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Weiss”
En una palabra, en aquella chica se reconocía a la virgen a quien una pequeñez había
convertido en cortesana, y a la cortesana a quien una pequeñez hubiera convertido en la
virgen más amorosa y más pura. Todavía quedaba en Marguerite orgullo e independencia:
dos sentimientos que, heridos, son capaces de hacer lo que el pudor. Yo no decía nada; mi
alma parecía haberse pasado totalmente a su corazón y mi corazón a mis ojos.
—¿Así que —prosiguió ella de pronto— es usted el que venía a preguntar por mí cuando
estaba enferma?
—Sí.
—Eso es algo muy hermoso, ¿sabe? ¿Y qué puedo hacer yo para agradecérselo?
—Siempre que usted quiera, de cinco a seis de la tarde y de once a dote de la noche. Oiga,
Gaston, tóqueme la Invitación al vals.
—¿Por qué?
—Primero, porque tengo ese gusto, y luego, porque no consigo tocarla sola.
Marguerite, con una mano apoyada en el piano, miraba el álbum de música, siguiendo con
los ojos cada nota, que acompañaba en voz baja, y, cuando Gaston llegó al pasaje que le
había indicado, tarareó mientras daba con los dedos en la tapa del piano:
—Re, mi, re, do, re, fa, mi, re, eso es lo que no me sale. Empiece otra vez.
Ocupó su sitio y se puso a tocar; pero sus dedos rebeldes se equivocaban siempre en una de
las notas que acabo de decir.
—¡Es increíble —dijo con una auténtica entonación de niña— que no consiga tocar ese
pasaje! ¿Podrán creer ustedes que a veces me he tirado hasta las dos de la mañana detrás de
Institución Educativa Privada “Carlos
Weiss”
él? ¡Y cuando pienso que ese imbécil de conde lo toca admirablemente y sin partitura, creo
que eso es lo que hace que me ponga furiosa con él!
—¡Que el diablo se lleve a Weber, la música y los pianos! —dijo arrojando el álbum a la
otra punta de la habitación—. ¿Cómo puede entenderse que no sea capaz de tocar ocho
sostenidos seguidos?
La sangre se le subió a las mejillas y una tos ligera entreabrió sus labios.
—Vamos, vamos —dijo Prudence, que se había quitado el sombrero y se alisaba los bandós
ante el espejo—; todavía va a enfadarse usted y le sentará mal; más vale que vayamos a
cenar: yo es que me estoy muriendo de hambre.
Marguerite volvió a llamar, luego se puso al piano y comenzó a media voz una canción
libertina, en cuyo acompañamiento no se equivocaba.
—No cante esas porquerías —dije familiarmente a Marguerite y con un tono de súplica.
Marguerite hizo un gesto como queriendo decir: «¡Oh, yo hace ya mucho tiempo que
terminé con la castidad!».
—A propósito —me dijo Prudence—, no ha visto usted el piso; venga, se lo voy a enseñar.