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REFORMISMO EN LATINOAMÉRICA

Se dice que el escritor vienés, Stefan Zweig,


afirmó: «Brasil es el país del futuro – y
siempre lo será». De la misma forma, el
centro político en América Latina siempre ha
estado en el horizonte – hasta ahora.
Para quienes la observan desde afuera, la
región es práctic amente sinónima con la
polarización política. Los guerrilleros de
uniforme verde oliva, los populistas
carismáticos y los reaccionarios jefes de
juntas militares, han sido figuras más reconocidas que los políticos moderados
vestidos de un deslucido gris.
Sin embargo, en América Latina existe una larga – aunque no siempre fructífera –
historia de reformistas liberales de centro. En el siglo XIX, fueron los liberales
quienes laboriosamente separaron las instituciones de sus nuevos estados de las
de la iglesia católica. En los años ’30, los políticos de una izquierda moderada, en
respuesta a la crisis que la Gran Depresión había desatado en la región,
construyeron los rudimentos de un estado de bienestar moderno. En los ’60, los
políticos de centro de diferentes tendencias – muchos de ellos
democratacristianos – lucharon por encontrar una alternativa a la amenaza de la
revolución armada y al totalitarismo de la Cuba de Fidel Castro.
Pero se presentaron dos problemas: la política de
centro no siempre echó raíces, y casi nunca perduró.
Hay verdad en el cliché que dice que los ciudadanos
de clase media tienden a ser moderados en política;
las sociedades abiertas y la política reformista con
frecuencia van de la mano. No obstante, en América
Latina, las rígidas divisiones de clase y la profunda
desigualdad de ingresos crearon un terreno fértil
para el populismo. Y cuando los experimentos
populistas se derrumbaron – como suele suceder –
bajo el peso de una deuda insostenible y de una inflación desatada, fueron los
derechistas partidarios del ajuste fiscal, junto con los empresarios conservadores,
quienes tomaron las riendas. D emasiadas veces, el centro no fue capaz de
sostenerse.
Todo esto ha comenzado a cambiar en los últimos veinte años. Con algunas
excepciones (una especialmente preocupante es Venezuela), la democracia se ha
consolidado en la región. Los procesos electorales han dado origen a algunos
gobiernos capaces y a otros mediocres, pero sólo algunos deschavetados
abogarían por un cambio que no se produjera en las urnas.
La estabilización económica y diez años de auge del precio de las materias primas
le dieron a América Latina un importante período de crecimiento. Y, si bien frente al
debilitamiento actual de los precios de dichos productos el crecimiento ha caído,
éste, junto con mejores políticas sociales, de hecho elevaron los ingresos
familiares, redujeron la pobreza y originaron una notable expansión de la clase
media.
Hoy día, el ingreso promedio de una familia de clase media que vive en las
afueras de Bogotá, Montevideo, São Paulo o Santiago, medido en dólares, es
mucho menor que el de la misma familia en América del Norte o Europa. Sin
embargo, lo más probable es que esa familia latinoamericana viva en su casa
propia (adquirida con un crédito hipotecario) y que si aún no ha comprado
automóvil, lo haga más temprano que tarde. Además, la probabilidad de que sus
hijos tengan una educación universitaria es cada vez más alta.
Los miembros de la nueva clase media sufren por la mala calidad de los servicios
públicos (especialmente salud y educación); se inquietan por la inseguridad
laboral; se irritan por la persistencia de la discriminación en el mercado laboral; y
se indignan por la mediocre infraestructura, la congestión vehicular y la
delincuencia. Pero precisamente debido a que les cuesta pagar las cuentas, los
ciudadanos de clase media tienen poca paciencia con los líderes que hacen que
se disparen la inflación y las tasas de interés.
Por cierto que los hijos de esta
clase media con frecuencia han
salido a manifestarse en las calles,
como en Chile desde 2011 para
quejarse por la educación, por
ejemplo, y en Brasil en 2013 para pr
otestar por el alza de las tarifas de
la locomoción colectiva. Pero los
críticos provenientes de la izquierda
tradicional se equivocan cuando afirman que el objetivo esencial de estas
protestas es acabar con «el modelo económico». Muchos de los manifestantes
simplemente desean que el sistema les abra sus puertas y les permita entrar.
En términos políticos, todo esto exige reformas bien ejecutadas y duraderas, que
no pongan en peligro la estabilidad económica. Y este mensaje es música para los
oídos de los reformistas moderados, quienes comprenden que los votantes de
centro y de clase media son, por lo general, decisivos para el resultado de las
elecciones nacionales. A medida que los populistas tipo Hugo Chávez, el ex
presidente de Venezuela, pierden terreno, aumenta la fuerza de un centro liberal
que busca reformas.
Mirando hacia atrás, los ejemplos primordiales que surgen son las dos
presidencias de Fernando Henrique Cardoso en Brasil y los 20 años (1990-2010)
de gobierno de la Concertación en Chile. Todas las últimas administraciones
peruanas han gobernado desde el centro, si bien lo han hecho con estilos
retóricos y etiquetas partidistas ampliamente diferentes. Y en Colombia, el
gobierno de Juan Manuel Santos, a pesar de tener raíces históricas en la centro
derecha, ha aumentado los impuestos e implementado un programa de reformas a
la que algunos de sus propios ministros llaman «social-demócrata».

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