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El cuento del Relojero

—Cuidado, muchacho —dijo bruscamente Hans Wilsdorf mientras su asistente acomodaba


con cuidado el largo reloj en el centro de la colección del relojero.

—Sí, Artífice —dijo Piero mientras el sudor le caía por la frente. El joven mantenía precariamente
el equilibrio sobre una destartalada escalera de madera a una docena de pies sobre el suelo. A ambos
lados, grandes hileras de relojes se perdían en la penumbra del taller. Había creaciones de todas las
formas y variedades imaginables: clepsidras de mercurio de Estalia, piezas de engranajes
intrincadamente grabadas marcadas con sellos de corte imperial, y cronógrafos grabados con runas
de falso estilo khazalid. Había una razón por la cual Relojes Wilsdorf era el establecimiento más
famoso de su tipo en todo Altdorf.

—Date prisa, ¿quieres? —dijo Wilsdorf—. Me gustaría acostarme antes de que mis huesos se
conviertan en polvo.

Piero logró completar su tarea sin incidentes y, exhalando un gran suspiro de alivio, comenzó su
descenso hasta el suelo. Cuando alcanzó el extremo de vidrio del aparador para cerrar la carcasa de
cristal que aseguraba los tesoros de Wilsdorf, sus largas mangas rozaron un pequeño reloj de arena,
haciéndolo caer.

El ayudante del relojero agitó los brazos en un vano intento de atrapar el reloj, pero cayó al suelo y
se hizo añicos, esparciendo esquirlas de cristal rosado y arena sobre el inmaculado y pulido suelo de
madera.

El poco color que había en el aniñado rostro de Piero desapareció. Wilsdorf le dirigió al estúpido
joven la más gélida de las miradas, su cuerpo temblaba de rabia ante este acto casual de vandalismo
sin sentido.

—Lo… Lo siento mucho, Artífice —tartamudeó Piero—. Yo lo recogeré, yo…

—¡Imbécil! —gritó Wilsdorf, con los dientes al descubierto de rabia—. ¡Largo de aquí! ¡Sal!
Discutiremos esto cuando amanezca. Cualquier gasto causado por tu torpe incompetencia saldrá de
tus ganancias. Quizá eso te enseñe a manejar mis creaciones con el debido cuidado y atención.

Aparentemente al borde de las lágrimas, Piero salió apresuradamente del taller. Wilsdorf lo vio irse,
sacudiendo la cabeza con disgusto. Tendría que despedir al muchacho. Si el muy tonto no era capaz
de realizar una tarea tan simple, ¿cómo podría continuar como el aprendiz del maestro relojero? El
muy torpe nunca desarrollaría la habilidad y precisión requeridas para grabar un patrón o colocar las
minúsculas cámaras de engranajes y los finísimos mecanismos que eran el sello distintivo de un
genuino reloj de Wilsdorf ¿No se daba cuenta el muchacho de lo afortunado que era al vivir en la
Koningsplatz, de estar entre esas creaciones maravillosas mientras el resto luchaba contra las
depredaciones del Caos?

Con un largo suspiro, el relojero cogió un trozo de cristal roto. Una pieza excepcional, a juzgar por
el cristal, intrincado pero sombrío. Una de las extrañas piezas que había adquirido en las salas de
subastas, recuperada de las reliquias de la tumba de Wolnir, eso si creía las palabras del vendedor.

Wilsdorf soltó un grito de sorpresa. Por un momento, creyó haber visto un movimiento dentro del
fragmento curvo, como una sombra reflejada en el agua. Mirando más de cerca, sin embargo, sólo
vio su cara estrecha y aguileña devolviéndole la mirada. Negó con la cabeza y se rió de su
estupidez. Cosa de la luz, nada más. Alcanzando una escoba, comenzó a barrer el suelo.
El sonido de cientos de relojes le tranquilizaban mientras trabajaba: una orquesta de clics, tocs y
tañidos, con una gran variedad de timbres y tonos. Muchos de sus antiguos ayudantes habían
encontrado el sonido enloquecedor, pero para Wilsdorf era una música relajante. Podía reconocer el
sonido de cada pieza de su colección, como un cazador conoce las llamadas de aves.

Para cuando recogió el último trozo de vidrio roto, le ardían los ojos de cansancio. Mannslieb ya era
visible en lo alto a través de las ventanas arqueadas, bañando el taller con una luz suave y cerúlea.
Mientras levantaba la mirada hacia el cielo, vio una nube pasar sobre la luna distante, y la oscuridad
barrió el piso del taller.

Wilsdorf sintió un escalofrío repentino e inexplicable, como si alguien hubiera pasado una astilla de
metal helada por la nuca. Con dedos temblorosos hurgó en su bolsillo en busca de una cerilla y
encendió la lámpara de aceite que descansaba sobre el escritorio. Levantó la lámpara y se volvió
hacia la oscuridad.

—¿Qui… Quién anda ahí? —preguntó alarmado el relojero—. Piero, si te estás escabullendo a
hurtadillas… Es la gota que colma el vaso, ¿me oyes?

Fue entonces cuando Wilsdorf se dio cuenta de lo que le había enervado.

Cada uno de los relojes que se alineaban en las paredes de su taller se había parado. En la tenue y
parpadeante luz, Wilsdorf vio que miles de manecillas, diales y palancas señalaban directamente a
la medianoche.

—¿A qué viene este truco? —musitó, aunque las sombras no dieron respuesta.

Hubo un solo y ominoso estruendo cuando los relojes de Wilsdorf sonaron a la vez. Luego otro, y
otro, hasta que, cada vez con mayor rapidez, las manecillas de todos los relojes comenzaron a
avanzar con rapidez. Mientras Wilsdorf observaba con creciente terror, una arena tan negra como el
espacio entre las estrellas comenzó a brotar de las esferas de todos los relojes, derramándose por el
suelo en ríos goteantes. El relojero sintió que un repentino y terrible dolor se apoderaba de su
cuerpo, le corría por los brazos y le atravesaba el pecho.

Las manecillas de los relojes giraban cada vez más rápido, una repentina ráfaga de viento gélido
cubrió el taller de una nube de arena de obsidiana. Wilsdorf alzó un brazo para defenderse del polvo
asfixiante y vio que su carne se había marchitado y agrisado. Sus dedos eran garras huesudas, sus
huesos visibles a través de la piel fina como papel. Manojos de cabellos grisáceos cayeron de su
cuero cabelludo, y su respiración aterrada se volvió tensa y aguda. Ya no tenía fuerzas para
mantenerse en pie y cayó de rodillas, jadeando por la falta de aliento. En el reflejo de la carcasa de
cristal de su lámpara, Wilsdorf vio su propia cara. Era el rostro de un cadáver: esqueléticamente
delgado, ojos hundidos y sin vida. Comenzó a gritar.

La lámpara se derramó de sus dedos temblorosos y se estrelló contra el suelo.

El vendaval creciente llenaba el taller de una tormenta de arena impenetrable. Cuando sus dientes
cayeron de su boca y su visión se nubló, el relojero escuchó los clics, tocs y gongs de los relojes en
medio de la negrura creciente.

Fue lo último que escuchó Wilsdorf antes de que su cuerpo se convirtiera en polvo.
Ed. G. Miller

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