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Este

libro es un testimonio, el mío ¿de qué otra cosa puede dar fe sino de lo
que yo misma he vivido?, y no pretende enseñar ¡quién sabe qué sea enseñar
poesía!, sino contagiar el amor que le tengo y que ha dado sentido a mi
existencia. Te asomarás a mis asombros, mis amores y mis pesadillas: no
tengo otra manera de llegar a ti si no es entregándote mi alma, que entregarla
es el camino que me ha acercado a la poesía.

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Ethel Krauze

Cómo acercarse a la poesía


Cómo acercarse a - 1

ePub r1.0
XcUiDi 27.04.2020

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Título original: Cómo acercarse a la poesía
Ethel Krauze, 1994

Editor digital: XcUiDi
ePub base r2.1

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PRIMERA PARTE

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PRÓLOGO

Nada que parezca manual de escuela, nada


que huela a moho de anaquel, de ninguna manera un archivero académico
recargado de datos y nombres, ni de lejos la solemnidad de la toga y el
birrete… Entonces ¿cómo escribir algo que acerque a la gente a la poesía? Me
lo pregunté muchas veces. Y un día encontré la verdadera pregunta: ¿cómo
me acerqué yo a la poesía? Y descubrí que, respondiéndola, hallaría la única
forma de escribir este libro. Vida y poesía van de la mano y se entreveran
hasta convertirse una en resultado de la otra, porque la poesía, más que
conocimiento de mundo, es experiencia entrañable, visceral, una manera de
estar en el mundo.
Este libro es un testimonio, el mío —¿de qué otra cosa puedo dar fe si no
de lo que yo misma he vivido?—, y no pretende enseñar ¡quién sabe qué sea
enseñar poesía!, sino contagiar el amor que le tengo y que ha dado sentido a
mi existencia. Te asomarás a mis asombros, mis amores y mis pesadillas; no
tengo otra manera de llegar a ti si no es entregándote mi alma, que entregarla
es el camino que me ha acercado a la poesía.
También encontrarás otras voces. La segunda parte tiene citas, testimonios
y poemas. Todo escogido al azar, ese misterioso azar que siempre da en el
blanco si de poesía se trata, y que aquí refrenda el objetivo de este libro:
acercarte a ella. Las citas son de libros que tenía en ese momento a la mano,
los testimonios son de escritores que respondieron al llamado a tiempo y de
alumnos de mi taller literario, para ambas cosas tuve la colaboración de uno
de ellos, Patricio Eufraccio, que agradezco. Los poemas son mi antología
personal: los que me han tocado de modo íntimo e indeleble, aparte de los ya
nombradísimos en el cuerpo del libro.
Todos los caminos llevan a la poesía, si quieres llegar ahí. Éste es sólo
uno.

Ethel Krauze
abril de 1991

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CÓMO ME ACERQUÉ YO
A LA POESÍA

La casa era minúscula. Tres piezas, un baño


y un jardín con fuente de azulejos. Pero en el patio de atrás había gallinero y
muchos pollos saltarines, perra, gorriones y pileta para chapotear con los
patos. Afuera hay sol y gorjeos de pájaros. Adentro hay libros. Libros y más
libros. Ese olor a libro viejo, esa mezcla gozosa de maderas nobles y humo
dulce como incienso que invade todos los rincones. Los libros pueblan las
paredes y crean un halo de penumbras azulosas en la casa. Sus lomos son
oscuros y sus pastas duras. Sé que son lo más importante de la casa. Mi madre
dice que un día los libros nos van a sacar a la calle, que ya no vamos a caber.
Yo no sé leer. No sé qué hace mi madre todas las noches frente a un
reguero de libros abiertos sobre su escritorio, fumando como chimenea y
enrollando y desenrollando su chino sobre la frente que tanto trabajo le cuesta
arreglarse en las mañanas. Mi padre dice que no la molestemos, que está
haciendo su tesis y que eso se llama filosofía. Un día Miguel le incendió la
caja donde guardaba sus papeles y sus libros. Sí, se puso como loca. Mi padre
lo iba a meter en un internado.
En las comidas mi madre nos cuenta el cuento de Platón[1]. Ya sé que no
es un platón de frutas, sino un señor importantísimo que escribió esos libros
que lee mi madre. En las noches, María nos cuenta el cuento de Lupito, que
era un niño muy bueno al que la Virgen le regaló su retrato para que lo llevara
pintado en el ayate, y lo convirtió luego en un manojito de rosas. En las
mañanas del sabat, mi abuelo lee en voz alta su libro enorme, que siempre es
el mismo, y seguirá leyéndolo todo el día; al final es casi un murmullo que
viaja alrededor de las velas. De todos modos yo no entiendo ni una palabra,
porque está escrito en hebreo. Los domingos vamos a visitar al otro abuelo,
está invariablemente sentado en su sillón con un libro en las manos. Sonríe
todo el tiempo. Nos dice que el libro es su mejor amigo, que cuando era joven
y muy pobre juntaba unos centavos para comprar un libro por semana. Tiene
muchos libros en polaco y en yiddish, y son los más viejos que he visto en mi
vida. Los saco de los libreros, los tiento, los huelo. Huelen a la cajita de
polvos de la abuela. Me marean.

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Hoy me confieso vergonzosamente mala compradora de libros. Como que
no les creo a las nuevas y coloridas portadas, al olor recién salido de la
imprenta, no se han impregnado de penumbras, de maderas y de sándalos.
No sabía leer. Y sin eso no podía entrar en aquel mundo. Miguel tocaba el
piano. Un día mi padre me compró dos globos en el parque; uno verde y otro
azul. No quise que me los amarrara en la muñeca, y llegando a la casa se me
soltaron, el jardín se congeló, los vi subir y subir hasta que desaparecieron en
el cielo. Me daba vergüenza llorar delante de mi padre porque yo había tenido
la culpa. Primero me dijo “¿ya ves?, por necia”, y luego me prometió que me
compraría otros. ¿Otros? ¡No!, yo quiero ésos, ésos, ni siquiera pude verlos
bien, no pude abrazarlos, no jugué ni un rato con ellos. ¡Pobrecitos! Desde el
jardín oía “Para Elisa” que tocaba Miguel, y el corazón me dolía en cada
brinco. Y treinta y tres años después no he olvidado los versos que compuse
para los globos:

En la soberana
los siglos impiden,
por eso el verano
y la primavera
se alejan un poco
en tierras mojadas.
De una montaña
sale un globito,
no es un cualquiera:
es verde y azul.

Por supuesto no tenía yo la más remota idea de lo que estaba diciendo, ni


sabía qué significaba “soberana”, ni “siglos”, ni casi nada. Seguramente
acababa de oír esas palabras sueltas en boca de mis padres. Todavía hoy, no
sé qué sucedió, ni cómo, ni por qué. Pero sé muy bien que el corazón dejó de
dolerme cuando cantaba yo esos versos a grito herido en el jardín, la vista en
el cielo. Y sé que ya no quise inventar más en ese momento, porque tenía la
clara conciencia de que no sabía escribir, y que lo que no está en los libros se
pierde, se olvida. Pero para recordar, me ayudaba la música. Entonces
comencé a componer versos sobre las melodías de Bach, que le oía a Miguel,
o sobre las canciones de la Charrita del Cuadrante, que oía María en la cocina.
Me invadió un frenesí. No había cosa a la que yo no le inventara su canción.
A un llavero que tenía como adorno la cabeza de un toro y que me había
traído mi padre de Xochimilco, le canté lo siguiente:

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Había un torillo
cerca de la cabañería
que sus menjurjes
nadie los aguantaba.
Una señora gorda, flaca,
fea y bonita
muele maíz
en su plato ardiente.
El espíritu manual
salió a la calle.

Me acompañaba de tamborazos africanos con aires flamencos, supongo, pues


no sabía qué eran tamborazos africanos ni aires flamencos. Miguel me
azuzaba, dándome nuevos temas: “Ahora haz una sobre los tallarines”, “ahora
con la palabra corcel”. Yo no tenía respiro. Le enseñé a Berta a pedir el
desayuno con versos sobre el huevo, la cucharita y el pan, con ritmos
barrocos. ¡Ésos sí los conocía!
Nadie me soportaba. Repetía palabras y palabras y me sentía
inmensamente feliz, por todo el cuerpo me hervía la sangre. Pero no quedó
ahí la cosa: comencé francamente a inventar palabras buscando los sonidos,
los ritmos que necesitaban mis nuevas composiciones. Si de lodos modos no
sabía el significado de aquéllas, ¿por qué no incluir éstas sobre las que yo
decidía? Pangualela, chómper, embralada, targólotl, mariácola… fueron
algunas de la larga lista.
Llegó un momento en que casi ya no podía hablar sin transformar el
idioma. De modo que “el chiquillo” era el huevo revuelto; “el amarillito”, el
estrellado, “la cuevita” era un trozo de tortilla hecho taco, “la sirena” era el
baño de tina, “la gorda” era la colcha y “la flaca” la sábana… No era sólo
cambiar indiscriminadamente el nombre a las cosas, sino, ahora veo,
encontrar con la palabra su naturaleza, o diríamos, lo íntimo de su esencia.
Sólo María me entendía. Mi padre se enojaba mucho y mi madre me veía
con creciente desconfianza, detrás de su leve sonrisa. No era sólo un juego,
era mi manera de estar en el mundo. Sin quererlo había descubierto que
gracias a las palabras uno puede hacer suyas las cosas, las emociones, los
anhelos, y provocarlos en los demás.

Por fin llegó la tarde en que Miguel habría de cumplir su promesa. Puso
unos dados con letras sobre la mesita de la recámara y me sentó frente a él.
“Ésta es la b, y ésta es la o; juntas dicen bo”. En dos horas me enseñó a leer.

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Él ya tenía nueve años y sabía muchísimo. Corrí desgañitándome al comedor,
donde mi madre improvisaba su escritorio y le di la noticia. Alzó la vista de
sus papeles y dijo: “¿Tan pronto? No, no puede ser”. Se lo demostré
cabalmente: Miguel escribió en un papel: bobe, mamá y caca. Lo leí de
corrido. Petra, que regaba las macetitas, dijo “¿Y esa niña tan grosera?”,
mientras mi madre aplaudía a Miguel. Me quedé callada, roja. Antes de
volver a sus papeles mi madre me miró de reojo y murmuró sonriendo:
“Bueno, parece que no todo era locura”. Ahora yo podría leer como ella sus
papeles llenos de letras. Me senté frente a ella y me puse a leer lo primero que
encontré: las revistas médicas de mi padre. “Pan-crea-ti-tis… úl-ce-ra duo-de-
nal…”, comencé en silencio, para no molestarla. Eran mis letras. Preciosas
todas. Letras. Fue como si un nuevo sol hubiera entrado en mi vida, como si
me hubieran quitado alguna nebulosa dé los ojos. Letras.

No podía dormir esperando el domingo. Del anterior al nuevo me pasaba


las horas con las hadas del último ejemplar de los Clásicos ilustrados
infantiles que mi padre me compraba en Sanborns. Aquellas hadas con su
gorro en punta y desde allí su colgajo de tul casi hasta el suelo, eran
martirizadas por malísimas brujas; una de las peores obligó al hada más
bonita, que llevaba una túnica verde, a sacar toda el agua de un río con una
cucharita agujereada; otra de nariz ganchuda obligó al hada buena a separar
en tres tamaños toneladas de plumas en una tarde; la más horrible con su
único diente bailoteando en la boca le dijo a la hadita más chica que buscara
un guijarro, ¿qué era un guijarro?, entre la arena de todos los mares. Yo
lloraba de rabia, me sonaba mucho la nariz. Pero sabía que el príncipe
encantado iba a venir, una vez en forma de nube para recoger todas las gotas
del río y llevárselas al cielo; otra vez en forma de colibrí para separar las
plumas; y por último como un sol, para hacer brillar al guijarro como espejito
de oro. Por eso no podía esperar el domingo.
En las noches se los leía a María hasta que ella comenzaba a cabecear
sentada en su silla junto a mi cama. Las hojas quedaban muy sobadas y
pegajosas, como los libros de mi madre. Por eso me gustan los libros muy
“usados”, con hojas raídas y anotaciones al margen y líneas subrayadas. Son
libros leídos, poseídos, y así deben ser todos los libros. Me horroriza la gente
que los forra y los cuida tanto que ni siquiera los toca; esa gente no lee de
veras, supone que los libros son tan sagrados que deben dormir su sueño
eterno en la tumba de los anaqueles. Nada como una sabrosa mancha de café
sobre la página, o varios signos de admiración hechos con pluma sobre los
mejores párrafos, o esas puntas ensalivadas en las hojas releídas. Porque los

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libros no sólo se leen con los ojos, hay que tentarlos como se tienta un cuerpo
hermoso y muy amado, al desnudo, sin pudores, sin reticencias. Y también,
¿por qué no?, hay que rayarlos y romperlos y deshojarlos cuando no nos
gustan, cuando nos han defraudado; un mal libro es peor que una traición. ¿Y
cómo saber cuándo un libro es bueno o es malo? Confiando en nuestro
instinto, robusteciéndolo con más y más libros. Sólo se aprende a leer,
leyendo. Y no hay más regla que la del lector, que es el principal protagonista
en esta aventura. Yo aprendí a amar los libros porque en casa los había, y eran
de uso diario, natural; eran principales en la vida, pero sin sacralizaciones, sin
aspavientos, sin miedos, sin mitos, sin imposiciones. Nadie nunca me obligó a
leer algo que yo no hubiera querido, nadie me escondió algún libro
“prohibido” o dizque inadecuado a mi edad.
María no sabía leer; Petra apenas, pero compraba cada semana las revistas
de monitos en los puestos de periódicos; estaba enamorada del Payo. Yo
también. Leíamos juntas Lágrimas y risas, Chanoc, Memín Pingüín,
Hermelinda linda; llorábamos con los amores imposibles, los huerfanitos
desamparados y las madres desalmadas. Miguel me prestaba sus ejemplares
viejos, que guardaba con llave, de Supermán, Archie y La pequeña Lulú. Nos
arrebatábamos las revistas y muchas veces nos peleamos a golpes. Pasaba mi
madre y me veía con Petra en el escalón de la cocina suspirando por las
veleidades de Rarotonga, y murmuraba: “¿Otra vez leyendo esas
cochinadas?”, y seguía de largo meneando la cabeza. Miguel le pedía un peso
cada lunes para el nuevo ejemplar de Supermán, y ella se lo daba,
murmurando: “¿Otra vez esas porquerías?”. Jamás intervino para
impedírnoslo. Su labor fue más sutil, y enteramente eficaz.

No creo que hubiera sido la primera vez, pero fue la indeleble: tengo seis,
siete años, estoy a la mesa delante de un plato de jaletina, mis pies no tocan el
suelo. Miguel, que ya es grande, habla con mi madre de cosas muy profundas,
creo que de Sócrates[2]. Berta está salpicando el mantel con trozos de jaletina
que escupe entre berridos, es muy chica; de repente, no sé cómo, acabamos
trenzadas a manotazos. El blanco mantel queda hecho un asco de pegostes
color frambuesa. No hay modo de controlarnos. Después de unos gritos
inútiles, mi madre se queda callada contemplando el mantel. Nos paraliza.
“¡Miren! —dice enrollándose el chino de la frente— ¡es la sangre de Ignacio
sobre la arena!”[3]. Nos miramos, asustados.
—Sí, ¿no ven?, el mantel es como la arena, y esos cachitos de jaletina son
las gotas de sangre del pobre de Ignacio que está muriéndose…

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—¿Quién es Ignacio? —preguntamos.
—Un torero. Y lo mató el toro.
—¿Lo mató?
—Miren, les voy a contar. Él tenía un amigo que lo quería muchísimo y lo
fue a ver torear. Y cuando lo vio tirado, lleno de sangre, se levantó gritando:
¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña, que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena!. ¿Se imaginan?, le pidió a los jazmines, que son
unas florecitas blancas, que llegaran corriendo a tapar la sangre de Ignacio,
porque no quería verla, porque le daba mucho dolor ver a su amigo así.
Vengan florecitas, les dijo, y a todos los demás les dijo avísenles que ya se
apuren. ¿No es precioso?
Algo como un bloque de plomo muy brillante me golpeó la cabeza. Sentí
que las lágrimas me subían enloquecidas hasta los ojos, como si nacieran en
el centro de mi cuerpo. ¿Un torero? ¿Cómo un señor se para en un lugar para
que lo mate el toro? ¿Cómo su amigo se pone a gritar a las florecitas que se
apuren para tapar la sangre?
—… y su sangre ya viene cantando, dice el poeta, ¿se imaginan cuánto
quiere a Ignacio que hasta oye cantar su sangre?
Mi madre va diciendo los versos y va explicándolos y su rostro se hace
dorado y me extiende una servilleta para que me suene la nariz, porque ya no
puedo seguir ahogando los sollozos. Berta comienza a recoger los trozos de
jaletina y los va poniendo sobre el plato; Miguel está muy serio y muy pálido.
Estoy llorando, pero siento tanta felicidad al mismo tiempo, que no sé qué
me pasa. Lloro por Ignacio, muchísimo, no soporto ver su sangre sobre la
arena. Pero también lloro horrible por el amigo que sufre más porque no
soporta verlo sufrir. ¿Y esta felicidad? ¿Por qué tengo esta sensación como de
mareo cuando veo volar el enjambre de flores blancas en el cielo de la tarde?
¿Por qué me queda una canción tan dulce en las orejas cuando oigo a la
sangre cantando por marismas y praderas, y ni siquiera sé qué son “marismas
y praderas”? ¿Por qué ya no quiero ver ahorita la tele, ya no quiero hacer la
tarea, no quiero ir a jugar al patio? ¿Qué quiero? Ay que no quiero verla, que
su recuerdo me quema…
“Esto es la poesía”, dijo mi madre levantándose de la mesa. Miré el
mantel, su blancura manchada de rojo. Y me enamoré para siempre de
Federico García Lorca.

En la escuela sufrí lo indecible. Odiaba a todos y a todo. No estaba


acostumbrada a vigilancias, imposiciones y obligaciones. Para mí los libros
no se hacían para “estudiar”, que quién sabe qué fuera eso, sino para leer,

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porque uno quería. Y leer era entrar en un mundo de sonidos deslumbrantes
que cantaban amores de hadas, de grillos, de burros plateados y sirenitas
tristes. Alzaba los ojos del libro y tardaba en volver a ver las paredes de mi
cuarto, me costaba trabajo aterrizar porque llegaba la hora del baño o del
chocolate con donas. Pero sentada en el pupitre de la clase, me esforzaba en
reconocer que también esos objetos que parecen libros y cuyas páginas están
llenas de números y gráficas eran libros. ¿Un libro de sumas y restas? ¿Un
libro odioso que hay que aprender de memoria, si no, te ponen cero, es un
libro?
Durante toda la primaria sólo los libros de español me parecían libros.
Hablaban de palabras, las juntaban y las separaban, como un juego. Recuerdo
un lampo dichoso: entre los infinitivos y los gerundios encontré estos
renglones:

Es mar la noche negra,


la nube es una concha,
la luna es una perla.[4]

Brinqué con los ojos muy abiertos. Otra vez esa marea. Sentí que un pedacito
de mi madre estaba en ese libro, y me dije, esto es la poesía. Amar. Cantar.
Porque el mar es tan oscuro como la noche, y la nube es como la concha
donde se guarda la luna, que es tan redonda y tan brillante como las perlas.
¡Es perfecto! Abajo decía: José Juan Tablada. Es un genio, pensé. Y sentí un
peso en el pecho, como tristeza. ¿Por qué? Aquí no hay nada triste, todo es
muy bonito: el mar, la nube, la perla… ¿Por qué ya no quiero oír a la maestra
ni salir a recreo? Como que algo me jala no sé a dónde, como si flotara
despacito dentro de un torbellino. ¿Por qué suspiro? Estoy en mi banca de la
escuela, estoy en una penumbra bañada de astillas de luz.

Lo mismo me pasaba con Platero y yo[5], que me dio a leer mi madre


diciéndome: “te va a gustar”. Y sí, me gustaba mucho el burro con su
pelambre de plata, pero no sabía por qué me daba tanta tristeza verlo mirarse
en el reflejo del agua, ¡ay!, pisando la luna del charco. ¡Ay qué cosa siento
aquí en el pecho!, como en la Navidad cuando tomé rompope y María me
llevó a la cama flotando en un mar tibiecito. Supe, aunque no supe por qué,
que lo bonito me ponía triste, y las cosas tristes eran tan bonitas… Y supe que
eso era la poesía.
Yo tenía seis años cuando murió mi abuelo, el del único libro, el del libro
infinito[6]. Era la primera muerte en la familia. Y me enojé mucho cuando vi a

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mis tías platicando entre carcajadas secretas durante los rezos de la shiva.
¿Por qué no lloran? Me encerré en el baño y traté de llorar, primero me dio
miedo el espejo cubierto con una sábana y luego me aburrí y ya me llevaron a
acostar. Pocos meses después mi padre me trajo un pollito amarillo al que
adoré desde que lo sentí temblar entre mis manos. Lo guardé en una caja de
zapatos y le puse su comida. Berta enloqueció de celos. Un día regresé de la
escuela y lo encontré apachurrado. Entonces sí lloré, sollocé abrazando a mi
pollito, meciéndome con él, gritando incontrolable. Ya sabía qué era la
muerte. Mi padre llamó a María y sólo entre los dos pudieron quitármelo y
calmarme. Berta se encerró en el cuarto de María. En la noche yo seguía
gimiendo “¡mi pollito!, ¡mi pollito!”, mirando puntos ciegos en el aire.
No recuerdo cuánto tiempo pasó. Yo seguía con esas muertes clavadas en
mi garganta. Y un día apareció en mis manos El príncipe feliz[7], de Oscar
Wilde. El príncipe es una estatua muy grande y muy bonita, llena de joyas.
Sus cabellos son de oro y sus ojos de esmeraldas, por boca tiene rubíes y todo
él brilla como una estrella. Pero está muy triste porque desde su altura puede
ver cómo sufren los niños pobres. Entonces le pide a su amiga la golondrinita
que le quite con el pico una esmeralda y se la lleve a una familia que no tiene
qué comer, y luego que le quite un rubí de la boca, y luego el otro ojo. Hasta
que se queda sin nada y se pone feo y ya nadie lo quiere. Pero ahora es feliz.
La golondrinita de tanto que vuela y vuela queda tan cansada que se para en el
hombro del príncipe, con la lengua de fuera, pero también es feliz porque
juntos han hecho felices a muchas personas. Y entonces, se mueren los dos, al
mismo tiempo, uno junto al otro. Un resplandor alumbra la noche.
Fue demasiado. Ahí estaban mi abuelo y mi pollito, encarnados en el
príncipe y la golondrinita. Fue perfecto. Oscar Wilde había entendido
exactamente lo que a mí me había pasado. Me dormí suspirando, ya sin
fuerzas para llorar. Había encontrado la paz en esas páginas, porque el poeta
había dicho todo lo que yo traía adentro, él me comprendía. Durante mucho
tiempo, en las noches, ya sola en mi cama, evoqué al príncipe y a la
golondrinita en sus vuelos nocturnos, y así iba entrando en el sueño.

Había tres tipos de libros: los de filosofía, que eran para discutir, no sé
qué, pero eran para eso; los de la escuela, que eran horribles, como ya dije,
para “estudiar” y no sacar ceros; y los libros libros, que según ya sabía yo,
eran de poesía. El principito era poesía, el “Verde que te quiero verde”[8] era
poesía, Andersen[9] también. Yo no distinguía entre cuentos, poemas,
crónicas, cartas… Todo lo que me ponía a flotar era poesía, todos los

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escritores que sabían lo que yo sentía eran poetas. Sigo sintiendo lo mismo el
día de hoy. Y no creo estar equivocada.
Yo también quería decir lo que sentía. Ya no me conformaba con aquellas
composiciones orales casi onomatopéyicas de mis primerísimos años, casi
carentes de significado, o con tan secretos sentidos que nadie, ni yo, entendía.
Quería poner las cosas por escrito, como lo hacían los poetas. Iba a cumplir
nueve años y desde hacía semanas le había hecho jurar a mi padre que me
regalaría un diario de pastas de piel, con grabado japonés en la portada, y
llavecita con candado; todos los días iba a verlo en los aparadores del
Sanborns. Llegó el día. “¿Éste?”, dijo mi padre y lo puso entre mis manos.
Asentí, apenas podía tocarlo. Salimos de la tienda y yo era otra, sencillamente
otra, nunca volví a ser la de antes.
Era un diario con una hoja fechada para cada día. Y era el catorce de junio
y quedarían vacíos los seis meses anteriores. En ese momento no podía pensar
en qué iba a hacer con todas esas páginas en blanco. Comencé de inmediato,
escribí que acababa de cumplir nueve años y que mi padre me había regalado
un diario muy bonito y que sentía yo muchas cosas porque… ¡zaz!, que se me
acaba la página. ¿Y ahora qué hago? Continué en la siguiente, porque no
podía yo parar, sentía la cara roja y sudaba mucho. Me eché una semana del
diario. Acabé agotadísima. Al día siguiente decidí que sólo escribiría una
página, tal como venía fechada. Yo estaba enamorada de David, que ya iba en
secundaria. Y mis páginas se poblaron de sus ojos verdes, de su piel morena,
de sus cabellos negros y crespos. Y no me alcanzaba el espacio. Entonces
tomé la decisión más importante de mi vida: llenar las páginas de los meses
anteriores no con lo que me había pasado, porque era imposible recordar día
por día desde el primero de enero y ya estábamos en agosto, sino con lo que
hubiera querido que pasara. Inventé esos seis meses anteriores a mi
cumpleaños, y cuando terminé el diario vi que no había diferencia, que en
realidad todo era cierto porque estaba dentro de mí. Sin darme cuenta había
encontrado la profunda verdad que hay en la literatura: no importa que las
cosas sucedan o no en el mundo exterior, lo importante es expresar lo que
ocurre en el mundo interior, ése que compartimos secretamente.

Como estaba terriblemente enamorada, no podía dormir ni soportaba jugar


con Berta. Esperaba a que todos se acostaran y me encerraba en el baño con
las Rimas de Bécquer[10]. Las leía con voz ahogada delante del espejo,
mirándome los hilos de lágrimas que llegaban silenciosas hasta la piyama:

Volverán las oscuras golondrinas

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de tu balcón sus nidos a colgar
y otra vez con el ala en sus cristales
jugando llamarán.

Volverán las tupidas madreselvas


de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez, a la tarde, aún más hermosas
sus flores abrirán…

Aquí se me quebraba la voz. No sabía muy bien por qué, pero que las
golondrinas volvieran, y también las madreselvas —no sabía qué eran
“madreselvas”—, me parecía de lo más necesario en el amor. Y así era,
porque Bécquer lo decía. Nunca me importó no entender el significado de
cada una de las palabras que leía. Ni aun ahora. Nunca anduve detrás de los
diccionarios. Ni hoy lo hago. Para leer un poema hay que “entrar” en él,
tomarlo como se toma un buen vino ¿qué importa su añada, su cosecha o su
región? Vas haciendo paladar al ir bebiendo, vas haciendo camino al
andar[11], como quiere Machado. Cuando un rostro te hipnotiza, no tratas de
entenderlo, te sumerges en su contemplación.
Y yo me sumergía en los versos, y ya no sabía si amaba a Bécquer o a
David, porque Bécquer sí que sabía de amor, y lo cantaba, mientras David se
la pasaba jugando basquetbol y ni siquiera se daba cuenta que yo existía. Me
lamí los labios y me supieron a lágrimas saladas, me acerqué al espejo, más,
más, mi aliento lo empañó, cerré los ojos y besé apasionadamente su helada
superficie. Me ardían las sienes, me separé avergonzada, el corazón se me
salía por la garganta. Sobé las páginas del libro, mis páginas queridas, mis
pobrecitas páginas, tan tristes como yo, mis cómplices nocturnas, y leí,
gimiendo ya:

Volverán del amor a tus oídos


las palabras ardientes a sonar,
tu corazón, de su profundo sueño,
tal vez despertará.

Pero mudo, absorto y de rodillas,


como se adora a Dios ante el altar,
como yo te he querido,
¡desengáñate! ¡así no te querrán!

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Solté el sollozo. Pero no me satisfizo: Bécquer estaba hablando como hombre,
y yo era mujer, así que retomé el verso y lo puse en femenino:

Pero muda, absorta y de rodillas…

Entonces pude llorar como se debe. No sabía qué era “absorta”, pero me
pareció terrible, tanto como lo que a mí me pasaba; seguramente yo vivía
absorta, y comía absorta y dormía absorta porque David me tenía absorta,
no me miraba, yo me paré todo el recreo al filo de la cancha, le aplaudí
cuando metió “canasta” dos veces seguidas, y ni así me miró… ¡Pobre de él,
pobre para siempre!, ¡desengáñate, así no te querrán!, le grité al espejo. Eran
las doce de la noche, temblaba de frío, me fui a acostar, agotadísima, y me
dormí al instante.
A esa edad yo no hubiera podido explicar qué es la poesía. Hoy todavía no
puedo hacerlo. He leído en muchos autores mil definiciones, unas
complementarias y otras antagónicas, unas metafóricas y otras académicas,
unas inextricables y otras simplistas. Lo misterioso es que todas son ciertas,
valederas, únicas. La poesía da para todos los ojos que quieran mirarla, para
todos los oídos atentos a escucharla, porque es un diálogo personal entre el
poema y tú. Aunque un millón de lectores lean el mismo libro, el poeta
siempre estará hablándote a ti, a tus propias emociones, a tus secretos
inconfesados, y tú le responderás con tu voz interior, que es la verdadera, la
que saldrá a la luz, para tu propia sorpresa. En realidad, es todo lo que hay
que saber para acercarse a la poesía.
Y yo lo intuía, tal vez porque nunca nadie me metió el “santo temor” a la
poesía, ese absurdo mito que la rodea de ajenidad inalcanzable, de toga y
birrete, de “palabras mayores”, de estrados con tapete rojo y fanfarrias; lo
único necesario para que me acercara de modo natural a ella fue que hubiera
libros en casa, y que yo pudiera viajar libremente por los libreros. Así
descubrí la primera definición de poesía, que aún no me abandona:

¿Qué es poesía?
dices mientras clavas en mi pupila
tu pupila azul.
¿Qué es poesía?
¿Y tú me lo preguntas?
¡Poesía eres tú!

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Estos versos me arrebataron. Tenían que ser de Bécquer. Reflexioné
largamente: entonces poesía es ella, porque le está hablando a ella, la mujer
de la que está enamorado, como yo de David; ella debe ser muy bonita, como
David, porque nadie se enamora de los feos; entonces poesía es amar lo
hermoso… Me vi al espejo y me solté llorando, ¡por eso no me quiere David!,
ni Bécquer tampoco, prefiere a esa tonta que ni siquiera sabe qué es poesía.
Corrí a preguntarle a mi padre qué es “pupila”. Me vio llorosa y me dijo:
“¿Qué tiene mi muchachita linda?”. Él sabe que no soy linda ¿por qué me
quiere? ¡Nunca sabré lo que es el amor de un hombre!
—Qué es pupila —insistí.
—La bolita negra de los ojos.
—¡Pero aquí dice que es azul!
—¿Cómo?
—Sí, mira —y le mostré el verso.
—Pregúntale a tu mamá. Y ya vénganse a cenar, es muy tarde.
Mi madre me dijo que era una “licencia poética”.
—¿Qué es eso?
—Para que suene mejor.
Estaba tan enojada con Bécquer por todo lo que me había hecho, que le
corregí la plana con mi propia “licencia poética”; leyendo ese poema hasta el
cansancio descubrí qué era la rima: palabras que suenan igual o muy parecido,
como “azul” con “tú”; las dos tienen u y ahí recae el golpe de voz, el acento.
Pues el necio se equivocó, en vez de haber dicho: ¿Y tú me lo preguntas?,
debió haber puesto al revés: ¿Y me lo preguntas tú?; por que así rimaría
también con el último verso: ¡Poesía eres tú!, y mientras más rimas, mejor.
Claro que yo no sabía que la rima es sólo uno de los recursos de la poesía
y no es indispensable, y que Bécquer buscaba evitar el sonsonete, pero lo
importante fue que me atreví a leer con ojos críticos —despechados— al
poeta universal, y rehíce el poema a mi gusto. Los poetas no son vacas
sagradas a las que hay que poner en un pedestal, no son intocables ni
infalibles; no son seres de otro mundo y ninguna musa trasnochada los
inspira. Son como tú y como yo, sólo que escuchan su voz interior y la
expresan con palabras, y esas palabras nos hacen descubrir nuestra propia
voz. Cada vez que descubría a un poeta, sentía que otra parte de mí se
iluminaba, se me revelaba. Como si yo hubiera estado encerrada en la
oscuridad, y Alberti[12] me abriera una ventana, y Machado otra, y
Garcilaso[13] tantas. Cada poeta es mi otro yo, y así le hablo, de tú, como a mí
misma.

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Bécquer me había herido, y yo le respondí con valentía: yo también era
poeta, y en todo caso, ¡poesía era yo! María gritó que había molletes de cajeta
para la cena, corrí contenta como nunca al comedor.

Cuando entramos a secundaria, Guite ya se había enamorado


perdidamente de David. No nos celábamos, al contrario, compartíamos
nuestro secreto amor noche y día oyendo los discos de Raphael y “Yo sin ti”
de los hermanos Castro. Éramos viejas amigas. En su casa no había libros,
sólo los que le compraban para la escuela. Su padre vendía chamarras en una
tienda del centro y su madre le llevaba todos los días la comida en una
canastita caliente. Íbamos a patinar en hielo, y al cine, y muchas veces nos
quedábamos en una de las casas para dormir juntas. Una noche le dije:
—Acabo de leer una cosa que me tiene…, que no sé cómo…
Ella ya sabía que yo leía, y que escribía en mi diario, pero no le daba
mucha importancia. Llevaba un cuaderno de autógrafos y se aprendía las
letras de las canciones. Esta vez me vio muy rara y preguntó con inquietud:
—Qué.
—… es que es una cosa… divina, divina, no sé como decirlo…
—Dime, dime qué.
—Siento como una maravilla aquí adentro —y me toqué el pecho—, por
lo bonito, pero también algo terrible porque yo no lo he vivido, y creo que no
lo voy a vivir nunca…
—Ya dime qué.
—Se llama Dafnis y Cloe[14].
—¿Qué?
—Bueno, así se llama.
—Y qué es eso.
—Un muchacho y una muchacha.
—¿Con esos nombres?
—Primero yo no sabía quién era quién, pero Dafnis es el hombre y Cloe la
mujer.
—¡Ay qué horribles!
—Ya no te cuento nada.
—¡No!, digo sí, cuéntame.
Y le conté la historia de Dafnis y Cloe, los adolescentes que comienzan a
amarse sin darse cuenta, más bien, sin saber qué son esas sensaciones que los
invaden, ese dolor en el corazón, ese temblor en las manos, esa necesidad de
mirarse, de acercarse, de tocarse. Sienten que algo les está pasando, pero no
saben qué es. Por fin una mujer grande y experta en amores, Lycenia, le

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enseña a Dafnis lo que debe hacer con Cloe. Esta parte me puso enferma de
rabia. ¿Por qué el poeta no dejó a los jóvenes que descubrieran solos los
secretos del amor? ¿Por qué metió a esa vieja de por medio? ¡Yo jamás
permitiría una cosa así! En todo caso, ¿por qué no al revés, que un viejo le
enseñe a Cloe? Estaba tan furiosa que decidí borrar de mi cabeza ese
humillante párrafo. Pero el resto de la obra me llenaba de ardores y de
insomnios; ahí entre esas páginas, estaba la historia de amor más hermosa
jamás contada, y de alguna manera yo podía vivirla sintiéndome Cloe y
bañándome desnuda como ella en el río, aunque yo nunca hubiera visto un
río, y tocando el oro de los cabellos de Dafnis, aunque David los tuviera
negros y no me hiciera el menor caso.
Guite se emocionó mucho, se le puso la piel de gallina, me lo dijo:
—Mira, se me puso la piel dimita, como de gallina —y se arremangó la
piyama para mostrarme el brazo.
Era la primera vez que me ponía tanta atención, porque yo estaba
desatada. Y creo que porque se trataba de David, y ella también sentía lo
mismo. En otras ocasiones, cuando le contaba lo que estaba leyendo, sólo
decía “qué bonito”, o “qué aburrido”, y me enseñaba el vestido o el radio
nuevo que le habían traído sus padres del último viaje a Estados Unidos. Yo
nunca entendí por qué su padre ganaba tanto dinero con las chamarras, hasta
la llevaban a Disneylandia en las vacaciones y le compraban calcetas de
colores; a mí nunca me llevaron a Disneylandia, pero a cambio de eso mi
madre no estaba encima de mí todo el día, como la de Guite, que cada semana
se pintaba el pelo de otro color y andaba tras de Guite a ver en qué la
regañaba; yo creo que no había leído un libro en toda su vida, porque se ve
que no tenía mucho en qué pensar. Para Guite las historias de los libros eran
cosa de libros y no tenían que ver con la vida real. Yo no entendía muy bien
esa diferencia, porque cada vez que leía un libro me daba cuenta de que sí
tenían que ver conmigo, con mi vida de todos los días, con lo que yo sentía.
Porque, ¿qué, si no otra cosa era la vida real? ¿No era real Dafnis espiando la
blancura del cuerpo de Cloe? Tan real como la piel de gallina de Guite
cuando se lo conté.
—¡Ay!, préstamelo, yo también quiero leerlo —dijo, y abrió enormes las
pestañas.
Fue el primero de muchos que le presté.
—Pero en secreto —me había dicho—, porque me regañan.
—Estás loca, cómo van a regañarte por eso, le dije.

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—Dicen que no les gusta que ande tiradota todo el día, haciendo quién
sabe qué, y sin hacer nada.
Y recordé que siempre le decía eso Petra a mi madre, cada vez que mi
madre le ordenaba un nuevo mandado:
—Usté porque namás está sentadota con sus papeles y no hace nada, pero
yo sí trabajo.
Y se iba bufando. Mi madre meneaba la cabeza y sonreía, volvía a
ponerse los anteojos y encendía un cigarro. Terminaba cansadísima en las
noches, decía que había trabajado mucho, que se merecía un descanso; se la
había pasado leyendo y escribiendo todo el tiempo. Se veía resplandeciente.
Guite comenzó a llevar un diario como el mío y se aprendió de memoria
el “Nocturno a Rosario”[15] y el “Idilio salvaje”[16]. Lo recitábamos frente al
espejo disfrazadas de mujeres “malas”, con tacones, medias y labios pintados,
y una mascada negra en la cabeza, a modo de bruna cabellera de india brava.
Nuestro mejor espectáculo fue el “Hombres necios que acusáis a la mujer”, de
Sor Juana[17]. Gritábamos. El padre de Guite golpeaba la puerta del baño y
nos obligaba a salir. Pero Guite ya había sido inoculada: descubrió que la
poesía era un juego, pero un juego que hace temblar el corazón.

Las clases de química, de física, de matemáticas, me aburrían


mortalmente. No entendía yo nada y me ahogaba en esa prisión. Un día no
soporté más y en las páginas del cuaderno, mientras dictaba la maestra no sé
qué fórmulas, comencé a escribir cosas, lo primero que se me ocurrió. Y
seguí, y no me detuve hasta que sonó el timbre del recreo. Encontré mi
salvación. Daba la imagen de la aplicación misma sumida en mi cuaderno,
pero en realidad no oía yo nada de lo que ocurría a mi alrededor; clase tras
clase me dedicaba a escribir, no sé qué, frases sueltas, recuerdos, emociones.
No quería que llegara el recreo. Aunque sabía que me estaba atrasando en la
materia, y que seguramente la reprobaría, sentía ese tiempo enteramente
ganado. No sé por qué, ya que según los demás no estaba haciendo nada que
valiera la pena y sí defraudando a los profesores. Pero algo dentro de mí
vibraba, y me hacía sentir viva, ardiente, cosa que no lograban las
matemáticas.
Un día la maestra estaba hablando tan fuerte, que no me dejaba
concentrar. Escribí al margen: “maldita voz, ¿por qué no te callas de una
vez?”. Cuando alcé la vista tenía a la maestra parada frente a mi pupitre dando
golpecitos en el suelo con la punta del zapato. Quise morirme, pero ella me
arrebató antes el cuaderno. Leyó. Vi su cara: le salió un tic en el ojo y apretó

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los labios. Siguió leyendo, todo el salón estaba mudo. ¿Eran lágrimas? Porque
de pronto se le empañaron los lentes. El corazón se me salía. Cerró el
cuaderno y se lo llevó a su escritorio. Continuó la clase, se le oía muy rara la
voz. A los cinco minutos dijo que nos dejaba libre el resto de la hora. Todos
me dieron las gracias. Pero yo no dormí esa noche, se había llevado mi
cuaderno, ¿con qué derecho, vieja bruja? Nunca nadie había leído mis cosas,
era como si una mano vil estuviera tentándome por todas partes. Y yo sudaba
y sudaba revoleándome bajo las cobijas.
Llegué temblando al día siguiente. Me dijo: “Quiero hablar contigo
cuando termine la clase”. Pensé que me expulsarían para siempre. ¿Y qué les
voy a decir a mis papás? Además, sí es cierto que estaba hablando muy fuerte
y no me dejaba escribir, yo no tengo la culpa. ¿Por qué siento que se me
quema la cabeza? Dio la hora y me acerqué a su escritorio:
—Quiero que hablemos, pero no aquí —dijo. Te invito a tomar un café,
bueno un refresco, cerca de tu casa, hoy en la tarde, ¿puedes?
No podía creerlo. Dije que sí, asustadísima. Quedamos de vernos en
Sanborns, a las cuatro. Llegué tarde de propósito, vestida con las peores
fachas que encontré. Iba retadora, esperando el consabido sermón “para mi
bien”. Ya estaba esperándome delante de su taza de café, y sonrió casi
temblorosa cuando me vio. Pedí un refresco, tenía seca la garganta.
—Primero que nada quiero pedirte perdón —dijo mirándome a los ojos,
sentí que me volvía loca—, tienes razón, a veces mi voz es horrible y
entiendo que no te deja concentrarte…
—No, es que… —balbucí a punto de echarme a correr.
—No digas nada. ¿Sabes que me pasé toda la tarde leyendo tu cuaderno?
¿Y sabes cómo me sentí? Muy mal, y me puse a llorar.
—Es que… —Me daba vueltas el restorán.
—Mira —sacó mi cuaderno y lo abrió en una página marcada por ella—,
mira, esto es poesía, es poesía pura, tú lo escribiste, ¿no te das cuenta?
Me quedé mirando los renglones, como tonta, no pude leer nada, algo
dentro de mí comenzó a sonreír.
—Vamos a hacer un trato —me dijo buscando mi mano sobre la mesa—,
yo no quiero que te detengas por mi culpa, cada vez que sientas la necesidad
de escribir durante la clase, saca tu cuaderno y hazlo, procuraré bajar la voz.
Pero bueno, ten en cuenta que debo dar la clase.
Asentí, sin poder hablar. Nunca he vuelto a tener una emoción parecida.
Al despedirnos, me dijo:

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—Y no me agradezcas nada, lo que tú haces es más importante que lo que
yo pueda enseñarte, créeme.
Ojalá hoy sepa ella, Jana Shidlo, mi maestra de yiddish, que aquello que
me enseñó esa tarde está entre lo más principal de mi vida.

Entonces no estaba yo loca, ni vivía en una casa de locos. Había otras


gentes que sentían lo mismo con la poesía. Le conté todo a Guite. Ella se puso
a escribir clase tras clase en su cuaderno, pero ningún maestro se lo arrebató.
Y yo entré decidida, ya sin rubores, en el mundo que me apasionaba. Ya no
me conformaba con escribir durante las clases. En segundo de secundaria
descubrí que las últimas hojas del libro de gramática eran una breve antología
de poesía en lengua española. Me escapaba durante el recreo y me encerraba
en el baño de la escuela con el libro escondido debajo del suéter. Ya no
regresaba a clases. Cuando alguien entraba tenía que pararme en cuclillas
sobre los bordes del retrete, porque las puertas eran como de cantina y se
veían los pies por abajo y por arriba la cabeza. Leía en voz alta, y un día leí:

En una noche oscura,


con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que guiaste!

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¡Oh noche amable más que la alborada,
oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

En mi pecho florido
que entero para Él solo se guardaba,
allí quedó dormido
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.[18]

Casi desfallecí. Ardía mi corazón entre los versos. Volví a leer. ¡Pero qué es
esto, Dios mío, es lo más hermoso de mi vida! Vi la noche, vi a la amada
escapándose sin ser notada al encuentro con su amado, vi la luz dorada en el
momento del abrazo, las flores en el pecho y el aire quietecito, vi un campo
de azucenas y en medio a los amantes que duermen, sus cabellos
confundidos…
Yo no sabía qué era “escala”, ni “aquesta”, ni “alborada”, nunca había
oído “almena” ni “ventalle”; jamás había estado en un campo de azucenas, ni
siquiera en un campo. Pero el poema me había hecho vivir la noche de amor
más intensa que he tenido en mi vida. No sabía que había descubierto la
poesía más elevada que ha dado la lengua castellana en todos sus siglos. Hoy
agradezco esa ventura: habérmela bebido en pureza y al desnudo, ignorando
los datos bibliográficos, las fechas, las épocas y las corrientes literarias.
Pasaron muchos años para que yo supiera que la “Noche oscura” de San Juan
de la Cruz es un poema místico del siglo XVII español, y que la mística es la
experiencia del alma que se despoja de sus necesidades mundanas en busca de

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la gracia de Dios, y que hay tres etapas: la purgativa, la iluminativa y la
unitiva; que la primera es precisamente la noche oscura, donde el alma vaga a
ciegas, y la segunda está marcada por la luz interior que pone Dios como
señal de su Gracia en el alma afanosa, y la tercera es el encuentro, la unión
por fin del alma y su Creador; y que es la experiencia suprema que sólo
algunos elegidos han tenido.
La mañana que lo descubrí, habiéndome escapado de trigonometría, sin
ser notada, sólo sabía que algo me había elevado los pies, como si ya no
caminara tocando el suelo, algo se había metido debajo de mi piel, como si el
aleteo de un pájaro habitara en mi sangre, algo me punzaba en el cuello
dulcemente, algo, algo terriblemente hermoso había pasado y me velaba los
ojos un campo de flores nunca visto. Ya nunca volvería a ser la de antes. Salí
del baño, el sol me dio en los ojos, di unos pasos erráticos, me detuve en el
pasillo, miré el patio vacío, la hilera de salones con sus puertas verdes, y me
solté llorando con la frente pegada a la pared.
Ahora que acabo de transcribir la “Noche oscura” en estas páginas, he
vuelto a temblar en mi escritorio. Han pasado más de veinte años, y el poema
sigue idéntico dentro de mí. Es de noche y en la casetera suenan los adagios
barrocos. Estoy en bata y por la ventana veo los faros rojos de los coches que
pasan. Pero nada de esto es cierto. Lo único real es el ventalle de cedros
donde ando meciéndome en secreto, de la mano de San Juan, en pleno
corazón de Polanco.
Felizmente las clases de literatura, en la escuela, no pudieron hacer mella
en mi amor por la poesía. Tuve que aprender de memoria fechas de
nacimiento y muerte de todos los escritores en lengua española, para pasar el
año; la noche anterior al examen memorizaba los nombres de las corrientes
literarias y sus respectivas definiciones “Romanticismo: el amor y la muerte;
Modernismo: el cisne y la interrogación; Realismo: el búho y el
costumbrismo; Renacentismo: el conceptismo y el gongorismo…”. Los
“ismos” me mareaban. Aprobaba el examen y olvidaba todo al día siguiente.
Las clases de literatura eran “otra cosa”, que nada tenían que ver con la
literatura, con los poemas que yo leía y que sonaban en mis orejas. Eran
odiosas esas clases, yo no entendía absolutamente nada y además no sabía
para qué servían todos aquellos “ismos”; las matemáticas servían para contar
el dinero; la química para inventar fórmulas que no hicieran estallar a los
líquidos, a los sólidos ni a los gaseosos; la física para construir casas que no
se te cayeran en la cabeza; ninguna me gustaba, pero las tres servían para
algo. ¿Para qué servían las clases de literatura?

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Después de veinte años de leer y escribir como único oficio, puedo decir,
claramente, que no sirven para nada. Lo que sí consiguen los programas
escolares es despertar miedo y asco por la literatura, en ese afán por
despojarla de su libertad creadora, de su vuelo lúdico, para aprisionarla entre
“parámetros”, “contextos”, “coordenadas”, en un archivero mohoso,
rimbombante y totalmente innecesario. Después de veinte años de leer y
escribir como único oficio, no sé en qué año nació Cervantes[19], y no me
importa. Pero el Quijote anda “enderezando entuertos” en la esquina de mi
casa; he olvidado en qué ciudad nació Rafael Alberti, pero nunca a sus
ángeles[20], que vuelan sobre mi cama cuando el alba despunta; ignoro a qué
corriente literaria —en realidad, nunca he sabido bien a bien qué sea eso—
pertenece Concha Urquiza[21], pero su “Job” mantiene encendida en mi cielo
la oscura lumbre de sus ojos.
Cuando inauguré mi taller literario en la galería Guadalupe Posada del
ISSSTE, me encontré con veinte pares de ojos expectantes ante su primera
aventura con la poesía. Había oficinistas, amas de casa, ingenieros; querían
algo nuevo en sus vidas rutinarias, no sabían qué. El viejo horror hacia las
clases de literatura todavía se les notaba en el temblor de las manos, en el
tartamudeo de las gargantas secas. Abrí el libro, leí:

Hermano sol, cuando te plazca


vamos a colocar la tarde donde quieras[22].

Y le pregunté al más asustado:


—¿Dónde te gustaría a ti colocar la tarde?
—Este… ¿eh?
—Sí, dónde, ¿en la mesa?, ¿en una caja de zapatos?, ¿en la cajuela del
coche?
Silencio absoluto. Una risita al fondo. Más risas. Carcajada general. Hubo
quien quiso colocarla en una sandía.
—¡Qué lindo! —dije—. Eso es poesía. Ahora vamos a ver dónde la
coloca el hermano sol.
Leímos el poema. Muchas, muchas veces. Recorrimos los oros de la tarde
hasta que las sombras bajaron. Al final, alguien me preguntó que quien era el
autor, y de dónde y de cuando.
—Qué te importa —respondí.
Me miraron estupefactos.
—¿Les gustó? —continué— pues léanlo, gócenlo, quédense con los
prodigiosos miligramos que las hormigas de luz han movido en el poema.

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Nunca había visto ojos más desorbitados, ni más felices. Y lo único que
yo había hecho fue abrir el libro y leer un poema. Es lo que cualquier persona
puede hacer, en cualquier momento, para acercarse a la poesía. Cuando
aquella gente descubrió que no tenía que aprenderse nombres ni fechas ni
palabras raras, sintió que la poesía podía convertirse en un oasis.
No estoy en contra del conocimiento, ni digo que los datos académicos y
bibliográficos hagan daño por sí mismos; estoy en contra de que los
programas escolares los presenten como obligatorios, y peor aún, como
sustitutos del poema, de su lectura original. Las clases de literatura deberían
ser talleres de lectura y de creación. Nada más. Un tiempo dedicado a jugar
con las palabras, leyéndolas y escribiéndolas, descubriendo cómo suenan y lo
que dicen y por qué, encontrando nuestras propias palabras, las que son
capaces de expresar lo que llevamos dentro. Esto transforma la vida. No
importa que después vayas a dedicarte a la ingeniería, la medicina, o al
comercio, o a criar hijos; lo que hagas será mejor si has paladeado un poema,
tu vida será más plena, más lúcida, más dichosa si has navegado los mares
todos, desde Homero hasta Joseph Conrad[23], si has llorado las Églogas con
Garcilaso, si has visto reverdecer el “Olmo viejo” que Machado canta milagro
de la primavera, si has esperado junto a Lope[24] en las noches, cubierto de
rocío, si en todo eso has encontrado el sonido de tu propia voz.
Lo demás: nombres, fechas, bibliografías, corrientes y teoría literaria
están en los manuales, los diccionarios y las enciclopedias; existen para que
los consultes cuando necesites un dato específico, no para que te aprendas su
contenido de memoria, si no ¿cuál sería su función?
En las clases de literatura de secundaria, su función fue horrorizar a mis
pobres compañeros, que nunca tuvieron la oportunidad de acercarse de veras
a la poesía, y salieron escupiendo un montón de datos tan inextricables como
desechables. ¿Por qué insisto tanto en esto? Porque no todos tienen el
privilegio de nacer en una casa con libros, donde la poesía es algo que se
respira de modo natural y diariamente, tanto que en mí se convirtió en
poderoso antídoto contra la literatura escolar. Para la mayoría, la escuela es el
primer contacto con los libros, y las materias de literatura, la única rendija
posible hacia la poesía. Pero si esa rendija es turbia y abierta apenas por
quienes dictan burocráticamente los programas escolares, el resultado es el
que ya conocemos: la gente en México no lee, y eso, fatalmente, la convierte
en servidora de otros.
Nunca leíamos nada en clase. Yo sola descubrí la “Noche oscura” en las
últimas páginas del libro de texto. Yo sola me lo bebí hasta que se volvió

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parte de mi vida. Si tienes hijos, ten libros en casa, y déjalos volar entre las
páginas. Yo volaba la “Noche oscura” sin descanso, ansiosa de encontrar un
amado que me esperara en un campo de azucenas, para escaparme de mi casa
y correr a regalarle mis cabellos, sobre su pecho florido.

Llegó, por fin. Adrián llegó una tarde de mayo de mis trece años. Supe
que era él, cuando Miguel lo trajo a comer a la casa y sus ojos oscuros me
miraron, como diciéndome cosas. Y cuando a los postres me dijo: “soy
poeta”, mi corazón tembló, creció, gimió, y fue a estrellarse contra el abismo
por la ventana del comedor.
David desapareció por arte de magia, y Adrián entró con el pie derecho en
mis noches oscuras desde ese momento. Comenzó a visitar la casa con
frecuencia, y yo dejé de comer, y las manos me sudaban mientras lo
escuchaba hablar con Miguel en las sobremesas; yo no entendía casi nada,
porque ya eran grandes y discutían sobre existencialismo y literatura
comprometida. Para mí la existencia no estaba en discusión, bastaba
despertarse todas las mañanas con la imagen de Adrián delante de los ojos
para que la sangre corriera como liebre en las venas y la vida toda se llenara
de estallidos de luz y, ¿eso de literatura comprometida?, quien sabe qué fuera
eso, pero Adrián se frotaba el bigote, y como si estuviera enojado decía que el
único compromiso de la literatura estaba en las palabras. Yo oía esas frases y
un pájaro me revoloteaba en las sienes, en varias ocasiones me levanté
corriendo a mi recamara, me encerré con llave, y me solté a llorar de amor,
echada sobre la cama, las manos cubriéndome el rostro.
No, esto era diferente, nada tenía que ver con lo que hasta hace poco había
sentido por David. Me volví silenciosa y huidiza. No le conté nada a Guite, y
sólo de pensar que ella pudiera enamorarse de Adrián me provocaba
espasmos en el estómago. Un día sonó el timbre, salí a ver: era él. Me entregó
un papel doblado y se alejó rápidamente sin haber abierto la boca. Leí:
“Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía… Las
muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos[25]. A las
ocho en la fuente del parque”.
Varios años después supe que eran versos del Cantar de los cantares,
donde he abrevado inagotablemente. Pero allá, ¿cómo reproducir aquí y ahora
esa aguda espina dorada[26] que se me hundió en el pecho? La calle
desapareció, los coches, el edificio de enfrente, la reja. No sé cuánto tiempo
estuve así, de pie, con los ojos en los renglones. Me convertí en un fantasma,
flotaba en una neblina luminosa o dentro de un mar muy profundo. Así llegué

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a la recámara, y me senté a mirar las manecillas del reloj, durante tres horas y
media. Casi a las ocho, me escabullí sin ser notada gracias al alboroto que
había en la cocina donde María estaba regañando a mi madre porque ya no
había en la despensa harina para los hot cakes que Berta pedía a gritos. Salí,
corrí en la noche oscura, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía, y
que era el farol de la esquina. Cuando abrí los ojos los labios me quemaban,
volví a hundirme en los tuyos Adrián, como quien se echa en el mar de La
Quebrada, y supe cómo se mecen los cedros, aunque no había cedros, mi
rostro recliné sobre tu pecho, y juro Adrián, juro que un aire de azucenas
envolvió mi corazón.
Cuando volví a la casa, diciendo que había salido a ver los cachorritos
recién nacidos de la perra del portero de al lado, Berta suspiraba delante de su
bolillo con cajeta, a falta de hot cakes, mi padre veía la tele, mi madre estaba
en su escritorio, Miguel tocaba el piano. Pensé: no han vivido nada, y floté
hacia mi recámara, a ver moverse las manecillas del reloj, hasta el día
siguiente.
Siempre nos veíamos a escondidas. Cuando ya no sentía yo los labios, y
me separaba jadeante para respirar un poco, él me decía al oído sus poemas.
Eran hermosísimos, aunque nunca supe de qué trataban. Él decía que era un
poeta “de vanguardia”, y por eso debía romper con todas las reglas y escribir
como le viniera en gana, sin artificios trasnochados. Yo no sabía qué era
“trasnochado”, pero no importaba, me bastaba con saber que él era mi
Bécquer, mi García Lorca, mi Machado, mi San Juan. Y yo siempre escribía
lo que me venía en gana, aunque no sabía que con eso estuviera rompiendo
alguna regla, o todas, para convertirme en “poeta de vanguardia”. Hoy me
provocan sonrisa y sonrojo estas lucubraciones, al recordar la inteligente voz
de Alfonso Reyes[27], que las aclara de golpe:

Es legítimo emanciparse de cuanto procedimiento se ha


convertido ya en rutina, (pero sólo) el candor imagina que, por
prescindir de las formas prosódicas, hay ya derecho a prescindir
de toda norma. […] Lo que al poeta importa es evitar que el
espíritu ceda a su declinación natural, a su pureza cósmica, la
cual pronto lo llevaría a las vaguedades más nauseabundas y al
vacío más insípido, […] no puede serle por eso indiferente el
elemento formal, […] no debe confiarse demasiado en la poesía
como estado de alma, y en cambio debe insistir mucho en la
poesía como efecto de palabras. […] Hasta los perros sienten la

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necesidad de aullar a la luna llena, y eso no es poesía. […] El
poeta debe hacer de sus palabras cuerpos gloriosos.

Es decir, el arte es sólo forma: cuando contemplamos un cuadro vemos


lienzo, líneas y colores; en la música oímos sonidos y silencios; en la danza
hay movimiento, y en la poesía, palabras. Nada más. El arte se produce por
una determinada combinación de estos elementos formales, donde el
contenido, el significado, o el fondo, como quiera llamársele, logra expresarse
a plenitud. Es la forma la que separa a la poesía, del lenguaje común, es la
forma la que da hondura y vastedad a la emoción que uno quiere comunicar
con las palabras. Dice el poeta:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,


verde prado de fresca sombra lleno…[28]

Y la poesía no está en lo que dice, sino en cómo lo dice; gracias a esta


determinada manera de decirlo, lo que dice se nos vuelve transparente, las
orejas se alegran con la música de las palabras, y el corazón se llena de
suavidades y frescuras. Si cambiamos el orden de las palabras, por ejemplo,
así:

Aguas corrientes, cristalinas, puras,


prado verde lleno de sombra fresca…

hemos matado la poesía, aunque el significado quede intacto. Hemos


cancelado la forma, para quedarnos con el fondo; es decir, hemos suprimido
el arte, que en poesía es ritmo, cadencia, sonoridad, armonía… Pero además,
también el significado ha padecido, ha perdido fuerza, capacidad expresiva,
singularidad, nos dice “menos” de lo que nos decía el poema original.
¿Que cuáles son las reglas para combinar adecuadamente las palabras y
que resulte un poema? Quién sabe. Cada poeta inventa las suyas. Cada época
ha creado algunas aproximaciones, supongo que a eso se le llama “escuela” o
“corriente literaria”: los famosos “ismos”. Pero todos los caminos llegan a la
poesía, si se sabe caminarlos con devoción. Todo es válido, no hay antigüedad
o vanguardia, no hay cánones ni modas, tanto canta Homero[29] como
Góngora[30] como Lugones[31] como Baudelaire[32] y como Eliot[33], y como
tú, si cantas con tu propio son.
Yo escribía en mi diario, como enloquecida, después del parque con
Adrián. Él nunca lo supo.

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Una tarde salí temprano a esperarlo, llevaba mi cuaderno, me senté en el
pasto. Vi los árboles, el cielo, la fuente, las hojas secas sonando en el rojo
arroyo de arenas. Todo daba vueltas y yo daba vueltas con todo. Cogí la
pluma, siguiendo un impulso incontenible, y comencé a escribir:

Otra lluvia de otoño


sobre las cumbres,
y espesas miradas
y temblor de cosas
y romper de cristales
y barcos de papel.
Y hojas de oro cantando
y sigue el diluvio,
sigue…

Algo más:
tus ojos y el perfil del sol.
Algo más:
correr por nubes de naranja
jugoso charco de miel,
agua y cascada
y algo más.

Cuando terminé, me di cuenta de que había escrito un poema, no sólo cosas,


no, un poema; yo había escogido cada palabra y había tachado muchas, y
como que era algo aparte de mí. ¿Yo lo hice? No recuerdo todas las
correcciones, reproduzco aquí la versión final, que años después incluí en mi
libro Para cantar, dentro de la serie “Primeros poemas”. Y años después supe
que en aquel momento había vivido la frase de Eliot: “cuando un poema ha
sido escrito algo más aparece en el mundo, algo que antes no existía”. Un
poema, pues, no es la copia de ninguna realidad, es creación de una íntima
realidad que gracias a su forma, es decir, a su arte, es universalmente
compartible; esa comunión entre lector y poema, ese mirarse en un interior
espejo, a través de las palabras, es el profundo gozo que provoca la poesía.
Quedé agotada. Y asustada. No podía quitar los ojos del papel: ahí estaban
las lluvias de todos mis otoños, las hojas de oro que cantan cuando caen, allí
estaban todos los ojos que brillan bajo el sol, y los charcos de la miel, y algo
más, algo como triste, como esa tristeza que da el saber que la belleza existe,
que está al alcance de la mano. El otoño del parque me decía ya muy poco,

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¿para qué mirar las nubes desde la banca, si en los renglones voy corriendo
entre nubes de naranja, empapándome en sus charcos jugosos?
Ahora sé decirlo de otro modo: la realidad de la poesía es más que la
diaria realidad, en nuestro ir y venir cotidiano sólo vemos esta nube, o aquella
otra, estos ojos que tenemos delante y que olvidaremos mañana; tenemos una
visión dispersa y fragmentada del mundo, y con la escasa memoria que sólo
sirve para vivir día con día. Pero en la poesía, las palabras no aluden
únicamente a un objeto determinado, sino que encierran significados
múltiples y animan nuestra memoria para hacerlos presentes y simultáneos;
esto es lo que da unidad y riqueza a nuestra visión del mundo. Pongamos un
ejemplo, cuando Quevedo[34] dice:

Alma que a todo un Dios prisión ha sido,


venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado,


serán ceniza, más tendrá sentido,
polvo serán, más polvo enamorado.

no se está refiriendo a un alma en particular, ni a las venas y las médulas de


alguien, como lo haría un médico; esas palabras: alma, venas, médulas no
sólo significan lo que en primera instancia quieren decir, también son la
pasión, la vida, el amor, el gozo físico, y, dice el poeta, eso no desaparecerá ni
con la muerte, el cuerpo podrá convertirse en polvo, pero el polvo guardará la
memoria eterna de la vida, el fuego donde ardió habrá de permanecer. Cada
palabra adquiere en un poema toda su significación. Cuando el poeta dice:
“árbol”, no sólo se refiere al árbol que está mirando desde su ventana, sino a
todos los posibles árboles que tú has mirado, o que imaginas, o que anhelas, a
ese árbol interior que tú construyes con las ramas de todos los árboles que te
han poblado.
Cerré el cuaderno de golpe cuando sentí en el pasto los pasos del que yo
bien me sabía. En sus brazos, recostada en su cuello, viví el otoño más
intenso de todos los otoños.
Mi madre me veía leer. Un día me dijo: “Lee este libro, lo escribió una
niña de tu edad”. Era El diario de Ana Frank[35]. ¿De mi edad?, ¿un diario
como el que yo llevo?, ¿ya publicado? Fue excesivo. Me lo leí entero en una
noche. Después de los estertores de envidia me invadió una admiración sin
límites por Ana, por su manera de contar las cosas, y un anhelo furioso por

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haber vivido encerrada en un sótano y ser apresada por los nazis. Ella era
idéntica a mí: morena de cabellos negros, de ojos grandes y un leve bozo
sobre los labios que la avergonzaba, tenía una hermana y un hermano, una
madre todopoderosa y un padre entero y prudente, y era judía, y se enamoraba
mucho. Ana Frank era yo, escribía un diario, y miraba por la ventana, mucho
rato, quién sabe qué. Se quejaba de lo mismo que yo, quería lo mismo que yo
quería. Durante mucho tiempo viví en una Holanda impalpable y morí sobre
una tabla, torturada, a los quince años. Veinte años después anduve los
canales de Ámsterdam, el guía dijo en pésimo inglés: “ésta es la casa donde
estuvo escondida Ana Frank”. Y el agua del canal se elevó como nube y me
llenó los ojos.
Nunca he vivido nada tan dramático como lo que cuenta Ana Frank, pero
ella me hizo sentir en cada poro sus sufrimientos. Y ésta es la experiencia
impagable que da la obra literaria. Y no importa si ella lo vivió o lo inventó,
lo que vale es lo que está escrito. Todo lo que se escribe es real, está en las
páginas, existe de manera autónoma. Si abrimos ahora la Ilíada veremos de
nuevo morir heroicamente a Héctor, y si la abrimos mañana ahí estará
muriendo otra vez, eternamente muriendo en los renglones. La vida en la
existencia diaria es fugitiva, pasajera; en la poesía es permanente. ¿Te importa
comprobar puntillosamente lo que vivió esa pobre criatura en la Holanda nazi,
como si fueras periodista o historiador? Lo valioso, lo escalofriante, es verla
en este momento poniendo cajas al pie del ventanuco para atisbar el cielo,
como dicen sus páginas.
Eso de llamarle “ficción” a la literatura es una pobre y malévola
deformación. Parecería el reino de la mentira, de lo falso, y por lo tanto, de lo
inocuo. Parecería que la literatura nada tiene que ver con la carne y los huesos
nuestros de cada día. Y es, sin embargo, todo lo contrario. En ella se
encuentran las verdades fundamentales de la condición humana. No importa
si los hechos que ahí se cuentan sucedieron o no en la realidad tangible,
comprobable, biográfica, lo que importa es su verosimilitud, es decir, que
pudieron existir, que podrán darse, que son reales en la medida en que ocurren
en las páginas y que esas páginas nos hacen conocer nuestras pasiones, y
reconocerlas en los demás.
La literatura no es ficción, sino conocimiento profundo del ser humano.
No inventa, descubre; no copia, crea; es una lente de aumento, muy ancha y
microscópica a la vez, donde nos miramos a nosotros mismos.
Y esto lo encontraba yo en cualquier autor. No sabía de géneros ni de
definiciones. Lo mismo podía darme San Juan de la Cruz que Ana Frank.

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¿Hay diferencia sustancial entre un poema, un cuento, una novela, un diario?
Allá, creía que no, ni la notaba; hoy, con veintitrés años más y una carrera en
letras, sigo en lo mismo: el arte literario es uno solo, el canto de las palabras
que alumbra el corazón y enciende la inteligencia, que nos hace mejores
hombres y mujeres.
Vayamos al origen: todo pueblo nace a partir de un libro. Al pueblo judío
se le define como el pueblo del Libro, que es la Biblia. Cada civilización tiene
su libro correspondiente: hindúes, egipcios, árabes, aztecas, todos han surgido
de la noción de un libro sagrado, dictado por Dios; y éste fue convirtiéndose
en el coro de Musas que más tarde inspiraran al poeta y que hoy se llama
talento. Al arte de la palabra se le denominó desde su origen Poesía.
Hoy, independientemente de la fe religiosa, los libros sagrados forman
parte de la poesía de una civilización. Son el fundamento de su cultura, y
siguen siendo fuentes del conocimiento literario. Dice Schwob[36]: “quizá
encontráramos en la Biblia nuevos procedimientos literarios y el arte de dejar
las cosas en su sitio”. Todo poeta, pues, se siente una especie de dios, porque
emula al Dios creador. Cuando éste dice: “hágase la luz”, sus palabras son la
luz; no que al segundo siguiente de decirlas el mandato sea obedecido, no, las
palabras de Dios son el acto mismo, crean ellas solas la luz. Así el poeta crea
una realidad literaria. Cuando dice:

Tierno sauz,
casi oro,
casi ámbar,
casi luz.[37]

está creando en nuestra interioridad esas sensaciones; al leer el poema vemos,


olemos, sentimos ese dorado árbol en nuestra imaginación que quedará
grabado para siempre en la memoria. Cada vez que veamos un sauce real en
cualquier parte del planeta, el de José Juan Tablada estará poblando nuestra
manera de mirarlo, enriqueciéndolo con su juego de luces. Éste es el sentido
de la poesía, el del arte de la palabra.
El término literatura para definir al arte de la palabra fue acuñado hacia el
siglo XVIII, el de Las Luces en su afán por sistematizar el conocimiento,
ponerle orden a través de nuevas nomenclaturas y redefiniciones. Entonces, se
habló de géneros literarios supuestamente diferenciados. Pero allá, en el
principio, la palabra sagrada, es decir, ya fuera de Dios o de las Musas, la
palabra que trasciende, que crea, que transforma, era llamada poesía. Acaso

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este término siga siendo el más puro, el más directo, el que revela la entraña
misma de este arte.
Todo lo que se escribía se hacía en verso. La poesía que hablaba de las
hazañas de un pueblo a través de sus héroes, era llamada épica, como la
Ilíada[38] y el Mío Cid[39]. La que se refería a las emociones más íntimas y
personales, era la lírica, como toda la amorosa. Y la que se desarrollaba en un
escenario donde se representaban acciones, era la poesía dramática, como la
obra de Shakespeare[40]. La noción de escritor, en vez de poeta es muy
posterior y surge cuando vuelven a clasificarse la épica, la lírica y la
dramática. La épica hacía las veces de historia; cuando la historia se convierte
en ciencia social, autónoma, y el periodismo surge como vocero de la noticia,
la poesía épica ha de encontrar un nuevo aliento, al que se le llama narrativa.
El verso desaparece y sus formas de expresión se vuelven novelas, cuentos y
crónicas. La dramática evoluciona en función del escenario, busca otros
lenguajes diferentes al verso y sale de la poesía para convertirse en otro arte,
autónomo: el teatro. Sólo la lírica queda intacta, y es a la que hoy en día
llamamos poesía, según los cánones académicos. De tal modo el término
poesía quedó tan reducido que fue necesario encontrar otro que reuniera a
todas estas formas de expresión: novelas, cuentos, crónicas, poesía; literatura
fue el elegido. Hay en catalán una expresión muy hermosa para explicar esa
palabra, se dice del amante de la literatura que está de ietra ferit, herido de la
letra o por las letras.
Tres cosas me han llevado a esta, acaso, un poco extensa explicación de la
poesía como origen del arte de la palabra: hay otro libro en esta misma
colección, es Cómo acercarse a la literatura; ignoro por qué, como si la
literatura y la poesía fueran cosa aparte; pero en fin, por otro lado, dos libros
sobre el tema son apenas un anuncio para su vastedad. La segunda: he
contado a lo largo del paginario, sin distinción ninguna de géneros literarios,
mi acercamiento apasionado a los libros; la misma espina me clavaba Bécquer
que Oscar Wilde, lo mismo cantaba a Lorca que a Longo, igual mi insomnio
se poblaba con Fray Luis de León[41] que de Selma Lagerlof[42]. Todo aquello
era poesía, sin saber si se trataba de un cuento, una novela, o un diario. Y todo
es poesía. Porque la poesía no está en la artesanía de cortar renglones y
rimarlos, sino en el espíritu que anima a ese conjunto de palabras para crear
con ellas una experiencia única, como revela su concepto original. Y la
tercera: como dice Mann[43] “lo que se busca se encuentra”, y acabo de leer
en Jules Renard[44] lo siguiente: “quisiera ser, en prosa, un poeta muerto al
que se le echa de menos; la prosa debe ser un verso que no conserva el

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renglón”. Es decir, todo escritor de veras, aunque no haya escrito un verso
propiamente dicho en su vida, se sentirá poeta; primero, porque así fue en el
origen, y segundo, porque ahí sigue estando la médula del arte de la palabra:
la búsqueda de una forma específica, irrepetible, que dé a luz el contenido.
Con Adrián caminé las palmeras de Florencia en la Zona Rosa. Él me dijo:
—Mira, son los Beatles.
Las miré: sus largas melenas meciéndose en la brisa de la tarde, juro que a
una le vi los lentes redondos de John Lennon. Luego me dijo:
—Mira a la gente, ve todo lo que hace, cada movimiento, cómo caminan,
cómo suben al camión, cómo se alisan el pelo o se arreglan el saco, todo,
todo, no pierdas ni un detalle.
Vi todo, todo hasta que me dolieron los ojos.
—Ya —dije.
—¿No parecen locos? —respondió sonriendo.
Después de mi primera perplejidad, comencé a ver locos en todas partes.
Era su manera de hacerme vivir la poesía: ver lo que estaba delante, pero que
otros no veían, en sus diarias prisas. Él era el ser más inteligente de la tierra, y
el más sensible. Y yo me mareaba de felicidad y buscaba la noche en el
horizonte para que las sombras cubrieran nuestro amor entre los árboles del
parque.
Ya no se aparecía por la casa. Miguel lo olvidó pronto y mi madre no
metió la nariz. Sólo María sabía, y era cómplice de mis escapadas a clase de
francés, a clase de hawaiano, a clase de guitarra, a hacer la tarea a casa de
Guite…
—Ay pobrecita de mi niña —decía suspirando, mientras me veía correr
hacia la reja, ardientes las mejillas—, ay tu mamá yo no sé, ella sabrá…
Y yo adoraba a mi madre, y a María, y adoraba la vida.
Poco me duró. Como vivía en otro mundo, no puse atención en éste que
pisaba diariamente. Y sólo cuando ya era demasiado tarde me enteré de las
lenguas que había soltado la vecina, una alemana gorda y bruja, entre la
población de la cuadra. Mi padre comenzó a oír cosas “de la hijita del
doctor”; a todo mundo mandó callar con su letal mirada de antiguo y fiero
gard en las canchas del encontronazo. La vieja no cejó. Un día lo detuvo en la
calle y le gritó a la cara:
—¡Herr dóktorr, herr dóktorr!, ¡hijita ustet, tan pulkrro ustet, dóktorr!,
¡hijita manosea con farshtínkener, yo visto, dóktorr, no cuentan, yo visto!,
¡vergoenza!
Mi padre se zafó con rabia:

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—Usted ocúpese de lo suyo.
La vieja quedó convertida en estatua de sal. Pero mi padre entró en la casa
con las quijadas apretadas y los ojos más rusos que nunca. Corrí a
esconderme. Faltaban unos minutos para mi encuentro con Adrián. Me escapé
como pude. Le conté. Me abrazó. Hicimos planes complicadísimos, y
juramentos. Todavía me volví hacia sus ojos oscuros en mi carrera de regreso
a la casa, sonreían diciéndome adiós. No he vuelto a verlo, nunca.

Cuando entré mis padres me esperaban sentados en la sala, casi a oscuras.


Los dos callaban. Yo llegué jadeando, la vista en el suelo.
—Tu papá y yo vamos a salir a cenar, para hablar de todo esto, ya vete a
tu cuarto —dijo mi madre.
Desaparecí como rayo. Me encerré a escribir. Llené hojas y hojas. Llegó
Miguel. Lo atajé. Llorando le conté todo y le enseñé mi diario. Miguel abrió
mucho los ojos. Como él iba para psicoanalista, aunque apenas tenía
dieciocho años, no perdía oportunidad alguna para ejercer su vocación.
Carraspeó, leyó, me preguntó, volvió a leer, volvió a carraspear, volvió a
preguntarme. Cuando oímos el coche en el garaje, cogió los papeles y me
dijo:
—No te preocupes, yo arreglo todo.
Obviamente no dormí esa noche, y varias veces me asomé furtivamente al
estudio, donde había luz, sólo distinguía entre cuchicheos las voces de Miguel
y de mi madre, y el ruido de hojas manoseadas. Mi padre roncaba en la
recámara.
Me vestí al alba y salí a la escuela sin desayunar. Escribí varios poemas
durante la práctica en el laboratorio de química y en la de dibujo constructivo.
Desolados poemas. Regresé a casa temblando. Entré en el antecomedor. Mi
padre a esa hora ya había comido y ya se había ido de nuevo a trabajar. Mi
madre tenía un mar de papeles sobre los platos, y Miguel nos miraba, a una y
a otra, con ojos vehementes. Ella alzó la vista, y quitándose los lentes, me
sonrió. Yo me quedé paralizada en mi sitio. Entonces mi madre se levantó y
me abrazó:
—Yo no sabía, hijita, no sabía…
—Se lo dije, ¿ya ves cómo se lo dije? —bufaba Miguel, en plena
excitación profesional, sacudiéndome. María gritaba que ya nos sentáramos a
comer, que se enfría el espagueti. Mi madre se separó de mí y le vi los ojos
velados de agua.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —volvió a decirme. Yo no sabía qué
contestar, pensé en mil respuestas vertiginosas: porque no me hubieran dado

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permiso, porque es muy grande para mí, pero sabía la conclusión: ¡lo amo, lo
amo! Y ni una palabra me salía de la boca.
Entonces mi madre tomó una de las hojas y comenzó a leer en voz alta:

… y espesas miradas,
y temblor de cosas,
y romper de cristales,
y barcos de papel…

¡esto es poesía, es poesía!, ¿por qué no me lo habías dicho? ¡Es precioso!


¡Tengo una hija que escribe poesía!
Me fui de espaldas. Yo también comencé a llorar, le toqué a mi madre sus
dorados cabellos y me hundí en sus brazos. Miguel se carcajeaba como loco y
pidió dos veces postre. De mi terrible secreto no se habló para nada.

El sábado pasado fui a comer con mis padres, y les conté de este libro. Les
dije:
—No que me lo haya propuesto, pero estoy dándome cuenta de que es un
homenaje a ustedes, a la casa donde me crié.
Se miraron, me miraron, con mucha extrañeza.
—¿Pero por qué? —dijo mi madre.
—¿Yo qué hice? —dijo mi padre.
Me eché a reír:
—Por eso, precisamente —les dije—. Por que lo hicieron con tal
naturalidad, que ni siquiera saben lo que hicieron. Se quedaron aún más
extrañados.
—¿No se dan cuenta? Me regalaron lo que más amo: la poesía.
—Pero nosotros no hicimos nada —insistió mi madre—. No sólo no me
obstaculizaron, sino que me estimularon…
—¡Pero yo ni leo poesía! —dijo mi padre.
Volví a reír:
—La tenías en la casa, y te sentías orgulloso de mí.
—Ah, eso sí.
—Y tú, mamá, me la explicabas desde que era yo niña.
—¿De veras?
—¿No te acuerdas del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, en el
comedor, de sobremesa?
—¡Ay sí es cierto!… ¿era el “llanto” o el “verde que te quiero verde”?
—Era la atmósfera de la casa, el amor a los libros.

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—Sí… ¿de dónde nos habrá venido, Luis, de los abuelos? ¡Pero uno era
sastre, y el otro, vendedor ambulante!
—No importa. Ahí estaba. Y digo en mi libro que es lo único que se
necesita para acercarse a la poesía.
—Bueno, en eso tienes razón. A ver, cuéntame cómo estás haciendo el
libro, porque quiero contarte de mi tesis que estoy a punto de terminar —dijo
mi madre.
—¿Sabes que voy a contar este diálogo en mi libro?
—¡No, no pongas que a esta edad apenas estoy terminando mi tesis de
doctorado! ¡Es una vergüenza!
—Siempre te he visto escribiendo alguna tesis, sumida entre libros y
papeles. Eso eres tú, un ejemplo.
—¿No te estás burlando?
—Dame más tequila y no digas tonterías.
—Te vas a emborrachar.
—Dale y no discutas —dijo mi padre.
Y les conté que mucho tiempo pensé cómo escribir este libro. Que
primero se me ocurrió un texto escolar, o académico, lleno de clasificaciones
y definiciones. Que vomité ante la idea. Y después de insomnios descubrí el
sentido de hacer un libro como éste: contar cómo yo misma me había
acercado a la poesía, por qué la leía, por qué la escribía, qué me enamoraba;
es decir, contar mi vida y entreverar ahí veinte años de oficio y algunas
reflexiones, apenas teóricas.
—No busco enseñar, que la poesía no se enseña, sino contagiar, como se
inocula un virus maravilloso.
—¡Me parece maravilloso! —exclamó mi madre—. No te atrevas a hacer
otra cosa, nada que se parezca a un manual de secundaria Y hablando de
secundaria, fíjate que Selma Lagerlof…
—Tú me diste a leer El carretero de la muerte cuando tenía yo doce años.
Me asusté muchísimo.
—… no te pasó nada, bueno, ella, que no me acuerdo si es irlandesa, ¿o
danesa?, ¡qué importa!…
—Así me enseñaste, que no importan fechas ni datos, sino la sustancia de
la literatura.
—… ¿de veras?, ¡pues claro que lo que importa es la sustancia!, bueno, ya
déjame decirte, Selma Lagerlof escribió un libro como el que te encargaron,
pero sobre geografía, y se le ocurrió poner de personaje a un ave que recorre
las zonas del país y va contando lo que ve. Resultó tan atractivo y tan útil que

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lo convirtieron en libro de texto para las escuelas. Se dieron cuenta que poner
a los niños a aprender de memoria los nombres de los ríos, de las capitales, y
de las cordilleras así nada más, en abstracto, no tenía ningún sentido, y la
Lagerlof había conseguido darle a la geografía un sentido literario, humano,
uniendo al paisaje con su gente, con su vida diaria.
—Has dado, como siempre, totalmente en el clavo. Confirmas y reafirmas
mi idea.
—¡No se te ocurra hacer otra cosa!
—Lo juro.
—Bueno, ahora quiero decirte los ejercicios sobre creatividad que estoy
poniéndole a mis alumnos, y tú dime los que pones en tu taller, a ver de qué
manera los combinamos.
—Bueno hijita, las dejo para que platiquen, me voy a mi siesta —dijo mi
padre y se levantó para darme un beso en la frente.

El asunto de Adrián quedó en suspenso, porque descubriendo mi madre


que yo hacía poesía, de inmediato me llevó con El Maestro. Su estudio era
pequeño, atiborrado de libros y cuadros, un inmenso aparato de sonido con
cintas de carrete, y chucherías preciosas de sus muchos viajes. Lo veo ante su
pesado escritorio de madera, imponente, envuelto en la fumarola de sus
cigarros sin tregua. Aunque era mediodía y hacía sol, adentro había una
penumbra fresca, con un leve olor a incienso, a tés chinos, a vapores de tinta.
Cuando entré, aterrorizada, me dije: no quisiera salir nunca más de aquí. Y no
he salido, porque El Maestro me dio a luz, como dice Mauriac[45], me incrustó
el espíritu, la luz de mi propio espíritu.
Yo leía mis cosas, casi sin voz. El Maestro cerraba los ojos, asentía por
momentos; en otros, golpeaba con el puño el escritorio y decía con violencia:
—¡No!, ¡eso no!, ¡vulgaridades de escuincla recién nacida, no!
Iba subiendo su tono. A la quinta patiza:
—¿Pero qué burradas son ésas? ¿En qué orejas chatas cabe esa cacofonía
de mierda? ¡A mamar a otra parte…!
Yo comencé a llorar. Es decir, mis hombros comenzaron a sacudirse en
medio de un terremoto, porque ni siquiera lágrimas podían salirme, ya que no
la voz.
El Maestro hizo un ademán de fastidio. Luego de unos segundos y otro
cigarro, dijo:
—Aquí no se viene a chillar. Al que no aguanta le doy una palmada en el
hombro, le digo que es magnífico su trabajo y lo despido para siempre.
Yo asentí entre estertores.

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—¿Eso quieres?
—¡No! —grité.
—Entonces lea, y suénese la nariz, ande —y me ofreció su pañuelo.
Siguió la sesión. El Maestro me dedicó más de tres horas radiografiando
mis versos, para desechar la paja y encontrar la aguja y hacerla lúcida delante
de mis ojos. Salí enteramente transformada. Me sentía pesada como plomo y
ligera al mismo tiempo, como con alas. Suspiraba entrecortadamente. Al
despedirnos, El Maestro me tomó con fuerza del brazo, y me dijo con mucha
suavidad:
—Si la lastimo es porque vale, usted vale. Porque dime, ¿para qué iba yo
a perder mi tiempo, que no es oro, ésas son porquerías, sino obras inmortales?
Lo vi gigantesco, avasallador, y me sentí mareada de felicidad. La
experiencia me hizo guardar cama durante tres días. Pero fue apenas la
primera de las pavorosas golpizas que me hicieron escritora.

Adrián no estuvo en la siguiente cita. Ni en la otra. Ni en la otra. Yo no


sabía dónde buscarlo. Tal como apareció, había desaparecido. Mi madre me
había dicho:
—Que venga a verte a la casa, no hagas las cosas a escondidas. No andes
en las habladurías de la gente. Tu papá está enojadísimo, más vale que sea un
buen muchacho, porque si no…
Ya de nada me servían los reclamos ni los consejos. Yo me pasaba las
tardes pegada al teléfono y me iba a la cama a seguir llorando. Miraba dormir
a Berta, abrazada a su Chapingo. El Chapingo había sido un esquimal de
peluche azul, pero Berta, por compasión, una noche de frío lo recostó sobre el
calentador eléctrico. Humeó el pobre hasta que nos despertó un sofoco en la
nariz. Berta bramó hasta que María le cosió una nueva piel con trozos de
cortina vieja, muy floreados. El Chapingo resucitado recostaba la cabeza en el
hombro de Berta, los dos arropados bajo la cobija. Yo veía la escena y soltaba
un sollozo, el corazón hecho trizas: pobrecita de Berta, todavía no había
sufrido nada en la vida, ella era aún inocente y no conocía las penas de amor,
podía dormir serenamente con su Chapingo en los brazos, sí Berta, sé feliz,
ahora, sueña tranquila, tú que puedes, porque yo ya estoy marcada para
siempre…
Abrí mi diario y comencé a describirla: sus redondos ojos cerrados bajo el
abanico de las pestañas, sus mejillas color de rosa con sus dos minúsculos
lunares, su boca entreabierta, el hilo de saliva de los dientes, los cabellos
negrísimos, como el mar en la noche… fue aquietándoseme el corazón.
Descubrí, por primera vez, que aun sumida en el dolor más agudo, las

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palabras en el papel me recobraban, me daban un etéreo piso donde yo podía
moverme, ciertamente, con felicidad.
Salí a buscarlo. Anduve las calles que caminábamos; las anduve, las
desanduve. Recorrí las cuatro estaciones del parque. Le puse nombre a las
piedras, a los patos. Vi la fuente vacía, y la vi alumbrando con su lluvia de oro
las ramas de los árboles. Grité. Volví a la casa, los ojos secos, el pecho
helado.
Con un bulto de poemas bajo el brazo, llegué a ver al Maestro. Él estaba
escribiendo, y murmuraba cosas y hacía ademanes locos. No me hizo el
menor caso. Me quedé parada en la puerta cerca de media hora, temblando.
Alzó por fin la vista y me dijo:
—Qué haces allí.
—Este…
—No digas “este”, es como no lavarse los dientes, como traer sucias las
uñas, como eructar en el banquete… como…
—O sea que…
—No digas “oseaque”, apesta, hiede, ¿entiendes? Es una muletilla
asquerosa para llenar un vacío mental.
Me quedé muda y me puse morada. He de reconocer que jamás he vuelto
a decir “este” ni “oseaque” desde entonces. Le mostré mi bulto.
—Siéntate.
Me senté, feliz. Comencé a abrirlo, a acomodar los papeles en orden.
—Deja —me dijo haciéndolos a un lado—. ¿Tienes orejas?
Titubeé. Iba a comenzar mi frase con un “este”… Me tapié la boca.
—¿No tienes orejas? Bueno, ni modo.
—¡Sí, sí tengo! —salté.
—Magnífico, entonces ábrelas —y tomó un libro empastado en piel de la
repisa más cercana, y comenzó a leer:

Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma;


Busquélo y no lo hallé.
Levantaréme ahora y rodearé por la ciudad;
Por las calles y por las plazas
Buscaré al que ama mi alma;
Busquélo, y no lo hallé.
Halláronme los guardas que rondan la ciudad,
Y díjeles: ¿Habéis visto al que ama mi alma?

Pasando de ellos un poco,

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Hallé luego al que ama mi alma:
Trabé de él, y no lo dejé,
Hasta que lo metí en casa de mi madre,
Y en la cámara de la que me engendró.

Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalem,


Por las gamas y por las ciervas del campo,
Que no despertéis ni hagáis velar al amor,
Hasta que quiera.

¿Quién es ésta que sube del desierto como columnita de


humo,
Sahumada de mirra y de incienso,
Y de todos polvos aromáticos?

No podía ser cierto. ¿Alguien había escrito algo así?, ¿esas frases como
aromas que hacen cerrar los ojos? El estudio se llenó de noche bajo soles de
desierto.
—Lee —dijo dándome el libro.
Comencé balbuciendo. Me detuvo en cada palabra y me corrigió. Él decía
el verso y luego yo lo repetía. Al final me dijo:
—Hasta que te enamores de tu voz leyendo esto, no vuelvas por acá.
Recogí mis papeles con tal timidez que quería volverlos invisibles.
Cuando iba cerrando la puerta, la cara roja y punzante, él ya volvía a lo suyo;
me quedé un momento afuera, oyéndolo murmurar quién sabe qué.

Ya iba en tercero de secundaria, y la preparatoria del mismo colegio abrió


un concurso de poesía. Corrí a preguntar si yo podría participar. La directora
sonrió mirándome y como quién da una palmadita en el hombro dijo:
—Es para los muchachos de prepa, pero bueno, si tú quieres… ¿por qué
no? —Y me dio la espalda.
Le conté a mi madre.
—Pues métete, para que aprendan —me dijo.
—No, no voy a ganar, me ven como a una escuincla.
—Eres una escuincla, pero escribes lindo, además es con seudónimo, ¿no?
Nada pierdes con hacer la prueba. Este mundo es de los que se lanzan.
Escogí mis mejores cinco poemas. Y corrí desesperada con El Maestro.
Le supliqué. Él dijo:

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—Bueno, está bien, vamos a verlos sílaba a sílaba, no, letra a letra
¿entendido?
Fue mi primera crítica literaria formal. Pero no me esperaba una cosa así.
En realidad no sé qué esperaba, tal vez esas reseñas llenas de adjetivos que
vienen en los libros de texto y que dicen de un autor, por ejemplo: “de amplio
estilo y sabio manejo de la pluma este autor plasma toda su originalidad así
como sus más hondas emociones…” es decir, palabras abstractas que no
dicen absolutamente nada de la obra y que abundan en las solapas y las
contraportadas de las novedades editoriales.
Ese día aprendí a leer un poema, a encontrar de veras su sustancia, a
desechar la retórica, a distinguir entre el arte y el desahogo personal, como
dice Reyes: “Hasta los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, y
eso no es poesía”[46].
El Maestro me trató como a un perro. Y me hizo poeta.
—Falso, esto no es cierto, no es verso, no es nada.
—¡Por qué dice eso, es lo que yo sentía cuando lo escribí! —gemía yo.
—Mentira. Querías espantar al lector, hacerte la tenebrosa, y en este otro
te regodeaste poniendo palabras que ni conoces sólo para sorprenderte a ti
misma, y este final es miserable, retórica pura, dizque para cerrar con broche
de oro…
Yo no quitaba los ojos de los versos, que iban desmoronándose uno a uno.
Pero me rebelaba. Quería entender. ¿Cómo puede saber si un verso es cierto o
es falso? Se sabe si es bello o no, o si estamos o no de acuerdo con lo que
dice, si nos gusta o nos molesta. Pero… ¿cierto o falso? Yo preguntaba y él
explicaba, ahora veo que con inaudita paciencia, con rabioso amor. Sus
argumentos me penetraban, pero algo faltaba para que yo acabara de
asimilarlos. Entonces me arrebató la página y subrayó cinco veces uno de los
versos del poema, un sólo renglón, aislado, en medio y brevísimo, ¡cómo no
acordarme todavía!:
el caballo es como el viento
Y me gritó a la cara:
—Esto es lo único auténtico del poema, el único verso, veo el galopar del
caballo fundiéndose en el viento, veo la crin volando en la llanura y escucho
su ulular, el caballo es negro y poderoso y es, es, es el viento. Quítale el
como, es timidez, ingenuidad, no estás confiando en tu visión, no estás
confiando en el poder de tus palabras para hacer del caballo el viento, pero lo
hiciste, aquí está, el caballo es el viento y esto es lo único cierto en el planeta,

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porque tú lo ves, lo oyes, lo hueles, lo palpas, ¿no está aquí cabalgando sobre
la mesa?
Un mar de luz se abrió delante de mis ojos. Sentí un vendaval de crines en
el pecho y era lo más cierto, lo más auténtico que había vivido hasta entonces.
No sé cómo comunicar de otra manera esta experiencia, más que con la
experiencia misma. La poesía no se enseña, se contagia. El que ve más,
alumbra para que el otro mire en redondo el horizonte. La verdad en la poesía
está en el poder de las palabras para reproducir la visión, la emoción que la
anima. No son palabras bonitas, raras, diferentes del lenguaje común; es un
estado de alma que se convierte en estado de palabras. Y sólo ahí se da de
veras.
Se le llama poesía a muchas cosas: a un paisaje, a una flor, a una
atmósfera. ¡Cuántas veces hemos oído decir que una mirada es poética, o un
ademán, o una tarde de lluvia! Pero es un uso coloquial o popular del término,
y se refiere a la materia prima, a la emoción previa con la que habrá de
construirse la reunión de palabras que devendrán poesía. La poesía no está en
la naturaleza o en los hechos diarios y exteriores, sino en la mirada del poeta
sobre ella, sobre ellos, para convertirlos, a través de las palabras, en
realidades únicas, irrepetibles, que alumbrarán nuestra propia mirada.
Dice Borges[47]: “Y navegué toda la noche, desde Homero hasta Joseph
Conrad”. Y con esto nos dice: para conocer el mar no voy al mar, sino a los
poetas que hablan del mar, y ahí, en las páginas, estaré navegando todos los
mares posibles. Ésta es la verdad que encierra la poesía. Y para acercarse a
ella, sólo hay que leer y leer, nada más, hasta aprender a leer: arrancarle el
resplandor de la verdad, que es la belleza, como quiere Platón.
¡Ay, cabalgué esa noche como jinete sin par en mi caballo de viento,
recorriendo todos los caminos!

Nos subieron al estrado del auditorio a los participantes. Yo era la única


de secundaria en mi ostensible uniforme. Quería huir, que nadie me viera, y
me tapaba la cara con mis largos cabellos. Nadie me hacía el menor caso. Por
el micrófono anunciaron al tercer lugar. Brinqué en mi sitio. Algo dentro de
mí guardaba la esperanza de ganar siquiera el tercero. Me abatí
pesarosamente. El tercer lugar sonrió muy complacido y dio las gracias. Pensé
que yo me hubiera sentido ofendidísima de haber sacado un tercer lugar. Era
el primero o nada. Anunciaron al número dos. Temblé. No, tampoco. Me
abatí aún más. Clavé la vista en el suelo. Ni modo, ya me voy de aquí. Casi
me iba cuando oí mi nombre resonando en las paredes del auditorio: primer
lugar, y se hizo un silencio, me quedé sin saliva, ni una gota. Repitieron mi

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nombre, esperando que pasara yo al frente del micrófono. No pude moverme.
Unos aplausos sueltos al fondo, tímidos, casi perplejos. Di unos pasos en la
cuerda floja, sentí que me iba de bruces sobre las butacas. Vi negro.
—Hay que felicitar mucho a esta niña —decía la directora, excitadísima—
porque hubo una gran polémica entre el jurado, todos creían que se trataba de
un plagio, pero, pues no, hasta ahora no se ha demostrado.
Me volví hacia ella con ojos de cobra.
—Y también hubo mucha polémica —continuó— porque el concurso era
para la preparatoria, pero bueno, ella se inscribió y compitió con todas las de
la ley, y pues sí, fue la mejor.
Me pidió que leyera en voz alta mis poemas. Yo comencé, con lágrimas
de rabia, porque la acusación de plagio se me había encajado como puñal en
la espalda; cuando terminé viví lo que nunca más, ni aun con el Nobel,
volveré a vivir: ese flotar entre las nubes del aplauso atronador. Semanas
pasaron para que yo pudiera bajar a la tierra.
Mi madre botó sus lápices de maquillaje y se levantó como loca del
tocador:
—¡Te lo dije! ¿Ya ves? ¿No te lo dije?
Brillaron sus ojos castaños y sus brazos me rodearon hasta sofocarme.
Bebimos tequila para brindar.
—¿Plagio? —sonrió— ¡Qué bueno que piensen eso, quiere decir que estás
a la altura de cualquier poeta! Debes sentirte muy orgullosa.
Ella sabía siempre qué decir en el momento justo. Salvo, curiosamente,
cuando se trató del premio. Mil doscientos pesos, o la excursión gratis con los
preparatorianos a Oaxaca, en las vacaciones de semana santa, que ya se
avecinaba. En realidad nunca pensaron que una niña de secundaria fuera a
ganar, de modo que el premio sería no pagar los mil doscientos pesos que
costaba la excursión ya enteramente organizada. Los directivos de la escuela
querían que yo aceptara el dinero, ¿qué iban a hacer conmigo en el viaje?
Pero yo lo único que quería en el mundo era ir a esa excursión con los de
prepa. ¡Qué experiencia sin igual! Y viviría para contarla. Cientos de páginas
esperaban ser colmadas con tan portentosa materia prima.
De espaldas me fui cuando mi madre me dijo que de ninguna manera, que
el dinero era más que suficiente y no me dejaría ir con esos lobos para que
abusaran de mí toda una semana. Creo que perdió la razón. Yo ya me sentía
una loba en las penas de amor, estaba sufriendo amargamente por un hombre
mayor que todos esos corderos, y la experiencia de la vida me había vuelto

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astuta y desdeñosa. Me había volcado en mi poesía y ahora había ganado por
derecho propio saborear mi triunfo como yo quisiera.
Hubo gritos y amenazas, silencios mortales y para siempre, hasta la
bofetada que me hizo girar en redondo y puso las cosas en su sitio:
—¡Yo voy a ir, aunque primero me muera!
Fui. Y qué experiencia, de veras ha sido irrepetible: nunca he vuelto a
tener esa sensación de ser invisible y de sentirme como una mancha en el
vestido de fiesta al mismo tiempo. Ni siquiera pude darme el lujo de estorbar,
porque me hacían a un lado de la manera más risueña. Ellos y ellas
platicaban, reían, bailaban, yo deambulaba como zombie, hasta que enferma
de vergüenza, ¿vergüenza de qué si nadie advertía mi existencia?, me iba a mi
cuarto a escribir y a llorar. La última noche, el más feo y más chaparro de
todos tuvo compasión de mí, ¿o de él, porque ninguna muchacha le hacía
caso?, y me sacó a bailar. Mi venganza fue exquisita: lo llevé a mi cuarto para
escándalo de todos, y pasamos la noche juntos, leyendo poemas, hasta que él
no pudo más y se despatarró vestido, boqueando sobre la cama, hacia las seis
de las mañana. Al día siguiente era yo el centro de atención. Juramos nunca
contar a nadie lo que no había pasado, y nos devolvíamos miradas suspicaces.
Después del viaje me buscó y me persiguió en la escuela, siempre con libros
de poesía bajo el brazo. Pero yo me había vuelto mala, comencé a pintarme la
boca y las uñas, a dar alas y a rechazar, esperando inútilmente amainar mi
furioso amor.
Mi madre me miró mucho cuando llegué. Yo hice el mejor ademán de
femme fatale que me sabía: una larga sobada en los cabellos, y corrí a llorar
por Adrián en mi recámara.

Para agradecerle al Maestro, mi madre preparó una espléndida cena.


Algunas compañeras de la universidad con sus maridos, algunos amigos de
Miguel. Mi padre, a última hora, tuvo una emergencia con un enfermo grave
y no regresó sino hasta la madrugada. Corría el vino. Aunque se suponía que
de alguna manera yo era el motivo de la reunión, pasé inadvertida hasta los
postres, porque en la desdicha en que me hallaba, no hallé sino beber
desaforadamente. No sé qué tanto discutían, pero todos se arrebataban la
palabra con entusiasmo. Me levanté de pronto y entre hipos y azotones de
copas exclamé:
—¡Yo he escrito dos novelas, y voy en la tercera! ¡Hip!
Todos se echaron a reír.
Pero yo apenas comenzaba. Gemí, golpeé la mesa, derramé copas, juré
que yo había escrito ya cinco novelas, no dos ni tres, y quería que todos lo

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supieran, y describí las historias y los personajes, no sé cómo, ni qué tanto
inventé, sólo recuerdo los ojos de los demás, que fueron perdiendo la risa, y la
sonrisa, y se hicieron graves, escandalosos. Mi madre fingía estar
apenadísima, pero se veía henchida de orgullo. El Maestro fumaba y me
sacudía el hombro diciéndome:
—Muy bien, qué bueno.
Entonces grité:
—¡Yo lo amo, lo amo!
—¡A quién! —gritaron.
—¡A Adrián!
—¿Quién es Adrián?
Se armó el caos. Recuerdo que ya estaba yo en la sala, hipando entre
estertores, y un amigo de Miguel que había bebido lo suficiente, me tomaba la
mano, de rodillas frente a mí y balbucía:
—Yo lo mato, dime quién es, dónde, yo lo mato, ¿quieres que lo mate?
Yo negaba con los ojos en blanco:
—No, yo lo voy a matar —gemí.
En el comedor se alzaban las voces. Me levanté tambaleando y El Maestro
corrió a detenerme, y en ese momento me vacié jadeando sobre los zapatos
del Maestro, ¡y él no se movió!, me detenía el mentón con una mano y con la
otra me anudaba los cabellos en la nuca para que no se ensuciaran.
Después supe que entre mi madre y Miguel, acabada la fiesta, me llevaron
cargando a la recámara, que pesaba yo una tonelada y que me tiraron varias
veces en la escalera, que limpiaron mis porquerías, me desvistieron entre
tumbos y jalones, y me metieron bajo la cobija. Estuvieron mirándome,
aterrorizados, temiendo la congestión alcohólica; una hora después,
aterrorizados, apagaron la luz en silencio, corrieron a sus camas: era
inconfundible el motor del coche de mi padre.
Cuando abrí los ojos al día siguiente, vi el infierno. Pero mi madre se
asomó con una charola de jugos y refrescos.
—Le dijimos a tu papá que algo te cayó mal al estómago.
Me arrojé sobre la charola.
—Qué bárbara eres, diste un espectáculo…
Me miró seriamente, fumaba.
—Ya —dijo poniéndome una mano en la frente—, descansa, tranquila.
Miguel llegó sonriendo:
—¡Cómo no tuve una cámara para filmarte!
María llegó con caldito de pollo y salsa picante.

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Mi padre llegó a sobarme la panza y a acariciarme la mejilla.
¿Por qué son así? ¿Cómo pueden quererme? ¿Por qué no me castigan y
me encierran en un sótano?
No pude levantarme en dos días. Pero esa experiencia me transformó. El
mundo sabía ya que yo era escritora. Ya había yo pasado por los peores vicios
de la vida, ya había sufrido un gran amor, y lo más importante, ¡le había
vomitado los zapatos al Maestro, y él no sólo no se movió, sino que me
sostuvo amorosamente para que yo no me cayera de bruces en mi propia
inmundicia! No he encontrado hasta ahora una metáfora mejor para describir
lo que él ha hecho conmigo. Tardé en recuperarme. Recordaba al amigo de
Miguel diciéndome “yo lo mato”, y pensé: “¿para qué?”. No valía la pena.
Pronto apareció Diego.

No es inocua la literatura. No es un pasatiempo o diversión. Transforma


de raíz tu vida porque te afina la sensibilidad y te vuelve exigente y
apasionado. Se habla del poeta como de un trágico ermitaño, o
modernamente, como de un neurótico intratable. No es así. Ésta es una visión
simplista y pobremente popular. Pero demasiado socorrida aún. Muchos
padres alejan a sus hijos de la poesía por temor a convertirlos en seres
inútiles, o locos, o infelices, o cuando menos, en una especie de zombies,
exiliados de este mundo. Muchos padres amenazan con correrlos de la casa o
no volver a dirigirles la palabra si intentan dedicarse a las letras; aparte de
muertos de hambre, les dicen maricones a ellos y prostitutas a ellas. Muchas
vocaciones frustradas se encuentran detrás de “hombres de bien”, pardos
ingenieros o tristes vendedores de seguros, madres de familia que se
convierten en abuelas agrias, que no tuvieron el ímpetu para rebelarse a
tiempo y seguir el auténtico llamado. Los talleres literarios están llenos de
esta gente que después de darle la vuelta a la vida reencuentra su destino
original.
Que no sea inocua no quiere decir que sea dañina, pero así se ha entendido
en muchos casos. Ni mi infancia ni mi adolescencia fueron tranquilas y felices
al modo de la ingenua mitología que se ha bordado en torno a ellas: blancura,
risas, inocencia, virtudes transparentes. No. Hubo llantos, insomnios,
desesperaciones, pero estuvieron pobladas de perplejidades, misterios y
ensoñaciones gracias a los libros que me acompañaron.
“Amigo mío, si te interesa la virtud, olvídate de la literatura”, dice
Mauriac. Y dice Reyes del inoculado por esta pasión: “Bienvenido al mundo
de la perdutta gente” de la gente perdida. Pero no en la ignominia, sino en la
vida creativa. Y Reyes mismo cuenta: un escritor decide pasar sus vacaciones

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en el campo, lo hospeda un rústico labriego. Al despedirse, olvida el ejemplar
de la Ilíada que llevaba consigo. Pasa un año. El escritor regresa y encuentra
su ejemplar muy manoseado; le pregunta al labriego. El labriego responde:
—No sabía qué era. Pero ya que estaba aquí, lo empecé a leer, y seguí
leyendo, y lo leí muchas veces.
—¿Y? ¿Qué le pareció, es decir, qué sacó de esta lectura?
—Pues no sé señor, pero como que los hombres son más grandes.
“Como que los hombres son más grandes”, es la frase perfecta para
describir el ánimo que deja en nosotros la literatura. Como que todo es más
intenso, y más habitado de cosas, de mundo, de seres, de cantos. Yo veo
duendes enredándose en el humo de las chimeneas, y escucho las doradas
canciones de las sirenas, y monto en pegasos hacia cielos plomizos. Y ahora
el aleteo de un papagayo no me deja en paz. Acabo de descubrirlo en “Un
corazón sencillo” de Flaubert[48]. Nunca se me hubiera ocurrido que a las
puertas del paraíso habría de recibirnos un papagayo azul, como le sucedió a
la criada Felicité. Desde ahora, diviso un rumor de alas azuladas cada vez que
me asomo suspirando a las alturas.
Si te nutres con esto serás único, con voz propia y capacidad de juicio y
voluntad. No formarás parte de la masa que simplemente obedece. Porque la
poesía te da individualidad, te dota de ser. Dice Machado: “Por más que hago
no puedo sumar individuos”[49]. Un lector es más que un hombre que no lee,
es más ser humano porque se ha ido poblando de las muchas vidas que
transitan en las páginas y no sólo se ha reducido a su experiencia personal,
fatalmente pobre.
En el reino de la literatura hay llagas y elevación, “literatura: tierra de las
elevaciones”, como dice El Maestro, redención y pecado, cima y sima, todo
entra y todo apasionadamente, sin medianías, sin pudores, sin eufemismos,
sin chaturas. Ésta es su riqueza. El que tenga miedo o resquemor de ser, que
no se acerque, porque no saldrá del pantano con el gris plumaje intacto, sino
desgarrado, colorido, enorme y deslumbrante.

Cuando entré en la preparatoria yo sabía a ciencia cierta que iba a estudiar


la carrera de letras. No existía la escuela para escritores de la SOGEM
(Sociedad General de Escritores de México), ni los muchos talleres que se han
abierto en los últimos años, y que están cerrándose por la imbecilidad de los
funcionarios de la cultura que destinan sus presupuestos a cosas más vistosas
como los inútiles festivales, para salir con foto en los periódicos. Ha habido
una regresión en las políticas culturales del Estado. Más burocracia y menos

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dinero para las cosas que valen la pena. No sólo se cierran fuentes de trabajo
para el escritor, sino lo que es aún más lamentable, se cierran las puertas de la
literatura para mucha gente que apenas comenzaba a asomarse. Hay esfuerzos
aislados y consistentes para que esta morosa y amorosa labor de hormiga de
los talleres literarios siga manteniéndose, pero no es suficiente. El taller
literario debe verse como una necesidad vital, porque es ahí donde se abre el
espíritu, donde se forma cabalmente a un ser humano.
Apenas en los años cuarenta —no hablemos ya del XIX— decirse poeta en
este país era poco menos que llamarse desharrapado, holgazán o loco.
Después de sufrir su viacrucis en esta vida donde no había cabida para él, se
veneraban sus cenizas y se le construía una piedra con su nombre en algún
parque público, y se le enterraba en una breve y pomposa ficha bibliográfica
de los textos escolares. Esto era en el mejor de los casos, porque de modo
natural, vivía y moría ignorado, y sólo salía a relucir su condición cuando
pedía empleo:
—¿Usted a qué se dedica?
—Soy poeta.
—Sí pues, pero qué sabe hacer.
—Versos.
—Claro, pero ¿en qué trabaja?
Los que tenían la vocación entraban derecho en la carrera de derecho, y
salían enteramente torcidos, cuando no destripaban a tiempo. No había otra
opción. La naciente carrera de letras nacía con el pie izquierdo: tan
desacreditada y desconfiable que se le consideraba ideal para señoritas a
punto de casarse, para marihuanos —que los había pocos— y para gente con
desviaciones sexuales. Los destripados deambulaban de chamba en chamba
para sacar la papa, y entretejían sus versos en algún rincón de la madrugada;
se publicaban a sus expensas en cuadernitos casi secretos. Muy pocos, los
más tenaces, lograron sobrevivir.
Hoy nos mueve a compasión la disyuntiva entre el convento y el
matrimonio que se le impuso a Sor Juana dos siglos atrás. Ella supo escoger
entre dos encierros el más propicio para dedicarse a escribir. No le faltó techo
ni comida ni paz ni silencio; cosa que sus colegas del XX no han podido
lograr. Las opciones, hace cincuenta años, desembocaban, sin excepción, en
dos alternativas: dejar la poesía o dejar de comer.
En los treinta años que siguieron el panorama fue abriéndose con la
modernización del país. El poeta se abrió paso, a codazos y empujones, en el
concierto de la sociedad: se le otorgó un lugar, todavía simbólico —¡cuántas

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veces he tenido que sufrir esta palabra: “los honorarios son simbólicos”,
mientras yo contesto a la pared “pero mi conferencia no es simbólica, aquí
estoy, dando lo que he estudiado, éste es mi trabajo”!—, un lugar todavía
provisional, “mientras no haya cosas más urgentes que atender”. En un país
pobre como el nuestro, siempre habrá cosas más urgentes que atender, por
eso se tiene al poeta en la lista de sobrantes del presupuesto, lista meramente
simbólica, porque nunca sobra un centavo.

Comenzaban los setentas. Yo miraba el mar de Acapulco adormecida


sobre la arena. Dos columnas me hicieron sombra de pronto. Alcé la vista, la
barba partida de Diego me dejó sin habla.
Celia me había invitado el fin de semana a un bungalito que tenían sus
padres en Pie de la Cuesta. Nos apretamos dieciséis personas en tres piezas
separadas por cortinas; además de los padres de Celia y sus hermanos, iban
dos primas solteronas, las tías que se reproducían como hongos porque cada
día eran otras, el perro y una especie de nana, criada y comadre de la familia.
Las primas solteronas eran bellísimas, de ojos verdes y largos cabellos negros,
tenían veintiocho y treinta años, y me odiaron cuando supieron de Diego. Mi
madre me hizo pasar el mismo calvario de mi premio a Oaxaca no dejándome
ir. Pero yo ya tenía dieciséis años y la voluntad de hierro. Se alejó meneando
la cabeza y dando breves y sonoras fumadas:
—Haz lo que quieras —me dijo.
Y yo me dije: es exactamente lo que voy a hacer. Corrí a empacar.
—Está heladísima, toma.
—¿Eh? —Me incorporé para verlo enteramente. Su poderoso pecho, sus
hombros desnudos, sus ojos como de niño triste, la sonrisa de sus dientes…
casi me desvanezco.
—Toma, llevas demasiado tiempo al sol —y me ofreció el bote helado de
cerveza—, llevo horas mirándote, ¿cómo te llamas? No, déjame adivinar.
Nunca adivinó. En la noche bailábamos descalzos bajo la luna de La
Roqueta, tocándonos apenas.
Celia prefirió pasear en el coche del amigo de Diego, y quedamos de
encontrarnos en un café del malecón, a medianoche, para regresar juntas al
búngalo. Habíamos inventado que unos parientes míos, a los que casualmente
nos habíamos encontrado en la playa, nos invitaban a cenar en un hotel de
lujo. Después de muchas preguntas y recomendaciones nos dejaron ir. Las
primas solteronas no dijeron una palabra, me rociaron de púas verdes con sus
ojos. Yo las compadecí mucho y me vestí de modo que mi padre se hubiera
infartado al verme.

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Diego era de Morelia, trabajaba con su padre en una tienda de abarrotes,
había estudiado comercio y era la primera vez que estaba en Acapulco. Por
eso tomamos el yate Fiesta que organizaba lunadas en La Roqueta, con
orquesta tropical y cocteles margarita. ¿Qué más podía pedir? Cerré los ojos
rozando su pecho con mi mejilla, y una espina dorada[50] volvió a penetrar mi
corazón.
El famoso yate era de quinta categoría, herrumbroso y atronador, los
músicos desafinados, la turba borracha y salivosa, las bebidas infames, pero
las estrellas danzaban sobre nuestras cabezas, y en una de ellas, en lo alto de
la bahía fantasmal, Diego me besó por primera vez.

¿Por qué estoy contando esto en un libro cuyo objetivo es decir cómo
acercarse a la poesía? Acaso porque primero se da la vida y luego viene la
teoría y la especulación. La poesía se vive, y yo la he vivido en carne y hueso
porque la he amado. Y todo lo que me ha rodeado: gente, cosas, hechos,
gozados y padecidos, se explican por ella, tienen su sello. Por eso, decía unas
páginas atrás, no es inocua. Y me hizo apartarme de Diego a gran velocidad.
Cómo acercarse a la poesía es también cómo alejarse de otras cosas, de
personas, de ideas, de destinos previsibles. Es tan múltiple y vasta la visión
del mundo que da la poesía, que la vida nunca pierde misterio, expectación;
no hay posibilidad de aburrimiento, de indiferencia, de sequedad. Lo
pequeño, lo tibio, lo prudente, lo mediocre, no sacia tu plétora interior. No
quieres pasar del útero al sepulcro[51] sin haber transitado de veras por la
vida. Entre la pena y la nada[52] prefieres la pena. Ves sirenas y demonios en
el mar, y no sólo agua y arenas. Oyes cantar a las estrellas. La noche es un
hechizo y hasta en la sandía adviertes la roja y fría carcajada[53] del verano.
Por eso cuento que cuando Diego me besó yo vi a la amada entregándose
en La piedra de Oreb[54], y fui la Sulamita goteando mirra por los dedos[55],
y entré en las espesuras de Longo para que el canto de los búhos cubriera
nuestro amor. Apenas como imagen borrosa y enrevesada pasó delante de mis
ojos el apogeo de la fiesta tropical: cuchillos y mentadas, vómitos, platillazos,
carcajadas, sudores sebosos y eructos de taco de moronga.
—Ven —susurré tomándole la mano. Él me siguió hacia las olas, tibias y
pequeñitas. Nos sentamos sobre la arena, muy lejos de la turbamulta. Lo miré
a los ojos y fui soltándome el tirante del vestido. Dio un salto hacia atrás,
estupefacto.
—Hazme el amor —le dije.
Se quedó sin habla.

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¿Cómo pude ofrecerme de modo tan natural a Diego? Yo nunca había
hecho el amor, ni siquiera mostrado mi desnudez. Acabo de leer la
explicación en la Yourcenar[56], donde ella dice que a pesar de lo mismo,
pudo describir, siendo muy joven, el amor de Ana y de Miguel, en Ana, Sóror,
que ardía dentro de ella, porque “todo ha sido ya vivido y revivido millares de
veces por los seres desaparecidos que llevamos en nuestras fibras, del mismo
modo que en ellas llevamos también a los millares de seres que un día serán”.
Yo llevaba a muchas amantes en el alma, desde Julieta[57] hasta la monja
portuguesa[58], desde Cloe hasta la india brava, y había sido la Elisa y la
Galatea de Garcilaso, y todas a las que los poetas habían amado entre los
versos. Y no sólo: también era yo las corrientes aguas, puras cristalinas, los
gamos y las ciervas del campo, las gaviotas y los peces de Gorostiza[59], y esa
noche en Acapulco fui el viento sobre la mar y en él quise beber.
Porque la poesía no te funde sólo con los personajes y sus hechos, sino
con todo lo que los rodea, es el reino de la animación porque ahí también eres
árbol y eres hoja, y como si Flaubert lo hubiera escrito para este párrafo, he
encontrado en su correspondencia con Louise Colet, lo que sentía cuando
estaba escribiendo Madame Bovary:

Hoy, por ejemplo, sintiéndome al mismo tiempo hombre y


mujer, amante y amiga a la vez, me he paseado
a caballo por el bosque, en una tarde de otoño,
bajo las amarillentas hojas, y yo era los
caballos, y las hojas, y el viento, y las palabras
que ambos se decían, y el rojo sol que les hacía
cerrar los ojos anegados de amor.

La brisa en los labios agitaba mi pecho. Volví a decirle:


—Hazme el amor.
Extendió una mano, que no llegó a tocar mi hombro, balbuceó algo
ininteligible y la retiró con violencia.
—Diego… por favor —supliqué.
Endureció su seño. Creí entender, le dije:
—Nunca antes, Diego…
Entonces sí se horrorizó. Me cubrió con el vestido suelto, tropezando,
diciendo:
—¡Tápate por Dios! ¿Estás loca?
Volví abruptamente a la tierra, al fritanguerío del yate y su alharaca.
Sentada en una tabla junto a él, apretados en la grasienta muchedumbre,

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miraba con ojos de bruma la minúscula bahía de La Roqueta donde no había
vivido mi primera noche de amor, alejándose, perdida para siempre.

Celia estaba negra de rabia porque eran ya las dos de la mañana cuando
llegamos al malecón, y el escándalo nos esperaría puntual en el búngalo
repleto de dedos acusadores. Diego me besó con mucha ternura en la frente,
me dijo que tenía mucho en qué pensar, y que nos veríamos en la playa por la
mañana, porque él saldría en la tarde de regreso a Morelia.
Yo juraba que no volvería. Y no paré de llorar desde que arrancó el motor
de su coche. En el búngalo todo el mundo estaba durmiendo, Celia me
pellizcó y me dio de cachetadas para que me callara. Pero las primas tenían
los ojos muy abiertos y me miraban desde la negrura apretando los labios.
Traía una nueva sonrisa, como dorada, como inquieta. Me hizo una seña y
yo me alejé disimuladamente de mi grupo y lo alcancé. Volvió. Había vuelto.
El más hermoso. Nos sentamos bajo una palapa. Me tomó ambos brazos con
fuerza y dijo mirándome de frente, a toda velocidad:
—Lo pensé mucho, ¿te acuerdas que te dije que tenía mucho en qué
pensar? Por lo de anoche… yo te quiero, sí te quiero. Nunca había conocido a
nadie como tú. Vuelvo a Morelia, porque tengo que volver, te escribo, voy
por ti pronto, le dices a tus papás, yo le digo a los míos para que vayan a
pedirte, y nos casamos, tengo un buen trabajo en la tienda, ahorramos un
tiempo y podríamos comprar un terrenito en las afueras y vamos
construyendo, con patio para los niños…
Ahora yo me quedé sin habla. Me pareció estar viviendo dentro de una
telenovela, y de las más lacrimosas. Nunca había imaginado que iría a parar a
las afueras de Morelia, ahorrando para construir una casa con patio para los
niños. Pero los ojos de Diego me envolvían y su pecho agitándose me
provocaba vértigos. Asentí. Me besó fugazmente, yo lo retuve unos segundos
con mis brazos en su cuello. Oí que en su carrera me gritaba: “¡te escribo!”,
cuando desperté. Las solteronas se enfermaron por la tarde, y no salieron a
comer helados en el malecón.
Regresé flotando a la casa, y flotando me mantuve hasta que llegó la
primera carta: ¡estaba plagada de faltas de ortografía! No podía creerlo, fue
como si una espada envenenada me atravesara de tajo el cuerpo. Llegó otra, y
luego otra, y más, cada vez más desesperadas, porque nunca contesté. Me
parecía un insulto.
Nadie ha querido creerme cuando digo que la mala ortografía dio al traste
con mi amor. Claro que no es el hecho mero, sino lo que hay detrás: cero
lecturas, y sin ellas, chatura y pobreza de espíritu. Y cierto, su mundo se

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reducía a un terrenito, una esposa virgen y un empleo seguro para la vejez. A
los dieciséis años yo había viajado al Polo Norte y visto auroras boreales,
como dice Chéjov[60], y cazado leones en la Patagonia, aunque no hubiera
salido de mi casa.
Vino a México a buscarme. Me habló por teléfono de la esquina. Salí a
encontrarlo, a escondidas. Lloró, suplicó. Ya no me pareció tan hermoso.
Regresé a escribir. Y sólo en los renglones lloré por este amor que se me
había ido entre las manos. Creí que no tendría yo remedio. Nunca más.

Pero lo tuve. Y siempre. Nunca he dejado de estar enamorada. La poesía


me ha impedido pactar con otra cosa que no sea el amor. Ni trueques, ni
comodidades, ni conveniencias, ni seguridades. Me mantiene en el riesgo, al
filo vivo de la navaja, latiendo a toda hora, para pena y para gozo, pero
latiendo. Y ahí está la fuente de mi trabajo. Cuando entré a trabajar en el
departamento de escritores, en Canal 11, a los dieciocho años, me pidieron
que llevara un cuento para conocer “mi estilo”. Yo nunca había escrito un
cuento e ignoraba que tuviera “estilo”. Era el primer trabajo de mi vida, y
entraba por la puerta grande, como escritora. Me encerré dos días. Salió un
híbrido que no me atreví a entregar sin la aprobación del Maestro. Llegué
media hora tarde a la cita que le supliqué, porque seguía corrigiéndolo. Luego
de regañarme a muerte por la tardanza, lo leyó a toda velocidad, rompió en
dos las hojas muy despacio, y las tiró al cesto de basura, como en cámara
lenta.
—Indecencias no —dijo y siguió tranquilamente en lo suyo, ignorándome.
Como no me movía ni me salía palabra de la boca. Luego de un rato dijo:
—Váyase a trabajar de veras. Escribe lo que traes adentro, lo que te
conmueve, no imagines burradas que te sacas de la manga. Jódete. Quiero ver
tus entrañas en cada renglón.
Volví a encerrarme, varios días más. Conté mi historia con Diego, porque
me salió sobre las páginas. Pero al leerla advertí que había transformado
muchas cosas, le había quitado unas y añadido otras a la realidad vivida.
Descubrí la profunda herida que me había provocado su rechazo aquella
noche en Acapulco, y alrededor de esto tejí un cuento diferente. El Maestro
me elogió mucho y yo inicié mi carrera profesional en la literatura. A fin de
mes, recibí mi primera paga por escribir —un guión sobre la moda en el
siglo XX—, dos mil maravillosos pesos, que corrí a gastar en dos trajes, un
vestido, y tres pares de zapatos. Un poco más tarde, apenas me alcanzarían
para pagar la renta, la gasolina y mis cigarros, cuando me hice independiente.

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Lo importante de esta aventura fue que entendí el crisol donde se forma la
obra literaria. Otra vez la Yourcenar:

… toda obra literaria se compone así de una parte de


imaginación, de recuerdos y de hechos, de
nociones e informaciones recibidas durante la
vida mediante la palabra y los libros, y de las
raspaduras de nuestra propia existencia.

Y yo agregaría: la imaginación no es sino ese cúmulo de recuerdos vividos,


leídos o vistos en los demás. No viene de la nada, de la inspiración per se, de
un rapto mágico; es el destilado de la propia experiencia, de la capacidad de
contemplación que se tiene de esa experiencia, para extraerle todo su jugo. No
que el escritor esté ceñido a su personalísima biografía. Esto es necio y
vulgar. Me erizo cuando algunas gentes me miran con suspicacia porque me
identifican como copia al carbón con mis personajes. Y sí, trato de explicar,
cuando otras me preguntan con buena fe qué tanto de mi vida está en mi obra:
todo y nada. Todo porque mi obra sale de mí, de mi visión del mundo, que se
compone tanto de mi biografía como de mis lecturas y de los seres que me
han rodeado y de mis sueños y mis frustraciones y mis anhelos. Y nada,
porque ni una sola línea de lo que he escrito ha sido fiel a ninguna realidad de
este mundo, yo la he transformado en el crisol de la obra literaria.
Dice Hegel[61] que si los hechos no se acoplan a las ideas, peor para los
hechos. En literatura podríamos decir que si los hechos no se acoplan a la
imaginación, peor para ellos. La realidad literaria, ya lo dije pero vale
repetirlo, es más honda y más vasta que la realidad personal de cada
individuo, porque un individuo sólo se tiene a sí mismo, y un personaje
literario está compuesto de miles de personas, con sus miles de sueños y
gozos y agonías.
Hay un cuento que se llama En el tranvía, de Gutiérrez Nájera[62]. El
narrador va en un tranvía observando a la gente. Se detiene en un tipo, de saco
remendado y zapatos sucios, lo ve con detalle, ademanes, gestos. Y teje una
historia alrededor de él. Dónde vive, cómo, quién es su mujer, cuántos hijos
tiene, en qué trabaja, hasta el decorado de la casa deduce sólo de mirarlo.
Luego lo mismo con una mujer, y trenza las historias. El cuento fascina y
revela que la imaginación no es más que la observación, los sentidos alerta
para captar en cada giro sus antecedentes, y aun su destino. Cuando mis
alumnos dicen que no se les ocurre nada para escribir, les digo: súbanse al

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metro, observen, deduzcan, he ahí la imaginación, estarán robusteciendo su
propia experiencia.
Mi problema era saber si entraría a letras hispánicas o a letras clásicas. Mi
madre averiguó y puso las cartas sobre la mesa para que yo eligiera: la
primera me daría un panorama de la historia de la literatura en lengua
española, la segunda, el conocimiento de los orígenes de mi idioma, la
pulcritud de su uso, pero tendría que estudiar latín y griego y hasta historia y
geografía de esas culturas. No me decidía, y ése era mi conflicto.
Pero el de Guite, que quería seguir la misma carrera que yo, era estudiar
arquitectura, que le imponían los padres, o abandonar la casa, entre oprobios y
maldiciones. Con lágrimas atroces, no tuvo más remedio que la arquitectura,
una carrera decente, con prestigio, y con futuro. En los últimos semestres dejó
la carrera para casarse, como era necesario. Y como era necesario pronto se
divorció. Ahora deambula en los talleres literarios. Se ve feliz, despierta. Pero
la familia no le habla, y a mí no me perdonan la mala influencia que yo he
sido para ella.
Hace poco inauguré un taller literario que conduciría uno de mis alumnos,
egresados del curso “Formación para coordinadores de talleres literarios” que
doy en la Dirección de Promoción Cultural del Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes. Pedimos a los participantes que contaran un poco de sus
vidas y dijeran qué esperaban del taller. Uno de ellos comenzó y no paró:
había sido casado, con dos hijos, tenía un puesto importante en algo de
computadoras, era trabajador y respetado, cincuenta años, dinero seguro. En
su adolescencia se apasionó por el teatro, pero imposible, sueño guajiro con
bofetada del padre. Pasaron los años. Un día llegó a la oficina, vio a todo
mundo sobre las computadoras, se dijo, ¿qué hago aquí? Renunció. Le dijo a
la esposa. Ella lloró, lo corrió, se quedó con la casa y los hijos. Él entró a un
grupito de teatro callejero y encontró la felicidad. Del taller esperaba cierta
formación para escribir sus libretos. Su gabardina era vieja y sus zapatos muy
gastados. Pero sus ojos brillaban en el raído local de la Pencil. Nada lo
alejaría de lo que por fin había encontrado.
¿Qué sentido tiene aplastar una vocación? Siempre renacerá, como
frustráneo sufrimiento, o como giro de ciento ochenta grados en el proyecto
fundamental de la vida.

Me decidí por las letras hispánicas. Entré entusiasmada y pronto me


decepcioné. En gran medida la carrera era una prolongación de las
nauseabundas clases de literatura de la secundaria y la preparatoria.
Corrientes, datos, fechas, métodos.

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—Ponte a leer y deja esas tonterías —me decía El Maestro.
—Termina lo que empezaste, ten disciplina, si no, siempre traerás
arrastrando una cola apestosa —decía mi madre.
Los dos tuvieron razón. Leí y escribí por mi cuenta, y saqué al mismo
tiempo mi título. El presidente de los sinodales, en el examen profesional, dijo
que yo no tenía la culpa de no saber casi nada de metodología, porque el
problema venía del pésimo nivel académico de la universidad, que casi nada
me había enseñado, pero después de una felpa feroz me dio la mención
honorífica porque ya había yo publicado Intermedio para mujeres, mi primer
libro de cuentos. Ese día me reconcilié con el espíritu universitario.
No me arrepiento de haber estudiado formalmente la literatura. Me dio
algún contexto y sobre todo me hizo conocer a algunas gentes principales,
algunos maestros que también se asqueaban de los programas escolares y me
hicieron vivir la poesía libremente, con lucidez. Pero no perdono no haber
conocido en la pomposa carrera de letras nada menos que a Alfonso Reyes, a
Vasconcelos[63], a Concha Urquiza. Años después se me revelaron y por otras
vías.
Muchos jóvenes me preguntan si es necesario estudiar en una escuela, yo
digo que no, daño no hace pero no es indispensable para acercarse a la poesía.
Sólo necesitan ojos para ver, orejas para oír. Animo para abrir un libro y
sumergirse en el mar de sus páginas.
Lo que sí ayuda mucho es el taller literario, que no es informativo sino
formativo. Ahí se lee y se escribe, se habla, se vive. Entre los alumnos de mis
cursos me han llegado doctoras en letras que lloran como niñas delante del
papel porque les he dejado un brevísimo ejercicio sobre lo que sienten frente
al mar. No pueden hilar tres palabras. Suponen que sólo las Vacas Sagradas,
los Enormes Poetas, tienen derecho a escribir. Las obligo a pellos, “usted
siente algo frente al mar y a fuerza puede ponerlo en palabras, porque sabe
hablar, aprenda a expresarse, es el mayor derecho de toda persona”. Lo hacen.
Lo leen delante del grupo. Lloran de felicidad. “¿Han vivido entre libros y se
sienten ajenas a la palabra?”. “¡Sí!”, gritan. Pues qué cruel deformación. En
cambio, los niños de kinder con los que he trabajado, logran haikús dignos de
plagio.
A los dieciocho años me publicaron mi primer poema en la revista
Diálogos de El Colegio de México. Compré parte de la edición y me dediqué
a regalar los ejemplares autografiados a diestra y siniestra. Desde entonces he
publicado doce libros y no sé cuántos artículos para revistas y periódicos. Y
he leído sin tregua, sin programa, sin concierto. Lo que cae en mis manos, lo

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que despierta mi interés. Si a las primeras páginas un libro no me atrapa, lo
dejo. Salto del clásico al moderno, de un país a otro, del cuento al ensayo, a la
poesía, como me va dando la gana. Y no hay mejor forma de leer. Muchos
jóvenes me piden bibliografías para armarse de un método de lectura. Les
digo:
—Tu método será lo que te guste.
—Pero no sé qué me gusta.
—Averígualo.
—¿Cómo?
—Poniéndote a leer.
—Pero es que… no sé analizar lo que leo.
—¡Magnífico! ¿Qué pensarías de un invitado que comiendo un melocotón
maduro se sacara los trozos de la boca para mirarlos? Lo mismo piensa Jules
Renard de los analistas de libros. Y dice que el crítico es un botánico, el
escritor sólo un jardinero. Qué prefieres, ¿oler el perfume de las rosas, o
disecarlas en el laboratorio para ponerles nombres en latín?

¿Qué se hace en un taller literario? Diré qué hago en el mío, una sesión
cualquiera, de dos horas a la semana. Los primeros quince o veinte minutos,
lectura en voz alta, preferentemente poesía, de preferencia escrita
originalmente en español. Que lea éste, aquél, aquélla. Que se oiga a sí
mismo, en diferentes tonos y modulaciones hasta que encuentre el amor a su
propia voz. Comentar acá y allá algún verso, una imagen, una metáfora.
Asociar lo leído con otras experiencias, otras lecturas. Beberse el poema.
Después un ejercicio: hacer la crónica del día, contar un pleito, describir las
nubes que se ven por la ventana, hacer el autorretrato, o un haikú sobre la taza
de café, el semáforo o la manzana. Cualquier cosa que avive nuestros
sentidos. Cuenta Azorín[64] que el discípulo devoto devoraba sus palabras con
fruición. Un día le pidió que fuera a la esquina a comprarle cigarros. El
alumno corrió como exhalación y volvió con el encargo. Azorín le dijo,
“ahora describa lo que vio, todo, desde que salió hasta que regresó”. El
muchacho enmudeció: no había visto nada, en pos del cumplimiento pueril.
“Salga y vea, y hasta que no tenga qué decir, no vuelva”, dijo el maestro. Ahí
el joven se convirtió en escritor. El ejercicio busca este despertar en el taller.
Después se habla de algún tema literario, de algún autor, siempre sin
receta, buscando que la teoría se convierta no en sucedáneo sino en
complemento de la intelección original. Y al final se leen y se comentan los
textos libres de los participantes. Se busca, como partera, que el autor dé a luz
un texto sano, es decir, completo, redondo, donde haya expresado

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exactamente lo que quería decir. Y se trabaja como en los talleres de
carpintería, de donde le viene el nombre. Recortar acá, agregar allí, pulir,
resanar, para que la silla quede bien construida y uno pueda sentarse sin temor
a darse un zapotazo.
La primera vez que di un taller fue en el CCH Sur de la UNAM. Me
dijeron que sería de poesía. Y me pagarían cinco mil pesos al mes. Los
muchachos, apenas menores que yo, llevaban sus textos. Yo les preguntaba:
—¿Es un poema? Porque se supone que aquí vemos poesía —quería
verme muy formal y cumplida, por miedo y servilismo.
—Pues… no sé ni lo que es. Así me salió, quiero que tú me digas.
Fue entonces cuando descubrí cierta mi primera intuición. En la creación
no había reglas ni géneros. Lo que valía era el impulso de las palabras por
salir a luz, y en un taller no podía separarse en cajones independientes a los
géneros, como si no tuvieran nada que ver entre sí. Yo soy poeta (la palabra
poetisa, que sería la indicada, es tan repugnante a las orejas, porque se ha
ceñido a las damas decimonónicas revestidas de sacristía y de almidonados
encajes) aunque escriba novelas, cuentos, crónicas o ensayos, además de los
versos. Cada texto nace por un ímpetu poético, como los niños, se supone,
deben nacer por amor. Desde el momento de la concepción, el niño ya tiene
sexo, que es su género. Igual el texto, sólo que a veces no es tan visible, tan
fácilmente identificable como en los humanos. A veces, el trabajo del taller es
descubrirlo, y orientar por ahí el rumbo de las correcciones. Un mismo autor
quiere cantar una emoción en versos, y sale un poema, y al día siguiente
plasmar una situación y sale un cuento, y luego lo fascina un personaje y hace
una novela. Los géneros sólo se diferencian en el énfasis que se pone en
determinada modulación del quehacer literario. Y la mayoría de las veces no
se eligen por voluntad consciente, no se da a priori la decisión; aquello que se
trae dentro y que exige salir en palabras es lo que marca el camino al autor.
Hoy día podemos hablar de tres variedades: la narrativa, la poesía y el
ensayo. El teatro, hijo de la poesía dramática, como ya dijimos, pasa a ser un
arte independiente, cuyo fin es la representación. La narrativa, hija de la
épica, se divide en cuento, crónica y novela. El cuento no es obligadamente
un texto breve, se distingue porque plantea una situación, es decir, la
confrontación de dos fuerzas contrarias. Dice Chéjov que el cuento clásico es
aquel que contiene los siguientes puntos:

a) introducción
b) presentación de 1
c) presentación de 2

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d) qué le hace 1 a 2 y viceversa
e) desenlace

El punto d es el clave, sin él no hay cuento, y en la modernidad basta para


lograrlo. 1 y 2 no son obligadamente personajes, sino fuerzas que luchan:
amor y odio, prisión y libertad, vida o muerte, etcétera.
La crónica es la descripción de un suceso, como dice su nombre que viene
de cronos, tiempo, narra algo que ha ocurrido en el tiempo; la crónica le ha
sido prestada al periodismo. La diferencia entre una periodística y una
literaria está en que la primera sólo anota lo exterior, da la noticia de un
incendio, por ejemplo, mientras que la segunda revela la interioridad, hace
que el lector no sólo sepa del fuego y de los quemados, sino que se sienta uno
de ellos, agonizante, en el ardor de las llamas. (Prefiero usar los términos
exterioridad-interioridad, frente a los ambiguos objetividad-subjetividad, ya
que no hay nada enteramente objetivo en este mundo).
Un sartal de situaciones donde los personajes tienen que decidir
constantemente, actuar, reconocerse, evolucionar, dibujar con lucidez para el
lector el trazo laberíntico de sus pasos, es la novela. El personaje es, pues, la
clave de este género.
La poesía, hija intacta de la lírica, quiere cantar, abrir una herida en el
sonido de las palabras para descubrirle sus múltiples significados. Sus
materiales son los versos. Cada renglón es uno. Cada conjunto de versos es
una estrofa. El texto se llama poema; y sólo el género todo, poesía. La hay
con rima o sin ella, con métricas precisas, observables, o con las que cada
autor quiera inventar. Una de las formas clásicas más hermosas y probadas es
el soneto: catorce versos endecasílabos (11 sílabas cada uno) agrupados en
cuatro estrofas: dos cuartetos y dos tercetos. En los cuartetos el primero y el
último versos deben rimar, y el segundo con el tercero. Los tercetos deben
usar otras dos rimas, y su colocación es libre. Sor Juana es maestra en esto.
Pero no hay autor vivo hoy día, por más joven que sea, que no haya entrado
alguna vez en los rigores del soneto, no hay quien no le haya buscado
variantes rompiendo unas reglas para crear otras. No voy a repetir aquí lo que
ya bien explica Tomás Navarro Tomás, en su excelente Arte del verso[65].
Sólo me importa que quede claro para acercarse a ella, que la poesía es canto
y libertad.
El ensayo es hijo de la filosofía, su medio de expresión por excelencia. Su
función es proponer una idea, una tesis, argumentarla y demostrarla. La
literatura, como las demás disciplinas científicas y sociales, lo ha tomado
prestado para hacerlo género suyo. Y es literario cuando retoma temas de

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literatura, tan simple como eso. Pocos se acercan a él, porque su clave es la
idea, y las ideas muy poco tienen que ver con la literatura. Un día Degas, el
pintor, quiso ponerse a hacer versos en sus ratos de ocio, porque ideas no le
faltaban, según él. Mallarmé, poeta, respondió: “Pero los versos, oh Degas, no
se hacen con ideas, sino con palabras”. No que el escritor deba ser un
descerebrado, pero la inteligencia especulativa no es fuerte, no la necesita, su
poder es otro: ver a profundidad, anchamente, y expresar su visión con
palabras.
Decía El Maestro:
—Yo no puedo equivocarme, porque no pienso, veo.
Yo sonreía delante de esta escandalosa “locura de genio”. Él también
sonreía, pero desdeñosamente:
—Hasta que no se burlen de ti, por lo mismo, no valdrás enteramente la
pena.
Creo que ya valgo un poco la pena.

Pocas veces un género se da en pureza. Todos se entreveran. Toda obra


tiene canto y situaciones, y personajes y descripciones e ideas. Pertenece a
determinado género porque las tintas se cargan en uno de aquellos elementos.
Nadie duda que Muerte sin fin[66] es un poema, pero tampoco nadie duda que
borda con maestría la idea de la muerte. El Concierto barroco[67] es una
novela sobre un dictador latinoamericano, pero su piel es un poema que
quiere copiar un concierto musical. Los Diálogos de Platón tienen forma de
representación teatral, pero su esencia es el ensayo. Los cuentos de Chéjov
son ejemplos supremos de este género, pero el trabajo de sus personajes tiene
ya la semilla novelística. Beber un cáliz, de Ricardo Garibay[68] es una novela
en forma de diario, pero podemos leerla como una intensa elegía; su Par de
Reyes, también novela, es un poema épico, capaz de crear como La Riada,
una mitología en las tierras del norte mexicano para nuestra literatura.
Este entreveramiento que es la creación literaria hizo que, cuando en el
ISSSTE me ofrecieran un taller, yo dijera: sí, pero vamos a llamarle
simplemente taller literario, sin otras etiquetas. Después de algunas
discusiones, aceptaron. Resultaba que Fulano iba a dar taller de cuento,
Zutano de poesía, Perengano de ensayo; al conjunto, se le llamaría talleres
literarios. El mío quedaba abierto, como sin límites definidos, dijeron. Pero si
yo insistía…
—Ya sé, vamos a llamarle taller abierto, me encanta la idea, es
exactamente lo que yo quiero: abrir, no cerrar.

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Así se hizo. Poco después, hubo un encuentro entre los coordinadores de
los talleres, frente al público. A Fulano lo presentaron como coordinador del
taller de cuento, a Zutano como correspondía y etcétera. Como al presentador
se le había dicho que mi taller era abierto a cualquier género, dijo ante el
micrófono: “y Ethel Krauze, que coordina cuento, poesía, crónica, ensayo
y…”. La gente se echó a reír, yo era la más joven y me ostentaba como
todóloga. Yo me reí también, expliqué: cuando alguien comienza a acercarse
al arte de la palabra, hay que abrirle todas las ventanas, no ponerle anteojeras.
Yo no soy experta en nada, solamente amo la literatura.
Pero la necedad, ¿de los demás?, ¿mía?, sigue su curso. Cuando me
entrevistan quieren que me defina a fuerzas en alguno de los géneros. Muchos
creen que es imposible entrar en varios, sin ser arrogante o artificioso. Y yo
vuelvo siempre en pos del origen: en el principio todo era poesía, la fuente, la
madre, la savia, la raíz. Y el fin sigue siendo el mismo: que suenen las
palabras alma adentro.

Lo primero que hago en mi curso para formar coordinadores de talleres


literarios es lo siguiente: escribo en el pizarrón dos palabras, separadas por
una línea vertical: piano y mar. Y pregunto a uno:
—¿Cuántas palabras conoces relacionadas con la palabra piano?
—¡Muchas!
—Ve diciendo, y no le ayuden.
Luego de tres o cuatro, las más evidentes, se queda callado, pensando.
—¿No que conocías tantas? Entre todos, vamos sacándole palabras al
costal del piano.
No sin esfuerzo, e induciéndolos, vamos anotando: armonía, melodía,
partitura, canto, ritmo, notas, hasta llenar la columna del pizarrón. Luego
hacemos lo mismo con la palabra mar. Y sucede lo mismo: luego de agua,
arena y playa, no se les ocurre gran cosa. Forzamos la cosa y van saliendo
burbujas, peces, sirenas, melodías, nostalgias y hasta dragones. Ya nadie los
para, pero el pizarrón es breve y el ejercicio debe seguir.
—Ahora encierren en un círculo las palabras correspondientes a piano que
también pueden referirse al mar. Y viceversa.
Hay unas muy evidentes, perfectamente compartibles: ritmo, armonía,
nostalgia… Pero si queremos, todas pueden referirse indistintamente a ambos
conceptos. ¡Por qué, qué pasa!, exclaman. Es el secreto de la poesía, mientras
más palabras, que son asociaciones, podamos extraer de una sola, más
significados encierra, más riqueza conceptual, más mundo a nuestro alcance.
Éste es el poder del significado en la poesía. Las notas de un piano son como

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las burbujas en las olas, el mar canta también su partitura y tiene ritmo y
melodía, la sirena y el dragón son temas de piezas musicales… Una palabra
es todas las palabras.
—Ahora, con esas palabras, van a escribir un poema donde unan los dos
conceptos: piano y mar, en uno solo.
Normalmente hay algún desmayado que nunca había osado escribir un
solo verso. Pero el entusiasmo por el juego —así lo viven, y así quiero que lo
vivan— los repone y se lanzan. Logran cosas notables.
—¿Ven cómo no se necesita la inspiración de las nocturnidades? Son las
once de la mañana, y entre claxonazos en un inhóspito pupitre acaban de
escribir un poema.
Apenas pueden creerlo. Les digo:
—Ahora vamos a buscar el sonido de las palabras, que es donde está el
peso de la poesía. ¿No sienten que la palabra burbuja, por su sonido mismo,
está haciendo burbujas? Bur bur burj… Hay palabras cuyo sonido reproduce
el fenómeno del que habla, y eso es precisamente lo que busca la poesía.
Vamos a los niveles de la lengua: la onomatopeya, el simbolismo de los
sonidos y el signo. Toda lengua tiene un origen onomatopéyico, es decir,
reproduce el sonido de la acción. Ki ki ri kí, es la onomatopeya del canto del
gallo, según lo oímos los hispanohablantes. Porque los anglos
demencialmente oyen al gallo así: koka woudl du, y los gallos franceses
dicen: co co ri có. En fin. Las palabras primeras surgen de la onomatopeya y
así comenzaron los hombres a comunicarse.
Luego viene el segundo nivel de la lengua, cuyas palabras ya no son copia
exacta del fenómeno, sino que simbolizan su sonido, y además, asumen las
características gramaticales de cada idioma. La palabra tronar, es un verbo en
infinitivo, su origen es onomatopéyico: tron, y reproduce al trueno, pero ha
pasado ya por la gramática española y sólo simboliza, como si fuera una
metáfora del sonido, su significado. Tiritar, burbuja, tarascada, grito, gárgara,
ronronear, son ejemplos claros.
Pero hay otras palabras no tan cercanas al sonido del fenómeno, que
también pertenecen a este segundo nivel, porque su ritmo, su cadencia y
algunos de sus sonidos semejan la sensación que se quiere provocar: suavidad
es una palabra suave, lánguido es una palabra lánguida, río es una palabra que
fluye y se ensancha porque la i acentuada va abriéndose hacia la o final.
Todas estas palabras del segundo nivel son las que prefiere la poesía,
porque su afán no sólo es decir, sino crear la emoción con el decir, lo que
importa es, pues, el cómo, por encima del qué. Aquí es donde vuelvo a insistir

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que la poesía no son palabras bonitas, elegantes, rebuscadas o inextricables.
Dice Juan de Mairena[69] al alumno Pérez:
—Escriba en el pizarrón: “los acontecimientos consuetudinarios que
acontecen en la rúa”.
El alumno Pérez escribe.
—Bien, ahora ponga eso en lenguaje poético.
El alumno Pérez piensa un poco, luego anota:
—“Lo que pasa en la calle”.
El maestro sonríe:
—No está mal, no está nada mal…
Toda palabra —hasta la palabrota— cabe en la poesía sabiéndola
acomodar. Hay que leer las hermosas mentadas de Sabines[70]. Pero hay que
cuidarse del burocratismo rimbombante como en el ejemplo anterior, y de lo
que yo llamo la verdadera palabrota: las abstracciones, las vaguedades que
pretenden abarcar tanto que ya nada aprietan. La poesía es concreción, matiz,
nitidez. ¿Quieres un estilo claro?, dice Azorín, pon una cosa después de la
otra. Tan simple como eso. Tan “lo que pasa en la calle”. Mueve a risa la
grandilocuencia y el eufemismo de los discursos burocráticos de cualquier
orden, desde los periodísticos hasta los políticos, pasando por los
universitarios. Dicen “invidente” en vez de “ciego”, usan “pauperización” en
vez de “pobreza”, hablan de “punición” en lugar de “castigo”, dicen “líquido
vital” en vez de “agua”, “precipitación” en vez de “lluvia”, “contingencia” en
lugar de “problema”, o inventan palabras ultra-compuestas como
“coyunturalización”, “descontextualización”, “parametralizar”, y otros
aberrantes etcéteras. Como si el idioma natural no les alcanzara para
expresarse. Lo que ocurre es que no quieren expresarse. Ocultan sus
verdaderas intenciones detrás de aquellas palabrejas incoloras que no logran
conmover a nadie, sino tapiar de sebo las orejas.
No decirle a las cosas por su nombre, pan al pan, es un mal nacional.
Sociológicamente nos viene de la corrupción que hemos padecido en el
último siglo: entera, eficaz, sólida, imperturbable. Y lingüísticamente
encuentra su cauce en el uso de palabras que vienen del latín culto, y no del
vulgar, que es el inherente al castellano, el más evolucionado, el que más
tiempo ha pasado macerándose, añejándose en nuestras orejas, en nuestro
ánimo, y el más castizo. Ésta es una forma de corrupción idiomática: usar
sinónimos como eufemismos de las palabras que ya pertenecen al corazón de
la lengua, para vaciarlas de contenido emocional, para que sólo pasen,
asépticamente, por la superficie del intelecto. Si decimos “líquido fluvial”

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tenemos que hacer un esfuerzo racional para entender qué es eso, y luego de
entenderlo, no nos deja nada en el alma. Pero si decimos “lluvia” que es su
traducción etimológica al latín vulgar, el castellano, todas las lluvias que
hemos visto, sentido y soñado, vienen a nosotros, porque están en la memoria
de nuestra lengua; esa palabra no sólo nos dice, sino que nos toca. Al político
no le conviene tocar, es peligroso mover las fibras de la gente, podría crear
cambios impredecibles en la sociedad, por eso prefiere cubrir su discurso con
murallas lingüísticas que lo protejan, que mantengan las cosas como siempre
han estado, como charola de plata para su trono. Por eso el poeta y el político
son como el agua y el aceite. Sólo el verdadero líder se parece al poeta,
porque llama a las cosas por su nombre, y claro, provoca las revoluciones.
Pero el poeta no arenga ante el público desde un estrado. Habla
personalmente contigo desde las páginas de su libro. Y provoca revoluciones
interiores siempre ganadas, siempre en libertad, jamás torcidas hacia ninguna
dictadura. Para eso lo que el poeta necesita es hacer sentir, mover las
emociones, turbar la paz de la indiferencia y la apatía, extraer del corazón de
la lengua, porque ésta es su única herramienta, las palabras más castizas, las
más naturales, aquéllas cuyo solo sonido hiende nuestra piel.
En el segundo nivel de la lengua está este precioso material. Y si no basta
la palabra sola, vengan sus combinaciones, los acentos, la métrica, la rima, el
ritmo, toda sonoridad que conmueva es recurso legítimo de la poesía.
El tercer nivel está formado por las palabras signo y por las nuevas
palabras que fueron entrando para cubrir las necesidades de la evolución
humana. Primero nacieron los verbos y los sustantivos concretos. Las
acciones y las cosas que podían verse y tocarse y olerse y oírse, las que se
tenían delante. Eso bastaba para comunicarse. Pero onomatopeya y
simbolismo comenzaron a ser insuficientes ante las necesidades de sociedades
más avanzadas. Nacen entonces las palabras signo, que son convenciones de
cada idioma para acuñar palabras de relación, como los pronombres, las
conjunciones, las preposiciones, los artículos, es decir, palabras que sirven
para relacionar unas con otras, pero que no tienen significado concreto,
porque no hay un objeto al que estén nombrando. No hay ninguna cosa en el
mundo que se llame con o pero, sin embargo estas palabras sirven para hacer
operaciones intelectuales sobre el tiempo, el espacio o la cantidad de las cosas
visibles, y permiten así mayores matices en la comunicación.
Las nuevas palabras surgen por necesidad. Cuando el hombre fue
inventando nuevos objetos, desde sillas y pizarrones, hasta trenes, aviones y
computadoras, tuvo que bautizarlos, como Adán en el paraíso. Y como Adán,

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buscó el origen, y el origen de nuestra lengua está en el latín y en el griego. Y
como entonces los hombres y las cosas eran nombrados por su personalidad y
su función, por sus hazañas y por su utilidad —no sólo en la Biblia, sino en
toda civilización, desde la japonesa hasta la piel roja ha sucedido lo mismo—,
así nosotros le llamamos visión de lejos a un aparato, y para acuñar el término
televisión buscamos en nuestros ancestros lingüísticos tele, que en griego
quiere decir lejos. Para decidir que una mesa debería ser llamada tal, fuimos a
mensa, que en latín significa algo que es medible, que tiene límites, y que
llegó al español ya sin la n, como dictan las leyes de la evolución de la
lengua. Pero después tuvimos que encontrar una palabra abstracta, que
nombrara no ya un objeto sino una característica o una situación humana, la
de una persona que no entiende cabalmente, que es poco inteligente, entonces
fuimos de nueva cuenta al origen, y trajimos el mismo concepto, pero la n se
quedó, para diferenciar una mesa, una superficie medida, de una gente mensa,
cuyas capacidades son medibles porque son pocas. Los sustantivos concretos
corresponden al latín vulgar, que no tienen la sombra peyorativa que hoy le
endilgamos al adjetivo, sino que significa en lingüística el más evolucionado,
el más añejado. Y los sustantivos abstractos, que obviamente nacieron
después, cuando el hombre comenzó no sólo a describir cosas, sino a producir
ideas, vienen del latín culto, es decir, del latín original, con muy poca
evolución hacia el castellano. Calidum-cálido-caldo, es un ejemplo de
evolución del latín al castellano. A una sopa caliente le decimos caldo, a un
ambiente agradable le llamamos cálido. El origen de la palabra es el mismo,
pero en nuestro idioma usamos tanto la más evolucionada como la menos, y
nos referimos a dos cosas, que aunque parecidas, una es concreta y la otra
abstracta.
Este tercer nivel de la lengua está en constante cambio, tal como cambian
las sociedades de sus hablantes. La poesía sólo lo usa en la proporción
necesaria, prefiere siempre la palabra concreta, el latín vulgar, lo castizo, el
verbo, el sustantivo. Evita lo más posible el exceso de artículos,
preposiciones, y sobre todo, aunque parezca mentira, de adjetivos. Los muy
jóvenes creen que llenar de adjetivos un escrito es hacer un gran poema. Pero
los adjetivos se anulan entre sí. No agregan, pervierten el significado, porque
lo vacían. En poesía no es mejor que sobre y no que falte, la sobra daña, como
los kilos de más dañan la belleza de la figura. Sólo el adjetivo indispensable,
aquel que da el matiz preciso que se busca, es bienvenido en un poema.

Estábamos con el piano-mar. Les digo:

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—Ahora transformen su poema echando mano de las palabras del
segundo nivel de la lengua. Y busquen la sonoridad, el ritmo. Es decir, el
significante. Hagan que su concepto piano-mar suene a eso: a piano y a mar.
El cambio fue notable. Pondré un ejemplo: la primera versión de Claudia
Martínez Parente fue la siguiente:

Las notas entre los rayos del sol juegan.


El peligro es ya nostalgia,
las olas llevan el compás.

Primero le pedí que trabajara esta materia prima con más conciencia poética,
es decir, que intentara darle una forma más sonora. En la misma sesión hizo
su segunda versión:

Las notas que sacudieron las nostálgicas olas


sin compás se movieron:
despeinaron al sol.
Manos olas.
Soles vivos.
Orquesta de caracoles.

Quiero que se advierta cómo la búsqueda de la forma ensanchó y robusteció


al contenido. La forma creó más poema, diversificó y matizó lo que quería
decirse, orientó al significado, provocó mayor capacidad expresiva. Luego le
pedí que trabajara estos versos usando palabras y combinaciones del segundo
nivel de la lengua, para que los sonidos trataran de imitar el aura del
fenómeno y se lograra una comunicación más poética. El resultado fue la
tercera versión:

Corren los caracoles,


las manos espuman la música,
flotan notas de nostalgia.
El sol está vivo, lleva el compás.

En cada uno de los tres primeros versos hay una evidente repetición de
sonidos: c y r con vocales fuertes, nasales con u acentuada, juego de sonidos
similares entre flotan, notas, nostalgia que repiten la o, la a, y la n con la t en
medio. En los últimos versos hay una rima inversa e interna: está con lleva,
las mismas vocales y en el mismo orden, pero acentuadas simétricamente,
como en un juego de espejos.

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No digo que el poeta esté consciente en todo momento de esto a la hora de
escribir. La mayoría de las veces escribe como le da la gana y punto. Pero ya
trae la música por dentro. Es el lector avezado el que observa, a posteriori, el
milagro sonoro que el poema ha conseguido. Pero sí digo que sensibilizar las
orejas ante la música de la poesía muchas veces ayuda a gozarla con más
plenitud. Esto es lo que trato de hacer con los ejercicios.
Y luego viene el original, el poema de Pellicer[71] de donde surgió el
ejercicio, lo escribo en el pizarrón, lo leemos, le descubrimos el secreto: hace
del mar un inmenso piano, las olas son las notas y las espumas las vibrantes
escalas, y en medio nosotros, que hasta nos mojamos de música y sólo por las
palabras, esas palabras que no sólo dicen, suenan.
—Así que chiste, es Pellicer… —dice uno.
—¡Y nosotros con nuestros bodrios! —dice otro.
—¿Por qué se execran? —digo— ¿Qué, Pellicer es más que ustedes?
—Pues sí… —contestan.
—Sí —digo—, hasta ahora sí. Pero él ya dio lo que dio, y si ustedes
trabajan de veras pueden llegar a igualarlo y hasta mejorarlo. Nunca
sacralicen. Sacralizar es empequeñecerse voluntariamente. El poeta no escribe
para que le enciendan una veladora, sino para que lo lean, para que dialoguen
con él, para que crezcan.
Me miran con esperanza y con desconfianza. Y entran en Pellicer con más
soltura.

Del sur llegó el andante del mar, vuelto andantino.


A lo lejos las olas acordadas se ven.
al llegar a la playa, claras y burbujeantes,
abren escalas rápidas y brillantes.

Suenan grandes, solemnes, las olas a distancia.


En la orilla tiritan, gritan sus cristalillos.
Allá tumban a tumbos tantas notas que tratan
y aquí trituran cuentas de cristal y de vidrio.

Sonata alternativa de andante y andantino.


(Las notas que no surgen en perlas se cuajaron).
el mar se desmelena tocando su divino
concierto matinal en sus gloriosos pianos.

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Sólo para poner un ejemplo aquí, nos detendremos en la segunda estrofa. El
primer verso está compuesto de n y m y de vocales fuertes a, e, o. La n y la m
son los sonidos más largos del idioma, los nasales, necesitan una vibración
para ser pronunciados, y eso da duración. Las vocales fuertes son abiertas,
redondean los labios. Duración vibrante y redondez, como las de las olas a la
distancia. El segundo verso está compuesto con palabras del segundo nivel de
la lengua con combinaciones de t y ll, sonidos breves, explosivos, como el
romper de las olas en la playa, y la vocal que es como un filo, una arista, una
astilla de espuma. El tercer verso también está compuesto con palabras del
segundo nivel y combina t y n, explosión de martillo, con duración de agua,
que es el encabalgamiento de los lomos de las olas en el horizonte hacia la
playa. El cuarto verso es reflejo del segundo —como el tercero del primero—,
y su sonido nos hace oír el estallido de las burbujas como si fueran astillitas
de vidrio en la piel.
La estrofa es, pues, la encarnación del fenómeno: el ir y venir de las olas.
Por eso nos penetra mucho más que un discurso filosófico sobre el mar, en
veinte tomos.
Y no estoy contradiciéndome: esto no es un análisis escolar del poema,
con corrientes, fichas y datos, lo que tanto he censurado en este libro, sino una
lectura más honda, con las orejas bien abiertas, nada más.
—Les voy a dejar la tarea —digo. Y se aprestan a escribir un largo
dictado en su cuaderno.
—No, no, es muy simple: abran las orejas, los ojos, el olfato, el gusto y el
tacto. Vivan toda la semana así, bien despiertos, a ver qué ven y qué oyen y
qué huelen y qué sienten durante siete días. Eso es todo.
Me miran con suspicacia y hasta con burleta: ¿es eso una tarea?, ¿qué
estará tramando?
Yo explico: los sentidos son las ventanas de nuestra percepción. El
razonamiento es su consecuencia. No tenemos otra forma de aproximarnos al
mundo más que con los sentidos. El poeta ve, oye, huele, gusta, siente, y
luego pone todo eso en palabras para que nosotros también veamos y etcétera,
aunque no estemos allí, porque las cosas están ya en el poema, vivas.
Esta experiencia es la que procuro en mis cursos. No precisamente para
hacer poetas, que quién sabe qué sea eso de hacer poetas, sino para vivir en la
poesía. Como escritor o como lector, todo aquel que vive en la poesía es una
persona que vive enteramente con los sentidos abiertos hacia la luz.

Igual que en el comienzo, este libro termina en mi casa. Es otra, por


supuesto, pero sigue llena de libros hasta en el comedor y es aún más pequeña

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que allá donde me crié. Ya no escribo en un rincón de la cama, en mis noches
de insomnio. Ahora tengo un estudio con dos escritorios. Uno grande, de
maderas viejas, de Puebla. Otro pequeño de magnolia que heredé de mi
abuelo, el polaco. Un aparato de sonido y una máquina electrónica. Buena
parte del día la paso aquí, es mi oficio. Leo y escribo. Y me gano la vida en
los talleres y los cursos, conferencias, asesorías, guiones, que son el resultado
de estar leyendo y escribiendo durante más de veinte años. Vivo de este
oficio, aunque no de mis regalías, ¡ediciones de mil ejemplares para 80
millones de habitantes! Nunca he tenido empleos burocráticos ni he desviado
el rumbo por necesidades económicas. Los que se burlaron de mí por
dedicarme a la poesía, y eligieron futuros más seguros, hoy están
desempleados y andan de chamberos en lo que se pueda, y no atinan a
entender de dónde saco para comprar un pequeño departamento y un modesto
coche del año. Cada peso ganado ha venido de mi oficio. Después de todo no
estuve tan loca: he hecho de la poesía un modo de vida, y un modo feliz,
porque he hecho lo que me hace feliz. Y hasta me pagan por hacerlo.
Ya comienza a existir el poeta en nuestro país. Comienza apenas. Falta
mucho todavía. Falta acabar de entender qué es un poeta para una sociedad.
Qué le da, de qué manera la representa, le da voz, cuerpo, nombre, sustancia,
identidad.
¿Quién era el káiser de Alemania, cuando Hölderlin?[72] ¿El gobernante
francés cuando Víctor Hugo?[73] ¿El presidente de México mientras Díaz
Mirón[74] escribía “El fantasma”? ¿Y a quién le importa saberlo? Los
hombres del poder desaparecieron, los hombres de la palabra permanecen y
habrán de habitarnos, mientras dure la lengua.
El poeta es el que da testimonio de una sociedad, el que ve su trasfondo y
el que expresa el revés del discurso público, obligadamente circunstancial. El
poeta dice la verdad porque tiene ojos para verla, no la superficial y
parcializada verdad de la noticia periodística, sino la que es esencial a la
condición humana, aquella que ni los tiranos, aun con su aparato militar en
ristre, pueden disfrazar. Por eso es el primer perseguido en todo régimen
totalitario. La lista de los poetas exiliados, cuando no encarcelados, torturados
y muertos es interminable. Pienso en la gracia de García Lorca, abatido por el
asqueroso franquismo. En Babel[75] diciéndole a las hordas stalinianas que lo
dejaran terminar su obra. En Pasternak[76] que se dejó morir porque le
quitaron todo asomo de material para escribir, aunque fuera en la pared. En la
quema de libros del imbécil Hitler. Y en todos los desterrados de los pobres
países latinoamericanos de este siglo.

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El poeta da testimonio de su tiempo y de su espacio y es a la vez
intemporal y universal. Homero es la Grecia del siglo VII a. C., pero es
también la valentía que tú tienes hoy, aquí, en este momento, para arrostrar el
peligro. Homero sigue dándote voz, aliento, ser. Y si quieres conocer la
España medieval vas a Ben Gabirol[77], no a los manuales de historia, y si la
Revolución mexicana, vas a Azuela[78], no a los discursos políticos.
Que el poeta sea la voz de un pueblo no es una metáfora.
Él recoge la lengua y la recrea, le da nueva vida, la dota de más
significación. La lengua castellana nace con Alfonso el Sabio[79] y sus
cantigas, llega a su oro con Quevedo y Garcilaso, se transforma en canción
con Rubén Darío[80], se hace lúcida y precisa con Jorge Luis Borges. El poeta
es el espíritu de la lengua, que es el humus de un pueblo.
Pero en nuestro país al poeta todavía se le ve como figura decorativa un
tanto inútil. Cuando recibe premios en el extranjero, se le convierte en orgullo
nacional, pero no se lee su obra; no se difunde más que su nombre cuando le
llega excepcionalmente la fama, y en el fondo se le sigue considerando un ser
extraño, inaccesible, al que se prefiere evitar. La gente no lee poesía, y al
Estado le importa un comino. Al poeta famoso se le institucionaliza al modo
de bien nacional, como al petróleo, a ver qué frutos rinde. Detrás de esta
actitud sólo hay desdén, y al poeta sólo le quedan dos sopas: pactar o
encerrarse a escribir lo suyo.
Para que la poesía florezca se necesita amor a la palabra. Y en este país no
lo hay. Los medios de comunicación hacen trizas el idioma, bastardeándolo.
Los políticos, con sus alquimias verbales, lo vacían de significado. Los
universitarios apenas pueden poner dos frases en su sitio. El pueblo ya no
entiende en qué idioma le hablan y ya tampoco sabe hablar. No exagero, el
panorama es lo suficientemente oscuro para tener que ensombrecerlo aún
más. Pero si tú, sí, tú que me lees en este momento, comienzas a acercarte a la
poesía, encontrarás en la palabra la fuente de tu inteligencia y de tu emoción,
recobrarás la voz, la luz. Yo no sé hablarle a las masas. Por eso te hablo
personalmente a ti: si tú te acercas, estarás también acercando a todo tu país
contigo. Esta certeza es la que me ha llevado a escribir este libro. Ojalá la
compartas.

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SEGUNDA PARTE

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CITAS

1. Merleau-Ponty: el poeta busca ese nexo entre la realidad y las palabras


que parecen trocarse en seres y hablar por sí mismas.
2. Maritain: el poeta se propone expresar cierto misterio único en el
misterio del mundo.
3. Nowottny: la poesía es un posible consuelo en la amarga condición
humana. En un poema soplan muchos vientos a la vez.
4. Malaraux: la poesía transforma el lenguaje para que éste logre reflejar
no sólo el eterno mundo que nos lleva en una deriva de astros y según
un ritmo misterioso, sino también lo irracional del inconsciente y lo
inefable, o lo que parece inefable de los símbolos internos.
5. Meddetlon Murry: la poesía tiene en la metáfora el medio de referirse a
realidades espirituales inexpresables de otro modo.
6. Kar: el poema no viene sólo en su argumento, sino en cada una de sus
frases, palabras y rimas.
7. Ortega y Gasset: el arte no es una obligación, sino un placentero
capricho: ninguna necesidad externa a la obra artística nos fuerza a ir a
ella. Ninguna ley de orden público nos impone la tarea de leer versos,
ver cuadros, oír música o asistir al teatro. Tampoco nos lleva a ello
ninguna urgencia vital, como nos unce al trabajo el hambre. Si, pues, el
arte no puede vivir apoyándose en una necesidad externa a él, tendrá
que justificarse a sí mismo y por sí mismo. Esta justificación no puede
ser más que una: causar placer. Y cada arte, para existir con plenitud,
para ser un arte diferente de los demás, tiene que asegurar un placer que
sólo él pueda dar. De esta suerte adquiere cada una de las artes interna
justificación, haciéndose necesario, imprescindible para engendrar un
determinado placer.
8. Octavio Paz: los métodos para comprender, gustar y juzgar un poema
son legítimos si antes se cumple con dos condiciones: la primera es la
impresión que sentimos al leer un poema (la palabra impresión no es
muy exacta y goza de mala fama pero todas las otras ofrecen los mismos
inconvenientes: sentimiento, sensación, placer, gusto, sorpresa o sus

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contrarios equivalentes: disgusto, tristeza, pavor, melancolía); la
segunda es aquello que pensamos al sentir lo que sentimos. O sea: la
comprensión de la poesía se funda en el sentimiento, la impresión y la
reflexión. La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. El
poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y
rimas no son sino correspondencias, ecos de la armonía universal.
9. Pfeiffer: la poesía ilumina no poco de aquella oculta profundidad
esencial de nuestra existencia (de ahí su verdad), y la ilumina
directamente por la plasmación (de ahí su belleza). La verdadera poesía
no es veraz en el sentido intelectual, ni es bella en el sentido artesanía,
sino por el hecho de plasmar bellamente es también una manera de
apoderarse de la verdad. En razón de su verdad la poesía es necesaria;
en razón de su belleza es beatificante.
10. Pontuondo: el poeta es el hombre que conoce la vida oculta de las
cosas, el movimiento recóndito que, superando las resistencias
naturales, anhela expresarse. El poeta, recordemos los versos de
Baudelaire, es el hombre que:

comprende sin esfuerzo y sin dudas el


misterioso idioma de las flores y de las
cosas mudas.

11. Platón: la palabra poesía tiene numerosas acepciones, y expresa en


general la causa que hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no
ser al ser, de suerte que todas las obras de todas las artes son poesía, y
que todos los artistas y los obreros son poetas.
12. Darío: poeta es quien con el corazón las voces interpreta.
13. Arreola: así como no hay amor feliz, no hay una obra de arte feliz. Es
más fácil trabajar con el dolor, con la miseria, con el vicio y con el
crimen, que con todas las virtudes teologales. Es imposible. Digan lo
que digan, es fácil escribir en el infierno. Lo que ya es más difícil es
escribir en el purgatorio, e imposible escribir en el paraíso.
14. Lizalde: el poeta sólo da testimonio de lo que sobra y falta en el
hombre, y esto es lo que permite a la literatura sobrevivir a su época. El
descubrimiento científico muere con su época. La obra artística empieza
a vivir en su época. El lector de poemas suele creer que todo lo que dice

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el poeta tiene que ver con la persona del poeta, y no es así. Tiene que
ver más frecuentemente con la persona del lector.
15. Shelley: la poesía es un resultado de una serie de interrogantes que te
planteas día con día, mes con mes, año con año.
16. Zaid: Leer de muchos modos, renunciando a las recetas, pero
aprovechando los ojos que dan los métodos conocidos (y otros que se
pudieran inventar) puede ser otro método: el de leer por gusto. ¿Cómo
leer poesía? Embarcándose.
17. Pompidou: ¿qué es pues, la poesía? Bien sabio el que lo diga. ¿Qué es
el alma? Se pueden comprobar en el hombre todas las manifestaciones
de la vida y analizarlas y describirlas; se puede incluso analizar un
poema, estudiar su vocabulario, su ritmo, su rima, su armonía. Todo esto
es a la poesía lo que un corazón es al alma. Una manifestación exterior,
no una explicación, y menos una definición. Si yo quisiera aproximar
una definición de la poesía, la buscaría mejor en sus efectos. Cuando un
poema, o simplemente un verso provoca en el lector una suerte de
choque, lo lleva hacia dentro de sí mismo, lo arroja hacia el sueño, o al
contrario, hacia la confrontación con el ser y el destino, puede
reconocerse el éxito poético.

Página 78
BIBLIOGRAFÍA

Manent, María, Palabra y poesía y otras notas críticas, Madrid,


Seminarios y Ediciones, 1971.
Ortega y Gasset, José, El espectador, Madrid, Espasa-Calpe, 1966.
Paz, Octavio, México en la obra de Octavio Paz, México, FCE, 1987.
———, El arco y la lira, México, FCE.
Pfeiffer, Johannes, La poesía. Hacia la comprensión de lo poético,
México, FCE, 1971.
Pontuondo, José Antonio, Conceptos de la poesía y otros ensayos,
México, Grijalbo, 1974.
Platón, “El banquete”, en Diálogos, México, UNAM.
Darío, Rubén, Poesía completa, México, FCE, 1984.
Campbell, Federico, Conversaciones con escritores, México, Diana, 1981.
Zaid, Gabriel, Leer poesía, México, Joaquín Mortiz, 1976.
Pompidou, Georges, Anthologie de la poésie française, París, Hachette,
1961.

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TESTIMONIOS

ESCRITORES

Federico Campbell (Tijuana, 1941),


La memoria de Sciascia, México, FCE, 1989.

Mi primer contacto con la poesía fue con un


texto que, curiosamente, no se publicaba como poema. Yo tenía veinte años y
vivía en una casa del barrio de Tlacopac, en el sur de la ciudad de México.
Una mañana, al atravesar el jardín, pisé un trozo de papel periódico
semimojado por el rocío de una de esas arañas de metal que sirven para regar
el pasto. Era una hoja trunca de La Gaceta, la revista del Fondo de Cultura
Económica, y en ella aparecía en letras grandes, de 12 puntos, un conjunto de
líneas que me llamaron la atención: “Al rayo del sol, la sarna es insoportable”,
decía al principio. Y luego: “Como buen romántico, la vida se me fue detrás
de una perra”. Era el texto de alguien que firmaba con el nombre de Juan José
Arreola. Fue para mí una revelación. En ese instante comprendí en toda su
dimensión algo que antes sólo había entrevisto de manera vaga e informe.
Entendí que existía la literatura. Me di cuenta de que las cosas se podían
nombrar y decir de una forma que nunca antes se había formulado, al menos
para mis ojos jóvenes de entonces y ante mi inexperiencia literaria. (El texto
de Juan José Arreola es “Homenaje a Achofen”, y aparece en Confabulario
total).
Supe a partir de entonces que la poesía comporta otro lenguaje, otra
manera de decir las cosas, dentro de otro ritmo y otra tonalidad; que cada
poeta tiene su propia voz y nos revela zonas de la experiencia humana que no
habíamos percibido antes.
En un principio me asomé a la poesía en busca de una consolación: de una
palabra que me ayudara a entender una emoción o la complejidad de las
relaciones entre el hombre y la mujer. Con esa concepción de la poesía vivía

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cuando escuché por primera vez, leída por Juan José Arreola, la poesía de
Ramón López Velarde en un disco de la colección Voz Viva de la UNAM.
Arreola daba la entonación justa a ese nuevo lenguaje inventado por López
Velarde.
Todavía pensaba que la poesía mitigaría de alguna manera el dolor
amoroso cuando en un tramo de mi vida me dediqué a entrevistar a poetas.
Recuerdo mis preguntas a Eduardo Lizalde y a José Carlos Becerra (en mi
libro Convenaciones con escritores) en las que no disimulaba esa actitud
ingenua y sentimental, por no decir pedestre, de asumir la poesía como válida
sólo en la medida en que embonaba con la esfera biográfica y más íntima del
lector.
No descarto que ésa sea una lectura legítima, pero el poema es algo más y
mayor es su riqueza entre más lecturas admita. Pienso, por ejemplo, en un
poema de Carlos Barral, “Le asocio a mis preocupaciones”. Allí, el autor de
Figuración y fuga, libro en el que se incluye este poema, parece en una
primera instancia lamentar la pérdida del amor, el desvanecimiento de una
ilusión y, en efecto, muy bien puede el poema referirse a la evaporación de la
mujer amada. Pero en una lectura más profunda el lector empieza a percibir
que de lo que trata el poema es de la pérdida de la fe en Dios.

Mas luego nuestro amor, según el tiempo


pasaba por la boca de los que te adulan,
se fue haciendo difícil, nuestras noches
de vez en vez más raras.
Comenzó a incomodarme
la sociedad de tus amigos, la dudosa
verdad de tus quehaceres. […]
No recuerdo
exactamente cómo terminó.
Más tarde
me parecía un sueño nuestra historia.

En otras de mis búsquedas de interlocutor en el campo de la creación y la


experiencia literarias tuve la fortuna de conocer a Claudio Rodríguez y a
Jaime Gil de Biedma. De ellos aprendí que detrás de todo poeta hay una
concepción personal, pero también teórica de la poesía.
Claudio Rodríguez (Zamora, España, 1934), autor de Don de la ebriedad
me decía que el pensamiento poético ha variado muy poco:

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Los temas siguen siendo prácticamente los mismos; lo
importante es la aventura del lenguaje y el
pensamiento a través de la palabra. […] Las
palabras van creando no sólo el pensamiento
sino la emoción y la contemplación sensorial.
La mirada del poeta ya es configuradora. Lo
fundamental es la configuración y la
presentación del pensamiento; no el
pensamiento en sí, sino actuando en el poema.
No formulado: implícito.

Me decía también que el poeta tiende a perderse: el proceso creador lo lleva a


prescindir de su personalidad: “Es lo que sucede con el amor: uno intenta
identificarse, aniquilarse en la persona amada. Perderse y encontrarse. El
proceso creador lleva a perderse en las cosas. Aquí está el principio de la
religión: Dios se pierde en las cosas”.
Por Jaime Gil de Biedma me enteré de que el soneto “Correspondencias”,
de Baudelaire, está inspirado en las teorías de Swedeborg sobre las
correspondencias en la experiencia de la naturaleza, en la unidad fundamental
de la percepción: la experiencia es unitaria, hay alianzas entre colores y
sonidos, entre sonidos y palabras, entre palabras y colores.

Baudelaire dice que la naturaleza es un templo unitario y que


de la visión de la naturaleza surge una selva de
símbolos que se equivalen unos a otros y
reflejan una unidad de sentido y de
significación. Se refiere a una figura retórica
que consiste en aparejar un sustantivo y un
adjetivo pertenecientes a distintos órdenes de
percepción sensorial.

Autor de Las personas del verbo, Moralidades, Poemas póstumos, Jaime Gil
de Biedma (Barcelona, 1929) me explicaba, sin embargo, que para él
Baudelaire había sido más importante en el sentido de la experiencia moral:
“Me enseñó a conocer mis sentimientos (como persona, no como escritor) y a
poner en relación, en contraste, mis ideas con mis sentimientos, y mi conducta
con mis sentimientos y con mis ideas”. Creo que no he sido un gran lector de
poesía, que me he inclinado más a la narrativa (la novela, el cuento), pero
puedo decir que los pocos poemas que he leído los he leído bien y muchas

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veces; puedo citar de memoria algunos poemas de Xavier Villaurrutia (“A
nada puede compararse un cementerio en la nieve…”) y algún otro de José
Emilio Pacheco (“De algún tiempo a esta parte, las cosas tienen para ti el
sabor acre de lo que comienza y de lo que termina…”). Suelo recordar con
gusto y repetírmelo el “Poema de los dones”, de Borges (“Nadie rebaje a
lágrima o reproche…”). También, porque me interesa el tema del paso del
tiempo, suelo releer “No volveré a ser joven”, de Jaime Gil de Biedma:

Que la vida iba en serio


uno lo empieza a comprender más tarde
—como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería


y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo


y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

Para mí las reflexiones más penetrantes que se han hecho sobre la poesía se
encuentran en Teoría de la poesía, de Ezra Pound; El arco y la lira, de
Octavio Paz; La diosa blanca, de Robert Graves; Función de la poesía y
junción de la crítica, de T. S. Eliot; y Hölderlin und das Wesen der Dichtung,
de Martin Heidegger, traducido por Samuel Ramos e incluido en Arte y
poesía.

Sandro Cohen (Nueva Jersey, 1953),


Mi relación con la poesía; amor que vuela
Línea de Fuego, 1989.
La casa no era muy grande, aunque para mí era un palacio. Se entraba por un
pequeño vestíbulo, y a la izquierda había un cuarto donde escuchábamos “el
estéreo” (la última novedad en la reproducción de música grabada), y donde
veíamos la televisión. A la derecha se encontraba la sala. Detrás de la primera
pieza estaba la cocina, donde se preparaban y tomábamos los alimentos. Si

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uno seguía de frente después de entrar, subía hasta el primer piso. A la
derecha: dos recámaras; una era de mi tía (hermana de mi madre, quien sólo
era un poco mayor que nosotros), y la otra —siguiendo un breve pasillo que
llevaba otra vez hacia la calle— era mía y de mis dos hermanos, uno mayor
por cuatro años y otro menor por seis. A la izquierda, el baño y la recámara de
mis padres.
Ésta, a grandes rasgos, es la casa en que pasé la primera década de mi
vida, entre 1953 y 1963, año en que asesinaron a Kennedy y en que los
Beatles se volvieron realmente famosos en Estados Unidos. Pero no era esto
lo más importante, por lo menos en lo que a poesía se refiere: lo esencial se
hallaba arriba y abajo de la casa: el desván y el sótano. Fue en estos lugares
donde nació mi relación con el mundo poético; es decir, con el misterio, el
miedo, el más allá, los pasajes secretos que yo imaginaba existían entre un
lugar y otro. Todo esto sólo era accesible desde el desván o el sótano, los
lugares más míos de la casa.
El primer poema que yo recuerde haber escrito dataría del otoño de 1960.
No lo guardo, pero lo recuerdo muy bien. Era un poema “largo” en cuatro
partes, dedicadas, naturalmente, a las cuatro estaciones. Sé que era otoño
porque decidí ilustrar los versos con hojas que había recogido de la calle: en
sí parecían obras de arte elaboradas en rojos encendidos, amarillos,
anaranjados; mezclas de verde, rojo, anaranjado y amarillo. Uno nunca se
cansa del espectáculo de la mudanza de las hojas en el otoño, y yo apenas
empezaba a apreciar lo que ocurría en esa época, entre septiembre y octubre.
Viéndolo bien, desde el presente, lo que he evocado en los párrafos
anteriores podría englobar a todos los poemas que he escrito. El absoluto
embeleso que, por un lado, siento ante la naturaleza; y, por el otro, la
necesidad de trascender lo común, los territorios que uno comparte todos los
días, y sin pensarlo, con el resto de la especie. Tardaría todavía más de veinte
años para hacerlo, pero debía encontrar la manera de unir estas dos
reacciones, estas dos actitudes frente a la realidad.
Con la búsqueda de lo misterioso, lo inexplicable, creo que de manera
inconsciente quería dar forma a una sensación que siempre me ha
acompañado: la de no estar solo, la de tener un propósito, la de haber vivido
anteriormente a mi nacimiento. Todo esto suena a simple chifladura, pero
para mí, entre los siete y quince años de edad, eran sensaciones muy reales
que nada tenían que ver con las modas; ni existían todavía esas modas. No
sabía siquiera cómo describir mis sentimientos ante el tremendo y hermoso
abismo que sentía y veía, por ejemplo, al escuchar la música de Chopin y

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Beethoven (tuve la suerte de que a mi madre le gustara escuchar discos de
música clásica, y que siempre hubiera un piano en la casa), o al ver El lago de
los cisnes. Algo muy parecido ocurría cuando escuchaba o leía los poemas de
Shakespeare —o de los románticos ingleses—; no los comprendía muy bien,
pero había algo terriblemente conmovedor en las combinaciones de las
consonantes y las vocales, y esto me llamaba y me llamaba. Y era lo mismo
que percibía en la música, y que sentía al ver a los bailarines recrearse
constantemente en el espacio, que de ninguna manera podía considerarse un
espacio común. Cuando me escondía en el sótano o el desván, me resultaba
más fácil meditar en estos arrebatos, en los momentos cuando un ser humano
puede ser más grande que sí mismo y hermano de todos los demás seres
humanos. El miedo que a veces sentía sólo formaba parte de este todo. Miedo,
expectación, aventura, amor.
Pero mi oído primerizo no fue formado, desde luego, por los poetas
clásicos, sino por las rimas infantiles inglesas que, curiosamente, se parecen
mucho a las castellanas en cuanto a métrica y rima. Me regocijaba con las
rimas insospechadas, con las variedades rítmicas que podían establecerse al
juntar las mismas palabras de una u otra manera. Me quedaba pasmado al ver
cómo la misma palabra podía tener dos o más sentidos a la vez, cómo una
palabra de repente podía llegar a significar algo mucho más grande que el
objeto que comúnmente representa.
Lo abierto y lo cerrado. Lo táctil y lo intocable. Dos universos me atraían
y no sabía por qué; tampoco sabía qué podían tener en común. Nunca lo había
reflexionado.
En Línea de fuego[81] recupero varios momentos de mi infancia y de la
relación que tenía con mi padre, quien falleció en 1982. Puedo comprenderlo
más claramente ahora, pero en estos poemas, tal vez en todo el libro, quería
encontrar la unión entre los universos de lo abierto y lo cerrado; entre la
emoción incontenible que sentía al escuchar música, ver el ballet o leer
poesía, y la que me nacía al oler los pinos o la tierra después de la lluvia, el
humo que huele a resina de leña quemada cuando sale de las chimeneas en las
noches de diciembre, enero y febrero. Cuando esto me ocurre, de repente no
sé dónde estoy ni en qué año. Todo se me revuelve en un vértigo realmente
pavoroso y al mismo tiempo agradable.
No tengo otra relación con la poesía. Es mi manera de entender el mundo
y de volverlo visible. Es decir: trato de tomar aquello que se halla oculto y
traducirlo a la experiencia humana, lo mismo que hace el bailarín cuando salta
y permanece, por unos breves instantes, inmóvil en el aire. Durante este lapso,

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no es un bailarín: es el amor que vuela. Pero no cualquier amor, sino el que
repentinamente nace en nosotros al reconocerse en la belleza recreada sobre el
escenario. El mismo amor que vibra entre los violoncellos de Mahler, los
preludios de Chopin, las texturas disonantes de Debussy, o en el gran
soliloquio de Lear cuando, cegado, se da cuenta de su ceguera moral; cuando
por fin se le abren los ojos y puede ver el mundo como realmente es, no como
él lo veía.
En este sentido, el arte es la realidad sin sus apariencias que engañan. Esto
lo veía claramente desde el sótano y el desván de mi casa, donde había poca o
ninguna luz; lo intuía en los aromas de cada estación, en los colores del cielo.
Esto es cierto en cualquier parte del mundo. En la poesía he encontrado esos
“pasajes secretos” que existen entre un lugar y otro, entre una época y otra,
entre un país y otro, entre un ser humano y otro. Algunas personas los
encuentran y los vuelven visibles desde la danza, la música, la pintura, la
fotografía o la escultura. Yo excavo con poemas para buscar el amor y hacer
que vuele.

Homero Aridjis (Contepec, Mich., 1940),


Obra poética, México, Joaquín Mortiz, 1987.

Yo llegué a la literatura y a la poesía, puedo decir que por vocación y


escribiendo, desde que era adolescente en Michoacán comencé a escribir
poesía y desde entonces lo he hecho toda la vida.
Para mí la poesía es una cosa de vida, ahí encuentro el sentido de mi
propia existencia y también la existencia del hombre, es decir, lo que yo
llamaría la poesía de vivir, la poesía del mundo.
La primera vez que leí un poema sentí la emoción de poder expresarme a
mí mismo, decir sentimientos que uno tiene dentro y que son, que uno cree,
inexpresables, pero que en un momento dado se encuentran, se articulan y se
expresan en forma poética; entonces es muy emocionante.
Desde un principio me percaté de que la poesía era un lenguaje diferente,
y gradualmente, porque escribía todos los días, se fue convirtiendo en
necesidad profesional.
Sí, sí amo a la poesía y lo manifiesto ejercitándola, practicándola y
respetándola.
Soy un poeta de tiempo completo en el sentido de que tengo que ser fiel a
mí mismo, sin embargo no escribo todo el tiempo, porque el acto poético no

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es mecánico.
La poesía está hecha de palabras. Escribo para expresarme y
expresándome como ser humano escribo para los demás. El sentimiento
poético no tiene razas, no tiene fronteras, no tiene naciones.
La poesía es una forma muy alta del arte y quien se supera a sí mismo
llega a ella, quien no está capacitado, no tiene la sensibilidad para hacerlo
pues tampoco llega, yo no creo que la gente que no siente la poesía tenga que
leerla.

Vicente Quirarte (México, D. F., 1954),


La luz que no muere sola, México, SEP, 1987.

Yo soy hijo del escritor e historiador Martín Quirarte y desde siempre me vi


rodeado de libros, pero mis primeras lecturas no fueron de poesía, creo que
casi ningún adolescente que se respete empieza leyendo poesía.
Mi padre me puso a resumir los capítulos de uno de sus libros en las
vacaciones de 1966.
Gran parte de mi relación con la poesía la debo al gusto por la historia; yo
creo que la poesía y la historia están íntimamente ligadas.
Mi lectura propiamente de la poesía empezó relativamente tarde, a los
diecisiete años; este acercamiento con la poesía coincidió, como supongo que
le pasa a mucha gente, con el primer enamoramiento real o serio en mi vida.
Mi descubrimiento del amor fue paralelo al descubrimiento de la poesía.
Antes de eso yo no había pensado en escribir poesía, incluso me parecía un
género totalmente obsoleto; pero el hecho de que el amor es poesía en la
práctica, me llevó a intentar expresar en palabras esa poética vital.
Cuando comencé a escribir poesía yo había leído relativamente muy poca;
había leído la poesía que a esa edad todos inevitablemente consumimos, a
Acuña, Bécquer; pero para mí el descubrimiento de la poesía lo constituyó la
poesía de Neruda, me acuerdo que al leer los Veinte poemas de amor y una
canción desesperada, yo me di cuenta que lo que el poeta expresaba era lo
que en ese instante a mí me inquietaba, pero no sabía que las cosas se podían
expresar de esa manera. Eso fue una revelación, porque sentí que no sólo las
palabras prestigiadas eran poesía, sino que la poesía era esencialmente una
especie de galvanización del hombre con la creación del mundo y no sólo con
la creación literaria, y que la poesía era un milagro irrepetible que había que
vivir y después expresar.

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Yo sí creo que la poesía la vivimos todos, yo no creo que sea una falacia
poética decir que poetas somos todos. Todos vivimos la poesía, lo que sucede
es que el poeta la puede reconocer, la puede atesorar y la puede expresar.
Todos vivimos esos instantes de rapto en los que salimos del mundo y
descubrimos las cosas como si estuvieran naciendo, pero solamente el poeta
puede convertirlos en materia verbal.
En Luis Cernuda aprendí, a través de su Historial de un libro, cómo se
forma la conciencia de un poeta.
La poesía finalmente no es más que la huella muy nítida, una
aproximación muy lejana de lo que es “la poesía”, el poema es sólo un
testimonio de la visita que nos hace “la poesía”. Yo creo que todo gran poema
lo es por la carga que tiene detrás, pero siempre hay algo que se queda más
allá de él.
Yo creo que el hombre que escribe poesía puede ser infeliz al igual que
cualquiera, pero no creo ya en el mito del poeta torturado, ya bastantes
torturas tenemos en la vida cotidiana, como para también, al intentar un
poema, inventar nuevas formas de tortura; yo ahora creo que sí, el poeta es un
hombre feliz.
Yo creo que el poeta debe contestar: “no sólo, que se ‘puede’ vivir de la
poesía, sino que se ‘debe’ vivir de ella”, porque el poeta que no vive de la
poesía la está traicionando.
Un lector de poesía al igual que un poeta debe ser un iniciado, porque la
poesía es una forma de eliminación, porque la poesía es una religión y
requiere de una iniciación previa… yo creo que no existe buena y mala
poesía, existe poesía y existe la que no lo es… pero la gran poesía acabará,
como en la novela de Bradbury, en la mente de las personas.
Se es poeta las 24 horas, como se es hombre las 24 horas, lo cual no
significa que todo el tiempo estemos pensando en metáforas… decía
Baudelaire que el poeta es el ser que puede ser él y ser los otros.
Casi siempre escribo por la mañana… yo corriendo resuelvo muchas
cosas que en el escritorio no puedo resolver… escribo en general rápido pero
no puedo estar mucho tiempo haciéndolo sentado a la mesa de trabajo… en
las noches puedo acaso corregir o leer, pero no puedo escribir… Decía Del
Paso que uno debe estar enamorado de lo que escribe y yo también lo creo, no
puedo escribir un libro si no estoy enamorado de él.
Para los primeros borradores yo (escribo con pluma fuente) sí, necesito
esa relación fresca de la tinta que deja su huella; pero también trabajo con una
computadora, me ha simplificado el trabajo.

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Sí, en la prosa se me cuela la poesía, pero cada vez me preocupa menos
eso.

Elsa Cross (México, D. F., 1946),


Jaguar, México, Toledo, 1991.

Mi acercamiento a la literatura se dio de una manera muy natural para mí,


pero sé que puede resultar un poco extraña, pues empecé por los clásicos y
muy pronto.
En mi casa había muchos libros. Yo tenía también libros infantiles, y una
hermosa colección que había sido de mi padre, se llamaba Colección Araluce,
y eran textos clásicos adaptados para niños; publicados en Barcelona en los
años veinte. Creo que entre los nueve y los diez años la leí toda. Recuerdo que
a los doce pedí que me compraran un libro de mitología griega, que devoré.
Me apasionaba y sabía de memoria todos los mitos. También leía cómics, oía
rock y no era ninguna rata de biblioteca. Detestaba la escuela.
Alrededor de los catorce o quince años, leí buena parte de los textos
originales de la Ilíada y la Odisea, la Divina Comedia y el Fausto completo.
La mitología que había estudiado me ayudaba a entender partes de los textos.
En dosis moderadas no me aburrían. Me encantaba el lenguaje: “Aquiles el de
los pies ligeros” o “el divino Odiseo” o “Paris, semejante a un dios”. También
leí entonces algunos diálogos de Platón. No estoy muy segura de lo que habré
entendido, pero podía seguir el hilo de los argumentos. En esos años viajé a
Europa por primera vez, y fue un viaje que me enriqueció mucho. Leí
igualmente varias cosas de Dostoievski, Tolstoi, Andreiev, Flaubert y
Hemingway, junto con mucha basura. Leía todo lo que caía a mis manos y
juntaba mis domingos para comprar libros. Nunca he vuelto a leer tanto como
entonces. Poco después, una de las lecturas que más me impresionaron por su
lenguaje fue El llano en llamas de Rulfo.
En la casa de mi abuela paterna había, además de una buena colección de
textos clásicos, la obra de muchos poetas modernistas. Los leí en esa misma
época. Fue entonces cuando yo comencé a escribir, y tardé un tiempo en
darme cuenta de que ya no se escribía con rima. Mi primer poema, rimado,
era un poema a la noche que tenía una invocación a la muerte. Creo que en
ese momento empezaron —o se hicieron más evidentes— todas mis crisis
existenciales que duraron los siguientes quince años. Los poemas que escribía
no eran muchos pero siempre hablaban de cosas semejantes. Eran tal vez más

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reflexiones que poemas. No tenía entonces la menor idea de que me dedicaría
a escribir. Mis preocupaciones básicas eran de carácter social y político. Creía
que una revolución socialista iba a resolver la pobreza y las desigualdades de
México.
A los diecisiete años, estando todavía en el colegio de monjas, hubo
algunos hechos muy importantes para mí. Uno fue la amistad con Elva
Macías, que era compañera mía, y también escribía. Sus poemas eran muy
hermosos, y me resultaron completamente nuevos, pues no tenían el lastre
posromántico que yo traía; pero en ese año tuvo lugar su boda y fuga
espectacular hasta Pekín, con Eraclio Zepeda y yo me quedé sin amiga. Ella
era la única con quien podía tener un diálogo. Íbamos a las lecturas de poesía
en voz alta, en la Casa del Lago, que entonces era un lugar espléndido. Fue
allí donde oí “Piedra de sol” de Octavio Paz, que me reveló lo que es la
poesía. Lo leía en las hojas mimeografiadas que repartieron en la lectura y me
sabía muchas partes de memoria. Lo leía justamente desde los patios del
colegio, y aunque no entendía muchas cosas volvía una y otra vez a su
lectura.
Al poco tiempo empecé a asistir al taller de Juan José Arreola. Siento que
allí aprendí a escribir. Arreola nos dirigía hacia lecturas que nos ahorraron
camino; eso siento yo. El taller fue un extraordinario aprendizaje. Allí me di
cuenta de que quería dedicarme a escribir. Sin embargo, al año siguiente me
inscribí en filosofía y no en letras, porque era más intensa mi preocupación
existencial que mi curiosidad por una perspectiva académica de la literatura.
Durante varios años me empeñé en escribir cuentos y dejé varias novelas
empezadas. Tardé muchos años todavía en aceptar que mi camino era la
poesía y no la narrativa. Los poemas surgían de manera esporádica, sólo
cuando realmente tenía algo que decir, algo vital que me perturbaba o me
hacía buscar una respuesta. Pero resultaban siempre más logrados que los
cuentos, tal vez porque salían de un lugar más profundo. Fueron por mucho
tiempo un instrumento de búsqueda interior y un intento por dar expresión a
ciertos momentos del alma, por decirlo así, que nunca pude expresar en una
narración.
Creo que es esto último lo que me acerca a la poesía, tanto a través de la
lectura como de la escritura. Esta expresión, desde luego, sólo puede lograrse
cabalmente cuando hay un buen manejo de todos los elementos que
configuran un poema: el ritmo, la imagen, la musicalidad de una frase, o los
silencios dentro del poema mismo. Para mí ninguna otra manifestación de la
escritura, sea narrativa o ensayo, incluso ensayo filosófico, tiene un poder de

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comunicación tan inmediato y profundo como el de la poesía. Muchas veces,
aunque no se entiende el supuesto significado de un poema o de un par de
versos, nos dicen mucho, pues más allá de la comprensión racional, alcanzan
un plano de conocimiento que nos rebasa, pero que sin embargo es nuestro y
se convierte en experiencia.
En un libro que pretendiera aproximar la poesía a mayor cantidad de
personas, ¿cuáles puntos destacaría?
No me es claro cuál sería el carácter de este libro. Lo enfocaría de
maneras diferentes si se tratara de una antología, de una historia de la poesía,
o de una especie de poética. Cualquiera de éstos caminos u otros, es viable.
En lo personal me gustaría presentar temas sencillos según los hayan
tratado diferentes autores; temas con los que cualquier lector se pueda
identificar: recuerdos de infancia, el mar, la noche, la muerte, descripciones
de la naturaleza, de la ciudad, y desde luego poesía amorosa. Creo que la
mejor manera de que alguien establezca una relación con la poesía, es
precisamente por medio de la forma en que la puede asimilar a su propia
experiencia vital —o viceversa, ver en dónde esta experiencia toca a la
poesía, se vuelve poesía.

Myriam Moscona (México, D. F., 1955),


Las visitantes, México, Joaquín Mortiz, 1989.

No existe, al menos en mi caso, una sola respuesta a la pregunta ¿cómo llegué


a la literatura y a la poesía? Ni siquiera sé si he llegado. Los recuerdos se
mezclan con la ficción que el tiempo les adhiere. La memoria no es lineal.
Tiene brazos que desembocan en ríos imaginarios. Recuerdo vagamente (y
dudo que esto sea de utilidad para nadie) que escribí mis primeros poemas en
la adolescencia.
Llevaba unas enormes carpetas en las que pegaba toda clase de objetos:
desde boletos de metro, poemas de otros, viñetas, cerillos, fotos, plantas y
alrededor de toda esta colección escribía algo que me atrevía a llamar poemas.
Si lo eran o no (y me inclino por lo segundo) fue entonces una cuestión ajena
a mis preguntas. De modo que, como muchas mujeres, empecé a escribir en
esa suerte de diarios o ego tecas donde todo quedaba patente. Descubrí, por
ese tiempo, el placer de leer poesía y de plagiarla. No he sido una lectora
voraz pero sí una lectora de reincidencias. No sólo he vuelto a los mismos
poetas sino a los mismos poemas de ciertos poetas. He leído más poesía que

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ningún otro género. Y, en este sentido, respondo a tu pregunta de por qué la
leo: podría, tal vez, dejar de escribir pero nunca de leer poesía. Ninguna
disciplina, al menos para mí, concentra este oscuro e indefinible ritmo vital
que tienen los poemas.
En México la poesía no llena estadios como en la Unión Soviética. Sin
duda eso tiene que ver con el arraigo de la tradición. Carezco de los dones
pedagógicos para sugerir un método de acercamiento a la poesía. Como un
cuerpo ejercitado que se hace elástico en la infancia, así la poesía puede
formar parte de un sistema de conocimiento aprendido desde la etapa
preescolar. No creo que en México se plantee esta cuestión. Debo de confesar,
sin embargo, que en mi caso no hubo alguien que me condujera a este género:
ni un maestro espectacular, ni un abuelo escritor, ni una escuela sensible.
Conformados dentro de una minoría, los lectores de poesía seguirán surgiendo
aun con la ausencia de estímulos específicos. La poesía, el género más
hermoso y menos rentable de cuantos hay en la tierra, corre muchos peligros,
menos uno: el de la propia sobrevivencia. Como ha sucedido desde que el
hombre probó la manzana, la poesía ofrecerá a cada generación eso que
André Gide llamó “los alimentos terrestres”.

Carlos Illescas (Guatemala, 1918),


Epístola a don Luis Cardoza y Aragón,
México, Programa Cultural de las Fronteras,
Estado de Chiapas, 1990.

Merced a un acto de la gracia, pienso que la poesía no llega a nuestras


personas sino que ella, más bien, ha estado en nosotros desde siempre en
estado hipnótico, de manera que al manifestarse no hace más que despertar y
despertarnos.
De la literatura no puedo decir igual, de forma que llegué a ella, o vino
hacia mí, sólo porque mis pobres padres y mi hermano mayor dispusieron en
casa, a la luz de una vela, leer libros gordos (folletines dé preferencia) entre
los cuales no faltó (claro) Víctor Hugo. Flammarion le daba a las sombras un
sentido de misterio que no olvido. ¡Oh, Urania!
Desde el día que empecé a mostrar chipotes, producto de las pedreas,
cultivé muchas amistades literarias. El hijo del licenciado Rodríguez me
prestó los cinco tomos de La revolución francesa, de Lammartinne; también
el Decamerón, en la inteligencia de que se trataba de un libro rigurosamente

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pornográfico. Un dirigente obrero me hizo leer a Walter Scott y a Gaspar
Núñez de Arce, de las preferencias de César Vallejo y más delirante que
rebelde. Esto me ocurría en Guatemala entre los doce y los catorce años. La
poesía me había llegado en las páginas de los libros escolares de lectura.
Darío, Valencia, Chocano. No me gustaba Bécquer. Me despistaron sus
prosaísmos y sus rigurosas combinaciones métricas.
Hacia los quince no tenía bigote en qué apoyarme. Esto era trágico,
porque los románticos, sobre todo Espronceda, lo exigían. Sin él me asomé a
otros mundos; y por tal carencia todo lo hacía de oído, tal como lo imponen
los primeros amores en los que Bécquer (ahora sí) me mostró su inagotable
caudal. Con furia escribía poesías imitando a los clásicos castellanos;
costumbre que no dejo después de percatarme que la originalidad estriba en
repetir los pasos de otros, quienes, a su vez, repitieron los pasos de otros.
El público ha sido siempre generoso con mi trabajo, por dicha causa
muchos piensan que no repito los pasos de otros. Yo agradezco cuanto de mí
se afirma o se niega. Tal delirio, sin duda antimaniqueo, no me ha movido
todavía a tirar mis viejos zapatos que me siguen enseñando a caminar solo.
No creo que haya libro que de propósito rechace su acceso a un público
mayoritario (¿masa?), si éste busca su eficacia en la libertad, cuyas
significaciones en hombres y mujeres, animales y elementos naturales,
trascienden el amor destinado a deshipnotizar a la poesía y humanizar a la
literatura.

Sergio Mondragón (Cuernavaca, 1935),


El ocre de los lodos

Mi primer encuentro con la poesía ocurrió en mis libros de primaria Rosas de


la infancia, cuando tenía seis o siete años de edad. En esos libros había
incluidos muchos poemas de poetas mexicanos románticos, la mayoría del
siglo XIX. Ése fue mi encuentro con el ritmo del lenguaje, con la musicalidad
del idioma español. Recuerdo entre aquellos poemas estos versos decasílabos
de Juan de Dios Peza:

Descansaba la pájara pinta


a la sombra de un verde limón
con las alas tocaba las ramas
con el pico picaba la flor…

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También estos octosílabos de la propia María Enriqueta, autora de Rosas de la
infancia:

… rasgó sus nubes el cielo


y en la obscura lejanía
se escuchó una sinfonía
desparramada en mil notas
eran las primeras gotas
allá en el campo llovía…

Y estos otros, de cuyo autor he olvidado el nombre, en que un gavilán que se


ha llevado un pollo, le contesta al hombre que lo acusa de crueldad:

¿no es igual comerlo crudo


que cocido con arroz?

Aquellas lecturas, combinadas con el paisaje y la atmósfera de patios y


campanarios de las ciudades provincianas en las que crecí, despertaron en mí
el amor por lo natural y por la naturaleza que, de una manera u otra, aparecen
en todo lo que escribo. Pero en ese tiempo yo no tenía conciencia de que
había descubierto el ritmo, ni la poesía, ni de que ésta existiera. Eso ocurrió
hasta el año de 1960, cuando conocí a algunos de los poetas jóvenes de ese
tiempo, Homero Aridjis y Juan Martínez, entre otros; la personalidad de este
último, uno de los mejores poetas que escriben en español, me hizo
comprender de manera instantánea lo que era un poeta romántico, la
metafísica del poema y la identidad de vida y poesía; con él pasamos “una
temporada en el infierno” y vislumbramos algunas “iluminaciones”. Todo lo
demás, literatura, salones, estilo, se dio luego por añadidura.
Hoy, a treinta años de distancia y en un segundo aire, empiezo a entender
el significado de mi vocación de escribano de versos y, otra vez, la
identificación de esta vocación con mi “existencia”. La lectura y escritura de
poemas y la reflexión que esos actos suscitan en mí, le arriman limo y agua a
mi vida, le dan sombra abundante en el calor oxidado de estos días de fin de
siglo; me permiten asomarme a la grieta de oscuridad y silencio que yace
entre las palabras: allí donde hallo una vía de escape, mi fuga para burlar al
tiempo.
Como en la poesía encuentro vida, quiero compartirla con los demás. El
modo más directo que conozco para iniciar a la gente en la poesía es brindarle
poemas transparentes, con poco grado de dificultad gramatical, en los que las

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frases fluyan sin tropiezos, construidos con una sintaxis impecable y con
ausencia total de ambigüedades, lo que no implica, naturalmente, que
carezcan de una multitud de sentidos.
Si logramos que el verso se adhiera al ánimo del lector con la naturalidad
que tiene el habla de todos los días, y con la pura belleza de sus imágenes,
todo lo demás se le dará, también, por añadidura.

TALLERISTAS
Ciudad de México, 9 de abril de 1991.

Querida Ethel:
Mucho he reflexionado en tu pregunta sobre la poesía y concluyo que no
lo sé ciertamente, pero al parecer hace tiempo que está dentro de mí formando
parte de lo que era y de lo que soy.
Hoy cuento treinta y seis años y no preciso cuándo entró o si siempre ha
estado aquí, dondequiera que sea ese “estar aquí”.
En la familia de mi madre la literatura es necesidad y no obstante, ignoro
por qué hasta los treinta y cuatro me dejé atrapar por la poesía. Pienso que
podría explicar el por qué y tal vez parecerían justificantes mis argumentos,
pero no sería veraz.
Acepto que hubo indiferencia, ignorancia y quizá hasta temor. Mi
indiferencia e ignorancia de esos años creo que sabes cómo las lamento; en
cuanto al temor aún no lo defino pero trabajo en ello.
En las siguientes líneas pretendo mostrar cómo fue el primer encuentro
consciente con ella.
Espero haberlo logrado.
Patricio

DE MAYO EN ABRIL

Era miércoles
creo que mayo.
El calor subía a quedarse en el techo.
El ventanal a mi espalda
contenía al verde bosque
que paseaba por el viento.

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Un pupitre me abrazaba
mi pluma un cuaderno
aquella camisa a cuadros,
La poesía aguardaba en su frasco de papel
en la mano de Krauze
en el pecoso seno en el labio.
Casi silencio…
“Yo voy soñando caminos…”
Cayó una hoja del bosque
y una ardilla pelirroja peligris
asomó la nariz al sopor de aquel mayo cautivo
y venteó el poema:
“Yo voy soñando caminos
de la tarde…”
Fue allá en la Quinta del bosque
Quinta de miércoles Colorada de versos.
Yo contaba treinta y cuatro
era el año del Dragón
creo que mayo.
Patricio Eufraccio, abril 1991

La poesía y yo, testimonio

En la azotea de mi casa, mientras lavaba, Carlos me leía:

Hay almas que tienen


Azules luceros,
Mañanas marchitas
Entre hojas del tiempo…

Tenía Carlos entonces dieciocho años y yo catorce y después de escucharlo le


decía: eso está bonito, pero ¿de dónde sacas esas cosas que me lees? ¡A veces
pienso que estás loco!
Mi primo Carlos se fue a estudiar a otra ciudad y con él, se fueron los
versos de García Lorca. Yo me metí en quehaceres de buscar trabajo para
ayudar en mi casa, luego en los de casarme y de tener hijos.
A los cuarenta y cinco, cuando empecé a buscar un pasatiempo para dejar
vivir en paz a mis hijos, y ya sin marido, me apunté en un taller de literatura.

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Tuvo que ser de literatura porque por ese tiempo pasaron dos cosas: a mí me
dio por leer los libros que mi marido había dejado cuando nos separamos, y a
algunas instituciones del gobierno les dio por abrir talleres de cuento, poesía y
creación literaria. Al “de tin marín de do pingüe” escogí el mío.
Volví a encontrarme con García Lorca. Me dejé seducir por sus lunas, sus
gitanas, por sus palomas ciegas y sus lirios. Por primera vez me enseñaron a
San Juan de la Cruz y su “Noche oscura”, a Sor Juana y sus sonetos, a
Gorostiza y su Muerte Sin Fin, a Jaime Sabines y sus “ataúdes de agua”. Al
entrar en su mundo los exprimí lo más que pude para robarles una gota de su
fuente, pero más que otra cosa, los gocé.
Me gusta la narrativa. Disfruto mucho de Alfonso Reyes en cualquiera de
sus ensayos. Me apasiona el cuento; pero cuando el alma me pide hablar, no
tengo otro remedio que hacer versos. Es algo involuntario. De pronto alguna
palabra empieza a rondar a toda hora mi pensamiento, luego se junta con otras
y empiezan a cuchichear y a cuchichear hasta que arman un barullo tan fuerte
y constante que tengo que ir a buscar lápiz y papel para ponerme a formarlas
en el orden que quiere mi sentimiento. Sólo entonces me dejan tranquila.
Hago versos. No sé si buenos o malos porque no me importa. Cuando
empecé todo esto, me dije que nunca escribiría poesía. Que la poesía, según
pensaba entonces, estaba reservada para los elegidos; para aquellas personas
dotadas por la “inspiración”. Seguramente lo dije porque todavía no me
regalaba algunos minutos para permitirme bucear dentro de su música.
María Elena Carecero

Un poco de entonces

Entonces la casa era de techos levantados, de persianas de tanto vidrio, de


tanta geometría para el trópico…
Lleno de helechos y mosaicos, de sombras limoneras, de sonrisas, de
flores copa de oro, uno sudaba felizmente, sin mañana. Enfrente, el injusto
zacatal de lanzas verdes perdía para siempre los últimos jonrones del día. Los
equívocos futboleros gozaban en cambio la esperanza del rescate; si uno se
atrevía a los gritos de don Fidel, a su patio abundante en perros invencibles, la
recompensa era convertirse en héroe de trece años, saberse parte de esa horda
de niños irrepetibles, habitantes puros de calles con nombres de mitologías,
gobernadores devotos de las Talasca, las Acuatempa, las Miquetla. No sin
pudor lo garantizo: todos éramos entonces rotundos dueños de una instintiva
primavera.

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El abuelo Francisco me tuvo en sus brazos diez o doce veces.
Escasamente sé de su dócil machismo, de sus cabellos de obrero, de sus
muchas horas a lomo de ferrocarril. Murió velozmente, despidiéndose de los
pinos de su tiempo, creyendo sentir por primera vez el húmedo frío de la
sierra de Veracruz. Del trópico no conoció ni el perfume. Una ironía no
demasiado trágica destinó sus trescientos libros, que nunca terminó de leer, a
la casa de entonces.
Un altivo librero, tan inexplicablemente sin oxidar, tan metálico como las
locomotoras donde el abuelo dejó la vida, tan obligatorio como el mediodía,
me esperaba cada tarde en la casa de entonces. Casa de noventa mil pesos
durante quince años, casa igual a otras ciento cincuenta casas. Cada tarde, sin
hermanos, era El Tesoro de la Juventud, veinte tomos, suavísima piel, doradas
letras, papel luminoso. Cada tarde de padres trabajando eran los atlas
geográficos, los techos inmóviles de la casa, el Cyrano. Cada tarde de otras
ausencias eran la víspera del juego, Julio Verne, la espera por la madre, la
tarea. Una específica tarde del montón de aquéllas, cada tarde fueron al fin
los Tesoros del Declamador; fueron al fin López Velarde, Gutiérrez Nájera,
Machado, León Felipe. Fueron después muchas tardes evadiendo mandatos
inútiles, queriendo ser sordo de veras, alcanzando el refugio del baño con un
solo e impostergable libro. Y fueron en muchas tardes, pasadas dos horas, el
salir sigiloso, los difíciles pasos, las piernas como de alka-seltzer, el alma
completísima.
No consigo explicar este redondo, seguro azar que me llevó a confiar en la
literatura. Me ha otorgado tanta vida, ojalá también un poco de consuelo.
Hernando Zamora, abril de 1991

Saturación ambiental

Con los niños de otra vivienda de la vecindad, reunidos alrededor de una


destartalada radio Majestic —antes de aprender a leer— seguía expectante las
transmisiones de “Kalimán” y “El ojo de vidrio”. El suspenso provocado al
final nos ponía en ascuas; esperábamos con ansia el próximo desenlace de la
serie, mientras nuestras mentes iban poblándose de inusitadas imágenes
visuales.
Las balas perdidas pegaron aquí en mi pecho, quisiera ser pescadito
chiquitito y nadador y otros fragmentos de la música popular mexicana y
cubana se nos fueron pegando entrañablemente al corazón.

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Un zapatero remendón muy pobre, con físico de conquistador español,
quería iniciarnos en su oficio de cortadores de neolite. Sacando clavos de la
boca nos contaba historias; hasta llegó a decir que estaba escribiendo una
novela apocalíptica donde sólo las ratas sobrevivirían.
Finalmente el personaje de un poeta tuberculoso, miserable y romántico
—autor de La rama de mármol— de la revista Lágrimas y risas me trepó,
creo que de por vida, en los andamios de la literatura.
José Jaime del Valle del Pego

Otros insomnios

Cuando yo tenía cinco años, en Tapachula, mi pueblo, no había televisión y la


siesta después de comer era obligatoria. Aunque ya desde entonces dormía
poco y mal, a querer o sin ganas, tenía que acostarme. Sin embargo, ni el
silencio acalorado de mi casa, ni el miedo a ser castigada, lograban que me
durmiera, y descalza y de puntitas, me dedicaba a registrar gavetas y roperos
mientras la taquicardia me registraba a mí. Descubrí que las llaves del
trinchador también abrían la vitrina, que la cocinera fumaba a escondidas y
que las bolitas de naftalina olían a todos los años de los manteles bordados.
Para cuando terminé de hacer el inventario de peltres y porcelanas, linos y
percales, canela en rama y pimienta de Castilla, todavía tenía por delante una
ensarta entera de siestas por no dormir, así que fui a caer en los libreros de
cedro y cristal.
A los siete años comencé a leer sin orden y con hambre: la mitología
griega se me hacía idéntica a los chismes de mi pueblo, sólo que la gente tenía
otros nombres. A los nueve, aprendí a disimular que el “Corazón de Piedra
Verde”, ya había pasado por mis ojos —aptos apenas para otro “corazón”: de
De Amicis— y no me acuerdo en qué momento el índice de El Tesoro de la
Juventud me era más conocido que el mapa de mi estado. Ese 10 de mayo,
hice una cuarteta de melcochoso amor filial, y el día del maestro, mi nieve de
tamarindo marcaba el compás mientras yo recitaba como taravilla:

Ojos que nunca me veis


Con cien cañones por banda
por recelo o por decoro
viento en popa a toda vela
ojos de esmeralda y oro
no corta el mar sino vuela

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fuerza es que me contempléis
un velero bergantín

Después vinieron otros insomnios, en los que mis dieciséis años alborotaban
mis afanes y mis crinolinas. Fueron Lorca y Bécquer, las “Redondillas” de
Sor Juana y las “Decimas” de Pita Amor, Amado Nervo y López Velarde,
Veinte poemas de amor y una canción desesperada y “Tus cinco toritos
negros”, así, con gozo, revueltos todos, entremezclados todos, aquéllos y los
demás y el grito de mi mamá: ¡apaga la luz!, y mi dinero del domingo gastado
en pilas para la lámpara de mano y mi primer, primer amor. Fueron noches de
sudor escondido y asustado, de buscar con hambre lectora el poema que
sintiera lo que yo sentía, de buscar con hambre escribidora las palabras
exactas, las mías, de despellejarme los ojos tratando de hallar una respuesta
—así, en minúsculas—, a alguna de mis preguntas y de ignorar mi culpa: “si
no hace nada, se pasa todo el día nomás leyendo, por eso luego no le da
sueño, se va a quedar ciega, niña”. Y de repente, el hallazgo luminoso del
verso que yo hubiera querido escribir, del poema que se me había adelantado.
Después de algunos años, fueron otras las siestas que se quedaron con
ganas de atraparme, y eso, que si no fuera lugar común, me atrevería a decir:
la vida. Revolví y revolví cajones y entrepaños: pañales, camisitas, pomadas
para las rozaduras, recetas infalibles de guisos celestiales, desmanchadores
fabulosos que también suavizaban las manos, fotografías felices de gente
triste, mi fotografía. Y con esa memoria busqué la réplica adulta de mis
libreros de la infancia.
La encontré: taller literario, poesía. El insomnio dejó de ser piedra rugosa,
para cantar con silencios de vidrio, cesó de espantarme y lo abracé.
Todavía hay muchas preguntas para las que sigo sin tener respuesta, que
me pican como urticaria, pero hay una, una, más insistente: ¿cómo se puede
lograr que los niñitos —sin importar su edad—, que no pueden dormir siesta
encuentren los libreros?
Martha Vázquez Lacroix, abril de 1991

Exaltación volcada en frases

A los siete años era difícil tener noción de la poesía, pero curiosamente a los
ocho, empecé a vivir “estados poéticos” (estados de ánimo cargaditos de
sensación, de emoción y sentimiento, de un aire amoroso, otras veces
acechante), por ejemplo: el registro en un día de campo de los dardos del sol

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en el follaje, la barriga de la montaña luminosa, el acto de alzar el mantel
sucio, donde habíamos reído, imaginando las huellas de vino tinto como
pisadas de alegres duendes y las piñas recogidas como hadas viejas del
bosque. Esos momentos que se volvían cuadros, casi siempre iban en busca
de palabras o expresiones.
Los conejos muertos a palazos por niños crueles o a los nueve años captar
un toque de anís en las flores de junio; enseñarle los calzones a los
muchachitos en el jardín-espía, fueron inicios de una exaltación que
necesitaba ser volcada en frases. Y así inventé una canción; mis pantalones
nuevos de “campana”, la piedra nublada, las migajas del trueno me dicta su
letra. Creo, ése fue mi primer contacto con la poesía.
En la primaria (escuela “activa”) incluyeron como parte de los talleres la
imprenta y como “obligatorio” escribir un texto —tema libre— cada semana;
los viernes en clase todos leíamos nuestros poemitas y por votación era
elegido el que más gustaba, para después imprimirlo uno mismo en el
cuadernillo mensual con ilustraciones.
Esta sencilla tarea cultivó el deseo y el hábito de expresar un pedacito de
mundo, un hueco interior, un miedo o alguna proeza. Más adelante nació el
taller de teatro, donde preparamos el montaje de poemas escritos por niños
polacos durante la guerra en el gueto llamado Terezín.
Además en casa, por las noches, mi madre comenzó a leernos a Ray
Bradbury. Mi padre narraba sus cuentos de aventuras urbanas, cuando no
podíamos dormir. También eran muy frecuentes las chorchas de intelectuales,
los sábados; escuchábamos poemas de Nicolás Guillén, fragmentos de Eunice
Odio (de los que recuerdo), claro, de todo aquello no entendíamos gran cosa,
pero al vuelo pescábamos el ritmo o una uva del racimo. Las libélulas ya
andaban por ahí.
Estas reuniones afilaron mi oído y acompañar a mi madre al periódico en
que entregaba su artículo semanal; los pasillos misteriosos, el encuentro con
personajes únicos, el olor de las máquinas y la tinta hicieron que poco a poco
la nube literaria me fuera bañando.
En la secundaria conocí a López Velarde, Amado Nervo, Altamirano, el
Poema del Mío Cid, hasta llegar a Cervantes. Confieso que G. Adolfo
Bécquer me pareció cursilísimo, nunca le di el golpe.
A los quince años: la enormidad de Shakespeare y Chéjov.
Escribir cartas fue una manera de transitar en la prosa (futura poesía). En
ellas buscaba comunicar mis vivencias, mis impresiones de una forma no
convencional, atrevida, con chispazos; me aburrían los lugares comunes o

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“tipiqueses” como las llamaba; entonces probé ser distinta, esa rebeldía me
llevó a jugar, a inventar a sorprenderme a mí misma; escribía cartas, además
porque la danza me daba impulso, fuerza y expansión.
Luego, con el amor apareció en las fiestas Neruda y sus versos titilantes,
Machado y León Felipe.
Hasta los diecisiete años mi primer poema brotó de un preludio de Bach.
Entré al taller de poesía de la UNAM (con Juan Bañuelos). Después escribí de
rabia. Hice teatro (Shakespeare, José Revueltas, Romain Rolland).
En los peseros devoré lo más deslumbrante para mí en esa época:
Rimbaud. Deseaba ser como él, “sentar a la belleza en mis rodillas”, y por
contagio mis versos salieron agresivamente, golpeaban, sufrían, tenían luz.
Escribí porque sentí hambre, por erotismo, para poblar distancias tediosas en
camiones, cuando descubrí a Julio Castillo, mi primer muso. Porque costaba
trabajo nombrar la belleza, el caos, la magia…
Cuando vi también el primer amanecer con Vicente Anaya leyendo el
“Aullido” de Allen Ginsberg. Cuando representé a Titania y Shakespeare me
decía cada noche “pobre enferma de amor”. Desde entonces sigo leyendo
poesía, porque en las calles normalmente no ocurre nada quijotesco.
Porque la poesía es mejor que la cerveza, por placer estético, porque
afuera el humo me adormece, en cambio la lectura alerta mis sentidos, me
olvido de la Ruta 100 o la incrusto en algún texto, si no, ¿cómo sostener el
resplandor apolíneo en la estación del metro Balderas?
Leer poesía me transforma, huelo con sus narices, o caigo en su lodazal,
gozo, deambulo en ella, ambiciono, heredo, toco a mis antepasados, toco a
otras razas; leer purifica las depresiones, lava mi neurosis.
Viajes, hoteles y libros me vuelven más poeta. Atrás de cada poema hubo
algo-alguien hechizante: el ballet, mi gente, y el teatro, la arquitectura, la
sangre, mis amigos y mis amantes; terremotos, broncas, separaciones, árboles,
¡ay los árboles tan seguido cabeceando en mi poesía!
Soluciones:
La poesía en los libros asusta, sobre todo si no existe una introducción
amena desde temprana edad. Sería vital hacerlo por medio de pequeños
montajes propiciando la imaginación desde niños.
Pegarla en los muros de la ciudad, como una corrida de toros o un festival
de rock: siempre se me antojó verla en cualquier esquina, sobre periódicos
murales gigantes. Otra solución sería que la T. V. nos bombardeara de
poemas igual que los comerciales (esto un poco utópico, lo sé, pero de esta
manera no habría forma de escapar, cada día tendríamos el agasajo de un

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César Vallejo, Quevedo, Huidobro, Saint John Perse, Sabines, Efraín Huerta,
Cardenal, Ferllingueti, Catulo, etcétera).
Llevarla al teatro como lo hizo “POESÍA EN VOZ ALTA” y otros
grupos.
Vera Larrosa

Difícil decir algo novedoso

La inquietud por la poesía la tuve siempre, más no siempre puede uno


dedicarse a leer poesía y menos a escribirla. Han sido varios los temas que he
querido saber y conocer. Han sido varios los temas que he estudiado. Estudié
ingeniería química, aprendí computación y matemáticas, trabajé en
computación y contabilidad. En todo ese tiempo tenía una especie de vacío,
una inconformidad con mi existencia, una tristeza que ha sido mi compañera
invisible y pesada, compañera de aquí, de allá y donde fuera. Ahora que estoy
en la poesía y en la literatura esos sentimientos han disminuido, no
desaparecido, pero encuentro más conformidad en mis actos.
Conocí a una mujer a quien la poesía la apasionaba, la apasiona. La
conocí en cierto lugar hace algún tiempo; la oí hablar, intuí su forma de
pensar y de sentir. ¿Amor?, quizá hubo amor, aunque esto no debiera ser lo
más importante, lo más importante es que su pensar y su sentir me
representaron la linealidad del sonido, la precisión de la luz, como una línea
perfecta, precisa, certera y profunda.
La descomposición de la luz en líneas debe lograrse mediante un proceso
complicado y exclusivo. Conocer la poesía por medio de ella fue también un
fenómeno exclusivo, gozoso, particular e irrepetible. ¿Debiera esperar otro
fenómeno parecido en mi vida?, no creo que se repita, aun cuando la poesía
me dice que es posible. De todos modos ahora tengo motivos para ser feliz.
La sensibilidad de ella me deslumbró. Yo, egoístamente, pensé que también
podría desarrollar mi percepción hacia el mundo y mi sensibilidad ante los
sentimientos; después de todo, me encontré con la poesía hecha mujer, la
mujer convertida en perfección.
El tiempo pasó y ella se fue, se fue porque tenía que irse, como cada día
se va la luna, me dejó sin ella, pero no solo, porque yo estaba cohabitando con
la poesía, ¿romanticismo barato?, ¿conformidad del inseguro? Es posible. Lo
certero es que no siempre he comprendido la poesía que leo, ni siempre ha
sido agradable entenderla; algunas veces es dulce y otras agria, pero cuando
he logrado sentirla y comprenderla siempre ha sido satisfactoria.

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Leo poesía cuando quiero leerla, no siempre quiero, pero algunos días sí
quiero; quiero llorar, reír, pensar, sentir, creer en mí, creer en la gente.
He escrito poca poesía, es difícil decir algo novedoso es difícil decir algo
con lenguaje y con corazón de poeta. Cuando escribí un poema lo escribí con
la vanidad a flor de piel, pensando, esperanzado, en que yo también podía.
Quien quiera escribir poesía debiera llenar su vida de poesía. Al intentar
escribir poesía quizá no logre escribir un buen poema, quizá logre, como si
fueran escamas de pescado, quitar lentamente lo burdo de mi ser, ¿sentido
utilitario de la poesía? Ni modo, no puedo decir que escriba poesía todo el que
quiera escribirla. No todos pueden, ni todos saben.
José Luis Megchun González

Las frases perdidas

Mi primer encuentro con la poesía fue a los siete años. Cursaba el segundo
grado de primaria y recuerdo todavía la emoción que me causó la lectura de
un pequeño poema de primavera. Aparecía en las primeras páginas de libro de
lengua nacional con unos dibujos llenos de color: “entre flores, árboles y
mariposas al revuelo. Una niña jugaba muy alegre cerca del río”.
Mi descubrimiento fue mayor cuando al leerlo en alta voz encontré como
un canto, un sonsonete fácil de pronunciar. Y entonces la belleza que evocaba
me pareció de una fascinación desmedida. Fue desde este momento que las
mariposas, las flores, los árboles y el río, se cargaron para mí de un halo
especial.
Ahora estoy segura; fue después de este poema, que la poesía me habitó
para siempre.
El poema decía algo así:

El ave canta en el boscaje


la flor revienta en el pensil
el campo estrena nuevo traje.

¡Ya llegó abril!, ¡ya llegó abril!…

No recuerdo la continuación del poema. Sin embargo, a través de los años me


siguió resonando como rumor interno.
En un esfuerzo por recordar la segunda parte —que por cierto olvidé
definitivamente— se me convirtió en música interna con un mismo ritmo.
Luego perdía intensidad, después regresaba. Lo que me dejaba una sensación

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de continuidad, de ardiente deseo por expresar algo bello también con
palabras.
Durante años tuve el deseo de llenar otra vez el poema con las frases que
le faltaban. Las que se me perdieron tal vez en los enormes patios de la
escuela; junto a los álamos, en las banquetas juguetonas o en las ventanas de
los salones. Donde, decían, salía “la pata peluda” o “el hombre sin cabeza”;
ahí en los traspatios, donde nadie debiera asomarse.
Este encantamiento poético, me llevó a leer todos los poemas del libro de
lecturas, antes que la maestra Maricela Mayén lo pidiera.
En las vacaciones de fin de cursos ya para entrar a la secundaria, se puso
de moda —aunque parezca raro—, un poema de Amado Nervo, “El gran
viaje”, por adelantarse a su tiempo en cuanto a viajes espaciales se refiere y
aludir de alguna manera al viaje a la luna que por fin se logró en 1969.
Así conocí a Nervo y en esos días adquirí su poemario. Después Sor Juana
Inés de la Cruz, López Velarde, Rubén Darío y Tablada, entre otros.
Al paso del tiempo me he convencido de que la poesía es la suprema
belleza hecha palabra. Es la máxima expresión del espíritu humano.
Pero sobre todo, es ese rumor que de pronto nos asalta y que sólo algunos
eligen escuchar.

Hoy siete de abril


nace un poema
y no es el poema del desvelo
ni del insomnio.
Es la palabra desnuda y terca
que sólo abre al deseo.
Como la rosa blanca
con la primera luz de la mañana.
Es el poema sombra
que siempre me acompaña.
Es el poema lluvia
el que solo emerge
desde su primigenia guarida.
Es un volcán poema,
guardado por el tiempo.
Una mañana de primavera
con un libro entre mis manos.
Abril llegó y con él los años.
Los que muy bien albergaron

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entre el polvo, las hojas
de mi libro “de segundo año”.
Juana María Naranjo

Expansión emocional del espíritu

Mi primer encuentro con la poesía lo tuve de pequeña. Mi madre me


entretenía recitando lecturas del libro Mantilla, librito que incluía rimas,
sonetos, fábulas y hasta preciosas lecciones de ortografía en verso. Le gustaba
que rezara y me obligaba a hacerlo; además de las oraciones a la virgen y al
santo Ángel de la Guardia, aquella famosa de “No me mueve mi Dios para
quererte, el cielo que me tienes prometido…”. Por otro lado, mi padre gozaba
inventándome cuentecillos que me hacían reír por sus rimas graciosas.
Las experiencias de mi infancia me dejaron, además del gusto por la
lectura, un entendimiento de la poesía y el amor a su musicalidad. Más tarde,
ya adolescente, me embelesé con Gustavo Adolfo Bécquer. Desde entonces
amo la poesía, es parte de mí, no podría estar sin ella y como dice Jacques
Maritáin: “La poesía es alimento espiritual pero no sacia, por el contrario hace
al hombre más hambriento, en eso estriba su grandeza”, añade: “la poesía es
el paraíso de la razón pensante, la poesía es una dimanación de lo espiritual en
las cosas de los sentidos que se expresa en los sentidos y en el deleite de los
sentidos”.
Para mí, es un refugio y es también una expansión emocional de mi
espíritu.
Escribir poesía, sería para mí, indudablemente, expresar los sentimientos
y emociones que desde mi perspectiva me causa el mundo que me rodea y mi
propia existencia.
En mi opinión es imprescindible infundir a los niños, no digo desde la
primaria, sino desde párvulos, el hábito de la lectura. Hay hermosas rimas
para niños que empiezan desde las canciones de cuna, aquellas que cantaban
las abuelas y que habría que recopilar y difundir a través de la radio,
televisión, escuelas, revistas y libros.
Así desde niños aprenderían a gozar la musicalidad de las rimas. Impulsar
a los niños para que las lean en voz alta y las memoricen. Más adelante, es
verdad, la lectura de la poesía requiere de más concentración para gozar su
contenido, pero eso se dará como fruto de la semilla que se sembró desde la
niñez.

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En la colección La Saltapared editada por CIDCLI en 1985 hay dos libros
excelentes para niños que no han tenido la divulgación que verdaderamente se
merecen: 1. La Luciérnaga, “Antología para niños de la poesía
contemporánea”, compilación de Francisco Serrano con ilustraciones de
Alberto Blanco. 2. La Quisicosa, adivinanzas tradicionales para niños.
Radio Universidad tenía hace tiempo un programa “El Rincón de los
Niños”, un programa delicioso que incluía además aquellos juegos
tradicionales con versitos que de niño uno aprendía. Desafortunadamente se
suspendió.
La poesía, si se enseña a amarla desde la infancia, siempre será música
para el oído, la razón y el corazón.
Un haikú sobre poesía.

POESÍA
¡Que son cocuyos
las linternas
de la imaginación!
Lucrecia Navarrete

Mi encuentro con la poesía

En mi casa los libros eran parte importante del placer de vivir, llegaban por
correo a mis padres al apartado pueblo de Sonora al cual fue enviado mi padre
como jefe de salubridad, recién terminada su carrera de médico; íbamos
felices a recoger los paquetes al correo, el tiempo empleado para
desempacarlos hacía que la emoción se tornara casi insoportable, eran
momentos de una importante comunión familiar. Desde pequeña tuve la
Ilíada, EL Quijote, Hamlet, Romeo y Julieta que para mí era un cuento de
hadas como el de la Bella Durmiente. Los dos me leían con una devoción y
cariño que agradeceré siempre.
Lorca llegó a mi vida con su mariposa y su lagarta que perdió el anillo de
desposada, antes de que yo aprendiera a leer. Oscar Wilde alimentó mis
fantasías adolescentes con su El ruiseñor y la rosa; a Darío, Nervo,
Hernández, Nájera y muchos más los interpreté en la primaria, era la
recitadora de la escuela; en la secundaria dos maestros de literatura apoyaron
mi amor por ésta, Meneses y Burrola, con su apoyo gané algunos concursos

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de creación literaria y con ello se acrecentó para siempre en mí el amor por la
poesía.
Luciela Martínez Guerra

Un hombro jala una estrella

El primer encuentro con la poesía fue en mi niñez. Regresábamos de un día de


campo, papás, hermanos, primos y amigos en la Rambler. No siempre me
tocaba la ventanilla, era un lugar que se obtenía por jerarquía cronológica;
cuando me tocaba, como te toca un asiento en el metro, quedaba prensada
entre la puerta y la bola de niños y miraba las estrellas. Algo maravilloso
sucedía entonces, mi mamá empezaba a tararear una canción, mi papá la
seguía y nos arrullaban “Caballito blanco”, “La Santa Catarina” y “La tarara”
son canciones que ahora hacen que me menee de un lado a otro; un hombro
jala una estrella y el otro otra, y así.
Claudia Martínez P.

Cómo me acerqué a la poesía

La poesía fue para mí, el primer contacto real con la naturaleza y el amor. Mi
lengua materna es el español, pero mi iniciación fue con la poesía inglesa.

My love is like a red, red rose


That’s newly sprung in June;
My love is like the melodie
That’s sweetly played in tune…

And I will love thee still, my dear,


Till a’ the seas gang dry…[82]

(Mi amor es como una rosa roja, roja que florece en junio; mi amor es como
una melodía tocada en una dulce tonada. Y te amaré aún mi querida cuando
todos los mares se sequen).

El amor, que en la juventud, uno cree que durará siempre. Yo no había


oído el canto de los pájaros hasta que:

Do you ask what the birds say?


The Sparrow, the Dove,

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The Linnet and Thrush say, “I love and I love!”[83]

(¿Preguntas por qué cantan los pájaros? El gorrión, la paloma, el tordo dicen,
“¡Yo amo y yo amo!”)

Teach half the gladness


That thy brain must know,
Such harmonious madness
From my lips would flow,
The world should listen then, as I am
Listening now.[84]

(Enséñame la mitad del gozo, que tú debes conocer, locura tan armoniosa de
mis labios fluiría, que el mundo escucharía como yo ahora).

El esplendor, la sorpresa de un campo lleno de flores:

I wandered lonely as a cloud


That floats on high o’er vales and hills,
When all at once I saw a crowd,
A host, of golden daffodils!
Beside the lake, beneath the trees,
Fluttering and dancing in the breeze.[85]

(Vagaba solitario como una nube que flota en lo alto sobre valles y colinas,
cuando de repente vi una muchedumbre, una hueste de dorados narcisos,
junto al lago, bajo los árboles, revoloteando y bailando en la brisa).

La fantasía, el sueño, el misterio se convirtieron en parte sustancial de mi


adolescencia:

And all should cry, “Beware, Beware!”


His flashing eyes, his floating hair!
Weave a circle round him thrice,
And close your eyes with holy dread,
For he on honey-dew hath fed,
And drunk the milk of Paradise.[86]

(Y todos gritarían, ¡cuidado, cuidado! Sus ojos relampagueantes, su cabello


flotante, tejan tres veces un círculo a su alrededor y cierren los ojos con pavor

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sagrado, pues él se ha alimentado de rocío de miel y bebió leche del paraíso).

La anticipación, el miedo a la muerte temprana:

When I have fears that I may cease to be


Before my pen has gleaned my teeming brain,
Before high-piled books in charactery,
Hold like rich garners the full ripened grain…[87]

(Cuando tengo miedo que pueda cesar de ser, antes que mi pluma haya
recogido mi rebosante cerebro, antes que libros apilados contengan como
ricos graneros el grano maduro…)

Me vestía de negro y “pálida y melancólica” me sentía Hamlet, ¡sólo me


faltaba la calavera!
Así podría seguir citando versos y enumerando poetas, pues viví muy
intensamente a través de ellos, tanto, que la realidad ya me parecía plana y
gris.
Ya en la adultez entré al taller literario de Ethel Krauze y empecé a trabar
contacto con la poesía en español. Me sonaba ajena y forzada y mucho menos
musical que en inglés. Pero la paciencia y el amor de Ethel por la literatura
me fueron llevando lentamente hasta que mis oídos “oyeron”, “sintieron” el
gozo de Machado, Manuel José Othón, Gorostiza, Sor Juana, Quevedo,
etcétera, pues la lista sería interminable.
El sedimento que dejó este contagio es un mayor vínculo con la vida “allá
afuera”, pues me ayudó a verla y a gozarla, y, a amar en un sentido amplio.
Mali Haddad

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ANTOLOGÍA

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MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN


Eugenio Florit

Sí, venid a mis brazos, palomitas de hierro;


palomitas de hierro, a mi vientre desnudo.
Qué dolor de caricias agudas.
Sí, venid a morderme la sangre,
a este pecho, a estas piernas, a la ardiente mejilla.
Venid, que ya os recibe el alma entre los labios.
Sí, para que tengáis nido de carne,
y semillas de huesos ateridos.
Para que hundáis el pico rojo
en el haz de mis músculos.
Venid a mis ojos, que puedan ver la luz,
a mis manos, que toquen forma imperecedera,
a mis oídos, que se abran a las aéreas músicas,
a mi boca, que guste las mieles infinitas,
a mi nariz, para el perfume de las eternas rosas.
Venid, sí, duros ángeles de fuego,
pequeños querubines de alas tensas.
Sí, venid, a soltarme las amarras
para lanzarme al viaje sin orillas.
¡Ay!, que acero feliz, que piadoso martirio.
¡Ay!, punta de coral, águila, lirio
de estremecidos pétalos. Sí. Tengo
para vosotras, flechas, el corazón ardiente
pulso de anhelo, sienes indefensas.
Venid, que está mi frente
ya limpia de metal para vuestra caricia.
Ya, ¡qué río de tibias agujas celestiales!…

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¡Qué nieves me deslumbran el espíritu!…
¡Venid! Una tan sólo de vosotras, palomas,
para que anide dentro de mi pecho
y me atraviese el alma con sus alas.
¡Señor, ya voy, por cauce de saetas!…
Sólo una más y quedaré dormido.
Este largo morir despedazado
cómo me ausenta del dolor. Ya apenas
el pico de estos buitres me lo siento…
¡Qué poco falta ya, Señor, para mirarte!…
y miraré con ojos que vencieron las flechas,
y escucharé tu voz con oídos eternos,
y al olor de tus rosas me estaré como en éxtasis,
y tocaré con manos que nutrieron estas fieras palomas,
y gustaré tus mieles con los labios del alma…
Ya voy, Señor. ¡Ay!, qué sueño de soles,
qué camino de estrellas en mi sueño…
Ya sé que llega mi última paloma…
¡Ay! Ya está bien, Señor, que te la llevo
hundida en un rincón de las entrañas.

LAS PALABRAS
Octavio Paz

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,

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haz que se traguen todas sus palabras.
Puerta Condenada, 1938-1948

SONETOS BÍBLICOS
Concha Urquiza
JOB
Y vino y puso cerco a mi morada
y abrió por medio della gran carrera.
Fray Luís de León
trad, del libro de Job

Él fue quien vino en soledad callada,


y moviendo sus huestes al acecho
puso lazo a mis pies, fuego a mi techo
y cerco a mi ciudad amurallada.

Como lluvia en el monte desatada


sus saetas bajaron a mi pecho;
Él mató los amores en mi lecho
y cubrió de tinieblas mi morada.

Trocó la blanda risa en triste duelo,


convirtió los deleites en despojos,
ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,

hirió la tierra, la ciñó de abrojos,


y no dejó encendida bajo el cielo
más que la obscura lumbre de sus ojos.
10 de Julio, de 1937

VERS LENNUI
Jon Juaristi
But who is that on the other side of you?

Entonces era el mundo. Qué grande parecía.


En el límite mismo del verano, qué dulce

Página 114
el tiempo que se abría, la luz indeclinable.

Entre el pinar y el río se extendían los huertos:


los pequeños retazos de maizales y habares
brillaban agolpados bajo el oro de junio.

Inventar cada día las cosas, empaparse


del sol, buscar los nombres del grillo y de la arena,
del hinojo fragante, del cangrejo, del cuarzo.

Y el regreso: la tarde nos devolvía al sueño


por estradas de polvo y escoria triturada,
dóciles a las voces cercanas del cansancio.

Pero yo te sentía. Tú venías conmigo,


ángel del tedio, hermano, arrojando tu sombra
sobre las zarzamoras, tu sombra abominable.

TRES RECUERDOS DEL CIELO


Rafael Alberti
Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer
PRÓLOGO

No habían cumplido años ni la rosa ni el arcángel.


Todo, anterior al balido y al llanto.
Cuando la luz ignoraba todavía
si el mar nacería niño o niña.
Cuando el viento soñaba melenas que peinar
y claveles el fuego que encender y mejillas
y el agua unos labios parados donde beber.
Todo, anterior al cuerpo, al nombre y al tiempo.

Entonces, yo recuerdo que, una vez, en el cielo…

PRIMER RECUERDO
… una azucena tronchada.

G. A. Bécquer

Página 115
Paseaba con un dejo de azucena que piensa,
casi de pájaro que sabe ha de nacer.
Mirándose sin verse a una luna que le hacía espejo el sueño
y a un silencio de nieve, que le elevaba los pies.
A un silencio asomada.
Era anterior al arpa, a la lluvia y a las palabras.

No sabía.
Blanca alumna del aire,
temblaba con las estrellas, con la flor y los árboles.
Su tallo, su verde talle.

Con las estrellas mías


que, ignorantes de todo,
por cavar dos lagunas en sus ojos
la ahogaron en dos mares.

Y recuerdo…

Nada más: muerta, alejarse.

SEGUNDO RECUERDO
… rumor de besos y batir de alas…

G. A. Bécquer

También antes,
mucho antes de la rebelión de las sombras,
de que al mundo cayeran plumas incendiadas
y un pájaro pudiera ser muerto por un lirio.
Antes, antes que tú me preguntaras
el número y el sitio de mi cuerpo.
Mucho antes del cuerpo.
En la época del alma.
Cuando tú abriste en la frente sin corona, del cielo,
la primera dinastía del sueño.
Cuando tú, al mirarme en la nada,
inventaste la primera palabra.

Página 116
Entonces, nuestro encuentro.

TERCER RECUERDO
… detrás del abanico
de plumas de oro…

G. A. Bécquer

Aún los valses del cielo no habían desposado al jazmín y la


nieve,
ni los aires pensando en la posible música de tus cabellos,
ni decretado el rey que la violeta se enterrara en un libro.
No.
Era la era en que la golondrina viajaba
sin nuestras iniciales en el pico.
En que las campanillas y las enredaderas
morían sin balcones que escalar y estrellas.
La era
en que al hombro de un ave no había flor que apoyara la
cabeza.

Entonces, detrás de tu abanico, nuestra luna primera.

PRIMER OFRECIMIENTO
Efrén Hernández
Se hace al amante que ha conocido
el fin de sus trabajos.

Al que haya sido herido, al lastimado


de la incisión de amor, al que haya sido
por el divino dardo señalado.

Nunca a ninguno más, sólo al tocado,


abierto ya del alma, ya ablandado,
fácil de corazón, únicamente
a aquel que ya haya sido
camino caminado.

Página 117
Que no padezca el mal, la paz pasiva
de la virginidad, ni la dureza,
la cerrazón impía,
la ceguedad mortal del inviolado.

Que ya no sea extraño, que consienta,


que no se escandalice,
que ha estado en mi lugar, que es mi prójimo,
que con señal de amor como la mía
sido haya señalado,
que pueda, al sobre sí ir comidiendo
sus marcas y las marcas
de que es coro mi voz, reconocerme.

Pues, “ciertamente tiene


el oro sus veneros
y la plata un lugar donde se forma”,
así también del alma, este precioso,
inapreciable toque,
tenido ha sus principios,
sus tiempos de empezar,
y originariamente era pobre,
y cual la mata oscura, originaria
del matorral, lamía
la miserable ex-mesa de las ruinas.

Y así también, en tiempo, iba a tientas,


torcida era y sin rosas, era cardo,
vara amarilla y dura,
zigzag de sequedad, vena de espinas,
ansia que, de dolencia
en dolencia, vagó en pos su sustento,
y cual sin aliciente,
sin fin, fruto ni causa, inútilmente
sus espinas hacía;
mas tropezó una fuente, se hizo verde,
prendieron sus trabajos, y ahora es cardo
de rosas cada punta floreciente.

Página 118
Nadie entendió el camino;
pero hay quien vio el lugar,
quien empezó a sentir, confusamente,
desde sus pies sin luz, que sus pisadas
de sombra y extravío,
ganar iban logrando pisos dulces,
pisos consoladores, ciertamente
propios para sus pies.

Quien se sintió tomado,


quien, como si el camino lo auxiliara
tomándolo en sus brazos,
se sintió asegurado,
conducido y feliz, como una barca
sobre un sereno río.

EL FANTASMA
Salvador Díaz Mirón

Blancas y finas, y en el manto apenas


visibles, y con aire de azucenas,
las manos —que no rompen mis cadenas.

Azules y con oro enarenados,


como las noches limpias de nublados,
los ojos —que contemplan mis pecados.

Como albo pecho de paloma el cuello,


y como crin de sol barba y cabello,
y como plata el pie descalzo y bello.

Dulce y triste la faz; la veste zarca…


Así, del mar sobre la inmensa charca,
Jesús vino a mí unción, como a la barca.

Y abrillantó a mi espíritu la cumbre


con fugaz cuanto rica certidumbre,
como con tintas de refleja lumbre.

Página 119
Y suele retornar, y me reintegra
la fe que salva y la ilusión que alegra;
y un relámpago enciende mi alma negra.
Lascas, 1901

A MERCEDES EN SU VUELO
Federico García Lorca

Una viola de luz yerta y helada


eres ya por las rocas de la altura.
Una voz sin garganta, voz oscura
que suena en todo sin sonar en nada.

Tu pensamiento es nieve resbalada


en la gloria sin fin de la blancura.
Tu perfil es perenne quemadura,
tu corazón paloma desatada.

Canta ya por el aire sin cadena


la matinal fragante melodía,
monte de luz y llaga de azucena.

Que nosotros aquí de noche y día


haremos en la esquina de la pena
una guirnalda de melancolía.

CASTILLA
Manuel Machado

El ciego sol se estrella


En las duras aristas de las armas,
Llaga de luz los petos y espaldares
Y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga…


Por la terrible estepa castellana,
Al destierro, con doce de los suyos.

Página 120
—Polvo, sudor y hierro—, el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo.


Nadie responde. Al pomo de la espada
Y al cuento de las picas el postigo
Va a ceder… ¡Quema el sol, el aire abrasa!

A los terribles golpes,


De eco ronco, una voz pura, de plata
Y de cristal, responde… Hay una niña
Muy débil y muy blanca
En el umbral. Es toda
Ojos azules, y en los ojos lágrimas.

Oro pálido nimba


Su carita curiosa y asustada.
“Buen Cid, pasad… El rey nos dará muerte,
Arruinará la casa,
sembrará de sal el pobre campo
Que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!”

Calla la niña y llora sin gemido…


Un sollozo infantil cruza la escuadra
De feroces guerreros,
una voz inflexible grita: “¡En marcha!”

El ciego sol, la sed y la fatiga…


Por la terrible estepa castellana,
Al destierro, con doce de los suyos
—Polvo, sudor y hierro—, el Cid cabalga.

HAIKÚS JAPONESES

Página 121
La enredadera
hoy casi me parece
mi vida entera.
Moritake

¡Qué pena! Aquí,


en mi mano, muere
una luciérnaga.
Kyorai

¿La mariposa
duerme toda la noche?
¿Hace otra cosa?
Kikaku

En compañía
de quien sabe callarse
gozo la brisa.
Hyakuchi

¡Arte del canto!


¡La calandria y la rana
discuten tanto!
Shiki

Luna en el pino,
la cuelgo, la descuelgo,
siempre la miro.
Hokushi

En primavera
el mar se ondea y mece,
mece y ondea.
Buson

De todos lados
llueven sobre el estanque
pétalos blancos.
Basho

Página 122
Si fuera rico
yo diría a las moscas:
¡Venid! ¡Yo invito!
Issa

Un año más:
todo lo que ha pasado
¿a dónde va?
Soin

Súbito frío:
tropecé con el peine
del amor mío.
Buson

Por el camino,
tras contemplar la luna,
mi sombra sigo.
Sodo

Tres en silencio:
el anfitrión, el huésped
y el crisantemo.
Ryota

Viejo y cansado
desde tu nacimiento
¡oh espantapájaros!
Nyofu

Por el camino
seis sombreros preguntan
¡tan al unísono!
Buson

La vía férrea
y el vuelo de los gansos
en doble hilera…
Shiki

Página 123
En su ojo fiero
trae el halcón, de vuelta,
el sol entero.
Tairo

Por la ventana,
tan hermosa, tan clara,
la Vía Láctea…
Issa

Sol ambarino:
la sombra de los árboles
sobre el camino.
Sokan

Un aguacero:
en el agua se estrujan
muchos luceros.
Sora

¿De sol a sol


dice el grillo su gozo
o su dolor?
Oemaru

¡Debía ser
tan buena la castaña
que no alcancé!
Issa

Esos carámbanos
¿por qué algunos son cortos
y otros son largos?
Onitsura

Vuelo de patos,
en el cielo dibujan
su garabato.
Soin

Página 124
Desconocidos,
tras contemplar la luna
vuelven amigos.
Gakoku

En su blancura
esparce el crisantemo
luz y hermosura.
Chora

¡La lluvia helada!


¡Hasta el mono quisiera
capa de paja!
Basho

Versión al castellano de traducciones al francés e inglés de los originales


japoneses, de Nuria Parés, México, Ediciones Oasis, 1966.

Página 125
ETHEL Kolteniuk KRAUZE (Ciudad de México, 14 de junio de 1954) es
doctora en Literatura y autora de más de una treintena de obras publicadas en
varios géneros literarios, por las que ha recibido un amplio reconocimiento en
antologías y traducciones a diversos idiomas: inglés, francés, italiano, ruso,
esloveno. Su obra Cómo acercarse a la poesía se ha convertido en un clásico
contemporáneo, formando parte del acervo nacional en Biblioteca de Aula y
Salas de Lectura de la Secretaría de Educación Pública de México. Ha
construido una plataforma teórica y didáctica de la creación literaria, además
de su exitoso modelo con perspectiva de género, Mujer: escribir cambia tu
vida, puesto en marcha en vinculación con el Conaculta y la Secretaría de
Cultura de Morelos, donde actualmente reside. Alfaguara ha publicado sus
libros de cuentos El secreto de la infidelidad y El instante supremo, y sus
novelas El diluvio de un beso, Escenas de ira, tristeza y desesperación con
momentos felices y Todos los hombres.

Página 126
Notas

Página 127
[1] Platón, Diálogos. <<

Página 128
[2] Platón, Diálogos. <<

Página 129
[3] García Lorca, Federico, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. <<

Página 130
[4] Tablada, José Juan, Haikús. <<

Página 131
[5] Jiménez, Juan Ramón, Platero y yo. <<

Página 132
[6] Biblia, La. <<

Página 133
[7] Wilde, Oscar, El príncipe feliz. <<

Página 134
[8] García Lorca, Federico, “Romance sonámbulo”. <<

Página 135
[9] Andersen, Hans Christian, Cuentos. <<

Página 136
[10] Bécquer, Gustavo Adolfo, Rimas y leyendas. <<

Página 137
[11] Machado, Antonio, Poemas. <<

Página 138
[12] Alberti, Rafael, Poemas. <<

Página 139
[13] De la Vega, Garcilaso, Poemas. <<

Página 140
[14] Longo, Dafnis y Cloe. <<

Página 141
[15] Acuña Manuel, “Nocturno a Rosario”. <<

Página 142
[16] Othón, Manuel José, “Idilio Salvaje”. <<

Página 143
[17] De la Cruz, Sor Juana Inés, Poemas. <<

Página 144
[18] De la Cruz, San Juan, Noche oscura. <<

Página 145
[19] Cervantes y Saavedra, Miguel de, El Quijote. <<

Página 146
[20] Alberti, Rafael, Sobre los ángeles. <<

Página 147
[21] Urquiza, Concha, Job. <<

Página 148
[22] Pellicer, Carlos, Poemas. <<

Página 149
[23] Borges, Jorge Luis, Borges oral. <<

Página 150
[24] Vega, Lope de, Poemas. <<

Página 151
[25] Biblia, La, Cantar de los cantares. <<

Página 152
[26] Machado, Antonio, Poemas. <<

Página 153
[27] Reyes, Alfonso, La experiencia literaria. <<

Página 154
[28] De la Vega, Garcilaso, Églogas. <<

Página 155
[29] Homero, Ilíada. <<

Página 156
[30] Góngora, Luis de, Poemas. <<

Página 157
[31] Lugones, Leopoldo, La lluvia de fuego. <<

Página 158
[32] Baudelaire, Charles, Las flores del mal. <<

Página 159
[33] Eliot, T. S., La tierra baldía. <<

Página 160
[34] Quevedo, Francisco de, Poemas. <<

Página 161
[35] Frank, Ana, Diario de Ana Frank. <<

Página 162
[36] Schwob, Marcel, Vidas imaginarias. <<

Página 163
[37] Tablada, José Juan, Haikús. <<

Página 164
[38] Homero, Ilíada. <<

Página 165
[39] Anónimo, Poema del Mío Cid. <<

Página 166
[40] Shakespeare, William, Hamlet. <<

Página 167
[41] León, fray Luis de, Poemas. <<

Página 168
[42] Lagerlof, Selma, El carretero de la muerte. <<

Página 169
[43] Mann, Thomas, La montaña mágica. <<

Página 170
[44] Renard, Jules, Diario. <<

Página 171
[45] Mauriac, François, La farisea. <<

Página 172
[46] Reyes, Alfonso, La experiencia literaria. <<

Página 173
[47] Borges, Jorge Luis, Borges oral. <<

Página 174
[48] Flaubert, Gustave, Tres cuentos. <<

Página 175
[49] Machado, Antonio, Juan de Mairena. <<

Página 176
[50] Machado, Antonio, Poemas. <<

Página 177
[51] Bloy, León, El desesperado. <<

Página 178
[52] Faulkner, William, Las palmeras salvajes. <<

Página 179
[53] Tablada, José Juan, Haikús. <<

Página 180
[54] Duhamel, George, La piedra de Oreb. <<

Página 181
[55] Biblia, La, Cantar de los cantares. <<

Página 182
[56] Yourcenar, Marguerite, “Ana, Soror”. <<

Página 183
[57] Shakespeare, William, Romeo y Julieta. <<

Página 184
[58] Alcoforado, María de, Cartas de amor de la monja portuguesa. <<

Página 185
[59] Gorostiza, José, Canciones para cantar en las barcas. <<

Página 186
[60] Chéjov, Antón, Cuentos. <<

Página 187
[61] Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu. <<

Página 188
[62] Gutiérrez Nájera, Manuel, Cuentos. <<

Página 189
[63] Vasconcelos, José, Ulises criollo. <<

Página 190
[64] Azorín, Ensayos. <<

Página 191
[65] Navarro Tomás, Tomás, Arte del verso. <<

Página 192
[66] Gorostiza, José, Muerte sin fin. <<

Página 193
[67] Carpentier, Alejo, Concierto barroco. <<

Página 194
[68] Garibay, Ricardo, Beber un cáliz. Par de reyes. <<

Página 195
[69] Machado, Antonio, Juan de Mairena. <<

Página 196
[70] Sabines, Jaime, Algo sobre la muerte del mayor Sabines. <<

Página 197
[71] Pellicer, Carlos, Poemas. <<

Página 198
[72] Hólderlin, J. C. F., Poemas. <<

Página 199
[73] Hugo, Víctor, Los miserables. <<

Página 200
[74] Díaz Mirón, Salvador, Lascas. <<

Página 201
[75] Babel, Isaac, Cuentos de Odessa. <<

Página 202
[76] Pasternak, Boris, Doctor Zivago. <<

Página 203
[77] Gabirol, Ibn Ben, Poemas. <<

Página 204
[78] Azuela, Mariano, Los de abajo. <<

Página 205
[79] Alfonso X, el Sabio, Cantigas. <<

Página 206
[80] Darío, Rubén, Azul. <<

Página 207
[81]
Sandro Cohen, Línea de fuego, México, Instituto Nacional de Bellas
Artes-Armella, 1989, 109 pp. <<

Página 208
[82] Una rosa roja, roja. <<

Página 209
[83] Respuesta a la pregunta de un niño. <<

Página 210
[84] A una alondra. <<

Página 211
[85] Vagaba solitario como una nube. <<

Página 212
[86] Kubla klan: o, la visión en un sueño. <<

Página 213
[87] Cuando tengo temores. <<

Página 214

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