1. ¿Relación jurídico-patrimonial o relación obligacional? En la tradición jurídica occidental existe, desde antiguo, un debate en torno a la necesidad de contar con una noción de objeto del contrato[1] y donde residiría el eje de tal definición [2]. Este debate ha sido arduo en los sistemas jurídicos alemán [3] e italiano[4], extendiéndose a buena parte de los siglos XIX y XX; sin embargo, en el Perú surgió casi de manera aparentemente espontánea en la década de los noventa del siglo pasado.
La influencia que la doctrina civilista italiana tuvo sobre su par
peruana durante los últimos treinta años es esencial para comprender por qué nuestros académicos indagaron sobre el objeto de: (a) el negocio jurídico, (b) la prestación, (c) la relación obligatoria y (d) el contrato. Bien vistas las cosas, y como en otras tantas cuestiones, la bibliografía italiana en materia de negocio jurídico, obligaciones y contratos explicaría por qué ciertas temáticas han sido estudiadas en el Perú, a pesar de que en la praxis jurídica tales tópicos no tuvieron mayor trascendencia.
Sin embargo, el debate sobre el objeto del contrato no es uno
meramente doctrinal, toda vez que la redacción de los artículos 1351°, 1402°, 1403°del Código Civil le otorgó no sólo un «fundamento» legislativo, sino que tornó patente las consecuencias prácticas anexas a asumir alguna posición.
Así, en el primer artículo se afirma que el contrato es el acuerdo por el
cual los particulares crean, modifican, regulan o extinguen relaciones jurídico-patrimoniales; en el segundo se establece que el objeto del contrato es crear, modificar, regular o extinguir obligaciones; y en el tercero se indica que la obligación es el objeto del contrato. Si se prefiere, en el primer artículo reconocería que el objeto del contrato son las «relaciones jurídico-patrimoniales», en el segundo afirmaría que el objeto es la «producción de vicisitudes jurídicas [5] vinculadas a obligaciones» y en el tercer artículo se acogería la idea de que el objeto del contrato es «la obligación». Como se observa, no existe coherencia entre las tres normas contenidas en el Código Civil.
La segunda norma es indiscutiblemente la que tiene menos
consistencia. La razón: no se pude alegar que el objeto del contrato es la producción de efectos jurídicos. El objeto tiene que formar parte del supuesto de hecho (o de la estructura) del contrato, por lo que resulta evidente que los efectos que el contrato produce no cumplirían con tal exigencia. Los efectos jurídicos son la consecuencia de la verificación del supuesto de hecho normativo y no parte de éste. En tal sentido, no puede afirmarse, de manera coherente, que el objeto del contrato es la producción de efectos jurídicos.
En cambio, en la primera y la tercera norma sí se resaltarían
elementos estructurales del supuesto de hecho pues señalarían algún punto de referencia sobre el cual se produciría la mutación jurídica propia del contrato. Al cumplir este requisito lógico es posible debatir si una de estas descripciones puede ser de utilidad para proponer una noción de objeto del contrato. Empero, mientras que en el primer caso el objeto del contrato tiene una gran capacidad expansiva (después de todo, el objeto puede ser cualquier relación jurídico- patrimonial), en el segundo se enfatiza el tipo de interrelación instaurada entre las partes, en específico, un ligamen que asume que la conducta de la contraparte es el vehículo por el cual de manera directa e inmediata se satisface el propio interés, quien por este motivo estará obligado a ejecutar el comportamiento adeudado (sin importar si la fuente de la cual deriva es el acuerdo o la ley).
¿Cuál de ellas es la posición correcta? Si se me permite ser sincero
creo que, con cualquiera de ellas, los operadores jurídicos y/o agentes económicos perdemos algo. Si se acoge la idea de que el objeto del contrato es la obligación, se niega el carácter contractual de ciertas estructuras (por ejemplo, el contrato de opción) o se cuestiona los efectos producidos por un contrato (por ejemplo, el consenso traslaticio). Por su parte, también se pierde algo si se acoge la idea de que el objeto del contrato es la relación jurídico-patrimonial. En concreto, se pondrá en entredicho si algunos intercambios sobre prerrogativas no-patrimoniales resultan ser un contrato (por ejemplo, los acuerdos de gestación por cuenta de otro o los acuerdos en previsión de la futura ruptura matrimonial) o se potencia la crisis de la responsabilidad contractual, la cual está construida en nuestro sistema sobre la base de la idea del incumplimiento obligacional y carece de una multiplicidad de remedios que puedan responder ante infracciones que perjudiquen otro tipo de intereses (por ejemplo, las warranties o indemnities propias de ciertas estructuras contractuales complejas).
Tal vez lo relatado no haga más que devolver actualidad a la famosa
sentencia de Javoleno: «omnis definitio in iure civili periculosa est; parum est enim, ut non subverti possit» (o «toda definición en derecho civil es peligrosa, porque es difícil que no pueda ser modificada»).
2. Atributos del objeto contractual y del contenido
obligacional. Antes que nada debe diferenciarse objeto de contenido. La principal idea operativa que puede ser formulada de aquello que se expuso en el acápite precedente es que para un amplio sector doctrinal el objeto es la materia (o, si se prefiere, el punto de referencia) sobre la cual actúa el contrato. Por el contrario, el contenido será el programa contractual en su complejidad, esto es, la conjunción de las estipulaciones contractuales evaluadas a la luz de aquello que resulta ser el propósito perseguido por las partes. Así, el objeto tendría un alcance acotado y específico; en cambio, el contenido podría concretarse de múltiples maneras a pesar de que el objeto sea siempre el mismo (por ejemplo, las cadenas de compraventa sobre el mismo inmueble tienen un único objeto, pero el contenido de las operaciones individuales es mutable). El contenido sirve para concretar el interés individual y común de las partes en la operación siempre teniendo en cuenta el objeto y el objeto nos ayuda a centrar la atención en aquello sobre lo cual deben recaer las reglas que estipularemos.
Una vez comprendida la diferencia entre objeto y contenido es
momento de evaluar cuáles son los requisitos que deben cumplir.
No obstante, el esfuerzo realizado previamente tanto objeto como
contenido contractual tienen los mismos requisitos legales/doctrinales, a saber: (a) determinación o determinabilidad (conceptual) a efectos de que lo estipulado sea ejecutable; y (b) posibilidad legal y física para permitir también su ejecución en el plano físico, así como para evitar que el acuerdo no sea coercible jurídicamente.
Bien vistas las cosas, los requisitos exigidos al objeto y al contenido
tienen dentro de sí el deseo de llevar a término la interacción privada. Empero, creo que estas exigencias deben ser reevaluadas.
El sistema jurídico tiende a limitar la autonomía de los particulares
señalando que estos solamente pueden celebrar contratos que sean física y jurídicamente posibles al momento del acto (artículo 140° del Código Civil). Empero, las partes pueden desear, y sin la existencia de ningún tipo de engaño o error, celebrar contratos que resulten a la fecha física o jurídicamente imposibles[6], asumiendo el riesgo de que nunca (o al menos no dentro del plazo estipulado) lleguen a ser posibles.
El propósito de impedir la celebración de contratos sobre un objeto
física o jurídicamente imposible no reside en que estos acuerdos sean per se indeseables o generen perdida social, sino que en los hechos pueden convertirse en un mecanismo a través del cual una parte se aprovecha de la otra. Si ambas partes optan, de modo consciente, por asumir el riesgo de verse imposibilitados de recibir el beneficio último anexo al intercambio[7], ¿por qué el sistema jurídico debería impedirles el acuerdo? ¿quién se vería perjudicado? No vemos un eventual interés privado o público que sea afectado con el acuerdo y menos aún que sea de tal magnitud como para acarrear la invalidez del contrato. A tal efecto, resaltaré que no propongo un ejemplo de laboratorio, sino la propia regulación del Código Civil, la cual admite la posibilidad de que las partes lleguen a acuerdos sobre objetos de esperanza incierta y no sanciona estos contratos con nulidad.
Si «donde existe la misma razón, debe existir el mismo derecho»,
juzgamos necesario reevaluar el requisito bajo análisis.
3. Contratación sobre bienes futuros.
En el acápite precedente aludí a la posibilidad de celebrar acuerdos sobre esperanzas inciertas. Sin embargo, ahora quiero examinar un supuesto menos discutible: la celebración de acuerdos sobre bienes que actualmente no existen, pero que sí lo harán en el futuro.
El ejemplo paradigmático de este tipo de acuerdos es el contrato de
compraventa de bien futuro.
Bajo este contrato, el vendedor se compromete a transferir la
propiedad de un bien que todavía no existe sujetándolo a la condición suspensiva de su existencia. En otras palabras, durante el periodo que media entre la celebración del contrato y la fecha en que el bien llegará a existir (sea física, sea jurídicamente) una parte sustancial de los efectos contractuales no se desplegarán (el más saltante: la transferencia de propiedad no se activará hasta que se reconozca la existencia del bien).
El reconocimiento de la «existencia» del bien no se limita a la
verificación física de que el bien puede ser aprehendido por los sentidos, sino que exige un procedimiento legal. Dependiendo del tipo de bien y del tipo de acuerdo alcanzado, se requerirá, por ejemplo: (a) la conformidad de la obra, (b) la inscripción de la fábrica y/o (c) la independización del bien y la inscripción de un Reglamento de la Junta de Propietarios.
Lo dicho es importante porque ratifica la posibilidad de que el objeto
del contrato no sea un bien ya existente. Incluso es posible que el bien exista físicamente pero no jurídicamente, lo cual sucede en el caso de la venta de bienes que formarán parte de una propiedad horizontal o que requieren una subdivisión de la parcela primigenia.
4. Clasificaciones del contrato.
Si bien la materia de la teoría general del contrato sobre la cual tengo mayores reservas es la referida a las «clasificaciones de los contratos», reconozco que su trasmisión aún cumple un fin pedagógico.
Así, clásicamente, los contratos se clasificación con base a:
Quienes ejecutan prestaciones: contratos unilaterales y contratos
bilaterales. En los primeros sólo una de las partes ejecutará prestaciones a favor del otro; en los segundos, ambas partes se comprometen a ejecutar prestaciones a favor del otro.
El riesgo: conmutativos y aleatorios. En los contratos conmutativos,
las partes se encuentran en la posibilidad de conocer la proyección del margen de beneficio y pérdidas (costos y gastos) que significará celebrar y ejecutar el contrato; mientras que, en los contratos aleatorios, las partes no conocen a ciencia cierta cuál será el equilibrio de beneficios y pérdidas. Esta es, tal vez, la clasificación sobre la cual tengo mayores recelos.
Su ejecución: instantáneo, inmediato, diferido y de tracto sucesivo
(ejecución continuada o periódica). El propio nombre deja en claro el momento de la ejecución de cada una de estas prestaciones. Su perfeccionamiento: consensuales y reales. En los primeros basta la existencia del acuerdo para que surja el contrato, en cambio, en los segundos se requiere la ejecución de lo acordado para que en ese momento se considere celebrado el contrato (antes de ese momento y pese a la existencia de acuerdo no habrá contrato). Esto ocurre, por ejemplo, en la dación en pago.
Su formalidad: consensuales y formales. En los primeros, no se exige
que el consenso que da vida al contrato revista de una forma. En los segundos, el sistema jurídico sí exigirá una forma determinado.
Su valoración: onerosos y gratuitos. En los primeros el sacrificio
realizado por una de las partes trae aparejado la transferencia de un beneficio provista por la contra parte. En los segundos, una de las partes obtiene un beneficio sin la necesidad de transferir algún beneficio en favor de su contra parte.
La relación entre las prestaciones: prestación autónoma y
prestaciones recíprocas. En el primero, las prestaciones a cargo de cada una de las partes son independientes entre sí, por lo que una parte no podrá incumplir su compromiso sobre la base del incumplimiento de su contraparte (por ejemplo, el contrato que da vida a una persona jurídica). En los segundos, la prestación de cada una de las partes encuentra sentido en la prestación a cargo de la otra, la interdependencia explica porque una de las partes puede incumplir su compromiso si la otra incumple el suyo.