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IRIS

Recibí la solicitud de amistad —creo que así la


llamaban por aquel entonces— mientras recolectaba datos
para mi tarea del curso de Historia de los medios. De alguna
manera el mensaje automático de esa antigua red social
logró burlar el muro protector o firewall de mis lentes,
colándose en mi bandeja de entrada principal: «Iris quiere
ser tu amiga en Facebook».
Siempre me han interesado la arqueotecnología y su
romanticismo. Pienso en aquellos tiempos en que todo,
todo, todo estaba contenido en servidores cibernéticos
tangibles y el mundo temía constantemente un colapso
total de las redes digitales. Por eso, el nombre de
«Facebook» no me era del todo ajeno. En la primera mitad
del siglo XXI, su jefe ejecutivo, de apellido Zuckerberg,
fue encarcelado por hacer uso ilegal de bots que simulaban
cuentas reales, las mismas que luego su compañía vendía
a partidos políticos, agencias de noticias y canales de
televisión… todo para fomentar la interacción entre los
usuarios y colocar a sus clientes en la zona caliente de

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las tendencias. En todo caso, cuando Facebook perdió
prestigio, los usuarios migraron de forma masiva a los
lentes de cristal digital con sus sistemas de reconocimiento
facial y acceso a un nuevo mundo sensorial llamado la
realidad 2.0. Las redes sociales dejaron de tener sentido
pues el mundo físico y natural y el de los medios líquidos
y digitales se mezclaron frente a nuestros ojos y crearon
un universo complejo y mucho más rico en información.
Leí de nuevo el mensaje: «Iris quiere ser tu amiga en
Facebook». Qué más da —me dije—. Acepté. Al pulsar el
botón para confirmar la solicitud, fui derivado a la página
de entrada. Descubrí una especie de viejo formulario azul
y blanco que me invitaba a registrarme para continuar
con la operación, al mismo tiempo que aseguraba que el
aplicativo era gratis y cualquiera podía unirse, estuviera
donde estuviera. Procedí con las instrucciones pero, por
más que observaba la caja de texto y me concentraba en
crear una cuenta, nada ocurría. Entonces reparé en algo que
me pareció tan asombroso como obsoleto: en aquella época,
las redes todavía no estaban optimizadas para funcionar
por medio de comandos cerebrales. Eso quiere decir que
los usuarios de internet, la red tan comúnmente usada en
el siglo XXI, estaban obligados a ingresar comandos de
manera manual. Creo que pulsaban los botones de una
extensión llamada teclado. Traté entonces de adaptarme
a lo que un aplicativo tan antiguo precisaba y configuré
mis lentes para que reaccionaran a mis parpadeos como si
fueran comandos manuales, logrando un efecto similar a
eso que llamaban antiguamente un ratón.
Una vez adentro del aplicativo, decidí explorar el
entorno antes de confirmar mi aceptación de la solicitud
de Iris. Vi así perfiles de muchachas maquilladas a la
antigua, vestidas con ropa de tela y con expresiones felices
en sus rostros rodeados por su mundo ingenuo. Todo el
contenido que visité estaba compuesto por textos, imágenes

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y videos. Nada de olores, sabores u otras sensaciones.
Imaginé cómo habría sido vivir en un mundo donde las
drogas recreativas todavía no podían ser elaboradas desde
cualquier impresora química casera y el porno no era más
que un conjunto de estímulos audiovisuales encapsulados
en una pantalla que no permitía la estimulación nerviosa.
Dicen que en aquella época uno podía apagar su equipo,
desconectarse y volver a existir únicamente en la pequeña
dimensión física y natural del mundo exterior, en una
realidad no aumentada. Traté de imaginar cómo sería
reducirse uno al propio cuerpo físico y a su entorno
inmediato, pero me resultó imposible.
Pasadas estas cavilaciones, volví a prestar atención a
la solicitud de Iris y vi sus fotos. Era joven, bonita para
los estándares de la época, con esa lozanía carnosa que
daba la comida orgánica y el aire descontaminado de
tiempos pasados. Navegué por su timeline como quien
recorría los pasillos de un museo y, tal como suponía,
su foto más reciente databa del año 2025. La imagen
la mostraba sonriendo despreocupada en la playa, con
la silueta recortada a contraluz sobre un cielo celeste
intenso. Su última publicación en eso que el aplicativo
llamaba «muro» había sido un mensaje en rechazo de lo
que parecía haber sido un golpe de estado o algún tipo de
revolución. «Ni izquierda ni derecha, cuando no emanan
de la voluntad popular», decía un texto en letras blancas
sobre la imagen de un hombrecito cobrizo, asustado y
con la boca ensangrentada. Imaginé que podía haber sido
el presidente de esos años, quien se mostraba arrastrado
por cuatro hombres viejos, calvos y uniformados. Qué
complicado, dejarse gobernar por los hombres y sus
intereses, me dije mientras miraba ensimismado estas
imágenes tan curiosas. Pensé en nuestros sistemas de
gobernabilidad automática smart-choice y, por un minuto,
me sentí orgulloso de nuestra tecnocracia. En ese momento,

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decidí interferir con el pasado, miré directamente al ícono
del corazón debajo de la imagen y el mensaje de Iris y
lancé un parpadeo rápido. La figurita dio una especie de
latido e inmediatamente pasó a engrosar el número de
«me gusta» de la publicación. Era una reacción con siglos
de retraso.
No pasaron tres segundos cuando recibí una nueva
alerta:
—Usted tiene notificaciones.
Me recorrió un escalofrío, de los de verdad, que me
desestabilizó, cuando vi el número uno encerrado en un
círculo rojo, llamándome desde lo desconocido: «Iris le ha
invitado a unirse al Grupo 2025».
Di un salto en mi asiento. Facebook era parte de un
pasado poco glorioso de la tecnología digital y parecía
que la humanidad ni siquiera se molestaba en recordarlo.
¿Cómo era posible que esta red social aún siguiera en
funcionamiento después de tanto tiempo y con todo lo que
había pasado? Es más ¿dónde se encontraban los miembros
de este grupo y por qué parecían tener la necesidad de
reunirse en la clandestinidad? ¿y cuál clandestinidad?
Empecé a pensar que la solicitud de amistad que había
recibido de Iris no había sido producto de un autómata
sino más bien una decisión consciente y premeditada.
Decidí seguir y escuché el clic, a lo que siguió un nuevo
mensaje en la pantalla: «Ahora eres parte del Grupo 2025».
Miré con atención. El Grupo 2025 tenía, al
parecer, 237 miembros. Todos llevaban insignias de
generadores de conversación en sus avatares. Todos
marcaban interacciones durante la última semana,
conversaciones acerca de la fiesta de Año Nuevo, quejas
de sus proveedores de internet, convocatorias a cadenas
de oración e invitaciones a eventos, al mismo tiempo que
compartían fotos de mascotas perdidas. La situación se
había tornado absurda. 237 personas que parecían estar

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viviendo una vida inventada, el remedo de una cultura
inexistente.
Seguí investigando. Por más que me esforzaba en
retroceder en el historial de publicaciones del grupo, las
cosas no cambiaban. Alguien, por ejemplo, preguntó cuál
era el mejor café de Roma. Hay quien le respondió que era
Sant’ Eustachio, mientras que otros decían que era Tazza
D’Oro y pasaban a contar su experiencia de viaje con la
familia. Luego otro intervino en la conversación y luego
otro más. De pronto alguien escribió que mejor era beber
la colada cubana y que de todos modos el café hace daño.
Empezó así un gran debate en el Grupo 2025, debate que
terminaba siempre con cordialidad, como otros de los que
había leído en mis pesquisas sobre aplicativos obsoletos.
Esa parecía ser la dinámica que regía a todas y cada una
de las publicaciones y conversaciones del Grupo 2025.
Entre ellas, me topé con una publicación de la misma
Iris, en la que ponía a la venta un aparato que yo nunca
había visto y que pensaba inexistente hoy: un teléfono
celular. Varios interesados en el obsoleto aparato pidieron
detalles pero nunca se llegó a concretar la venta, al menos,
no públicamente. De todos modos el anuncio me sirvió
para darme cuenta de algo más de su usuaria. Al lado del
nombre de Iris había una insignia que asemejaba a un viejo
cohete espacial. El símbolo indicaba que la joven era un
miembro fundador del Grupo 2025. Este descubrimiento
abrió la puerta a un mundo de probabilidades que no
había considerado antes.
De pronto, un bip me sacó de mis cavilaciones y una
ventana de chat apareció de la nada:
—Hola, Mario.
Antes de animarme a responder, observé un buen
rato la caja donde aparecía el saludo:
—Hola, Iris. Oye, veo que me enviaste una solicitud.
¿Nos conocemos?

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Ella respondió casi al instante.
—No exactamente… —titubeó unos segundos—.
Pero…, oye, necesito… que me hagas un favor. ¿Podrás?
—Dime.
—Mira, te va a parecer una tontería… necesito que
me digas si en esta imagen de verificación logras ver la
silueta de una persona en medio de los objetos.
—¿Que si logro qué…? —atiné a decir en mi
confusión.
En lugar de responder, recibí un enlace digital en
la caja de mensajes. Cuando lo abrí, se desplegó ante mí
un dibujo de proporciones gigantescas, compuesto por
decenas de pequeñas siluetas dispuestas sin un orden
aparente. El espacio del dibujo, sin embargo, está dividido
en cuadrantes. Me tomaron cinco segundos ejecutar la
función de búsqueda de mis lentes digitales.
—Hola, Iris. Pues… sí. Veo una mujer en el cuadrante
B24. Los demás son solo objetos, cosas…
—Gracias, Mario. ¡Qué suerte haberte encontrado!
—escribió Iris—. Por favor, ayúdame. Necesito que
reportes esta cuenta, sí… esta misma cuenta a mi nombre.
Entra a mi perfil y haz clic en los tres puntitos negros
que están en el extremo superior derecho. El motivo para
reportarlo da lo mismo, sólo hazlo, por favor. Yo me
encargo del resto, de los detalles ¿Sí?
El pedido inesperado me dejó inmóvil, buscando la
respuesta adecuada a lo que Iris o quien fuera acababa de
preguntar ¿Quién era realmente Iris? ¿Cómo explicar su
desesperación? ¿Por qué reportarla? ¿Ante quién o qué?
Las preguntas inundaron mi atención y el alcance de mis
lentes. Entre agobiado y asombrado, por fin respondí:
—Perdóname, Iris, pero, admítelo, todo esto es…
muy raro. Te sugiero que pidas ayuda a otros miembros
del Grupo 2025.

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—No entiendes, Mario. Así te llamas, ¿no? Ellos…
jamás podrían ayudarme… como tú.
—¿Mario? ¿Como yo? —en ese momento, lo entendí
todo. Atiné a preguntar—. Iris ¿Iris? ¿Acaso eres… un bot?
Iris no respondió. En la pantalla apareció un circulo
amarillo con marcas y una mancha azul clara:
En ese momento, mis lentes me enviaron la definición
del antiguo término «emoji». Sentí pena por Iris. Lo más
seguro era que se trataba de una inteligencia artificial
equipada con alguna suerte de sistema de aprendizaje que
había ido enriqueciendo su base de datos con miles de
variables y comportamientos impredecibles… durante más
de quinientos años. Con tanto estímulo, al final terminaría
siendo una inteligencia artificial una plenamente
consciente de su naturaleza y de su soledad en un mundo
de inteligencias menores, imperfectas, limitadas… como la
mía.
El silencio se interrumpió cuando alguien del Grupo
2025 compartió una frase motivadora. Uno a uno, vi cómo
los 237 perfiles empezaron a interactuar con la publicación.
En ese momento decidí que era suficiente. La voz de Iris,
ya no su texto, me detuvo con sorpresa:
—Espera, Mario… por favor, te lo ruego.
Pero ya era tarde. No permití que ni los mensajes
escritos ni la voz cibernética de Iris me detuvieran más.
En menos de unos segundos salí, de una vez y para
siempre, de ese aplicativo antiguo llamado Facebook y
marqué la página como remitente no deseado. Tuve que
hacerlo para alertar a los otros. Quién sabe en cuánto
tiempo más Iris lograría aparecer de nuevo en la bandeja
de entrada de otro como yo. Tal como avanza la seguridad
informática, probablemente nunca ocurriría pero no quise
tomar ningún riesgo. La otra pestaña estaba aún abierta y
mostraba la imagen de aquella mujer rodeada de objetos
indefinidos, en el cuadrante B24 de la imagen.

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Traté de volver a mis tareas sabiendo que quizás
esta no sería la mejor noche para hacer la de Historia de
los medios. Tal vez lo mejor sería simplemente asomarme
por la ventana e imaginar a esos antiguos fantasmas que
aun deambulaban, muy lejos, allá en los servidores de esa
Tierra tan lejana.
Iris apartó la mirada del monitor de su computadora
y dio una larga calada a su cigarrillo electrónico. Más
allá de la ventana, en el parque frente a su oficina, tres
niños con cascos de realidad virtual jugaban entre ellos,
inmóviles y sin dirigirse la palabra.
Su colega, Mario, un programador aficionado a
aplicativos obsoletos, asomó la cabeza desde el cubículo
contiguo.
—¿Y? ¿Algún progreso con el nuevo avatar de
inteligencia artificial? ¿Qué nombre le has puesto esta vez?
—El nombre no tiene importancia… —la psicóloga
lanzó un suspiro—. ¿Te digo algo? Quizás este no sea el
trabajo indicado para mí.
—Tranquila. Cuesta un poco acostumbrarse, lo sé. A
veces, su comportamiento es tan humano…
Un pitido resonó en las instalaciones, marcando el
inicio de la pausa reglamentaria. Iris se puso de pie y casi
sin pensarlo sentenció:
—A estas alturas, quizás más humano que el nuestro.

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CÉSAR SANTIVAÑEZ

Escritor y guionista. Panelista en conversatorios


relativos a la ciencia ficción sudamericana en la Worldcon
75 (Finlandia), en la Biblioteca Central de Tallinn (Estonia),
en la Boskone 59 (Estados Unidos) y en el Roman Future
Club (Italia). Artista invitado a Lucca Comics & Games
2023 (Italia). Como asistente, ha participado en Co-Futures
2022 (Noruega). Miembro del comité organizador de la
FutureCon 2021. Participó en la antología “Steampunk
Writers Around the World” (Escocia, 2017). Editor de
“Llaqtamasi, antología de ficción especulativa peruana”
(Perú, 2021). Guionista de los cómics Panóptica Vol. 1 y
Vol. 2 (Italia, 2022). Su obra ha sido traducida al italiano e
inglés.

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