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El hombre endiosado
Álvaro Delgado-Gal
E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y P ROCESOS
Serie Filosofía
Prólogo .............................................................................................. 9
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nio entre homosexuales significa alterar una institución que, aun con
enormes variantes (monogamia, poligamia, etc.), había mantenido, a
lo largo de decenas de miles de años (es decir, desde la aparición del
homo sapiens), un carácter heterosexual.
Incluso en las sociedades más libres en temas de homosexuali-
dad, el matrimonio como institución se refiere siempre y únicamente
a cónyuges de distintos sexos, con vistas a la reproducción, a la pro-
creación. La mutación antropológica que su ley introduce (a través
de una parsimonia verbal extrema: en lugar de «marido» o «mujer» se
habla de «cónyuge», sin especificar sexo) marcará por ello una etapa
en la historia de la humanidad, no sólo en la de España o en la de
Europa.
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hasta hace poco de forma abrumadora, que somos más que nuestros
cuerpos, y es también el caso que esta creencia ha alimentado com-
portamientos diversísimos. Desde la práctica del misticismo, hasta el
castigo puritano de la carne o formas de moral según las cuales lo
propio del hombre virtuoso es superar sus instintos animales y aco-
gerse a su lado o dimensión más racional y también más pura. No es
evidente que la teoría de que todos somos intrínsecamente iguales
—una teoría enchufada a otras teorías: verbigracia, la igualdad de de-
rechos— pueda ser divorciada, al menos en términos psicológicos, de
la teoría de que poseemos, en cierto modo, un alma, asexuada y uni-
da de modo sólo contingente a las propiedades físicas que nos hacen,
por de fuera, tan clara e innegablemente distintos. Y ni siquiera es
evidente que en el plano, no ya psicológico, sino puramente especu-
lativo, hayamos conseguido eliminar el alma de verdad. Consideren
a Kant. Desde cierto punto de vista, intentó emancipar el sentimiento
del deber moral —ligado aún en Puffendorf a los ucases del Crea-
dor— de toda composición de lugar religiosa. También gastó Kant
tinta, y tinta no vertida en vano, en demostrar que el «yo» no era la
sustancia que Descartes había pretendido. Pero el «yo» trascendental
kantiano, el fulcro fuera del espacio y del tiempo sobre el que se apo-
ya el sujeto para ser virtuoso, evoca un alma, un alma enrarecida y
metafísica. Y las órdenes que esa alma se da a sí misma son órdenes
sublimes, universales, pensadas para inteligencias en que no dejan
sentir su gravitación el sexo, ni los afectos, ni el dolor de muelas. Y
lo mismo ocurre, extraordinariamente, en un pensador contemporá-
neo, John Rawls. Los hombres que, envueltos en el velo rawlsiano
de la ignorancia, acuerdan un orden social colectivo, no saben a qué
sexo pertenecen, o si son ricos o pobres, o listos o tontos. Son ítems
desprendidos de su carne mortal. Son, otra vez, almas cosmopolitas
y transeúntes, como las de los chamanes que vivían en las inmedia-
ciones septentrionales del Ponto, un poco más arriba de la Cólquida,
donde Jasón arrebató el vellocino de oro.
Este supernaturalismo, implícito o explícito, aloja efectos equí-
vocos. Cuando se dirige hacia dentro, favorece el retraimiento y la
invaginación del sujeto sobre sí mismo o sobre proyectos de vida
egocéntricos. El místico, el quietista, el escritor encerrado en su torre
de marfil, buscan la perfección —y la salvación— volviendo grupas
al mundo material y sus tentaciones. Pero es también posible que el
sujeto se vuelque hacia afuera. Y entonces empiezan a saltar chispas,
porque el alma y lo de afuera se han convertido en cantidades hete-
rogéneas. No es sencillo instalarse afuera una vez que se ha llegado
a la conclusión de que lo de fuera es radicalmente otro que lo de
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Dice también Bloor: «No tiene por qué existir algo tal como la
Verdad...». ¿Qué es la verdad con mayúscula? Pues la verdad objetiva,
la independiente de los pensamientos del observador. Se entiende que
una proposición es mayúsculamente verdadera cuando es verdadera
con independencia de que alguien crea o no en ella. El que impugna
la verdad con mayúsculas, está negando que sea pertinente afirmar
que una proposición pueda ser verdadera aunque nadie la crea toda-
vía, o, para ser más exactos, cuando no ha llegado a creerla aún una
comunidad organizada. La verdad —al revés que la Verdad— pasa a
convertirse en un rasgo que es digno de atención en la medida en
que revela o caracteriza un modo colectivo de comportamiento. A
pesar de que Bloor se declara materialista, la suya integra una forma
eutrapélica de idealismo, un idealismo en clave sociológica. Un idea-
lismo, cabría añadir, con falsa conciencia13.
Kuhn debe mucho a Willard Van Orman Quine, un lógico que se
había formado con Alfred North Whitehead en Harvard y que des-
pués asistió a los seminarios del neopositivista Schlick en Viena. La
conexión es significativa porque Quine ha sido el gran revitalizador
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Fueron «los buenos», es decir, los nobles, los poderosos, los hombres
de posición superior y elevados sentimientos, quienes se sintieron
y se valoraron a sí mismos como buenos; como algo superior, en
contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo
de este sentimiento de distancia es como se arrogaron el derecho de
crear valores y de determinarlos.
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con que han especulado los exégetas de Kuhn. Son únicos y a la vez
perfectos, por cuanto no se puede entrar en ellos desde fuera y nada
está por debajo de nada cuando no queda nada con que compararlo.
El empeño en que todo sea medido por el mismo rasero, se abandona
como una forma de fanatismo metafísico; y la convivencia de los dis-
tintos mundos dentro de una misma sociedad, se insta o recomienda
en nombre de la tolerancia y la convivencia democráticas.
Con lo que nos encontramos al cabo es con una transmutación
asombrosa del hombre/artista nietzscheano. El hombre/artista no es
ya Wagner, no es el genio oracular y de gran formato que asociamos
a Nietzsche. El modelo, ahora... es Warhol. Warhol es la sorpresa,
es el conejo dentro de la chistera, que nos lega Nietzsche tras haber
sido reprocesado por la democracia y el idealismo contemporáneo.
Warhol es autor de una frase reveladora: «If everbody’s not a beau-
ty, then nobody is» —«Si todo el mundo no es una belleza, nadie lo
es»—. Se diría que Warhol hubiese pretendido acelerar la gloria igua-
litaria recurriendo a un atajo. ¿Es cuestión de que midamos todos
lo mismo? Pues rompamos la métrica, empezando por el patrón de
platino e iridio depositado en la Oficina de Pesas y Medidas de París.
No es difícil averiguar, detrás, el eco de Nietzsche, un Nietzsche pue-
rilizado. Escribió Nietzsche en La gaya ciencia (Libro V, 343):
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Las capitales del Viejo Mundo han estado indagando durante cientos
de años qué es eso del buen gusto, y puede decirse que han tenido un
éxito arrollador. Pero ¿por qué la gente no se da cuenta de que esto
es una lata? Ojalá comprendiera América que el arte en Europa está
acabado —muerto—, y que América es el país del arte del futuro...
¡Miren los rascacielos! ¿Tiene Europa algo más bello que enseñar?
Nueva York es en sí misma una obra de arte, una obra de arte comple-
ta... Encuentro que la idea de echar abajo los viejos edificios, los vie-
jos recuerdos, está muy bien... No se debería permitir que los muer-
tos fueran mucho más fuertes que los vivos. Tenemos que aprender
a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro propio tiempo.
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nan lo que es una obra de arte, podría decirse que Zapatero universa-
liza el derecho a constituirse en esposo o esposa por el procedimiento
de diluir los criterios que establecen cuándo se es lo uno o lo otro.
El sexo ya no integraría un requisito para ser la clase de cónyuge que
uno quisiera ser. Obsérvese, no obstante, que la simetría entre los
dos casos es imperfecta. Mientras Warhol, en la estela de Duchamp,
pretende liquidar el arte ortodoxo, Zapatero no ha querido, en ab-
soluto, liquidar el matrimonio ortodoxo. Su mensaje es que también
el matrimonio ortodoxo debe ser asequible a los homosexuales. En
varios sentidos, el ethos zapateresco es heredero del ethos socialista
tradicional. Zapatero ha hecho con el matrimonio lo mismo que hi-
cieron los socialdemócratas alemanes con los balnearios, u otros bie-
nes reservados tradicionalmente a las clases acomodadas: abrirlos a
quienes antes estaban excluidos. La novedad es que la diferencia que
se anhela superar ahora no es de renta sino de género. El género, al
parecer, ha dejado de ser un impedimento, a pesar de que esté incrus-
tado en la estructura del bien cuya oferta se anhela ampliar. Asistimos
a una surenchère de corte voluntarista. ¿Sexo? Naderías. Se elude el
obstáculo añadiendo un párrafo al BOE.
La apelación al BOE es constante en Zapatero. Ha apelado al
BOE para igualar a la mujer con el hombre en el mercado laboral. Ha
apelado al BOE para que el número de consejeros femeninos que se
sienta en un consejo de administración empate con el de consejeros
masculinos. Ha apelado a una suerte de BOE sublime —la ONU—
para que las civilizaciones se fundan en un abrazo fraterno. En parte,
estas apelaciones son una repetición de otras que se hicieron en el
pasado. Incorporan elementos de utopismo, y también de autorita-
rismo político. El autoritarismo puede revestir formas radicalmente
diversas. El sargento que le largaba un sopapo al quinto, era un tipo
autoritario. Un tipo censurable, aunque no, por fuerza, irracional. El
sopapo servía para poner orden en las filas de los pobres quintos. Pero
un autoritario que conmina al orden a un reloj que atrasa golpeán-
dolo con un martillo, ha dejado de ser censurable para convertirse
en absurdo. Entre los dos extremos, se dan posiciones intermedias, y
algunas son ambiguas. Consideremos el caso del mercado laboral. Se
ha insistido hasta la saciedad en que el BOE no sirve para igualar el
empleo según criterios de género. ¿Por qué? Por la razón simplicísi-
ma de que la mujer y el hombre representan, desde el punto de vista
económico, recursos asimétricos. La mujer sigue estando más obliga-
da por la atención a la familia que el hombre; y la tradición inclina
más a la mujer a ciertas ocupaciones; y está también el hecho de que
la mujer y el hombre difieren en su constitución física, y no lo hacen
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por ejemplo: «Es vano que aspiren al matrimonio los que padecen una im-
potencia incurable, tales como los eunucos y semejantes». No sólo es vano,
sino «contrario a la ley natural». Y añade, aproximándose a nuestro ejemplo:
«Es pertinente preguntarse si se puede denominar propiamente matrimonio
el que celebran un hombre decrépito y una mujer que ha superado la edad
fértil». Justo aquí se produce un interesante cruce de perspectivas. Líneas an-
tes había afirmado nuestro autor que la procreación es el fin «primario» del
matrimonio. Ahora bien, existen fines secundarios, tales como la recíproca
asistencia. Un matrimonio orientado sólo a los fines «secundarios», podría
ser clasificado como «honorario». Sería lícito, pero sería también un matri-
monio especial, un matrimonio de baja graduación.
¿Por qué no extiende Puffendorf el mismo trato al matrimonio de un
eunuco con una mujer? Puffendorf cita a Quintiliano: «La inmodestia pue-
de afectar incluso al matrimonio». Que dos viejos se casen, se le antoja a
Puffendorf vagamente inconveniente; la idea de que un eunuco se case, le
produce ya una violencia insuperable. Cabe plantearse la situación en térmi-
nos cinematográficos: el travelling que nos lleva desde el matrimonio fetén
al matrimonio provecto es asumible por la razón, con las reservas conocidas.
Pero el matrimonio de un eunuco se aleja en exceso del modelo canónico,
tanto, que pierde eficacia la invocación del principio asistencial.
El matrimonio entre dos hombres o dos mujeres empuja el travelling
aún más allá. Lo importante, para nosotros, es si Puffendorf habría aceptado
el argumento de que el derecho de dos hombres o dos mujeres a casarse, ha
de prevalecer sobre el objetivo primario del matrimonio, que es tener hijos.
La respuesta evidente es «no». «No» en términos absolutos, y todavía más
cuando la ley no condena la cohabitación entre personas del mismo sexo. No
impide, quiero decir, la operación del principio asistencial.
6. Después de haber escrito estas palabras, tropiezo con un artículo de
Donald Dworkin —«Three Questions for America», The New York Rewiew
of Books, 21 de septiembre de 2006— que expresa este punto a la perfec-
ción. Escribe Dworkin: «Existen quienes, siendo contrarios al matrimonio
gay, no se oponen a que el Estado reserve a este tipo de unión un estatus
específico [...] No se reconocería la unión entre personas del mismo sexo
como matrimonio, pero sí se habilitarían varios de los derechos y benefi-
cios materiales y legales que van anejos a la institución. Este paso reduce la
discriminación, aunque no consigue en absoluto eliminarla. La institución
matrimonial es única: los matrimoniados establecen entre sí una forma de
compromiso y de convivencia sólo comprensible para un individuo en el
contexto de una larga tradición histórica y social [cursivas mías]. Lo que se
entiende por ‘matrimonio’ varía ligeramente para cada pareja, es cierto. [...]
Pero este entendimiento reposa siempre sobre lo que hemos terminado por
asociar al concepto de ‘matrimonio’ después de siglos de experiencia. Somos
tan incapaces de crear ahora un sucedáneo del compromiso matrimonial,
como de crear un sucedáneo de la poesía o del amor. El casado no disfru-
taría del estatus de casado de no haberse acumulado antes un capital social
irremplazable, un capital que infunde en la vida de los desposados un valor
inseparable de lo que la institución ha venido siendo a lo largo del tiempo».
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que redefine el término. Expresado lo mismo de modo aún más sucinto: el su-
jeto redescribiría permanentemente el mundo alterando el significado de las
palabras. Es importante notar que, para Hume, nuestras operaciones men-
tales obedecen a leyes insondables y, por insondables, misteriosas: «Explicar
las causas últimas de nuestras acciones mentales es imposible» (A Treatise of
Human Nature, Libro 1, sección VII). Por tanto, la representación que nos
hacemos del mundo, la representación entendida como una organización del
mundo según categorías «universales», es, también, misteriosa. El mundo se
nos aparecería conformado por fuerzas que brotan de nosotros, pero cuya
economía no comprendemos. Yendo más allá: el mundo sería fruto de la es-
pontaneidad —abismática— del sujeto. Por supuesto, la última conclusión es
muy poco humeana. Hume fue un naturalista, a quien le placía imaginar un
fundamento fisiológico para nuestros hábitos asociativos. Pero los filósofos
son mucho más complejos —y contradictorios— que las sistematizaciones
que de ellos realizamos. Prueba de ello es Hobbes, quien cultiva una teoría
naturalista cuando habla del hombre, y una teología voluntarista cuando
habla del poder.
21. Lo dicho sólo es cierto, en puridad, de la tradición liberal que pasa a
través de Locke y conforma el pensamiento de los constitucionalistas ameri-
canos. Adam Smith pertenece a una línea filogenética más emparentada con
el utilitarismo, el cual no es compatible con los derechos individuales en su
acepción fuerte o, si quieren, metafísica. Cabe señalar lo propio de Hume.
Hume está mucho más cerca de Smith que de Locke.
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grado, esto es, un derecho que no es como los demás derechos. Pero
si no es como los demás derechos, no es un derecho, salvo en un sen-
tido figurado o metafórico. Mejor entonces llamarlo de otra manera,
al menos en las discusiones que aspiren a ser sistemáticas2.
El segundo punto es que el libertarismo no puede ser sólo una
teoría sobre la libertad. Tiene que ser, al mismo tiempo, una teoría
sobre la justicia. No existirían derechos si no existieran bienes o as-
piraciones cuya atribución es justa, o que se han adquirido por me-
dios justos, o que sólo se pueden alienar invocando causas justas. En
ausencia de una noción sobre lo que es justo, se carecería de criterio
para determinar cuándo se está usando bien —o mal— la libertad.
Lo último suele pasar inadvertido por motivos varios, entre los
que destaca quizá cierta tendencia a trasladar a la filosofía libertaria
rasgos propios del utilitarismo. Fruto de esta contaminación es la
idea de que el libertario propugna la maximización de la libertad un
poco a la manera en que el utilitarista auspicia que se maximice
la utilidad. El paralelo... no funciona. La razón por la que no lo
hace es que el libertario cree en los derechos individuales. O sea,
cree en algo en lo que no creen los utilitaristas. Para los últimos,
los derechos son quincalla, mercancía averiada que sólo vestiglos
del corte de Blackstone —bête noire de Bentham— han insistido
en tomarse en serio. La enemiga de Bentham hacia los derechos no
responde a un mero prurito antimetafísico. Los derechos, en efecto,
bloquean la gran máquina utilitarista de sumar y restar. El utilita-
rista aplaudirá que se quebrante un derecho si con ello se consigue
un aumento relativo del bienestar general; el libertario, por contra,
preferirá una sociedad en que todos los derechos estén intactos, a
otra más próspera en que un derecho, incluso uno solo, haya sido
atropellado. Para el libertario los derechos son intangibles, y nada,
absolutamente nada, justificaría su violación3.
Los derechos no sólo generan libertad4. A la vez, y fatalmente, la
recortan. Pensemos en un predio del que soy propietario según
la ley. No sería libre de sembrarlo de avena o trigo, si a los demás no
se les prohibiese edificar en él chalecitos unifamiliares. Ni estaría yo
autorizado a levantar en él chalecitos unifamiliares, si a los demás
no se les hubiera quitado la libertad de sembrarlo de avena o trigo.
¿Es el saldo positivo o negativo? ¿Gano yo, en cuanto propietario,
más libertad de la que pierden los que no son propietarios? Algunos
se verán tentados a responder que si no existiesen derechos de pro-
piedad, las libertades entrarían en interferencia destructiva, y todo
el mundo sería, a la postre, menos libre. Esta reflexión, sin embargo,
es problemática, y sobre todo, extemporánea. En la filosofía liberta-
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no será libre. Pero el alma es libre, según Clarke. ¿Por qué? Porque el
agente no ha menester de una razón para determinarse. Al revés que
una balanza, la cual no se moverá hasta que coloquemos un peso en
uno de los platillos, el agente puede hacer esto o lo otro en ausencia
de motivos, o incluso a contrapelo de sus motivos. Clarke defiende,
en una palabra, el principio del libre albedrío, proprement dit. Leib-
niz contesta que Clarke ha introducido una disociación intolerable
entre la mente y los motivos que en ella anidan:
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mento de Paine es que los derechos civiles son consagrados por la última ex
post. La posibilidad del hombre social está incrustada en el presocial. Por lo
mismo, los derechos civiles se encuentran latentes en todo hombre desde el
propio instante en que viene al mundo, siquiera sea en las trazas del Andre-
nio silvano que nos pinta Gracián al comienzo del Criticón.
Paine enuncia su tesis acogiéndose a una fórmula familiar: la sociedad
reconoce los derechos, no los otorga. La noción de que los derechos son
anteriores a las cláusulas contractuales en que hallan reconocimiento o ex-
presión, trae consigo dos consecuencias importantes. Una de ellas es la pro-
pensión, ostensible en casi todas las declaraciones de derechos, a concebir
éstos como ítems objetivos que los miembros de una Convención o Asamblea
Constituyente enumeran en su carta fundacional. Se diría que los conven-
cionales se hubiesen dedicado a hacer un inventario de derechos, un poco a
la manera en que un herbolario hace un inventario de las hierbas y flores del
campo. En segundo lugar se produce, o se dibuja, un movimiento de sesgo
acusadamente antivoluntarista. Se conciben los derechos como fenómenos
naturales, no como creaciones surgidas del arbitrio humano. Ambas tenden-
cias quedan admirablemente reflejadas en una nota al pie que Paine inserta
en The Rights of Man: «El primer acto del hombre, cuando miró en derredor
suyo [...] y vio un mundo pertrechado para su llegada [cursivas mías] tiene
que haber sido de devoción [...]».
Paine está aludiendo, implícitamente, a Dios, que es el que ha pertre-
chado el mundo de derechos —y otros adminículos—. La filosofía política,
en época de Paine, era, todavía, residualmente teológica. La secularización
de las ideas se produce lentamente y con enormes dificultades, y, en rigor, no
llega a consumarse nunca. Entre los antiguos, Dios había constituido una
fuente de autoridad, y al tiempo de sentido. El mundo de los estoicos se
rige por leyes que no ha inventado el hombre, y que los dioses presiden o
conmemoran —«intiman» sería decir demasiado: los dioses de los estoicos
son mucho menos perentorios y personales que el Dios de los cristianos o
el que se reveló a los hebreos en el Monte Sinaí—. Poco a poco, el plural
«dioses» empieza a ceder, progresivamente, frente al singular «Dios», o a
comprimirse —según se observa en Epicteto— en una sinécdoque: «Zeus».
La tendencia arranca de muy atrás, como mínimo, de las sistematizaciones
introducidas por los cosmólogos jonios. En un mundo organizado que se
despliega ante miradas inteligentes, la polifonía de los dioses múltiples intro-
duce turbulencias desconcertantes y a la postre incompatibles con el decoro
propio de una religión esclarecida. La tensión transparece, clarísima, en los
trágicos. Sófocles, conservador y devoto, es propenso a aceptar la tradición
en su formato convencional. En Las traquinias, declara Deyanira, la esposa
despechada de Heracles: «El que se enfrenta con Eros de cerca, como un
púgil, no razona con cordura. Todos son juguetes en sus manos, incluso los
dioses...». No hemos salido aún de la religión vieja, la que tolera que Zeus
se transforme en cisne o asuma la apariencia del marido legítimo con el fin
de llevarse la bella al huerto. La muerte de Heracles —que es el sujeto de la
tragedia sofoclea— es tratada de manera completamente distinta por Eurípi-
des, un intelectual y un librepensador. El héroe forzudo, en la tragedia que
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aquí, no obstante, que el sujeto no haya hecho lo que quería. Lo que pasa
cuando se desata la pasión, es que hace lo que no debe, que es otra cosa. La
Medea no censurada de Ovidio —o la de Eurípides— hace por el contrario
lo que no quiere. El deseo imparable de Medea nos remite a una dimensión
distinta. Evoca, o la fatalidad del destino, o el enigma de la tentación victo-
riosa, en un sentido romántico o religioso, y casi siempre escabroso. Si bien
se mira, las cuitas de Medea —o todavía mejor de Fedra, tentada por el estro,
no por la ira— son perfectamente imaginables en una doncellita de los años
cuarenta, poco antes de franquear el lecho hasta entonces intonso al viajante
de comercio que duerme en la modesta pensión familiar, al fondo del pasi-
llo según se gira a mano izquierda. Puffendorf captura bien este aspecto y
larga la cita completa para deslizar acto seguido observaciones de intención
edificante —Derecho Natural y de Gentes, Libro I, cap. 4—. Interesante,
también, es la interpretación que nos ha legado Epicteto, referida, esta vez,
a la Medea de Eurípides. Según Epicteto, hacemos siempre lo que nos parece
mejor, de donde se deduce que también Medea hizo lo que le parecía mejor.
Transcribo un pasaje de los Diálogos (Libro I, cap. XXVIII):
—¿Cómo ha podido decir [Medea]: «Sí, conozco los crímenes que voy a rea-
lizar, pero mi cólera es más poderosa que mis reflexiones»?
—Precisamente, porque considera más ventajoso satisfacer su cólera y vengar-
se de su esposo, que salvar a sus hijos.
—Sí, pero está equivocada.
—Muéstrale claramente que está equivocada, y no lo hará.
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universo, y en su noción están comprendidos todos sus sucesos, con todas sus
circunstancias y todo el séquito de cosas exteriores».
Por ejemplo: en la noción de César está comprendido que vencería a Pom-
peyo y el color del caballo en que estaba montado cuando cruzó el Rubicón.
Ello se desprende del propio concepto leibniziano de sustancia: la aprehen-
sión integral de lo que es una sustancia, entraña el conocimiento de todos sus
predicados. Conforme a una analogía que invoca Leibniz, los predicados de
una sustancia se despliegan en el tiempo de modo idéntico a como lo hacen
los elementos de una progresión aritmética. En el caso aritmético, basta cono-
cer el primer elemento, y la ley de la progresión, para generar los elementos
restantes. En el caso de una sustancia, bastará conocer la ley que relaciona sus
diversos estados, para determinar uno cualquiera a partir de los anteriores.
Los estados, en fin, están cifrados o encriptados en la fórmula que define a la
sustancia o, si se prefiere, en su noción. En este contexto, el principio de razón
suficiente se radicaliza. No sólo nos encontramos con que cada estado se apo-
ya en los precedentes según una ley racionalmente averiguable; ocurre de aña-
didura que, al intervenir dicha ley en la definición de la sustancia, ésta es ella,
ella y no otra, precisamente en la medida en que sus estados se suceden como
exactamente lo hacen. Lo último introduce, por cierto, una complicación en la
mecánica leibniziana de los mundos posibles. No es hacedero, en efecto, que
la diferencia entre dos mundos posibles venga dada por una discrepancia entre
los atributos ostentados por la misma sustancia. No lo es porque, al variar los
atributos, varía la sustancia. La varilla donde se pintaba a Pompeyo triunfando
sobre César, habría correspondido a un mundo en que Pompeyo no es en rigor
Pompeyo, sino una contrahechura —victoriosa— del único Pompeyo posible.
Y en el que no es César el derrotado, sino un César alternativo que tampoco es
César. Pero no es ésta sazón oportuna para meterse en tales finezas.
Es un poco más complicado explicar por qué César —u otra sustancia cual-
quiera— refleja o espeja al resto del universo. A fin de entenderlo, lo mejor es
proceder en dos tiempos. Cuadro número uno: toda sustancia interacciona
con las demás. Toda sustancia, por consiguiente, manifiesta la acción sobre
sí de las restantes sustancias. Si esto les resulta todavía raro, represéntense
una sustancia a la manera de un escandallo, en cuya superficie mórbida van
dejando marcas las cosas conforme el escandallo las roza o tropieza con ellas.
Cuadro número dos: las interacciones, y las relaciones en general, son un
puro ens rationis. En realidad, las sustancias no interactúan. Pero, vistas por
fuera, se comportan como si lo hicieran. Por ejemplo: Pompeyo es derrotado
como si lo hubiera embestido César, o éste perece como si lo hubiese muerto
Bruto. Ahora bien, ni Bruto ha irrumpido desde fuera en la vida de César, ni
César ha cambiado el destino de Pompeyo. La muerte de César o la derrota
de Pompeyo sólo podrán explicarse, en consecuencia, como producto de
un dinamismo que es inherente a la sustancia que es César, y a la sustancia
que es Pompeyo. Uno y otro atraviesan sus sucesivos estados conforme a una
fórmula especificable a priori, y en éste su desarrollo, van reflejando todo el
universo, el inmediato y también el remoto. La teoría de Leibniz, que no es
otra que la célebre de la armonía preestablecida, intenta dar una respuesta
a un problema intratable que había legado el cartesianismo: el de cómo dar
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EL HOMBRE ENDIOSADO
cuenta de las relaciones entre la mente y el cuerpo. Leibniz nos invita a ima-
ginar el universo como un gigantesco y bien compuesto concierto, en el que
cada instrumentista, aunque no oiga lo que toca su vecino, interpreta una
partitura común, excogitada por un Dios benevolente.
Arnauld no leyó nunca el Discours entero. Su alma de jansenista, sin em-
bargo, se estremeció ante la idea de que concebir cabalmente a una persona,
implicara abarcarla en su integridad histórica absoluta. En su réplica, invoca la
figura de Adán, el padre de todos los hombres. Si resulta que en la noción de
Adán está contenido lo que harán éste y su descendencia, y, por tanto, cada uno
de los hombres que en el mundo han sido, habrá que admitir que Dios no ha-
bría podido crear a Adán sin crear también a un Arnauld célibe y estudioso de
la teología, y empeñado, para más señas, en cartearse con Leibniz. Ello reduce
a cenizas el libre albedrío. Pero el libre albedrío le trae al fresco a Arnauld. Lo
que le desazona es el encogimiento, la amputación, que experimenta la liber-
tad de Dios, constreñido a generar una serie única de acontecimientos entre
las infinitas que no violan el principio lógico de contradicción. Ese Dios no es
el majestuoso, el omnipotente, que pregona la ciencia divina y atestigua la fe.
Pasaré por encima de las respuestas un tanto capciosas que apronta Leib-
niz a lo largo de la correspondencia. Lo que me apremia, es que comprendan
el punto de vista de Arnauld, o mejor, su desasosiego. El asunto rebosa del
ámbito de la teología setecentista y aloja enseñanzas que de alguna manera
nos afectan, por improbable que parezca. La razón es que la libertad que
Arnauld reivindica para Dios se iría atribuyendo, según pasaba el tiempo,
al hombre mismo. Aunque clarísima, la prosapia teológica de muchos con-
ceptos modernos suele pasar inadvertida para una sociedad —la nuestra—,
que cree haberlo inventado todo de repente. En puridad, hemos inventado
menos de lo que se piensa. Y nos hemos secularizado en menor medida de lo
que muchos estiman. Más justo sería afirmar que hemos reorientado hacia el
hombre las devociones que antes dispensábamos a la divinidad.
17. Escribe textualmente Locke: «Si entendemos que sacudirse el yugo
de la razón, y carecer del comedimiento de juicio que nos capacita para evi-
tar lo peor, equivale a ser libres, auténticamente libres, resultará que sólo son
tales los locos y los imbéciles» (An Essay Concerning Human Understanding,
Libro II, cap. XXI, 50).
18. Tanto, que nos empareja a Dios, según Descartes. Es posible repre-
sentarse entendimientos mucho más vastos que el del hombre. Pero no es
posible hacer lo propio con la voluntad: «La voluntad es lo único que ex-
perimento como ilimitado y no susceptible de aumento: de suerte que es
ella, principalmente, la que me permite conocer que estoy hecho a imagen y
semejanza de Dios» («Meditación cuarta»).
19. Permítanme resumir la postura de Locke escogiendo un nuevo án-
gulo. La libertad, para Locke, está instalada en un cruce de perspectivas, una
perspectiva que pudiéramos llamar «interna» —el sujeto quiere ejecutar el
acto, o, si se prefiere, el acto es voluntario— y una perspectiva «externa»
—ha de haber otras cosas que el sujeto podría haber hecho en lugar de la
que en efecto ha hecho—. Una consecuencia plausible del planteamiento de
Locke es que ser libre implica elegir. No sólo el hombre libre elige por cuan-
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EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA
to hace lo que quiere, sino que elige en el sentido de que existen alternativas
reales que ha preferido dejar atrás.
La postura de Locke contrasta con la que defiende Hobbes en el capí-
tulo XXI de Leviathan. Para Hobbes la libertad equivale, simplemente, a
ausencia de obstáculos. Su definición rige, indiferentemente, para el hombre
y los objetos inanimados. Es válida, por ejemplo, para una piedra en el trance
de rodar ladera abajo de un monte, o para el agua de un río. La piedra no
será libre si un muro interrumpe su curso, y tampoco lo será el agua detenida
por una presa. El muro, la presa, operan como obstáculos. Obstruyen un mo-
vimiento y, por lo mismo, quitan libertad. El esquema no exige que la cosa
a la que se ha impedido ser libre abrigue propósitos o compare alternativas.
Esto es coherente con el mecanicismo hobbesiano. Para Hobbes, todo
hecho está determinado por una causa, incluidos los hechos humanos. El
resultado es que ser libre no entraña en modo alguno elegir entre alternativas.
El muro no quita alternativas a la piedra. La piedra, al rodar por una ladera
limpia, no disfrutará de la alternativa de quedarse donde luego hemos ima-
ginado que se levantaba un muro. Mutatis mutandis, el agua no podrá per-
manecer remansada, una vez que se han abierto las compuertas de la presa.
Nótese que la desaparición de la perspectiva externa —ya no hay varias cosas
que quepa hacer— no conlleva la desaparición de la interna. La piedra, por
supuesto, no puede querer esto o lo de más allá. Pero resulta perfectamente
posible que el hombre hobbesiano, que se encuentra tan determinado como la
piedra, quiera hacer lo que no tiene más remedio que hacer. Nos enfrentamos
a una forma aberrante, monstruosa, de voluntarismo: se es libre cuando se
hace de intento lo que de hecho no se puede no hacer. La libertad aparece
como un poder que se despliega, por así decirlo, en tiempo real. Y la libertad,
por supuesto, es compatible con la necesidad —al revés que en Locke, y en
anticipación clara de Spinoza.
En lo que toca al problema que atareó a los cartesianos, también es ori-
ginal la postura de Hobbes. En uno de los primeros capítulos de Leviathan,
Hobbes se detiene brevemente a discutir sobre «deliberación» y «voluntad».
Son «voluntarios» los actos que se ejecutan tras un balance de costes y bene-
ficios. El cálculo suscita sentimientos de miedo, esperanza, avidez o lo que
sea. Estos sentimientos van sucediéndose en el tiempo, y el último, y también
dominante, empuja al sujeto a la acción. No nos encontramos, de nuevo, con
nada que autorice a decir que el sujeto ha elegido. No podemos remitirnos a
la fase deliberativa para argumentar que el sujeto ha contemplado una gama
de opciones antes de decantarse por una de ellas en particular. Lo que ha pa-
sado, más bien, es que el sujeto, después de vagar un rato por los escenarios
que le sugerían su sindéresis o su imaginación, se ha visto sacudido por una
emoción más fuerte que las demás, y ha tirado hacia delante con la brus-
quedad epiléptica de un guiñol de feria. Volvemos al contencioso del libre
albedrío, sólo que con los registros cambiados. Los herederos de Descartes
impugnaron el franco arbitrio afirmando que la voluntad no podía no poner-
se al servicio de la razón. Hobbes prefiere identificar un acto voluntario con
el provocado por una pasión arrolladora, que el sujeto padece y en rigor no
escoge. Expresado alternativamente: en tanto que un filósofo como Leibniz
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mo, sólo los hechos cuya causa es actual, son reales. El polaco aplica
al pasado el mismo argumento, sólo que vuelto del revés. Admite
como reales los hechos pretéritos cuyos efectos se hacen sentir aho-
ra. Sin embargo, entrecomilla la realidad de los que han dejado de
tener impacto en el presente. Los últimos son relegados a la misma
esfera en que están inclusos los hechos prospectivos y meramente
hipotéticos que surgirán, si es que lo hacen, en virtud de procesos
causales aún no incoados.
¿Qué se desprende de aquí? Pues la reducción de la realidad a
una suerte de espasmo presentista, cuyas prolongaciones hacia detrás
y hacia delante marcan los límites de lo cabalmente existente. Es la
actividad causal del presente la que determina o crea anticipadamen-
te el futuro, que en el fondo es un presente diferido; y es el presente
el que infunde, de rebote, consistencia en el pasado, el cual no es
tanto él mismo, cuanto una reminiscencia o reverberación que en el
costado le brota al presente.
El pensamiento de que la realidad es pura actualización, se repite
en otro alegato célebre contra el principio del tercero excluido. Me
refiero a la doctrina de los matemáticos intuicionistas. Para compren-
der a los intuicionistas, es preciso hacerse antes cargo de la teoría por
oposición a la cual tejen su antiteoría. La teoría original fue la susten-
tada por los matemáticos de corte clásico. Supongamos que D es un
conjunto infinito de números naturales, y que la proposición P afirma
que entre los números pertenecientes a D, existe uno que posee la
propiedad Q. Ambos, clásicos e intuicionistas, aceptan que la manera
más directa de establecer la verdad de P sería actualizar una expe-
riencia: a saber, la consistente en construir o evidenciar el número
que posee la propiedad en cuestión. El principio del tercero excluido
autoriza, no obstante, un segundo itinerario deductivo. En la medida
en que el principio sea lícito, podremos decir que P es verdadera,
cuando su negación es falsa. Ahora no se actualiza una experiencia en
el sentido en que se actualizó antes. Al demostrar que P es verdadera
porque su negación es falsa, no estamos aprontando el hecho o la
construcción en que descansa inmediatamente la verdad de P. Más
bien, estamos razonando por eliminación: estamos excluyendo no-P,
y en vista de que reconocemos una sola alternativa, a saber, que P
sea verdad, también estamos afirmando P. Esta técnica demostrativa
ha sido empleada por los matemáticos clásicos en la deducción de
innumerables teoremas. Pero los intuicionistas la rechazan. ¿Por qué?
El argumento es que no se habrá demostrado que existe un número n
que posee Q, si todo lo que ha llegado a demostrarse es que es falso,
o conduce a contradicción, el supuesto de que ningún n posee Q. La
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BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR
realidad. A la noción, entiéndase, de que las cosas son lo que son con
independencia de lo que pensemos de ellas. El mejor exponente de
este choque de sentimientos es Charles Sanders Peirce, fundador
de la escuela pragmatista —rebautizada por nuestro hombre como
«pragmaticista» cuando el animoso James aplicó el rótulo a su propia
filosofía y confundió, según Peirce, el tocino con la velocidad—. Vale
la pena recordar lo que dice Peirce en «What Pragmatism is» (1905):
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¿Qué nos impide decir que todos los cuerpos duros permanecen per-
fectamente blandos hasta que se tocan? [...] Un poco de reflexión
revelará que la respuesta es ésta: no incurriría en suerte alguna de
falsedad el que se expresara de semejante manera. Sólo habría cam-
biado la manera en que usa las palabras «duro» y «blando». Pero no
habría variado el significado [cursivas mías] de estas palabras. Ya
que no estaríamos representándonos los hechos distintos de como
son. [...] Ello nos lleva a señalar que la cuestión de lo que ocurriría en
circunstancias que no se producen de hecho [cursivas mías] no plantea
cuestiones fácticas.
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Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil
años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos
tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir
que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo
más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nues-
tra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa
negra. Escribe textualmente Gray:
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ÍNDICE DE NOMBRES
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Kant, I.: 43, 115, 130, 149, 152ss. Puffendorf, S.: 23, 26s., 31s., 35, 40, 43,
Kuhn, T.: 57ss., 64, 87 71s., 85s., 88, 114, 118, 121, 129
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