descendencia. Así que es la naturaleza la
que realiza el cálculo utilitarista. Y es el individuo el que experimenta
la emoción moral. O también: es el orden social acumulado el que
realiza el cálculo utilitarista. Cada uno, luego, implementa ese cál-
culo sin necesidad de calcular. Prospera por cuanto acepta el orden
social, lo que no implica, en modo alguno, que se dedique a elegir
conscientemente los beneficios biológicos que la asunción de dicho
orden lleva aparejados.
Es interesante notar que la idea de que ejercemos conscientemen-
te la virtud, es decir, la ejercemos en vista de que sus consecuencias
son beneficiosas, está conectada a una segunda idea: la de que se es
virtuoso por agregación. Será virtuoso el que sume más acciones vir-
tuosas. La conexión viene facilitada por la lógica del cálculo racional.
Ello se aprecia con especial desnudez en Bentham, quien define como
moralmente buenos aquellos actos cuyas consecuencias promueven
la felicidad del agente (An Introduction to the Principles of Morals
and Legislation, cap. 1). El agente mide la bondad de cada acción por
sus consecuencias, y el balance de bondad que su conducta arroja en
conjunto, por la suma de los balances parciales. La experiencia, sin

30
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

embargo, no abona en absoluto la tesis de Bentham. El hombre o la


mujer virtuosos lo son en cuanto han conseguido darse una estructura
psíquica... refractaria al crimen. La tentación asalta de vez en cuando
al virtuoso; y el virtuoso desfallece de tarde en tarde; y, por supuesto,
no existen virtuosos de una pieza. Los jefes de la mafia, por ejemplo,
suelen ser excelentes padres de familia y temibles asesinos. Pero la
virtud propende a ser ambulatoria; la virtud circula por un sistema
hidráulico en que muchos o bastantes canales están comunicados.
La esposa o el esposo fiel tenderán a retraerse sentimentalmente al
hogar y a concentrar sus energías en el proyecto —interminable— de
criar a los hijos. La aceptación de proyectos interminables altera la
medida del tiempo, primando el largo plazo sobre el corto o medio.
Lo último, por un efecto boomerang, estimula la fidelidad y redunda
de nuevo en favor de los hijos, etc. Al cabo, descubrimos que la vir-
tud es un hábito y una forma de ser, más que de calcular. Y que esto
rige en el caso del matrimonio no menos que en otros casos, y con
frecuencia, más que en otros casos.
Podemos comprender, a estas alturas, por qué el matrimonio
homosexual encaja mal en la visión conservadora del hombre y la
sociedad. Para el conservador la moral no es sólo una emoción, o
un mandato interior, o el eco que hace la voz de Dios al resonar en
las almas. Constituye también, inexcusablemente, un instrumento de
supervivencia. Los sentimientos morales se hallan sintonizados entre
sí y con el medio ambiente de manera tal que el sujeto que los expe-
rimenta sale a la postre ganando, por mucho que el malvado o el fre-
nético parezcan llevarse el gato al agua cuando se echan las cuentas a
la ligera y sin estudiar el asunto con la amplitud debida. Puffendorf
encarece las ventajas de ser bueno desde la perspectiva caballera del
Derecho Natural, en tanto que Montaigne se ocupa de agrupaciones
humanas concretas, y tal vez asombrosamente dispares entre sí. Lo
importante, sin embargo, es que ambos coinciden en entender que
no haríamos lo que hacemos, ni seríamos como somos, si lo que ha-
cemos o lo que somos no nos adelantara en la tarea de prosperar en
un mundo que es difícil, pero también único, y por único, inevitable.
La conclusión, en lo que hace al connubio homosexual, es obvia. El
problema no consiste en que el matrimonio homosexual sea conde-
nable, en el sentido en que es condenable matar a un niño o quedarse
con el cambio cuando se le vende un souvenir a un turista, sino en
que no se sabe para qué sirve. Si no sirve para nada, no se compren-
de tampoco cómo podría articularnos moralmente, o expresado de
otra manera, cómo podría contribuir a nuestra instalación eficaz en
este valle de lágrimas. Resultaría sorprendente, insólito, que el me-

31
EL HOMBRE ENDIOSADO

canismo sobreviviese al cese de la función. No quiero, sin embargo,


seguir elaborando este asunto de manera directa. Prefiero referirles
primero la alarma, divertida alarma, que inspiran a Puffendorf las
especulaciones matrimonescas de John Milton, un hombre de genio
y un extravagante. El lance anticipa, milagrosamente, las peloteras
que en nuestros pagos ha provocado la ley Zapatero.
En 1643, John Milton defendió el divorcio en un panfleto di-
rigido al Parlamento (On the Doctrine and Discipline of Divorce).
Según Milton, el matrimonio ha sido ordenado por Dios a fin de que
hombre y mujer se hagan compañía:

Dios, cuando instituyó el matrimonio, manifestó el fin que lo había


inspirado con palabras que aludían de forma expresa a la decorosa
y alegre conversación que con la mujer podría mantener el hombre,
una conversación destinada a ahuyentar las agonías que comporta
una vida solitaria. No se menciona el propósito de procrear sino más
adelante, como corresponde a un fin secundario en dignidad [cursivas
mías].

De aquí Milton pasa a la conclusión, muy razonable dadas las


premisas, de que es natural que dos esposos infelices se divorcien. El
texto está claramente sesgado hacia la felicidad del esposo, lo que se-
guramente encenderá las luces rojas del feminismo contemporáneo.
Pero éste es otro asunto. Lo interesante es que Milton ha separado
el matrimonio de la procreación. En Derecho Natural y de Gentes,
Puffendorf admite también el divorcio, aunque sólo en los casos en
que el mal entendimiento entre los esposos genera un ambiente poco
favorable a la crianza de los hijos. A lo que no se aviene en modo
alguno Puffendorf es a que la relación entre los cónyuges se ponga por
delante de su obligación como padres. Después de rebatir la lectura
que Milton hace del Génesis, esgrime, ¡oh maravilla!, un argumen-
to que debería resultarnos familiar. Imaginemos, en efecto, que el
matrimonio sirviera sobre todo para asegurar la felicidad de los con-
trayentes; en esa hipótesis, no se entiende por qué no podrían casarse
entre sí dos hombres. Salvo en la fase de inquietud venérea, observa
Puffendorf, es notorio que los hombres se divierten más junto a otros
hombres que en compañía de mujeres.
Nos hallamos, de repente, en el núcleo de la polémica. O el ma-
trimonio es un instrumento jurídico para poner orden en la procrea-
ción, o el matrimonio es, digamos, amor. Si lo segundo, no existen
razones para que no se casen dos personas del mismo sexo. Ya que,
innegablemente, un hombre puede amar a un hombre, o una mujer a
una mujer. ¿Está todo claro?

32
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Dejemos a los clásicos, y enfilemos la cuestión de frente. En mi


opinión, no está todo claro. Para empezar, se ha obviado una conside-
ración elemental: la de por qué es necesario que se casen dos personas
que se aman. El problema no es el mismo ahora que hace, por ejem-
plo, un siglo. Hace un siglo, dos personas que se amaban no podían
vivir juntas a menos que se casaran. Pero ahora pueden vivir juntas
sin la obligación de pasar por la vicaría. Es más, pueden ejercer de-
rechos importantes sin pasar por la vicaría. El salto desde el amor al
matrimonio debe, por consiguiente, ser justificado con argumentos
algo más elaborados.
Uno posible es que el matrimonio sanciona el amor vis-à-vis de
la sociedad. Pero se trata de un argumento que, así expuesto, resulta
un tanto flojo, amén de anacrónico. La sociedad contemporánea, al
menos en medios urbanos, sanciona el amor no mediado por el ma-
trimonio. El intríngulis no reside en esto, sino en una cosa más sutil:
a saber, si la suerte de unión que antes se denominaba «matrimonio»
provee experiencias, fruiciones, inasequibles cuando se abandona ese
formato. Si la respuesta es «sí», nuestro argumentador podría añadir
que la extensión del matrimonio a los homosexuales proporcionará
a éstos vivencias magníficas que no estarían a su alcance en el caso
de que el matrimonio entre personas del mismo sexo no se hallara
recogido en los códigos. Apurando más la exposición: hasta ahora,
el matrimonio, una institución prevista para la procreación, ha gene-
rado una clase de afecto, el afecto conyugal, que es distinto de otros
afectos. Verbigracia, el paternal, el filial o el pasional. ¿Sería justo
negar a los homosexuales el amor conyugal? ¿Es decir, el que surge al
hilo de un modelo de convivencia históricamente enderezado a que
unas generaciones se enchufen en otras?
La pregunta es rara. Más rara de lo que algunos quizá estimen.
En orden a apreciar la esencial extrañeza de la pregunta, convendría
acaso registrarla a través de una analogía. Piensen, qué sé yo, en la
guerra. Ésta exige, y ocasionalmente propicia, el ejercicio de virtudes
—adhesión a una causa colectiva, desprecio de la propia vida, etc.—
que no cumplen un papel ostensible, ni son, por tanto, especialmen-
te solicitadas en época de paz. ¿Se sigue de aquí que sería sensato
sostener guerras con el objeto de excitar las virtudes asociadas a la
guerra? La pregunta está autorizada por precedentes conocidos. Los
moralistas nostálgicos de los valores republicanos de Roma añoraban
el tiempo en que ésta, apremiada por la necesidad de prevalecer en el
Mediterráneo, se había enfrentado a Cartago. Su añoranza no se di-
rigía a la guerra en sí, o a las ventajas anejas a la victoria, sino a los
sentimientos y fortalezas que los contendientes extraen del fondo de

33
EL HOMBRE ENDIOSADO

su alma cuando el precio de no echar buen pelo es ser arrasado por


el enemigo. El punto estribaba en recuperar una preciosa economía
externa —las virtudes castrenses— generada por la guerra. ¿Era la
propuesta de los nostálgicos razonable? ¿Tendría sentido librar gue-
rras haciendo abstracción de la ventaja de ganarlas?
Yo creo que no. Muchos esfuerzos extraordinarios —ganar una
guerra, ganar unas oposiciones, ganar la fama— sólo se acometen
con referencia a un fin concreto. El fin impone obligaciones, obli-
gaciones que no se asumirían en ausencia del fin. Una guerra des-
atendida de objetivos materiales no movilizaría la ingente cantidad
de recursos psíquicos y no psíquicos que ponen a contribución los
contendientes, civiles y militares, en una guerra de verdad. Desen-
ganchar del telos las economías externas que propicia una conducta
teleológicamente motivada, y perseguirlas como un fin independien-
te, supondría un ejercicio de voluntarismo poco realista. Nótese que,
a estas alturas, es preciso aquilatar las palabras con cuidado extremo.
Los arcaizantes que en el siglo I a.C. echaban de menos las guerras
púnicas, y hasta habrían deseado inventarse una nueva Cartago para
volver a librarlas, eran política y moralmente conservadores, o mejor,
reaccionarios. Su icono, su expresión heráldica, fue Catón el Joven,
el retratado por Cicerón en De finibus. A los hombres de la madera
de Catón les habría placido que el tiempo girara hacia atrás y vol-
viese el horror de Aníbal si con ello resucitaba la gloria de Escipión
el Africano. Nuestro conservador de referencia, sin embargo, se ha-
lla soberanamente exento de la nostalgia que afligió a Salustio o del
fanatismo de Catón. No es un voluntarista a la caza de las virtudes
inventariadas en los prontuarios de buenas costumbres sino un rea-
lista que sospecha que las virtudes están aplicadas a un uso, y que se
agostan cuando no se usan, y que lamentarlo es un poco como echarse
a llorar sobre la leche derramada. Es, también, alguien que sospecha
que los usos no se improvisan, ni por tanto las virtudes que sirven
a esos usos. Ni menos aún se improvisa el carácter, que es una co-
ordinación y como congruencia entre las distintas virtudes, a la vez
que una respuesta oportuna a los retos que nos propone el medio
ambiente, social y natural.
Es obvio cómo se relaciona lo anterior con el matrimonio entre
homosexuales. La institución del matrimonio homosexual persegui-
ría dispensar a los homosexuales una economía externa —el amor
conyugal— obtenible sólo en el contexto del matrimonio según éste
se entendía en las sociedades tradicionales. Es obvia también la con-
testación a la pregunta que llamé «rara». La clave del amor conyu-
gal reposa en obligaciones —los hijos, fundamentalmente— mucho

34
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

más pertinaces que la pasión que pueda despertar la pareja. El amor


conyugal es lo que pasa cuando un compromiso difícil de romper
impone a la convivencia un tempo, una duración, excepcionalmente
prolongados. Quienes, a despecho de crisis recurrentes, o del abu-
rrimiento o la melancolía que a veces se instalan pasados unos años,
continúan oficiando de esposo o esposa, enriquecen su registro inte-
rior con un elemento que no se comprendería si la ruptura del lazo
no fuese penosa, tanto en lo que hace a los sentimientos, como a las
consecuencias puramente materiales que envuelve el abandono del
hogar. Se replicará que muchos heterosexuales se casan y no tienen
hijos, o mejor aún, se casan sin el designio de tener hijos. Y que ello
no les impide ser felices. Pero hay que colocar cada cosa en su sitio.
Los que se casan sin la intención de tener hijos, aunque persiguiendo
al tiempo la forma de estabilidad que proporciona el matrimonio clá-
sico, están haciendo un uso parasitario de éste. Digo «parasitario» sin
ánimo alguno de introducir en la discusión una nota censoria. El uso
es parasitario, por cuanto se apoya en estructuras que no se tendrían
en pie si no hubieran servido originalmente, y no siguieran sirviendo
todavía, a la formación de una familia. Son esas estructuras las que
habilitan el nicho ecológico en que crece y se consolida el amor con-
yugal. Y revisten una índole teleológica: son el cómo motivado por el
para qué de los hijos y su medro en un ambiente seguro. Puffendorf
abordó también el problema de las uniones matrimoniales que, por
ser infértiles, no sirven ya a su telos original. Se entretuvo en espe-
cular, ante todo, sobre los matrimonios contraídos a una edad que
convierte la paternidad y la maternidad, o en imposibles, o en in-
oportunos. La respuesta de Puffendorf es irisada. Según Puffendorf,
el matrimonio soporta aplicaciones alternativas a las del modelo ca-
nónico. Pero sólo hasta cierto punto o, si se prefiere, no indefini-
damente. Más allá de un límite, la variante heterodoxa subvierte el
modelo y acaba por destruirlo5. La percepción de Puffendorf, a mi
entender, es correcta. Es correcta funcionalmente: es improbable que
las actitudes que confirman desde fuera y desde dentro el matrimonio
conservaran su fuerza una vez que éste, en dosis masivas, hubiera de-
jado de servir a los objetivos por cuya causa esas actitudes empezaron
a operar. Y es correcta en un sentido más difícil de definir, un sen-
tido que quizá cupiera llamar «estético»: no se pueden usar tenazas
para cortarse las uñas. Naturalmente, están cambiando conductas y
actitudes, como lo prueba la instauración del divorcio exprés. Pero
el divorcio exprés, no nos engañemos, revela una despotenciación
considerable del matrimonio. Es posible, en fin, que el proceso de
modernización, en sentido amplio, esté erosionando el viejo lega-

35
EL HOMBRE ENDIOSADO

do, y que haya comenzado a perfilarse una situación inédita y aún


por categorizar. La legalización del matrimonio homosexual estaría
contribuyendo, en ese supuesto, a imprimir un ritmo más vivaz al
proceso de demolición. Representaría un episodio menor dentro de
un desarrollo histórico mucho más vasto.
Esto es algo que no discuto y que no necesito discutir, puesto que
no toca a la línea caudal del argumento. La línea caudal del argu-
mento es que no se acaba de ver con claridad a qué proyecto obedece
la extensión del matrimonio —con todos sus ringorrangos y adere-
zos— a parejas del mismo sexo. La tesis de que el asunto residiría
en ofrecer a los homosexuales una experiencia hasta la fecha inédita
para ellos —el amor conyugal— se me antoja, como he dicho, muy
superficial: lo que a la larga se conseguiría no es extender el amor
conyugal, sino desvirtuar el contexto en cuyo interior ha conseguido
desarrollarse. De añadidura, hay otra pieza que no encaja dentro del
puzle. Los que abogan a favor del amor homosexual, suelen ser los
mismos que valoran, por encima de todo, la autonomía personal.
¿Qué es la autonomía personal? Bueno, se trata de una larga historia,
si uno adopta una perspectiva filosófica. Pero si se toma el concepto
en su acepción informal y contemporánea, que es la políticamente
operativa, la historia ya no es tan larga. Por individuo autónomo,
suele entenderse el no determinado por un sistema estricto de prohi-
biciones y tabúes, o expresado lo mismo en positivo, el abierto a vi-
vencias nuevas. Los oficiales del ejército imperial austrohúngaro que
Schnitzler retrata en sus cuentos, o un monje, o un castellano viejo de
chapa y media atacada, son lo contrario de un individuo autónomo.
Son personas regidas por códigos, o personas ahormadas desde fuera
por normas de conducta generales, quiero decir, emanadas de una
casta, una clase, una profesión o una tradición familiar o cultural.
El individuo autónomo, a la inversa, se inventa a sí mismo todos los
días. Vive al raso, y no se deja capturar por prejuicios, reflejos here-
dados, o escrúpulos mojigatos. Idealmente, el individuo autónomo
habría de poder ser lo que libremente se le antojara ser. En cierto
modo, el individuo autónomo es el heredero democrático del héroe
romántico. ¿Qué tiene que ver el héroe romántico con la vida matri-
monial, cuya característica, según hemos comprobado, consiste en la
dificultad de seguir eligiendo una vez que se ha elegido? ¿Por qué los
valedores de la autonomía ponen tanto empeño en reivindicar una
institución que limita profundamente la libertad?
Estoy hablando en términos psicológicos, no lógicos. En términos
estrictamente lógicos, ser poco libre es una de las opciones que deja
abierta la libertad. Pero en términos psicológicos, repito, no se adi-

36
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

vina bien, así a bote pronto, el entusiasmo de Zapatero y compañía


por dilatar el modelo matrimonial clásico más allá de su perímetro
consuetudinario. Ese entusiasmo, sin embargo, constituye un hecho,
y los hechos obedecen a causas. A identificarlas, van enderezadas las
páginas siguientes. Ahora, permítanme hacer balance y apuntar una
primera conclusión. Si no resulta claro en qué sentido el matrimonio
homosexual depara a los contrayentes una franquía o una facilidad
reservada antes a los heterosexuales, pierde apresto la tesis de que el
matrimonio homosexual extiende los derechos. Me refiero, de suyo
va, a los derechos entendidos como disponibilidades. Pero también a
los derechos esenciales. El motivo es evidente: será prematuro decir
que los interesados ganan un derecho esencial, cuando es conten-
cioso o problemático ponerse de acuerdo acerca de qué es eso que
ganan. Sea como fuere, no insistiré demasiado, en adelante, sobre la
bondad o maldad de la ley Zapatero. Este ensayito no quiere revestir
un carácter polémico. Mi pretensión no es defender ni embestir cau-
sas, sino analizarlas. Tomo pues el bordón, y sigo camino.

EL DAIMON DETRÁS DE LA PUERTA

Recapitulemos lo expuesto hasta el momento, reordenándolo a nues-


tra conveniencia. No es probable que los sectores conservadores, a la
defensiva desde hace años, se hubiesen atrevido a negar a los homo-
sexuales los mismos derechos materiales que a los heterosexuales.
Se habrían resignado por tanto a que una pareja de mujeres, o una
pareja de hombres, acumulara por agregación las mismas facilidades
—transmisión patrimonial, subrogación de alquileres, etc.— de que
disfrutan las parejas constituidas por un hombre y una mujer. Lo
que no admiten los conservadores es la identificación formal entre
ambas fórmulas de convivencia. De manera en apariencia pueril,
la polémica dio un giro nominalista. A los conservadores les ofendía
el uso dilatado de la palabra «matrimonio». Se apeló al diccionario y
se mantuvo que, según éste, un hombre sólo puede casarse con una
mujer, y viceversa. El argumento, así enunciado, es malo. Zapatero
no pretendía corregir el diccionario, sino corregir las instituciones.
Detrás del mal argumento subsiste, no obstante, una inquietud genui-
na. Si no se considera suficiente que dos homosexuales puedan vivir
juntos sin menoscabo de sus derechos efectivos, ¿qué es lo que se está
buscando?, ¿dónde está el truco del almendruco?
El quid reside, ya lo sabemos, en que la ley Zapatero quiere meter
el matrimonio homosexual en el esquema tradicional de matrimonio.

37
EL HOMBRE ENDIOSADO

Quiere que ese esquema, el esquema heredado, abrace también al ma-


trimonio homosexual. Es evidente que esa idea, o ese propósito, no
habrían podido realizarse sin retener el taxón antiguo. De resultas, el
mantenimiento del taxón no es asunto baladí.
¿A dónde nos lleva esto? ¿Qué significa que alguien pueda ser
esposo, o alguien esposa, con independencia del sexo que le haya caí-
do en suerte? Examinaré la cuestión adoptando la perspectiva de
los derechos esenciales. Entendemos por tales los derechos que una
persona necesita ejercer a fin de desarrollarse conforme a una teo-
ría determinada de aquello en que consiste ser «persona». ¿Tiene un
hombre derecho a ser mujer, o viceversa? Esto no se comprende, esto
es un disparate. Ensayemos una fórmula alternativa: «¿Tiene derecho
un hombre a ser esposa, o una mujer a ser esposo?». Esta fórmula sue-
na menos absurda que la precedente. Quizás exista un cierto tipo de
amor —el conyugal— que sólo pueden experimentar quienes se han
repartido los papeles con arreglo al modelo asimétrico del matrimo-
nio tradicional. Y quizá esta experiencia se cuente entre las básicas de
que el ser humano, o ciertos seres humanos, han menester para fruc-
tificar con plenitud. De ahí se deduciría el derecho —esencial— de
los homosexuales a casarse con todas las de la ley6.
Páginas atrás, expliqué por qué no me satisface este argumento.
El amor conyugal, en la acepción que se acaba de exponer, constituye
la economía externa de una institución histórica orientada a la pro-
creación. Rehabilitar el amor conyugal separándolo de su causa, sería
un poco como rehabilitar las virtudes guerreras separándolas de la
guerra. Jugar a la guerra en orden a preservar las virtudes guerreras,
no se me antoja demasiado prometedor. Jugar al matrimonio renun-
ciando de antemano a la función para la que el matrimonio ha sido
diseñado, tampoco se me antoja demasiado prometedor. Pero, natu-
ralmente, no existe una contradicción flagrante, insalvable, en la idea
de que la experiencia conyugal pueda sobrevivir a la liquidación del
mecanismo —un mecanismo teleológico, un mecanismo enganchado
a un fin— que lo ha originado. De modo que si alguien piensa que el
amor conyugal es maravilloso, y que es dable recrearlo abriendo un
nicho en los códigos, adelante: levántese el escenario y convóquese
a los actores, y repártanse los papeles. Yo no apostaría mucho por
el éxito de la apuesta, pero en fin, ¡adelante! Añado, y esto es de
la máxima importancia, que las aportaciones de la antropología no
afectan lo más mínimo al argumento. Los antropólogos nos cuentan,
sí, historias fascinantes sobre culturas y tribus remotas en que los ro-
les sexuales y parentales obedecen a lógicas combinatorias por entero
distintas de las que nos resultan familiares en Occidente. Pero el in-

38
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

tríngulis, recuérdenlo, no estriba en indagar formas nuevas de orga-


nización familiar. El asunto consiste en ofrecer la fórmula vieja, la de
nuestros abuelos, a parejas que, por definición, no podrán ser padres,
ni por tanto abuelos. Éste es el problema, ésta es la intriga, y esto no
tiene nada que ver con cómo se lo montan en Nueva Guinea o cómo
se lo montaban los incas según las crónicas de Garcilaso de la Vega.
El itinerario argumentativo seguido hasta la fecha ha acusado un
perfil en esencia forense. He imaginado razones en pro y en contra del
matrimonio homosexual, y he procurado mantenerme, dentro de lo
posible, en los límites del sentido común. La lógica forense no integra
siempre, sin embargo, un buen método exegético. A veces se entiende
mejor a otro atribuyéndole creencias por entero heterodoxas. Se equi-
voca de medio a medio el que estima que las ideas extravagantes no in-
fluyen poderosamente en la conducta humana. Es más, nos equivoca-
mos al confundir las racionalizaciones de lo que pensamos, con lo que
auténticamente pensamos. Debajo de lo que pensamos se extiende un
mundo fabuloso, poblado de monstruos de cuatro ojos e hipocampos
alados. Así que depondré de aquí en adelante toda cautela y tomaré al
pie de la letra la noción de que un hombre emancipado, o una mujer
emancipada, puedan haber llegado a emanciparse tanto, que logren
ser como mujeres en vez de hombres, y viceversa. Según esa noción,
el ser humano puede trascender su género biológico. Puede no sentirse
atado, ni determinado, ni siquiera interferido, ni aun aludido, por su
sexo efectivo. A la luz de este postulado, se simplifica enormemente
el mensaje que la legalización del matrimonio homosexual lleva implí-
cito. El matrimonio entre personas del mismo sexo integraría un de-
recho esencial por cuanto los seres humanos realmente desarrollados
han superado las servidumbres de su constitución biológica y pueden
evacuar funciones, y desempeñar papeles, que la cultura tradicional
vinculaba al género pero que no tienen por qué estar recluidos dentro
de las fronteras del género. El reconocimiento a la mujer de derechos
que primero estuvieron reservados al hombre —derecho al voto, al
ejercicio de determinadas profesiones o magistraturas, etc.— habría
sido sólo un paso inicial dentro de una apuesta que envuelve la supre-
sión radical de todas las diferencias. El mérito del matrimonio homo-
sexual residiría en que arrebata a la naturaleza una parcela, un coto
hasta ahora vedado, y amplía la libertad. Es el momento de citar otra
vez a d’Arcais, aun a riesgo de resultar repetitivo:

[...] usted [por Zapatero], ya desde los primeros meses de gobierno,


ha realizado una auténtica revolución. Una revolución más que po-
lítica: una revolución antropológica, porque establecer el matrimo-

39
EL HOMBRE ENDIOSADO

nio entre homosexuales significa alterar una institución que, aun con
enormes variantes (monogamia, poligamia, etc.), había mantenido, a
lo largo de decenas de miles de años (es decir, desde la aparición del
homo sapiens), un carácter heterosexual.
Incluso en las sociedades más libres en temas de homosexuali-
dad, el matrimonio como institución se refiere siempre y únicamente
a cónyuges de distintos sexos, con vistas a la reproducción, a la pro-
creación. La mutación antropológica que su ley introduce (a través
de una parsimonia verbal extrema: en lugar de «marido» o «mujer» se
habla de «cónyuge», sin especificar sexo) marcará por ello una etapa
en la historia de la humanidad, no sólo en la de España o en la de
Europa.

Recordemos a Puffendorf. Según el último, Dios no ha instituido


directamente el matrimonio. Pero ha establecido la diferencia entre
los sexos, con miras a que la especie se reproduzca. Es esto lo que
ahora se pone en cuestión: la propia diferencia, el hecho biológico en
que la diferencia consiste. Ese hecho no ha sido elegido expresamente
por el hombre. Y entonces, no sabemos cómo, es un hecho superable,
un hecho que estamos autorizados a no asumir. Conviene conferir a
las palabras el peso que tienen. Limitarse a decir que estamos autori-
zados a no asumir las consecuencias que la sociedad (todas las socie-
dades; la sociedad desde que es sociedad) ha extraído de la diferencia
sexual, no hace justicia cabal a la tesis de d’Arcais. Esa afirmación
constituiría lo que los ingleses llaman un understatement; una dulcifi-
cación, un rebajamiento eufemístico, de la tesis auténtica. La idea au-
téntica es que la diferencia se puede abolir de raíz. El hombre la puede
abolir apropiándose de las instituciones que la presuponían y dándo-
les la vuelta. Por eso es importante que la unión homosexual siga
acogida al título de «matrimonio». El matrimonio homosexual es el
heterosexual con el sexo negado. La equivalencia entre los dos matri-
monios manifiesta el triunfo del arbitrio humano sobre la cosa inerte,
impuesta, intolerable, que es la naturaleza. La naturaleza como algo
mostrenco, inmóvil, irreversible, la naturaleza como un trágala7.
Esto, por supuesto, es lunático. D’Arcais, que es un dandy del
pensamiento, un dandy no muy agudo pero un dandy, puede jugar a
que se lo cree. Zapatero, que no es un dandy sino un político, pro-
bablemente no se lo crea. El desequilibrio entre lo que d’Arcais cree
o finge creer, y las reservas de Zapatero, provoca que la entrevista
degenere con frecuencia en monólogo. El filósofo perora, y el políti-
co escucha. Y cuando habla, lo hace como forzado por las instancias
repetidas y entusiastas del italiano. Ello se aprecia claramente en
la parte de la entrevista consagrada al Derecho Natural. El último

40
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

inspira a d’Arcais una desaprobación profunda. La razón es obvia:


el Derecho Natural vincula la validez de la ley positiva a una esencia
humana primigenia u original, y resulta por consiguiente inevitable
que d’Arcais, que ha sostenido que el hombre es capaz de reinventar-
se de arriba abajo y darse la vuelta como un calcetín, saque los pies
del tiesto y truene contra santo Tomás y la Iglesia y todo el equipo
católico, apostólico y romano. Estas destemplanzas, digo, son per-
fectamente inteligibles. No lo es tanto que d’Arcais, al mismo tiem-
po, cifre en los derechos individuales y su vigencia universal la gran
aportación de Occidente a la civilización8. El concepto de derecho
individual, en la acepción fuerte que defiende d’Arcais, surgió his-
tóricamente del Derecho Natural, y probablemente no podría haber
nacido de ningún otro sitio. De modo que el italiano patina de lo
lindo. Pero ya sabemos que no se trata de un pensador especialmente
ecuánime. En fin, d’Arcais arma un tiberio de todos los demonios y
le aprieta a Zapatero para que se sume a sus posiciones:

Creo entender que usted sostiene que la Iglesia es compatible con la


democracia, pero sólo porque las afirmaciones en contra, a pesar de
que provienen de las máximas jerarquías de la Iglesia, incluidos los pa-
pas, y que giran en torno al concepto de «naturaleza humana», que se
hace coincidir con la moral católica, representan, según usted, una
especie de sedimento arqueológico. ¿He comprendido bien?

Zapatero termina entrando al trapo, un poco de lado:

Sí, ellos lo tienen que mantener, porque si no toda su doctrina pierde


mucho fundamento, pero la idea de una ley natural por encima de
las leyes que los hombres se dan es una reliquia ideológica frente a
lo que es la realidad social y lo que ha sido su evolución. Una idea
respetable, pero una reliquia.

La respuesta de Zapatero es ambigua. Podría interpretarse —es


la interpretación que más se ciñe al texto— en la longitud de onda en
que se mueve d’Arcais. Lo que tendríamos entonces es que la natura-
leza no podrá estar en ningún caso por encima de las naturalezas que
el hombre, contingentemente, se va otorgando a sí mismo median-
te sucesivos actos de voluntad legislativa. Pero cabe también aplicar
una clave exegética más modesta. Quizá Zapatero esté limitándose a
sostener que las sociedades no tienen por qué sentirse constreñidas
por lo que esta o aquella institución, por augusta que sea, entiende
que es la ley natural. Lo que es verdad, una verdad casi tautológica.
Como he recordado antes, es seguro que Zapatero promovió su ley

41
EL HOMBRE ENDIOSADO

por motivos en que estuvo presente la ideología, pero también, y no


en menor proporción, la oportunidad política, en el sentido más pe-
destre del término. Conjeturo que entró en sus cálculos la previsión
de que la medida enfadaría a la derecha, y abriría, por contraste,
un territorio a la izquierda, desorientada tras el fracaso del experi-
mento comunista y la crisis del modelo socialdemócrata. Malicio,
igualmente, que confió en que la Iglesia se alborotase y, arrastrando
a la derecha, provocara el alejamiento de ésta del centro sociológi-
co del país. No se puede excluir tampoco que tuviera la esperanza
de cosechar votos entre los gais, aunque no creo que esta ambición
fuese determinante. Es probable, en fin, que haya habido de todo un
poco. No me parece, en todo caso, que resulte muy fructífero poner-
se a adivinar lo que piensa realmente Zapatero. Es dificilísimo saber
lo que piensa. De modo que delegaré en los zapatólogos la tarea de
elucidar en qué medida el presidente participa de las expectativas y
entusiasmos que ha contribuido a vestir de largo y poner en circula-
ción, y me centraré en la teoría pura y en un análisis de su significado,
orígenes y posibles consecuencias.
He afirmado que d’Arcais cree, o juega a creer, que el hombre
puede hacer abstracción absoluta de su naturaleza. Que está en su
mano determinarse como hombre siendo mujer, o al revés. He dicho
también que esto es una tontería manifiesta, y no me corrijo. Pero es
una tontería con pedigrí, y con ramificaciones en absoluto pueriles.
La idea de que se puede invertir el sexo, era frecuente en las culturas
chamánicas de antaño. Quizá perviva en culturas aisladas del presen-
te, y quizá se agite, oscuramente, en el subconsciente colectivo. Basta
comprobar con qué entusiasmo, en los Carnavales, se traviste el per-
sonal, aunque sea por el procedimiento rudimentario de colocarse
dos globos debajo de la ropa o, viceversa, un palo o una zanahoria en
la horcajadura de las piernas. El punto interesante, interesante para
nosotros, es que la noción de un sexo transeúnte estuvo unida a la
noción de un «yo» transeúnte. Un «yo» que podía migrar a otros
cuerpos, y conferir a los chamanes el don de la ubicuidad. Estamos
hablando de culturas antiquísimas y preeminentemente boreales: se
extendían a lo largo y ancho de Siberia, y desde el Báltico a territorio
escita. Hacia el siglo VIII a.C. penetraron en Grecia e impulsaron, no
inverosímilmente, los movimientos órfico y pitagórico9, y a través
del pitagorismo y el orfismo, influyeron en Platón. La idea de un
alma que se puede desenraizar del cuerpo y escapar al éter o donde
sea, es también una idea platónica, y sería después cristiana, o pudo
haberlo sido si no hubiese triunfado entre los cristianos la doctrina
de la resurrección de la carne. El caso es que Occidente ha creído,

42
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

hasta hace poco de forma abrumadora, que somos más que nuestros
cuerpos, y es también el caso que esta creencia ha alimentado com-
portamientos diversísimos. Desde la práctica del misticismo, hasta el
castigo puritano de la carne o formas de moral según las cuales lo
propio del hombre virtuoso es superar sus instintos animales y aco-
gerse a su lado o dimensión más racional y también más pura. No es
evidente que la teoría de que todos somos intrínsecamente iguales
—una teoría enchufada a otras teorías: verbigracia, la igualdad de de-
rechos— pueda ser divorciada, al menos en términos psicológicos, de
la teoría de que poseemos, en cierto modo, un alma, asexuada y uni-
da de modo sólo contingente a las propiedades físicas que nos hacen,
por de fuera, tan clara e innegablemente distintos. Y ni siquiera es
evidente que en el plano, no ya psicológico, sino puramente especu-
lativo, hayamos conseguido eliminar el alma de verdad. Consideren
a Kant. Desde cierto punto de vista, intentó emancipar el sentimiento
del deber moral —ligado aún en Puffendorf a los ucases del Crea-
dor— de toda composición de lugar religiosa. También gastó Kant
tinta, y tinta no vertida en vano, en demostrar que el «yo» no era la
sustancia que Descartes había pretendido. Pero el «yo» trascendental
kantiano, el fulcro fuera del espacio y del tiempo sobre el que se apo-
ya el sujeto para ser virtuoso, evoca un alma, un alma enrarecida y
metafísica. Y las órdenes que esa alma se da a sí misma son órdenes
sublimes, universales, pensadas para inteligencias en que no dejan
sentir su gravitación el sexo, ni los afectos, ni el dolor de muelas. Y
lo mismo ocurre, extraordinariamente, en un pensador contemporá-
neo, John Rawls. Los hombres que, envueltos en el velo rawlsiano
de la ignorancia, acuerdan un orden social colectivo, no saben a qué
sexo pertenecen, o si son ricos o pobres, o listos o tontos. Son ítems
desprendidos de su carne mortal. Son, otra vez, almas cosmopolitas
y transeúntes, como las de los chamanes que vivían en las inmedia-
ciones septentrionales del Ponto, un poco más arriba de la Cólquida,
donde Jasón arrebató el vellocino de oro.
Este supernaturalismo, implícito o explícito, aloja efectos equí-
vocos. Cuando se dirige hacia dentro, favorece el retraimiento y la
invaginación del sujeto sobre sí mismo o sobre proyectos de vida
egocéntricos. El místico, el quietista, el escritor encerrado en su torre
de marfil, buscan la perfección —y la salvación— volviendo grupas
al mundo material y sus tentaciones. Pero es también posible que el
sujeto se vuelque hacia afuera. Y entonces empiezan a saltar chispas,
porque el alma y lo de afuera se han convertido en cantidades hete-
rogéneas. No es sencillo instalarse afuera una vez que se ha llegado
a la conclusión de que lo de fuera es radicalmente otro que lo de

43
EL HOMBRE ENDIOSADO

dentro. Según una historieta de amplia difusión en los manuales de


filosofía, la división entre el alma y la naturaleza alcanzó una expre-
sión extrema y típicamente moderna en el lapso que va de la nueva
física galileana, a la metafísica de Descartes. La naturaleza se subsu-
mió bajo leyes mecánicas y enunciables en términos matemáticos, y
se reservó para el alma una categoría aparte, una categoría exenta a la
que no afectaba el mecanismo natural. La misma historieta, alargada
un poco más, nos relata que sobre esa oposición se sustenta, moral-
mente, la idea de que es posible cerrar la separación entre las dos es-
feras, la esfera de la naturaleza y la esfera del alma, gracias a un plan
o proceso de colonización y conquista: es misión del alma apropiarse
de la naturaleza y reducirla a su hechura y sus necesidades. El espíritu
triunfaría, en fin, transformando la selva en un jardín.
La historia efectiva no desmiente las idealizaciones de los filóso-
fos. El ferrocarril y la electricidad se han considerado agentes de civi-
lización, en paralelo o a la par que la enseñanza universal obligatoria
o una administración pública regida por principios de racionalidad
y eficiencia. La civilización era algo que iba subiendo, entre humos
de fábrica y una confianza robusta en las capacidades atléticas de la
razón. Lo comprendieron, y lo detestaron, nuestros reaccionarios.
Gabriel y Galán fulmina las matemáticas en Majadablanca, y Pere-
da concentra sus iras en el indiano de Don Gonzalo González de la
Gonzalera. En el norte de España, a escala modesta y rústica, el in-
diano compendiaba a Anaxágoras y Solón. Traía el alcantarillado, el
quiosco de música, y el quiosco de necesidad. Y en ocasiones, como
el don Gonzalo de Pereda, los aires democráticos que se respiraban
allende el charco. El indiano representaba el Progreso y el positivis-
mo, la igualdad y la técnica y el comercio. Encarnaba, o anunciaba,
una manera de organización incompatible con el Antiguo Régimen
y el valle inmaculado donde la vaca pace haciendo con la mandíbu-
la los mismos movimientos que en el Neolítico. Todavía persisten,
en la Montaña, en Asturias, en Galicia, las palmeras decimonónicas
plantadas por el indiano al flanco de su villa de gusto modernista. La
palmera absurda, con su copa en figura de surtidor, no constituyó
sólo un distintivo gremial. Supuso, en no menor medida, un triunfo
de la voluntad humana. Una irrupción obstinada, desde otra flora y
otro continente, en el paisaje ancestral.
La razón, sobremanera la científica, es, empero, un boomerang.
No sólo dota de instrumentos y capacidades al hombre sino que lo
humilla explicándolo igual que si no fuera un hombre. Lo mismo,
quiero decir, que si fuera un objeto meramente natural. El motivo de
esto reside en el carácter expansivo, y al tiempo reduccionista, de la

44
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

razón científica. Para el físico, el hombre será, en cuanto objeto de la


física, un sistema de partículas, quiero decir, un sistema de partículas
sin más, no un sistema de partículas con un alma dentro. El divorcio
materia/cuerpo cartesiano es insostenible a la larga desde una pers-
pectiva científica o filosófica. Y cabría decir, a la corta. Spinoza se
mofa ya, en la Ética, del invento cartesiano de la glándula pineal,
un órgano que, sito en mitad del cerebro, convierte los impulsos de
la materia en recados mentales, y viceversa. No, esto no se sostiene.
¿Entonces? Entonces parece que hay que resignarse. Parece que hay
que renunciar a los apartijos y bajar al hombre de su peana. Y esto
es duro, y además plantea problemas que son también filosóficos y
también difíciles de resolver. Entre otros, plantea un problema fami-
liar: el del libre albedrío, o para simplificar, el de la libertad humana.
Si el hombre es un objeto tan natural como los objetos que estudia
la física, no será posible que sea libre en la acepción rigurosa de la
palabra. En la que nos permite, por ejemplo, censurar a Mengano
porque ha elegido hacer algo que habría estado en su mano no elegir.
Esto, repito, mueve a la perplejidad y produce desazón. Esto subvier-
te las categorías que nos rigen y gobiernan en el mundo moral. En
un pasaje de De Interpretatione, Aristóteles se enfrenta exactamente
a este problema. La cuestión que le preocupa no atañe a la física sino
a la lógica, pero tanto da. La pregunta que se formula Aristóteles es
la siguiente: «¿Rige el principio del tertium non datur de forma rigu-
rosamente universal?». Si resulta que rige, la proposición «Mañana
iré al cine con Fulanita» —me he inventado, claro está, el ejemplo—,
tendrá que ser verdadera o falsa. Luego ya es un hecho que mañana
iré, o no iré, al cine con Fulanita. Luego no podré elegir, mañana, si
voy o no al cine con Fulanita. Luego no soy libre.
Aristóteles afirma que es inconcebible que no seamos libres, y
recusa el principio del tercero excluido. Con independencia de que
el argumento de Aristóteles sea o no bueno, lo comprendemos, y
en el fondo, lo aceptamos. El fatalismo es una doctrina filosófica,
no un estado de ánimo. Nadie cree, en serio, que no será libre ma-
ñana de elegir el par de zapatos que se pondrá antes de salir de
casa, o de tomarse o no tomarse una cerveza en el bar de la esquina.
Impresionan más, por ser menos abstractas, menos remotas que las
de la lógica o la física, las cuestiones que suscita la teoría de la evo-
lución. Considérese la reacción histérica que en los cuarteles de la
izquierda ha provocado la sociobiología. La sociobiología consiste,
grosso modo, en el intento de explicarse la conducta del hombre
a partir de la teoría de la selección natural y de la genética. Ello
exige desmontar ciertos conceptos heredados y volver a montarlos

45
EL HOMBRE ENDIOSADO

para que resulten compatibles con el esquema darwinista. Tal su-


cede con el concepto de altruismo. Es altruista quien se sacrifica
por el prójimo, es decir, quien subordina sus intereses a los de los
demás. Esto, trasladado al lenguaje de la teoría de la evolución, sig-
nificaría que el altruista tiende a aumentar la eficacia biológica de
sus congéneres a costa de la propia. Pero lo normal, entonces, se-
ría que los altruistas hubieran sido eliminados, in illo tempore, por
el mecanismo de la selección natural. Como no podía ser menos,
los sociobiólogos hacen una interpretación del altruismo en virtud
de la cual el altruista, a despecho de las apariencias, sale ganando
con ser altruista. Y sacan a relucir modelos de genética de pobla-
ciones y plasman en fórmulas matemáticas las claves de la bondad
humana. Aunque no sabemos hasta qué punto está bien orientada
la sociobiología, resulta comprensible que los biólogos elucubren
sobre estas cosas, y hagan un esfuerzo por entender al hombre en
los términos de su ciencia. No sólo comprensible, sino inevitable. El
caso, sin embargo, es que Edward O. Wilson, sociobiólogo ilustre,
ha sido acusado poco menos que de fascista por la izquierda bien-
pensante americana. El argumento, al parecer, es que el darwinismo
se ha puesto del lado de los malos: ha confutado los ideales a que
tienen derecho a aspirar los que piensan que el hombre podría ser
radicalmente distinto y radicalmente mejor de lo que es ahora o ha
sido en el pasado. El enfado de los bienpensantes no es ajeno a las
críticas marxistas de la sociedad liberal. Pero quizá comprendamos
aún mejor ese enfado proyectándolo sobre el trasfondo confesional
americano y la vitalidad no extinta del revivalismo que ha sacudido
a la nación desde sus orígenes. Introdúzcase un poco de sociología à
la page o instílense unas gotas de Foucault en la organización mental
del viejo creyente, y se obtendrá a no pocos militantes de la progre-
ssive left. Acaso, con cátedra en una universidad.
Interesante, y máximamente ilustrativa, es la enemiga que no cesa
contra el mercado como modo de organización de la vida económica.
La contraposición mercado/economía centralizada ha tendido a su-
brayar, no sin fundamento, una dicotomía importante: los valedores
del mercado, al revés que los de la economía centralizada, no hacen
reposar la asignación eficiente de los recursos sobre un plan o un pro-
grama sino sobre la libre interacción de agentes que miran sólo por sí
mismos. Ello ha impelido a muchos a representarse el mercado como
un proceso irracional y caótico. Pero existe un segundo punto, más
significativo aún que el primero. Desde la perspectiva, no ya de la efi-
ciencia, sino de la filosofía política y moral, el liberalismo a lo Adam
Smith —un no-nonsense man, y lo menos proclive a la lírica libertaria

46
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

que imaginar quepa— se levanta sobre una teoría social de vocación


eminentemente naturalista. O sea, sobre una teoría que intenta refe-
rirse al hombre según es y no según debería ser conforme a la palabra
de Dios o al imperativo ético kantiano. Adam Smith nos cuenta cómo
es posible que una sociedad integrada por sujetos egoístas10 pueda
mantenerse unida y ser incluso próspera. La visión de Smith revienta
por dentro una larguísima tradición de pensamiento moralista —una
tradición que identificaba la persecución individualista de la riqueza
o el poder con la anarquía y la explotación de todos por todos— y
educe, de manera revolucionaria, el bien colectivo de la persecución
del bien por cada cual. Por esto... no pasan las almas bellas. Vale la
pena establecer un contraste entre la composición de lugar smithiana
y la que se hace Rousseau:

Por desgracia, el interés personal se encuentra siempre en relación


inversa al deber, y aumenta a medida que la asociación (entre unos y
otros dentro de una sociedad particular dentro de la general) se hace
más estrecha y el compromiso (con la causa general) menos sagrado.
Si es bueno saber valerse de los hombres según son, todavía es
mejor convertirlos en aquello que es necesario que sean.
Enseñemos a los hombres a considerar su ser individual en rela-
ción sólo con el cuerpo del Estado, y a no percibir, por así decirlo, su
existencia sino como una parte de aquél; lograremos entonces que se
identifiquen con un todo superior, que se sientan miembros de una
patria, que se amen como el individuo aislado se ama a sí mismo, que
eleven permanentemente su alma a un gran objeto [...].

Las inserciones entre paréntesis son mías, para mejor compren-


sión del texto. Las citas proceden de la Economía política de Rous-
seau. El mensaje que se nos envía es que los hombres sólo se elevarán
a la categoría de ciudadanos una vez que, rota la coraza de sus inte-
reses egoístas, consigan cifrar el bien propio en el común. Ello exige,
por supuesto, un esfuerzo ciclópeo, una hazaña del espíritu análoga
a la hazaña muscular en que se eternizan los atlantes de piedra en las
fachadas de los palacios barrocos. Vacílese en el terrible denuedo, y
ya no se será —Rousseau dixit— lo que es necesario que se sea sino
sólo lo que se es. La virtud es Mucio Escévola abrasándose la mano
que no ha sabido matar al rey Porsena, sitiador de Roma; es el rey
Leónidas enfrentándose en las Termópilas a las flechas persas, cuya
muchedumbre nubla el sol; es Atilio Régulo prefiriendo el martirio a
que quede en entredicho la palabra de un romano; es Manlio sacrifi-
cando a su hijo, vencedor de los latinos, porque más importante que
la victoria es la disciplina militar. La virtud exige sobreponerse a los

47
EL HOMBRE ENDIOSADO

instintos elementales del miedo, la preservación de la vida o el amor


a la familia, y empatar con los héroes que según la mitología antigua
eran exaltados a dioses. Dos palmos por debajo impera la abyección
en que se han enfangado las sociedades históricas, o la brutalidad
subhumana del buen salvaje. En contra de lo que se suele decir, el
buen salvaje rosseauniano es salvaje, sí, pero no estrictamente bueno.
Vaga errabundo por selvas interminables, y cuando se cruza con una
hembra, la cubre y sale por pies. Aun con todo, Rousseau prefiere el
buen salvaje al hombre civilizado. El buen salvaje no sabe hablar, no
sabe pensar, ostenta una sociabilidad mínima, o mejor, permanece
en un estado de indiferencia sacudido ocasionalmente por espasmos
de errática simpatía hacia el prójimo. Pero, por lo menos, no se ha
corrompido ni es esclavo de otros hombres. Entre el buen salvaje,
que es nada, y el ciudadano absorbido por la volonté générale, que
lo es ya todo, sólo encontramos cantidades negativas. Sólo el signo
«menos» que el hombre antepone a su carátula cuando se asoma al
mundo de la conciencia después de haberse sacudido la imbecilidad
del animal.
La estampa rousseauniana es terrible, descorazonadora. Tan des-
corazonadora como el predestinacionismo protestante: o se está den-
tro o se está fuera, o nos aguarda la gloria, o no saldremos del paso
mediante el ejercicio de las virtudes cotidianas, pequeñas, consustan-
cialmente insuficientes, que se hallan al alcance de la gente corriente.
Parece, en vista de esto, que nosotros, la gente corriente, deberíamos
celebrar mil veces el hallazgo smithiano de que la felicidad pública no
es incompatible con las carencias y miserias de que estamos aqueja-
dos. Más a más: deberíamos alegrarnos infinitamente de que nuestras
carencias e irremediables miserias puedan entrar en superposición
constructiva y aliarse para conveniencia de todos. La afirmación fa-
mosa de Smith en La riqueza de las naciones: «No es la benevolencia
del carnicero, el cervecero, o el panadero, lo que nos procura nuestra
cena, sino el cuidado que ponen en su propio beneficio», tendría que
aligerarnos del peso enorme, abrumador, del deber moral, en la acep-
ción abracadabrante que al concepto presta Rousseau. Ese peso es un
peso pensado para las espaldas de un atlante de piedra. Y no somos
atlantes. Nuestra carcasa está hecha de hueso y cartílagos. Nos opri-
mimos los omóplatos y comprobamos cómo ceden, cómo se doblan.
Qué frágiles son, qué deleznables.
El contraste entre Smith y Rousseau se dibuja con intensidad
dramática en el análisis, muy semejante en algunos aspectos, que uno
y otro hacen del deseo humano, o quizá fuera más exacto decir, de la
concupiscencia humana. Ambos concurren en afirmar que la concu-

48
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

piscencia es hija de la fantasía, la cual amplía extraordinariamente el


número de objetos anhelables. El atenido a una vida sencilla, codicia
pocas cosas. El que da rienda suelta a su imaginación, sin embargo,
empieza a atribuir valor a lo secundario, a lo adjetivo, a lo superfluo.
Y surgen los gustos refinados, y con él el lujo, y con éste la industria
orientada a satisfacerlo. El desenlace, según Rousseau, es la ener-
vación y decadencia de la sociedad. La siguiente cita procede del
Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los
hombres:

El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar; o


mejor dicho, representa el peor de los males que pueden afectar a
una nación, sea ésta grande o pequeña. Alimentar a la muchedumbre
de criados y miserables que de él se generan, reclama esfuerzos que
arruinan al trabajador y al ciudadano. Es como esos vientos ardien-
tes del sur que cubren la hierba y la vegetación de insectos voraces,
arrebatan la subsistencia a los animales útiles, y llevan la hambruna y
la muerte por doquier.

Atendamos ahora a lo que dice Adam Smith. En unas páginas


memorables de sus Lectures on Jurisprudence (lunes, 10 de enero
de 1763), Smith compara la economía doméstica de un señor feu-
dal con la de un rico contemporáneo. En una época desprovista aún
de industria, el señor feudal carecía de la posibilidad de aplicar sus
enormes excedentes a la adquisición de trastos o al embellecimien-
to de su castillo. ¿Qué hacía entonces? Mantener en su mesa a una
multitud de vasallos. Los vasallos se beneficiaban de las larguezas del
señor y del usufructo de sus tierras, y como sólo podían correspon-
der con la oferta de servicio militar y con un voto de fidelidad a la
defensa de la casa y causa del señor, la mesa constituía, a la vez, un
centro de cooptaciones personales. La relación entre el señor y sus
vasallos asumió, en consecuencia, un carácter forzosamente servil.
No ocurre tal con el rico contemporáneo. El arquitecto, el ebanista,
el sombrerero, el sastre, trabajan para él e, igualmente, para otros ri-
cos. No dependen por tanto de un señor, y son libres. Podría resumir-
se la tesis de Smith diciendo que el crecimiento de las necesidades,
y la concomitante actividad económica, han convertido la relación
señor/vasallo, una relación asimétrica que reposa sobre la humillante
precisión en que se ve el vasallo de ponerse al servicio del señor, en
una relación abstracta comprador/vendedor. En sus lecciones sobre
jurisprudencia, escribe Adam Smith que la opulencia y la libertad
son las dos mayores bendiciones que pueden asistir al hombre. Pero
la idea no es meramente ésa. La idea es, más bien, que el hombre

49
EL HOMBRE ENDIOSADO

opta a la libertad —un bien máximo— a través de la opulencia. La


civilización, al fin y al cabo, no es tan mala. En realidad, es magnífica.
En orden a cobrar constancia más exacta del hospitalario optimismo
smithiano, o al revés, de apreciar mejor el pesimismo de Rousseau,
conviene recordar que para éste el lujo corruptor no brota meramen-
te de la fantasía. Dimana de las facultades inteligentes del hombre;
del pensamiento y del lenguaje, premisas necesarias de aquélla. El
hombre, al separarse del bruto, se bastardea en un monstruo de de-
pravación. Y sólo conseguirá salir a flote dando un salto mortal y
sublimándose en citoyen.
¿Por qué, entonces, es impopular el mercado? Es verdad que
el mercado distribuye irregularmente la riqueza; y que hace ricos a
muchos idiotas, y no saca de pobres a mucha gente encantadora; y
también es verdad que no existe, virtualmente, sociedad alguna que
haya puesto a funcionar el mercado desde cero, esto es, que haya
permitido competir a la gente desde posiciones de partida no sesga-
das por privilegios heredados. Pero mi pregunta se refiere, no a las
imperfecciones del mercado o al encaje siempre difícil entre el mer-
cado de que hablan los textos de economía y la realidad efectiva,
sino a la impopularidad del mercado como principio, como concep-
to. La respuesta auténtica, en mi opinión, es que la idea del mercado
es impopular precisamente porque las fortalezas que he aducido en
su defensa son percibidas como debilidades, como claudicaciones.
El personal no se resigna a aceptar que el orden social menos malo
pueda traer su virtud, su eficacia, de lo que, con las reservas que se
quiera, cabría llamar el egoísmo humano. Esto se le antoja a la gente
decepcionante. Esto ofende al daimon que la gente cree llevar den-
tro, a la chispa de divinidad que a cada cual le ha tocado en suerte
después de que un ser superior, según afirmaban los gnósticos, se
despeñase desde las alturas y se desparramara por estos andurriales,
salpicados de cardos y abrojos. He hablado antes de los órficos.
Un mito de estirpe órfica refiere que Dionisio fue hecho pedazos
y devorado por los Titanes, los cuales, a su vez, fueron abrasados
por Zeus. De las cenizas de los Titanes surgieron los hombres; cada
uno de ellos, de nosotros, encierra por tanto un átomo del dios
fungible, un daimon. El mito ha persistido, bajo distintos ropajes.
En algún momento, después de que la mujer haya concebido por
medios naturales, Dios insufla en el embrión un alma, si hemos de
confiar en lo que afirman los teólogos. De modo que los cristianos
también hablan de daimones, de inquietas presencias sobrenaturales
que moran en el interior del ser humano y que no están sujetas a los
ritmos y cadencias por los que se rigen las cosas del mundo sublu-

50
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

nar. El supernaturalismo, en fin, y sé que me repito, se halla incrus-


tado en nuestra cultura. Y no se ha ausentado de ella. Se comprueba
sintonizando cualquier estación de frecuencia modulada a las horas
brujas en que voces afelpadas y cómplices intercalan música con
reflexiones sobre el amor, el destino, la felicidad, y lo que se ponga
por delante. Una de las palabras más frecuentes es «utopía». La idea
de la utopía fascina y, por las trazas, persuade enteramente a los lo-
cutores de la madrugada. El concepto, interpretado con un mínimo
de parsimonia filosófica, alude a una situación moralmente desea-
ble, aunque materialmente inasequible. Representa, en este sentido,
el recordatorio o la advertencia de que somos imperfectos. Por lo
mismo, puede oficiar como un acicate, o un estímulo. El imperfecto
consciente de que es imperfecto quizá apriete los dientes y se esfuer-
ce por reducir su imperfección. Pero no es esto lo que nos dicen los
locutores de la madrugada. Lo que nos dicen es que lo imposible
se confunde con lo posible, y que existen caminos que conducen,
misteriosamente, desde la bola de polvo que es la tierra a un más
allá preñado de maravillas. El laconismo radiofónico —la banda de
frecuencias es limitada, obtener una licencia vale un ojo de la cara,
y no se puede perder el tiempo hilando demasiado fino— obliga a
quemar etapas y a reivindicar lo imposible ya. Ya mismo, ahora, sin
el concurso de una larga ascesis o de las fatigas del místico, pode-
mos tocar, rozarnos, con lo imposible. Nuestros daimones pueden
adivinar el agujero, el pasadizo, el túnel fantástico, y remansarse en
las aguas encantadas de la utopía.
No les he entretenido con esta broma a humo de pajas. Occiden-
te ha saldado su persecución de la utopía con un número atroz de
muertos. Los hubo durante la Revolución francesa, los hubo en la
Comuna, los había habido antes en el Münster anabaptista, los hubo
en la apoteosis nazi o en la Unión Soviética, con Lenin primero y
después con Stalin. Todos estos momentos excepcionales estuvieron
signados por la sensación de que se habían suspendido las leyes que
gobiernan la realidad recibida. O mejor, la realidad a secas, porque la
realidad, por definición, es realidad recibida. Por las trazas, Occiden-
te está ahíto de muertes, y ha renunciado a buscar el santo Grial por
las veredas pretéritas. Pero quedan otros expedientes, otras maneras
de ensanchar los fueros del daimon de estirpe celeste. Retrocedamos
unos cuantos años, dejémonos crecer el pelo dos palmos y hagamos
memoria de lo que fue la década mítica —otro término radiofóni-
co— de los sesenta.

51
EL HOMBRE ENDIOSADO

LOS AÑOS BELLOS

En el 68, Europa y América experimentaron una conmoción inédita,


nunca vista o por lo menos nunca recordada. La gran novedad resi-
dió en la concurrencia de dos características en apariencia inconcilia-
bles. El 68 fue revolucionario pero no serio, o, si se prefiere, al revés:
alojó consecuencias serias pero no fue una revolución. Los chicos que
indagaron la arena debajo del pavés no se jugaron el físico, ni pre-
tendieron de verdad el poder. Aun así, le metieron a la moral y a las
costumbres un viaje cuyos efectos continuamos experimentando.
La referencia, la fuente de inspiración de los bulliciosos, no
fue 1789 ni 1848 ni 1917. El rastreador de antecedentes hará mejor
volviendo la mirada a los movimientos bohemios del XIX. O cabe,
en una larga remontada, retrotraerse a los cínicos y sus proezas y
desplantes en mitad del mercado público. Cínicos y decadentes juga-
ron a subvertir la estructura social mediante facecias y alteraciones
de los modelos establecidos. Y los soixanthuitards, ídem de ídem. El
paralelo se rompe, sin embargo, en dos extremos importantes. Uno
es de índole sociológica. Los decadentes y los cínicos constituían sec-
tas. Procedían de cenáculos cerrados, de círculos de iniciados. Los
soixanthuitards impulsaron, por contra, un movimiento de masas.
De clases medias primero, y luego, en gradaciones sucesivas, de toda
suerte de clases. Fue como si la bohème hubiese adquirido proporcio-
nes genuinamente democráticas.
En segundo lugar no hubo drama, no hubo auténtico desgarro,
en la revolución sesentaiochista. Diógenes el Cínico se ultimó a sí
mismo, según una de las versiones que sobre su muerte recoge Dióge-
nes Laercio, conteniendo la respiración. La retención del aliento ha-
bía sido una de las técnicas empleadas por los chamanes para entrar
en éxtasis, y probablemente se transmitió a los cultos dionisíacos. El
detalle es significativo porque la anécdota no atribuye a Diógenes el
propósito de trascender sino, sencillamente, de morirse. Su suicido
habría revestido el carácter de una blasfemia, de una parodia maca-
bra de cultos mistéricos largamente asentados en la tradición griega.
Esto es impresionante, esto es una barbaridad. El espíritu del 68 que-
da mucho mejor reflejado en Baisers volés, una película de Truffaut
rodada por esas calendas. Se trata de un film impertinente, risueño y
juguetón. Las piruetas en el vacío de los sesentaiochistas se ejecutaron
con una red de seguridad extendida bajo los trapecios. En los USA,
los jóvenes contestatarios lograron eludir el servicio militar, la gue-
rra del Vietnam y la muerte redactando tesis irreverentes contra el
sistema. Se aprecia un manierismo, una impostación, un falso riesgo,

52
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

en los denuedos revolucionarios de la época. Es como si cruzaran


golpes con guantes de boxeo, y los contendientes, además, hubiesen
impregnado los guantes de antisépticos para evitar que se infectaran
las heridas.
La logomaquia, frecuente en las revoluciones, adquirió propor-
ciones verdaderamente colosales. La palabra desmedida se instaló en
el tiempo social, y todavía no nos ha abandonado. El sentido común
sugiere que cambiar el mundo es una cosa, y cambiar las palabras que
proferimos sobre el mundo, otra distinta. La fuerza del argumento
reposa sobre una distinción previa entre mundo y lenguaje: si el len-
guaje es otra cosa que el mundo, y además posterior al mundo, mala-
mente se transformará el mundo transformando sólo el lenguaje. El
argumento pierde eficacia, sin embargo, si se sostiene que la textura
de la realidad también es, a la postre, de índole simbólica, es decir,
lingüística. Si la realidad es lenguaje, el que manipula el lenguaje ma-
nipula la realidad. Y el que altera el discurso es un revolucionario,
aunque no levante barricadas o las erija sólo de tarde en tarde o para
pasar el rato.
El equívoco viene de lejos. Ha sido explotado por las poéticas
modernas, muchas de las cuales interpretan la realidad como un sis-
tema de símbolos para, acto seguido, atribuir a las innovaciones de la
poesía una potencia demiúrgica excepcional. El inventor de palabras
y locuciones audaces no sólo estaría innovando la retórica, sino la
propia vida. El equívoco borra también la separación convencional
entre experimentalismo estilístico y activismo social. Lo atestiguan
los surrealistas, para quienes no existió distinción alguna entre averi-
guar una lengua original y destruir el orden burgués. En los sesenta,
esa idea encontró expresión en la culta latiniparla de los estructura-
listas, y tendencias aledañas. El mundo empezó a concebirse como un
texto que se espejaba en otros textos. Todo se convirtió en un texto,
cuyos reflejos fueron colonizando ámbitos sucesivos de la realidad: el
de la conciencia, el de las instituciones políticas, incluso el de la na-
turaleza11. Esta fantasía metafísica, o como se verá, gnoseológica más
que metafísica, ha sido parodiada por Italo Calvino en Se una notte
d’inverno un viaggiatore. Reproduzco un párrafo en que se describe
cómo hacen el amor el Lector y la Lectora, protagonistas de la nove-
la. Vale la pena trasladarlo íntegro, a despecho de su longitud:

Lectora, ahora te han leído. Han sometido tu cuerpo a una lectura


sistemática, a través de canales de información táctiles, visuales, del
olfato, amén de lo puesto a contribución por las papilas gustativas.
También interviene el oído, atento a tus trinos y resuellos. No sólo

53
EL HOMBRE ENDIOSADO

el cuerpo es en tu caso objeto de lectura: el cuerpo consta en cuanto


parte de un conjunto de elementos complicados, no todos visibles y
no todos presentes pero que se manifiestan en acontecimientos vi-
sibles e inmediatos: el nublarse de tus ojos, el reír, las palabras que
dices, la manera de recoger o esparcir los cabellos, tu tomar la inicia-
tiva y tu retraerte, más todos los signos que están en la frontera entre
tu persona y los usos y las costumbres y la memoria y la prehistoria y
la moda, todos los códices, todos los pobres alfabetos a través de los
cuales un ser humano cree estar leyendo en determinado instante a
otro ser humano.
Y tú también eres, a la vez, objeto de lectura, ¡oh Lector! Ya
la Lectora pasa revista a tu cuerpo lo mismo que se deja correr el
dedo por el índice de los capítulos, ya lo consulta como asaltada por
curiosidades rápidas y precisas, ya se demora y lo interroga y espera
a que llegue una muda respuesta, como si una pesquisa parcial sólo
le interesase en vista de un reconocimiento espacial más vasto. O se
detiene en detalles secundarios, quizá pequeños defectos estilísticos,
por ejemplo la nuez de Adán prominente o la manera que tienes de
hundir la cabeza en el hueco de su cuello, y los usa para establecer
un margen de distancia, de reserva crítica o de familiaridad festiva; o
por lo contrario, atribuye al matiz incidentalmente descubierto —di-
gamos que la forma de tu barbilla o ese mordisco especial que le has
dado en la espalda— un valor desproporcionado, y entonces toma
ímpetu y recorre (recorréis juntos) páginas y páginas, de la cabeza
al pie y sin saltarse una coma. A la vez, dentro de la satisfacción que
te procuran su modo de leerte y las citas textuales que hace de tu
objetividad física, se insinúa una duda: que no te esté leyendo uno
y entero como eres, sino utilizándote, utilizando los fragmentos que
de ti ha separado para construirse un compañero fantástico, que sólo
ella conoce, en la penumbra de su semiconocimiento. Tal vez, quién
sabe, lo que ella está descifrando sea este apócrifo visitador de sus
sueños, no a ti.
La lectura que los amantes hacen de sus cuerpos (de ese con-
centrado de mente y cuerpo de que se valen los amantes para ir a la
cama juntos) difiere de la lectura de las páginas escritas en que no es
lineal. Se inicia en un punto cualquiera, salta, se repite, vuelve hacia
atrás, insiste, se ramifica en mensajes simultáneos y divergentes, torna
a converger, pasa por momentos de tedio, vuelve página, recupera
el hilo, se extravía. Podemos reconocer una dirección, el itinerario
hacia un fin, en tanto en cuanto se tiende a un clímax. Con referencia
a este fin establecemos fases rítmicas, medidas métricas, recurrencias
de tal o cual motivo [...].

Póngase «instituciones» donde Calvino escribe «cuerpo», substi-


túyase al Lector por el Sistema —o la burguesía, o el dead white
male— y a la Lectora por el crítico revolucionario, y se obtendrá

54
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

buena parte de la literatura que de veras, y sin vocación paródica de


especie alguna, se ha venido escribiendo de un tiempo a esta parte,
con tanta mayor profusión cuanto más próximo a su vencimiento el
siglo pasado. Nótese, igualmente, que la Lectora no se limita a leer
el cuerpo del Lector. También lo interpreta de cierta manera, una
manera que no coincide con aquélla en que el Lector desearía ser in-
terpretado. Y esto inquieta al Lector, y lo desestabiliza: se diría que el
Lector se siente expropiado por la Lectora, o al revés, que la Lectora
se apropia del cuerpo del Lector por el procedimiento de someterlo
a una lectura disidente.
Aunque Se una notte d’inverno un viaggiatore se publicó en 1979,
las acrobacias de Calvino no son un trasunto de las que estaban ensa-
yando en esos momentos los escoliastas de Hopkins y Yale. La fuente
de Calvino es probablemente Umberto Eco, o, para ser más exactos,
la colección de ensayos que éste había sacado en el 62 con el título
de Opera aperta. La tesis defendida allí es que la obra de arte —una
sinfonía, un poema, un cuadro— es intrínsecamente polisémica: el
autor proyecta sobre la obra un significado, y los receptores otros
significados, unos significados que no merecen menos respeto, que
no hacen menos justicia a la obra, que el significado propuesto o su-
puesto por el autor. Eco, en una conferencia pronunciada en los USA
en 1996 — «The Author and his Interpreters»—, resumió la tesis cen-
tral de Opera aperta usando el lenguaje del poder: «Estaba estudian-
do la dialéctica entre los derechos de los textos y los derechos de sus
intérpretes». Declarar que la obra es abierta, equivaldría a decir que
la pugna exegética tiene lugar entre iguales y que el autor ha dejado
de disfrutar del monopolio legítimo de la fuerza. Oficialmente, segui-
mos en la semiótica. Pero hemos entrado también en la política, por
la puerta de atrás. La boutade calviniana invita a una interpretación
no menos política. La Lectora quita poder al Lector al interpretar su
cuerpo de un modo que es su modo, y no el del Lector.
La teoría de la obra abierta plantea una dificultad que atormentó
a Eco en el 62 y seguiría atormentándole más tarde. Si la obra aloja
significados múltiples, tantos como intérpretes potenciales de la obra,
entonces ésta, si bien se mira, no es ya la obra, sino una sucesión de
obras. Cada acto de aprehensión recrea la obra, y el complemento
del verbo «interpretar» se hace equívoco. Consideremos, qué sé yo,
el poema titulado «Cinque Maggio», compuesto por Manzoni en ho-
menaje de Napoleón. Tal vez los contemporáneos de Manzoni no
hayan descifrado, al leer el poema, los mismos contenidos que Pasco-
li, ni las impresiones de éste hayan coincidido con las de Montale, e
così via, que dirían los italianos. Quizá el llamado «Cinque Maggio»

55
EL HOMBRE ENDIOSADO

sea sólo un estímulo verbal cuya misión consiste en actualizar expe-


riencias que no guardan entre sí la menor relación. En Opera aperta,
Eco intentó salir de apuros agarrándose a algo que, en el fondo, no
era más que un juego de palabras:

[...] una obra de arte, forma cumplida y cerrada en su perfección de


organismo perfectamente calibrado, es además abierta, es la posibili-
dad permanente de ser interpretada de mil maneras distintas sin que
su singularidad irreproducible se vea alterada.

¿Qué significa aquí «irreproducible»? Sólo cabe una posibilidad:


Eco nos está diciendo que el intérprete, al percibir la obra, no se apro-
pia de su «singularidad», no la «reproduce en sí». La obra es ella mis-
ma con independencia de cómo se perciba. ¿Y qué es la obra en sí
misma? ¿Una constelación de significados que flotan por ahí, más allá
de la conciencia del intérprete —fruitore o gozador en Eco— y, pre-
sumiblemente, del propio autor? Esto nos deja como estábamos. Más
tarde, Eco se sacó de la manga al Lector Modelo, que no es lo mismo
que el Lector Empírico. Todos somos lectores empíricos; todos in-
troducimos, al leer una novela o lo que fuere, elementos caprichosos
o casuales que no enriquecen en absoluto la comprensión de lo que
ha puesto el autor en el papel. Las aportaciones del Lector Modelo,
por el contrario, están vinculadas al significado latente del texto y no
son arbitrarias. El significado latente, aunque irreducible a una inter-
pretación única, sólo resulta compatible con aquellas lecturas de la
obra que no traicionan el contenido objetivo —no existen, a la pos-
tre, calificativos alternativos— de ésta. La nueva enunciación de Eco
restaura la objetividad de la obra, al paso que diluye enormemente la
carga polémica de su teoría anterior.
Los seguidores de Eco prefirieron no tascar el freno y aceptaron,
sin cortarse un pelo, la démarche que su maestro había incoado en
Opera aperta. Eco les dirige una advertencia y un reproche amables
en su conferencia americana: «Tengo la impresión de que, en el curso
de las últimas décadas, se han exagerado los derechos de los intér-
pretes (por contraposición a los del texto: inciso mío)». Expuesto sin
tapujos: ¡ojo con echar en olvido la naturaleza objetiva de la obra y
despeñarse por los abismos del idealismo! Demasiado tarde. El idea-
lismo, un idealismo fatalmente contaminado de subjetivismo, encaja-
ba a la perfección con los mores imperantes, por las razones que ya se
han aducido, e intentar embridarlo era como ponerle puertas al cam-
po. La semiótica fue una de las vías transitadas, aunque en absoluto la
única. El idealismo, incluido el clásico, obedece a una lógica extraor-

56
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

dinariamente genérica. Lo primero que se hace es poner en cuestión


que la realidad pueda diferir de lo que pensamos de ella. Una vez que
se ha mudado la realidad en materia maleable por el pensamiento, da
comienzo una segunda fase, rica en alternativas. El hombre de talante
misantrópico y pirrónico, tenderá al escepticismo radical. El risueño
estimará, para sus adentros, que todo el monte es orégano, y que el
espíritu ha triunfado sobre la opacidad y pesadumbre de las cosas. El
resumen que acabo de hacer es un poco brutal, y no creo que nadie
estuviese dispuesto a suscribirlo sin añadir antes mil considerandos
y cláusulas de reserva. Pero, en fin, el tiempo aprieta, y no es cues-
tión de hacer encaje de bolillos. La pirueta idealista se ha ejecutado
partiendo de precedentes múltiples y correspondientes a momentos
históricos muy anteriores a los sesenta. El fenómeno es lo bastante
plural, y lo bastante recurrente a la vez, para que resulte lícito hablar
de un Zeitgeist, de un espíritu de época. Si lo del Zeitgeist suena
demasiado grandilocuente, pónganlo en minúsculas, forzando hacia
abajo la grafía alemana.
Señalaré no más, y muy por encima y a matacaballo, algunas de las
sendas recorridas por los campeones del idealismo contemporáneo.
En 1962, justo el mismo año en que salía en letras de molde Opera
aperta, Thomas Kuhn publicó un libro bastante más importante que
el de Eco: The Structure of Scientific Revolutions. Kuhn hizo célebre
una palabra que se ha enquistado luego en el idioma académico, o
puede incluso que en el común: «paradigma». «Paradigma» vale, en
cierto modo, por «esquema conceptual». Las teorías científicas, según
Kuhn, sistematizan los datos de la experiencia a través de conceptos
que les son propios e idiosincrásicos. En consecuencia no cabe hablar
de hechos preteóricos, esto es, no existe un lenguaje descriptivo en
que quepa recoger hechos no incursos en teorías. Esto lleva a con-
clusiones que no son en absoluto pueriles y que se oponen a lo que
piensa el positivista ingenuo. En particular, surge la cuestión de cuán-
do o cómo sabemos que una teoría es superior a otra. Según la doc-
trina convencional, una teoría es mejor que otra si explica o predice
hechos que la segunda no logra explicar ni predecir. Ahora bien, si
resulta que los hechos, los hechos sin excepción, se conciben desde
teorías, nos quedamos sin hechos que puedan concebirse fuera de
toda teoría y que sirvan de punto de apoyo para decidir cuándo una
es superior a otra. No podremos decir, pongo por caso, que A es su-
perior a B porque existe un hecho X que A predice y B no predice. X
será siempre un hecho que contemplamos desde una teoría, desde A
o desde B. Por lo mismo, el hecho que A predice no equivaldrá al que
B no predice. Careceremos de criterio... para determinar cuál de las

57
EL HOMBRE ENDIOSADO

dos teorías es la mejor. ¿En vista de qué se abandona entonces una


teoría en favor de otra? Evacuados los hechos enfrentados a teorías,
nos quedan las teorías sin hechos. Las teorías son organismos com-
plejos que buscan conservar el equilibrio. Una vez que lo han perdi-
do entran en crisis y se desarreglan por dentro, hasta que las piezas
de que están compuestas se reubican o transforman y se alcanza de
nuevo la estabilidad. Esta reacomodación, este reajuste de todo con
todo, es lo que Kuhn denomina «revolución científica». La reflexión
kuhniana, sólo congruente con la manera como la he explicado aquí
cuando se someten ciertos pasajes de su obra a una interpretación
muy directa y también muy extremosa, alumbró otra palabra céle-
bre: «inconmensurabilidad». Las teorías son inconmensurables por
cuanto recluyen a quien las profesa dentro del paradigma correspon-
diente. Se está dentro, o se está fuera. Lo que no es posible es estar
en los dos sitios a la vez.
Muchas de las observaciones de Kuhn fueron agudas. Es verdad
también que, después de leer a Kuhn, se nos antojan estrafalarias o
ingenuas las apelaciones anteriores a un lenguaje descriptivo univer-
sal, o común a todas las ciencias. Pero la filosofía de Kuhn invitaba de
modo casi irresistible a representarse la realidad como una emanación
conceptual de la ciencia. Intimaba, quiero decir, una visión de acen-
to muy próximo al idealismo. Kuhn se alarmó, lo mismo que se ha
alarmado Umberto Eco, y dio marcha atrás. Se ha hablado en broma,
con relación a obras posteriores de Kuhn, del paradigm lost, del pa-
radigma perdido12. Señalo brevemente que existe una simetría obvia
entre la multiplicidad de paradigmas, inconvertibles unos en otros y
convergentes —o no— hacia no se sabe qué realidad, y la multiplici-
dad de interpretaciones alternativas de Eco, distintas y convergentes
—o no— hacia no se sabe qué obra.
A Kuhn le placía introducir, en su análisis del cambio científico,
consideraciones sociológicas. Ciertos paradigmas prevalecían y arro-
llaban a los paradigmas rivales por motivos a los que podía no ser aje-
na la política —luchas generacionales, desplazamientos de autoridad
en el seno de las instituciones, etc.—. El énfasis de Kuhn en lo social
tenía sentido, dado que ya no estaba claro, o lo estaba menos que an-
tes, que una teoría pudiese prevalecer sobre otra apelando meramen-
te a los hechos. Sin embargo, ese énfasis, o ese matiz, se desarrolló
hasta adquirir dimensiones gigantescas en especulaciones de filósofos
posteriores. Existe una escuela que propugna el llamado «programa
fuerte» en sociología del conocimiento. Según el programa fuerte, el
sociólogo debe aplicar al estudio de la actividad científica los mismos
criterios que al de cualquier otra actividad humana. Esto es dinamita.

58
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Consideremos, por ejemplo, los conceptos de «verdad» o de «hecho»,


según circulan entre los profesionales de la física. Desde la perspec-
tiva del físico, «verdad» significa tales y cuales cosas, y «hecho» sig-
nifica tales otras, y entre las primeras y las segundas se registra tal y
cual relación. Pues bien, estas opiniones de los físicos no deben im-
presionar al sociólogo más de lo que impresionan al antropólogo las
creencias de los animistas, o de los indios caribes, o de los adoradores
de la diosa Cibeles. Los conceptos de «hecho» o «verdad» valen sólo
como datos de campo, que el adscrito al programa fuerte apunta en
su libreta de observador distante y no comprometido. David Bloor,
uno de los fundadores del programa fuerte, afirmó lo siguiente en
Knowledge and Social Imagery (1976):

No podemos jugar a ser Dios y dedicarnos a comparar nuestra com-


prensión de la realidad con la realidad en sí misma, la realidad según
ella pueda ser aparte de la manera en que la comprendemos. Pero si
las verdades no forman una clase natural, ¿qué suerte de clase for-
man? La alternativa es que formen una clase social. Forman una clase
como los billetes de banco válidos forman una clase, o como forman
una clase los agraciados por la Cruz Victoria, o los hombres que son
maridos. La pertenencia a esta clase está determinada por el modo
en que la cosa en cuestión es tratada por la gente. Por supuesto, las
razones que en cada caso motivan ese trato obedecen a urgencias
prácticas, complicadas, e insertas ellas mismas en la realidad.

Dice también Bloor: «No tiene por qué existir algo tal como la
Verdad...». ¿Qué es la verdad con mayúscula? Pues la verdad objetiva,
la independiente de los pensamientos del observador. Se entiende que
una proposición es mayúsculamente verdadera cuando es verdadera
con independencia de que alguien crea o no en ella. El que impugna
la verdad con mayúsculas, está negando que sea pertinente afirmar
que una proposición pueda ser verdadera aunque nadie la crea toda-
vía, o, para ser más exactos, cuando no ha llegado a creerla aún una
comunidad organizada. La verdad —al revés que la Verdad— pasa a
convertirse en un rasgo que es digno de atención en la medida en
que revela o caracteriza un modo colectivo de comportamiento. A
pesar de que Bloor se declara materialista, la suya integra una forma
eutrapélica de idealismo, un idealismo en clave sociológica. Un idea-
lismo, cabría añadir, con falsa conciencia13.
Kuhn debe mucho a Willard Van Orman Quine, un lógico que se
había formado con Alfred North Whitehead en Harvard y que des-
pués asistió a los seminarios del neopositivista Schlick en Viena. La
conexión es significativa porque Quine ha sido el gran revitalizador

59
EL HOMBRE ENDIOSADO

del pragmatismo después de la Segunda Guerra Mundial, y el prag-


matismo es una filosofía que está tocada desde sus orígenes, bien de
voluntarismo (William James), bien de idealismo, expreso en el caso
de Dewey, bien de una combinación agónica de idealismo y realismo
(Peirce). Los pragmatistas de última o penúltima hora, entre otros
Richard Rorty, han recuperado, además, a Nietzsche, y ello resulta
más significativo todavía. Veamos por qué.
En el orden moral, no cabe imaginar personalidades más antipó-
dicas, más contrarias, que las de Nietzsche y los pragmatistas clásicos.
Verbigracia, Dewey. Éste era un entusiasta de la gente, de la demo-
cracia y de la industria. Vivió lo que no está escrito en los libros,
tuvo seis hijos con su primera mujer, y después de haber enviudado
volvió a casarse. No tuvo hijos esta segunda vez porque pasaba de los
ochenta y siete años, o acaso porque su esposa frisaba los cuarenta
y dos. Pero adoptó dos niños belgas, y consiguió poner en pie un
hogar felizmente convencional. Dewey disfrutaba, en dosis masivas,
de la propiedad anímica que los frenólogos del XIX denominaban
«adhesividad»: una como tendencia a pegarse en la gente, a formar
grumos humanos. Nietzsche, por lo contrario, era dispéptico, sifilí-
tico, infortunado con las mujeres, y gran odiador de sus semejantes.
Éstos, a finales del XIX, se habían multiplicado prodigiosamente en
Europa y colmaban los recintos de las Exposiciones Universales, de
los balnearios, de los parques, de las estaciones de ferrocarril. Esa
masa hirviente, pletórica, reventaría en la Gran Guerra, dejando el
continente teñido de sangre. En época de Nietzsche, no obstante,
persistía en su crecimiento exponencial, bajo los auspicios del con-
fort creciente y el progreso indefinido. La respuesta de Nietzsche a lo
que se conoce, entre los empresarios de teatro, como un «llenazo»,
un llenazo que no era sólo antropológico sino, a la vez, social y mo-
ral, se anticipa a la de Roquentin en La Nausée sartriana: consiste en
un espasmo de asco. Un número impresionante de escritores e inte-
lectuales entre 1870 aproximadamente y el blackout de los fascismos
y los campos de exterminio, se dedicaría, más que nada, a vomitar
sobre la gente, que había pasado de ser «el buen pueblo» del Antiguo
Régimen, al público democrático que también alarmaría a Ortega.
Nietzsche es uno de los primeros y más vehementes vomitadores.
Ello confiere un aire paradójico a la rehabilitación de Nietzsche des-
de la perspectiva del pragmatismo. Pero la paradoja desaparece si
uno se toma la molestia de elegir el registro analítico pertinente. Lo
que ha fascinado de Nietzsche a los pragmatistas posmodernos es la
tesis de la muerte de Dios, interpretada más en clave epistémica que
teológica. Según Nietzsche, el hombre se ha dejado intimidar por la

60
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

autoridad de Dios, de la Moral, y de la Verdad metafísica —o cientí-


fica—. Pero estas autoridades, estas fuerzas extrínsecas y opresoras,
son ficciones que traen su origen del hombre mismo. Dios es una fic-
ción; y lo es la Moral; y lo es la idea de que existe un orden cerrado
que la ciencia nos irá revelando. En lo último, concurre con los prag-
matistas clásicos. También niegan éstos que hacer ciencia consista en
descubrir o retratar fidedignamente un orden preexistente:

Veremos surgir un idealismo genuino y compatible con la ciencia tan


pronto la filosofía acepte el mensaje principal de aquélla. El cual con-
siste en que las ideas son afirmaciones, no de lo que es o ha sido, sino
de actos en vía de ser ejecutados. Entonces los hombres comprende-
rán que, intelectualmente, las ideas carecen de valor si no se mudan
en acciones que reordenan y reajustan de alguna manera, grande o
pequeña, el mundo en que vivimos. Exaltar el pensamiento y las ideas
por sí mismas y aparte de lo que logren hacer, equivale a negarse a
aprender la lección que está encerrada en el tipo más auténtico de
conocimiento, el experimental, y supone igualmente dar la espalda al
idealismo responsable (The Quest for Certainty, cap. V).

El párrafo se debe a la pluma de Dewey. Ya he dicho que el ethos


deweyano es radicalmente opuesto al de Nietzsche. El idealismo de
Dewey hunde sus raíces en el suelo propicio de la Belle Époque, con
su exaltación de la técnica y la industria como agentes de liberación
frente a la naturaleza, todo ello bajo la tutela o supervisión de go-
biernos progresistas, democráticos e ilustrados. En ese contexto, los
héroes morales, los que se suben a lo alto del podio, son el ingeniero,
el médico y el pedagogo. El héroe de Nietzsche, por lo contrario,
es el artista, el artista en cuanto creador de mundos. Al artista se le
había reconocido la facultad de generar mundos nuevos, aunque sólo
en sentido metafórico. Se entendía que Antígona, El anillo de los Ni-
belungos, los frescos de la Capilla Sixtina, abrían, como los grabados
de Escher, dimensiones virtuales a través de la imagen o el sonido o la
palabra. Pero cuando Nietzsche exhorta al hombre a ser artista, está
hablando en un sentido que ya no es metafórico. El hombre puede
atreverse a todo una vez que ha descubierto que ni Dios ni el mundo
objetivo existen. Tras haber matado a Dios, o, para ser más precisos,
al trampantojo que bajo la figura de Dios le reducía a una sujeción
abyecta, el hombre/artista puede dedicarse a ser él mismo Dios, a
emular, literalmente, la facundia de Dios.
Nietzsche estaba pasado de rosca, y en muchos sentidos es un
histrión. Pero fue también un hombre de talento, y un fenomenólo-
go moral profundo. Integra un hecho histórico, desconocido por las

61
EL HOMBRE ENDIOSADO

nuevas hornadas de ateos de carril, que la idea de un orden objetivo


que se despliega ante nosotros bajo la acción de leyes regulares nació
en Occidente de la mano de la Teología Natural. El ejemplo canónico
nos viene dado por Maupertuis, gran matemático y el primero en
confirmar experimentalmente que la Tierra, como había anticipado
Newton, se halla achatada en los polos. Maupertuis enunció un prin-
cipio según el cual los cuerpos se mueven minimizando una magnitud
que conocemos como «mínima acción» —la mínima acción se define
como el producto de la masa del cuerpo por la velocidad y la distan-
cia recorrida—. Maupertuis asoció su descubrimiento a la existencia
de una deidad sapientísima, y tocada por el escrúpulo de la parsimo-
nia matemática. Las tensiones entre ciencia y religión surgieron por
la incompatibilidad de la primera con puntos concretos de la Palabra
Revelada o de la Teología Dogmática —la edad de la Tierra, la tran-
substanciación, etc.—. No por la invocación de un Dios geómetra y
bienhechor, en absoluto inasumible para físicos y matemáticos —la
frase de Einstein: «Dios no juega a los dados con el universo», repro-
duce, en el lenguaje del siglo XX, la muy vieja noción de que Dios es
fiable y se manifiesta a través de leyes comprensibles y constantes—.
El enfrentamiento de veras no se iniciaría hasta mucho más adelante,
a propósito del darwinismo. No quiere decir ello, claro está, que el
deísmo sea filosóficamente aceptable. De hecho, no lo es: el deísta
postula gratuitamente un poder organizador que no es más explica-
ble, es más, resulta infinitamente más inexplicable, que la organiza-
ción de la propia naturaleza. El caso, sin embargo, es que Nietzsche
dio en la diana, moralmente hablando. El mediador entre la Verdad
teológica y la Verdad científica ha sido, históricamente, Dios.
En el esquema de Maupertuis, Dios aparece como el ejecutor de
principios racionales que seguirían siendo racionales aun en ausencia
de Dios. Pero el Dios de los cristianos es también compatible con un
esquema opuesto al de Maupertuis. Conforme a una tradición que
discurre a contrapelo de la que cultivan los teólogos naturales, Dios
es el autor de todas las verdades, incluidas las de la metafísica y las
matemáticas. Según esa línea doctrinal, las verdades eternas dimanan
de decretos, de ucases, del Señor. Por ejemplo: dos y dos son cuatro,
y no diecisiete, porque Dios lo quiere así. El valedor más ilustre de
esta tesis ha sido, miren ustedes por dónde, Descartes. Nietzsche se
pronuncia contra la Teología Natural y se apropia de la tradición ri-
val dándole la vuelta y desplazando al hombre las enormes facultades
que los voluntaristas atribuían a Dios. El desenlace es que el hombre
puede heredar a Dios si antes se toma la molestia de matarlo. El
hombre/artista, el que ha matado a Dios, adquiere las potencias de

62
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Dios, lo que implica que hace y deshace la realidad en la acepción


más radical que imaginar quepa.
Los pragmatistas posmodernos coquetean con esta idea. Y em-
palman, a veces consciente, a veces inadvertidamente, con corrientes
críticas que traen su origen de la semiología, el postestructuralismo
y la antropología cultural. Lo hemos comprobado a propósito de las
filosofías que conciben la realidad como un texto: en la medida en
que la realidad sea un texto, y los textos resulten discrecionalmente
interpretables, la realidad será una creación humana, esto es, fruto
de la interpretación a que decidan acogerse los lectores del texto. Los
pragmatistas tardíos se ciñen a una estrategia más endeudada con el
legado kuhniano: si el conocimiento, y la ciencia en particular, son
segregaciones humanas, y no hay, de añadidura, más realidad que
la formulable en un contexto epistémico o cognoscitivo, la realidad
será, igualmente, una segregación humana. No es maravilla que sea
el hombre/artista nietzscheano el que se sube ahora al podio, y no el
ingeniero, el médico o el pedagogo. ¿Hemos terminado? No. Estas
elucubraciones no se verifican en el vacío. Se verifican en la democra-
cia, entiéndase, en un medio moral por completo distinto al mundo
de superhéroes que poblaban la imaginación de Nietzsche. De resul-
tas, el modelo nietzscheano se democratiza, es decir, se universaliza.
En la Genealogía de la moral (Primera parte, 2), escribió Nietzsche:

Fueron «los buenos», es decir, los nobles, los poderosos, los hombres
de posición superior y elevados sentimientos, quienes se sintieron
y se valoraron a sí mismos como buenos; como algo superior, en
contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo
de este sentimiento de distancia es como se arrogaron el derecho de
crear valores y de determinarlos.

En el pasaje de Nietzsche, el hombre superior necesita al inferior


para saberse eso, superior. No se puede ser superior sin estar por
encima de alguien, es decir, sin que haya un inferior. La superioridad
no es por tanto universalizable: extenderla a todos entrañaría una
contradicción en los términos. ¿Fin de la gloria democrática? No
para los émulos tardíos de Nietzsche. Existe una clave salvadora. La
clave reside en el hecho de que el hombre/artista, el nuevo demiurgo,
encierra en sí la norma del bien y del mal. ¿Por qué no habrían de
darse tantas normas como mundos, y tantos mundos como personas?
El empate de supremacías suscitaría una contradicción si sólo hubiera
un mundo y una norma. Sin embargo, la contradicción se deshace en
el aire tan pronto se indician mundos y normas a personas. Los varios
«mundos» no son más intratables que los varios esquemas del mundo

63
EL HOMBRE ENDIOSADO

con que han especulado los exégetas de Kuhn. Son únicos y a la vez
perfectos, por cuanto no se puede entrar en ellos desde fuera y nada
está por debajo de nada cuando no queda nada con que compararlo.
El empeño en que todo sea medido por el mismo rasero, se abandona
como una forma de fanatismo metafísico; y la convivencia de los dis-
tintos mundos dentro de una misma sociedad, se insta o recomienda
en nombre de la tolerancia y la convivencia democráticas.
Con lo que nos encontramos al cabo es con una transmutación
asombrosa del hombre/artista nietzscheano. El hombre/artista no es
ya Wagner, no es el genio oracular y de gran formato que asociamos
a Nietzsche. El modelo, ahora... es Warhol. Warhol es la sorpresa,
es el conejo dentro de la chistera, que nos lega Nietzsche tras haber
sido reprocesado por la democracia y el idealismo contemporáneo.
Warhol es autor de una frase reveladora: «If everbody’s not a beau-
ty, then nobody is» —«Si todo el mundo no es una belleza, nadie lo
es»—. Se diría que Warhol hubiese pretendido acelerar la gloria igua-
litaria recurriendo a un atajo. ¿Es cuestión de que midamos todos
lo mismo? Pues rompamos la métrica, empezando por el patrón de
platino e iridio depositado en la Oficina de Pesas y Medidas de París.
No es difícil averiguar, detrás, el eco de Nietzsche, un Nietzsche pue-
rilizado. Escribió Nietzsche en La gaya ciencia (Libro V, 343):

El descubrimiento de que «ha muerto el Dios viejo» encierra para no-


sotros, filósofos y «espíritus libres», el anuncio de una nueva aurora.
Nuestros corazones se hinchen de gratitud, maravilla, presentimiento
y expectación: por fin el horizonte se nos aparece otra vez libre, aun-
que no esté aclarado; por fin nuestras naves pueden otra vez zarpar,
desafiando cualquier peligro; por fin toda aventura está otra vez per-
mitida, y el mar, nuestro mar, está otra vez abierto; tal vez no haya
habido jamás un mar tan abierto.

Este mar abierto se ha convertido, en la era de Warhol, en un mar


sin accidentes. En un mar como un estanque. En el mar de verdad el
viento nos obliga a ir donde preferiríamos no ir, o el oleaje nos sal-
pica y quizá nos arrastra hasta el fondo. Ahora se trata de que nada
oponga resistencia a la felicidad del ciudadano, cuya capacidad de
elección será tanto más grande, estará tanto menos predeterminada
o se verá menos estorbada, cuantos menos perfiles, menos aspere-
zas, presente la realidad. Me refiero a la realidad según era antes, es
decir, a la que pugnaba por estar ahí aunque no la quisiéramos o no
nos conviniera. La anulación, la domesticación radical de la realidad,
exige destruir las formas de pensamiento en que ésta había sido co-
dificada a lo largo de las edades. Se nos conmina por consiguiente

64
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

a arrasar instituciones, sistemas de valores, prejuicios heredados. El


nuevo ethos, por ejemplo, es incompatible con el museo o con la
universidad. Y por supuesto, es incompatible con la historia, enten-
dida como un depósito de experiencias en que se hallan cifradas las
posibilidades, pero también las limitaciones, de la especie. Los dos
párrafos que reproduzco a continuación están extraídos de una en-
trevista realizada hacia 1915 a un joven artista francés, recién llegado
a los Estados Unidos. El entrevistado habla de América como centro
del arte del futuro:

Las capitales del Viejo Mundo han estado indagando durante cientos
de años qué es eso del buen gusto, y puede decirse que han tenido un
éxito arrollador. Pero ¿por qué la gente no se da cuenta de que esto
es una lata? Ojalá comprendiera América que el arte en Europa está
acabado —muerto—, y que América es el país del arte del futuro...
¡Miren los rascacielos! ¿Tiene Europa algo más bello que enseñar?

Nueva York es en sí misma una obra de arte, una obra de arte comple-
ta... Encuentro que la idea de echar abajo los viejos edificios, los vie-
jos recuerdos, está muy bien... No se debería permitir que los muer-
tos fueran mucho más fuertes que los vivos. Tenemos que aprender
a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro propio tiempo.

El hombre entrevistado es Duchamp, el modelo remoto de Warhol.


No creo que Duchamp tuviera mucho que decir, y sospecho que su
influencia proviene mucho más de lo que se quiso leer en lo que
ocasionalmente decía, que en lo que realmente dijo. Pero ha obrado
como un test Rorschach dentro de la cultura del siglo XX. Es notorio
que Duchamp, a su manera, también liquidó a Dios, por el proce-
dimiento de negar la tradición pictórica a la que no había tenido la
paciencia ni la voluntad de sumarse. La tradición se ha caído, se ha
caído todo, y donde antes había un paisaje, con sus amenidades, con
una colina perfilándose al fondo y sobre la colina unas nubes rasgadas
y una luna redonda, allí donde había un espesor de cosas, un mundo,
se ve ahora un espacio despojado, enorme, un espacio como el que
Newton había excogitado para la física. El espacio newtoniano es ho-
mogéneo e isótropo: vale un punto lo mismo que cualquier otro, y
una dirección lo mismo que cualquier otra. En ese espacio se es libre
en el sentido extremo de que nada, nada en absoluto, nos fuerza o
estimula a ir hacia aquí mejor que hacia allá. Los que hayan leído la
polémica que Leibniz sostuvo con Clarke, saben de qué hablo. Este
mundo que Dios ha dejado huero después de irse, este mundo que es
a la vez una pura disponibilidad, es, claro, el mundo posmoderno.

65
EL HOMBRE ENDIOSADO

He transitado por él eligiendo un itinerario entre otros muchos


alternativos. Podría haber elegido otros itinerarios. Podría haber ha-
blado más de antropología. O de la interpretación que se ha hecho
de Wittgenstein durante los últimos treinta años. O más de arte, más
de crítica literaria, más de no sé qué. Pero mi propósito ha sido recoger
el aroma de algunas cosas que están ocurriendo y que son significativas
aunque se manifiesten de modo difuso y versátil, y no se dejen atrapar
bajo una categoría única. Cerraré este capítulo con dos observaciones.
La primera es que el idealismo voluntarista que he adscrito a los
posmodernos no habita exclusivamente en los pagos ideológicos de
la izquierda. Algunos de los nombres que he invocado no son, obvia-
mente, de izquierdas. Más importante tal vez: el idealismo voluntaris-
ta encuentra una expresión máxima y acabada en la doctrina bucha-
niana de que el agente, cuando elige, crea valores que no preexisten
al propio acto de elegir14. James Buchanan no es de izquierdas. Es un
libertario —o lo que sea— que la izquierda asocia a la derecha. Y es
que el Zeitgeist es menos disciplinado que los militantes de un partido
político. Vota a veces de una manera, y otras, de otra, y con frecuencia
no se sabe lo que votará hasta que llega a pie de urna.
La segunda observación nos trae de nuevo a casa. Todo lo que se
ha dicho hasta ahora, objetarán algunos, peca de rocambolesco, pe-
dante y subido de tono. ¿Qué tienen que ver Foucault, Eco o Rorty
con las iniciativas de un abogado de León poco dado a doblar el espi-
nazo sobre textos arcanos? La respuesta es que también los abogados
de León poco dados al cultivo de la filosofía respiran ideas, ideas que
están formuladas en libros. Hablar de los libros no es en consecuen-
cia inútil, o no lo es mientras no olvidemos que integran un elemento
entre otros dentro de un cuadro complejo cuya definición exige, en
cada caso concreto, infinitas precisiones añadidas, desde las de índole
local a las de carácter biográfico. Treinta años antes, Zapatero ha-
bría absorbido marxismo de la atmósfera circundante. Como tiene la
edad que tiene, ha absorbido las cosas por las que he intentado deam-
bular a lo largo de las páginas precedentes. Sobre esto no me voy a
entretener más. Dejo las panorámicas culturales, y retomo nuestro
viejo asunto desde una perspectiva más ajustada a la política.

LOS PODERES DE LEVIATÁN

La extensión del matrimonio a los homosexuales podría interpretar-


se en términos warholianos. Así como Warhol universaliza el derecho
a ser artista por el procedimiento de relajar los criterios que determi-

66
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

nan lo que es una obra de arte, podría decirse que Zapatero universa-
liza el derecho a constituirse en esposo o esposa por el procedimiento
de diluir los criterios que establecen cuándo se es lo uno o lo otro.
El sexo ya no integraría un requisito para ser la clase de cónyuge que
uno quisiera ser. Obsérvese, no obstante, que la simetría entre los
dos casos es imperfecta. Mientras Warhol, en la estela de Duchamp,
pretende liquidar el arte ortodoxo, Zapatero no ha querido, en ab-
soluto, liquidar el matrimonio ortodoxo. Su mensaje es que también
el matrimonio ortodoxo debe ser asequible a los homosexuales. En
varios sentidos, el ethos zapateresco es heredero del ethos socialista
tradicional. Zapatero ha hecho con el matrimonio lo mismo que hi-
cieron los socialdemócratas alemanes con los balnearios, u otros bie-
nes reservados tradicionalmente a las clases acomodadas: abrirlos a
quienes antes estaban excluidos. La novedad es que la diferencia que
se anhela superar ahora no es de renta sino de género. El género, al
parecer, ha dejado de ser un impedimento, a pesar de que esté incrus-
tado en la estructura del bien cuya oferta se anhela ampliar. Asistimos
a una surenchère de corte voluntarista. ¿Sexo? Naderías. Se elude el
obstáculo añadiendo un párrafo al BOE.
La apelación al BOE es constante en Zapatero. Ha apelado al
BOE para igualar a la mujer con el hombre en el mercado laboral. Ha
apelado al BOE para que el número de consejeros femeninos que se
sienta en un consejo de administración empate con el de consejeros
masculinos. Ha apelado a una suerte de BOE sublime —la ONU—
para que las civilizaciones se fundan en un abrazo fraterno. En parte,
estas apelaciones son una repetición de otras que se hicieron en el
pasado. Incorporan elementos de utopismo, y también de autorita-
rismo político. El autoritarismo puede revestir formas radicalmente
diversas. El sargento que le largaba un sopapo al quinto, era un tipo
autoritario. Un tipo censurable, aunque no, por fuerza, irracional. El
sopapo servía para poner orden en las filas de los pobres quintos. Pero
un autoritario que conmina al orden a un reloj que atrasa golpeán-
dolo con un martillo, ha dejado de ser censurable para convertirse
en absurdo. Entre los dos extremos, se dan posiciones intermedias, y
algunas son ambiguas. Consideremos el caso del mercado laboral. Se
ha insistido hasta la saciedad en que el BOE no sirve para igualar el
empleo según criterios de género. ¿Por qué? Por la razón simplicísi-
ma de que la mujer y el hombre representan, desde el punto de vista
económico, recursos asimétricos. La mujer sigue estando más obliga-
da por la atención a la familia que el hombre; y la tradición inclina
más a la mujer a ciertas ocupaciones; y está también el hecho de que
la mujer y el hombre difieren en su constitución física, y no lo hacen

67
EL HOMBRE ENDIOSADO

todo igual de bien. Estas circunstancias alojan efectos económicos.


Cabe premiar a la mujer con permisos de maternidad generosos. Pero
tendrá que pagarlos el contribuyente o el empresario. O es posible
que aumente la contratación ilegal, y padecerían entonces las cuen-
tas de la Seguridad Social y las cuentas públicas en general. Juegan
también otros factores. Imaginemos que se obliga a los empresarios
taurinos a contratar el mismo número de toreros que de toreras. Nos
enfrentamos, para empezar, a una dificultad que es física y a la vez
cultural. Probablemente, le resulte más complicado a una mujer que
a un hombre lidiar con un miura. Como sucede además que el respe-
table es el que es y prefiere los toreros a las toreras, los empresarios
se verían en la precisión de cerrar sus plazas si tuvieran que contratar
a matadoras en el mismo porcentaje que a matadores.
Los economistas suelen decir que los que ignoran estas circuns-
tancias, no comprenden las leyes de la economía. Y no les falta ra-
zón, aunque conviene introducir algunas precisiones. Las leyes de la
economía, según son entendidas por los economistas, presentan el
perfil de una ley natural... según y cómo. Predicen lo que ocurri-
rá en vista de que los agentes se guían, bien impulsados por el afán
de lucro (en cuanto productores), bien por la maximización de sus
utilidades (en su condición de consumidores). Los hombres, no obs-
tante, no se dedican, meramente, a maximizar beneficios o utilidades,
de donde se desprende que los libros de economía que se estudian en
primero de facultad encierran una simplificación radical. En esencia,
simplifican los móviles y actitudes de los hombres. Por ahí penetra la
crítica moralista al mercado, tanto de signo conservador como socia-
lista. La censura de los moralistas se dirige al reparto de riqueza que
genera el mercado, y también a las actitudes sobre las que se basa su
eficiencia. La práctica, y aun la teoría, sugieren que no es dable corre-
gir radicalmente la desigualdad en el reparto sin alterar las actitudes
que hacen al mercado eficiente. Una política fiscal severamente con-
fiscatoria apagaría, por ejemplo, el afán de lucro de los empresarios y
disuadiría a los trabajadores de invertir muchas horas en la mejora de
sus salarios. Aseguraría la igualdad económica y, por lo visto hasta la
fecha, también la pobreza. Ello no encierra contradicción alguna: no
está escrito en ningún sitio, ni en el cielo de las estrellas fijas ni en
los libros sibilinos que tutelaban los diez sacerdotes, que la igualdad
en la pobreza sea peor que la desigualdad en la opulencia. El ideal de
sociedad exaltado por Rousseau invoca, simultáneamente, la igualdad
y la pobreza, dignificada por la entrega a la causa colectiva. Se trata de
un ideal, en mi opinión, teatral, si bien coherente. Lo problemático,
desde un punto de vista conceptual, es intentar conciliarlo todo a la

68
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

vez: la riqueza, con la desincentivación de las actitudes que la promue-


ven en un mercado. O si se prefiere, la economía de mercado, con el
socialismo político. Esto es problemático por la sencilla razón de que
es imposible. La socialdemocracia, que fue en origen un compromiso
práctico entre el socialismo revolucionario y el régimen parlamentario
y la economía de mercado, ha podido verificar, de modo progresivo,
que el compromiso está sujeto a límites. A partir de cierto instante, el
artilugio se atasca, y empiezan las agonías que todavía afligen a muchas
naciones de Europa.
Ello ha supuesto una tragedia moral para la izquierda, una trage-
dia de mucho más importe que el desplome del comunismo. Ha su-
puesto, para empezar, una tragedia para la izquierda política, que se
ha encontrado con que ya no sabía qué decir. Y ha supuesto una
tragedia para muchos hombres irreconciliablemente enfrentados con
la naturaleza impredecible, incomprensible en varios extremos, del
orden liberal. El conflicto continúa, a despecho de que la ciencia
económica haya arrumbado los modelos explicativos marxistas y de
que las diatribas contra el mercado no se declamen ya con el aplomo
antes acostumbrado. Pero, repito, el conflicto continúa. Zapatero re-
sulta interesante por tres motivos. El primero es el desplazamiento
del conflicto al terreno cultural: el experimento sigue en marcha,
aunque el héroe que retratan las pancartas socialistas haya dejado de
ser un obrero en mono azul. El segundo es la innegable sintonía del
presidente con los lugares comunes predominantes: sus iniciativas,
mal trabadas con frecuencia, y envueltas en una retórica precaria,
son recibidas con aprobación por un número considerable de ciuda-
danos. El tercero es que tanto Zapatero como sus partidarios parecen
propensos a no tomarse la realidad demasiado en serio. Queda ello
patente en que se pretenda conservar el mercado, a la vez que se
amenaza intervenir en él para sentar puntos de sana doctrina moral.
Pero resulta mucho más revelador lo del matrimonio homosexual. Lo
del matrimonio homosexual recuerda mucho más a lo del reloj que
se arregla de un martillazo que a cualquier otra cosa. El caso, sin em-
bargo, es que no suena mal. Y a Zapatero le suena bien que no suene
mal. Empleo esta fórmula historiada para advertir que se ha produci-
do una complicidad peculiarísima, una complicidad revolucionaria,
o si no revolucionaria, altamente explosiva, entre ciertas concepcio-
nes atávicas del poder, y lo que aquí hemos llamado «espíritu pos-
moderno». El pacto es que el poder, valiéndose de sus capacidades
enormes, dará al pueblo lo que quiera. El descubrimiento de que la
sociedad ha derivado hacia formas originales de consumismo moral,
caracterizadas por el hecho de que la demanda no es sólo de mercan-

69
EL HOMBRE ENDIOSADO

cías, sino también de estilos de vida cortados a la medida discrecional


del consumidor, constituye la gran aportación de Zapatero —por
llamarla de alguna manera— a la política española. No es incorrecto,
por tanto, afirmar del presidente que es un político posmoderno.
Los que dicen esto pretenden, más que nada, vejarle. Pero el núcleo
de la denuncia es acertado, acaso por casualidad. Habría que añadir:
Zapatero es un político posmoderno embutido en una armadura po-
lítica antigua. Y habría que añadir igualmente: el posmodernismo es
maravillosamente compatible con el atavismo político. Ha llegado el
momento de que hablemos de Hobbes, y alrededores.
Hobbes es el heraldo, el gran trompetero, del absolutismo po-
lítico. Y aun así, al revés que en el caso de Rousseau, no es raro
que despierte el interés, incluso el entusiasmo, de los liberales. Entre
los parciales de Hobbes, por ejemplo, está Oakeshott, que ha sido
un conservador, amén de un liberal. La afinidad imperfecta, pero
también innegable, obedece a varias causas. Una obvia es el indivi-
dualismo de Hobbes. Mientras el citoyen rousseauniano ha sido fa-
gocitado por el cuerpo místico del Estado, un cuerpo al que anima
una insobornable e infalible voluntad general, la única razón que
en Hobbes justifica la subordinación del hombre suelto al soberano
es de índole prudencial y utilitaria. El sujeto abandona el estado de
naturaleza y acepta las servidumbres de la condición civil porque
su vida corre menos peligro en la segunda situación que en la pri-
mera, y sólo por eso. Un Leviatán que haya dejado de garantizar la
seguridad no difiere, en el esquema moral de Hobbes, de un jefe
mafioso venido a menos. Los desprotegidos por el mafioso antiguo
buscarán un mafioso de refresco sin que se les corte un pelo, ni les
asome una lágrima a los ojos. Lo mismo ocurre cuando Leviatán ha
perdido una guerra. Los antiguos súbditos sacan la regla de calcular,
comprueban que su fin principal, que es la supervivencia, está en
riesgo, y aplican la pompa y el aparato del homenaje a un señor más
eficiente. La pérdida de la libertad, en una palabra, es un coste que
se asume en vista de consideraciones basadas en una lógica esencial-
mente individualista. La lógica de la supervivencia personal llega tan
lejos, que Hobbes admite incluso que se deserte del ejército o que
se preste ayuda al enemigo. Uno de los argumentos es que el miedo
es incoercible (Leviathan, cap. XXI). Otro, más sugestivo, es que es
normal que el hombre que ha sido hecho cautivo acepte la autoridad
de quienes más daño pueden infligirle si se pone impertinente o de
través (Leviathan, cap. XXI, y sobre todo, «A Review and Conclu-
sion»). No cabe espíritu más opuesto al ethos republicano que toda-
vía sedujo a Maquiavelo15.

70
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

También concuerda Hobbes con los liberales en no tener previsto


que el Estado se ocupe de demasiadas cosas. Lo propio del Estado es
impedir que la gente se mate, sobre todo, que se mate por un quíta-
me allá esas pajas en cuestiones de fe (Hobbes, casi con certeza, fue
ateo, uno de los poquísimos que por aquellas calendas florecieron
en suelo europeo). Con frecuencia contempla principios que ahora
asociamos a los regímenes constitucionales. Verbigracia, la inaplica-
bilidad de la ley con efectos retroactivos (Leviathan, cap. XXVII).
Pero, por supuesto, el soberano no está atado, en Hobbes, a la ley.
El régimen hobbesiano es, por definición, aconstitucional. Los histo-
riadores vinculan la apuesta de Hobbes por un soberano absoluto a
la guerra civil inglesa, cuyas devastaciones fueron extensas y aterra-
doras. El estado de Naturaleza hobbesiano sería el trasunto filosófico
de la tesitura en que se colocan los hombres cuando nadie manda
sobre los demás y cada uno promueve sus intereses por separado.
Esto es terrible, según Hobbes. Esto es peor incluso que padecer los
abusos del poder arbitrario. Aun con todo, se aprecia en Hobbes
una dimensión que no es explicable invocando sólo las tribulaciones
que padeció como súbdito de una corona súbitamente descabezada
—en el sentido literal de la palabra—. La dimensión a que aludo nos
remite, más allá de la historia que registran las crónicas, a la historia
de las ideas. La clave del hobbesianismo reside, en buena medida, en
la manera como Hobbes recibió, y transformó, un legado teológico
que se remonta, como mínimo, al siglo XIII. Los escotistas primero,
los occamistas inmediatamente después, resolvieron la vieja cuestión
de si Dios, todo poder, estaba o no determinado a querer lo que es
mejor, y a obrar en consecuencia, venciéndose del lado del poder.
Dios es infinitamente poderoso, lo que equivale a decir que puede
querer cualquier cosa. Hasta puede querer lo que nosotros llamamos
«malo». Pero Dios es, también, infinitamente bueno. ¿Entonces? Pues
entonces puede que sea bueno lo que nosotros llamamos «malo». O
mejor: lo que nosotros llamamos «malo» será bueno si Dios lo quiere.
Es Dios el que define lo bueno o lo malo mediante los actos de su vo-
luntad libérrima. La deuda de Hobbes con esta tradición se evidencia
con rotundidad absoluta en la polémica que nuestro hombre sostuvo
con John Bramhall (Of Liberty and Necessity, 12).
El voluntarismo fue el desenlace no incoherente de una teología
que no admitía atenuaciones del poder divino. Lutero y Calvino son
voluntaristas. Y lo es, ya lo sabemos, Descartes. Y a su manera lo es
Puffendorf, otro viejo conocido. Puffendorf fue, además de teólogo,
jurista, y confiere al voluntarismo una expresión legalista. El argu-
mento es que es justo lo que la ley ordena, e injusto, lo que prohíbe.

71
EL HOMBRE ENDIOSADO

Luego nada puede ser justo o injusto si una ley no lo ordena o no lo


prohíbe; la ley dibuja el territorio de lo justo, y no lo justo el terri-
torio de la ley16. Al tiempo, no existe la ley a menos que exista un
promulgador de la ley. ¿Quién promulga la ley? En la esfera del Dere-
cho Positivo, el príncipe. En la del Derecho Natural, Dios. En Derecho
Natural y de Gentes, Puffendorf reprocha a Grocio la afirmación de
que lo justo pudiera ser eso, justo, aun cuando Dios no existiera. Lo
que sucede al cabo, es que lo justo aparece vinculado a la voluntad
de una persona: Dios, o por delegación de éste, el príncipe. Ello
provoca un contraataque furioso de Leibniz, en un opúsculo fecha-
do en 1706 (Monita quaedam ad Samuelis Pufendorfii principia). El
texto de referencia, para Leibniz, es De officio, una vulgarización de
Derecho Natural y de Gentes que Puffendorf había escrito en 1672.
Vale la pena citar uno de los pasajes de Leibniz:

Ni las propias normas de conducta, ni la esencia de lo justo, depen-


den de sus decisiones libres [las de Dios], sino de verdades eternas,
objeto de su divino intelecto, que integran, por así decirlo, la esencia
de la divinidad misma. [...] La justicia, en efecto, no sería un atributo
esencial de Dios, si éste hubiese establecido la justicia y la ley me-
diante decretos libres de su voluntad. Y, de hecho, la justicia obedece
a reglas de igualdad y proporción que no están menos fundadas en
el orden inmutable de la naturaleza, y en las ideas divinas, que los
principios de la aritmética y la geometría.

O aprehender la moral es aprehender principios racionales a los


que Dios se apunta porque no podría dejar de hacerlo sin perder su
condición de justo, o la moral es buena en tanto que querida por
Dios, y sólo en tanto que querida por Dios. Leibniz también ataca, es
natural, la tesis cartesiana de que las verdades eternas son producto
discrecional de la voluntad de Dios. Censura igualmente a Hobbes,
no en el opúsculo de hace un momento sino en la Méditation sur
la notion commune de justice. El objeto de la polémica ha variado,
aunque no los argumentos que la conforman. En efecto, no era po-
sible combatir a Puffendorf sin combatir también a Hobbes, por un
motivo sencillísimo: y es que la potestad normativa que asiste al Dios
puffendorfiano es simétrica de la que Hobbes reconoce al soberano17.
En su primera obra importante, había escrito el inglés:

Dado el carácter quimérico de la llamada «razón recta», es forzoso


que el hueco dejado por ésta sea ocupado por la de uno o varios hom-
bres. Ya se ha probado que ese hombre, o esos hombres, tienen que
ser los titulares del poder soberano. Por tanto, se ha probado igual-
mente que las leyes civiles han de representar para todos los súbditos

72
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

la medida de sus acciones, de modo que pueda determinarse si están


en lo cierto o se equivocan, qué es provechoso o no provechoso, vir-
tuoso o lo contrario; asimismo, tendrá que fijarse el uso y definición
que se haga de los nombres allí donde, por ser el caso contencioso, no
se ha alcanzado un acuerdo. Verbigracia: si por ventura nace una cria-
tura extraña o deforme, no es la autoridad de Aristóteles o de los fi-
lósofos, sino la de las leyes, la que debe establecer si se trata de un ser
humano (The Elements of Law; «De Corpore Politico», cap. XXIX).

Que haya aquí, contenida, una justificación de la eugenesia, es


lo de menos, desde un punto de vista conceptual. Lo de más, es que
haya de correr a cargo del soberano la determinación de la virtud, de
la justicia, y de la verdad. Se aprecia, de nuevo, una ambigüedad en
Hobbes, sólo averiguable para quien haya leído el tratado en su tota-
lidad. Hobbes no era un escéptico radical: creía, por ejemplo, en la
verdad objetiva de las matemáticas. Sí lo era, en cambio, en materia
de moral, religión, o metafísica. En la primera parte de The Elements
of Law («Human Nature»), distingue entre los mathematici y los dog-
matici. Los primeros se dedican a hablar de lo que es demostrable
desde principios firmes, en tanto que los segundos se entretienen in-
cesantemente en dar vueltas en torno de asuntos que son irresolubles
por la razón y sobre los que sólo cabe fallar acudiendo a la autoridad
del prejuicio o de la tradición. Pero la tradición está abierta a inter-
pretaciones incompatibles entre sí, y un prejuicio exige la fuerza para
ser impuesto a quienes no lo comparten. De modo que ha exagerado
Hobbes al afirmar que la verdad ha de equivaler a lo que el soberano
decrete que es verdadero. Lo que en realidad quiere decir es que he-
mos de declinar en aquél el establecimiento de las verdades dudosas
u opinables. Dentro de lo dudoso u opinable entra también la moral.
No otro es el motivo por el que debe ser sometida al arbitrio de Le-
viatán. Supuestamente, los principios políticos desarrollados por el
propio Hobbes están inspirados en el rigor geométrico y no son de
libre adopción. Pero sobre esto no nos vamos a atarear ahora.
Sí nos atareará, y mucho, la noción clave de que es el soberano
el que debe definir el significado de los nombres. Antes, sin embargo,
de entrar al toro —y finalizar la corrida— conviene hacer algunas re-
flexiones elementales. El debate entre teólogos y filósofos volunta-
ristas de un lado, y teólogos y filósofos no voluntaristas del otro, se
presta a ser contemplado desde dos perspectivas distintas. El creyente
estimará que la cosa va de los atributos de Dios y que el orden polí-
tico hobbesiano constituye la proyección hacia abajo de posiciones
asumidas previamente en la esfera de lo sagrado. El que no sea cre-
yente, preferirá atenerse a explicaciones más a ras de tierra. Ello no

73
EL HOMBRE ENDIOSADO

entraña, no obstante, que no haya de tomarse en serio la dimensión


religiosa de la polémica. Incluso el no creyente puede aceptar que
determinadas cuestiones se han enriquecido con matices específicos
al ser pasadas por el tamiz de la teología, esto es, al cobrar forma
alrededor o a propósito de la figura de Dios. Las creencias sobre
Dios son un dato de la antropología, no de la teología o la Reve-
lación. ¿Cómo ha podido intervenir la noción de Dios en nuestra
comprensión de la potestad del soberano, o de las obligaciones de los
súbditos, o de otras materias adscritas a la filosofía del Derecho o al
Derecho Constitucional? No se precisa ser un especialista para atar
cabos. No sería inimaginable, es más, resulta perfectamente imagi-
nable, que en la idea de Dios hayan cristalizado elementos varios de
nuestra psicología moral. Por ejemplo: que hayamos sistematizado,
al hablar de Dios, la tesitura, el estado de ánimo, en que nos sucede
hallarnos cuando hemos de acatar la orden de un superior. La expe-
riencia de la subordinación, ingratísima en el triquitraque de la vida
diaria, se preña de un sentido nuevo al ser exorbitada a la esfera de lo
sobrenatural. El poderoso, el de carne y hueso, reviste con frecuencia
formas detestables. Pero Dios es sabio, benevolente, misericordioso y
previsor. Someterse a Dios cuando se es creyente resulta mucho más
hospitalario, menos problemático, que inclinar la cerviz ante hom-
bres imperfectos, y con frecuencia pésimos.
Cabe proceder a la conversa. Cabe suponer que Dios compen-
dia el sentimiento de irracional potencia que periódicamente aflige a
nuestra especie, o cabe hacerse composiciones de lugar más elabo-
radas. Dios está entre nosotros, como un hecho o como una fantasía.
Y si lo segundo, si está como una fantasía, esta fantasía sigue siendo
un hecho. En cualquier caso, la historia de Occidente demuestra que
la depuración del concepto de Dios se ha producido a lo largo de un
proceso laborioso y pródigo en curvas, desviaciones, y cambios de
rasante. Ya en tiempos de Pericles, los dioses polifónicos, fornicarios
y caprichosos que proponía la tradición constituían un motivo de
escándalo para muchos griegos ilustrados. Verbigracia, Sócrates. En
el Eutifrón platónico, Sócrates intenta explicar a un botarate supers-
ticioso y local una versión de Dios menos ofensiva para el sentido
del decoro y la razón que la cultivada por los atenienses de a pie.
Pero Dios se enrarece pronto, se convierte en algo inasible y descon-
soladoramente abstracto. En el estoicismo la divinidad se confunde,
o se confunde casi, con el orden cósmico. Que éste sea también un
orden providencial, no quita para que puedan afligirnos el dolor y
la muerte, en el sentido que a ambos concede la opinión vulgar. El
toque, el primor del sabio estoico, no consiste en eludir uno u otra,

74
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

sino en comprender que son necesarios y, por lo mismo, buenos. En


Epicuro, el escenario de lo sagrado se desnuda aún más. Los átomos
siguen su curso rectilíneo, turbado por declinaciones erráticas, mien-
tras los dioses vacan a sus propios asuntos. Es el cristianismo el que,
al contaminarse de helenismo, conjuga un Dios personal, un Dios al
que se puede dirigir la palabra, con la noción de que el mundo está
organizado racionalmente.
El Derecho Natural, tal como lo entendemos nosotros, viene de
ahí, y revela uno de los horizontes que intelectual y emocionalmente
se abren al individuo que, luego de haber transitado por las alturas,
retorna al mundo. El cosmos tomista exhibe una geometría, un or-
den, y ese orden persigue un fin que nos incluye a nosotros. Podría
decirse incluso que el Derecho Natural frecuentado por los deístas
vive, inercialmente, del impulso que la noción había adquirido en su
etapa cristiana. Dios ya no es el Dios de la Palabra Revelada, no es
el Dios que se ha hecho manifiesto en el monte Sinaí. Pero persisten
su celo y su presencia, domesticada y sometida a la moral humana.
Es posible que la inercia no dure siempre, y que la religión sea más
inevitable de lo que algunos quisieran. Ésta, sin embargo, es harina
de otro costal.
El viaje de vuelta emprendido por Hobbes es menos risueño. Con-
siste, como hemos comprobado, en imputar al soberano las propie-
dades del Dios excogitado por los voluntaristas y sus émulos pro-
testantes. Se trata de un Dios, o una teología, puestos al servicio de
la Realpolitik. ¿Qué ocurre cuando, descendiendo un peldaño, nos
ponemos a la altura del súbdito, esto es, del hombre a pelo? En el
caso de Hobbes, la teología se agota: el individuo se reduce a un haz
de pasiones egoístas, moderadas por la capacidad de cálculo. Pero a
nosotros no nos interesa el individuo hobbesiano —una hipóstasis
filosófica—, sino el individuo contemporáneo, el que hemos estado
estudiando a lo largo de las secciones anteriores. Y a ese individuo sí
que le sigue afectando la teología, o mejor, su transliteración munda-
na18. La noción —en el dominio del arte— de que cualquiera puede
suscitar universos perfectos y únicos por un ucase de la voluntad;
el idealismo de los epistemólogos posmodernos; o la tesis de que el
mundo es un texto interpretable ad hoc, invisten al sujeto de las fa-
cultades que la religión había reservado al Creador. El expositor más
memorable de este segundo momento es, por supuesto, Nietzsche. Es
Nietzsche el que mata a Dios para que no pueda enturbiar la gloria
del hombre. Los dos momentos, el hobbesiano y el nietzscheano, se
superponen y generan la atmósfera moral en que cristaliza lo que
he denominado «política posmoderna». Todos lo pueden todo: el

75
EL HOMBRE ENDIOSADO

gobernante y los ciudadanos, o, ya que nos encontramos en sazón de-


mocrática, éstos gracias a los buenos oficios de aquél. Lo demuestra
el contencioso del matrimonio homosexual. El individuo reclama el
derecho de trascender las fronteras del género; y el Estado responde
a esa exigencia decretando que la confusión de géneros no cambia la
esencia del matrimonio. Es el instante de recordar, por cierto, que
Leviatán, según Hobbes, no tiene por qué encarnarse en el monarca
absoluto. Puede hacerlo también en una aristocracia o en la multitud
de hombres que se reúnen en una asamblea. O sea, en una democra-
cia. En último extremo, el origen de Leviatán es forzosamente demo-
crático. Puesto que son los hombres congregados los que alienan sus
derechos en favor del monarca —cuando así acuerdan hacerlo.
Vimos hace un rato que corre a cargo de Leviatán definir el sig-
nificado de los nombres, y que esta prerrogativa es a la vez una ma-
nifestación de poder. Anticipé también que el punto es crucial. ¿Por
qué? Porque existe una relación profunda, aunque no automática,
entre nominalismo y autoritarismo político. Los nominalistas sostie-
nen que las cosas no nos imponen sus nombres, sino que somos no-
sotros los que damos los nombres a las cosas. Esta reflexión sugiere
una segunda reflexión: la de que tal vez las cosas sean como nosotros
queramos llamarlas. De aquí se pasa a una tercera fase, a una suerte
de euforia: si al bautizar el mundo, en cierto modo lo creamos, la ca-
pacidad del poder se hará inmensa. Además de policía, de jueces, de
diputados, el poder dispondrá del diccionario. Y el diccionario es un
epítome del mundo. En consecuencia, el poder lo podrá todo.
Esto parece una pesadilla, o un trabalenguas. Pero esta pesadilla
ha sido pensada, y sigue siendo pensada. Lo comprobamos en Hob-
bes. El último embiste contra la metafísica escolástica de cuño tomis-
ta desde premisas epistemológicas. El aristotelismo, reciclado por los
escolásticos, había conducido a una composición de lugar sobre las
cosas altamente idiosincrásica. Y digo «altamente idiosincrásica», no
sólo porque era incompatible con otras composiciones de lugar, sino
porque sus contornos están fuerte, profundamente marcados. Empe-
cemos por el concepto de esencia, o forma sustancial. Se trata de una
de las nociones más intratables y difíciles dentro de la filosofía, y qui-
zá, de una noción lógicamente incoherente. Sea o no coherente, aloja
consecuencias que son parcialmente claras. Como mínimo, podemos
afirmar lo siguiente: que conocer una sustancia —un hombre, una
piedra, un caballo— implica conocer su esencia. El entendimiento
aloja en sí la esencia de la sustancia; pero no sólo acoge la esencia
de la sustancia sino que, gracias a un proceso de abstracción, logra
formarse de ella un concepto. Ese concepto es el que expresamos al

76
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

definir la sustancia. Los escolásticos empleaban el término quiddi-


dad. La quiddidad de un hombre —Juan, Pedro o Andrés— aparece
reflejada, y al tiempo depurada, en la fórmula «animal racional», una
fórmula que surge de precisar el género «animal» introduciendo la
diferencia «racional». Géneros y diferencias se simbolizan mediante
predicados y funcionan como universales, aunque sólo en una acep-
ción formal, o como se diría ahora, lógico/sintáctica. Aparquemos,
sin embargo, los detalles técnicos. Baste con recordar que decir qué
es Juan, obliga a definir la esencia de Juan. Y decir qué es Pedro, a
definir la esencia de Pedro. Y que las dos cosas definidas son la misma
cosa. O sea, la aludida por la composición «animal racional».
Sobre esta estructura basilar se eleva otra estructura. En la scala
naturae aristotélica, los géneros y las diferencias no se combinan ca-
prichosamente. «Animal», por ejemplo, puede cruzarse con «terres-
tre», «acuático» o «alado» —son ejemplos ad hoc, que traigo aquí
sin propósito alguno de rigor— para dar origen a los subgéneros
correspondientes. Pero no con «par» o «impar». ¿Por qué? Porque un
animal par o impar sería, ontológicamente hablando, una monstruo-
sidad. Resulta propio de los números ser pares o impares; no de los
animales. Tampoco «animal», aliado a «blanco», podría dar lugar a
un subgénero, o a un phylum, o como queramos llamarlo. La razón,
ahora, es que «blanco» expresa un accidente, esto es, algo que no entra
en la constitución esencial de una cosa. Formulado de otra manera:
a la pregunta de qué es un individuo, no responderemos que es blan-
co. «Blanco» revelaría qué le pasa al individuo, que no es lo mismo.
La resulta de esto es que el orden natural, y por extensión la reali-
dad, aparece cuajada en nódulos o grumos ónticos. Cada cosa concreta
ostenta una naturaleza cuya genealogía viene dada por los géneros y
diferencias que vamos desgranando al dar su definición. Los géneros,
conforme se subdividen desde arriba hacia abajo, trazan una red de
caminos que están obligados a pasar por determinadas posiciones. Se
puede ser animal-terrestre-bípedo, o animal-terrestre-cuadrúpedo, o
animal terrestre que carece de pies, o animal-alado con tales o cuales
características en las plumas caudales, pero no se puede ser animal-par
o animal-criptógamo. Los espacios que median entre los nudos ónticos
son inhabitables. Siendo más precisos: sólo se puede ser lo que viene
dado por el itinerario que recorremos partiendo de un género supe-
rior y descendiendo, a través de una sucesión de encrucijadas, hasta
una especie ínfima. O sea, una esencia. La especie a que está adscrito
Juan es la especie «hombre», especie que le corresponde en virtud de
su esencia. Juan, por cierto, puede ser blanco. Pero éste sería un acci-
dente de Juan. Esto es, algo que no ubica a Juan en la scala naturae.

77
EL HOMBRE ENDIOSADO

El tercer y último paso nos remite a la teoría del conocimiento


tomista, una teoría del conocimiento que a ojos de los modernos
aparece, más bien, como una teoría manquée, o una no-teoría. El
caso es que, al conocer una cosa, y ocupar ésta nuestro pensamiento,
ocurre como si la mente del sujeto se confundiera con la cosa, o se
convirtiera en la cosa. Puesto que esto no suena demasiado verosímil,
se enriqueció el análisis introduciendo un concepto intermedio: el de
«especie inteligible». Aprehender que Juan es un hombre, y acoger en
la propia mente la especie inteligible «hombre», es todo uno. El des-
enlace es una como adherencia del sujeto cognoscente al objeto, o si
se quiere, al mundo, al mundo tal como era antes de que el sujeto se
pusiera a conocerlo. Ello suscita gigantescas dificultades, a poco que
se considere el asunto con un mínimo de detenimiento. La dificultad
principal estriba en que no se autoriza al sujeto a que conforme el
mundo desde un determinado punto de vista. En cierto modo, se
suprime el punto de vista, si hemos de entender por tal la libertad de
ordenar las cosas del modo que más convenga a nuestras necesidades
o preocupaciones. Échese si no la cuenta: si conocer las cosas equi-
vale a reiterar, en el pensamiento, las formas sustanciales de aqué-
llas, y la composición de las esencias o formas sustanciales exhibe un
patrón, una estructura interna que no tolera patrones o estructuras
alternativas, al sujeto no le quedará otra que abrazar la organización
del mundo que el mundo unívocamente presenta. Lo que no coincida
con esa representación, será anécdota. Será una manera de coger el
mundo por los pelos, y no por su centro cabal.
La experiencia desmiente esta teoría del conocimiento, o mejor,
la alianza entre esta metafísica y esta teoría del conocimiento. La ex-
periencia revela que nos hacemos cargo del mundo versátilmente, me-
diante representaciones que pueden ser simultáneamente verdaderas,
y que no existe un principio de autoridad, una jerarquía, que nos
fuerce a entronizar unas representaciones en perjuicio de las otras.
Consideremos, qué sé yo, al conjunto de los hombres. Un economista
se inclinará a dividirlos conforme a su renta; un demógrafo, según su
edad o sexo; un médico, con arreglo a su estado de salud. Cada con-
cepto, cada criterio, cada predicado se proyectan sobre el conjunto y
lo dividen en porciones recíprocamente inconmensurables. La clase de
varones y la de hembras son complementarias, y su suma es la clase de
los seres humanos; forman clases igualmente complementarias los pu-
dientes y los pobres, y los hombres sanos y los saludables. Pero los
varones pueden estar sanos o también enfermos, e ídem las hembras,
y ser pudiente no presupone pertenecer a un sexo en particular ni
estar bien o mal de salud. La réplica de que la renta —o el sexo, o el

78
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

estado de salud— no atrapa lo sustantivo de un individuo, esto es, no


atrapa su esencia, puesto que sólo se es accidentalmente rico o pobre,
se le antojará al economista —o al médico, o al demógrafo— arbitra-
rio, o mejor, irrelevante. Quizá Juan sea pobre sólo accidentalmente;
pero del hecho de que es pobre, se seguirá lo que paga al fisco o lo
que contribuye al consumo nacional. Y esto interesa sumamente al
economista, quien da de la realidad humana la descripción que me-
jor se adapta a sus inquietudes profesionales. Esto les parecerá acaso
demasiado obvio, y no incompatible con el realismo escolástico. A fin
de poner de relieve el profundo divorcio entre la aproximación de los
antiguos y los modernos, conviene señalar que los últimos tampoco
desecharían, como un absurdo metafísico, la noción de que existen
animales pares o impares. Se trataría de un absurdo, sí. Pero de un
absurdo científico, no metafísico. No es inconcebible de hecho que
fuera útil clasificar a los animales en pares e impares. Imaginemos que
los animales que pueblan la tierra se pusieran en fila, y que a cada uno
se le asignara un número: 1, 2, 3..., hasta llegar al último animal. E
imaginemos que se averiguara una correlación sorprendente entre el
carácter par o impar de los números, y, pongamos, la fungibilidad de
los animales que a ellos se encuentran asociados. Sería entonces cues-
tión de construir una teoría biológica o dietética apoyada en la «na-
turaleza» par o impar de la jirafa x, o del molusco y19. Desde el punto
de vista que la nueva teoría expresa, «par» o «impar» se convertirían
en predicados valiosos y perfectamente respetables.
Esto es lo que, en puridad, argumenta Hobbes contra los aristo-
télicos. Pero lo hace con cierto desaliño, un desaliño que da lugar a
equívocos, o acaso los contiene desde el principio. No es equívoco
Hobbes en Leviathan. Escribe allí («Of Man», cap. IV):

Se impone un nombre universal a muchas cosas, cuando éstas se ase-


mejan en una cualidad, u otro accidente. En tanto que un nombre
propio dirige nuestra mente a una cosa sola, el universal evoca una
cualquiera entre muchas.

Es obvio que la cualidad en que muchas cosas se asemejan, está


entendida como una cualidad «objetiva». Porque las cosas objeti-
vamente se asemejan, el universal mediante el cual las designamos
nos remite a una cualquiera de ellas. El razonamiento de Hobbes se
precisa poco después, en el análisis que hace de las demostraciones
en geometría. Los nombres, sostiene Hobbes, permiten aplicar una
misma proposición a muchos casos distintos. ¿Por qué? Porque el
nombre hace abstracción de todo lo que no sea una determinada pro-

79
EL HOMBRE ENDIOSADO

piedad. En consecuencia, lo que se ha demostrado invocando esa


propiedad, y sólo esa propiedad, será valedero para cosas que, in-
cluso difiriendo en mil extremos, coinciden en exhibir la propiedad
de autos. Hobbes se refiere, específicamente, a la demostración de
que los ángulos de un triángulo plano suman ciento ochenta grados.
Un hombre privado del habla podría probar para sí que los ángulos
del triángulo que ha dibujado en el papel suman, en efecto, ciento
ochenta grados. Ahora bien, como carece de lenguaje, será incapaz
de distanciarse de las peculiaridades del triángulo. Su inteligencia
estará clavada, por así decirlo, a la figura que contemplan sus ojos.
El lenguaje, por el contrario, nos permite seleccionar los ítems que
intervienen en la demostración: líneas rectas y ángulos. Pero las lí-
neas rectas y los ángulos son eso, líneas rectas y ángulos, con in-
dependencia de que el triángulo sea pequeño o grande, equilátero,
isósceles o escaleno. Ergo, el beneficiado por el uso del lenguaje y
las abstracciones correspondientes comprenderá que el teorema vale
para todos los triángulos si es que vale para uno.
Esta manera de acercarse a las cosas es estrictamente moderna.
También lo es la noción de que un concepto puede ser objetivo y a
la vez arbitrario, entiéndase, cortado a la medida de lo que estime-
mos que son nuestras necesidades. Encontramos la idea en Frege, el
fundador de la lógica que ahora se enseña en las universidades. Un
concepto fregeano, un Begriff, es como una función matemática, una
función cuyos argumentos pueden estar ocupados por cosas, y cuyos
valores son lo verdadero o lo falso. Conocer una función equivale a
dar, para cada número o sucesión finita de números, otro número,
que es su valor. Conocer un concepto implica saber, para cada cosa
o sucesión finita de cosas, si la atribución del concepto a la cosa o a
la sucesión de cosas, es verdadera o falsa. Es la realidad lo que hace
que la atribución del concepto sea verdadera o falsa. Pero podemos
construir el concepto a nuestro antojo, incluso, podemos construir
conceptos que están constitutivamente inhabilitados para ser apli-
cables con verdad a cosa alguna. Así, «X es redondo y cuadrado».
La extensión del concepto es la clase vacía. Ello no excluye, no obs-
tante, que el concepto sea perfectamente legítimo. Por lo común,
construimos los conceptos que más nos importan en un momento y
lugar dados, o al hilo de una pesquisa determinada. Lo hemos visto a
propósito del demógrafo y del economista.
Habría ido todo como una seda, si Hobbes se hubiese limitado a
decir lo que acaba de exponerse. No ocurrió tal. Hobbes dice tam-
bién algo más outré y más raro. Cito un párrafo de «Human Nature»
(cap. V):

80
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Porque de cosas distintas formamos conceptos semejantes, es inevi-


table que muchas reciban la misma apelación. [...] Aquellos nombres
que damos a una pluralidad de objetos, se denominan UNIVERSALES.
Serían universales en lo que mira a los objetos en cuestión.

Aquí se han complicado dos perspectivas, la ontológica y la epis-


témica. El primer enunciado identifica la denominación común, con
la percepción invariable que de cosas distintas tiene una persona. El
segundo enunciado sugiere que eso que es percibido como común
vale, también, como objetivamente común. El hecho cognitivo re-
bosa hasta las cosas e inyecta en ellas una unidad que no se quiere
distinguir de la que les asistiría con independencia de que las cono-
ciéramos o no20. La ambigüedad, quizá venial cuando nos movemos
en el plano terrero de la percepción ordinaria, crece y ocasiona
estragos cuando se pasa a asuntos más complicados, de naturaleza
problemática. Verbigracia, la moral. Los contenciosos morales son
refractarios a soluciones satisfactorias para todos. Resulta por tanto
tentador concluir que la índole que revisten dependerá en último
término de cómo los interprete cada cual, o siguiendo a Hobbes, del
nombre que cada cual les dé. Por las razones que sabemos, conviene
que sea Leviatán el que se erija en dueño y árbitro del lenguaje. El
nominalismo ha propiciado una suerte de idealismo, y el idealis-
mo, leído en clave política, ha desembocado en que se conceda a
Leviatán la más pavorosa de las prerrogativas: la de decidir qué es
la realidad.
No siempre pasa esto. Hume, por ejemplo, cultiva una teoría
del lenguaje muy parecida a la de Hobbes (véase nota 20). Pero su
actitud frente a la política no es la de aquél. Hume ocupa, y es natural
que lo haga, un lugar de honor en el panteón liberal. Y es que la his-
toria del pensamiento es infinitamente más compleja que los esquemas
de los lógicos. La historia del pensamiento es la crónica de lo que
los hombres han pensado sucesivamente a lo largo del tiempo, y los
hombres no piensan proposiciones abstractas. Más bien, se valen de
éstas para evacuar las cuestiones urgentes que van saliéndoles al paso.
De resultas, surgen conexiones causadas por el azar, o la contigüidad
y el ímpetu de los acontecimientos. Cabe añadir, a la conversa, que la
contigüidad entre dos ideas opera no pocas veces como un silogismo,
no de carácter formal sino práctico. La yuxtaposición efectiva de
ideas genera transiciones, reflejos, asociaciones, que se infiltran en
el discurso y sirven de base a razonamientos sistemáticos. Lo siste-
mático no autorizado por la lógica estricta nos introduce en lo que
solemos entender como «mentalidad». Familiarizarse con una men-

81
EL HOMBRE ENDIOSADO

talidad es comprender las fórmulas a que los hombres de una época


o de un país se acogen para buscar inconscientemente los atajos, las
elipsis, a veces los caminos vedados, que llevan a creer una cosa en
vista de que antes se ha creído otra.
Ello equivale a decir que el hombre es un animal dialéctico, ade-
más de bípedo. La lógica lo aprieta desde dentro y organiza sus vi-
siones. Pero de forma imperfecta, trapacera. Ha sido instructivo, ins-
tructivo en grado sumo, presenciar el pulso que obispos y Gobierno
sostuvieron el 30 de diciembre del 2007 y semanas subsiguientes. La
Iglesia se echó a la calle en defensa de la lex naturalis, o sea, de un
orden natural objetivamente válido y transido de sentido. La Iglesia
se ubicó, en fin, en la tradición tomista. En ese marco conceptual, no
cabe el matrimonio entre homosexuales. El matrimonio desengan-
chado del fin al que sirve, esto es, la procreación, sería un absurdo,
un contradiós. El PSOE replicó con un documento —Las cosas en
su sitio—, en que se leía que «es la sociedad la que tiene, a través de
sus representantes, la potestad de ordenar los principios de libertad y
convivencia para todos los ciudadanos». Es posible interpretar la afir-
mación en términos asépticamente constitucionales. Se nos estaría
diciendo que son los diputados los autorizados a promulgar las leyes,
y que la Iglesia, al discutir esa autoridad, está planteando un conflicto
intolerable de competencias.
Esta interpretación no se me antoja, sin embargo, demasiado
convincente. El habituado a la filosofía diacrónica, es decir, al des-
envolvimiento de las ideas en el tiempo, capta de inmediato matices
que le ponen al acecho, como el aroma de la perdiz al perdiguero.
La remisión a la «sociedad», personada en una asamblea a través de
sus representantes, exhala aromas rousseaunianos, o mejor, evoca al
Rousseau que Sieyès intentó hacer compatible con el Parlamento.
Y Rousseau florece en la estela de Hobbes. En la filosofía política de
Rousseau, Leviatán asume el rostro del Estado moderno, en su ver-
sión totalitaria: su cometido no es ya, como en Hobbes, garantizar el
orden público, sino dar expresión infalible de sí a través de la acción
legislativa. Lo importante es que permanece, intacto, un núcleo: el
voluntarismo. El bien, la moral, la realidad al cabo, no entran en puja
con la voluntad del soberano sino que dimanan de ella, se despren-
den de sus decretos incoercibles. La fórmula, como ya sabemos, es de
linaje teológico. Es la que a los tomistas opusieron los voluntaristas.
Leviatán, contemplado en escorzo, proyectado desde el fondo del
que proviene, es Dios. Lo nuevo, en estos tiempos que corren, es que
también son Dios los súbditos de Leviatán, o enunciado lo mismo
de manera más prosaica, los consumidores a los que Leviatán ofrece

82
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

servicios, derechos, y estupendas invenciones. Verbigracia, el sexo


trascendido gracias a un decreto del BOE.
Poco hay nuevo bajo el sol. En 1517, había escrito Lutero:

El hombre, en virtud de su naturaleza, no puede querer que Dios sea


Dios; por el contrario, la esencia de su volición sólo puede consistir
en ser Dios él mismo y en no permitir que Dios sea Dios.

Lutero está retratando a Nietzsche, por anticipado. La demo-


cratización de Nietzsche daría luego origen a una nueva franquía:
no ya la del voto, una franquía añeja, sino la del derecho a ser como
se apetezca ser, a ser sin tasa, a ser una cosa o su contraria o una
misma cosa y su contraria. Este desarrollo, no obstante, no ha cua-
jado en un delirio libertario. Este desarrollo se ha verificado en el
interior del Estado Benefactor, y ha empalmado, contra todo pro-
nóstico, con las tradiciones paternalistas y autoritarias de cierto so-
cialismo. Por eso sobrevive Leviatán, en el sentido ortodoxo de la
palabra. Por eso se afirma que nada tiene límites: ni la autonomía
del individuo, ni, al tiempo, el poder del Estado.

OBSERVACIÓN FINAL

Este trabajo toca a su fin. Quizá quepa resumir la deriva aventurada


en que está incurso el socialismo español en su encarnación zapate-
resca, estableciendo una comparación entre éste, el modelo liberal,
y el que se obtiene de atravesar a Hobbes en distintas direcciones y
hacer un balance de su pensamiento. En esencia, Hobbes propone un
Estado que carece de límites constitucionales pero cuyas funciones
son modestas. El Estado de los liberales se levanta, por el contrario,
dentro de los confines de una constitución. Con un matiz importan-
tísimo: la constitución, según la conciben los liberales, es un artifi-
cio que sirve para garantizar derechos, no para determinarlos. La
expresión más pura de esta idea nos viene dada por Thomas Paine
en The Rights of Man. Según Paine, todos los derechos, incluidos los
civiles, son anteriores a la formación de la sociedad y, por supuesto,
del Estado. El habeas corpus, por ejemplo, precisaría un derecho del
individuo frente a la prepotencia de los gobiernos, pero no lo crearía.
Desde siempre, desde que poblaban los bosques, los individuos han
tenido derecho a un área de inmunidad personal. Las constituciones
pueden condonar ese derecho, o articularlo, o hacerlo más efectivo.
Lo que a la postre no pueden, es definirlo, suscitarlo ex nihilo. Se

83
EL HOMBRE ENDIOSADO

aprecia la prosapia moral del liberalismo, y su entronque con la línea


tomista y estoica21.
Nuestros socialistas tienen las ideas menos claras. Basta atender
a las intervenciones de diputados, escritores de apoyo, o profesores,
para caer en la cuenta de que las garantías constitucionales revisten
para ellos un valor de última instancia, esto es, no gobernado ni tu-
telado por ningún otro valor. Esto es comprensible. Si es la voluntad
general lo que infunde autoridad en la ley, la ley no podrá ponerse
como tope el Derecho Natural, ya que éste ahogaría los movimientos
de que la primera ha menester para manifestarse libremente. Supri-
midos los topes, nos encontramos con que no hay nada que no resul-
te permisible si se realiza a través de los mecanismos que una cons-
titución prevé. La división de poderes, la existencia de una esfera de
opinión, y otras cosas parecidas, regulan la expresión de la volun-
tad general. Pero no colocan más allá de su alcance ningún objetivo,
ningún fin, ningún deseo. Las propias constituciones contemplan el
procedimiento por el que pueden ser alteradas, lo que significa que la
resistencia que oponen al soberano democrático es provisional.
La sobrenaturalización de ese soberano, y de los innúmeros in-
dividuos que lo han generado, nos lleva ya a otros dominios. Son los
oníricos que he intentado recorrer. El hombre, además de bípedo,
racional, o dialéctico, es animal soñador.

84
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

NOTAS

1. «Libertino» valía, hasta el siglo XVIII, por «librepensador». El tér-


mino fue aplicado inauguralmente por Calvino a una secta de anabaptistas
holandeses indóciles a toda suerte de disciplina moral, y extendido luego, en
el XVII, a los esprits forts, a los críticos de la religión y los sistemas de ideas
consagrados por el poder, la opinión y las instituciones. Es preciso esperar
siglo y pico, hasta que ingresan en escena hombres como Crébillon o Laclos,
para que la especie «libertino» adquiera connotaciones eróticas.
2. A cada uno, lo suyo. Poco después, Montaigne hace justicia al hom-
bre sacando a relucir un pasaje platónico del Timeo: «Los Dioses, dice Pla-
tón, nos han provisto de un miembro indócil y tiránico, que como un animal
furioso se afana en someterlo todo a la violencia de su apetito».
3. Este pasaje no es representativo de la doctrina que más sostenida-
mente abraza Puffendorf —en una obra de la hechura descomunal de Dere-
cho Natural y de Gentes, es difícil eludir contradicciones ocasionales—. En
puridad, Puffendorf considera que el hombre, en estado primitivo, se agrupó
en familias. Esto se ajusta a la noción de que el hombre es una criatura esen-
cialmente social, y se opone a la teoría ciceroniana —en De inventione—, o
rousseauniana más tarde, de que hubo un tiempo remoto en que los hombres
vivían dispersos por los bosques, y no se distinguían apenas de las bestias. En
Cicerón, Hobbes o Rousseau, la república surge de un pacto entre individuos
sueltos, entre átomos humanos. Cicerón, por cierto, no es coherente tampo-
co, y en otros libros —por ejemplo, De officiis— presenta la república como
resultado de un largo proceso evolutivo cuyo punto de arranque es la familia.
He simplificado a Puffendorf para poner de relieve su teoría de que el
matrimonio no es una institución directamente ordenada por Dios. La ter-
giversación hace el argumento más fluido, y no introduce equívocos graves.
4. Leibniz expresa una opinión intrigantemente afín en Méditation sur
la notion commune de la justice (1702-1703). El argumento de Leibniz es
que la persona formada en el ejercicio de la virtud aprende a extraer de ésta
un placer máximo. El virtuoso ha organizado su vida moral de tal modo, que
se siente feliz siendo bueno, aunque pudiera sacar mayor fruto de ser malo.
Es el tema central de la ética de Sócrates. Y de los estoicos.
5. Puffendorf interpreta el matrimonio como un contrato en virtud del
cual las partes se avienen a usar recíprocamente de sus cuerpos con objeto de
generar descendencia. En esto consiste, para Puffendorf, el sentido nuclear
del matrimonio. Nada impide, sin embargo, acogerse a fórmulas jurídicas
ya establecidas y destinarlas a otros propósitos. El viejo rentista que se casa
con su ama de llaves in articulo mortis a fin de convertirla en su heredera,
estaría valiéndose de la fórmula matrimonial en vista de un proyecto que no
mira a la procreación. El viejo moribundo, es obvio, no pretende preñar a su
ama de llaves. Asistimos a una aplicación lateral de la fórmula matrimonial,
una aplicación que ha crecido parasitariamente (reitero la fórmula) en el
interior de la estructura original.
Hasta donde alcanza mi memoria, Puffendorf no aborda, en su libro,
los matrimonios in articulo mortis. Pero se refiere a casos anexos. Asevera

85
EL HOMBRE ENDIOSADO

por ejemplo: «Es vano que aspiren al matrimonio los que padecen una im-
potencia incurable, tales como los eunucos y semejantes». No sólo es vano,
sino «contrario a la ley natural». Y añade, aproximándose a nuestro ejemplo:
«Es pertinente preguntarse si se puede denominar propiamente matrimonio
el que celebran un hombre decrépito y una mujer que ha superado la edad
fértil». Justo aquí se produce un interesante cruce de perspectivas. Líneas an-
tes había afirmado nuestro autor que la procreación es el fin «primario» del
matrimonio. Ahora bien, existen fines secundarios, tales como la recíproca
asistencia. Un matrimonio orientado sólo a los fines «secundarios», podría
ser clasificado como «honorario». Sería lícito, pero sería también un matri-
monio especial, un matrimonio de baja graduación.
¿Por qué no extiende Puffendorf el mismo trato al matrimonio de un
eunuco con una mujer? Puffendorf cita a Quintiliano: «La inmodestia pue-
de afectar incluso al matrimonio». Que dos viejos se casen, se le antoja a
Puffendorf vagamente inconveniente; la idea de que un eunuco se case, le
produce ya una violencia insuperable. Cabe plantearse la situación en térmi-
nos cinematográficos: el travelling que nos lleva desde el matrimonio fetén
al matrimonio provecto es asumible por la razón, con las reservas conocidas.
Pero el matrimonio de un eunuco se aleja en exceso del modelo canónico,
tanto, que pierde eficacia la invocación del principio asistencial.
El matrimonio entre dos hombres o dos mujeres empuja el travelling
aún más allá. Lo importante, para nosotros, es si Puffendorf habría aceptado
el argumento de que el derecho de dos hombres o dos mujeres a casarse, ha
de prevalecer sobre el objetivo primario del matrimonio, que es tener hijos.
La respuesta evidente es «no». «No» en términos absolutos, y todavía más
cuando la ley no condena la cohabitación entre personas del mismo sexo. No
impide, quiero decir, la operación del principio asistencial.
6. Después de haber escrito estas palabras, tropiezo con un artículo de
Donald Dworkin —«Three Questions for America», The New York Rewiew
of Books, 21 de septiembre de 2006— que expresa este punto a la perfec-
ción. Escribe Dworkin: «Existen quienes, siendo contrarios al matrimonio
gay, no se oponen a que el Estado reserve a este tipo de unión un estatus
específico [...] No se reconocería la unión entre personas del mismo sexo
como matrimonio, pero sí se habilitarían varios de los derechos y benefi-
cios materiales y legales que van anejos a la institución. Este paso reduce la
discriminación, aunque no consigue en absoluto eliminarla. La institución
matrimonial es única: los matrimoniados establecen entre sí una forma de
compromiso y de convivencia sólo comprensible para un individuo en el
contexto de una larga tradición histórica y social [cursivas mías]. Lo que se
entiende por ‘matrimonio’ varía ligeramente para cada pareja, es cierto. [...]
Pero este entendimiento reposa siempre sobre lo que hemos terminado por
asociar al concepto de ‘matrimonio’ después de siglos de experiencia. Somos
tan incapaces de crear ahora un sucedáneo del compromiso matrimonial,
como de crear un sucedáneo de la poesía o del amor. El casado no disfru-
taría del estatus de casado de no haberse acumulado antes un capital social
irremplazable, un capital que infunde en la vida de los desposados un valor
inseparable de lo que la institución ha venido siendo a lo largo del tiempo».

86
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

Prosigue Dworkin: «Si autorizamos a los heterosexuales el acceso a ese ma-


ravilloso recurso, pero se lo negamos a los homosexuales, haremos posible
a unas parejas, aunque no a otras, la realización de una experiencia que
todas estiman necesaria para vivir con plenitud». Dworkin defiende, a partir
del principio de no discriminación, el matrimonio homosexual. Y concluye:
«¿Quién podrá argumentar —y no meramente declarar— que estoy equivo-
cado?». La euforia de Dworkin es, me temo, un poco prematura.
7. La exaltación de la libertad como una apertura absoluta de todos
los horizontes, como una franquía infinita para elegir, aproxima a liberta-
rios y progresistas. Pero se trata de una proximidad equívoca. La vibración
interior, la temperatura moral de los mensajes, no son las mismas en los dos
casos. Los libertarios guardan una circunspección feroz en torno del destino
y esencia del hombre. Por el contrario, los progresistas colocan las libertades
en un camino histórico de perfección marcado por victorias sucesivas sobre
el oscurantismo, la injusticia, o la intolerancia social. Las libertades nuevas
reposan sobre las menos nuevas, y apuntan a un futuro resplandeciente sig-
nado por el amor universal y la conciliación de todas nuestras contradiccio-
nes y angustias. Segundo contraste: el libertario deja que cada cual apenque
con las consecuencias de sus elecciones, que muchas veces son la pobreza, la
infelicidad o la muerte. El progresista enfático, sin embargo, ha proclamado
el fin de la muerte y la substitución del azar por los decretos de la voluntad
democrática, la cual es ilustrada, benevolente e infalible.
8. Para mi sorpresa he descubierto que, en un opúsculo aparecido origi-
nalmente en el 2004 —Il sovrano e il dissidente—, d’Arcais echa a barato los
derechos individuales. Del 2004 al 2006, fecha en que se publicó la entrevis-
ta a Zapatero, van sólo dos años. Saquen ustedes sus propias consecuencias.
9. La tesis ha sido defendida por Dodds. Véase The Greeks and the
Irrational.
10. Más que egoístas, atenidos a sus propios asuntos. Sería mejor, por tan-
to, llamarles «egocéntricos». Pero se trata de una palabra un poco aparatosa.
11. Representarse las instituciones como la expresión directa de un pen-
samiento, esto es, lo mismo que si fueran un texto encriptado, facilita enor-
memente la crítica social. ¿Por qué? Porque los textos alojan mensajes, y
siempre cae más a mano medir moralmente un mensaje, que evaluar hechos
complejos —la Iglesia, el Parlamento, el mercado— brotados de la historia
y en gran medida del azar y que nadie ha creado de forma estrictamente
voluntaria o proponiéndose objetivos claramente precisables.
12. En Black-Body Theory and the Quantum Discontinuity, 1894-1912
(1978), no aparece ni una sola vez la voz «paradigma». Ya en 1965, lamentó
Kuhn que Feyerabend describiese su posición como una defensa de la irra-
cionalidad en la ciencia. Esto se le antojó, no sólo absurdo, sino «obsceno».
13. El sociologismo del «programa fuerte» puso los pelos de punta a Kuhn.
Comentó en 1991: «Me cuento entre los que encuentran absurdas las preten-
siones del programa fuerte, un caso de deconstrucción que raya en la locura».
14. Buchanan despliega esta teoría en muchos pasajes de su obra. Por
ejemplo, en la discusión de las funciones de utilidad en «Natural and Artifac-
tual Man» (1978).

87
EL HOMBRE ENDIOSADO

15. Observa Leibniz, no sin fundamento: «Para Hobbes, en el fondo,


y a despecho de todo lo que dice, cada uno ha retenido sus derechos y su
libertad a pesar de que parezca que los ha cedido al Estado. La cesión será
limitada y provisional, esto es, durará mientras los cedentes consideren que
dura su seguridad» (Méditation sur la notion commune de justice).
16. Leibniz plantea perfectamente la cuestión al comienzo de su Médi-
tation: «Se está de acuerdo en que todo lo que quiere Dios es bueno y justo.
Pero permanece la pregunta de si lo bueno y justo es bueno y justo porque
Dios lo quiere, o si Dios quiere algo porque es bueno y justo». Leibniz se
decanta por el segundo brazo del dilema (véase más adelante).
17. Estremece la afirmación con que se abre el apartado quinto del ca-
pítulo XV de De Cive: «En el reino natural le asiste a Dios el derecho de
gobernar y de castigar a los que violen sus leyes, por su solo poder irresisti-
ble». Más adelante: «Porque para aquellos cuyo poder no se puede resistir, y
consecuentemente para Dios todopoderoso, el derecho a dominar se deriva
de ese mismo poder». En su Treatise (Of Liberty and Necessity), Hobbes se
expresa con brutalidad aún mayor: «El poder irresistible justifica todas las
acciones, sea cual fuere su autor». Hobbes fue uno de los inspiradores de
Puffendorf; el otro es Grocio.
18. Reitero que la teología se presta a ser leída en clave estrictamente
antropológica. Aparece, entonces, como una idealización de pulsiones o sen-
timientos que deben ser analizados con las herramientas conceptuales que
proporciona la ciencia. Expresado de otra manera: la teología sólo sería in-
teresante en la medida en que nos ayuda a comprender mejor al hombre. Es
obvio que la perspectiva del creyente ha de ser muy otra.
19. A la observación de que es «par» —o «impar»— el número asociado
a un animal, pero no el animal, se responderá que nada prohíbe «imputar» a
B una propiedad que hemos detectado inicialmente en A. Lo que importa es
que exista un mecanismo gracias al cual resulte hacedero establecer una co-
nexión entre B y la propiedad que nos interesa. Piénsese en los colores. Los
tomistas, muy en consonancia con el pensamiento precientífico del hombre
de a pie, tendían aún a pensar que los colores inhieren —es el término usado
por la Escuela— en los objetos. El rojo, por ejemplo, inhiere en las amapolas,
como el blanco inhiere en la nieve o el verde en la hierba. La filosofía natural
en que va envuelta la física que cultivarían los contemporáneos de Galileo y
Descartes, altera por completo el cuadro. Lo que tenemos ahora, es que una
amapola es roja porque la luz rechazada por ella incide en nuestra retina,
llega al cerebro en forma de pulsos nerviosos o lo que fuere, y suscita la sen-
sación de lo rojo. Lo rojo, por tanto, no califica directamente a la amapola.
Ocurre más bien que la amapola se beneficia del calificativo «rojo» por vía
traslaticia: estamos refiriendo a esa-amapola, a eso-de-ahí que es la amapola,
una cualidad de la que sólo tenemos constancia en el plano subjetivo o feno-
menológico.
Es interesante notar que, en Le monde ou traité de la lumière, Descartes
compara los colores con signos. Descartes establece su paralelo basándose
en el carácter arbitrario del significado. No existe ninguna semejanza natu-
ral entre la palabra «amapola» y las amapolas, sino sólo un pacto por el cual

88
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

aquélla significa a éstas. Mutatis mutandis, es «arbitrario» que las amapolas


susciten en mí, precisamente, la experiencia de lo rojo. ¿Por qué? Porque
entre lo que nos ocurre en el cerebro, y lo que experimentamos por causa de
lo que nos ocurre en el cerebro, no existe una conexión necesaria. No sería
contrario a la razón que el proceso causal que se inicia en la amapola, pasa
por la irradiación de mi retina y llega finalmente al cerebro, rematara, no en
la sensación de lo rojo, sino en la de lo frío o lo dulce o en una vivencia de
tipo acústico y no cromático. El caso, sin embargo, es que la Naturaleza no
ha estatuido eso. Lo que ha estatuido la Naturaleza, es que veamos un rojo-
amapola al posar los ojos en las amapolas.
La Naturaleza habría podido decretar, también, que el rojo de las amapo-
las nos impresionara unas veces como rojo, y otras como amarillo cadmio.
Por suerte, la Naturaleza es sistemática. Opera a través de leyes regulares, lo
que en el caso de la percepción significa que dos objetos constituidos de la
misma manera se nos aparecerán también como teniendo el mismo color. El
fuego, ciertas setas venenosas, el corazón de las granadas, las amapolas, los
coches de bomberos, la sangre, llegan a nosotros bajo la figura constante de
lo rojo. No el mar, la nieve o la hierba. Tal es el motivo de que las señales
cromáticas, pese a ser arbitrarias, suministren información acerca del mundo
externo.
Los ejemplos y el lenguaje a que he acudido para decir todo esto son,
por supuesto, míos. Pero la doctrina es cartesiana. La teoría hobbesiana de
la percepción se aproxima, en aspectos importantes, a la de Descartes (véase
«Human Nature», cap. II).
Las ideas de Descartes fueron muy mal recibidas por los teólogos. ¿Por
qué? Porque ponían en entredicho el dogma de la transustanciación, según
había sido fijado en el concilio de Trento. La fórmula tridentina apela a la
perduración de las especies del pan y del vino: aunque el pan y el vino se han
mudado en la carne y sangre de Cristo, se conserva objetivamente su sabor,
olor y textura. En los términos usados por el Aquinate: cambian las sustancias
y permanecen los accidentes. También (Suma teológica, III, c. 75 a. 5): «No
hay engaño alguno en este sacramento, porque los sentidos juzgan en torno
a los accidentes, y éstos están ahí en toda su realidad». Pero la filosofía de
Descartes niega la realidad de los accidentes. Degrada el olor y sabor del pan
y del vino a meras afecciones del sujeto cognoscente. Queda sin explicar, en
consecuencia, el portento eucarístico. Es lo que en las Cuartas objeciones a las
Meditaciones metafísicas apunta Arnauld a Descartes, para agobio y desaso-
siego de éste. La anécdota es más que una anécdota. Demuestra la revolución
pavorosa que en todos los órdenes —el sacramental entre otros— produjo
el tránsito desde el realismo tomista a la visión de las cosas defendida por la
nueva filosofía natural.
20. Hume radicalizaría más tarde la aproximación de Hobbes. Donde
éste habla de «concepciones», el escocés se refiere a «ideas». ¿Qué es una idea
a lo Hume? Imaginen un triángulo dibujado en una pizarra. Ese triángulo
poseerá una forma y un tamaño determinados, y si se ha empleado, en el
acto de trasuntarlo a la pizarra, tiza roja o azul, será también de color rojo
o azul. A continuación, supongamos que las líneas que componen el trián-

89
EL HOMBRE ENDIOSADO

gulo se despegan de su soporte material y gravitan ante la mente del sujeto,


quien aprehende el conjunto con una suerte de ojo virtual, el ojo —por así
llamarlo— de su conciencia. Esa presencia —eso-que-está-ahí-delante-de-la-
mente— es una idea. La idea es como el rectángulo material y, a la vez, no
es como él. No puede ser como él, porque ya no es material. Pero en cierto
modo será como él: ostentará una forma y tamaño determinados, y un color
determinado. Y el sujeto lo aprehenderá de manera no distinta a como nos
hemos figurado que aprehendía el triángulo dibujado en la pizarra.
La teoría humeana plantea un problema enorme de orden lógico y epis-
témico. En el esquema escolástico, como ya sabemos, los términos generales
intervienen en la definición de las esencias. Al aprehender a Juan, me formo
un concepto de la esencia de Juan, concepto que formulo empleando los
términos «animal» y «racional». Ambos términos son generales o, equivalen-
temente, la esencia de Juan es idéntica a la de Pedro y Lucas y Andrés. La
composición de lugar de los escolásticos nos puede gustar o no, pero fun-
ciona, punto arriba, punto abajo. Lo que no funciona es la teoría de Hume.
¿La razón? La razón es que Hume tiende a comprimir las diversas fases que
articulan el drama cognitivo en un solo plano. No sólo habla de las ideas
como si fueran objetos —o viceversa, es propenso a confundir éstos con
aquéllas—, sino que identifica los conceptos con ideas. Ahora bien, si todo
concepto es una idea, y si, de añadidura, no existen ideas «generales» —si
existiera la idea general de un triángulo podría dibujarse en una pizarra un
triángulo «general»—, no se adivina cómo una idea cualquiera, necesaria-
mente particular, podría «reflejar» un universal. La solución chapucera que
aporta Hume se basa sobre su psicología, la cual se basa a su vez sobre su
teoría de la asociación.
Centraré el análisis en el término general «triángulo». Para Hume es lo
mismo decir que el sujeto llama «triángulo» a tales y cuales cosas, o mejor,
ideas, y afirmar que las asocia o anexa a la palabra «triángulo». Esto, de
momento, no nos lleva demasiado lejos, puesto que lo que nos interesa en
realidad es el motivo por el cual las clasificaciones operadas por el sujeto
son las que son. El motivo nos remite a los universales: el sujeto clasifica dos
ítems individuales —o las ideas que tenemos de esos ítems: la ambigüedad es
permanente— como «triángulos», porque entre ambos subsiste la relación de
semejanza que ciframos en el término general «triángulo». Hume expone el
razonamiento en su jerga asociativa. Al oír la palabra, rebotamos, pavlovia-
namente, en una de las ideas que a ella están asociadas. Y de una cualquiera
de las ideas, vamos rebotando en otras. Esto debería ayudarnos a entender
cómo es posible que un término general se use para designar cualquier idea
de las muchas que están asociadas al término. Al cabo, se ha conseguido una
suerte de milagro: una palabra, esto es, una señal lingüística, y nuestros há-
bitos asociativos, dan cuenta de los universales.
Es obvio, sin embargo, que no se ha licenciado a los universales en ab-
soluto. ¿Por qué? Porque, como se ha señalado, nuestras asociaciones pav-
lovianas se realizan al hilo de una relación entre ideas... que es «objetiva»,
es decir, que antecede al proceso de asociación. Lo que ha conseguido, si
acaso, Hume, es mostrar de qué manera una idea particular puede remitir-

90
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO

nos a otras ideas particulares que concurren en ser semejantes a la primera


en tal o cual extremo. No más: se ha abordado una cuestión psicológica, no
metafísica.
Esto es característico del método argumentativo de Hume. En efecto
resulta difícil, leyendo a Hume, distinguir entre metafísica y psicología, o
determinar cuándo se está explayando sobre la segunda, y cuándo ha preten-
dido resolver un punto atinente a la primera. El andamiaje psicológico hu-
meano, por cierto, es malo. Wittgenstein lo desmantelaría irreversiblemen-
te en su célebre argumento contra la posibilidad de los lenguajes privados
—Investigaciones filosóficas, 243 y secciones sucesivas—. Pero no se trata de
criticar aquí a Hume, sino de explorar algunas de las consecuencias de lo que
dice —y acaso de comprender mejor, retroactivamente, la muy rudimentaria
teoría del conocimiento de Hobbes—. Llegaremos antes a puerto, si des-
plazamos levemente el foco de la discusión. Hume nos ha explicado de qué
manera el término general «triángulo» sirve para llamar nuestra atención ha-
cia los demás triángulos. Pregunta: ¿hacia las ideas de triángulo previamente
asociadas a la palabra «triángulo», o hacia cualquier idea de triángulo que
pueda sobrevenirnos en el futuro? En la sección séptima del primer libro de
A Treatise of Human Nature —ése es el Hume que estoy aquí discutiendo—,
el asunto no queda muy claro. Ahora bien, la teoría resultaría intolerable-
mente inconcluyente, si no acertara a decírsenos por qué el sujeto mete en
la categoría de «triángulo» a triángulos que se presentan a su consideración
por primera vez. La única explicación posible postula otra vez el mecanismo
asociativo, y la existencia de una relación «objetiva» —la que subsiste entre
dos cosas cuando ambas son triangulares— que guía o gobierna la asocia-
ción. Bref: la idea nueva se asocia a una cualquiera de las viejas —se asocia a
ella en vista de que ambas son «triangulares»—, y finalmente, empalmando
asociaciones, se asocia también a la palabra. Evidentemente, el universal si-
gue ahí, agazapado. Lo fascinante es comprender por qué se tiene la sensa-
ción de que ha desaparecido, como un conejo que, invirtiendo la secuencia
clásica, se disipara al saltar en la chistera del ilusionista. La clave reside, en
mi opinión, en que afirmar que un sujeto «asocia» dos ideas —habida cuenta
de que se asemejan en tal o cual extremo— no sugiere lo mismo que decir
que las observa, las compara, y registra entre ellas una relación dada. En el
segundo caso, se nos remite explícitamente a un hecho que está «fuera» del
sujeto. La relación que el sujeto registra es extrasubjetiva, o sea, objetiva. En
el primer caso, sin embargo, se nos habla de lo que el sujeto «hace». Lo que
hace el sujeto, asociar ideas, es lo que ocupa el plano visible del argumento,
en tanto que lo que infunde sentido en lo que hace —la relación objetiva
entre ideas— se tiene que inferir o extraer del fondo de saco de las premisas
ocultas. Con frecuencia, estas premisas se nos olvidan. Y entonces nos parece
que lo que el sujeto «hace», es, por así decirlo, todo lo que hay. El desenla-
ce, en lo referido a la extensión de un término general a ítems no cubiertos
previamente por él, es que terminamos por pensar que las agregaciones pro-
ducidas por los hábitos asociativos del sujeto, no sólo se explican, sino que se
justifican, por la propia actividad del sujeto. Sería éste el que crea significado
al ampliar el área de extensión del término, o, si se prefiere, sería el sujeto el

91
EL HOMBRE ENDIOSADO

que redefine el término. Expresado lo mismo de modo aún más sucinto: el su-
jeto redescribiría permanentemente el mundo alterando el significado de las
palabras. Es importante notar que, para Hume, nuestras operaciones men-
tales obedecen a leyes insondables y, por insondables, misteriosas: «Explicar
las causas últimas de nuestras acciones mentales es imposible» (A Treatise of
Human Nature, Libro 1, sección VII). Por tanto, la representación que nos
hacemos del mundo, la representación entendida como una organización del
mundo según categorías «universales», es, también, misteriosa. El mundo se
nos aparecería conformado por fuerzas que brotan de nosotros, pero cuya
economía no comprendemos. Yendo más allá: el mundo sería fruto de la es-
pontaneidad —abismática— del sujeto. Por supuesto, la última conclusión es
muy poco humeana. Hume fue un naturalista, a quien le placía imaginar un
fundamento fisiológico para nuestros hábitos asociativos. Pero los filósofos
son mucho más complejos —y contradictorios— que las sistematizaciones
que de ellos realizamos. Prueba de ello es Hobbes, quien cultiva una teoría
naturalista cuando habla del hombre, y una teología voluntarista cuando
habla del poder.
21. Lo dicho sólo es cierto, en puridad, de la tradición liberal que pasa a
través de Locke y conforma el pensamiento de los constitucionalistas ameri-
canos. Adam Smith pertenece a una línea filogenética más emparentada con
el utilitarismo, el cual no es compatible con los derechos individuales en su
acepción fuerte o, si quieren, metafísica. Cabe señalar lo propio de Hume.
Hume está mucho más cerca de Smith que de Locke.

92
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL
Y LA TEORÍA LIBERTARIA

Vargas Llosa ha declarado que los liberales consecuentes deberían


apoyar la legalización del matrimonio homosexual. ¿Por qué? Porque
la libertad sólo es restringible en aquellos casos en que su ejercicio
lesiona los derechos de un tercero. El matrimonio entre personas del
mismo sexo no lesiona los derechos de terceros. Resultaría por tanto
improcedente que la ley lo proscribiera.
El silogismo llosiano se halla adscrito a una modalidad muy con-
creta del pensamiento liberal: la libertaria1. Es importante caer en
la cuenta de lo que el argumento libertario comporta. El libertario
no está afirmando que el homosexual será más feliz, o se sentirá
más integrado, o igual en dignidad al heterosexual, si puede casar-
se con otra persona del mismo sexo. No, no está afirmando esto.
Lo que está afirmando, es que negarle dicha oportunidad entrañaría
contraer arbitrariamente su radio de acción. Fulano —sin acepción
de sexo— debería ser libre de casarse con Mengano —de nuevo,
sin acepción de sexo— por lo mismo que lo es para usar chistera o
irse de vacaciones a Marbella. Forzarle la voluntad supondría una
violencia gratuita y, en tanto que tal, intolerable. No hay nada más
que añadir. O mejor, no hay nada más que añadir desde el punto de
vista libertario.
Lo dicho da pie a dos conclusiones importantes. La primera es
que hay cosas que estamos autorizados a hacer aunque no nos ampa-
re un derecho. En ocasiones, sí, es un derecho el que nos faculta para
hacer esto o lo de más allá. Pero otras veces nos encontramos con
que una acción es lícita porque no viola ningún derecho, y sólo por
esa razón. Ha sido frecuente referirse a esta circunstancia alegando
un presunto «derecho a la libertad». Sin embargo, el derecho a la
libertad constituye, en el mejor de los casos, un derecho de segundo

93
EL HOMBRE ENDIOSADO

grado, esto es, un derecho que no es como los demás derechos. Pero
si no es como los demás derechos, no es un derecho, salvo en un sen-
tido figurado o metafórico. Mejor entonces llamarlo de otra manera,
al menos en las discusiones que aspiren a ser sistemáticas2.
El segundo punto es que el libertarismo no puede ser sólo una
teoría sobre la libertad. Tiene que ser, al mismo tiempo, una teoría
sobre la justicia. No existirían derechos si no existieran bienes o as-
piraciones cuya atribución es justa, o que se han adquirido por me-
dios justos, o que sólo se pueden alienar invocando causas justas. En
ausencia de una noción sobre lo que es justo, se carecería de criterio
para determinar cuándo se está usando bien —o mal— la libertad.
Lo último suele pasar inadvertido por motivos varios, entre los
que destaca quizá cierta tendencia a trasladar a la filosofía libertaria
rasgos propios del utilitarismo. Fruto de esta contaminación es la
idea de que el libertario propugna la maximización de la libertad un
poco a la manera en que el utilitarista auspicia que se maximice
la utilidad. El paralelo... no funciona. La razón por la que no lo
hace es que el libertario cree en los derechos individuales. O sea,
cree en algo en lo que no creen los utilitaristas. Para los últimos,
los derechos son quincalla, mercancía averiada que sólo vestiglos
del corte de Blackstone —bête noire de Bentham— han insistido
en tomarse en serio. La enemiga de Bentham hacia los derechos no
responde a un mero prurito antimetafísico. Los derechos, en efecto,
bloquean la gran máquina utilitarista de sumar y restar. El utilita-
rista aplaudirá que se quebrante un derecho si con ello se consigue
un aumento relativo del bienestar general; el libertario, por contra,
preferirá una sociedad en que todos los derechos estén intactos, a
otra más próspera en que un derecho, incluso uno solo, haya sido
atropellado. Para el libertario los derechos son intangibles, y nada,
absolutamente nada, justificaría su violación3.
Los derechos no sólo generan libertad4. A la vez, y fatalmente, la
recortan. Pensemos en un predio del que soy propietario según
la ley. No sería libre de sembrarlo de avena o trigo, si a los demás no
se les prohibiese edificar en él chalecitos unifamiliares. Ni estaría yo
autorizado a levantar en él chalecitos unifamiliares, si a los demás
no se les hubiera quitado la libertad de sembrarlo de avena o trigo.
¿Es el saldo positivo o negativo? ¿Gano yo, en cuanto propietario,
más libertad de la que pierden los que no son propietarios? Algunos
se verán tentados a responder que si no existiesen derechos de pro-
piedad, las libertades entrarían en interferencia destructiva, y todo
el mundo sería, a la postre, menos libre. Esta reflexión, sin embargo,
es problemática, y sobre todo, extemporánea. En la filosofía liberta-

94
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

ria, la propiedad se justifica como un derecho, no como una técnica


orientada a que los hombres sean más libres en grueso o a granel. El
input de los derechos está coordinado al de la libertad, no subordina-
do a él. Y ambos pueden entrar en tensión recíproca5.
La tensión adquirirá intensidad máxima en aquellos casos en
que la estructura legal se haya hecho muy tupida. Resultará entonces
complicado o imposible moverse sin tropezar con la plétora de pro-
hibiciones que consigo trae la plétora de derechos, y la vida adquirirá
una textura densa, pesada, viscosa. El mundo antiguo acusaba un
altísimo grado de viscosidad. En el mundo antiguo, una acción no se
consideraba lícita a menos que cumpliera un número formidable de
requisitos, desde los puramente rituales a los inspirados en considera-
ciones de estatus, sexo o linaje. En el límite, podía no haber libertad
de elección en absoluto porque las acciones estaban preprogramadas.
Esto, por supuesto, es anatema para el libertario. Pero una sociedad
saturada de cautelas y garantías individuales, también es viscosa, tam-
bién pesada. Lo que traba ahora la libertad no es el rito o los mores
de nuestros mayores sino la suspicacia ambiente, la cual redunda en
la invocación defensiva, o más valdría decir disuasiva, de infinidad
de derechos, entendidos como barreras protectoras que cada cual
atraviesa entre sí y los que se encuentran a su alrededor. Hobbes,
libertario en su idea del hombre y totalitario en su entendimiento del
Estado, recogió bien la relación potencialmente adversativa entre los
derechos y la libertad al identificar ésta con «el silencio de la ley»6.
La ley calla cuando estima que un asunto no es de su incumbencia.
Cuanto menor es la fricción entre los diversos derechos, más callará
la ley, y menor será el número de alternativas que se sustraigan a la
elección individual. Dos son los escenarios más favorables a que
se desenvuelva con felicidad el proyecto libertario. El primero está
dominado por innúmeros y autárquicos robinsones. Robinsón, al ex-
pandirse más allá del perímetro en que está encerrado su cuerpo, no
roza ni hiere a sus congéneres, quienes ocupan, como él, su isla parti-
cular, separada por el mar de las islas restantes. El segundo escenario
es ya social: los hombres viven juntos y se rozan a discreción, aunque
en beneficio mutuo. No asistimos a una generalización del conflicto
sino a un intercambio voluntario de bienes y servicios. Estoy hablan-
do, claro es, del mercado.
El último proporciona también un modelo a través del cual re-
presentarse la pugna entre distintas maneras de entender el mundo.
El truco reside en generalizar el concepto de «intercambio» e, igual-
mente, de «servicio» o de «bien». Discutir o argumentar equivaldría
a poner en venta teorías, y hacer proselitismo religioso, a expender

95
EL HOMBRE ENDIOSADO

creencias o formas de culto. El converso a un nuevo credo habría


adquirido, no las coles de Bruselas o los electrodomésticos a que
todavía se refieren los textos universitarios para explicar qué es una
curva de demanda u otra de oferta, sino prendas de naturaleza menos
tangible o, como dirían nuestros mayores, de carácter espiritual. Por
ejemplo, la fe en Dios. Y seguirían reinando la paz y la concordia en
un espacio colectivo en el que los desplazamientos ideológicos no
tendrían por qué resultar más traumáticos o dignos de mención que
las redistribuciones de utilidad provocadas por una transacción econó-
mica normal. Si bien se mira, la composición de lugar libertaria pos-
tula una psicología social cuya característica más sobresaliente es una
templada indiferencia hacia el prójimo. El que difiera de sus congé-
neres, o el que haga cosas raras, será interpretado, más que como un
elemento subversivo, como un subastador de productos interesantes
o, en el peor de los casos, extravagantes. Y ahí se acaba todo, o casi.
Porque el que opina podría llamarse «Hitler», y el que hace cosas
raras, ídem de ídem, y entonces adiós libertad. Y es que la sociedad
libertaria admite la discrepancia a cierto nivel, aunque a otro nivel,
un nivel más profundo, no la admite en modo alguno. Una sociedad
libertaria no puede contener free riders, individuos que no admitan
los principios básicos, el ethos, que por dentro la ahorman. Discutir
este punto importantísimo y rayano en la paradoja nos llevaría, sin
embargo, demasiado lejos.
Históricamente, la conquista de lo que solemos denominar «li-
bertades» no se ha producido, en absoluto, con arreglo al paradigma
libertario. Pensemos, por ejemplo, en las leyes que en tiempos ex-
cluían a los judíos de determinadas profesiones y cargos civiles. Es
obvio que esas leyes eran incompatibles con la moral libertaria por
una razón geminada, o compuesta de dos razones. No sólo restrin-
gían la libertad, sino que lo hacían invocando argumentos de raza o
confesión claramente incompatibles con la idea de que los derechos
son individuales. Quiero decir, asignables a un individuo como tal in-
dividuo, no en cuanto miembro de una clase o colectividad. La eman-
cipación del hebreo habría sido por tanto exigible, rigurosamente
exigible, desde postulados libertarios. Cae de por sí, no obstante,
que la supresión de las antiguas discriminaciones no se interpretó
sólo desde el punto de vista que interesa al libertario. La medida fue
saludada ante todo porque incorporaba a clases marginales o parias a
la estructura social. Esto nos proyecta más allá de los derechos indi-
viduales. El individuo beneficiado por la emancipación experimenta
una recolocación en la jerarquía social o, si se prefiere, se convierte
en sujeto de atributos —dignidad, estatus— inseparables de la ca-

96
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

tegoría a la que se le ha promovido7. Es lícito afirmar lo mismo de


la extensión del sufragio a las mujeres. No sólo se les adjudicó un
derecho, el derecho al voto, que dilataba su campo de acción y que
rompía el obstáculo o la rigidez del género. Ocurrió también que la
mujer, al ser recibida como votante, se convirtió en ciudadana. Entró
en el ejercicio de una función que la tradición republicana reservaba
a los antiguos quirites y que la sociedad democrática, o ciertas so-
ciedades democráticas, consideran imprescindible para el desarrollo
integral de la personalidad.
El punto no es menor, y nos conduce, de vuelta, a lo que suele
entenderse ahora como «derecho». Los derechos, en la parla política
y periodística al uso, se interpretan las más de las veces como títulos
que a un individuo se le reconocen en tanto que miembro de una so-
ciedad políticamente organizada. Los derechos implican capacidades,
e invocan, para justificarse, argumentos de carácter moral. No basta,
en este contexto, hablar de libertad, o de los derechos básicos que
defiende el libertario. Viene más a mano hablar de roles o papeles
en una obra teatral, una obra que se recita delante del conjunto de la
sociedad, virtualmente sentada en el patio de butacas. Los derechos,
en la acepción que estoy explicando ahora, se asientan, en fin, sobre
una teoría compleja, o al menos muy elaborada, de la persona. Son
los títulos de que una persona ha menester si es que quiere ser per-
sona, persona cuajada con arreglo a tal o cual composición de lugar
sobre lo que significa ser persona. Pertenecen a la especie de lo que
he llamado en el ensayo anterior «derechos esenciales».
Vale la pena no perder el asunto de vista, no sólo por lo que
significa en sí, sino porque opera como una divisoria dentro del pen-
samiento liberal. Los derechos esenciales, al condicionar el desarro-
llo de la personalidad a la posesión de tales y cuales títulos, o tales
y cuales capacidades, atan al hombre a una determinada definición, y
por lo mismo, lo disuaden de entrar en definiciones rivales. Repa-
remos otra vez en la mujer sublimada en citoyenne. Ser ciudadana,
en la acepción añeja del término, entraña, amén de la oportunidad
de votar, la obligación de someterse a la disciplina que en princi-
pio se espera de un votante responsable. El ciudadano fetén debe
mantenerse informado, no eludir la cita con las urnas, participar en
la vida común apuntándose a un partido o formación cívica o asocia-
ción de vecinos, etc. Todo ello demanda una gigantesca inversión de
tiempo y recursos, y excluye que se hagan un montón de cosas alter-
nativas8. Pero esto no es lo más importante. Lo importante es que el
hombre que se haya puesto a ser ciudadano, ciudadano de verdad,
no podrá disfrutar de las delicias, de la alegre despreocupación, del

97
EL HOMBRE ENDIOSADO

idiota, entendiendo por tal a quien, conforme al significado prístino


de la palabra, no bajaba al ágora, ni participaba en las deliberaciones
de la asamblea. El caso, sin embargo, es que la vida del idiota esconde
encantos en absoluto desdeñables. Proust fue un idiota —quitando su
fase dreyfusarde—, y Tomás de Lampedusa fue un idiota —no quitan-
do fase alguna—, y lo fue Henry James, y han sido idiotas multitud
de personas soberanamente interesantes. Estas personas se habrían
quedado sin sitio en un mundo regido por la idea de que ser hom-
bre equivale a ejercitarse en las virtudes que celebraron Maquiavelo,
Rousseau o Jefferson. Expuesto lo mismo desde un punto de vista más
general: la noción de que ciertas formas de vida son las únicas que
merece la pena vivir, recorta la gama de opciones que sugieren el gus-
to personal o la fantasía. Veríamos vocaciones cortadas en agraz, e in-
clinaciones corregidas o enmendadas en nombre del Bien y la Moral.
Es aquí donde pinchamos hueso. El hueso del libertario, natu-
ralmente. Mientras que, para el campeón ortodoxo de los derechos
esenciales, ser libre es ir ocupando, mediante el ejercicio de aquéllos,
una idea del hombre, para el libertario la libertad consiste en que cada
cual haga lo que le venga en gana, sin otra restricción que evitar el
daño que se pueda ocasionar a terceros. Esta concepción abierta del
ser humano provoca que el libertario se halle en la precisión de redu-
cir a dimensiones casi evanescentes, de jibarizar, de nanificar, su an-
tropología moral. El empeño que pone el libertario en que la libertad
goce de enormes, inabarcables ensanches, le retrae también, en para-
lelo, de entretenerse en decir cómo han de ser sus semejantes, o hacia
dónde deben dirigirse, o qué deben pensar o sentir. Es este laconismo
lo que reduce a una cantidad menguada, y cuanto más menguada
mejor, las señales de «vedado el paso». Los derechos esenciales, por
el contrario, son desarrollos o proyecciones y parten de una teoría
rica sobre las premisas que han de cumplirse para que un hombre sea
un hombre9. En eso reside el contraste entre ambas aproximaciones,
enunciable, ora como una discrepancia sobre lo que significa «de-
recho», ora como una discrepancia sobre lo que significa «libertad».
Queda ello a la vista en la polémica sobre el matrimonio homose-
xual. La teoría libertaria liquida el contencioso. Pero lo hace a costa
de vaciarlo como tal contencioso. El opuesto a la legalización de ese
tipo de matrimonio sólo podrá persuadir al libertario de que existe
un contencioso si le demuestra que dos personas del mismo sexo
infligen, al desposarse, un perjuicio a terceros. Esto no ocurre, de
modo manifiesto al menos. No hay, por tanto, caso, cuestión, para
el libertario. El paisaje cambia de forma dramática apenas ocupan el
primer plano los derechos esenciales. Entramos entonces en un en-

98
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

tendimiento más complicado de la libertad y de los derechos, y ya no


basta con decir que dos homosexuales no hacen daño a nadie jurán-
dose amor eterno en la vicaría. Hay que decir más cosas. Habrá que
alegar que los homosexuales, al contraer nupcias, ejercen una fran-
quía que infunde mayor sentido a sus vidas, o algo por el estilo. De
añadidura, la alegación tendrá que venir acompañada de argumentos
bastantes a poner de relieve por qué dicha mejora ha lugar, y el modo
y manera en que ha lugar. Conocemos, más o menos, qué se ha argu-
mentado para sostener que el derecho al voto promueve la condición
civil y moral de la mujer; y conocemos lo que se argumentó para
saludar como un logro que los judíos dejaran de ser discriminados
en tales y cuales aspectos. Estos argumentos, altamente atendibles,
presuponen un concepto de lo que es ser persona. Los argumentos
que se esgrimieran en favor del matrimonio gay deberían estar co-
nectados, igualmente, con una teoría de la persona. He tocado la
cuestión en el ensayo anterior, y a ella retornaré más tarde. Antes de
seguir adelante me gustaría, no obstante, elaborar con más calma,
con más perspicuidad, los rasgos diacríticos, específicos, de la posi-
ción libertaria. Acudiré de nuevo a la técnica empleada en la primera
parte del libro. Recularé a un escenario vetusto a fin de aproximarme
al problema desembarazado de los lugares comunes que congelan en
una foto fija, que aprisionan, el debate contemporáneo. Mi banco de
pruebas será el problema del libre albedrío, según fue recogido de la
tradición escolástica por las cabezas más eminentes del siglo XVII.

EL ASNO DE BURIDANO

Los enzarzados en la polémica sobre el libre albedrío intentaban ha-


cer compatibles las dos proposiciones siguientes:
1) Un agente X puede elegir libremente entre las opciones A y B.
2) Las elecciones son actos motivados.
¿Qué se entiende por «motivado»? Varias cosas distintas. Pero
nosotros podemos simplificar la situación suponiendo que X es emi-
nentemente racional, en el sentido específico de que no se resistirá
nunca a preferir un objetivo que ha identificado como bueno por
medios asimismo racionales. De aquí se desprende un escenario al-
tamente idealizado, y bien descrito por Pierre Bayle en un pasaje de
Réponses aux questions d’un provincial:

Se enseña permanentemente que la verdad es el objeto del enten-


dimiento, así como el bien lo es de la voluntad. Y que, así como el

99
EL HOMBRE ENDIOSADO

entendimiento no puede no adherirse a lo que se le presenta bajo la


apariencia de la verdad, la voluntad no puede amar sino lo que le
parece bueno. Jamás se cree en lo falso en tanto que falso, y jamás
se ama lo malo en tanto que malo. Existe en el entendimiento una
determinación natural hacia lo verdadero en general, y también hacia
cualquier verdad particular que haya sido claramente conocida. De
la misma manera, existe en la voluntad una determinación natural
hacia el bien en general: de donde algunos filósofos deducen que,
una vez que un bien particular nos resulta claramente conocido, nos
hallamos necesitados a amarlo.

Descartes cultivó una doctrina próxima a la glosada por Bayle.


Con algunas variantes: el entendimiento y la voluntad ya no apare-
cen en Descartes como facultades simétricas. En tanto que el enten-
dimiento se representa bienes y verdades, la voluntad es una fuerza,
una puissance, que moviliza al agente en pos de un objeto previa-
mente localizado por la mitad raciocinante de su alma. La topografía
del deseo se levanta, en fin, sobre una topografía previa de la razón,
o, si se prefiere, la voluntad convierte en conato, en movimiento di-
rigido a un fin, las revelaciones de aquélla. La posición de Descartes
introduce un conflicto en nuestro esquema original. La afirmación
de que X puede elegir libremente entre A y B, sugiere que X podría
elegir B aun cuando le constara como menos bueno que A. Según la
lectura que Descartes realiza de la otra proposición, no es concebible
que X, a fuer de racional, pueda elegir lo que no le parece mejor. Es
imposible que, si la segunda proposición es verdadera, lo sea también
la primera. ¿Cómo salir del lío?10.
Una de las soluciones, consistió en reinterpretar lo que se entiende
por «agente libre». La maniobra entraña una suerte de giro coper-
nicano. La noción de que un sujeto es libre en tanto en cuanto no
se halla interiormente necesitado a hacer esto antes que lo de más
allá, se ve desplazada por un concepto radicalmente distinto: el de
la libertad como autodeterminación. En la definición séptima del
primer libro de la Ética, Spinoza define la libertad como sigue: «Se
llama libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su natu-
raleza y se determina por sí sola a obrar». Esta nueva idea de libertad
lleva implícita, sí, la idea de independencia. Pero no incluye, de nin-
guna manera, la idea de arbitrariedad. Siendo más exactos: alguien
podrá ser libre, a despecho de que sus sucesivas fases o estados se ha-
llen predeterminados. Lo que se requiere para ser libre no es ausencia
de determinación, sino que la causa determinante no sea exterior al
sujeto11. Un planteamiento de este tipo, llevado al plano de la psico-
logía moral, nos conduce a cifrar la libertad de un agente racional en

100
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

el rigor con que el último se atiene a las revelaciones de la razón. El


agente, identificado con la razón, se estará autodeterminando tanto
más cuanto mayores sean la limpieza, la facilidad, la alegría con que
pliega sus acciones a las evidencias que su razón le descubre. Des-
cartes resumió la idea, con aplomo admirable, en sus Meditaciones
metafísicas («Meditación cuarta»): «Cuanto más me incline hacia una
de dos alternativas, bien porque conozco sin lugar a dudas que el
bien y la verdad se juntan en ella, bien porque Dios lo ha dispuesto
así en el interior de mi pensamiento, con tanta mayor libertad estaré
realizando mi elección»12. Erraría gravemente quien confundiese esta
clase de autodeterminación con la actitud prudencial de quien se lo
piensa dos veces antes de liarse la manta a la cabeza. El hombre pru-
dente es el que no se deja arrebatar por deseos o impresiones poco
meditados. Pero sus conclusiones son sólo probables: no están acre-
ditadas, o no lo están de modo necesario, por un proceso deductivo
impecable. Cabría afirmar incluso que la prudencia consiste en el
arte de alcanzar conclusiones verosímiles saltando por encima de los
vanos o soluciones de continuidad que presenta un argumento dado.
En el proceso intervienen la experiencia y el sentido común, virtu-
des de naturaleza difusa, y más ligadas a la sabiduría que a la razón
geométrica13. El mensaje que se desprende del cartesianismo es infini-
tamente más radical. Según el concepto de libertad como autodeter-
minación, la razón controla al sujeto. No hay margen, espacio, para
la voluntad, entendida la última como una capacidad que permita al
sujeto carearse con la razón y derrotarla. La voluntad se convierte en
un artilugio cuya función única consiste en poner la guinda encima
de la tarta de la razón. Al cabo, la voluntad terminará por desapa-
recer en tanto que facultad independiente del alma. Desaparece en
Spinoza. Y desaparece en Leibniz, el cual la licencia —sin declararlo
expresamente— en términos mucho más pertinentes para lo que se
está discutiendo aquí. Uno de los pasajes más reveladores ocurre en
el debate que mantuvo con Clarke, el vocero oficial de la filosofía
de Newton. El debate se desarrolló epistolarmente, a través de una
serie de cartas que ambos se remitían por un tercero interpuesto. No
entretendré al lector con detalles. El caso es que, en el curso del cer-
tamen epistolar, surge una metáfora, o mejor, una analogía: el alma
sería como una balanza, y los motivos que la mueven, como las pesas
que gravan los platillos de la balanza. Al menos, ésta es la composi-
ción de lugar que Clarke atribuye a Leibniz. La tesis de Clarke es que
la analogía leibniziana reduce el alma a una suerte de mecanismo y,
por lo mismo, le niega toda espontaneidad. El alma se inclinará a una
mano u otra según la fuerza que sobre ella ejerzan sus motivos, y ya

101
EL HOMBRE ENDIOSADO

no será libre. Pero el alma es libre, según Clarke. ¿Por qué? Porque el
agente no ha menester de una razón para determinarse. Al revés que
una balanza, la cual no se moverá hasta que coloquemos un peso en
uno de los platillos, el agente puede hacer esto o lo otro en ausencia
de motivos, o incluso a contrapelo de sus motivos. Clarke defiende,
en una palabra, el principio del libre albedrío, proprement dit. Leib-
niz contesta que Clarke ha introducido una disociación intolerable
entre la mente y los motivos que en ella anidan:

[...] la mente quedaría separada de sus motivos, como si los últimos, a


semejanza de los pesos que gravan los platillos de la balanza, no for-
masen parte de ella. O como si el alma, además de motivos, albergase
otras disposiciones a la acción, disposiciones en virtud de las cuales
podría aceptar o rechazar los motivos. Siendo así que los motivos
comprenden la totalidad de las disposiciones que pueda tener la men-
te para actuar voluntariamente (parágrafo 15 de la quinta interven-
ción de Leibniz).

Si los motivos o razones son lo único capaz de inclinar a la men-


te, si no existe nada fuera o aparte de ellos, la mente, por definición,
no adoptará decisiones contrarias a sus motivos ni será capaz de de-
terminarse cuando no tiene motivos. La resulta es que deja de estar
claro que un acto sea libre por obra de la voluntad. La voluntad no
emancipa al sujeto de sus motivos, no le permite hacer nada que
no se halle previamente registrado en ellos. En Spinoza o Leibniz, la
libertad recuerda poco, poquísimo, a lo que usualmente se entiende
como «libertad»14.
Ésta, repito, fue una de las respuestas que recibió el problema
del libre albedrío. El desenlace... es que nos quedamos sin libre al-
bedrío. La otra salida, consiste en destacar el carácter indomeñable
de la voluntad. La tesis de la voluntad indomeñable, incompatible
a todas luces con la idea de que la libertad es autodeterminación
racional, procede, de nuevo, de Descartes, uno de los escritores más
misteriosos de la historia de la filosofía. Lo que se nos dice ahora es
que la voluntad está facultada para desatender las evidencias que
le adelanta la razón y aceptar lo falso aunque sea obviamente falso, y
lo malo aunque sea obviamente malo. Descartes formula su posición
con especial claridad en una carta de 1645 dirigida al padre Mesland:
«Siempre nos será posible abstenernos de perseguir un bien clara-
mente conocido o de admitir una verdad evidente, mientras pense-
mos que la afirmación del libre albedrío es en sí misma buena». Y en
alusión implícita a un pasaje ovidiano de las Metamorfosis, aquél en
que Medea, llevada de su amor por Jasón, traiciona a su patria y a

102
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

sus lares y ayuda al amado a hacerse con el vellocino de oro, añade:


«Tanto mayor será la libertad [...] cuanto mayor sea el uso que se haga
de esta potencia positiva de que disponen los hombres para seguir lo
peor, aunque se conozca lo mejor»15.
La polémica del libre albedrío llegó a asumir un formato diver-
tidamente zoológico. A Juan Buridano, un escolástico francés del
siglo XIV, se le atribuía una fantasía en torno a un asno hambriento
que equidista de dos sacos de avena. El asno, desprovisto de motivos
para meter el hocico en el saco de la izquierda antes que en el de la
derecha, termina por morir de inanición. Cedo la voz de nuevo a
Bayle, quien destila el contenido filosófico de la historia en el artículo
de su Dictionnaire historique et critique dedicado a Buridano:

Los defensores del libre albedrío propiamente dicho admiten en el


hombre un poder para determinarse, ora a la izquierda, ora a la de-
recha, incluso cuando los motivos son perfectamente iguales tanto
en lo que toca a una alternativa como a su opuesta. Su idea es que
el alma puede declarar, sin otra razón que ejercitarse en el uso de su
libertad: «Prefiero esto a aquello, aunque no vea nada más digno de
mi elección en esto que en aquello».

El sujeto perplejo por un empate de razones es, por supuesto, un


asno de Buridano, en versión racional. La historieta desaloja a la ra-
zón por el procedimiento de neutralizarla: es imposible que la razón,
atrapada en un empate de razones (valga la redundancia), nos incline
hacia un lado en vez de otro. Si el asno rompe su parálisis, lo que lo
haya determinado será la voluntad pura, la pura facultad de elegir.
La libertad de elegir en un vacío racional, o en un vacío de motivos,
fue denominada liberté d’indifférence. Spinoza negó que existiese la
libertad indiferente. Spinoza, ya lo sabemos, niega que exista la vo-
luntad como una facultad separada del alma: «En el alma no se da
ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a
querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por
otra, y así al infinito» (Ética, II, proposición 48). En consecuencia,
Spinoza acepta de plano la fantasía del asno (que muda en una asna;
igualmente, muda en una herrada de agua uno de los sacos de ave-
na): «Por lo que respecta, finalmente, a la cuarta objeción, digo que
acepto sin reservas que un hombre puesto en tal equilibrio (a saber,
que no percibe nada más que la sed y el hambre, tal comida y tal
bebida, ambas a igual distancia de él), perecerá de hambre y de sed»
(Corolario a la proposición 49, escolio k). Pocos poseían, sin embar-
go, el panache de Spinoza, y lo más frecuente fue que los filósofos
adoptaran una vía intermedia: admitieran el libre albedrío después

103
EL HOMBRE ENDIOSADO

de haber adelantado mil razones para no hacerlo, desatándose a con-


tinuación en diatribas retóricas contra la índole inferior, degradada,
de la libertad indiferente16. En esos aspavientos concurren Descartes,
Bayle o Locke —incluso Locke—. El que elige indiferentemente, no
se diferencia un ápice del loco, el vesánico, o el idiota17. El que elige
indiferentemente, no puede decirnos por qué elige, y entonces es un
irresponsable. Detrás de este desprecio, o este desdén, está la noción
de que lo importante no es el acto de elegir, sino el sistema de razo-
nes con arreglo al cual se elige. La libertad como expresión de una
potencia indefinida, ciega, la libertad como un bien valioso de por sí,
se les habría antojado a nuestros filósofos un desenfreno, una licencia
impropia de hombres hechos y derechos.
El mecanismo psicológico que subyace a semejante actitud no se
explica sólo por el sesgo racionalista que el cartesianismo y la emer-
gencia de una ciencia natural inspirada en las matemáticas habían
impreso a la filosofía de la época. En efecto, no resulta sencillo colo-
car el acento en la discrecionalidad de X, cuando lo que más nos preo-
cupa son los motivos en que X ha fundado su decisión. O para ser
más precisos, los buenos motivos en que X ha fundado su decisión. Se
trata de perspectivas diversas, y siempre en conflicto potencial. Los
buenos motivos pueden ser también, lo son por lo común, motivos
morales. De aquí se sigue que tomarse la razón en serio implica to-
marse en serio ciertos modelos morales, o, como se dijo antes, abra-
zar un concepto de lo justo basado en una teoría sobre la persona —y
una teoría sobre el mundo; o, cerrando el círculo, una teoría referida
a un mundo con personas dentro—. Termino: los racionalistas del
Barroco no consiguieron avenir las dos proposiciones de partida, la
que interesa a los motivos, y la que define el libre albedrío. Oscilaron
entre contraer la voluntad a un elemento ancilar del entendimien-
to, o representársela como una fuerza indócil, inexplicable, y tal vez
monstruosa18.

EL ASNO SIN BURIDANO

El libertarismo ha intentado desasnar al asno haciendo un desvío que


pasa por la filosofía política. La maniobra se anuncia ya, de forma
germinal, en la discusión lockeana de la libertad (An Essay Concer-
ning Human Understanding, Libro II, cap. XXI). Según Locke, un
acto es libre cuando: 1) existen alternativas; 2) es voluntario. Se trata
de requisitos distintos. Imaginemos que un hombre, encerrado en
una habitación, departe animadamente con un amigo. El hombre no

104
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

es libre de salir de la habitación por no cumplirse el primer requisito.


Pero permanece en ella de manera voluntaria. «Voluntario», recuerda
Locke, no se opone a «necesario» sino a «involuntario». De hecho,
el hombre permanece en la habitación voluntaria y necesariamente.
Pero no libremente. No será libre, mientras permanecer en la habita-
ción sea la única cosa que esté a su alcance hacer19.
Olvidémonos de Locke, y agreguemos a este pequeño cuadro la
figura del carcelero. El carcelero priva al hombre de su libertad al
ponerlo bajo llave. Sobre dicho punto todos estamos de acuerdo.
Pero ¿rige la conversa? El carcelero que dimite de carcelero y abre la
puerta... ¿ha devuelto la libertad al hombre? Algunos responderían
que no. Algunos dirían que se ha hecho una de las cosas de que el
hombre ha menester para ser libre, pero que quedan aún cosas más
importantes por hacer. Por ejemplo, educar al hombre en los hábitos
de la libertad auténtica, los cuales envuelven, qué se yo, ser dueño de
sí, y disfrutar de un alma templada y no antojadiza, y saber distinguir
lo bueno de lo malo. Y otras hazañas por el estilo. Pero todo esto,
¡ay!, es cuestionable, complicado, oscuro. Todo esto es un lío. De
manera que quizá sea mejor decirle al carcelero que se contente con
dejar franca la puerta.
Lo último, en términos de filosofía política, equivale a pedirle al
poder que se abstenga de ocuparse de lo que no le importa y dedique
sus esfuerzos a remover los obstáculos externos que impiden que la
gente haga valer sus derechos20. Si resulta que somos unos botarates
y unos doctrinos, y que no usamos la libertad con la clarividencia
y seriedad con que la usaría el que verdaderamente supiera lo que
significa «libertad», si no estamos, de pechos adentro, a la altura de
Sócrates o de Catón o de Diógenes, mala suerte. Pero un Gobierno
no es quién para echar su cuarto a espadas en estos contenciosos
sublimes. El asunto consiste, en una palabra, en exigir al que manda
—la polis, el gobierno, la burocracia— una circunspección extrema
en lo que toca a la investigación de los motivos. No se niega, faltaba
más, que la conducta individual esté motivada. Lo que se niega, es tí-
tulos al gobernante para censurar la conducta individual entrando en
los motivos. El gobernante debe asegurar los derechos, no oficiar de
inquisidor de las conciencias. Los motivos, percibidos quizá como ur-
gentes en el ámbito de la experiencia privada, no pueden, no deben,
ser objeto de control o revista o requisa por parte de la autoridad21.
Tal es la causa de que el mercado se haya convertido en la Nueva Je-
rusalén de muchos libertarios contemporáneos. Estiman el mercado
porque es eficiente, sí. Pero esto no es lo esencial. Lo esencial es que
el mercado es la forma que adopta la vida colectiva cuando todos se

105
EL HOMBRE ENDIOSADO

entregan al intercambio discrecional de bienes y servicios y ningu-


na instancia superior, ninguna magistratura institucional o moral, se
arroga el derecho de establecer con qué fundamento o con arreglo
a qué tabla de mandamientos o a qué prontuario de buena conducta
está facultado el individuo para vender lo que es suyo o comprar
lo que otro tenga a bien venderle. Los libertarios aman el mercado
como proceso, no, principalmente, por los frutos que de ese proceso
se generan.
No he intentado responder todavía a una pregunta central: ¿qué
aduce el libertario en pro de la libertad?, ¿por qué le gusta tanto la li-
bertad, según él la entiende? Es posible quedarse en donde estábamos
al principio. Es posible responder que la libertad integra un valor bá-
sico para el libertario, y que el libertarismo, como visión general de
las cosas, resulta inevitable, o al menos probable, si uno cree en dicho
valor básico. Esta respuesta, sin embargo, es demasiado fácil. Existen
avenidas hacia el corazón del libertarismo, avenidas que nos lo pre-
sentan, no como la expresión o expansión de una creencia original
e inexplicable, sino como una doctrina relacionada con otras doctri-
nas. Formulemos una pregunta más oblicua: ¿por qué Fulano, a pesar
de estar convencido de esto o lo de más allá, habría de respetar la li-
bertad de Zutano o Mengano para hacer cosas que contravienen esto
o lo de más allá? Repárese en que continuamos moviéndonos en la
filosofía política. La pregunta es por qué el poderoso, aun cuando
crea estar en lo cierto, se halla en el deber de inhibirse y no forzar la
mano a los menos poderosos.
Se ha acudido con frecuencia a una respuesta de índole pruden-
cial, y a la vez epistémica: si cada cual procurara imponerse confor-
me a sus razones, se abriría una guerra genocida entre los parciales
de las diversas razones. La lucha sería atroz, y además sería estúpida,
habida cuenta de que carecemos, en la mayor parte de los casos,
máxime en los atinentes a extremos de moral y valores religiosos,
de nociones definitivas sobre dónde está residenciada la verdad. Lo
inteligente es fijar condiciones mínimas de convivencia, y permitir
que, dentro del perímetro por ellas establecido, cada cual se maneje
a su antojo. La libertad aparecería entonces como una economía ex-
terna de la incertidumbre, o tal vez de la impotencia, o mejor, de una
mezcla de las dos. La libertad sería el espacio en el que convenimos
en remansarnos en vista de que no somos más fuertes que los demás
ni tampoco estamos persuadidos de ser mejores.
No hay duda de que, desde un punto de vista histórico, fue éste
el itinerario principal por el que Occidente descubrió la libertad. En
tiempos de Locke o Bayle, por ejemplo, «libertad de palabra» equi-

106
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

valía, aún, a «libertad de culto». Conquistaron la libertad aquellas


naciones en las que, al no conseguir la hegemonía una confesión de-
terminada, se decidió permitir que cada cual adorase a Dios a su ma-
nera, siempre y cuando el modo de hacerlo no entrase en fricción con
el derecho civil o público. Las sombras de duda que la filosofía de las
luces había empezado a arrojar sobre los credos atávicos, facilitó no
poco el nuevo ambiente de tolerancia22. Ahora bien, es claro que esto
no responde, en términos filosóficos, a la pregunta en que estamos
ocupados. Y tampoco hace justicia a lo que piensan de verdad mu-
chos libertarios, en especial, muchos libertarios contemporáneos. Lo
que éstos piensan realmente ha sido enunciado, con eficacia admira-
ble, por James Buchanan, quien probablemente rechazaría la etiqueta
de libertario pero que, para nuestros propósitos, es lo mismo que si
lo fuera. En un artículo de 1991 («The Foundations for Normative
Individualism»), afirma Buchanan:

[Con arreglo a mi perspectiva] el individuo elige lo que elige, y no es


necesario que exista un «conocimiento» anterior o posterior que deba
ser clasificado como «correcto» o «incorrecto» respecto de un criterio
dado de bienestar. En el instante de la elección, el individuo seleccio-
na la alternativa que prefiere: esta proposición tautológica evita toda
referencia a una situación de privilegio epistémico.

Resumiendo: las proposiciones «X quiere A», y «A es bueno


para X», son tratadas como analíticamente equivalentes23. Ahora sí
que hemos salido de la filosofía política. Si «A es bueno para X» se lee
como si significara lo mismo que «X quiere A», lo que ocurre es que es
la voluntad de X lo que determina qué es bueno para X. El problema
clásico del libre arbitrio se disuelve en el aire. Los motivos no entran
en conflicto con el ejercicio libre de la voluntad porque son reabsor-
bidos por ésta. «Bueno» vale por «voluntario», y viceversa. Estimo
interesante observar —véanse notas 12 y 18— que cierta teología
reserva a Dios la facultad de definir el bien mediante los decretos
libérrimos de su Voluntad. El libertario diviniza al hombre, al tiempo
que lo relativiza, formulando «esto es bueno» como «esto es bueno
para X (aunque no necesariamente para Y)».
La radicalización voluntarista del libertarismo suscita una difi-
cultad no menor. Afirmé, al principio del capítulo, que el liberta-
rismo no puede ser sólo una teoría sobre la libertad. Tiene que ser,
también, una teoría sobre la justicia: el bien que es la libertad, debe
atenerse a los límites que establecen los derechos. Esta reserva, que
no es sólo una reserva sino, a la vez, un reconocimiento de que los
derechos tutelan bienes que no tienen por qué definirse a partir de la

107
EL HOMBRE ENDIOSADO

libertad, pierde toda eficacia tan pronto se identifica lo bueno con lo


que es determinado como deseable por la parte apetitiva del agente.
Si resulta que una cosa es buena porque el agente ha fijado en ella su
apetito, podría ocurrir que lo bueno sólo fuera asequible violando
un derecho. No se nos propone ningún procedimiento, ningún crite-
rio superior, ningún arreglo, al que remitirse para evitar que el bien
que brota de los decretos o conatos de la voluntad incontrastable,
no atropelle los bienes que han hallado cobijo en los derechos. Esto
es una novedad, y una novedad infeliz. Esto es inviable, y obliga a
volver de nuevo a los derechos, bien en nombre del Derecho Natural
—en la línea de Locke, de los revolucionarios franceses o los consti-
tucionalistas americanos—, bien esgrimiéndolos como un mal menor
que los agentes aceptan con objeto de evitar el caos —la idea ocupa
un primer plano en Hobbes, pero resulta perfectamente detectable en
liberales del corte de Buchanan24—. Es también posible, es más, es
lo más frecuente, que se cultiven las dos perspectivas a la vez. No se
trata de una solución formalmente consistente. Pero es una solución,
si por tal entendemos la virtud, más ejecutiva que matemática, de
mantenerse en equilibrio sobre un terreno desigual. Desde luego, no
todos los ingredientes del cóctel ligan con la misma facilidad. En el
esquema de Jefferson o Locke, la filosofía política liberal podía for-
mularse aún como una consecuencia, y a la vez como el coronamien-
to, de los derechos individuales. Lo propio de las constituciones,
sería sistematizar la defensa de los derechos contra la intromisión
del Gobierno, al cual se confían sólo las tareas destinadas a evitar
la anarquía interna o la amenaza de una invasión extranjera. Pero la
embestida voluntarista, y la consiguiente ruina de los derechos en su
acepción clásica, enturbia harto el panorama. Rebajado el estatuto de
los derechos, será grande la tentación de darle la vuelta al mecanismo
e interpretar aquéllos a partir de la filosofía política. Los derechos
aparecerán como las correcciones, si mínimas mejor, que conviene
introducir en el estado de naturaleza para que la cosa no acabe como
el rosario de la aurora.
El peso extraordinario que en ciertos autores adquiere la vo-
luntad como definidora del bien, autoriza a preguntarse si, en rigor,
existe una filosofía moral libertaria. La respuesta es que sí, aunque
bajo figuras tenues, altamente enrarecidas. En la medida en que el li-
bertarismo aspira a ser compatible con muchas morales distintas, está
obligado a colocarse de canto, o de perfil, frente a teorías demasiado
ricas o exigentes en su concepción de lo bueno. Pero los libertarios
argumentan, a la vez, que su doctrina no es sólo posible, sino reco-
mendable. Estos argumentos revisten un carácter moral, a falta de

108
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

mejor nombre. Sea como fuere, las filosofías morales libertarias, o


como prefiramos llamarlas, no cumplen, no pueden cumplir, el mis-
mo cometido que las filosofías morales corrientes. Las filosofías mo-
rales sirven, ante todo, para fundar reglas de vida, y el libertarismo
no puede, por definición, fundar reglas de vida. Su principio «vive
como quieras y deja vivir», es un metaprincipio, no un sistema de
normas o reflexiones acerca de los fines que han de guiarnos, o de los
medios por los que debemos realizar dichos fines, o de la manera de
organizarnos por dentro para ser felices o virtuosos. Como filosofía
política, el libertarismo es también limitado. No explica cómo se han
formado y funcionan las sociedades, e incurre en utopismos proyec-
tivos o retrospectivos. Esto es, o nos dispara hacia delante, pintando
los principios según los cuales debería regirse una sociedad verda-
deramente libre, o nos retrotrae a un estado de naturaleza en que la
abundancia de recursos y la escasez de hombres permiten que el Es-
tado (esa pejiguera) sea prescindible. Los pensadores de inclinación
libertaria dan lo mejor de sí en aquellos trances en que el poder se ha
salido de madre y amenaza con ahogar al individuo. Tal ocurre con
Locke (en la medida, muy debatible, en que pueda ser interpretado
en clave libertaria): afirmar las garantías individuales resulta saluda-
ble cuando el tipo de enfrente es un monarca con pujos de absoluto.
Y tal ocurre hoy con Nozick y Buchanan: afirmar la independencia
del individuo no está de más en aquellos casos en que el Estado ha
dado en ocuparse de muchas más cosas de las deseables.
En su modalidad voluntarista, la psicología libertaria colapsa en
una suerte de paradoja. La paradoja nace de una confusión de esca-
las: mientras el gran hallazgo del libertarismo sea usufructuado en
exclusiva por el observador imparcial que invocaron los economistas
políticos de la época de Adam Smith, el asunto irá por sus pasos con-
tados. El observador imparcial ha descubierto que «A es bueno para
X» significa lo mismo que «X quiere A», y aquí paz y después gloria.
El problema, sin embargo, es que los agentes, es decir, los hombres
que desean, no pueden hacer suyo el hallazgo del observador impar-
cial. No pueden aplicarlo a su propio caso sin que se desajuste por
dentro el mecanismo del deseo. ¿El motivo? El motivo es que las
razones que nos damos para desear, identifican y confieren forma al
objeto deseado. La percepción de que éste es deseable depende, en
gran parte, de las razones que tenemos para pensar que merece la
pena desearlo. El deseo en sí, el deseo a pelo, es, en cambio, inelo-
cuente. Nadie cree que algo sea bueno porque lo desea. La gente
cree que una cosa es buena porque es buena y, en ocasiones, la desea
porque cree que es buena. Pero no se pone a desearla en vista de que

109
EL HOMBRE ENDIOSADO

la desea. El empeño sería vacuo, estúpido. Se trataría de una opera-


ción inútil, por carente de contenido.
El caso puede plantearse también en términos morales. El hom-
bre moral se representa el bien y el deseo como momentos distintos
y a la vez interconectados. Para él, educarse moralmente equivale a
orientar el deseo hacia lo que es bueno. Se ha moralizado del todo,
una vez que ha convertido el deseo en un automatismo: el deseo sólo
se excita y despabila en presencia de lo bueno. El proceso no sería
inteligible si el bien no se definiera independientemente del deseo.
No puede uno ponerse a desear lo que desea. No puede uno echarse
a correr detrás de su centro de gravedad. Y ya está, se acabó el liber-
tarismo, y lo poco que éste tiene que decirnos sobre el matrimonio
homosexual.

EPÍLOGO

Vivimos en una sociedad poscristiana. En Europa y otros enclaves del


alto Occidente, que no en Asia o África, donde el hombre persevera
en multiplicarse y la fe se expande y dibuja figuras que no enten-
demos, el cristianismo se ha corrompido y vuelto sobre sí, o quizá
contra sí. Sobre los despojos del legado antiguo han crecido ideas
y conductas que se considera edificante atribuir a un presunto pro-
ceso de secularización. Esta secularización es precaria, y reviste con
frecuencia formas patológicas: tal vengo a decir en los dos ensayos,
primero de una manera y luego de otra. Añado una conjetura que no
sé si se sigue del libro o lo precede, y que todavía no me siento capaz
de articular con precisión: durará más el cristianismo que la seculari-
zación del cristianismo. No soy militante. Aventuro mi sospecha sin
pesar, y también sin alegría.

110
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

NOTAS

1. Puntualizo: la libertaria en sentido amplio. En las líneas que vienen


a continuación, eludo toda polémica sobre el libertarismo auténtico, o sobre
cuál es el filósofo que ha expuesto el libertarismo con más tino u hondura.
Mi intención es recoger una interpretación de la libertad claramente recono-
cible, y, también, claramente distinta de las correspondientes a otras formas
de liberalismo. Más allá de esto no voy, ni pretendo ir.
2. El derecho a la libertad aparece en La declaración de derechos de
Virginia (1776), La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano
de 1789, la Declaración de Independencia de Jefferson, y otros muchos do-
cumentos de postín. Intentaré por tanto explicar en qué sentido integra un
derecho por analogía, pero no un derecho cabal.
Desde el punto de vista del libertarismo ortodoxo, seré libre de ejecutar
la acción x, mientras x no viole un derecho. Estos derechos que x no debe
violar componen (véase nota 3) una lista ideal: en ella figuran el derecho de
propiedad (y sus ulteriores especificaciones), el derecho al honor, el derecho
a la integridad de nuestros cuerpos, y así sucesivamente. Si el de la liber-
tad fuera un «derecho» —un derecho en el sentido en que los anteriores lo
son—, habría de estar comprendido en la lista. Nos encontraríamos entonces
con que no serían lícitas las acciones que lo violasen. Precisando aún más:
Fulano no debería incurrir en acciones que restringieran la libertad de Men-
gano, y viceversa. Pero tropezamos con una dificultad. Ésta consiste en que
el derecho a la libertad, a la libertad tout court, es ilimitado por naturaleza.
Mientras no se añada nada más, ser libre es hacer lo que uno quiera. De
resultas, se suscitará un conflicto inevitable entre el derecho a ser libre de
Fulano y el de Mengano. En el ejercicio de su derecho a la libertad, Fulano
terminará entrando en el campo de acción de Mengano, y al contrario, y se
armará un belén de cuidado. La máxima socorridísima de que «mi libertad
empieza donde acaba la de mi semejante», no resuelve el intríngulis. Aplicada
sólo por Fulano, conduciría a que éste fuera esclavizado por Mengano, pues-
to que la libertad de Mengano, como se ha dicho, es ilimitada, esto es, no se
acaba nunca. Si fuera sólo Mengano el que la adoptara, iríamos a la situación
contraria, no más deseable que la precedente. Está menos claro qué es lo que
ocurriría si Fulano y Mengano se dejaran gobernar por la máxima simultá-
neamente. Existe un número indefinido de equilibrios compatibles con que
Fulano ejerza la libertad hasta donde deje de ejercerla Mengano, y viceversa.
¿Cuál de estos equilibrios sería el «justo»? ¿Con qué argumentos se fijaría el
limes o frontera entre las recíprocas zonas de libertad? Buchanan ha querido
imaginar (véase nota 24) que cada una de las partes empujaría la línea hasta
donde se lo permitieran sus fuerzas. Ése sería el punto de equilibrio, que
ambas darán por bueno firmando un pacto de no agresión. Pero esto nos saca,
obviamente, de la esfera de la justicia. La alternativa es que se determine el
equilibrio invocando otros derechos, derechos que no pueden ser el de la
libertad, inhábil por sí mismo, como acaba de comprobarse, para fijar fron-
teras estables. ¿Cuáles serían esos derechos? Pues el derecho al honor, al de
propiedad, e così via. Ahora sí que empezamos... a entrar en materia.

111
EL HOMBRE ENDIOSADO

Lo que hace el libertario, es operar en dos fases, o mejor, en tres. En


la primera, se localizan los derechos A, B y C. En muchos casos, estos de-
rechos comportan libertades expresas. Tal ocurre, por ejemplo, con los de
propiedad. Otros derechos no invocan tanto las libertades del titular, como
los límites que se ponen a la libertad de terceros. Es el caso del derecho al
honor. Sea como fuere, se localizan derechos. A continuación se determina,
para cada derecho, el conjunto de acciones que no lo violan. Hay que tener
en cuenta que es posible que una acción x no viole el derecho al honor pero
sí el de propiedad, o que no viole el derecho de propiedad aunque sí el del
honor, y así sucesivamente. De modo que —tercer paso— configuramos el
topos de acciones lícitas buscando lo común a todos estos conjuntos, o como
se dice en matemáticas, su intersección. Una acción que no viole ningún de-
recho, será una acción que nos es lícito ejecutar.
Se sigue de lo anterior que el «derecho» a la libertad se levanta en un es-
pacio que es residual. Ese espacio se ha determinado, indirectamente, a par-
tir de los derechos A, B y C, ninguno de los cuales ha sido formulado como un
genérico derecho a la libertad. El último, en consecuencia, no desempeña una
función auténtica en la fijación de las acciones compatibles con el Derecho
—o los derechos—. En la práctica, vadeamos la dificultad proyectando en
la especie «derecho» significados que varían según el contexto. Por ejemplo:
es perfectamente correcto afirmar que «tenemos derecho a hacer lo que no
viole un derecho». Lo que se quiere decir con esto, es que sería injusto prohi-
birme hacer una cosa que no entra en conflicto con A, B y C. Pero «derecho»,
en su primera aparición, no significa lo mismo que en la segunda. En la se-
gunda, la palabra «derecho» se refiere a derechos concretos. En la primera,
designa una mera franquía. Sentadas estas cautelas, estaremos autorizados a
usar «derecho» como nos plazca, siempre y cuando la laxitud en el empleo
del concepto no dé lugar a equívocos.
3. ¿Cuál es el fundamento de los derechos? ¿De dónde vienen? ¿Cuán-
tos hay? Los libertarios no han inventado estas preguntas, ni tampoco han
inventado las respuestas. Tanto las preguntas como las respuestas figuran,
dibujando perfiles cambiantes, en los viejos libros, a veces en los viejísimos
libros, de Derecho Natural. Según éste, un derecho sigue siendo un derecho
aun cuando no se halle recogido en los códigos ni avalado por la autoridad
de un magistrado. Imaginemos que se ha admitido la fantasía del Contrato
Original. Será entonces posible decir que los hombres gozaban de derechos
con anterioridad al momento fabuloso en que egresaron del bosque o del
desierto y suscribieron el acuerdo en que se funda una sociedad política-
mente organizada. Ello rige, o puede regir incluso, para los derechos civiles,
definidos por Paine en The Rights of Man como los que el hombre ostenta
«en cuanto miembro de la sociedad». El ejemplo que pone Paine es el dere-
cho a un juicio justo. Obviamente, el derecho a un juicio justo presupone un
contexto social. Carecería de sentido hablar de un juicio justo sin hablar al
tiempo de un juez imparcial que aplica la ley conforme a un procedimien-
to previsible y aceptado por todos. De aquí se desprende una dificultad no
baladí. Suena un poco raro, a qué negarlo, que el hombre presocial goce de
derechos que sólo se pueden articular en el interior de la sociedad. El argu-

112
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

mento de Paine es que los derechos civiles son consagrados por la última ex
post. La posibilidad del hombre social está incrustada en el presocial. Por lo
mismo, los derechos civiles se encuentran latentes en todo hombre desde el
propio instante en que viene al mundo, siquiera sea en las trazas del Andre-
nio silvano que nos pinta Gracián al comienzo del Criticón.
Paine enuncia su tesis acogiéndose a una fórmula familiar: la sociedad
reconoce los derechos, no los otorga. La noción de que los derechos son
anteriores a las cláusulas contractuales en que hallan reconocimiento o ex-
presión, trae consigo dos consecuencias importantes. Una de ellas es la pro-
pensión, ostensible en casi todas las declaraciones de derechos, a concebir
éstos como ítems objetivos que los miembros de una Convención o Asamblea
Constituyente enumeran en su carta fundacional. Se diría que los conven-
cionales se hubiesen dedicado a hacer un inventario de derechos, un poco a
la manera en que un herbolario hace un inventario de las hierbas y flores del
campo. En segundo lugar se produce, o se dibuja, un movimiento de sesgo
acusadamente antivoluntarista. Se conciben los derechos como fenómenos
naturales, no como creaciones surgidas del arbitrio humano. Ambas tenden-
cias quedan admirablemente reflejadas en una nota al pie que Paine inserta
en The Rights of Man: «El primer acto del hombre, cuando miró en derredor
suyo [...] y vio un mundo pertrechado para su llegada [cursivas mías] tiene
que haber sido de devoción [...]».
Paine está aludiendo, implícitamente, a Dios, que es el que ha pertre-
chado el mundo de derechos —y otros adminículos—. La filosofía política,
en época de Paine, era, todavía, residualmente teológica. La secularización
de las ideas se produce lentamente y con enormes dificultades, y, en rigor, no
llega a consumarse nunca. Entre los antiguos, Dios había constituido una
fuente de autoridad, y al tiempo de sentido. El mundo de los estoicos se
rige por leyes que no ha inventado el hombre, y que los dioses presiden o
conmemoran —«intiman» sería decir demasiado: los dioses de los estoicos
son mucho menos perentorios y personales que el Dios de los cristianos o
el que se reveló a los hebreos en el Monte Sinaí—. Poco a poco, el plural
«dioses» empieza a ceder, progresivamente, frente al singular «Dios», o a
comprimirse —según se observa en Epicteto— en una sinécdoque: «Zeus».
La tendencia arranca de muy atrás, como mínimo, de las sistematizaciones
introducidas por los cosmólogos jonios. En un mundo organizado que se
despliega ante miradas inteligentes, la polifonía de los dioses múltiples intro-
duce turbulencias desconcertantes y a la postre incompatibles con el decoro
propio de una religión esclarecida. La tensión transparece, clarísima, en los
trágicos. Sófocles, conservador y devoto, es propenso a aceptar la tradición
en su formato convencional. En Las traquinias, declara Deyanira, la esposa
despechada de Heracles: «El que se enfrenta con Eros de cerca, como un
púgil, no razona con cordura. Todos son juguetes en sus manos, incluso los
dioses...». No hemos salido aún de la religión vieja, la que tolera que Zeus
se transforme en cisne o asuma la apariencia del marido legítimo con el fin
de llevarse la bella al huerto. La muerte de Heracles —que es el sujeto de la
tragedia sofoclea— es tratada de manera completamente distinta por Eurípi-
des, un intelectual y un librepensador. El héroe forzudo, en la tragedia que

113
EL HOMBRE ENDIOSADO

lleva su nombre, declama, en el curso de una conversación edificante con


Teseo: «Un dios, si de verdad es un dios, no sufre los apremios del deseo.
Son éstas lamentables invenciones de los poetas». La observación anticipa el
ataque contra los mitos heredados que Platón desarrollaría en La república.
A fin de cuentas un dios, en tanto que dios, no debe parecerse a un hombre
más de lo justo. Dios ha de ser abstraído de las peculiaridades humanas, y
refundado por una teología abstracta. El caso nos viene documentado, con
elocuencia impresionante, en el Eutifrón platónico. En época de Cicerón, el
mundo abigarrado que Ovidio glosará luego en clave estetizante y dandi, se
ha convertido en un legado embarazoso, del que no es sencillo desprender-
se porque el orden civil y el religioso están entrañados, y quizá no puedan
dividirse sin grave daño a la salud de la República. La incomodidad que este
maridaje provoca en los romanos cultos, se deja sentir en el propio Cicerón,
miembro del colegio de augures y, a la vez, hombre viajado por Atenas y muy
al tanto de las novedades —e irreverencias— del pensamiento griego. El
conflicto se resuelve en una defensa de la tradición esencialmente cínica, esto
es, inspirada de modo explícito en la Razón de Estado. En De divinatione,
observa el Arpinate: «Estimo que la ciencia de los arúspices ha de respetarse
en beneficio del Estado y de la religión propia de la comunidad». Y añade:
«Pero estamos a solas... No es lícito investigar la verdad sin que nos miren
mal, y más aún que lo haga yo, que dudo sobre la mayoría de las cosas». La
pugna sólo podía superarse, en fin, por vía teológica, entendiendo por tal
una recuperación de lo divino en términos compatibles con la filosofía.
El soporte teológico del Derecho Natural se debilita en la era moderna.
Grocio sugiere, polémicamente, que el Derecho conservaría su vigencia aun
en la hipótesis increíble de que Dios no existiera. Y Puffendorf establece una
distinción, fértil en consecuencias, entre Derecho Natural y Teología Moral.
El asunto de la segunda es la conducta recta, en una acepción que interesa
al negocio de la salvación y que no ignora los sentimientos y secretas inten-
ciones del agente. El primero persigue el mantenimiento del orden social y
se orienta a regular nuestros actos externos. ¿Qué ocupa el hueco dejado
por Dios? La Razón (con mayúscula). La Razón permite al hombre desci-
frar los principios de que ha menester para conllevarse con sus semejantes
en un entorno civil. Sería un error, no obstante, confundir al ilustrado del
siglo XVII, o del subsiguiente, con el ateo de casino de pueblo de principios
del XX. Asistimos, todavía más que a la substitución de Dios por la Razón,
a una simbiosis de ambos, no exenta de conflictos aunque tampoco de mu-
tuas contraprestaciones. Casi un siglo después de que Grocio publicara sus
Derechos de la guerra y de la paz, Barbeyrac, autor de la edición francesa,
afea al holandés, en una larguísima nota a pie de página, el pasaje en que éste
declara a Dios prescindible. Entre medias, Puffendorf había afirmado que
es la voluntad de Dios la que convierte a las leyes naturales en vinculantes.
Leibniz contesta, en un panfleto anónimo, que esto es inaceptable, y propone
que se inviertan los factores: el Señor quiere las leyes porque son buenas, y
nosotros las queremos por la misma causa. En caso contrario, las leyes serían
buenas porque Dios lo quiere, y entonces sólo podrían ser... arbitrariamen-
te buenas (véase, sobre todo, nota 16).

114
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

Varias son las analogías, metáforas, o furtivos hipálages, de que se sirven


los autores para acomodar a Dios en una visión racionalista del universo.
La más trillada (y proveniente por vía directa del escolasticismo) interpre-
ta la Razón como un instrumento que nos abre a los designios del Creador y
a la intención y los fines de su plan benemérito. También se compara a Dios
con un legislador prudente, y el mundo de los hombres, con la ciudad que
ese legislador preside. El libertarismo moderno hace caso omiso de Dios
—aunque con menos éxito de lo que él supone—, y nos enfrenta a un proble-
ma quizá irresoluble: el de la obligación moral. Sin príncipe, esto es, sin Gran
Arquitecto, deja de ser evidente por qué hemos de sentirnos atados por unas
normas que carecen de valedor. Esto tiende a olvidársenos, al extremo de
que ya no somos capaces de leer a los autores del pasado con frescura, es de-
cir, poniéndonos espontáneamente en su lugar. Resulta reveladora, con rela-
ción a lo último, la crítica, amable crítica, que Buchanan realiza de Jefferson
en The Limits of Liberty. En la Declaración de Independencia, había escrito
célebremente Jefferson: «Entendemos que estas verdades son evidentes: que
todos los hombres han sido creados iguales; que Dios les ha otorgado ciertos
derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la persecu-
ción de la felicidad». La frase que disgusta a Buchanan es la que reza: «los
hombres han sido creados iguales». Los hombres no son iguales, señala Bu-
chanan. Han de ser tratados como iguales por la ley, que es otra cosa, y pro-
bablemente la cosa que quiso decir Jefferson. Por lo demás, todo en orden.
Pero no, Jefferson quiso decir mucho más de lo que supone Buchanan.
Los derechos inalienables de Jefferson son estrictamente universales... por
cuanto su fuente es una Inteligencia situada más allá del tiempo y del espacio.
Buchanan no puede, no quiere, remontarse a esas alturas. Y el precio que ha
de pagar es una despotenciación de los derechos, en su acepción más nor-
mativa y también más metafísica. Hoy en día, no son infrecuentes quienes
estiman que Kant descubrió una solución inédita al dilema. En mi opinión, la
vía kantiana se sitúa a mitad de camino entre el voluntarismo puffendorfiano
y el objetivismo de Leibniz, y resulta tanto menos convincente cuanto más se
avanza en la tarea empeñosísima de transcribir las especulaciones del filósofo
a un lenguaje llano. Sea como fuere, se hablará muy poco de Kant en este
capítulo o en el resto del libro. Resumiendo: el libertario contemporáneo he-
reda de la tradición iusnaturalista la noción de derecho, y después se las apaña
como puede. La degradación metafísica de los derechos provoca, de paso,
una resurrección del voluntarismo, es decir, una corriente opuesta al modelo
representado por la filosofía de Paine y sus coetáneos. De esto trataré por lo
largo más adelante.
4. La generación de libertad, por cierto, corre a cargo de algunos de-
rechos, en absoluto de todos. Reparemos... en el derecho al honor. Cierta-
mente, se es más libre a ciertos efectos —solicitar un crédito; ser recibido
en casa de la novia— si el propio honor está intacto. Pero es evidente que
el individuo cuyo honor se ha visto injustamente menoscabado, no ha expe-
rimentado sólo una amputación de su libertad. El daño procede, más bien,
de una disminución de su imagen social, una disminución que es refleja por
cuanto rebota hasta el sujeto y lo desequilibra, por así decirlo, a la baja. En

115
EL HOMBRE ENDIOSADO

sus Lectures on Jurisprudence (1762-1763), Adam Smith concede al derecho


al honor un lugar eminente. A éste añade el de propiedad (estate), y los desti-
nados a proteger a la persona en su expresión más elemental. ¿Cómo se pue-
de perjudicar a la persona que todavía no se ha proyectado sobre la sociedad
o sobre los objetos que la convierten en propietaria? De dos maneras: bien
hiriendo su cuerpo, bien restringiendo su libertad. Lo que se desprende de la
disyunción es claro: Smith entiende que las lesiones físicas son reprobables,
no porque hagan al sujeto menos libre, sino porque lo vulneran en un sen-
tido distinto, irreducible, y primigenio (más adelante, afirmará: «La mayor
parte de los que llamamos derechos naturales, no necesitan ser explicados»).
Asistimos a una inteligencia de las cosas muy parecida a la que dos siglos
más tarde, acogiéndose a otros modos y otras formas de hablar, desarrollará
Isaiah Berlin con su teoría sobre el pluralismo de los valores. La libertad
representaría sólo un valor entre otros.
5. La libertad interviene en la definición de cualquier derecho. ¿Por
qué? Porque la posesión de un derecho por Fulano excluye, a fortiori, que
Mengano sea libre de violarlo. En algunos casos, el derecho apela a la liber-
tad positivamente, además de hacerlo negativamente. Tal sucede con el de
propiedad, susceptible de ser enunciado, de menos a más, como una progre-
sión de libertades en la explotación de un recurso. A la vez, los derechos no
se pueden definir meramente a partir de la libertad. Introducen en el entra-
mado de las relaciones humanas un momento nuevo, para cuya enuncia-
ción necesitamos artificios lingüísticos peculiares. Verbigracia, los llamados
«verbos deónticos». Porque soy propietario de un predio, Mengano no debe
irrumpir en él sin mi permiso, ni venderlo a un tercero. El deóntico no refleja
un matiz. Anuncia una categoría conceptual distinta.
6. Apostilla en Leviathan, después de haber hecho una breve relación
de franquías concretas: «En cuanto a las otras libertades, dependen del silen-
cio de la ley. En aquellos casos en que el soberano no ha prescrito ninguna
regla, el súbdito tiene, a discreción, la libertad de actuar o de abstenerse de
actuar» (cap. XXI). Aquí, la libertad aparece formulada en negativo: seremos
libres, mientras no tropecemos con un entredicho legal. La libertad también
se puede ejercer al abrigo de un derecho. En el pensamiento de Hobbes, las
libertades protegidas por derechos difieren de las que no lo están en un as-
pecto crucial: son más seguras. Pero no son distintas, consideradas de por sí.
Más tarde, en su Segundo tratado sobre el Gobierno (cap. 4, art. 22), Locke
formulará la libertad por agregación. Es libre el que se vale de la ley para
ordenar sus actos; ahora bien, también es libre el que hace lo que quiere allí
donde el legislador ha preferido enmudecer. Escribe Locke textualmente:
«La libertad de los hombres bajo un Gobierno consiste en ajustarse a una
regla permanente y común establecida por el Legislativo; o en la libertad de
seguir los dictados de la voluntad, cuando la regla no prescribe nada [cur-
sivas mías]». Locke usa dos expresiones distintas (primero Freedom, luego
Liberty) para referirse a lo que yo he traducido como «libertad». No está
cambiando, no obstante, de asunto. La libertad que se ejerce invocando un
derecho, y la que se desarrolla en un vacío legal, son de idéntica naturaleza,
como son idénticas el agua contenida en un vaso, o la que llueve del cielo.

116
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

7. Existen categorías reducibles y categorías irreducibles. «Varón com-


prendido entre los veintiuno y los treinta y un años» es una categoría redu-
cible. ¿Por qué? Supongamos que un país en guerra moviliza a los ciudada-
nos que tienen más de veinte años y menos de treinta y dos. Ser movilizado
porque se forma parte de la categoría «varón comprendido entre los veintiu-
no y los treinta y un años», equivale estrictamente a ser movilizado porque
se es varón y se han cumplido los veintiún años pero no todavía los treinta y
dos. El que sepa la edad y sexo del movilizado, lo sabe todo sobre la catego-
ría a la que se le ha adscrito. La categoría no añade nada a las características
individuales que justifican que se incluya en ella a una persona determinada.
La categoría «masón», por el contrario, es irreducible. Para ser masón
se precisa, cierto, ser admitido en la masonería, y únicamente los individuos
—por contraposición a las corporaciones, los países o las clases sociales— son
susceptibles de cumplir el trámite de admisión en una sociedad masónica.
Pero el problema es otro. El problema es que la propiedad masón sólo se
adquiere siendo miembro de la masonería. No existen cualidades personales
—hábitos conspirativos, inclinaciones deístas, etc.— que permitan anticipar
que uno es masón. He expuesto el caso en términos lógicos, aunque quizá
fuera mejor apelar a la sicología. Lo que retrata socialmente al masón, no es
su mentalidad o su fibra moral, sino el hecho de que pertenece a una secta que
ha logrado ocupar un espacio específico en la imaginación colectiva. El masón
suelto, el individuo masónico, adquiere las características pertinentes a través
de su vinculación sectaria. La gente, al pensar en esas características, piensa
en la secta, no en sus miembros. Cuando hablaba de «categoría» en el texto
principal, me estaba refiriendo a las categorías irreducibles.
8. Según David T. Konig, una proporción altísima de los tenedores de
tierra virginianos habían prestado sus servicios en un jurado, antes de que
se redactara la Constitución, en decenas, incluso cientos, de ocasiones. Esto,
ahora, resulta inimaginable («County Justice: The Rural Roots of Constitu-
tionalism in Colonial Virginia», 1989).
9. El concepto de una naturaleza humana de carácter universal encuen-
tra un acomodo más sencillo en el esquema libertario, que en una filosofía
inspirada en los derechos esenciales. La causa se debe a una circunstancia
nota a los lógicos. Cuanto más pobre es un concepto, esto es, cuanto más
despojado de contenido, más fácil será que lo satisfaga un objeto tomado al
azar. Por ejemplo: el concepto «círculo» se aplica a más cosas que el concep-
to «círculo rojo». ¿Por qué? Porque hay que reunir más cualidades para ser
circular y rojo que para ser, meramente, circular. Precisamente porque la
antropología moral de los libertarios es pobre, es decir, precisamente por-
que el libertario apenas pone condiciones para que un hombre sea hombre,
resultará posible reconocer la cosa-hombre en los entornos más diversos. Las
costumbres, los modos de organización colectiva, las leyes, cambiantes según
el tiempo y el lugar, no alterarán lo que el hombre —repárese en el artículo
determinado— siempre ha sido —el énfasis, ahora, recae sobre el adverbio.
Las antropologías morales ricas entran en conflicto con esta composición
de lugar. Ahora son muchos los requisitos que se exigen para que un hombre
sea un hombre, o enunciado a la inversa, el hombre se reducirá a ser un pro-

117
EL HOMBRE ENDIOSADO

tohombre mientras no complete su almendra humana con los atributos de


la civilización. Los peligros de semejante aproximación son evidentes, y han
sido denunciados, y bien denunciados, por los críticos del colonialismo. Pero
existen otras combinaciones. Especialmente fructuosa es la vía explorada por
los campeones del Derecho Natural. Consiste en representarse al hombre en-
zarzado en relaciones societarias complejas, con sus derechos y obligaciones.
Pensemos en Puffendorf. Puffendorf arranca del matrimonio, que es el co-
razón de la familia; introduce en la ecuación a los hijos; añade los esclavos;
nos habla de los patriarcas y, después de deambular por las organizaciones
intermedias —tribus, federaciones de tribus—, asciende hasta la punta de
la pirámide, que es el Estado. Las crónicas venidas del Nuevo Mundo, o las
noticias que dispensaban los clásicos y la Biblia, sirvieron a los tratadistas de
Derecho Natural para establecer contrastes sabrosos entre los modelos canó-
nicos, y un espacio humano foráneo, remoto, y por lo común teratológico.
Pero no se corrigió la idea de que existe un modo «natural» de ser hombre,
sancionado por la voluntad divina. Dios sirve, igualmente, para explicar la
evolución de la especie desde los modelos más elementales de convivencia, a
los más complejos. La Providencia maneja las luces largas, y no culmina sus
fines de un solo envión, sino paso a paso. Cabría decir que el universalismo
libertario, cuyo origen histórico está en el Derecho Natural, surge del último
por un proceso de destilación. Los derechos y deberes que pueblan los viejos
tratados se simplifican y dan lugar a los derechos individuales que ahora
solemos tener presentes cuando hablamos de «derechos».
Otra de las alternativas consiste en situar al hombre en un contexto
social y cultural concreto, y decretar a la vez un empate moral entre todos
los contextos. Lo último suprime la posición de ventaja que a sí mismos se
concedieron los poderes coloniales, pero no evita una ambigüedad, o quizá,
una paradoja. En la medida, en efecto, en que cada contexto genera una
expresión de lo humano que es única, e incomparable con las demás, nos
quedamos sin una noción de lo que es la naturaleza humana. La idea «natura-
leza humana» sería equívoca, ya que no habría una sino muchas naturalezas
humanas. Los antropólogos no experimentan empacho alguno en aceptar, o
incluso exagerar, esta conclusión. El valedor habitual de los derechos esen-
ciales prefiere instalarse, sin embargo, en una especie de limbo intelectual.
Admite que las expresiones de lo humano son múltiples. Pero no renuncia a
invocar la universalidad de los derechos.
10. Por supuesto, Descartes reconoce que el sujeto se puede equivocar.
Esto no significa, sin embargo, que el sujeto se encuentre en situación de
oponerse deliberadamente a los datos que le suministra la razón. Descartes
explica el error de forma original, y, todo hay que decirlo, poco convincente.
La razón no niega ni asiente, sino que se restringe a proporcionar el equiva-
lente de lo que más tarde se ha denominado «un contenido proposicional».
La oración «Iré mañana al cine» expresa un pensamiento o contenido que es
anterior al uso asertivo de la oración. La aparición de contenidos proposi-
cionales que todavía no dan lugar a asertos se produce, por ejemplo, en los
enunciados condicionales. Al decir «Si mañana voy al cine, anularé mi cita
con el dentista», no estoy afirmando que iré al cine. Estoy manejando una

118
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

hipótesis, de cuya premisa se siguen tales y cuales cosas. Pero no afirmo, en


rigor, la premisa.
La aserción, en Descartes, es un acto de la voluntad, de donde se des-
prende que el error también es imputable a ella. El sujeto se equivoca cuando
asiente de forma impulsiva a un contenido proposicional. Literalmente, la
voluntad se desparrama o extralimita y asume el contenido proposicional
demasiado deprisa, máxime cuando éste es confuso u ofrece un contorno
borroso. La explicación cartesiana evoca el análisis que hacen los estoicos
de las pasiones. Según Crisipo, el hombre apasionado es como un corredor
que, arrastrado por la inercia, deja a sus espaldas el objetivo al que se dirigía.
11. El vicario saboyano de Rousseau enuncia elocuentemente este prin-
cipio en el libro cuarto del Émile: «No soy sin duda libre de no querer mi
propio bien, ni soy libre de querer mi mal. ¿En qué consiste mi libertad en-
tonces? En que puedo querer lo que me resulta conveniente, o entiendo como
tal, sin que me determine a ello ninguna fuerza exterior a mí» [cursivas mías].
12. No menos contundente es Descartes en otro pasaje de las Meditacio-
nes («Réponses aux sixiémes objections»): «Siendo tal la voluntad del hom-
bre, que no puede sino dirigirse naturalmente hacia lo que es bueno, resulta
obvio que abrazará tanto más de su grado, y por tanto, tanto más libremente
[cursivas mías] lo bueno y verdadero, cuanto mayor sea la evidencia con
que los conoce». No ocurre lo mismo con Dios. Éste no se ve determinado
a querer como bueno o verdadero lo que la razón le descubre claramente,
sino más bien al revés: es su voluntad la que determina lo que es bueno o es
verdadero. Incluso la proposición de que los ángulos de un triángulo suman
ciento ochenta grados es verdadera porque Dios lo quiere: «Dios no ha que-
rido que los tres ángulos de un triángulo fuesen igual a dos rectos, porque ha
conocido que tenía que ser así. Al contrario: porque lo ha querido, tiene que
ser así y no de otra manera».
13. Cabría decir también: el prudente tiene que apelar a la voluntad.
Tiene que decirse, tarde o temprano: «Con estas razones me bastan», y abra-
zar una conclusión cuya verdad no está racionalmente garantizada. La vo-
luntad aparecería entonces como un recurso epistémico contra la ignorancia.
La invocación de la voluntad en un contexto de conocimiento deficitario,
suscita cuestiones que no estaban previstas en el sistema cartesiano. En la
filosofía de Descartes, el entendimiento es una facultad pasiva. El sujeto, por
saturado que esté de razones, no se pondrá en marcha si no es impulsado por
la voluntad, que no es pasiva sino puramente activa. La voluntad convierte
en constataciones fehacientes, vivas (véase nota 10), y finalmente en actos,
lo que ha puesto de manifiesto el entendimiento. Esto es lo suyo, y no otra
cosa: la voluntad no especula, no aporta razones, no completa argumentos.
Basta, no obstante, que abandonemos el esquema cartesiano, y el reparto
artificial de papeles que en él se postula, para que la voluntad se cuele por el
agujero de la epistemología. Las filosofías idealistas contemporáneas se han
dedicado a dilatar el agujero con denuedo. La estrategia ha sido la siguiente:
puesto que la verdad no nos viene garantizada por una instancia o autoridad
que se encuentre por encima de los pleitos en que estamos enzarzados los
hombres, tal vez debamos resignarnos a estimar que es verdadero lo que

119
EL HOMBRE ENDIOSADO

decidimos que sea verdadero. «Decidimos», aquí, ha de entenderse de forma


textual: decidir es decantarse mediante un acto de la voluntad. La primera
persona del plural que se esconde tras la desinencia -mos, suele referirse a un
colectivo concreto: son tales y cuales señores —los científicos, los filósofos,
los que dan empleo a los filósofos o los científicos— los que deciden. Deci-
den, además, en un tiempo y lugar determinados: en el entorno de Aristóte-
les decidían unos, y en el de Galileo o el de Newton, otros, y esto se nota en
el tipo de decisiones que en uno y otro caso se adoptaron. Lo último parece
que capitidisminuye a la verdad, que la atrapa en dimensiones que no sólo
son humanas, sino localmente humanas. Los idealistas contemporáneos ade-
lantan su doctrina, claro es, de forma menos directa y también más plausible.
Las decisiones no afectan al contenido de los enunciados individuales sino al
método por el cual se conviene —éstos o aquéllos convienen— en establecer
si un enunciado es verdadero —o falso—. Sobre esto, véase el anexo 1.
14. En su Teodicea —tercera parte, 403— Leibniz afirma que el alma es
un «autómata espiritual». Spinoza usa un concepto parecido. Los autómatas,
por supuesto, no son libres en el sentido usual de la palabra.
15. El pasaje de las Metamorfosis, transcrito íntegramente, dice lo si-
guiente: «Si yo pudiera, sería más sensata. Pero me arrastra contra mi vo-
luntad una fuerza desconocida, y una cosa me aconseja el deseo, y otra la
razón; veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor». Medea da al aire estas
mismas angustias —la voz de la conciencia, entre los clásicos, es tribunicia y
elocuente— en la tragedia homónima de Eurípides, aunque en un contexto
distinto y más cruento —la maga, en esta ocasión, ha decidido matar a sus
dos hijos para vengarse de un Jasón trepa e infiel—. Prevaleció, no obstante,
la acuñación de Ovidio, la cual llegó a convertirse en un topos o lugar común
de la literatura. Petrarca, por ejemplo, incorpora la coda —«Veo lo mejor y
lo apruebo, pero sigo lo peor»— a uno de los poemas del «Canzoniere»: «e
veggio ‘l meglio et al peggior m‘appiglio» (264). El verso de Petrarca ilustra
a la perfección lo que Descartes y los filósofos de su época definieron como
«libre albedrío»: el que disfruta de libre albedrío, tiene la potestad o capaci-
dad absoluta de elegir, haciendo violencia incluso a la razón. La cita se repi-
te, explícita o implícitamente, en todos los autores: Bayle, Leibniz, Locke,
Spinoza, Descartes. Éstos propenden a eludir, sin embargo, la primera parte
del pasaje, la que se refiere al poder incoercible del deseo. El motivo de la
omisión no carece de interés. Situémonos, primero, en el Descartes posterior
a 1645. Éste admite ya... el libre albedrío. Ahora bien, precisamente porque
lo admite, tiene que admitir también que el sujeto hace siempre lo que quie-
re —salvo que se vea obstruido por un obstáculo externo—. La voluntad
integra un tribunal de última instancia, y sus decisiones son por tanto inape-
lables. Suponer que la voluntad no dicta los movimientos finales del alma,
envolvería una contradicción: equivaldría a afirmar que un acto voluntario,
es o puede ser involuntario. La doctrina anterior de Descartes, la que subor-
dina la voluntad al entendimiento, complica el cuadro un poco más. Pero no
altera en esencia la situación. Lo que se nos dice en este caso, es que el deseo
pasional suscita una percepción confusa que desorienta al sujeto y proyecta
su voluntad hacia donde sería mejor que no se dirigiera. No se deduce de

120
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

aquí, no obstante, que el sujeto no haya hecho lo que quería. Lo que pasa
cuando se desata la pasión, es que hace lo que no debe, que es otra cosa. La
Medea no censurada de Ovidio —o la de Eurípides— hace por el contrario
lo que no quiere. El deseo imparable de Medea nos remite a una dimensión
distinta. Evoca, o la fatalidad del destino, o el enigma de la tentación victo-
riosa, en un sentido romántico o religioso, y casi siempre escabroso. Si bien
se mira, las cuitas de Medea —o todavía mejor de Fedra, tentada por el estro,
no por la ira— son perfectamente imaginables en una doncellita de los años
cuarenta, poco antes de franquear el lecho hasta entonces intonso al viajante
de comercio que duerme en la modesta pensión familiar, al fondo del pasi-
llo según se gira a mano izquierda. Puffendorf captura bien este aspecto y
larga la cita completa para deslizar acto seguido observaciones de intención
edificante —Derecho Natural y de Gentes, Libro I, cap. 4—. Interesante,
también, es la interpretación que nos ha legado Epicteto, referida, esta vez,
a la Medea de Eurípides. Según Epicteto, hacemos siempre lo que nos parece
mejor, de donde se deduce que también Medea hizo lo que le parecía mejor.
Transcribo un pasaje de los Diálogos (Libro I, cap. XXVIII):

—¿Cómo ha podido decir [Medea]: «Sí, conozco los crímenes que voy a rea-
lizar, pero mi cólera es más poderosa que mis reflexiones»?
—Precisamente, porque considera más ventajoso satisfacer su cólera y vengar-
se de su esposo, que salvar a sus hijos.
—Sí, pero está equivocada.
—Muéstrale claramente que está equivocada, y no lo hará.

La posición de Epicteto se ajusta a la doctrina estoica ortodoxa, según


la cual un acto contrario a la virtud tiene siempre su origen en un error
de juicio. Pero hay más. Eurípides había formulado su teoría de la pasión
incontrastable con afán polémico. El enemigo a batir —o contradecir— era
Sócrates, tal como nos es efigiado por Platón en el Protágoras. Este Sócrates,
históricamente fidedigno en opinión de los expertos, cultivaba una teoría hi-
perracionalista sobre el alma y la moral. Ser moral, según Sócrates, equivalía
a atenerse a la razón, cuyos preceptos garantizan la felicidad y colocan al su-
jeto por encima de las pasiones que extravían al malvado. El malvado es, a un
tiempo, infeliz e ignorante, o mejor, es infeliz a fuer de ignorante. La visión
euripidea de que el sabio, por sabio que sea, está expuesto a arrebatos que le
arrastran a hacer lo que le consta que no debe hacer —«Los sabios, aunque
contra su voluntad, aman también el mal», exclama el coro en el Hipólito—,
se opone de forma deliberada al optimismo socrático. En Sócrates, por cierto,
el alma es, de alguna manera, simple. No existen partes del alma impenetra-
bles a la razón o rebeldes a ella. Platón se apartaría más tarde de su maestro y
pondría en sus labios la tesis en absoluto socrática de que el alma comprende
zonas, y aloja movimientos, que la razón puede controlar, pero cuya econo-
mía intrínseca es extrarracional. Los estoicos recuperaron, en buena medida,
al Sócrates genuino de los primeros diálogos platónicos. Esto es coherente
con la idea estoica de que los errores morales son, ante todo, errores de jui-
cio. Es evidente que Epicteto ha reinterpretado a Eurípides, y le ha devuelto

121
EL HOMBRE ENDIOSADO

la pelota desde la posición zaguera de un Sócrates virtual. Medea no perpe-


tra el hecho atroz llevada de la cólera. Lo que pasa, es que está confundida.
16. El escaqueo adopta varias formas. Leibniz, experto escaqueador,
afirma que un conocimiento claro de lo mejor determina a la voluntad,
aunque no la nécessite point à proprement parler (Théodicée, párrafo 310).
Todo lo que se quiere decir con esto, es que no hacer lo que se percibe como
mejor no envuelve una contradicción lógica. Pero existe una necesidad que
Leibniz denomina «moral». Y la necesidad moral coarta al sujeto; lo vence
del lado de lo bueno —o para ser más precisos, de lo que percibe como
tal—. Leibniz extendió este principio al propio Dios. También Dios elegirá,
infaliblemente, lo mejor. De aquí se deduce que vivimos en el mejor de
los mundos posibles. A fin de representarse los mundos posibles, conviene
pensar en un abanico que abrimos hasta que las guardas dibujan un ángulo
máximo. En cada varilla del abanico hay pintado un mundo posible. Por
ejemplo: en la varilla que ahora estamos mirando, Pompeyo vence a César
en la batalla de Farsalia, y se salva la República romana. En el mundo re-
presentado por la varilla contigua, Pompeyo no ha llegado a nacer. En una
tercera, César ha muerto antes de cruzar el Rubicón, y así sucesivamente.
La varilla que Dios elige, es aquélla en que César vence a Pompeyo y luego
es asesinado por Bruto, con todas las consecuencias que ello encierra. Ésta
es la varilla en que está pintado el mejor de los mundos posibles. Y es tam-
bién la varilla que Dios no tiene más remedio, por así decirlo, que aceptar
en bloc. La necesidad de que el actual sea el mejor de los mundos posibles,
confiere precisión a un principio más general, el principio de razón suficien-
te. Éste asevera que no se hace ni ocurre nada sin una causa que lo expli-
que. Ello reza, de nuevo, para Dios. Hacia el final de la Théodicée, escribe
textualmente Leibniz: «Como afirmó la diosa —por Palas, en una fantasía
didáctica que no viene ahora a cuento repetir—, es necesario que exista un
mundo que sea el mejor de todos, puesto que, en caso contrario, Dios no
se habría determinado a crear ninguno [cursivas mías]». En ausencia de una
causa, motivo o razón determinante, Dios habría sufrido una parálisis, un
bloqueo, una eterna indecisión. ¿Por qué? Porque también es un asno de Buri-
dano, a despecho de su condición divina. Al abrir el abanico y descubrir que
dos de las varillas son igualmente buenas, se habría quedado atascado y sin
saber hacia dónde tirar. Leibniz, en fin, aplica a Dios, punto por punto, la
historieta del asno. Sus protestas de ortodoxia y la invocación de la majestad
del Creador no pueden ocultar esta audacia, intolerable en una era en que la
religión intimidaba todavía las conciencias.
Lo excesivo, peligroso, escandaloso de la posición de Leibniz, se aprecia
bien en la correspondencia que mantuvo con Arnauld. Leibniz ha enviado a
Arnauld un resumen o compendio de su Discours de métaphysique. Arnauld,
que estaba acatarrado cuando recibe los papeles de Leibniz, intenta primero
quitarse de en medio al sajón extravagante. Echa su cuarto a espadas para re-
mediar la brouille incipiente un hombre de muchas campanillas, el Landgrave
de Hesse-Rheinfels. Arnauld pone más atención en los papeles, y empieza a
preocuparse. La preocupación sube de punto cuando lee el apartado nueve del
compendio. Dice así: «Cada sustancia singular expresa, a su manera, todo el

122
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

universo, y en su noción están comprendidos todos sus sucesos, con todas sus
circunstancias y todo el séquito de cosas exteriores».
Por ejemplo: en la noción de César está comprendido que vencería a Pom-
peyo y el color del caballo en que estaba montado cuando cruzó el Rubicón.
Ello se desprende del propio concepto leibniziano de sustancia: la aprehen-
sión integral de lo que es una sustancia, entraña el conocimiento de todos sus
predicados. Conforme a una analogía que invoca Leibniz, los predicados de
una sustancia se despliegan en el tiempo de modo idéntico a como lo hacen
los elementos de una progresión aritmética. En el caso aritmético, basta cono-
cer el primer elemento, y la ley de la progresión, para generar los elementos
restantes. En el caso de una sustancia, bastará conocer la ley que relaciona sus
diversos estados, para determinar uno cualquiera a partir de los anteriores.
Los estados, en fin, están cifrados o encriptados en la fórmula que define a la
sustancia o, si se prefiere, en su noción. En este contexto, el principio de razón
suficiente se radicaliza. No sólo nos encontramos con que cada estado se apo-
ya en los precedentes según una ley racionalmente averiguable; ocurre de aña-
didura que, al intervenir dicha ley en la definición de la sustancia, ésta es ella,
ella y no otra, precisamente en la medida en que sus estados se suceden como
exactamente lo hacen. Lo último introduce, por cierto, una complicación en la
mecánica leibniziana de los mundos posibles. No es hacedero, en efecto, que
la diferencia entre dos mundos posibles venga dada por una discrepancia entre
los atributos ostentados por la misma sustancia. No lo es porque, al variar los
atributos, varía la sustancia. La varilla donde se pintaba a Pompeyo triunfando
sobre César, habría correspondido a un mundo en que Pompeyo no es en rigor
Pompeyo, sino una contrahechura —victoriosa— del único Pompeyo posible.
Y en el que no es César el derrotado, sino un César alternativo que tampoco es
César. Pero no es ésta sazón oportuna para meterse en tales finezas.
Es un poco más complicado explicar por qué César —u otra sustancia cual-
quiera— refleja o espeja al resto del universo. A fin de entenderlo, lo mejor es
proceder en dos tiempos. Cuadro número uno: toda sustancia interacciona
con las demás. Toda sustancia, por consiguiente, manifiesta la acción sobre
sí de las restantes sustancias. Si esto les resulta todavía raro, represéntense
una sustancia a la manera de un escandallo, en cuya superficie mórbida van
dejando marcas las cosas conforme el escandallo las roza o tropieza con ellas.
Cuadro número dos: las interacciones, y las relaciones en general, son un
puro ens rationis. En realidad, las sustancias no interactúan. Pero, vistas por
fuera, se comportan como si lo hicieran. Por ejemplo: Pompeyo es derrotado
como si lo hubiera embestido César, o éste perece como si lo hubiese muerto
Bruto. Ahora bien, ni Bruto ha irrumpido desde fuera en la vida de César, ni
César ha cambiado el destino de Pompeyo. La muerte de César o la derrota
de Pompeyo sólo podrán explicarse, en consecuencia, como producto de
un dinamismo que es inherente a la sustancia que es César, y a la sustancia
que es Pompeyo. Uno y otro atraviesan sus sucesivos estados conforme a una
fórmula especificable a priori, y en éste su desarrollo, van reflejando todo el
universo, el inmediato y también el remoto. La teoría de Leibniz, que no es
otra que la célebre de la armonía preestablecida, intenta dar una respuesta
a un problema intratable que había legado el cartesianismo: el de cómo dar

123
EL HOMBRE ENDIOSADO

cuenta de las relaciones entre la mente y el cuerpo. Leibniz nos invita a ima-
ginar el universo como un gigantesco y bien compuesto concierto, en el que
cada instrumentista, aunque no oiga lo que toca su vecino, interpreta una
partitura común, excogitada por un Dios benevolente.
Arnauld no leyó nunca el Discours entero. Su alma de jansenista, sin em-
bargo, se estremeció ante la idea de que concebir cabalmente a una persona,
implicara abarcarla en su integridad histórica absoluta. En su réplica, invoca la
figura de Adán, el padre de todos los hombres. Si resulta que en la noción de
Adán está contenido lo que harán éste y su descendencia, y, por tanto, cada uno
de los hombres que en el mundo han sido, habrá que admitir que Dios no ha-
bría podido crear a Adán sin crear también a un Arnauld célibe y estudioso de
la teología, y empeñado, para más señas, en cartearse con Leibniz. Ello reduce
a cenizas el libre albedrío. Pero el libre albedrío le trae al fresco a Arnauld. Lo
que le desazona es el encogimiento, la amputación, que experimenta la liber-
tad de Dios, constreñido a generar una serie única de acontecimientos entre
las infinitas que no violan el principio lógico de contradicción. Ese Dios no es
el majestuoso, el omnipotente, que pregona la ciencia divina y atestigua la fe.
Pasaré por encima de las respuestas un tanto capciosas que apronta Leib-
niz a lo largo de la correspondencia. Lo que me apremia, es que comprendan
el punto de vista de Arnauld, o mejor, su desasosiego. El asunto rebosa del
ámbito de la teología setecentista y aloja enseñanzas que de alguna manera
nos afectan, por improbable que parezca. La razón es que la libertad que
Arnauld reivindica para Dios se iría atribuyendo, según pasaba el tiempo,
al hombre mismo. Aunque clarísima, la prosapia teológica de muchos con-
ceptos modernos suele pasar inadvertida para una sociedad —la nuestra—,
que cree haberlo inventado todo de repente. En puridad, hemos inventado
menos de lo que se piensa. Y nos hemos secularizado en menor medida de lo
que muchos estiman. Más justo sería afirmar que hemos reorientado hacia el
hombre las devociones que antes dispensábamos a la divinidad.
17. Escribe textualmente Locke: «Si entendemos que sacudirse el yugo
de la razón, y carecer del comedimiento de juicio que nos capacita para evi-
tar lo peor, equivale a ser libres, auténticamente libres, resultará que sólo son
tales los locos y los imbéciles» (An Essay Concerning Human Understanding,
Libro II, cap. XXI, 50).
18. Tanto, que nos empareja a Dios, según Descartes. Es posible repre-
sentarse entendimientos mucho más vastos que el del hombre. Pero no es
posible hacer lo propio con la voluntad: «La voluntad es lo único que ex-
perimento como ilimitado y no susceptible de aumento: de suerte que es
ella, principalmente, la que me permite conocer que estoy hecho a imagen y
semejanza de Dios» («Meditación cuarta»).
19. Permítanme resumir la postura de Locke escogiendo un nuevo án-
gulo. La libertad, para Locke, está instalada en un cruce de perspectivas, una
perspectiva que pudiéramos llamar «interna» —el sujeto quiere ejecutar el
acto, o, si se prefiere, el acto es voluntario— y una perspectiva «externa»
—ha de haber otras cosas que el sujeto podría haber hecho en lugar de la
que en efecto ha hecho—. Una consecuencia plausible del planteamiento de
Locke es que ser libre implica elegir. No sólo el hombre libre elige por cuan-

124
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

to hace lo que quiere, sino que elige en el sentido de que existen alternativas
reales que ha preferido dejar atrás.
La postura de Locke contrasta con la que defiende Hobbes en el capí-
tulo XXI de Leviathan. Para Hobbes la libertad equivale, simplemente, a
ausencia de obstáculos. Su definición rige, indiferentemente, para el hombre
y los objetos inanimados. Es válida, por ejemplo, para una piedra en el trance
de rodar ladera abajo de un monte, o para el agua de un río. La piedra no
será libre si un muro interrumpe su curso, y tampoco lo será el agua detenida
por una presa. El muro, la presa, operan como obstáculos. Obstruyen un mo-
vimiento y, por lo mismo, quitan libertad. El esquema no exige que la cosa
a la que se ha impedido ser libre abrigue propósitos o compare alternativas.
Esto es coherente con el mecanicismo hobbesiano. Para Hobbes, todo
hecho está determinado por una causa, incluidos los hechos humanos. El
resultado es que ser libre no entraña en modo alguno elegir entre alternativas.
El muro no quita alternativas a la piedra. La piedra, al rodar por una ladera
limpia, no disfrutará de la alternativa de quedarse donde luego hemos ima-
ginado que se levantaba un muro. Mutatis mutandis, el agua no podrá per-
manecer remansada, una vez que se han abierto las compuertas de la presa.
Nótese que la desaparición de la perspectiva externa —ya no hay varias cosas
que quepa hacer— no conlleva la desaparición de la interna. La piedra, por
supuesto, no puede querer esto o lo de más allá. Pero resulta perfectamente
posible que el hombre hobbesiano, que se encuentra tan determinado como la
piedra, quiera hacer lo que no tiene más remedio que hacer. Nos enfrentamos
a una forma aberrante, monstruosa, de voluntarismo: se es libre cuando se
hace de intento lo que de hecho no se puede no hacer. La libertad aparece
como un poder que se despliega, por así decirlo, en tiempo real. Y la libertad,
por supuesto, es compatible con la necesidad —al revés que en Locke, y en
anticipación clara de Spinoza.
En lo que toca al problema que atareó a los cartesianos, también es ori-
ginal la postura de Hobbes. En uno de los primeros capítulos de Leviathan,
Hobbes se detiene brevemente a discutir sobre «deliberación» y «voluntad».
Son «voluntarios» los actos que se ejecutan tras un balance de costes y bene-
ficios. El cálculo suscita sentimientos de miedo, esperanza, avidez o lo que
sea. Estos sentimientos van sucediéndose en el tiempo, y el último, y también
dominante, empuja al sujeto a la acción. No nos encontramos, de nuevo, con
nada que autorice a decir que el sujeto ha elegido. No podemos remitirnos a
la fase deliberativa para argumentar que el sujeto ha contemplado una gama
de opciones antes de decantarse por una de ellas en particular. Lo que ha pa-
sado, más bien, es que el sujeto, después de vagar un rato por los escenarios
que le sugerían su sindéresis o su imaginación, se ha visto sacudido por una
emoción más fuerte que las demás, y ha tirado hacia delante con la brus-
quedad epiléptica de un guiñol de feria. Volvemos al contencioso del libre
albedrío, sólo que con los registros cambiados. Los herederos de Descartes
impugnaron el franco arbitrio afirmando que la voluntad no podía no poner-
se al servicio de la razón. Hobbes prefiere identificar un acto voluntario con
el provocado por una pasión arrolladora, que el sujeto padece y en rigor no
escoge. Expresado alternativamente: en tanto que un filósofo como Leibniz

125
EL HOMBRE ENDIOSADO

cuestiona el libre albedrío en nombre de las facultades superiores del alma,


Hobbes lo dificulta apelando a la física y la fisiología.
Hace medio siglo, Isaiah Berlin recuperó al Hobbes del capítulo XXI
de Leviathan con su contraposición célebre entre «libertad negativa» y «li-
bertad positiva». La primera correspondería a la libertad como ausencia de
obstáculos. Berlin, al revés que Hobbes, no es, sin embargo, un mecanicista.
En Berlin, el que disfruta de libertad negativa se halla en situación de poder
elegir... en el sentido que hemos asociado a Locke.
20. La concepción libertaria de los derechos ofrece un haz y un envés, o,
si se prefiere, un lado claro y otro oscuro. El lado claro es que se sabe con pre-
cisión cuál es el cometido de los gobiernos. La única función de un gobierno
consiste en impedir que se violen los derechos. La renuencia del libertario a
suscribir una teoría concreta sobre la naturaleza humana produce, sin embar-
go, una oscuridad. En la medida en que el libertario se abstiene de decir cómo
ha de ser el hombre, se hurta también la oportunidad de vincular un derecho
a las prendas o propiedades o circunstancias personales de quien lo posee.
No existen fórmulas, correspondencias, que permitan apresar de modo sim-
ple por qué los derechos de cada uno son los que son. No me refiero, claro
es, a los derechos genéricos, sino a su materialización en el espacio y en el
tiempo. No es lo mismo, obviamente, reconocer el derecho de propiedad,
que determinar hasta dónde ha de llegar la linde de mi campo o la porción
de herencia que me cumple reclamar ante los tribunales. La dificultad para
perfilar los derechos origina una segunda dificultad, ahora de orden político.
Resulta complicado, desde una perspectiva libertaria, averiguar el papel que
está reservado a los gobiernos en situaciones en que la asignación de derechos
es masivamente contenciosa. En lo que sigue, abordaré la segunda dificultad
antes de asomarme a la primera y más fundamental. Conviene ajustar los tér-
minos de la discusión a un contexto bien definido. Elegiré, como escenario,
la teoría de la propiedad de Nozick, libertario conspicuo donde los haya.
Nozick imagina un mundo en que la abundancia de recursos permite apro-
piarse de una cosa sin generar deseconomías externas: nos hacemos con X
gracias a nuestro esfuerzo, un esfuerzo que no entra en interferencia con los
esfuerzos de los demás. Un bien adquirido de este modo, nos pertenece justa-
mente. Tras estudiar la adquisición de bienes en este sentido, Nozick aborda
la transmisión de propiedad. Para que la transmisión de un bien sea legítima,
es menester que su propietario la realice de modo voluntario. Los regalos
constituyen transmisiones voluntarias; y también tiene lugar una transmisión
voluntaria en aquellos casos en que A, no sometido a coacción, traspasa un
bien a B en trueque de su trabajo o de otro bien. Pero esto, todavía, no basta
para establecer la propiedad como legítima. Ha de ocurrir, de añadidura,
que A sea el propietario también legítimo de la cosa que transfiere. Lo que
sucede al cabo, es que la propiedad está indiciada por partida doble: sólo
seremos propietarios legítimos de las cosas que se hayan adquirido en origen
de modo justo y hayan llegado hasta nosotros a través de una cadena de
transmisiones igualmente justas. De lo dicho se desprende que la propiedad
efectiva, o para ser más exactos, su distribución en un momento dado dentro
de una sociedad dada, no responde casi nunca a los mínimos previstos por

126
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

una teoría cabal de la justicia. La rapiña, la violencia o el engaño han interve-


nido, acaso en tiempos de Maricastaña, en la apropiación de la mayor parte
de los bienes, contaminando, por así decirlo, su línea genealógica.
¿Qué puede hacer un gobierno para restaurar la justicia en un mundo
injusto? Nada. En un mundo en que la asignación de la propiedad sea masi-
vamente injusta, el gobierno no podrá invocar el título de propiedad de A,
violentado por B, a fin de que el objeto robado invierta su curso y vuelva a
manos de A. No podrá hacerlo, por la sencillísima razón de que no existen
títulos de propiedad legítimos. Es verdad que el gobierno —u otro agente
cualquiera— será libre de quitarle X a B y entregárselo a A. Con arreglo al
esquema libertario, en efecto, somos libres de hacer lo que no viole un dere-
cho, y no violaremos, por definición, un derecho inexistente. Pero lo último
no significa que el gobierno tenga derecho a la requisa de X. Lo que pasa, es
que se ha rebotado en el estado hobbesiano de anarquía y todo el mundo tie-
ne derecho a todo, lo que equivale a admitir, hobbesianamente también, que
nadie tiene derecho a nada. La reconstrucción de la sociedad desde su base,
esto es, la palingenesia social absoluta, apocalíptica, es la única respuesta
sincera del libertario a la injusticia de que está transida la sociedad histórica.
No se encuentran en las mismas los rivales del libertario —socialistas,
liberales eclécticos, etc.—. ¿Por qué? Porque conciben los derechos de otro
modo. Para ellos, los derechos asumen, como ya sabemos, el estatuto de
franquías que el individuo está autorizado a reclamar con el fin de ponerse a
la altura de tal o cual noción sobre lo que significa ser persona. Cabría afir-
mar, simplificando al máximo, que el no libertario se representa los derechos
a través de proposiciones deducibles de una definición del ciudadano ideal
—o autónomo, o lo que ustedes quieran—. Esta definición opera, en poten-
cia, como una fuente de legitimación. Serán legítimas aquellas intervenciones
orientadas a materializar el orden colectivo que la definición consagra como
justo. Dios sería un candidato a intervenir, si velara más de cerca por la suerte
de sus criaturas. Robin Hood es otro candidato. El gobierno, otro todavía. Por
supuesto, la intervención puede degenerar en abuso. Por supuesto, los hom-
bres mantienen opiniones discrepantes sobre la naturaleza del buen ciudada-
no. Pero ésta es una cuestión distinta, una cuestión que no nos atañe ahora.
Volvamos a la teoría nozickiana de la propiedad. ¿Por qué el criterio de
legitimación que Nozick propone impide contestar a la pregunta de cuáles
son los atributos de la posesión justa? No vale decir que Nozick carece de
criterios para determinar en qué circunstancias un agente A tiene derecho
a proclamarse propietario legítimo de X. Los criterios por él sentados son
clarísimos. Tan claros que descalifican como propietarios a casi todos los
que esgrimen el título de tales acogiéndose al Derecho Positivo. La dificultad
reside, no en la ausencia de criterios, sino en el hecho de que la línea que hi-
potéticamente comunica el bien poseído con el acto original de apropiación,
se construye empalmando tramos cuyos puntos de unión vienen dados por
decisiones voluntarias. El agente es dueño de hacer lo que le venga en gana,
mientras no viole ciertas constricciones mínimas. El agente es soberano en
el sentido de que no se halla precisado a justificar sus acciones demostrando
que obedecen a este patrón o al de más allá, o a tal norma, o la de más allá.

127
EL HOMBRE ENDIOSADO

Ahora bien, si esto es así, si la decisión, o la sucesión de decisiones en que


se funda la propiedad legítima no responden a un patrón ni a una nor-
ma, tampoco será posible recoger en un patrón o una norma los atributos
de la posesión justa. Por eso, precisamente por eso, no existen modelos a los
que remitirse en el trance de reparar la injusticia masiva. Lo único que se
puede hacer es empezar otra vez desde el principio. Volver al estado de na-
turaleza, y permitir que las decisiones de los agentes se vayan anudando, y al
paso que se anudan, vayan tejiendo el entramado cambiante de la propiedad
rectamente entendida. La instancia que tutelara el proceso a partir de cero
sería el Estado. El Estado no podría ser, no debe ser, más que eso.
La teoría nozickiana está expuesta a la objeción evidente de que no tie-
ne mucho sentido hablar de acciones genéricamente voluntarias. Pongamos
que soy muy pobre: al confeccionar mi menú escojo, voluntariamente, entre
garbanzos y habichuelas. Pero me abstengo de elegir carne o pescado porque
ninguno de los dos es asequible para mí. Mi abstención no será a fin de cuen-
tas voluntaria, por mucho que lo sea el acto que me aboca a los garbanzos o
las habichuelas.
Éste es uno de los argumentos que contra los libertarios suelen esgrimir los
antilibertarios. La contrarréplica de los primeros no es difícil de conjeturar.
Cada uno es cada uno, con sus capacidades y minusvalías; el asunto no estriba
en que uno pueda elegir cualquier cosa, sino en que no se interpongan obstá-
culos a que elija lo que puede elegir dado que es como es o que sus decisiones
anteriores lo han reducido a ser el que es. A la observación de que nuestras
minusvalías son producto, en muchos casos, de desigualdades heredadas y
odiosas, el libertario responderá que está proponiendo un orden ideal de co-
sas, no consagrando como bueno el orden que históricamente padecemos. En
su mundo ideal, lo que sucediera de acuerdo con el esquema de la apropiación
justa, definiría lo que se tiene derecho a poseer. Y no habría más que hablar.
Dudo, como se verá más adelante, que el libertario, en su acepción es-
pecíficamente voluntarista, admita en realidad que elegir equivalga a optar
voluntariamente por lo que uno se halla en situación de hacer. El libertaris-
mo voluntarista no es en el fondo compatible con la idea de que estamos li-
mitados por la configuración material del mundo —un mundo del que somos
parte, y cuyos límites son también nuestros límites—. Pero ahora me importa
señalar otro extremo. La idea de que la función del Estado ha de restringirse
a suprimir los obstáculos externos que impiden que cada cual haga lo que
se halla en situación de hacer —dadas sus luces, su buena o mala suerte,
etc.— engrana a la perfección con la renuncia a elaborar una teoría de la
persona. En la medida en que hayamos renunciado a juzgar cómo deben ser
las personas por dentro, tenderemos a ocuparnos sólo de que nada ostensible
estorbe los movimientos de que efectivamente son capaces. El individuo se
interpreta como un haz de pulsiones, cuyo único tope son la ley y, helás!, el
sistema de aptitudes con que le ha distinguido el azar natural. Por eso los
derechos tienden a asumir en el modelo libertario un carácter más defensivo
que enunciativo. El asunto estriba en que las pulsiones se proyecten con un
mínimum de trabas, no en que reflejen o lleven a fruición tal o cual noción
sobre cuál es el significado o el destino o la vocación del hombre.

128
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA

21. Obsérvese que estamos pisando un territorio que sólo es parcialmen-


te nuevo. Los profesores de Derecho Natural habían establecido ya una sepa-
ración (véase nota 3) entre la moral y el derecho. La elabora Puffendorf, y la
remata Tomasio. Pero el Derecho sigue ostentando, en los viejos autores, una
articulación compleja y rica. Derecho Natural y de Gentes incluye una teoría
de la sociedad —de su origen y desarrollo—, y postula un vasto sistema de
obligaciones. Lo específico del libertarismo es que el Derecho no comprende
casi nada. Por cierto: la famosa contraposición rawlsiana entre the right y
the good, entre lo que es justo y lo que es bueno, se adapta, como el guante
a la mano, al contraste entre derecho y teología moral que Puffendorf había
establecido... en el siglo XVII.
22. Las cosas fueron bastante más complicadas de lo que aquí he dado a
entender. En Inglaterra, el Toleration Act de 1689 permitió la libertad de culto
a todos los ingleses, a excepción de los unitaristas y los católicos —sospecho-
sos por su relación con la monarquía derribada y con la causa papal—. Pero
el anglicanismo se convirtió en una religión de Estado, y los Dissenters fueron
apartados de las profesiones liberales y del servicio civil. El anglicanismo, con
todo, carecía de espesor teológico y litúrgico, y se inició un proceso rápido
de secularización. Formas de deísmo racionalista vinieron a ocupar el hueco
dejado por la fe antigua. El documento que mejor expresa este desarrollo es de
Locke: The Reasonableness of Christianity. Locke fue acusado de socinianismo,
lo que no extrañará a quien lea su tratado, el cual apela de continuo a la razón
y reserva un espacio ambiguo a la misión salvífica de Cristo. Holanda estuvo
a un pelo de sucumbir a la teocracia calvinista de los gomaristas. Grocio tuvo
que salvar la piel poniendo pies en polvorosa y huyendo a Francia. Las aguas
volvieron a su cauce, y no pasó mucho tiempo antes de que las imprentas de
ese país dieran curso a casi toda la literatura subversiva de la época. Esto no sig-
nifica, claro, que los Países Bajos fueran un edén. Bayle, residenciado allí, pasó
momentos difíciles. Y el terrible Spinoza hubo de refugiarse en el anonimato.
23. La fórmula que acabo de usar es, en rigor, incorrecta. El individuo a
que se refiere Buchanan se enfrenta a una elección, o sea, a una alternativa.
Tendríamos por tanto que describir el trance en que se halla enunciando una
proposición de la forma: «X prefiere A antes que B». Esta proposición sería
tratada por Buchanan como analíticamente equivalente a «A es mejor que B
para X». He simplificado, por no volver mico al lector.
24. En The Limits of Freedom, Buchanan acude al artificio del Contrato
Original para fundamentar o justificar los derechos. Buchanan articula su fan-
tasía en dos fases. En la primera, los hombres cimarrones que pueblan la jungla
hobbesiana hacen acopio, cada uno por su lado, de poder y recursos. A conti-
nuación, aceptan esta acumulación primitiva como un fait acquis y estipulan
que las redistribuciones futuras se verificarán sólo mediante intercambios vo-
luntarios. Hemos ingresado en el mundo del Derecho. Existe el Derecho por-
que nadie, a partir de ahora, estará autorizado a adquirir lo ajeno o expuesto
a perder lo propio por mecanismos distintos a los previstos por la ley. Y existe
el Derecho porque lo propio y lo ajeno no denotan sólo una relación efectiva
entre un individuo y tales y cuales recursos. La relación, ahora, está sanciona-
da por la comunidad, o, para ser más exactos, por cada uno de sus miembros.

129
EL HOMBRE ENDIOSADO

Los derechos que ocupan a Buchanan son los de propiedad, en sentido


lato. No se refieren sólo a bienes materiales sino a virtualidades, en la acep-
ción que trae el DRAE: «Que tiene virtud para producir un efecto, aunque
no lo produce de presente». El señor feudal podía llevarse al huerto a las
doncellas que vivían anejas a lo muros de su castillo, y eso era una virtua-
lidad; Hitler poseía la virtualidad de decir lo que le viniera en gana a sus
ministros, libertad de que los últimos estaban por entero desasistidos con
relación a su jefe, y así de corrido. Las virtualidades son intercambiables. Por
ejemplo: nada impide imaginar al señor feudal permutando su derecho de
pernada por una reliquia muy apreciada en la región. Esto disuena al pronto,
pero no encierra contradicción alguna. En la medida en que el derecho de
pernada fuera una virtualidad reconocida universalmente y a la vez enajena-
ble, el abad capuchino con mando en el convento aledaño podría comprarla,
y después ejercerla. Los derechos a la vida y al honor se pueden reformular
como virtualidades y son reabsorbidos en consecuencia por el de propiedad,
en contra de lo que sugiere el sentido común o presuponen las grandes car-
tas fundacionales. No recuerdo si Buchanan defiende este extremo de modo
expreso. Pero debería hacerlo, conforme a la lógica de su sistema.
La del Contrato Original ha sido siempre una figura anfibia. No se ha
terminado de saber si aludía a un episodio acaecido en el pasado —a esa tesis
parece afiliarse Locke—, o se trata de una figura didáctica. Kant consagró la
segunda opinión, que es a la que se apunta, de cuerpo entero, Rawls. Tam-
poco está claro cómo debemos interpretar los acuerdos que entre sí cierran
los protopropietarios buchanianos. La lectura menos contenciosa es que Bu-
chanan ha pretendido trazar una historia imaginaria con el fin de poner de
relieve las carencias de la historia real, dominada por los despotismos o su
equivalente contemporáneo, que es el Estado intervencionista. El mensaje
podría ser el siguiente: el mercado es una institución casi natural. No inte-
gralmente natural, ya que, entonces, no sería en rigor una institución, o sea,
un producto de la inteligencia humana. Pero se trata, sí, de un hecho al que
le falta el canto de un duro para ser natural. Sólo la oscuridad de ideas, o el
mal fario, o lo que ustedes prefieran, sólo algo que no tendría por qué haber
sucedido, ha frustrado la situación envidiable en que todos estaríamos si la
Naturaleza hubiese seguido su curso y las burocracias y los partidos no se
hubieran metido a salvar a quienes no necesitan ser salvados.
Muy bien, pero ¿qué tiene que ver esto con el derecho de propiedad,
según fue defendido por los iusnaturalistas? Los derechos, en la acepción
fuerte de la palabra, son válidos porque son válidos, no porque sean con-
venientes o provechosos o admirables o lo que se quiera. El argumento del
provecho o de la conveniencia se solía añadir como una razón de apoyo, no
como la razón principal. Lo que a fin de cuentas ha construido Buchanan, es
un centauro. O sea, un alegato cuasi utilitarista en pro de un derecho —el
de propiedad— que no renuncia, pese a todo, a su estatus metafísico de de-
recho. Se puede ser un pensador interesante, o por lo menos un gran econo-
mista, y dejar algunos cabos sueltos. La démarche voluntarista de Buchanan
agrega confusión a la confusión.

130
Anexo 1

BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO
Y EL TERTIUM NON DATUR

La noción buchaniana de que el agente establece la bondad de una


cosa mediante el acto de preferirla, no es nueva en absoluto. Hobbes
formula una idea muy parecida en el capítulo 6 de Leviathan:

Un hombre llama bien a lo que constituye el objeto de su deseo o


de su apetito; y mal, a lo que odia o le produce aversión. [...] Estas
palabras [...] sólo adquieren sentido con relación al que las usa: ya
que no hay nada que sea bueno o malo de forma simple o absoluta;
como tampoco es posible extraer una regla general del bien y del mal
partiendo de la naturaleza intrínseca de lo que odiamos o deseamos.

El voluntarismo hobbesiano articula, en el plano de la antropo-


logía —y de la política—, lo que Descartes había expresado de modo
más radical con referencia a Dios en Las meditaciones:

Cuando se considera atentamente la inmensidad de Dios, se ve de


modo manifiesto que es imposible que exista nada que no dependa
de él. [...] Si la razón por la que algo es bueno, hubiese precedido al
ordenamiento divino, esa misma razón habría determinado sin duda
a Dios a hacer lo que es mejor. Pero sucede lo contrario: porque
Dios se ha determinado a hacer las cosas de este mundo, estas cosas
son, como se lee en el Génesis, muy buenas. Es decir, la razón de su
bondad reside en que él las ha querido hacer («Respuesta a las sextas
objeciones»).

Obsérvese que la especie de que el sujeto determina lo que es


bueno por el hecho de desearlo ofrece una suerte de afinidad, de pa-
rentesco, con la idea de que el hombre puede estipular lo que es ver-
dadero por un acto de la voluntad (véase «El matrimonio y la teoría
libertaria», nota 13).

131
EL HOMBRE ENDIOSADO

Volvamos a Buchanan. Podría reprochársenos que la interpreta-


ción de su pensamiento en clave voluntarista pica en extravagante, y
que nuestro hombre, en el fondo, se ha limitado a acudir a conceptos
estándar de la teoría económica. A los economistas, en efecto, no les
interesa el valor intrínseco de una mercancía sino su valor relati-
vo, entiéndase, el que la mercancía encierra respecto de otras mer-
cancías... para un consumidor. Es el consumidor el que determina
cuántas unidades de X le resarcen de la pérdida de una unidad Y, o
viceversa. ¿Es esto, y nada más que esto, lo que ha querido decirnos
Buchanan? Comprobar semejante punto nos ayudará a comprender
mejor, aunque parezca raro, todo lo que se ha venido discutiendo a
lo largo del libro.
No creo que Buchanan sea un explotador más o menos arrisca-
do de las técnicas analíticas de sus colegas. Creo... que es otra cosa.
Basta observar lo que dice, por ejemplo, sobre los mapas de indife-
rencia. Sean dos mercancías, y las combinaciones que podemos for-
mar juntando cantidades arbitrarias de ambas. Estas combinaciones
se pueden representar mediante puntos en el plano. Si distribuimos
las cantidades de la primera mercancía a lo largo del eje de abscisas,
y las de la segunda a lo largo del eje de ordenadas, es obvio que un
punto corresponderá a la combinación (x, y) obtenida juntando x ele-
mentos de la primera mercancía, con y de la segunda. Introduzcamos
en el cuadro, a continuación, al consumidor. El problema estriba en
construir un procedimiento gráfico que exprese sus preferencias. Los
mapas de indiferencia están diseñados para resolver esta dificultad.
Consisten en familias de curvas, por lo común de pendiente negati-
va, que unen entre sí los puntos o combinaciones que el consumidor
estima por igual. De ahí el calificativo «de indiferencia», ora aplicable
a las curvas, ora a los mapas que de ellas se derivan.
El autor de la idea, y del artificio gráfico, fue Wilfredo Pareto.
Antes de Pareto, los economistas acostumbraban a medir el valor que
un bien reviste para el consumidor mediante una cantidad escalar co-
nocida como «utilidad». Imaginemos que el placer o la satisfacción,
además de no variar de naturaleza al ser experimentados por distin-
tos individuos, pudiesen medirse lo mismo que una magnitud física
ordinaria. Si llamo «utilidad» a esa magnitud, podré decir que una
hora de lectura me proporciona el doble o triple de utilidad que co-
mer cien gramos de fresas. O que la utilidad que me rinde una noche
de amor, es un tercio de la que a mi vecino le produce ganar el gordo
de la lotería. La utilidad integra un viejo artículo de la filosofía de
Bentham, y también, a su manera, un misterio: aunque mensurable
por definición, está aún por inventar el aparato que la mida. Uno de

132
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

los méritos de la curvas paretianas, es que permite salir adelante sin


meterse en camisa de once varas. El mapa de indiferencia, en efecto,
se restringe a ordenar las combinaciones de mercancías con arreglo a
las respuestas del agente. Cuando al último le da lo mismo A que B,
A y B se situarán en un misma curva; si prefiere A, ésta ocupará una
curva superior, y así de corrido. El concepto «cardinal» de utilidad
es reemplazado por estimaciones puramente ordinales, y en teoría,
rigurosamente observables.
Pues bien, Buchanan considera que la revolución paretiana está
bien orientada, pero es todavía insuficiente. La razón de la insufi-
ciencia es que se postulan como separados o escindidos dos planos
de realidad que de ninguna manera se pueden separar o escindir.
A mano izquierda, por así decirlo, aparece el agente; en la mano
contraria, sus preferencias, representadas en un cuadrante que se ex-
tiende indefinidamente hacia arriba y hacia la derecha. Esto, afirma
Buchanan, no es de recibo. Esto supone contar como ya hecho lo
que el agente, bien mirado, no ha hecho todavía. Uno de los argu-
mentos que apronta Buchanan en «The Foundations for Normative
Individualism», y que desarrolla más por lo largo en el quinto capí-
tulo de What Should Economists do? (1979), es que cada decisión
altera al agente y, por tanto, frustra todo intento de determinar qué
hará en el futuro. También dice otras cosas, más sugerentes que ésta.
Pero yo no voy a ajustarme aquí a las razones de Buchanan, que son
complejas y, a ratos, un tanto desastradas. Seguiré un itinerario argu-
mentativo que refleje mejor nuestras peculiares preocupaciones.
En principio el mapa señala, para dos combinaciones cualesquie-
ra, cuál prefiere, preferiría o habría preferido el consumidor. Resul-
ta oportuno notar que diversidad de tiempos verbales no introduce
matices interesantes cuando el número de combinaciones es finito.
Dadas, por ejemplo, quince combinaciones, sería agible emparejar
cada una con las catorce restantes, preguntarle al consumidor qué
miembro del par prefiere en cada caso, y proyectar toda esta infor-
mación en el mapa. Imaginemos, por contra, que las combinaciones
son tan numerosas, que en la práctica se pueden considerar infinitas.
La información que subyace al mapa de indiferencia también tendrá
que ser infinita. De acuerdo, pero... ¿cómo extraer esa información?
La respuesta más a mano es que lo que debe interesarnos no es
cómo se extrae dicha información, sino la situación que el mapa de
indiferencia idealmente refleja. Ahora los tiempos verbales sí jugarán
un papel relevante. Consideremos la combinación F, que el agente
no ha tenido oportunidad de comparar con A o con B. La idea es
que, aunque no haya podido preferir, de hecho, F a A o a B, se habría

133
EL HOMBRE ENDIOSADO

decantado por la primera en la hipótesis de que hubiese estableci-


do las confrontaciones oportunas. Las cláusulas modales sirven para
acreditar la realidad de un hecho potencial, o sea, de un hecho que
aún no es un hecho ni tal vez llegue a serlo nunca. Esto no es pecu-
liarmente alarmante. No es más alarmante, por ejemplo, que afirmar
que un jarrón de porcelana es frágil. Cuando decimos que un jarrón
de porcelana es frágil, no estamos diciendo que se ha roto o se está
rompiendo al estrellarse contra el suelo. Lo que estamos diciendo, es
que se rompería si se estrellase contra el suelo. Estamos vinculando
un hecho potencial a una premisa cuya realización no se ha cumpli-
do. Si nadie tocara el jarrón, y el último no llegase a estrellarse jamás
contra el suelo, el jarrón seguiría siendo frágil. Mutatis mutandis, la
ubicación de F en el mapa de indiferencia registraría una preferen-
cia que no tiene por qué ser manifiesta para el agente. El agente no
ha pensado todavía en la combinación F. Pero la colocaría en una
curva de indiferencia elevada si por ventura pusiese mientes en ella.
Esto autoriza a decir que, así como el jarrón es ahora frágil —aunque
no se haya activado la causa que pondría de relieve su fragilidad—, el
consumidor es de tal manera, que preferiría la combinación F a A o B,
independientemente de que se dé el caso de que tenga que ponerse
a preferirla.
¿Entonces? Entonces tenemos un problema. El problema es que
esta interpretación del mapa de indiferencia entra en conflicto con la
libertad del agente. Si está escrito en algún sitio —por ejemplo, en el
mapa de indiferencia— lo que el consumidor preferirá, el consumidor
no será libre de no preferir eso que ya está escrito que preferirá. La
solución de Buchanan consiste en negar que los mapas de indiferen-
cia puedan consignar ex ante las preferencias futuras, o potenciales,
del consumidor. Según Buchanan, las preferencias no manifestadas se
encuentran rigurosamente indeterminadas. No existe ningún hecho
objetivo que se corresponda con lo que el consumidor preferirá ha-
cer, o habría preferido hacer, o lo que fuere. Más propio será afirmar
que la realidad que una elección representa se genera íntegra con la
elección misma.
Todo esto se relaciona, según Buchanan, con la noción de valor.
En «The Foundations for Normative Individualism», establece un
contraste entre su doctrina y una segunda doctrina que denomina
«individualismo epistémico». El individualismo epistémico asevera
que el sujeto mantiene, respecto del valor del bien que se somete a su
consideración, una posición privilegiada: el sujeto conoce mejor que
nadie lo que le conviene. Por eso, porque conoce mejor que nadie lo
que le conviene, será oportuno que sea él el que elija. Pero esto es

134
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

todavía insatisfactorio, según Buchanan. Esto es un poco como decir


que un enfermo es el que mejor detecta las irregularidades de su
organismo. Bien: ¿y qué? Así como la hipótesis de que el paciente es
mejor testigo que el médico, no quita para que su cuerpo se descom-
ponga con arreglo a las leyes de la fisiología patológica, la hipótesis
de que el agente mide mejor que nadie el valor que para él reviste
una cosa, no quita para que dicho valor se haya postulado como algo
que es independiente de su voluntad. Que gravita sobre él, por así
decirlo, desde fuera. La idea buchaniana no se refiere a la superiori-
dad testimonial o estimativa del agente, sino a la circunstancia de que
éste convierte algo en bueno... por el solo hecho de elegirlo. El agente
no elige lo bueno, sino que algo es bueno porque lo elige. Se trata de
dos afirmaciones radicalmente distintas.
Hemos rebotado, como se ve, en el problema clásico del libre
albedrío, resuelto por Buchanan en términos hipervoluntaristas. Re-
sulta obvio, también, en qué sentido el hipervoluntarismo buchania-
no liquida el problema que planteaba la determinación de las prefe-
rencias: si el valor de un bien no preexiste al acto de aprehenderlo,
carecerá de objeto decir que un bien no aprehendido reviste tal o cual
valor para el agente —puesto que estamos hablando de bienes prefe-
ridos, por «valor» ha de entenderse aquí, claro es, «valor relativo»—.
El valor se generará cuando la elección tenga efecto. Mientras esto
no ocurra, no habrá, valga la redundancia, valor que valga.
Las innovaciones de Buchanan —más conspicuas cuando especula
que cuando aborda cuestiones concretas— trastornan por entero la
concepción de la economía y, en particular, la noción de lo que es el
mercado. No se podrá decir, por ejemplo, que el mercado es eficiente
en el sentido de que nos depara un óptimo paretiano cuando alcanza
el equilibrio. La causa es que ya no podemos comparar la posición de
los agentes en el óptimo paretiano con las posiciones que ocuparían
dada una distribución distinta de los recursos. En el segundo caso,
las posiciones son virtuales, es decir, son no-posiciones para Bucha-
nan, y resulta por tanto ilícito cotejarlas con las actualizadas por el
mercado. El proceso evaluativo se invierte y lo que pasa entonces es
que el mercado es bueno por definición. Es bueno, en otras palabras,
porque refleja los sucesivos momentos en que los agentes se colocan
al decidir voluntariamente. Buchanan lo explica tal cual en The Li-
mits of Freedom (cap. 1):

¿Qué hemos de entender por resultados «buenos» o «malos»? La res-


puesta es simple, aunque extremadamente importante. Es «bueno»
lo que «tiende a emerger» de las decisiones libres de los individuos

135
EL HOMBRE ENDIOSADO

implicados. Es imposible que un observador externo pueda establecer


criterios de «bondad» independientemente del proceso a través del
cual se han alcanzado esos resultados. Hemos de evaluar los medios
por los que se alcanzan los resultados, no los resultados mismos [las
cursivas son mías].

Existe una conexión intrigante, y muy profunda y general, entre


el voluntarismo, la filosofía idealista, y la negación de uno de los
principios más venerables de la lógica clásica: el del tertium non da-
tur, o tercero excluido. En rigor, el principio del tertium non datur
asevera que, dada una proposición cualquiera, ella o su negación son
verdaderas. En lo sucesivo, sin embargo, incurriré en el solecismo
técnico de no distinguir entre el principio del tercero excluido, y el
principio de bivalencia. Entenderé a veces que el principio del terce-
ro excluido asevera que toda proposición es verdadera o falsa. Esto
simplifica la discusión, y no enturbia ni pervierte el razonamiento.
El caso es que el principio del tercero excluido se aviene mal con el
idealismo. ¿Por qué? Porque el idealista piensa, aunque no siempre
se atreva a hacer su pensamiento explícito, que el mundo, antes de
que lo haya visitado el hombre, se encuentra aún por definir. Una
manera sintética y eficaz de expresar esta convicción, es decir que las
proposiciones que se refieren a esa realidad preliminar o en rama,
no son ni verdaderas ni falsas. A esta conclusión, por ejemplo, lle-
ga John Dewey en su personal elaboración del pragmatismo. Dewey
opone, a la estampa clásica del empirismo, una contraestampa: el
hombre es un organismo biológico, y para él conocer no consiste en
experimentar, por dentro, la contrahechura mental de una cosa, sino
en encontrar un equilibrio con el medio, un equilibrio sólo asequible
después de haber operado sobre el propio medio. Dicho en otras
palabras: el sujeto se enfrenta a situaciones complejas que se repre-
senta tentativamente y que no sabe aún bajo qué formas terminará
registrando. Por tanto, esas situaciones son dudosas intrínsecamente:
están infradeterminadas en un sentido lógico y ontológico a la vez.
El planteamiento de Dewey es típicamente idealista. «Idealista», por
cierto, es un calificativo que Dewey matiza, pero que también acepta
de modo expreso:

Veremos surgir un idealismo genuino y compatible con la ciencia tan


pronto la filosofía acepte el mensaje principal de aquélla. El cual con-
siste en que las ideas son afirmaciones, no de lo que es o ha sido,
sino de actos en vía de ser ejecutados. Entonces los hombres com-
prenderán que las ideas carecen de valor si no se mudan en acciones
que reordenan y reajustan en alguna medida, grande o pequeña, el

136
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

mundo en que vivimos. Exaltar el pensamiento y las ideas por sí mis-


mas y aparte de lo que logren hacer, equivale a negarse a aprender la
lección que está encerrada en el tipo más auténtico de conocimiento,
el experimental, y supone igualmente dar las espaldas al idealismo
responsable (The Quest for Certainty, cap. V).

Lo último implica negar el principio del tercero excluido. Dewey


lo niega, punto abajo, punto arriba, en su obra principal, Logic: The
Theory of Inquiry:

El hecho de que disyunciones, consideradas antes exhaustivas amén


de necesarias, hayan resultado ser con el tiempo incompletas (ade-
más de totalmente irrelevantes), debería habernos alertado sobre un
segundo hecho: a saber, que el principio del tercero excluido sienta
una condición lógica que sólo se satisfará en el curso de nuestras
pesquisas futuras. El principio se restringe a formular la estructura de
nuestro conocimiento una vez concluida la pesquisa (cap. 17).

Dicho de otra manera: no cabrá afirmar «P o no-P» mientras P


se refiera a una situación que todavía no hemos acertado a decantar
interviniendo en el mundo material o cognitivamente, o mejor aún,
por ambas vías, dado que ninguna de las dos resulta separable de la
otra. Me he valido de Dewey porque es claro y está próximo a no-
sotros. Pero podría haber invocado como apoyo a idealistas de otras
épocas y pelajes.
El voluntarismo buchaniano conduce, igualmente, a la negación
del tercero excluido. En efecto, una proposición referida a una pre-
ferencia no manifestada no podrá ser verdadera ni falsa, puesto que
si fuese lo uno o lo otro, la preferencia estaría determinada ex ante,
y entonces el individuo ya no sería libre de elegir otra cosa. No se
sigue de aquí, va de suyo, que las doctrinas idealistas y voluntaristas
sean idénticas. Más exacto sería afirmar que el idealismo opera como
una premisa tácita del voluntarismo: si suponemos que la voluntad
es la fuente de realidades radicalmente inéditas, inéditas en el sentido
de que sólo conocen como causa una voluntad que en sí misma está
incausada, será inhacedero ser voluntarista sin ser a la vez idealista.
También: la voluntad necesita expandirse, y no lo hará si choca con
una realidad previamente cristalizada. La negación del tertium non
datur resume bien este cruce de perspectivas.
¿Hemos concluido? No. El tercero excluido nos reserva más sor-
presas. Su impugnación suele ir aparejada, y no es accidental que
lo haga, a la idea de que lo que no es actual, evidencia un grado de
realidad atenuado. Ya sé que esto resulta, todavía, un poco vago, y en

137
EL HOMBRE ENDIOSADO

cierto modo perogrullesco. Y que no resulta fácil de relacionar, mien-


tras no se ajuste más la exposición con lo que antecede. Será preciso,
en consecuencia, que me explique un poco por lo largo. Mi punto
de partida será un viejísimo affaire aristotélico, reprocesado luego
por los lógicos modernos. En De Interpretatione, según una lectura
contenciosa aunque todavía dominante, el Estagirita recusa la vali-
dez general del tertium non datur basándose en la tesis de que los
hechos futuros, o ciertos hechos futuros, están por determinar. Su
razonamiento es brevísimo: si la proposición «Mañana se librará una
batalla» fuera verdadera o falsa, una de dos: o se librará una bata-
lla porque la proposición es verdadera, o no se librará una batalla,
puesto que la proposición es falsa. Pero no está determinado que la
batalla se vaya a librar, ni tampoco lo contrario. Luego el principio
del tertium non datur no rige para ciertos acontecimientos futuros.
Esto concuerda con las ideas que hemos atribuido antes a Buchanan.
Łukasiewicz, un lógico polaco contemporáneo de Tarski, asumió el
problema en los términos propuestos por Aristóteles, e inventó una
lógica trivaluada cuyo tercer valor es lo «posible». Precisando: según
Łukasiewicz, al formular hoy el enunciado «Mañana se librará una
batalla», estamos realizando un aserto tal que ni él ni su negación
son verdaderos. ¿Qué son entonces? Pues meramente «posibles». La
misma proposición, enunciada mañana, describirá, esta vez sí, o un
hecho consumado, o la no consumación del hecho. Bien el aserto,
bien su negación, serán entonces verdaderos. Pero eso será mañana.
Hoy, el enunciado se queda en posible.
El artículo en que Łukasiewicz lleva a cabo su reelaboración lleva
por título «Sobre el determinismo» y está inspirado en una confe-
rencia pronunciada en la Universidad de Varsovia durante el cur-
so 1922-1923. Movido por el propósito de refutar, en un mismo
envite, el fatalismo crisipeo y el tertium non datur, divide los hechos
que situamos en el futuro en dos grandes categorías. A la primera
pertenecen los hechos cuya causa está operando en el presente. Los
enunciados que se refieren a esos hechos son verdaderos ahora. ¿Por
qué? Porque si H es el hecho descrito, existe ahora la causa que lo
engendrará. En la segunda categoría, están comprendidos los hechos
que no guardan conexión causal con el presente, en una acepción
doble: todavía no se ha iniciado, ni la progresión de causas que de-
bería dar lugar al hecho, ni la que desembocará en la exclusión del
mismo. El hecho está, por así decirlo, indeterminado. El tercer valor
de la lógica trivaluada de Łukasiewicz, a saber, lo «posible», se corres-
ponde con los enunciados referidos a estos hechos indeterminados.
Cabe compendiar la tesis de Łukasiewicz diciendo que, para el últi-

138
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

mo, sólo los hechos cuya causa es actual, son reales. El polaco aplica
al pasado el mismo argumento, sólo que vuelto del revés. Admite
como reales los hechos pretéritos cuyos efectos se hacen sentir aho-
ra. Sin embargo, entrecomilla la realidad de los que han dejado de
tener impacto en el presente. Los últimos son relegados a la misma
esfera en que están inclusos los hechos prospectivos y meramente
hipotéticos que surgirán, si es que lo hacen, en virtud de procesos
causales aún no incoados.
¿Qué se desprende de aquí? Pues la reducción de la realidad a
una suerte de espasmo presentista, cuyas prolongaciones hacia detrás
y hacia delante marcan los límites de lo cabalmente existente. Es la
actividad causal del presente la que determina o crea anticipadamen-
te el futuro, que en el fondo es un presente diferido; y es el presente
el que infunde, de rebote, consistencia en el pasado, el cual no es
tanto él mismo, cuanto una reminiscencia o reverberación que en el
costado le brota al presente.
El pensamiento de que la realidad es pura actualización, se repite
en otro alegato célebre contra el principio del tercero excluido. Me
refiero a la doctrina de los matemáticos intuicionistas. Para compren-
der a los intuicionistas, es preciso hacerse antes cargo de la teoría por
oposición a la cual tejen su antiteoría. La teoría original fue la susten-
tada por los matemáticos de corte clásico. Supongamos que D es un
conjunto infinito de números naturales, y que la proposición P afirma
que entre los números pertenecientes a D, existe uno que posee la
propiedad Q. Ambos, clásicos e intuicionistas, aceptan que la manera
más directa de establecer la verdad de P sería actualizar una expe-
riencia: a saber, la consistente en construir o evidenciar el número
que posee la propiedad en cuestión. El principio del tercero excluido
autoriza, no obstante, un segundo itinerario deductivo. En la medida
en que el principio sea lícito, podremos decir que P es verdadera,
cuando su negación es falsa. Ahora no se actualiza una experiencia en
el sentido en que se actualizó antes. Al demostrar que P es verdadera
porque su negación es falsa, no estamos aprontando el hecho o la
construcción en que descansa inmediatamente la verdad de P. Más
bien, estamos razonando por eliminación: estamos excluyendo no-P,
y en vista de que reconocemos una sola alternativa, a saber, que P
sea verdad, también estamos afirmando P. Esta técnica demostrativa
ha sido empleada por los matemáticos clásicos en la deducción de
innumerables teoremas. Pero los intuicionistas la rechazan. ¿Por qué?
El argumento es que no se habrá demostrado que existe un número n
que posee Q, si todo lo que ha llegado a demostrarse es que es falso,
o conduce a contradicción, el supuesto de que ningún n posee Q. La

139
EL HOMBRE ENDIOSADO

demostración de que tal número existe, exigiría que evidenciásemos


el número, que lo manifestásemos según él es. Mientras esto no se
consiga, será mejor suspender el juicio: detenerse en los umbrales de
una realidad que, por informe, por meramente postulada, no tiene
derecho a reclamar, todavía, el título de «realidad». El actualismo in-
vocado por el intuicionista no afecta sólo a la existencia, sino, por así
decirlo, a la entidad de la cosa: el hueco dejado por la imposibilidad
de no-P no se colmará hasta que el matemático no coloque en él un
artículo fabricado por sus propias manos. ¿Y si no lo fabrica nunca?
Pues nada, no hay caso, asunto. En rigor, nada hay por encontrar
hasta que efectivamente se encuentra. La epifanía del descubrimiento
entraña, simultáneamente, un alumbramiento.
Łukasiewicz no fue un idealista. Según Łukasiewicz, lo que es ac-
tual y por tanto existe, es actual aunque no haya nadie para atestiguar-
lo. Los intuicionistas, por lo contrario, fueron idealistas, en sentido
lato y en sentido estricto. Los números, para ellos, son construccio-
nes, y las construcciones, hechos complejos que acaecen en la mente
del matemático. Sin mentes matemáticas, creadoras o receptoras de
construcciones matemáticas, tampoco habría objetos de que pudiera
ocuparse la matemática. Ello dicho, hay que añadir que la doctrina
intuicionista se halla soberanamente exenta de fermentos voluntaris-
tas. Las buenas construcciones matemáticas no son buenas porque
así lo decrete el matemático; más propio sería decir que la mente del
matemático, vuelta sobre sí misma, percibe —o intuye— que lo hecho
por ella es bueno, como al sexto día percibió el Dios de la Biblia que
lo hecho por él era bueno. En palabras de Brouwer, el fundador de la
secta: «La única fuente de la matemática es la intuición, que coloca los
conceptos y las inferencias delante de nuestros ojos, de forma clara e
inmediata». El voluntarismo se insinúa con mucha mayor eficacia en
determinadas teorías del conocimiento, y lo hace a través de un equí-
voco. El equívoco surge por fases u oleadas y se ajusta al patrón que a
continuación sigue. Primero se investiga qué tenemos derecho a decir
que conocemos; a continuación, se añade que no tenemos derecho a
decir que existe lo que no conocemos que existe. Esto es, lo que no
hemos recibido en forma de conocimiento. Pero la cuestión nuclear,
la de qué tenemos derecho a decir que conocemos, es contenciosa
por definición: al cabo, somos nosotros los que hemos de decidir qué
es conocimiento y qué no lo es. El resultado es que somos nosotros
a quienes toca decidir qué existe o no existe, o es real o no es real
(véase nota 13 de «El matrimonio homosexual y la teoría libertaria»).
La carambola se hace especialmente divertida en aquellos casos en
que el epistemólogo no se resigna a renunciar a la noción vulgar de

140
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

realidad. A la noción, entiéndase, de que las cosas son lo que son con
independencia de lo que pensemos de ellas. El mejor exponente de
este choque de sentimientos es Charles Sanders Peirce, fundador
de la escuela pragmatista —rebautizada por nuestro hombre como
«pragmaticista» cuando el animoso James aplicó el rótulo a su propia
filosofía y confundió, según Peirce, el tocino con la velocidad—. Vale
la pena recordar lo que dice Peirce en «What Pragmatism is» (1905):

El que persista en hablar de esta «verdad» metafísica, y de esta «fal-


sedad» metafísica, verdad y falsedad de las que no sabe nada, sólo
logrará complicarse la vida de forma innecesaria. [...] Las únicas cosas
con las que tenemos relación, son dudas y creencias. [...] Si consigue
usted definir las palabras «verdad» y «falsedad» a partir de sus dudas
y creencias, santo y bueno. [...] Pero si por verdad y falsedad entiende
algo que no se puede definir de ninguna manera en términos de duda
y creencia, entonces estará hablando de entidades de las que no sabe
nada, y que conviene suprimir aplicando la navaja de Occam.

En «The Fixation of Belief» (1877), sin embargo, Peirce había


resumido de otra manera el principio básico en que debe sustentarse
el método científico:

Existen cosas Reales, cuyas características son por completo inde-


pendientes de nuestras opiniones en torno a ellas. [...] Todos los que
hayan razonado lo bastante sobre el asunto, o reunido la experiencia
suficiente, llegarán a una conclusión única, la conclusión Verdadera.
Estamos hablando, claro es, de la Realidad.

Como puede apreciarse, Peirce osciló entre visiones difícilmente


compatibles. La raíz de la dificultad reside en su teoría del conoci-
miento. Peirce define la Realidad como el horizonte hacia el que nos
aproxima el método experimental. Según investigamos, la ciencia
se mueve, y eso hacia lo que se mueve, es la Realidad. Ahora bien,
¿cómo sabemos que la ciencia, al moverse, se mueve hacia la Reali-
dad? Existiría una respuesta clara si fuésemos capaces de localizar la
Realidad por una vía independiente, y después de realizada esta haza-
ña, constatásemos que la distancia entre la Realidad y los resultados
de la ciencia es cada día más corta. Pero como esto es algo que no
se puede hacer, la respuesta clara se nos va por escotillón. Nada, en
fin, nos deparará la Realidad, si no la postulamos. Y si la postulamos,
estaremos admitiendo una diferencia conceptualmente irreducible
entre ella, y los movimientos que a ella nos acercan. Peirce se debate
entre un presentismo cognoscitivo cuyo desenlace natural son el veri-
ficacionismo radical y el agnosticismo ontológico, y la idea de que no

141
EL HOMBRE ENDIOSADO

hay nada malo en hablar de una Realidad trascendente, en cuyo caso


habría de replantearse de alguna manera el presentismo cognoscitivo
que simultáneamente parece asumir el autor. Espatarrado entre los
dos cuernos de la disyuntiva, Peirce se mete en un lío fabuloso. Tan
fabuloso, tan fantástico, que resulta irresistible la tentación de reme-
morarlo.
En «How to make our Ideas Clear» (1878), Peirce escribe, de-
jándose llevar por su côté verificacionista: «Considérense los efectos
prácticos que pudieran derivarse de creer tal o cual cosa sobre un
determinado objeto. La concepción de dichos efectos resume ente-
ramente nuestra concepción del objeto». Por ejemplo: al pensar que
un diamante es duro, en lo que de verdad estamos pensando, es en
lo que le pasará al diamante cuando lo manipulemos. Nos haremos
la cuenta, qué sé yo, de que el diamante no se podrá rayar con un
punzón de hierro. Es posible representarse esta especulación sobre el
diamante invocando lo que en filosofía de la ciencia se conoce como
un «contrafáctico», es decir, un condicional cuyo antecedente se pre-
supone que es falso. Los contrafácticos, en castellano, obligan al uso
del subjuntivo: «Si hubiera repasado el diamante con un punzón de
hierro, etc.». Gracias a este artificio lingüístico, logramos formular
creencias referidas a propiedades cuya manifestación se relega a he-
chos que no han tenido lugar, o mejor, a conexiones entre hechos que
no han tenido lugar. Imaginemos, a continuación, que el diamante se
encuentra en el fondo del mar, o que ha sido volatilizado por un rayo
cósmico. Aun así, tendría sentido afirmar que es duro o era duro. No
conseguiremos someter el diamante extinto, o el diamante inaccesi-
ble, a la prueba del punzón. Pero si hubiésemos llevado la prueba a
cabo, el punzón no habría dejado ninguna huella en su superficie.
Lo interesante es que Peirce no alude a los contrafácticos. Lo
que hace, es apuntarse al actualismo extremo. Escribe: «No existe la
menor diferencia entre una cosa dura y otra blanda mientras no se
sometan a experimento [cursivas mías]». Y escribe también:

¿Qué nos impide decir que todos los cuerpos duros permanecen per-
fectamente blandos hasta que se tocan? [...] Un poco de reflexión
revelará que la respuesta es ésta: no incurriría en suerte alguna de
falsedad el que se expresara de semejante manera. Sólo habría cam-
biado la manera en que usa las palabras «duro» y «blando». Pero no
habría variado el significado [cursivas mías] de estas palabras. Ya
que no estaríamos representándonos los hechos distintos de como
son. [...] Ello nos lleva a señalar que la cuestión de lo que ocurriría en
circunstancias que no se producen de hecho [cursivas mías] no plantea
cuestiones fácticas.

142
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

O sea, cuestiones que afectan a lo que es la verdad.


Obviamente, el planteamiento de Peirce hace por completo inin-
teligible la apelación a una Realidad independiente del observador. Y
lleva a conclusiones extrañísimas, en cierto modo análogas a las que
atarearon a Łukasiewicz con relación a eventos futuros. La afirmación
de que es duro un diamante que está en el fondo del mar, no sería ver-
dadera ni falsa, así como, para el polaco, no es verdadera ni falsa una
proposición referida a un hecho prospectivo cuando no se ha iniciado
aún la cadena causal que debería originarlo. Fallaría, en fin, el tertium
non datur. Años más tarde, Peirce nota lo insostenible de su postura
(«Issues of Pragmaticism, Subjective and Objective Modality», 1905):

El Pragmaticismo se remite al final a lo que cabría llamar «resolucio-


nes concebidas condicionalmente». [...] Es necesario que las propo-
siciones condicionales, con sus antecedentes hipotéticos [...], puedan
ser verdaderas. [...] Pero ello equivale a decir que las posibilidades
pertenecen al reino de lo real [en ambos casos, cursivas mías].

Las «resoluciones concebidas condicionalmente» coinciden, por


supuesto, con los contrafácticos. Peirce corrige explícitamente su tesis
de 1878, una tesis conforme a la cual se estimaba indiferente decir, de
un diamante que todavía no se ha tocado, que es blando, o al revés,
que es duro. Y remata: «[...] lo real es lo que es, independientemen-
te de lo que en un instante dado juzguemos que es [cursivas mías]».
La última observación de Peirce invita a aceptar el principio del
tercero excluido. Si el diamante es duro o no es duro con indepen-
dencia de lo que nos consideremos autorizados a pensar de su dure-
za, la proposición «El diamante es duro» será verdadera o falsa: los
experimentos que tengamos a bien hacer, confirmarán cuál de las dos
cosas es el diamante, y sanseacabó.
Como se ve, hemos descrito un círculo, partiendo ahora de la
teoría del conocimiento. Hemos colocado el tertium non datur en
el centro del debate: o aceptamos el principio inspirándonos en una
concepción realista del mundo, o lo impugnamos a partir de una doc-
trina que vincula el significado de las proposiciones al estado cogniti-
vo en que se encuentra la persona que las está sometiendo a verifica-
ción. Y hemos recuperado, asimismo, un viejo leitmotiv buchaniano.
Líneas atrás, mencioné un concepto lógicamente homólogo al de
«duro»: a saber, «frágil». También la fragilidad de un objeto se ma-
nifiesta de forma condicional, esto es, nos remite a hechos que sólo
se verificarán si primero tienen lugar otros hechos cuya realización
no se da por supuesta. Afirmé entonces, dejando adrede una bala en

143
EL HOMBRE ENDIOSADO

la recámara, que los conceptos disposicionales —así los denominó


Carnap— no resultan especialmente conflictivos. No es así, como se
ha visto. El realismo inclina a interpretarlos de una manera; el idea-
lismo, de otra. Argumenté también que Buchanan no podía adherirse
a la interpretación realista. Para Buchanan, el consumidor, al elegir,
genera un valor, no lo escoge, así como para el verificacionista el
jarrón, al romperse cuando se estrella contra el suelo, inaugura un
hecho que completa el contenido de «frágil», no desvela una propie-
dad que el jarrón habría poseído aun cuando nadie lo hubiera estre-
llado contra el suelo. Las diversas instantáneas en que he dividido
este anexo nos acercan, al superponerse, al corazón de la filosofía de
Buchanan. Punto número uno: Buchanan entra en colisión con el ter-
tium non datur por las mismas razones que Łukasiewicz. Si el tertium
non datur rigiera para elecciones no efectuadas todavía por el sujeto,
ya estaría escrito, estaría escrito ahora, lo que aquél va a elegir, y en-
tonces no sería libre de no elegir lo que está escrito que elegirá. Punto
número dos: Buchanan no puede aceptar el tertium non datur por un
motivo adicional, y más profundo. El motivo es que es el consumidor
el que, mediante sus decisiones, crea la realidad. A fin de comprender
mejor este segundo aserto, conviene olvidarse de Łukasiewicz y pen-
sar en lo que dijeron los intuicionistas. La analogía con los intuicio-
nistas falla, sin embargo, en un extremo sustancial: aunque es cierto
que las realidades matemáticas no preexisten, en el intuicionismo, a
su construcción efectiva, es igualmente cierto que la verdad matemá-
tica de que hablan Brouwer o sus discípulos es de índole epifánica.
El matemático ve la verdad, no la inaugura. Ello nos lleva al punto
número tres: a diferencia de los intuicionistas, Buchanan es un vo-
luntarista. Lo es, porque los objetos que maneja no son números sino
valores, y es tentador, incluso natural, identificar el valor de una cosa
con el que voluntariamente le concede quien la elige. Pero esto no
nos adentra lo bastante por el camino que Buchanan ha recorrido.
Buchanan no se reduce a afirmar que los valores son subjetivos. Aña-
de que surgen en el proceso de ser elegidos, o mejor, que ingresan en
el mundo en la medida en que son elegidos. El agente, por tanto, in-
augura, ahora sí literalmente, los valores. En esto, recuerda un poco
al investigador que se pasea por algunas páginas de Peirce. Es el expe-
rimento, realizado por el investigador peirceano, el que instila verdad
o falsedad en una proposición. Cabe afirmar, sí, que el resultado del
experimento depende de cómo sea el mundo. Al tiempo, el peso
del mundo, todo el peso del mundo, no basta, por sí solo, a determi-
nar la verdad de una proposición que el investigador no ha querido
someter a prueba. Es la voluntad del investigador lo que ha de con-

144
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR

vertir en hecho fehaciente la premisa no actualizada del contrafácti-


co. Expresado alternativamente: la realidad no termina de ser... hasta
que los hombres se arrancan a actualizarla. La noción de que la rea-
lidad es pura actualización, aloja consecuencias morales en absoluto
baladíes. En Humano, demasiado humano (I, 22), escribió Nietzsche:

No se abandonan en vano las creencias metafísicas. El individuo que


se desprende de ellas contrae la mirada al espacio breve de su exis-
tencia y no se siente impulsado a crear instituciones duraderas, le-
vantadas con la ambición de resistir al tiempo. Se quiere recoger el
fruto del árbol plantado, y, por lo mismo, no se planta el árbol cuya
sombra, luego de desvelos centenarios, cobijará a las generaciones
siguientes, y a las que sigan a éstas.

Nietzsche vincula el abandono de la metafísica a la devaluación


del futuro. ¿Por qué? Porque tanto el mundo de la metafísica, como
el mundo del futuro, son trasmundos, cosas del más allá. Al cesar la
fe en la metafísica, se ausenta para el individuo el más allá y por tanto
y forzosamente la manera peculiar de estar más allá que es estar en el
futuro. Y el individuo se hace instantáneo, vertiginoso; el individuo
arde y tiembla y ya no intenta afirmarse proyectándose en un orden
trascendente o en un tiempo desplazado.
Pensemos a continuación en el hombre libre de Buchanan. Se
trata, también, de un hombre exento de metafísica. Buchanan no ad-
mite, recordémoslo, valores preexistentes, puesto que el valor se crea
al paso que es elegido o preferido. El valor no elegido aún es un valor
por hacer; es una virtualidad absoluta. Y la experiencia individual, un
horizonte permanentemente abierto. Cabalgar hacia ese horizonte es
una aventura radical, y una aventura hermosa. Y más hermosa que
los frutos, es la aventura. Buchanan condensa su descubrimiento en
una fórmula casi poética, y un sí es no es paradójico: Man wants
liberty to become the man he wants to become («Natural and Artifac-
tual Man»). Aquí juega Buchanan con dos de los sentidos posibles de
to want. En el primero, to want vale por «necesitar». En el segundo,
equivale a «querer». Liberty to become ha de leerse como si consti-
tuyera una unidad. Hechas estas advertencias, el lema de Buchanan
suena como sigue: «El hombre necesita la libertad de convertirse en
el hombre que quiere ser». Pero el hombre que queríamos ser no es el
que ahora queremos ser, ni éste coincide que el que nos dará la gana de
ser más adelante. «El hombre necesita la libertad justo en la medida
—añade Buchanan— en que no sabe qué querrá ser en el futuro». So-
mos todo movimiento. Y los fines, los objetos del deseo, son buenos
por eso, porque nos ponen en movimiento.

145
Anexo 2

EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

El pasado es un caos que los historiadores atenúan poniendo marcas


en el calendario. Este ejercicio, mitad ceremonioso, mitad mnemo-
técnico, no es necesariamente inútil. Cabe afirmar, sin daño apara-
toso de la verdad, que la Roma del legendario Escévola y de los ve-
rídicos escipiones empezó a acabarse el año en que César se declaró
dictador vitalicio de la República; o que Grecia baja de punto y se
desliza tras ser vencida la coalición de ciudades estado por las tropas
imperiales macedónicas en Queronea. Ni el golpe de mano de César,
ni la rota de Queronea, cambiaron, por sí solos, los destinos romano
o griego. Pero constituyen episodios límite. Se diría que hay ocasio-
nes en que el tiempo se dobla sobre sí y adquiere espesor, lo mismo
que un cordón al ser herido por la torcedera. Presentan un perfil
más esquivo, más difuso, las grandes crisis espirituales. ¿Qué es una
crisis espiritual? Y supuesto que sepamos lo que es, ¿por qué señales
se manifiesta?
Sigo con los clásicos. Dos siglos antes de Cicerón, Roma era una
robusta ciudad guerrera, sólidamente asentada sobre las costumbres
atávicas. Los romanos, cuando partían para fundar una nueva colo-
nia, cargaban, junto a los enseres y las armas, los Penates domésticos.
Y también al revés: no era infrecuente que, invirtiendo el flujo numi-
noso, agregaran al botín de guerra las estatuas de los dioses vencidos,
cuyos poderes propiciatorios confiaban en apropiarse. La religión in-
tegraba, en fin, un galimatías eficaz, que los poetas no habían estiliza-
do aún en hermosos hexámetros. Pero Cicerón ha probado el veneno
de la filosofía griega, y aunque pertenece al colegio de augures y
practica los ritos sagrados, percibe ya el carácter supersticioso de la fe
nativa. En De divinatione, sugiere que la religión es un tejido de fábulas
de las que no conviene descreer en público, no vaya a quedar confun-

147
EL HOMBRE ENDIOSADO

dido y patas arriba el orden civil de la República. San Agustín imputa


el mismo parecer a Varrón —La ciudad de Dios, VI, 6—. Sin duda
alguna, algo se ha quebrado en la visión de las cosas de los romanos
cultos. Es lícito hablar de crisis, de crisis espiritual. Al tiempo, no lo es,
si por crisis hemos de entender una suspensión del orden vigente y la
llegada inmediata de otro alternativo. Habrán de transcurrir casi cua-
trocientos años, digo bien, cuatrocientos, antes de que se consolide en
el orbe romano la disciplina de la cruz.
La historia ulterior del cristianismo es, de nuevo, la de una su-
cesión de crisis, resueltas de modo más o menos compatible con la
Palabra Revelada o con las reinterpretaciones que de la última hu-
bieron de ensayarse al compás de los tiempos y los conflictos entre
los hombres. No existe un guión limpio, una sucesión apretada y co-
herente de conceptos. En 1679, Bossuet invoca todavía los milagros
para vindicar la fe verdadera. Dios asegura sus designios mediante
intervenciones directas que anulan las leyes de la naturaleza y alteran
el curso de la historia —Discours sur l’histoire universelle, II, 1—. Al
año siguiente, y a contrapelo de Bossuet, Malebranche teoriza, en su
Traité de la nature et de la grace, un Dios arquitecto cuya obra no
es perfecta, porque más importante todavía que la perfección de la
obra, es la pulcritud y economía de medios con que ésta debe ser
ejecutada. Malebranche no es el innombrable Spinoza, y no niega los
milagros. Ha redactado el Traité con un objetivo devoto: el de expli-
car la razón por la que Dios, a despecho de ser infinitamente bueno,
ha generado un mundo en el que la inmensa mayoría de los hombres
están condenados a tostarse en el infierno. Los milagros, no obstante,
ya sólo entran de canto o como al bies en la composición de lugar de
Malebranche, de claro sabor deísta. En el póstumo A Discourse on
Miracles (1706), Locke cruza el Rubicón. El argumento de Locke es
expeditivo. Un hecho sólo constituye un milagro si subvierte una ley
natural; nunca llegaremos a un acuerdo definitivo sobre cuáles son
las leyes naturales; luego será mejor que no nos fatiguemos indagan-
do tras este suceso o el de más allá la acción portentosa del Creador.
¿Ha entrado en crisis irreversible el cristianismo, o bien se han averi-
guado maneras de hacerlo congruente con la nueva ciencia?
La ortodoxia contemporánea tiende a apuntarse al primer brazo
del dilema. Según ésta, una serie de acontecimientos marcan, a lo
largo de los siglos XVII y XVIII, una crisis magna, una crisis cuyo des-
enlace es el final de la era teológica y el comienzo del mundo en que
vivimos ahora. Ese proceso, o mejor, lo que de él se deriva, recibe
el nombre de «secularización». El mecanicismo galileano en Física;
la distinción, dentro del Derecho Natural, entre teología moral y

148
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

una inteligencia de las leyes sociales de prosapia utilitarista; el auge


de la burguesía, y la correlativa invención en el área protestante de
mecanismos constitucionales que desplazan la fe a la esfera privada y
basan la legitimidad de la política sobre principios meramente civiles,
habrían sido los agentes principales del cambio.
Anticipo que nuestros dos autores dedican el grueso de su es-
fuerzo a desautorizar la ortodoxia contemporánea. Mark Lilla con
suavidad de formas, y John Gray desgañitándose como un hooligan
—para que no haya equívocos, abre Misa negra con esta afirmación
lapidaria: «La política moderna es un capítulo dentro de la historia
de la religión»—. Pero antes de centrarme en los textos y quienes los
han escrito, estimo conveniente discutir una ambigüedad inherente
al concepto de secularización. A veces, se entiende que se ha secu-
larizado el que ha conseguido reconstruir sus representaciones mo-
rales a partir de principios exentos de connotaciones religiosas. El
ejemplo canónico nos viene dado por Kant, o para ser más precisos,
nos habría venido dado por Kant en la hipótesis de que hubiese lo-
grado lo que probablemente no logró: erigir una ética desde premi-
sas que se justifican sin acudir a la autoridad de la religión recibida.
En otras ocasiones, por el contrario, la especie «secularización» no
alude a una aventura o un denuedo en el campo de las ideas sino a
una mera constatación sociológica: la de que la gente está dejando
de ir a misa, o ya no consulta el santoral para decidir qué nombre
pondrá a sus hijos, o come carne los viernes, o se disgusta mucho
cuando un familiar se mete a cura. La distinción no impresionará
demasiado al sociólogo positivista. Éste dará por hecho que las ideas
que la gente tiene son una cosa, y su manera de ir por la vida, otra,
y aquí paz, y después gloria. Si nos tomamos, empero, las ideas en
serio —y Lilla y Gray son historiadores profesionales de las ideas—, el
asunto varía por completo. Imaginemos que la moral laica que a la
sazón profesamos resultara ser, o precaria y vulnerable —veredicto
de Lilla—, o religión disimulada —John Gray—. Entonces parecerá
razonable concluir que la conducta aparentemente secularizada de
la gente en las democracias occidentales representa un caso de falsa
conciencia. Es oportuno recuperar el paralelo con la Roma de Cice-
rón. Esa Roma experimentó una crisis por cuanto los optimates cul-
tos percibieron una incongruencia entre los principios que animaban
el orden social y político, y la razón. Pero ahora nos encontramos en
la situación inversa. Lo que estaría ocurriendo ahora es que la gente
cree estar viviendo con arreglo a principios racionales que, o son pos-
tizos, o no terminan de ser lo que pretenden ser. Gray, cuya antipatía
hacia el cristianismo es notoria, llega a afirmar que los cristianos

149
EL HOMBRE ENDIOSADO

deliberados de antaño eran más inteligentes que los inconfesos de


hogaño. Al menos, sabían qué terreno pisaban. Y Lilla nos invita
permanentemente a no olvidar nuestros orígenes, que no han sido
suprimidos sino provisionalmente desactivados. Sea como fuere, no
atravesaríamos una era de secularización triunfante, sino, más bien,
de confusión galopante.
John Gray es un hombre sugestivo, extravagante, y en trashu-
mancia permanente desde los tiempos en que ofició como asesor de
Margaret Thatcher. En Misa negra se refiere a ella con un respeto
mitigado por una objeción de fondo. La objeción es que el conserva-
durismo liberal de Thatcher constituye una contradictio in terminis.
Gray, siguiendo la tesis de Karl Polanyi en La gran transformación,
sostiene que el capitalismo se afirmó en Inglaterra a través de una
férrea política centralizadora, más hacedera en ese país que en otras
regiones de Europa porque el Parlamento de Londres reunía poderes
excepcionales. La consolidación del orden capitalista/liberal se levan-
tó sobre un montón de ruinas: el de las complejas formas culturales y
societarias que conformaban la vieja vida inglesa, venerable e impro-
ductiva. El reproche que dirige a Thatcher se repite en su análisis de
Hayek: no es dable exaltar los méritos de la destrucción creadora del
capitalismo, y declararse a la vez conservador —Hayek, por cierto,
negó serlo. Pero no creo que haya convencido a nadie—. Gray escri-
bió un buen libro sobre Hayek, al que añadió en ediciones sucesivas
un post scriptum con las notas disidentes que acabo de comentar. La
conclusión de Gray es que Hayek fue un excelente economista, y un
mal fenomenólogo cultural. Me parece que lleva razón.
¿Qué intuye Gray tras la exaltación por Hayek del carácter pro-
teico, innovador, del liberalismo capitalista? El mito del progreso
—«La civilización es progreso y el progreso es civilización», afirma
Hayek en The Constitution of Liberty—. Pero el mito del progreso
reproduce el mito cristiano de un orden providencial... con un matiz
agravante. En realidad los cristianos mainstream, los que han tenido
vara alta desde el asentamiento de la doctrina tras lo primeros y bal-
bucientes años, han tendido a asociar el orden providencial cristiano
con el triunfo de la Iglesia tras la llegada del Mesías, es decir, con un
proceso cuyo cumplimiento se sitúa en el pasado. Agotado el tiempo
mundano, ingresaremos en otra esfera: nuestros cuerpos serán glo-
riosos y nuestras miradas extáticas estarán fijas en Dios. El progresis-
ta secularizado, sin embargo, ha licenciado el más allá. De resultas, la
dislocación cristiana entre los dos tiempos, el de la historia y el de la
eternidad, se suelda para dar lugar a un tiempo único, con resultados
explosivos: el reino de Dios en la tierra, prudentemente metaforiza-

150
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

do como el triunfo de la Iglesia en la historia, se convierte de nuevo


en un anhelo, en un deseo exigible de gloria, aquí y ahora. Y se abre
la caja de los truenos, la que habían acertado a sellar hombres más
avisados que Condorcet, Comte o Marx.
En Misa negra, Gray ubica en la Revolución francesa el momento
fatídico en que Occidente traslada a los afanes del día la promesa
cristiana de salvación. Con arreglo al calendario de los secularistas, la
Revolución francesa integró un exceso del que surgirían a continua-
ción innúmeros bienes: los derechos, la participación política univer-
sal, la libertad. Gray, a quien Norman Cohn, uno de los máximos es-
pecialistas en movimientos milenaristas, ha asesorado en Misa negra,
prefiere decir que los jacobinos inauguran un nuevo quialismo, con
tal cual brote gnóstico. Los fanáticos antañones se movían en ámbi-
tos de dimensión artesanal: la glosolalia o el creerse invulnerables
a las balas, originó, o lances cómicos, o muertes absurdas. Pero las
enormes capacidades de la técnica y del Estado moderno han puesto
en manos de los iluminados instrumentos de destrucción aterradores.
Gray incluye en su requisitoria el rosario de experimentos comu-
nistas que dejó al siglo XX convertido en un camposanto. Tampoco
omite a los nazis, a los que considera, provocadoramente, hijos de la
Ilustración.
Nazismo y comunismo son objeto de improperio y deprecación
que el decoro vigente tolera. Gray es más subversivo, y no deja títere
con cabeza. Incluso el liberalismo aparece como una anomalía cristia-
na más, como una burbuja liberada por el fondo de un cristianismo
oculto. Misa negra es un libro desaforado, y también irregular. El
periodismo de urgencia, el tratamiento histérico de la guerra de Irak,
y la militancia anti-Bush —éste, sí, cristiano a tocateja—, ocupan un
espacio absurdo dentro de un libro escrito al trote. Gray carga tanto
las tintas, que se tiene en ocasiones la impresión de que ha empuña-
do la pluma sacudido por una catástrofe personal. Esta sensación se
modera cuando se echa un vistazo a Perros de paja, publicado unos
años antes que Misa Negra. Perros de paja nos depara, por así decirlo,
la clave filosófica de la que manan las fulminaciones del libro más
tardío. Se trata de una clave sencilla: el hombre es un animal, no el
compuesto de alma inmortal y cuerpo deleznable que ha pretendido
la tradición cristiana y quiso antes Platón. Si el hombre es sólo un
animal, y carece por tanto de los atributos que penden de su presun-
ta singularidad óntica —la encarnada por el auriga, por retomar la
imagen platónica del Fedro—, será inevitable recibir cum grano salis
el sistema de derechos, capacidades o expectativas que a esa singula-
ridad van asociados. A lo que, a la postre, nos lleva la naturalización

151
EL HOMBRE ENDIOSADO

radical del hombre, es a invertir a Kant, fénix y cifra de muchos luga-


res comunes de la filosofía contemporánea. En la filosofía kantiana,
la libertad, Dios y la vida eterna aparecen como exigencias deduci-
bles de nuestra experiencia moral. Gray echa a chacota que seamos
libres, no se entretiene en discutir si Dios existe, y niega incluso que
seamos propietarios de una conciencia, en la acepción que defendió
Kant y alega el sentido común. Para Gray, por supuesto, Kant es otro
cristiano embozado. Cita, a este respecto, un divertido pasaje de El
fundamento de la moral de Schopenhauer. Un hombre acude a un
baile e inicia un escarceo con una belleza enmascarada. Pero al final
del baile ésta se quita la máscara y el hombre descubre que ha estado
pelando la pava con su esposa. El hombre es Kant, y la esposa, el
cristianismo.
El errático aunque intenso examen de Gray plantea una pregunta
capital: la de qué precio ha de pagarse por el abandono de las supers-
ticiones cristianas. La respuesta es que el precio es enorme. Habría-
mos de renunciar, por ejemplo, a los derechos, entendidos como una
garantía acreditable por el hombre con independencia de la sociedad
o el régimen cultural que le hayan caído en suerte. Esto es un coro-
lario del naturalismo tomado en serio. La consecuencia fue extraída,
mucho antes, por Jacques Monod, nobel de Medicina y autor del
celebérrimo El azar y la necesidad. Escribe Monod (cap. IX):

Las sociedades liberales de Occidente celebran de dientes afuera, y


proponen como fundamento de la moral, un fárrago repugnante de
religiosidad judeo-cristiana, progresismo cientificista, creencia en los
derechos «naturales» del hombre, y pragmatismo utilitarista.

Conviene reparar, sobre todo, en que Monod ha entrecomillado


«naturales» al hablar de «derechos». El concepto de derecho natural,
como insistiré en demostrar dentro de un instante, o es teológico, o
no es. El naturalismo de verdad nos deja a solas en un mundo cuyas
leyes no hemos construido y que es indiferente a nuestros anhelos.
Gray renuncia heroicamente a la noción de derecho, aunque suaviza
este arrojo con una conjetura facilona: sugiere que la mutilación que
supone el abandono de los derechos no es peor que las devastaciones
causadas por la fe, bien en sus manifestaciones palmarias, bien en las
recónditas. A esto, los economistas lo llaman un trade-off: lo comido
por lo servido. A la vista del mundo que apunta, yo preferiría llamar-
lo wishful thinking: no hay mal que por bien no venga.
Pese a todo, compensa leer Misa negra. ¿Por qué? La razón es que
la perspectiva forzada de Gray sirve de contrapeso a las no menores
violencias que en nuestra comprensión de las cosas han introducido

152
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

los prejuicios dominantes. Llevamos siglos procurando recuperar las


certidumbres del cristianismo desde un punto de partida no cristia-
no. Kant, un hombre de genio, dio el pistoletazo de salida, y Rawls
ha encendido la última bengala. Pero una lectura atenta de los libros
fundadores, y cierta independencia de la presión que ejerce la opi-
nión establecida, deberían bastar a persuadirnos de que el intento es
mucho menos sencillo de lo que se cree. El concepto, por ejemplo, de
derecho individual, o derecho humano, es dudosamente inteligible,
como aventuré hace un rato, fuera de una matriz teológica. La idea
de derecho humano, humano a secas, proyecta a escala cósmica un
artículo jurídico cuya definición presupone la existencia de un orden
civil y de un magistrado que pueda garantizar ese orden con su au-
toridad. La extrapolación no tendrá sentido si no se realiza in toto:
si no incluye, junto al artículo en cuestión, un orden de magnitud
también cósmica y alguien que desde arriba lo tutela. Pretender lo
primero sin conceder lo segundo suscita dificultades enormes, según
se aprecia, con claridad maravillosa, en el reproche que Barbeyrac
dirige a Grocio en la traducción anotada que de Los derechos de la
guerra y de la paz realizó al francés. La idea de Grocio es que lo justo
seguiría siendo de obligado cumplimiento incluso si, per impossibi-
le, Dios no lo ordenara (Libro I, cap. I, X). Barbeyrac contesta que
esto es absurdo, porque nadie está obligado a nada si un tercero no
lo fuerza a la obediencia. Mucho antes, el tomismo había afirmado
que el mundo, en cuanto creado por Dios, exhibe una estructura que
está orientada a un fin bueno y que el hombre puede aprehender por
medio de la razón. Ello franquea la puerta a una justicia universal y
a la vez ateológica, en la línea seguida por Grocio. Pero este compro-
miso es inestable. Aunque no estemos postulando a Dios, estamos
postulando su Providencia, y entonces, bien mirado, estamos pos-
tulando a Dios. Lo natural es que la cuestión acabe por resolverse,
o en clave abiertamente religiosa, o en clave spinozista. En Spinoza,
ha desaparecido del cosmos todo rastro providencial. El resultado
es que lo lícito y lo ilícito, lo piadoso y lo impío, no se pueden de-
terminar antes de que el soberano los defina mediante sus decretos
positivos, los cuales sólo serán vinculantes en la medida en que aquél
se halle en situación de instarlos apelando a su poder incontrastable
(Tratado teológico-político, cap. XIX). En el mundo de Spinoza, evi-
dentemente, queda poco margen para los derechos. Me refiero a los
que proclama la Declaración de 1789 o a los que enarbolan las cartas
de la ONU. Los clásicos modernos comprendieron la relación entre
Derecho y teología, y la arduidad de separarlos —y en ocasiones, de
hacerlos compatibles— mucho mejor que nosotros.

153
EL HOMBRE ENDIOSADO

Mark Lilla, el autor del tercer libro, es también, ya lo sabemos,


historiador de las ideas, especialmente, historiador del pensamiento
alemán. Profesa como catedrático de Humanidades en la Universidad
de Columbia y escribe con frecuencia en la New York Review of Books
—Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School
of Economics y ha colaborado abundantemente en el Times Literary
Supplement, de modo que asistimos a una perfecta simetría transat-
lántica—. Entre The Stillborn God, el libro de Lilla, y los dos de Gray,
se registran intrigantes paralelismos, e, igualmente, diferencias muy
importantes. Lilla prefiere no exceder los límites de su especialidad y
es siempre más razonable que Gray. Pero opina, lo mismo que éste,
que llevamos la religión pegada a la espalda. En Europa, según Lilla,
ha sido históricamente hegemónica la teología política, entendida
como una justificación del poder a partir de la Palabra Revelada y de
su articulación por teólogos y juristas. Lilla atribuye la «Gran Sepa-
ración» —el ingreso en un mundo de ideas en que la política deja de
depender de la teología— a Hobbes —la idea germinal, por cierto,
es de Carl Schmitt, al que Lilla prefiere no citar—. Es Hobbes quien,
en Leviatán, reinterpreta la religión como un artificio puramente hu-
mano y logra, por lo mismo, desactivarla. Nietzsche haría lo mismo
unos siglos más tarde, aunque para sacar consecuencias por entero
distintas. Sea como fuere, el Dios subyugado de Hobbes no tardará
en sacudirse las cadenas. Lilla traza un itinerario arbitrario aunque
fascinante que pasa por «La profesión de fe de un vicario saboyano»
de Rousseau, se alarga a Kant y Hegel, y surca de caminos y menudos
senderos la teología liberal alemana.
La reaparición de Dios representa también una reincorporación
de éste al mundo social, bajo sucesivos disfraces. En Rousseau, nos
asomamos al dios de los deístas: un Dios que nuestro corazón soli-
cita y que no conoce acepción de ritos o cultos concretos. En Kant,
Dios es una exigencia de la ley moral: se precisa un más allá en que
el sujeto pueda alcanzar la perfección que no le ha sido concedida
en este mundo y donde el sentido del deber y los impulsos del senti-
miento se confundan hasta constituir un todo inconsútil y perfecto.
Kant, por cierto, elaboró una eclesiología: es misión de las iglesias
cristianas apacentar a sus rebaños con el propósito de converger ha-
cia una religión límite que sólo puede ser racional. Al cabo, la Iglesia
Militante dará lugar a la Iglesia Triunfante. Hegel da un paso más
en la reinserción de Dios en la estructura civil y política. Las citas
exactas valen más que mil exégesis, de modo que invocaré la sec-
ción 552 de la Enciclopedia: «Puede calificarse de error monstruoso
de nuestro tiempo esto de empeñarse en considerar como separables,

154
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

incluso como recíprocamente independientes, cosas inseparables (la


conciencia religiosa y la ética)». El error se repite, añade Hegel, cuan-
do ponemos de un lado la religiosidad subjetiva, y del otro el Estado
y el derecho constitucional. En el esquema hegeliano, el Estado y
la Iglesia han entrado en armonía, aunque no son equipolentes: el
Estado liberal hegeliano luce más galones en la bocamanga que la
clericatura, y en caso de conflicto, deberá prevalecer sobre ésta. En
la estela de Hegel, los teólogos liberales —protestantes y judíos— in-
tentan una adaptación de la religión a las ideas e instituciones moder-
nas. El experimento concluye penosamente en la Gran Guerra. Adolf
von Harnack y Ernst Troeltsch, los dos representantes señeros de la
teología liberal, apoyan al Káiser y se van, lo mismo que él, por el
desaguadero de la historia.
El gran desastre europeo transformó la faz de Occidente. Se re-
nueva el arte, la ciencia, el pensamiento. El gran acontecimiento teo-
lógico es la publicación de la Epístola a los romanos, en la que Karl
Barth clama por un Dios que ya no tiene nada que ver con la deidad
cortés, aburguesada, cortada a la medida de las necesidades civiles
del Estado alemán, que habían cultivado sus antecesores liberales.
Esto fue emocionante, pero alojaba también grandes peligros. Antes
de la Gran Separación, la teología política se había visto contenida
por una serie de mecanismos defensivos cuya expresión heráldica
nos viene dada por la doctrina agustiniana de las Dos Ciudades. Los
elegidos son peregrinos en la tierra, y mientras no llegue la parusía,
habrán de acomodarse a convivir con los poderes que tienen la sartén
por el mango en Babilonia —véase La ciudad de Dios, Libro XIX,
cap. XVII—. La restitución de Dios al mundo profano operada por
los teólogos liberales destruyó este equilibrio. Si la teología liberal hu-
biese triunfado, Dios habría desaparecido por asimilación: su mensaje
habría acabado por confundirse con los manuales de buena conducta
del ciudadano comme il faut. Dado, sin embargo, que la teología
liberal no triunfó, sino que fracasó, lo que vino a ocurrir es que Dios
resurgió desde el interior del reducto en que se le había intentado
confinar. Es decir, desde la propia sociedad, infructuosamente secu-
larizada. El efecto fue explosivo. Aunque Barth fue un antinazi im-
pecable, no sentó ejemplo entre muchos de sus colegas. A lo largo de
los veinte y los treinta, la teología política hizo estragos en la cultura
europea. No sólo porque muchos hombres de religión se plegaron a
la barbarie, sino porque ésta se adornó con atributos teológicos. El
libro de Lilla concluye en un tono vagamente ominoso: el triunfo de
la democracia y de la civilidad liberal no puede darse por sentado.
Alojamos un volcán, que podría estallar en cualquier momento y cu-

155
EL HOMBRE ENDIOSADO

yas devastaciones resultarán tanto mayores, cuanto más ignoremos


de dónde venimos o cuál es la componenda excepcional sobre la que
se erige el orden actual.
Como he observado antes, las coincidencias entre Lilla y Gray
son en ocasiones asombrosas. Sobre el libro de Lilla me permitiré
exponer dos comentarios críticos. Ambos se refieren a Hobbes. Se me
antoja excesivo atribuir a Hobbes la Gran Separación. Allí donde ésta
fue duradera y eficaz —Estados Unidos e Inglaterra—, el modelo no
vino dado por Hobbes sino por Locke. Y Locke no destierra a Dios
sino que lo domestica. La estrategia lockeana está muy bien resumida
en el capítulo que Locke dedica a los entusiastas en An Essay Con-
cerning Human Understanding (Libro IV, XIX). Consiste en limitar
las revelaciones de Dios a las que ya están codificadas en la Biblia y
exigir que las restantes teofanías se sometan al examen de la razón.
Lo que aparece entonces, es un espacio de expresión pública que
no niega a Dios pero que embrida eficazmente la invocación de su
Nombre. En The Reasonableness of Christianity se dibuja claramente
una forma de fe que hace caso omiso de la teología y sus compleji-
dades —la divinidad de Cristo, etc.—, y que apunta hacia el deísmo.
La separación entre Estado e Iglesia que establecen años más tarde
los constituyentes americanos es consecuencia plausible del trabajo
previo de Locke.
Mi segunda objeción es que la lectura que Lilla hace de Hobbes
es unilateral. Hobbes fue, casi con seguridad, ateo. No obstante, ello
no le impidió trasladar al soberano los atributos temibles que las teo-
logías escotista y occamista habían asignado al Creador. La clave de
esas teologías es el voluntarismo: ante el dilema de si Dios está obli-
gado a querer lo que es bueno, o nada puede oponerse a la voluntad
de Dios, se respondió diciendo que es bueno lo que Dios quiere. Dios
define lo bueno queriéndolo. El hallazgo portentoso atraviesa de la
cruz a la fecha la teología calvinista, y Hobbes lo aplica sin sombra
de duda a Leviatán, un heterónimo de Dios de tejas abajo. De aquí
a la construcción de un pensamiento político totalitario, plenamente
asumido por los exponentes más radicales de la fórmula democráti-
ca, media un paso. Quedarse sólo con el Hobbes desacralizador, es
perderse la mitad de la función.
Ignoro qué título dará al libro de Lilla el editor que tenga el buen
acuerdo de publicarlo en nuestro idioma. Sea cual fuere su decisión,
la traducción literal reza así: «El Dios nacido muerto». ¿A qué Dios
se refiere Lilla? Al alumbrado por los teólogos liberales. Fue un
Dios de tan baja tensión, un Dios tan a ras de la moral cotidiana,
que no acertó a cumplir la función que siempre ha cumplido Dios.

156
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

Que es la de prometer la salvación, y ayudarnos a soportar mediante


esa promesa las incongruencias y miserias que devastan el mundo
sublunar. Dios, en fin, no cabe en Código Civil. Pero, ¿es necesario,
según Lilla? O mejor: ¿existen motivos para pensar que las alternati-
vas laicas a Dios son un mero sueño de la razón?
Lilla elude pronunciarse sobre este asunto. Mi impresión, sin
embargo, es que está al borde de decir «sí». Entiéndase, de admitir
—con pesar— que Dios es imprescindible. Extraigo esta conclusión
del tenor general de su argumento y de alguna que otra incursión —re-
párese, sobre todo, en las páginas 253-254— en el viejo asunto de
los entusiastas, a saber, las sectas que se creían en comunicación di-
recta con el Espíritu Santo y pusieron a Europa manga por hombro
entre los siglos XVI y XVIII. Las extravagancias de los entusiastas no
conocieron límites. Todas las orquestas de rock del orbe, reunidas y
ampliadas, son un aburrimiento en comparación con esos grupos de
iluminados fanáticos que los poderes seculares y las iglesias estableci-
das persiguieron, diezmaron y torturaron. Para tener una vislumbre
de ese mundo desaparecido, basta acudir a la glosa que de Locke
hace Leibniz en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain. Leib-
niz menciona, entre los entusiastas, a Antoinette Bourignon. ¿Quién
fue Antoinette Bourignon? Una dama rica de Brabante que se creyó
esposa de Cristo y que edificó una teología personal. Entre sus prodi-
gios está el de haber inspirado al arquitecto Lacoste la demostración
de la cuadratura del círculo. O el de conjeturar el procedimiento
por el que Adán se reproducía antes de cometer el pecado original y
dividirse en hombre y mujer. Gracias a su amor místico a Dios, Adán,
d’après Bourignon, quedaba fecundado, y ponía unos huevos de los
que salían otros tantos retoños. Los elegidos, en el paraíso, se multi-
plicarán de idéntica manera.
Los entusiastas fueron con frecuencia gente ignorante, y siem-
pre intratable. Pero sedujeron a teólogos e intelectuales formados.
Bourignon se ganó, entre otras devociones, la de Poiret, un hombre
cultivado. La fascinación que ciertos loquinarios ejercen sobre per-
sonas respetables brota de un sentimiento profundo: el de que no
vivimos, no podemos vivir, con arreglo al sistema cerrado de ideas
que se despliegan en los libros de filosofía. Estos sistemas son racio-
nalizaciones ex post de otras ideas, salvajes y colmas de energía, y
existencialmente más aptas que sus sucedáneos, por así llamarlos,
exotéricos, o pasados por la aduana del pensamiento organizado.
Para nosotros Poiret se pierde en el fondo de un pasado casi ininteli-
gible. Pero autores modernos, y enormemente inteligentes, parecen
participar del sentimiento que acabo de señalar. Un ejemplo obvio

157
EL HOMBRE ENDIOSADO

es Weber. A todas luces, Weber se siente más cerca del capitalista de


primera generación, el cual acumulaba buscando en la riqueza seña-
les de que había sido distinguido por la gracia, que de los capitalistas
inerciales de su época. Éstos se le antojan a Weber puros autómatas,
en el fondo, meros imbéciles morales. Otro ejemplo interesante es el
que nos depara Schumpeter. En Socialismo, capitalismo y democra-
cia, Schumpeter conjetura que el capitalismo morirá, no a impulso
del socialismo, sino de sí mismo. ¿El motivo? El motivo es que su
ethos reposa en estructuras culturales antiguas, que el propio éxito
del capitalismo socava. Vuelvo a los entusiastas y a Lilla. El último
no cita un artículo que sería rarísimo que no hubiese leído: Religious
Freedom and the Desacralization of Politics: From the English Civil
Wars to the Virginia Statute, de J. G. A. Pocock. La tesis de Pocock es
que la desactivación de los entusiastas fue una de las grandes tareas
de la política durante los primeros siglos modernos, y que la solución
consistió finalmente en convertir la religión en un asunto de mera
«opinión». En algo que no estaba vedado a la especulación pero que
de ningún modo debía invocarse como argumento en las relaciones
entre los hombres o de éstos con la esfera pública. Nos encontramos,
de nuevo, ante la «Gran Separación» de que habla Lilla, aunque en
clave lockeana mucho más que hobbesiana. Por las razones que us-
tedes conocen, me inclino más por el retrato que hace Pocock de la
situación, que por el que bosqueja Lilla. Este punto, no obstante, no
es el que me importa destacar ahora. Lo interesante es que el artículo
de Pocock está escrito en un registro weberiano: Pocock aventura
que el amansamiento de Dios integró también su desvirtuación, y que
no está claro que el fuego, al extinguirse, no nos haya cegado el
corazón de escorias y ceniza. O por hablar al modo de Lilla, que
la normalización de la teología no haya alumbrado un Dios muer-
to. El mismo escrúpulo he percibido en la discusión lateral que hace
Lilla de los entusiastas en The Stillborn God. De ser mi sensación
certera, la inanidad del Dios herrado por el poder civil, y la inanidad
consiguiente de las formas de vida que crecieron en el espacio abierto
por la Gran Separación, no serían sólo imputables a un episodio de
la cultura alemana. La inanidad, la debilidad y el peligro afectarían a
todo el mundo occidental contemporáneo.
Pero Lilla, a la vez, es un hobbesiano sincero. Contempla con
más horror que trepidación interior el retorno a los desgarros civiles
que la religión provocó en la Europa de su mentor. Ello confiere
a su libro una sabrosa ambigüedad: vivimos una época mejor, una
época en muchos sentidos deseable. Pero también vivimos una época
de aleación espiritual baja. Esencialmente, porque descansa sobre la

158
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA

represión de Dios, no sobre su superación. Resulta interesante notar


que Lilla publicó en el New York Times —«The Politics of God», 19
de agosto de 2007— un anticipo popularizado de The Stillborn God.
No se trata de un mero resumen, puesto que se adentra en cuestiones
de actualidad que no trata en su estudio sistemático. Y afirma dos
cosas tremendas. La primera es que es un «milagro» —o sea, algo
que es probable que no vaya a durar— que el edificio constitucional
americano esté soportando las disensiones que sacuden al país en
materias tales como el aborto, la eutanasia, las células madre, o la
oración en las escuelas. La segunda, que el islamismo es inadaptable.
Lo es por cuanto se trata de una auténtica religión, entiéndase, de
una religión no despotenciada por la Gran Separación. Los inten-
tos por sujetarla al orden de las democracias liberales resultan por
tanto vanos. Si el islamismo se hace por fin compatible con nuestras
formas de vida, será gracias a una revolución teológica interior, no
menos formidable que la obrada por Lutero hace quinientos años. Y
no sabemos si eso ocurrirá, ni, por supuesto, cuándo ocurrirá. Mien-
tras tanto, la creciente presencia de musulmanes en suelo occidental
habrá de gestionarse acudiendo al procedimiento medieval del gueto,
en la acepción laxa del concepto. Tendrá que reconocerse a una parte
de la población el derecho a regirse por normas que difieren de las de
la mayoría. Es inevitable no advertir la naturaleza crepuscular de es-
tas reflexiones. Según el guión oficial, Occidente superó primero la
cuestión religiosa, y luego consiguió evitar la lucha de clases. De ahí
resultaron sociedades altamente homogéneas, en que se combinaba
la libertad individual con dosis grandes de redistribución. Estába-
mos en el paraíso socialdemócrata. Pero el paraíso socialdemócrata
empezó a deteriorarse en lo cultural en los sesenta, y en lo econó-
mico en los setenta. Ahora la socialdemocracia empieza a parecer
una cosa del pasado. Los valedores de las indiscutibles virtudes del
orden socialdemócrata recordarían crecientemente a los defensores
de la sociedad patriarcal en época de Locke. Serían reaccionarios en
la acepción aséptica del término, como fue un reaccionario objetivo
Filmer, el gran rival de Locke.
¿Qué pronósticos adelanta por su lado Gray sobre el futuro de
la religión? Se detecta una inflexión, un giro, al comparar Perros de
paja con Misa negra. En el primer libro, el cristianismo nos es pre-
sentado como una sangrienta patología cuya falsa secularización pro-
mete más sangre aún. Se diría que Occidente, y por extensión todo el
mundo occidentalizado, terminarán por morir de un atracón de sí
mismos, como lo hicieron los habitantes de las islas de Pascua en
la descripción que de ese fenómeno misterioso nos ha transmitido

159
EL HOMBRE ENDIOSADO

Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil
años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos
tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir
que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo
más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nues-
tra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa
negra. Escribe textualmente Gray:

Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en


la sociedad puede eliminar. [...] Los seres humanos no dejarán de ser
religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o
violentos.

Todavía queda en pie una pregunta: ¿se logrará contener la re-


ligión en el ámbito privado, como quería Locke? Ni siquiera, según
Gray. Añade nuestro autor:

Si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no debería


suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada. Debería integrar-
se plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de
establecerse una religión pública. Las sociedades tardías alojan una
diversidad enorme de puntos de vista. [...] El mundo moderno tardío
es insobornablemente híbrido y plural.

Pero la coletilla final de Gray suena a falso. Una religión afirma-


tiva no se resignará nunca a no ser una religión expansiva porque la
verdad no es negociable, no se restringe a ser «mera opinión». En el
caso alemán, como explica Lilla, la adecuación de Dios al orden civil
habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio
muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal saltó por los aires.
En el caso de los Estados Unidos, se está manteniendo la religión a
raya mediante un esfuerzo constitucional tan empeñoso, que ya em-
piezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fati-
ga de materiales». En resumen: si es verdad que Dios se resiste a mo-
rir, no cabe excluir que nos espere, a la vuelta de la esquina, el caos
prelockeano, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación.
Mutatis mutandis: lo que podría haber entrado en cuarto menguante
es la democracia liberal, no Dios. Esto es lo que insinúa Mark Lilla y
Gray firmemente piensa, aunque a veces se muerda la lengua.

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ÍNDICE DE NOMBRES

Agustín de Hipona: 148 Dewey, J.: 60s., 136s.


Aristóteles: 45, 73, 120, 138 Diamond, J.: 160
Arnauld, A.: 10s., 89, 122, 124 Diógenes el Cínico: 52, 105
Artaud, A.: 11 Diógenes Laercio: 52
Duchamp, M.: 10s., 65, 67
Barbeyrac, J.: 114, 153
Barth, K.: 155 Eco, U.: 55-58, 66
Bayle, P.: 24, 99s., 103s., 106, 120, Einstein, A.: 62
129 Epicuro: 75
Bentham, J.: 29ss., 94, 132
Berlin, I.: 116, 126 Filmer, R.: 159
Blackstone, juez: 28s., 94 Flores D’Arcais, P.: 18, 21s., 39-42, 87
Bloor, D.: 59 Foucault, M.: 46, 66
Bossuet, J. B.: 148 Frege, G.: 80
Bourignon, A.: 157
Bramhall, J.: 12, 71 Gabriel y Galán, J. M.: 44
Brouwer, J.: 140, 144 Galileo: 88, 120
Buchanan, J.: 66, 87, 107ss., 111, Gray, J.: 14, 149-152, 154, 156, 159s.
115, 129s., 131-135, 138, 144s. Grocio, H.: 72, 88, 114, 129, 153
Buridano, J.: 99, 103s., 122
Harnack, A. von: 155
Calvino, I.: 53ss. Hayek, F.: 150
Calvino, J.: 10, 12, 14, 71, 85 Hegel, G. W. F.: 154s.
Carnap, R.: 144 Hobbes, T.: 12, 70-73, 75s., 79-83,
Cicerón: 34, 85, 114, 147, 149 85, 88s., 91s., 95, 108, 116, 125s.,
Clarke, S.: 65, 101s. 131, 154, 156
Cohn, N.: 151 Hume, D.: 81, 89-92
Comte, A.: 151
Condorcet, marques de: 151 Jaeger, W.: 22
James, W.: 60, 141
Descartes, R.: 43s., 62, 71, 88s., Jefferson, T.: 98, 108, 111, 115
100ss., 104, 118ss., 124s., 131 Juvenal: 23

161
EL HOMBRE ENDIOSADO

Kant, I.: 43, 115, 130, 149, 152ss. Puffendorf, S.: 23, 26s., 31s., 35, 40, 43,
Kuhn, T.: 57ss., 64, 87 71s., 85s., 88, 114, 118, 121, 129

Lacoste, M.: 157 Quine, W. van O.: 59


Leibniz, G.: 10, 65, 72, 85, 88, 101s.,
114s., 120, 122-125, 157 Rawls, J.: 43, 130, 153
Lilla, M.: 14, 149s., 154-160 Rodríguez Zapatero, J. L.: 16, 18,
Locke, J.: 16s., 92, 104ss., 108s., 116, 20ss., 32, 37, 39-42, 66s., 69s., 87
120, 124ss., 129s., 148, 156s., 159s. Rorty, R.: 60, 66
Łukasiewicz, J.: 138, 140, 143s. Rousseau, J.-J.: 47-50, 68, 70, 82, 85,
Lutero, M.: 71, 83, 159 98, 119, 154

Sade, marqués de: 11


Malebranche, N.: 148 Schlick, M.: 59
Maquiavelo, N. de: 70, 98 Schmitt, C.: 154
Marx, K.: 151 Schopenhauer, A.: 152
Maupertuis, P. L.: 62 Schumpeter, J. A.: 158
Mesland, padre: 102 Sieyès, E.-J.: 82
Mill, J. S.: 29s. Smith, A.: 46-49, 92, 109, 116
Milton, J.: 32 Sócrates: 21, 74, 85, 105, 121s.
Monod, J.: 152 Spinoza, B. de: 45, 100-103, 120, 125,
Montaigne, M. de: 23-26, 31, 85 129, 148, 153
Newton, I.: 62, 65, 101, 120 Tarski, A.: 138
Nietzsche, F.: 11, 60-64, 75, 83, 145, Thatcher, M.: 150
154 Tomás de Aquino: 41
Nozick, R.: 106, 126s. Troeltsch, E.: 155
Truffaut, F.: 52
Pablo, san: 12
Paine, T.: 83, 112s., 115 Vargas Llosa, M.: 13, 93
Pareto, W.: 132 Varrón: 148
Peirce, C. S.: 60, 141-144 Virgilio: 23
Pereda, J. M.: 44
Platón: 42, 85, 114, 121, 151 Warhol, A.: 64-67
Plutarco: 21 Weber, M.: 158
Pocock, J. G. A.: 158 Whitehead, A. N.: 59
Poiret, P.: 157 Wilson, E. O.: 46
Polanyi, K.: 150 Wittgenstein, L.: 66, 91

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