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Borderline...

línea fronteriza de la psique, línea que, con |


mayor o menor fragilidad, intenta mantener los ordenamien­
tos neuróticos de la vida a distancia de las angustias psicó-
ticas amenazantes.
Casos fronterizos, estados fronterizos... las palabras procu- ;
ran menos circunscribir una personalidad original que ex­
presar la incertidumbre de la frontera: frontera que separa
las categorías psicopatológicas, frontera que distingue los
componentes de la personalidad psíquica, fronteras que
señalizan el territorio del tratamiento del espíritu.

I.S.B.N. N^*: 950-602-417-0 ..


Código N" 4170 N ueva Vision
Jacques André (dirO

Los estados,
fronterizos
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¿Nuevo paradigma
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para el psicoanálisis?
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ProbloiiKis
Título del original en francés:
Les états limites
Nouveau paradigme pour la psychanalyse?
© Presses Univesitaires de France, 1999

Traducción de Horacio Pons

Obra publicada con la contribución del Ministerio Francés de


Cultura - Centre National du Livre

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I.S.B.N. 950-602-417-0
© 2000 por Ediciones Nueva Visión SAIC
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Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
Ik

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ADVERTENCIA

I iOHtextos de esta recopilación reproducen las intervenciones


•lile se sucedieron desde noviembre de 1996 hasta mayo de
1997 en el marco del seminario que organizo en Sainte-Anne.
El orden de los textos es el de las conferencias. La transición
de lo oral a lo escrito se tradujo, en cada uno de los autores, en
modificaciones más o menos importantes.
Jacques Andró
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INTRODUCCION
EL ÚNICO OBJETO
Jacques André

La escena transcurre en la casa de Margaret I. Little. Quien


ya es una analista confirmada, miembro de la Sociedad!
Británica de Psicoanálisis, valorada por sus primeros trabajos
sobre la clínica borderline, está tendida en su propio diván.
Llora y se queja mientras su analista, que en este caso va a
domicilio, le sostiene la mano. Sin duda como hacía algún
tiempo antes, esta vez en su casa, cuando durante largas
horas (cada sesión dura una hora y media) tenía las manos de
su paciente, oculta bajo la manta, encerradas entre las suyas.
Con el riesgo de adormecerse y despertar sobresaltado por la
ira angustiada de la “pequeña” Margaret.
Disponemos de pocos datos sobre la práctica analítica de
Donald W. Winnicott con los adultos, lo que hace aún más
excepcional este testimonio de la misma Margaret Little.^ En
esa escena sorprendente están todos los considerandos de la
cuestión planteada por la presente obra Los estados fronteri­
zos. ¿Nuevo paradigma para el psicoanálisis?, cuestión para
cuya respuesta los autores, como se leerá, aportan elementos
variados y a veces divergentes. Todo está ahí en líneas de
puntos -aun si se mide con la vara de un exceso que, por su
parte, apenas es paradigmático-, bajo los registros del méto­
do, la práctica y la teoría.
El aspecto práctico es el más evidente: a tal punto los
ordenamientos (o las mudanzas) del encuadre llegan aguí al
extremo de sacudir el dispositivo y desalojar a los protagonis-
tás (el analista y el analizante) de su zona ae aeiimción
habitual. Podemos ílusttar yápidamente la distancia con ’
respecto al paradigma inaugural y freudiano del psicoaná-*

* M. Little, “Un témoignage. En analyse avec Winnicott” (1985), en


Nouuelle Revue de Psychanalyse, n° 33, París, Gallimard, 1986.

11
f^isis si citamos el comentario que Margaret Little hace de su
i propio análisis: la sexualidad, d ic e ^ el análisis entendidó
I como interpretación del conflicto psíquico ligado a la sexua-
I lidad íníantill, no puede sino estar fuera de lu g ^ y crecer de
\ sígmficacioh algüna cuando uno no está seguro de su propia
\ existencia, de su supervivencia y de su identidad. ¿Cómo
N*podnáeI método, finalmente, mantenerse al abrigo de seme­
jante trastorno? Durante una de las primeras sesiones de
análisis (en el consultorio de Winnicott), Margaret L. se
levanta del diván, mide con largos pasos la habitación y
piensa arrojar los libros por la ventana, pero en definitiva
echa el ojo a un gran jarrón de lilas blancas, desde luego tan
valioso en sí mismo como caro a su dueño; lo rompe y lo
pisotea con furor mientras D. W., como lo designa en su texto,
se retira precipitadamente del lugar para no volver sino
pocos momentos antes del final de la sesión. Asociaciones
libres, escucha flotante e interpretación como único acto...
contra el fondo de una tempestad semejante, ; oué nueda de
los instrumentos de navegación analítica?

Hacer una introducción a la cuestión borderline mediante el


relato de una escena (poco) corriente de la vida psicoanalí-
tica pretende ser en sí mismo una indicación. Neurosis,
psicosis y perversión son categorías psicopatológicas que pre­
ceden el nacimiento del psicoanálisis, aunque Freud desplace
su sentido y vuelva a pensar su articulación. La aparición de
los estados fronterizos [états limites],^ de la cosa si no de la
expresión, es un acontecimiento interno a la historia de la
clínica analítica, inseparable de los obstáculos, de los/imites
encontrados por ésta. Hoy es una referencia convencional
invocar el Diario clínico de Ferenczi (escrito desde enero
hasta octubre de 1932) como acta -tex to - de nacimiento déla
nueva perspectiva. La “locura”que impregna el testimonio de
Margaret Little amenaza cada una de las “excursiones a lo
incierto” a las que se entrega el psicoanalista húngaro. Entre
la “técnica del beso” y la experiencia de la reciprocidad,
Ferenczi admite correr el riesgo de conducirse “ad absur-
dum ”. Es sabido que Freud se preocupará por la salud
^En el original se habla siempre de “états limites”, “cas Imites" y “Imites”.
En los dos primeros casos hemos traducido siempre “estados fronterizos” y
“casos fronterizos”; en cuanto a “limite", lo vertimos como frontera cuando
se pone en juego junto con el adjetivo “fronterizo” y por el literal “límite” en
otros. (N. del T.).

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psíquica del autor
J31_________ , deThalassa (texto que en_______
________________ sí mismo está en
las fronteras deTa construcción delirante) y que éste tendrá
la precaución de calmar (Y) a su vieio maestro: “no supero (o
no supero a menüdo) losTimites de la normalidad"(carta del
Í5 de septiembre de 1931). t^ueda lo esencial del Diario-, el
meollo de un cuestionamiento a partir de la clínica, que
retoma el psicoanálisis por sus comienzos, entre trauma y
catarsis, como si hubiera que volver a pasar por ellos para ver
dónde se sitúa el error.
La problemática borderline lleva la huella indeleble de esas
condiciones de nacimiento en la forma de una vacilación,
nunca definitivamente resuelta:nueva entidad nosográfica o
fronteras de lo analizable, ¿qué designa la expresión^stados
fronterizos”? ¿En qué medida una personalidad borderline
puede estar aislada de las condiciones de la experimentación
que la hacen surgir? Uno de los indicios de la dificultad es la
'magnitud deP'éspectro de los fenómeHos”“tJW'3ei7iñe’'l jiara
hablar como Margaret Little. En e ldesordeñ de los registros I
evocaremosdá tonalidad depresiva, las soluciones adictivas y '
somáticas, el clivqje más que la represi5ñ7 eTácto (Incluso ;
asocial) más que el fantasma Ta primacía dedo pregenital, el ,
átaque contra el pensami^fb mas que los pensamientos^ r
evitados, eíln sisb l del funcionamiento más que la reyelaciójiJ
del sentido, etc. Es más fácil decir que los estados fronterizos
bd se dejan asimilar líT a la neurosis ni a la psicosis que
circunscribir posItívámeTíteTo que son. Su inestabilidaddesá^
-díaTaíefinición,a fortiori la pretensión estructural. De allí el,
sentimiento babélico que amenaza apoderarse del lector fren-1 |
te a la literatura de referencia. Contra un fnnHn do fronterBe i !
inciertas, cada autor se siente por ello tanto más tentado de i
marcar el territorio “descubriendo” un n ^ v o mecanismo i
de detensa (aun cuando clivaje e identificación proyectivai |
dominen losdehateslnuna nueva idesiorgamzaHnn Hp I i;
if, falso se//*, blank self, etc. La expresión “pacientes difíciles”, <
que en ocasiones sustituye la de “estados fronterizos”, permite
apreciar la modestia impuesta por el embrollo de la psique. La
invocación por parte de André Green de la vieja palabra
“locura”, tan evocadora como imprecisa, participa del respeto
de la misma perplejidad.
Contra el fondo de un debate tan enredado, eiialquier
esfuerzo de esclarecimiento corre el riesgo de transformarse
en una simplificación abusiva. De todos modos, podemos
tratar de distinguir dos grandes ejes: uno, vigorosamente

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representado por Otto Kernberg (y a menudo dominante en la
literatura anglófona), se consagra a señalar los rasgos de una
“organización fronteriza”que presenta una especificidad psi-
copatológica relativamente estable entre neurosis y psicosis.
El otro (probablemente prevaleciente en la literatura france­
sa) espera que la cuestión fronteriza vuelva a poner sobre el
tapete al mismo tiempo la psicopatología psicoanalítica, los
conceptos de la metapsicología y la teoría de la cura; en suma,
que desempeñe el papel de analizante del análisis mismo.
La referencia a Freud no está lejos de constituir una
diferencia pertinente entre los dos ejes: en el primer caso, el
fundador del psicoanálisis es un autor entre otros, e incluso un
autor “superado” (para Fairbairn y Guntrip, por ejemplo). En
el segundo caso, aquél sigue siendo la referencia paradigmá­
tica de lo que quiere decir psicoanálisis, aun cuando de uno a
otro autor no sea el mismo Freud el que se invoca o discute.
La cuestión del paradigma analítico, nuevo o no, puede
considerarse a partir de varias entradas: lo inconsciente, lo
sexual, la interpretación, la transferencia...; a modo de intro­
ducción, me conformaré con seguir el hilo de ciertas interro­
gaciones.

El ser de frontera

“Hemos llamado psicoanálisis -escribe Freud en 1918- el


trabajo mediante el cual llevamos a la conciencia del paciente
lo psíquico reprimido en él.”La primera ilustración, por cierto
de una simplicidad excesiva, del cambio paradigmático intro­
ducido por la cuestión borderline podría ser un lugar común:
el psicoanálisis apunta de manera inaugural a lo inconscien­
te, lo psíquico reprimido; pero quien retiene en un principio la
ateyión de la teoría analítica de los estadosTronterízos es él
yo. Entre~eIyo, “sergéfróritera”, según la expresiondelpropu)
Freud, y el registro borderline. la afinidad no dependé^del
mero azar semántico: a tal punto uno y otro circunscriben
espacios que no piden otra cosa que siiperpoaer.cie
Si él desarrollo de la interrogación “fronteriza” es amplia­
mente posfreudiana, de todos modos sería un error considerar
la obra de Freud al margen del debate. El narcisismo se
introduce en la teoría en 1910, y con él la concepción del yo se y
se enturbia a la vez. Al dejar de ser el representante unívoco
de las pulsiones de autoconservación, el yo participa a su vez

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de la investidura libidinal, hasta convertirse, en el espíritu de
Freud, en su “gran reservorio”. Muchas fueron las glosas
sobre el desequilibrio del edificio metqpsicológico provocado
por el narcisismo recién llegado. Un desequilibrio que no
borrará el restablecimiento del punto de vista dualista con la
segunda tópica. Por mi parte, me inclinaría a concebir Jos |
desarrollos de la proEIin^i c a Como una réplica!
(en el sentido sismológico derféfminó) al impacto que la j
intrqdiicción inconclusa djl narcisismo tu^soB re la teoría. )
La entrada del narcisismo en el psicoanálisis es indisocia-
ble del ángulo psicopatológico: Un recuerdo infantil de Leo­
nardo de Vinci muestra su dinámica en acción en la perver­
sión, y el comentario de las Memorias delirantes del presiden­
te Schreber marca más intensamente aún su presencia en el
corazón de la psicosis. En consecuencia, pí parrigícmn gp
introduce en la reflexión de Freud fuera del camno de las
psiconeurosis, fuera del campo de lo que para élconstituven
los límites de lo analizable. Cori el artículo de 1914, habríamos
podido esperar que el acceso del narcisismo a la normalidad,
a lo psíquicamente genérico, se tradujera en una nueva
interrogación del recorte psicopatológico. No sucedería así.
Paradoja freudiana la de introducir un nuevo dato esencial (el
yo es también una instancia libidinal), e introducirlo a través
de la psicopatología, sin que el antiguo recorte (neurosis,
psicosis, perversión), que sin embargo no debe nada al narci­
sismo, resulte modificado por ello. Hay algo que queda en
barbecho en el asunto, cualesquiera sean los múltiples testi­
monios del vivo interés de Freud (hasta el texto sobre el clivaje
del yo) por la instancia yoica de nuevo estilo. En cierto modo,
el mismo Freud señala ese momento tan naciente como
inconcluso en su Autobiografía de 1925, cuando se refiere al
conflicto entre libido narcísica y libido de objeto (en el núcleo
de la problemática borderline) como una representación de
espera del conflicto psíquico entre los pares antagónicos de la
primera tópica (hambre y amor) y la segunda (Eros y pulsión
de muerte).
Lo que desconoce cierto psicoanálisis anglófono inclinado,
le buen grado a la “snpprgríóñ^Tp Fféud'ésTiasta qué punto
o que presenta como novedades es inseparable fel desarrollo.
y a vez lleno de y ^ ultívoc^de los camiñiosJeóricgs
seguidos o abandonadng 1g fundadora. Un ejemplo...
Jna de las consecuencias de la introducción del narcisismo es
laber marginado del campo de la teoría analítica la cuestión

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1
de lo vital, de la autoconservación, ya que su recuperación en
el registro global de las pulsiones del yo borra distinciones
importantes. Lo que Freud deja de lado por aquí resurge por
allá, tras él, precisamente contra un fondo borderline: así
ocurre en Margaret Little, cuando habla de existencia y
supervivencia, con respecto a su propio análisis o el de sus
pacientes. El problema del ser, del being en Winnicott, tan
predominante en el funcionamiento fronterizo, que llegado el
caso lleva al psicoanálisis a los confines de la antología,
ganaría (al menos en empirismo) si se precisara lo que lo
distingue del par freudiano autoconservación/narcisismo.
Tomemos ahora las cosas por el lado de la cura.
El artículo de Adolph Stern (1945), “Psychoanalytic thera-
py in the borderline neuroses”,®que menciono entre muchos
otros simplemente porque es uno de los primeros que se
refieren explícitamente al tema, da el tono de lo que seguirá.
Los pacientes que forman parte del grupo borderline, escribe
“■Stern, en general llegan al análisis después de haber pasado
de médico en médico. La inseguridad que sienten, su temor a
perder el amor: todo testimonia a través de los límites mal
consolidados de su yo el origen traumático de su desarrollo
patológico. La posición clave de la madre (depriving, rejec-
ting, etc.) y el papel decisivo del ambiente precoz aparecen
como constantes del registro borderline, al mismo tiempo que
una respuesta privilegiada por el acto (especialmente somá­
t ic o ) a lo que la psique no puede elaborar simbólicamente. Si
( el narcisismo ocupa el primer plano de la escena, lo hace
\ menos como amor que como dolor de sí mismo.
Ni hablar aquí de esperar del análisis la curación “por
añadidura”. La terapia responde a un yo frapTnentaHo mp-
diante un trábajo de integración. Tal i^ z sería mejor decir:
terapia sintética; Freud, qüéno retrocedía ante la compara-
Icíoñ'deTErabaqtnie^nálisis con el de la descomposición de los
elementos a la que se entrega el químico, se revuelca en su
tumba... La desviación psicoteranéutica del análisis, tan
otoriadio¿e^ los congresos internacionales, es perceptible
^ d ^ las prinieras~contribucibñes: e l y o ^ ás que jaincons-
cíéntLja explicación más qué la in terp reta rá la relación
in^rpersímal (Stern evoca la necesaria supresión deLtabú
analítico d elt^ t n) n_“direaa” (seguinñ~ñiqw».^i('in de Marga-
retjáttle^ la actitud .silenciosa/intorprof
^ ®A. Stern, “Psychoanalytic therapy in the borderline neuro.ses , en
Psychoanalytic Quarterly, vol. 14, 1945.

16
El mismo encuadre, en este aspecto metáfora del yo, es
atacado en sus límites. El paciente borderline, poco respetuo­
so de las buenas viejas costumbres, pone de relieve toda la
arbitrariedad de la cantidad de sesiones, su duración y su
modalidad de desarrollo, y en especial del hecho de saber a
qué equivale decir “ya eS la hora”. La disposición y el mante­
nimiento de un encuadre confiable y estable llegan a confun­
dirse con la dinámica del tratamiento mismo. Ejemplo perso­
nal:mesorprendiólajmportanciaiiueteníaíiaraj^^
te el'hecho de fó^ar^conciencia de que, al volveren septiem­
bre, ñ:á~t5nd^ría que pedir hora. Sería el mismo día de la
semana en el mismo horario... Continuidad de la existeñcm
colmo dice Winnicott, más allá de la insoportable vacancicíSeX
verano.
(La áusencia de la categoría borderline en Lacan es una^
cuestión compleja, ligada en particular a la primacía fálica y
a una concepción peyorativa del vo. üUe'méfñcería urTdSsa-
iTollo independiente; pero podria^r que una de las razones
de esa ausencia fuera “técnica”: ,^.cómo podría aparecer pofHli
propia cuenta el caos bordierlm e catmáo la arbitrariedad de_
la determinación del encuadre es puesta reiteradamente en
escena por el mLslmo anali.cita?)

E l análisis difícil

“La parte más profunda y más intensamente libidinal del yo


-escribe Fairbairn- es reprimida por su parte más superfi­
cial, en la que los procesos de pensamiento son más desarro­
llados.”" A la vez que invade la escena, el yo acapara lo
inconsciente mismo. La afirmación es ejemplar de la modifi­
cación metapsicológica introducida por la perspectiva bor­
derline: cualquiera sean los ordenamientos que efectúen, una
práctica y su corr^pondiente teoría no puedense ^ ir dicién­
dose “psicoanálisis”sfño mantielíiñ la referencia alo incóriF-
ciente. es decir^ ese conjunto de procesTi^pslqiiicns y rppí^
sentaciones quesoIp-SOiraccesibles mediante ^ anáIisis~co-
mo método; cualquier definición, cualauiircon^cíinlento*

* Fairbairn, “Les facteurs schizo'ides de la personnalité” (1952), en


Nouvelle Revue de Psychanalyse, n° 10, París, Gallimard, 1974. Ese número
lAux limites de l’analysable) de la revista, así como el siguiente (Figures du
vide, 1975), siguen siendo textos clave para abordar la cuestión borderline.

17
h “incognoscible” inconsciente están amenazados por la peti-
/■> ción de principio, pero ésa es otra cuestión. Como es sabido,
^ - r \ £ \ f r \ / \ o o /-k o /% + i* o A -r» t riTY-» ric * c n r \ i H

la definición de lo inconsciente no esperó los estados fronte­


rizos para tornarse problemática. Entre lo inconsciente idén­
tico a lo reprimido de la primera tópica y lo pulsional innato
(el ello) de la segunda, la obra de Freud oscila ya entre
representaciones difícilmente compatibles. Agreguemos que
la introducción del narcisismo entraña por sí misma la
cuestión de la parte inconsciente del yo: a tal punto lo esencial
de los motivos narcísicos no escapa a la represión.
No es éste el lugar para prolongar ese debate; mi intención
aquí, a partir de las palabras de Fairbairn, es más simple­
mente ilustrar la especie de torsión a la que se somete el
análisis (teoría y práctica) cuando se acerca a sus propias
fronteras. Lo que se complica a partir de lo inconsciente
podría decirse también tomando las cosas por “el otro lado”:
el de las asociaciones libres y la interpretación, ya no el lado
de lo inconsciente sino el de su análisis. La literatura border-
line multiplica los ejemplos de funcionamiento nisíuuieülíue.
por adoptar el modelo deFaCtóTñás que el de la representa-
@ n, s~5 bUi'lan-áeiaTggfarfinraamental. N o ^ p u e d i^ la vez
asociar a partir del larrón y hacerlo anic^. No es infrecuente
que la historia de estos pacientes implique en las épocas
precoces un momento anoréxico (a veces hasta poner en
riesgo la vida). Sea lícito hacer del lactante anoréxico la
figura emblemática del "paciente dificil” üTEérlór. Apnf teñe-'
mos un niño que en cierto modo toma la teoría psicoanalítica
al pie de la letra y que, al hacerlo, suprime su carácter
metafórico: nadie actúa “mejor” que él lo que tendría que
contentarse con representar cuando confunde, si no el jarrón
y a la madre, sí al menos la ingesta de leche con la operación
de incorporación/introyección del objeto odiado/amado. La
constitución de la actividad representativa supone queTa
su nio3elo~ofgánico para convertirse
éñ su metáfora; en todo caso, ella es la condición de p^ibili-
dad del proceso'^óciativo, el deslizamiento simbólico dé una
representacioñ^otra,. Y también la condición de posibilidad
■ de~la transferencia aiíali^abie: si éT analista (e incluso el
diván) es la madre, más que la repefición de upa ¿ e sus
figuras, lo que se contraría, por lo menos, es la distinciónr de
la transferencia como tal, y por lo tanto su análisis.
'Li as dificultades deTamteFpretácion condensan el conjun­
to de estas dificultades. La interpretación sólo es enunciable

18
(y el psico-análisis posible) si es admisible: admisible como
interpretación y no sólo como persecución. En sí misma, por
hacer presente una “otra parte” distinta de lo que se juega
manifiestamente entre los dos protagonistas de la escena
analítica, la interpretación introduce por su mero gesto un
tercer término; “triangula”, como se dice enjerga, el hecho de
que algo del padre esté o no en cuestión. Ahora bien, esa
liberación de la situación inmanente, en cuanto liberación, es
precisamente intolerable para el paciente borderline. Ser dos
y nada más que dos: uno en la queja, el otro en la constatación
dé su impotencia... yiobre todo no salir de ahí. Si la interpre­
tación se confunde con un acto de abandono, ¿que es (analí-
ticaniente) posible decir aúnY
l ’ara lo inconsciente, el efecto inevitable de un “engrana­
je” semejante es hacerse ver en otra parte: por el lado del
analista mismo. “Las claudicaciones y los errores”del analis­
ta, como los designa Winnicott, sus actos fallidos, se convier­
ten en la materia prima -en los dos sentidos del adjetivo- del
análisis. La clínica borderline da ejemplos interminables de
dinámicas de cura iniciadas por el análisis de la contratrans­
ferencia. Calificar al paciente de difícil o insoportable es una
manera implícita y relativa de indicar la fuerza de las
resistencias en el analista, lo que en él se opone a la regresión
del analizante. Winnicott evocaba así graciosamente a los
pacientes que hablan teTildcTaue^Tiacer cola” antes de ingre-
sar en la fase de regresión total, cada uno a la espera de que
eLotiró saliera y ya no necesitara tanto a su analista.

Winnicott, good enough

En las sesiones con Winnicott, cuenta Margaret Little, siem­


pre había un “signo de cuidados maternos”: pañuelos de
papel, una manta o bizcochos para el café... Ser para el pa­
ciente la madre suficientemente buena que no tuvo, ser para
el lactante la madre empática que le faltó... o el psicoanálisis
concebido como heredero del holding. Más allá del aspecto
anecdótico -del que no hay que ignorar que proviene aquí del
relato de un paciente, cualquiera sea-, no podemos dejar de
preguntarnos qué impasses teóricas hacen posible una evo­
lución semejante de la práctica. Hay una de particular impor­
tancia para la cuestión que nos ocupa. Entre las deudas que
Winnicott reconoce con Freud tenemos una nota a pie de

19

i
■página de 1911, que se cita muy a menudo. En ella, Freud
describe al lactante según el modelo de lo que por otra par­
te denomina el “yo-placer primitivo”, y aclara de todos modos
que un sistema alucinatorio de ese tipo sólo puede mantener­
se “con la condición de agregarle los cuidados maternales”.”
Es sabido que de esta contribución del otro adulto a la génesis
de la realidad psíquica Freud sólo extraerá un mínimo de
consecuencias, en tanto que puede considerarse que la origi­
nalidad del aporte winnicottiano está, en potencia, contenida
íntegramente en esta breve observación. El enunciado provo­
cador de Winnicott; “Lo qüe llamamos lactante no existe”
-sobreentiéndase: sólo el conjunto lactante/ambiente de los
cuidados maternales constituye una entidad psíquica- signa
a la vez el homenaje a la intuición freudiana y el apartamiento
máximo de las prudencias endógenas del primer psicoana­
lista.
Pero es tan interesante señalar el punto de articulación
entre Freud y Winnicott como notar lo que este último ignora
(¿reprime?) de las observaciones del primero. La pluma freu­
diana no honra con frecuencia a la madre, y los “cuidados
maternales” recién mencionados tienen justo derecho a un
inciso. Sin embargo, hay excepciones, entre ellas una de
magnitud que encontramos en Una teoría sexual: “El comer­
cio del niño con la persona que lo cuida es para él una fuente
continua de excitación sexual [...] la madre hace al niño el don
í :
de sentimientos originados en su propia vida sexual, lo acari­
cia, lo besa y lo acuna, y lo toma con toda claridad como
sustituto de un objeto sexual con todas las de la ley”.“He aquí
un “comercio”que complica seriamente el tiempo del holding.
Winnicott conserva los cuidados y descarta el sej«); eq todo
caaoTelTlElamedre:
^ Si las cosas tuvieran que quedar ahí, no estaríamos lejos de
una caricatura del analista con los rasgos de la enfermera.
Hagamos justicia a Winnicott y a la complejidad de su obra: la
concepción del análisis que propone es sutil en otros aspectos.
En principio, en el plano de la teoría general. El relato de
Margaret Little da crédito a la imagen d(! un [)sicoanalista*
*S. Freud, “Formulationssurlesdeux principeKdu couih des évfínements
psychiques”, en Résultats, idées, probléines i, ParÍH, i'uk, I9H4, pp. 136-137,
n. 2 [traducción castellana: “Los dos principios del suceder psíquico”, en
Oirás completas (OC), Madrid, Biblioteca Nueva, t ii|
° S. Freud, Trois essais sur la théorie sexueltv (1905), l’arls, (íalliniard,
1987, p. 166 [traducción castellana: Una teoría sextial. eii (>(', t ij.

20
maternante, que repara los estragos hechos por la madre de
los primeros tiempos y corrige sus carencias. Esta palabra,
“carencia”, aparece muchas veces en los escritos de Winnicott,
pese a lo cual se mantiene en un plano descriptivo, sin estatus
metapsicológico. La noción correspondiente que es objeto de
una elaboración atenta es casi la inversa: intrusión. En el
fondo, para un lactante nunca hay carencia; para él todo es
siempre demasiado, siempre traumático. La carencia es un
punto de vista del observador. Lo que para éste es A fecto,
falta, para el béBe^ ataque, fractura (de los límites del yo).
Lo testimonia el exceso de su llanto (o de su silencio). Por otra
parte, no resulta simple, contra el fondo de una avidez/insqcia-
bilidad~que caracteriza esárelación de objeto adulta, saber si la
exigencia sucede a una claudicación inaugural o una excitación
excesiva. Desde que la madre da más de lo que tiene, no da lo
i.»ufícieríte. Tras el pañuelo, el bizcocho... la insatisfacción de
la “pequeña” Margaret se trasluce aquí y allá por debajo de la
idealización afectuosa de “D. W.”“Él explicaba con claridad -d i­
ce ella- que no se trataba de que se sacrificara totalmente.”
Terrible “él”... es cierto que “good enough” no es mucho, y se
traduce mal como “suficientemente bueno”.
En el plano de la cura, las observaciones de Winnicott están
llenas de matices. La expresión “alianza terapéutica”, tan
olvidadiza de las apuestas inconscientes y cara a Margaret
Little, le es ajena. En un artículo de 1954 (“Los aspectos
metapsicológicos y clínicos de la regresión dentro de la situa­
ción analítica”),^ que cumplió un papel histórico importante
para la problemática borderline, Winnicott aborda frontal­
mente la cuestión del consuelo, la “tranquilidad”del paciente.
¿Qué es lo que lo tranquiliza y le da confianza? ¡No los gestos
catalogados del consuelo -para los cuales Winnicott apela al
análisis de la contratransferencia-, sino la interpretación de
la transferencia dada en el momento oportuno! La tranquili­
dad no pertenece a la técnica psicoanalítica, sólo la interpre­
tación... Las palabras carecen de ambigüedad y tienen el
mérito de poner en otra perspectiva que el simple “nursing”
el punto de vista de Winnicott con respecto a la “regresión a
la dependencia” del paciente borderline.

’ D. W. Winnicott, “Les aspects métapsychologiques et cliniques de la


régression au sein de la situation analytique”, en De la pédiatrie á la
psychanalyse, París, Payot, 1969 [traducción castellana: Escritos de pedia­
tría y psicoanálisis, Barcelona, Paidós, 19991.

21
' Lo cierto es que el aporte clínico original de Winnicott
concierne menos a la interpretación en sí misma que a una
reflexión sobre sus condiciones de posibilidad, reflexión indi-
sociable de una interrogación sobre la extensión del psicoaná­
lisis más allá del registro de las psiconeurosis. Es menos
importante saber qué hacía o dejaba de hacer -el artículo de
1954 evoca sobre todo la infinita paciencia, la puntualidad,
incluso la inmovilidad absoluta, cuando no la supervivencia-
que seguirlo en su descripción de la situación analítica en
términos de continuidad de ser, de instauración (¿o repara­
ción?) del narcisismo primario gracias al yo auxiliar del
analista. Si el hundimiento amenaza la organización del yo,
"^o hay interpretación posible. Winnicott parece concebir el
momento del análisis que instala las condiciones de posibili­
dad de éste, y en el que la interpretación apenas es poco más
que la de la éontratransferencia, menos como un tiempo
previo, preparatorio (como se escucha decir aquí o allá) que
como una comarca del interior a la que el paciente está
obligado a volver periódicamente para que pueda prolongarse
el movimiento del análisis. Winnicott da a entender clara-
mente que esto no se produce sin momentos de “técnica activa”
(como convencer a Margaret Little de que se interne d u i^ te
las^’

E l único

Los desarrollos tardíos de Freud concernientes a la reacción


terapéutica negativa atestiguan que toma en cuenta las
observaciones de Ferenczi sobre los obstáculos al ejercicio
analítico, al mismo tiempo que tratan de integrar el nuevo
reparto metapsicológico de las cartas, particularmente con
respecto a la pulsión de muerte y el carácter primario del
masoquismo. Pero esas limitaciones a la esperanza deposita­
da en las posibilidades transformadoras del psicoanálisis no
están, para Freud, acompañadas en modo alguno por una
revisión de lo que quiere decir psicoanálisis. El único acto
específico sigue siendo la interpretación, y lo sexual, el único
material interpretable. Para dar más de la medida, agregue­
mos al acto y el material las condiciones de posibilidad del
“gesto” analítico: la dinámica del conflicto psíquico y la actua­
lidad de la transferencia.
De lo sexual en cuestión es posible deci r que conci orne a “las

22
investiduras de objeto más precoces del período reprimido de
la infancia”. Lo cual significa más circunscribir su espacio que
definir su naturaleza. En cuanto a ésta, la operación del
psicoanálisis la hace definitivamente enigmática. Se puede
evocar, con Freud, una “función del cuerpo más englobadora
[que la genitalidad-reproducción] tendiente al placer”, o bien
una deslocalización (con respecto a “genital” y “adulto”) que
abarca “la extensión multívoca de la palabra amor”. La cosa es
decididamente vaga. El doble desplazamiento de lo genital
hacia la “función del cuerpo más englobadora” y de lo
adulto hacia lo infantil - a lo que habría que añadir: de la
investidura del objeto hacia la investidura del yo en el narci­
sismo- introduce un desequilibrio definitivo en el enfoque de
la sexualidad. Pero lo que es incertidumbre con respecto a la
definición: un sexual desplazado/desplazable a tal extremo
que se torna inasible, revela ser la condición de posibilidad del
psicoanálisis. En efecto, el acto de éste (la interpretación) sólo
es susceptible de descomponer los conjuntos de representacio­
nes, devolverles su movilidad y permitir nuevas elaboracio­
nes al margen del obstáculo de las repeticiones que motivaron
la demanda de análisis, porque se refiere a un elemento que,
una vez liberado, puede entrar en nuevas combinaciones
(afectivas, culturales).
Desplazamiento, desequilibrio, sustituibilidad... la diná­
mica propia de lo sexual es la condición de posibilidad del
cambio psíquico. Y en especial del cambio de objeto.
Este punto es verdaderamente crucial en el debate introdu­
cido por la clínica borderline y su enfrentamiento con una
psique que parece desafiar toda movilidad, rechazar cual­
quier cambio. La problemática de los estados fronterizos y la
de la relación de objeto son históricamente tan indisociables
que la cuestión del paradigma “técnico” coincide aquí con la
del paradigma teórico.
La conjunción entre el desarrollo de la actividad represen­
tativa (incluso la posibilidad misma de la re-presentación
cuando prevalece el acto sobre el fantasma) y la tolerancia por
la psique del carácter fundamentalmente perdido del objeto
ya hizo correr mucha tinta psicoanalítica, especialmente por
medio de las múltiples glosas sobre el niño del fort Ida, el niño
de la bobina. Este niño puede pensar “mi madre está/ausen-
te”, puede mantener el ser contra un fondo de no ser, sin
quedar destruido por ello. La ausencia (de la madre) no sólo no
es la muerte para él, sino que puede llegar a ser el inicio del
juego (y la simbolización). Todo lo que Margaret, T.itt.lfi inrij^ra
de sí misma, a través de stranálísis. con su m a no pntrp l a s de
Winnicott. permite pensar que jamás pudo jugar a l a hnhina
Encontrar el objeto nunca es otra cosa que un redescílbri-
miento... la fórmula freudiana vale para las secuelas de la
historia edípica, pero una historia semejante entraña un
riesgo psíquico (la pérdida, el vacío, el blanco, la muerte...)
que no cualquiera -y menos aún un borderline- está dispues­
to a correr.
Pasaríamos por alto la complejidad clínica de lo que está en
juego si redujéramos la cuestión a una oposición sólo metap-
sicológica entre la teoría freudiana de la pulsión (para la cual
el objeto es el elemento libidinal más contingente) y la teoría
posfreudiana de la relación de objeto (que, con Fairbairn,
define la libido como “object-seeking” antes de ser “pleasure-
seeking”). Es notoriamente más interesante, es decir, proble­
mático, señalar que la incertidumbre atraviesa la reflexión
freudiana y que obedece sin duda a la cosa psíquica misma. En
1915 Freud escribe: el objeto “es lo más variable en la pulsión
y no está originalmente conectado con ella”.*Unos veinte años
después, al evocar una vez más a la madre a la vez solícita y
sexualizante, escribe lo siguiente:

[ella] no se conforma con alimentar, cuida al ni no y de esc modo


despierta en él varias otras sensaciontís fisieas agradables o
desagradables. Gracias a los cuidados (|ue le prodiga, se
convierte en su primera seductora. Mediante esos dos tipos de
relaciones, la madre adquiere una importancia \inicn, incom­
parable, inalterable y permanente y se convierte para ambos
sexos en el objeto del primero y más ixxleroso de los amores,
prototipo de todas las relaciones amorosas ulteriorc's.*

Si de un texto al otro no se trata de una mera conl radicción,


hay de todos modos, por lo menos, un de.splazamiento del
acento, del objeto intrínsecamente variable al único objeto.
La cuestión de un eventual nuevo paradigma es insepara­
ble del becho^de que el régimen honlcclnic inijHinga a la
madre como figura central del análisis y la transferencia, a

*S. Freud, “Pulsions et destins de pulsioiiH”, m (Kiii'n s i imipli-lfH (OCF-


P),vol.xm, segunda edición, 1994, p.70 Itradumón rmilcllMoii "I.ns instintos
y sus destinos”, en OC, t. il.
* S. Freud, Abrégé de psychanalyse (lO.'IH), Puhm, rer. 1949, p. 60
[traducción castellana: Compendio del psifiHiniilinis. m Oí', I iii|

24
diferencia de la atención prestada por Freud, en primer lugar.
aT comnleio paterno. Forzaríamos apenas los términos si
éram os
di]_____ niie en “relación de objeto”, objeto quiere decir la-
___________________________
madre o, más arcaicamente, el-pecho... Una madre, desde
fuego, tanto más única, irreemplazable y no sustituible cuan­
to queí'uecteprn;wg, reiecting.'lanío más imposible denerder
Oe “objetar”)
(ae cuanto que ño permitió
ODietar )__________ _______ que pudiera elaborarse
_______________
I.aqiérdicla ¿e SÍ misma. Cosa que pudo hacer tanto al tener una
bresenciamsiquica excesiva como al no estar nunca. Por ello
el análisis -que aeja la bobina por el jarrón- tiende a confun-
difse con un trabajo de duelo: trabajo a la vez He separacióp-
diferenciación-constitución del objeto y de trazado de las
fronteras del yo. A menos que se impongan la melancolía... y
lo interminable.
Después de haber dicho que no me imagina en otra parte
que en mi sillón, una paciente evoca cómo, cuando estaba de
niña en una colonia de vacaciones, se esforzaba por mantener
presente en su mente la imagen de la madre, angustiada ante
la idea de que si una se borraba, la otra podía desaparecer.
Una imagen coagulada en sí misma: la madre de pie entre los
muebles del salón, inmóvil, atemporal. “Si usted se muere
durante las vacaciones -m e dice-, ¿cómo voy a enterarme?”
Contra el fondo de una configuración transferencia! seme­
jante, lo convencional es evocar una relación dual, opuesta a
la tríada edípica. Pero si el niño y la madre constituyen
distintivamente dos, no es necesario pisotear el jarrón; se
entiende la causa, la de la constitución del objeto como perdido
y su redescubrimiento sustitutivo. La alternativa aritmética
está menos entre 2 y 3 que entre 1 (que es también, y no por
azar, la cifra de Narciso) y 2/3. El único objeto es uno, nada
más que uno; reino parmenídeo del ser más que del tener (que
supone la separación). Con Winnicott, es importante sin
embargo recordar que la exigencia del ser (identidad, super­
vivencia, continuidad de ser) es tanto más irascible (hasta
amenazar la vida) cuanto peor fundados están sus cimientos.
Para el bebé, futuro paciente borderline (aquel para quien el
analista es la madre), jamás habría sido posible “afirmar”, con
los acentos seguros del triunfo: ¡yo soy el pecho!, fórmula que,
por mi parte, erigiría gustoso en el fantasma fundador del
narcisismo primario: ¡soy el pecho, luego soy! La discrepancia
que, junto con otros, podemos expresar con el psicoanalis­
ta inglés es que haya aislado ese tiempo inaugural de la
historia libidinal. Ser es una abreviatura de ser amado. La
cuestión de la existencia en psicoanálisis no es existencial y ni
siquiera ontológica, es sexual: ¿existir para quién? ¿Para el
amor de quién? No hay duda de que sólo en ese título puede
convertirse en analizable.

Las conclusiones no corresponden a una introducción, pero de


todos modos podemos, a la moda inglesa, intentar resumir.
Tanto en clínica como en teoría se desarrolló de manera
indisociable algo sobre el tema borderline, a partir de dos
caminos abiertos por Freud, pero desigualmente exi)lorados
por él; el narcisismo y la-madre. “La-madre” es por supuesto
una manera de hablar para designar un conjunto psíquico
complejo en que se intrincan la sexualidad materna y las
primeras relaciones que se tejen entre el lactante!, el infante
y lo que Winnicott denomina “ambiente”. La patología border­
line derriba las fronteras entre el narcisismo y la-madre y
hace que la fragilidad de uno no deje de cuestionar las
incertidumbres de la otra. Brota de ella una (pieja (pie recha­
za, a veces con furor, cualquier análisis, cual<)ui(!r desplaza­
miento, cualquier liberación. Que rechaza que su dolor pueda
ser interpretable, es decir, sexual. Ahí comienza el desafío
para la práctica, la teoría y el método.

26
GÉNESIS Y SITUACION
DE LOS ESTADOS FRONTERIZOS
André Green

I . L o s PARÁMETROS

Agradezco a Jacques André que me haya invitado a partici­


par en este seminario, cuyo título suscitó de inmediato mi
interés. La cuestión que hay que examinar es si los estados
fronterizos"constituyen un nuevo paradigma para el psicoa-
ñálisis. M e gusta esta fórmula como modo de abordaje del
problema. Les diré ante todo que para mí la respuesta es sí,
y voy a in t e n t a r m o s tr a r le s ñor qué lo digo^
Querría precisarlo desde el iniciq: en estas dos exposicio­
nes no se tratará de bibliografía. Ésta se encuentra en los
artículos que ya he escrito,* y me parece que no sería muy
interesante para ustedes que pasara revista a los autores de
la literatura, tanto más por el hecho de que las posiciones
están bastante dispersas y no tienen mucha homogeneidad.
No obstante, si la cuestión les interesa, en un artículo que
se llama “Le concept de limite” se reseña la bibliografía de la
época.^ Mi intención en él no era hacer un inventario más o
menos exhaustivo de los trabajos ya existentes, sino tratar de
mostrar cómo las opciones teóricas divergentes habían lleva­
do a distintos autores a defender posiciones diferentes.
Otra precisión que me siento obligado a hacer: estas expo­
siciones no serán psiquiátricas o psicopatológpcas. Competen
a la experiencia analítica. Por el lado de la psiquiatría, ciertos
autores, como Michael Stone, aportaron contribuciones inte­
* A. Green, “L’analyste, la symbolisation et l’absence dans le cadre
analytique”, en Nouuelle Revue de Psychanalyse, n° 10, 1974, pp, 225-258.
Reeditado en La Folieprivée. Psychanalyse des cas limites, París, Gallimard,
1990 [traducción castellana: üe locuras privadas, Buenos Aires, Amorrortu,
1990],
^ A. Green, “Le concept de limite”, en La Folie privée..., op. cit.
27
resantes. Como no comparto las posiciones doctrinales de
Peter Fonagy, no hablaré de ellas. Este autor escribió en la
Revue Internationale de Psychopathologie una actualización
reciente que tiene una orientación inspirada en los trabajos de
los cognitivistas, muy diferente de la mía.^
En 1975 debía reunirse en Londres un congreso de la
Asociación Psicoanalítica Internacional, cuyo tema era “Los
cambios producidos en la práctica y la teoría analíticas”. Se
habían designado dos relatores: uno, por Europa, era quien
les habla, y su tarea consistía en mostrar esos cambios
producidos en la práctica y la teoría. En esa época ya se
planteaba implícitamente la cuestión del paradigma. El
comité del programa también había designado a un norte­
americano, Leo Rangell, para sostener el punto de vista
opuesto, que consistía en mostrar la permanencia de los
parámetros de la teoría clásica.
Esos informes debían publicarse de antemano. Se presen­
taron en la Revue Frangaise de Psychanalyse y la Nouvelle
Revue de Psychanalyse, que por entonces iba viento en popa.
En esa oportunidad hubo una intensa colaboración entre
Pontalis y yo. De modo que en relación con ese congresp se
propuso el siguiente tema para un número de la revista
mencionada: En los límites de lo analizable^ Creo poder
decir, porque el mismo Pontalis no está lejos de pensarlo
también, que ese número fue tal vez el mejor de la revista. En
todo caso, hizo época. En esa ocasión, entonces, apareció el
informe que yo debía presentar en Londres.
En él, redactado un año antes con vistas al congreso de
Londres, yo hacía notar que el cambio que entonces advertía
la mayoría de los psicoanalistas se había producido en reali­
dad veinte años antes, e incluso lo fechaba de manera bastan­
te precisa, aunque en materia de historia del psicoanálisis es
poco razonable decir: “A partir de ese día, todo cambió”. De
todas formas, tenemos la obligación de establecer puntos de
referencia. Yo lo había situado en 1954, en un artículo escrito
por Winnicott: “Metapsychological and clinical aspects of
regression within the psychoanalytical setting”.

^ P. Fonagy y A. Missit, “A developmental perspective on borderline


personality disorders”, en Revue Internationale de Psychopathologie, n° 1,
1990, pp. 125-160.
■'Aux limites de l’analysable, Nouvelle Revue de Psychanalyse, n° 10,
otoño de 1974.

28
Al leer ese artículo sobre la regresión surgía con tqda
claridad que en el psicoanálisis circulaba ya un nuevo estado
de ánimo. Desde luego, cuando lo observamos con detenimien­
to, nos damos cuenta de que Winnicott se distingue por la
calidad de su aporte, pero está acompañado por una multitud
de autores que giran en torno de ideas más o menos similares;
Balint, y antes de él Fairbairn, Guntrip y ya la considerable
masa de los kleinianos. Tal vez sea entonces una elección
arbitraria marcar el cambio con Winnicott, probablemente
porque es él quien más se destaca del lote y sus ideas son las
más elocuentes para mí.
Pero en realidad podemos remontarnos aún más atrás.
Con la última parte de la obra de Ferenczi, sus últimos
artículos que van desde 1928 hasta 1933, presentimos el
nacimiento de un nuevo paradigma. No voy a extenderme más
sobre el caso de Ferenczi, de quien publicamos un artículo en
el número mencionado de la Nouvelle Revue] ustedes conocen
los problemas que en su época lo opusieron a Freud.
Un artículo de Raymond Cahn explica bien esa problemá­
tica.® En él, el autor sostiene que Ferenczi enjuicia el encua­
dre y, por lo tanto, la actitud del analista; señala además que,
con el recurso a un sentimiento empático más o menos
controlado, adopta una serie de actitudes técnicas que van a
suscitar la crítica de Freud. Éste exige que se mantenga en la
neutralidad y que no corra el peligro de lanzarse a aventuras
tales como las que Ferenczi ponía en práctica y aconsejaba, en
las que ya quería, con una actitud extremadamente reparado­
ra, volar en auxilio de sus pacientes.
Lo importante para Ferenczi ya en ese momento -y éste es
el malentendido que lo enfrenta a Freud—es que se da cuenta
de que la naturaleza del trauma cambia. Creo que era algo que
a Freud le costaba entender. La prueba es que en 1937, cuando
escriba “Análisis terminable e interminable”, el trauma se­
guirá siendo para él lo que siempre había sido; un trauma
sexual, en particular. Lo que nos dice Ferenczi es algo total-
mente nuevo, a saber, que el trauma no siempre está en
relación con lo sucedido, sino también con lo no sucedido.
Lo cual quiere decir que en ese momento, en el rumbo que
le es propio —busca al niño en el adulto—, trata de explicar
una serie de situaciones analíticas que parecen estar marca-

®R. Cahn, “Le preces du cadre ou la passion de Ferenczi”, en Revue


Frangaise de Psychanalyse, n° 47, 1983, pp. 1107-1133.

29
das por el estancamiento e incluso la inercia, o por una
verdadera petrificación de las capacidades del yo, consecuti­
vas a traumas de los que desde entonces hemos escuchado
hablar ampliamente de diversas maneras, en relación con las
“carencias del objeto primario”. La falta de respuesta del
objeto primario, de la madre, puede tener en ciertos casos
consecuencias desastrosas. Para algunos, el término necesi­
dad es problemático pero entre analistas sabemos bien qué
quiere decir cuando aludimos a él: se trata de necesidades
afectivas. Estamos entonces frente a verdaderas heridas no
cicatrizables del yo en el niño, que paralizan la actividad de
ese yo. Sus consecuencias en la esfera de la sexualidad son,
después de todo, de menor importancia que lo que ocurre en
el nivel del yo.
Personalmente, considero oue YcrrlnTl^rff
antecedente de vVinnicott. En efecto, aunque sus nuevas
indicaciones recnicas sean muy discutibles, no hav lugar a
dudas de que señaló algo que ulteriormente iba a salir a plena
luz del ala en el psicoanálisis. Lo interesante, a mi juicioTes
qué no fue lá escuelá lliliigaia la que sacó el mejor partido de
Jas indicaciones de Fereiiczl. Pese a todo el interés que nilede
haber porTa~obra de Ballnt, ésta está en mi opinión muy lejos
de las contribuciones de Winnicott. Pero éste no reconoce una
deuda específica con respecto a Ferenczi, ya que proviene de
^otro linaje, el de Melanie Klein.
De hecho, las cosas se remontan a Freud y nos hacen ver
que el gusano ya está en la fruta.
El primer punto que hay que subrayar es el cambio de
paradigma, o de modelo: no voy a decidir. Lo indudable es
que para Freud, el punto de partida de la teoría es el modelo
de la perversión. En efecto, hay una especie de lazo orgánico
entre la perversión polimorfa del nino y la neurosis como
negativo de la perversión del adulto. Ffeud~55guíri^sta línea
durante mucho tiempo. Pero a mi juicio es muy notorio que a
partir de 1924, vale decir, prácticamente tras haber elaborado
su segunda tópica, comenzará a plantearse cuestiones y a
preguntarse si no se justifica más oponer la neurosis a la
psicosis. Ese es el título de uno y el tema de dos artículos de
ese mismo año: “Neurosis y psicosis”. En 1927 se sitúa la
bisagra constituida por su artículo sobre el fetichismo, que
sigue siendo del orden de las perversiones sexuales, pero cuya
manifestación esencial se produce en el nivel del yo, mediante
la descripción del clivaje y la denegación. La gran contribu-

30
ción del fetichismo es sin duda la coexistencia de dos sistemas,
uno que niega la percepción, el otro que la reconoce.
¿En qué sentido representa el fetichismo una revolución
semejante? Antes de él, teníamos un modelo de defensa que yo
calificaría de vertical. En otras palabras, teníamos la repre­
sión que mantenía lo reprimido en lo inconsciente, como
consecuencia de lo cual verificábamos el retorno de lo reprimi­
do. Esta situación se presentaba de acuerdo con relaciones
jerárquicas. Mientras que con el clivaje ya no hay verticali­
dad, hay horizontalidad. Coexisten dos juicios, ninguno de los
cuales anula al otro. “Sí, ya sé que las mujeres no tienen pene.
No, no puedo creerlo.”
Hoy el clivaje se utiliza erróneamente en gran parte de la
literatura: el sentido que le dan los kieimanos no es en ( ' n
absoluto el que le da l^Vend. Éste insistió siempre en que en
clivaje había una parte de reconocimiento. reconorÍTP"*""^^** '
la verdad. V hablar como los kieimanos de parte clivada para
referirse a la parte que queda al margen de la conciencia, de
una manera aún más vertical que si se la reprimiera, es
dar una definición que no tiene nada que ver con lo que Freud
entiende por ello.
La prueba de que el modelo cambia es que Freud va a
retomar el caso del fetichismo, y por lo tanto del clivaje, en el
Compendio del psicoanálisis, cuando describa la fragmenta­
ción psicótica. En realidad, describe esta fragmentación como
equivalente de lo que los kleinianos llaman “minute splitting”,
es decir, una especie de clivaje mutilador multiplicado al
infinito. Pero lo que resulta interesante en ese momento, y
esto Freud ya lo había visto desde 1924, es la descripción -que
él plantea en apenas algunas frases—de mecanismos que
afectan la unidad del vo. de manera tal que parálnn
hundirse, sufrefisuras. grietas, cortes: en sínt^píp, fíñn°
nismos dejan toda una serie de cicatrices de traumas anti­
guos. Esas cicatrices llevan a Freud a escribir que “correspoi-
den a l£Ts extravagancias V la locura de los hombres”, y qui
para el yo son e equivalente
_________ de lo que las perversiones
._____
Sexuales son para la sexualidad. Ésa es la idea que hay que
retener de la segunda mitad de la obra de Kreiiri: la hiígqiiAHQ
de equivalentes en el nivel del yo de lo que son las perversiones
sexuales para la sexualidad. Ahí tenemos entonces el cambio
de paradigma.
En Francia, entre 1953 y 1970, durante la época de la
hegemonía lacaniana, eiTabá prohibidó interesarse en el vo.

31
El mero hecho de tenerlo en cuenta hacía que uno sufriera el
reproche de ser un “ego-psychologist”, lo cual es una pura
fabulación con fines calumniosos, pues en Francia no hubo
nunca un solo partidario de\aego-psychology. Ni uno solo. Esa
actitud, en cambio, paralizó los estudios sobre el yo. Pero hubo
muchos en Estados Unidos. Al leer la elaboración de las
teorías hartmanianas de la psicología del yo, nos quedamos un
poco desconsolados porque todo eso no corresponde a la idea
que nos hacemos del psicoanálisis y la obra de Freud. Si no
hubiera existido la prohibición de reflexionar sobre el yo y si
Francia no hubiese seguido como un solo hombre el dictamen
de Lacan de que el yo era el producto de las identificaciones
especulares del sujeto -cosa que es, ¡pero no únicamente!- y
si, por último, hubiéramos tenido el valor, justamente, de
abordar su análisis de otra manera, pues bien, es probable que
no hubiéramos sufrido el retraso que acumulamos y que, por
otra parte, terminó por afectarnos con los casos fronterizos.
Pero querría volver al hecho de que, a partir de 1924, Freud
busca algo en el plano del yo, sobre el cual importa recordar
que, para él, es el equivalente de lo que son las perversiones
para la sexualidad. No busca por el lado de la adaptación: no
es eso lo que le interesa. Tampoco busca algo que esté en
relación directa con la realidad. Sospecha que el yo al que
había recurrido durante toda la vigencia de la primera tópica
es muy poco confiable a causa de sus orígenes, a saber, el hecho
de ser una diferenciación del ello que, no obstante, se manten­
drá siempre ligado a sus primeras diferenciaciones.
Freud habla de la locura de los hombres. Y la l^ocura de In.s
hombres, como yo lo demostré, no es la psicosíg,
firás general. Allí hay una intuición que roza a Urm
ébsa es cierta: que esta concentración en las relaciones del
clivaie y el yo es crucial, pui q ue la ubi a de Freud's'é derra~cón
ei ciivaje del yo en el proceso de defensa, donde por~olra p ^ te
retoma el ejemplo del feticnismo para extender el alcáHcede
su descubrimiento.
No basta coñTlamar la atención sobre la parte final de la
obra de Freud; es preciso abordar los comienzos. Cuando
Freud afirma que como terapia el psicoanálisis se centra en
las psiconeurosis de transferencia, lo que debe interesarnos es
la noción de transferencia, porque engloba dos aplicaciones
diferentes.
La primera concierne a la transferencia de la libido al
psiquismo. Ése es el aspecto en que la psiconeurosis de

32
defensa se distingue de la neurosis actual. Además, la psico-
neurosisde transferencia es una psiconeurosis a transferen­
cia, es decir que de la misma manera que hay transferencia de
la libido corporal a la libido psíquica, existe también la
I)osibilidad de transferencia de un objeto del pasado a otro
objeto del presente: el analista. Por eso la concepción de los
comienzos se apoya en un tríptico coherente: psiconeurosis de
transferencia, neurosis de transferencia y el vínculo de una y
otra que pasa por la neurosis infantil. La transformación de la
psiconeurosis de transferencia en neurosis de transferencia
permite tener acceso a la neurosis infantil que, analizada,
supuestamente disolverá ambas.
Pero en un primer momento se produce la transformación
de una “enfermedad natural” en una “enfermedad artificial”:
es la transferencia, que se refiere a la actualidad de la relación
analizante-analista. Por consiguiente, que Freud nos diga que
en los narcisistas no hay transferencia suscita muchas discu­
siones. Hoy respondemos que se equivocó, que los psicóticos
hacen transferencias tan violentas que... que... ¿Pero es
transferencia en el sentido en que Freud la entiende? No
estamos aquí ante la transferencia de una entidad inteligible
en otro nivel de inteligibilidad a la persona del analista, en que
el análisis de sus relaciones ala manera de la infancia permita
la disolución de la transferencia.
Al respecto, podemos decir a la vez que Freud se equivoca:
la experiencia muestre, en efecto, que hay transferencia en los
psicóticos, pero creo que también hay que señalar que tiene
razón, porque la cuestión consiste en saber cómo y de qué
manera puede trabajarse esa transferencia.
La cuestión de los casos fronterizos, entonces, va a plan­
tearse en un primer momento con respecto a las neurosis
llamadas narcísicas, que en un principio se confunden con las
psicosis. Pero sólo en un principio. Lo cual hace que, durante
mucho tiempo, se considere que la expresión “estados fronte­
rizos” es una contraedón de “estados en las fronteras de la
psicosis”, la esquizofrenia en particular. Si abren el venerable
Laplanche y Pontalis, eso es lo que van a encontrar: “estados
en las fronteras de la esquizofrenia”.
¿Se considera hoy que los estados fronterizos están en las
fronteras de la esquizofrenia? No lo creo. Somos más pruden­
tes y decimos “en las fronteras de la psicosis”. Pgi^^ando
consultamos los distirtos diccionarios, nos damoS'cuénta de
que la cuestión es vaga,porque según los autores, los si°tPT"'’°
son excliiypnt.fis nnn del otro. Ésa es la posición lacaniana
olicial: los estados fronterifbs no existen, uno es nnuroEfco-o
psicótico. ¡Y como noy nay pocas posibilidades de reconocerse
en los neiiróf.iros. va saben giió qnorla por harprl -----
Hay otra posición que consiste en decir que mecanismos y
defensas psicóticas y mecanismos y defensas neuróticas no
son excluyentes entre sí. Pueden coexistir perfectamente. Esa
es la postura de Rycroft.
La cuestión del narcisismo es completamente fundamen­
tal. Pese a ello, no estamos obligados a concluir que estados
fronterizos quiere decir “estados en las fronteras de la neuro­
sis narcísica”. Tanto más cuanto que, como saben, a partir de
19241a neurosis narcísica ya no concierne para Freud más que
a la melancolía. La esquizofrenia ya no es una neurosis
narcísica. ¿Por qué? Justamente porque Freud hace una
distinción implícita entre la destructividad despedazante y la
melancolía destructiva del yo y el objeto, que es otra cosa.
Neurosis narcísica y psicosis son diferentes. Puede suponerse
que en ellas el yo funciona de manera diferente. Yo diría, por
lo tanto, que los estados fronterizos ya no se definen en
relación con la esquizofrenia y ni siquiera con la psicosis,
aunque frecuentemente se observen mecanismos psicóticos.
¿Entonces qué?
He propuesto considerar el límite, la frontera, como un
concepto, cosa que hasta aquí no se había hecho. Me acuerdo
de que un día fui a presentar una ponencia en la institución de
al lado.® Y me dijeron: “sí, usted juega con las palabras, ¿no es
así?, se habla de estados fronterizos, entonces usted se refiere
a la frontera como concepto”... Sí, ¡pero quien decía eso era un
psiquiatra obtuso pero con muchos títulos! Yo no podía discu­
tir de esa forma con él. Porque el límite es un concepto muy
importante en el psicoanálisis. Basta que recorran los escritos
de Freud para ver que constantemente se trata de una
cuestión de límites.
¿Pulsión? Concepto fronterizo. Un día recordé la definición
de la pulsión como concepto fronterizo a uno de mis eminentes
colegas, y él me contestó: “¡para mí eso no quiere decir nada!”
¡Peor para él! Para mí sigue significando algo. Concepto
fronterizo, concepto en el límite entre lo psíquico y lo somático,
concepto de lo que está en el límite de lo conceptualizable.

®La clínica de enfermedades mentales y del encéfalo de la Facultad de


Medicina de París.

34
Cuando leemos lo que Freud escribe con respecto al aparato
psíquico en la primera tópica, con respecto a las relaciones
entre consciente, preconsciente e inconsciente, pero aún más en
la segunda, en que habla explícitamente de los límites entre
el ello y el yo, entre el yo y el superyó y de todos los intercam­
bios que se producen entre estas instancias, resulta claro que
considera lo que ocurre en el nivel de las transiciones entre las
diferentes instancias. Incluso hace una comparación con las
pinturas impresionistas y dice: “No imaginen que esas relacio­
nes se definen como en las cartas geográficas que tienen
fronteras nítidas; se parecen mucho más a la pintura impre­
sionista con sus esfumados”. Hoy comprendemos que los
límites son zonas de elaboración psíquica. Hemos visto que
los limites ael yo entran automáticamente en juego con res-
pecfo a las otras dos instancias, el ello y el suppryó.
' Pero hay un problema que Freud sin duda pasó por alto: el
de los límites del yo con el objeto. Allí se plantea efectivamente
toda la cuestión de un nuevo paradigma sobre el cual no hay
razón para interrogarse tanto, ya que se ha impuesto. Piénse­
se en la manera en que la teoría de las pulsiones fue reempla­
zada por la teoría de las relaciones de objeto, que hoy tiene una
gran difusión en el extranjero. Esta teoría se convirtió en
una doctrina casi oficial en Inglaterra, choca hoy con mucho
menos resistencia en Estados Unidos y reaparece en Francia
con formas disfrazadas. Además, la intersubjetividad está
ganando terreno. Si tenemos en cuenta el carácter intercam­
biable de los términos “sujeto” y “objeto”, cuyas definiciones
son exactamente las mismas en el diccionario de la Academia,
la cosa no es sorprendente. Con los mismos ejemplos: “los
cuerpos naturales son el tema de la física”, “los cuerpos
naturales son el objeto de la física”, leemos en ese diccionario.’
En consecuencia, este nuevo paradigma de las relaciones
de objeto hizo retroceder el de la pulsión: hay que reconocer
que en Freud hay cierta carencia en lo que se refaere al objeto.
£¿5 innegable. Las razones por las que lo descuidó tienen nñe
ver en parte, a mi entender, con prejuicios de orden personal
A Freud no le gustaban mucho la clínica y la práctica psicoa-
"«alLticas. Ahora bien, la teoría ae las relaciones de obieto se
forjó en las circunstancias de la práctica psicoanalítica y el
análisis de la transferencia.

’ Téngase en cuenta que en francés sujet significa a la vez sujeto y tema,


materia, asunto (n. del t.).

35
Creo también que Freud temía que, si dependía demasiado
de la' idea de la relación de objeto, lá Oientifiddád del psicoa-
ñalisis se vena perjudicada. No queria~destacar en excescrla
Iinfluencia de la relación con el analista, porque podía reláti-
1^zar los descubrimientos sobre lo inconsciente. Quería ase­
gurarse de que su teoría tuvieran una generaFidad suficiente
para ser, en cierto modo, independiente de las circunstancias.
Del mismo modo, no quería que la teoría psicoanalítica se
limitara' ü la práctica del~psíCüaiiálisis. Se trataba de una
ápüeSta fuiidailiental sobre la cual era evidente que no tran­
sigiría. El psicoanálisis es un método; primer punto. Aplicable
al tratamiento de ciertos estados, y eso es la terapia: segundo
punto. Es un cuerpo de conocimientos que, por acumulaciones
sucesivas, termina por constituir una doctrina: tercer y últi­
mo punto.
Como consecuencia de esta situación, hoy somos testigos de
la crisis del psicoanálisis aplicado, lo cual tiene por efecto que
se intensifique la concentración en la cura practicada con la
mejor voluntad del mundo, y que es sin duda el resultado de
algunos golpes sufridos por los analistas por haber sido ligeros
en materia de psicoanálisis aplicado, ya se tratara de litera­
tura, antropología o de otra cosa.
Nos enfrentamos aquí a un problema. ¿Por qué? Porque si
el psicoanálisis es verdaderamente la teoría de la práctica,
pierde entonces toda pretensión a un saber general. El psicoa­
nálisis se convierte en la teorización de la experiencia adqui­
rida con un puñado de individuos que se tienden sobre los
divanes de los psicoanalistas colocados detrás de ellos. Es una
muestra completamente reducida, que no puede pretender en
ningún caso dar cuenta del conjunto de la psicopatología y
menos aún de los datos que superan la cura, ya sean de orden
cultural u otro.
El problema se planteó cuando se advirtió que había una
categoría de pacientes que no se parecían en modo alguno a los
neuróticos. En nuestros días, si toman en análisis unahisteria
franca, por decirlo así, y releen el caso Dora, van a tener que
decirse: “No se parece en absoluto pero, en fin, a decir ver­
dad...” Si toman en análisis a un neurótico obsesivo y releen
el caso del Hombre de las Ratas, van a comprobar que la cosa
cambió poco, con distinciones que sin duda conciernen a la
forma clínica con que se enfrentan.
Pero si toman un caso fronterizo, en la obra de Freud no hay
nada que se parezca, salvo el Hombre de los Lohos, y aún así...

36
le lili dicho que éste era el fracaso más bello del psicoanálisis.
Nii (leja de ser cierto. Contamos con una abundante documen-
Ilinón sobre este caso. Está el segundo análisis con Ruth
Miick-Brunswick, luego su seguimiento por Eissler o Solms y
loMcontactos que tuvo con Muriel Gardiner. Están también
MUS propias memorias y, por fin, sus conversaciones con la
pri iodista Karin Obholzer.® De modo que sabemos un poco
HUIS sobre él que sobre los otros pacientes de Freud. Y hay
electivamente algo que nos evoca lo que podemos observar en
lii cura de un caso fronterizo. Pero no es más que un eco
(listante. Es evidente, al menos en mi opinión, que la lectura
contemporánea de los grandes autores de la escuela inglesa
(con la excepción de Searles en Estados Unidos) -tanto la obra
de Winnicott como la de Bion- nos híiblajiei’esilidades clínicas
familiares. ^ 6>
Iré más lejos. Tuve la oportunidM^de-seguir el trabajo
analítico de una paciente que había sido tratada por Winni­
cott.® En consecuencia, tuve por una parte la posibilidad de
observar de cerca cómo era esa paciente, a quien sólo conocía
por las descripciones de Realidad y juego, y comprobar los
puntos de acuerdo pero también de desacuerdo con la manera
en que Winnicott había llevado adelante ese análisis. Y, por
otra parte, también tuve la oportunidad de verificar que lo que
él describía correspondía precisamente a la forma en que se
establecía la relación con ella. Es muy importante verificar
que un analista no miente. No es tan frecuente porque nadie
sabe qué pasa en el consultorio de un analista. Además, los
informes de los pacientes no siempre son muy confiables. Pero
en un caso como éste y en lo que se refería a la psicopatología
fundamental de la paciente, yo reconocía íntegramente lo que
Winnicott había escrito. Mis diferencias, tal vez, tenían que ver
con la manera de interpretar. Voy a darles una breve des­
cripción.
Les diré en dos palabras que era una paciente que había
hecho un primer análisis con un analista bastante conocido en
Londres, un análisis que terminó de manera catastrófica;
transferencia tormentosa y ya relación terapéutica negativa.
A continuación hizo varios intentos de análisis, pasó las de

®Se refiere a Conversaciones con el Hombre de los Lobos. Un psico­


análisis y las consecuencias, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996. (N. del T.).
®A. Green, “The intuition of the negative in Playing and Reqlity”, en
International Journal of Psychoanalysis, n° 78, 1997, pp. 1071-1084.

37
*^Caín y, desde luego, hicieron de todo con ella. Le acariciaron
el pelo, otro analista le permitió sentarse y poner la cabeza
sobre las rodillas o, al contrario, un tercero la guió, le dio
consejos. En resumen, le pasó de todo. Hasta el día en que, no
se sabe cómo, se le ocurrió ir a ver a Winnicott.
' Con respecto a esta paciente, Winnicott dice algo que yo
retomo en mi descripción de lo negativo. Habla de la relación
de transferencia que había entre ellos y. por suSbes't7r~3ál-'
hecEórde-cmiT a pacientp~^edicara mucho tiempo a hablar
del analista anterior. Y Winnicott escribe: “The negative of
h'im wna more important than the nositive ófme” f“Lo negativo
jle j l era más importante que lo positivo mío”]. una de las
frases~de lasYpTe me valí al pasar -hubo otras- para mostrar
que los analistas ingleses, sin saberlo, manejan la noción de
negativo.
' Ahora, ¿cómo considerar ese negativo? ¿Es preciso ver las
cosas con cierta perspectiva?
En primer lugar, tomar conciencia de que toda concepción
del aparato psíquico es una referencia a límites. Por otra
parte, que los límites son zonas de elaboración. Que esas zonas
de elaboración son intrapsíquicas y entre el aparato psíquico
y el objeto, intersubjetivas.
La_concepción del objeto es extremadamente complicada,
pnrqñe hav un ohieto que está “en el yo” y también hav uno que
es exterior a él. Puede baBTárse de una concepción del objeto
en el juego de la remisión de uno al otro. En mi opinión, una
concepción del nbieto inter-rm PYfTnai'vr» ~nñ se sostiene. He
afirmado que era absolutamente ilusorio querer uniCicar la
concepción del objeto, para lo que insistí en el hecho de que
siempre había más de uno. Los remito a ese trabajo,^° no me
extiendo más en este asunto. Lo importante, para volver al yo,
es que no se puede considerar que un estudio de los borderline
permita que pase al segundo plano. Muy particularmente en
su relación con el objeto.
¿Qué es lo que marca el objeto? Creo que lo marcan dos tipos
de áñgustias: por un lado, las a ñ ^ stia s de separación, por el
otro, las de intrusión. Es decir que en ese caso vemos que la
noción de límite del yo asume un sentido muy preciso, porque
se trata, en efecto, de actuar sobre esos límites. Gracias al
estudio de estos pacientes, todos sabemos que o bien existe en

“ A. Green, “De l’objet non unifiable á la fonction objectalisante”, en


Propédeutique, 1995, pp. 211-228.

38
ellos una extraordinaria porosidad (una paciente me dijo un
(lía: “soy una esponja”) o, por otra parte, una extrema sensi­
bilidad a la intrusión. Esto plantea problemas técnicos inme­
diatos. No se trata de adoptar una actitud de silencio, porque
de ese modo volvemos a hundir al paciente en su desierto
objetal. Volveremos a ello la vez que viene. Pero la técnica
kleiniana aparece como extraordinariamente intrusiva y a
menudomSópóftablérEs por eso, en electo, nue en estos casos
las teorías de la transicioñalidad de Winnicott son extrem ad a^
jnente valiosas.
EIsLaS teorías de la transicionalidad hablan del objeto
transicional, que es y no es el pecho: introducción de la
paradoja en la teoría y presentación de una concepción de
la simbolización fundada en la transicionalidad por referen­
cia al espacio transicional, que es el espacio en el límite del
cual se produjo la separación pero en donde potencialmente
jjgdría producirse una reunión. Aquí vemos con claridad que
estamos ante una concepción de la simbolización completa­
mente diferente de la de Lacan, originada en el estructuralis-
mo, y diferente también de la simbolización aristotélica. La
idea de un espacio potencial para el psiquismo es una idea
absolutamente fundamental porque da acceso a toda la di­
mensión de la virtualidad.
Si nos colocamos en una óptica en que el interés consiste en
oponer los casos fronterizos a las neurosis, es fácil hacerlo.
Podemos mostrar que esas angustias de separación e intru­
sión no tienen mucho que ver con los paradigmas clásicos de
la castración, aunque sea simbólica, y de la falta, aunque sea
categorial. Pero si nos situamos en una perspectiva diferente
y nos esforzamos por comparar positivamente el modelo de los
borderline con el de las neurosis, podemos llegar a la conclu-
,c;mn dpqnelnqnpja angustia de castración es para lañéSrosis
la angustia de separación lo será páralos casos'frontéfízos. Y‘
podemos decir que en cuantü“ado-feffleninn,“á1á“áñigusfía de
penetración en la neurosis corresponderá la angustia de in­
trusión en el caso fronterizo. De ese modo podremos salir
de una concepción fundada en la oposición neurosis o caso
fronterizo, para intentar ver las cosas, con una nueva menta­
lidad, desde la perspectiva de una óptica comparatista y
postular que “lo que ocupa ese lugar en este sistema tiene por
correspondiente lo que ocupa tal otro lugar en aquel otro
sistema”. Es exactamente lo que Freud hizo en el caso de la
histeria y la neurosis obsesiva. Describió constantemente una

39
en comparación con la otra. No hay un solo dato que describa en
una que no aluda a su correspondiente y opuesto en la otra.
Si volvemos ahora a mi exposición, lo que propuse es
efectivamente un nuevo modelo, en el que opuse dos ámbitos
que estaban en las fronteras del psiquismo: por una parte el
lugar del soma, por la otra el lugar del acto. Vale decir que
estos casos fronterizos, según la perspectiva’descriptaZ^r^
^TTTnn. ponen en marcha procesos de expulsión y evacuación.
"Algo se evacúa en el soma o por el acto. ¡CuidadoTKl soniajio
e'sel cuerno. El soma es verdaderamente la organizacióji
biológica. El cuerno está atravesado por la libido, por el
significante. Con el soma hay una posibilidad de integrar
el modelo de la psicosomática al psicoanálisis. Por el otro
lad», ol neto la descarga en lo real, son ntra mndnbdgrá de
liquidación. Volveré a ello dentro de un momento.
^ nos concentramos ahora en el psiquismo propiamente
dicho, propuse definir su campo según dos mecanismos fun­
damentales.
El primero es el clivaje, no en el sentido freudiano sino
kleiniano. Esto se desprende de la lectura de la literatura.
Ese clivaje puede concernir a diversas entidades, diversos
sectores: psique/soma, bisexualidad (masculino/femenino),
pensamiento/acto, etc. No es forzosamente el clivaje de la
destructividad. Aunque éste sea el más frecuente.
En oposición al clivaje, postulo un segundo mecanismo que
describo con el nombre de depresión y que no tiene nada
que ver con la depresión clínica. Para hacerse una idea de él,
creo que habría que pensar en la depresión atmosférica, algo
fique es, en efecto, del orden de una reducción de tono que no
responde a los mecanismos psicopatológicos que pueden
señalarse en la depresión y la melancolía. En este punto estoy
cerca de Fierre Marty, que describió la depresión esencial. La
llamó esencial porque es precisamente una depresión que
aparece sin conflicto psíquico identificable.
Es el problema de la teoría del conflicto. Este, justamente,
no tiene un aspecto de evidencia. O en todo caso, si hay
conflicto, la depresión que se manifiesta es el resultado de
una autodestrucción, si se quiere, que no consiste en suicidar­
se, que se manifiesta en la pérdida del gusto por la vida, el
decrecimiento de lo que constituye nuestro tono vital. Ante
nociones como éstas nos echamos atrás, pero cuando alguien
está deprimido sabe muy bien qué significa la pérdida de su
tono vital al no poder levantarse de la cama a la mañana.

40
Cuando algunos analistas critican el punto de vista energé-
tico, yo me pregunto si alguna vez vieron a una persona
deprimida. /.No saben que tomar la pluma para escribir le
^ i g e iin pstnpryin considerable, con una sensación delatiga
psíquica que es el resultado del conflicto entre investidur^y
d esin v p stid iira q u e las capacidades del yo?
Resumo, entonces: soma y acto enmarcan el espacio psí­
quico y sirven de dominios de evacuación. Espacio psíquico
gobernado por dos mecanismos fundamentales: el clivaje y la
depresión.
Eso es lo que escribí en 1974. ¿Sigo pensando lo mismo?
Con el tiempo llegué a ser un poco más modesto porque la
ajnida de la experiencia me reveló que las cosas son más
complicadas. La experiencia clínica que desarrollé desde
entonces hizo que advirtiera lo que no había incluido en mi
teorización.
Este es el punto en que los trabajos de la escuela inglesa,
en efecto, son absolutamente irreemplazables, ya que lleva­
ron esa clínica mucho más lejos que nosotros, en Francia. ¿De
qué se trata, en particular? Se trata, desde luego, de lo que
Winnicott describió como puesta fuera de juego de la transi-
cionalidad. Basta leerlo -en mi opinión Realidad y juego es
un gran libro- para ver efectivamente de qué manera explica
esas actividades destructivas que a veces no adoptan en
absoluto la forma de una destrucción, como en su artículo
sobre la utilización del objeto o en el trabajo sobre el papel de
espejo del rostro de la madre que es una respuesta a Lacan,
o acerca del clivaje entre los elementos masculinos y femeni­
nos, sino de una especie de anonadamiento psíquico. A mi
entender, allí hay un enorme campo de investigación.
¿Dónde está la metapsicología de todo esto? Yo creo que la
noción de paradoja entre objeto subjetivo y objeto objetivo
percibida según Winnicott, paradoja que no debe superarse,
es en efecto un dato sobre el cual podemos fundarnos y
apoyarnos.
También la obra de Bion es de gran utilidad,
(jemuestran sin lugar a dudas esas e s t r u c t u r a s p .<^p 1 i
ctmsiderable para pruliifaiise pensar. ílpbie todü~nó~,
T ira et padenCe todos los medios son buenóg^coiTeBBi
consecuencias se observan principalmente en la toxicoma­
nía, la toxicofilia, la anorexia y la bulimia, la huida en el
dormir, la proyección, la renegación, etc. Tengo pacientes que
durante años y años se pasaron todos los fines de semana en

41

i
la cama. Esperaban el lunes a la mañana porque, al retomar la
actividad profesional, estaban obligados a pensar en otra
cosa o en los otros.
El primer modelo adoptado por Freud es el modelo sueño/
relato del sueño. Es el modelo de la representación, que va a
apoyarse en el fantasma. Pero a mi juicio Freud pone en
cuestión ese modelo desde 1914. Y en 1920 se consuma la
ruptura, con la compulsión de repetición. Aparece entonces el
modelo del actuar por la repetición, que reemplaza al ante­
rior. La representación cede su lugar al movimiento pulsio-
nal, así como lo inconsciente es reemplazado por el ello. Como
podrán ver, hay allí algo así como una convergencia.
Les recuerdo igualmente otros dos momentos que ya men­
cioné: primer tiempo, relación perversión/neurosis, la neuro­
sis como negativo de la perversión; segundo tiempo, compa­
ración entre neurosis y psicosis. Les pido ahora que los
conecten con los dos modelos: modelo sueño/relato del sueño
antes de 1920, modelo compulsión de repetición en el actuar,
descarga y/o elaboración con la forma de la representación de
cosa, del fantasma, si lo prefieren, luego de 1920.
Pero a partir del momento en que Freud introduce el
modelo del actuar, de la descarga, de la repetición, el modelo
del acto va a entrar en el psicoanálisis como amenaza para la
elaboración psíquica. Va a generalizarse, lo cual quiere decir
que aun las formaciones que parecen más alejadas del acto
van a adoptar su estructura, como bien lo mostró Bion. En
esos casos creemos estar ante un fantasma; de hecho, ese
fantasma tiene la estructura del acto, lo que permite que Bion
diga que el papel del fantasma no es en absoluto elaborar
nada, sino ser evacuado. Y con ello comprendemos también el
considerable cambio producido en el aparato psíquico. Este
no es un aparato que meramente elabora, no es un aparato
que se conforma con reprimir, porque reprimir es conservar.
También es un aparato que, por medio de la renegación, la
forclusión, el clivaje, evacúa y elimina y, con ello, se automu-
tila. Y si el analista no es consciente de eso, puede pasarse
años y años en un sillón mientras escucha a un analizante, sin
darse cuenta de lo que ocurre, es decir, nada, en realidad.
Entonces, la vez que viene veremos cómo termina la
historia.

42
II. D istinciones teóricas, clínicas y técnicas
CON los neuróticos

Cuando uno se dirige a un auditorio que no conoce, es difícil


hacerse una idea exacta del nivel de familiarización con el
tema que va a abordarse. He comprobado, en efecto, que las
personas que hicieron preguntas o vinieron a verme luego de
la exposición del otro día parecían estar desconcertadas por
unas cuantas afirmaciones que yo había hecho.
Por una parte, me pregunté desde luego sobre la pertinen­
cia de mis palabras, y por la otra sobre el papel de cierto marco
ambiental que permite la circulación de nociones que han
adquirido una especie de legitimidad que ni siquiera se sueña
con poner en discusión.
Así, por ejemplo, entre las preguntas suscitadas y que me
hicieron luego de mi ponencia, alguien planteó una extrema
perplejidad ante mi afirmación de que en el caso de esos
pacientes podíamos preguntarnos si la referencia al deseo era
pertinente. Me dijeron: “Sí, usted dijo que en esos pacientes no
había deseo”. Pero no es eso lo que yo señalé. Dije que había
otra cosa en lugar del deseo. Parece ser evidente por sí mismo
que el deseo es un dato general aplicable a todas las categorías
de pacientes, ya se trate de neurosis, psicosis o cualquier otra
variante diagnóstica.
Me pareció que hoy quizás era necesario que diera marcha
atrás y volviera a algunos puntos que la vez pasada no abordé
de manera suficientemente exhaustiva, pero que requieren
una discusión más precisa. Por ejemplo, lo que se refiere a la
diferencia entre neurosis y caso fronterizo.
No se tratará de una discusión nosográfica, sino de reflexio­
nar sobre la pertinencia de las referencias teóricas que se
aplican para la teorización de la neurosis. Como acabo de
decir, no tengo la intención de retomar la cuestión a partir
de criterios nosográficos, pero querría apoyar esta distinción
en la clínica. Puesto que puede plantearse precisamente el
problema de establecer la diferencia entre una neurosis grave
y un caso fronterizo. Esto puede ser cierto de todas las
categorías de neurosis, ya se trate de la histeria, la fobia o la
neurosis obsesiva.
Creo que las neurosis graves son diferentes de los casos
fronterizos. ¿Qué es lo que caracterizaría una neurosis grave,
ya se trate -para mantenernos en las dos grandes categorías-
de la histeria o de la neurosis obsesiva? En esos casos se habla
de neurosis graves porque se alude, en primer lugar, a la
tenacidad de las fijaciones, al carácter resistente, por decirlo
así, de la angustia, a la escasa movilización de los síntomas por
el análisis y a su transformación limitada por el análisis de la
transferencia, a una rigidez de los mecanismos de defensa. Y
pienso, desde luego, en las particularidades de la transferen­
cia que aquí también parece bastante maciza, con pocos
matices, y sobre todo con una escasa modificación durante la
cura.
Un cuadro semejante llevó a los analistas de la década del
sesenta, entre los cuales algunos colegas muy eminentes, a
invocar en esos pacientes la existencia de lo que por entonces
se llamaba, con una expresión a la moda, un núcleo psicótico.
E incluso una estructura psicótica latente. Lo cual vuelve a
llevarnos al problema de los casos fronterizos. Mi experiencia
me ha enseñado que esa comparación no se justificaba, que no
había estrictamente ninguna razón para pensar que una
neurosis era por definición leve y que no bastaba que mostrara
un carácter rebelde al tratamiento psicoanalítico para consi­
derar que podía sospecharse la existencia de ese núcleo
psicótico. No digo que el problema sea simple de resolver, pero
lo que me gustaría transmitirles es, justamente, que los casos
fronterizos se caracterizan por otros rasgos.
Tomen un caso que evoca esta situación aún más que la
histeria: el de la neurosis obsesiva. La neurosis obsesiva
ocupa en la clínica psicoanalítica una posición completamente
particular, porque es a la vez una neurosis cuya claridad
aparente, la legibilidad de los procesos inconscientes, los
modos defensivos de organización del yo, las fijaciones que
aparecen en el material... todo eso es con frecuencia de una
claridad impresionante, y desde luego puede suscitar en el
analista la idea de que, habida cuenta de que comprende,
el análisis será eficaz.
No hay nada menos seguro, porque ese criterio de legibili­
dad -no digo de transparencia, se trata de otra cosa—puede
muy bien revelar una tenacidad de las fijaciones anales, en
particular, extremadamente rígidas; porque los beneficios
extraídos por la organización pregenital en el modo esencial­
mente sadomasoquista siguen siendo muy difíciles de elimi­
nar y porque, en resumidas cuentas, falta en esos casos algo
del orden del acceso al plano genital. Si tenemos en cuenta lo
que Freud había dicho y explicado del carácter erótico anal en
1908, al insistir en particular en la obstinación, no es sorpren­

44
dente entonces que esos pacientes revelen dichos rasgos en la
transferencia y que ésta esté inmovilizada por mecanismos
clásicos de aislamiento de los afectos, de anulación retroactiva
o de formaciones reactivas. No tengo ninguna solución mila­
grosa que proponer para la cura de estas neurosis graves. Digo
simplemente que no basta con comprobar ese enganche a la
enfermedad del que habló Freud para invocar un núcleo
psicótico; en estos casos se trata de otra cosa, tal vez opuesta
a lo que acabo de describir.
En efecto, creo que es importante señalar, como lo hace
Freud en Inhibición, síntoma y angustia, que el yo de los
neuróticos se mantiene intacto y no pueden ponerse de relieve
en ellos signos de desorganización psicótica. Hacia la década
del cincuenta, y debido a la influencia de los trabajos de
Bouvet, se pretendió resaltar las relaciones de la neurosis
obsesiva con la despersonalización. Se sostuvo que la neuro­
sis obsesiva o las obsesiones podían constituir una defensa
contra esa despersonalización. Pero, aun cuando esa relación
se pusiera de manifiesto, los trastornos que se comprueban en
la neurosis de despersonalización corresponden, a mi enten­
der, a un registro que no es psicótico. No lo es porque la
organización del yo no se ve afectada de manera duraderay los
trastornos permanecen en el marco de un episodio crítico. La
despersonalización debe compararse con ciertas modalida­
des de la angustia sin que estemos verdaderamente frente a
algo que constatamos con regularidad en la psicosis, a saber,
unos mecanismos de fragmentación que testimonian cierto
desborde e incluso un hundimiento del yo.
Sé que adopto con ello una posición que puede valerme
críticas. Pero lo hago porque mi interés es conservar criterios
diferenciales que me permitan saber más o menos dónde estoy
parado. No me apoyo en la idea de una psicosis latente
generalizada que, de acuerdo con la vulgata kleiniana, sosten­
ga que todos sufrimos de una psicosis infantil que forma parte
de la herencia de cualquier ser humano. Recuso esta concep­
ción. Es por eso que no creo que la solución consista en
apoyarse en los niveles llamados psicóticos de la personali­
dad. Cuando esos aspectos existen, competen a una organiza-
, ción neurótica compleja.
Más vale entonces precisar la posición de partida para
permitir, durante el examen clínico, circunscribir un perfil
que nos autorice a hacernos una idea de lo que puede esperar­
se del análisis, a fin de no dejarnos sorprender demasiado. Lo

45
cual siempre es bastante desagradable para un analista, que
puede sentirse pescado en la trampa una vez iniciado el
análisis. Desde luego, lo que se busca es dejarse sorprender
por la manifestación de lo inconsciente, pero no dejarse
sorprender, tras una serie de entrevistas preliminares en que
-se decide emprender un análisis y en las que se inicia la cura,
por lo que resulta muy diferente de lo que se había comproba-
do V nos hace temer una continuación mas bien peligrosa,
tumultuosa, tóHYltintusa, con una salida muy incierta. Yo~no
estoy en absoluto en contra del análisis de los casos fronteri­
zos. pero prefiero saber antes en dónde me estoy metiendo, v
_no tener que sufrirlo a disgusto después.
Entonces, vayamos ahora a la cuestión de los propios casos
fronterizos. Tras haber dedicado a ella toda la exposición de la
vez pasada, abordo hoy aspectos más particulares. Podríamos
plantear el problema tomando las neurosis una por una y
tratando de decir: “Así pasan las cosas en esta neurosis, y así
en un caso fronterizo que se le parece”.” Podría hacerlo para
la histeria y la neurosis obsesiva, pero creo que no les resul­
taría muy interesante.
En cambio, me parece que puedo retomar frente a ustedes
cierta cantidad de parámetros que encontramos justamente
en los casos fronterizos y en los que es posible ver la diferencia
con lo que pasa en las neurosis.
Previamente querría mostrarles que la evolución que lleva
a interesarse en los casos fronterizos ya está inscripta en la
obra de Freud. Ya lo dij e la vez pasada, pero hoy querría volver
a precisarlo.
Si tomamos por ejemplo la noción de realidad psíquica,
ustedes saben que la distinción que suele hacerse al respecto
es entre realidad psíquica y realidad material. En compara­
ción con esta última, la realidad psíquica es la que se otorga
a los fenómenos inconscientes que no implican ni duda ni
grado en la certidumbre -inconsciente que como saben ignora
la contradicción, el tiempo, etc.- y que, por lo tanto, están
constituidos por procesos primarios que por su parte remiten
a representaciones y afectos. En ese caso es lícito hablar de
deseo. Precisamente porque hay una organización incons­
ciente de las representaciones y los afectos, según el modo de

“ Véase A. Green, “Le chiasme: prospective; les cas limites vus depuis
l’hystérie. Rétrospective: l’hystérie vue depuis les cas limites”, en Psycha-
nalyse en Europe, Bulletin n° 48, pp. 43-45, y n° 49, pp. 28-46.

46
los procesos primarios, puede decirse que en la neurosis, y a
partir de ese sistema de deseos, funciona lo que yo llamé una
lógica de la esperanza. En otras palabras, cualesquiera sean
los obstáculos que la realidad exterior oponga al deseo que
puede habitarme, y cuya realización aquélla traba o no favore­
ce -lo cual remite al papel de la prohibición o el interdicto-,
cualquiera sea la importancia de esos impedimentos, existe
un sistema en el que esos deseos van a encontrar cierta forma
de satisfacción. Esto responde a la noción de inconsciente^Eli
ese aspecto, justamente, lo inconsciente representa una lógica
deia esp^ranzaTñada pueae impedir la realización del deseo
inconsciente"sn una u otra forma, la del sueño, la del fantasma
ola del anhelo, el voto, e incluso la forma del síntoma. Para no
hablar de la transíerencia.
Ahora bien, 1^’reud n^esitó cierto tiempo para darse cuenta
de'qué ese sisleir» {w»Hm rrarasar En otras palabras, que la
esperanza no estaba garantizada y había sin duda, desde
la descn^ión de Más allá del principio de placer, una sene de
estructuras que va no estaban regidas ñor el ñnnciDio de
placer/displacer sino condenadas ala inercia esterilizante por
medio de la compulsión de repetición. Esta compulsión con­
cernía tanto a las experiencias dolorosas como a las agrada­
bles. Por lo tanto, se derrumbaba la soberanía del principio de
placer. Más aún, aquí ya no es el deseo el que triunfa; vale
decir que lo que se cumple o prevalece ya no es la realización
del deseo (que se ancla en la realización alucinatoria de éste
como modelo del funcionamiento psíquico), sino la tendencia
al obrar. En otras palabras, la rememoración cede su lugar a
la actualización. ~~
Constatación de Freud en 1914: el paciente repite en vez dé
acordarse. A partir de ese momento, como dije la vez pasada,
el modelo freudiano bascula. La referencia a lo inconsciente,
por lo tanto al deseo, deseo inconsciente, deja de ser el criterio
que reina universalmente sobre el conjunto de los procesos
psíquicos, acoplados desde luego al principio de realidad, que
nunca es -recuérdenlo— más que un principio de placer
modificado para salvaguardarlo.
El modelo es aquí, por ende, el del movimiento pulsional.
En el Diccionario del psicoanálisis, los mismos Laplanche y
Pontalis hacen notar que cuando Freud pasa a la segunda
tópica y da definiciones que parecen recuperar cierta corres­
pondencia con el sistema anteriormente en vigor (vale decir
que lo que se describió con la denominación de inconsciente

47
pasa ahora al encabezado del ello), el material de base sobre
el cual se erigió el edificio del psiquismo ha cambiado. Cuando
Freud habla del ello, ya no hace ninguna alusión a ningún ti|)o
de actividaa representativa. En ulraa palúbras, en elToHcep-
to de ello nada corresponde a la idea de conten id a Eg'~Tma
revolución, porque si el movimiento pulsionáTsüstituye el de
la representación, resulta claro que ya no podemos rel'eriín&s
”al deseü. PrecisaijientóiIporque efmovifflíentO pulsionál réníi-
te a la descarga ciega e irremediable con la meta de aliviar el
aparato psíquico, lo que no equivale a una referencia al placer
sino a la salvaguardia mínima de la conexión psíquica prim a­
ria. Por lo tanto, aquí se reprime la expectativa del deseo,
totalmente inadecuada para caracterizar lo que ocurre. Para
completar la exposición de Freud, podemos decir que el
dilema se planteq fntrommMTr.iontnpniginnai que procúrala*
descarga y/o representación de cosa, lo cual volvería a dar
^ ceso a lo inconsciente. -----
- En consecuencia, lo que vemos surgir en esta oportunidad
pg qiiP la r p p r p g3^
p p ta r in n r n n t ^ a n a m p n t p a\ ais tp in a a n t p r in r
yu no un datefe __________ ______(ie un trapajo:^ain~3üda es
Bino ftl tesuitaao
es^o lo que nos eAse Lseña la clínica contemporánea, ror mi parte,
digo que no es legítimo hablar de deseo ante cierto^ paclenres,
pófóue lo que domina es esta tendencia a excilai tauulslfilí a
la descarga y la repetición, en la medida eñ qlie tísus pi üóesbs
duden la elabui'acion psíquica, representaaa en el sistema
prCTodotlItA pOr lo s rppregpnt.acinnpg y el dpgen~ ^
1 amPién por eso digo que el interés por los estados fronte-
riz'ós ya estaba presente en la pluma de Freud. porque éste
describe, sin nombrarlas, lo que muestran estas estructuras.
En ellas se constata la tendencia a la repetición, la tendencia
ál^ tu a r . la tendencia a la desorganización defiyo. Todo esto
constituye un conjunto^herente que remite mucho más al
sistema ireudiano de la segunda tópica que Al de la piimera.
(Jon Lacan hubo muchas burlas sobre el partlóularres decir,
de quienes hablan de un Freud 3 con respecto a un Freud 2 que
recusaría al Freud 1... Es fácil ironizar, pero pese a todo es
mucho más serio suponer que Freud parte de hipótesis inicia­
les cuya aplicación considera más o menos sostenible hasta
cierto momento, cuando la experiencia le muestra que las
cosas no suceden así y que, por lo tanto, hay que modificar la
teoría. Ésta no se modifica en cualquier dirección, sino que
adopta una orientación determinada en función de las ense­
ñanzas de la clínica.

48
Si Lacan puede sostener... -yo creo que no puede, pero
aceptemos sin embargo esta hipótesis de escuela- que lo
inconsciente está estructurado como un lenguaje, esto tal vez
sea cierto si nos referimos a la primera tópica, pero la hipótesis
cae sin disparar un solo tiro con la segunda. En efecto, hablar
de la gramaticalidad del ello se transforma en ese momento en
un artificio acrobático que sólo puede convencer a quienes ya
están convertidos.
Esto revela una coherencia de la obra de Freud. La orien-
t^um hacia el “agieren”, él actuar, tiene el interés de remitir­
nos al concepto de pul.sión. porgue eso es lo que está enjuego
en él. En la construcción teórica de FreiiJ todo depende del
punto de partida que elijamos. Las cosas se nos facilitan
mucho si decimos: “yo parto del deseo”, “yo parto del fantas^
ma” o “yo parto de tal o cual otro elemento de la metapsicol
gía”, porque en ese momento estamos obligados a volver atrá|
“Pero, ¿qué hacemos con el basamento pulsional sobre el cu
la teoría freudiana edifica la concepción del psiquismo?”
Entonces nos encontramos frente a diversas respuestas.
Algunos dicen que todo eso no tiene ningún interés y lo que les
importa es la relación de objeto; otros dicen: “extravío biologi-
zante de la sexualidad en Freud” (Laplanche). Vamos a
transformar esta situación y a liberarnos de ese trasfondo
biologizante; en otras palabras, vamos a cuestionar la posi­
ción básica freudiana que sostiene que la pulsión está anclada
en lo somático pero pertenece ya a lo psíquico en una forma
que nos es desconocida.
A mi entender, si tomamos esta dirección nos condenamos
a ir hacia un psicologismo que ya no tiene ninguna raíz en lo
somático y que instituye un corte radical con éste.
No es éste el tema de la conferencia de esta noche. Su tema
es mostrar cómo la orientación hacia los casos fronterizos ya
estaba inscripta en cierta óptica metapsicológica en Freud,
que consistió en reemplazar el sistema de la primera tópica,
centrado en la conciencia, por un sistema aún más heterogé­
neo y por lo tanto más conflictivo en esencia, que confronta los
efectos del arraigo en el polo somático (el ello) y los que
provienen de la cultura (el superyó).
Si vuelvo entonces a puntos abordados la vez pasada para
aclararlos, es con el fin de explicar por qué cuestioné la
referencia al deseo.
No tengo más que pensar en una sesión de esta tarde, en
que un paciente a quien considero un caso fronterizo -y esto

49
es típico de él- comienza diciendo que la cosa va mal, que se
encuentra en un estado esparitoBC, lo cual le sucede con
fr~écüériCla, I\0 é3 pata aorpKjndfetTtie. uon la diferencia de que
me dice por primera vez ^Thace unos diez años que nos
vemos- que experimenta algo nuevo: “Me siento recorrido por
pulsiones criminales. Tengo la impresión de que podría matar
a todo el mundo, a mi hijo [a quien adora], a mi mujer [que le
recuerda dramáticamente a su madre] y a mí mismo”. No
basta que les transmita esta frase para que comprendan cuál
puede ser el universo de ese paciente. Para comprenderlo, es
preciso que les diga un poco más.
Cuando lo acepté en análisis, hace diez años, él vivía en un
estáclo de angustia permanente, una angustia verdadgra-
niéñte desorganizadora. Acababa de térmmaf~fln~añálisis
silencioso ge nueve an~()s, no por decisión pronia^ sino porgue
el analista le había dicho: “usted me impide hacer mi trabajo”.
ATparecei* hav analistas uue pueJeu dectrcosas como~esas.
Por lo tanto él analista hábia lijado un punto final que'eTST
exactamente en este período del año. Además, el paciente
había tenido una aventura con una mujer que en ese momento
acababa de abandonarlo por uno de sus amigos. A continua­
ción, este hombre había reaccionado a esa suma de traumas
haciendo una cardiopatía, de la que no tenía ninguna idea.
Había ido al hospital a consultar por una molestia respirato­
ria, le hicieron análisis y le dijeron: “Quédese, no se vaya”.
[_ Estaba en peligro de muerte y no lo sabía.
Les ahorro los detalles de esta aventura analítica, los
dispenso de las peripecias, pero se trata prpHgflmpnte de uno de
esos análisis en que el analista siempre está completamente
d^concertado. ;Por qué? Porgue se las ve conalgo qué no es dél
orden de la mera represión, nornue la amnesia en l a ^ e se c ^
con esos pacientes corresponde a una verdadera erradicación de
los recuerdos, yo diría oue con una memoria en blanco~50brg
zonas importantes. Últimamente, además, hizo un esfuerzo^e
rememoración que representa un gran cambio en compara­
ción con el momento en que empecé a atenderlo. Antes,
cuando me hablaba en las sesiones, me costaba encontrar un
sentido manifiesto en lo que me contaba. Antaño, cuando
evocaba el pasado, “no sabía”. Al volver a sus ocho o nueve
años, no sabía dónde estaba su padre. Era incapaz de decir si
su padre estaba en la casa o se había ido, si iba o venía, porque
el divorcio de los padres se produciría cuanto tuviera diez u
once años. En ese momento sabe que el padre ya no está.

50
Una memoria en blanco, entonces, y durante las sesiones
fenómenos que terminé por comprender como alucinaciones
negativas de sus pensamientos. Vale decir que las palabras ya
no evocaban los pensamientos que se asociaban a ellas con
respecto a los temas abordados en la sesión. Cuando yo se las
recordaba en una sesión ulterior, él decía: “¿Yo dije eso? No
veo de qué puedo hablarle”. Desde luego, durante mucho
tiempo lo consideré una represión, hasta el día en que com­
prendí que había algo mucho más radical en la negativación
correspondiente al orden del pensamiento, y que dependía
muy probablemente de la alucinación negativa.
Al cabo de siete años -¡siete años!- terminó por decirme lo
que nunca me había dicho antes, que su deseo más querido
habría sido ser padre. Cuando uno es analista de alguien y
luego de siete años se entera del deseo más querido de su
paciente, que éste no pudo mencionar ni una sola vez, la cosa
le produce algo. Era un deseo que antes no podía expresarse
ni formularse.
El análisis evoluciona y él conoce a una mujer con la que es
capaz de tener una relación, cuando hasta entonces todas sus
relaciones con ellas se interrumpían al cabo de tres meses por
decisión propia. Él tomaba la iniríativa dp la ru.pt.iira-.An
previsión de sufrirla. Durante el análisis había tenido una
relación de un poco más de un año con otra mujer, que había
terminado de la misma manera. Entonces, con esta mujer con
quien se casó, luego de peripecias extremadamente dolorosas
y tormentosos intentos de separación, finalmente tuvo un
hijo. Es una relación muy problemática para él, hecha de un
apego visceral y reproches constantes.
Fue necesario que este paciente tuviera ese hijo, un varón,
para que a través de las manifestaciones de éste y la relación
que tenía con él y con su madre, apreciara la magnitud de su
propio Edipo. En otras palabras, si ese niño no hubiera nacido,
lo que el Edipo movilizaba en él jamás habría salido a la luz.
Pese a las apariencias, en este caso nos encontramos mucho
más allá de la represión. Puesto que de hecho existe un
cortocircuito entre el Edipo y un estado de desamparo infantil.
Por desdicha, no puedo detallar este punto. Ahora bien, ¿qué
es lo que se moviliza aquí? El incesto. El paciente me dice,
desde el punto de vista de su realidad psíquica, que lo aterro­
riza la idea de haber podido tener relaciones incestuosas con
su madre. Y que para él es el crimen más grande, la fuente más
completa de locura. Y como ve manifestaciones edípicas en su
propio hijo, que dice “quiero ir a la cama de mamá”, como todos
los varones normales, saca de ello la conclusión de que, al ser
él mismo incestuoso, no pudo sino tener un hijo que también
lo es. De allí el deseo de matar a todo el mundo, incluidos su
hijo y él mismo, y desaparecer. Como pueden ver, el t.érmino
de deseo está aquí muy a la zaga de lo que pasa, muy a la
zaga de la relación con la realidad, de la distinción entre
realidad psíquica y realidad exterior. El actuar desborda el
fantasma, con respecto al nivel de angustia considerado.
Aquí entramos en una nueva problemática que es el papel
del objeto en esas estructuras. El objeto ya no es en absoluto,
como en las neurosis, el objeto fantasmático, el objeto de los
deseos inconscientes, el objeto que levanta las prohibiciones y
los interdictos, lo que Winnicott llama objeto subjetivo. Tene­
mos la sensación de que existe un enclave del objeto en el
interior del sujeto, que lo sustituye y habla en su lugar. No es
raro que el objeto en cuestión sea portador de rasgos psicóti-
cos. Y aquí son posibles las mayores confusiones.
Este paciente está absolutamente convencido de que existe
un lazo indeleble e inerradicable entre su madre y él, porque
era sin discusión el preferido absoluto de ella y su padre no
contaba. Pero esta misma persona nos dice en otros momentos
que entre su primer y su tercer año de vida fue entregado a
una nodriza, que su madre nunca iba a verlo y que su padre
le aseguró que él iba todas las semanas. Cuando ambos fueron
a buscarlo, él dijo: “buenos días, señora”. Y en el tren le habló
de “la señora” a su padre. “Quién es la señora, qué hace la
señora.”Podrán ver que el mismo que se queja de que la madre
nunca se ocupó de él, que era una madre depresiva, es el que
dice que “entre mi madre y yo hay un lazo indisoluble que nada,
ningún análisis ni nadie, conseguirá romper”.
r Este caso puede ayudar a formular mejor una serie de
parámetros. Lo que en un paciente neurótico aparece como del
orden de la identificación es en este paciente del orden de la
confusión identitaria. El no nos dirá: “soy como mi madre,
como mi tío”. Afirmará, en ciertos momentos: “Ya no sabía
quién era, si era yo o si era mi madre” o “si era yo o era mi tío”.
"/ Sobre una estantería están las fotos de la familia; si las mira,
/ / no sabe si a quien ve es a él mismo o a su tío, al que nunca
/ / conoció pero de quien le dicen que se le parecía.
' Esto nos conduce naturalmente a mecanismos como los de
la alucinación negativa en el espejo. Cuando estos sujetos se
miran en el espejo, no ven nada. Una de mis pacientes llevó la

52
situación hasta complicar el problema de manera muy intere­
sante. Me dijo: “Si estoy frente a mi armario de luna y me miro,
no veo nada. Sí, desde luego, veo vagamente algo pero no sé
qué es. No reconozco nada. En cambio, si ese espejo se refleja
en la habitación de al lado en el espejo de otro armario y yo
miro este último, entonces veo algo, a mí misma”. Vale decir
que es necesaria una doble reflexión para producir una ima­
gen; ya que la primera es negativa. Estos fenómenos de
alucinación negátiva son extremadamente frecuentes. No
hace falta buscarlos, los pacientes nos hablan espontánea­
mente de ellos. Si no lo hacen en las entrevistas preliminares,
lo harán durante el análisis y no tardaremos en comprender
que la alucinación negativa es un fenómeno mucho más
extendido en ellos, que signa la impugnación del papel de la
percepción frente a la realidad.
Este fenómeno no debe concebirse únicamente desde el
punto de vista de la percepción sensorial. Les recuerdo que
Freud le agrega otras dos categorías: la percepción de las
sensaciones corporales, que desaparecen, en un delirio como
el Cotard (el síndrome de Cotard), y otra categoría mucho más
importante para un analista, la relación existente entre el
lenguaje y el pensamiento. Freud postula que el lenguaje es
un medio de percibir el pensamiento. Se trata en todo caso de
percepción, de presencia en sí mismo. Por consiguiente, si
aplicamos esta noción, comprendemos que los fenómenos de
alucinación que se refieren al lenguaje pueden disociar la
percepción de la palabra de su significación, cuando ésta es
objeto de una interpretación referida a las relaciones con lo
inconsciente. Lo cual, por supuesto, nos pone en presencia de
fenómenos que no tienen mucho que ver con el doble sentido
de las palabras o con el lapsus o el chiste, cosas de las que
Freud nos habló con mucha fuerza pero que no se aplican aquí.
Del mismo modo -detengámonos en la importancia de los
estados del cuerpo propio-, la frecuencia de los fenómenos
hipocondríacos en esos pacientes es notable. El paciente que
les mencioné me “amenazó” durante siete u ocho años: era el
hospital general o el hospital nsiauiátrico. En otras palabras,
ora o] (tr 1n l oroídri en la °1
de In descompensación psicótica. Evitamos uno v otro.
Pensemos empero en otros tipos de pacientes borderline.
En esencia, yo opondría dos tipos para aclararles las ideas: un
tipo histérico y un tipo obsesivo.
Tomemos el tipo histérico: se trata de una mujer en quien
encontramos una serie de características que pueden obser­
varse en las histéricas, pero estamos más allá de la neurosis.
Presenta accesos de bulimia, no de anorexia pero sí de una
bulimia tenaz, importante. Exhibe igualmente mecanismos
adictivos a los medicamentos. Adoptó una actitud de retrai­
miento social al margen de las relaciones profesionales, que
ejerce de una manera satisfactoria. Tengo completa confianza
en sus capacidades profesionales. Pero su vida social es pobre,
regresiva, con pocas relaciones humanas a su alrededor,
limitadas las más de las veces a su madre y su hermana.
Aparte de su hijo, los hombres no cuentan en absoluto.
Algunas relaciones amistosas, la mayoría telefónicas. El telé­
fono es un maravilloso instrumento. Uno, limita los contactos.
Dos, permite pensar en otra cosa al hablar, e incluso adorme­
cerse. Tres, permite colgar en cualquier momento sin tener
que comprobar el desagrado que suscita ese acto. Y no mencio­
no más que tres ventajas, pero hay otras. El único lugar donde
esta mujer se siente bien es en su cama. Pasa o pasaba en ella
la mayor parte del tiempo cuando no trabajaba. Antaño
pasaba en ella prácticamente todos los fines de semana. Antes
de conocerme y desde el inicio de su tratamiento conmigo hizo
varios intentos de suicidio. Siempre motivados por reacciones
impulsivas, imprevisibles, y en las que estaba presente la
descarga. Apela a la impresión mágica de que el pasaje al acto
va a transformar la representación o, en todo caso, a permitir­
le salir de una realidad penosa y dolorosa. La idea de morir es
muy secundaria en este caso. Aunque a menudo pueda haber
dolor en relación con una herida narcísica, no es lo más
importante. Lo importante es que hay situaciones en que
colgar el teléfono no basta, porque los afectos no se pueden
colgar. Sobre todo los dolorosos.
• Doy algunos ejemplos para mostrar la proximidad con la
histeria. La paciente no tiene fenómenos de conversión, pero
presentó diversos fenómenos somáticos que atestiguan, en
efecto, una falta de elaboración psíquica. Hay conductas
adictivas, tan frecuentes en las histéricas. También tenden­
cias al pasaje al acto.
Cuando se analizan las cosas con detenimiento, se termina
por caer en pensamientos muy extraños: pacientes como éstos
terminan por tener la convicción de que mediante el bloqueo
de la vida que hay en ellos podrán detener el tiempo. Por otra
parte, ésa es la razón de que en ellos el tiempo no tenga
estrictamente ninguna clase de realidad. El futuro es inima-

54
ginable porque no existe. Si existiera, no sería sino el objeto 4e
pensamientos catastróficos. La pregunta: “¿Hasta cuándo va
a durar el análisis?” es una pregunta inadecuada. Si bien
puede haber veleidades de terminación, más verbales que
sentidas, de hecho están instalados en una intemporalidad de
la que se advierte que está fundada en el dolor de pensar. Se
trata de pacientes que revelan un extraño comportamiento
cuando les damos una interpretación. La paciente escucha la
primera parte de la interpretación, la que consiste en un
acercamiento, y en el momento en que se empieza a tocar
un núcleo conflictivo, se queda sorda. Ya no escucha. Dice:
“No escuché” o, mejor, “dejé de escuchar”. También hay
fenómenos de alucinación negativa activa en torno de la
percepción de las palabras y sus implicaciones significativas,
y no simplemente una represión. Ella no reprime una repre­
sentación, sino que suprime una percepción. Fueron necesa­
rios años y años para que esta paciente pudiese decir: “Ahora,
empiezo a soñar”. No es cierto, de vez en cuando lo hacía pero
eran sueños que tenían un valor de descarga, como lo muestra
Bion, un valor de evacuación. Siempre podía decirse algo de
ellos, siempre se podían interpretar, pero me dan ganas de
decir que su interpretación nacía muerta. No arrastraba nada
ni producía nada que se pareciera a una movilización interna..
Ahora la paciente dice que comienza a soñar. También dice
que empieza a estar un poco menos angustiada. No crean que
es una mujer que estuvo achacosa toda la vida, para nada.
Estaba casada, era madre de familia, ejercía una profesión y
gozaba del aprecio de sus colegas. Todo empezó a deshacerse
cuando se divorció del marido, luego con el suicidio de un
amante algunos años después, más tarde con el aborto natural
del embarazo de otro de sus amantes. Ahí la regresión fue
total, todas las actividades e intereses que tenía en la vida
desaparecieron por completo para dejar su lugar a ese modo
de vida muy restringido, muy empobrecido. Se trata, sin
embargo, de una mujer en quien no es fácil señalar un
funcionamiento psicótico. Tengo efectivamente la impresión
de una fragilidad muy grande, de una vulnerabilidad muy
grande, de mecanismos de defensa completamente masivos y
regresivos. Luego de años de tratamiento, hizo el intento de
vivir con un hombre pero fracasó. Cuando este hombre se
marchó, no hubo forma de elaborar la decisión de la separa­
ción. En ese momento, la paciente dejó de venir a las sesiones.
O bien me telefoneaba para decirme que se había quedado
dormida o bien explicaba que sí, se había levantado pero, como
tenía poco tiempo, había abierto la heladera y sacado unos
hongos fríos que había cocinado la noche anterior; empezó a
comerlos y bueno. Dios mío, como siempre es mejor acompa­
ñarlos con un poco de vino, vació la botella y quedó en un
estado casi comatoso. Me contaba entonces: “Llamé por telé­
fono a un médico y le dije que me sentía mal, pero le hice creer
que no sabía por qué”. El médico le contestó que no podía ir
enseguida sino a la noche; y desde luego, cuando llegó, ella ya
se había recuperado y el pobre hombre nunca entendió qué
había ocurrido. Finalmente, en circunstancias como ésas,
ciertas asociaciones permitieron remontarse a una escena
infantil, pero lo notable es la ausencia de elaboración psíquica.
Se trata de núcleos en bruto que en cierto momento se
descargan y no es posible conectar o establecer los lazos que
les den el sentido que en un neurótico tendría un deseo
inconsciente.
Terminemos, si quieren, con el caso llamado de estructura
obsesiva. Se trata de una joven que es investigadora. Hace
lustros que está en manos de los analistas. Vino a verme
porque, tras haber leído lo que yo había escrito, le pareció que
tenía sentido. Un poco más que lo que solía leer en el mismo
campo. No puedo detallarles el caso, pero sí decirles que la
existencia de mecanismos obsesivos es tal que la investidura
de los mecanismos del pensamiento es considerable. Son
formas que acabo de calificar de obsesivas, pero se trata en
realidad de formas intermedias entre la neurosis obsesiva y la
paranoia. Y lo que ambas afecciones tienen en común son
precisamente los trastornos de pensamiento. Esta paciente
no puede vivir al margen de una especie de relación persecu­
toria global en que su masoquismo se satisface largamente,
pero que nunca llega al delirio. No habla de otra cosa que de
la malevolencia de sus colegas, délas relaciones de poder; todo
es relación de fuerza y ella, desde luego, está en una posición
de víctima en la que la rechazan, nadie la quiere, nadie quiere
trabajar con ella.
Pero todo eso no es nada al lado de la persecución interna
que se inflige. Ambos aprobamos una tesis de tercer ciclo. Pero
durante la preparación yo temblaba, porque tenía un miedo
enorme de que ella abandonara todo ocho días antes de la
defensa. Habría sido capaz de hacerlo. Por otra parte, para
demostrarme con claridad que nunca hay que dar la partida
por ganada, su tesis era tan buena que su profesor le aconsejó

56
que la transformara en libro. Era un trabajo que no debía
plantear ningún problema. Pues bien, esta vez lamentable­
mente fracasamos. No hubo manera de hacerlo. Ella se las
arregló para que su trabajo no pudiera publicarse.
El resultado jamás la satisfacía. ¿Por qué? Porque aquí, en
efecto, un trabajo no tiene la significación habitual. Es el
reflejo de sí misma. Todos creemos que nuestros trabajos nos
reflejan, pero una vez más, lo que falta es el “como”. El trabajo
no escomo una imagen de ella, es ella. Por lo tanto, es preciso
que esa imagen sea perfecta, porque ella es una nulidad a los
ojos de los otros. Debe demostrar que no lo es a todos los que
la molestan en su trabajo. Y fracasa, desde luego, porque es
preciso que siga siendo una nulidad, que siga siendo una
mierda. Un día le dije: “Pero creo que lo que hace está muy
bien. Tiene que escribir: parece plausible pensar que los datos
de los años 1930 a 1940... -estoy inventando—.Tache ‘parece’
y ponga ‘al parecer’. Después, en lugar de ‘datos’, ponga
‘factores’; reléalo y diga: “no, ‘parece’ es mejor que ‘al parecer’.
Y si lo piensa bien, ‘factores’ no está tan bien como ‘datos’.
Luego es cuestión de corregir, tachar y tachar”. Ella me
contestó: “¡Es exactamente así!” Y agregó que nunca tira las
hojas en que hizo correcciones. Las guarda, y la pila ya llega
a los treinta centímetros: “por si algún día pudieran servir
para algo”. Por supuesto, nunca sirven. Pero no tira nada. No
tira nada como en una fijación anal corriente, pero se trata de
una analidad pri m ar ia ,e n la que la regresión afecta el
narcisismo.
Ahora bien, el dolor experimentado por una paciente así es
algo inimaginable. Durante años y años lloró como no lloraron
todas mis pacientes juntas. Las sesiones, cara a cara, culmi­
naban a veces en cataclismos tormentosos, hasta el día en que
se produjo una gran crisis histérica resolutiva, factor de buen
pronóstico en una obsesiva y en que no paré de mostrarle el
trabajo de zapa y demolición al que ella misma se entregaba.
En ese caso, en verdad, el trabajo de lo negativo no era una
expresión vana. En ese momento ella me miró y me dijo: “Pero
entonces, ¡soy Satán!” Y créanme que no había motivos para
reírse, ni por su lado ni por el mío. En ese momento hizo una
especie de crisis convulsiva y empezó a golpearse la cabeza

A. Oreen, “L’analité primaire dans la relation anale”, en La Névrose


obsessionnelle, monografías de la Revue Frangaise de Psychanalyse, París,
PUF, 1993.

57
contra la biblioteca; luego se detuvo y se disculpó. No voy a
decir que ese día cambió todo pero, sea como fuere, algo se
modificó en sus mecanismos de denegación y el autosabotaje
permanente al que se dedicaba.
Bien, a través de algunos ejemplos clínicos mi intención fue
darles cuadros que les permitan establecer claramente la
diferencia, por una parte, entre las neurosis y los casos
fronterizos, y por la otra entrar en el detalle de los mecanis­
mos, y no únicamente de los síntomas sino de los procesos que
existen de manera preponderante en esos individuos, que hi­
cieron que yo pudiera hablar al respecto de “locura privada”.
¿Por qué? Porque creo que es bastante evidente que esos
pacientes son “locos”; “locos”, no psicóticos. Pero se trata, en
efecto, de una locura que sólo puede manifestarse verdadera­
mente en toda su amplitud en las condiciones facilitadoras del
encuadre analítico, un encuadre analítico favorablemente
receptivo a su regresión.
La vez pasada Jacques André planteaba la cuestión de la
diferencia entre la palabra que cura y la palabra que interpre­
ta. Yo le respondí, pero hoy querría añadir cierta corrección.
Le dije, y sigo siendo de la misma opinión, que personalmente
nunca creí en la palabra que cura por la mera virtud de un
apaciguamiento que elude la interpretación; jamás vi curar a
nadie con la palabra que cura. Esta cura sobre todo al analista.
Lo alivia y lo desculpabiliza por no abordar a ese paciente
según la estrategia interpretativa que éste requiere. Pero, en
cambio, es cierto que durante esos tratamientos puede suce­
der que salgamos del marco estricto de la interpretación.
Puede ocurrir, en efecto, y no hace falta que me extienda
mucho al respecto; la ohra de Searles está ahí para demostrar­
lo, precisamente porque éste es un autor sincero y muestra
cómo en ciertas situaciones no tiene elección. Puede suceder,
entonces, cuando la situación es intolerable para el terapeuta,
no digo que se llegue a las manos —hasta el presente eso
todavía no me pasó—,pero sí que la expresión de determinados
afectos contratransferenciales violentos encuentre una salida
y que en esos momentos los resultados aveces nos sorprendan
mucho. Lo cual significa que cuando la sesión termina, nos
hacemos reproches: “¿Qué hice, cómo puede ser, pese a todo,
que me comporte así y siga diciendo que me considero un
analista?”, etcétera
Hacen falta todo el talento, todo el valor y toda la sinceridad
de Winnicott para atreverse a hablar del odio en la contra­

58
transferencia y de su inevitabilidad. Y hoy sabemos que
la transferencia puede convertirse en un modo de comunica­
ción para el analizante, que hace experimentar al analista lo
que él mismo no puede tolerar experimentar directamente.
Me parece que todas estas diferencias que encontramos en
el plano teórico, clínico y técnico justifican, sin la menor duda,
la idea de que la experiencia de los casos fronterizos allana el
camino a la elaboración de un nuevo paradigma entre las
entidades clásicas del psicoanálisis tal como se desprende de
la obra de Freud, pero que no hay que dejar de situar en la
perspectiva de su construcción teórica.

59
¿UN PACIENTE DE SUENO
PARA UN PSICOANALISTA?
Fierre Fédida

El punto de vista que deseo presentar, si no defender aquí, no


carece de humor. Y si tengo que transmitir este humor —ni
bueno ni malo, sólo el humor indispensable para la expresión
de una convicción-, es porque tengo ante todo la sensación de
que abordar en psicoanálisis \osestados fronterizos depende en
lo sucesivo de una especie de ejercicio muy experimentado de
defensa e ilustración de la clínica heroica e incluso de una
modernidad del cuestionamiento de la obra freudiana. Según
la teoría implícita que se adopte, ¿no se quiere testimoniar que
los casos de que nos ocupamos hacen caer en desuso el
paradigma de la neurosis en beneficio de los inciertos límites
entre ésta y la psicosis y la perversión? ¿Y no se quiere además
justificar la promoción de una nueva metapsicología del yo y
sus mecanismos de defensa neoadaptativos, metapsicología
que debe dar lugar a una observación clínica directa de los
mecanismos de renegación y de clivaje “comportamentaliza-
dos” en conductas que podemos describir?
Es sabido que el éxito de la noción de estado fronterizo debe
mucho a una ideología militante de los “nuevos caminos” del
psicoanálisis. Con el riesgo de despojar de su pertinencia
técnica y teórica la referencia a éste, la ampliación del califi­
cativo “psicoanalítico”se efectúa en detrimento de su denomi­
nación exacta. La invocación de los estados fronterizos que
supuestamente constituyen el grueso de la clientela refuerza
indiscutiblemente el argumento de la extensiónpsicoterapéu-
tica del psicoanálisis y, de tal modo, el de su profesionalización
internacional. En ese sentido, los estados fronterizos llegan
en el momento oportuno para salir del paradigma freudiano,
al que se imputa la eternización del trabajo psíquico, una
técnica insuficientemente terapéutica por depender en dema­

61
sía de la neurosis obsesiva, un carácter depresivo del analista
demasiado poco activo en sus construcciones e interpretacio­
nes. En el fondo, la cuestión es sensiblemente la misma
(aunque más insistente) que ya se expresaba alrededor de
1920: no cómo salir del psicoanálisis sino, más bien, cómo salir
del freudismo. En suma: salvar el “poder”de los psicoanalistas
mediante la psicoterapia y actualizar la obra de Freud con la
relegación de éste al papel de “pionero”. Esta presunta supe­
ración de los límites del análisis y lo analizable se apoyaría
incluso en ciertas consideraciones de Freud hechas en 1904.
Cualquiera sabe que él tenía por raros los “análisis plenos y
completos” -como los califica en su correspondencia con
Binswanger- y que si había que lamentar sus muy magros
éxitos terapéuticos, al menos era preciso consolarse recono­
ciendo que era el único rumbo racional idóneo para hacernos
comprender nuestros reveses y fracasos. Y si hoy podemos
sonreír al leer las contraindicaciones de la cura psicoanalítica
(no sólo las psicosis, las perversiones, los estados confusiona-
les, las melancolías profundas, sino también los estados tóxi­
cos, las anorexias histéricas, los pacientes en crisis aguda... y,
por fin, los ancianos), sería sin duda imprudente apresurarse
a caricaturizar una recomendación semejante, que conduce
entonces a Freud a privilegiar a las “personas cuyo estado es
normal, porque en el procedimiento psicoanalítico llegamos a
■controlar el estado patológico partiendo del estado normal”
(“Sobre psicoterapia”, 1904). Un poco más adelante agrega
que “no sería del todo imposible que esas contraindicaciones
dejasen de existir si se modificara el método de manera
adecuada, a fin de que pudiera constituirse una psicoterapia
de las psicosis”. La modificación del método “de manera
adecuada” supone como mínimo la persistencia del método
psicoanalítico y no su abandono en favor de otros. Y es notorio
que Freud tiene aquí en vista la complicación del psicoanáli­
sis que representa una psicoterapia analítica; los estados
fronterizos no son quizá casos fronterizos, en el sentido en que
la ego-psychology creyó descubrir una nueva “especie” de
pacientes que ya no respondían a los criterios de una nosogra­
fía freudiana. Los denominados “estados fronterizos” servi­
rían más bien para nombrar en el análisis unas modalidades
de pasajes en los procesos en acción, concernientes a la vez a
las investiduras de los objetos transferenciales, las formacio­
nes de resistencia en el nivel de las representaciones-metas,
las condiciones críticas del funcionamiento psíquico en la cura

62
(por ejemplo el régimen onírico de las vivencias conscientes),
etc. Lo cual equivale a decir que los estados fronterizos
puestos de relieve en la cura analítica son estrictamente
correlativos de las condiciones de apresentación contratrans-
ferencial. ¿Es posible describir objetivamente a un “paciente
fronterizo”sin prestar una atención analítica alas transferen­
cias actualizadas en y fuera del encuadre de la cura y sobre
todo sin reconocer la función que desempeña aquí la concep­
ción de la contratransferencia?
En la brillante introducción de su libro La Folie privée.
Psychanalyse des cas limites (París, Gallimard, 1990) [traduc­
ción castellana:Z>e locuras privadas, Buenos Aires, Amorror-
tu, 1990], André Green vuelve a partir del famoso “punto de
inflexión de 1920” que se manifestó en la obra de Freud
(insistencia de la fuerza diabólica de la pulsión, clivaje del yo
y enceguecimiento de sus defensas, pulsiones de destrucción,
culpa, masoquismo, reacción terapéutica negativa); desde
1920 hasta 1939 -¡y mucho más allá!-, su dedicación al
fortalecimiento de sus posiciones doctrinales suscitó entre los
psicoanalistas desconfianza y diversas reticencias. “Los psi­
coanalistas -escribe Green—reaccionaron ante el discurso de
Freud como si éste pronunciara una sentencia de muerte
contra ellos. [...] Para ellos, el arraigo de la teoría en la terapia
psicoanalítica era tal que admitir la totalidad de las opiniones
de Freud en 1920 equivalía a condenarse a dejar de ejercer el
psicoanálisis luego de que aquél hubiese desenmascarado a
los enemigos, de un poderío temible y casi invencible, que se
oponían al éxito terapéutico” (p. 24). En efecto, si 1924 fue sin
duda para Freud el año de una especie de radicalización de la
oposición estructural entre neurosis y psicosis, se desprende
de ello que la posibilidad terapéutica del psicoanálisis debe
evaluarse en relación con todos los obstáculos que pone el
paciente a los intentos de curarlo, en razón de la autocracia de
los medios de que se vale para oponerse a ello. Todo sucede como
si la especulación íreudiana pusiera en guardia a los discípu­
los -en especial a Ferenczi- contra cualquier tipo de innova­
ciones técnico-teóricas que significaran reorientar el psicoa­
nálisis hacia “un camino para viajantes de comercio”(Freud).
Es sabido que el texto sobre el “Análisis terminable e intermi­
nable” no vacilará, en el mismo sentido, en denunciar la
maniobra de una creencia en la posibilidad de acortamiento
de las curas: la resistencia de los psicoanalistas al psicoanáli­
sis no está lejos de traducirse -en la vía norteamericana- en
el abandono de los descubrimientos de la joven ciencia (la
interpretación de los sueños, la teoría de la amnesia infantil,
la angustia de castración, la agresividad inconsciente), en
favor del supuesto beneficio de una mayor eficacia tera­
péutica. Al implicarse más en la relación con el enfermo e
incluso al dejarse ganar por el “análisis recíproco”, el
psicoanalista terapeuta debería tener la esperanza de
conquistar una mayor capacidad de acción interpersonal.
Desde ese punto de vista, es muy notable que la noción de
paciente fronterizo recree, en cierto modo, las condiciones
del inicio del descubrimiento freudiano en la época de la
psicoterapia de la histeria: ¡de lo que se trata es de hacer de
la intersubjetividad el medio de una comunicación intersu­
gestiva en que la contratransferencia es la práctica mimética
de las vivencias del paciente!
En la actualidad, el “American way” de la ego y la self-
psychology no vacila, en efecto, en valorar la dinámica inter­
subjetiva de la “relación transferencial-contratransferencial”.
En su búsqueda de comunicación, la mayoría de los pacientes
no acuden hoy a nosotros presentando expresiones sintomá­
ticas de “personalidades múltiples” que tengan una gran
versatilidad transferencia! y despierten en el analista la idea
de una fragmentación del yo y un aumento de las identifica­
ciones proyectivas. Esas expresiones sintomáticas -habitual­
mente reconocidas en el sueño o, en todo caso, como expresio­
nes propias de los procesos primarios puestos en acción
durante el análisis- demostrarían ser comportamientos al
aire libre, es decir, de la vida cotidiana relacional. El analista,
de tal modo, sería solicitado -como lo hace notar Harold
Searles, tras los pasos de Winnicott- en su movilidad psíquica
y corporal poliescénica, con el objeto de “unir” la|S diferentes
partes del yo. Al alejarse de la referencia freudiana al sueño,
el “analista” psicoterapeuta debería considerar entonces que
la comunicación, como lo decía Roland Barthes, es un asunto
de intersugestión que se apoya en una teoría implícita de la
intersubjetividad. Y es notable que esta noción de intersubje­
tividad -de inspiración fundamentalmente fenomenológica-
haya llegado a ser defendida como una noción psicoanalítica,
cuando en el psicoanálisis freudiano todo se le opone (c/l en
especial el texto sobre “Construcciones en psicoanálisis”). No
olvidaremos aquí que, si una psicoterapia es un análisis
complicado, no es tanto en nombre de los ordenamientos del
encuadre como debido a la necesidad del analista de seguir

64
siéndolo cuando el paciente solicita constantemente modos de
comunicación en diversos “niveles”, y lo hace a menudo en una
simultaneidad instantánea. ¡Yno por ello deja de exigir que el
psicoterapeuta siga siendo analista! ¿El esfuerzo por hacer
que éste se vuelva loco no pasa por esa extraña voluntad de
curarlo para hacerlo normal?
Con seguridad, no se reflexionó lo suficiente sobre la noción
de estado fronterizo en función de las “actitudes”contratrans-
ferenciales, tal como éstas se conciben al menos con respecto
a la ideología de la intersubjetividad. En tanto que la contra­
transferencia invoca modalidades específicas de identifica­
ción con el material psíquico producido por la palabra del
paciente, la intersubjetivización de la comunicación en la
situación analítica restablece una “reciprocidad” (el famoso
proyecto ferencziano del “análisis mutuo”) en que se supone
que el analista puede experimentar las variaciones críticas
paradójicas de sus afectos y contenidos de pensamiento y
darse así los medios de comprender e interpretar la experien­
cia intrapsíquica de lo que se le comunica. Nuestra pregunta
es entonces la siguiente: ¿en qué sentido la noción de estado
/^fronterizo podría considerarse una proyección psicopatológi-
ca de las variaciones contratransferenciales, como si éstas
fueran de orden relacional? En otras palabras, convendría
indagar en las condiciones en que el desarrollo del interés por
& los estados fronterizos da testimonio de una concepción inter-
subjetivista de la transferencia y la contratransferencia.
No desarrollaré aquí este punto de vista que presenté
especialmente en mi trabajo Crise et contre-transfert (París,
PUF, 1992) [traducción castellana: Crisis y contra-transferen­
cia, Buenos Aires, Amorrortu, 1995]. Empero, con la intención
de salir de la descripción de los rasgos comportamentales del
caso fronterizo, sin duda es oportuno determinar en qué
aspecto esa descripción depende de hecho de una objetivación
semiológica de lo que ganaría de continuar pensándose según
la relación con el sueño y la transferencia. La cuestión es de
importancia, dado que incumbe a la idea misma de técnica
psicoanalítica y, por tanto, a la de psicoterapia.
La objetivación semiológica del caso fronterizo conduce,
como se sabe, a poner en evidencia en los pacientes unos
comportamientos de clivaje y renegación gracias a los cuales
la relación con la realidad y el vínculo con los otros parecen,
en cierto modo, más eclécticos que fragmentados. No basta
por cierto con decir que aquí prevalecen los procesos prima­

65
rios, porque lo que sorprende la mayoría de las veces es que
esos pacientes produzcan actitudes extrañamente adaptati-
vas, por poco que su entorno se muestre relativamente flexible
a su demanda y tolere una manipulación sugestiva por las
emociones y afectos que ellos suscitan. En la situación analí­
tica, no es infrecuente que en un primer momento la comuni­
cación procure establecerse de ese mismo modo y desafíe al
analista a seguir siendo el analista del paciente: a tal punto
parece reclamarse de su parte una empatia comprensiva, por
lo que cualquier neutralidad se percibe como rigidez defensi­
va y remite a angustias de muerte que son la violencia misma
en el corazón de la vida. Por otra parte, ¿no toda palabra
comprensiva del analista es para esos pacientes sospechosa
de una falsedad humana que aísla al sujeto, a cambio, en unos
procesos de idealización que las transferencias ponen de
manifiesto? Puesto que esas transferencias —a las que les
cuesta actuar juntas en la mera relación con un objeto en la
situación analítica (como si el paciente estuviera amenazado
por la existencia de un objeto no escindido y, lo que es más,
representado en su presencia)—tienen la particularidad de
contener poderosas investiduras de amor-odio actualizadas
en otras personas y de velar así por las idealizaciones que
supuestamente garantizan la integridad psíquica y la no
alterabilidad. ¿No es la relación con el otro, en efecto, lo que
hace correr el riesgo de la alteración y la modificación perso­
nales?
A menudo se habló del ordenamiento necesario del encua­
dre en la atención de los pacientes fronterizos. Y cualquier
analista sabe con precisión que ese ordenamiento (horario de
las sesiones, duración, respuestas por teléfono, etc.) compete
principalmente a la movilidad contratransferencial más que
a innovaciones prácticas. Las tentativas de transgresión del
encuadre existen de veras y lo que puede prevenirlas no es
necesariamente la “flexibilidad” del analista. ¿Se pregunta­
ron los analistas con frecuencia, empero, sobre las condiciones
de su atención durante la sesión? El dispositivo analítico de
ésta, sin embargo, no supone-corno luego de Ferenczi lo hacía
notar Nicolás Abraham- que la sesión sea como un sueño, sino
que el espacio que ella genera posea la misma creatividad que
el sueño. Lo que se ve y se escucha en la sesión desocializa y
desrelaciona toda la comunicación y fortalece a cambio la
acción sobre las apariencias. La práctica analítica con pacien­
tes psicóticos nos hace inmediatamente sensibles a la produc-

66
ción de esas apariencias (rostro, voz, gesto) que modifican el
sentido de la identidad de nuestra propia persona. Como si
hubiera que trabajar aquí con la alucinación negativa que
tiene la capacidad de hacer aparecer o desaparecer e incluso
de cambiar la identidad de las presencias en persona. La
acción física ejercida por la alucinación negativa (que es el
poderoso recurso de la transferencia) es aquí, sin duda -a
ejemplo de lo que Freud destaca en La Gradiva—,lo que regla
las modalidades técnicas de la palabra en las curas considera­
das difíciles.
El sueño de la inyección a Irma - “sueño de sueños”(Lacan)
y prototipo del sueño transferencia! en el origen del psicoaná­
lisis-, una vez más, podría guiarnos aquí. La angustia en el
sueño de Freud hace de ese sueño del analista un yo fragmen­
tado y entregado a la ecléctica desorganización regresiva de
las identificaciones. Si la “solución” del análisis se escribe en
negrita como una fórmula química de la sustancia sexual y
exige correlativamente el fracaso de las actitudes terapéuti­
cas, en un sentido podríamos decir que el único recurso del
analista es sin duda el del retorno a su sueño. En la medida en
que el analista se identifique en la cura con su papel de
psicoanalista, no sufrirá como los otros terapeutas la amena­
za de pasar por un bufón.
Pero acaso convenga preguntarse si los casos fronterizos no
se han convertido en esa especie de sueño exterior que tienen
los analistas cuando están seguros de una suerte de identidad
de yo-analista. Entonces la solución es ciertamente -en la
cura con el paciente- dejar que la regresión del sueño produz­
ca ese retorno al estado fronterizo del bufón. Convertirse en
analista de un paciente en la cura no es dejar que se deshagan
las representaciones de su caso, ¡seguro éste de llegar a ser
“caso fronterizo” en la medida en que el analista ya no sueñe!

67
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CLIVAJE Y SEXUALIDAD INFANTIL
EN LOS ESTADOS FRONTERIZOS
Daniel Widlócher

El clivaje se considera muy generalizadamente como la ope­


ración defensiva esencial de las organizaciones fronterizas de
la personalidad, de la que dependerían todas las demás
(Kernberg, 1979).* El enfoque psicoanalítico de la estructura
psicopatológica de esos estados, individualizados en un co­
mienzo como estados clínicos intermedios entre neurosis y
psicosis e incluso como formas pseudoneuróticas de estas
últimas, se vio fuertemente influenciado por los trabajos de
Fairbairn y Melanie Klein.
No obstante, el término mismo no tiene mucho sentido
cuando se lo utiliza aisladamente, como no sea para sobreen­
tender implícitamente su mecanismo y su objeto. En efecto, no
basta con decir que hay clivaje entre diferentes formaciones
psíquicas; hay que precisar además la naturaleza de esas
formaciones y cómo se efectúa su disociación.
La palabra alemana Spaltung no significa otra cosa que
separación, y la suerte que corrió en psicopatología a fines del
siglo pasado responde a un movimiento de ideas que podría­
mos reencontrar en la psicopatología francesa de la época con
numerosas expresiones, desde Ribot hasta Janet. Esto explica
que si bien la traducción inglesa (Strachey) como splitting no
suscitó dificultad alguna, no haya sucedido lo mismo con su
traducción francesa. De tal modo, la Spaltung que Bleuler
erigió en el mecanismo fundamental de la esquizofrenia se
traduce desde hace mucho por el término “disociación” [“dis-
sociation”], mientras que su uso en Freud se vierte en lo
sucesivo como “clivaje” [“clivage”] (Laplanche y Pontalis,
1967) y “disociación” se retoma en inglés para caracterizar el
clivaje histérico.

‘ Véase la bibliografía al final del artículo (n. del t.).

69
¿Cómo definir el mecanismo del clivaje de las organizacio­
nes fronterizas? Si desde un punto de vista clínico hay acuerdo
para aplicarlo a la división entre actitudes de odio y amor, su
definición metapsicológica es más problemática. ¿Se trata
de un clivaje de actitudes o de representaciones, de creencias
o de pulsiones? ¿Debemos distinguir clivaje de la imagen del
objeto y clivaje de la imagen de sí? ¿Se trata de una mera
estrategia defensiva o de un destino pulsional? El hecho
mismo de hacernos estas preguntas nos permite observar con
mayor detenimiento la psicopatología de esos estados.
No cabe esperar, desde luego, que Freud se refiera explíci­
tamente a esta patología, pero hay divergencias en cuanto a
la articulación del uso del término en la patología “fronteriza”
con los empleos sucesivos que hace de él. No se trata, por
cierto, de un clivaje de las representaciones {“Bewusstseinss-
paltung”) tal corno Breuer y Freud lo describieron con respec­
to a la histeria. Éste es de naturaleza estructural y marca la
división del psiquismo entre lo consciente (léase lo precons­
ciente) y lo inconsciente. Esta forma de clivaje, intersistémica,
pone en acción la represión y define un estado general del
aparato psíquico. Desde un punto de vista clínico, es menos
nítida la diferencia entre la organización fronteriza de la
personalidad y el proceso disociativo propio de los estados
anormales de la conciencia. El “memory^ap”observado en las
personalidades múltiples, las amnesias psicógenas, etc., crean
una forma de clivaje de la continuidad de los estados mentales
que, a la vez que resultante de un proceso de represión, puede
compararse a lo que está en acción en la organización fron­
teriza.
Pero el problema lo plantea sobre todo el vínculo entre
el clivaje característico de esta organización y el clivaje del
yo. Se sabe que con esta última expresión Freud describe
un proceso en el que el yo puede adoptar dos o varias
actitudes contrarias con respecto a un solo objeto. Al
hablar de “actitud”, Freud quiere decir que no se trata de
un clivaje entre representaciones sino entre actitudes
dirigidas hacia el mundo exterior y dependientes de creen­
cias incompatibles. Las actitudes persisten lado a lado sin
ejercer ninguna influencia recíproca (Freud, 1938). No es
una casualidad que el estudio del clivaje del yo se aborde
en el capítulo del Compendio del psicoanálisis (Freud,
1938) titulado “El aparato psíquico y el mundo exterior”.
Puesto que ese clivaje es el resultado de una renegación de

70
la realidad externa que permite que una creencia ilusoria
se mantenga en forma paralela a la otra.
Para algunos (Kernberg, 1979), el clivaje observable en las
organizaciones fronterizas resultaría de un mecanismo del
mismo orden. Junto con otros (Brook, 1992), yo considero que
ese vínculo es bastante discutible por varias razones. El
clivaje recae aquí sobre dos experiencias subjetivas y dotadas
de un mismo modo de relación con la realidad. La renegación,
en cambio, se aplica al clivaje mismo: se trata del desconoci­
miento del estado opuesto y no de la realidad exterior. Esta
última está “coloreada” de diferentes maneras según la acti­
tud de odio o de amor, pero no en función de una renegación
perceptiva como la invocada por Freud con respecto al clivaje
del yo, ya se trate del observado en la psicosis o en el
fetichismo. Por otra parte, la renegación de la otra actitud es
muy relativa, ya que el sujeto sabe que en otros momentos
puede tener sentimientos opuestos. En consecuencia, la ana­
logía con el mecanismo al que se alude en la psicosis es
engañosa. La renegación psicótica, tal como la concibe Freud,
se aplica a una evidencia externa y en beneficio de una
evidencia interna subjetiva que se proyecta en la realidad
exterior. No hay nada semejante en la organización fronteri­
za, en la que la división crea dos evidencias subjetivas contra­
rias pero que no modifican en absoluto la evidencia externa,
salvo en el caso en que, precisamente, se establece un meca­
nismo delirante (Widlócher, 1994).
Por otra parte, ¿podemos considerar el clivaje de los esta­
dos fronterizos en términos de creencia? Si el objeto es suce­
sivamente odiado y amado, el carácter odiable o “amable” no
puede disociarse del propio afecto y de la actitud del sí mismo
en términos de movimiento pulsional de rechazo o acerca­
miento. Además, si el carácter resueltamente “cognitivo” del
clivaje del yo en la psicosis puede conservarse (visto que
concierne -recordémoslo- a la creencia delirante propiamen­
te dicha), no puede decirse otro tanto en el caso del fetichismo.
El apego al objeto fetiche no se explica únicamente en térmi­
nos de percepción de la realidad. No podemos interpretarlo
como una mera creencia destinada a tranquilizar al sujeto con
respecto a los riesgos de castración. La pasión por el objeto
depende de otro mecanismo, en el cual el fetiche se vuelve
deseable. Es inevitable pensar aquí en una división de natu­
raleza pulsional, o al menos una división entre una pulsión
sexual infantil y un conocimiento del mundo. ¿Qué lugar

71
ocupa un clivaje del yo en un proceso semejante? La posición
fetichista se inscribe en las vicisitudes del complejo de Edipo.
En su deseo fálico por la madre, el varón pequeño sólo puede
concebir el goce identificándose con el objeto del deseo fálico
de aquélla. Se convierte en su falo por medio de la identifica­
ción con lo que puede simbolizarlo en el cuerpo de la madre.
Si en ese movimiento libidinal hay clivaje, es sin duda el que
Ferenczi describía en “Confusión de langue entre l’adulte et
l’enfant” (1961): “De tal modo, casi todos los niños sueñan con
usurpar el lugar del padre del sexo opuesto. Señalemos que
esto se da sólo como imaginación; en el plano de la realidad,
no querrían ni podrían prescindir de la ternura, sobre todo de
la materna”. El niño sabe que la madre a quien ama es de otro
sexo, de naturaleza misteriosa y por esa razón inquietante.
Por otra parte, alimenta el fantasma autoerótico inconsciente
de ser el falo deseado de la madre y construye argumentos
imaginarios que representan ese fantasma. El clivaje se
produce ante todo entre dos formas de amor, amor al objeto y
fantasma sexual infantil. ¿Podemos decir que es el que encon­
tramos en la posición fetichista?
Es poco verosímil que Freud haya “olvidado” la dimensión
pulsional al construir la teoría del clivaje del yo en la posición
fetichista. Inclusive es probable que sea la teoría de la pulsión
la que lo haya guiado en esa elaboración. La pulsión conside­
rada como una energía, un empuje originado en una fuente
somática, es independiente del objeto hacia el que se dirige. El
clivaje recae precisamente sobre el objeto y no sobre la pulsión.
No es únicamente clivaje del yo en términos descriptivos (con­
ciencia de las dos actitudes clivadas) sino también en términos
metapsicológicos. El yo diva el objeto para dirigir a su manera
el empuje procedente del ello. No sólo es difícil ver en esa
situación un modelo aplicable al clivaje de las organizaciones
fronterizas sino que, como lo veremos, se le opone en la medida
en que la falta del clivaje lúdico, propuesto por Ferenczi, es lo
que asegura la persistencia del clivaje amor-odio.
Este último, por otra parte, no está ausente de la obra de
Freud. Podríamos decir incluso que tiene una presencia per­
manente. Pero lo encontramos con la denominación de ambi­
valencia y no de clivaje. Algunos llegaron a ver en ella un
tercer modelo de clivaje, interpuesto entre el clivaje de la
conciencia y el del yo (Brook, 1992). Lo cierto es que está bien
explicitada en “Los instintos y sus destinos” (Freud, 1915-
1988): “En la medida en que es autoerótico, el yo no necesita el

72
mundo exterior, pero recibe objetos procedentes de él [...]y de
todas formas no puede dejar de experimentar por un tiempo
algo así como préstamos de displacer de los estímulos pulsio-
nales internos. [...]Acoge en suyo los objetos ofrecidos, en la
medida en que son fuente de placer, los introyecta (según la
expresión de Ferenczi)y por otro lado expulsa de sí lo que en
su propio interior se convierte en ocasión de displacer”. En la
continuación del texto, Freud, sin nombrarlo como tal, bace
referencia al clivaje del objeto y del sí mismo.
Los aspectos históricos planteados testimonian en realidad
la naturaleza misma del proceso que estudiamos. Los desarro­
llos clínicos y teóricos ulteriores se sitúan en el paradigma
metapsicológico de la relación de objeto y no en el de la pulsión.
La doble filiación de Melanie Klein y Fairbairn lo atestigua.
Por un lado, la referencia a la posición esquizoparanoide, la
identificación proyectiva, etc.; por el otro, a la relación con el
otro y el retraimiento esquizoide. Winnicott, Margaret Ma-
hler, Kohut y Kernberg, para no citar sino a los principales
autores que contribuyeron a aislar el concepto en su especifi­
cidad, recurren a una y otra; en Francia, Bergeret se sitúa en
una perspectiva muy distinta, más tradicionalmente freudia-
na, y considera la organización fronteriza desde un punto de
vista intermediario y medio entre los paradigmas neurótico y
psicótico.
Pero sostener la especificidad de ese clivaje no carece de
dificultades y riesgos de confusión. ¿Recae sobre el otro como
objeto real, dependiente de la realidad exterior, o sobre la
imagen del objeto, es decir, sobre el contenido del fantasma?
La ambigüedad persiste y explica sin duda por qué pudo verse
un modelo en el clivaje del yo, descripto por Freud. Es cierto
que los mecanismos proyectivos, y sobre todo de identificación
proyectiva, alteran la percepción de la realidad externa: pero
son mecanismos secundarios, y si una división del objeto y el
sí mismo marca fundamentalmente las representaciones, es
una división que se aplica ante todo a la construcción fantas-
mática interna.
Por eso no creo que puedan considerarse separadamen­
te el clivaje de la imagen del objeto y el clivaje de la imagen
de sí mismo. Ambas están íntimamente ligadas en el
propio argumento. La relación de odio o amor define las
imágenes de sí mismo y el objeto. ¿Cómo podría ser de otra
manera, habida cuenta de que el fantasma inconsciente se
figura en el modo del cumplimiento de la acción? El fantas-

73
ma inconsciente no representa la acción, la materializa
(Widlócher, 1986).
La cuestión de fondo no se refiere a la función del clivaje
-y en ello puede verse con facilidad una función defensiva-,
sino a su origen. Este se comprende si no se desconoce su
naturaleza sexual, y más precisamente su vínculo con la sexua­
lidad infantil. El clivaje entre el amor y el odio no es únicamente
una operación defensiva contra el carácter insostenible de la
ambivalencia pulsional; resulta de esta ambivalencia o, mejor,
la constituye. El clivaje se pone al servicio del yo porque éste no
puede dominar las fuerzas pulsionales olivadas ni su violencia
interna, que se expresa en el conflicto intrapsíquico, y tampoco
la externa, manifestada en el pasaje al acto. En esas estructu­
ras, el clivaje no es la resultante de una estrategia del yo
(propiamente hablando, no es un clivaje del yo) sino de una
fijación pulsional arcaica, una vicisitud precoz de la libido.
Si volvemos a la doble filiación posfreudiana (M. Klein-
Fairbairn), debemos tomar en cuenta una ambigüedad ya
mencionada. Lo afectado por la ambivalencia, ¿es el apego
a otro (el amor al objeto) o un fantasma autoerótico? Acaso
haya que buscar la respuesta en el clivaje que evoca Ferenczi
en el texto antes citado.
La articulación entre amor al objeto y pulsión sexual es desde
siempre una cuestión abierta en la teoría psicoanalítica del
desarrollo. Desde Una teoría sexual (1905) hasta Compendio
del psicoanálisis (1938), Freud la retomó sin cesar. El psicoaná­
lisis contemporáneo la reconsidera de diferentes maneras, en
función del pluralismo teórico de las distintas escuelas.
¿Cómo evolucionan las relaciones entre el amor dirigido
hacia las personas reales del entorno (en particular la madre)
y los fantasmas sexuales ligados a la actividad autoerótica del
niño? Si esquematizamos al extremo, podemos destacar dos
puntos de vista opuestos. Por un lado, con Freud, la pulsión
sexual se considera primaria y tiene su origen en la excitación
de las zonas erógenas. En la pubertad, “se consuma el proceso
de descubrimiento del objeto, que se había preparado desde la
primera infancia” (Una teoría sexual, p. 132). En verdad, en
la medida en que las pulsiones sexuales son endógenas y
primarias, es necesario postular la existencia de un “protoob-
jeto”, el pecho, que prepara el descubrimiento del objeto y
explica de qué manera la sexualidad infantil anuncia la
sexualidad genital adulta. Pero no hay cabida para un amor
al objeto primario independiente de las necesidades de auto-

74
conservación. Ahora bien, el apego primario al ser humano no
puede confundirse con el apego al pecho.
Por otro lado, tras los pasos de Fairbairn, el amor al objeto
puede considerarse, con Balint y Bowlby, como primario.
Pero, ¿cómo se articula este apego con la experiencia de placer
autoerótico apoyado en la necesidad de autoconservación? El
riesgo, a mi entender, está entonces en reducir la sexualidad
infantil a un mero esquema comportamental. En un caso, en
la perspectiva de Freud, la función del autoerotismo es una
consecuencia del narcisismo primario. En el otro, según
Balint, el apego, como expresión de una relación con la madre
real, es la fuente de los fantasmas sexuales y entraña secun­
dariamente la interiorización del objeto.
Es difícil articular las dos perspectivas, pese a lo cual
ninguna de ellas puede reducirse a la otra. Amor al objeto y
autoerotismo coexisten a lo largo de toda la infancia. Las
condiciones de satisfacción no son las mismas. El amor al
objeto se dirige hacia una persona real, un “otro” del entorno
próximo. Esta interacción interpersonal da pábulo a repre­
sentaciones mentales y comportamientos interactivos. La
meta consiste en la respuesta del otro y la intención final es ser
amado por él. A diferencia del amor al objeto, la sexualidad
infantil se construye a partir de la excitación de las zonas
erógenas (al menos según el punto de vista de Freud) y obtiene
su satisfacción en una actividad autoerótic£(^sica y/o psíquñ
"ca^quí, el objeto sólo representa al actor llañTnüo a dcsuTÍÍ-
'pénar un papel en el argumento imaginario. Es intercambia­
ble, y el mismo objeto puede ocupar distintos roles en el mismo
argumento. El cumplimiento del deseo (Wünscherfüllung) es
la meta buscada y la fuente del placer.
En el adulto, el placer sexual se realizaría idealmente a
través de la relación amorosa con el otro en cuanto persona
real. Si así sucediera, la distinción entre amor al objeto y
sexualidad perdería toda significación con el advenimiento de
la sexualidad genital y sería únicamente una marca del
carácter prematuro de la sexualidad infantil. Las disociacio­
nes observadas en el adulto resultarían de conflictos infanti­
les no resueltos, a veces en el curso evolutivo del amor al
objeto, a veces en el de la pulsión sexual (Widlócher, 1977).
De todas maneras, esta revisión del lazo entre amor al
objeto y pulsión sexual exige que se reconsidere el mecanismo
de su interacción.
Según la teoría clásica del apuntalamiento, la satisfacción

75
de las pulsiones sexuales primarias, de origen biológico, está
ligada a la de otras necesidades, igualmente primarias y
biológicas. Desde ese punto de vista, la pulsión está única­
mente dirigida hacia objetos que aseguran satisfacciones de
autoconservación. El amor primario al objeto no cumple
ningún papel.
A mi juicio, parece posible resolver esta dificultad si consi­
deramos el proceso de apuntalamiento no como la fusión de
dos pulsiones en una misma situación sino como una secuen­
cia de dos etapas distintas. En un primer momento hay
satisfacción de la pulsión de autoconservación, y en un segun­
do momento, “a posteriori”, la evocación de la experiencia. En
el primer momento, el niño goza por el hecho de que el objeto
asegura la satisfacción de las necesidades de autoconserva­
ción. Tras ello reproduce por autoerotismo esta experiencia de
placer incluyendo el objeto en su fantasma. La relación prima­
ria de apego, apuntalada en las necesidades de autoconserva­
ción, desempeña un papel crucial en la experiencia primaria,
y mediante la evocación de las huellas mnémicas el niño
transforma un acontecimiento real en un fantasma sexual.
La sexualidad infantil es autoerótica, pero sus objetos y
metas derivan de objetos y metas que se asociaron a experien­
cias anteriores, destinados a satisfacer otras pulsiones instin­
tivas como el hambre y otras formas de apego dirigido hacia
el otro, como el hecho de aferrarse a la madre.
Desde los primeros meses existe una vinculación entre la
relación de apego a la madre, la satisfacción oral y la succión
autoerótica. El autoerotismo se constituye por la reviviscen­
cia de experiencias anteriores de relación con los objetos. La
huella mnémica se reconstruye como una nueva experiencia,
una ilusión de satisfacción en una ensoñación lúcida, even­
tualmente acompañada por una actividad masturbatoria.
Esa huella mnémica también puede reprimirse, para perma­
necer entonces como un fantasma inconsciente, una realiza­
ción de deseo “alucinatoria”.
Naturalmente, tan pronto como la representación de la
experiencia de satisfacción se transforme de ese modo en una
actividad autoerótica, la repetición de esta última dará un
nuevo sentido ala escena “real”originaria, que se considerará
entonces como una realización del fantasma. Pero persiste un
clivaje entre la actividad autoerótica y el amor al objeto, entre
la persona real y el objeto imaginario, que Ferenczi, como
hemos visto, describió con claridad.

76
El clivaje entre amor al objeto y autoerotismo no es absolu­
to, no excluye una interacción. Los contenidos de los fantas­
mas sexuales del niño provienen de las situaciones “reales”
complejas en las que la madre está en relación con él al
margen del campo de la sexualidad. La escena se conserva en
la memoria, se recuerda activamente, se reconstruye por
condensación y desplazamiento y se convierte entonces en
parte de la actividad autoerótica.
Hay razones para pensar que desde el primer año de
vida ese proceso desempeña un papel en el desarrollo
de la vida afectiva. Es bien sabido que una actividad au_-
toerótica excesiva puede ser efecto de una privación precoz
de amor. Más adelanté, una agitación lío constructiva,~úna
incapacl3á3~de jugar, que a menudo se consideran como
una falta de mentalización, deFén hompréndirse. a mi
juicio, como la consecuencia de una pérdida del autoerotis-
mo p^fquicaTlntgfpfetáFese comportamiento como la £X-_
presión de un conflicto es con frecuencia ineficaz y el
terapeuta~Eíeñe mas posiDilidade^ de acceder a la vid
mental del niño si utiliza la seducción de la transferencia^
para facilitar la sexualización “infantil” de la experiencia,
y ayudar así a aquél a crear su propio fantasm a. Ausencia
de mentalización y dificultad de acceso a la actividad
símib^ c a están ligadas a una pobreza de la creatividad, que
depende directamente de la sexualidad infantilT
En los niños que exhiben una personalidad de tipo fronte­
rizo. los fantasmas "crudos"y el clivaje entre buenos y malos
objetp_s parciales y buenas y malas representaciones parciales
de sí mismoTTal como Sé éxpresaii en el dibujo y el im!t?67
resultan igualmente de una falta de elaboración del autoero-
tismo psíquico. Las experiencias buenas y malas originadas
en las relaciones reales dan pábulo á'iiñoS fentasmas sexuales
inlañtiles'poBres qué no pueden constituir una protección
eficaz contra los acontecimientos traumáticos reales.
En las organizaciones fronterizas de la personalidad todo
sucede como si la sexualidad infantil inconsciente, que actúa
en el sueño y la actividad psíquica inconsciente, no cumpliera
un papel eficaz para controlar e integrar la ambivalencia
pulsional primaria. Así perdurarían exageradamente los res­
tos de la organización esquizoparanoide. ¿Forma parte este
uso creativo de la sexualidad infantil, que también falta
parcialmente, del destino propio de las pulsiones o el yo? A
la vez que demoramos esta última respuesta, propondremos
la idea de que falta una función del yo, la que permite la
evocación de las experiencias de satisfacción a fin de que se
integren en unas actividades psíquicas autoeróticas incons­
cientes, fuentes de creatividad psíquica consciente.
El sujeto que presenta una organización fronteriza de la
personalidad no puede dominar así la ambivalencia ni recu­
rrir al clivaje lúdico de la infancia. La ambivalencia normal
permite la oscilación controlada activamente por el yo entre
las fuerzas pulsionales contrarias (Maldonado, 1993). Aquí, el
yo no puede asegurar esa oscilación activa. Está sometido alas
leyes del clivaje, que sufre pasivamente y utiliza en su bene­
ficio gracias a los otros mecanismos de defensa. De allí, en esos
sujetos, la pobreza de la actividad lúdica, del acceso al chiste
y más en general a la actividad sublimatoria; las salidas son
principalmente el pasaje al acto y la identificación proyectiva.
En términos de proceso terapéutico, ¿puede deducirse de
ello un nuevo modelo de cambio en el que la “neurosis
de transferencia” ceda su lugar a un proceso más cercano
al trabajo de duelo? Mientras que la resolución de la neurosis
de transferencia pasa por el descubrimiento de los procesos y
conflictos movilizados por una sexualidad infantil hiperactiva
y mal dominada, el proceso terapéutico pasaría aquí por un
redescubrimiento de la creatividad lúdica y onírica propia de
la sexualidad infantil que permitiera superar el clivaje.

B ibliografía

Brook, J. A., “Freud et Splitting”, en Int. Rev. Psycho-Anal., n° 19,


1992, p. 335.
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ción francesa de Vera Granoff, en La Psychanalyse, París, p u f ,
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los adultos y el niño”, en Psicoanálisis, Madrid, Espasa-Calp>e,
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Madrid, Biblioteca Nueva, 1968,1 . 1].
Freud, S., “Le clivage du moi dans les processus de défense” (1938),
traducción francesa en Résultats, idées, problémes, ii, París,
PUF, 1985 [traducción castellana: “Escisión del ‘yo’ en el proce­
so de defensa”, en OC, t. iii].
Freud, S.,Abrégé de psychanalyse (1938), traducción francesa de A.

78
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de psicoanálisis, en OC, t. iii].
Kernberg, O., Les troubles limites de la personnalité, traducción
francesa de D. Marcelli, Tolosa, Privat, 1979.
Laplanche, J., y Pontalis, J.-B., Vocabulaire de la psychanalyse,
París, PUF, 1967 [traducción castellana: Diccionario d e psícoa-
nálisis, Barcelona, Paidós, 1996].
Maldonado, J.-L., “On ambiguity, confusión and the ego ideal”, en
Int. J. Psycho-Anal., n° 74, 1993, pp. 93-100.
Widlocher, D., Métapsychologie du sens, París, p u f , 1986.
Widlocber, D., “Á propos de la croyance délirante”, en Rev. Int.
Psychopathol., n° 14, París, p u f , 1994, pp. 249-269.
Widlocher, D., “Éros infantile. Un malentendu”, en Avoir peur, Le
fait de l’analyse, n° 3, 1997, pp. 221-236.
LOS FUNCIONAMIENTOS FRONTERIZOS:
¿QUÉ FRONTERAS?
Catherine Chaberf

Voy a situar muy rápidamente los aspectos esenciales de lo


que inscribe los funcionamientos fronterizos dentro de la
psicopatología psicoanalítica, para concentrarme en el doble
eje que, a mi entender, constituye su armazón singular. El de
la angustia de la pérdida, por una parte, y sus derivas
específicas, a la vez en la constitución de la realidad interna
y la realidad externa; el de la organización psicosexual,
esencialmente articulada en el masoquismo, por la otra. La
segunda parte de mi exposición se consagrará a la clínica
psicoanalítica y la reacción terapéutica negativa que, según
creo, se descubre de preferencia en las curas de funcionamien­
tos fronterizos.
Ante todo, algunas palabras sobre la psicopatología de las
fronteras y las precisiones de vocabulario. Prefiero el término
“funcionamiento” a la expresión “estados fronterizos”, por
motivos probablemente muy subjetivos. Los “estados” me
parecen estáticos, eventualmente puntuales o transitorios.
Los funcionamientos fronterizos constituyen un modo de
organización psicopatológica extremadamente determinado
en su conjunto, muestra de una gran complejidad a la vez en
el plano clínico, que revela una vasta diversidad de sus
manifestaciones caracterizada por una gran heterogeneidad,
y en el plano metapsicológico, en la medida en que esos
funcionamientos plantean cuestiones centrales en torno de la
percepción y la proyección y la dialéctica del adentro y el
afuera, así como con respecto ala intrincación y la articulación
entre lo arcaico (no asimilable a las meras producciones
psicóticas) y lo sexual edípico.

' Psicoanalista y miembro de la Asociación Psicoanalítica de Francia.


Profesora en la Universidad de París V.

81
El segundo punto que deseo precisar -siempre en términos
de psicopatología- es que, para definir los funcionamientos
fronterizos, impugno la formulación en términos de estados ni
neuróticos ni psicóticos. Esta definición negativa no conviene,
dado que sitúa los funcionamientos fronterizos en un lugar
intermedio -entre neurosis y psicosis- dentro de un sistema
inevitablemente jerárquico. Ahora bien, como lo demuestra la
clínica, ciertas organizaciones fronterizas de la personalidad,
no descompensadas, funcionan sin dificultades excesivas, en
tanto que otras, infinitamente más frágiles, se internan
en caminos “endemoniados” en los que la psiquiatría puede
ocupar una función importante y repetitiva. Dentro de esas
modalidades de funcionamiento psíquico hay por lo tanto un
amplio abanico que va desde lo más patológico, lo más doloro­
so, hasta el mayor bienestár posible.
Una de las definiciones clásicas de los funcionamientos
fronterizos destaca la asociación y la yuxtaposición de conduc­
tas neuróticas y conductas psicóticas, con una distribución
variada de esas modalidades según los sujetos; en unos
domina el recurso a defensas neuróticas, asociadas a una
problemática del orden de la castración, y los aspectos “más
psicóticos”aparecen puntualmente movilizados por la reactiva­
ción de movimientos arcaicos; en otros prevalece la inhibición,
regularmente agujereada, sin embargo, por emergencias en
procesos primarios dentro de contextos en que el clivaje consti­
tuye el procedimiento defensivo esencial. No obstante, no
parece oportuno buscar en cada paciente la parte de neurosis
y la parte de psicosis que lo califiquen. En las perspectivas
abiertas por la psicopatología psicoanalítica, parece más cons­
tructivo poner de manifiesto las problemáticas esenciales,
constitutivas de esos funcionamientos psíquicos, así como los
ordenamientos defensivos que permiten su expresión.

L a problemática de la pérdida de objeto^

En el transcurso de su desarrollo y su vida, todo sujeto se


enfrenta a las problemáticas ligadas ala ausencia y la pérdida
de objeto, y por lo tanto a la permanencia de las representa­
ciones de esos objetos dentro de la psique. Esta afirmación
^ Elijo esta formulación general que en un primer momento no tiene en
cuenta las distinciones entre angustia de pérdida de la percepción del objeto
y angustia de pérdida del amor del objeto.

82
establece desde luego un sistema de conexiones entre
investiduras narcísicas e investiduras objétales, a enten-
d er-eventualmente a partir de “Los instintos y sus destinos”-
(Freud, 1915) ®en la oposición y/o la complementariedad de
las pulsiones del yo (autoconservación) y las pulsiones sexua­
les (dirigidas hacia el objeto). Esta dialéctica, sin embargo,
sólo es susceptible de inscribirse en la apertura de un campo
intermedio entre adentro y afuera, entre sujeto y objeto, y en
ello reside, por supuesto, el interés esencial de los trabajos de
Winnicott. Si el campo de lo transicional se despliega entre lo
subjetivo y lo objetivo y es el campo de la ilusión, sostenido por
una paradoja que es importante aceptar e incluso respetar,
instaura un “campo neutro de experiencia”que es el único que
permite la utilización del objeto. Para Winnicott, el paso de la
relación de objeto a la utilización del objeto implica que el
sujeto destruya fantasmáticamente el objeto y que éste sobre­
viva a esa destrucción.
Mi primera hipótesis es que el acceso a la transicionalidad
-a la convicción de que la pertenencia a uno o el otro ya no
plantea interrogantes, porque el área intermedia se despliega
entre ambos- sigue siendo precario, transitorio, esporádico y
efímero en los funcionamientos fronterizos —en grados varia­
bles según los sujetos-, justamente porque no hay seguridad
de que el objeto sobreviva a los ataques del sujeto.
En torno de estas figuras de casos se articula la cuestión de
la relación de objeto, su falencia, su falta y/o su significación.
Más acá de la transicionalidad se descubren representaciones
de objetos inestables, inciertas, difíciles de establecer debido
al rechazo de la doble pertenencia, al sueñoy a lo real. Más allá
de la transicionalidad, constitutiva de un espacio intermedio,
es decir de un espacio de intercambios, la escena psíquica
sirve de soporte al despliegue de argumentos cuyo sentido
-sexual, seductor- alimenta la calidad simbólica del discurso.
El reconocimiento de la falta de objeto no podrá elaborarse en
las mismas modalidades; marcará sus albures según los
sujetos, en una dinámica original en cada oportunidad, pero
que siempre dará razón, por una parte, de la introducción más
o menos sólida, porosa o inexistente de los límites entre
adentro y afuera, sujeto y objeto; por la otra, de la investidura
de las relaciones entre ese adentró y ese afuera, ese sujeto y
ese objeto, en el seno de un sistema de comunicación en que el*

*Véase la bibliografía al final del artículo (n. del t.).

83
sentido del mensaje cumple una función determinante. En
otras palabras, resulta que la falta de objeto entraña su
desaparición en el espacio psíquico porque no puede darse
ningún sentido a su ausencia, porque ésta no puede originar
ninguna construcción fantasmática que permita asociar al
dolor de la pérdida una representación que posibilite su
elaboración (pienso en especial en el complejo de la madre
muerta de A. Green).
Cuando se encuentra y/o se asigna el sentido de la ausencia,
se torna posible la apertura hacia la asociación entre afectos
y representaciones, que pone de manifiesto los signos de un
desprendimiento esperado, un abandono posible de la estupe­
facción y la desinvestidura del pensamiento que caracterizan
los estados o los momentos depresivos.
En un muy bello texto, J.-B. Pontalis (1987) escribe lo
siguiente: “¿Lo más insoportable en la pérdida será la pérdida
de vista? ¿Anunciará ésta, en el otro, la retirada absoluta del
amor, y en nosotros la inquietud de una invalidez fundamen­
tal: no ser capaces de amar lo invisible? Ante todo, sería
preciso que viéramos. No sólo ver sino ver ante todo y poder
siempre calmar la angustia que suscita la ausencia, asegurán­
donos de que el objeto amado está en su totalidad al alcance
de nuestra mirada y nos refleja en nuestra identidad”(p. 275).
La cuestión de la pérdida del otro en las problemáticas
depresivas de los funcionamientos fronterizos se funda sin
duda en esos términos esenciales: pérdida del otro susceptible
de arrastrar con ella, a la desaparición, la pérdida de sí mismo,
ya que esa pérdida del otro visible no permite que se mantenga
su existencia como objeto interno dentro de la psique, garan­
tía por eso mismo del sentimiento de la continuidad de existir.
Ese es el primer aspecto que deseaba señalar: el que asocia
representaciones y afectos en los procesos de interiorización
(faltantes, como se sabe, en los funcionamientos fronterizos),
pero establece como condición de esta operación el reconoci­
miento de percepciones internas, de lo que se experimenta
adentro en términos de emociones y afectos susceptibles de
asumir un valor positivo/negativo, o en términos de placer/
displacer por su conexión con la representación de un objeto
presente/ausente: operación fundamental, si no fundadora,
que se muestra habitualmente inoperante o inaccesible en los
pacientes fronterizos. Esos contactos faltantes con la realidad
interna se tratan a menudo del mismo modo: una gran
contrainvestidura de la realidad externa que en cierto modo

84
atenúa y a la vez refuerza el déficit interno. Procedimiento
paradójico si los hay, que tiende progresivamente a acelerarse
cuando se atasca, a agravarse cuando pierde sus beneficios
ilusorios. Pues se trata, por supuesto, de rechazar al otro y al
mismo tiempo apegarse a las marcas concretas de su presen­
cia en el establecimiento, el sostén, el mantenimiento de una
dependencia alienante por estar sometida por completo a la
influencia y el narcisismo.
La problemática de la pérdida de objeto, central en los
funcionamientos fronterizos (y narcísicos), núcleo del enquis-
tamiento del dolor, puede encontrar en la utilización de la
realidad externa estrategias defensivas desesperadas y costo­
sas, movilizadas para luchar contra las angustias depresivas.
El mundo exterior, en efecto, se postula como tal; no puede
modificarse. La irreductibilidad de las percepciones exterio­
res se utiliza como una barrera hermética que mantiene a
distancia los estados subjetivos -y entre ellos los afectos, y
entre éstos el desamparo-, a fin de que el otro no los perciba;
no pueden mostrarse porque la investidura misma de la
subjetividad, obstaculizada por la dependencia, es precaria y
amenazante. Tal vez porque esa subjetividad -intimidad,
interioridad- se niega a ser reconocida por el otro, repetición
transferencia! de una desestimación para vivencias descalifi­
cadas y negadas. Sin embargo, es preciso que esos afectos se
perciban e identifiquen (es decir, que se liguen a una repre­
sentación) para que la subjetividad se admita como realidad
interna que hay que sostener y defender. Que la madre, en
este caso, pueda asociarse a la pena del niño para preguntar
o adivinar su causa, y garantice con ello un procedimiento de
ligazón entre el afecto perceptible y su objeto, un “¿por qué,
por quién lloras?”que establece el carácter bien fundado de lo
que se experimenta, sin exigir necesariamente, por otra
parte, una respuesta o una justificación; sólo para dar cuerpo
a un espacio interno sensible y dotado de sentido, a lo que sin
duda se refería Winnicott con su célebre frase: “estar escondi­
do es una alegría, pero no ser hallado es una catástrofe”(1971,
p. 131). A falta de lo cual surge el riesgo de una pérdida de sí
mismo o, más bien, de una “ausencia de sí”, según la fórmula
de J.-B. Pontalis (1977a), como espejo de la ausencia de objeto
susceptible de constituir la fuente del placer y el displacer.
El tratamiento de la realidad externa, entonces, es muy
particular: se la utiliza para enmascarar o, mejor, para suplir
el vacío interior. La escena psíquica está situada afuera y es

85
necesario y hasta urgente recurrir a un “escenógrafo”'* para
sentir que uno existe.

E l amor y/ o el odio

El punto de vista que deseo desarrollar ahora concierne a las


características de las relaciones con el otro que ponen en
evidencia la extrema dificultad de acceso a la ambivalencia.
Esto parece lógico si se adopta la perspectiva kleiniana sobre
las relaciones de objeto: cuando la posición depresiva se
elabora de manera precaria, la ambivalencia no puede inte­
grarse. En efecto, la capacidad de re-presentar un objeto total,
permanente, a la vez bueno y malo, tan pronto bueno como
malo, es lo que asegura la ambivalencia de los sentimientos y
la posibilidad de asociar el amor y el odio en una dialéctica
soportable. Esta continuidad no parece vigente en los funcio­
namientos fronterizos que recurren más al clivaje en las
modalidades de investidura de objetos, clivaje ordenado por la
necesidad esencial que especifica la posición paranoide-esqui-
zoide. Pero aun si los aspectos persecutorios no están masiva­
mente presentes, descubrimos posiciones que instauran la
separación, el aislamiento e incluso la hermeticidad entre los
movimientos “positivos” y los movimientos “negativos”, lo
cual remite a una economía singular en el tratamiento pul-
sional.
El odio subtiende intensamente esos movimientos; puede
ser útil volver, aunque sea brevemente, a sus fundamentos
metapsicológicos para comprender su lugar y funciones. Ante
todo hay que recordar que amor y odio no se encuentran en
una mera relación de inversión: el odio no es la inversión del
amor en su contrario. Freud subraya que no proceden del clivaje
de un elemento originario común y que cada uno de ellos
depende de desarrollos específicos.
En cuanto relación con el objeto, el odio es más antiguo que
el amor. Tiene su origen en el rechazo del mundo exterior en
los comienzos déla vida psíquica. Rechazo determinado por el
yo narcísico: el odio constituye una manifestación de displacer
como reacción a los objetos y, en esta perspectiva, se mantiene

■*Metteur en scéne en el original, más habitualmente director (de cine,


teatro, etc.). Lo traducimos como “escenógrafo” para mantener la relación
con “escena” (n. del t.).

86
en relación con las pulsiones de autoconservación, de manera
que éstas entran regularmente en oposición con las pulsiones
sexuales.
La segunda teoría de las pulsiones arraiga más profunda­
mente aún la oposición entre amor y odio, que encontramos
esta vez en la oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de
muerte. Sin embargo, sería erróneo superponer odio y pulsio­
nes de muerte, ya que éstas sostienen muchos otros procesos
(y en especial la compulsión de repetición). La ligazón del odio
con la sexualidad persiste más bien en la asociación de la
ambivalencia de los sentimientos dentro del complejo de
Edipo, dado que éste se concibe en sus raíces pulsionales como
conflicto de ambivalencia; amor y odio, ambos fundados y L
justificados, se orientan hacia la misma persona. La ambiva­
lencia con respecto a cada uno de los padres caracteriza la
organización edípica neurótica, mientras que el clivaje -amor
a uno, odio al otro- sería más característico, a mi entender, de
las organizaciones edípicas de los funcionamientos fronte­
rizos.
Estas consideraciones permiten pensar que los trastornos
fronterizos de la personalidad no excluyen en modo alguno la
sexualidad edípica: el complejo de Edipo está vivo, se trata de
rnanera específica de acuerdo con la organización psicopato-
lógica y conserva según los casos un valor más o menos
estructurante. En los funcionamientos fronterizos, el clivaje
bueno/malo toca la configuración edípica evitando la ambiva­
lencia porque es inaccesible: de hecho, la violencia de los
movimientos negativos y la débil resistencia de los movimien­
tos positivos hacen imposible el compromiso entre ambos. Su
separación, su exclusión radical, son la solución defensiva
más eficaz, aunque extremadamente costosa.
Más acá de la estructuración edípica, la función del odio se
descubre en la constitución y el establecimiento de represen­
taciones de sujeto y objeto diferenciadas. “La negación”(1925)
ofrece aquí un argumento esencial: a partir de las operaciones
de introyección y proyección y de los juicios que las determi­
nan (agarro/escupo porque amo/odio), la función constitu­
yente del odio aparece en el reconocimiento de la subjeti­
vidad; originariamente, podría remitir no sólo a las cuali­
dades -buenas o m alas- del objeto, que serían fuentes de
placer o displacer para el sujeto, sino a la presencia misma de
ese objeto, que amenazaría el sentimiento de continuidad
sostenido por las pulsiones de autoconservación.

87
El odio actúa entonces en un movimiento de separación y
diferenciación, como índice de la consideración efectiva de la
existencia del objeto. La connotación hostil que lo especifica
no debe hacer que lo asimilemos únicamente a tendencias
destructivas o asesinasieZ odio, en efecto, implica en principio
y luego necesita la presencia del otro, se alimenta de su
existencia misma aunque esté acompañado por una fantas-
mática a veces mortífera.
Esta concepción metapsicológica permite comprender la
necesidad del mantenimiento del odio en los funcionamientos
fronterizos: la amenaza de invasión debe señalarse mediante
estrategias de diferenciación; los movimientos pulsionales
odiosos evitan el riesgo de ser invadido por el otro, cuya
proximidad puede tornarse en fuente de confusión por la
atracción y la dependencia que implica.
Porque el otro es masivamente odiado, su presencia es
constantemente necesaria como garantía de su permanencia,
a despecho de los ataques de los que es el blanco. En esos casos,
la hostilidad hacia el otro no enmascara el amor por él, sino
el temor de perderlo, lo cual puede parecer paradójico: en el
nivel manifiesto, los objetos son rechazados, maltratados,
descalificados; pero en el nivel latente, esa negatividad se
entiende como una medida de protección narcísica con respec­
to al miedo al abandono.
Desde luego, ese odio es susceptible de volverse contra el
sujeto mismo, sea en un movimiento masoquista, sea en un
movimiento de aspecto melancólico. Estos dos “destinos” se
verifican con mucha regularidad en las organizaciones fron­
terizas.
La proyección del odio sobre el otro se asigna un doble
objetivo. Permite liberar al sujeto de los movimientos
pulsionales penosos de soportar (y esto habida cuenta de
que la agresividad es una reacción de displacer, en especial
a la frustración que la engendra); permite también conso­
lidar los límites entre adentro y afuera, entre sujeto y
objeto, preocupación esencial para los funcionamientos
fronterizos. Así, para que el odio (en el sentido pleno del
término) aparezca, hay que esperar la constitución
del objeto por proyección. La relación odio/proyección for­
ma parte de la definición de la proyección: aquél, como
ésta, compete a reacciones de displacer en un sistema de
causalidad en que el exterior y lo odiado se confunden. Por
lo tanto, en la clínica parece importante no perder de vista

88
el odio y estar atento a su emergencia cada vez que se
produce un movimiento proyectivo.
En los funcionamientos fronterizos, la proyección se inscri­
be en un sistema en que prevalecen la renegación y el clivaje
o bien en el desborde de los límites. Las descargas proyectivas
surgen en la tentativa reiterada de definir con más claridad al
sujeto y al otro; tentativas a menudo fallidas debido al desme­
nuzamiento de los límites adentro/afuera y la confusión que se
deriva de ello. A menudo, la proyección se confunde entonces
con la externalización, en la puesta afuera, en actos, de los
movimientos pulsionales que ya no encuentran soportes in­
ternos suficientes.
La paradoja se manifiesta en una conducta que podría L
encauzarse hacia la diferenciación sujeto/objeto, pero que se
atasca o se acelera en la pérdida de las referencias, como por
ejemplo en la identificación proyectiva. En esos contextos, la
negación ya no actúa de manera estructurante gracias al
reconocimiento claro del mundo interno y el mundo externo.
Es reemplazada por la renegación y el clivaje, que intentan
mantener una forma de coherencia a la vez que dividen el
funcionamiento psíquico.
La proyección asociada al clivaje pone en evidencia proce­
dimientos estancos en la alternancia entre momentos hipe-
radaptativos, muy pegados a la percepción de la realidad
externa, y momentos hiperproyectivos en que esta misma
realidad se deforma, se interpreta de manera excesiva y se
desenfrena, sin que sea verdaderamente posible ningún com­
promiso entre los dos tipos de conductas.

L a cuestión de lo sexual: el masoquismo

Más allá de sus implicaciones de diferenciación, que tratan de


establecer fronteras más sólidas para un yo cuyos límites
siguen siendo porosos (en una condensación interesante, se
habla de la patología de los límites), los movimientos pulsio­
nales intervienen vigorosamente en la organización psico-
sexual. El peligro o el escollo, como lo prefieran, radica en la
trampa tendida por un discurso que parece íntegramente
ordenado por deseos regresivos, en que la dependencia se
confunde con lo maternal, la desexualización aparente en­
mascara la violencia pulsional y las posiciones “infantiles”
manifiestas parecen relegar aúna “otra parte”improbable los

89
movimientos de amor y odio comprometidos en las redes
sexuales del Edipo. Es preciso por tanto mantener los ejes
fundadores de la sexualidad, no descuidar sus soportes pulsio-
nales, para evitar el callejón sin salida en que el mismo
analista quedaría enceguecido por una demanda tan vigoro­
samente articulada por la regresión que borraría sus mensa­
jes sexuales, so pretexto de que sólo aparecen a través de la
pantalla de una búsqueda de amor narcísico. No olvidemos
que también el narcisismo propone destinos posibles a la
sexualidad... y que aparece sorprendentemente presente y
exigente en la organización masoquista de los funcionamien­
tos fronterizos.
Quiero ahora, a partir de los trabajos de Freud, destacar
brevemente las características específicas de la organización
masoquista en los sujetos fronterizos.
El hilo conductor equivale una vez más al dualismo pulsio-
nal y su tratamiento en diferentes campos de problemáticas.
Podremos convenir, creo, en considerar el masoquismo como
organización esencial de la sexualidad humana, a pesar de las
resistencias que esa toma de posición es susceptible de movi­
lizar. Lugar esencial, en principio, en el plano fantasmático,
y eso es lo que demuestra el texto de 1919, “Pegan a un niño”.
El fantasma del niño golpeado es constitutivo de fantasías
masturbatorias triviales, corrientes, y su intrincación con el
Edipo es muy patente en los despliegues que propone Freud:
la perversión, dice, no está aislada en la vida sexual del niño;
está contenida en el curso de los procesos del desarrollo
psíquico. Incluso está en relación con los objetos de amor
incestuosos del niño, con su complejo de Edipo. Tras el hundi­
miento de éste, es lo único que queda, heredera de su carga
libidinal y abrumada por la conciencia de culpa que se le
asocia.
No repetiré en detalle los desarrollos del fantasma del niño
golpeado. Sólo recuerdo que en la primera fase, el niño gol­
peado nunca es el autor del fantasma y que quien le pega
tampoco es éste sino un adulto, en general el padre en el caso
de las niñas. El sentido del fantasma propuesto por Freud es
que “el padre pega al niño... odiado por mí”.
En la segunda fase, el niño golpeado por el padre es el autor
del fantasma. Esta segunda fase que condensa el placer
incestuoso y su castigo es la más importante y la más cargada
de consecuencias, dice Freud. Perojamás tuvo existencia real,
no depende de una rememoración, es una construcción del

90
análisis. El fantasma de la segunda fase permanece genital­
mente inconsciente.
Mi hipótesis es que en ciertos pacientes “fronterizos”, el
fantasma está insuficientemente reprimido. Resurge en la
forma de repetición en situaciones masoquistas reiteradas, a
veces regularmente puestas en acto (por ejemplo, en los
trastornos graves de las conductas alimentarias o autodes-
tructivas).
En todos los casos, lo que aparece en el transcurso de las
curas es un paso imposible a la tercera fase del fantasma, que
la represión ha hecho mucho más anónima. Esa tercera fase
permite, en efecto, un apaciguamiento de la culpa y la aper­
tura no sólo de la excitación sino del placer asociado al L
fantasma.
Freud desarrolla esa falta de represión en 1924, en “El
problema económico del masoquismo”, con respecto al maso­
quismo moral: la relación de éste con la sexualidad es más
floja; mientras que en los otros casos (masoquismo erógeno,
masoquismo femenino) los padecimientos masoquistas impli­
can a la persona amada, esta condición no se cumple en el
masoquismo moral, porque lo que importa es el padecimiento
mismo. Se confronta entonces el destino narcísico de la sexua­
lidad. Las personas en cuestión, escribe Freud, dan la impre­
sión de ser excesivamente inhibidas desde el punto de vista
moral, pero la diferencia entre la prolongación inconsciente
de la moral y el masoquismo moral es que este último se
refiere al masoquismo propio del yo que reclama castigo a las
potencias parentales. Ahora bien, prosigue Freud, sabemos
que el deseo de ser golpeado por el padre está cerca del deseo
de tener relaciones sexuales pasivas con él; el primero no es
más que una deformación regresiva del segundo: “Si incorpo­
ramos esta explicación al contenido del masoquismo moral, su
sentido oculto se nos hace manifiesto. La concienciay la moral
aparecen debido a que el complejo de Edipo ha sido superado,
desexualizado; mediante el masoquismo moral la moral se
resexualiza, el complejo de Edipo resucita y se abre una vía
regresiva desde la primera hacia el segundó” (Freud, 1924, p.
296).
Así, una buena parte de la conciencia moral se pierde en
beneficio del masoquismo que engendra, por otro lado, la
tentación de cometer el “pecado”, que debe expiarse por el
castigo del Destino, esa gran potencia parental.
A partir de esta construcción, quiero subrayar sobre todo el

91
mantenimiento del carácter externo de la moral y el superyó
en el masoquismo moral, lo que desde luego se topa con las
fallas de los mecanismos de interiorización que especifican los
funcionamientos fronterizos. Esto fortalece evidentemente la
hipótesis de las dificultades del tratamiento de la ambivalen­
cia pulsional y de la integración del odio, como ya lo expuse
antes.
Tras estas palabras cuyo carácter especulativo puede pare­
cer discutible, deseo, como ya lo anuncié, evocar un momento
de cura marcada por la reacción terapéutica negativa, de la
que Freud dice (siempre en 1924) que constituye la forma
extrema, indudablemente patológica, del masoquismo moral.

L a reacción terapéutica negativa

Me propongo plantear, a partir de una reflexión teórica y


clínica, la cuestión del lugar del dolor psíquico en esos momen­
tos particulares de las curas difíciles definidos en términos de
reacción terapéutica negativa, que puede considerarse a me­
nudo presente en las curas de funcionamientos fronterizos.
Esto puede interpretarse efectivamente en referencia a la
cuestión del sacrificio y el masoquismo, con la idea, en una
primera aproximación, de que los beneficios del análisis, a
semejanza de cualquier movimiento “positivo”, son insopor­
tables para el paciente. La reacción terapéutica negativa
puede analizarse y comprenderse, en efecto, como producto de
un proceso analítico que sobreviene en contextos transferen-
ciales en que la dimensión íerapéMííca de la cura, debido a su
cuestionamiento, interpela vigorosamente al analista.
Identificable cuando en el transcurso de un análisis el
analizante va de mal en peor y reacciona negativamente al
trabajo del analista, esa reacción obliga a éste a cuestionar la
conducción de la cura subordinándola a imperativos terapéu­
ticos. El recurso al dolor ocupa en tales situaciones una
posición y una función singulares tanto para el analizante
como para el analista, ya que en cierto modo bloquea el
proceso analítico en la estupefacción paralizante de los movi­
mientos del pensamiento que ocasiona.
Parece necesario, en efecto, diferenciar el displacer, e
incluso el sufrimiento asociado a un placer masoquista, y el
dolor que ni el principio de placer y ni siquiera el masoquismo
pueden tomar a su cargo del todo. Más allá del principio de

92
placer-displacer, ¿lo que surge, al fin y al cabo, no es el dolor,
un dolor ligado a la “hemorragia interna” (Freud, 1895)
determinada por un desborde, un exceso de excitación que
paraliza las actividades de relación? Un exceso de excitación
asociada especialmente a la repentina aparición de una inves­
tidura objetal liberada por el análisis, movilizada por la
transferencia y que entraña presuntamente una pérdida, un
vacío, un agujero narcísico intolerable.
A través de la exposición de algunos momentos del análisis
de Léa,® querría tratar de abordar esta problemática y consi­
derar la emergencia del dolor como efecto de la transferencia,
momento a la vez inquietante y crucial para el futuro de la
cura en su participación en la reacción terapéutica negativa.
Léa tenía treinta años pero el aspecto de una muchacha
gorda, torpe, incómoda en un cuerpo sin forma y enfundada en
vestidos vaporosos e incoloros. Sin embargo, estaba casada y
era madre de dos hijos. Se veía sin futuro, su vida se le
escapaba “por todas partes”. Decidida a separarse de un
marido que la maltrataba, deseaba liberarse de una angustia
perniciosa, asociada a pensamientos punzantes: temía ser
una “mala madre”.
De adolescente, había iniciado una psicoterapia que le
permitió, decía, aprobar el examen de bachillerato y casarse.
Hoy todo se deshilachaba en una depresión latente: en la
universidad ya no lograba pasar los exámenes; sus relaciones
con3nigales se hundían en la violencia de los golpes y las
palabras. Sus dos maternidades tendrían que haberla colma­
do, pero desde el nacimiento de la segunda hija se empanta­
naba en una cotidianeidad sombría y sin esperanza, cuyo
tedio intentaba conjurar en el alcohol.
Sobre su infancia, me decía que había sido desdichada. Hija
mayor, creía no haber satisfecho a su madre, que muy pronto
había multiplicado sus embarazos y se regocijaba notoria­
mente con el nacimiento de tres varones, sólidos y buenos
mozos, que ocupaban todo el terreno por la vitalidad de sus
deseos y la brillantez de su éxito.
Perdida en esa masa masculina, Léa se había aferrado a un
padre ausente y excitante, celosamente custodiado por su
esposa seductora y sensual. Sin embargo, él había podido*

*Esta cura se menciona en un texto publicado en la Revue Franqaise de


Psychoanalyse, “L’ombre de Narcisse: á propos de la réaction thérapeutique
négative”.

93
mostrar suficiente atención a las desdichas de su hija para
acudir en su auxilio en situaciones extremas y para aceptar
mantenerla totalmente.
Léa asistía con mucha regularidad a las sesiones: las
utilizaba como referencias inamovibles, como un espacio de
quejas infinitas; su discurso habría podido ser monótono;
devanaba las escenas de su vida de todos los días, algunos
recuerdos infantiles, sus escasos sueños, con el mismo tono
monocorde. Ni bien se tendía en el diván, se sumergía en la
sesión para hacer un informe detallado que rozaba el hipe-
rrealismo, se detenía al cabo de 45 minutos y retomaba el hilo
de su relato la vez siguiente.
Cosa curiosa, no me aburría, tal vez porque la letanía de su
discurso era horadada regularmente por la emergencia brutal
de imágenes cuya crudeza y concreción visual señalaban la
realidad sórdida de su vida en un exceso casi alucinatorio. Léa
parecía aferrarse mucho a su desdicha cotidianay yo prestaba
gran atención a sus palabras, dado que, lejos de constituir
para mí los indicios de un pensamiento operatorio, suponía
que ofrecían soportes figurativos a una representación de su
mundo interno que mi paciente intentaba darse y hacerme
ver. También sus sueños, en efecto, se mostraban a la imagen
de la realidad indigente de su vida; sombríos, enviscados,
borrosos; Léa se enredaba en ellos como me decía fundirse en
la sombra triste y desapacible de sus jornadas.
Más allá de ese universo glauco, dejaba no obstante esca­
par, como por descuido, algunos pequeños resplandores que
extinguía muy pronto, pero que me hacían pensar que tam­
bién en ella se ocultaban algunas joyas cuyo fulgor se obstina­
ba en oscurecer: evocaba furtivamente la vida brillante de
su familia, en razón de las altas funciones que desempeñaba
su padre; peleaba con la madre para proteger los baúles de su
ajuar de casamiento (y me revelaba así la existencia de sus
tesoros) encerrados en su sótano y llenos de cristalería,
porcelana fina y platería; se negaba a usar las piedras precio­
sas que le daba su padre (¡salvo para lucirlas a veces en las
sesiones!) porque temía que se las robaran.
Princesa desconocida o enmascarada, me hacía pensar en
una Cenicienta sin sueños, y me preguntaba si el análisis le
permitiría reconocer algún día todas las posibilidades que ella
enterraba en lo más profundo de sí misma, para gozarlas por
fin a plena luz del día. Pero no quería ninguna madrina.
Con el paso de los años, yo sentía con claridad que no tenía

94
existencia propia para Léa, quien me incluía en sí, de algún
modo, cuando levantaba permanentemente entre la entidad
ella/yo y el exterior una barrera de separación consolidada sin
cesar por la masividad de las proyecciones persecutorias.
Tenía la prueba de ello en el escaso lugar que me dejaba para
pensar o interpretar y en sus reacciones muy inmediatas a mis
muy contadas intervenciones. Éstas producían a veces la
desaparición instantánea de síntomas, en especial somáticos.
¿Magia del verbo? Probablemente no. Creo que Léa incorpo­
raba mis palabras para hacerlas suyas, a fin de borrar cual­
quier diferenciación entre ella y yo. No se trataba de que yo
pudiese tener un efecto cualquiera sobre ella; ninguna acción
podía resultarme. Tenía que permanecer inmóvil, silenciosa,
inexistente, para que ella pudiera proseguir su monólogo, el
largo desarrollo de sus penas, sin pausa, sin suspiros, sin
interrupciones.
Alertada por la intensidad y la persistencia del recurso a la
realidad, por esa tendencia desmesurada ala externalización,
yo me preguntaba si la demarcación insistente entre adentro
y afuera y la extrema investidura de los límites no eran la
prueba de unos ordenamientos defensivos indispensables
para prevenir la amenaza de destrucción interna, que situa-
loan afuera los objetos peligrosos y utilizaban la realidad para
proteger las “fronteras del yo”, si adoptamos la terminología
de Federn (1952); se planteaba además la cuestión de moda­
lidades de funcionamiento análogas a las descriptas por H.
Deutsch (1942) en las personalidades “as if ’\ Léa quizás
utilizaba la realidad para compensar el vacío de su espacio
interno: encontraba su escena psíquica en el exterior buscan­
do en cierto modo “un escenógrafo para sentir que existía” (J.-
B. Pontalis, 1977a).
En cuanto a las cualidades de establecimiento de la trans­
ferencia, me hacían evocar intensamente la relación fetichis­
ta con el objeto, tal como la elaboró E. Kestemberg (1978), es
decir, una organización autoerótica que contiene el objeto, sin
que éste se represente o figure en ella como distinto. La
relación fetichista testimonia que el sujeto expulsa el objeto
fuera de sí mismo, pero se trata de un objeto que no es distinto
de él y cuya existencia en el exterior atestigua la suya propia.
Ese objeto fetiche no es el espejo del sujeto sino su duplicación
externa, que le permite verificar su existencia y su idealidad:
en esa medida, el objeto excluido, arrojado al exterior, se
ofrece como garante narcísico del sujeto.

95
En Léa, la instauración de esas modalidades transferencia-
íes en que se producía la relación fetichista parecía conectarse
con mi inmovilidad, inmovilidad necesaria para ella, como lo
comprendí más adelante, porque autentificaba una exclusión
radical de cualquier movimiento procedente de mí, y por eso
mismo la negación de todo efecto de mi presencia sobre ella,
y sobre todo de mi presencia viviente.
Una madre muerta (me refiero al complejo analizado por A.
Oreen, 1980): eso era lo que yo debía ser, una madre sorda a
los reclamos y las reivindicaciones, una madre inaccesible,
muda.
Hubo cambios, sin embargo: Léa se separó de su marido/
padre golpeador, aprobó sus exámenes y obtuvo su título, dejó
su cuarto de criada para mudarse a un departamento más
grande y cómodo; todo relatado en el mismo movimiento
perpetuo de descalificación.
Me di cuenta repentinamente de que había cambiado:
dejada atrás la ropa abolsada que la envolvía desde hacía
muchos años, descubrí un día a una mujer joven y delgada,
bonita, maquillada, bien vestida. En síntesis, una transfor­
mación radical. Afortunadamente, vi esa mutación, porque si
me hubiera abstenido de cualquier mirada dirigida a Léa,
si me hubiese conformado con escucharla, habría caído en la
absoluta desesperanza que habitaba su discurso: éste se
empobrecía de sesión en sesión, en un encarnizamiento feroz
contra cualquier admisión de cambio, contra cualquier indicio
de movimiento susceptible de poner en entredicho el inmovi-
lismo indispensable de un universo totalmente lúgubre y
desértico.
Las huellas de su relación conmigo comenzaban a impreg­
narla de manera singular: tejidas esencialmente por sensa­
ciones cada vez más fuertes, constituyeron las premisas (más
adelante creí que las señales) de la reacción terapéutica
negativa que se suscitó a continuación. Léa olía mi perfume en
todas partes; en la sesión escuchaba, según decía, ruidos de
tijeras y por lo tanto estaba convencida de que me dedicaba a
algunos trabajos de costura. En el diván la asaltaban violen­
tas ganas de orinar que retenía hasta llegar a su casa. Esas
marcas sensoriales (y sensuales) de mi presencia viviente
descartaban toda injerencia de lo visual, como si la invisibili­
dad ligada al encuadre analítico implicara la sobreinvestidu­
ra de otras modalidades sensoriales. La reacción terapéutica
negativa se dio en un contexto manifiesto significativo en

96
cuanto a los efectos eventualmente positivos del análisis; a los
35 años, Léa encontró un empleo acorde a su título, dejó de ser
mantenida por el padre y conoció a un amante.
En el análisis, se sumergió trágicamente en un sistema de
negatividad extrema: se sentía incapaz de vivir, incapaz
de existir. Su queja se amplificaba con una violencia impresio­
nante. Su dolor invadía masivamente el espacio y el tiempo de
las sesiones como una enorme piedra que aplastara su cuerpo
y su psique y no dejara en ellos más que el peso de un
sufrimiento agudo e incontenible. Sus lamentos ya no se
referían sólo a su vida externa, que seguía calificando de nula
y por lo tanto definitivamente fracasada, sino que acometían
contra el análisis y denunciaban el callejón sin salida en que é
se había extraviado y su incapacidad de encontrar en él el más
mínimo consuelo, el más mínimo apaciguamiento. Como el
resto, el análisis podía ser bueno para los otros, pero en su
caso, como en cualquier empresa en que se embarcaba, no
podía extraer beneficio alguno.
En consecuencia, Léa amenazaba regular y violentamente
con matarse y su proyecto de muerte ocupaba todas las
S sesiones porque, decía, no había otra salida. El fracaso de su
Ianálisis le quitaba toda esperanza de poder cambiar algún
día: ya no había nada que hacer. Su inmovilismo psíquico llegó
a ser casi paroxístico: se acabaron los sueños y las asociacio­
nes, no había ningún trabajo de pensamiento sino una queja
punzante en la que expresaba un dolor atroz al gup un pndía
vincularse representación alguna. Una vivencia pura, en
cierto modo, y la masa negra y compacta de su sufrimiento la
clavaban literalmente al diván.
Lios movimientos transferenciales cuyas sacudidas habían
sido reprimidas hasta entonces parecían haber constituido un
exceso de excitación cuyos efectos era urgente bloquear e
incluso congelar. El recurso al dolor podía brindar así el medio
de tener acceso a la inercia psíquica, sostenido por el acelera­
miento de las pulsiones de muerte, en la búsqueda de sus
efectos desobjetalizantes, tal como los definió A. Green (1984).
¿No encontramos en la reacción terapéutica negativa esa
búsqueda de desobjetalización, ese esfuerzo por anular los
lazos con el objeto tejidos por el proceso analítico? Si en un
primer momento Freud (1916) relaciona la reacción terapéu­
tica negativa con la culpa edípica y el masoquismo, en 1937 la
asocia a la pulsión de muerte. Más allá de una culpa excesiva,
lo que sirve de base a la reacción terapéutica negativa es, en
^^C/\JU5
efecto, una problemática narcísica y antiobjetal. De hecho, la
apuesta es que la relación analítica permanezca estéril, que no
Ifaya uii pFoflucto realmente comprensible, susceptible de dar
testimonio de un trabajo común al analista y el analizante. El
proceso analítico no puede considerarse fecundo: cualquier
transformación externa se ofrece como signo visible de una
relación efectiva entre ambos interlocutores. La reacción
terapéutica negativa no constituye un ataque de odio contra
el analista sino, antes bien, una tentativa de anulación del
lazo analítico mediante el rechazo masivo de sus efectos'
positivos, i^or ende, se trata tanto de un iracaso frente al éxito'
como de uñprocedimiento de erradicación de cualquier cam-
láo manifiestamente producido, y delata movimientos inter­
nos asociados a fantasmas de seducción intolerables por el
exceso de'eXCiLaciúii que deseucadenafñ
Acción/pasion: la reacción terapéutica negativa remite en
verdad a este par de opuestos. Reacción a qué acción del
analista, si no a la de una seducción inevitable, un efecto de
cambio introducido por la emoción asociada a la palabra del
otro, que moviliza una fantasmática singular cuya dimensión
incestuosa y narcísica exige un repliegue feroz hacia posicio­
nes regresivas: éstas, por el mantenimiento indispensable
dentro de la psique de una figura inmutable de mala madre,
ofrecerían una salida transitoria, que rehabilita una relación
fetichista y ocasiona un dolor psíquico intenso, ineluctable­
mente asociado a esa figura materna imposible de desalojar.
Habría en ese caso una utilización casi perversa de la
representación incoercible de una imago materna caricatu­
resca en su “maldad”, pero que protegería al paciente de
movimientos transferenciales susceptibles de modificar esa
representación fetiche. Puede comprenderse entonces por
qué estos pacientes permanecen tan ferozmente apegados a
su analista y, en esta perspectiva, captar la necesidad de ese
enganche considerando que se mantiene gracias al agrava­
miento de su estado y el dolor que alimenta.
El hundimiento del sistema narcísico permite que surja la
experiencia irreductible del dolor, “una pura vivencia, impen­
sable e indecible”, como escribe J.-B. Pontalis (1977b).
Sin duda alguna, el dolor se distingue del displacer porque
implica una fractura de los límites y se revela eminentemente
narcísico por la ruptura objetal que entraña. Freud establece
en 1895 sus relaciones con la excitación, al mismo tiempo que
su irreductibilidad.

98
Más adelante, en Inhibición, síntoma y angustia (1926), se
mantiene la identidad de las palabras que designan el dolor
físico y psíquico; en ellas se reencuentra el acento puesto sobre
lo cuantitativo, el daño ineluctable del dispositivo de protec­
ción, la insistencia en el carácter intrusivo de ese surgimiento.
Pero en 1926 Freud aborda la cuestión del dolor en térmi­
nos más precisos: examina los efectos de la separación del
objeto y, en especial y una vez establecido el carácter infalible­
mente doloroso de una experiencia semejante, se pregunta
qué provoca reacciones tan diferentes como la angustia, el
duelo o el dolor. Así se plantea el problema de los lazos entre
^ U dolor y pérdida de objeto.
El trauma se vincula en principio a la imposibilidad del
lactante de comprender o explicar la ausencia de la madre: la
aparición de la angustia está determinada por la pérdida de
la percepción del objeto, experimentada como pérdida real de
éste.
A continuación, las experiencias de satisfacción repetidas
permiten la creación del objeto, la madre, que “sufre en el caso
de la necesidad una investidura intensa y que podríamos
calificar de ‘nostálgica’”. Freud relaciona con este estado el
dolor, que se produce cuando una excitación, debido a su
extrema intensidad, desborda las barreras de la paraexcita­
ción y se mantiene constantemente, sin que ninguna acción
pueda ponerle fin.
La sobreinvestidura del objeto ausente, “como nostalgia”,
constituiría un estado de excitación imposible de aplacar y
que aumenta sin cesar, de modo que las condiciones económi­
cas del dolor psíquico serían equivalentes a las que provocan
el dolor corporal. Esto es esencial: “El paso del dolor corporal al
dolor psíquico corresponde a la transformación de la investi­
dura narcísica en investidura de objeto. La representación de
obj eto, vigorosamente investida por la necesidad, desempeña
el papel del lugar corporal investido por el aumento de la J
excitación” (Freud, 1926).
El estado de desamparo psíquico es producido por la impo­
sibilidad de detener el flujo de una investidura (de una
excitación) tan persistente en su permanencia que generaam
efecto irreductible, más allá de la angustia y del displacer: en
este caso, un efecto de dolor, desencadenado por “el nivel
elevado de las relaciones de investidura v ligazón en que se
cumplen estos procesos”.
La asociación propuesta por Freud -entre el dolor y la

99
pérdida de objeto “como nostalgia”- encuentra allí prolongá­
is dones; el “agujero” de la ausencia provoca un dolor psíquico
1 1 insostenible. En algunos pacientes, como Léa, el reconoci-
II miento del analista como objeto separado pasaría por una
] I vivencia de dolor extremo: las barreras narcísicas que hasta
entonces negaban el deseo por el otro se derrumban para dej ar
su lugar al desamparo psíquico inherente a cualquier confron­
tación concreta con la falta de objeto. Podríamos -pero el atajo
tal vez sea un poco rápido- sostener la idea de que la capaci­
dad de investir el objeto “como nostalgia”, es decir un objeto
ausente, pasa inevitablemente por un dolor psíquico ligado a
esa investidura y la excitación que genera; el dolor dejaría la
marca, la impronta en la psique, y constituiría por lo tanto su
huella.
Desde luego, los destinos del dolor pueden ser múltiples.
Mencionaré aquí dos de sus trayectorias:

• La compulsión de repetición se apodera del dolor y se


acelera en un movimiento automático. Esa compulsión condu­
ce entonces a una operación anobjetal por el predominio de las
pulsiones de muerte y el masoquismo primario.
• O bien el recurso al dolor asume el sentido del sacrificio
y ocupa un lugar esencial en la regulación de la violencia y la
excitación que se asocia a ella.

El análisis del sacrificio propuesto ñor G. Rosolato (1987)


descubre, en el origen, la necesidad de reparación impuesta ñor
una figura materna a la que "íiay que asistir”, y por eso mismo
tiránica, chupadora; esa necesaria reparación revela la impor­
tancia de los fantasmas de destrucción que la imponém
Si la reparación no siempre es efectivamente posible, sigue
siendo realizable mentalmente y en especial gracias a la
expiación: el castigo vuelto contra sí mismo se convierte en
“un medio todopoderoso de reparación mental que puede
llegar hasta la destrucción para castigarse” (G. Rosolato,
1987, p. 38).
El dolor, sostenido por la expiación, sacrificio por el amor del
otro, puede volver a apoderarse entonces de las miras objétales
de las que en un principio había sentido la tentación de despren­
derse. El lugar del sufrimiento se convierte en el equivalente de
un espacio transicional en que la cuestión de la pertenencia al
sujeto o al otro ya no se plantea verdaderamente.
Grabado en un espacio/tiempo intermedio, el dolor permite

100
la investidura paradójica de un cuerpo-psique, realidad tan­
gible, sensible, y al mismo tiempo apertura de sentido en un
movimiento de simbolización.
En el análisis se experimentaría en efecto la capacidad de
sufrir en presencia del otro, constitutiva, me parece, de
Capacidad de estar solo en presencia del objeto. Capacidad de
vivir en el aquí y el ahora un alto grado de excitación en el 1
dolor psíquico, por una retirada narcísica tolerable pese a la '
presencia del otro, en lo sucesivo liberado de las amenazas de
usurpación e intrusión de las que inicialmente era portador.
Capacidad de vivir la soledad y la ausencia en presencia del
otro, que inscribe por eso mismo la capacidad de crear en la
ilusión la presencia del otro —en su ausencia—con una mira de
reobjetalización del pensamiento y las representaciones que j
lo animan.
Para terminar, el relato de un sueño de Léa, un sueño que
significó para mí su liberación de la reacción terapéutica
negativa: “La otra noche, después de la sesión, tuve un sueño
asombroso. Era un sueño claro. Es la primera vez que me
pasa. Estaba en una especie de desierto, pero un desierto muy
bello y muy tranquilo. Estoy en el umbral de una tienda. Debe
ser a la mañana temprano, pero ya hay reflejos dorados en la
arena. Me siento muy sola y tengo miedo... Me vuelvo hacia
el interior de la tienda y bajo una manta blanca hay una forma
tendida, sin duda una mujer. Debo haber dormido a su lado”.
Léa agrega: “El color y la textura de la manta eran iguales a
los del diván...”

B ibliografía

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102
PACIENTES FRONTERIZOS,
SITUACIONES FRONTERIZAS
Jean-Luc Donnet

No voy a tratar aquí de situarme frente a la clínica de los


estados fronterizos o, en términos más generales, de las
estructuras no neuróticas. No plantearé directamente el pro­
blema de su analizabilidad y sus límites, y tampoco el de los
ordenamientos de la situación terapéutica que se hayan
propuesto para hacerla adecuada al trabajo a priori posible.
Sólo querría intentar, de manera puntillista, poner de
relieve cómo, en el caso de la situación analítica, el encuentro
con los pacientes que ponen enjuego o cuestionan sus límites
de pertinencia, repercute sobre la concepción del conjunto de
sus parámetros. Es una interrogación que en cierto sentido se
confunde con la historia del psicoanálisis, si se acepta consi­
derar que el impacto de la práctica, al alimentar la reflexión
metapsicológica, conduce a repensar permanentemente los
fundamentos de una situación que sigue siendo nuestro para­
digma. Esta dialéctica está contenida en la esperanza, que no
es vana, de una ampliación y profundización de su competen­
cia virtual.
Utilizaré por lo tanto la expresión “pacientes fronterizos”.
La conducción de su cura es mucho más delicada debido a que,
al mismo tiempo que testimonian a menudo afinidades nota­
bles con el método analítico -lo que hace de ellos verdaderos
analizantes-, se revelan susceptibles de manifestar de impro­
viso una inadecuación local sobrecogedora, una apuesta ines­
perada pero crucial, que ponen en entredicho, a veces de
manera radical, la situación analítica. Resulta bastante claro
que la heterogeneidad de su estructura y la variabilidad de su
funcionamiento, a la vez que parecen hacer aún más necesa­
rias la constancia del encuadre y la continuidad de la acción.

103
deben hacer prever hiatos y restablecimientos aleatorios, es
decir, la experiencia de situaciones fronterizas (R. Roussi-
llon).
Se sabe cómo un Winnicott pudo pensar en profundidad las
respuestas a estos desafíos, en las que llegó a evocar una
fractura de la actitud profesional o la inevitable claudicación
del analista que reeditaba, acaso necesariamente, la claudica­
ción del medio ambiente primario.
No lo seguiré, en cambio, cuando parece querer oponer,
demasiado esquemáticamente, el análisis de los casos que
necesitan una regresión y el análisis clásico.
Me parece que la experiencia común y compartida de
situaciones fronterizas, aunque sean fugaces y parciales, unió
poco a poco esos dos polos y condujo así a una perspectiva
general más compleja en cuanto a la metapsicología de la
situación analítica.

II

Señalaré ante todo que los pacientes fronterizos hicieron proble­


máticos dos postulados inherentes a la práctica analítica:•

• A. El primero concierne a la disyunción “natural” entre la


puesta en práctica del método, la acción que implica, y los
resultados del “tratamiento”. En la metáfora química de
Freud, el hecho de que el método siga siendo estrictamente
analítico supone que se produzcan en otra parte nuevas
síntesis (ligazones) más armoniosas, sin que el analista tenga
que preocuparse por ellas. La célebre formulación de que la
curación -o el cambio esperado—se da por añadidura es un
principio de acción: la coherencia de la práctica deriva del
respeto estricto del método, que constituye a fin de cuentas el
mejor garante de efectos benéficos (de los que el psicoanálisis,
desde luego, en última instancia no podría desinteresarse).
De hecho, es relativamente corriente que durante la cura
de un neurótico y tras ella, el psicoanalista sólo conozca po­
cas de las modificaciones que se producen en la vida de su
paciente, en cuanto consecuencias, siempre indirectas, del
proceso analítico. Llega a entreverse, sin embargo, que esta
discreción puede convertirse en síntoma; y también que un
clivaje igualmente sutil se ve contradicho, al parecer, por una
antigua recomendación de la regla de abstinencia: la que

104
prevenía al analizante con respecto a eventuales decisiones
importantes en el transcurso de la cura. En realidad, esta
recomendación, al admitir la existencia de un riesgo (el de un
acting out de transferencia), significaba sin duda que un acto
semejante escapaba al análisis, al analista. Implícitamente,
se refería a un “más adelante”, por lo tanto al requisito de una
demora, una contención de la descarga. Si hoy nos parece
anticuada, no es sólo porque la duración de las curas la hace
inaplicable, sino porque los pacientes fronterizos nos han
llevado a apreciar la magnitud de los presupuestos metapsi-
cológicos que hacen sostenible y virtualmente funcional lo
diferido del acto.
De tal modo que el postulado de una disyunción con el papel
de apuntalamiento entre método y resultados reveló lo que
debía a una primera tópica funcional (Ies representacional) y
a un acontecer psíquico en la sesión organizado, en lo esencial,
por la represión; lo que debía, en suma, a una organización
psíquica francamente neurótico-normal, en la que una “nece­
sidad de curación” está inscripta en el conflicto y sostiene su
resolución.
Así, la modificación psíquica in situ —levantamiento de la
represión y verdadera aceptación de lo reprimido—se traduce
en diferido, fuera de la sesión, en una mayor libertad en la vida
y la acción deliberada. Al ser examinada, la disyunción tan
esencial para la ética analítica revela ser una modalidad
macroscópica de la suspensión de la representación de meta
consciente inherente al intento de puesta en práctica de la
regla fundamental. Esta latencia supone en el analizante
la intuición de la temporalidad del a posteriori; y más próxi­
ma a la conciencia, una representación posible del fin, finitud
y finalidad. Implica la existencia intrapsíquica de un horizon­
te temporal que es el de la cura con fin.
Ahora bien, los pacientes fronterizos manifiestan a menu­
do una distemporalización de la experiencia transferencia!.
Por un lado, el encuentro demasiado adecuado entre la intem­
poralidad del Ies y lo indefinido déla secuencia de las sesiones;
la tentación de hacer del lazo transferencia! (que engloba al
analista y la situación analítica) una “asistencia” adinámica,
repetitiva. Por el otro, en el plano reactivo, el acto impulsivo
de interrumpir, de abandonar para no vivir un fin, hacer un
duelo. Son los pacientes fronterizos quienes inventaron el
análisis interminable, que rechaza el carácter estructural­
mente inconcluso, abierto, de la cura.

105
• B. El segundo postulado puesto en cuestión por los
pacientes fronterizos tiene que ver con las relaciones del
encuadre y el proceso. Presente de entrada en la invención de
la situación analítica, este postulado es el de una razón
experimental que une la invariancia del encuadre (sesiones
de la misma duración, en los mismos horarios y los mismos
días de la semana) a la movilidad inteligible del proceso.
Implica una primera teoría del encuadre definido como un
espacio-tiempo privilegiado, delimitación entre el “durante la
sesión” y el “fuera de la sesión”. Al abrigo de ese encuadre,
la regla fundamental, en virtud de los derechos y obligaciones
recíprocos que imparte a la pareja asimétrica, brinda la
oportunidad de una puesta en sentido específica.^ La función
delimitante del encuadre, por lo tanto, actúa también entre el
paciente y el analista; el encuadre se presenta como materia­
lización de una barrera, de una tercera instancia.
También podemos destacar aquí que la funcionalidad del
encuadre pareció mucho más evidente por el hecho de que los
pacientes neuróticos la utilizan de manera implícita, e incluso
inconsciente. En un sentido, fueron los pacientes fronterizos
quienes revelaron, por defecto, de qué manera el apuntala­
miento del proceso en el encuadre se apoyaba sobre su quieta
y silenciosa negativación. Las reacciones paradójicas en el
campo de fuerzas instaurado por la situación analítica nos
indujeron a pensar de manera más compleja la economía y la
dinámica de las relaciones entre el adentro y el afuera.
En el caso de estos pacientes nos encontramos a menudo
frente a una alternativa: o bien el mundo de la sesión aparece
olivado del mundo exterior y la hermeticidad de ese tabica-
miento parece correlativa de un empobrecimiento del flujo
viviente de las representaciones, y de tal modo puede apre­
ciarse lo que la sesión debe poder recibir, acoger de la vida
exterior, así como el trabajo del sueño se nutre de las escenas
diurnas; o bien una falta de delimitación tiende a que se
confundan mundo interno y mundo externo a través de la
“realidad” de la transferencia; el analista no podría atenerse
a sus referencias habituales, a una actividad interpretativa
con eje en los hechos de habla, y hacer como si el mantenimien­
to de su posición tuviera un alcance estructurante suficiente.
Parece necesario tomar en cuenta la “construcción del espacio

' Traducimos literalmente como “puesta en sentido” la expresión original


mise en sens, homófona de mise en scéne, puesta en escena (n. del t.).

106
analítico”(Viderman), desde el momento en que no es el efecto
por añadidura de un encuentro feliz.
Uno de los principales problemas planteados es el de la
colusión posible entre el clivaje funcional propuesto y reque­
rido por la instrumentación analítica, y los clivajes estructu­
rales inherentes al psiquismo de los pacientes fronterizos, con
el peso de renegaciones que implican. Esta colusión hace
imperceptibles o insignificantes los fenómenos que los tradu­
cen. En el límite, la situación analítica puede revelarse propi­
cia al establecimiento de una comunidad de renegación.
En otras palabras; en lugar de funcionar como el fondo
uniforme y neutro sobre el cual pueden recortarse los movi­
mientos del proceso, el encuadre puede incluir “partes” diva-
das del funcionamiento psíquico, en detrimento de la dinámi­
ca procesal.
Como esta implicación del encuadre demuestra ser estruc­
tural,^ exige una complejización de la concepción de las
relaciones entre encuadre y proceso y, más en general, una
teorización del primero. Me gustaría simplemente señalar
que un indicio significativo del interés prestado por los analis­
tas al encuadre y sus funciones es la extrema frecuencia con
que las viñetas clínicas se refieren a un incidente del encua­
dre. En muchos casos, la alternativa práctica se presenta así:
o bien el incidente actúa de manera subtraumática y en
consecuencia se integra interpretativamente en un proceso
que él moviliza; o bien actúa de manera traumática y lo que se
pone en cuestión es la perspectiva, la posición misma de la
interpretación, a veces con la necesidad de una respuesta que
redefina el encuadre o lo modifique: una intervención así sólo
cobra sentido de manera tercerizadora si es única, puntual; a
semejanza de la fijación del término que, según la imagen de
Freud, actúa como el salto del león. Se conocen los efectos
devastadores de alienación del torniquete de la escansión
actuada.
• C. Los dos postulados cuya problematización por parte de
los pacientes fronterizos destaco tienen que ver con la tempo­
ralidad y la tópica de la situación analítica. Es bastante
natural que la autonomía relativa del método, así como la
función delimitante del encuadre, sean bien comprendidas y

^ Cf. J. Bleger, Symbiose et ambiguité, París, puf (original castellano:


Simbiosis y ambigüedad: estudio psicoanalítico, Buenos Aires, Paidós,
1989].
107
utilizadas por un paciente neurótico en quien unos procesos
secundarios consolidados -en particular los relativos a las
categorías del espacio y el tiempo—sostienen el desplazamien­
to de los procesos primarios, la desconexión propia de la
regresión en sesión.
No es muy sorprendente, en suma, que en los pacientes
fronterizos la incertidumbre de sus límites repercuta sobre la
investidura del encuadre y la utilización del método.
La actualización-exteriorización de la transferencia hace
que la fluctuación de la tópica interna se prolongue en la de la
situación que se pretende analítica.
Pero la problematización de dos de los postulados funda­
mentales tiene un alcance general y útil en la medida en que
toda cura está amenazada tanto por la completa convenciona-
lización como por la disolución de sus puntos de referencia
establecidos. En cierto sentido, la experiencia de las situacio­
nes fronterizas contribuye a preservar la aventura analítica,
a elaborar indefinidamente la paradoja constitutiva de la
transgresión prescripta, de la sorpresa preparada.
En el límite, cualquier paciente es virtualmente un pacien­
te fronterizo, un paciente en las fronteras del estado analítico,
si con ello se quiere aludir al territorio del psicoanálisis
instituido y las prescripciones que, inevitablemente, lo defi­
nen y organizan.
Esta interrogación no supone la consistencia de una prác­
tica y una teoría a partir de la cual se evalúan límites de
pertinencia y pertinencia de los límites.
Es preciso por lo tanto enfocar desde muy cerca el encuen­
tro entre esos pacientes difíciles pero habilitados por las
entrevistas preliminares, y la situación analítica. En efecto,
se trata de algo particularmente aleatorio, como lo testimonia
la frecuencia de las interrupciones rápidas, que traducen más
una inadecuación que una huida defensiva. También está
expuesto a la generación de malentendidos que no tienen la
significación potencial de la distancia entre lo manifiesto y lo
latente de la demanda. El riesgo es que bajo la máscara de una
adaptación superficial se estructure y perpetúe una situación
en vilo, una cura “interminable desde el inicio” (M. Neyraut).
Por lo tanto, con un paciente fronterizo (o al que se presume
como tal) es importante prestar atención a la manera en que
se instala en la situación analítica, cada uno de cuyos consti­
tuyentes inviste. Desde luego, el sentido transferencia! in­
consciente de esos modos de investidura sólo es accesible a

108
posteriori. Pero este a posteriori supone una estructuración
suficientemente coherente e inteligible del conjunto de lo que
el paciente encuentra ya presente, y al que, al apropiárselo, da
una configuración singular desde el comienzo.
Basta con que un elemento de este conjunto se tope en el
paciente con una completa incomprensión, una zona de im­
pensable no reconocido, para que el encuentro desemboque en
una situación falsa. También podríamos decir: para que el
continente de la instrumentación que pierde la maleabilidad
que lo hace funcional se convierta en molde o cascajo aguje­
reado.
Esos albures y riesgos exigen un enfoque complejizado de
los “inicios del tratamiento”, enfoque que supone considerar a
la vez la incidencia de todo lo que está ya ahí en el encuentro
y lo que el paciente hace con ello. Esta incidencia corre el
riesgo de ser particularmente predominante con los pacien­
tes fronterizos, en la medida misma en que encuentra en ellos
-para sostener su proyección- un superyó mal impersonaliza­
do y la tentación de una idealización francamente alienante
de los atributos psicoanalíticos. De allí el interés de tomar en
cuenta y favorecer cuanto sea posible una utilización suficien­
temente subjetivante de lo que se ofrece (oferta que, por
supuesto, incluye lo que se rechaza). Como puede verse,
recupero aquí la inspiración winnicottiana de lo “encontrado-
creado”.
Puede señalarse que en el uso corriente, al hablar de la
situación analítica, casi no se disocia la acción analítica de
la escena en que se desarrolla y la instrumentación que la
subtiende. Habida cuenta de las apuestas particulares de
la instauración de esta situación con los pacientes fronterizos,
me parece más especialmente oportuno poner en juego la
distinción entre sitio analítico y situación analizante.^

• 1. El sitio analítico engloba la totalidad de los elementos que


forman parte, virtualmente y según modos diversos pero
destinados a configurarse, de la instrumentación analítica.
Hemos entrevisto la solidaridad que constituye la comple-
mentariedad funcional o menos funcional entre el encuadre,
el dispositivo y el método. En cierto sentido, es inevitable
sumarle al analista como objeto funcional (analizado y apto
para la contratransferencia), su/la teoría de referencia (con la

®Cf. Le diván bien tempéré, París, puf, 1996.

109
capacidad de ponerla en latencia), un fragmento del campo
interanalítico (la institución como ámbito estructural de su­
pervisión) y, por fin, la representación sociocultural, más o
menos ideologizada, del psicoanálisis.
Cada puesta en práctica de una cura implica la actualiza­
ción de un sitio (tal paciente con tal analista de tal formación
con tantas sesiones, etc.).
• 2. La situación analizante es el fruto de un encuentro
suficientemente logrado entre el paciente y el sitio: supone la
introyección mínima y armonizada de los recursos de este
último.
El problema planteado por los pacientes fronterizos adopta
con frecuencia la forma de una investidura sincrética y confu­
sa del sitio, a partir de la cual la situación analizante resulta
lacunar, precaria, desprovista en parte de la trayectoria
dinámica que debe a las condiciones mismas de su creación.

III

A través de la experiencia de las situaciones fronterizas, los


pacientes fronterizos remodelaron poco a poco los consideran­
dos de la situación analítica. Los incidentes de encuadre reve­
laron o ahondaron la ambigüedad funcional de los diversos
elementos que lo constituyen. Y esta ambigüedad -era mi
sugerencia- se extiende al conjunto de lo que define el sitio
analítico, con lo que afecta el sentido posible y la captación del
sentido de sus modos de utilización, conscientes e inconscientes.
La repercusión más directa e inmediata de las situaciones
fronterizas concierne a los cimientos contratransferenciales
de la función analítica; a mayor distancia, se traduce en
efectos sobre el pensamiento teorizador. Por ejemplo, las
revisiones metapsicológicas de la década de 1920 son en Freud
una tentativa de elaboración frente a los obstáculos con que
tropieza en la práctica: resistencias inconscientés del yo (“que
se oponen al descubrimiento de las resistencias”), necesidad
de castigo, reacción terapéutica negativa, renegación-clivaje,
etc. Pero esas revisiones no constituyen por sí mismas una
“respuesta”técnica: antes bien, una interrogación en torno de
los límites.^ No por ello dejan de impregnar la práctica, para*
* Aunque ciertas teorizaciones parezcan prolongarse igualmente como
aplicación práctica, con lo que corren el riesgo de borrar la distancia entre
la teoría y la práctica.
lio
testimoniar así que el sitio analítico incluye un marco teórico,
que apuntala los procesos complejos en acción en el analista
(y eventualmente en el paciente...).
No es fácil ilustrar la doble impregnación -por la experien­
cia de las situaciones fronterizas y por el pensamiento metap-
sicológico- de las capacidades virtuales de la situación analí­
tica. En ciertos aspectos, la exposición de viñetas es paradó­
jica, porque ellas atestiguan ante todo la modalidad de un
analista singular, cuando en realidad se trata de un intento
por objetivar una modificación general de la concepción de la
situación analítica.®

• 1. Una primera anotación se refiere al encuadre: ¿qué


pasa con la pertinencia de la repetición encuadrada e indefi­
nida de las sesiones? Inicialmente, esta repetición parecía
concertada y como si estuviera hecha para que la repetición
inherente a la transferencia dejase surgir la diferencia, el
desplazamiento de valor simbolizante que constituye su diná­
mica (“la dinámica de la transferencia”): la repetición de las
sesiones está prácticamente al servicio de los efectos a poste-
riori. Así, el agieren de transferencia se describe en 1914 (en
“Recuerdo, repetición y elaboración”) como experiencia vivida
crucial. Ahora bien, en 1920 su “fidelidad indeseada” puede
llegar a conferirle una apariencia demoníaca. De allí la
hipótesis de una compulsión de repetición que se prolonga en
la de las pulsiones de muerte. Su repercusión más inmediata
consiste en tomar nota de que la repetición actuante en la
sesión tiene una vocación aleatoria. En el plano práctico, no
es únicamente un dato presente en la mente del analista:
implica obrar de manera tal que la situación analítica cumpla
un papel en la salida de este azar, para inclinarlo (llegado el
caso) hacia una compulsión a la representación. En ese con­
texto, la función de la repetición de las sesiones en una
secuencia indefinida resulta problematizada. Existe el riesgo
de que, silenciosamente, contribuya a la estructuración de
una situación adinámica e incluso involutiva, al servicio de las
pulsiones de muerte. Es un ejemplo de la sombra proyectada
por el encuadre, a la que el analista debe prestar atención.® La

’ Modificación que toma en cuenta y trasciende idealmente el pluralismo


de las teorías.
® En ciertos aspectos, la escansión actuada lacaniana se da como una
respuesta a esta problematización: respuesta obtusa, en forma de identifi-

111
amenaza advertida de ese riesgo exige -de manera intuitiva
o deliberada- una modificación de al menos uno de los demás
parámetros de la situación, para efectuar una reconfiguración
del conjunto: por ejemplo, una presencia interpretativa más
sostenida, cuyo valor puede ser sólo el de un alimento auditi­
vo, un placer de oír la voz del objeto.
Vuelvo a dar así con el problema de un principio de placer
que ya no es ese dato, objeto de la prueba de realidad psíquica
y apto para sostener una revisión ventajosa de las represio­
nes.
La reformulación de 1924 (“El problema económico del
masoquismo”), que hace del principio de placer una adquisi­
ción ontogénica, portadora de una intrincación pulsional en
que el objeto ha cumplido su papel, implica que la
(re)estructuración de ese principio puede ser la misión de
la situación analítica: se trata de permitir que las representa­
ciones de todas clases, que sufren la amenaza de la evanescen-
cia e incluso de la destrucción intrapsíquica, alcancen una
duración de vida suficiente para establecer nuevas conexio­
nes.
Tal vez sea ése el sentido más profundo que puede asumir
la idea freudiana, aparentemente un poco regresiva, de una
poseducación bajo el influjo de Eros.
• 2. Otro ejemplo relativo al encuadre (y al dispositivo). El
incidente de encuadre sobre todo cuando el responsable es el
analista puede revestir un valor traumático. Pienso aquí en
la actitud de Freud -por cierto deliberada y meditada- al fijar
un término al análisis del “Hombre de los Lobos”. ¿Cómo no
señalar el carácter antitraumático de la defensa del primero
de nuestros “pacientes fronterizos”: un clivaje por el cual,
mientras que una parte de sí mismo se sometía al análisis
para contribuir a él “con una lucidez que por lo común sólo
encontramos en la hipnosis”, la otra se situaba en una rene­
gación de la pérdida, cuya hermeticidad expresan con clari­
dad sus confesiones tardías?
Sigue planteada la cuestión de saber de qué instrumentos
disponía Freud para que la amenaza de castración en la
situación analítica no repitiera el fracaso de elaboración de
antaño.

cación con el agresor: el analista se convierte en demoníaco a imagen de lo


demoníaco de la repetición.

112
En todo caso, el hecho de que Freud reintroduzca en su
teoría de la angustia {Inhibición, síntoma y angustia) la
oposición angustia señal-angustia traumática no sólo remite
al desamparo infantil o al cuadro de las neurosis de guerra,
sino también a la situación analítica y sus actualizaciones
eventualmente traumáticas; ciertos momentos de desimboli­
zación revelan ser parte integrante del proceso analítico, con
el espectro de la regresión “maligna” y la anticipación que
implica, difícil de articular con la atención igualmente flo­
tante.
En un modo menor, se plantea con bastante frecuencia el
problema de saber, en oportunidad de un agieren regresivo, si
sigue siendo posible y por lo tanto oportuno jugar la carta de
su integración interpretativa en y por la relación de transfe­
rencia o si no es hora de considerarlo como revelador de la
inadecuación en profundidad de la situación, a través de
la inversión funcional de uno de los elementos que la consti­
tuyen.
Así ocurría con una paciente fronteriza que en el diván
parecía desvelarse por la asociación libre como si fuera una
actividad acrobática, sin duda casi vertiginosa y demasiado
amenazante para ella; correlativamente, decía experimentar
el más mínimo movimiento de su psicoanalista como una
insoportable intrusión (como la tos de un espectador para
una diva, por ejemplo). Se comprobó que la psicoanalista no
dejaba de reaccionar ante esa exigencia tiránica de una
inmovilidad total mediante una leve tendencia a la descarga
motriz. Una situación semejante, muy compleja, parece re­
querir con tanto mayor razón un intento de interpretación
cuanto que es imposible definir hasta qué punto la inmovili­
dad del psicoanalista forma parte del encuadre. Pero ese
intento es mucho más delicado por el hecho de que corre el
riesgo de atestiguar más una negación de la influencia y un
rechazo de la proyección que una oferta, una apertura a la
elaboración. Así, la interpretación, la más preciosa de las
funciones virtuales de la situación analítica, se vería gravada
en su virtud tercerizadora. En este caso, a raíz de una
invitación matizada de la analista, ambas protagonistas con­
sideraron adecuado restablecer una situación de cara a cara;
la paciente pudo entonces comprender y decir que no soporta­
ba no verse mirada.
Otro ejemplo se refiere al pago de las sesiones perdidas “por
cualquier razón”. No es sorprendente, sin duda, que algunos

113
pacientes, en el momento en que se ven ante la obligación de
pagar una sesión a la que faltaron por un motivo independien­
te de su voluntad, expresen un sentimiento de injusticia e
incluso de rebelión; y a veces no es superfino, cuando la
interpretación transferencia! tiene demasiado pocas posibili­
dades de permitir la elaboración, hacerles notar que la conven­
ción no pretende ser justa (ninguna lo sería), sino únicamente
cl8u*ay nítida; que ahorra a los protagonistas la molesta preocu­
pación de tener que deliberar en una circunstancia semej ante,
en desmedro de la exposición de la realidad psíquica.
Empero, con los pacientes fronterizos se perfila en ocasio­
nes una apuesta muy distinta, mucho más acá de un “princi­
pio”: puede verificarse bajo una aceptación de conveniencia de
que el pago de una sesión perdida no tiene ningún sentido
virtual, porque nada puede conectar la representación del uso
del tiempo del analista y la de la ausencia en y para el otro.
Podemos entrever qué trastorno déla imagen especular y qué
hiato de la simbolización están enjuego en esa ausencia de la
ausencia. Aveces, sólo en oportunidad de una sesión intencio­
nalmente perdida se revelará, como en la lógica de la fuga de
un niño, el valor posible de la ausencia.
Con estos pequeños ejemplos, intento poner de relieve la
incertidumbre un poco novedosa que pesa sobre la funciona­
lidad presunta del encuadre. No se trata, sin embargo, de
renunciar a ella, y tampoco de trazar una raya sobre la
negativación que une el conjunto coherente de los elemen­
tos de la situación analítica para encontrar tan adecuada­
mente la estructura neurótica (retirada, falta de respuesta,
neutralidad, rechazo, etc.); se trata de tomar en cuenta el
riesgo de inversión eventualmente disfuncional de tal o cual
parámetro.
En el primer ejemplo, lo perdido de vista implicado por el
dispositivo diván-sillón es investido por la paciente en el plano
preconsciente como un atributo valorizador (derivado de una
representación cultural idealizada del psicoanálisis). Pero la
sobreinvestidura de lo escuchado (inducción deseable) no
llega a recaer en las representaciones de palabras (para hacer
de ellas nuevas percepciones que sostienen, según Freud, el
paso del pensar al plano consciente), sino en el ruido del
analista que se convierte en una intrusión obsesionante.
Fenómeno significativo por definición, pero al que es muy
problemático atribuirle un sentido subjetivante, y sin duda
seguiría siéndolo con un analista “suficientemente inmóvil”.

114
La puesta en sentido de ese fenómeno depende por cierto de
su intensidad, pero también del momento de su aparición: es
oportuna cuando el síntoma se inscribe en una situación
procesal mejor esbozada.
Con todo, no es posible confiar como de costumbre en la
capacidad dinámica dél encuadre, en el o posteriori que ella
hace esperar y que permite aguardar. La contradicción se
origina en el hecho de que a veces hay que interpretar el
encuadre (es decir, un fenómeno ligado a éste), mientras que
su vocación primaria, al dar tiempo al tiempo y juego al
fantasma, es permitir que la interpretación surja en el punto
justo, el momento oportuno.
Casi no es posible conferir un carácter estrictamente deter­
minado al fenómeno nacido del encuentro de esa paciente con
el dispositivo -de hecho, con el conjunto complejo del sitio-; en
otro contexto, en otro momento, la paciente tal vez habría
dado otro uso al dispositivo, un uso más funcional o mucho
más disfuncional: por ejemplo, la sobreinvestidura de lo que
queda por ver, e incluso la prohibición de visión.
Hay que concebir ese encuentro, entonces, como eminente­
mente dialéctico y contenido en una configuración de conjunto
que excluye toda causalidad lineal. Cuando prestamos estre­
cha atención a esos incidentes de encuadre, resulta manifies­
to que remiten a una complejidad funcional presa de la
ambigüedad y portadora de aleatoriedad. Es cierto que el
encuadre forma parte de una realidad material y convencio­
nal; pero no deja de mezclarse con el proceso, al proporcionar­
le elementos psíquicos en los que es imposible discernir los
registros imaginario y simbólico, lo que compete al fantasma
del paciente y lo que sostiene una regla compartida. En el caso
de los pacientes neuróticos, esos elementos sufren transfor­
maciones que se inscriben en una metabolización progresiva
de las apuestas del encuadre, en relación con el análisis de la
transferencia. Con los pacientes fronterizos, la interferencia
es más confusa y siempre puede volcarse a lo negativo en
cuanto a los efectos de sentido y subjetivación esperados. En
todo caso, hace más problemático el apuntalamiento del poder
de la interpretación en la suspensión general del obrar. La
investidura disarmónica del encuadre y del dispositivo conde­
na a menudo al acto interpretativo al dilema de la prematurez
y el retraso. En cierto sentido, esta situación se deriva del
hecho de que el encuadre se mantiene en exceso “siempre
todavía simbiótico, siempre ya simbólico” (Le Divan bien

115
tempéré). La transferencia al analista que tiene vocación
analizante no se separa de una transferencia al encuadre
siempre atrapado en los vínculos primarios. Un indicio global
de perplejidad es la dificultad de confiar en el silencio, cuyo
alcance narcisizante e integrador es tan crucial en el plano
económico: ya se trate del silencio del analista o del paciente,
su sentido profundo apenas es apreciable y puede revelarse
mortífero. Puede salir a la luz la exigencia de hablar de lo que
actúa en otra parte en silencio, en beneficio de una subjetiva-
ción implícita e incluso subterránea. Y esa tentativa entraña
tantos riesgos como un interés potencial.
• 3. A propósito del método analítico, cuya regla fundamen­
tal es el eje organizador, podría retomar el ejemplo de ese
paciente de Freud que se queda mudo luego de haber escucha­
do su enunciado.’ Sólo retengo aquí la agudeza con que un
síntoma semejante -que Freud conecta con la oposición al
padre y la defensa contra la homosexualidad inconsciente-
interroga la situación analítica. Se supone que la regla permi­
te la manifestación de las fuerzas psíquicas en conflicto (aquí
los afectos reprimidos ligados a la imagen paterna, etc.):
ahora bien, he aquí que está contenida en esa manifestación,
debido a la apuesta transferencia! que su enunciado moviliza.
Semejante destino transferencia! de la regla es inevitable.
Pero el hecho de que se produzca instantánea y tan masiva­
mente es lo que perturba la organización diacrónica, procesa/
de ese destino, y del conflicto que éste actualiza. Puede verse
con claridad que el destino de la interpretación es entonces,
correlativamente, intervenir demasiado pronto y, en ausen­
cia de una contextualización singular, hacerse típica, origina­
da en un saber anterior. Inversión molesta y que remite a la
importancia atribuida por Freud a la construcción (“Cons­
trucciones en psicoanálisis”, 1937).
Vemos también que la comprensión de la regla no se
confunde con la producción automática de inconsciente por la
palabra.
Al valorar en primer lugar y ante todo el “Einfall, el
pensamiento incidental”, Freud vincula esa comprensión in­
dispensable a la capacidad del paciente de percibir y acoger
una representación de origen a la vez interior y desconocida,
antes de decirla. En este aspecto, la disyunción presente en el
enunciado de la regla (“Diga lo que le venga a la mente”) entre

^ Cf. “La régle fondamentale”, en Surmoi I, Monografía de la R .F .P ., 1996.

116
“lo que venga”y el acto de decir(lo), aunque en última instan­
cia sea ficticia, tiene un valor estructurante, en la medida en
que es correlativa de una investidura positiva conjunta de la
receptividad con respecto a la realidad psíquica y una activi­
dad de habla (receptividad y actividad que pueden reencon­
trarse en el seno mismo de la discursividad). La tolerancia del
suspenso de la significación que constituye el privilegio provi­
sorio del significante supone la curiosidad por el enigma
interno. La subjetivación de los conflictos suscitados por la
regla implica que sea bueno decir el pensamiento asociativo y
su regresión formal, ya que es bueno pensarlos.
Los pacientes fronterizos invisten con dificultad la disyun­
ción inherente a la regla porque ella amenaza la unidad
demasiado precaria de su yo \je\ o, al contrario, porque el
conflicto superyoico derivado del compromiso de decir es
demasiado poco consistente. Con frecuencia, esos pacientes
parecen cautivos de una narración de su vida presente o
pasada en la que el contenido de su decir coincide absoluta­
mente con lo que los impulsa a hablar. La posibilidad fenomé­
nica de un pensamiento incidental parece oculta en ella.
Cuando uno de estos pacientes la descubre (“la idea me pasó
recién por la cabeza”), toda la atmósfera de la sesión se
modifica. Más a menudo, se produce una familiaridad con la
libertad de palabra, pero reducida a una irresponsabilización
de la enunciación. La interpelación al analista toma la forma
de una escena de pareja en que el amor y el odio ocupan todo
el terreno. El analista parece ser el único que recuerda que se
trata de una sesión de análisis. En una situación semejante,
la interpretación de esa escena como agieren, aun cuando sea
accesible, casi no puede ser utilizada por el paciente, en la
medida en que le es difícil reconocer en ella una memoria
amnésica (A. Green). Un efecto oportuno de una interpreta­
ción de ese tipo es la subjetivación, aun parcial, del registro del
a posteriori: en efecto, el paciente constata que se le devuelve
el estatus“E¿n/aZ/”de su agieren, es decir, el clivaje funcional
por el cual habría podido percibir lo que pasaba en él como
emanación de su otra escena.
En relación con el método, puede entreverse cómo se
impuso la necesidad de un trabajo en cierto modo preliminar,
el que encubre la formulación clásica pero impropia de “apren­
der el oficio de analizado”. En efecto, la lógica del estableci­
miento de la situación analítica consiste en que el analizante
se apropie de sus reglas al descubrirlas y utilizarlas. Cuando

117
esta apropiación no se produce o es fluctuante, incierta, el
problema no es el de un “aprendizaje” sino de un enfoque
preinterpretativo de los fenómenos a veces muy discretos en
que se traduce el fracaso de la creación de una situación
analizante. Al considerar las modalidades tan diversas que
se han propuesto para prevenir o “recuperar” ese fracaso, me
parece que un aspecto esencial es que el analista dé al
paciente un testimonio más explícito de su modo de escucha
y la génesis de sus construcciones; al hacer así más manifies­
to lo que la regla le dictó y la manera en que se apropió de ello,
el analista puede tener la esperanza de lograr que la proyec­
ción idealizante (positiva o negativa) del paciente sea menos
narcísica y alienante, y esté más presente la función tercera
que la instrumentación analítica debe poder asumir. En otras
palabras, la finalidad de la instauración del tratamiento ya
no es fundar el poder de la interpretación, sino hacer que el
paciente entrevea de qué manera algo como la interpretación
puede formarse en la mente del analista y entrar en escena.
Esta exigencia es notoria cuando se comprueba, a propósito
de una interpretación muy simple, que el paciente no dispone
de los elementos aportados por él y que condujeron a ella. A
veces, lo que parece temporariamente inaccesible es la noción
misma de interpretación. Si nos referimos a las “dos escenas”
distintas mencionadas por Freud en su artículo sobre las
“Construcciones en psicoanálisis”, vemos con claridad que se
trata de la creación de la zona intermedia entre ambas. En
este aspecto, quiero señalar el interés de las formulaciones
preinterpretativas propuestas por J.-C. Rolland,® que las
designa como interpretaciones analógicas, de valor premeta­
fórico: “¿tal cosa (representación) era al pensar en tal otra?”
Una intervención semejante suspende toda dimensión predi­
cativa, toda intencionalidad inconsciente. Sin considerar su
pertinencia puntual, señalo que, en un nivel general, parece
redoblar el modo de enunciación del pensamiento asociativo
y, con ello, convalidar el uso implícitamente inteligible que el
paciente hace de la regla. Así se sostiene el carácter paradó­
jico de lo encontrado-creado, a través del cual el paciente se
convierte en un analizante al recrear los instrumentos que ya
están ahí.
• 4. El psicoanálisis forma parte de la instrumentación
analítica, y ya por la existencia de lo que Winnicott -a l

*J.-C. Rolland, Le Rythme et la raison, CPLFPR, 1997.

118
reflexionar sobre la contratransferencia- designa como acíi-
tud profesional-, pero la distancia entre esta actitud y su
subjetividad (en el sentido corriente del término) también es
una de sus partes, y por eso no carece de interés considerar
la idea de una “subjetividad técnica”. El análisis del eventual
futuro analista constituye el objeto de una prescripción
establecida y se convierte en la segunda regla fundamental.
Es importante subrayar que las condiciones institucionales
de su realización pueden gravar pesadamente el proceso;
pero es aún más importante destacar que su estatus de
prescripción es compatible con la aventura subjetiva que
puede -¡y debe!- ser. Si se convirtió en una prescripción
inherente al campo interanalítico, es porque sólo la experien­
cia de la transferencia analizante puede suscitar una aptitud
para la contratransferencia analizante, es decir, virtualmen­
te funcionalizable.
Podrá comprenderse de qué manera, en la historia de la
técnica, el informe atepto de fenómenos de contratransferen­
cia elaborados a posteriori, como el que pudieron hacer
analistas particularmente creativos y audaces, llegó a reper­
cutir sobre los cimientos contratransferenciales de la función
analítica común: esta repercusión implica que esas contra­
transferencias revisten una dimensión típica, inscripta en la
configuración virtual de la situación analítica.
El riesgo de una incidencia negativa de la contratransfe­
rencia en el proceso analítico -riesgo en el que Freud centró
su atención- sigue siendo la apuesta crucial; pero las posibi­
lidades de hacer que sea útil a la función analítica se profun­
dizaron y diversificaron. Lo mismo que en el caso de la
transferencia, que se descubrió como obstáculo y se reveló
como medio, la inversión funcional de la contratransferencia
forma parte de la instrumentación analítica. Así como la
transferencia a interpretar remite a una transferencia para
interpretar (transferencia positiva moderada, alianza de
trabajo, etc.), la contratransferencia a interpretar (al abrigo
del encuadre y en referencia al ideal) supone una contra­
transferencia para interpretar, que une en el analista
su transferencia al análisis y su investidura benevolente del
paciente.
Es notorio que fueron los pacientes fronterizos quienes
exigieron la extensión del concepto de contratransferencia
(al extremo de amenazar a veces su consistencia y sus límites)
y permitieron la ampliación de la posición contratransferen-

119
cial “técnica” y típica (frente a las transferencias narcísicas,
por inversión, como identificación proyectiva, etc.).
Winnicott mostró con claridad que la fractura de la actitud
profesional correspondía a la supresión del valor simbólico
esencial habitualmente otorgado a la distancia entre esa
actitud y la persona “privada”: distancia entre el símbolo y lo
que simboliza. Puede advertirse que el requisito de la contra­
transferencia se inscribe en las vicisitudes de una función
tercerizadora cuya supresión conviene reconocer y aceptar
para que exista la oportunidad de una reinstauración menos
constantemente amenazada. En ciertas situaciones, sólo el
traspaso, la transgresión de los límites hacen aparecer
el deseo.
No es sorprendente, en verdad, que en el caso de los
pacientes fronterizos se produzca en el analista un fenómeno
que tiene valor de síntoma: se trata del surgimiento en su
mente, en tal o cual momento contratransferencial delicado,
de un fragmento de su teoría de referencia o, más claramente
aún, de una teoría ficticia. Este fenómeno es muy valioso si se
erige en síntoma, al contrastar suficientemente con la laten-
cia preconsciente de los puntos de referencia teóricos durante
la sesión, latencia inherente a la atención igualmente flo­
tante.®
Una explicación un poco general de ese fenómeno sería que
el malestar inducido por los pacientes fronterizos deriva, por
un lado, de la confusión y las rupturas provocadas por su
funcionamiento y la identificación con él. La discontinuidad
procesal encontraría así respuesta -en general poco funcio­
nal- en la sincronía de un fragmento teórico y el influjo que
parece prometer.

IV

Quería sugerir que la experiencia de situaciones fronterizas


con pacientes fronterizos ha impregnado, a través del plura­
lismo de los modos de teorización, la concepción y-subrayo la
palabra—los considerandos de la situación analítica. Esta

° Es forzoso constatar que no todas las conceptualizaciones de la situación


analítica estarán necesariamente de acuerdo en este punto. Esas conceptua­
lizaciones difieren también por la concepción misma de las relaciones entre
teoría y práctica.

120
concepción, más compleja y abierta, forma parte del patrimo­
nio teórico. En ese sentido, entra en la configuración del sitio
analítico, tal como se define a partir del psicoanálisis estable­
cido.
Pero, desde luego, las virtualidades que sostienen esta
concepción sólo valen por las modalidades de su actualización
y su utilización por tal analista con tal paciente. La apuesta
del proceso mediante el cual el paciente crea la situación
analizante también vale para el analista; para él, cada
instauración, cada compromiso con un paciente supone la
estructuración de una situación analizante singular, singu-
larización que se concentra en su posición contratransferen­
cial. Parte del interés de la disyunción introducida entre sitio
analítico y situación analizante consiste en hacer manifiesto
el aspecto en que el primero “representa” una contratransfe­
rencia instituida, típica, difractada en los elementos a la vez
heterogéneos y portadores de una coherencia estructural que
la constituyen. La precesión de la contratransferencia indica­
da por M. Neyraut es funcionalmente indisociable de esa
difracción, de su fijación (o asignación) en el encuadre o
dispositivo, en la regla fundamental, en una ética y en una
metapsicología; e incluso en una representación sociocultu-
ral del psicoanálisis (de la que no puede no responder).
Considerado desde este punto de vista, el establecimiento
en el sitio, a través de la mediación de los instrumentos ya
presentes ahí, tiene por apuesta esencial la de conferir a la
interpretación el estatus de una función virtualmente terce­
rizadora.
De hecho, la instauración en acto se plantea como punto de
partida, como tiempo cero, para permitir que el paciente viva
como espontánea la experiencia de la transferencia; esta
espontaneidad no tiene nada que ver, para Freud, con una
cuestión etiológica, una renegación de la actividad inductora,
seductora de la situación; describe la irrupción del Erlebnis,
su valor irreemplazable para que el paciente se convenza de
la existencia de su inconsciente.
Pero el surgimiento de la transferencia al analista se
apoya en una investidura difusa, poco explicitable del con­
junto del sitio; investidura preconsciente pero también trans­
ferencia! que concierne tanto a lo ofrecido como a lo rechaza­
do, y realiza una configuración única, imprevisible, autorre-
gulada. Así se estructura la situación analizante, en la que se
pone de relieve la clásica neurosis de transferencia, objeto

121
privilegiado déla interpretación que se convierte entonces en
el recurso preferencial que conocemos. No hay que descono­
cer lo que la neurosis de transferencia debe a las transferen­
cias al encuadre, el dispositivo, etc. Los pacientes fronterizos
son aquellos cuya neurosis de transferencia se organiza mal
y no contiene con tanta claridad la dinámica simbolizadora de
la relación de transferencia (apoyada sobre una contratrans­
ferencia armónica). Los incidentes de encuadre podrían co­
rresponder, en profundidad, a una tentativa de desplaza­
miento de la transferencia, a su concentración en el analista,
custodio del encuadre, con el conflicto de individuación que
ello implica. En efecto, al paciente fronterizo no le resulta
fácil admitir que su cura se convierte en “la exploración por
la palabra de la experiencia de la transferencia” (J.-C. Ro-
lland), en la medida en que esa exploración sólo induce
satisfacciones sublimatorias. No hay duda de que aquí nos
enfrentamos a una contradicción fundamental de la situa­
ción analítica: elaborar simbólicamente el vínculo primario,
siendo así que, al soldar al analista al sitio, ese vínculo impide
que la actividad interpretativa tenga acceso a su función
tercerizadora. Hay en ello una dimensión de aporía que
sugiere el ombligo de un límite. Yo sólo quise destacar que las
posibilidades de hacerlo retroceder aumentan gracias a la
atención minuciosa prestada a las modalidades del estable­
cimiento en el sitio y la estructuración de una situación
analizante.
En el caso de los pacientes fronterizos, esa estructuración
no tiene el carácter silenciosamente natural que adopta de
tan buen grado en el neurótico; o bien, cuando así sucede, hay
motivos pará postular una inadecuación enmascarada por los
clivajes, con el gran riesgo de una situación falsa.
Las cosas son más claras cuando se trata de tomar en
cuenta las diversas cojeras.
Vale decir que el compromiso en el análisis con un paciente
fronterizo implica una doble evaluación: la de los modos de
funcionamiento del paciente, pero también, más que de
ordinario, la del sitio realizable. En los encuentros prelimina­
res, lo esencial es llegar a una completa convicción basada en
la previsión suflciente de las situaciones fronterizas y de las
pruebas contratransferenciales que cabe esperar atravesar.

122
INDICE

Introducción. El único objeto


Jacques A ndré.................................................................. H

Génesis y situación de los estados fronterizos


André Green..................................................................... 27

¿Un paciente de sueño para un psicoanalista?


Fierre Fédida.................................................................... 61

Clivaje y sexualidad infantil en los estados fronterizos


Daniel Widlócher.............................................................. 69

Los funcionamientos fronterizos; ¿qué fronteras?


Catherine Chabert........................................................... 81

Pacientes fronterizos, situaciones fronterizas


Jean-Luc Donnet............................................................ 103

123
COLECCION CLAVES

P erfiles
Anne Amiel: Hannah Arendt Política y acontecimiento
Etienne Balibar: La filosofía de Marx
Stéphane Haber: Habermas y la sociología
Nathalie Heinich: Norbert Elias.
Historia y cultura en occidente
Frédéric Gros: Foucault y la locura
Liliane Maury: Piaget y el niño
Bertrand Ogilvie: Lacan. La formación
del concepto de sujeto

D ominios
Daniel Bougnoux: Introducción a las ciencias
de la comunicación
Philippe Bretón: La utopía de la comunicación
C. Cicchelli y otros: Las teorías sociológicas
de la familia
Dominique Maingueneau: Términos clave
del análisis del discurso

P roblemas
André Jacques (comp.): La femineidad.
Debate Psicoanalítico
André Jacques (comp.): Los estados fronterizos.
¿Nuevo paradigma para el psicoanálisis?
Pierre Bourdieu: Los usos sociales de la ciencia
Denys Cuche: La noción de cultura
en las ciencias sociales
Raoul Girardet: Mitos y mitologías políticas
D. Lecourt, D., P. H. Gouyon, L. Ferry, F. Ewald:
Las ciencias humanas ¿son ciencias del hombre?

S erie Mayor
M. Gauchet y G. Swain: El verdadero Charcot
Raymond Williams: Palabras clave.
Vocabulario de cultura y sociedad

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