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1er encuentro

Tema:
Introducción a las Bienaventuranzas

Hoy abordaremos al menos las líneas principales de este texto que, cuando es adecuadamente
conocido, puede reforzar las riquezas de la fe de los creyentes, pero también para el no
creyente aporta una gran riqueza, porque abre al conocimiento de un texto de gran valor
literario, ya que los evangelistas – como sabéis – eran espléndidos teólogos y destacados
literatos que pueden competir con los autores literarios de fama mundial.
En nuestra exposición nos ceñiremos al texto del evangelista Mateo. Como sabéis, cada
evangelista tiene su propio plan teológico; por ello es bueno que antes de afrontar la lectura de
cualquier episodio del evangelio, intentemos situarnos dentro del plan teológico que el
evangelista pretende desarrollar.

¿Qué significa que cada evangelista tenga su propio plan teológico? Quiere decir que si bien
todos los evangelistas anuncian el mismo mensaje, las formas, las fórmulas y los modelos que
utilizan para proclamarlo difieren conforme a la pretensión de cada evangelista, conforme a su
estatura teológica, literaria, pero sobre todo, las diferencias se deben a la idiosincrasia
particular de los destinatarios del mensaje, ya que el escritor adapta su mensaje a los
receptores del mismo. Pues bien, el autor del evangelio de Mateo se dirige a una comunidad
de judíos que han reconocido y han aceptado a Jesús como el Mesías esperado, pero con la
condición de que tal revelación y aceptación se encuadre en el marco fijado por la tradición
religiosa del pueblo judío, es decir, siguiendo las líneas y las huellas de Moisés y del profeta
Elías, sus enseñanzas. De este modo, el evangelista lleva a cabo una hábil obra didáctica y
literaria para hacer comprender que Jesús es superior, pero lo hace siguiendo las pautas de la
vida y de los acontecimientos de Moisés.

Entonces, ¿en qué consiste la labor de este evangelista? En aquél tiempo se creía que Moisés
era el autor de los primeros cinco libros de la Biblia, los libros conocidos como el Pentateuco,
que conforman la llamada Ley. Por eso, Mateo compone su obra dividiéndola exactamente en
cinco partes, cada una de las cuales concluye con palabras similares, idénticas en realidad, a
las que encontramos en los libros de Moisés. Por tanto, el evangelio de Mateo está dividido en
cinco partes.

• Conocemos todos la historia de Moisés, que comienza con el suceso extraordinario,


milagroso, que lo salvó de la orden emitida por el Faraón de acabar con la vida de todos los
primogénitos hebreos; he aquí la razón por la que solo en Mateo, y no en los otros
evangelistas, encontramos el episodio de la matanza de los niños de Belén planeada por aquél
que generalmente viene presentado como el nuevo Faraón, o sea, el hombre del poder
despótico (Herodes). Este episodio está solo en Mateo porque el evangelista quiere poner de
manifiesto la equivalencia que existe entre ambos personajes.

• Otro momento importante en la vida de Moisés es cuando sube a un monte, el monte


Sinai, y allí, a través de él, Dios promulga la alianza con el pueblo. Pues bien, también Jesús
en este evangelio sube a un monte para promulgar la nueva alianza, pero hay una diferencia
sustancial: Jesús no recibe la ley de Dios, él mismo es la nueva ley, él que ha sido
presentado desde las primeras líneas del evangelio como el Dios con nosotros, aquél que
anuncia la nueva alianza. Jesús ha venido a proponer una relación con Dios completamente
distinta de lo que se conocía en el mundo judío. Jesús vino a trasladar las personas desde
el mundo de la religión al mundo de la fe. ¿Cuál es la diferencia entre religión y fe? Por
religión se entiende todo aquello que el hombre debe hacer en relación a Dios. Con Jesús todo
esto se ha terminado. Con él comienza una relación nueva con Dios en la que no cuenta ya lo
que el hombre haga por Dios, ahora se trata, en cambio, de acoger aquello que Dios realiza en
favor del hombre.

Estando así las cosas, la propuesta de Jesús no puede ser catalogada en términos de religión,
sino como fe. Y Jesús vino a proponer una nueva relación con el Padre, con Dios, una
relación que no se basa ya en la obediencia a una ley, sino en la acogida desu amor y
en el parecerse al mismo. Es importante que tengamos presente esta distinción, porque en el
judaísmo el creyente era aquél que obedecía a Dios observando sus leyes. Pero si existe una
ley, eso mismo quiere decir que determinadas personas, debido a su peculiar situación social,
civil, religiosa, moral, sexual, etc, no están en condiciones deobservar dicha norma, y entonces
resultan discriminados, no pudiendo cumplir aquellos requisitos que hacen posible establecer
una relación de comunión con Dios. Esto hace que las personas sean catalogadas como
observantes o inobservantes. Jesús, por su parte, enseña que el creyente no es quien
observa las leyes, sino aquél que se asemeja al Padre practicando un amor similar al suyo.
Observar las reglas no es posible para todos, pero acoger el amor inmerecido e incondicionado
del Padre todos lo pueden hacer. En la mentalidad religiosa estaba en vigencia el mérito, el
hombre debe hacerse merecedor del amor de Dios, pero esto es injusto, ya que hay personas
que por su condición particular no logran merecer el amor de Dios: con Jesús deja de tener
vigencia la idea del mérito; ahora el amor de Dios ha de ser acogido como un don gratuito de
su amor. Esta es la novedad que Jesús trae consigo, y que los evangelistas formulan
conforme al modelo literario que seguidamente veremos.

Veamos entonces este episodio; ya hemos dicho que Moisés sube al monte y anuncia los
mandamientos en nombre de Dios. Los diez mandamientos fueron dados para un pueblo
particular, sellaban la relación de Dios con el pueblo de Israel. La novedad que trae Jesús es
radical: también sube al monte y proclama la ley, pero él, que es Dios, anuncia algo
completamente nuevo, precisamente las bienaventuranzas.
Mientras la observancia de los mandamientos garantizaba una larga vida aquí en esta
tierra, la acogida de las bienaventuranzas garantiza ya desde esta existencia una vida
de una cualidad indestructible. He aquí porqué cuando Jesús habla de la resurrección no
lo hace a la manera judía. En el mundo judío, la vida eterna era un premio a recibir en el
futuro, que era necesario obtener por medio de la buena conducta del presente. Jesús, en
cambio, cuando habla al respecto lo hace usando siempre el tiempo verbal del presente: la
vida eterna no es un premio que se recibirá en el futuro, es una posibilidad que se nos
brinda y que podemos experimentar desde ahora. Quien acoge el mensaje de Jesús y lo pone
en práctica descubrirá cómo surgen dentro de él ciertas energías, determinadas capacidades y
fuerzas vitales de amor que lo conducen ya a una dimensión que es la definitiva.

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO


PARA LA XXIX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2014

1. La fuerza revolucionaria de las Bienaventuranzas

Siempre nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las proclamó en su primera gran
predicación, a orillas del lago de Galilea. Había un gentío tan grande, que subió a un monte para
enseñar a sus discípulos; por eso, esa predicación se llama el “sermón de la montaña”. En la Biblia, el
monte es el lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta como maestro
divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de la vida, el camino que Él
mismo recorre, es más, que Él mismo es, y lo propone como camino para la verdadera felicidad. En toda
su vida, desde el nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la cruz y la resurrección, Jesús
encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han cumplido en Él.

Al proclamar las Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a recorrer con Él el camino del amor, el
único que lleva a la vida eterna. No es un camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y nunca nos
deja solos. Pobreza, aflicciones, humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la conversión
cotidiana, dificultades para vivir la llamada a la santidad, persecuciones y otros muchos desafíos están
presentes en nuestra vida. Pero, si abrimos la puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida, si
compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos, experimentaremos una paz y una alegría que sólo
Dios, amor infinito, puede dar.

Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo de


felicidad opuesto al que habitualmente nos comunican los medios de comunicación, la opinión
dominante. Para la mentalidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de
nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que Jesús proclama
bienaventurados son considerados “perdedores”, débiles. En cambio, son exaltados el éxito a toda costa,
el bienestar, la arrogancia del poder, la afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.

Queridos jóvenes, Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál es el
camino que queremos recorrer para llegar a la verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la fe.
Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si querían seguirle de verdad o si preferían irse por
otros caminos (cf. Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos
a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» ( Jn 6,68). Si sabéis decir “sí” a Jesús, entonces vuestra
vida joven se llenará de significado y será fecunda.

2. El valor de ser felices

Pero, ¿qué significa “bienaventurados” (en griego makarioi)? Bienaventurados quiere decir felices.
Decidme: ¿Buscáis de verdad la felicidad? En una época en que tantas apariencias de felicidad nos
atraen, corremos el riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida “en pequeño”.
¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes! ¡Ensanchad vuestros corazones! Como decía el beato Piergiorgio
Frassati: «Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha continua, la
verdad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de
febrero de 1925). En el día de la beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo
II lo llamó «hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía en la S. Misa: AAS82 [1990], 1518).

Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis cuenta de que
en vosotros hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar tantas
ofertas “a bajo precio” que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer, el
poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, podemos experimentar también momentos de
embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca estamos
satisfechos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más. Es muy triste ver a una juventud “harta”,
pero débil.

San Juan, al escribir a los jóvenes, decía: «Sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y
habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se alimentan de
su Palabra y no se “atiborran” de otras cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capaces de buscar la
verdadera felicidad. Decid no a la cultura de lo provisional, de la superficialidad y del usar y tirar, que no
os considera capaces de asumir responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de la vida.
2do encuentro

Tema:
Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos
Números de la Exhortación “Gaudete et exsultate”: desde 67 hasta 70

«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos »

67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la
seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando
están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la
parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese
mismo día (cf. Lc 12,16-21).

68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí
mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las
cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los
pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.

69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san
Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos
indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío,
y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad,
riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo
demás»[68].

70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos
invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de
los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que
«siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO


PARA LA XXIX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2014

3. Bienaventurados los pobres de espíritu…

La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara felices a


los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que tantas
personas sufren a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer
algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como una bendición?

En primer lugar, intentemos comprender lo que significa « pobres de espíritu». Cuando el Hijo de Dios se
hizo hombre, eligió un camino de pobreza, de humillación. Como dice San Pablo en la Carta a los
Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su
gloria. Aquí vemos la elección de la pobreza por parte de Dios: siendo rico, se hizo pobre para
enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el misterio que contemplamos en el belén, viendo al
Hijo de Dios en un pesebre, y después en una cruz, donde la humillación llega hasta el final.

El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado material, sino que quiere decir “mendigo”.
Está ligado al concepto judío de anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca humildad, conciencia de los
propios límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los anawim se fían del Señor, saben que
dependen de Él.

Jesús, como entendió perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se presenta como
un mendigo, un necesitado en busca de amor. El Catecismo de la Iglesia Católica habla del hombre
como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice que la oración es el encuentro de la sed de Dios con
nuestra sed (n.º 2560).

San Francisco de Asís comprendió muy bien el secreto de la Bienaventuranza de los pobres de espíritu.
De hecho, cuando Jesús le habló en la persona del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de
Dios y su propia condición de humildad. En la oración, elPoverello pasaba horas preguntando al Señor:
«¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida acomodada y despreocupada para
desposarse con la “Señora Pobreza”, para imitar a Jesús y seguir el Evangelio al pie de la letra. Francisco
vivió inseparablemente la imitación de Cristo pobre y el amor a los pobres, como las dos caras de una
misma moneda.

Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo podemos hacer que esta pobreza de espíritu se transforme en
un estilo de vida, que se refleje concretamente en nuestra existencia? Os contesto con tres puntos.

Ante todo, intentad ser libres en relación con las cosas. El Señor nos llama a un estilo de vida evangélico
de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo esencial, de
aprender a despojarse de tantas cosas superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia del
tener, del dinero idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede
liberar de las idolatrías que nos convierten en esclavos. ¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce,
nos ama y jamás se olvida de nosotros. Así como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no
permitirá que nos falte nada. También para superar la crisis económica hay que estar dispuestos a
cambiar de estilo de vida, a evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor para ser felices, también
es necesario el valor para ser sobrios.

En segundo lugar, para vivir esta Bienaventuranza necesitamos la conversión en relación a los pobres .
Tenemos que preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A
vosotros, jóvenes, os encomiendo en modo particular la tarea de volver a poner en el centro de la
cultura humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas de pobreza –el desempleo, la emigración,
los diversos tipos de dependencias–, tenemos el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la
tentación de la indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten amados, que no tienen
esperanza en el futuro, que renuncian a comprometerse en la vida porque están desanimados,
desilusionados, acobardados. Tenemos que aprender a estar con los pobres. No nos llenemos la boca
con hermosas palabras sobre los pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles.
Los pobres son para nosotros una ocasión concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que
sufre.

Pero los pobres –y este es el tercer punto– no sólo son personas a las que les podemos dar algo.
También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría
de los pobres! Un santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y vivía de
las limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiritual de muchas personas, entre las que
figuraban nobles y prelados. En cierto sentido, los pobres son para nosotros como maestros. Nos
enseñan que una persona no es valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un
pobre, una persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su dignidad. Los pobres pueden
enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la confianza en Dios. En la parábola del fariseo y el
publicano (cf. Lc 18,9-14), Jesús presenta a este último como modelo porque es humilde y se considera
pecador. También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un ejemplo de la
generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo (cf. Lc 21,1-4).

4. … porque de ellos es el Reino de los cielos

El tema central en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es el Reino de Dios en persona, es el
Emmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón del hombre donde el Reino, el señorío de Dios, se
establece y crece. El Reino es al mismo tiempo don y promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún
debe cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al Padre: «Venga a nosotros tu reino».

Hay un profundo vínculo entre pobreza y evangelización, entre el tema de la pasada Jornada Mundial de
la Juventud –«Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» ( Mt 5,3). El Señor
quiere una Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: «No os
procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni
bastón; bien merece el obrero su sustento» (Mt 10,9-10). La pobreza evangélica es una condición
fundamental para que el Reino de Dios se difunda. Las alegrías más hermosas y espontáneas que he
visto en el transcurso de mi vida son las de personas pobres, que tienen poco a que aferrarse. La
evangelización, en nuestro tiempo, sólo será posible por medio del contagio de la alegría.

Como hemos visto, la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con Dios, con
los bienes materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de
cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalezca sobre la
del tener más.
3er encuentro

Temas:
Felices los mansos, porque heredarán la tierra
Felices los que lloran, porque ellos serán consolados
Números de la Exhortación “Gaudete et exsultate”: desde 71 hasta 76

«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»

71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe
por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus
ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del
orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin
embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba
con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a
ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).

72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para
vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y
agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más
que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa
Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no
escandalizarse de sus debilidades»[69].

73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si
alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con
espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.).
Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y
hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces
nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.

74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en
Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los
mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o
débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se
cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus
vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en
el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al
mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se
estremece ante mis palabras» (Is 66,2).

Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.

«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»

75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos
dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay
problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere
ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las
circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad,
donde nunca, nunca, puede faltar la cruz.
76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su
corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz[70]. Esa persona
es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo. Así puede atreverse a compartir el
sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene
sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa
persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece
hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo:
«Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).

Saber llorar con los demás, esto es santidad.

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A SUECIA

Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del cristiano. Entre ellas, quisiera
destacar una: «Bienaventurados los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso
y humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza de su amor. La
mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre
nosotros; logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y nos enfrenta, y se busquen modos
siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre
ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida, Brigitta Vadstena,
copatrona de Europa. Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión entre los
cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su País, caracterizado por la convivencia entre
poblaciones muy diversas, donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la
Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la
grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene nada que
perder, porque su única riqueza es Dios.

Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del cristiano, que lo identifica como
seguidor de Jesús. Estamos llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los
dolores y angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos señalar nuevas
situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan
con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos
a los descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en
cada persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y cuidan
la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros;
bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos... Todos ellos son
portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.

Queridos hermanos y hermanas, la llamada a la santidad es para todos y hay que recibirla del Señor con
espíritu de fe. Los santos nos alientan con su vida e su intercesión ante Dios, y nosotros nos
necesitamos unos a otros para hacernos santos. ¡Ayudarnos a hacernos santos! Juntos pidamos la gracia
de acoger con alegría esta llamada y trabajar unidos para llevarla a plenitud. A nuestra Madre del cielo,
Reina de todos los Santos, le encomendamos nuestras intenciones y el diálogo en busca de la plena
comunión de todos los cristianos, para que seamos bendecidos en nuestros esfuerzos y alcancemos la
santidad en la unidad.

AUDIENCIA GENERAL – PAPA FRANCISCO


Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
En la lengua griega en la que está escrito el Evangelio, esta bienaventuranza se expresa con un verbo
que no está en pasivo ―de hecho los bienaventurados no sufren este llanto― sino en el activo: “se
afligen”; lloran, pero por dentro. Es una actitud que se ha convertido en central en la espiritualidad
cristiana y que los padres del desierto, los primeros monjes de la historia, llamaron “ penthos”, es decir,
un dolor interior que abre una relación con el Señor y con el prójimo, una relación renovada con el
Señor y con el prójimo.

Este llanto, en la Escritura, puede tener dos aspectos: el primero es por la muerte o el sufrimiento de
alguien. El otro aspecto son las lágrimas por el pecado, ―por nuestro pecado― cuando el corazón
sangra por el dolor de haber ofendido a Dios y al prójimo.

Por lo tanto, se trata de amar al otro de tal manera que podamos unirnos a él o ella hasta compartir su
dolor. Hay personas que permanecen distantes, un paso atrás; en cambio, es importante que los otros
se abran brecha en nuestros corazones.

He hablado a menudo del don de las lágrimas, y de lo precioso que es[1]. ¿Se puede amar de forma
fría? ¿Se puede amar por función, por deber? No, ciertamente. Hay algunos afligidos a los que consolar,
pero a veces también hay consolados a los que afligir, a los que despertar, que tienen un corazón de
piedra y han desaprendido a llorar. También hay que despertar a la gente que no sabe conmoverse
frente al dolor de los demás.

El luto, por ejemplo, es un camino amargo, pero puede ser útil para abrir los ojos a la vida y al valor
sagrado e insustituible de cada persona, y en ese momento nos damos cuenta de lo corto que es el
tiempo.

Hay un segundo significado de esta paradójica felicidad: llorar por el pecado.

Aquí hay que distinguir: hay quien están airado por haberse equivocado. Pero esto es orgullo. En cambio
hay quien llora por el mal hecho, por el bien omitido y por la traición a la relación con Dios. Este es el
llanto por no haber amado, que brota porque la vida de los demás importa. Aquí se llora porque no se
corresponde al Señor que nos ama tanto, y nos entristece el pensamiento del bien no hecho; éste es el
significado del pecado. Estos dicen: “He herido a la persona que amo”, y les duele hasta las lágrimas.
¡Bendito sea Dios si estas lágrimas vienen!

Este es el tema de los propios errores que hay que afrontar, difícil pero vital. Pensemos en el llanto de
San Pedro, que le llevará a un amor nuevo y mucho más verdadero: es un llanto que purifica, que
renueva. Pedro miró a Jesús y lloró: su corazón se renovó. A diferencia de Judas, que no aceptó que se
había equivocado y, pobrecillo, se suicidó. Entender el pecado es un regalo de Dios, es una obra del
Espíritu Santo. Nosotros, solos, no podemos entender el pecado. Es una gracia que tenemos que pedir.
Señor, hazme entender que mal que he hecho o que puedo hacer. Es un don muy grande y después de
haberlo entendido, viene el llanto del arrepentimiento.

Uno de los primeros monjes, Efrén el Sirio dice que un rostro lavado con lágrimas es indeciblemente
hermoso (cf. Discurso ascético). ¡La belleza del arrepentimiento, la belleza del llanto, la belleza de la
contrición! Como siempre, la vida cristiana tiene su mejor expresión en la misericordia. Sabio y bendito
es el que acoge el dolor ligado al amor, porque recibirá el consuelo del Espíritu Santo que es la ternura
de Dios que perdona y corrige. Dios perdona siempre: no lo olvidemos. Dios perdona siempre, incluso
los pecados más feos, siempre. El problema está en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón, nos
encerramos en nosotros mismos y no pedimos perdón. Ese es el problema; pero Él está ahí para
perdonar.

Si tenemos siempre presente que Dios «no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según
nuestras faltas» (Sal 103,10), vivimos en la misericordia y la compasión, y el amor aparece en nosotros.
Que el Señor nos conceda amar en abundancia, de amar con la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y
también con el llanto.
4to encuentro

Temas:
Felices los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos quedarán saciados
Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia
Números de la Exhortación “Gaudete et exsultate”: desde 77 hasta 82

«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»

77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden a necesidades primarias y tienen
que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad desean la justicia y la buscan con
un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya que tarde o temprano la justicia llega, y
nosotros podemos colaborar para que sea posible, aunque no siempre veamos los resultados de este
empeño.

78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por
intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar
en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den»,
donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando
impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por
la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el
hambre y la sed de justicia que Jesús elogia.

79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias
decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles. Es cierto que la palabra
«justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si le damos
un sentido muy general olvidamos que se manifiesta especialmente en la justicia con los desamparados:
«Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda»
(Is 1,17).

Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.

«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»

80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también perdonar,
comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que haga la gente con
vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos recuerda que esta ley se debe aplicar «en
todos los casos»[71], de manera especial cuando alguien «se ve a veces enfrentado con situaciones que
hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil»[72].

81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de Dios,
que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de Lucas ya no escuchamos el
«sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis,
y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se
os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la medida con que
midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La medida que usemos para comprender y perdonar se
aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se nos aplicará en el cielo
para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.

82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos que perdonan y
lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos nosotros somos un ejército de
perdonados. Todos nosotros hemos sido mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente
al Señor y afinamos el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú
también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18,33).

Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.

Misericordiae Vultus - Papa Francisco

No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No son dos
momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla
progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es un concepto fundamental
para la sociedad civil cuando, normalmente, se hace referencia a un orden jurídico a través del cual se
aplica la ley. Con la justicia se entiende también que a cada uno se debe dar lo que le es debido. En la
Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez. Generalmente es
entendida como la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita
conforme a los mandamientos dados por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a
caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia
tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la
justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios.

Por su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más bien que de la observancia de la
ley. Es en este sentido que debemos comprender sus palabras cuando estando a la mesa con Mateo y
otros publicanos y pecadores, dice a los fariseos que le replicaban: « Vayan y aprendan qué significa: Yo
quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores »
(Mt 9,13). Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo las
personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran don de la misericordia que busca a
los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende por qué, en presencia de una
perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los
doctores de la ley. Estos, para ser fieles a la ley, ponían solo pesos sobre las espaldas de las personas,
pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a observar la ley no puede obstaculizar la
atención a las necesidades que tocan la dignidad de las personas.

Al respecto es muy significativa la referencia que Jesús hace al profeta Oseas –« yo quiero amor, no
sacrificio » (6, 6). Jesús afirma que de ahora en adelante la regla de vida de sus discípulos deberá ser la
que da el primado a la misericordia, como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con los pecadores.
La misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Ella es un
verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús, en cambio,
va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender
hasta dónde llega su misericordia.

También el Apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a
Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la ley (cfr Flp 3,6).
La conversión a Cristo lo condujo a ampliar su visión precedente al punto que en la carta a los Gálatas
afirma: « Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la
Ley » (2,16). Su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en primer lugar
la fe y no más la ley. No es la observancia de la ley lo que salva, sino la fe en Jesucristo, que con su
muerte y resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La justicia de Dios se
convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud del pecado y sus
consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cfr Sal 51,11-16).

La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el


pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del
profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la
misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del pueblo
hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha
alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en
rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto merece la pena
correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: « Volverá al país de Egipto, y Asur será
su rey, porque se han negado a convertirse » ( 21.Os 11,5). Y sin embargo, después de esta reacción
que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios:
« Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré
curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en
medio de ti y no es mi deseo aniquilar » (11,8-9). San Agustín, como comentando las palabras del
profeta dice: « Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia ».[13] Es precisamente así. La
ira de Dios dura un instante, mientras que su misericordia dura eternamente.

Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto
por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se
corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto
no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar
la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del
perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se
experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia. Debemos prestar mucha atención a
cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos
judíos: « Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se
sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo el que cree »
(Rm 10,3-4). Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la
muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos
nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
5to encuentro

Tema:
Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios
Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios
Números de la Exhortación “Gaudete et exsultate”: desde 83 hasta 89

«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»

83. Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un
corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o
lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente
buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor
mira el corazón» (1 S 16,7). Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley
(cf. Jr 31,33). En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).

84. Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la falsedad tiene un valor
real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos» (Sb 1,5). El Padre, que
«ve en lo secreto» (Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo
cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).

85. Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda que el Señor
espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si repartiera todos mis bienes entre los
necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» ( 1 Co 13,3).
En el evangelio de Mateo vemos también que lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al
hombre (cf. 15,18), porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás
cosas (cf. 15,19). En las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más profundas
que realmente nos mueven.

86. Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su intención verdadera
y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. San Pablo, en medio de su
himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como en un espejo, confusamente» ( 1 Co 13,12), pero
en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver «cara a cara» (ibíd.). Jesús
promete que los de corazón puro «verán a Dios».

Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.

«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»

87. Esta bienaventuranza nos hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para
nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de malentendidos. Por ejemplo,
cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e incluso hago una segunda versión un poco
más amplia y la difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El
mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa
gente más bien es enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada[73].

88. Los pacíficos son fuente de paz, construyen paz y amistad social. A esos que se ocupan de sembrar
paz en todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos serán llamados hijos de Dios»
(Mt 5,9). Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a un hogar dijeran: «Paz a esta casa» (Lc 10,5).
La Palabra de Dios exhorta a cada creyente para que busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22),
porque «el fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» ( St 3,18). Y si en
alguna ocasión en nuestra comunidad tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer, «procuremos lo
que favorece la paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al conflicto[74].

89. No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie sino que integra también a los que
son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que reclaman atención, a los que son
diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida, a los que tienen otros intereses. Es duro y
requiere una gran amplitud de mente y de corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o
una efímera paz para una minoría feliz»[75], ni de un proyecto «de unos pocos para unos pocos»[76].
Tampoco pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[77]. Se trata de ser artesanos de la paz, porque
construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza.

Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad.

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO


PARA LA XXX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2015

2. Bienaventurados los limpios de corazón…

Ahora intentemos profundizar en por qué esta bienaventuranza pasa a través de la pureza del corazón.
Antes que nada, hay que comprender el significado bíblico de la palabra corazón. Para la cultura semita
el corazón es el centro de los sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la persona
humana. Si la Biblia nos enseña que Dios no mira las apariencias, sino al corazón (cf. 1 Sam 16,7),
también podríamos decir que es desde nuestro corazón desde donde podemos ver a Dios. Esto es así
porque nuestro corazón concentra al ser humano en su totalidad y unidad de cuerpo y alma, su
capacidad de amar y ser amado.

En cuanto a la definición de limpio, la palabra griega utilizada por el evangelista Mateo es katharos, que
significa fundamentalmentepuro, libre de sustancias contaminantes. En el Evangelio, vemos que Jesús
rechaza una determinada concepción de pureza ritual ligada a la exterioridad, que prohíbe el contacto
con cosas y personas (entre ellas, los leprosos y los extranjeros) consideradas impuras. A los fariseos
que, como otros muchos judíos de entonces, no comían sin haber hecho las abluciones y observaban
muchas tradiciones sobre la limpieza de los objetos, Jesús les dijo categóricamente: «Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de
dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios,
adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad»
(Mc 7,15.21-22).

Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Por la lista que hace Jesús de los
males que vuelven al hombre impuro, vemos que se trata sobre todo de algo que tiene que ver con el
campo de nuestras relaciones. Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puede “contaminar” su
corazón, formarse una conciencia recta y sensible, capaz de «discernir lo que es la voluntad de Dios, lo
bueno, lo que agrada, lo perfecto» (Rm 12,2). Si hemos de estar atentos y cuidar adecuadamente la
creación, para que el aire, el agua, los alimentos no estén contaminados, mucho más tenemos que
cuidar la pureza de lo más precioso que tenemos: nuestros corazones y nuestras relaciones. Esta
“ecología humana” nos ayudará a respirar el aire puro que proviene de las cosas bellas, del amor
verdadero, de la santidad.
Una vez les pregunté: ¿Dónde está su tesoro? ¿en qué descansa su corazón? (cf. Entrevista con algunos
jóvenes de Bélgica, 31 marzo 2014). Sí, nuestros corazones pueden apegarse a tesoros verdaderos o
falsos, en los que pueden encontrar auténtico reposo o adormecerse, haciéndose perezosos e
insensibles. El bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios. ¿Lo creen
así de verdad? ¿Son conscientes del valor inestimable que tienen a los ojos de Dios? ¿Saben que Él los
valora y los ama incondicionalmente? Cuando esta convicción desaparece, el ser humano se convierte en
un enigma incomprensible, porque precisamente lo que da sentido a nuestra vida es sabernos amados
incondicionalmente por Dios. ¿Recuerdan el diálogo de Jesús con el joven rico (cf. Mc 10,17-22)? El
evangelista Marcos dice que Jesús lo miró con cariño (cf. v. 21), y después lo invitó a seguirle para
encontrar el verdadero tesoro. Les deseo, queridos jóvenes, que esta mirada de Cristo, llena de amor,
les acompañe durante toda su vida.

Durante la juventud, emerge la gran riqueza afectiva que hay en sus corazones, el deseo profundo de
un amor verdadero, maravilloso, grande. ¡Cuánta energía hay en esta capacidad de amar y ser amado!
No permitan que este valor tan precioso sea falseado, destruido o menoscabado. Esto sucede cuando
nuestras relaciones están marcadas por la instrumentalización del prójimo para los propios fines
egoístas, en ocasiones como mero objeto de placer. El corazón queda herido y triste tras esas
experiencias negativas. Se lo ruego: no tengan miedo al amor verdadero, aquel que nos enseña Jesús y
que San Pablo describe así: «El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no
es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que
goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor
no pasa nunca» (1 Co 13,4-8).

Al mismo tiempo que les invito a descubrir la belleza de la vocación humana al amor, les pido que se
rebelen contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo
solamente al aspecto sexual, privándolo así de sus características esenciales de belleza, comunión,
fidelidad y responsabilidad. Queridos jóvenes, «en la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos
predican que lo importante es “disfrutar” el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la
vida, hacer opciones definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en
cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente; sí, en esto les pido que
se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que ustedes no son capaces de
asumir responsabilidades, cree que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo
confianza en ustedes, jóvenes, y pido por ustedes. Atrévanse a “ir contracorriente”. Y atrévanse también
a ser felices» (Encuentro con los voluntarios de la JMJ de Río de Janeiro, 28 julio 2013).

Ustedes, jóvenes, son expertos exploradores. Si se deciden a descubrir el rico magisterio de la Iglesia en
este campo, verán que el cristianismo no consiste en una serie de prohibiciones que apagan sus ansias
de felicidad, sino en un proyecto de vida capaz de atraer nuestros corazones.
6to encuentro

Temas:
Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el reino de los cielos
Felices ustedes cuando por causa mía los insulten, los
persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y
muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que
recibirán en el cielo.
Números de la Exhortación “Gaudete et exsultate”: desde 90 hasta 94

«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos »

90. Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta el punto de convertirnos en seres
que cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan. Jesús recuerda cuánta gente es
perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia, por haber vivido sus
compromisos con Dios y con los demás. Si no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no
pretendamos una vida cómoda, porque «quien quiera salvar su vida la perderá» ( Mt 16,25).

91. No se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque
muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra nuestra. San Juan
Pablo II decía que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción
y consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la formación de esa solidaridad
interhumana»[78]. En una sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática, económica,
cultural e incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo humano y social, se vuelve difícil vivir las
bienaventuranzas, llegando incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado.

92. La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el mandamiento del amor y
el camino de la justicia, es fuente de maduración y de santificación. Recordemos que cuando el Nuevo
Testamento habla de los sufrimientos que hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a
las persecuciones (cf. Hch 5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20; 4,14-16; Ap 2,10).

93. Pero hablamos de las persecuciones inevitables, no de las que podamos ocasionarnos nosotros
mismos con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo no es alguien raro, lejano, que se
vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos. No eran así los Apóstoles de
Cristo. El libro de los Hechos cuenta insistentemente que ellos gozaban de la simpatía «de todo el
pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3;
5,17-18).

94. Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos, sea de manera
cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a través de calumnias y
falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien de cualquier modo por mi causa»
(Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como
seres ridículos.

Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad.

HOMILÍA - JUAN PABLO II


4. «Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan (...) por mi causa » (Mt 5,
11).

A quienes lo siguen, Cristo no les promete una vida fácil. Antes bien, les anuncia que, viviendo el
Evangelio, deberán convertirse en signo de contradicción. Si él mismo sufrió persecución, también
deberán sufrirla sus discípulos: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os
azotarán en sus sinagogas» (Mt 10, 17).

Queridos hermanos y hermanas, todo cristiano, unido a Cristo mediante la gracia del santo bautismo,
llega a ser miembro de la Iglesia, y «ya no se pertenece a sí mismo» (cf. 1 Co 6, 19), sino a Aquel que
murió y resucitó por nosotros. Desde ese momento, entra en una particular relación comunitaria con
Cristo y con su Iglesia. Por tanto, tiene la obligación de profesar ante los hombres la fe recibida de Dios
por mediación de la Iglesia. Como cristianos, pues, estamos llamados a dar testimonio de Cristo. A veces
esto exige un gran sacrificio por parte del hombre, que debe ofrecerlo diariamente y, con frecuencia,
también durante toda su vida. Esta firme perseverancia en unión con Cristo y su evangelio, y esta
disponibilidad a afrontar «sufrimientos por causa de la justicia», a menudo son actos heroicos, y pueden
llegar a asumir la forma de un auténtico martirio, que se realiza día a día y minuto a minuto, gota a gota
en la vida del hombre, hasta el último «todo está cumplido».

Un creyente «sufre por causa de la justicia» cuando, por su fidelidad a Dios, experimenta humillaciones,
ultrajes y burlas en su ambiente, y es incomprendido incluso por sus seres queridos; cuando se expone
a ser contrastado, corre el riesgo de ser impopular y afronta otras consecuencias desagradables. Sin
embargo, está dispuesto siempre a cualquier sacrificio, porque «hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres» (Hch 5, 29). Además del martirio público, que se realiza externamente, ante los ojos de
muchos, ¡con cuánta frecuencia tiene lugar el martirio escondido en la intimidad del corazón del hombre,
el martirio del cuerpo y del espíritu, el martirio de nuestra vocación y de nuestra misión, el martirio de la
lucha consigo mismo y de la superación de sí mismo! En la bula de convocación del gran jubileo del año
2000, Incarnationis mysterium, escribí entre otras cosas: «El creyente que haya tomado seriamente en
consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la
Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial» (n. 13).

El martirio es siempre para el hombre una prueba grande y radical. La mayor prueba del hombre, la
prueba de la dignidad del hombre frente a Dios mismo. Sí, es una gran prueba para el hombre, que se
realiza a los ojos de Dios, pero también a los ojos del mundo, que se ha olvidado de Dios. En esta
prueba, el hombre obtiene la victoria cuando se deja sostener por la fuerza de la gracia y se convierte
en su testigo elocuente.

¿No se encuentra ante esa misma prueba la madre que decide sacrificarse para salvar la vida de su hijo?
¡Cuán numerosas fueron y son estas madres heroicas en nuestra sociedad! Les agradecemos su ejemplo
de amor, que no se detiene ante el supremo sacrificio.

¿No se encuentra ante este tipo de prueba un creyente que defiende el derecho a la libertad religiosa y
a la libertad de conciencia? Pienso aquí en todos nuestros hermanos y hermanas que, durante las
persecuciones contra la Iglesia, testimoniaron su fidelidad a Dios. Basta recordar la reciente historia de
Polonia y las dificultades y persecuciones que se vieron obligados a sufrir la Iglesia en Polonia y los
creyentes en Dios. Fue una gran prueba para las conciencias humanas, un auténtico martirio de la fe,
que exigía confesarla ante los hombres. Fue un tiempo de prueba, a menudo muy dolorosa. Por eso
considero un deber particular de nuestra generación en la Iglesia recoger todos los testimonios que
hablan de quienes dieron su vida por Cristo. Nuestro siglo tiene su martirologio particular, que aún no se
ha escrito íntegramente. Es necesario investigar este martirologio; hay que confirmarlo y también
escribirlo, como hizo la Iglesia de los primeros siglos. El testimonio de los mártires de los primeros siglos
es hoy nuestra fuerza. Pido a todos los Episcopados que dediquen la debida atención a esta causa.

Nuestro siglo XX tiene su gran martirologio en muchos países, en muchas regiones de la tierra. Mientras
estamos entrando en el tercer milenio, debemos cumplir nuestro deber con respecto a quienes dieron un
gran testimonio de Cristo en nuestro siglo. En muchas personas se cumplieron plenamente las palabras
del libro de la Sabiduría: «Dios (...) como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó» (Sb 3,
6). Hoy queremos rendirles homenaje, porque no tuvieron miedo de afrontar dicha prueba y porque nos
han mostrado el camino que hay que recorrer hacia el nuevo milenio. Son para nosotros un gran
aliciente. Con su vida han demostrado que el mundo necesita este tipo de «locos de Dios», que
atraviesan la tierra como Cristo, como Adalberto, Estanislao o Maximiliano María Kolbe y muchos otros.
Necesita personas que tengan la valentía de amar y no retrocedan frente a ningún sacrificio, con la
esperanza de que un día dé frutos abundantes.

5. «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» ( Mt 5, 12). Éste es el
evangelio de las bienaventuranzas. Todos los hombres, lejanos y cercanos, de otras naciones y
compatriotas nuestros de los siglos pasados y de éste, todos los que han sido perseguidos por causa de
la justicia se han unido a Cristo. Mientras estamos celebrando la Eucaristía, que actualiza el sacrificio de
la cruz realizado en el Calvario, queremos asociar a él a cuantos, como Cristo, fueron perseguidos por
causa de la justicia. A ellos les pertenece el reino de los cielos. Ya han recibido su recompensa de Dios.

Con la oración abrazamos también a quienes siguen estando sometidos a la prueba. Cristo les dice:
«Alegraos y regocijaos», porque no sólo compartís mi sufrimiento; también compartiréis mi gloria y mi
resurrección.

En verdad, «alegraos y regocijaos» todos los que estáis dispuestos a sufrir por causa de la justicia, dado
que será grande vuestra recompensa en el cielo. Amén.

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