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¿Qué Dios

y qué salvación?
Claves para entender
el cambio religioso
Enrique Martínez Lozano

¿Qué Dios
y qué salvación?
Claves para entender
el cambio religioso
2ª edición

Desclée De Brouwer
© Enrique Martínez Lozano, 2008
www.enriquemartinezlozano.com

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2008


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ISBN: 978-84-330-2222-6
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A Feli Álvarez

A quienes han sido luz a lo largo de mi vida.


Con toda mi gratitud.

El iceberg,
esa inmensa mole luminosa,
aparece solitario y separado...,
pero todo –también él– es Agua:
su ínfima parte emergida;
la parte sumergida envuelta de mar;
el océano entero.
Todo es Agua que se manifiesta en formas diferentes...

Como el iceberg, así nosotros:


tenemos una pequeña parte consciente
y otra extensa zona “sumergida” e inconsciente
que, poco a poco, vamos descubriendo,
con esfuerzo laborioso...

Nos creemos separados, aislados incluso,


y ésa es la causa de nuestro sufrimiento.
Pero la realidad exacta
es que estamos envueltos,
entretejidos
y, en último término,
hechos de Dios.

Por eso,
en cuanto trascendemos el pensamiento,
se muestra la No-dualidad de
Lo Que Es.
“Vacío es forma, forma es Vacío”.
(Sutra del corazón)

“El replanteamiento de la noción de Dios no es solamente


una especie de modernización y adaptación, sino que lleva
consigo una innovación radical, comparable a una nueva
mutación de la conciencia humana, como quizás ha sucedido
pocas veces en la historia del hombre sobre la tierra”.
(R. Panikkar)

“Experimente la simple sensación de Ser... La omnipresente


conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de
alcanzar, sino imposible de evitar”.
(K. Wilber)
Índice

Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

1. La evolución de la conciencia: estadios y paradigmas 21


Pre-supuestos, paradigmas y búsqueda de la verdad . . . 21
Estadios o niveles de conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
El horizonte transpersonal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Un “salto” de conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Pre-modernidad, Modernidad, Postmodernidad . . . . . . . 64
Postmodernidad, Nueva Era y Conciencia transpersonal 78

2. ¿Qué Dios? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Ante un cambio epocal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
La “trampa” de la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96
Y “Dios” también ha evolucionado . . . . . . . . . . . . . . . . 114
Decir “Dios” en paradigmas diferentes . . . . . . . . . . . . . . 121
Espiritualidad: entre la deformación y la represión . . . . 130
Repercusiones en la expresión y vivencia de la fe . . . . . . 137

3. ¿Qué salvación? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157


¿Dónde estamos? Aclaraciones y presupuestos . . . . . . . . 157
Verdad, relatividad y relativismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
El modelo clásico de “salvación” . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Una perspectiva psicoanalítica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168
El modelo clásico y el evangelio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
Saltan las disonancias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
... y las consecuencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

La cruz de Jesús: historia y significado . . . . . . . . . . . . . . 194


El cambio de paradigma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
¿Qué es, pues, salvarse? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207

Epílogo: ¿Qué Iglesia y qué creyente? . . . . . . . . . . . . . . . . 219

Anexo: ¿Qué yo? Modalidades de la práctica meditativa 231


Oración profunda-afectiva. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 236
Observar la mente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246
Observar el yo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 248
Práctica interna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254
Práctica externa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257
Observar el cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
Abrirse a la Conciencia transpersonal . . . . . . . . . . . . . . . 262

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267

10
Introducción

Cuando creíamos conocer las respuestas,


nos cambian la pregunta.

¿Qué está ocurriendo en Occidente con Dios y con la Iglesia? El


descenso imparable de la práctica religiosa, la disminución notable
en el número de las vocaciones, la desafección palpable hacia las ins-
tituciones religiosas, la dificultad creciente de transmitir las creencias
y los valores institucionales a las nuevas generaciones (fracaso en la
socialización religiosa: catequesis, sacramentos de iniciación...), el
aumento de la desconfianza e incluso el recelo ante la jerarquía ecle-
siástica (según encuestas recientes, en España, la Iglesia es la institu-
ción menos valorada por los jóvenes)... son factores que nos hablan
a las claras de la decadencia de la religiosidad institucional.
Pues bien, según muchos responsables eclesiásticos, teólogos y
estudiosos, para explicar el origen de este sombrío panorama, hay
que referirse al fenómeno de la secularización, tal como se produ-
jo en Europa, a partir ya del Renacimiento, agudizándose luego en
la Modernidad y la Ilustración. La secularización puede entenderse
como el proceso de independencia progresiva de los distintos ámbi-
tos de la realidad frente a la tutela de la Iglesia. La realidad física (las
ciencias naturales), social, política, económica, psicológica, moral
fueron adquiriendo una autonomía creciente que, desgraciadamen-
te, se realizó en un marco de polémica, descalificación mutua y
enfrentamiento. La rebelión frente a la tutela anterior y la postura

11
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

ultra defensiva de la institución eclesiástica habrían de ser la matriz


en la que se gestara la diferenciación. Y eso marcaría irremediable-
mente la evolución futura.
Los estudiosos a los que me refería entienden que la salida de
esta situación pasa por encontrar el lugar y el estatus de la religión
en una sociedad secularizada. Así se suceden, desde hace ya décadas,
los cursos y estudios sobre “Dios en una sociedad secular” o “reli-
gión y secularización”, en los que se buscan pistas que nos permitan
comprender y “resolver” el impasse en que nos encontramos.
Pero, ¿es realmente la secularización la clave para comprender lo
que estamos viviendo?

Más recientemente, se oyen voces de miembros de la jerarquía


eclesiástica que no se refieren tanto a la secularización como a la
“cultura postmoderna” para explicar los “males” que afligen a la
religión institucional. Hasta el punto de afirmar que no se puede
ser postmoderno y católico. Reaparece la actitud ultradefensiva, la
misma que llevó a condenar la Modernidad, cuando el Syllabus, en
1894, afirmó tajantemente la incompatibilidad entre la Iglesia y la
civilización moderna. De un modo similar, cien años después, desde
una postura dogmática y autoritaria, sin un análisis matizado, sin
ningún diálogo enriquecedor, se condena la postmodernidad. Una
vez más con retraso, la religión institucional tiende a parapetarse
en lo conocido, aunque para ello deba condenar todo lo emergente.
Cuesta trabajo comprender que los autores de tales planteamientos
no perciban que ése es justamente el modo más eficaz de conducir a
la Iglesia al gueto, al ostracismo y a la irrelevancia cultural, con lo
que vienen a conseguir exactamente aquello de lo que se lamentan.
Pero, más allá de esos planteamientos, ¿es realmente la cultura
postmoderna la clave para comprender lo que estamos viviendo?

Resulta innegable, por obvio, el influjo de la secularización y de


la postmodernidad: son la atmósfera en la que vivimos. Eso signifi-
ca, ciertamente, que la cultura secular y postmoderna, con sus luces

12
INTRODUCCIÓN

y sus sombras, nos penetra de un modo tan inadvertido y tan eficaz


como el aire que respiramos. Nos guste o no, constituyen nuestra
“atmósfera cultural”. Pero, ¿y si no se tratara únicamente de esos
factores? ¿Y si el cambio fuera de un calado todavía mucho más
hondo de lo que pensábamos? Un cambio de tal magnitud que afec-
taría a los cimientos mismos de nuestro modo de conocer, de perci-
bir, de expresarnos, de vivir...
Me refiero a un cambio de “nivel de conciencia”. Ello significa-
ría que no nos hallamos sólo en una sociedad secular frente a una
anterior sociedad religiosa; ni sólo en una cultura postmoderna
frente a una anterior cultura moderna. Tal vez nos hallemos ante
el umbral de un “salto de conciencia”, una nueva conciencia que
cuestiona, en su raíz, nuestras respuestas habituales, incluso las más
novedosas, a las cuestiones de siempre: ¿quién soy “yo”?, ¿qué es la
realidad?, ¿qué es la vida?, ¿qué es la humanidad?...
El término “conciencia”, en castellano, reviste dos acepciones
más importantes: una moral –y hablamos entonces de un “juicio
moral” sobre las acciones– y otra cognoscitiva –que hace referen-
cia a un “modo de percibir”–. En esta segunda acepción, podría
hablarse más propiamente de consciencia (consciousness), si bien
el uso habitual prefiere el primer término. En cualquier caso, a lo
largo de estas páginas, la palabra “conciencia” hay que tomarla en
este segundo significado, como modo de percepción de la realidad.
Así, podremos hablar de una “evolución de la conciencia”, tanto a
nivel individual –un adulto percibe la realidad de un modo diferen-
te al de un niño– como a nivel colectivo –una sociedad hortícola
percibe la realidad de un modo diferente al de una sociedad pos-
tindustrial, por ejemplo–.
En todo caso, es necesario partir del reconocimiento de que la
conciencia, como percepción de la realidad, no es algo estático, sino
que comparte la condición evolutiva de todo lo real, de modo que
podemos constatar diferentes niveles por los que históricamente ha
ido atravesando. Así, los niveles de conciencia mágico y mítico han
sido colectivamente superados; el racional-egoico está produciendo

13
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

una irremediable insatisfacción, a la vez que pone de manifiesto los


límites estrechos de la mente y el callejón sin salida al que conduce.
Y es ahí mismo donde se empieza a insinuar un nuevo nivel de con-
ciencia, el transpersonal, que viene a modificar radicalmente nues-
tra percepción de lo real.
Desde ese nuevo horizonte, las personas religiosas sienten la nece-
sidad de plantearse: ¿quién es Dios?, ¿qué es la salvación?, ¿qué es
ser creyente? Y descubren que no es ajustado volver a las respuestas
“tradicionales”, ni es suficiente revestirlas de un carácter “secular”
o postmoderno. Porque todas esas respuestas –como las propias pre-
guntas–, antiguas o modernas, nacieron en un estado de conciencia
que es, justamente, el que se está modificando. ¿Podemos seguir afe-
rrados a él sólo por miedo o por inercia? ¿O nos atreveremos a abrir
nuestra mirada a horizontes con los que ni siquiera habíamos soña-
do? ¿Seguiremos con las formulaciones y las respuestas de siempre
–en las que habíamos puesto nuestra seguridad– o seremos capaces
de correr el riesgo de la libertad, a la vez, humilde y osada?
Creo que nos encontramos ante un gran desafío, que nos exige
apertura para cuestionarnos las respuestas recibidas. ¿Y si las cosas
no fueran como nos hemos acostumbrado a verlas? ¿No hay nuevos
datos, provenientes de los ámbitos más diversos del conocimiento,
que nos impulsan hacia perspectivas insospechadas? ¿Estamos dis-
puestos a aprender o seguiremos encerrados –aunque la justifique-
mos y maquillemos– en una (inconsciente) soberbia que no se deja
cuestionar?

Éste es el marco en que se mueve el libro que tienes en tus manos.


Y ése es su objetivo más amplio: señalar claves que nos ayuden a
entender el cambio religioso en el que nos vemos inmersos, y que
va mucho más allá de los síntomas a los que aludía en el inicio de
esta misma introducción. Resulta cada vez más frecuente escuchar
a personas que dicen: Sé lo que no es, pero no veo por dónde tiene
que ser. Inmersos en un cambio de grandes proporciones, sabemos
con certeza lo que no puede ser, lo que era sólo una forma históri-

14
INTRODUCCIÓN

camente condicionada y, por eso mismo, hoy ya superada; pero nos


cuesta otear por dónde tiene que ser, y avanzar en esa dirección. Lo
que ofrezco aquí es un intento humilde de esbozar las –en mi opi-
nión y experiencia– claves más importantes para comprender dón-
de nos encontramos e intuir hacia dónde nos dirigimos, en el estado
actual de la evolución de la conciencia.
Por lo que se refiere a los creyentes, quiere ayudarles a avanzar
en la clarificación de la experiencia de fe, en esta nueva situación. Y
todo eso desde una motivación: la fidelidad a la verdad de lo que nos
es posible captar. Ello comporta un riesgo: equivocarnos en la lectu-
ra de lo que percibimos. Pero ése es el modo de ir avanzando hacia
la verdad: la búsqueda compartida. Y, cuando realmente se cree en
la fuerza de la Verdad, no son necesarias “condenas” o “notificatio-
nes”; compartiendo, contrastando, corrigiéndonos mutuamente, la
verdad seguirá abriéndose camino. Por otro lado, estoy convencido
de que ese riesgo no puede estancarnos en las respuestas “ya conoci-
das”, porque en ese caso el peligro es mucho mayor, el de renunciar
a la búsqueda de la verdad por la seguridad cómoda de lo ya apren-
dido. Necesitamos la audacia y la creatividad del Espíritu para pasar
del autocomplaciente y paralizante “siempre ha sido así” –con el que
se tiende a acallar cualquier discrepancia que ponga en tela de juicio
las propias formulaciones–, a la pregunta honesta y arriesgada, lúci-
da y humilde, por el cómo plantear hoy ajustadamente, en nuestras
propias categorías, la verdad que hemos recibido.
La religiosa benedictina Joan Chittister ha escrito que “es posible
pasar por la vida superficialmente, no cuestionando nada y llaman-
do a esto «fe»”. Sin embargo, “la vida espiritual comienza cuando
descubrimos que sólo nos hacemos adultos, espiritualmente hablan-
do, cuando, más allá de las respuestas, más allá del miedo a la incer-
tidumbre, vamos hacia ese gran y omniabarcante misterio de vida
que es Dios” 1.

1. J. CHITTISTER, Ser mujer en la Iglesia. Memorias espirituales, Sal Terrae, San-


tander 2006. No comprendo por qué la edición española ha decidido este título
que no se corresponde con el contenido. El original es: Called to Question.

15
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Es innegable que no pocas personas se han visto llevadas a recha-


zar a “Dios” porque, en su peripecia vital, había quedado asociado
a sufrimiento o humillación. Pero no lo es menos el hecho de que
muchas mentes lúcidas lo han rechazado porque no podían aceptar
una objetivación de Dios que lo convertía en un Ser separado, con-
secuencia de la proyección humana.
Así pues, en los comienzos del siglo XXI, hemos de preguntarnos
una vez más: ¿qué Dios?, ¿qué salvación?, ¿qué iglesia?, ¿qué cre-
yente?... Pero, esta vez, la respuesta no podrá limitarse a una mera
“actualización” de los contenidos de siempre, porque la pregunta se
sitúa en un nivel diferente y, por ello, nuestros anteriores paráme-
tros de referencia nos sirven de muy poco.
Vuelvo a temas que ocupan mi mente y mi corazón, que ya he
abordado en otras ocasiones2, pero que considero importante reto-
mar para explicitar ordenadamente los presupuestos y para extraer
las consecuencias que afectan directamente a la cuestión religiosa.
Abrigo la esperanza de que estas páginas interroguen, despierten,
promuevan la búsqueda, ayuden a crecer en lucidez de lo que vivi-
mos y, de ese modo, estimulen a caminar en la dirección adecuada.
La estructura del libro es muy sencilla. Si lo que ha cambiado es
la misma pregunta, había que empezar cuestionándose el porqué y
el cómo de ese cambio. Y eso remite a la conciencia y a su modo
de percibir en el momento actual. Es decir, no podremos entender
las respuestas ni las preguntas, si previamente no nos clarificamos
sobre el “sujeto” que se las hace. Era imprescindible, por tanto, par-
tir de la conciencia –que, como decía más arriba, no es una realidad
estática ni inmóvil, dada de una vez por todas, sino sujeta también a
evolución– y tratar de comprender cómo se ha llegado al estadio en
que se encuentra. Es precisamente la transformación de la concien-
cia la que hace que se modifique nuestra percepción de la realidad.

2. E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo


paradigma, Narcea, Madrid 22007; y Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un
camino, Desclée De Brouwer, Bilbao 32007. El lector interesado podrá encontrar
en ellos ampliaciones y desarrollos que aquí se dan por supuestos.

16
INTRODUCCIÓN

Había que entender su evolución, a través de los diferentes nive-


les por los que ha atravesado, así como el modo en que ha cristaliza-
do en los paradigmas concretos más cercanos a nosotros. Captar la
condición evolutiva de la conciencia y ser conscientes de que siem-
pre estamos en un paradigma concreto, dentro de un determinado
nivel, son condiciones indispensables para empezar a entender lo
que vivimos y lo que creemos. Soy consciente de que la lectura de
este primer capítulo puede resultar ardua, debido a la novedad de la
temática que en él se trata. Pero es imprescindible para comprender
en profundidad lo que se abordará en los capítulos siguientes. Por
otro lado, aunque todavía resulte muy nuevo, parece obvio que el
futuro apunta en esa dirección. En todo caso, lo que pretende, del
modo más sencillo, el primer capítulo no es otra cosa que analizar
la evolución de la conciencia: estadios y paradigmas.
Clarificado ese presupuesto, estamos más capacitados para pre-
guntarnos, en un segundo capítulo: ¿Qué Dios? Con limpieza y
honestidad, con rigor y desapropiación, lúcidos con respecto a las
trampas que acechan y humildes frente a los límites de nuestra men-
te, entraremos en un camino percibido como “oscuro”, pero el úni-
co que, paradójicamente, liberándonos de dogmatismos arrogantes
y de enfrentamientos (religiosos) estériles, puede conducirnos a la
luminosidad de Lo Que Es.
Hablar de Dios es hablar de salvación. De hecho, todas las reli-
giones –e incluso las llamadas pseudorreligiones seculares– se pre-
sentan como “ofertas de salvación”. “Salvación” es lo que, en rea-
lidad, va buscando todo ser humano, y “salvación” es lo que viene
a ofrecer cualquier religión. ¿Qué salvación? es la cuestión que se
abordará en el tercer capítulo. Porque si el modo de “decir Dios” se
revela deudor del estadio de conciencia y del paradigma en el que
el sujeto se encuentra, exactamente lo mismo ocurre con el tema de
la salvación. Lo cual –téngase muy presente en todo momento de la
lectura de este libro– no significa decir que “Dios” y la “salvación”
sean una creación de la mente humana, sino únicamente constatar
que nuestros modos de decirlos están inevitablemente condiciona-

17
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

dos por nuestro nivel de conciencia y nuestro marco cultural. Eso


explica que, al decir “Dios” o “salvación”, estemos siempre hablan-
do más de nosotros mismos que de Dios y de la salvación. Tenía
razón Anaïs Nin, al decir que “no vemos las cosas como son; vemos
las cosas como somos”.
Un cambio cultural de la magnitud del que estamos viviendo ha
de afectar, forzosa y profundamente, al modo de entender la salva-
ción cristiana, haciendo añicos el “esquema clásico”, aprendido por
generaciones en el catecismo y que configuró todo un imaginario
colectivo del que aún nos cuesta tomar distancia. ¿Cómo se llegó a
aquel esquema? ¿Cómo se percibe desde hoy? ¿De qué modo afecta
nuestra nueva conciencia a la comprensión cristiana de ese misterio?
En definitiva..., ¿qué salvación?
El cambio en el modo de decir “Dios” y de entender la “salva-
ción” han de afectar inevitablemente a nuestra propia autocom-
prensión como creyentes en el seno de la Iglesia. Por eso, aunque sea
sólo a modo de apunte, he querido, en un Epílogo, abrir esa cues-
tión: ¿Qué Iglesia y qué creyente?, apuntando apenas las que consi-
dero prioridades básicas.
Y el libro termina con un Anexo –¿Qué yo?–, que recoge varias
modalidades de la práctica meditativa, desde el convencimiento de
que es esa práctica la que nos va capacitando para abrirnos a expe-
rimentar nuestra identidad más profunda; la que nos va a permitir
responder a la pregunta más radical: ¿quién soy yo? o, mejor aún,
¿qué es finalmente el “yo”? Precisamente porque soy bien conscien-
te de que sólo se puede comprender la nueva conciencia transperso-
nal –la dimensión no-dual de la realidad– cuando se ha experimen-
tado, dedico a esa práctica una extensión considerable.

Como decía más arriba, me mueve la búsqueda de coherencia y


de fidelidad. Si “Dios” y “salvación” pudieron decirse con las cate-
gorías propias de un estadio de conciencia mítico, es claro que pue-
den decirse también con las categorías propias de un incipiente esta-
dio de conciencia transpersonal. Estoy convencido de que el Espíritu,

18
INTRODUCCIÓN

que “atraviesa” todos los estadios, como “alma” del mismo proceso
evolutivo, nos orienta hacia horizontes insospechados, donde Dios
y la salvación serán una realidad. Me he expresado mal. Nos orien-
ta hacia horizontes insospechados en los que despertar y descubrir,
caer en la cuenta de que Dios y la salvación son ya –y siempre lo han
sido– una realidad, la Realidad luminosa de Lo Que Es.

Por lo que se refiere al método, he optado por la forma de diá-


logo: me parece que, permitiendo volver en espiral sobre los mis-
mos temas, se facilita la comprensión de un texto que avanza pro-
gresivamente en profundidad, y se favorece la claridad de la exposi-
ción en una cuestión que, por novedosa, puede resultar de no fácil
comprensión, en un primer acceso. En aras de esa misma claridad y
movido por un interés pedagógico, he mantenido conscientemente
repeticiones e insistencias, por las que desde ya pido perdón al lec-
tor que las encuentre reiterativas.
Quiero terminar agradeciendo a todas aquellas personas que, en
parte o en su totalidad, leyeron el original: han sido muchas, espe-
cialistas en los diversos campos, a quienes pedí su opinión, su crítica
y sus reacciones. Todas esas aportaciones me dieron luces, me hicie-
ron reflexionar y volver una y otra vez sobre lo escrito, de modo
que terminaron, ciertamente, enriqueciendo el texto. A todas ellas,
mi gratitud cordial.

19
1
La evolución de la conciencia:
estadios y paradigmas

“La intolerancia es la angustia de no tener razón”.


(A. Sajarov)
“Una vez que tenemos los ojos abiertos, podemos pasar
a ver el mundo desde otra perspectiva aún más nueva, pero
somos ya incapaces de volver a verlo desde la antigua”.
(K. Wilber)

Pre-supuestos, paradigmas y búsqueda de la verdad


Pregunta: He estado pensando sobre el punto de partida más
adecuado para nuestro diálogo. ¿Por dónde te parece que podríamos
empezar?
Respuesta. Indudablemente, por nuestro propio marco sociocul-
tural y por el modo como hemos llegado a él.
¿Te parece que eso es decisivo?
Sí, porque todo nuestro pensamiento es situado, lo cual significa
que es deudor del marco donde se produce. Es obvio que no hablaría
del mismo modo sobre Dios una persona del siglo X, pongamos por
caso, para no irnos demasiado lejos, que uno de nosotros. Cuanto
más conscientes seamos de nuestro propio marco, más ganaremos
en libertad y, por tanto, en garantía de verdad. Porque lo que más
nos condiciona es todo aquello que no hacemos consciente, lo que
damos por supuesto sin haberlo sometido a crítica. La razón es
clara: a todos nuestros pre-supuestos no criticados les atribuimos,

21
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sin darnos cuenta, un carácter de verdad incuestionable. Dicho de


otro modo: todo presupuesto no cuestionado –que, en realidad es
un pre-juicio o, en el mejor de los casos, una mera hipótesis– se
convierte inexorablemente en creencia dogmática. Y eso falseará
inevitablemente nuestra búsqueda.
¿Podrías poner un ejemplo?
Los puede descubrir uno mismo, preguntándose por todo aque-
llo que, en la percepción de la vida y del mundo, da por supuesto.
Pero vengamos a algún ejemplo que tenga que ver con nuestro
tema. Mientras alguien dé por válida, sin haberla puesto en cues-
tión, la visión (religiosa) del mundo recibida en su infancia, está
otorgando de hecho a esa visión un carácter prácticamente sagra-
do, que la convertirá en “definitiva”. O, en el otro caso, cuando
se parte de una visión materialista de la realidad y se la da por
supuesta, se convierte en un a priori, un pre-juicio, en el sentido
literal del término –juicio previo–, que hará difícil tanto el diálogo
abierto como la búsqueda honesta de la verdad. Pero, ¿y si las
cosas no fueran como nos las han enseñado?, ¿y si las respuestas no
fueran las que hemos aprendido?, ¡¿y si la realidad no fuera como
la pensamos?!
Observa que lo decisivo no es el hecho de que funcionemos
con pre-supuestos, sino que no tomemos distancia de ellos. Tales
presupuestos son inevitables. Lo realmente decisivo es la lucidez y
la humildad para detectarlos y someterlos a crítica y, de ese modo,
evitar que se conviertan en creencias inamovibles.
¿A qué se debe que sean inevitables?
A un hecho igualmente simple. Los humanos no nacemos en el
vacío. Nacemos en un marco determinado, que es tanto geográfico
como cultural. Del mismo modo que no podemos estar fuera de un
espacio físico, tampoco podemos estar nunca fuera de un determi-
nado espacio cultural que nos sirve de referencia.
Y éste es el punto crucial: tal marco es previo a uno mismo. Nadie
lo elige. Más aún, configura el mismo modo de pensar, ya que, de
entrada, como no puede ser de otra manera, le atribuiremos una

22
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

validez absoluta e incuestionable. No en vano, ese marco nos propor-


ciona nuestras primeras seguridades y referencias, lo cual lo convierte
en “sagrado”. Y, por eso, no se nos ocurre cuestionarlo, ya que, para
un niño, “lo que es” se identifica y confunde con “lo que debe ser”.
Pero, ¿qué es exactamente ese “marco”?
Un marco de comprensión es toda una constelación de valores,
creencias, costumbres, usos y técnicas, que configuran el “espacio”
en el que nos movemos y desde el que nos aproximamos a la reali-
dad. A eso se le llama “paradigma”. Un paradigma es una especie
de teoría general de un alcance tal que puede abarcar la mayor parte
de los fenómenos conocidos en su campo o proporcionar un contex-
to para ellos. Es, si me entiendes bien, como el “filtro” a través del
cual tratamos de comprender la realidad; las “gafas” con las que la
vemos. Pero –esto es importante– todos nacemos con un filtro; más
aún, nunca podremos ir por el mundo sin un filtro determinado.
Por eso te decía antes que lo grave no está en el hecho de que ten-
gamos presupuestos –todos los tenemos, necesariamente–, sino en
no reconocerlos ni someterlos a crítica, desde la sutil arrogancia de
considerar los nuestros como algo universal.
Al no hacerlo, tomamos el paradigma –el marco, nuestros pre-
supuestos– como si fuesen un calco de lo real. Y, de ese modo,
confundimos la carta con el menú, el mapa con el territorio, las
gafas con la vista, el filtro con la realidad. Y el camino hacia la
verdad se vuelve tremendamente problemático. Con otras pala-
bras, el marco, al quedar oculto o implícito, adquiere un poder
tremendo sobre sus partidarios. De un modo inadvertido, han
confundido un paradigma determinado con la verdad. El diálogo
se habrá vuelto imposible..., y la intransigencia –incluso el fana-
tismo– inevitable.
Es un riesgo siempre presente, ¿no?
Sí, con el añadido de que, frecuentemente, opera de manera
inconsciente. Veámoslo de otro modo. Un marco o paradigma es
un modelo del que nos servimos para acercarnos a la realidad, ya
que no podemos hacerlo de otra manera. Nunca podemos estar

23
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

libres de un modelo, del mismo modo que no podemos estar libres


de pre-supuestos. Son inevitables, porque nunca partimos de una
mente “en blanco”. Decir “mente” es decir ya “mente configura-
da” por todo un modo de ver y de comprender, es decir, por un
modelo previo.
Los modelos son representaciones simbólicas que describen los
principales rasgos o dimensiones de los fenómenos que representan.
Como tales, son sumamente útiles para descomponer fenómenos
complejos en representaciones más simples y más fácilmente com-
prensibles.
Sin embargo, por los modelos se paga un cierto precio. Especial-
mente cuando son implícitos, se dan por supuestos o se aceptan sin
cuestionarlos, llegan a funcionar como organizadores de la expe-
riencia que modifican la percepción. El modelo nos hace ver lo que
él permite ver, de modo que terminamos viendo lo que “queremos”
o “podemos” ver. En este sentido, cabe afirmar que ellos mismos se
autovalidan: todo lo que percibimos viene a decirnos que nuestros
modelos y creencias son correctos. O, como dice W. Jäger, “quien
cree una cosa determinada, siempre ve la realidad de una forma
coherente con su creencia”. Y el mayor peligro de este efecto reside,
como te decía, en el hecho de que el proceso opera principalmente
a nivel inconsciente. O lo que es lo mismo, al confundir su propio
modelo con la realidad, el sujeto, aunque de buena fe, está actuando
desde la confusión.
Eso significa, si te entiendo bien, que la única salida pasa por la
lucidez.
Así es. Nunca podremos sustraernos a un paradigma. La posibi-
lidad que nos queda es reconocerlo como tal, sin tomarlo de entrada
como si fuera expresión exacta de la verdad. Para ello, necesitare-
mos verlo “a distancia”, sabiendo que es únicamente un “filtro”, y
hacer luz sobre sus componentes. Y todo ese trabajo requerirá dosis
grandes de humildad y de humor. Dos cualidades que van siempre
unidas a la lucidez y, en último término, a la verdad.

24
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

¿Quieres decir que es humilde el que se ríe de su paradigma?


Es humilde el que es capaz de reconocer que la verdad es mucho
más que su percepción de la misma, y que su propia percepción está
necesariamente condicionada por un marco de comprensión, que
suele ser más inconsciente de lo que nos parece a primera vista.
¿Justo lo opuesto al fanatismo?
Exactamente. El fanático es aquél que se halla identificado con su
propio paradigma, hasta el punto de atribuirle el carácter de verdad
absoluta..., ¡sin ser consciente de la trampa en que ha caído! Una vez
cometido ese equívoco, actuará en la creencia de ser “heraldo de la
verdad” y, en el peor de los casos, no dudará en extender la “ver-
dad”, aunque sea a la fuerza, convencido de estar haciendo un bien.
Porque, desde la arrogante pretensión de la verdad absoluta, estará
listo para proclamar que “la mentira no tiene derechos”; identifican-
do como “mentira” todo aquello que discrepe de su convicción.
No es extraño que, desde esta actitud, se haya hecho tanto daño
a lo largo de la historia. La ideología de la verdad absoluta es fuente
de sufrimiento y de exclusión, y llega a límites monstruosos cuando
se alía con aquella otra ideología del poder absoluto puesto a su
servicio.
¿Cómo descubrir si hay en nosotros algo de fanatismo?
A mi modo de ver, hay un criterio claro: la descalificación del
otro. Cada vez que, en lugar de dialogar, descalificamos, estamos
atrincherándonos en nuestro propio paradigma. O cuando evitamos
escuchar y reconocer una opinión divergente. O más aún, cuando
nos identificamos con una presunta verdad absoluta, hasta el punto
de no diferenciar lo que pensamos (dicha “verdad”) de lo que
somos.
¿Será ése el motivo por el que los que se han creído en posesión
de la verdad absoluta han sido enemigos acérrimos de los librepen-
sadores?
La ideología de la verdad absoluta tiene que detestar necesaria-
mente todo lo que sea crítica, cuestionamiento, sospecha, recelo...,
todo lo que sea librepensamiento. Y, sin embargo, en la historia de

25
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

la humanidad, han sido precisamente aquéllos que nos han hecho


sospechar los que nos han ayudado a humanizarnos, desde Buda a
Freud, desde Jesús a Marx.
Vaya..., ¿Jesús como maestro de la sospecha?
¿Qué fue, si no, toda su denuncia del templo y de la religión,
de la tradición y las normas? Imagina la sospecha que desencadena
alguien que es capaz de afirmar: “No es el hombre para el sábado
(puedes poner aquí: religión, iglesia, estado, normas, autoridad...),
sino el sábado para el hombre”. Lo que ocurre es que su denuncia
sería luego domesticada y transmutada en una nueva “verdad abso-
luta”, en cuyo nombre se cometerían atrocidades del mismo calibre
de la que se cometió con él... y por motivos muy similares.

Resumamos. Al tratar de comprender y explicar la realidad,


todos lo hacemos inevitablemente dentro de un paradigma, es
decir, a partir de unos supuestos previos. Si no reparamos en ellos,
corremos el riesgo de confundirlos con la verdad y de llegar incluso
al fanatismo. Nuestra única salida consiste en reconocerlos, expo-
nerlos a la luz y someterlos a crítica constante, actualizándolos a
partir de los nuevos datos que vamos adquiriendo... No parece una
tarea fácil, ¿no?
No, no es fácil ni agradable para nuestro narcisismo. Nuestro
pequeño yo ama demasiado su comodidad, su seguridad y su arro-
gancia... Y todo ello se lo garantiza la ideología de la verdad abso-
luta, la creencia de estar en posesión de la verdad. Una tal creencia
le permite quedarse instalado en su posición, le proporciona una
sensación de seguridad y le concede incluso un estatus de superio-
ridad sobre los otros. Demasiadas ventajas como para renunciar a
ellas. El pequeño yo, por definición narcisista y arrogante, ¡necesita
tanto tener razón...!
Únicamente podremos salir de ahí con grandes dosis de humil-
dad y de solidez personal.
Entiendo la referencia a la humildad, pero ¿qué quieres decir con
lo de “solidez”?

26
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Sí, las dos actitudes serán necesarias. La humildad, como antído-


to frente a la arrogancia, para aceptar la inevitable parcialidad en
nuestra aproximación a la verdad; la humildad no es sino amor a la
verdad y reconocimiento de la limitación en el acceso a la misma,
justo lo opuesto a aferrarse al propio paradigma. Y la solidez, para
sentirnos lo suficientemente seguros en nuestro interior, de modo
que no debamos aferrarnos a “seguridades cerebrales” o mentales
para poder sobrevivir. Sólo una persona sólida podrá aceptar y tole-
rar serenamente el carácter constitutivamente inseguro e inestable
de la condición humana, sin necesidad de aferrarse a coartadas que
terminarán desvelándose profundamente dañinas.
Verdad y paradigmas ¿Podríamos decir que un paradigma es un
intento de “apresar” la verdad?
En cierto sentido, podría expresarse de ese modo, sobre todo si
el “intento” lo entiendes colectivamente. Si bien es cierto que cada
uno tenemos nuestros propios presupuestos o a priori, inadvertidos
hasta que no los afrontamos conscientemente, el paradigma hace
alusión a algo más amplio, como esfuerzo o intento colectivo de
comprender y explicar la realidad. En este sentido, la historia podría
entenderse como una sucesión de paradigmas que, en un proceso
evolutivo a todos los niveles, buscan una mayor aproximación a la
verdad.
¿Y puede ser que en este momento de la historia seamos mucho
más conscientes de la existencia y del condicionamiento que supone
el propio paradigma?
Siempre han existido personas que han sido capaces de tomar
distancia de lo que podía ser la visión común, la “doctrina oficial”,
si te vale esa expresión. Pero no cabe duda de que ahora somos espe-
cialmente críticos, debido a múltiples factores que pueden ir desde
el fenómeno de la secularización de la sociedad, con la consiguiente
autonomía de la razón, hasta la globalización y el pluralismo cultu-
ral.
El motivo parece evidente: no hay camino más eficaz para caer
en la cuenta de la relatividad del propio paradigma que ponerse en

27
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

contacto con paradigmas ajenos. Mientras el propio sea el único


conocido, tiene muchas más garantías de ser acogido como abso-
luto; cuando empezamos a relacionarnos con personas que parten
de paradigmas diferentes, el nuestro empieza a mostrar su propia
debilidad. De ahí que la autoridad haya sido enemiga siempre del
pluralismo, condenando todo lo “extraño” que, no sin razón, per-
cibía como amenaza. La condena de lo extraño ha dado lugar a la
hoguera, a la excomunión, a la censura o al Índice de libros prohi-
bidos, por poner algunos ejemplos.
Sin embargo, si bien es cierto que nuestra actual situación puede
ser más proclive al relativismo paralizante –por aquello de que
“cuando todo vale, nada vale”–, no lo es menos que puede enseñar-
nos una gran lección de humildad y respeto..., a no ser que hagamos
del relativismo un nuevo paradigma incuestionado y se erija en
criterio de verdad (!).
Has nombrado el relativismo. Tengo la impresión de que, en los
últimos años, es el término más usado por gran parte de la auto-
ridad eclesiástica para condenar la postmodernidad. ¿Hablar de
paradigmas cambiantes significa afirmar que todo es relativo?
En absoluto. El relativismo es insostenible, tanto a nivel gno-
seológico como ético: unas cosas son más “verdaderas” que otras;
unas cosas son mejores que otras. Aquí es donde podríamos decir
con razón que, si todo vale igual, nada vale nada. No; todo no da
igual. Pero el rechazo del relativismo no niega la inexorable rela-
tividad. Sin ser relativista, sin embargo, todo es relativo, es decir,
todo es situado, todo dice relación a un tiempo y a un espacio.
Incluso las pretendidas “verdades absolutas” que afirma poseer la
jerarquía son ya “interpretación”, puesto que, en nuestra condi-
ción, no existe la verdad “pura”: conocer es interpretar. Y estando
de acuerdo en la crítica del relativismo, no podemos caer en el
extremo opuesto, el de un dogmatismo que se pretende ahistórico.
La “dictadura relativista” no se resuelve recurriendo a la “dictadu-
ra fundamentalista”. La verdad no es una tarea fácil; únicamente el

28
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

diálogo abierto y humilde, con una conciencia clara de los propios


condicionamientos, podrá conducirnos un poco más adelante. Ésa
es nuestra condición. Como bien dijera Ortega y Gasset, “quera-
mos o no, flotamos en la ingenuidad, y el más ingenuo es el que
cree haberla eludido”.
El “pensamiento débil” (G. Vattimo), que caracteriza a la post-
modernidad, no es un pensamiento sin fuerza, en el que “todo vale”
–como sostienen los que denostan, a veces de un modo acrítico, la
cultura postmoderna–, sino un pensamiento que no se encierra ni
se vuelve rígido en ningún sistema. Bien mirado, el pensamiento
humano no puede ser sino un “pensamiento débil”; en cuanto se
autoproclama “fuerte”, empieza a ser peligroso.
¿Un cambio de paradigma indica que el anterior era falso?
No. Un paradigma dice relación a una etapa histórica concreta,
en un determinado nivel de conciencia y dentro de un conjunto de
variables de todo tipo. Es toda esa conjunción la que hace posible
que, en un momento determinado, emerja un marco concreto de
comprensión de la realidad.
De nuevo, cada paradigma es relativo a toda esa serie de factores
y da razón del modo como se articula el pensamiento humano en
un momento específico de la historia. Pero no tiene ningún sentido
entrar en comparaciones entre ellos. Como he dicho más arriba, un
paradigma es el “filtro” que tenemos en cada momento histórico
para aproximarnos a la realidad.
¿Y por qué se produce el cambio?
Por una razón muy simple: porque el paradigma anterior no
puede explicar satisfactoriamente nuevos elementos emergentes. O,
si lo prefieres de otro modo, porque no puede dar respuesta satisfac-
toria a las nuevas preguntas. De ahí que las respuestas aprendidas –y
tomadas en su momento como “definitivas”– empiecen a chirriar:
han aparecido las disonancias entre la realidad y la explicación que
dábamos a la misma; antes o después, la realidad se impondrá...,
generando un nuevo paradigma.

29
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Y, hablando ya de nuestra época, ¿cuál sería nuestro paradigma


colectivo?
No es una cuestión que admita respuestas bien delimitadas. Como
es natural, todo se da de un modo muy complejo y sutil. Son muchos
los factores que entran en juego; incluso varios paradigmas pueden
solaparse en el mismo período histórico. Sin embargo, en mi opinión,
podemos referirnos a épocas históricas en las que se advierte un giro
significativo con respecto a otra anterior. Así podríamos hablar de
paradigmas, en el sentido más amplio y extenso del término.
En concreto, y en lo que se refiere a nuestro ámbito norocci-
dental, podemos hablar de un paradigma postmoderno, con rasgos
propios, aunque contenga otras características que se hallen en
continuidad con la etapa anterior. Es normal que el desarrollo se
produzca de esa forma: elementos anteriores son integrados y, a
la vez, superados y trascendidos, para formar parte de una nueva
cosmovisión.
¿A qué elementos te refieres?
A los propios de un paradigma anterior. Siempre ceñidos a nues-
tro ámbito, teniendo como objetivo el tema de nuestro diálogo, creo
que podríamos hablar de tres grandes paradigmas, aun a riesgo de
ser exageradamente reductivos. Sin embargo, lo que perdamos en
detalles, espero que lo ganemos en sencillez y claridad.
Los tres paradigmas a los que me refiero podemos designarlos
de este modo: premoderno, moderno y postmoderno. Cada uno de
ellos presenta unas características propias. Y será muy interesante
ver cómo cada uno condiciona el modo de plantearnos la cuestión
de Dios, hasta el punto de que podremos reconocer que, con fre-
cuencia, lo que hemos dicho de Dios como “verdad”, quizás no era
más que una forma de expresión propia de un paradigma determi-
nado, y por eso mismo empezó a declinar con la caída de éste.
Pero, si estás de acuerdo, preferiría tomar la cuestión desde más
arriba. Ello puede facilitar la comprensión, al ofrecernos una pers-
pectiva mucho más amplia.

30
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

¿Qué quieres decir?


Algo muy simple. Todo paradigma se encuentra enmarcado en
un fenómeno de mucha mayor envergadura, lo que llamamos un
determinado estadio o nivel de conciencia. Por tanto, antes de refe-
rirnos a aquéllos, sería bueno plantear la cuestión acerca de estos
últimos. Al fin y al cabo, un paradigma es una “visión general” que
aparece históricamente en el ámbito mucho más amplio de un nivel
de conciencia. Por ello –lo veremos en su momento–, en un nivel de
conciencia determinado, como el racional o egoico, pueden suceder-
se diversos paradigmas.

Estadios o niveles de conciencia

¿Qué es un nivel de conciencia?


Estadio, fase, nivel... Los términos son lo de menos. Lo realmen-
te importante es el reconocimiento del proceso evolutivo de lo que
es la conciencia, evolución que va a condicionar también la emer-
gencia de los distintos paradigmas. Es claro, por ejemplo, que el
que hemos llamado paradigma de la Modernidad no podía aparecer
sino en el estadio racional de la conciencia.
Hablar de estadios es, pues, hablar de la evolución de la con-
ciencia. Y esto levantará de nuevo resistencias porque supone otro
duro revés para nuestro narcisismo. Unida a la “creencia” arrogante
de que constituimos la cima de la evolución, hemos cultivado otra
según la cual, los humanos seríamos los únicos poseedores de con-
ciencia. ¡Por fin, después de unos 14 mil millones de años, la evolu-
ción llegó a su cumbre con la aparición de la conciencia!
¿Y no es así?
En mi opinión, es parcialmente así. Pero las verdades parciales o
medias verdades son las más peligrosas. Digo que es parcialmente
así, porque, hasta donde alcanzamos a ver, la emergencia de una
conciencia personal o, si prefieres, de la mente racional, ha supuesto

31
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

un paso gigantesco dentro de todo el proceso evolutivo. Pero eso


no significa que la única forma de conciencia sea la que aparece
asociada a un yo.
Por decirlo más claramente: la Conciencia no aparece al final
del proceso, sino que la encontramos justamente en su inicio
y a lo largo de todo su desarrollo. Conciencia es el principio,
el motor y el despliegue mismo. Conciencia que existe como
“no-asociada a un yo” o como “asociada a un yo”, en cuyo
caso hablamos de mente o conciencia individual. Pero todo el
conjunto no es sino expresión y manifestación de esa Conciencia
Una e Infinita, Absoluta y Omniabarcante, de la que únicamente
podemos decir que ES.
¿Hablar de conciencia asociada a un yo significa, pues, hablar de
la conciencia humana?
Sí, pero siendo conscientes de que lo que llamamos “conciencia
humana” tampoco es una realidad unívoca. Es decir, la conciencia
humana no es una realidad estática, como cierta filosofía pudo
haber pensado. No podía ser de otro modo: al igual que el conjunto
de lo real, participa del proceso evolutivo, en el que se despliega y
desarrolla.
En ese sentido, habría que empezar hablando de tres fases en la
evolución amplia de esa conciencia: la fase pre-personal, personal
y transpersonal. Aparentemente, hemos llegado al auge de la fase
personal, con todo el apogeo del yo racional, y –esto me parece
especialmente relevante–, según diversos signos, podríamos encon-
trarnos en el umbral de la fase transpersonal.
¿Y en esas tres fases se resume toda la historia de la humanidad?
En cierto modo, sí. Sin embargo, los estudiosos de la fenome-
nología de la cultura matizan algo más, por lo que, sin negar la
existencia de un proceso global que ha recorrido esas tres fases,
hablan de cinco niveles o estadios en ese proceso, que se articulan
dentro de las fases mencionadas. En un primer esquema, podríamos
reflejarlo de este modo.

32
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

CONCIENCIA
NO-ASOCIADA A UN YO ASOCIADA A UN YO (mente)

CONCIENCIA ASOCIADA A UN YO
Fase Pre-personal Personal Transpersonal
Fusión: No-yo Yo racional y autónomo No-yo
pre-personal transpersonal
Estadio Arcaico Mágico Mítico Racional Transpersonal
Año ... – 200.000-10.000 10.000-1.500 1.500 a.C. ...
200.000 a.C. a.C. a.C. – ... ...

Con todo ese trasfondo, me parece que llegaremos a captar


mejor todo lo relativo a los marcos de comprensión o paradigmas
en que inexcusablemente nos movemos.

¿Podrías empezar por caracterizar cada uno de esos estadios?


Como he recogido en otro lugar3, siguiendo los estudios de Gebser
y Wilber, pueden describirse de este modo:
U Durante el estadio arcaico, el hombre primordial vivía en un
estado de conciencia más animal que humano, sin la percep-
ción de un “yo” separado, preocupado únicamente de la lucha
por la supervivencia y la búsqueda de alimento;
U en el estadio mágico, el concepto de tiempo se expande más
allá del presente inmediato, pero no mucho más, en una espe-
cie de “presente expandido”; su estado de conciencia se halla
inmerso en lo físico-emocional; se dedica a la caza y recurre a
la magia en busca de apoyo; al mismo tiempo, se torna súbi-
tamente consciente de su mortalidad;
U el tercer estadio, el mítico, apareció hace aproximadamente
diez mil años y supuso un paso gigantesco: se produce una
cierta organización social, se inicia el desarrollo de la agricul-

3. E. MARTÍNEZ LOZANO, Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y


unificación personal, Narcea, Madrid 22006, pp. 194-195.

33
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

tura, aparece la escritura, se enriquece el lenguaje, la religión


asume una forma diferente; lo más decisivo es que las perso-
nas empiezan a vivir en grupos y las historias se transmiten de
una generación a otra en forma de mitos;
U el estadio mental (que Wilber llama también egoico) surge
entre el segundo y el primer milenio precristiano y se caracte-
riza por la entrada en escena del ego y del pensamiento abs-
tracto. Liberado de la magia y del mito, emergido un concepto
lineal del tiempo y una sensación de historia y de futuro, el ego
ha llegado a verse como la única y suprema realidad.

Curiosamente, parece darse una correspondencia entre la evo-


lución colectiva de la humanidad y la evolución biográfica de cada
individuo, ¿no es así?
Efectivamente. El individuo viene a atravesar, grosso modo,
los mismos estadios o niveles de conciencia que ha recorrido la
humanidad en su conjunto, de forma que podría establecerse un
paralelismo entre lo que acabamos de describir como propio de la
historia colectiva, y lo que el ser humano experimenta en su desa-
rrollo individual u ontogenético. De hecho, los estudios culturales
(a partir, sobre todo, de Gebser) y los psicológicos (con Piaget) nos
muestran unas convergencias profundamente ilustrativas.
¿Podrías señalar las características más sobresalientes de cada
uno de esos estadios?
Teniendo en cuenta esos estudios, así como la síntesis realizada
por K. Wilber y J. Marion, me atrevería a ofrecer el siguiente resu-
men.

1. Estadio arcaico
1.1. Conciencia individual (0-6 meses de vida)
Es el estadio del no-yo fusional o “yo material”, de Piaget. En
cualquier caso, se trata, estrictamente hablando, de un “no-yo
prepersonal”. Es un estadio de conciencia físico, dominado por las
sensaciones y los impulsos; estadio de fusión inicial o “narcisismo

34
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

primario”. A partir de ahí, el niño se encuentra con una doble tarea:


1) tomar conciencia de su separación corporal, y 2) llevar a cabo la
separación emocional. Cuando esta tarea no se culmina con éxito y
no se establece el “límite” emocional con los otros, perdura el nar-
cisismo –que proyecta los propios sentimientos sobre los demás– o
una “personalidad fronteriza” (borderline) –que lleva al sujeto a
considerarse a sí mismo “víctima” de ellos–. Por el contrario, si
todo va relativamente bien, el posterior desarrollo de conciencia
será un desprendimiento progresivo de este egocentrismo inicial.

1.2. Conciencia colectiva (Edad de Piedra: 2,5 millones –


200.000 a.C.)
En todo este extenso período de nuestra historia colectiva, aque-
llos primeros antepasados nuestros, se consideraban a sí mismos
como una parte más de la naturaleza. Aunque, hablando con pro-
piedad, no puede decirse que se “consideraran”, porque no habían
desarrollado la capacidad mental de autopercepción; su conexión
con la naturaleza era parte de la experiencia sensorial/emocional
inmediata.
Como ocurre en la primera etapa de nuestra infancia, apenas
existe un yo diferenciado. Predominan las sensaciones y el instinto,
en una situación de supervivencia básica, en la que resultan priorita-
rios el alimento, el calor, el sexo... Se trata de sociedades cazadoras y
recolectoras, que se agrupan en hordas de supervivencia, de unas 40
personas, cuya esperanza de vida promedio es de unos 22 años.
No podremos llamarlo “humano” hasta que no llegue a tomar
conciencia de una cierta libertad interior antes ignorada, y que le
permitirá ir más allá del instinto.

2. Estadio mágico
2.1. Conciencia individual (6 meses – 2 años)
Es el estadio del “yo-corporal”. Se trata todavía de una fase
pre-personal, aunque la mente empieza ya a emerger como algo
separado de lo físico y de lo emocional. Es una etapa caracterizada

35
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

por el pensamiento y las creencias mágicas. En ella, el niño está


convencido de que puede “controlar”, mágicamente, los fenóme-
nos. (Recuerdo la confesión de una mujer que me contaba cómo,
de niña, ante el temor que le producía, cada tarde, el regreso a casa
de su padre alcohólico, cuando se acercaba aquella hora temida,
cerraba con fuerza sus puños, mientras interiormente se repetía:
“¡que venga bien, que venga bien!”, convencida de que, si lo decía
con suficiente intensidad, se produciría el resultado anhelado).
Es inevitable que, en este estadio, el niño vea todo de manera
egocéntrica, así como que confunda el nombre con la realidad. Si el
desarrollo evolutivo va bien, progresivamente aquel egocentrismo
primario se atenuará y el niño aprenderá a compartir, disminuirá
la prepotencia, así como los “sueños de omnipotencia” y el narci-
sismo.
Por lo que se refiere al comportamiento moral, en esta etapa
todo es cuestión de recompensas y castigos. Predomina la concien-
cia socializada, cuya referencia son los otros: para el niño, será
“bueno” lo que agrade a papá y mamá, y él lo realizará como
modo de asegurarse la respuesta a su necesidad de sentirse amado
y reconocido.

2.2. Conciencia colectiva (Del 200.000 al 10.000 a.C.)


Tal vez, lo característico de este estadio sea la toma de conciencia
de la naturaleza. Con todo, sigue habiendo una ausencia de la con-
ciencia de sí mismo, de modo que, aunque se da un primer atisbo,
el ser humano todavía no ha descubierto la realidad de su yo. Poco
a poco, se irá produciendo una expansión de la conciencia, desde
la mera realidad material/sensorial hasta la de la fantasía. De ese
modo, se empieza a dominar el mundo material: se ha iniciado la
fase de la magia, a partir de la creencia de que el nombre da poder
sobre lo nombrado y de que el pensamiento y el rito modifican la
realidad.
Por lo que se refiere a la religión, impera el animismo. El cielo,
el trueno y otros fenómenos de la naturaleza están “vivos” y se pue-

36
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

den controlar en beneficio propio a través de palabras y ceremonias


mágicas. No en vano los espíritus pueblan la tierra; a ellos se apela
mediante bendiciones, maldiciones y hechizos.
Aquellos antepasados se agrupan en tribus étnicas, de parentes-
co, que conforman sociedades hortícolas y matrifocales: los hom-
bres se ocupan de la caza; las mujeres producen cerca del 80 % de
los alimentos. No tiene nada de extraño que en la mayoría de esas
culturas predominen las deidades femeninas.
El ser humano ha empezado a diferenciarse, a liberarse de su
identificación con el todo indiferenciado. Se despierta la conciencia
de sí, enfrente del mundo: está a punto para dejar atrás la etapa pre-
personal y hacer su entrada en el reino de lo personal.

3. Estadio mítico
3.1. Conciencia individual (3-7 años)
El “yo-corporal” quedó atrás. Gracias a su propia capacidad de
observarlo, el niño toma conciencia de que tiene cuerpo, pero no es
su cuerpo. Este descubrimiento, que constituye un paso importante
en su evolución psicológica, coincide con la aparición del lenguaje.
Por todo ello, al “nuevo yo” que emerge se le puede llamar, con
razón, “yo-verbal” o “yo-mental”. Se trata del primero de los nive-
les mentales (o, en el sentido en que lo usamos aquí, “personales”).
Y, con la emergencia del yo-mental, el niño es capaz de entender
lo “abstracto”, aunque todavía sea incapaz de percibir lo que es
“tolerancia” o “diversidad”. Para el niño, en esta etapa, su grupo
familiar lo es todo, y todo “lo suyo” será siempre lo mejor: es el
período más claro de lo que luego denominaremos etnocentrismo.
Un “etnocentrismo” exacerbado por el hecho de que, para el niño
mítico, todo lo que existe en su entorno es la única forma verdadera
de ser y de hacer las cosas: lo que es es lo que debe ser. Se com-
prende entonces que, en esta etapa, la tolerancia sería sinónimo de
traición a los suyos y, por tanto, amenaza para su propio sentido del
yo, por cuanto perdería las referencias “seguras” que le permiten
identificarse como individuo.

37
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Por lo que se refiere al comportamiento moral, impera, como era


de esperar, la ley y el orden: no cabe otra cosa sino cumplir lo esta-
blecido, ya que ahí se asienta el sentimiento de pertenencia –básico
en este estadio– y la propia seguridad.
En cuanto a la religión, para este niño, Dios –que, por lo que
venimos diciendo, siempre será para él “el único Dios verdadero”–
es alguien que le dará lo que pide si es “bueno” y cumple las nor-
mas. Por eso, rezar consiste en pedir al gran Dios que haga milagros
para él; que responda así a sus deseos narcisistas.

3.2. Conciencia colectiva (10.000 – 1.500 a.C.)


Al aumentar la actividad mental, aparece nítidamente la iden-
tidad personal, pero todavía esta autoconciencia emergente está
dominada por el grupo. El sentimiento predominante en este esta-
dio es el de pertenencia, hasta el punto de que es con ese nombre
con el que se conoce a todo este nivel: mítico o de pertenencia. En
lógica coherencia, se incrementa la actividad social y se forman las
ciudades-estado.
La conciencia se expande en el mundo mucho más amplio de
las ideas y las categorías mentales. El control mágico de la vida
del segundo estadio se eleva ahora al control mental/imaginativo
por medio de los mitos. Los mitos son los sueños colectivos de la
humanidad, que vienen a asegurar que la vida tiene un sentido, una
dirección, un objetivo y un orden impuesto por Otro todopoderoso.
Este orden tiene un código de conducta basado en principios abso-
lutistas y fijos acerca de lo que está “bien” y de lo que está “mal”.
De hecho, en el fundamento de las antiguas naciones, encontramos
jerarquías sociales rígidas y paternalistas, como corresponde a un
pensamiento para el que sólo hay un modo correcto de pensar. Ley
y orden, control de la impulsividad a través de la culpa, creencias
literales y fundamentalistas, obediencia a una ley impuesta por
Otro: he ahí algunos pilares básicos de este momento cultural.
El paso de la azada al arado supone el paso de la sociedad
hortícola a la agraria, y conlleva una auténtica transformación:

38
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

los varones producen ahora prácticamente todos los alimentos.


Por primera vez en la historia de los humanos, el excedente masivo
de alimentos libera a un gran número de individuos, que podrán
dedicarse al estudio, al ejército o a la religión, dando lugar a la
estratificación social.
Por lo que se refiere al asunto que llevamos entre manos –la
evolución de la conciencia–, lo más característico de este estadio es
la toma de conciencia del “alma”: ha emergido, ya con claridad, la
conciencia de sí mismo.
Es la etapa de las llamadas “grandes religiones”, cuyas deidades
son ya masculinas –coincidiendo con la revolución en la agricultura
y el consiguiente régimen de patriarcado– y cuyas creencias se expre-
san en términos míticos. Los creyentes míticos, convencidos absolu-
tamente de que la suya es “la única religión verdadera”, precisamen-
te porque excluyen de la salvación a quienes no se adhieren a su fe,
se ven impelidos a lograr la conversión de los extraños, y esto “por
su propio bien”. Es la conciencia dominante en los creyentes de las
grandes religiones. Se comprende que, en este estadio, la compasión
hacia el otro “ajeno” –extranjero, “bárbaro”– sea imposible.
Si en lo religioso es característica la emergencia de las grandes
religiones, en lo sociopolítico, es la de los grandes imperios, con sus
deseos de conquista de todo el mundo.
Dominados por una conciencia rígida y exclusivista, los humanos
de este estadio son incapaces de pensar “globalmente”, más allá del
propio grupo. Se comprende que no importen los asuntos colectivos
o globales, como pueden ser los relativos al medio ambiente, la salud,
la justicia, la población... Lo que prevalece es la cuestión etnocéntrica
o sociocéntrica: “¿Qué puede beneficiarme a mí o a mi grupo?”.

4. Estadio racional
4.1. Conciencia individual (7-21 años, con subestadios: tempra-
no, medio, alto)
Aquel incipiente “yo-mental” de la primera infancia da lugar al
que podemos llamar “yo-racional” más evolucionado. Este esta-

39
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

dio, cuya emergencia requiere inevitablemente la superación de la


conciencia mítica, contiene diversos grados de desarrollo, pero, en
cualquier caso, se caracteriza por la capacidad de pensar de manera
abstracta, comprender principios y afirmaciones generales.
No dudaría en afirmar que lo definitorio de este estadio es la
autonomía y la racionalidad; o mejor aún, la exigencia con la que
el “yo-racional” las reivindica para sí. Hasta el punto de que, desde
la anterior perspectiva mítica, tal exigencia sonaría a disparatada e
incluso amenazadora.
Al tiempo que crece en racionalidad, la conciencia tiende a hacerse
más universalista e igualitarista. Progresivamente, el sociocentrismo
propio de la etapa anterior irá dando paso a una “conciencia univer-
salista” que trasciende las fronteras, si bien esto no significa que no
retornen movimientos y comportamientos rígidamente etnocéntricos.
Por lo que se refiere al comportamiento moral, superadas la
primera “conciencia socializada” y la conciencia referida a los
“grandes principios” del estadio anterior, se va abriendo paso la
conciencia autónoma, que apela a la razón, una razón que tiende a
ser cada vez más solidaria y universalista.
Simultáneamente, la religión se ve también cada vez más mati-
zada por la razón. Las creencias mágicas y las formas míticas resul-
tan más y más insatisfactorias para un individuo que, porque ama
pensar por sí mismo, requiere y exige respuestas que le resulten
razonables. Se ha superado la etapa mítica de la creencia rígida y
de la sumisión jerárquica. Y dado que lo que ahora caracteriza al
individuo en este estadio es justamente la afirmación celosa de su
autonomía y su racionalidad, si se le presenta la religión en formas
míticas, no será raro que experimente muchas disonancias e incluso
un rechazo instintivo.

4.2. Conciencia colectiva (1.500 a.C. – ... ?)


Tras el estadio mágico, la humanidad ha entrado, colectivamen-
te, en la fase del ego individualizado, autoconsciente: una fase ya
claramente personal. La conciencia humana ha evolucionado hasta

40
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

constituir un sujeto individual, un ego único y separado de todo y


de todos. La actividad mental se ha hecho muy autorreflexiva: no
sólo usa imágenes, sino también conceptos, logrando un control
cada vez mayor –para bien o para mal– sobre el entorno natural.
Para esta nueva conciencia, el mundo se presenta como una
maquinaria racional bien engrasada que funciona siguiendo leyes
naturales que pueden ser aprendidas, dominadas y manipuladas en
beneficio propio –beneficio, sobre todo, material–.
En la emergencia de este nuevo estadio colectivo de conciencia,
jugó un papel fundamental el pensamiento griego y, más en concre-
to, la filosofía de Platón. Los mitos anteriores van sustituyéndose
por conceptos abstractos. Y, a la vez que el pensamiento va erigién-
dose como protagonista de toda la escena, el ser humano se auto-
percibe y autoproclama “medida de todas las cosas”. Y, mientras la
etapa mágica se caracterizaba por la emocionalidad, y la mítica por
la imaginación, la mental se definirá por la abstracción. En efecto,
el pensamiento lleva a la abstracción y al dualismo, y su expresión
más importante es la filosofía.
El estadio racional, que se intensificó y agudizó en Europa a
partir de la Ilustración, es el nivel propio del mundo actual, salvo
quizás en las iglesias, que, probablemente animadas por la voluntad
de no perder nada de lo heredado, permanecen, en mayor o menor
medida, ancladas en el nivel anterior.
Todo aquel despliegue del estadio racional fue dando como resul-
tado la emergencia de un sujeto al que he caracterizado como un “yo
racional y autónomo”. Y, en obvia coherencia, paralela al desarrollo
de ese yo “personalizado” como sujeto individual, hace su aparición
una devoción cada vez mayor por un Dios personal, que ocupará el
centro de la religión en esta etapa de la evolución colectiva.

5. Estadio integrado
Al llegar a este estadio, no podemos ya seguir estableciendo el
paralelismo entre “conciencia individual” y “conciencia colectiva”,
por la sencilla razón de que se trata de un estadio que no se ha plas-

41
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

mado aún colectivamente, a pesar de los primeros intentos –como


pueden ser las organizaciones supranacionales de distinto rango y
amplitud–.
A nivel individual, sin embargo, puede afirmarse que, llegado
a un punto de su evolución, el anterior “yo-racional” va dando
paso al que podríamos llamar “yo-integrado” –que Wilber llama
Centauro, aludiendo así a lo más sobresaliente de este nuevo yo: la
persona que ha integrado y unificado las dimensiones de cuerpo-
mente-imagen-sombra-ego–. Si bien este proceso se ha dado a lo
largo de toda la historia humana en personalidades individuales,
ahora nos encontramos en un momento en que parece ser accesible
a los humanos, de un modo colectivo, a pesar de que queden aún
tantas –y dolorosas– señales del “yo” anterior.
Característica de este estadio es, pues, la unificación de toda la
persona y, simultáneamente, la capacidad para pensar desde dife-
rentes perspectivas o aperspectivismo (Gebser). Ello conduce a la
superación de las ideologías rígidas y a un mayor interés y preocupa-
ción por los demás y por el planeta. A medida que se acercan a este
estadio, las personas se hacen más tolerantes, solidarias, compasivas
y afectuosas; y tienden a reducirse la agresividad y el miedo.
La vivencia de lo religioso, en este nuevo estadio, experimenta
también una transformación de tal envergadura que, para un cre-
yente del nivel mítico, sería equivalente a “perder la fe”. Sin embar-
go, lo que ocurre es que los contenidos anteriores empiezan a ser
vistos en su “relatividad”, a la vez que la aproximación a lo Divino
se reviste de una mayor inefabilidad.

6. Estadios transpersonales
Lo que decía en el parágrafo anterior es también válido para este
nuevo estadio: a nivel individual, el “yo-integrado” da paso a un
“no-yo transpersonal”, que requiere la integración y trascendencia
del yo personal del estadio anterior.
Llegada a su apogeo como “yo racional integrado”, la mente
empieza a ser observada, y el pensamiento visto y tratado como

42
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

objeto. Y vuelve a ocurrir lo que había sucedido el día en que el


niño –identificado como “yo-corporal”– pudo observar su cuer-
po: nació el “yo-mental”. Del mismo modo, la observación de la
mente permite trascenderla y situarse “más allá” de ella. ¿Dónde?
En el Testigo interior que irá experimentando una notable
“expansión”, manifestándose al fin como Conciencia universal
y omniabarcante.
Diferentes investigaciones afirman que, a medida que se va avan-
zando en los estadios transpersonales, tiene lugar un desarrollo de
la percepción extrasensorial: clarividencia, clariaudiencia, clarisen-
sibilidad, percepción del aura o cuerpo energético..., a la vez que se
estabiliza una mayor capacidad de vivir en presente.
Liberándose del propio ego –como sensación de identidad sepa-
rada–, se supera el dualismo y crecen en frecuencia e intensidad las
experiencias unitivas, tal como han experimentado los místicos de
toda tradición religiosa. Llegada a este punto, la conciencia –por
decirlo en palabras de san Juan de la Cruz– se siente “como si se
hubiera liberado de una estrecha celda”.
Se ha producido el salto a los estadios transpersonales: la mente,
de percibirse y considerarse a sí misma como “sujeto último” o “yo
definitivo”, aparece como un “objeto” del que espontáneamente
podemos desindentificarnos. Con ello, se ha dado un paso de gigan-
te en la evolución de la conciencia: de pensarse como un “sujeto”
separado frente a otros sujetos y al resto de los objetos flotando
en la “superficie” de la Conciencia universal, el ser humano llega
a experimentar que “su” identidad más profunda se corresponde
precisamente con aquella Conciencia en la que todo –incluido su
propio “yo”, como estado transitorio– se halla contenido.

Ha sido una exposición extensa. ¿Podrías sintetizarla brevemen-


te en un esquema más simple?
Aun a riesgo de “simpleza”, éste es el esquema que se me ocurre.
Tras la lectura anterior, creo que podrá entenderse adecuadamente.

43
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

1. ESTADIO ARCAICO
Conciencia individual Conciencia colectiva
0-6 meses. 2,5 millones de años – 200.000 a.C.
No-yo fusional o “yo material”, de Piaget. Estadio de no-yo prepersonal: ausencia de un
“Narcisismo primario”. yo diferenciado.
Sensaciones e impulsos. Sensaciones e instintos.

2. ESTADIO MÁGICO
Conciencia individual Conciencia colectiva
6 meses – 2 años. –200.000 æ –10.000.
“Yo corporal”. Toma de conciencia de la naturaleza.
Fase pre-personal y mágica. Pensamiento mágico.
Toma de conciencia del cuerpo. Agrupaciones: tribus étnicas, de parentesco.
Conciencia socializada. Sociedades hortícolas y matrifocales.
Primer atisbo del “yo”, no mismidad.
Animismo, rituales mágicos, deidades femeninas.

3. ESTADIO MÍTICO
Conciencia individual Conciencia colectiva
3-7 años. –10.000 æ –1.500.
“Yo verbal” – “Yo mental”. Paso de la sociedad hortícola a la agraria.
Sentimiento de pertenencia. Conciencia de la identidad personal, pero
Empieza a entender lo “abstracto”. dominada por el grupo: pertenencia.
Conciencia cerebral y conformismo social. Etnocentrismo. Grandes imperios.
Todo lo que existe en su entorno es la única. Control mental/imaginativo: mitos.
forma verdadera de ser y de hacer las cosas. Conciencia rígida y exclusivista.
Cualquier otra cosa sería sinónimo de traición Vida social marcada por la Ley y el orden
al grupo y también una amenaza para su y la culpa. Jerarquías sociales rígidas y
sentido del yo. paternalistas.
Un único Dios verdadero, que le dará lo que Deidades masculinas. Grandes religiones:
pide si es “bueno” y cumple las normas. Convertir a todos a la religión verdadera.
Excluyen de la salvación a los que no se
adhieren a su fe.

44
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

4. ESTADIO RACIONAL
Conciencia individual Conciencia colectiva
7-21 años (niveles racionales temprano, –1.500 æ ... ?
medio, alto). Fase personal: ego individualizado,
“Yo racional”. autoconsciente.
Requiere superar la conciencia mítica. Emergencia del pensamiento filosófico:
Capacidad de pensar de manera abstracta. abstracción y dualismo.
Conciencia autónoma, marcada por la Conciencia racional y autónoma.
racionalidad. Agudizada a partir de la Ilustración (s.XVIII).
Religiosidad tamizada por la razón. Centralidad del “yo”.
Religión “personalista”.

5. ESTADIO INTEGRADO
“Yo integrado” (Centauro).
Capacidad para pensar desde diferentes perspectivas: perspectiva global o aperspectivismo.
Superación de rígidas ideologías.
Interés y preocupación por otras personas.
Personas más tolerantes, solidarias, compasivas, afectuosas; menos agresivas, menos temerosas.
Racionalización y conciencia de la “relatividad” (relacionalidad) de todas las formas religiosas.

6. ESTADIOS TRANSPERSONALES
No-yo transpersonal, que requiere la integración y trascendencia del yo personal del estadio anterior.
A partir de la observación de la propia mente.
Emergencia del “Testigo interior”.
Desarrollo de la percepción extrasensorial.
Capacidad creciente de vivir en presente: dimensión atemporal.
Superación del dualismo.
Liberación del propio ego.
Experiencias unitivas.

Déjame todavía añadir una cosa. Como es lógico, los estadios


pueden solaparse e incluso superponerse; el mismo individuo puede
pasar por todos ellos a lo largo de su vida. Pero, desde el interés
que nos mueve en este trabajo, me parece importante señalar algo.
Comprender esta evolución de la conciencia nos ayuda a explicarnos
por qué las personas encuentran difícil seguir creyendo en la religión
cuando las manifestaciones de ésta se han quedado en un estadio en el
que ellas ya no se encuentran. Esto es lo que las llevará a buscar nue-
vas formas de religiosidad, al margen de las religiones establecidas.

45
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Volvamos a ese esquema. ¿Decías que, colectivamente, nos


encontramos en el “estadio racional”?
En términos generales, sí. Otra cosa es que todavía debamos
andar mucho para vivirnos como personas “integradas”, psico-
lógicamente hablando. Sigue habiendo un comportamiento tan
etnocéntrico y a veces incluso pre-racional –tanto a nivel indivi-
dual como colectivo–, que uno estaría tentado de pensar que el
futuro que nos aguarda no es muy halagüeño. Sin embargo, la
evolución es imparable. Similar al del pequeño “grano de mos-
taza” de que hablaba Jesús en su parábola, el dinamismo de la
conciencia empuja hacia delante. Como te decía más arriba, se
incrementan las voces que, desde campos diferentes, empiezan a
hablar del umbral de un nuevo estadio, al que se refieren con dife-
rentes nombres: transmental, transegoico, transpersonal..., en el
que son superadas las barreras de lo mental y de lo individual, en
un estado de conciencia expandido, caracterizado por la intuición
más que por el pensamiento reflexivo, por la unidad más que por
el individualismo. En tal estadio, la realidad empieza a revelarse
–de un modo sorprendentemente diferente a lo que es la percep-
ción cotidiana– como no-dual, dinámica, vacía, interconectada,
acausal, paradójica4...
Pero aquí la mente se detiene. Es un umbral que, justamente,
sólo es accesible si se trasciende el pensamiento. De ahí que se hable,
con razón, de nivel “trans-mental”.

4. No quiero dejar de señalar, aunque sea sólo a pie de página, que son esas mismas
características las que la física cuántica descubre en su aproximación a la realidad
subatómica: también ella habla de vacío primordial, interrelación de todo, acau-
salidad, paradoja, indeterminismo, aespacialidad y atemporalidad, inefabilidad e
incluso Misterio... Por eso creo que se producirá colectivamente una “revolución
copernicana” en el modo de aproximarnos a la realidad, una vez que estos descu-
brimientos trasciendan a la cultura general. La cosmovisión colectiva actual, deu-
dora de la física clásica, es materialista, individualista, determinista... Al descubrir
la inadecuación de estos postulados mecanicistas e integrar las conclusiones de la
nueva física, habrá de producirse un giro radical en el modo colectivo de ver la
realidad y de entender la vida; se modificarán la percepción y el comportamiento.
Se habrá producido una transformación de la conciencia.

46
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

¿Quieres decir que la mente no puede tener acceso a esa dimen-


sión más honda de lo real?
Exactamente. Y eso nos conduce, una vez más, de la arrogancia
a la humildad. ¿Qué es lo que conocemos?, ¿qué hay más allá de
lo que nuestros sentidos y nuestra mente nos muestran?, ¿qué es en
sí la realidad?... Muchas más preguntas que respuestas, indudable-
mente. Tenía razón Newton cuando se comparaba a un niño que,
teniendo en la mano una gotita de agua, se hallaba situado ante
la inmensidad de un océano absolutamente desconocido. Nuestra
mente cree descifrar una “gotita de agua” a la que tiene acceso, pero
¿qué sabe ella del “océano inmenso” que se le escapa?
Señalemos un solo dato. ¿Cómo sería nuestra percepción de la
realidad si tuviéramos acceso a la cuarta dimensión, es decir, si
pudiéramos ver el mundo en cuatro dimensiones? Porque esa cuarta
dimensión –término acuñado por Einstein– no es, en realidad, una
más, en el sentido en que lo son las otras tres; es una a-mensión.
Disuelve e integra las tres dimensiones espaciales. No es represen-
table. Ni siquiera se puede definir la “libertad de tiempo” que la
caracteriza.
Este simple dato debería llevarnos a superar la convicción de
que el pensamiento racional es el único válido o definitivo modo de
conocer. Reconociendo la evolución de la conciencia, habremos de
concluir que lo mental-racional es un elemento entre otros, como lo
son el mágico y el mítico.
Y en la medida en que seamos capaces de observar lo mental,
podremos tomar distancia, des-identificarnos de ello, para de ese
modo trascenderlo. Trascenderlo e integrarlo en un nuevo nivel de
conciencia, del mismo modo que los niveles mágico y mítico fueron
trascendidos y quedaron integrados en el nivel racional.
¿Y ése sería el nivel transpersonal?
Ése es un modo habitual de designarlo. Pero más allá de los
términos que se usen, lo característico del mismo es que, como te
decía, el pensamiento y la mente quedan trascendidos e integrados.

47
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

El ser humano ya no se percibe como un “yo-mental-individual”.


Sin negar esa realidad, sin embargo, va abriéndose paso una “nueva
identidad”, más amplia, más global, más unitaria.
Hablaba antes de la arrogancia que supone identificar la Con-
ciencia con la mente humana, la cual no es sino una forma de
Conciencia-asociada-a-un-yo. A su vez, esa conciencia individual
implica, necesariamente, una concepción dualista del universo, al
dividir la realidad en sujeto (cognoscente, observador) y objeto (lo
conocido, lo observado). Dualismo primario sujeto-objeto del que
se desprenden un sinfín de polaridades.
Desde la perspectiva transpersonal, por el contrario, se afirma
que la conciencia se expande y se transforma en testigo-observador
tanto del sí mismo (self o conciencia personal) como del Ser o
Realidad Total que nos trasciende. Como decía Teilhard de Chardin,
materia y espíritu no son sino las dos caras de una misma moneda.
En la medida en que se disuelvan las fronteras que establece nuestra
mente, accederemos a los niveles de conciencia transpersonales y, en
último término, a la Conciencia Unitaria o Conciencia No-dual. Ésa
será la plena realización de la Conciencia.

El horizonte transpersonal

¿Qué se quiere expresar, exactamente, con el término “transper-


sonal”?
Las experiencias transpersonales son aquéllas en las que la sen-
sación de identidad se extiende más allá (trans) del individuo o de
la persona y llega a abarcar aspectos de la humanidad, de la vida,
del psiquismo y del cosmos que anteriormente eran experimentados
como ajenos. La identidad habitual del yo, reducido a lo individual,
deja paso a una “nueva identidad”.
Pero, ¿cómo se llega a esa afirmación?
Por el descubrimiento de que tenemos acceso a otros estados de
conciencia diferentes al mental o racional. Se los ha llamado –en

48
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

una expresión poco afortunada– “estados alterados de conciencia”


(EAC) –sería más adecuado hablar de “estados transpersonales”–,
y han sido objeto de estudio y de experimentación en estos últimos
años. Se ha inducido el paso a esos estados a través del uso, médica-
mente controlado, de sustancias psicodélicas, y se han comprobado
los efectos que, en la misma dirección, produce la práctica medi-
tativa. Lo que en todos los casos se ha verificado es que, en tales
estados, la percepción de la realidad se modifica sustancialmente.
Por decirlo de un modo simple: en tal percepción, el individualismo,
el dualismo y el materialismo se descubren radicalmente insoste-
nibles. En cuanto se trasciende el pensamiento, en lugar del “yo”
encapsulado en las fronteras de su propia piel, lo que se desvela es
la Conciencia Unitaria, plena y luminosa, también inefable, de Lo
Que Es. De ahí, que lo transpersonal vaya de la mano de la espiri-
tualidad, en su sentido más genuino.
¿De modo que ése es el campo de estudio de la psicología trans-
personal?
La Psicología Transpersonal surge en los años 60 –en 1969,
aparece el Journal of Transpersonal Psichology–, siendo Abraham
Maslow, uno de los principales exponentes de la Psicología
Humanista, quien apuntó la posibilidad de alcanzar un estado del
ser más allá de la autorrealización. Estado que supone la trascen-
dencia por el ser humano de los límites de la propia identidad y
experiencia, alcanzando niveles superiores de conciencia que, estan-
do por encima de las necesidades e intereses materiales, tienen sobre
éstos efectos muy positivos.
Posteriormente, destacados terapeutas e investigadores fueron
desarrollando sus principales conceptos. Entre ellos cabría destacar
a Ken Wilber, Stanislav Grof, Frances Vaughan, Roger Walsh,
Charles Tart, John Welwood, Michael Washburn, Mark Epstein,
Deane Shapiro, Jorge Ferrer y otros. Hoy en día, el enfoque Trans-
personal se ha expandido por los cinco continentes, irradiándose
a través de Asociaciones y Centros de Estudios en distintos países

49
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

del mundo. Su influjo ha ido creciendo hasta el punto de que los


congresos y convenciones que reúnen a quienes se adscriben a
este paradigma, convocan a terapeutas, científicos, filósofos, líderes
religiosos y educadores de las más variadas disciplinas.
Lo cierto es que la psicología, desde sus orígenes, se había cen-
trado en el estudio de lo patológico (neurosis y psicosis), y es con
el surgir de la llamada “psicología humanista” (Maslow, K. Hor-
ney, Rogers, Fromm, Frankl, Sutich, A. Rochais y otros), cuando
se empieza a prestar atención a los aspectos sanos del psiquismo
humano. En ese sentido, puede afirmarse que esa psicología huma-
nista es la antecesora cronológica e ideológica de la psicología
transpersonal, dado que, al hacer hincapié en investigar los aspectos
más sanos del ser humano, y los modos de estimular el proceso de
autorealización, derivó su atención hacia los niveles espirituales.
¿Dices que se había descuidado, por parte de la psicología, la
atención a lo más positivo del ser humano?
En sus inicios, la psicología moderna busca encontrar alivio al
sufrimiento psíquico. Era comprensible que dirigiera su atención a
las patologías que estaban en el origen de aquel sufrimiento. Fue con
la aparición de la psicología humanista, como ha quedado dicho,
cuando se empieza a focalizar la atención sobre el crecimiento perso-
nal. Lo cual exigía, a su vez, una comprensión del ser humano en sus
riquezas y potencialidades, como dinamizadoras del crecimiento.
Pero también este acceso se empezaba a revelar insuficiente. En
1968, A. Maslow propugnaba una “cuarta fuerza” de la psicología
–tras el psicoanálisis, el conductismo y la psicología humanista–,
una psicología transpersonal, una disciplina que fuera más allá de
las cuestiones de la autorrealización, y que diera razón de toda la
dimensión espiritual del ser humano. Bien entendido que, en este
campo, con el término “espiritual” se quiere aludir a ese nuevo
estado de conciencia que trasciende el estado habitual.
Hasta el presente, la psicología ha estado (está) centrada en la
etapa “personal” (en el “yo”), concibiendo al ser humano en cuan-

50
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

to “persona individual”. Desde hace unos años, con la psicología


transpersonal, se empieza a hablar, en este campo, de una nueva
“conciencia” –o nuevo nivel de conciencia–, que permite percibir
lo individual como absolutamente conectado con el todo. La expe-
riencia de “transpersonalidad” consistiría en la percepción de sí
mismo como una realidad no-diferente de la totalidad. Por lógica,
la psicología transpersonal se encuentra íntimamente relacionada
con la “negación del yo” en su pretensión de realidad individual
subsistente por sí mismo y, a su vez, con la filosofía de la no-
dualidad.
Con estos planteamientos, lo que la psicología transpersonal
busca es abrir pistas y ofrecer herramientas para acceder a esta
nueva “conciencia”, en la que es superado –trascendido, integra-
do– el “yo-personal” y se adquiere una conciencia no-diferenciada,
holística.
Una conciencia holística, de la que también se está hablando
desde otros ámbitos, ¿no es así?
Los mentores de la psicología transpersonal subrayan las conver-
gencias de este planteamiento con otros dos accesos importantes a
la realidad que, en principio, parecería que no tienen nada que ver
entre sí: la meditación –tal como se entiende en Oriente– y, en gene-
ral, la experiencia de los místicos de todas las tradiciones religiosas,
que han hablado siempre de la unidad de lo real, hasta el punto de
percibirse de un modo no-diferenciado con la Divinidad; y la nueva
física cuántica, que afirma con rotundidad la interrelación absoluta
de la realidad, tal como se percibe a nivel subatómico: interrelación
entre los mismos quanta, pero interrelación también entre el obser-
vador y lo observado.
Queda la sensación de que la visión individualista, característi-
ca de una conciencia acaparada por el yo, ha llegado a su auge y
empieza su declive. En lugar de las partes separadas, se abre paso
la prioridad de la interrelación entre ellas, la nueva conciencia de
Unidad.

51
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pero da la impresión de que lo “transpersonal” aparece hoy en


todos los campos del saber. ¿A qué se debe?
En mi opinión, a que nos encontramos, colectivamente, en el
umbral de un nuevo estado de conciencia que, como siempre que
ocurre, trae de la mano un nuevo “modelo de comprensión” o
paradigma. Y todo modelo es congruente, es decir, afecta a todas
las dimensiones. Por eso, no es en absoluto casual que, hoy, todo
hable de interrelación, de red, de Unidad: desde la globalización
(¡desarrollada todavía de una forma tan injusta!) hasta Internet,
desde la nueva física hasta la espiritualidad.
No hay duda. Nos hallamos a las puertas de un “salto” hacia un
nuevo estadio de conciencia, que revolucionará nuestros esquemas
de comprensión hasta un punto que no somos capaces de imaginar.
Es decir, que lo que en realidad está en juego es lo relativo a la
“conciencia”, ¿no?
Así es. Como dice S. Grof, si queremos comprender el reino de
lo transpersonal debemos concebir la conciencia de una manera
totalmente nueva: la conciencia también existe fuera, es indepen-
diente de nosotros y no se halla intrínsecamente unida a la materia.
Los límites de ese vasto e ilimitado universo que percibimos ahí
fuera no son más que los límites de nuestra propia mente. “Nuestro
verdadero Yo –repetía Sri Aurobindo– es un Yo que no sólo habita
en nuestro cuerpo sino que mora en todos los cuerpos”. Es como
si uno se convirtiera en una conciencia que contuviera a todos los
seres. No es extraño que los místicos, Jesús entre ellos, se hayan
sentido realmente identificados con toda la humanidad.
Desde esta nueva perspectiva, se advierte que todos los límites
existentes en el universo son ilusorios y arbitrarios y, consiguien-
temente, pueden ser trascendidos. Cuando nos identificamos con
la conciencia cósmica, sentimos que somos capaces de albergar en
nuestro interior la totalidad de la existencia y de comprender la
Realidad que subyace a todas las realidades particulares.
La Vacuidad Absoluta –Vacío, Nada, Silencio Primordial– está
preñada potencialmente de todo lo existente. La analogía que nos

52
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

proporciona la teoría cuántica ondicular de la física moderna puede


ayudarnos a comprender, por un lado, que el Vacío está constituido
por un número infinito de “quantos”, es decir, de fragmentos que
establecen la probabilidad de existencia de un determinado evento
y, por el otro, que al elegir una determinada realidad concreta, ter-
minamos creándola en nuestra conciencia.
Hablas de física cuántica. ¿Qué relación guarda con la psicología
transpersonal?
Es una asombrosa convergencia. Para empezar, hay que reco-
nocer que el replanteamiento completo de nuestra comprensión del
mundo físico fue el núcleo fundamental del dramático cambio en el
siglo XX. La visión newtoniana-cartesiana consideraba la realidad
compuesta de materia sólida, y al universo como una gigantesca
máquina; en consecuencia, la conciencia parecía ser una simple
secreción del cerebro. La materia constituiría el fundamento del uni-
verso. La conciencia individual se hallaría circunscrita en el interior
de nuestro cráneo.
Sin embargo, el descubrimiento de las partículas subatómicas,
por parte de la física moderna, desafiaba los principios newtonia-
nos. Estos elementos subatómicos gozaban, por lo demás, de extra-
ñas propiedades, como la “paradoja onda-partícula”.
De ese modo, la vieja definición de materia fue reemplazada, a
nivel subatómico, por la de “probabilidad estadística”, por la “ten-
dencia a existir”. El universo es, en realidad, una compleja red de
eventos y de relaciones. Y la conciencia desempeña un papel activo
en la creación de la misma realidad. La materia es intercambiable
con la energía. De modo que el universo de la física moderna se
asemeja más a un gran pensamiento que a una gigantesca máquina
(James Jeans); no es un conglomerado de objetos newtonianos, sino
un sistema extraordinariamente complejo de fenómenos vibrato-
rios, “sobre” un “vacío dinámico”. La materia y la vida, como la
materia y la conciencia, son abstracciones de una totalidad indivisa
de la que nada puede separarse.

53
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

En un libro sumamente interesante, Ervin Laszlo, a partir de los


enigmas que plantea la cosmología, la física cuántica, la biología y
la psicología, llega a afirmar que, a la vanguardia de la ciencia, “está
emergiendo un nuevo concepto de mundo”. Y algo característico de
esta novedad es que “todas las cosas están interrelacionadas”: no
sólo es que estén unidas por flujos de energía, sino que también
están enlazadas por flujos de información. Son registradas y apor-
tan información las unas sobre las otras. El universo es un sistema
coherente con un alto grado de integración, asemejándose a un
organismo vivo. Todas las cosas son globales. “Un campo cósmico
de información consigue conectar a los organismos y las mentes en
la biosfera, y las partículas, estrellas y galaxias a través de todo el
cosmos”. Y más adelante: “Todas las cosas del universo, afirma el
astronauta E. Mitchell de la misión Apolo, tienen capacidad para
«saber»”. Hasta las moléculas «saben» combinarse en forma de
células. La materia en la mecánica cuántica –cita a Freeman Dyson–
«no es una sustancia inerte sino un agente activo, que está constan-
temente haciendo elección entre posibilidades alternativas... Parece
como si la mente fuera en alguna medida algo inherente a cada
electrón». Para terminar afirmando: “Todas las cosas que surgen y
evolucionan en el universo presentan tanto un aspecto mental como
un aspecto material. Ambos son aspectos complementarios de una
realidad más profunda” 5.
¡Pero esto supone una revolución radical...!
A eso me refería antes, al hablar de que la nueva comprensión
de la realidad física tocaba el núcleo mismo del cambio del siglo
pasado. Y es que la imagen del mundo que nos presentan los físi-
cos ha sufrido una mutación radical y de implicaciones tan vastas
como para conmover los cimientos mismos de la ciencia. Pues la
realidad desvelada, especialmente en el nivel subatómico, es tan
paradójica que desafía toda descripción en términos y teorías tradi-

5. E. LASZLO, La ciencia y el campo akásico. Una teoría integral del todo, Nowtilus,
Madrid 2004, p. 149.

54
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

cionales y pone en cuestión algunos de los supuestos fundamentales


de la ciencia y la filosofía de Occidente.
Las descripciones tradicionales se basaban en gran parte en con-
ceptos filosóficos griegos y se describía el universo como atomista,
divisible, estático, determinista y no-relativista. Estas descripciones
necesitan ahora el suplemento de modelos que reconocen una reali-
dad holista, indivisible, interconectada, dinámica, indeterminista y
relativa, que no sólo es inseparable de la conciencia del observador,
sino que además es función de ésta.
Y esto viene unido a las investigaciones en el campo de la con-
ciencia. De acuerdo con ellas, el anterior modo de comprender
la conciencia humana –como reducida a la mente– no basta para
explicar lo que ocurre cuando nos adentramos en estados no ordi-
narios de conciencia. A partir de aquéllas, por el contrario, hemos
de concluir que el psiquismo humano trasciende las limitaciones
espacio-temporales cotidianas; que forma parte de un continuo
infinito de conciencia; y que el cerebro actúa como un vehículo de
la misma.
El modelo holográfico nos ayuda a comprender las relacio-
nes existentes entre las partes y el todo. La parte deja de ser un
fragmento de la totalidad para contener y reflejar –bajo ciertas
circunstancias– la totalidad misma. Somos un microcosmos que
contiene y refleja el macrocosmos. Somos campos de conciencia
ilimitados que trascendemos el tiempo, el espacio, la materia y la
causalidad lineal. Desde la nueva física puede afirmarse que lo más
básico en la existencia no es la materia, los átomos o los quarks,
sino la conciencia. La realidad entera, por lo demás, es un todo
interconectado.
¿Ésa es la convergencia de la que hablas?
Sí. La visión transpersonal del mundo parece encontrar apoyo
tanto en la física moderna como en el misticismo oriental, que
describe al universo como una dinámica e intrincada telaraña de
relaciones que cambian continuamente.

55
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Desde el ángulo tanto del misticismo como de la nueva física y


de la psicología transpersonal, “al principio fue la Conciencia”. Así
queda expresado en las conocidas palabras de Max Planck: “En mi
carácter de físico y como hombre que ha dedicado su vida a la cien-
cia auténtica, a la investigación de la materia, me creo a salvo de la
sospecha de ser un fantasioso irresponsable. Por ello, y a raíz de mis
exploraciones en el campo atómico, declaro lo siguiente: No existe la
materia en sí. Toda materia nace y permanece únicamente en virtud
de una Fuerza que pone en vibración las partículas intraatómicas
y las mantiene vinculadas semejando al más pequeño sistema solar
del mundo. Siendo que en el Universo no existe fuerza inteligente ni
fuerza eterna (abstracta) alguna, debemos admitir detrás de la Fuerza
mencionada la presencia de un Espíritu consciente inteligente, o sea
que el fundamento esencial de la materia es dicho espíritu”.
¿Y por qué las implicaciones de este modelo son tan profundas?
Porque lo que está en juego es nada menos que la conciencia. La
conciencia es la dimensión central que sirve de base y de contex-
to a toda experiencia. Nuestra conciencia habitual se halla en un
estado restringido por una actitud defensiva. Este estado habitual
se encuentra inundado por un flujo continuo de pensamientos y
fantasías, en gran parte incontrolables, que responden a nuestras
necesidades y defensas. “Todos estamos prisioneros de nuestra
mente, repetía Ram Dass. Darse cuenta de esto es el primer paso en
el viaje de la liberación”.
Se trata de abandonar esta contracción defensiva y avanzar hacia
el silencio de la mente. Si la capacidad de pensar es un don notable,
la capacidad de no pensar lo es aún más. Nuestro estado habitual
ofrece una percepción deformada de la realidad y no alcanza a reco-
nocer esa deformación.
¿Y dónde está, pues, la clave?
La clave de todo ello está en despertar, es decir, en tomar con-
ciencia del engaño de nuestro pequeño yo y su absolutización como
identidad separada. La gente está mucho más encerrada y atrapada

56
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

en su condicionamiento de lo que ella misma cree, pero es posible


liberarse de él. Para ello, necesitamos des-apegarnos. En la medida
en que creamos que nuestra identidad se deriva de nuestros roles,
de nuestros problemas, de nuestras relaciones o del contenido de la
conciencia, el apego resultará reforzado por la zozobra de la super-
vivencia personal.
El proceso de desidentificación es de amplias proyecciones. Lo
que sucede es que solemos estar tan identificados con nuestra mente
que jamás se nos ocurre siquiera cuestionar aquello que nos decimos
que somos. Sin embargo, sólo la des-identificación –reconociendo el
lugar de la mente, pero sin reducirnos a ella– nos libera de la tiranía
de nuestros pensamientos o estados anímicos, nos descubre la false-
dad de la sensación de identidades separadas y nos permite abrirnos
a la experiencia de Ser, o mejor, de que Todo ES. Mientras que,
por el contrario, en nuestro estado de conciencia habitual, estamos
identificados, es decir, nos encontramos, literalmente, hipnotizados,
narcotizados, “dormidos”.
Todo es, como tú dices, una tarea de despertar. Tarea que, bajo
este ángulo del que venimos hablando, puede considerarse como
una des-identificación progresiva respecto del contenido mental en
general y de los pensamientos en particular. Cuando no existe una
identificación exclusiva, queda trascendida la dicotomía yo/no-yo y
la persona se vivencia a la vez como “nada” y como “todo”.
¿De modo que des-identificación es sinónimo de despertar?
Si aprendemos a desidentificarnos del cuerpo, de nuestros senti-
mientos y de nuestros pensamientos, podremos descubrir un centro
interno a nosotros, el Yo. Este Yo transpersonal, también conocido
como “Testigo”, trasciende los altibajos de la vida personal y de
este modo se encuentra en casa en el mundo de la luz, la calma y la
paz. Ese Yo –tal como afirma Wilber– es idéntico en todas las perso-
nas, porque carece de todo atributo individual. Es inmortal y eterno
y, aunque no pueda percibirse ni definirse objetivamente –no puede
ser pensado–, sí que puede, no obstante, actualizarse, vivirse.

57
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Un “salto” de conciencia

Voy viendo que, en cuanto caemos en la cuenta de que la con-


ciencia no es una realidad “estática”, sino evolutiva, automática-
mente percibimos que nuestra visión de las cosas resulta mucho más
condicionada de lo que hubiéramos pensado.
Así es. Desde la necesidad de seguridad, más acentuada a partir
de la emergencia del “yo” como sensación de identidad separada,
nos aferramos a nuestra propia idea o visión del mundo, como si
fuera la única válida. De ese modo, la revestimos de un carácter
absoluto, con lo que, paralelamente, nosotros mismos quedamos
“absolutizados”. Tal atribución de absolutez a nuestra visión pare-
ce otorgarnos una seguridad capaz de poner freno a todo aquello
que se nos escapa o no controlamos. En este sentido, hay que reco-
nocer que nuestra mente es prodigiosa en su capacidad de “seleccio-
nar” justamente aquello que viene a confirmar nuestras evidencias
previas. Eso explica, a su vez, la fortaleza que tales “evidencias”
llegan a adquirir.
Así pues, ¿nos quedamos sin seguridades?
No; de entrada, nos quedamos sin dogmatismos ni autoengaños.
Y nos quedamos también con una mayor humildad, que hace jus-
ticia a nuestra condición de buscadores muy limitados y condicio-
nados. Y, sobre todo, nos quedamos con el reto de buscar la segu-
ridad en “otra” parte; no en las ideas adquiridas, sino en el acceso
experiencial a nuestra identidad profunda, que va mucho más allá
de nuestro “yo” pensante.
¿Más allá?
Sí, tan “allá” (tan “acá”) como lo está la Conciencia de nues-
tra mente. Mientras sigamos identificados con nuestra mente,
quedaremos encapsulados en nuestro yo, con sus engaños y sus
arrogancias que en realidad tratan de ocultar su soledad, su miedo
y su inseguridad. Al descubrirnos como Conciencia, todo empieza
a reordenarse.
¿Quieres decir que el yo es incapaz de garantizar seguridad?

58
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Si desde nuestro habitual estado de conciencia separada nombra-


mos algo como “seguridad”, es, en todo caso, un falso concepto o
una falsa percepción de la misma. Más simplemente aún: “seguri-
dad” y “yo” se autoexcluyen mutuamente. La seguridad no puede
darse en la impermanencia. Y si hay algo impermanente, eso es el
yo. De ahí que la búsqueda de seguridad terminará necesariamente
en la frustración..., mientras no se trascienda el yo. Por eso te decía
que la seguridad está siempre “más allá” (“más acá”) del yo. En
lo concreto, esto significa, por un lado, aceptar nuestra ineludible
inseguridad y, por otro, avanzar hacia la experiencia de nuestra
verdadera identidad, la identidad de Lo Que Es. Querer alcanzar
seguridad –por caminos filosóficos, científicos, religiosos...–, man-
teniendo el yo como sensación de identidad separada, es una tarea
imposible, que desembocará probablemente en imposiciones más o
menos inconscientemente engañosas.
Ése es, por tanto, nuestro gran desafío: encontrar el modo de
experimentarnos en nuestra identidad profunda. Y, a mi modo de
ver, el camino para llegar a ello es la meditación, entendida ésta en
su sentido original, como aquietamiento del flujo mental. El motivo
es claro: si el pensamiento es el que está en el origen del yo, aquie-
tado aquél, éste queda trascendido.
Pero no parece un “salto” fácil.
No, no lo es. Por eso es comprensible el susto e incluso el vértigo
que suele producir. Y las resistencias. Vértigo, porque para nuestra
mente es algo absolutamente nuevo y desconocido. Pero, sobre todo
–y de ahí las resistencias–, porque nuestro yo intuye que tal salto
supone su propia disolución. Y esto es lo que no está dispuesto a
aceptar. Por eso es una tarea extremadamente paradójica: el yo se
embarca en un proceso que únicamente culminará al desaparecer el
yo. ¿Cómo extrañarnos de que se resista?
De todos modos, por si te sirve de ayuda, te diré que algo similar
debieron experimentar nuestros antepasados, en saltos previos.
¿Quieres decir que la humanidad ha pasado por algún cambio
equiparable a éste?

59
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Personalmente, creo que la emergencia del yo tuvo que venir


acompañada de una sensación de vértigo similar. ¿Te imaginas el
paso de un estado de “fusión” a otro de conciencia de individua-
lidad separada?, ¿de un no-yo pre-personal a un “yo” aislado? Es
cierto que no ocurrió de la noche a la mañana, sino en una pro-
gresión muy dilatada. Sin embargo, aun así, el susto ante lo nuevo
debió ser de envergadura.
Cómo lo debieron experimentar, que llegaron a interpretarlo
como una “caída”, con sus secuelas de pérdida y de culpabilidad.
¿A qué te refieres?
A los relatos de los orígenes. Relatos míticos, ciertamente, como
corresponde al estadio de conciencia en el que nacieron. Pero relatos
que contienen una información valiosa sobre lo que ellos experi-
mentaron.
Tomemos el relato bíblico. Según ese mito, el sudor y el sufri-
miento son consecuencia de la “caída”. Pero caída ¿de dónde? De
un estado paradisíaco previo, donde no había conciencia alguna de
separación. El ser humano (Adán-Eva) vivía un estado de armonía
en el que Dios mismo “se paseaba” con él en el “jardín”. Se trata
de una descripción de un estadio pre-personal donde, al no haber
aparecido aún la conciencia de un yo separado, no hay todavía
experiencia de soledad ni de miedo.
Sin embargo, con la emergencia del yo individual, con el inicio
de la autoconciencia, hacen también su aparición en escena aquellos
sentimientos. En efecto, donde hay conciencia de separación hay
también miedo y soledad, y angustia. A partir de ese momento, el
ser humano se encuentra en una condición única. Los dioses son
inmortales y lo saben; los animales son mortales, pero no lo saben.
Únicamente los humanos son mortales y lo saben. El saberlo es
autoconciencia y autoconciencia angustiada.
Ante esa vivencia, los humanos interpretan lo ocurrido como
una caída y una pérdida. Caída y pérdida que se atribuyen a sí mis-
mos. De este modo, dan razón del sentimiento de culpabilidad. Con

60
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

ello, se interpreta el comienzo mismo de la conciencia de sí en clave


de pecado: el “pecado original”.
Y luego ese mito sería tomado en su literalidad...
Efectivamente y, al hacerlo así, la tradición judeocristiana llegó
a conclusiones realmente aberrantes, miradas desde hoy. Por eso, la
mera constatación de lo que hemos sido capaces de llegar a creer
debería prevenirnos para ser mucho más modestos en la formu-
lación de nuestras creencias. ¿Cómo pudo llegar a creerse que el
pecado original se transmitía a través del semen..., o que existía un
“limbo” como destino de los niños que morían sin bautizar? ¿Cómo
se pudo perpetuar la fe en un Dios que era capaz de mantener las
consecuencias del “pecado” por generaciones sin término? ¿Cómo
se pudo, en fin, llegar a que toda la doctrina religiosa girara, en la
práctica, en torno a este “pecado”?
¿Qué ocurre? Que en cuanto hemos podido tomar distancia de
aquel estadio de conciencia, nuestra lectura cambia radicalmente.
Y, con ella, la expresión de la misma fe. Por lo que el hecho de
seguir manteniendo aquellas creencias no es señal de una mayor fe,
sino de una mayor ignorancia... o de un fundamentalismo –incons-
cientemente– interesado.
Sin embargo, lo que aquí nos importa es algo diferente. Lo que
fue interpretado como “caída” había sido, en realidad, un ascenso,
un gran paso hacia delante en el largo proceso de hominización6.
Los humanos habían salido de las brumas de la inconsciencia para
iniciar una fase personal; el no-yo fusional, característico de la fase
pre-personal, cedía el paso a un incipiente yo individual con con-
ciencia de sí. La angustia que tal consciencia conllevaba hizo que se
interpretara como una pérdida de algo mejor, pero no hubo tal pér-
dida, sino una admirable conquista. Hasta el punto de que el mismo

6. También el moderado teólogo J. POLKINGHORNE, Explorar la realidad. La


interrelación de ciencia y religión, Sal Terrae, Santander 2007, p. 160, propone
entender “el relato de la caída como símbolo de un alejamiento de Dios en aras
del yo que coincide con la aurora de la auto-conciencia de los homínidos”.

61
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

mito lo recoge, aunque, para ser coherente con su propia interpre-


tación, lo presente en forma de tentación diabólica: “Seréis como
dioses”. En realidad, esa afirmación iba en la dirección correcta: la
creación salía de la inconsciencia para acercarse a la divinidad. Era
todo un proceso creciente de autoconciencia que, arrancando de
la pre-personalidad, emergía a lo personal para desembocar en la
transpersonalidad unitaria.
Dado el carácter “novedoso” de esta lectura del mito de los orí-
genes, y puesto que se trata de un tema –el del “pecado original”–
que volveremos a encontrar al hablar de la salvación, en el capítulo
tercero, permíteme un paréntesis en nuestro diálogo. Dejemos, por
un momento, el tema de la evolución de la conciencia, y tratemos
de clarificar lo que aquella nueva lectura encierra. Y aquí quiero
plantearte una primera cuestión: ¿No es ésa una interpretación
“psicologista” del mito de los orígenes?
Es probable que la vean así tanto quienes hacen una lectura
literalista de aquel texto como quienes, sin llegar a ese literalismo
insostenible, siguen interpretándolo, como se ha hecho tradicio-
nalmente, en clave mítica: creyendo que se habla ahí del “pecado
original”, causante de una “caída” que habría de condicionar toda
la historia posterior.
Sin embargo, no se trata de una interpretación psicologizante, ya
que no es la psicología, sino la antropología cultural la que nos hace
comprender cómo ha sido el desarrollo evolutivo de nuestra especie.
Pero además –y esto es lo más importante– no se trata de “psicolo-
gizar” el texto bíblico, sino de leerlo ajustadamente, de acuerdo a
nuestros conocimientos, más allá de la lectura –ésa sí era una proyec-
ción– “espiritualista” o simplemente mítica que se hizo del mismo.
¿Y qué es lo que hoy conocemos?
Hoy tenemos más datos de lo que tuvo que haber sido todo el
proceso de hominización. Dicho proceso, obviamente, empezó con
la autoconciencia. Y la autoconciencia humana es, inevitablemente
–como te decía antes–, soledad, angustia, miedo..., en cuanto toma

62
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

de conciencia de la propia e irreparable fragilidad, de la separación


y la muerte. ¿Cómo no habrían de “leer” su condición en clave de
culpa, es decir, como consecuencia de algún “pecado original”?
Pero esta lectura, ¿no sonará blasfema a los oídos creyentes?
Indudablemente, sonará así para cualquier creyente que haya
sido educado en la formulación tradicional y, más ampliamente,
para todo aquél que se encuentre en un estadio religioso “mítico”.
Más aún, al rechazar como “blasfema” esa lectura, no lo hará, en
principio, por empecinamiento, sino de buena fe: sencillamente,
porque no puede ver otra cosa. El estadio en que se encuentra hace
que identifique, forzosamente, “verdad” con “forma de expresión”
o “formulación recibida” y con literalidad. Más aún, que viva tal
identificación como fidelidad que le está aportando una seguridad
que, de otro modo, se tambalearía. Como ves, demasiadas cosas
importantes en juego como para –mientras no se supere aquel esta-
dio– aceptar la nueva propuesta.
Sin embargo, en cuanto se toma un mínimo de distancia –y es
lo que está ocurriendo ya de una forma masiva en nuestro mundo–
con respecto a la “doctrina tradicional” del pecado original, se cae
en la cuenta de que esa doctrina –o lectura– presenta incongruencias
tales que la hacen increíble. Por un lado, ¿quién, en aquel proceso
de hominización en el que es imposible trazar la frontera de separa-
ción entre primates, homínidos y seres humanos, fue el que desobe-
deció a Dios? Es decir, ¿quiénes habrían sido “Adán” y “Eva”? Por
otro, ¿cómo se produjo tal desobediencia, si dejamos de entenderla
en clave mítica? Además, ¿no está todo el relato planteado para
explicar una supuesta caída desde un previo estado paradisíaco,
siendo así que aquel estado nunca ha existido? Pero además –ya
en clave teológica–, ¿nos parecen aceptables las consecuencias que
aquel pecado habría ocasionado?
Hoy conocemos bien que la humanidad no viene de un Edén ori-
ginal que habría perdido a causa de un supuesto pecado. Provenimos,
por el contrario, de un estadio prehumano, del que la consciencia

63
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

–junto con la prodigiosa y admirable aparición del lenguaje– fue


emergiendo paulatinamente. Lo decía más arriba: no se trató en
absoluto de una caída, sino de un ascenso.
¿En qué habría consistido exactamente aquel “paso”?
No tenemos, evidentemente, muchos datos. Lo que podemos
decir es que lo que tú denominas “paso” no fue algo puntual, sino
el brotar lento y progresivo de la conciencia egoica, que llevó a
nuestros antepasados a percibirse y a nombrarse gradualmente
como seres separados. Desde esa conciencia, era inevitable que vie-
ran y nombraran a Dios del mismo modo, como un Ser igualmente
separado.
Pero, con un planteamiento de este tipo, ¿no se viene abajo todo
el catecismo cristiano?
No; se viene abajo una determinada formulación que ha sido
“válida” durante siglos, pero que hoy se percibe como insostenible.
Sin embargo, no se pierde nada valioso; todo lo que era válido es
asumido e integrado en una nueva lectura. Una lectura en clave
transpersonal o, si prefieres, mística. Lo que ocurre es que el cambio
no ha de resultar fácil ni agradable, debido a la identificación que
aún se vive –y que busca mantenerse por todos los medios– con la
cosmovisión heredada del nivel precedente –mítico–. No olvides
que, visto desde el paradigma anterior, lo que hay en juego en este
cambio es mucho y muy valioso.

Pre-modernidad, Modernidad, Postmodernidad

La evolución de la conciencia es innegable. Ahora bien, ¿cómo


se articulan los estadios o niveles de conciencia con los paradigmas
de que hablabas antes?
Más arriba, hemos hablado de “estadios de conciencia”; ahora
centramos nuestra atención en los “paradigmas”. Un paradigma
es una concreción histórica determinada que tiene lugar dentro de
un estadio de conciencia, que es una realidad más amplia. De cara

64
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

al objetivo de nuestro trabajo, como te decía más arriba, voy a


distinguir tres paradigmas, que he designado como pre-moderno,
moderno y postmoderno. Esa misma designación deja ver que los
“medimos” desde nuestra óptica personal, la Modernidad. Pero
me parece una clave adecuada para avanzar en la comprensión del
cambio en el que nos vemos inmersos.
De ellos, el primero se enmarca en los inicios del estadio de con-
ciencia racional, por lo que conlleva aún muchos elementos míticos;
el segundo coincide con el apogeo de la racionalidad egoica; mien-
tras que el tercero, en cambio, parece apuntar hacia el umbral de un
estadio diferente, el transpersonal.
Nuestro esquema anterior queda así completado:

CONCIENCIA ASOCIADA A UN YO
Fase Pre-personal Personal Transpersonal
Fusión: No-yo Yo racional y autónomo No-yo Transp...
pre-personal
Nivel Arcaico Mágico Mítico Racional Transpersonal
Año ... – 200.000-10.000 10.000-1.500 1.500 a.C. ...
200.000 a.C. a.C. – ...
a.C.
Paradigma Premoderno Moderno Postmoderno

Señalar las diferencias más características entre cada paradigma,


nos permitirá crecer en lucidez y en ajuste a la hora de plantear hoy
la cuestión de Dios, como objeto del presente estudio.
Sin embargo, hablar de paradigmas no significa, de entrada,
abordar una temática religiosa, ¿no es así?
Tienes razón. Un paradigma es un fenómeno cultural, en el
sentido más amplio del término. Un marco general que, entre otras
cosas, incluye un modo específico de formular o expresar la expe-
riencia religiosa. Formulación que, por ello mismo, por una necesi-
dad interna, habrá de ser coherente con el propio paradigma en el
que se expresa.

65
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Digámoslo de otro modo: todo paradigma constituye un modo


de ver la realidad –una cosmovisión– que, mientras no sea puesto
en cuestión por la emergencia de nuevos datos, aparecerá como
globalmente coherente. Por eso, mientras estamos identificados
con un paradigma, nos resulta inconcebible imaginar otro modo de
percibir la realidad.
Pero, como te decía, un paradigma es un modelo cultural global,
un prisma a cuya luz se percibirán todos los elementos de la reali-
dad en un momento determinado. Dentro de esos elementos, está
incluido el religioso.
¿Eso significa que cada paradigma incluye un modo peculiar de
entender la Divinidad?
Exactamente: un modo de entenderla, tanto si se la afirma como
si se la niega. Resulta obvio que una dimensión tan fundamental no
podría quedar fuera de ninguna cosmovisión. Pero eso mismo nos
introduce en otra cuestión mucho más problemática: si las formas
de hablar de Dios son inevitablemente deudoras del paradigma del
momento, ¿cómo hacer para no quedar atrapados en ellas? Éste es
el nudo de la cuestión.
Distinguir “formas” de “contenido” –para no tirar al bebé con el
agua sucia de la bañera, ni pretender mantener el agua sucia con el
pretexto de que contiene al bebé– será todo un ejercicio de lucidez
y de libertad, que nunca podremos dar por cerrado. Y para ello, el
primer paso habrá de consistir en tomar distancia del propio para-
digma. En efecto, conocer las gafas que usamos nos permitirá ser
críticos frente a la realidad que nos llega a través de ellas.

Vayamos, pues, con ese ejercicio de lucidez. ¿Cuáles serían los


rasgos más característicos de cada uno de los tres paradigmas de los
que hablabas?
Señalaré, de un modo esquemático para no repetir lo dicho ya en
otra parte7, aquellos rasgos que incidan directamente en el tema que

7. E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Dios hoy?..., pp. 86-98. Remito a esas páginas para
la explicación sobre los dos primeros paradigmas.

66
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

nos ocupa, el planteamiento de la cuestión sobre Dios. Empecemos


por el que hemos llamado paradigma pre-moderno.
En él, la realidad aparecía en tres planos bien diferenciados. La
tierra se veía como una superficie suspendida entre la bóveda celeste
o cielo, morada de Dios y los seres espirituales, y el abismo inferior
o infierno, sede de todas las fuerzas malignas o demoníacas. El
propio Aristóteles dividía el mundo en dos planos: el “sublunar”,
sometido al cambio, y el de “más allá de la luna”, donde habitaban
seres celestes, perfectos, inmutables, eternos. La tierra, no sólo ocu-
paba un espacio intermedio entre ambos, sino que se veía sometida
constantemente al influjo de las fuerzas, benéficas o maléficas, que
provenían de ellos. Los humanos, por tanto, se percibían a merced
de fuerzas extrañas, ante las que se sentían impotentes. No sólo eso;
se vivían como seres alienados, dirigiendo su atención “fuera” de sí:
al dios, al que rogar, o al demonio, del que precaverse.
¿Y qué consecuencias tenía un planteamiento de ese tipo para la
vivencia religiosa?
A mi modo de ver, ese planteamiento hacía que se entendiera la
Trascendencia como distancia, incluso “física”, exacerbando ade-
más el dualismo religioso y el intervencionismo divino. Por decirlo
de un modo sencillo: Dios se veía como un Ser omnipotente, alejado
en su cielo, radicalmente separado del mundo, en el que sin embargo
podía intervenir a su antojo, de un modo arbitrario. Esto no niega
que, en Dios, se reconociesen aspectos positivos. En la propia tradi-
ción bíblica, como sabes, Dios aparece con frecuencia caracterizado
como misericordia entrañable. Pero distancia, dualismo e interven-
cionismo formaban parte inevitable de aquella cosmovisión.
Y esto empieza a cambiar con la Modernidad...
Así es. Si Aristóteles hablaba de un mundo “sublunar” y otro
“translunar”, Copérnico afirmará que la luna es como la tierra:
no hay dos mundos, sino uno solo, regido por las mismas leyes.
Y mientras Tomás de Aquino creía que cada astro era movido
por un ángel, Newton concluirá que es la misma fuerza –ley de la

67
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

gravitación universal– la que mantiene las órbitas de los planetas.


Había surgido la modernidad, caracterizada por una secularización
progresiva –entendida como independencia con respecto a la tutela
de lo religioso y, en concreto, de la Iglesia– de los diferentes sectores
sociales: mundo físico, social, político, psicológico, moral...
Si lo característico del paradigma anterior era la percepción de la
realidad en tres planos separados, lo propio de éste es la afirmación
de la unidad. La realidad es una y se caracteriza por la autonomía y la
racionalidad. Será la Razón la que sea elevada a la categoría de diosa
y entronizada como tal. Y el yo se constituirá en protagonista abso-
luto. Con la Ilustración, habremos llegado al culmen y apogeo de la
racionalidad egoica y, por eso mismo, al comienzo de su declive.
¿Y las consecuencias para la vivencia religiosa?
Si bien es cierto que algunos planteamientos nacidos desde la
racionalidad autónoma desembocaron –debido también a otros
factores históricos y socioculturales que no podemos analizar
ahora8– en un ateísmo generalizado y, en algunos casos, beligerante,
no lo es menos que el nuevo paradigma ofrecía las bases para una
superación de aquella forma antigua de entender la trascendencia
como distancia. Porque la aceptación de la unidad de todo lo real
no equivalía a la negación de todo tipo de trascendencia. La unidad,
en efecto, puede percibirse como cerrada en sí misma o, por el con-
trario, abierta a una dimensión de profundidad.
Ahora, al percibir la unidad de lo real, la trascendencia empezaba
a vivirse como siempre la habían intuido y vivido los místicos, como
máxima intimidad. Por su parte, el reconocimiento de la autonomía
de lo real desenmascaraba la imagen de un dios “tapaagujeros” e
intervencionista. Curiosamente, aun entendiéndola como intimidad,
la trascendencia quedaba más garantizada: Dios no era ya el ser a
quien echar mano para suplir nuestra ignorancia o calmar nuestra
inseguridad, sino la Profundidad que (nos) hace ser.

8. Pueden verse más datos en el ya citado ¿Dios hoy?..., pp. 65-112.

68
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Con el cambio de paradigma, se ponían las bases para un modo


nuevo de comprender la acción de Dios.
...Cuando se empieza a abrir camino un nuevo paradigma...
El paradigma de la postmodernidad. Pero permíteme un inci-
so, que puede ayudarnos a clarificar el conjunto del que venimos
tratando. Ni hay un paradigma “mejor” que otro, ni tiene ningún
sentido entrar en comparaciones valorativas. En cada uno, la per-
sona religiosa ha podido vivir experiencias profundas y alcanzar
niveles elevados de humanidad. El problema empieza cuando, una
vez superado cualquiera de ellos, nos empeñamos en mantenernos
aferrados a él. Hemos quedado prisioneros de las “formas”, por
haberlas identificado y confundido con el “contenido” que se vehi-
culaba a través de las mismas.
¿Por qué ocurre eso?
Porque todo paradigma se resiste a desaparecer. Y porque todo
cambio de paradigma se percibe con inseguridad –como inseguridad
sentimos cuando nos cambian las gafas por otras de graduación
diferente–. No es raro que la institución, que se ha identificado con
un paradigma determinado y, a través de él, ha guiado las concien-
cias de sus fieles, tienda de entrada a descalificarlo por todos los
medios.
Pero el nuevo paradigma no se va a detener. Y, también en él,
encontramos elementos valiosos, capaces –por lo que se refiere a
nuestro tema– de ayudarnos a purificar y profundizar la propia
vivencia espiritual.
En realidad, como ocurre siempre, el nuevo paradigma empieza
a emerger en el momento mismo en que se perciben grietas en el
anterior. La esperanza puesta en la diosa Razón –en el yo racional
y autónomo– nos había conducido a uno de los siglos más crueles
de la historia, con sus dos guerras mundiales, el nazismo y el esta-
linismo... ¿Eso era todo lo que la razón nos podía ofrecer? Con el
desencanto y la frustración, cae el paradigma ilustrado y se abre
paso el de la postmodernidad.

69
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Será éste el definitivo?


La pregunta me despierta una sonrisa, porque eso es justamente
lo que cada paradigma “piensa” de sí mismo..., y lo que termina-
mos pensando cada uno de nosotros mientras estamos identificados
con él. Sin embargo, como en los casos anteriores, también éste
será trascendido por otro, en el proceso evolutivo global de la
Conciencia. Y probablemente con más rapidez que los anteriores,
dada la aceleración constante de los procesos..., aunque seguro que
será para mejor.
La aclaración me parece muy importante, por cuanto sale al
paso de nuestra tendencia egoica a creernos instalados y seguros
en una verdad “definitiva”. Pero, volviendo al punto en que está-
bamos, ¿qué te parece lo más característico del paradigma de la
postmodernidad?
Lo característico del nuevo paradigma es la afirmación de la
interrelación que existe entre todos los elementos de la realidad y,
paralelamente, la deconstrucción del yo. Decía más arriba que todo
paradigma reclama una “coherencia” interna, por la que las dife-
rentes dimensiones de la realidad convergen en una misma visión
global. Pues bien, no es extraño que este nuevo paradigma haya
surgido justamente en la era de la globalización y coincida con el
desarrollo de Internet. Éste es el paradigma de la red, en la que todo
se halla inextricablemente interrelacionado.
Por otra parte, es típica del pensamiento postmoderno la afir-
mación del carácter construido de la realidad: ésta no nos viene
dada como “caída del cielo”, sino que es elaborada socialmente en
proceso continuo. Dentro de ella, el yo es visto también como un
constructo, que aparece como consistente en tanto en cuanto se cree
en él. Pero que, en realidad, no existe sino gracias al pensamiento –y
la memoria– que lo sostienen.
Permíteme otro paréntesis, para no dejar de plantear de un modo
expreso una cuestión que puede parecerte elemental: ¿qué es exac-
tamente el “yo” y qué significa hablar de “no-yo”? Porque habrás

70
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

tenido ocasión de comprobar que, para personas que provenimos de


una tradición tan egoica –centrada en la noción del “yo” cartesiano–,
esas expresiones suelen crear, cuando menos, confusión. Aunque sólo
fuera porque van contra el que llamamos “sentido común”.
Si por “sentido común” se entiende lo que nos resulta “habi-
tual”, estoy de acuerdo. Porque lo “habitual” es justamente ese
estado egoico. Así que vayamos por partes. El “yo” es –sigue sien-
do– nuestro estado de conciencia habitual, ya que no es sino el esta-
do de conciencia propio del pensamiento. En el mismo momento en
que el ser humano empezó a pensar, se descubrió como “yo”, como
un ente separado, en medio de otros “yoes” y otros “objetos”. Ese
“yo” no se niega; lo que hacemos es denunciar la trampa en que se
suele caer al tomarlo como estado “definitivo”, en lugar de reco-
nocerlo como etapa transitoria dentro del proceso evolutivo de la
conciencia, y/o al percibirlo como “separado” (autoconsistente) en
lugar de reconocerlo como no-diferente de la Totalidad.
Te lo diré de otro modo. El “yo” sigue existiendo; lo que se
modifica, de entrada, es la percepción del mismo. Mientras estoy
en el pensamiento, me identifico a mí mismo como “yo”; no hay
más. Ahora bien, en cuanto trasciendo el pensamiento, el “yo” es
también trascendido. Emerge una “nueva identidad” que, a falta de
otro término más adecuado –no olvides que nuestro lenguaje y nues-
tros conceptos corresponden únicamente al nivel mental, por lo que
no son nunca adecuados para hablar de realidades transmentales–,
denominamos “no-yo”. Un “no-yo” transpersonal que trasciende
el yo anterior y que tiene un claro sabor de Unidad. Aun a riesgo
de ser poco preciso, me atrevería a expresarlo de este modo: soy
un “yo” que es mucho más que “yo”. Creo que tiene razón Joanna
Macy cuando escribe: “En nuestro mundo está sucediendo algo
importante que no se va a publicar en los periódicos. Pienso que es
el fenómeno más fascinante y esperanzador de nuestro tiempo, y es
una de las razones por las que soy tan feliz de vivir actualmente. Me
refiero a lo que está sucediendo con la noción del yo”.

71
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pero ¿no resulta esto muy extraño para la mayoría de la gente?


No hace mucho tiempo, recibí un correo de un conocido en el
que venía a plantearme: Dime, según ese punto de vista, ¿con quién
estoy casado? ¿Soy un no-yo, casado con una no-yo, que tienen
unos hijos no-yoes?
Más allá de la ironía, soy bien consciente de la dificultad e inclu-
so del desconcierto, cuando no enfado o desprecio, que este plantea-
miento suscita. Por eso, creo importante añadir algo más.
Mientras nuestro estado habitual sea el pensamiento, nuestra
conciencia habitual será egoica. Aquí no hay ningún problema.
Decir que hay pensamiento, es decir que hay un “yo” y, por lo
tanto, que todos los demás (Dios incluido) son “tú” (o “Tú”): el
estado egoico es un estado eminentemente relacional.
¿Y por qué no nos quedamos ahí?
Ésa es precisamente la trampa: creer que ese estado de conciencia
–el pensamiento, el yo– es nuestro estado definitivo: ¡como si, por
fin, tras 14 mil millones de años de evolución, hubiéramos llegado
a la cima! ¡Tanto ruido –diría K. Wilber– para el nacimiento de este
pequeño ratón egoico! Mucha arrogancia, ¿no? Es la arrogancia
propia de nuestro pequeño yo. No: el yo –como el pensamiento– es
también un estado de conciencia transitorio. El yo no es nuestra
identidad “última” –como el propio yo tiende a creer–; no es nues-
tra verdadera identidad.
Lo mejor de todo esto es que no se trata de una sabiduría para
“iluminados”. Es una experiencia al alcance de cualquiera que ponga
los medios que le permitan trascender el pensamiento. Y entonces
intuye, vislumbra, saborea que nuestra identidad tiene un “sabor”
de Unidad. Y es precisamente a este “sabor”, a esta “nueva concien-
cia” a la que nombramos, a falta de un término adecuado, No-yo
transpersonal. Lo que se requiere es detener la mente y abrirse a una
percepción distinta, inmediata e intuitiva, que aparece en cuanto el
pensamiento se aquieta. En esto consiste precisamente la práctica
meditativa; una práctica –y una experiencia– que es para todos.

72
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

¿Dónde ha quedado el yo?


El yo no se niega; lo que ocurre es que queda integrado y tras-
cendido. Lo único que se niega es que debamos identificarnos con
él, como si fuera una realidad definitiva.
¿Qué pasa entonces con “los otros” y con las “relaciones”? ¿Es
un no-yo relacionándose con otros no-yo?
Tendrías que experimentarlo. No es difícil, sobre todo en una
relación profunda e íntima. Porque si no, ¿qué sería la relación?,
¿la “suma” de dos islotes separados? Eso sí que sería una enorme
y triste pobreza. El estado habitual de la otra persona es, como el
mío, el pensamiento y el yo. Pero tampoco nos reducimos a esa
percepción, porque sabemos –hemos empezado a experimentar–
que su verdadera identidad, como la nuestra, es más grande que su
yo; es una identidad que “compartimos” a un nivel de profundidad
inmensamente mayor de todo lo que hubiéramos podido soñar.
¿Y cómo vivirlo?
Aquí está la clave. Se trata de no vivir al otro (otra) desde mi
pensamiento, sino volcándome en él (ella), para posibilitar así que
emerja la Unidad que somos..., aunque nos haya permanecido
velada hasta ahora. Observa que esto lo vive, espontáneamente,
cualquier persona que se entrega en la relación –aunque no sepa
conceptualizarlo–: de hecho, ¿qué es el amor sino la vivencia de la
Unidad que somos? Lo único que ocurre es que nuestra (absoluta)
identificación con el yo –éste es nuestro problema y nuestra trampa–
nos impide vivir y experimentar aquélla.
Estábamos hablando de las dos afirmaciones características de la
postmodernidad; afirmaciones cargadas de consecuencias, ¿no?
Porque nos hallamos ante el cambio, una vez más, de nuestra
percepción de la realidad. Un cambio –como acabo de decir– por el
que el yo-racional parece ser trascendido por una nueva conciencia
y una nueva identidad que se percibiría unitaria e interrelacionada.
En este nuevo paradigma, el todo primaría sobre las partes, exacta-
mente lo opuesto al individualismo del paradigma anterior.

73
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Y es en este punto, como te decía antes, donde se aprecian las


extraordinarias convergencias de corrientes aparentemente nada afi-
nes, como son la mística, la física cuántica y la psicología transperso-
nal. Las tres, cada una en su campo específico, vienen proclamando,
con sorprendente convergencia –¡sólo convergen!; estoy en contra
de cualquier concordismo apresurado que confundiera los diferentes
planos–, la unidad de lo real y su interrelación, o, por decirlo de otro
modo, la primacía del todo sobre las partes. Ambas sostienen, en
definitiva, que el modelo más adecuado para dar razón de lo real es
el de la red, una gran red que integra e interrelaciona todo lo exis-
tente. Una red, por otra parte, que podemos experimentar en cuanto
somos capaces de trascender el estado de pensamiento.
¿Esa red sería la suma de todas las cosas que la componen?
No; se trata de algo más complejo. En un “modelo sumatorio”
–si me permites esa expresión–, la red no sería sino un “añadido”
que englobaría a las partes independientes y separadas. Los datos
de que vamos disponiendo y que, como te decía, provienen de dife-
rentes campos del saber, nos inclinan más bien a entender esa red
dentro de un modelo holográfico. Como sabes, en un holograma,
cada parte contiene el todo. Por ejemplo, si se corta por la mitad
el holograma de una rosa y después se lo ilumina con un láser, se
observa que cada una de las mitades sigue conteniendo la imagen
entera de la rosa..., y así hasta el infinito, tantas veces cuantas divi-
siones se hicieran; por más que lo dividas en partes cada vez más
pequeñas, en cada una de ellas aparecerá la rosa entera.
Pues bien, descubrimientos científicos recientes nos llevan a
entender el universo como un gigantesco holograma. Me expli-
co. En 1982, Alain Aspect y su equipo de investigación de la
Universidad de París llegaron a una conclusión inquietante y asom-
brosa: bajo ciertas circunstancias, partículas subatómicas como los
electrones son capaces de comunicarse instantáneamente entre sí,
independientemente de la distancia que las separe. Es decir, en el
instante mismo, cada una “sabe” lo que está haciendo la otra. Con

74
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

ello, saltaba por los aires el principio de Einstein, de que ninguna


comunicación puede superar la velocidad de la luz, así como nues-
tro modo habitual de concebir el tiempo y el espacio.
Por su parte, estudiosos del funcionamiento del cerebro habían
llegado a conclusiones similares. A partir de las investigaciones de
Karl Lashley, en los años 20 del siglo pasado, y de Karl Pribram, en
los 60, la neurociencia empieza a afirmar que el modelo holográfico
–en cada parte se halla el todo– es el más adecuado para dar razón
del funcionamiento del cerebro, en concreto, en lo que se refiere a
almacenamiento y memorización de datos.
El físico David Bohm llega a la misma conclusión: en el univer-
so, el todo se halla contenido en cada parte. Como te decía con el
ejemplo de la rosa, cuando intentamos dividir algo construido holo-
gráficamente, no obtenemos las piezas de las que se compone, sino
“todos” más pequeños. Eso significa que todo tipo de “entidades”
–nosotros incluidos–, que percibimos como aisladas e indepen-
dientes unas de otras, no son en realidad “partes” separadas, sino
facetas de una unidad más profunda y fundamental, holográfica e
indivisible. Todo se halla maravillosa e infinitamente interconecta-
do. Todo lo interpenetra todo. Por lo que todas nuestras clasifica-
ciones son necesariamente artificiales, ya que al final lo único que
existe en la naturaleza es una red sin fisuras9. En ella, Lo Que Es se
halla “contenido” en lo que percibimos como cada parte. Imagina
las consecuencias que se derivan de aquí a la hora de hablar de Dios.
Volveremos sobre ello en el capítulo siguiente.

Hablabas de “modelos”. ¿Podrías expresar en un esquema gráfi-


co el modelo correspondiente a cada uno de los paradigmas?
Sí. Resumiendo lo que ha quedado dicho sobre cada uno de
ellos, resultarían estos gráficos.

9. El ya citado científico y teólogo J. POLKINGHORNE escribe: “Incluso una disci-


plina tan superficialmente reduccionista como la física cuántica de partículas ele-
mentales corrobora la necesidad de considerar una dimensión holística en nuestra
aproximación a la realidad”: ob.cit., p. 48.

75
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Paradigma pre-moderno
Tres planos; la tierra, sometida a influjos celestiales o infernales;
trascendencia como distancia física e intervencionismo divino. Idea
mítica de otros “mundos” paralelos a la tierra.
En este paradigma, Dios es el que hace (intervencionismo).

CIELO
morada de Dios

TIERRA,
lugar de los humanos

ABISMO DEL MAL


infierno

Paradigma moderno
La realidad es una, autónoma y racional. En ella, el yo, como
mente racional, toma el protagonismo. Es el apogeo del individuo,
también racional y autónomo.
Pero la realidad puede concebirse como cerrada sobre sí misma
–“mundo chato”, en expresión de Wilber– o abierta a dimensiones
que trascienden lo empírico, la dimensión de “profundidad”.
En este paradigma, Dios es el que hace ser.

76
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Percepción cerrada Percepción abierta

RACIONALIDAD RACIONALIDAD

AUTONOMÍA AUTONOMÍA
“YO” “YO”

Dimensión de profundidad
Dios

Paradigma postmoderno
Interrelación de todo lo real y deconstrucción del yo.
La red que somos/es, en la que todo está en todo y repercute en
todo.
En este paradigma, Dios es El Que Es, Lo Que Es; la Red en la
que todo es.

Sin embargo, ¿no resulta sorprendente que, en un paradigma


que caracterizas como “red”, es decir, como unidad, lo que perci-
bamos a diario sean más bien signos de un individualismo a veces
exacerbado?

77
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

No sólo sorprendente, sino preocupante y doloroso. Pero, a mi


modo de ver, eso explica que venimos de donde venimos, de un
paradigma en el que el yo individual había ocupado el centro de
la escena. Todo era “yo”, todo parecía bueno si era bueno para el
“yo”. De ese modo, el yo se convirtió en protagonista, con todas
sus desmesuras, su egotismo y narcisismo. La misma Carta de los
Derechos Humanos –¿no debería ser, en realidad, “Carta de los
Deberes Humanos”?–, nacida en ese marco, nos va pareciendo cada
vez más como la Carta de los Derechos del Yo. El yo sólo piensa
en “sus” derechos. Desde la nueva conciencia, los “derechos”
pertenecen a la Unidad que somos. Con todo, hemos de reconocer
que la emergencia y consolidación del yo supuso un paso adelante.
Pero comportó riesgos en los que caímos, y que ahora empezamos
a apreciar con preocupación.
Ese modo de ver tiene todavía mucho peso. La gran mayoría de
la población noroccidental vive inmersa en aquel paradigma, carac-
terizado por el individualismo racionalista que, al mismo tiempo,
sigue siendo azuzado por la publicidad y, más ampliamente, por
todo el sistema neoliberal, asentado sobre él.
Pero esa misma situación hace que resulte más sangrante el
contraste entre lo que percibimos y el paradigma que asoma. ¿Será
posible superar el individualismo asfixiante, estéril y erróneo, con
todas sus secuelas de daño e injusticia, para atrevernos a vivir la
Unidad que somos y que ya empezamos a percibirnos? Ése es nues-
tro reto: la transformación de la conciencia.

Postmodernidad, Nueva Era y Conciencia transpersonal

¿No es ése el discurso de la Nueva Era? Más aún, ¿no sería equi-
parable la Nueva Era con la misma postmodernidad?
Introduces un fenómeno muy amplio y difuso, que requeriría un
análisis pormenorizado, para evitar caer en una trampa frecuente
entre los estudiosos del mismo. La trampa consiste en etiquetar

78
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

como “Nueva Era” todo aquello que suena a nuevo o alternativo


para, seguidamente, descalificarlo sin apenas análisis10.
Con ello, se cometen varios errores que no ayudan precisamente
a avanzar en lucidez. Por un lado, se hacen entrar en el mismo saco
realidades radicalmente diferentes entre sí, como señalaré luego. Por
otro, se producen descalificaciones genéricas, sin apenas matizacio-
nes. Y todo ello –particularmente cuando la crítica viene de sectores
religiosos–, en una actitud defensiva, a veces incluso crispada, de
quien se considera, de entrada, en posesión de la verdad.
¿A qué te refieres con lo de las descalificaciones genéricas?
A que basta etiquetar algo de “Nueva Era”, para descalificarlo
sin más. Sin embargo, el recurso rápido a las etiquetas no se lleva
bien con el acercamiento sincero y riguroso a la verdad. En lugar
de tales descalificaciones, habría que preguntarse con seriedad qué
verdad puedan contener esos discursos.
Personalmente, soy muy crítico frente a ciertos posicionamientos
de la Nueva Era, pero me opongo con la misma firmeza a descali-
ficaciones apresuradas por parte de quienes se creen en posesión de
la verdad absoluta.
¿Qué es, entonces, la Nueva Era?
La Nueva Era o New Age es, en la actualidad, algo tan difuso
y extendido como una nebulosa que, en cierto modo, constituye
una especie de atmósfera que se respira en el mundo que llamamos
desarrollado.
Nace entre los años 60 y 70 del siglo pasado, como movimiento
contracultural, si bien tiene precedentes más lejanos en el tiempo.
Un texto “clásico” sobre él es el libro de la psicóloga y periodista
Marilyn Ferguson, La conspiración de Acuario, escrito en 1980.

10. Ver diversos accesos a este fenómeno en un reciente e interesante número monográfico
de la revista Crítica LVII (abril 2007), dedicado a “El nuevo universo de creencias”.
El lector atento descubrirá el diferente “talante” y la distinta aproximación –más o
menos “confusa” y más o menos “descalificadora”– de cada uno de los articulistas,
dependiendo de su propio posicionamiento, en definitiva, de su absolutización o no
de la “conciencia personal”. Prácticamente todos ellos, con la meritoria excepción de
J. Melloni, adolecen de la aludida falta de matización al tratar este fenómeno.

79
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Según sus ideólogos, la Era de Acuario marcaría el comienzo de


un cambio en la conciencia del ser humano, que ya estaría empezan-
do a notarse y que llevaría asociado un tiempo de prosperidad, paz
y abundancia. Por esta razón, casi todas las corrientes filosóficas y
espirituales más nuevas o más antiguas relacionadas con estas ideas,
son asociadas a la nueva era. Lo cual, a menudo, lleva a un confuso
sistema de creencias no unificado, que aparece, al menos a primera
vista, como un sincretismo apresurado. Las ideas reformuladas por
sus partidarios suelen relacionarse con la exploración espiritual, la
medicina holística y el misticismo, incluyendo además elementos
de historia, religión, espiritualidad, psicología, medicina, estilos de
vida y música.
Las ideas y los objetivos de la Nueva Era recogen elementos de
las religiones orientales, el espiritismo, las terapias alternativas, la
psicología trans-personal, la ecología profunda, la astrología, el
gnosticismo y otras corrientes. Mezclados y presentados de mil
formas, se proclama con ellos el inicio de una nueva época para la
humanidad, la Era de Acuario.
Pero, ¿qué relación guarda la Nueva Era con la postmodernidad
y la conciencia transpersonal, de la que vienes hablando?
Hay una relación muy elemental: su coincidencia en el tiem-
po. Diría que todas ellas forman parte de esa “atmósfera” común
que respiramos. Eso hace que algunos estudiosos las confundan o,
como te decía más arriba, las metan en el mismo saco. Pero eso es
radicalmente erróneo. El hecho de que representantes de la Nueva
Era hablen de “transformación de la conciencia” o usen el término
“transpersonal” no significa en absoluto que se trate de la misma
realidad. Hasta ahí, sólo coinciden en el uso de determinados térmi-
nos, que suele ser, por otra parte, profundamente ambiguo.
Te pondré un ejemplo. Los críticos de la Nueva Era suelen incluir
entre sus representantes más sobresalientes a Ken Wilber, por todo
su trabajo en el campo de la psicología transpersonal. Sin embargo,
Wilber ha sido y sigue siendo uno de los objetos preferidos de des-

80
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

calificación por parte de los neoeristas. Y el propio Wilber se niega


a reconocer a éstos como portavoces de lo transpersonal.
¿Cuáles serían, pues, las diferencias entre “postmodernidad”,
“Nueva Era” y “conciencia transpersonal”?
Empecemos con una clarificación elemental. Al hablar de post-
modernidad, podemos referirnos a dos fenómenos radicalmente
diferentes. La postmodernidad extrema se identifica con el relativis-
mo pluralista, como única visión del mundo. En este sentido, post-
modernidad y Nueva Era –en su acepción vulgar– serían fenómenos
equivalentes. Pero sólo en él. Porque la postmodernidad puede sig-
nificar también otra realidad absolutamente distinta: el paso de la
conciencia personal-racional-egoica a la conciencia transpersonal,
donde lo racional no sólo no es rechazado, sino que es consciente-
mente asumido, integrado y trascendido. Esta diferencia hace que
algunos autores empiecen a calificarla de postpostmodernidad. En
ella –fíjate bien, porque esto es fundamental–, el relativismo plura-
lista es superado –transcendido– por el integralismo universal. En
este sentido, el relativismo –con todos sus acompañantes: nihilismo
y narcisismo– no sólo no forma parte de la genuina visión postmo-
derna, sino que queda atrás, como realidad superada por el creci-
miento de la conciencia en “más” humanidad.
Wilber11 lo precisa con acierto. La postmodernidad ha tomado
dos caminos: el constructivismo extremo –todo es construcción
social–, que termina volviéndose contra sí mismo (exactamente
igual que le ocurre al relativismo, que es su consecuencia inevitable).
Este constructivismo radical que afirma que no hay verdad alguna
en el Kosmos, sino sólo conceptos que unos hombres imponen
sobre otros, no es más que una forma postmoderna de nihilismo.
Y el núcleo oculto de ese nihilismo es el narcisismo que lleva a igno-

11. K. WILBER, Breve historia de todas las cosas, Kairós, Barcelona 42003, pp. 96
y 260. También su obra más extensa Sexo, ecología, espiritualidad. El alma de
la evolución, Gaia, Madrid 22005. Puede verse una síntesis más apretada de su
posicionamiento en el capítulo 13: “De la modernidad a la postmodernidad”, de
Una visión integral de la psicología, Alamah, México 2000, pp. 267-290.

81
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

rar la verdad y a reemplazarla por el ego del teórico. La otra forma


es la del constructivismo moderado –o, si prefieres, “crítico”–: es
la versión evolutiva, que busca investigar la historia real, como
proceso en el que se van sucediendo –integrándose y trascendiéndo-
se– distintas visiones del mundo: arcaica, mágica, mítica, racional,
existencial, transpersonal.
La postmodernidad aparece como un fenómeno profundamente
ambivalente, ¿estoy en lo cierto?
Es un fenómeno que acierta plenamente en su intuición ori-
ginal. De hecho, lo nuevo de la postmodernidad, en palabras de
Wilber, fue el intento de no marginar voces y puntos de vista
que habían quedado rechazados por la modernidad; el intento
de escapar a la “tiranía” de una racionalidad formal, demasiado
proclive a rechazar lo no racional. Esta inclusividad, que se deno-
mina a veces “diversidad”, “multiculturalismo” o “pluralismo”,
constituye la esencia misma del proyecto de la postmodernidad
constructiva.
Sin embargo, la intuición inicial no tardaría en deformarse en
muchas versiones posteriores del postmodernismo. De hecho, sus
“tres creencias” fundamentales –el constructivismo, el contextualis-
mo y el aperspectivismo integral–, que en principio pueden sentar
las bases de un pluralismo constructivo, cuando se deslizan por un
relativismo tan extremo como insostenible, conducen inexorable-
mente a lo que puede considerarse como el mayor error del postmo-
dernismo: la negación de cualquier distinción cualitativa –“ninguna
perspectiva es mejor que cualquier otra”– y, con ella, la negación de
la interioridad y la profundidad.
Sí; como dices, se trata de un fenómeno ambivalente. Nacida con
el impulso de un enriquecedor salto hacia delante, muchas corrien-
tes dentro de ella perdieron pronto aquella hondura presentida y
terminaron anegadas en una superficialidad no menor que aquélla
de la que provenían.
¿Cómo salir de esa ambivalencia?

82
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Recuperando la intuición original, con todo lo que contiene de


superación de la “visión chata”, característica de la modernidad
anterior. Es decir, ahondando en la dirección de lo que hemos llama-
do “postmodernidad moderada o constructiva”. Es justamente ella
–no la otra que se disuelve en el relativismo nihilista– la que empuja
en la dirección adecuada: el paso a la conciencia transpersonal.
Decía, al inicio de nuestro diálogo, que la evolución de la con-
ciencia consiste en una continua –aun con altibajos– disminución
del egocentrismo. Con la emergencia del yo conceptual, tiene lugar
un declive del narcisismo. Pero ese yo conceptual sigue siendo aún
narcisista, preconvencional y egocéntrico: todavía no puede asumir
el papel de los demás.
Pues bien, en la acepción moderada que acabo de señalar, la
postmodernidad viene a favorecer el paso siguiente: la conciencia
“aperspectivista” –término acuñado por J. Gebser–, caracterizada
por su capacidad de contar con una multiplicidad de visiones, que
aparecen, todas ellas, relativas e interdependientes. Pero el hecho de
que todas las perspectivas sean relativas no significa que no haya
puntos de vista más adecuados. O de otro modo: ¡El hecho de que
todas las perspectivas sean relativas no significa que unas no sean
relativamente mejores que otras! De nuevo, el relativismo no se
sostiene. Pues bien, aquella conciencia “aperspectivista” –presente,
como te decía, en la versión “moderada” de la postmodernidad– es
la antesala de lo transpersonal.
Es decir, la Nueva Era sería sólo la versión “extrema” del
postmodernismo, sinónimo de constructivismo radical y, en con-
secuencia, relativismo, nihilismo, individualismo, egocentrismo y
narcisismo, ¿me equivoco?
Pareces ya uno de esos críticos radicales que todo lo descalifican,
pero, sin exagerar los términos que empleas, ésos serían, a mi modo
de ver, los riesgos mayores de la Nueva Era.
Sin embargo, eso no tiene nada que ver con la conciencia trans-
personal, sino más bien con la prepersonal. Por eso motivo, Wilber

83
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

no duda en describir a la Nueva Era no como fenómeno romántico,


neorromántico o postromántico, como hacen algunos de sus críti-
cos, sino como retrorromántico. Es precisamente ese “error retroro-
mántico” el que explica que sus seguidores, aunque presuman de lo
contrario, siguen encerrados en una visión chata del mundo.
¿En qué sentido?
La Nueva Era viene caracterizada por el narcisismo, cuyo lema
es: “¡A mí nadie me dice lo que tengo que hacer!”. Observa lo que
una tal proclamación encierra de egocentrismo, individualismo,
relativismo y, en definitiva, narcisismo: es el grito del niño contra-
riado o enfurruñado. Ahora bien, narcisismo significa el fracaso en
el proceso de crecimiento y evolución, por el que la persona –o los
colectivos– quedan anclados en la fase egocéntrica sin poder pasar
a la sociocéntrica. Y, sin pasar por ambas, no se puede llegar a la
etapa “personal” –¡cuánto menos a la transpersonal!–. Dicho de un
modo más simple: lo único que tienen en común la Nueva Era y la
conciencia transpersonal es que ninguna de las dos es “personal”;
pero la diferencia radical consiste en que la primera es pre-personal
y la segunda trans-personal. La semejanza es únicamente aparente
y meramente superficial.
¿A dónde nos conduce todo eso? A un reconocimiento insos-
layable. No podemos renegar de la razón. Si algo nos aportó la
Modernidad y la Ilustración fue el valor del espíritu crítico y la acti-
tud de la sospecha. Es necesario subrayar el valor del pensamiento
racional porque, en caso contrario, corremos el riesgo, no sólo de
no llegar a la “Nueva Era”, sino de caer en una nueva Edad Oscura.
Así como lo prepersonal es irracional, lo transpersonal valora, reco-
noce e integra todo lo racional, aunque lo trascienda.
Desde este punto de vista –y en lo que se refiere, en concreto, a
la dimensión espiritual–, parece justo criticar el narcisismo y ego-
centrismo característico de la Nueva Era que tiende más a glorificar
lo prepersonal que a llevar a cabo el esfuerzo necesario para llegar
a una auténtica espiritualidad mística transpersonal.

84
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

Hablas de la dimensión espiritual. ¿Qué repercusiones tiene todo


esto para la fe cristiana?
En los capítulos siguientes, abordaré las repercusiones que la
visión transpersonal puede tener de cara a las formas en que se pre-
senta el mensaje cristiano, teniendo en cuenta que éste nació en un
estado de conciencia entre mítico y racional.
Ahora únicamente desearía subrayar que la crítica que, desde el
cristianismo, se haga a estas “formas nuevas”, debiera evitar una
doble trampa: la de meter todo en el mismo saco y la de situarse
como en posesión de la verdad absoluta, incluso en las formas de
expresarse.
En realidad, se trata, de nuevo, de un ejercicio en las dos actitu-
des que son básicas también para cualquier proceso de crecimiento
personal: la lucidez y la humildad.
La lucidez nos hace distinguir diferencias más allá de que se usen
los mismos términos; nos permite distinguir entre las formas (cultu-
rales) y el contenido; nos hace estar siempre abiertos a la verdad que
desde otros ámbitos nos puedan aportar. En una palabra, nos per-
mite evitar la trampa que Wilber caracterizaba como “falacia pre/
trans”, es decir, aporta criterios para diferenciar lo trans-personal
de lo pre-personal –más allá de la similitud de un cierto lenguaje– y
actuar en consecuencia.
La humildad nos hace bajar de las respuestas “aprendidas” y
salir de la arrogancia de quien se cree en posesión de la última
palabra, para convertirnos en buscadores honestos, que no se encie-
rran en palabras ni en ideas. Si realmente creyéramos en la verdad,
confiaríamos en que ella siempre termina abriéndose camino. Las
actitudes defensivas, así como la crispación y la descalificación del
otro, encierran en realidad desconfianza en la fuerza de la verdad;
lo único que manifiestan no es precisamente amor a la verdad, sino
miedo a la propia inseguridad.
¿Podríamos resumir este final diciendo que la Nueva Era no es
sinónimo de postmodernidad ni de conciencia transpersonal?

85
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Perfectamente. Si bien todo ello conforma una especie de atmós-


fera envolvente, no todo es lo mismo ni mucho menos. Y mientras
no lo veamos así, no saldremos de la confusión. Como hemos visto,
hay dos modos bien diferentes de entender y vivir la postmoderni-
dad que, casi en caricatura, podríamos nombrar como “nihilista”
y “transpersonal”. El primero de ellos constituye una regresión que
desconoce incluso el avance que supuso la Modernidad. El segundo,
por el contrario, asume todo el logro de la Modernidad, pero per-
manece abierto al proceso evolutivo que apunta a un “más”.
A partir de aquí, parece claro que lo que vulgarmente se entiende
por “Nueva Era” se halla justamente en las antípodas de la visión
transpersonal. Es decir, si por “Nueva Era” se entiende aquella
postmodernidad que he caracterizado como “nihilista”, parece
claro que de “nueva” no tiene nada.
En este texto, se rechaza expresamente el retorno a cualquier
perspectiva prepersonal, Nueva Era incluida. Pero no para quedarse
estancado en el actual estadio personal y en las “formas” religio-
sas recibidas, que empiezan a mostrar su disonancia con nuestro
momento cultural. Lo que aquí se pretende abordar es algo mucho
más profundo y más radical: ¿qué pasa cuando se trasciende la
mente?; ¿no es urgente buscar formas nuevas de expresar nuestra
fe, en lugar de seguir aferrados a formas míticas?; ¿cómo hablar de
Dios desde una conciencia transpersonal?
Dicho de otro modo: la cuestión nuclear de todo el planteamiento
es la que se refiere al yo. ¿Es realmente el yo-racional –la “concien-
cia personal-egoica”– nuestra identidad definitiva? En los estadios
mágico y mítico, con los que aquellos antepasados nuestros se iden-
tificaban, lo que hoy llamamos “yo” ocupaba un espacio mucho más
pequeño. Con el desarrollo de la racionalidad, el yo emergente fue
tomando distancia progresiva de la magia y el mito, para terminar
convirtiéndose en referencia de cualquier otra realidad. Ese proceso
llegó a su apogeo con la Ilustración: el hombre ilustrado es el hom-
bre identificado con su yo racional. A partir de ahí, todo lo que cues-

86
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA

tione el yo es visto como la amenaza más radical. Y eso explica el


hecho de que se levanten defensas airadas contra cualquier proceso
–tanto “positivo” como “negativo”– que quiera trascenderlo.
Sin embargo, hay muchos indicios que nos dicen que, más allá de
los equívocos de una cierta postmodernidad, lo transpersonal es una
dimensión que está ya llamando a nuestras puertas. El yo-racional,
con su egocentrismo inevitable y todas las consecuencias que de él
se derivan, no es nuestra identidad definitiva. Eso no significa que
debamos desechar la racionalidad –como predica cierta postmo-
dernidad y cierta Nueva Era–, sino integrarla. La racionalidad y el
espíritu crítico constituyen conquistas preciosas de la humanidad
en su proceso evolutivo que no podemos dejar de lado, so pena de
retroceder a estadios pre-racionales.

Estas relaciones entre postmodernidad, Nueva Era y conciencia


transpersonal podrían plasmarse en un sencillo esquema.
relativismo

Constructivismo extremo nihilismo Nueva Era:


regresión a lo
narcisismo pre-personal

Postmodernidad

integración de la razón ilustrada:


el gran “logro” de la Modernidad
Constructivismo moderado

deconstrucción del “yo”

Nuevo estado de conciencia:


Conciencia
Transpersonal
La mente y el yo son asumidos
y trascendidos

87
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pues bien, en este marco es donde debemos plantearnos la


cuestión sobre Dios y la salvación. El problema no es Dios, sino el
nivel en que se encuentra la conciencia (consciencia) humana. ¿Qué
quería decir con la palabra “Dios” el hombre que vivía en el estadio
mágico? ¿Qué “Dios” era aquél? ¿Y en el período mítico? Llegados
a la racionalidad, podemos caer en la arrogancia de pensar que este
nivel es insuperable y que no puede haber más concepciones de lo
divino que aquéllas a las que hemos llegado en la actualidad. Pero
–igual que sucedió en los estadios anteriores–, ¿qué ocurre cuando
hoy observamos a nuestro yo-racional y empezamos a abrirnos a un
nuevo nivel de conciencia? ¿Quién soy cuando observo mi “yo”?12
¿Qué ocurre con el “yo”, incluido el “yo-religioso”? ¿Cómo decir
entonces “Dios”?

12. Remito al Anexo final y, en concreto, a la práctica meditativa “observar el yo”,


pp. 260-265.

88
2
¿Qué Dios?

“Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad del


Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos y a
la desaparición de la religión en la tierra”.
(E.M. Cioran)
“Dios es la plenitud del ser que deja ser en plenitud ...Dios es
el fondo luminoso de todo lo que es”.
(J. Melloni)
“Cuando estoy vacío en la voluntad de Dios y vacío de la
voluntad de Dios y de todas Sus obras, y de Dios mismo,
entonces estoy por encima de todas las criaturas y no soy
ni Dios ni criatura, sino que soy lo que era y lo que siempre
seré... Le pido a Dios que me vacíe de Dios”.
(Maestro Eckhart)
“Es y soy, ¿cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que el Ser y mi
ser son uno sin dejar de ser Él y yo?”.
(A.M. González Garza)
“La compasión ve al Uno en los muchos, la sabiduría ve a los
muchos en el Uno”.
(F. Vaughan)

89
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Ante un cambio epocal

Pregunta: Hacerme consciente del hecho de la evolución de la


conciencia y, como consecuencia, de la sucesión de paradigmas,
como marcos que condicionan nuestra comprensión y lectura de la
realidad, me abre a perspectivas nuevas. Me clarifica y me cuestio-
na, a la vez que me hace ser más humilde en mi aproximación a la
realidad. Con esa clarificación, debemos avanzar ahora en nuestro
objetivo: ¿qué decimos cuando decimos “Dios”?, ¿qué decimos
cuando decimos “salvación”? Cuestiones éstas que habrán de
recibir una respuesta diferente según el paradigma desde el que se
planteen, ¿no es así?
Respuesta: Tanto es así que, a mi parecer, ahí encontramos el
núcleo de la crisis por la que está atravesando la religión en la actua-
lidad, en el ámbito noroccidental. No es un problema de práctica
religiosa, de vocaciones religiosas, de crisis de autoridad, ni siquiera
de sentimiento de pertenencia. Con ser ciertos todos esos factores,
la clave de la crisis está en lo que podemos llamar un problema de
disonancia cognitiva: pretender mantener, en la Era tecnológica,
una “forma” religiosa nacida en la Edad de Hierro. No poca gente
de nuestro medio haría suya la frase de quien dijo con ironía: El
problema de la Iglesia es que tiene respuestas para cuestiones que la
gente ya no se plantea.
Permíteme, pues, que centre la cuestión, trayendo un texto del
teólogo latinoamericano José Mª Vigil, en el que afirma que “lo que
está en crisis no es el cristianismo, sino la forma de ser religiosa la
humanidad, que ha prevalecido desde el comienzo de la sociedad
agraria... Las religiones se han mantenido en estos diez mil años
como la forma religiosa propia de la sociedad agraria. En el cambio
socio-cultural actual, la sociedad comienza a dejar de ser agraria, y
tiene que dejar, inevitablemente, la «figura agraria de la religión»...
Si se nos entiende, las «religiones», como la forma antropológico-
socio-cultural que la espiritualidad humana asumió durante estos
diez milenios pasados, van a desaparecer. La espiritualidad humana

90
¿QUÉ DIOS?

va a continuar, pero transformándose, sufriendo una mutación o


una metamorfosis de la cual emergerá tal vez irreconocible”.
No se trata, por tanto, de un simple “aggiornamento”... Ese
texto parece ir mucho más lejos.
Exacto. No se trataría únicamente de una actualización o
“puesta al día” de algunos elementos de la religión, en sus aspectos
doctrinales, rituales, organizativos..., que también. Hay señales que
parecen indicar que nos encontramos ante una mutación de un cala-
do mucho más hondo, ante un cambio epocal.
Necesitamos ser lúcidos para comprender tanto lo que ha sido el
proceso de las religiones como los elementos fundamentales de ese
profundo cambio en el que ya nos encontramos inmersos. Encerrar-
se en la defensa de lo que ha sido es una forma segura de acabar en
la insignificancia y, en último término, en el suicidio colectivo.
La religión, por definición, es portadora de un mensaje de
“salvación” para los humanos. Pero si se mantiene en un “ámbito
cognitivo” distante del que está recorriendo la cultura contempo-
ránea, será absolutamente incapaz de ofrecer ningún mensaje con
significado real.
¿No te parece que las religiones ven el cambio con excesivo
recelo?
Y más que recelo. Aflora, en ocasiones, tal miedo, que sólo
parece explicable desde la inseguridad que el cambio suscita. Porque
es comprensible que la autoridad eclesiástica se preocupe por
mantener formas y contenidos que le parezcan esenciales y que la
institución busque su propia pervivencia. Pero cuando esto se hace
desde posturas defensivas y condenatorias de lo ajeno, algo hace
sospechar que lo que se defiende no es sino la propia seguridad y
–aunque sea inconscientemente– un estatus de poder.
De hecho, es muy difícil que la religión escape al riesgo de erigir-
se como valor absoluto. No en vano, se presenta como mediación
imprescindible del Absoluto mismo. Por lo que, cuanto más pode-
roso ese Absoluto, más poderosa podrá creerse y presentarse la

91
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

institución que lo gestiona. Con todo ello, se olvida algo elemental:


que las religiones no son sino el dedo que apunta a la luna; el mapa
que señala el territorio. Ni el dedo ni el mapa es lo que nos interesa:
si las tomamos por lo que no son, no haremos sino crear división
y confusión.
¿Podrías explicar un poco más lo relativo a la inseguridad y la
ambición de poder?
Podría decirse que la defensa “excesiva” remite tanto a la inse-
guridad como a la ambición de poder, en tanto que todo “exceso”
es síntoma de algo no clarificado. Lo cual no quiere decir que se
haga conscientemente. También el que (inconscientemente) busca
conservar su situación de poder, puede estar convencido (conscien-
temente) de que su único objetivo es el bien de las personas (o “el
bien de las almas”).
Sospecho que, detrás de la voluntad de aferrarse a la “verdad”,
se esconde con frecuencia miedo a la inseguridad. Eso es humano.
Lo que ocurre es que ese miedo se hace literalmente insoportable
para la persona que, por diversos motivos, ha puesto su seguridad en
conceptos o fórmulas, o expresándolo mejor, ha puesto su seguridad
en su cabeza. La cabeza, la mente, el pensamiento, son incapaces de
aportar una seguridad fiable en la que hacer pie. Por tanto, el cami-
no no consiste en aferrarse más a ello, sino en aceptar la ineludible
inseguridad de nuestra condición humana actual, a la vez que abrirse
a “otro lugar” –nuestra verdadera identidad no-egoica–, en el que
la confianza y la seguridad se nos dan de un modo inquebrantable.
Ahí desaparece cualquier afán por “aferrarlas”: experimentas que
la verdad es mucho más grande y más “interesante” que lo que tú
puedas formular acerca de ella. La mente es el lugar del miedo y de la
inseguridad, porque es el lugar del “yo”. Si nos reducimos sólo a ella,
no podremos encontrar nunca salida a nuestros interrogantes. Por lo
que, sin negar su valor ni su importancia, será necesario trascenderla
para acceder a otro “lugar”, a otra experiencia, en la que inseguridad
y miedo desaparecen, del mismo modo que se diluye el “yo”.

92
¿QUÉ DIOS?

Hay que sumar, pues, lucidez, experiencia y superación del yo.


Lucidez para comprender nuestro pasado y nuestro presente; expe-
riencia, es decir, capacidad de experimentar lo que la religión siem-
pre ha prometido, sin reducirnos a ser meros repetidores de fórmulas
y palabras; superación o trascendencia del yo, para poder abrirnos a
una percepción más ajustada y omnicomprensiva de lo real.
Con todo ello, pues, ¿cómo hablar de Dios?
Pedirle a una persona creyente que hable de Dios es lo mismo que
preguntarle a un pez cómo es el agua en la que vive. O peor todavía,
porque entre el agua y el pez aún existe “distancia”. Pero el creyente
se vive en Dios, sin separación y sin costuras. Lo percibe en todo y,
aunque le resulte absolutamente imposible aferrarlo, lo vive de un
modo inmediato, en su mismo vivir cotidiano. Porque no hay ningu-
na distancia entre Dios y su vida, entre Dios y su identidad.
Pero, simultáneamente, hay que afirmar que Dios no puede ser
pensado. Todos los grandes místicos y maestros espirituales son tes-
tigos clarividentes de ello. El Tao-te-Ching –quizás el más antiguo
texto de espiritualidad, atribuido al maestro Lao-Tzé, aunque pro-
bablemente se trate de un texto anónimo– lo expresa sin ambages:
“El que habla no sabe; el que sabe no habla”.
A este respecto, la posición del Buda es profundamente sabia.
Ante la cuestión de Dios, guardó siempre un Noble Silencio, cons-
ciente de que toda palabra es ociosa cuando trata del Misterio últi-
mo de lo Real y consciente también de que es la misma pregunta la
que debe ser trascendida. “La ausencia del pensamiento y el silencio
de la mente –escribe Panikkar en su estudio sobre el budismo– son
los requisitos para llegar a Dios porque en él no hay nada que
pueda ser pensado”. Y, desde esta perspectiva, es iluminadora la
conclusión a la que llega el mismo Panikkar: El silencio del Buda
es tal, no porque la pregunta sobre Dios esté mal planteada, sino
porque no tiene sentido. Su silencio es una invitación discreta a
eliminarla, reconociendo la inadecuación radical entre aquello que
hace surgir nuestra pregunta –la insatisfacción, la contingencia– y

93
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

la única respuesta adecuada, que no podría ser contestación a la


misma, puesto que debería ser precisamente de aquel orden en el
que la pregunta no puede ya producirse. La pedagogía del Buda no
consiste en enseñar soluciones, sino en invitar a disolver el mismo
planteamiento, reconociendo su inadecuación. El Buda pide que el
hombre comprenda simplemente la impermanencia de todo lo que
existe, incluido él mismo, y que se apoye en ninguna “respuesta”:
exige el acto de fe perfecto, la entrega total e incondicionada, que no
se apoya ya nada más que en el mismo sujeto que la realiza. La fe es
esa apertura: toda objetivación la altera y la enajena, la aliena.
El propio Jesús no habla sobre Dios ni transmite conceptos sobre
él; no aparece como un teólogo. Lo que hace es contar a Dios, a
través de sus parábolas, y mostrar cómo actúa, a través de la imagen
de lo que él llamaba “Reino de Dios”. Es decir, Jesús vive a Dios. Y
ello es así porque Dios –el Misterio– puede ser intuido, percibido,
experimentado, amado, incluso creído..., obviamente vivido, pero
no puede ser pensado.
¿Por qué?
Porque la mente es una herramienta absolutamente inadecuada
para ello. Trataré de plantearlo del modo más sencillo.
Pensar es delimitar. Y delimitar significa limitar, poner fronteras.
De un modo automático, instantáneo, incluso admirablemente ver-
tiginoso, nuestra mente está “poniendo fronteras” constantemente
alrededor de cada objeto, separándolo –delimitándolo– de todo lo
que no es él: es la condición ineludible para que pueda darse el pen-
samiento. Si quiero pensar un árbol, debo previamente delimitarlo,
“encerrarlo”. Del mismo modo, aunque lo escriba con mayúsculas,
mi mente no puede pensar a Dios si antes no lo delimita.

árbol DIOS

94
¿QUÉ DIOS?

Ahora bien, ¿qué significa “delimitar”? Dejar fuera todo lo que


no es el objeto pensado y delimitado. En el primer ejemplo, al pen-
sar el árbol, dejamos fuera todo lo que no sea árbol. De un modo
semejante, al querer pensar a Dios, estamos dejando fuera todo
lo que (nuestra mente piensa que) no es Dios. Pero, ¿acaso puede
haber algo “fuera” de Dios? Así, sutil e inadvertidamente, se nos
ha colado el engaño mayor. Porque, al delimitar, necesariamente
limitamos y objetivamos. Lo pensado, al tener que ser delimitado, se
convierte en –se reduce a– un objeto limitado. Tratándose del árbol,
no hay problema: el árbol es un objeto limitado. Pero, al referirnos
a Dios, hemos caído en una contradicción de tal magnitud que fal-
searemos todo lo que construyamos a partir de ella. Contradicción,
porque Dios ni es un objeto ni es limitado. Dicho brevemente, en
cuanto Dios se piensa, se transforma en un objeto y se disuelve.
Porque, en rigor, decir Dios es decir Lo-Sin-Límites, lo I-limitado,
lo No-objetivable, sencillamente, Lo Que Es y que no puede ser
pensado. Por tanto, la conclusión es clara: pensar a Dios, es pensar
a quien no es Dios. Por eso, todo Dios pensado es, por definición,
un no-Dios.
A partir de ese engaño inicial, consecuencia de haber querido
atrapar a Dios con la mente, es inevitable hablar de Él como un ser
separado, instaurando además un tipo de relación dualista. Y, sobre
aquella idea de separación, ha funcionado, insaciable, la proyección
humana, fabulando todo tipo de suposiciones sobre Dios. No es
raro que tantas personas lúcidas se hayan rebelado contra semejan-
tes representaciones de la Divinidad.
Lo expresaré de un modo más radical y más riguroso: Dios es
Dios, pero no cuando lo nombras o lo piensas. Lo que nombramos
o pensamos no puede ser sino un concepto de Dios. De manera
que nunca podemos hablar de Dios, sino de nuestros conceptos,
necesariamente limitados y mucho más condicionados de lo que
podríamos suponer. Algo similar nos ocurre con la verdad y, cuan-
do lo olvidamos, empezamos a caer en la trampa del absolutismo.

95
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

La Verdad es la verdad, pero nunca puede quedar “atrapada” en


una formulación que, al delimitarla y objetivarla, la limita y recorta.
Convengamos en que, por su propia naturaleza, nuestro pensamien-
to no puede “contener” a Dios ni “contener” la verdad. Planteadas
así las cosas, ¿quién puede arrogarse la pretensión de poseer la ver-
dad absoluta? Por el momento, lo dejamos aquí, pero más adelante
habremos de volver sobre esta cuestión.

La “trampa” de la religión

¿Eso es lo que explica la potencial peligrosidad de las religio-


nes?
Exactamente. Por las “fibras” que toca en el ser humano, por
la propia “absolutez” a la que remite, la religión ha sido siempre
un “material” sensible y peligroso. Hay, de fondo, una intuición
totalmente cierta: la dimensión espiritual constituye en su raíz al ser
humano. Cuando esto se olvida o se ignora, se cae en un materia-
lismo chato y todo lo humano queda absolutamente empobrecido
y amputado. Éste es, en mi opinión, uno de los riesgos más graves
de nuestro momento cultural. Por decirlo con palabras de Wilber:
“Ninguna interioridad y ninguna profundidad: ése es el credo del
posmodernismo radical”. O como lo expresara A. Whitehead: Si se
elimina la dimensión espiritual –entendida en su sentido más genui-
no–, sólo queda una realidad “aburrida, muda, inodora e incolora,
el simple despliegue interminable y absurdo de lo material”.
De nuevo, se requiere lucidez. Ni olvido de lo espiritual –la
dimensión más honda de lo real– ni aceptación acrítica de cualquier
forma religiosa. Porque cuando aquella dimensión “absoluta” se
encarna en una forma concreta, corre el riesgo de pervertirse –par-
ticularmente, si se une al poder político y asume la pretensión de
poseer la verdad absoluta–. Cuando esto ha ocurrido, ha podido
comprobarse la profunda verdad del aforismo latino: “corruptio
optimi, pessima”; no hay cosa peor que lo mejor cuando se corrom-

96
¿QUÉ DIOS?

pe. Más en concreto, la trampa que acechará siempre a la religión


será la de pretender ocupar, aun de un modo inconsciente, el lugar
de Dios. No es raro que quienes se consideran “mediadores” de
lo Absoluto terminen creyéndose portadores, también ellos, de esa
misma absolutez. Y cualquier absolutización de lo relativo, más
antes que después, termina provocando desastres.
Personalmente, sigue sorprendiéndome el hecho de que también
los cristianos hayamos terminado cayendo en esta misma trampa.
¡Hasta qué punto ese mecanismo estará inoculado en el ser huma-
no que se impone incluso por encima de los principios de la propia
religión!
¿Qué quieres decir?
Algo muy simple, pero muy olvidado. Recuerdo que, en lo que
fue mi primer acercamiento al evangelio, algunas cosas me sorpren-
dieron y otras me cautivaron. Una de las mayores sorpresas vino de
constatar las relaciones de Jesús con la religión de su pueblo. Me
aportó tanta luz que se convirtió para mí en una alerta permanente.
Te lo resumo brevemente.
Supuestamente, la religión nace con el objetivo de desvelar el
Rostro de Dios y de favorecer una vida de relación con Él, con
todas las consecuencias éticas que de ahí se derivan. Es decir, en
principio, el centro mismo de la religión está ocupado por Dios. Sin
embargo, cuando Dios se hace presente en el mundo –según la fe
cristiana, en la persona de Jesús de Nazaret–, sus mayores denuncias
van dirigidas contra la propia religión y la autoridad religiosa. En
una primera lectura de los evangelios, este hecho resulta palmario.
Lo que ocurre es que, en la historia cristiana, hemos “objetivado”
esas denuncias en los “fariseos”, en los sacerdotes del templo
de Jerusalén, o –peor todavía– en los “judíos”. Debido a nuestros
propios intereses, no hemos sido lo suficientemente atentos para
percibir que las críticas de Jesús se extendían a la religión en gene-
ral. Todas sus diatribas con la autoridad religiosa de su pueblo
deberían abrirnos los ojos para iluminar nuestro propio modo de
vivir la religión. Te pondré un solo ejemplo.

97
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Al comienzo del evangelio de Marcos (3,1-6), se nos narra la


curación, un sábado, en la sinagoga, de un hombre con un brazo
tullido. Hay varios elementos que nos harían pensar en una lectura
simbólica del texto: la sinagoga –la religión– ha quitado la autono-
mía –la capacidad de actuar por sí mismo– a este hombre; la acción
de Jesús –“levántate..., extiende tu brazo”– se la restaura. Pero aun
sin entrar en ella, lo que salta a la vista es el retrato que el texto
hace de aquellas personas religiosas, así como la cuestión clave que,
según Jesús, ha de ser el criterio verificador de toda religión.
¿Cómo quedan retratados ahí los hombres religiosos?
En un texto tan breve –son apenas seis versículos–, se dicen cosas
tremendas sobre ellos: están espiando, para tener un motivo por el
que acusarlo; quedan mudos –en un mutismo sumamente revela-
dor– ante la pregunta obvia de Jesús; no les importa la situación
del hombre enfermo: el texto deja claro que, para ellos –para la
religión–, cuenta más la supuesta observancia de la norma que el
bien de la persona; y terminan confabulándose con otros para ver
el modo de acabar con la vida de Jesús. En ese retrato, queda bien
indicada la trampa que acecha a la religión: lo que importa es el
cumplimiento de la norma, hasta oscurecer incluso la búsqueda del
bien de la persona.
¿Y cómo reacciona Jesús?
Como te decía, Jesús plantea la cuestión central, a la que nin-
guna religión debería dejar de mirar continuamente: “¿Qué está
permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida
o destruirla?”. Parece algo obvio. Sin embargo, ellos enmudecen y
terminan planeando cómo matarlo.
Ciertamente, la religión fue lo que más quebraderos de cabeza
le causó a Jesús –prácticamente todas sus controversias tienen un
contenido religioso–, hasta llegar a quitarle la vida. Es la religión la
que mata a Jesús. Y no por mala fe –lo mataron creyendo que así
“daban gloria a Dios” y “salvaban” al pueblo–, sino por la dinámi-
ca misma de una trampa mortal y asesina, que ha seguido funcio-
nando en muchos otros tiempos y lugares de la historia humana.

98
¿QUÉ DIOS?

¿Cómo es posible que aquellos hombres religiosos –tal como


recoge el texto– se dedicaran a espiar a los demás?; ¿que vieran
como algo pecaminoso hacer el bien a una persona? ¿Cómo puede
ser que la observancia religiosa termine produciendo sospecha,
denuncia y asesinato? ¿Cómo puede producir tal ceguera? Aquí
radica la trampa de la religión.
Debido a esa trampa, la formación religiosa ha podido generar
personas más obsesionadas por cumplir sus deberes religiosos que
por vivir el amor y el servicio, llegando al contraste hiriente de que
se encuentren personas que son, a la vez, muy religiosas y profun-
damente egoístas o violentas.
Pero, ¿cómo se forja esa trampa?
En mi opinión, la raíz última de la trampa hay que buscarla en
el hecho mismo de pensar a Dios como un ser separado. Recuerda
lo que decía más arriba de que todo Dios pensado es sólo un ídolo,
porque el pensamiento limita y objetiva. Pero, además, es un ídolo
tal que puede terminar devorando lo humano.
Los pasos serían los siguientes: pensamiento – objetivación –
dualismo – rivalidad – legalismo – alienación – rebeldía o resenti-
miento. Trataré de explicarlos más despacio.
Un dios pensado es, forzosamente, un dios objetivado, separado
“frente” a lo que, para nuestra mente, no es Dios. Desde el primer
momento, queda, pues, instaurado el dualismo –porque la misma
mente es dualista–. Una vez establecido ese dualismo, la mente
tiende a pensar a Dios y al ser humano, no sólo como realidades
separadas, sino con sus “intereses” específicos que, con frecuencia,
se percibirán como opuestos. De hecho, la moral se entenderá como
vivir para los “intereses” de Dios, a costa incluso de los propios. El
pecado, por su parte, no sería sino preferir los propios intereses por
encima de los de Dios..., y así sucesivamente. Esto conduce necesa-
riamente a plantear la religión en clave de rivalidad: o Dios o el ser
humano.
Porque –y ello forma parte de la trampa– es evidente que los
“intereses” de Dios han de ser infinitamente más importantes que

99
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

los nuestros. Ser religioso consistirá, por tanto, en dedicarse a servir


a los primeros. Estamos a un paso del legalismo: ser religioso es
cumplir la “ley de Dios”. Y, desde ahí, a sólo otro paso de hacer de
la observancia religiosa el centro de nuestra vida. Los desplazamien-
tos producidos no han sido menudos: hemos pasado de la vida a la
norma (a la religión) –un nuevo dualismo, consecuencia del prime-
ro–, y de vivir haciendo el bien a ser observantes de la ley. ¿No les
había pasado esto mismo a los fariseos de la sinagoga?
Permíteme que lo formule directamente: ¿Existe el riesgo de que
la observancia religiosa puede llegar a deshumanizar a las perso-
nas?
Yo no haría equivaler observancia religiosa y deshumanización,
pero es obvio que el riesgo existe, y en los mismos relatos evangéli-
cos encontramos pruebas evidentes. Muchos de los enfrentamientos
que el propio Jesús protagoniza y muchas de sus parábolas no son
sino denuncia y desenmascaramiento de una observancia religiosa
que no hace mejores personas.
La razón es clara. Cuando la religión se centra en la norma y en
el “pecado”, nos lleva a preocuparnos de nosotros mismos –aunque
sea de nuestra “santidad”–, en lugar de movilizarnos por el bien de
los otros. Por el contrario, si la religión no tuviera reparos en mos-
trar que la prioridad es siempre atender la necesidad de las personas
y aliviar su sufrimiento, generaría otro tipo de comportamientos y
actitudes, quizás menos “religiosos”, pero más humanos. Y –dicho
sea de paso– lo que llama la atención en Jesús no es su religiosidad,
sino su bondadosa hondura humana. Así como que el Dios que en
él se revela no es, en primer lugar, “religioso”, sino humano.
Has aludido al riesgo de entender la religión en clave de rivalidad
entre Dios y el ser humano. También en esta dirección, la religión
ha podido ser factor de deshumanización, ¿no te parece?
Sin duda. En cuanto se piensa en un Dios separado, sujeto de
“intereses”, es inevitable no leerlo en clave de “conflicto”. Un con-
flicto que, llevado hasta sus consecuencias lógicas, termina formu-
lándose de este modo: “O Dios o el ser humano”. Eso ha hecho que

100
¿QUÉ DIOS?

Dios apareciera como “señal de prohibición”, policía del universo,


celoso de la autonomía humana y enemigo del placer. Particular-
mente en el campo de lo sexual, donde el discurso de la Iglesia sobre
sexualidad ha vehiculado durante siglos la imagen de un Dios repre-
sor, con la consiguiente carga de culpabilidad y angustia.
En esa misma dinámica, las religiones –a veces de manera incons-
ciente y hasta bienintencionada– han manejado el miedo para lograr
poder. Hasta no hace mucho tiempo, el miedo ha sido usado como
“recurso”, con el que se pretendía “llevar” la gente a Dios. ¡Triste
imagen la de un dios que necesitara del miedo humano para ser
creído y obedecido!
Culpabilidad y miedo que han constituido soportes eficaces
para –advertida o inadvertidamente– perpetuar un determinado
modo de entender las relaciones entre autoridad y obediencia y, a
la postre, para legitimar religiosamente situaciones de poder. Con
ese mismo objetivo –consciente o inconscientemente–, las religiones
han apelado abusivamente a la “voluntad de Dios” para legitimar
determinados intereses o puntos de vista, así como para imponerse
sobre las personas.
Entre unas cosas y otras, hemos presentado un Dios tan “increí-
ble” que lo sorprendente es que no haya suscitado un rechazo
todavía mayor. Voltaire aconsejaba que no creyéramos nunca en un
Dios que fuera peor que nosotros. Y realmente, viendo el daño y el
sufrimiento provocado por aquellas imágenes, lo mejor que podía
sucederle al ser humano es que aquel dios no existiera.
Demasiado sufrimiento, demasiado sometimiento...
Pero ningún sometimiento queda impune. Al plantearse la reli-
gión en clave de rivalidad, es inevitable que se genere, a la corta o
a la larga, resentimiento. Aunque aquí pueden darse varios casos:
Puede suceder que la persona haya reprimido tanto su propia auto-
nomía que pase toda su existencia sin ser consciente de la misma...,
aunque la represión no dejará de manifestarse por medio de otros
síntomas. Puede ocurrir también que aquella rivalidad desemboque
en una rebeldía manifiesta, con mayor o menor intensidad: mucho

101
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

ateísmo contemporáneo tiene este color. Y puede ocurrir, finalmen-


te, que la persona religiosa quede presa de un resentimiento que
envenenará su existencia y la de quienes la rodeen.
Si supiéramos leer el evangelio sin prejuicios y sin la rutina acos-
tumbrada, descubriríamos en él señales de todo esto. Por ponerte
únicamente un ejemplo, ¿qué queda retratado en la figura del
hermano mayor –en la llamada parábola del hijo pródigo–, sino el
resentimiento amargado y hostil de alguien que ha servido a Dios
“sin desobedecer jamás tus órdenes”, pero que nunca se había ente-
rado de que “todo lo mío es tuyo” (Lc 15,25-32)? El hecho de que
a las personas religiosas nos resulte tan insoportable esa figura, ¿no
reflejará lo que en nosotros mismos hay de ella?
Pero todavía hay algo más. ¿Cuál es la imagen de Dios que trans-
mite, inadvertida pero eficazmente, el esquema anterior? Como
ha subrayado J.M. Castillo, la de alguien más preocupado de su
honor que del dolor humano. Un tal dios sería en realidad un gran
Narciso. Alguien, por otra parte, que no suscitará sino rechazo por
parte de las mentes más lúcidas y más “humanas”.
Tratemos de recogerlo en un esquema simple:

DIOS humanos
y “sus intereses” y sus intereses

objetivación
separación/distancia
dualismo
rivalidad
legalismo
alienación
rebeldía
resentimiento

102
¿QUÉ DIOS?

Veo claramente la peligrosidad de esa trampa. Pero, ¿dónde está


el “truco”? ¿Qué es lo que falla en ella?
Algo elemental. Es trampa porque se apoya en la proyección
humana. ¿Recuerdas otra de las atinadas afirmaciones de Voltaire:
“Dios creó al hombre a su imagen, y éste le pagó con la misma
moneda”? Ese dios que tiene rasgos de Narciso no es sino el fruto
de una mente humana que ha proyectado en él sus propios miedos,
necesidades y ambiciones. Del mismo modo que la mente no puede
no objetivar tampoco puede no proyectar. Haz un simple ejercicio
de imaginación: ¿qué pasa por la mente de un niño al que le hablan
por primera vez de Dios? Pensará en alguien separado y lo imagina-
rá según sus modelos más cercanos o importantes.
De acuerdo, pero, una vez establecida la trampa, ¿cuál es su
ingrediente más falso y más peligroso?
A mi modo de ver, el de pensar a Dios como alguien que tiene
unos “intereses” propios, al margen de los nuestros. A partir de ese
supuesto incuestionado, la persona religiosa ya no dudará de que
los “intereses” o “derechos” de Dios son infinitamente más impor-
tantes que cualquier interés o derecho humano. Lo que hay que
hacer, por tanto, es anteponerlos siempre.
Sin embargo, la trampa radica en el supuesto mismo. ¿Qué es
eso de los “intereses” o “derechos” de Dios, sino una grosera pro-
yección antropomórfica? La propia revelación cristiana afirma que
Dios es Amor. Eso significa que es Donación, que su ser consiste en
darse, que no es sino darse. Y si ya nos ha dado todo, ¿qué “inte-
reses” puede tener? San Ireneo de Lyon había escrito atinadamente:
“La gloria de Dios es que el hombre viva”. Del mismo modo, pode-
mos decir: Dios no tiene otros “intereses” que los nuestros. ¿Dónde
queda la rivalidad? Ni Dios es un ser separado, ni tiene unos
intereses aparte de los nuestros. Cualquier otra imagen es, cuando
menos, propia del estadio mágico o mítico, que correspondieron a
una etapa pasada de la humanidad.
Es cierto que el ser humano puede equivocarse en la “lectura”
que haga de lo que son realmente sus “intereses”. Todos tenemos

103
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sobrada experiencia de habernos confundido, tomando como algo


positivo para nosotros algo que en realidad era sumamente perjudi-
cial. Pero esto no ha de ser pretexto para ningún tipo de dualismo
extraño.
Más aún, uno de los grandes méritos de Jesús fue el de conectar
indisolublemente la voluntad de Dios con el bien de la persona.
Ambos son equivalentes. Por eso, el propio Jesús, que no quería
hacer otra cosa sino “cumplir la voluntad del Padre” (Jn 4,34),
“vivió haciendo el bien” (Hech 10,38). Y, por otro lado, quien hace
el bien –“tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber...” (Mt 25,31-46)–, está, aunque no lo sepa, cumpliendo
la voluntad de Dios. Probablemente, Jesús fuera bien consciente
de algo elemental, pero que las religiones tienden a “olvidar” –por
otros intereses ocultos–: que, como ha escrito J.L. Herrero del Pozo,
“desde los derechos humanos, los de Dios están sustancialmente
garantizados, pero no a la inversa”.
Al percibir la insidia de esa trampa, me surge otra pregunta.
Es inquietante que, después de la denuncia de Jesús, también en
el propio cristianismo hayamos caído en el mismo engaño. Me
resulta dramáticamente paradójico que seguidores de quien murió
víctima de esta “trampa religiosa” hayamos caído con tanta facili-
dad en ella. ¿A qué se debe este arraigo? ¿Por qué nos atrapa tan
fácilmente?
Me parece que hay dos factores que lo explican. En primer lugar,
todos nosotros hemos vivido una etapa crucial de nuestra vida bajo
ese esquema. Con un agravante: éramos inconscientes de todo ello
y fueron años decisivos donde se fraguaron nuestra personalidad y
nuestros modos de funcionar.
En aquellos años, aprendimos a vernos como “seres separados”
con nuestros propios “intereses” frente a nuestros propios padres
–“todopoderosos” a nuestros ojos–, también ellos con su esfera de
intereses..., que no siempre coincidían con los nuestros. Ahí se gestó
nuestra moralidad –era bueno lo que agradaba a papá y mamá,
era malo lo que les desagradaba..., por las consecuencias que tenía

104
¿QUÉ DIOS?

para nuestra enorme necesidad de sentirnos amados– y ahí tuvimos


que aprender a vérnoslas con la primera “rivalidad”. En ese esce-
nario, hicieron su aparición la ambivalencia afectiva, la culpa, la
agresividad, la rebeldía, el resentimiento... ¿Comprendes por qué
ese esquema está tan arraigado en nosotros? En cierto modo, si me
permites la caricatura, estamos “programados” para repetirlo. Y,
hasta cierto punto, es inevitable. Pero lo que no podemos es renun-
ciar a la lucidez.
Dicho de un modo más sencillo: aquel esquema que, aplicado
a Dios, es radicalmente falso e inapropiado, con consecuencias
nefastas –desde la imagen de Dios que transmite hasta el comporta-
miento farisaico a que puede dar lugar–, fue, sin embargo, real en
nuestra primera experiencia vital, y eso es lo que explica su arraigo
en nosotros, hasta el punto de que nos cuesta desprendernos de él.
Es decir, alguna vez fue cierto esto:

niño/a
Papá y mamá y sus
y sus intereses intereses

objetivación
separación/distancia
dualismo
rivalidad
legalismo
alienación
rebeldía
resentimiento

105
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Hablabas de un segundo factor para comprender por qué ese


esquema tiene tanta fuerza en nosotros.
Sí, ese segundo factor tiene que ver con la propia institución reli-
giosa. Es también algo comprensible, pero que tampoco nos exime
de ser lúcidos y críticos frente a él. Al defender la primacía de la
“religión”, con el argumento de que Dios es “lo primero” –una
consecuencia más del esquema anterior–, aun sin darse cuenta, la
institución está defendiendo su propio lugar/poder y sus propios
intereses.
De hecho, esto es algo que ocurre más de lo que parece en la
conciencia de muchos creyentes. Cuando un fanático grita: “Alá es
grande”, es probable que, sin saberlo, esté pensando: “yo también
soy grande..., al menos más que mis enemigos”. Y cuando otro
fanático grita: “Mi Dios es el único verdadero”, es probable que,
sin saberlo, esté pensando: “Y yo tengo la verdad”. En ambos casos,
Dios es un pretexto para sostener el propio narcisismo; un recurso
usado como inconsciente mecanismo de defensa para apuntalar la
fragilidad del propio yo y, con él, la propia identidad.
Esto ocurre siempre que se coloca, en el centro de la religión, no
el bien de la persona, sino la norma o, dicho en negativo, el pecado.
Jesús mismo había advertido: “Sabéis que los que figuran como
jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magna-
tes las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser
grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser
el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco
el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida en rescate por todos” (Mc 10,42-45). Cuando colocamos
como prioridad el bien de la persona, su sufrimiento que debe ser
aliviado, su necesidad que debe ser respondida, nos posicionamos
como servidores; cuando, por el contrario, ponemos en el centro el
pecado, nos erigimos en jueces. Jesús mismo fue en todo momento
servidor; no iba por Galilea buscando pecadores que convertir, sino
personas necesitadas o afligidas a las que ayudar a vivir.

106
¿QUÉ DIOS?

De ahí que la práctica de Jesús se asociara a “buena noticia”.


Lo cual nos invita a una seria reflexión: ¿A qué se asocia nuestra
actividad, nuestra práctica, como creyentes y como Iglesia?; y, más
en general, ¿a qué asocia la gente la palabra “religión”?
Efectivamente, pareciera que sigamos presos de la trampa. Has
hablado del porqué de la misma. Pero, en último término, ¿cómo
desactivarla?
Para desactivarla, tenemos que ir hasta el motivo último que la
origina. Y ése no es otro que la objetivación del Absoluto. Decía
antes que tal objetivación es una consecuencia inevitable del pensa-
miento. Es también un planteamiento característico de un nivel de
conciencia mítico. Por eso, mientras la persona se encuentra en ese
nivel de conciencia, no chirría nada. Pero, ni bien se abre paso y se
va afianzando el nivel racional, empezamos a caer en la cuenta de
que un Absoluto que no “incluyera” todo, no sería tal Absoluto. Y, a
partir de ahí, nos vemos abocados a reconocer que Dios, ni puede ser
pensado, ni puede ser considerado como un ser separado. Podemos
abrirnos a percibirlo de otro modo, a intuirlo, experimentarlo...,
siempre “más allá” de la mente, aunque sin renunciar a ella.
Lo que ocurre –repitámoslo una vez más– es que nuestra mente
es dualista. Sólo puede pensar el uno o el dos –de ahí, el monismo/
panteísmo o el dualismo–, pero le resulta absolutamente imposible
pensar el no-dos. La no-dualidad, la no-diferencia no puede ser pen-
sada..., aunque responda mucho más adecuadamente a la estructura
última de Lo Que Es.
Me parece verlo más claro. Es la objetivación la que se halla en
el origen de la trampa religiosa, en tanto en cuanto nos empeñamos
en “pensar” a Dios y terminamos concluyendo que el “nuestro”
es el Dios verdadero. A partir de ahí, la religión puede pervertirse,
centrándose más en los supuestos “intereses” de ese Dios que en el
bien del ser humano concreto. Más arriba, nos habíamos referido
a Jesús como alguien que desenmascaró esa trampa..., aunque ello
terminara costándole la vida. ¿Podrías señalar el criterio que el
propio Jesús plantea?

107
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Sí; había tomado el caso de lo ocurrido en la sinagoga. La gran


pregunta que desenmascara cualquier trampa religiosa es aquélla
antes citada: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer
el mal; salvar una vida o destruirla?” (Mc 3,4). Que puede replan-
tearse de este modo: ¿qué es lo primero para la religión: el cum-
plimiento del deber –la observancia de las normas– o la necesidad
y el bien de la persona? Sin lugar a dudas, lo que movió al propio
Jesús fue la ética de la necesidad del otro. Porque lo que llenaba su
corazón era la compasión, entendida como capacidad de sentir-con
y sufrir-con los otros. Compasión, según Jesús, es un nombre de
Dios.
Debería hacernos pensar el hecho de que, a partir de Jesús, se
haya construido una religión que, en tantos aspectos, no tiene nada
que envidiar a aquélla que acabó con él. Así, aunque los “conteni-
dos” formales sean diferentes, sin embargo, los “modos de funcio-
namiento” se asemejan tanto que las palabras que Jesús dirigía a los
sacerdotes del templo pueden aplicarse, en muchos casos sin forzar
nada, a no pocos miembros de la Iglesia y la jerarquía eclesiástica.
Por eso, no me parece que va desencaminado quien afirma que
Jesús de Nazaret sería hoy también cuestionado y condenado por la
institución religiosa.
Y esto no significa negar la tarea abnegada de tantos hombres y
mujeres que, a lo largo de estos veinte siglos, han entregado y siguen
entregando lo mejor de sí mismos a favor de los más necesitados.
Es decir, han pasado y pasan por la vida, como Jesús, “haciendo el
bien”. Pocos colectivos como la Iglesia han dado tantos hombres y
mujeres que, siguiendo los pasos de su Maestro, han hecho de su
vida un servicio y una ofrenda para los más pobres.
Y ése es el mayor testimonio, ¿no?
Ése es, al menos, el testimonio evangélico: el de una iglesia que
no aparece como preocupada por sí misma –su estatus, su número,
su implantación en la sociedad, sus espacios de poder...–, sino por
la vida de las personas. Sin ese testimonio, la iglesia perderá toda
credibilidad.

108
¿QUÉ DIOS?

Pero, al mismo tiempo, la iglesia deberá hacer un esfuerzo crea-


tivo –y místico– para purificar tantas imágenes de dios que han
oscurecido su Rostro. Algo es claro: los hombres y mujeres del
siglo XXI no pueden creer en absoluto en aquel dios objetivado y
separado, al que me refería antes. Es aquél un esquema cultural o
marco de comprensión definitivamente superado. Pedir a nuestros
contemporáneos que crean en él equivale a pedirles que retrocedan
a una cultura que han dejado atrás.
Para nuestra cultura actual, al menos en nuestro ámbito, la mera
idea de un dios separado, potencialmente rival del ser humano, es
algo que suscita rechazo inmediato. Como ha escrito R. Panikkar,
la mentalidad moderna no está dispuesta a permitir que se quite
valor a los seres empíricos a expensas de una escatología, de una
religión, de un dios, pertenecientes a un mundo extrahumano. Y
esto –como decía más arriba–, no sólo por rebeldía, aunque la haya,
sino sobre todo por una conciencia más profunda de su existencia,
que le lleva a ser cada vez más consciente y más celoso de su auto-
nomía. Mentalidad moderna es autoafirmación del hombre; de ahí
–al identificar a Dios con las ideas tradicionales de dios: un dios
separado, arbitrario, rival...–, se pasó a la idea de la incompatibili-
dad, para terminar en la eliminación de Dios. Bien puede afirmarse
que la idea tradicional de dios ha entrado en crisis por la vivencia
de un antagonismo entre dios y los seres.
Frente a un dios separado, la persona no puede vivir sino alie-
nación. “O Dios o yo”, exclama el ateísmo moderno, celoso de la
libertad humana y de la autonomía de lo real, frente a una doctrina
religiosa que se había acostumbrado a presentar a Dios como un Ser
intervencionista y tapaagujeros de la ignorancia o de la necesidad
humana. La enseñanza religiosa había, al menos, oscurecido el dato
básico de que –en palabras del mismo Panikkar– “la realidad divina
no está ahí para «fagocitar» a los seres, sino para «potenciarlos»
desde dentro”.
Como es obvio, caer en la cuenta de aquella trampa y denunciar
un modo alienante de vivir la religión no implica, en absoluto,

109
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

canonizar los modos de vida característicos de nuestra cultura


(post)moderna. El criterio de discernimiento es aplicable también a
ella: es bueno lo que favorece la vida y ayuda al ser humano.
Nos ha llevado lejos el intento de descifrar la clave de la llamada
“trampa religiosa”. Pero, ¿a qué se debe que justamente ahora vea-
mos con tanta claridad esta imposibilidad de “pensar” a Dios?
A algo tan simple como que estamos siendo capaces de “tomar
distancia” de nuestra mente. Mientras hemos estado identificados
con ella, hemos sido incapaces de percibir su inadecuación. Al
observarla, nos hemos hecho mucho más conscientes de la provi-
sionalidad de sus “construcciones”.
¿Y en base a qué hablas tú ahora de Dios?
No, yo soy consciente de no hablar de Dios; hablaré únicamen-
te de mis ideas sobre Dios. Los humanos no podemos no hablar
de todo aquello que nos interesa –y más, de lo que nos interesa
vitalmente–, pero, en nuestro estado actual, al carecer de las herra-
mientas precisas para hacerlo con propiedad, hemos de reconocer la
distancia insalvable entre Dios y lo que pensemos o digamos acerca
de Él; más aún, es inevitable la distancia entre lo que supone la
experiencia de Dios y lo que de ella podemos llegar a compartir con-
ceptualmente con las herramientas de la palabra y el pensamiento.
¿Y no es esto una reacción que nos introduce en la irracionali-
dad?
En absoluto. Estoy convencido de que, junto con la vida, la
mente ha supuesto el mayor logro de todo el proceso evolutivo de
nuestro universo, en su despliegue de unos catorce mil millones de
años. Y estoy convencido, también, de que, especialmente después
de la Modernidad, no podemos dejar de lado el juicio de la razón.
Pero, a la vez, creo que debemos ser conscientes de un doble peligro:
un funcionamiento mental desajustado –cuando la mente se desliga
de lo real– y la pretensión de erigirse en criterio último de verdad.
Dicho de otro modo: la mente es incapaz de dar razón de todo
lo que es; sin embargo, todo lo que es ha de ser razonable. Si bien la

110
¿QUÉ DIOS?

mente no puede decirnos lo que es, hay que reconocer su capacidad


para mostrarnos lo que no puede ser. Llevado al ámbito de la fe,
se ha dicho de este modo: lo que el creyente afirma no es racional,
pero ha de ser siempre razonable.
Reconocer, por tanto, los límites de la mente, particularmente
en lo que se refiere a su incapacidad para atrapar el Misterio, no es
avanzar hacia la irracionalidad, sino hacia el respeto a la Realidad
última, en el reconocimiento humilde de nuestra condición actual.
¿Y no se tambalean, con ese presupuesto, todas las seguridades
religiosas?
Caen por tierra aquellas presuntas seguridades que se apoyan
exclusivamente en el nivel mental. Pero la causa está en que se puso
la seguridad en algo que no puede darla: las ideas. En este caso, si
la seguridad se asoció a unas ideas determinadas, se llegó a producir
una identificación tal entre la fe y las formas en que se expresaba,
que la persona creyente tolerará mal el cambio de éstas.
Ante ello, no es extraño que adopte una actitud defensiva.
Porque, al cambiar formas de creer y de expresar la creencia, apare-
cerá un sentimiento de inseguridad, incluso de orfandad, acompa-
ñado a veces de otro de infidelidad. Inseguridad, porque esas formas
habían llegado a constituir, en la persona creyente, una “segunda
piel” en su manera de vivir y de entender la vida. Al tocar fibras tan
sensibles y al haber sido asumidas, con frecuencia, en la infancia,
el abandono de las mismas –aun siendo sólo “formas”– provocará,
sin remedio, un sentimiento de orfandad. Despojada de ellas, la
persona creyente queda, de pronto, a la intemperie.
Infidelidad también, porque, dada la identificación anterior, no
es fácil romper la asociación establecida entre forma y contenido. Al
tomar distancia de las formas, cuestionarlas e incluso abandonarlas,
es inevitable que aparezca un sentimiento de infidelidad: al propio
pasado, a la herencia recibida, incluso a la misma realidad vehicu-
lada en aquellas formas, en nuestro caso, a Dios mismo. ¿Y quién
se atreve a ser infiel a Dios impunemente?

111
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pero, con la crisis, surge la posibilidad de purificación: ¿en qué


creíamos? En formas, sancionadas por la costumbre y sostenidas
por la tradición unánime, aceptadas literal y acríticamente mientras
se ha estado identificado con ellas –mientras había un reconoci-
miento generalizado–, pero que entran en crisis apenas las observa-
mos a “distancia” (psicológica y cultural).
Con ello, crece nuestra humildad y nuestra lucidez. Sin renegar
del propio pasado, nos percibimos como seres en evolución –dentro
de un proceso evolutivo que afecta a todo lo que existe, la con-
ciencia incluida– y nos abrimos a experimentar la “seguridad” en
otra parte, en la experiencia inmediata –no pensada, sino intuida,
percibida– de Lo Que Es.
Decías antes que, al pensar a Dios, lo delimitamos y, de ese
modo, lo convertimos en un objeto, un ser separado, destinatario
de nuestras proyecciones.
Invariablemente. Vuelve a imaginar por un momento el proceso
que se desencadena en un niño cuando le hablan de “Dios”. Apenas
lo nombren, se ve “obligado” a delimitarlo –no hay otro modo de
pensarlo ni de hablarlo–; al hacerlo, lo pensará como Un Ser y, a
continuación, proyectará sobre él lo vivido en la relación con sus
propios padres.
Lo cierto, sin embargo, es que han abundado las imágenes antro-
pomórficas de la Divinidad.
En algunos casos, incluso groseramente antropomórficas. Hasta
el punto de atribuir a Dios “rasgos” de los que nosotros mismos
nos avergonzaríamos. Realmente, los humanos hemos creado dio-
ses mucho peores que nosotros: sádicos, vengativos, rencorosos,
arbitrarios, celosos, narcisos... Y eso, en el caso cristiano, incluso
lo hemos seguido haciendo después de que Jesús mostrara a Dios
como Gratuidad misericordiosa. ¡Hasta qué punto el mecanismo de
proyección está arraigado en nosotros!
Es comprensible que muchas personas se alejaran e incluso se
rebelaran contra tales imágenes.

112
¿QUÉ DIOS?

Toda persona lúcida tiende a desconfiar de quienes creen


“saber” mucho sobre Dios. Porque, como en rigor nuestra mente
no puede “saber” nada de Él, sospecha con razón que se trata de
meras proyecciones basadas en sus propios miedos, necesidades y
ambiciones.
Pero si, además, ese “dios” del que habla aparece asociado a
miedo, culpa, castigo... ¿cómo no querer olvidarlo? El rechazo que
provoca en muchos de nuestros contemporáneos todo lo relativo a
lo “religioso” –Dios incluido– esconde motivos asociados a expe-
riencias, ideas o imágenes negativas, contrarias al sentimiento de
autonomía y de felicidad. De hecho, no sé cuántas personas asocian
espontáneamente religión y felicidad, religión y plenitud de vida,
religión y fraternidad viva, religión y unidad cósmica. A muchas,
sin duda, la religión les suena, más bien, a dependencia, servilismo,
tonos grises, pecado, culpa, imposición, oscuridad..., alienación en
definitiva.
¿Y cuál es la causa?
La causa habría que buscarla en la propia historia de las reli-
giones y en las experiencias que han generado, sobre todo cuando
se han constituido en instituciones de poder porque, desde él, aun
pensando que se hacía el bien, han oprimido personas y violentado
conciencias.
Pero, de un modo más amplio todavía, volviendo a lo que ya he
insinuado antes, habría que decir que es la misma idea de un Dios
“separado” la responsable de todas esas tergiversaciones y sufri-
mientos, en dos direcciones, que apunto a continuación.
Por un lado, tal idea constituye, irremisiblemente, la negación de
la libertad y de la responsabilidad humana, tal como lo denunciara
el ateísmo existencialista, sobre todo en la figura de J.P. Sartre.
Aunque, para él, la negación de ese “dios” supusiera –a mi modo
de ver, injusta y acríticamente– la negación de cualquier dimensión
espiritual. Pero un dios “externo”, que interviene desde su omnipo-
tencia y que conoce el futuro desde su omnisciencia, implica nece-

113
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sariamente el fin de la libertad humana. No tiene nada de extraño


que, en una época caracterizada por la exaltación de la libertad y
autonomía personales, la gente niegue prácticamente a ese dios,
incluso antes de pararse a pensar por qué lo niega.
Por otro, en cuanto se piensa en Dios como un ser separado y
se le coloca la etiqueta de “único verdadero” –aparte de haberlo
objetivado y, por tanto, reducirlo a un ídolo–, se ha hecho de él un
factor de división y enfrentamiento. Y de sus fieles, seres propensos
a la arrogancia y a la descalificación del otro diferente.
¿Y cómo se ha llegado hasta aquí?
Para eso, necesitamos volver a nuestra historia y preguntarnos
cómo se ha visto y se ha dicho “Dios” en los diversos estadios de
conciencia y en los diferentes paradigmas.

Y “Dios” también ha evolucionado

¿Qué podemos saber del modo como nuestros antepasados pen-


saron a Dios?
Lo más evidente es que la idea de Dios ha experimentado una
evolución, como no podía ser de otro modo. En cuanto idea, cae
dentro de las coordenadas espaciotemporales y, por tanto, es necesa-
riamente relativa –aunque se refiera a Dios, no ha “caído del cielo”,
sino que dice relación– al momento en que surge. Lo más difícil
es definir con precisión y rigor todo el recorrido de esa idea en la
historia de la humanidad. Pero, de acuerdo con las investigaciones
recientes y, en concreto, con los resultados que presentan estudiosos
de este fenómeno como H. Smith, K. Wilber o K.H. Ohlig, podemos
establecer algunas líneas generales de ese desarrollo.
Los últimos descubrimientos de la paleontología nos hablan de
“Salem” (Paz), nombre con el que ha sido bautizada una niña de
unos trece años de edad, mitad humana, mitad chimpancé, cuyos
restos se han encontrado en lo que es territorio de la actual Etiopía.
Sería “pariente” de la famosa “Lucy”, cuyos restos se hallaron en

114
¿QUÉ DIOS?

ese mismo territorio en el año 1974, y tendría una edad de 3,3 millo-
nes de años. En torno a esa fecha se data, pues, la aparición de los
homínidos. Homínidos, sobre los que conocemos muy pocas cosas.
En realidad, carecemos de documentos sobre la etapa más dila-
tada de la historia de la humanidad, la llamada “era prehistórica”,
que abarca cientos de miles de años. Por lo que se refiere a la cues-
tión religiosa, aparecen algunos yacimientos muy escasos al final de
la misma, y algo más abundantes desde hace cerca de 40.000 años,
pero en la mayoría de los casos su testimonio sigue siendo oscuro.
De ellos podría deducirse que aquellos humanos veneraron poderes
cosificados de los que se sentían dependientes.
¿A partir de qué momento tenemos datos para poder hablar
sobre la religión de nuestros antepasados con un mínimo de rigor?
Como te decía, a partir de hace unos 40.000 años. Durante un
tiempo extenso –no hay que olvidar que la evolución de la especie,
en sus comienzos, es tremendamente lenta, y que sólo se acelerará a
partir del surgimiento del homo sapiens sapiens, hace unos 130.000
años, para llegar a ser vertiginosa en la actualidad–, la religión de
nuestros antepasados parece que estuvo marcada por el carácter
ctónico1 y la ausencia de “divinidades” personales.
De un estadio original de conciencia, caracterizado por la fusión
pre-personal con el entorno y por la carencia de un “yo” indivi-
dual, los humanos fueron pasando a percibir el entorno como una
realidad natural superpoderosa, de la que dependían para subsistir.
En sus primeras representaciones, los temas recurrentes serán los
animales, la fertilidad de la tierra, el sol y la luna. Lo que podríamos
llamar “poder divino” se encuentra en los procesos naturales de la
fertilidad –primariamente femeninos–, a los que se venera en cuevas
o en los “santuarios portátiles” (estatuillas femeninas).

1. Ctónico (del griego jthoníos: perteneciente a la tierra o “de la tierra”; entendida


más en su realidad profunda, a diferencia de “Gaia”, que se refiere más bien a la
dimensión “externa” de la misma) hace referencia a los dioses o espíritus del infra-
mundo, por oposición a las divinidades celestes. A veces, se les denomina también
telúricos (del latín “tellus”: tierra).

115
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

“Dios” aparece, pues, como poder impersonal primariamente


femenino y como magnitud ctónica, que debe buscarse con la mira-
da dirigida hacia abajo, hacia la tierra. Hay que tener en cuenta la
significación fundamental que, para la supervivencia en aquellos
grupos, tenía la tierra y la figura de la madre.
Un cambio drástico es el que ocurre con lo que conocemos como
el Neolítico, ¿no es así? ¿Qué repercusiones tuvo en la religión?
La irrupción de la agricultura, en torno al año 10.000 a.C.,
supuso, efectivamente, un cambio revolucionario. Se revoluciona
la economía, se logra una emancipación mayor frente al entorno,
se amplían las posibilidades, se transforma la vida social que ve
surgir aldeas y ciudades, se produce una ruptura con respecto a las
concepciones precedentes... Tiene lugar, en definitiva, una trans-
formación de la conciencia. Irrumpe la conciencia mítica y –como
decíamos más arriba– empieza a ocupar un lugar decisivo el sen-
timiento de pertenencia. Es la época de los grandes mitos y de la
mentalidad rígidamente sociocéntrica: el grupo, el clan, la tribu, la
aldea lo ocupan todo.
En el terreno específicamente religioso, es en este tiempo cuando
lo divino empieza a asumir formas humanas y animales –las pri-
meras representaciones adquieren formas de mujeres, hombres y
toros–, aunque todavía no puede hablarse con propiedad de dioses
(o diosas), ni siquiera aún de la Gran Diosa o la Gran Madre, en un
sentido personal. Sin embargo, ya no se venera lo divino en cuevas,
sino en las viviendas, lo que quizás deba considerarse como el pri-
mer paso hacia la construcción de los santuarios.
En cualquier caso, algo parece evidente: se da una tendencia
creciente hacia el antropomorfismo, lo cual no es sino expresión del
dominio cada vez mayor del hombre sobre la naturaleza o, dicho de
otro modo, de su emancipación con respecto a ella.
¿Y cuál fue el próximo paso importante en esta evolución?
La escritura, que estaría en el origen del surgimiento de las lla-
madas “altas culturas”, marca el comienzo de lo que, quizás un

116
¿QUÉ DIOS?

tanto arrogantemente, se ha denominado “inicio de la época histó-


rica”, en la Edad del Bronce, en torno al año 3.000 a.C.
Y, con las altas culturas, surgen las “altas religiones” –que expe-
rimentarán su apogeo en la Edad de Hierro, hacia el 1.800 a.C.–. Al
acercarnos a ellas, lo primero que descubrimos es la forma en que
los seres humanos se interpretaban a sí mismos y a la realidad cir-
cundante en este estadio de la evolución cultural. Aunque es lógico
que ocurra siempre así: en el modo como los humanos se refieren
a Dios, están mostrando cómo se entienden a sí mismos. También
aquí, por tanto, podría servir el dicho: Dime cómo hablas de Dios
y te diré qué idea tienes de ti.
Nos encontramos, como te decía, en pleno apogeo de la concien-
cia mítica. Los mitos explicaban el principio, el fin y la estructura del
cosmos. Y, en ellos, los humanos se proyectaban a sí mismos. La divi-
nidad empieza a ser entendida de un modo análogo al ser humano.
La mirada del hombre religioso no se dirige ya hacia abajo, hacia
el interior de la tierra, sino hacia el cielo, hacia la luz. Como con-
secuencia, las fuerzas ctónicas, que hasta entonces habían ofrecido
protección, empiezan a aparecer ahora oscuras y amenazadoras. No
hay que olvidar que el ser humano de esta época, viviendo ya en
ciudades, pierde cierto contacto con la naturaleza, hasta el punto de
empezar a verla, no ya como no numinosa, sino incluso como un
peligro. ¿Dónde dirigir la mirada? Al cielo.
Y eso es lo que ocurre. Lo numinoso es transferido ahora a las
alturas, a un lugar inaccesible. Y lo divino queda definido por el
poder y la trascendencia (distancia) espacial.
Ahora bien, esas fuerzas numinosas, ahora astrales, son conce-
bidas al modo de los humanos. Y a partir del hecho de percibirse a
sí mismos como capaces de acción libre y autónoma para configu-
rar determinadas situaciones, empiezan a atribuir a los dioses esa
misma posibilidad: podían actuar como los hombres.
Al crecer el sentimiento de “personalidad colectiva”, caracterís-
tico del período mítico (o de pertenencia), se necesitaban poderes

117
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

numinosos personales para consolidar y estabilizar un “yo” todavía


inseguro. El sentimiento del propio “yo” –que le llevó a percibirse
como un ser diferente y superior– dio lugar al dios poderoso con
formas humanas. Y, como era de esperar, puesto que la sociedad
se compone de muchos individuos, lo mismo había de ocurrir con
los dioses.
Estos dioses ya personales, antropomórficos, son considerados
como los creadores del universo. Los humanos empiezan a creer que
necesitan venerarlos para mantener alejado el caos inicial, del que
habría surgido la creación. Se instaura una religión de tipo mercan-
tilista, donde todos sus elementos –ritos, sacrificios, súplica...– se
viven en el marco de un proceso de individuación creciente.
Por otro lado, los humanos no dejaban de vivir el propio pro-
greso cultural como culpa. Sus nuevas capacidades significaban
una intromisión en el curso natural, y el mismo trabajo agrícola no
podía dejar de percibirse como una agresión contra la tierra, antes
venerada.
Pero la culpa va todavía más allá del reconocimiento del propio
progreso. Como he apuntado más arriba, aparece vinculada nada
menos que al surgimiento, cada vez más acentuado, de la conciencia
del “yo”. Pero donde hay un “yo” separado, hay miedo y soledad,
hay desgarro. Los humanos saben que son mortales: ésta es su tra-
gedia.
¿Qué les ha ocurrido en ese salto de conciencia?
Por decirlo en términos bíblicos, que “se les abrieron los ojos” y
se hicieron “conocedores del bien y del mal” (Gen 3,5). Para ellos,
se había “perdido” la armonía primordial. Era normal que lo per-
cibieran como culpa. Y, desde esa conciencia de culpa, nacerían los
mitos de los orígenes, que tan decisivamente habrían de condicionar
toda la autocomprensión posterior a lo largo de la historia. Crea-
ción, pecado, culpa, castigo... son ideas que han marcado a fuego a
las generaciones posteriores.
¿Y ése es el contexto en el que van a surgir las grandes religio-
nes?

118
¿QUÉ DIOS?

Así es. Las llamadas “religiones universales” –en torno al siglo


VI a.C.– aportan, como novedad, teorías religiosas universales,
en cuanto valen para todo individuo, siempre dentro de un proce-
so de individuación cada vez más pronunciado, con un “yo” que
va dando pasos para conseguir el primer plano. La “personalidad
colectiva” del período anterior da paso a un sentimiento de lo indi-
vidual mucho más potenciado.
Por decirlo en pocas palabras, lo que está ocurriendo es algo de
un calado muy hondo. Se está discurriendo desde el estadio mítico
al estadio egoico-racional. En este punto, lo que el individuo busca
en la religión son soluciones para “sí mismo”. Ya no bastaban las
respuestas religiosas “colectivas”. Por eso, si bien es cierto que en el
origen de estas “religiones universales” hay personalidades concre-
tas, no lo es menos el hecho de que surgieron porque la situación
estaba ya madura para que ese salto pudiera darse. En búsqueda de
respuesta a sus necesidades individuales, los humanos se vieron lle-
vados a ir más allá de los mitos, adentrándose en la reflexión racio-
nal. Nada tiene de extraño que sea en este período cuando surge la
noción del “Atman” hindú o del “conócete a ti mismo” socrático.
¿Es, pues, en este período cuando se acelera lo que podríamos
denominar como proceso de individualización?
Parece comprobado que el impulso hacia la individualización
halla una primera base en la cultura urbana del Neolítico. Pero es
a mediados del primer milenio precristiano cuando los humanos
empezaron a entenderse a sí mismos como “individuos”, al menos
en Grecia, Oriente Próximo, India y China. Ese impulso se radi-
calizará en la primera fase de la Edad Moderna en Europa y se
intensificará con la Ilustración, para terminar imponiéndose en la
Modernidad. El individuo –el yo individual– llegará a convertirse en
el sujeto de todo conocimiento.
¿Significa esto que es la emergencia de un “yo” individual fuerte
la que condiciona el surgimiento de divinidades también marcada-
mente personalizadas?

119
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Algo parece indudable. Creer en un Dios “personal” significa


confirmar la validez permanente del individuo. Validez que es asegu-
rada tanto por la relación que se establece entre el Dios y el creyente,
como por la afirmación de la resurrección o de la inmortalidad del
alma. El resultado de ambas creencias es indudablemente la poten-
ciación de lo individual. No es extraño que, en el judaísmo, la fe en
la resurrección no surja hasta aproximadamente el año 150 a.C.
Pero todo esto no debería sorprendernos, si tenemos en cuenta la
estrechísima correspondencia que existe entre la religión y la cultura.
Aun afirmando la existencia de una Realidad última, como Misterio
fontal y originario –realidad, por otra parte, absolutamente inefa-
ble–, es obvio que el hombre crea sus dioses. Tal como él es, tal como
él se ve, así es su dios; lo que piensa y entiende sobre sí mismo y sobre
la realidad, forma la base de sus ideas sobre la divinidad.
Plantéate esta simple pregunta: ¿Cuándo aparece un dios sepa-
rado? Cuando emerge y se estabiliza la mente. Hemos insistido
antes en el hecho de que la mente únicamente puede percibir lo
real fraccionándolo. En un estadio previo al yo –en una conciencia
fusional–, lo divino no se percibía como algo “separado”, porque
no había una mente que se percibiera a sí misma “frente” a todo lo
demás. Al emerger la mente y, con ella, el yo, surge también la idea
de un dios separado, en el cielo, en una trascendencia entendida
como distancia –incluso física– y se lee la relación con él en clave
relacional y, con frecuencia, de rivalidad. Como ves, en el origen
de la creencia en un dios separado, lo que hay es un nivel de con-
ciencia mental, que no tiene otro modo de percibir lo real si no es
delimitando. En cuanto se empiece a trascender el nivel mental, la
percepción se modificará radicalmente.
Con toda esta visión como trasfondo, ¿podríamos acercarnos
ahora a nuestra historia más reciente, en el marco de nuestra propia
tradición religiosa, para tratar de comprender mejor lo vivido?
Vamos a ello, retomando la cuestión que dejamos abierta en
torno a los paradigmas.

120
¿QUÉ DIOS?

Decir “Dios” en paradigmas diferentes

Paradigma pre-moderno y conciencia mítica


Una cuestión previa. ¿Se identifican paradigma premoderno y
conciencia mítica?
Estrictamente hablando, no. Como ha quedado señalado en el
esquema de más arriba acerca de esta cuestión, el paradigma pre-
moderno transcurre también en un espacio de tiempo en el que ya
ha emergido con claridad el nivel de conciencia racional. Por eso, en
rigor, gran parte de lo que llamamos pre-modernidad ha trascendi-
do ya la conciencia mítica.
Sin embargo, en la práctica, se produce un solapamiento. Ello
se debe a que la inercia de la mentalidad mítica, presente durante
milenios en la humanidad, sigue ejerciendo su influjo en la etapa
siguiente. Y esto es todavía más evidente en el campo de lo religio-
so, fuertemente marcado por el inmovilismo de ideas, doctrinas,
imágenes, comportamientos... Es comprensible que lo recibido y
vivido como “divino” aparezca dotado de un carácter fixista, con el
que pretenda atestiguar su pretensión de validez absoluta y eterna.
Esto explica la pervivencia de concepciones anteriores dentro de un
marco cultural en el que, objetivamente, han sido ya superadas. En
nuestro caso, el paradigma premoderno, aunque haya sido testigo
de la emergencia del estadio racional, en lo que al pensamiento reli-
gioso se refiere, nos retrotrae a una cosmovisión mítica.
Ahora sí, podemos acercarnos a lo que te decía de nuestra his-
toria reciente.
Si te entiendo bien, lo que tú llamas “historia reciente” en el
marco de nuestra propia tradición religiosa, abarcaría lo que en
el capítulo anterior hemos designado como los tres paradigmas:
premoderno, moderno y postmoderno, Podemos volver sobre ellos,
con un poco más de precisión, con el objetivo que planteas.
Empecemos con el primero. Ya desde lo que se conocen como
“altas culturas” –estamos hablando de la Edad de Bronce, unos

121
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

3.000 años antes de nuestra era–, la imagen de la realidad esta-


ba articulada en tres niveles: el mundo del cielo, el mundo de los
hombres y el mundo subterráneo. Y eso ocurría no sólo en nuestra
cultura; aparece reflejado igualmente en la religión imperial china,
en torno al 1.500 a.C.
Pero vengamos a nuestra tradición. Yhwh era originariamente
un dios de montaña –se manifestará en el Sinaí– y probablemente
un dios volcán (Vulcano), y así se mostrará también como “colum-
na de fuego”. A diferencia de las anteriores divinidades nómadas,
era venerado en un lugar fijo. Cuando los israelitas quisieron incor-
porarlo a su vida nómada –a su travesía del desierto–, tuvieron que
fabricar el “arca de la alianza”.
La transición hacia la agricultura provocó una crisis en la fe yah-
vista, por cuanto Yhwh no tenía ninguna relación con esta nueva
forma económica. Para ello, parecían resultar más “adecuadas”
las divinidades cananeas, que también estaban extendidas entre los
propios israelitas. Sin embargo, poco a poco le empiezan a atri-
buir a Yhwh nuevas competencias dentro de esta nueva situación:
recuérdese, por ejemplo, el relato de la lucha de Elías contra los
sacerdotes de Baal, por la atribución del poder sobre la lluvia a uno
u otro dios (1 Re 18,20-40).
Lo cierto es que, progresivamente, Yhwh dejará de habitar en la
montaña para empezar a morar definitivamente en el cielo. Y, en
un paradigma premoderno, eso es algo característico: el cielo es la
morada de Dios (o de los dioses).
Es decir, se había producido una gran evolución...
Sí, y una evolución en aceleración creciente. La humanidad había
pasado de la religiosidad ctónica a la astral; de los poderes numino-
sos cosificados al antropomorfismo; de ver a Dios en la montaña a
ubicarlo en el cielo; de una conciencia pre-personal a una conciencia
de pertenencia (“collective personality”) y una individualización
siempre creciente.
Esta gran evolución es la que viene a abocar en el paradigma pre-
moderno. Un paradigma que, como decía hace un momento, resulta

122
¿QUÉ DIOS?

claramente mítico en prácticamente todos sus elementos. Mítica es,


en efecto, la visión de la realidad en tres planos, quedando la tierra
en un lugar intermedio, a merced de los influjos benéficos o malé-
ficos que provenían de los otros niveles. Mítica es la imagen de un
dios objetivado, separado y distante. Mítico también, el dualismo,
el antropomorfismo a la hora de pensar a Dios y la idea de un inter-
vencionismo divino extramundano. Mítico, finalmente, un esquema
de la historia de la salvación que aparece con rasgos etnocéntricos
–idea del “pueblo elegido”– y en cuyo origen se da por supuesta la
imagen de un dios arbitrario.
¿Cómo se percibe el creyente en este paradigma?
Como era de esperar, en una autocomprensión también mítica.
Siempre dentro de una conciencia caracterizada por el sociocen-
trismo (o etnocentrismo), vive la religión con tonos fuertemente
particularistas y exclusivistas. La religión propia es la verdadera y
un objetivo importante es el de atraer a todos hacia ella. Una forma
de pensar netamente mítica.
En ese marco, el creyente dirigía su atención más al cielo que a
la tierra, hasta el punto de que la misma “salvación” se entendía,
directamente, como “ir al cielo” –porque, como rezaba el conocido
verso, “al final, el que se salva sabe y el que no, no sabe nada”–.
Vivía también una moral heterónoma, con una presencia fuerte del
“pecado”, entendido antes que nada como una lesión a los “inte-
reses” de Dios.
La fe era, en primer lugar, creencia, asentimiento mental: el con-
junto de “verdades” (dogmas) que era necesario creer para salvarse.
No tiene nada de extraño que la salvación se entendiera, desde este
paradigma, de un modo no sólo mítico, sino incluso mágico. Además
de aparecer como una realidad individual, espiritual y ultraterrena.
En síntesis, la vivencia de la fe en este paradigma viene de la
mano de un modo concreto de percibir la realidad, correspondiente
a un nivel de conciencia mítico. Esto no conlleva ningún juicio nega-
tivo, ninguna descalificación. Era un modo de ver propio de aquel
momento. Lo único que ahora pretendemos es ser lúcidos sobre lo

123
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

vivido para aprender de ello, distinguir los contenidos de las formas


y crecer en libertad y creatividad para no permanecer anclados a
formas hace tiempo superadas.
¿Y cómo se veía a Dios en ese nivel?
Ya he dicho algo. En la práctica cotidiana de los creyentes, era
percibido como un Ser al que rendir cuentas y con el que, fácil-
mente, se podía entrar en rivalidad, con las consecuencias de culpa,
castigo y condena. Dios era el Gran Mago del universo, de quien
se podían obtener determinados favores y a quien se podía recurrir
para que resolviera nuestras ignorancias y necesidades.
Dios era, antes que nada, el Dios del cielo, con rasgos marcada-
mente antropomórficos, que intervenía directamente en la tierra. En
el paradigma premoderno –recuerda lo que hablamos en el capítulo
anterior–, Dios es el que hace.
Desde nuestra perspectiva, resulta evidente descubrir el carácter
proyectivo de aquella religiosidad. Pero, como ocurre en cualquier
orden de la realidad, en tanto en cuanto se permanece dentro de él,
es imposible percibirlo. Mientras el ser humano estuvo en un nivel
mítico no podía enterarse de que estaba dentro de él; sólo cuando
pudo situarse en el estadio racional, empezó a advertir lo que antes
había vivido. Siempre es así: únicamente la distancia nos permite
percibir la realidad.
Pero la proyección sigue existiendo...
Ciertamente, el ser humano es un animal proyectivo. Lo que
podemos hacer es reconocerlo, para poder ser más lúcidos de ese
modo de funcionar. Y la lucidez nos hará cada vez más humildes y,
por tanto, menos intolerantes y dogmáticos.

Paradigma moderno y conciencia racional


Y así llegamos a la Modernidad... ¿Cuáles son los cambios más
notables?
La conciencia mítica va a ser cada vez más superada por la
conciencia racional. Sigue en auge el individualismo y, con él, van

124
¿QUÉ DIOS?

ganando espacio la racionalidad y la autonomía, en un proceso


secularizador –en occidente– por el que los diversos ámbitos de la
realidad se van independizando de la tutela religiosa (en concreto,
de la Iglesia). Aquella cosmovisión de la realidad en tres planos dife-
renciados deja paso a la percepción de que la realidad es una, regida
toda ella por las mismas leyes, que pueden ser conocidas. Es decir,
la realidad empieza a percibirse como autónoma y racional.
Todo esto habría de suponer un progreso indudable. Lástima
que, deslumbrada la Razón, viniera a caer en nuevos “mitos” –la
salvación por la razón– y, lo que es más grave, redujera la realidad
a lo meramente empírico. Acababa de hacer su aparición una nueva
forma de arrogancia: negar todo aquello que el ojo no ve. Como
resultado, un “mundo chato” y una asfixia de lo más elevado del
ser humano, la dimensión espiritual.
Lo que ocurre es que la racionalidad arremetía contra lo que ella
calificaba de ignorancia, azuzada por la rebeldía contra una insti-
tución religiosa que había ocupado el poder durante mucho tiempo
y con mucha intensidad, y que seguía empeñada en mantenerlo a
toda costa.
La actitud de sospecha frente al pasado y frente a todo lo religio-
so se hizo inevitable. Se agudiza la crítica, no sólo de la institución,
sino de la misma religión, a la que se descalifica, por los maestros
de la sospecha, como proyección “interesada”. La religión hereda-
da empieza a tambalearse. Y, frente a una institución que tiende a
replegarse y atrincherarse, se va a abrir camino el ateísmo masivo.
Pero, ¿y la fe vivida en el espíritu de la Modernidad? ¿Qué es lo
característico?
Por decirlo brevemente, se trata de una fe ilustrada. Una fe que
ha entrado en diálogo con las luces que vienen del nuevo paradig-
ma, pero también con las sospechas y las críticas dirigidas contra
ella. Una fe que busca y favorece el encuentro con la nueva cultura
y las nuevas actitudes que de ella se derivan. Una fe, en suma, crea-
tiva, que busca vivir y expresar el contenido en formas nuevas.

125
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Me preguntas por lo característico. Aun consciente de que hay


muchos elementos en juego, me atrevería a formularlo de este modo:
lo más característico es la nueva imagen de Dios o, si prefieres, el
cambio que se va a operar en el modo de percibirlo, con todas las
consecuencias que implica.
Si en el paradigma anterior, Dios estaba en el cielo, en éste, Dios
empieza a ser percibido en lo íntimo del ser humano. Si en el anterior
es el que hace, en éste, es el que hace ser. Dios es percibido como
el Fondo y Fundamento de lo Real, la Dimensión de Profundidad,
de que hablara Paul Tillich. De acuerdo con la nueva cosmovisión,
tiende a atenuarse el dualismo, cae por tierra el intervencionismo,
y la Trascendencia empieza a entenderse como intimidad. Se pasa,
a la vez, de una visión fixista de la realidad a otra evolutiva. En
consecuencia, cambiará también el modo de leer el esquema de la
“historia de la salvación”. La misma “salvación” se empezará a leer
como “liberación”, realización, transformación, recuperando las
dimensiones social, mundana, histórica, ecológica...

Paradigma post-moderno y conciencia transpersonal


¿Puede decirse que las iglesias han asumido el paradigma
moderno?
En su conjunto y, sobre todo, a nivel oficial, creo que la respuesta
tiene que ser negativa. La Iglesia, como tal, no ha hecho el diálogo
con la Modernidad. El mismo Concilio Vaticano II, que apuntaba
en esa dirección, a pesar de que llegaba tarde, quedó frenado en
su desarrollo en los años siguientes a su celebración. Los Nuevos
Movimientos Eclesiales, que en la actualidad representan a la iglesia
más “visible”, siguen esquemas que tampoco han vivido un diálogo
con el espíritu de la modernidad. Todo ello da como resultado la
imagen de una iglesia que trata apenas de conservar lo que queda o,
peor aún, que busca “restaurar” lo que fue su pasado “glorioso”.
Todo esto puede parecer duro, pero creo que es objetivo. Y
puede apreciarse en el modo como son abordadas las más diferentes

126
¿QUÉ DIOS?

cuestiones. Si nos detenemos en el campo de las vocaciones, resulta


chocante la insistencia con que los obispos reclaman vocaciones
sacerdotales, mientras se echa en falta una clarificación de lo que
tiene que ser un sacerdote en el siglo XXI..., si no es volver a formas
que retrotraen a un pasado no tan reciente.
Deberíamos ser bien conscientes de que no se trata de una recu-
peración del pasado, ni de restauración o “recristianización” de la
sociedad. El problema no es que haya descendido la práctica, ni que
la sociedad se haya alejado de las normas de referencia propuestas
por la jerarquía eclesiástica, ni que la secularización haya aumen-
tado. El problema es de mayor proyección: es la aparición de un
nuevo nivel de conciencia que plantea, evidentemente, preguntas
muy distintas a las planteadas desde el nivel anterior. Eso hace,
por ejemplo, que los relatos bíblicos se vean cada vez más por más
gente como “historietas del pasado”, relatos míticos, en el sentido
peyorativo de ese término. Y esto no es por mala fe, ni siquiera por
ignorancia –aunque la haya–, sino sobre todo por “desconexión” de
intereses: la misma que habría si se le pidiera a alguien situado en el
nivel mental que tomara como históricos los relatos de la mitología
griega, por poner un ejemplo.
Y mientras la iglesia no ha vivido una “inculturación” de la
modernidad, se anuncian ya los pasos de un nuevo paradigma, con
consecuencias todavía más inquietantes e imprevisibles para la auto-
comprensión del ser creyente: el paradigma de la post-modernidad.
¿Y qué es lo característico de la percepción de Dios en este nuevo
paradigma?
Como he apuntando en el capítulo anterior, las dos caracterís-
ticas del paradigma postmoderno son la interrelación de todo y la
deconstrucción del yo. Todo va apuntando en esa dirección. La
postmodernidad asiste al declive de la “racionalidad egoica”: justo
al llegar a la cima, la “razón” y el “yo” empiezan a declinar, para
abrir paso a una nueva conciencia trans-racional y trans-egoica que
no niega los logros alcanzados, pero los trasciende, integrándolos.
Por todo ello, como decíamos más arriba, lo más característico de

127
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

la postmodernidad es la imagen de la red: la realidad es una red


de interrelaciones trans-personales. Está empezando a brotar una
nueva conciencia.
Pero –ésta es la sombra de la postmodernidad– lo que empezó
como inclusión y apertura, lo que parecía ser una postmodernidad
constructiva, corre el riesgo de terminar siendo, en gran medida,
una postmodernidad destructiva y nihilista.
Las “tres creencias” fundamentales de la postmodernidad –el
constructivismo, el contextualismo y el aperspectivismo integral–,
que pueden sentar las bases de un pluralismo constructivo, cuando
se deslizan por un relativismo tan extremo como insostenible, con-
ducen inexorablemente a lo que puede considerarse como el mayor
error del postmodernismo: la negación de cualquier distinción cua-
litativa –“ninguna perspectiva es mejor que cualquier otra”– y, con
ella, la negación de la interioridad y de la profundidad. Cuando
creíamos empezar a liberarnos del “mundo chato” de la moderni-
dad, corremos el grave riesgo de encontrarnos con otro mundo si
cabe más plano todavía. Una verdadera lástima.
Indudablemente, frente a ese riesgo, no queda otro camino que el
de la profundidad. Y hablar de profundidad, en este contexto, signi-
fica avanzar en la nueva conciencia que la misma postmodernidad
apuntaba. Ir más allá de la conciencia racional y egoica hacia una
conciencia transpersonal, que nos permita percibir, experimentar y
vivir más y más la No-dualidad.
Dios es percibido ahora, con un silencio mayor, como el Inefable,
el Vacío en el que todo es y que en todo se manifiesta, El Que Es
/ Lo Que Es, la misma Red en la que somos. La Realidad última
es el Vacío absoluto a partir del que todo es; inefable y atemporal,
se encuentra más allá de los tradicionales conceptos de Dios de las
religiones teístas. Desde este paradigma, somos mucho más cons-
cientes de que, si no queremos caer en la idolatría de las imágenes,
habremos de reconocer que los conceptos, los dogmas, no son más
que vidrieras que pretenden apuntar hacia la Realidad sin nombre
y sin imagen.

128
¿QUÉ DIOS?

Al final de este recorrido sociohistórico, me queda más claro


hasta qué punto el nivel de conciencia puede determinar nuestro
modo de percibir la Divinidad. En ese sentido, ¿no se da esa misma
evolución en la concepción de Dios a nivel individual? O con otras
palabras: lo que nos dice la historia del hecho religioso, ¿no guarda
cierta relación con lo que nos dice la psicología de la religión?
Exactamente. Son bien conocidas las aportaciones de F. Oser2,
en torno a los estadios de la evolución religiosa del individuo, que
él caracteriza de este modo:
U heteronomía (“deus ex machina”), donde se entiende a Dios
como un ser que interviene directamente en el mundo y en
el destino de los individuos, como poder absoluto, causa de
todos los acontecimientos; puede proteger o destruir, enviar
algo beneficioso o perjudicial;
U mercantilismo (do ut des: “da para que puedas recibir”),
donde se vive a Dios como un ser externo y todopoderoso
que puede premiar o castigar, así como ser influenciado por
las buenas obras; las consecuencias para la comprensión de la
moral y la relación con los otros son obvias;
U deísmo (orientación del yo autónomo y de la auto-responsa-
bilidad), en el que se reduce el influjo de Dios en la realidad
mundana, hasta el punto de que inmanencia y trascendencia
se ven como separadas entre sí; Dios, como el “gran arquitec-
to” o el “gran relojero del universo”, tendría su propio ámbito
separado;
U autonomía mediada, en la que Dios se concilia con la inma-
nencia, como fundamento del “sí mismo” (self); aparecen
múltiples formas de religiosidad en las que se acepta un plan
divino que dirige todo a buen fin;
U comunión, en la que la persona se siente referida incondicio-
nalmente a Dios (unión mística).

2. A. ÁVILA, Para conocer la psicología de la religión, Verbo Divino, Estella 2003,


p. 117.

129
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Espiritualidad: entre la deformación y la represión

Con todo esto, parece que, tanto a nivel colectivo como indivi-
dual, la evolución de la conciencia religiosa, apunta hacia un pro-
gresivo Silencio y a una creciente inefabilidad ante el Misterio. Lo
que puede ocurrir es que, para quien viene de una tradición teísta,
ese “silencio” en torno a Dios le resulte insoportable. O, por decirlo
de otro modo, ¿cómo puede expresarse y compartirse una fe “des-
nuda” de conceptos y de imágenes?
Ésa es, a mi modo de ver, la mayor dificultad con la que el
creyente se encuentra en este momento de transición, cuando ha
debido dejar formas desfasadas y se ha hecho consciente de la
inadecuación radical de palabras, expresiones y modos de expresar
lo divino. La palabra le resulta absolutamente insatisfactoria, pero
el silencio lo encierra en un vacío igualmente insatisfactorio en un
primer momento.
¿Podrías explicar un poco más los dos términos de esa aparente
aporía?
Sí. Por un lado, el creyente que se encuentra en este nuevo para-
digma sabe que no puede dirigirse a Dios como a un Ser separado,
sin caer en una imaginería mítica que no puede aceptar. Pensar en
un Ser separado es pensar en un dios objetivado, es decir, reducido
a objeto, por más que se escriba con mayúscula. Más aún, el sim-
ple hecho de nombrarlo es ya reducirlo. Puesto que delimitar exige
necesariamente limitar, al pensar o nombrar a Dios, habríamos
caído en un callejón sin salida: limitar lo I-limitado.
Las consecuencias son inquietantes: Si Dios no es un Ser separa-
do, no es tampoco Alguien que esté “frente” a mí. ¿Cómo podría,
en tal caso, dirigirme a él?
A esto me refería al hablar de la dificultad que encuentra la per-
sona religiosa cuando su propio proceso la lleva a tomar distancia
de las formas que anteriormente había vivido y que, de pronto, se
le muestran como desajustadas.

130
¿QUÉ DIOS?

¿Qué hacer? Una primera respuesta a tu pregunta es la que


avanzan algunas personas muy religiosas que se ven llevadas a
este punto. Hay que vivir –dicen ellas– una relación con Dios
“sin apego”. La intuición parece válida: todas las formas de rela-
ción con Dios son, en realidad, inadecuadas, pero, por otra parte,
necesitamos de ellas. Sólo queda un camino: podemos seguir usando
nuestras fórmulas habituales, pero sin identificarnos con ellas, cons-
cientes de su inexorable limitación.
Pero, aun siendo válida esa intuición, no deja de tener también
una carga de insatisfacción. ¿Cómo podré seguir usando una y otra
vez formas que percibo absolutamente inadecuadas? ¿Cómo dirigir-
me a Dios “como si” fuera Alguien que está frente a mí..., cuando sé
que eso es únicamente una imagen que no responde a la realidad?
A mi modo de ver, sin descartar esa opción para personas que
puedan vivirla serenamente, el problema que subyace es mucho más
agudo. Puede plantearse de este modo: es imposible que la mente
pueda nombrar –y relacionarse con– una realidad transmental. Más
imposible que si a un niño de meses se le pidiera un razonamiento
abstracto. Lo que nos ocurre a nosotros es que nos encontramos en
una situación muy peculiar, a caballo entre un estado de conciencia
mental y otro transmental. Por un lado, intuimos o atisbamos ya
lo que puede ser la naturaleza de lo real, pero, por otro, seguimos
instalados habitualmente en la mente, con su inevitable dualismo.
Eso explica que sepamos lo que no puede ser, pero que todavía no
podamos vivir lo que es. Nos encontramos, si me permites la com-
paración, como una gota de agua ante el océano: sabe que no puede
dirigirse al océano como si fuera una realidad separada, pero tampo-
co se percibe a sí misma todavía en unidad con ese mismo océano.
Esa sensación de “estar a caballo” entre dos planteamientos
divergentes resulta inquietante, difícil y hasta dolorosa. Entre otras
cosas porque, mientras dure ese estado, no hay solución posible. La
mente carece de recursos para una salida que deberá ser transmen-
tal. Necesitaremos, por tanto, paciencia y humildad.

131
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Y no hay nada que podamos hacer?


Claro que sí; adentrarnos por los caminos adonde la espiritua-
lidad conduce. Personalmente, guardo como uno de los mayores
tesoros de mi vida el regalo que recibí en forma de oración tras un
tiempo largo de retiro y silencio: me refiero a la oración “En-Ti”,
que he trascrito en otro lugar3. Lo que recibí en esa oración, más
allá de las palabras concretas que se iban diciendo en mí, fue la
apertura interior a una vivencia y expresión “nuevas” de mi expe-
riencia espiritual. Pero, al hablar de paciencia y humildad, pretendía
subrayar un primer beneficio que esa situación difícil nos aporta.
Con frecuencia, las personas religiosas hemos sido arrogantes,
creyéndonos en posesión de la verdad y situándonos en un pedes-
tal de orgullo frente a los que se debatían en la “ignorancia” o el
“error”. No me digas que no es saludable descubrir, de pronto, que
aquello de lo que se había hecho motivo de superioridad y arrogan-
cia es, en su mayor parte, producto de la proyección mental en un
momento determinado.
En realidad, por ahí ha ido siempre el gran peligro de las religio-
nes teístas. En cuanto uno cree en un Dios separado, corre el riesgo
grave de pensar que tiene a ese Dios “de su parte”, de pensarse de
“los suyos”, “los elegidos”, de creerse “mejor” o incluso “supe-
rior”. Más aún, el hecho de vivir para ese Dios separado puede
ser alimento de orgullo y resentimiento, tal como lo retrata mag-
níficamente Jesús, en la ya comentada parábola del hijo pródigo.
Las religiones teístas, debido a aquella confusión de base, suelen
producir fariseísmo, intolerancia y fanatismo. Incluso el modo
como el creyente (mítico) apela a la “fe” –“esto únicamente puede
aceptarse desde la fe”; “si no tienes fe, no podrás entenderlo”–
parece no ser sino una estratagema (inconsciente) para asegurarse
en “su” (modo de formular la) verdad, frente a quienes discrepan,
que quedan descalificados, de entrada, porque “no tienen fe”; es
decir, no pertenecen al grupo de los “elegidos”.

3. E. MARTÍNEZ LOZANO, Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino,


Desclée de Brouwer, Bilbao 32007, pp. 56-60.

132
¿QUÉ DIOS?

Como ha quedado dicho, la creencia teísta puede producir


fácilmente el deslizamiento de la vida a la religión, de la práctica
a la doctrina, de preocuparse por el sufrimiento de las personas
a hacer del pecado el objeto prioritario de su preocupación. De
hecho, cuando la religión se ha institucionalizado y, sobre todo, si
se ha unido con el poder, ha dividido más que ha unido. Y termina
resultando irónico que, habiendo partido de la idea de ayudar a las
personas a vivir en el amor, la religión pueda anclarse tan fácilmen-
te en el egocentrismo.
¿No es una suerte que aquella confusión de base pueda ser des-
cubierta y desactivada? Si no puede pensarse en un dios “separado”,
¿dónde queda la pretensión de ser uno el “elegido”? o ¿cómo sería
posible pretender vivir para Dios sin vivir simultáneamente para los
otros? ¿Cómo podríamos pensar en él –en su honor, su alabanza,
sus mandamientos–, sin pensar a la vez en toda la realidad –en el
dolor humano y las agresiones al planeta–?
Por todo eso te decía que la crisis que se deriva de la intuición
transpersonal nos aporta un primer regalo, al desenmascarar la falsa
base de nuestro pedestal e introducirnos en una actitud de humil-
dad.
¿Pero no existe el riesgo también de que esa intuición termine
por ahogar a la misma espiritualidad?
Ésa es una pregunta inteligente y muy oportuna. Porque eviden-
temente, como decíamos en el capítulo anterior, tanto la moder-
nidad como la postmodernidad han favorecido y extendido la
visión de un “mundo chato”, haciendo del materialismo un dogma
incuestionable, hasta el punto de que podemos hablar con rigor de
una “represión de la espiritualidad”, con todas las consecuencias
de empobrecimiento humano que se derivan de asfixiar la propia e
inherente dimensión de trascendencia.
Y, mientras la nueva física y, más genéricamente, la ciencia que
parte de ese nuevo paradigma, nos está hablando de la Conciencia

133
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

que, como Vacío, parece hallarse en el origen de todo, el “humus”


cultural en el que estamos inmersos sigue siendo todavía deudor de
un materialismo obsoleto.
No sería extraño, por tanto, que la percepción de “lo que no
puede ser” en la forma de plantear la religión condujera a muchos
a la simple negación de toda dimensión espiritual. Pero cabe otra
salida.
¿Y cuál es?
La transformación de la conciencia; secundar y favorecer esa
transformación que empieza a apuntar. Transformación que implica
trascender lo mental, el pensamiento, es decir, trascender el “yo” y,
con él, el “yo religioso”. Porque, en realidad, la peligrosidad de la
religión, de que hablaba, no es sino la peligrosidad de ese “yo reli-
gioso”.
¿Qué quieres decir?
Todo yo busca autoafirmarse desde sus necesidades, echando
mano a todo lo que hay a su alrededor. Y no es raro que viva la
autoafirmación como un imponerse a los demás. Por eso, incons-
ciente e inadvertidamente, puede crear –usar– a Dios para autoafir-
marse, con lo que habrá logrado su mayor asidero, que le permitirá
sentirse seguro y por encima de los otros.
Para ello, siempre de un modo inconsciente, el yo religioso puede
echar mano de los elementos más “sublimes”, con lo que se incre-
menta la posibilidad de un mayor engaño, una mayor autoafirma-
ción y una mayor peligrosidad...
Aquí radica, en último término, el peligro de las religiones teís-
tas: pueden fácilmente exacerbar el yo, con todo lo que de ahí se
deriva. Por eso, el yo religioso ha despertado y despierta tantos
recelos. Fue también ese mismo yo el que no toleró el mensaje de
Jesús y acabó con su vida.
Y, según tú, esos peligros sólo pueden atajarse desde la transfor-
mación de la conciencia, ¿no es así?
Así es. Únicamente la transformación de la conciencia hará posi-
ble la trascendencia del yo: ése es el camino de la espiritualidad.

134
¿QUÉ DIOS?

¿Y qué significa transformar la conciencia?


Tal como quedó señalado en el capítulo anterior, la historia de
la evolución humana ha sido testigo de varias transformaciones de
la conciencia. Ahora bien, una transformación de la conciencia no
se produce de manera voluntarista. Lleva su propio ritmo. Pero lo
que se puede hacer es, una vez que se atisba el cambio, poner los
medios para secundarlo y potenciarlo.
La transformación de la conciencia se refiere, por tanto, al paso de
un estadio o nivel a otro, que integrará y trascenderá al anterior. En
nuestro caso, la conciencia racional-mental-egoica, que integró y tras-
cendió a la conciencia mítica, será trascendida e integrada en una con-
ciencia trans-racional, trans-mental, trans-egoica..., trans-personal.
Pero, ¿cómo se logra esa transformación?
En la medida en que nos des-identificamos de la mente, gracias a
la práctica de la meditación no objetiva. La mente es la herramienta
que, mientras nos identificamos con ella, nos mantiene en el estadio
mental-egoico.
Permíteme que vuelva a algo ya dicho, porque creo que no está
mal traerlo en este contexto. Decir “mente” es decir “pensamien-
to”. Y es decir “dualismo” y decir “yo”. Sólo trascendiendo el
dualismo –el yo, el pensamiento–, puede abrirse camino ese nuevo
nivel de conciencia. Porque la mente misma es dualista. Dado que
únicamente puede operar a partir de fraccionar la realidad entre
sujeto y objeto, la conciencia mental es incapaz de escapar de la
multiplicidad irreductible de objetos que ella misma crea. Por esa
misma razón, en el campo espiritual, a la mente le resulta imposible
no hacer de Dios un objeto separado. Eso explica que, en cuanto
tomamos un mínimo de distancia, caigamos en la cuenta de que
Dios no puede ser pensado sin, en ese mismo momento, reducirlo,
estar pensando en un no-Dios.
Por el contrario, al detener el movimiento mental, lo que empie-
za a emerger es la no-dualidad, la realidad sin costuras que siempre
ha sido y que se revela en el momento mismo en que la mente deja
de fracturarla.

135
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Ésta es, pues, la paradoja. No hay que hacer nada para provocar
la transformación de la conciencia; no hay que hacer nada para
vivir la Unidad. Basta con que la mente no oscurezca ni vele lo real.
Basta con que la mente se detenga. En ese mismo instante, desapa-
recen los pensamientos y se disuelve el yo. Emerge la conciencia de
Lo Que Es, sin distancia y sin separación. No se niega nada, pero
todo se percibe de un modo nuevo.
Ésta es la nueva conciencia capaz de sacarnos del atolladero
adonde nos había conducido la mente egoica. Sólo una conciencia
unitaria podrá transformar la humanidad y salvar el planeta. Es
cierto que los signos no son muy esperanzadores. Pero son ellos pre-
cisamente los que deberían estimularnos para potenciar, por todos
los medios a nuestro alcance, el desarrollo de la nueva conciencia.
¿Y por dónde empezar?
Me parece importante el simple hecho de hacernos conscientes
del horizonte hacia el que caminamos. En ese sentido, considero
positivo que toda esta argumentación teórica empiece a formar
parte del bagaje cultural amplio. Como decía Enomiya-Lasalle, lo
que hay que hacer es, “ante todo, darle crédito”.
Pero, hablando con propiedad, el medio no es otro que la medi-
tación, entendida como aquietamiento de todo movimiento mental.
Remito a lo que he escrito con detalle en otro lugar4 sobre ella en sus
distintas modalidades, así como al Anexo de este mismo libro. Es
esa práctica el medio que rompe las estrecheces egoicas y nos abre
al horizonte de la Unidad que es, la Unidad que somos.
Ello no significa que el resultado sea fácil ni rápido. Los hábitos
mentales son poderosos, así como la inercia de la conciencia ante-
rior, por no decir nada de las resistencias que el propio “yo” opone
a todo lo que percibe como su propia “desaparición”. Pero vale la
pena mantener la práctica meditativa con asiduidad, en la certeza
de que contribuye poderosamente al advenimiento de la nueva con-
ciencia.

4. Vivir lo que somos…, pp. 123-167.

136
¿QUÉ DIOS?

Repercusiones en la expresión y vivencia de la fe


Volvamos a la pregunta que encabeza este capítulo: “¿Qué
Dios?”. De un modo más preciso: ¿cómo repercute la transforma-
ción de la conciencia en la expresión y vivencia de la fe?
Ésta es una pregunta crucial, cuya respuesta requiere lucidez,
humildad y coraje. Lucidez, porque nos lleva a transitar zonas de
novedad; humildad, porque habremos de reconocer que no existen
respuestas “definitivas”; y coraje, porque los humanos tendemos a
aferrarnos a lo conocido, particularmente en el campo religioso.
Al mismo tiempo, es una cuestión inaplazable. La experiencia
cotidiana nos dice que cada vez son más las personas que encuentran
difícil seguir creyendo en el mensaje tradicional de las religiones. Y
por eso andan buscando nuevas formas de religión que se corres-
pondan con el estadio de su desarrollo individual. Aquel mensaje
tuvo que ser escrito, en gran parte, en categorías míticas, porque ése
era el nivel de conciencia propio de aquella época. Pero pretender
leerlo en esa misma clave, cuando la gran mayoría de las personas
y la misma cultura, globalmente considerada, se encuentran en
una fase avanzada de la conciencia racional, no hace sino volverlo
in-creíble. Cuando los relatos bíblicos son vistos como “historietas
del pasado” –tal como antes apuntaba–, eso es señal de que se ha
producido una “desconexión” de niveles de conciencia.
Es normal que, ante semejante cambio, se despierte mucha inse-
guridad, y que mucha gente reaccione atrincherándose en la etapa
anterior. Pero algo deberíamos tener claro: es cuanto menos una
arrogancia pensar que la humanidad habría llegado al final de la
evolución...y sólo nos quedaría esperar la “vida eterna”. No, la
humanidad se encuentra en sus albores. Dentro del llamado “Año
del Mundo” –si comprimiéramos la historia del universo en un solo
año–, la historia entera del homo sapiens no ocuparía más que los
últimos 30 segundos.
¿Podemos verlo un poco más despacio?
De acuerdo. Vamos a ceñirnos a los tres últimos niveles de con-
ciencia: el mítico, el racional-existencial y el transpersonal-místico.

137
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Qué Dios y qué expresión religiosa aparece en cada uno de ellos?


Las diferencias son notables en todos los campos: imagen de Dios,
cristología, redención, lectura de la Biblia, oración, sacramentos,
compromiso social...
En el nivel mítico, de carácter marcadamente sociocéntrico, Dios
es visto como el Dios del pueblo o de la Iglesia, elegidos y deposita-
rios de la verdad. En el segundo, los límites del pueblo se extienden
a la humanidad, reconociendo que se utilicen diferentes nombres
para dirigirse a él. En el tercero, se diluyen las fronteras, tanto del
propio yo, como las de culturas y razas.
¿Cuáles serían, en concreto, las repercusiones para el modo de
expresar los contenidos de la fe cristiana?
Puesto que el que cambia es el perceptor –el sujeto–, inevitable-
mente cambiará lo percibido. La trampa consiste en juzgar un plan-
teamiento desde otro nivel diferente a aquél en el que se hizo. Un
“yo mítico” es incapaz de comprender todo aquello que caiga fuera
de sus propias categorías: de un modo “coherente” con su per-
cepción, llegará a considerarlo como una “blasfemia” intolerable.
Del mismo modo, para un “yo mental”, lo intolerable será tanto
mantener el esquema mítico como pretender que la mente pueda
ser “trascendida” –superada, ampliada– en un nuevo estadio de
conciencia, por lo que descartará cualquier expresión de la fe que,
en cierto modo, no pueda “controlar”. Finalmente, en la conciencia
transpersonal, el mismo “yo” es percibido como una ficción men-
tal, sin consistencia real. Basta detener el pensamiento para que ese
“yo” se diluya y emerja la Conciencia Unitaria no-dual. A partir de
esa experiencia, aun comprendiendo cuál era el modo de funcionar
en los niveles mítico y mental, ya nada se percibirá igual que antes.
Se ha abierto un horizonte ilimitado y nada volverá a verse como
previamente se veía.
¿Y aplicado a los contenidos de la fe cristiana?
Como te decía, la modificación se da en función del perceptor.
Por eso, sirve de muy poco recurrir a los dogmas o a la tradición,

138
¿QUÉ DIOS?

porque unos y otra sólo podían expresarse en el nivel correspondien-


te. Seguir aferrados a aquellas formulaciones significa caer en una
visión estática de la conciencia, cerrando el paso al nuevo estadio.
Desde una perspectiva estática, se comprende que el objetivo a
perseguir sea el de no innovar nada, sino, por el contrario, asegurar
la fidelidad estricta a lo recibido. De ese modo, la iglesia se con-
vierte en “depositaria” de unos contenidos por cuya “pureza” debe
velar. Pero es eso, a mi modo de ver, lo que no tiene ningún futuro.
Objetivo prioritario de la religión debería ser justamente otro: ace-
lerar el proceso de crecimiento de la conciencia, algo que las iglesias
parecen haber olvidado.
Pero estábamos hablando de cómo ese cambio de percepción
afecta a los contenidos de la fe cristiana. Aun a riesgo de simplificar
excesivamente, permíteme que te lo presente, a modo de ejemplo,
en un breve esquema.

Nivel Mítico Mental Transpersonal


Contenido

Dios En el cielo: En lo íntimo de sí: En “ninguna parte”:


El que hace El que hace ser El/Lo Que Es
Cristo “Personaje” celeste, La Divinidad en la Manifestación de nuestra
salvador “exterior”: humanidad: verdadera condición o
Lectura mítica Lectura existencial naturaleza:
Lectura mística
Revelación Caída del cielo: En el corazón humano Caer en la cuenta: despertar
Literalidad a la verdadera naturaleza
de lo Real
Oración Influir en Dios para que Ajustar la voluntad a Dios Vivir lo que somos
intervenga
Encarnación Desde el “exterior” Lo divino en lo humano Lo real transparenta a Dios

Redención Rescate y expiación desde Identificación con Cristo Como revelación de lo que
“fuera” y sus valores es: despertar
Sacramentos “Ex opere operato” Por la fe del sujeto Expresión de lo que somos

139
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Este simple esquema nos remite a una cuestión elemental: ¿en


qué nivel de conciencia está situado el creyente cuando formula y
vive su fe? Porque ésa es la cuestión: no de “mayor” o “menor”
fe, sino de uno u otro nivel de conciencia. Y mientras no seamos
conscientes de ello, no habrá sino descalificaciones y enfrenta-
mientos. Y, atascados en ellas, dejaremos de cumplir con la misión
de colaborar en la tarea de despertar –y ayudar a despertar– a la
nueva conciencia.
¿Significa eso que la razón no tiene cabida en este nuevo nivel?
No, no es eso lo que pretendo decir. Intentaré explicarme mejor.
Como ocurre en cada nuevo nivel, el anterior es trascendido, pero
queda asumido o integrado. La racionalidad es un tesoro demasia-
do valioso como para prescindir de ella. Por un lado, porque toda-
vía vivimos, habitualmente, en el nivel de conciencia mental. Y, por
otro, porque la modernidad nos enseñó, de una vez para siempre,
que donde acaba lo racional puede empezar la barbarie.
Es cierto que la razón no puede acompañarnos para dar el paso
al nuevo nivel trans-racional. Pero seguirá siendo un vigía que nos
alerte frente a todo aquello que sea “irracional”. Lo repetiré una vez
más: Una cosa es que la razón sea incapaz de explicar todo y otra,
bien diferente, que todo ha de ser razonable. Pues bien, la razón está
ahí para avisar de todo aquello que no lo sea. Dicho de un modo
más contundente: ¡lo trans-racional no es en absoluto equiparable
a lo pre-racional, pero mucho menos a lo irracional! También en lo
trans-racional, la razón ha de seguir vigilando para evitarnos caer
en cualquier tipo de irracionalidad..., aun siendo bien conscientes
de que todo no termina en la racionalidad!
De lo que no cabe duda es que la imagen de Dios queda radical-
mente afectada.
Has dicho bien: la imagen de Dios. Pero toda imagen es un ídolo
y todos sabemos bien el sufrimiento que los ídolos han producido.
¿Cuánto no ha sufrido la humanidad en nombre de tantos dioses, o
más exactamente, de la manipulación de Dios?

140
¿QUÉ DIOS?

Pero no es Dios que cambia; cambia nuestra forma de percibirlo.


Cambia nuestra conciencia, que, en cada uno de los estadios por
los que ha atravesado, podía ver lo que veía. ¿Por qué el estadio
mental habría de ser el definitivo, sobre todo cuando hemos tomado
conciencia aguda de sus limitaciones e insuficiencias, que tanto nos
empobrecen? Por eso, puede afirmarse que no se pierde nada: todo
puede vivirse de un modo mucho más profundo, porque se da a
“otro” nivel que no el mental. El único que “pierde” –y por eso se
resistirá con todas sus fuerzas– es el pequeño yo ávido de seguridad
y de poder.
No somos capaces de imaginarnos el futuro, de la misma manera
que el hombre de conciencia mágica no podía pensar en un “yo-
mental” que todavía no había emergido. Nos encontramos –en
palabras de J. Gebser– en el “largo y penoso camino de la concien-
tización, es decir, del despliegue o intensificación de la conciencia”.
Y este despliegue, añade el propio Gebser, “se presenta como una
manifestación creciente de lo espiritual del hombre”.
Y, con tanta novedad, ¿qué futuro le espera a la teología cristiana?
No es fácil aventurar una respuesta. Lo que vemos es que el
modo de pensar vigente desde hace 2.500 años está empezando a
cambiar drásticamente. El nuevo nivel de conciencia, en la medida
en que abre al horizonte de la no-dualidad, va a echar por tierra los
presupuestos gnoseológicos en los que se apoyaba la filosofía, entre
ellos el llamado “principio de no contradicción”. La “creencia” de
que sólo existe una verdad única deja de ser válida en su mismo
punto de partida.
Ésta es la gran revolución que se va a operar en el campo del
pensamiento. Si la teología y la misma religión no son capaces de
asumirlo, estarán destinadas a convertirse en piezas de museo, sin
incidencia alguna en el mundo del futuro. Ya en el año 1979, el
Club de Roma advertía: “Todas las religiones, conceptos, prin-
cipios, puntos de vista, suposiciones, tabúes y escalas de valores que
regulan nuestra vida están anticuados y han perdido fiabilidad”.

141
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Trabajar por la posibilidad y el futuro de la teología y de la


religión ha de ir en la misma dirección que el trabajo por el futuro
de la propia humanidad: poner los medios que favorezcan el paso a
la nueva conciencia. La teología tiene un gran camino que recorrer,
porque –como ha escrito R. Panikkar– “acaso sea urgente que esta
misma teología que tanto ha predicado la conversión, practique ella
misma la metanoia no sólo como un cambio de nous, de mentali-
dad, sino como una superación de lo mental, del mismo nous, como
verdadera metanoia, como un salto por encima de la racionalidad,
sin negarla de manera alguna, pero sin absolutizarla”5.

Empezábamos el capítulo preguntándonos “¿qué Dios?”.


Al final de este recorrido, si algo queda evidente es su inefabili-
dad, el reconocimiento de encontrarnos ante el Misterio. Misterio
inapresable e inexpresable, ante el que no nos queda otra cosa que
“descalzarnos”, como Moisés, para escuchar, como él, un nombre
enigmático, aparte de literalmente impronunciable: Yhwh. ¿Es así?
Puede que hayamos alcanzado alguna evidencia más. La primera
se refiere al carácter inevitablemente proyectivo de todas nuestras
representaciones de Dios. Esto ha ocurrido a lo largo de toda la
historia humana: divinidades ctónicas o celestes, impersonales o per-
sonales, masculinas o femeninas, en panteones politeístas o mono-
teístas... En segundo lugar, hemos visto que no se trata sólo de un
fenómeno proyectivo, sino que entra en juego, de una manera deci-
siva, el nivel de conciencia en el que se encuentra la humanidad.
Es precisamente ese nivel de conciencia el que condiciona radi-
calmente el modo como el ser humano se percibe a sí mismo. Y
será justamente esa autopercepción la que se proyecte, inevitable-
mente, en el modo de percibir a Dios. Con un factor decisivo: no
ha podido ser consciente de este mecanismo, por no haber podido
serlo de la evolución-transformación de la conciencia. Y era ese

5. R. PANIKKAR, ¿Quién dice la gente que soy yo?, en Éxodo 86 (2006) 43.

142
¿QUÉ DIOS?

desconocimiento el que hacía atribuir a todo lo “religioso” un


carácter de absolutez e inmutabilidad.
El reconocimiento del carácter evolutivo, no estático, de la
conciencia se convierte así en un saludable factor relativizador –no
relativista–, que nos despoja de absolutismos y sueños de grandeza,
hasta el punto de percibir lo que habíamos considerado nuestro
tesoro más preciado –el propio “yo”– como mera creación mental,
y que será trascendido en el nuevo nivel de conciencia.
Como es obvio, con el “yo”, caerán aquellas formas que había
construido en torno a él: las formas egoicas con que se han reves-
tido los diferentes espacios culturales o parcelas del saber, desde la
filosofía a la política, desde la economía a la teología.
¿Y Dios?
Como decías, tras la arrogancia de un “yo religioso” que pre-
sumía de “saber” casi todo sobre Dios, una mayor consciencia nos
devuelve a la humildad. Dios es Misterio, que no podemos nombrar
sin falsificar. Y no sabemos hablar de ello, porque el lenguaje en sí
mismo ya es un límite. Porque sólo podemos hablar con estructuras
definidas para referirnos a “algo-alguien” que no es una estructura
definida. Hemos aprendido –ojalá que definitivamente– que el dios
que nombramos nunca puede ser Dios.
¿Tiene algo que ver con todo esto lo que algunos teólogos creen
reconocer como una proclama típica de nuestro momento cultural:
“Religión sí, Dios no”?
En efecto, después de que J.B. Metz lo formulara, no son pocos
los teólogos que repiten esa frase, como arma arrojadiza contra el
pensamiento postmoderno, quizás sin detenerse a pensar antes el
porqué de la misma. A mi modo de ver, esa frase puede expresar,
antes que nada, una reacción comprensible contra tanta “objetiva-
ción” de Dios, y tanto concepto sobre Él. Como consecuencia de
aquella misma objetivación y del exceso de conceptualización, la
imagen o la idea de Dios vehiculada por el monoteísmo bíblico-
cristiano ha entrado en una crisis radical: un dios separado del

143
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

mundo, un dios que gobierna y juzga, un dios que se revela a quien


quiere, un dios que provoca o permite el mal, un dios que atiende o
desatiende la plegaria, que premia y castiga..., un dios así provoca
rechazo; éste es el dios que ya no resulta “creíble” para la concien-
cia humana. Como escribiera hace ya unos años R. Panikkar, “la
fe en un Dios padre, protector, bueno y omnipotente está declinan-
do”. Otro maestro hindú, Ramesh Balsekar, confiesa que, en las
charlas que ofrece en Occidente, cuando utiliza la palabra “Dios”
se produce un sentimiento de incomodidad. Y se lamenta: “he aquí
lo que ha hecho la religión con las palabras veneradas”. Ha habido
demasiada objetivación, demasiada proyección antropomórfica,
demasiada insistencia en la idea de un “intervencionismo” divino,
demasiada instrumentalización de la palabra “Dios” con fines
políticos, militares o eclesiásticos... No es nada extraño que todo
ello haya desembocado en un agudo y radical cuestionamiento
del planteamiento teísta: No hay un Ente Supremo, un monarca
sobrenatural, una proyección en lo absoluto de la ideología impe-
rial que ha dominado toda la historia. “Dios no es un mago –ha
escrito recientemente H. Küng–; Dios es el propio dinamismo..., lo
Absoluto en lo relativo”.
Pero, además de reacción, es probable que aquella expresión
sea también síntoma de hallarnos en el umbral de una “nueva
conciencia”, en la que ya no nos sirven las imágenes y categorías
tradicionales, predominantemente agrícolas y patriarcales, con las
que habíamos imaginado y designado a Dios. En cualquier caso,
ojalá la viviéramos como oportunidad para dejar a Dios ser Dios y
redescubrirle en el silencio.
Cuando no lo hacemos así, la misma oración puede convertirse
fácilmente en un “diálogo” con el propio doble, con un dios proyec-
tado, inconsciente e inadvertidamente, por el propio orante. A ese
dios proyectado se le otorga luego un estatus absoluto. Sin advertir
que muchos de los rasgos que lo caracterizan no son sino aspectos
del superyó de quien ora. El mecanismo que se ha puesto en marcha

144
¿QUÉ DIOS?

es fácil de comprender: todo lo internalizado como superyó, a lo


largo de todo el proceso evolutivo, vendrá a configurar lo que luego
se nombre como “Dios”. Y, una vez que eso ha ocurrido, ¿cómo
será posible tomar distancia y someter a crítica ese dios al que se ha
revestido de un carácter absolutamente sacral?
Sin mala fe, se puede caer en la trampa de pensar que alguien es
creyente porque nombra a Dios. Pero “Dios” es sólo un nombre, un
concepto. De ahí que sea necesario cuidar un “espíritu de sospecha”
frente a nuestras propias representaciones de la Divinidad. Porque
todo ídolo –eso pueden ser nuestras representaciones de lo divino–,
aun bajo apariencias espirituales, termina devorando a sus devotos
y envenenando la existencia. De ahí que el criterio de verdad de la
oración y de toda vida espiritual debamos buscarlo no en las creen-
cias, sino en la vida. En otras palabras, se trata no tanto de creer
(pensar) en Dios, sino de vivir a Dios.
Nos cuesta dejar a Dios ser Dios, ¿no es así?
Sí; querríamos tenerlo siempre de nuestra parte, garante de
nuestro “yo” carenciado. Frente a ello, la mística invita a la ascesis
de las imágenes, al respeto de la trascendencia, a la acogida del
misterio..., también desde una conciencia cada día más clara de los
límites del pensamiento. La Presencia de Dios –los místicos lo saben
bien– es necesariamente elusiva, por lo que habrá de ser percibida
no tanto como Presencia, sino como Ausencia. Pero esa Ausencia
percibida y “padecida” no es una ausencia vacía, sino una Ausencia
entrañadamente Presente, un silencio que es huella, un vacío que es
plenitud, una soledad que es rumor... La mística consiste en estar
ante esa Ausencia como ante aquella Presencia del misterio que nos
envuelve y nos sustenta.
Y hacia ahí caminamos. A lo que accedemos a través de la nueva
conciencia es a una intuición más inmediata de Lo Que Es, a una
experiencia no-dual, a una percepción de todo lo real sin costuras.
Desde nuestro punto de vista, podemos decir que, desaparecido
el yo –con su egocentrismo, su dualismo y sus separaciones–, emer-

145
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

ge Todo, un Todo en el que nada se niega, pero en el que todo se


percibe de otro modo. A él nos podemos referir únicamente como
Lo Que Es. Se manifiesta en cuanto detenemos nuestra mente dua-
lista, pero si intentamos adueñarnos de ello, en ese mismo momento
se pierde. Porque al querer adueñarse, aparece “yo” –justamente
movido por la necesidad de apropiación– y el yo destruye la percep-
ción: la mente oscurece Lo Que Es y lo transforma en una pálida
imagen creada por ella. Por eso, se sabe que existe, se percibe Lo
Que Es, pero nadie lo puede “tener”.
“Se manifiesta, se percibe...”. Pareciera como si creer y orar con-
sistiera, antes que nada, en un “caer en la cuenta”, ¿no es así?
Así lo veo. Caer en la cuenta de que “en Él somos, nos move-
mos y existimos”, como dice Pablo (Hech 17,28). Y dejarnos estar,
dejarnos ser en esa experiencia inefable. La tradición judeocristiana
parece dejar claro que Dios no es un Dios-en-sí, un Absoluto inde-
pendiente y separado, sino un Dios con preposiciones: un Dios-de,
Dios-con, Dios-para, Dios-en, Dios-entre... Ni nosotros existimos
sin Dios, ni Dios existe sin nosotros. Pareciera que lo más carac-
terístico de la realidad es la relacionalidad: frente a la arrogancia
de nuestro “yo” que pretende afirmarse como algo consistente en
sí y por sí mismo, tal vez no seamos sino relaciones. Así como la
madre es tal únicamente porque existe un hijo –la maternidad no es
algo subsistente en sí; la madre no existe antes que el hijo–, quizás
nuestra realidad más honda no sea sino la misma relacionalidad que
nos constituye. Javier Melloni lo ha expresado de este modo: “En
nuestras relaciones con los demás, ¿quién es antes, el yo o el tú?,
¿el tú o el yo? ¿Y si no hubiera un antes para ninguno de los dos,
porque ambos se dan a la vez? Ello no sólo sucede en el ámbito de
las relaciones humanas, sino –y todavía más– en nuestra relación
con Dios. Él es el término de nuestro yo al que invocamos como
Tú mientras no hemos llegado hasta Él; al mismo tiempo, Dios es
el Yo primordial que pronuncia el tú de todos los seres trayéndoles
a la existencia”.

146
¿QUÉ DIOS?

Es equivalente a lo que afirma el conocido dicho del Sutra del


corazón: “La forma no es diferente del vacío; el vacío no es dife-
rente de la forma. Forma, eso es el vacío; Vacío, eso es la forma”.
No se niega el Vacío (lo informe no categorizable) ni la Forma (en
todas sus manifestaciones); tampoco se identifican ni confunden.
Únicamente se afirma que no pueden darse por separado, como
ocurre con el baile y el bailarín: no puede ser el uno sin el otro. La
vida creyente, así como la oración, no consiste sino en caer en la
cuenta y vivir que estamos/somos-en-El, en la Realidad amorosa y
luminosa que nos constituye, nos envuelve y entreteje.
Hemos repetido hasta la saciedad que Dios no puede ser pen-
sado, que ningún “yo” puede pretender atrapar a Dios. Ocurre
más bien al revés: cuando el yo se “entrega”, cuando se percibe su
carácter ilusorio, desaparece..., y Dios acontece. Se ha desvelado Lo
Que Es. A partir de ahí, el místico ya no puede creer en Dios; senci-
llamente, lo conoce y lo vive. Y descubre con sencillez que Dios no
puede ser pensado, sino vivido. Por el contrario, reducirse a un dios
pensado es encerrarse en una fe conceptual que no ha superado el
nivel mental, por lo que terminan siendo objeto de fe unas fórmulas
determinadas, cuya literalidad se vuelve incuestionable. Ese modo
de entender la fe ha conducido a la idolatría de los conceptos. Y,
como toda idolatría, en lugar de unir, divide y enfrenta.
¿Recuerdas lo que hablábamos en el capítulo anterior sobre el
“modelo holográfico”? Si el universo entero es un gran holograma
–decía allí–, todas nuestras clasificaciones son necesariamente arti-
ficiales, ya que, al final, lo único que existe en la naturaleza es una
red sin fisuras. En ella, Lo Que Es se halla “contenido” en lo que
percibimos como cada parte. ¿No será que Dios es la Mismidad de
todo lo que es, el Todo “contenido” en lo que percibimos como par-
tes separadas, constituyéndolas, entretejiéndolas? Decir que Dios es
nuestra Mismidad no es, en realidad, diferente a afirmar que “Dios
es más íntimo que mi propia intimidad” (san Agustín), o que “Dios
es el centro del alma” (san Juan de la Cruz) o que “entre el alma y

147
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Dios no hay diferencia” (santa Teresa)... Dios es la Mismidad que


nos constituye –crea, impulsa, conduce, alienta...– expresándose
admirablemente en la diferencia.
Permíteme contarte una anécdota no exenta de ternura. Ocurrió
en un encuentro de catequesis con niños de siete años. Una niña
pregunta a su catequista: “Seño, ¿por qué Dios tuvo la suerte de ser
Dios y no podemos serlo uno cada semana?”. Al pensar a dios como
un ser separado –y todavía más si lo adornamos con caracteres de
“privilegio”–, no es extraño que surjan preguntas de este tipo inclu-
so entre los niños, en cuanto se ha trascendido culturalmente el nivel
mítico. Por suerte, aquella catequista supo apuntar, con su respues-
ta, en la dirección adecuada. Le dijo: “Cuando toda tú seas amor y
sólo amor, entonces serás Dios”. Dios no es un ser separado a quien
le cupo esa “suerte”, sino el Dinamismo amoroso que hace que todo
sea lo que es y en todo se manifiesta, sin distancia ni separación.
La expresión máxima de la Unidad, ¿no es así?
Mucho mayor de lo que fuéramos capaces de imaginar. Porque
–como bien lo expresa el teólogo dominico Albert Nolan– “Dios es,
en cierto sentido, el carácter misterioso de todas las cosas”. De ahí
que, en clave mística, se atreva a decir: “Soy parte del misterio. El
misterio me dio a luz... Si el misterio de Dios está más próximo a mí
que yo mismo y si, en un sentido profundo, somos uno, entonces no
tengo nada que temer. El misterio cuidará de mí en todo momento
y circunstancia... Soy amado sin límites porque soy uno con todo el
misterio de la vida... Dios es uno con el universo como una persona
es una con su cuerpo” 6.
Con todo este cambio de conciencia en el que estamos inmersos,
¿qué futuro le espera a la religión?
No es una cuestión fácil, por lo que toda respuesta será necesa-
riamente tentativa. Pero no me extrañaría que lo que conocemos
como “religión” experimentara un declive progresivo –aunque

6. A. NOLAN, Jesús, hoy. Una espiritualidad de libertad radical, Sal Terrae, Santander
2007, p. 190 y 229.

148
¿QUÉ DIOS?

todavía pueda mantenerse en reductos “fuertes”–, para dar paso a


una espiritualidad “post-religiosa”. Son cada vez más numerosos
los observadores de la evolución del fenómeno religioso que están
hablando de este paso7.
Tal como la conocemos, la religión habría sido la forma en que
se ha expresado la espiritualidad en los últimos 4500 años. Pero
esta forma está tocando a su fin, y ése es precisamente el gran cam-
bio al que estamos asistiendo. Eso explicaría –los agentes de pasto-
ral lo conocen y lo sufren– el “fracaso” en que termina cualquier
esfuerzo por transformar la religión o incluso cualquier intento por
actualizarla; porque lo que en realidad necesita es ser trascendida.
Y, tras ella, liberada de su tutela, parece surgir una espiritualidad
laica. Si la religión había acaparado la espiritualidad, hoy asistimos
al fenómeno opuesto. La espiritualidad –la vivencia y comprensión
de la dimensión profunda de la persona, de la existencia, de la rea-
lidad– recupera su autonomía: el ser humano se ve de nuevo ante
(en) el Misterio, pero al margen de las creencias. Ésta parece ser la
novedad del momento que estamos viviendo.
Quiero que leas lo que ha escrito recientemente, en una revista
tan moderada como Vida Nueva, el antropólogo y catedrático de
Ciencias de la Educación en la Universidad Autónoma de Barcelona,
cristiano comprometido, Jaume Botey: “Las religiones, en tanto que
construcciones culturales, mediaciones o interpretaciones de lo
sagrado según las diferentes tradiciones, son algo muy reciente. El
ser humano ha vivido la mayor parte de su existencia sin religiones,
pero no sin espiritualidad. Lo que está cambiando no es la experien-
cia religiosa, sino los instrumentos. Por consiguiente, las religiones
no tienen sentido ni futuro intentando conservarse como instru-
mento, sino buscando su razón de ser en aquel espacio común a
todo ser humano y anterior a las religiones. Parece evidente que las
religiones sólo podrán hacer perdurable su intuición fundamental si

7. Puede verse el interesante número monográfico de la revista Éxodo 88 (abril 2007),


titulado Otra espiritualidad es posible.

149
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

consiguen liberarse de las formas culturales que durante siglos han


utilizado como matrices ideológicas y organizativas de su mensaje.
Estamos en un momento propicio. La inquietud para encontrar
otra forma de vivir la espiritualidad, la relación con lo trascendente
y el compromiso, el ansia para encontrar sentido a la vida, surge
desde muchos ambientes y desde dentro mismo de la Iglesia. No
es posible ya contener la libertad en la búsqueda de comunión y de
espiritualidad entre los seres humanos” 8.
¿Quieres decir que lo que está en crisis no es la espiritualidad,
sino la religión?
Exactamente. Según algunos estudios recientes, dos de cada tres
adultos tienen una espiritualidad personal, mientras que menos de
uno de cada diez mantienen una práctica religiosa regular.
¿Y eso qué significa?
Al menos, dos cosas. Primera: que la espiritualidad puede vivirse
dentro de una religión, pero que siempre es más que ella. Y segun-
da: que la crisis de la religión –de las formas religiosas– se debe, en
último término, al hecho de que ésta no conecta ya con la nueva
conciencia emergente. Es precisamente esa no-conexión la que expli-
ca que la gente se esté alejando masivamente de la Iglesia, específica-
mente en nuestro contexto noroccidental. Pero los que se alejan, no
lo hacen por falta de espiritualidad. De hecho, somos testigos de una
creciente búsqueda espiritual; lo que ocurre es que la Iglesia parece
no ofrecer respuestas ni iniciar en la experiencia de Dios.
¿Asistimos, pues, a un “desajuste” entre búsqueda espiritual y
formas religiosas?
Sí. Puede formularse, incluso, de un modo más amplio. A mi
modo de ver, se trata de una fractura entre la conciencia actual y la
religión –o forma religiosa– heredada. Ocurre como si la persona
hubiera crecido hacia un paradigma nuevo y siguiera manteniendo
la religión de la infancia. Pero esto no sólo por falta de formación

8. J. BOTEY, Reconstruir la esperanza, Pliego de la revista Vida Nueva 2577 (agosto


2007) p. 30.

150
¿QUÉ DIOS?

religiosa, sino porque la misma religión pertenece –como forma– a


un estadio ya superado de la humanidad. Lo que sucede a nivel
individual –una persona adulta no puede vivir la religión como un
niño–, se da a nivel colectivo: la humanidad, en un estadio avanzado
de conciencia, no puede mantenerse en unas formas religiosas que
nacieron y corresponden a un estadio de conciencia mítico. Dicho
de un modo más plástico: la religión que nace con la agricultura no
puede mantenerse en la era postindustrial 9.
El estado actual al que ha llegado la conciencia humana, en su
proceso evolutivo, parece que no puede aceptar la existencia de un
dios separado e intervencionista, del mismo modo que no entiende
una salvación que, por “exterior” o “venida de fuera”, en cualquier
forma que se la presente, resultara “mágica”. Y no por el “orgullo”
al que suele apelar la autoridad religiosa, sino por algo mucho más
elemental y obvio: por falta de sintonía cultural, en el sentido más
profundo del término. Las creencias religiosas recibidas encuentran
cada vez menos puntos de conexión con la conciencia humana, en
su estado actual. Y esto no significa en absoluto que deban descar-
tarse todos aquellos contenidos. Encierran una sabiduría que única-
mente requiere ser “traducida” a la nueva situación.
Pero, en todo caso, lo que no puede sorprender es que el aleja-
miento de la gente con respecto a la religión sea imparable, ni que
sea protagonizado precisamente por los más jóvenes. En no pocos
grupos humanos, las personas menores de 40 años no quieren saber
nada de la religión tradicional. Esto es así. Y únicamente los propios
presupuestos impiden reconocer los hechos.
¿Y qué futuro cabe augurar?
Como te decía, en principio se trata de una crisis de la religión,
que apunta al final de las formas religiosas conocidas. “Uno de los
desarrollos más significativos de nuestro tiempo –escribe el antes
citado A. Nolan– es la separación entre espiritualidad y religión”.

9. He sintetizado el planteamiento en La religión en la encrucijada del mundo moderno


y postmoderno, en www.enriquemartinezlozano.com (materiales/actualidad).

151
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Y, mencionando a D. O’Murchu, añade: “La espiritualidad ha


acompañado al ser humano desde el principio, pero la religión fue
introducida hace sólo cinco mil años y desaparecerá progresiva-
mente, porque la espiritualidad está ahora floreciendo fuera de las
grandes religiones del mundo”.
Pero no es una crisis de la espiritualidad. Más aún, la búsqueda
espiritual se detecta por doquier. Y en esa dirección es donde debe-
mos trabajar: favorecer su desarrollo que es, en definitiva, el desa-
rrollo de la calidad humana, en todas sus dimensiones. Las formas
de creer se verán sustancialmente modificadas, pero se crecerá en
hondura y en humanidad.
¿Eso es “espiritualidad”?
La espiritualidad hace referencia a la dimensión de profundidad
o dimensión trascendente –las dos son imágenes espaciales– de la
existencia y de la persona, de toda la realidad. Hablar de espiritua-
lidad es, por tanto, hablar del Misterio que la realidad encierra y
que las religiones han denominado “Dios”.
La espiritualidad no es, pues, algo que fuera sobreañadido,
como ha podido ser la religión, en sus formas conocidas. Es, por
el contrario, lo que apunta hacia la plenitud, algo constitutivo del
ser humano. De ahí que negar la dimensión espiritual signifique el
empobrecimiento más radical, la ceguera de un “mundo chato”.
Por eso, como escribe M. Corbí, una nueva espiritualidad no sólo
es posible, sino que es necesaria.
¿Y cómo será esa nueva espiritualidad?
Probablemente sea una espiritualidad sin creencias. De hecho,
vivimos ya en sociedades dinámicas, laicas, sin creencias ni dioses
(aunque con muchos ídolos). La espiritualidad deberá “sintonizar”
y expresar la nueva conciencia en que la humanidad se va aden-
trando, pero todavía no sabemos cómo llegará a concretarse. No se
descartan en absoluto las intuiciones y los contenidos presentes en
la religión heredada; se valoran profundamente, se reconocen inclu-
so como cimientos de la vivencia espiritual, pero se leen desde esta

152
¿QUÉ DIOS?

nueva perspectiva. En cualquier caso, parece que la espiritualidad


será holística –precisamente porque no se refiere a algo sobreañadi-
do–, experiencial, unitaria...
Por eso, me gustaría terminar este capítulo remitiéndome a la
sabiduría mística –tan admirablemente convergente aunque proce-
da de tradiciones religiosas alejadas entre sí–, cuando afirma que
Quien realmente conoce es Aquél que todo lo ve, pero no tiene ojos;
que todo lo hace, sin tener brazos; quien está en todo, sin estar en
ninguna parte.
Y ahí nos toca saltar a la contradicción aparente o paradoja, por-
que Eso a la vez es y a la vez no es. Un lenguaje no paradójico nos
obliga a permanecer en un modelo sujeto-objeto, como diferentes; en
un modelo objetivador y, por tanto, diferenciado. Pero Eso que cono-
ce es neti, neti, ni eso ni aquello. Eso que conoce no es ni..., ni..., ni...,
pero está en todo ello. Estando en todo, no es algo. Porque si fuese
algo, habría necesariamente algo que lo delimitaría como tal. Por
tanto, como no puede nombrarse como algo, es innombrable; pero es
la base para que la palabra exista. Eso que conoce, es incognoscible;
Eso que hace es inasible. Dios... “No hay otro Dios –escribió el autor
anónimo del clásico The Mirror of Simple Souls– sino Aquél al que
nadie puede conocer, que es incognoscible. ¡No, en verdad no! En
modo alguno, no. Solamente es mi Dios Aquél del que nadie puede
decir una sola palabra, ni pueden del Paraíso alcanzar ni entender un
solo punto, con todo el conocimiento que de Él tienen”.
¿No es lo mismo que expresaba san Juan de la Cruz?: “Nunca
te quieras satisfacer en lo que entendieres de Dios, sino en lo que
no entendieres de él; y nunca pares en amar o deleitarte en eso que
entendieres o sintieres de Dios, sino ama y deléitate en lo que no
puedes entender y sentir de él” (Cántico B, 1,12). Y, de ahí, sus reite-
radas advertencias a la hora de hablar de la oración: “Grandemente
se estorba una alma para venir a este alto estado de unión con Dios
cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer,
o voluntad, o modo suyo, o cualquier otra cosa u obra propia, no

153
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sabiéndose desasir y desnudar de todo ello. Porque, como decimos, a


lo que va, es sobre todo eso, aunque sea lo más que se puede saber o
gustar; y así, sobre todo se ha de pasar al no saber” (2 Subida 4,4).
La confesión de estos místicos cristianos nos trae a la memoria
el conocido texto de la Kena Upanisad (I,5-9): “Lo que no puede
expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se
expresan, sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las
gentes adoran. Lo que no se puede pensar con el pensamiento y sin
embargo es por lo que el pensamiento piensa, sabe que eso es en ver-
dad el Absoluto y no lo que las gentes adoran. Lo que no se puede
ver con los ojos y sin embargo es por lo que los ojos ven, sabe que
eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran. Lo que
no se puede oír con el oído y sin embargo es por lo que el oído oye,
sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede respirar con el aliento de la vida y sin embargo
es por lo que ese aliento respira, sabe que eso es en verdad el
Absoluto y no lo que las gentes adoran” 10.
Concluyo –también como gesto de reconocimiento y gratitud
hacia él– con unas palabras de R. Panikkar, tomadas de su obra El
silencio del Buddha. Son éstas:

“«Hay» una última «cosa», inmanente y trascendente a la


vez, que es lo que realmente «somos». Esta «cosa» no es dis-
tinta de mí, puesto que es mi más profundo yo y, no obstante,
no puedo decir con verdad que «sea» el ego del que me siento
propietario y responsable. No existe esta cosa separadamente
de mí, ni tampoco es una especie de denominador común en
el que todos los seres participan; es, más bien, el «núcleo»
–y también esto resulta inexacto, pero no tenemos palabras
para expresarnos– más «propio» de todo ser: cuanto más «yo
soy», más cerca estoy de esta raíz divina...

10. Upanisad. Con los comentarios advaita de S´ankara (edición de Consuelo Martín),
Trotta, Madrid 2001, pp. 44-46.

154
¿QUÉ DIOS?

Por un lado, Dios es lo más idéntico, lo más íntimo de toda


cosa. Dios es lo que, en última instancia, cualquier cosa es.
Por otro, Dios es lo más distante, distinto y separado de todo
ser... El pensamiento de Dios trasciende todas las categorías
que le sirven al hombre para manejarse en este mundo. El dis-
curso sobre Dios es inefable, apunta al silencio y la intuición
advaita. Dios no es ni el Uno ni el Otro, ni igual (a nosotros)
ni diferente. El Mundo y Dios no son ni dos ni uno”.

Este planteamiento –la nueva visión de Dios y del conjunto de la


realidad– me alcanza profundamente, incluso me conmueve, y no
acabo de saber muy bien por qué.
Me alegro de corazón, pero no me extraña. Una genuina vivencia
espiritual produce en la persona liberación, alegría, descanso pro-
fundo, luz radiante, anhelo de comunión, fraternidad bondadosa y
solidaria, unidad universal... Porque, en definitiva, ésos son efectos
y señales de vivir a Dios, Misterio Inteligente y Plenitud Amorosa.
Más allá de las creencias, acontece en el silencio del pensamiento y
al entregarnos al Presente. Y entonces, descubres que no falta nada.
Todo Es... ¿No sería esto ya la “salvación”?

155
3
¿Qué salvación?

“Salvación, en el misticismo, significa salvación del yo. Por


desgracia, las religiones la han convertido en perpetuación del
yo. Pecado significa separación, disociación; es oscurecimien-
to de nuestra naturaleza auténtica. Por eso, nuestro ser más
hondo jamás fue alcanzado por el pecado. No hay nada que
alcanzar: cielo es aquí y ahora; se trata de irrumpir en nuestro
ser más profundo. Entrar en el cielo, alcanzar la salvación
significa entrar en el instante donde soy uno”.
(W. Jäger)

“Dios es toda cosa buena para mi vista, y la bondad que toda


cosa tiene es Él”.
(Juliana de Norwich)

¿Dónde estamos? Aclaraciones y presupuestos

Pregunta: “Salvación”... ¿No te parece que nos encontramos


ante uno de esos temas en los que se hace necesario empezar por
clarificar incluso los términos empleados?
Respuesta: Sí; términos que han sido absolutamente centrales en
otros contextos históricos, han llegado a nosotros, o bien confusos,
o bien desprovistos de significado coherente con nuestro marco con-
ceptual o paradigma. En el caso de la palabra “salvación”, incluso

157
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

las personas religiosas se ven en un aprieto si son emplazadas a


expresar su significado. Siempre queda el recurso a la explicación
“aprendida”, pero dudo que muchas personas le dieran un signifi-
cado ajustado y vital.
Eso significa que tenemos que empezar por el principio. ¿Cómo
hacerlo?
Con la mayor claridad y honestidad posibles. Porque podemos
seguir repitiendo palabras por pura inercia, cayendo en un literalis-
mo, que es en realidad una idolatría de la letra, sin tener el coraje
de preguntarnos qué estamos diciendo. Con ello, no se consigue
otra cosa que agrandar la brecha entre lenguaje religioso y cultura
secular. Lógicamente, este riesgo se incrementa de forma notable
en épocas de cambios rápidos, como la nuestra. Palabras cargadas
de sentido e incluso de veneración para generaciones anteriores, de
pronto quedan vacías de contenido y de significado. Ante ese hecho,
podemos empeñarnos en seguir repitiéndolas, aun a riesgo de que
resulten inteligibles únicamente para el propio grupo –gueto–, o
podemos afrontar el reto que surge de la nueva situación, con todas
sus consecuencias.
Lo que ocurre es que los responsables religiosos deben velar por
la fidelidad a la tradición recibida.
Cierto. Ésa es su misión. Pero si sólo se atiende a ese aspec-
to, corremos el riesgo de que los propios contenidos valiosos de
aquella tradición terminen apareciendo como no significantes. Por
eso, junto al esfuerzo conservador de la autoridad religiosa, existe
también un impulso de apertura y creatividad que, por fidelidad al
propio contenido, busca poder expresarlo en formas nuevas, que
resulten significativas en un nuevo contexto cultural. Esa tensión es
inevitable, pero así es como va avanzando la historia de las ideas.
¿No hay, pues, un “depósito de verdades” que salvar, por enci-
ma de cualquier otra consideración?
Lo que hay, más bien, es un complejo doctrinal, con fórmulas
específicas que nuestros antepasados consideraron válidas para
expresar y formular aquel contenido del que te hablaba. Cuando

158
¿QUÉ SALVACIÓN?

identificamos esas fórmulas con el contenido, hemos vuelto al error


citado. Sacralizamos las expresiones, que son relativas al momento
en que se produjeron, y nos perdemos el núcleo..., además de una
forma renovada –ajustada al momento– que favorezca el descubri-
miento del mismo. Y, con ello, nos incapacitamos para abrirnos a
la novedad de lo que nos es dado vivir y descubrir.

Verdad, relatividad y relativismo

¿No nos lleva esa actitud al relativismo del “todo vale”?


¡Vaya!, vuelve a aparecer un tema “conocido”, del que habla-
mos ya en el primer capítulo. Pero no me importa que reaparezca;
considero muy importante clarificarlo, por las implicaciones que
encierra.
Como sabes, el relativismo constituye un “punto sensible” en el
actual discurso eclesiástico. En los últimos años, no hay ninguna
declaración magisterial en la que no se le mencione. Más aún, para
gran parte de la autoridad eclesiástica, ésa es la palabra mágica
para descalificar de antemano todo aquello que discrepa. Anti-
guamente se usaban otros (hereje, bruja, heterodoxo, iluminado,
modernista...); hoy se cuelga el sambenito de “relativista”, y no
hay más que hablar. Tales apelaciones estereotipadas parecen tener
la “ventaja” de que ya no cabe la discusión: quien es tachado de
ello, queda automáticamente descalificado. Como es obvio, ése es el
típico modo de funcionar que caracteriza a los pre-juicios –y a todo
tipo de fundamentalistas–. Y, efectivamente, en un nuevo prejuicio
parece que estamos metidos. Por eso, es necesario clarificar de qué
hablamos.
Pero es cierto que existe un relativismo ambiental...
Es cierto que, en nuestro momento cultural, de globalización y
postmodernidad, el relativismo constituye un riesgo nada desdeña-
ble. Porque, como decíamos, cuando todo vale lo mismo, nada vale
demasiado: no hay mejor camino para irresponsabilizarnos.

159
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Sin embargo, rápidamente hay que añadir algo: el relativismo no


se va a arreglar con absolutismos. El mejor modo de desautorizarlo
no es el dogmatismo de quien se mantiene en la ideología de la ver-
dad absoluta. Ambos extremos se revelan igualmente insostenibles.
En cierto modo, el relativismo nace como reacción contra cualquier
forma de imposición autoritaria. Porque no menos falso ni menos
dañino que aquél es la pretensión de poseer la verdad. Una tal
pretensión se revela no sólo como arrogante, sino como inmadura:
nace de la necesidad infantil de seguridad y de control, una seguri-
dad, por lo demás, que se sitúa en el campo de las ideas, justamente
en el lugar donde no se va a poder encontrar.
Pero hemos quedado en que el relativismo es un riesgo.
Es un riesgo... y una falsedad. Tal como quedó apuntado al ini-
cio mismo de nuestro diálogo, parece obvio que, tanto en el campo
gnoseológico como en el campo moral, resulta insostenible, incluso
para el mismo sentido común. Primero, porque si alguien afirmara
que “todas las cosas son igualmente relativas”, estaría formulando
un juicio absoluto. Pero, y esto es más importante, porque es evi-
dente que no todo es igualmente cierto ni todo tiene el mismo valor:
hay cosas más ciertas y mejores que otras.
Si tanto el relativismo como la ideología de la verdad absoluta
son falsos...
...Somos despojados de nuestra arrogancia y accedemos a la
verdad de nuestra condición: somos seres históricos, situados y, por
ello mismo, relativos. Y no hemos de tener miedo en reconocerlo:
la relatividad –no el relativismo, pero tampoco el fundamentalis-
mo– es la forma humana de conocer. Cualquier otra pretensión es
arrogancia y falsedad.
Observa que decir “relativo” equivale a decir “relacional”: todo
lo tangible dice relación –es relativo– a un tiempo y a un espacio.
Expresado de otro modo, significa que todo lo tangible es “situa-
do”. Ahora bien, una mente situada tiene una capacidad de per-
cepción limitada. Según el lugar donde esté, podré apreciar lo que

160
¿QUÉ SALVACIÓN?

se abre ante mi vista, pero me resultará de todo punto imposible


percibir lo que se encuentra a mi espalda. No hay más. Y esto vale
para describir la materialidad de un paisaje o para hacer afirmacio-
nes espirituales.
Dicho todavía de otro modo: el pensamiento no puede abarcar
la totalidad. La realidad es un todo unificado, pero el pensamiento
la divide en fragmentos y únicamente la puede percibir de un modo
fragmentario. El Todo es verdad, pero el todo no puede expresarse
con palabras o pensamientos. Porque cualquier palabra, como cual-
quier pensamiento, es un punto de vista, y todo punto de vista, por
definición, es limitado. Por eso, no podemos caer en la pretenciosa
ingenuidad de creer que, puesto que existe la Verdad, las palabras
pueden expresarla tal como es. El paso siguiente de tal argumenta-
ción consistiría, lógicamente, en descalificar a todo aquél que no la
expresara como yo la expreso.
Por eso decía que no puede haber conocimiento no relativo, ya
que todo él será siempre un conocimiento situado. Tan situado que
ni siquiera existe un lugar fuera de las propias ideas, desde el que
supuestamente analizar si mis ideas se ajustan a la realidad: también
ese pretendido análisis lo hago necesariamente desde mis ideas;
¡incluso a la hora de decir cómo estoy situado sólo puedo hacerlo
desde donde estoy situado! Ni siquiera para eso puedo ser “neutral”
o imparcial.
¿A dónde nos conduce todo eso? A la humildad de nuestro
modo de conocer. Desde nuestra condición situada, relacional y,
por tanto, relativa, tratamos de descubrir la verdad con las herra-
mientas de las que disponemos, ya que incluso una supuesta Verdad
Absoluta sólo podrá ser recibida por nosotros de un modo relativo,
en relación a nuestra situación.
La trampa, según veo, consiste en confundir una supuesta Verdad
Absoluta con las formulaciones que de ella podemos hacer.
Exactamente. Y no sólo eso. La trampa se hace todavía más sutil
cuando el que dice proclamarla se arroga la pretensión de poseerla.

161
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Y se hace sumamente peligrosa cuando, desde esa pretensión, se


coloca en una posición de poder desde la que descalifica, impone o
condena. En este caso, la ideología de la verdad absoluta se alía con
la ideología del poder absoluto al servicio de aquélla. Y el cóctel –la
historia lo ha demostrado trágica y sobradamente– no puede ser
más explosivo. Por todo ello, ¡bienvenido el reconocimiento de la
relatividad de nuestro modo de conocer!
En este sentido en el que estoy hablando, relatividad es sinónimo
de humildad. La humildad que nos coloca en la verdad de lo que
somos y de lo que podemos vivir. A partir de aquí, habremos de
buscar en diálogo, en un esfuerzo compartido y nunca exento de
riesgos; con un espíritu, por tanto, siempre abierto, lúcido y humil-
de. Justamente, lo que no se aprecia en los supuestos detentadores
de “la verdad”.
Pero este planteamiento, ¿vale también al interior de una confe-
sión religiosa?
Por lo que se refiere al carácter relativo de nuestro conocimiento
y al hecho de que también en la verdad religiosa es necesario dis-
tinguir entre su contenido y su forma histórica de expresión, indu-
dablemente. También aquí estamos en búsqueda y también aquí
estamos todos “situados”. No hay una verdad “caída del cielo”
que nos exima del esfuerzo de descubrirla. Eso se ha podido ver así
en un pensamiento mítico, pero hoy somos conscientes de que es de
todo punto insostenible: todo lo que llega a nosotros nos llega como
algo histórica y culturalmente contextualizado, y así es también el
único modo en que podemos recibirlo.
Dentro de una confesión religiosa, los creyentes admiten refe-
rencias propias, como pueden ser el texto sagrado o la palabra del
magisterio. Pero sin olvidar tampoco aquí su carácter “situado”.
Eso debería favorecer un mayor pluralismo dentro de la Iglesia. Para
vivirlo convencidamente, se requiere una doble premisa: por un lado,
una fe clara en que la verdad termina abriéndose camino; por otro,
haber experimentado la seguridad que está “más allá” de las ideas,

162
¿QUÉ SALVACIÓN?

una seguridad que, por tanto, es capaz de convivir con interrogantes


y con falta de respuestas o de formulaciones “precisas”. Por todo
ello, no me parece fuera de lugar la reflexión que hace W. Jäger: “Ni
en el budismo ni en el hinduismo existe una Congregación de la Fe
que dicte a las personas lo que deben creer. En ambas tradiciones, la
religión se sigue renovando gracias a las experiencias de los sabios
y los místicos. Por supuesto, en las religiones orientales nos encon-
tramos con todo tipo de matices en cuanto a creencias y prácticas
religiosas. Pero allí se sabe muy bien que al fin y al cabo la meta
consiste únicamente en la experiencia de la realidad y que la religión
se ha desarrollado a partir de la experiencia mística” 1.

El modelo clásico de “salvación”

Hemos venido muy lejos.


Sí, y eso mismo nos indica el cambio en el que estamos inmersos.
Se ha modificado el concepto mismo de verdad o, por decirlo con
mayor precisión, el modo como entendemos nuestra aproximación
a la verdad. Y, cuando se modifica algo tan sustancial, las repercu-
siones afectan a cualquier tema que se aborde. Es otro síntoma más
de que lo que está cambiando es el marco mismo de comprensión.
A partir de ahí, se inicia todo un trabajo impostergable de “traduc-
ción”. Y en ello estamos.
Volvamos al tema de la salvación.
Aquí también nos han cambiado la pregunta. Puedes probar a
preguntar a la gente qué significa la “salvación”. Incluso a los pro-
pios cristianos. ¿Quién nos salva, de qué y cómo somos salvados?
Yo lo he hecho, y puedo decirte que te asombrarías de las respuestas.
En personas mayores o muy “religiosas”, educadas en el catecismo
tradicional, se da una respuesta estereotipada, que obedece al esque-

1. W. JÄGER, La ola es el mar. Espiritualidad mística, Desclée de Brouwer, Bilbao


2002, pp. 16-17.

163
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

ma aprendido en aquel mismo catecismo, y sobre el que habremos


de volver más adelante. Es una respuesta de este tenor: “Hemos sido
salvados de nuestros pecados por nuestro Señor Jesucristo, con su
pasión y muerte, para así poder entrar en el cielo”.
Pero no es extraño que tal respuesta suscite más de una mueca
de absoluta incomprensión. No sólo por falta de fe, sino porque, de
entrada, presenta hondas disonancias cognitivas con lo que es nues-
tra experiencia cotidiana y nuestro propio modo de comprender la
realidad. Por decirlo de un modo breve y claro: es una afirmación
que suena a “mítica”, ante la que hay que ponerse “en guardia”, en
el mejor sentido de la expresión, atentos para hacer más luz.
¿A qué se debe que suene así?
Sencillamente, porque es así. El modo como se formuló –y se
sigue formulando– la salvación es mítico, por el simple hecho de
que tal formulación tuvo que enmarcarse, inevitablemente, en el
paradigma donde nació.
Como ya hemos visto, algo muy característico de ese paradigma
es el marcado dualismo que le sirve de presupuesto, que le lleva a
operar constantemente en un doble plano: el cielo y la tierra, Dios y
el ser humano. Quienes estaban –están– situados en él no percibían
ninguna disonancia en ese modo de entender la salvación: algo ocurre
en el “cielo” que modifica esencialmente nuestro destino en la tierra.
Ésta sólo puede entenderse en referencia a aquél y en esa misma clave
se leen todas las verdades de la fe: creación, encarnación, salvación,
revelación, escatología... Todo viene del “cielo” y remite al “cielo”.
¿Ése es el esquema del catecismo aprendido, al que hacías alu-
sión?
Exactamente. En el imaginario colectivo de personas que han
sido formadas, durante generaciones, en los contenidos de la “his-
toria sagrada”, llegó a instalarse un esquema de la historia de la
salvación, con estos pasos: creación – paraíso – pecado – culpa –
castigo – pérdida del paraíso – sufrimiento – elección de un pueblo
– encarnación – cruz – redención por la sangre – iglesia – fe – bau-
tismo – salvación o cielo.

164
¿QUÉ SALVACIÓN?

Todo comenzaba con la creación “de la nada”, por parte de un


dios presentado, además, con rasgos marcadamente antropomór-
ficos. Un dios que se asemejaba demasiado a un gran Soberano
autárquico, que imponía sus condiciones al ser recién creado. El
hombre desobedece, y el pecado empieza a verse desde el principio
como una ofensa a los “intereses” –la autoridad– de Dios, generan-
do culpa y, con ella, el castigo. Un castigo –no lo olvidemos– que
había de extenderse implacablemente a todas las generaciones,
poniendo de relieve la amenaza de un dios justiciero, que hará del
sufrimiento el compañero inevitable del ser humano. Sin embargo,
Dios se reserva una baza: va a ir preparando a la humanidad para
que un día pueda ser redimida y así capacitada de nuevo para recu-
perar el Paraíso perdido. Para ello, elige a un pueblo en el que se va
a encarnar su propio Hijo que, por medio de su pasión y muerte en
la cruz, logrará la redención de toda la humanidad. Los que crean
en él, llegarán a constituir la iglesia y estarán en el camino de la
salvación –el cielo– que tendrá lugar tras la muerte.
Dejaremos para el siguiente apartado la comprensión de las
“claves” que subyacen a este esquema. Por ahora, seguiremos cen-
trados en el punto específico que se refiere a la salvación. Porque
este esquema, en el segundo milenio de la historia cristiana, llegaría
a adquirir tonos todavía más dramáticos.
¿A que te refieres?
A lo que se conoció como la “doctrina de la expiación” o
de la “satisfacción”, tal como fue formulada por san Anselmo de
Canterbury († 1109), en su obra Cur Deus homo, sobre el trasfon-
do del derecho germánico y la práctica feudal. Esa doctrina habría
de marcar decisivamente el modo como sería comprendida y vivida
la cruz y la muerte de Jesús.
Pero, ¿cuál es, en síntesis, esa doctrina?
Es muy simple. Por el pecado de Adán, entendido –como no
podía ser de otro modo en aquel momento– en un sentido absolu-
tamente literal e histórico, Dios es ofendido en su dignidad infinita.

165
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Ahora bien, una ofensa de tal magnitud requiere una reparación


“adecuada” y, por tanto, también infinita. Puesto que el ser huma-
no es finito, no hay nada que pueda hacer con valor infinito y que
pudiera ser capaz de reparar aquella ofensa. Únicamente quedaba
una vía: el Hijo de Dios, cuyos actos tienen valor infinito, tendría
que “pagar”/“expiar” en su persona la consecuencia de aquella
ofensa y, de ese modo, repararía el pecado. El Hijo de Dios se con-
vierte, así, en la víctima sacrificial “perfecta”, por la que el honor
de Dios queda restablecido. En su muerte, nos “sustituye”, “expía”
nuestros pecados y logra nuestro “rescate” del poder del demonio,
bajo el que nos encontrábamos, debido al pecado de nuestros pri-
meros padres. He ahí el modo como llegó la doctrina de la expia-
ción a los catecismos y al pueblo creyente.
No dudo que esa explicación haya llegado a calar en el pueblo
cristiano, pero así expuesta suscita más interrogantes que otra cosa.
Es lo que ocurre siempre que, desde un marco diferente, nos
aproximamos a cualquier conjunto doctrinal. Y es lo que se pro-
duce cuando, a pesar de haber cambiado el marco, se persiste en el
empeño de mantener aquellas formulaciones pasadas. Lo único que
se consigue es hacerlas irrelevantes, con lo cual siguen perviviendo
en guetos cada vez más reducidos, que han buscado quedar al repa-
ro de las nuevas corrientes culturales.
¿Y cómo se explica el éxito que tuvo aquella doctrina?
Como suele suceder, concurrieron diversos factores. Por un lado,
era una doctrina que se ajustaba a su modo de entender las relacio-
nes señor-vasallo, esquema que se había proyectado a lo que habría
de ser la relación con Dios. Por otro, nos encontramos en una época
en la que la salvación era la preocupación constante de predicado-
res y maestros espirituales, y de todos los creyentes, que a veces la
vivían angustiosamente: se sentían pecadores y se preguntaban si
Dios les perdonaría. Un prestigioso historiador francés, J. Delumeau,
ha hablado de que en la Europa de los siglos X-XIII el sentimiento
predominante era el de inseguridad y amenaza; y en ese contexto,

166
¿QUÉ SALVACIÓN?

la religión lo agudizaba. En alguna predicación del siglo XIII se


recoge que, “de cada 100.000 cristianos, sólo se salvaría uno”. En
una mentalidad dominada por lo religioso, es fácil comprender que
una predicación de este tipo resultara directamente aterradora. Y
en un contexto de tal inseguridad y de inquietud –e incluso angus-
tia– por la salvación, era comprensible que prendieran las doctrinas
rigoristas, con todas sus consecuencias. Era la que el mismo autor
ha denominado como “pastoral del miedo”. Al tiempo que la Iglesia
“hacía vivir dramáticamente al hombre en la angustia del Juicio
Final inminente” –escribe el historiador D. Crouzet–, el problema de
la salvación adquiría un carácter trágico.
No olvides el peso, la omnipresencia y el poder de lo religioso en
aquella sociedad, por otro lado atemorizada. Y no olvides tampoco
que la inmensa mayoría de la gente se movía en un nivel de concien-
cia mítico, desde el que es “coherente” asumir tales explicaciones
al pie de la letra. Así se asumían, de hecho, todos los pasos de la
“historia sagrada”, entendiendo de un modo literal desde el relato
del Paraíso hasta la redención por la sangre.
Pero hay también factores psicológicos, que conectan nada menos
que con las vivencias más primitivas del niño, con todo lo que tales
experiencias determinan futuros sentimientos, afectos, pensamien-
tos y comportamientos.
¿Qué quieres decir?
Cuando una doctrina determinada llega a calar de ese modo en
la conciencia colectiva, hay sin duda factores sociológicos que lo
explican. Pero tiene que haber también factores de tipo psicológico:
ha debido tocar alguna fibra particularmente sensible, que le sirva
de “enganche”.
A mi modo de ver, esa fibra es exactamente la misma que se
oculta tras las cuestiones que tienen que ver con la culpa, el peca-
do y el sacrificio reparador. Es sumamente poderosa, porque es
originaria y remite al individuo, sin que él sea consciente, a viejas
historias de un tiempo ya olvidado, pero que le afectaron en lo más
íntimo y lo marcaron indeleblemente.

167
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Una perspectiva psicoanalítica

¿Podrías resumir los elementos básicos de tal historia?


Sí, y me serviré para ello de las aportaciones sumamente valio-
sas que, en perspectiva psicoanalítica, ofrece Carlos Domínguez
Morano2. Empecemos por el principio. Antes de que pueda existir la
más mínima conciencia moral, en los primeros momentos de nuestra
existencia, se va hacer presente la culpabilidad primitiva. Su origen
hay que buscarlo en la ambivalencia afectiva que todo niño experi-
menta, como consecuencia de su frustración. Para el bebé, el pecho
que lo alimenta y lo gratifica es también el pecho que, al alejarse, lo
frustra y abandona, de un modo absolutamente desconcertante para
él. De ahí nacen sus pulsiones agresivas y, con ellas, el niño vendrá a
descubrir que ha dañado al objeto bueno del que depende, y que ésa
es la razón por la que se le aleja. He ahí la culpa..., y la necesidad de
poner en marcha mecanismos reparatorios que borren el daño que
en su fantasía cree haber causado.
Pronto aparecerá también el padre y, con él, un nuevo episodio
de culpa, en el marco del conflicto edípico, en el que se hace pre-
sente la prohibición: la madre está excluida del campo del deseo. El
padre aparece para fijar la ley, hiriendo de muerte la omnipoten-
cia infantil en su pretensión de amor total y exclusivo. De nuevo,
el niño se siente atrapado entre el amor al padre idealizado y el
odio a ese mismo padre que prohíbe. Reaparece con intensidad la
ambivalencia afectiva y, con ella, se intensifica la culpabilidad y la
necesidad de reparación.
Más aún, el padre no se reduce a la figura real, sino que va a ser
internalizado en el niño, en forma de Superyó. Y, tal como lo hubie-
se hecho aquél, desde el interior seguirá observando, castigando y
presentando el ideal a seguir. Todo está ya dentro. Desde allí, casti-
gará cualquier forma de trasgresión con sentimientos de culpa.

2. C. DOMÍNGUEZ MORANO, Experiencia cristiana y psicoanálisis, Sal Terrae,


Santander 2006, pp. 77-102.

168
¿QUÉ SALVACIÓN?

Y todo ello se hace más sutil y peligroso debido a su carácter


inconsciente. Porque está ocurriendo a espaldas del propio sujeto,
que se debate con los síntomas que le aparecen y con los que trata
de “negociar” para poder sobrevivir, pero absolutamente ignorante
del origen real de lo que le aflige.
¿Crees, entonces, que estos elementos se dan en el trasfondo del
pensamiento religioso?
Indudablemente. Algo que marca de una forma tan radical al ser
humano desde el comienzo mismo de su existencia no va a quedar
al margen de ninguna esfera de su vida, tampoco de la religiosa. Al
contrario, aun sin ser consciente de ello, todas las dimensiones de
su persona se verán condicionadas y coloreadas por esa temprana
experiencia. En cierto sentido, forma parte de nuestra “constitu-
ción”.
Esto no debería sorprendernos ni escandalizarnos. Somos así.
Una vez más, nos está haciendo una llamada a la humildad, desde
la aceptación de nuestra verdad, sin escapismos espiritualistas que
desdeñan lo humano y que, inevitablemente, terminarán pasando
factura. Sorprenderse o escandalizarse ante ello tendrá que ver,
más bien, con el miedo al propio mundo interior y a todo aquello
que, sabiéndolo o no, hemos debido “ocultar” para garantizarnos
una seguridad aparente que nos permitiera vivir sin sobresaltos. Es
la táctica del avestruz que conducirá a aquella otra consistente en
“matar al mensajero”, cuando me trae noticias que no estoy dis-
puesto a escuchar.
Pero, por otro lado, es necesario también insistir en el hecho de
que, descubrir determinados factores que explican un pensamiento
o comportamiento religioso, no implica, ni puede implicar, un juicio
sobre el valor y la verdad –o no– de dicho pensamiento. Me explico
mejor: la psicología no puede hablar de la verdad o no verdad de
la religión; la psicología habla únicamente del modo como el sujeto
religioso vive esa dimensión.

169
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Importante el matiz que, de no señalarlo, puede pasar desaperci-


bido. Pero volviendo a nuestro tema, ¿cómo se produce la conexión
entre culpa y religión?
En la génesis y el desarrollo del pensamiento religioso, la culpa
aparece como el elemento inconsciente más relevante, movilizando
dioses y demonios, ritos y plegarias, sacrificios y oblaciones. Por
ello, no resulta extraño, a mi modo de ver, que se den unidas en la
misma persona “religiosidad” y “culpabilidad” inconsciente –sin
que esto prejuzgue en absoluto la posibilidad de una vivencia sana
de lo religioso–.
Y con la culpa, la necesidad de reparación. Es sabido que, para
mantener un equilibrio inconsciente, toda culpa “exige” castigo y,
por ello mismo, reparación. Pues bien, el sacrificio es el lugar privi-
legiado donde la culpa se anuda con la religión.
Lo diré con palabras del propio Domínguez Morano: La culpa,
resultado de la ambivalencia afectiva, conduce siempre a la muer-
te sacrificial del hijo, como único modo de obtener el perdón. El
sacrificio expresa esa dinámica de autoinmolación ante el padre,
intentando calmar la culpa por los deseos asesinos frente a él. De
otro modo: el odio hacia el padre genera un insoportable senti-
miento de culpa, que busca ser aliviado o incluso exorcizado con
el autocastigo, que hay que interpretar como sacrificio de sí mismo
ante la figura paterna.
¿Y crees que este trasfondo psicológico explica el “éxito” de la
doctrina de la expiación?
Sin duda: ambivalencia afectiva, amor-odio, culpa, castigo, repa-
ración, sacrificio..., son todas ellas cuestiones que se hallan inscritas
en el registro más arcaico y profundo del individuo. Cualquier
teoría que las incluya tiene grandes probabilidades de llegar a tener
éxito. Si te fijas bien, observarás que el llamado “esquema clási-
co” de la salvación viene a reproducir –a nivel cósmico– el mismo
drama que quedó pendiente en los comienzos de nuestra propia
biografía individual.

170
¿QUÉ SALVACIÓN?

El modelo clásico y el evangelio

¿Significa eso que la doctrina anselmiana no tiene base en el


evangelio?
De lo que estamos seguros es de que la interpretación de san
Anselmo llegó, en un momento dado, a conquistar el monopolio de
las interpretaciones cristianas sobre la muerte de Jesús. Posterior-
mente será reforzada por Lutero y la teología protestante y llegará
a predominar igualmente en el campo católico. Carlos Domínguez
aporta un dato que es sólo una muestra reveladora de toda una
mentalidad: en un convento de Granada se conserva un lienzo del
siglo XVII, titulado “Prensa mística”, en el que se ve a Dios Padre
apretando la tuerca de una prensa en la que Jesús, encorvado por
el peso de la plancha, es exprimido en su sangre, que sale en cinco
grandes chorros por cada una de sus llagas.
La reparación había llegado, y de una forma brutal, hasta la
sangre. Ten en cuenta que la sangre ha sido elemento central en
los sacrificios. Y que la sangre simboliza nada menos que la vida.
¿Cabe alguna reparación mayor que la de ofrecer la propia vida a
aquél ante quien se siente culpable? “Expiación”, “satisfacción”,
“sustitución”, “redención”, “rescate”, “sacrificio de la cruz”...,
han sido los términos más recurrentes en las explicaciones que
durante siglos se han dado del hecho de la cruz y la muerte de
Jesús.
¿Tiene todo eso base en los evangelios? No puede decirse en
absoluto que Jesús asociara su muerte con la idea de un sacrificio
ritual, ni que la interpretara en clave expiatoria. No es el suyo
un lenguaje de ese tipo, ni asocia el perdón con ninguna acción
sacrificial. Bien al contrario, Jesús decía preferir “la misericordia
al sacrificio”. Sólo desde una lectura literalista de los textos evan-
gélicos y desde la propia “creencia” personal, puede decirse que
“Jesús acepta la pasión y la cruz porque las considera el camino
que el Padre ha elegido para que su salvación arraigue en el cora-

171
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

zón mismo de la humanidad..., [en definitiva, porque] es el camino


marcado por Dios..., la voluntad de Dios” 3.
Tampoco la primera tradición cristiana atribuye ningún valor
sacrificial a la muerte de Jesús. Insisten en el hecho de la resurrec-
ción y en la expectativa de su última venida. Es llamativo que un
texto como la Didajé, de finales del siglo I, silencie la muerte y el
derramamiento de sangre en sus plegarias eucarísticas. La Eucaristía
–a diferencia de lo que ha ocurrido y aún sigue ocurriendo entre
nosotros– era entendida como un banquete de la comunidad reuni-
da en torno a la mesa –no al altar– en el que se simbolizaba la llega-
da del Reino. Con el paso de los siglos –y de las interpretaciones–,
aquélla dejaría de verse como la comida fraternal celebrativa para
dar paso al “santo sacrificio de la Misa”.
¿Y cómo se empezó a atribuir un sentido expiatorio a la muerte
de Jesús?
La muerte de Jesús fue, ante todo, un escándalo. De entrada,
era difícil de asimilar para un judío que un hombre amado de Dios
pudiera ser ejecutado a manos de extranjeros/paganos. Sin embar-
go, poco a poco, aquellos primeros discípulos fueron abriéndose a
captar un sentido a esa muerte. Tras su experiencia del Resucitado,
que narran con sus propias categorías, echan mano a los textos
bíblicos para tratar de hallar una explicación.
Ahí es donde encuentran los Cantos del Siervo de Yhwh, del
libro de Isaías, que aplicarán a Jesús y a su destino. Jesús es el
Siervo inocente que, en docilidad y servicio, carga sobre sí los peca-
dos y los dolores de todo el pueblo. Y bajo esa luz, comprendieron
y reinterpretaron lo que en un primer momento había resultado
absolutamente escandaloso. Sin embargo, esa aplicación no resultó
inocente. Un teólogo tan sensato como Ch. Duquoc no duda en

3. A. PUIG, Jesús. Una biografía, Destino, Barcelona 2004, pp. 470-471. Tales afir-
maciones, que parecen seguir ancladas en una concepción mítica, siguen dando
fundamento, consciente o inconscientemente, a lecturas de la salvación en clave
expiatoria.

172
¿QUÉ SALVACIÓN?

escribir que tal atribución se hizo “a costa de acentuar unos aspec-


tos ignorados por la predicación y la acción de Jesús”.
Es cierto que Pablo habla ya de “expiación” y, tras él, los demás
escritos neotestamentarios4 –no olvides que los evangelios se escri-
ben después de las cartas auténticas de Pablo–. Fue él quien introdu-
jo en el pensamiento cristiano la idea de la muerte expiatoria. Pero,
en gran medida, tanto él como otros autores del Nuevo Testamento
que inician esa interpretación expiatoria de la muerte de Jesús, lo
hacen en un sentido metafórico: su muerte significa el final de toda
acción sacrificial. Con él se acaban todos los sacrificios –vienen a
decirnos–, porque en él se ofrece un nuevo modelo: el de la ofrenda
de la propia existencia en favor de los demás.
Con todo, no puede negarse que en los textos neotestamentarios
se habla ya de la muerte de Jesús en clave de expiación “por nues-
tros pecados”, ¿no es así?
La diferencia de planteamiento entre Jesús y Pablo, en éste
como en otros terrenos, parece fuera de toda duda. Para empezar,
el estricto concepto de sufrimiento y muerte expiatoria por otros
en general, no era en absoluto familiar a los judíos del siglo I. Sin
embargo, sí lo era y mucho en ambientes donde reinaba la cultu-
ra griega. Según A. Piñero, tanto entre los griegos como entre los
romanos, la idea de “morir por” era una noción que pertenecía al
acervo común del ideario religioso e incluso cívico (morir por la
patria o por el príncipe).
Pablo, con los discípulos helenistas, elige la noción y la termino-
logía de la muerte vicaria, pese a que ninguna de ellas aparecía en
el Antiguo Testamento. Ya queda claro que tal formulación abría el
camino para, con poco desarrollo posterior, presentar a Jesús como
el salvador de todos aquéllos que creyeran en su anuncio.

4. Para más precisiones sobre el sentido del sacrificio expiatorio en Pablo, así como
para valorar la “novedad” de su postura con respecto a Jesús, puede verse la valio-
sa obra de A. PIÑERO, Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, Madrid
2006, especialmente pp. 243, 273ss, 299ss, 517-519. Tomo de él las reflexiones
que siguen.

173
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Cuáles son las ideas que, sobre este tema, encontramos en los
escritos paulinos?
El propio Piñero las resume de este modo: El Dios único de Israel
ha enviado a su Hijo al mundo. Tras el sacrificio expiatorio de la
cruz, Dios ha borrado el pecado de la humanidad y la ha reconci-
liado consigo. El tiempo restante es muy escaso y Dios ha decidido
que también los paganos se integren en el pueblo de Dios.
Veámoslo más despacio, porque nos encontramos ante un punto
decisivo para comprender el desarrollo posterior. Para Pablo, es
claro que toda la humanidad se hallaba sumida en una situación
de pecado, de la que no podía salir por sí misma. Pero Dios decide
actuar: el salvador divino desciende de las alturas y se abaja, encar-
nándose en Jesús de Nazaret, hombre y Dios. El salvador muere
violentamente en la cruz, conforme a un plan divino, y esa muerte
es un sacrificio expiatorio por los pecados de la humanidad. Y, al
resucitar, confirma su divinidad e inmortalidad. Los beneficios del
acontecimiento salvador sólo son efectivos para quienes hacen un
acto de fe en el significado y la eficacia de la muerte redentora. Y
aquí es donde encontramos la que puede ser considerada como la
mayor aportación de Pablo a la teología cristiana: la “justificación
por la fe y no por las obras”. De ese modo, además, la justificación
por la fe aporta los mismos beneficios que las religiones de los
misterios –las grandes competidoras del cristianismo naciente–: la
salvación eterna y la inmortalidad.
¿Hay, por tanto, diferencias entre el mensaje de Jesús y la teolo-
gía de Pablo?
Indudablemente. Entre ellas, habría que señalar las siguientes.
Para empezar, parece que Pablo tiene poco interés por el Jesús histó-
rico; se fija sólo en dos acontecimientos: su muerte y su resurrección.
¿Qué significa esto? Que Pablo, en cierta forma, ya ha “espirituali-
zado” el mensaje y la propia persona de Jesús. Cuenta menos lo que
fue su vida histórica, y empieza a tomar relieve la figura divina del
salvador, como fuente de salvación eterna para quienes creen en él.

174
¿QUÉ SALVACIÓN?

En los escritos paulinos, apreciamos el uso de un lenguaje concep-


tual ajeno al mundo judío, lo que hace a Pablo muy lejano del Jesús
histórico. Pablo, como Jesús, espera un inminente fin del mundo.
Pero, así como el interés primordial de Jesús era la venida del reino
de Dios en la tierra, para Pablo el reino de Dios se traslada al otro
mundo, al paraíso. ¿Qué significa eso? Que, para Pablo, la vida en
este mundo tiene poca importancia. De ahí que no encontremos en
las cartas paulinas ningún impulso por transformar el mundo o solu-
cionar problemas sociales como, por ejemplo, la esclavitud.
¿Qué es lo que ha ocurrido?
Sencillamente, que el mensaje de Jesús sobre la llegada inminente
del reino de Dios –un reino de características mesiánicas típicamen-
te judías– se ha transformado en un mensaje de salvación universal.
De hecho, Pablo ya no habla prácticamente del “reino de Dios”
en sus cartas; de lo que habla es de un acto salvador de Dios, por
medio de la muerte vicaria de su Hijo, válido para toda la huma-
nidad: judíos y gentiles. Se trata ya de una posibilidad de salvación
para todos sin excepción.
¿Y a qué se debió este cambio?
A algo tan simple como al hecho mismo de la expansión del
cristianismo dentro del Imperio romano y en confrontación, más o
menos manifiesta, con las llamadas religiones de misterios. La trans-
formación explícita del anuncio judío del Reino en una salvación
universal por la fe en Cristo hizo posible que la nueva “secta judía”
no quedase confinada en el territorio del propio judaísmo. Dicho de
otro modo, la salvación debía ser abierta, para todos, si pretendía ir
más allá de las fronteras judías. Por otro lado, en aquella época era
ya una doctrina ética muy difundida por los estoicos la sustancial
unidad e igualdad del ser humano.
En resumen, lo que ocurrió no fue sino la “inculturación” del
mensaje de Jesús en un nuevo marco cultural y religioso, de la mano
de los cristianos helenistas, que encontraron en Pablo su mejor teó-
logo, propagandista e impulsor.

175
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Y con respecto a la cuestión específica de la salvación?


Piñero establece el siguiente contraste entre las doctrinas de Jesús
y las de Pablo. Jesús pensaba que la salvación habría de venir de la
observancia de la ley divina, la Torá de Israel, aunque en sus líneas
más profundas y esenciales, lo que exigía pureza de corazón. La sal-
vación, según él, es convertirse, volverse a Dios, de modo que se esté
totalmente abierto y dispuesto para aceptar la venida del reino sobre
la tierra con un desprendimiento absoluto de los bienes e incluso de
la familia, en una radicalización de la ética “interina” o propia de la
espera de un fin inminente. En efecto, si el final de la historia es inmi-
nente, es comprensible la llamada a vivir con una exigencia radical
el desprendimiento del mundo; no sirve de nada prever ni organizar
el futuro. En ese volverse a Dios –según Jesús–, a la hora del juicio
final, se valorará más el amor al prójimo y la entrega generosa a él
que el cumplimiento escrupuloso de las normativas humanas que
desmenuzan y a veces desfiguran lo esencial de la Ley.
Pablo –señalados ya los puntos más destacados de su doctrina
sobre la salvación– interpreta la figura del Jesús histórico de una
manera distinta al modo como aquél se consideraba a sí mismo.
Modifica las ideas sobre un mesías judío, proclamando un salvador
universal. Afirma que el acto de reconciliación con Dios ocurrió ya
en el pasado, en la cruz. Introduce como novedad la doctrina de la
salvación/justificación por la fe y la consecuente negación de que la
ley de Moisés sea el camino obligatorio para salvarse.
¿Significa todo esto que ya con Pablo se inició el proceso de
espiritualización del cristianismo?
Ésa fue, precisamente, una de sus aportaciones características.
En el entorno cultural y religioso ya señalado, introduce en el
cristianismo un sentido radicalmente espiritualista y ultraterreno,
hasta el punto de afirmar que la sabiduría que predicaba “no era de
este mundo” (1 Cor 2,6). Las consecuencias son evidentes: el cris-
tianismo que Pablo predica, lejos de preocupar al poder romano,
formula el principio de obediencia casi absoluta al orden estable-
cido (Rom 13,1-2).

176
¿QUÉ SALVACIÓN?

En la teología paulina –algo que se agudizará en el futuro–, la


cruz empieza a ser vista en abstracto, como realidad salvadora,
aislándola del acontecer histórico de Jesús que la había precedido;
y la salvación se espiritualiza y se hace absolutamente ultraterrena.
Hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que “Pablo predica
que la pasión de Jesús no es un acontecimiento del pasado, sino una
realidad mística eterna” 5. Se había hecho, de la cruz histórica, un
valor salvador en abstracto.
¿No era ésta una base suficiente para que san Anselmo apoyara
sobre ella su propia formulación?
Indudablemente. Lo que éste hizo fue radicalizarla o, en cier-
to modo, exacerbarla, hasta convertirla en el esquema que pobló
durante siglos el imaginario colectivo cristiano; esquema que apren-
dimos en el catecismo y que, cada año, se reproducía (reproduce)
en la Semana Santa.
Bajo este punto de vista, ¿habría que decir que la doctrina de la
expiación supuso una regresión con respecto al mensaje de Jesús?
Eso es. En cierto modo, la originalidad del mensaje de Jesús
quedó desplazada para volver a abrirse camino la concepción reli-
giosa tradicional. Y, por lo que se refiere específicamente a nuestro
tema, la teoría de la salvación sacrificial volvió a poner en primer
plano los temas del pecado, la culpa y el sacrificio, velando la nove-
dad que supuso el mensaje de Jesús.
La Eucaristía –comida de la comunidad reunida en torno a la
mesa, como símbolo de la llegada del Reino– se fue transformando
en un ritual sacrificial de expiación de la culpa –“el santo sacrificio
de la Misa”–, y el sacramento de la reconciliación se llegó a conver-
tir, sintomáticamente, en el de la “confesión”.
Lo que ocurre es que, al cambiar el acento en el tema de la sal-
vación, eso repercute en el modo de hablar de Dios. ¿Y no hablaba
Jesús de un Dios “diferente” al Dios de las religiones?

5. FREKE, T. – GANDY, P., Los misterios de Jesús, Círculo de Lectores, Barcelona


2004, p. 217.

177
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Exactamente. Jesús no nos habla del Dios todopoderoso, Padre


Idealizado, omnipotente y omnisciente, que se corresponde con la
creación imaginaria del deseo infantil. Ése es nuestro “invento”, que
está detrás de tantas teorías de la expiación. El dios omnipotente
exige sacrificio hasta ver reparada su dignidad ofendida; sangre que
pueda aplacar su venganza: el conflicto edípico no podía alcanzar
una proyección mayor. Pero el Dios del que habla Jesús es otra cosa.
Con Él se trata, ante todo, de vivir y de amar, de acogida y de ofren-
da en libertad, de gratuidad amorosa y de servicio a los otros.
Pero no aprendemos. Es una trágica ironía que la novedad del
mensaje de Jesús quedara sepultada por imágenes de dios y por
ideas de sacrificio que tendrían que haber quedado absolutamen-
te desterradas después de él. ¿Ves cómo los factores psicológicos
inconscientes juegan un papel decisivo?
Volvimos a trasladar el centro de gravedad: de la existencia
cotidiana al sacrificio ritual; del sufrimiento de las personas a la
cuestión del pecado; del Dios de Jesús al Padre omnipotente, y hasta
sádico, de nuestra fantasía infantil.
¿A qué obedeció ese cambio? En gran medida, al hecho de que la
gente seguía necesitando satisfacer su necesidad de reparación de
la culpa, ante un dios cuya imagen ya se había deformado y ante
el que, como revivido Padre de Edipo, había que ajustar cuentas.
Todo ello sin contar con el hecho de que una religiosidad de ese
tipo favorece a los que detentan o aspiran a detentar el poder.
Cuanto más se presente a Dios como “Todopoderoso”, más ven
ellos cómo crece su poder y sus “argumentos” para someter a
los demás. Indudablemente, el desarrollo de lo “religioso”, como
dimensión separada, genera una “casta sacerdotal”, el grupo que
lo gestiona.
¿Y qué hacemos con la culpa?
Buena pregunta, sobre todo si tenemos en cuenta que uno de los
factores que explican aquella regresión fue precisamente la necesi-
dad de encontrar el modo de “expiarla”.

178
¿QUÉ SALVACIÓN?

La culpa nos remite a la fragilidad humana y a nuestra responsa-


bilidad ante los otros y ante la vida en todas sus manifestaciones. Se
trata, por tanto y una vez más, de aceptar, lúcida y humildemente,
nuestra propia realidad..., para aprender de ella. No estamos llama-
dos a ser seres perfectos e inmaculados, como soñaría nuestro peque-
ño Narciso, sino hombres y mujeres que reconocen la imperfección
como un ingrediente inseparable del “compuesto” humano.
Sin embargo, no se trata de restaurar un supuesto origen mítico
perdido, que nunca existió, sino de aprender a afrontar la propia
realidad, con todo lo que conlleva, desde la experiencia fontal de
sabernos amados y perdonados, gratuita e incondicionalmente, y
desde el compromiso amoroso por favorecer la vida, lúcidamente
atentos a ver antes la viga en el propio ojo que la mota en el ajeno.
¿Pero cuáles fueron las consecuencias de aquel modo de entender
la salvación?
En mi opinión, lo más grave fue el hecho de que todo quedó
contaminado de culpa, angustia y dolorismo. Todo esto hizo muchí-
simo daño y generó exagerado sufrimiento inútil. Otro daño no
menor fue el producido por la imagen de Dios que, inopinadamen-
te, se estaba inoculando con todo ello: un dios rival, herido en sus
intereses, ávido de venganza y buscando aplacarse por medio de la
sangre de su propio Hijo. Ni el Edipo más problematizado hubiera
hecho un retrato tan exacto del padre de su fantasía culpabilizado-
ra. El dolorismo y la predominancia de la mortificación –“mortem
facere”: darse muerte uno mismo, para reparar la culpa– vendrían
rápidamente. Más tarde, quien mostraría su rostro sería el resenti-
miento inevitable. Y, con él, los cuestionamientos más serios.

Saltan las disonancias

¿Quieres decir que aquel modelo empezó a resquebrajarse?


En cierto sentido. Tal como estaba planteado, tenía muchos
componentes míticos. Esa forma correspondía a una fase deter-

179
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

minada de la conciencia humana a la hora de querer explicarse la


realidad. Lo cual no incluye ningún juicio de valor. Pero, con la
emergencia de una nueva fase, racional y autónoma, que se agudiza
y se expande con la llegada de la Modernidad, la forma de aquel
planteamiento empieza a ser cuestionada, cada vez más globalmen-
te. Es decir, mientras la gente estaba identificada con él, no había
cuestionamiento, al menos a nivel colectivo; pero en el momento
mismo en que, ampliamente, se va modificando el marco cultural y
se empieza a “tomar distancia” del modelo recibido, éste muestra
sus disonancias. Algunos puntos del mismo comienzan a chirriar.
¿Y qué ocurre entonces?
El modelo entra en crisis. Y, además, de un modo crispado, en
un enfrentamiento entre la autoridad religiosa, que sigue aferrada
a él, y la nueva conciencia emergente. Toda crisis envía señales de
alarma, que están pidiendo un reajuste del modelo al nuevo marco
de comprensión que empieza a abrirse paso. Pero, desgraciadamen-
te, también ante la crisis pueden hacerse oídos sordos, achacándola
a factores puramente voluntarios o aduciendo motivos persecuto-
rios. Y esto fue en gran parte lo que ocurrió. La autoridad religiosa,
temerosa ante el cambio, y en actitud defensiva ante la hostilidad
que percibía, fue incapaz de advertir aquellas señales y se atrincheró
en la defensa del modelo tradicional. Y como nunca faltan “ene-
migos externos” a los que culpar de lo que es considerado como
“deterioro moral o social”, se cae en un proceso de victimización
–inconsciente– que permite evitar la autocrítica. Aunque con ello se
termine por entrar en un callejón sin salida.
¿Había, pues, señales de alarma?
Sí, en forma de disonancias. Una disonancia es un chirrido, que
indica que la sintonía no llega adecuadamente. Emisor y receptor
no se encuentran exactamente en la misma frecuencia de onda.
Hay algún desajuste. Por decirlo con otra imagen: en el edificio
recibido, en apariencia sólido, empezaban a apreciarse algunas
grietas, que pedían atención. En la medida en que no hubo reac-

180
¿QUÉ SALVACIÓN?

ción apropiada, las grietas fueron haciéndose más visibles; y las


disonancias cada día más palpables.
¿Y cuáles son las disonancias más notorias?
De entrada, a muchos de nuestros contemporáneos –en realidad,
a todos los que no se han identificado con él–, este esquema de
Paraíso-pecado-culpa-castigo-pueblo elegido-encarnación-redención
por la sangre-salvación del infierno-cielo individual, les resulta,
cuando menos, infantil. Incluso aunque no sepan explicar sus resis-
tencias a aceptarlo, “algo” les dice que las cosas no pueden ser así.
Si lo analizamos con más detenimiento, empiezan a aparecer
varios elementos que lo cuestionan, hasta el punto de hacerlo “inco-
herente” con nuestra percepción actual de la realidad. Son elemen-
tos que los cristianos debemos tomarnos en serio si pretendemos
dialogar con los no creyentes y “dar razón” de nuestra propia fe.
Enumero los que me parecen más significativos.
U ¿Está nuestro mundo “salvado”? Si miramos a nuestro alre-
dedor, no hay signos unívocos; de hecho, los judíos piadosos
dicen que basta mirar por la ventana para darse cuenta de que
el Mesías todavía no ha venido: tal como están las cosas, la
salvación no ha podido tener lugar.
U Tal como la presenta el modelo de que venimos hablando, ¿no
parece ésa una salvación “mágica”, realizada “desde fuera”?
Hay creyentes, sobre todo jóvenes, a quienes les cuesta aceptar
que su salvación se debió a un hecho que ocurrió hace dos mil
años, y que se realizaría de un modo “mágico”, al margen de
la propia libertad.
U Ese modo de entender la salvación, ¿no implica que el valor
de la historia posterior queda bastante oscurecido? Si ya está
todo logrado, parece que no quedaría sino “hacerla propia”.
La existencia en la tierra, por tanto, no sería otra cosa que una
“prueba” para llegar al cielo.
U ¿Salvados por la sangre? ¿No remite esto a una visión sacrifi-
cial de la religión, en consonancia con épocas ya superadas?

181
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

U ¿No se trata de una salvación “espiritualista”? Lo que con-


taba, en la visión que se hizo común, era evidentemente la
“salvación del alma”. ¿Dónde queda la autonomía, “terrena-
lidad” y unicidad de la existencia?
U ¿No se trata de una salvación “individualista”? La dimensión
comunitaria, colectiva y mundana queda totalmente en la
sombra. Todo resulta prácticamente reducido al individuo.
U ¿Por qué la enseñanza sobre la salvación se centró de un modo
tan prioritario, cuando no exclusivo, en el pecado? Esta pre-
gunta es aún más pertinente cuando vemos que Jesús no reco-
rre Galilea buscando pecadores que convertir, sino a personas
que sufren –enfermos, endemoniados, empobrecidos– para
solidarizarse con ellas y liberarlas del sufrimiento. Pues bien,
de lo que no cabe duda es de que aquel modo de presentar y de
hablar de la salvación puso en el centro el pecado..., con todas
las consecuencias que se derivan de ahí; entre ellas, el riesgo de
deformar la originalidad misma del evangelio. De hecho, no es
lo mismo ver sufrimientos que aliviar, –como hacía Jesús– que
ver pecadores que convertir. Las diferencias serán notables –y
hasta determinantes– tanto en los acentos doctrinales como en
la práctica pastoral.
U ¿No se exacerbó y manipuló el sentimiento de culpabilidad,
llegando a generar una angustia insoportable? Hoy somos más
conscientes de la “habilidad” que tiende a mostrar cualquier
autoridad para inducir en sus subordinados sentimientos de
culpabilidad, hasta hacer de ellos el arma más eficaz de domi-
nación: desde lo que, en ocasiones, hacen los padres con sus
hijos, hasta lo que ponen en marcha los peores tiranos. Vamos
aprendiendo también que todo sentimiento de culpabilidad es
patológico y patógeno, y termina conduciendo al hundimiento;
el sentimiento que humaniza, en todo caso, no es la culpabili-
zación, sino la responsabilidad. Y empezamos a comprender lo
condicionada que se encuentra la libertad humana: sin haber

182
¿QUÉ SALVACIÓN?

elegido nuestros genes, ni nuestros progenitores, ni nuestro


entorno; sin elegir ni siquiera los pensamientos que surgen
en nuestra mente..., ¿hasta qué punto podemos afirmar que
somos libres?; el pecado, el daño que hacemos, ¿nace de la
maldad humana o nace, más bien, de la ignorancia? No hemos
entendido la densidad de sentido que encierra la palabra de
Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
U Y el punto crucial: ¿toda esta historia habría estado provocada
por el pecado de Adán y Eva? Aquí es donde aparecen varios
elementos que a muchos les resultan absolutamente inasumi-
bles: por un lado, la imagen de un dios justiciero y rencoroso,
capaz de castigar por generaciones; un dios que podría haber-
nos creado felices, pero que ha decidido que pasáramos por
el sufrimiento; un dios arbitrario, en el desarrollo de esa “his-
toria sagrada”; un dios que necesita un “sacrificio de sangre”
–¡la sangre de su propio Hijo!– para ver reparado su honor;
un dios perverso al que complace el sufrimiento humano; un
dios, en definitiva, que piensa más en él que en nosotros... Por
otro, la imagen del ser humano, del mundo, de la historia,
que aparecen como realidades sin valor propio. De hecho, en
la práctica, la doctrina del “pecado original” ha favorecido
una visión negativa y culpabilizadora del ser humano, alen-
tando sentimientos de indignidad, culpabilidad y vergüenza.
Es cierto que la insistencia bíblica en el hombre como imagen
de Dios pudo haber paliado aquellos sentimientos y ha sido
la fuente de otra concepción más “optimista” de la creación,
pero esto no niega las consecuencias funestas que tuvo aquella
visión primera a lo largo de la historia.
Todas estas cuestiones iban abriéndose paso y, como suele ocu-
rrir, una vez planteadas, nada volvería a ser como antes. Pueden
ignorarse, atribuyéndolas incluso a la mala fe o a la hostilidad anti-
religiosa, pero eso no impide que se haya perdido definitivamente
aquella “ingenuidad” primera, que impedía reconocerlas.

183
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Y con más razón, dado que no se trataba sólo de disonancias,


sino de las graves consecuencias que aquel modelo provocaba para
la misma vivencia religiosa.

...y las consecuencias

¿Qué consecuencias?
En primer lugar, el dolorismo; aquel esquema arrancaba con tres
elementos básicos encadenados: pecado – culpa – castigo. Todo lo
demás, en un contexto mítico, era consecuencia. El castigo habría
de centrarse, de un modo particularmente más intenso, en el cuerpo
y en la sexualidad, es decir, en todo lo placentero. No sólo porque,
en una comprensible proyección psicológica, la culpabilidad exija
castigo y se vincule de un modo especial al placer, del mismo modo
que el castigo se vincula al dolor, sino porque, debido a influjos
puritanos que habrían de invadir el pensamiento helenista, se acaba-
ría ensalzando el dolor por sí mismo, en la misma medida en que se
denigraba el placer. “El placer es malo en todas las circunstancias;
porque vinimos aquí para ser castigados, y deberíamos ser castiga-
dos”, afirmaba el catecismo pitagórico que, por extraños vericue-
tos, y a pesar de ser varios siglos anterior al cristianismo, acabaría
inoculándose en éste. Sin olvidar que, como ha puesto de relieve el
psicoanálisis, la culpa se genera en el niño asociada a la afectividad
y a la sexualidad; el conflicto edípico nos recuerda que lo sexual
aparecerá marcado por la censura y la prohibición.
La unión de un planteamiento de este tipo con el hecho de la cruz
de Jesús produjo una mezcla explosiva, de consecuencias desastro-
sas: el dolor –cualquier dolor– salva y nos une a Cristo; por tanto,
el placer es condenable y nos aleja de él –del mismo Cristo–. El
dolorismo había alcanzado su cota más alta. La redención se acabó
identificando con la sangre. De ahí que se viera el sufrimiento como
medio para “aplacar” (!) a Dios y “hacer méritos”, sacando la
conclusión de que lo que agradaba a ese Dios era la obediencia y el

184
¿QUÉ SALVACIÓN?

sufrimiento. El mismo Jesús, en aquella explicación, era visto como


alguien “programado” para sufrir: ésa era su misión.
A partir de ahí, surgía una segunda e inevitable consecuencia: el
temor y la insistencia en el “más allá”; la salvación se asoció con “ir
al cielo” y se olvidó la transformación de este mundo. Ello convirtió
al cristianismo en una religión de obligaciones, separando tajante-
mente a los “de dentro” de los “de fuera”, exclusivismo que llegó a
su culmen en la expresión: “fuera de la iglesia no hay salvación”.
Pero, ¿cómo se llegó a eso?
Si la salvación tenía lugar únicamente por y en el sacrificio de
Cristo en la cruz, parecía obvio que únicamente podía alcanzar
a quienes reconocieran y aceptaran ese hecho, es decir, a quienes
creyeran. Desde ahí, la humanidad aparecía dividida en dos grupos:
los salvados y los no salvados o condenados. Esa misma perspectiva
–no olvidemos que se está operando desde una conciencia mítica–
es la que establece la marcada diferencia entre los “de dentro” y
todos los demás. El cristianismo se había convertido en una religión
sociocéntrica, con la misión de convertir a toda la humanidad a su
propia fe.
¿No es ésa la mayor forma de exclusivismo?
Ahí se encuentra la tercera consecuencia: ese modo de entender la
redención había de desembocar necesariamente en el particularismo
y exclusivismo religioso; desde una postura de espectador neutral, no
deja de resultar sorprendente e incluso arbitraria e injusta la imagen
de Dios que transmite el Antiguo Testamento, como la de alguien
que aparece interesado y preocupado únicamente por el pueblo
judío, como “pueblo elegido”, en un particularismo mezquino que
deja fuera a la inmensa mayoría de la humanidad, contemporánea y
anterior. Sólo una identificación acrítica con tal planteamiento hace
que no nos sorprendamos, por más que la teología se encargue de
explicarlo desde el punto de vista de una “pedagogía divina” progre-
siva. Al leer en aquella misma clave la redención, interpretada desde
el mismo modelo, se reforzaba el exclusivismo, diferente –el criterio
ya no era la pertenencia al pueblo judío–, pero no menos intenso.

185
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

El esquema se simplificó hasta el extremo: toda la humanidad


tenía el pecado original; la única posibilidad de salvación eterna se
debía a los méritos de la muerte de Cristo en la cruz, que la Iglesia
otorgaba mediante el sacramento del bautismo; por tanto, “extra
ecclesiam nulla salus”, no cabe posibilidad de salvación fuera de
la Iglesia. En consecuencia, todas las otras religiones estaban en el
error y eran un peligro para la salvación de la humanidad. A partir
de este mismo esquema, se justificó el uso de la fuerza para propa-
gar la fe cristiana y eliminar las demás religiones. Más aún, puesto
que la fe en las enseñanzas de la Iglesia era necesaria para la salva-
ción, los que propagaban otras ideas religiosas constituían un peli-
gro para la salvación eterna de los demás y debían ser eliminados.
Tiene razón R. Bernhard cuando afirma que “la responsabilidad
recae, precisamente, en el conjunto de elementos teóricos que hicie-
ron posible tamaña arrogancia”. Por ello, desde la nueva luz que
hoy tenemos –luz que viene también del Espíritu–, podemos conve-
nir en que –como escribe el teólogo T. Balasuriya– “el cristianismo
está llamado a una «deconstrucción» de aquella antigua teología
exclusivista e incluso inclusiva, y a la construcción de una nueva
teología, humilde, despojada de toda superioridad, que reconozca
un paradigma pluralista, que no se considere la única, ni el centro,
ni la elegida ni siquiera la única y absoluta salvadora de las demás,
sino salvadora «con las demás»” 6.
¿Cabe decir que, de un modo inconsciente, se había llegado a
“domesticar” a Dios, es decir, se había hecho a Dios “uno de los
nuestros” con exclusión de “los otros”, a los que se consideraba
“condenados”?
En efecto, ésa es la perversa y permanente tentación del hombre
religioso: apropiarse a Dios. Más aún, en un estado de conciencia
mítica –estadio en el que nacieron todas las grandes religiones–, eso
es inevitable. Porque, como hemos visto, ese estado de conciencia

6. T. BALASURIYA, Las religiones, en especial el cristianismo, ante el futuro, en


Concilium 319 (2007) 26.

186
¿QUÉ SALVACIÓN?

se caracteriza precisamente por el sociocentrismo, la identificación


exclusiva con el propio grupo (pueblo), que aparece revestido de
características y atributos especiales y únicos, que lo convierten en
“pueblo elegido”.
Planteamientos de ese tipo encierran una enorme peligrosidad.
Considerar que Dios es “de los nuestros” conduce, inexorablemen-
te, a la arrogancia y a la imposición, con la consiguiente descalifi-
cación del otro, hacia el que, en el mejor de los casos, se vive una
indisimulada condescendencia. Tendríamos que repasar humilde-
mente nuestra propia historia cristiana que, como consecuencia de
aquellos planteamientos, hizo posibles –en hiriente paradoja– la
Inquisición, las formas prepotentes en la evangelización7 y el largo
siglo de las guerras de religión (1517-1648)8, produciendo un “con-
texto general de cruel intolerancia” (J. Delumeau).
Por eso, sólo en la medida en que nos abramos a esta nueva con-
ciencia emergente y, simultáneamente, nos adentremos por el cami-
no de la experiencia, podremos salir de nuestras falsas y peligrosas
pretensiones de detentar “la verdad absoluta”, para reconocernos
humildemente como buscadores de la misma, de la mano de todo
hombre y toda mujer. Con la luz y la experiencia que provienen de
nuestra tradición religiosa, pero sin ningún tipo de exclusivismos ni
superioridad. De hecho –ha escrito F. Teixeira–, “cuando más se pro-
fundiza y se va dentro en la experiencia religiosa, posible en la propia

7. El primer catecismo que se escribió en América (quizá entre 1510 y 1521), el de


Pedro de Córdoba, comienza con la revelación de «un gran secreto que vosotros
nunca supisteis ni oísteis: que Dios hizo el cielo y el infierno. En el cielo están
todos los que se convirtieron a la fe cristiana y vivieron bien; en el infierno están
todos los que entre vosotros murieron, todos vuestros antepasados: padres,
madres, abuelos, parientes y cuantos existieron y pasaron por esta vida; y allá iréis
también vosotros si no os hiciéreis amigos de Dios y no os bautizáreis y tornárais
cristianos, porque todos los que no son cristianos, son enemigos de Dios»: Cfr
J.G. DURÁN, Monumenta catechetica hispanoamericana, vol. I, Buenos Aires
1984. (Todavía hoy nos encontramos con personas mayores que sufren cuando
sus nietos no son bautizados, porque así “no podrán entrar en el cielo”).
8. “No pocos teólogos atribuyen una responsabilidad directa en la descristianización
de Europa a las guerras de religión que ensangrentaron el continente durante déca-
das”: J. MARTÍN VELASCO, Mística y humanismo, PPC, Madrid 2007, p. 174.

187
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

tradición, más crece la conciencia de que la Realidad experimentada


no se limita a la religión propia... [Y luego se experimenta que] el
pluralismo religioso no sólo protege la irreductibilidad del otro, sino
también el sentido del misterio y la trascendencia de Dios” 9.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay textos de un tono
inequívocamente exclusivista. ¿Cómo entenderlos?
Sin duda, te refieres a textos tan “contundentes” como éstos:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el
Padre, sino por mí” (Jn 14, 6); o “Nadie más que él [Jesús] puede
salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los hombres
la salvación sobre la tierra” (Hech 4, 12)10.
¿Qué decir de ellos? Ante todo, parece seguro que no salieron
así de los labios de Jesús. En el primero, es la comunidad y el autor
del cuarto evangelio quienes expresan de ese modo rotundo su
experiencia y su fe en Jesús. Pero, además, me parece evidente que
debemos leerlos como “lenguaje de enamorados”. Y ello no signifi-
ca decir que sean falsos ni que debamos pasar por encima de ellos,
pero sí recibirlos como lo que son: formulaciones que expresan la fe
de los primeros discípulos, que afirman encontrar en el resucitado
la plenitud de la salvación para sus vidas. Lo que no puede hacerse
es una lectura literalista y absolutista –exclusivista– de los mismos,
que conduce a callejones sin salida y, por ello, tan engañosos y
deformantes como peligrosos.
Evidentemente, el “lenguaje de enamorados” no es falso, pero
constituye un propio “género literario”. La mujer que dice a su
amado: “Eres el hombre más hermoso del mundo”, no miente, pero
tampoco está diciendo una verdad “científica”, ni una afirmación
que haya que tomar en un sentido absoluto.
De un modo similar, aquellas afirmaciones neotestamentarias no
son falsas, pero hay que leerlas –si no queremos quedar apresados

9. F. TEIXEIRA, El pluralismo religioso como nuevo paradigma para las religiones,


en Concilium 319 (2007) 34-35.
10. La Biblia de Jerusalén traduce: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a
los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”.

188
¿QUÉ SALVACIÓN?

en el nivel mítico en el que se escribieron– teniendo en cuenta aquel


“género literario” al que me refería. Dicho de un modo más senci-
llo: el hecho de que los primeros discípulos afirmen que Jesús es el
“único” salvador no puede significar que la salvación que es Dios
quede “encerrada” en este camino. Y esto ni quita valor ni reduce a
Jesús, sino más bien al contrario: en lugar de restar, suma; en lugar
de encerrar, abre.
Pero volvamos al esquema “clásico” de la redención. ¿Cabe
señalar alguna consecuencia más que se deriva del mismo?
Sí, hay una cuarta consecuencia que tiene que ver también con
la imagen de Dios que se transmitía. Porque, tomado literalmente,
ese esquema no sólo domesticó a Dios, haciéndolo “de los nues-
tros”, sino que lo deformó. Por eso es una consecuencia que a los
creyentes nos duele particularmente, y que resulta profundamente
dañina, porque termina haciendo imposible la fe y la misma expe-
riencia de Dios que Jesús anunció. Me refiero, en concreto, a la
deformación del rostro de Dios que aquel modelo conlleva. Hoy
nos ruborizaríamos o nos rebelaríamos contra muchas de las cosas
que se dijeron sobre Dios y la redención. El gran predicador que
fue Bossuet se atrevía a gritar: “Era, pues, preciso, hermanos míos,
que Dios cayera con todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que
había puesto en él todos nuestros pecados, debía poner también allí
toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no dudemos de ello.
Por eso mismo el profeta nos dice que, no contento con haberlo
entregado a la voluntad de sus enemigos, él mismo quiso ser de la
partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su mano omnipo-
tente... Señores, ¿hasta dónde llega este suplicio?; ni los hombres
ni los ángeles podrán jamás concebirlo”. Hoy nos avergonzamos
de tales afirmaciones, hasta parecernos incluso blasfemas. Y, sin
embargo, entonces constituían prácticamente proposiciones de fe,
con todas las consecuencias –muchas inconscientes– que de ellas se
derivaban.
Porque, al ofrecer la imagen de un dios sádico, tales creencias
generaban inevitablemente creyentes sádicos. Tal como ha escrito

189
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

un estudioso de la Inquisición, “si un Dios justo y todopoderoso


se cobraba una venganza atroz en aquellas criaturas suyas que le
habían ofendido, el hombre no era quién para poner en duda la
equidad divina, sino que debía seguir humildemente el ejemplo de
su Creador y regocijarse cuando se le presentaba la ocasión de imi-
tarle [sin que tuviese piedad de los sufrimientos de los herejes]” 11.
Esto me recuerda lo que hablábamos antes, al señalar que el
Dios de Jesús fue suplantado por una imagen deformada, que insis-
tía en sus rasgos de omnipotencia arbitraria y de dignidad lastimada
y ávida de reparación.
Exactamente. Quiero sólo llamar la atención sobre el hecho de
que esta deformación del rostro de Dios tiene su origen –como he
señalado en el capítulo anterior– en un inicial dualismo mítico, del
que se derivaban dos ámbitos diferentes de intereses, que podrían
estar enfrentados: los intereses de Dios y los intereses del ser huma-
no. En una visión mítica, efectivamente, Dios tiene unos intereses
específicos, que no tienen por qué coincidir con los intereses de los
seres humanos, por lo que se abren las puertas a toda una nueva
serie de consecuencias, a cuál más desastrosa.
¿Más consecuencias?
Indudablemente. Una vez que el modelo mítico establece una
doble esfera de intereses entre Dios y el ser humano, cada uno en
un ámbito separado, surgirán actitudes de este tipo, que ya hemos
señalado en el capítulo anterior:
U Rivalidad: Dios y el hombre aparecen, de entrada, enfrentados
–hasta el extremo de que llegó a parecer que “lo que más nos
agrada a nosotros, eso es lo que desagrada a Dios” 12–, por
más que la interpretación mítica, en un intento de exculpar a
Dios, achaque tal rivalidad al pecado humano. Sin embargo,
no era sino una consecuencia del dualismo.

11. H.Ch. LEA, cit. por G. CORM, La cuestión religiosa en el siglo XXI. Geopolítica
y crisis de la posmodernidad, Taurus, Madrid 2007, p. 137.
12. J.M. CASTILLO, Espiritualidad para insatisfechos, Trotta, Madrid 2007, p. 59.

190
¿QUÉ SALVACIÓN?

U Alienación, como consecuencia de aquel presunto conflicto de


intereses, por el que se hacía inevitable renunciar a los propios
para cumplir los de Dios.
U Oposición entre vida y religión, como colofón del mismo
dualismo y rivalidad: la religión representaría los intereses
de Dios; la vida, los nuestros. Por tanto, había que negarse a
“vivir” para agradar a Dios.
U Rebeldía que, como fruto de la alienación, antes o después
había de manifestarse o quedar larvada en forma de resenti-
miento envenenado.
U Una visión heterónoma de la moral, que aparecía como una
carga impuesta por Dios, de un modo arbitrario, pero casi
siempre en contra de “nuestros” intereses.
U Una visión del pecado, como “lesión” de los intereses de Dios
y, por tanto, antes que nada, como “ofensa” a Él.
U Una visión del infierno como amenaza, que buscaba asegurar
el cumplimiento de la voluntad de Dios, aun a costa de los
propios intereses.
¿Qué teología se derivó de todo ese modelo?
Una teología más preocupada por el sufrimiento que por la
alegría. Desde aquel trasfondo de culpabilidad –el dolor como
expiación de la culpa– y de poder –el dolor como sometimiento–,
por perversos (e inconscientes) mecanismos, se elaborará toda una
teología desde la que el jansenista Nicole dirá una frase revelado-
ra, que luego repetirá el ya citado Bossuet: “Jesús jamás se rió”;
y que asociará la cruz –doctrina de la expiación– al dolor, de
donde será fácil extraer una doble conclusión: Dios ama el dolor
y el dolor es bueno. Y de ahí podrán surgir expresiones, como la
que se encuentra en el que, probablemente, haya sido el libro de
espiritualidad que más ha marcado a la cristiandad durante siglos,
la Imitación de Cristo: “Si hubiera algo mejor y más útil, para
el hombre, que sufrir, Jesucristo nos lo habría enseñado con sus
palabras y su ejemplo... Cuando llegues a encontrar el sufrimiento

191
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

dulce y amarlo por Jesucristo, entonces considérate dichoso porque


has encontrado el paraíso en la tierra” (II, 12). O la llamada a una
resignación fatalista, vista como voluntad de Dios: “¿Sois pobres?
¿Tenéis que dedicaros a trabajos pesados?, o lo que es más difícil
de sobrellevar, ¿tenéis que sufrir toda la humillación de una vida
de pobreza? Pues recordad, señores, que sois pecadores y vivís
en un mundo de pecado. Aceptando esas penas con que el Señor
quiere probaros, como una demostración de odio a vuestros peca-
dos y como una satisfacción por el mal que hayáis hecho, decid:
Yo no merezco ser feliz, yo no tengo derecho a la vida cómoda y
tranquila, pues he ofendido a Dios, mi Creador, mi Redentor y mi
Cariñoso Padre. Esto es: haced penitencia” 13.
Si ésta era la teología y la espiritualidad, ¿cómo aparecía la
Iglesia?
Como la teología, la Iglesia parecía más centrada en el dolor que
en la alegría. En su predicación habitual predominaban los tonos
grises, cuando no amenazadores. Lo cual –no hace falta ser muy
perspicaz para percibirlo– casa perfectamente con la actitud autori-
taria. “Una iglesia autoritaria no puede comunicar un cristianismo
feliz”, dice J.M. Castillo en la obra ya citada. Y la razón es clara.
La autoridad, para hacerse respetar e incluso temer, exige temor; el
temor remite a un Dios severo, detentador además de poder abso-
luto, del que se revestirán sus mediadores. La religión, así, aparece
como representante del poder supremo.
Ese modelo tuvo que generar mucho sufrimiento, ¿no?
Eso es indudable. En una separación, distinción o enfrentamien-
to entre “Dios” y el ser humano, éste lleva siempre las de perder...,
como el niño frente a su padre. Sólo que, en una situación de predo-
minio religioso, esa pérdida, vivida como amenaza y castigo eterno,
era fuente de una angustia insoportable.

13. De Sermones para todos los domingos y fiestas del año, año 1876, cit. en J.M.
CASTILLO, ob.cit., p. 48.

192
¿QUÉ SALVACIÓN?

Sin embargo, por otra parte, resulta tan obvio que un dios así
se asemeja tanto a los sueños de grandeza e incluso de prepotencia
que todos llevamos dentro, que la sospecha se hace inevitable. Y
con la sospecha, la denuncia y la necesidad de hacer luz, una vez
más. Pero hay algo que, no por sabido, deja de llamar la atención:
esa imagen de Dios tiene tal resonancia en la experiencia biográfica
–y en la estructura inconsciente– del ser humano que hasta el pro-
pio anuncio de Jesús quedó contaminado por ella; es decir, no fue
el anuncio de Jesús el que modificó aquella imagen, sino justamente
al revés, con lo que la originalidad del evangelio volvió a quedar
oscurecida.
Estoy viendo lo decisiva que es la cuestión de las imágenes de
Dios, por lo que luego repercuten en toda la vivencia.
Y, por ello precisamente, la importancia de ser lúcidos en este
tema y de estar prestos a cuestionar, de entrada, cualquiera de ellas.
Un cuestionamiento que no es ataque, sino apertura y fidelidad,
justamente lo opuesto al miedo. La referencia al propio Jesús y a la
experiencia viva tendría que mantenernos alerta frente a cualquier
tentación de nombrar a Dios a la ligera..., particularmente cuando,
consciente o inadvertidamente, lo hacemos en beneficio propio.
Parece claro que la cuestión fundamental es la que tiene que
ver con nuestras imágenes de Dios. Lo cual, a su vez, nos remite
a la necesidad de revisar el concepto de revelación para superar
el literalismo, que nos ha llevado a confundir a Dios con nuestras
proyecciones.
En la misma línea, debemos aprender humildad para abando-
nar la pretensión de comprender a Dios y encerrarlo en fórmulas
dogmáticas. Toda actitud dogmática esconde un afán de seguridad,
pero termina fracasando porque parte de un presupuesto equivoca-
do, el de pretender hablar de Dios adecuadamente. La dogmática
aparece empeñada en hablar de lo que no se puede hablar. Y, en
último término, habrá que cuestionar el dualismo que se halla en el
origen de toda esa confusión.

193
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

La cruz de Jesús: historia y significado

Volvemos al tema de la salvación. Para un cristiano, eso significa


hablar de la cruz de Jesús, ¿no?
Cuando, en el Credo, decimos de Jesús que “fue crucificado”, los
cristianos nos referimos a un hecho histórico –el mejor atestiguado
de toda la vida de Jesús–, pero al que, más allá de la materialidad
del mismo, atribuimos un significado de fe. En efecto, la cruz ocupa
un lugar central en la profesión de fe y en la existencia cristiana. En
esta afirmación, todos los creyentes en Jesús estamos de acuerdo; las
divergencias aparecen cuando queremos delimitar su significado.
“Fue crucificado”, “era necesario que padeciera”, “muerto por
nosotros”, “entregado por nuestros pecados”, “si alguien quiere ser
discípulo mío, que tome su cruz y me siga”... ¿Qué significan estas
expresiones?; ¿qué contenido concreto tienen hoy para nosotros?
Tampoco este hecho central de la fe cristiana –como hablábamos
antes– ha estado libre de desviaciones: exaltación de cualquier
forma de dolor y negatividad (dolorismo), vinculación de cualquier
sufrimiento a la voluntad de Dios, justificación de situaciones injus-
tas, prácticas penitenciales que podían llegar a ser crueles con la
pretensión de abrazar la cruz de Cristo...
¿Hay algo que pueda explicar esas desviaciones?
En su origen, se dio un modo de entender la cruz de Jesús al
margen de lo que fue su vida y se operó con una imagen nada
cristiana de Dios, un dios ávido de reparación por su honra ultra-
jada. Con estas bases, era lógico que se presentase la cruz como
una realidad abstracta, con poderes salvíficos en sí misma; que se
produjese una fijación dolorista, sacralizando indiscriminadamente
todo sufrimiento; y que se privase a la cruz de toda su carga libe-
radora, cayendo, al contrario, en la justificación de aquello que la
cruz denuncia: la falsedad de determinadas imágenes de Dios y la
violencia de la autoridad religiosa y política.
Sin embargo, si no hubiéramos ignorado la historia, la cruz de
Jesús debería habernos alertado de la peligrosidad que pueden llegar

194
¿QUÉ SALVACIÓN?

a contener las imágenes de Dios –por una de ellas lo mataron– y de


los abusos inhumanos en los que puede caer la autoridad religiosa
–fue ella quien decidió eliminarlo–.
Pero ¿por qué se dio aquella separación?
De un hecho histórico se hizo un principio abstracto. En lugar
de dirigir la mirada al Crucificado, se dirigió a la Cruz. En lugar
de ver la cruz como consecuencia de un modo concreto de vivir, se
le atribuyó valor por sí misma, incluso desconectándola de la vida
anterior, de modo que, en cierta medida, ésta última quedaba pri-
vada de valor. Era como si toda la vida de Jesús tuviera únicamente
sentido como preparación al acontecimiento del Calvario.
De ese modo, se perdía precisamente el núcleo más valioso de la
cruz: Jesús murió como murió por vivir como vivió.
¿Qué quieres decir?
Antes que nada, algo elemental: la cruz es consecuencia “lógica”
de un determinado estilo de vida, que el poder religioso y político
no estaba dispuesto a tolerar. Hechos similares jalonan, por desgra-
cia, toda la historia de la humanidad.
Dicho de otro modo: Jesús murió –como tantos hombres y
mujeres antes y después de él– porque “estorbaba” a los poderes de
turno. La cruz de Jesús no la coloca el Padre sobre sus hombres, no
es consecuencia de la “voluntad” de un Dios que exige reparación y
que, de otro modo, nos castigaría eternamente. La cruz tampoco es
buscada por el propio Jesús, en un acto dolorista de autoinmolación
expiatoria. A Jesús le coloca la cruz el poder romano que ocupaba
su país, a instancias de la máxima autoridad religiosa, a quien su
mensaje y su práctica le resultaban intolerables. La clave, por tanto,
para comprender todo su significado, no se halla tanto en la muerte
cuanto en la vida que la precedió.
La cruz de Jesús, separada de lo que había sido su vida, dio lugar
a una espiritualidad abstracta, esencialista, no carente de valores,
pero susceptible de ser peligrosamente deformada, como de hecho
ocurrió. Si el acento se hubiera puesto y mantenido en lo que fue

195
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

su vida, eso hubiera dado lugar a una praxis, una teología y una
espiritualidad mucho más en la línea que nos muestra el evangelio;
más centrada en la vida –y en su potenciación– que en la muerte;
más anclada en la necesidad y el sufrimiento de las personas para
aliviarlas, y menos en la obsesión por el pecado y la “perfección”;
más fundada en la experiencia de la gratuidad divina que en el
miedo ante un dios justiciero y sus amenazas.
Perdona que desvíe momentáneamente el hilo de nuestra con-
versación. Porque, al escucharte, me surge una cuestión que ya
había detectado al hablar de que Pablo “espiritualizó” el mensaje
de Jesús, con un “olvido” de lo que había sido su historia concreta.
Planteado abiertamente: ¿Podemos decir que, en la historia del cris-
tianismo se produjo, desde muy temprano, una “espiritualización”,
no sólo de la cruz, sino de la misma persona de Jesús?
Sin duda; y todavía se sigue haciendo de un modo tan sutil,
incluso inconsciente, que puede pasar desapercibido, pero con gra-
ves repercusiones de cara a la vivencia de la propia fe. Me explico.
Desde el mismo proceso de helenización del cristianismo, lo que
había sido la práctica histórica de Jesús fue quedando relegada
a un segundo plano, mientras que la “fe” –más exactamente, la
creencia– se centraba en “Nuestro Señor Jesucristo”. Y no estoy
negando que la fe deba centrarse ahí. Lo único que quiero subrayar
es el riesgo que implica ese proceso: al “espiritualizar” a Jesús y
convertirlo prioritariamente en “objeto de adoración”, lo que fue
su práctica puede dejar fácilmente de interpelarnos, porque no nos
confrontamos tanto con ella, en lo concreto de nuestra vida, cuanto
con nuestra propia creencia en un ser espiritual.
¿Cómo se explica, si no, que, a lo largo de la historia de la
Iglesia, hayamos caído en comportamientos tan antagónicos con
el evangelio? Me parece que el deslizamiento desde “Jesús de
Nazaret” a “Nuestro Señor Jesucristo” –en la mayoría de documen-
tos y discursos eclesiásticos se usa más la segunda expresión que la
primera– hace que se desactive la denuncia, la crítica –también a

196
¿QUÉ SALVACIÓN?

la institución religiosa–, así como el incontestable posicionamiento


histórico de Jesús a favor de los pobres; en definitiva, su novedad.
Y –déjame que lo reitere– tal deslizamiento me parece legítimo...,
siempre que no suponga olvidar el primer término. Pues, como ha
escrito José A. Pagola, “de poco sirve defender doctrinas sublimes
sobre él si no caminamos tras sus pasos” 14.
Pero, volviendo a nuestro tema, cuando se entendió la cruz
como una categoría abstracta –y la salvación de un modo mágico o,
al menos, mítico, como algo extrínseco–, lo que realmente empezó
a ser importante era que aquella cruz nos “salvaba”, es decir, nos
permitía llegar al cielo. Si eso era lo decisivo, ¿qué importaba lo que
había sido la vida histórica de Jesús? Así fue como se produjo un
“olvido” de consecuencias enormes. Al relegar la vida histórica de
Jesús, se olvidó su “práctica” y se hizo del cristianismo no tanto “un
modo de vivir” cuanto un modo de pensar, una creencia: se había
abierto el camino para la predominancia de la dogmática sobre la
experiencia.
Pero tuvo que haber alguna razón para que todo se focalizara
en la cruz...
Indudablemente. En cuanto se empieza a leer su muerte en clave
de expiación o de sacrificio, la cruz copa el centro. De pronto, apa-
rece como el hecho que viene a contrarrestar el pecado de Adán.
Si la culpa había sido la palabra “mayor”, ahora va a ser resuelta
–expiada– por la cruz. De ese modo, con sólo ese acento, se ha
caído ya en lo que podemos llamar su “valor abstracto”: la cruz
por la cruz.
Observa, sin embargo, que esa lectura es rigurosamente mítica.
No hace falta decir que mítico no es sinónimo de “falso”. Significa
sencillamente un modo determinado de conciencia y, por tanto,
de conocimiento, absolutamente válido en su nivel, pero que no es
directamente “transportable” a otro. Requiere una traducción.

14. J.A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica, PPC, Madrid 2007, p. 7.

197
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Y qué fue entonces la muerte de Jesús?


En primer lugar, en su sentido más obvio, la muerte de Jesús fue
un delito, un atropello por parte de la autoridad. Antes que nada,
asesinado, ejecutado por la autoridad establecida, Jesús fue una víc-
tima de un sistema de poder y de alianzas. Su mensaje sobre Dios,
su libertad frente a la ley, al templo y a la propia religión, resultaron
inadmisibles. Sí, antes que nada, Jesús fue una víctima. La cruz de
Jesús no hay que entenderla, pues, como la “causa” o motivo que
explica su vida –como nos hizo creer el anterior esquema de la his-
toria de la salvación, al que hemos hecho referencia–, sino como la
consecuencia de un estilo de vida como el suyo.
Pero sus seguidores empezaron a leer otros significados.
La comunidad fue descubriendo significados adicionales a su
muerte, en la línea de interpretaciones providenciales retrospectivas;
entre ellos, la teología de la expiación, que –como hemos visto– se
remonta a Pablo, no a Jesús. No es probable que éste tuviera como
propósito morir por los pecados del mundo. Esa interpretación es
postpascual.
¿Y cuáles fueron esas interpretaciones?
En un primer nivel, ven la muerte de Jesús en clave de rechazo-
vindicación: las autoridades rechazan a Jesús, pero Dios lo reivin-
dica y rechaza a las autoridades (Hech 2,36). Era algo evidente.
Pablo empieza a leerla pronto como derrota de los “principados y
potestades” (Col 2,15). El mismo Pablo hablará de la “sabiduría de
la cruz”, como clave para entender la existencia cristiana en cuanto
proceso constante de muerte y resurrección: morir al hombre viejo,
para resucitar al hombre nuevo, cuyo modelo es el mismo Cristo.
En otra dirección, tanto Pablo como Juan, ven en la cruz la revela-
ción del amor de Dios por nosotros (Rom 5,8; Jn 3,16).
¿Quieres decir que el hecho histórico de la cruz contiene diferen-
tes significados?
Así es; significados que no sólo no se excluyen unos a otros, sino
que son complementarios, aunque alguno de ellos haya quedado
históricamente más olvidado.

198
¿QUÉ SALVACIÓN?

¿Y cuáles son esos significados?


En una sencilla enumeración, diría que la cruz de Jesús signifi-
ca:
U denuncia del poder inhumano (político y religioso), capaz de
aniquilar a un ser inocente y bueno;
U expresión y consecuencia de la solidaridad con todos los cru-
cificados de la historia: ejecutado por su compromiso con los
últimos, su muerte reivindica a todas las víctimas del poder
injusto, en todas sus manifestaciones;
U opción inequívoca por las víctimas y denuncia de los verdu-
gos: el resucitado no es sólo un difunto, sino una víctima;
U símbolo de esperanza para quienes se encuentran en situacio-
nes desesperanzadas: la cruz termina en resurrección;
U victoria sobre el pecado, el mal, el sufrimiento y la muerte:
vivida con amor, la cruz resulta “victoriosa” frente a las fuer-
zas inhumanas;
U manifestación de un Dios que es Amor hasta el extremo,
expresión del Fundamento amoroso de la existencia: la cruz de
Jesús revela a un Dios Amor también en la negatividad de lo
humano; incluso en la desesperación y el aparente abandono,
el crucificado puede expresar: “En tus manos encomiendo mi
vida”.
Tales significados encierran una profunda riqueza. Sin embargo,
por encima de todos ellos, se impuso el que entendía la cruz como
sacrificio, ¿me equivoco?
Estás en lo cierto. Y en ello resultaron decisivos los factores a
los que me refería más arriba: históricos, religiosos, sociológicos,
psicológicos e institucionales. Los resumo brevemente. En el con-
texto sociohistórico y religioso de la Grecia del siglo I, la religión
naciente, tanto para “competir” con las religiones del entorno como
para lograr una proyección social que trascendiera los límites del
pueblo judío –en una aspiración universalista–, debía presentar la
cruz como sacrificio salvador para todo ser humano.

199
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Ello, por otra parte, cuadraba perfectamente con la visión hele-


nista –compartida por Pablo y Juan–, según la cual, la historia del
mundo es el despliegue y desarrollo de un drama cósmico. Así pode-
mos entender el esquema con que operan ambos escritores neotes-
tamentarios: las fuerzas del mal –“los principios y las potestades”–,
capitaneadas por Satanás, se hallan enfrentadas a las fuerzas del
bien, dirigidas por Dios y sus ángeles. En ese combate, aparece la
figura de Cristo, que concita contra sí todos los poderes malignos,
hasta el punto de que acaban con su vida. Sin embargo, en una para-
doja divina, aquella muerte –“sacrificio”– se convierte en salvación
–victoria– definitiva. No cabe duda de que a los oyentes griegos de
Pablo les resultaría profundamente atrayente un tal mensaje.
Por si fuera poco, a esos motivos, hay que añadir aquéllos otros
de tipo psicológico, de los que hablaba antes, y que explican por
qué esa doctrina habría de prender tan hondamente en el imagina-
rio colectivo, al conectar con experiencias infantiles absolutamente
básicas y estructurantes de la personalidad.
Finalmente, he hecho referencia a factores “institucionales”.
Quiero decir con ello que esa explicación de tipo sacrificial resultaba
congruente y funcional –incluso “útil”– para un modo autoritario
de detentar el poder, como llegaría a ocurrir en la historia posterior
de la Iglesia. En efecto, es difícil imaginar mayor poder que el de
administrar la “salvación eterna”, cuando se la hace depender de un
hecho puntual que ellos mismos interpretan y gestionan.
Sin duda, teniendo en cuenta tal multiplicidad de factores –todo
lo humano es necesariamente complejo–, se percibe mejor la “cohe-
rencia” que aquella doctrina ha tenido a lo largo de la historia.
Pero, ¿no se empieza a hablar de la cruz como sacrificio ya en los
mismos escritos neotestamentarios?
Sí; el Nuevo Testamento habla de que Jesús “murió por nuestros
pecados”. Como acabo de señalar, en el esquema paulino, la cruz
significa la resolución victoriosa del “drama cósmico”, en el que los
“principados y potestades” quedan definitivamente derrotados.
Pero, la doctrina como tal, aun siendo la más recurrente en el cris-

200
¿QUÉ SALVACIÓN?

tianismo popular, no se desarrollará hasta el siglo XI. En el siglo


I, la frase “Jesús es el sacrificio por nuestros pecados”, tenía un
significado bastante distinto. Era nada menos que la subversión de
todo el sistema sacrificial centrado en el Templo de Jerusalén, que
reclamaba para sí el monopolio del acceso a Dios. Aquella afirma-
ción venía a decir que Jesús era ya el sacrificio definitivo que Dios
mismo había proporcionado: ése es precisamente el contenido de
toda la Carta a los Hebreos. Constituía, por tanto, una metáfora
subversiva, una afirmación radical de la gratuidad. Lástima que la
religión que se formó en torno a Jesús empezara a reclamar para sí,
cuatrocientos años después, el monopolio institucional de la gracia
y del acceso a Dios. Una vez más, volvimos a tropezar con la misma
piedra que Jesús vino a denunciar; la “religión” se imponía sobre
la novedad del evangelio, haciéndonos olvidar durante siglos algo
elemental que el mártir del nazismo, D. Bonhoeffer, no se cansaba
de reivindicar: Jesús no llamaba a seguir ninguna nueva religión,
sino a la vida... y a la “vida en plenitud”.
Pero, en cualquier caso, como digo, la afirmación “murió por
nuestros pecados” pertenece al nivel mítico y requiere igualmente
de traducción.

El cambio de paradigma

¿Por qué esa necesidad de traducción?


Porque toda afirmación es deudora del escenario donde surge,
dice relación al tiempo y al espacio en que aparece, es relativa: con-
tenido y forma, verdad y modo de expresión.
Eso significa que nuestro marco de comprensión nos condiciona
mucho más de lo que parece...
Porque no podemos estar fuera de él y como, por otra parte,
hemos nacido con él, encontraremos enormes resistencias para
aceptar que es relativo. Pusimos en él nuestra seguridad y, para ello,
tuvimos que absolutizarlo. A partir de ahí, todo aquello que lo cues-

201
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

tione lo veremos como una amenaza. Y juzgaremos como verdad


“absoluta” a nuestro modo peculiar y concreto de percibirla. Y esto
es bien triste: confundir la verdad con nuestra limitada percepción
de la misma, inexorablemente tan condicionada.
El hecho es que no podemos eludir un marco concreto, por la
sencilla razón de que no podemos estar fuera del tiempo y del espa-
cio, que configuran el primer marco, inevitable en nuestra actual
condición. Ahora bien, cualquier modelo funciona como organiza-
dor de la experiencia y modifica la percepción. Todos sabemos bien
que la realidad nos da respuestas según las preguntas –implícitas,
generalmente– que le planteamos. Dicho con otras palabras, esto
significa –repitámoslo una vez más, porque nos cuesta percibirlo
cuando estamos dentro de ellos– que los modelos se autovalidan, es
decir, sus efectos sobre la percepción y la interpretación se convier-
ten en argumentos a favor de su propia consistencia15.
¿Eso significa que, estando situados en un modelo, todo lo que
veamos vendrá a confirmarlo?
Lo has expresado perfectamente. Por eso es tan difícil encon-
trar personas que se “dejen mover” de sus modelos previos de
comprensión. Eso explica también que, desde cualquier modelo, a
todo, absolutamente a todo lo que pueda ocurrir, le encontraremos
“explicación”..., aunque visto desde otro diferente, parezca sencilla-
mente absurdo. Y el mayor peligro de todo este proceso radica en el
hecho de que es casi siempre inconsciente.
¿Hay algún remedio?
No hay ninguno absoluto, por cuanto también ese supuesto
“remedio” sería deudor de un modelo. Como decía más arriba, no

15. Esto es lo que quiere expresar el conocido cuento del rabino. Todos en la comu-
nidad sabían que Dios hablaba al rabino todos los viernes, hasta que llegó un
extraño que preguntó: ¿Y cómo lo sabéis? –Porque nos lo ha dicho el rabino. ¿Y
si el rabino miente? -¿Cómo podría mentir alguien a quien Dios habla todas las
semanas? El cuento nos hace sonreír, pero quizás sin percibir que nuestra propia
forma de razonar puede caer en ese círculo vicioso o argumento tautológico, cada
vez que afirmamos la propia doctrina como “Verdad absoluta”, a partir de una
lectura literalista de los textos.

202
¿QUÉ SALVACIÓN?

hay ningún lugar fuera de tus ideas desde el que supuestamente juz-
gar el valor de las mismas. Cuando juzgas las ideas que son deudoras
de tu propio marco de comprensión..., ¡lo estás haciendo desde ese
mismo marco! No existe una percepción neutra; o, de otro modo, la
proyección es la base de la percepción. Todo punto de vista depende
de ciertos supuestos referentes a la naturaleza de la realidad.
¿Podrías poner un ejemplo?
Trataré de hacerlo sobre el mismo tema de nuestro diálogo: la
salvación. Si mi modelo piensa a Dios como un Ser separado, que
ha sido ofendido por la desobediencia del hombre, pero que ha deci-
dido salvarme por la muerte de Cristo en la cruz, no sólo no tendré
ninguna dificultad en aceptar el modo tradicional de presentar la
salvación, sino que percibiré en todo él una coherencia sin resqui-
cios. El modelo se ha autovalidado: tiene respuestas para todo. Más
aún, cualquier formulación diferente –que se aleje simplemente de la
literalidad de las palabras– será considerada blasfema.
El problema se plantea cuando empiezan a surgir lo que he lla-
mado “disonancias”, cuando aparecen “grietas” en ese edificio tan
bien construido: ¿de dónde nace esa imagen de Dios?, ¿qué significa
atribuir a Dios ese tipo de sentimientos?, ¿qué tipo de pensamiento
y de marco cultural está condicionando esa presentación?...
Observa, sin embargo, que esas disonancias únicamente se
perciben en la medida en que hemos podido “tomar distancia”
del propio modelo. Y eso sólo es posible, porque otro nuevo se
empieza a abrir camino. De ahí que, con más frecuencia de lo que
nos parece, nuestros enfrentamientos sean, en realidad, choques
entre paradigmas.
Recuerda lo que decíamos sobre ellos en el primer capítulo: Un
paradigma es una especie de teoría general de un alcance tal que
puede abarcar la mayor parte de los fenómenos conocidos en su
campo o proporcionar un contexto para ellos. Una vez que llega a ser
implícito, adquiere un poder tremendo, aunque no reconocido, sobre
sus partidarios, que se convierten en creyentes. De un modo inadver-
tido, han confundido un paradigma determinado con la verdad.

203
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pero los paradigmas son imprescindibles...


Así es; no podemos movernos sin ellos. Pero de lo que se trata es
de no confundirlos con la verdad. Porque en cuanto se olvida que
son hipotéticos, actúan como filtros de percepción deformantes.
Ello explica que sea extraordinariamente difícil ver con “objetivi-
dad” y limpieza a través del propio sistema cultural de creencias; sin
embargo, esta capacidad halla un campo privilegiado para cultivar-
se en el encuentro intercultural y en situaciones de pluralismo.
Y los choques de paradigmas, ¿no son inevitables?
Sí, pero que sean inevitables no significa pensar que sean nega-
tivos. Bien al contrario, pueden ser la vía por la que acercarnos y
avanzar hacia la verdad. Lo único que no tiene cabida es ningún
tipo de absolutismo dogmático, la postura de quien, autoritaria-
mente –por razones que sólo se mantienen, como decía más arriba,
desde su propio paradigma, que de ese modo se está autovalidan-
do–, se cree en posesión de la verdad absoluta e intenta imponerla
a los demás.
No existe tal lugar privilegiado. Pero eso tampoco significa que
la única alternativa sea el relativismo. Hay otro camino posible, el
que parece más constructivo y ajustado a nuestra condición huma-
na: el esfuerzo humilde por la verdad, en coherencia con lo más
noble de sí mismo y en diálogo respetuoso y abierto a los otros. Lo
cual nos hace ver que el crecimiento en la verdad no es algo ajeno
a la vida. La persona buena está en mejores condiciones para ser
también verdadera, para descubrir lo que hay de verdad en todos y
para facilitar el camino hacia la verdad, dentro de las formulacio-
nes, modelos o paradigmas de cada cual.
¿Y en qué paradigma nació la doctrina tradicional sobre la sal-
vación?
En el que hemos designado como paradigma pre-moderno. En
él está escrito el evangelio y en él nació igualmente lo que hemos
designado como el “modelo clásico” o tradicional de entender la
salvación.

204
¿QUÉ SALVACIÓN?

¿Puedes recordar, aplicadas ahora a nuestro tema, cuáles eran


sus características más destacables?
Sí. El paradigma premoderno concebía la realidad separada en
tres niveles –cielo, tierra, infierno–; entendía la trascendencia como
distancia, incluso física; era marcadamente dualista; operaba con
una concepción de Dios objetivante y antropomórfica y comprendía
la acción de Dios –creación, revelación, encarnación, redención,
resurrección...– desde un intervencionismo “milagroso”.
No es de extrañar que, en ese marco, la salvación se entendiera
como una intervención milagrosa de Dios, que nos venía desde el
“exterior” y buscaba procurarnos el cielo; el pecado, como lesión de
sus “intereses”; el dolor, como medio apropiado para repararlo. De
manera equivalente, la fe se planteaba básicamente como creencia
o asentimiento mental a determinadas verdades, que aseguraba la
permanencia en la Iglesia, considerada –en aquel nivel de conciencia
que se caracterizaba por un agudo sociocentrismo y sentimiento de
pertenencia– como único lugar de salvación.
Y, frente a ese esquema, ¿cuáles serían las características del
paradigma de la modernidad? ¿Cómo se entendía, desde él, la sal-
vación?
La Modernidad rompe con aquella distinción de niveles, se hace
antropocéntrica, concede la primacía absoluta al yo y a los valores
de la autonomía y la racionalidad. Desde este paradigma, el creyen-
te percibe a Dios como el Fundamento de todo lo que existe, el que
está haciendo-ser la realidad. Ya no es Aquél que interviene “desde
fuera”, sino El que se manifiesta “desde dentro”, en el corazón del
ser humano y en el misterio de todo lo que existe. La fe, en cierto
modo, se desmitologiza.
La doctrina de la salvación se desprende de sus connotaciones
“mágicas” y se empieza a leer en clave de compromiso de Dios con
la realización del ser humano y su plenitud. De ahí, que empiece a
hablarse de ella en términos de “liberación”, “realización”, “plenifi-
cación”..., incluyendo expresamente dimensiones –corporal, social,
política– que, en el paradigma anterior, habían quedado ignoradas.

205
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Si me permites este simplismo, en el paradigma premoderno se


hablaba de la salvación espiritual del alma en el cielo. En el moder-
no, se habla de la salvación del yo en un proceso creciente de reali-
zación y liberación.
¿Y en el paradigma postmoderno?
La postmodernidad significa la muerte del yo. El yo muere de
éxito: su apogeo precede a la caída. Ahora bien, la “muerte del yo”
no significa asesinarlo, enterrarlo y olvidarlo, sino sencillamente
integrarlo en una totalidad más amplia y trascenderlo. La decons-
trucción del yo viene acompañada de la percepción de una interrela-
ción sin fisuras en todo lo que es. Es el final de cualquier dualismo; la
realidad se revela como no-dual. No sólo no hay tres niveles de reali-
dad –cielo, tierra, infierno–, como presumía el paradigma premoder-
no; tampoco existe una parte de la realidad separada de otra.
Las implicaciones para un planteamiento creyente son profun-
das. Dios es percibido, no como un Ser que hace e interviene en
el mundo de los humanos; ni siquiera como Alguien que hace-ser
desde lo profundo de la realidad; sino, sencillamente, como Lo Que
Es, en Quien somos, sin separación ni costuras. El dualismo es sus-
tituido por el pan-en-teísmo (que no pan-teísmo) o, mejor todavía,
por la no-dualidad.
El concepto de salvación, en este paradigma, se despoja de cual-
quier connotación no sólo mágica, sino sencillamente dualista.
Salvación es sinónimo de revelación, entendida como caer en la
cuenta, despertar a nuestra verdad: la Unidad de lo que somos / Lo
Que Es.
Si en los paradigmas anteriores se hablaba de salvación del
alma y salvación del yo, en éste habría que hablar, como recuerda
Willigis Jäger, en la cita que encabeza este capítulo, de liberación
del yo: liberación, en el sentido de liberarnos de él, integrándolo y
trascendiéndolo. No se trata de salvar al yo, porque no hay nin-
gún “yo” que deba ser salvado; se trata, más bien, de –una vez
integrado– liberarnos del yo, trascendido en un nuevo estado de

206
¿QUÉ SALVACIÓN?

conciencia. Por eso, quizás ahora estemos en condiciones de com-


prender la ironía del propio Jäger, cuando dice que “por desgracia,
las religiones la han convertido [a la salvación] en perpetuación del
yo”. Y añade: “Pecado significa separación, disociación; es oscu-
recimiento de nuestra naturaleza auténtica. Por eso..., entrar en el
cielo, alcanzar la salvación significa entrar en el instante donde soy
uno”. Dicho de otro modo, el que tiene que salvarse no es el yo,
para seguir percibiéndose como una realidad separada. La salvación
consiste, por el contrario, en caer en la cuenta de ese engaño, des-
cubrir la verdadera naturaleza de lo real y dejarnos permanecer y
vivir en ella. Cuando lo llamamos “Salvador”, los cristianos recono-
cemos en Jesús a aquél que alcanzó y vivió la verdadera naturaleza
de lo real, el hombre despierto que vivió la hondura de Lo Que Es
y nos hace caer en la cuenta de ello, el Hijo de Dios.

¿Qué es, pues, salvarse?

Me resulta sumamente clarificador –y, por tanto, pedagógico–


comprender hasta qué punto un paradigma es como una lente que
nos hace ver la realidad en perspectivas radicalmente diferentes.
Ninguna es falsa en su propio marco, pero ninguna puede compren-
derse cuando nos encerramos en otro paradigma diferente. ¿No te
parece que lo que está ocurriendo en la iglesia es justamente eso:
que podemos referirnos a la misma realidad, pero desde paradigmas
distintos, que hacen el diálogo imposible?
Sin duda alguna, en la iglesia conviven los tres paradigmas men-
cionados, aunque siga ¡todavía! predominando el primero, por la
sencilla razón de que fue en él donde se escribieron los textos bíbli-
cos. Pero, mientras continuemos hablando desde él, no tendremos
nada que decir a los hombres y mujeres del siglo XXI que, aun sin
saberlo, están impregnados de la cultura postmoderna y, en cierto
modo, del paradigma que nace de ella. Una pequeña anécdota
ejemplifica bien lo que quiero decirte. En una pared de una ciudad,

207
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

alguien había escrito con una letra cuidada: “Dios es la respuesta”.


Pocos días después, otra mano anónima añadió: “Muy bien. ¿Y cuál
era la pregunta?”.
Las ideas clásicas –salvación como perdón de los pecados,
salvación del alma, vida eterna en el más allá...– y las categorías
tradicionales –expiación, sacrificio, redención, rescate, satisfac-
ción...– resultan totalmente extrañas a los hombres y mujeres de
hoy, incluso a la inmensa mayoría de los cristianos. A pesar de ello,
sin embargo, siguen estando absolutamente presentes en nuestros
textos litúrgicos, pastorales y teológicos.
Te pondré dos ejemplos que me parecen especialmente signifi-
cativos por las cuestiones a las que se refieren. El primero de ellos
muestra hasta qué punto se nos inoculó aquella idea de la Divi-
nidad, enojada por el pecado del hombre, que necesitaba de la
sangre del Hijo para que fuese posible la reparación. Hasta el punto
de que, aún hoy, en una de las Plegarias eucarísticas más usadas,
la III, se sigue diciendo –como oración oficial de la Iglesia y nada
menos que en el centro de la Eucaristía– una frase que, no sólo
suena incomprensible a los oídos de nuestros contemporáneos, sino
que, objetivamente considerada, es blasfema. La oración dirigida a
Dios dice: “Reconoce en ella –la ofrenda consagrada– la Víctima
por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad”. ¿Por qué se
sigue repitiendo ese lenguaje y transmitiendo esa teología de un dios
airado? ¿Sólo por inercia y pereza mental?
El segundo ejemplo toca un punto al que la conciencia con-
temporánea es particularmente sensible: la autonomía humana. Es
obvio que la autonomía estaba totalmente ausente en el paradigma
premoderno. Por lo que se refiere a la salvación, la única “auto-
nomía” que se le reconocía al ser humano era la de “creer” en la
salvación que se había realizado en la cruz, con lo cual, era difícil
no percibirla de un modo casi mágico.
Pues bien, en la actualidad, son frecuentes aún los discursos ecle-
siásticos deudores de aquel paradigma que, con su mejor intención,

208
¿QUÉ SALVACIÓN?

resultan no sólo irrelevantes para la mentalidad contemporánea,


sino equívocos. Me refiero a expresiones del tipo: “Por nosotros
mismos no tenemos salida; no hay sentido ni salvación fuera de
Dios”. Sé bien lo que el autor de esa frase quiere expresar con ella.
Pero otra cosa diferente es cómo suena a nuestros contemporáneos.
Porque, más allá de la intención de quien las formula, expresiones de
ese tipo pre-suponen una mentalidad caracterizada por el dualismo
y por la concepción de Dios como un ser separado. Pero la nueva
conciencia, el nuevo paradigma es precisamente esto lo que pone en
cuestión. La mentalidad contemporánea se rebota contra aquellas
expresiones, no porque sea “orgullosa”, “autosuficiente” o “atea”,
sino porque ha crecido en conciencia de su propia autonomía. Por
eso, en la práctica, tras aquellas expresiones, tiende a “leer” dos
cosas: 1) “Nos necesitáis a nosotros” (por eso, cuando hablan los
obispos, muchos oyentes creen ver una búsqueda de poder), y 2)
(más grave) “Renunciad a vuestra autonomía, vuestra salvación
viene de fuera”. ¿Qué paradigma, qué imagen de Dios hay detrás?
No podemos seguir hablando de una salvación expiatoria: sacri-
ficial-cultual, jurídica-reparadora, penalista-satisfactoria; ni sólo
“religiosa”: salvación del alma, para el más allá, individualista; la
salvación ha de ser también universal y “política”.
No se trata de una salvación mágica o “desde fuera”: no es
el acontecimiento metafísico de la encarnación, ni el sufrimiento
–como tal– del Hijo de Dios en la cruz lo que nos salva. Tales
categorías se entendían sólo en la perspectiva anterior. Estoy abso-
lutamente de acuerdo con J.M. Mardones en su afirmación de que
“urge recuperar una religión no sacrificial”. Frente a miedos atávi-
cos, derivados de una larga tradición religiosa que se expresó en un
paradigma determinado, y frente a afirmaciones que han generado
demasiado sufrimiento, necesitamos gritar con fuerza que Dios no
necesita ningún sacrificio ni expiación humana. Sólo quiere el bien
de la persona, eso es lo que cuenta, y a eso es a lo que ha de convo-
car cualquier religión.

209
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Cómo hablar entonces de la salvación?


Aunque sea repetitivo, e incluso parezca una obviedad, me pare-
ce importante señalar una primera cautela: toda reflexión sobre la
salvación ha de enlazar con lo que cualquier ser humano entiende
como bueno; con otras palabras, el anuncio de la salvación es,
antes que todo, una buena noticia. El nombre de Jesús significa
“Dios salva” y, a lo largo del Nuevo Testamento, se repite que Dios
nos salva por medio de Jesucristo. Esa afirmación da a entender
que el ser humano ha sido creado para la salvación, es decir, para
encontrar en Dios su felicidad plena. De ahí que la Biblia se sirva
de las imágenes de la enfermedad, la esclavitud y la pobreza, como
situaciones de las que salvarse para llegar a una realización plena y
definitiva de todas las dimensiones de la existencia.
De hecho, en el lenguaje coloquial, “salvarse” hace referencia
a librarse de algo percibido como “malo” para la persona. No en
vano “salvación” proviene de “salus” (salud) y enlaza, por tanto,
con uno de los deseos básicos del ser humano (“salud que tenga-
mos”). “Salvación” guarda relación con “liberación” y con “tota-
lidad”. El término griego holos significa “todo”, “integro”. Pero
también, en una de sus acepciones, puede traducirse por “salvo” o
“salvado”. Esa etimología nos dice algo profundamente sabio: estar
salvado es estar completo.
Sigamos con las etimologías. En las lenguas europeas, salud-
saludo-salvación están emparentadas entre sí y con las nociones
de armonía y totalidad. En castellano, se relaciona lo personal de
la salud, con lo social del saludo y lo espiritual de la salvación. En
inglés, saludo (hello) y salud (health) se emparentan con totalidad
(whole), que a su vez proviene del griego (holos), y con sagrado
(holy). La etimología presenta la salvación como armonía integral:
consigo mismo, con los otros, con la naturaleza, con Dios.
Salvación como armonía equivale a decir salvación como totali-
dad y plenitud, ¿no es así?
Efectivamente. La salvación de la persona tiene que ver con la
aceptación de su totalidad; no habrá salvación, ni salud, mientras

210
¿QUÉ SALVACIÓN?

no haya una aceptación íntegra de sí. Teológicamente, podría aña-


dirse algo más: no habrá salvación hasta que no abarque a la tota-
lidad, a todos los seres; o, todavía con mayor precisión, hasta que
no nos experimentemos y vivamos como “totalidad”, es decir,
como unidad.
En el mismo evangelio, encontramos una afirmación tajante e
inequívoca sobre la voluntad de Dios y la salvación: “He venido
para que tengáis vida, y vida en plenitud” (Jn 10,10). Decir “salva-
ción” es decir plenitud. Plenitud que es, a la vez, la mayor aspiración
humana y la inequívoca voluntad de Dios, cuya “gloria es que el
hombre viva” (san Ireneo). Y es precisamente desde esta experiencia
de Dios, tal como se nos manifiesta en Jesús, desde donde caen aque-
llos modos de presentar la salvación que deformaban el rostro de
Dios hasta el extremo de hacerlo aparecer, en un antropomorfismo
repugnante, como un soberano autocrático y celoso de sus prerroga-
tivas, exigiendo del hombre un acatamiento humillante.
Salvación como plenitud significa hablar de una salvación que
abarca a toda la persona y a todas las personas.
¿Qué es, pues, salvarse?
Salvarse es vivir, o mejor aún, ser. Sin dicotomías ni dualismos,
porque la realidad es indivisible. Y, al ser, reconocemos que somos
en Dios. Al ser, nos reconocemos en unidad con todo. Dicho de
otro modo, situarnos en dimensión divina es, como tanto insistía
Jesús, situarnos en dimensión fraterna. Por eso, cuando amamos,
estamos viviendo, incluso sin saberlo, la salvación. Por todo ello,
Jesús de Nazaret es el modelo de lo que es una vida salvada, la vida
de alguien que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos
por el mal” (Hech 10,38).
Jesús conectó admirablemente la cuestión de la salvación con
la voluntad de Dios y con el bien de la persona. Y lo hizo de tal
modo, que resultó conflictivo y peligroso, hasta terminar ajusti-
ciado, mártir de su causa. Porque Jesús no planteó una cuestión
religiosa sobre Dios en general, sino sobre cuál era la voluntad de

211
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Dios. Y su modo de entender esta voluntad hizo que sus adversa-


rios le acusaran nada menos que de impío y blasfemo.
¿Qué es pues la salvación? Vivir lo que somos, integrando todas
las dimensiones del ser humano: la corporalidad y su prolongación
en la naturaleza y el entorno ecológico; la dimensión psicológica y
social, espiritual y utópica de la persona.
¿Qué es lo que nos salva? La “solidaridad de Dios”, la compa-
sión y la fuerza divina encarnadas en la vida de Jesús hasta el final,
“hasta el extremo”. Por eso, me atrevo a afirmar que Dios nos crea
“salvados”, porque Dios no hace las cosas a medias, y porque Dios
es Presente. Dios no es alguien que nos haga nacer “manchados”
para culpabilizarnos por ello, provocando una angustia inhumana.
No, la realidad es que todos estamos y nacemos salvados en el
Amor que es Dios. Jesús nos revela lo que siempre ha sido, a la vez
que nos coloca frente a la gran cuestión: ¿cómo despertar a ello?
¿Así que la salvación consiste en despertar?
Sí, despertar a nuestra identidad verdadera. En el estado actual
de la conciencia, no resulta creíble ni admisible la referencia a un
salvador “exterior” ni a un dios separado e intervencionista. Y esto
no se plantea como cuestión de “fe” o de “no fe”, sino de coheren-
cia con lo que la conciencia humana, en la actualidad, percibe. ¿No
has notado el malestar que se experimenta cuando se habla hoy de
la salvación como una realidad que vendría “desde el exterior”? Es
equivalente, a mi modo de ver, al rechazo que, en la sensibilidad
actual, suscita la figura misma de cualquier “salvador”.
¿Y a qué se debe eso, siendo así que, durante siglos, no ha habido
prácticamente resistencias a reconocer la necesidad de un “salva-
dor”?
Al cambio de conciencia que la humanidad está experimentan-
do. En un nivel de conciencia mágico y mítico, el “salvador” ha
de percibirse, forzosamente, como una figura exterior. Pero igual
que –una vez trascendido el nivel mítico– no puede concebirse un
dios separado, tampoco es concebible una salvación venida desde

212
¿QUÉ SALVACIÓN?

“fuera”. Y –más aún–, trascendido el nivel mental –trascendido


el yo en cuanto sensación de identidad separada e independiente–,
todas nuestras antiguas “ideas” acerca de “Dios” y de la “salvación”
quedan radicalmente obsoletas.
¿Significa esto vaciar de contenido la salvación cristiana? No;
significa leerla desde el nuevo estado de conciencia, desde el único
que, hoy, puede resultar significativa. Como decía antes, en esta nueva
conciencia, la salvación es revelación, caer en la cuenta. Porque
esta nueva conciencia sabe que todo es; no hace falta sino percibir-
lo, despertar. En eso consiste justamente la salvación: ¿recuerdas
el final del capítulo anterior, donde nos preguntábamos si no sería
aquello ya la salvación?
“Hazme entrar, Dios mío, en las profundidades del Océano de
tu Unidad infinita”. Esta oración del místico sufí del siglo XIII, Ibn
‘Arabi, lo expresa bien. Eso es la salvación: entrar en las profundi-
dades del Océano de la Unidad infinita que es Dios. Y en eso con-
siste nuestra aspiración más profunda. No podía ser de otro modo:
la salvación y nuestra aspiración se encuentran y unifican.
Sólo que habremos de estar atentos a una trampa, que puede
llevarnos a la gran contradicción, de que habla Wilber: el yo anhela
la Unidad pero la busca de una forma que ciertamente se lo impide.
Como no está dispuesto a morir como sensación de identidad inde-
pendiente, lo que hace es buscar y conformarse con sustitutos de
la Unidad perdida. Busca la Unidad, la salvación, porque el anhelo
está vivo, pero se enreda en sustitutos de la misma, pobres com-
pensaciones pasajeras, que no hacen sino aumentar la frustración
y alejarnos, en realidad, del Horizonte anhelado. La Unidad ya es,
pero únicamente puede emerger en la conciencia en la medida en
que trascendemos el yo como sensación de identidad separada. O,
dicho al revés, el yo es precisamente el gran obstáculo que impide
que aquélla se muestre. Por eso, cuando caemos en la cuenta, no
podemos menos que quedar perplejos. ¿Cómo pudimos haberlo
olvidado? ¿Cómo pudimos renunciar a este estado que es el único

213
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

real? El estado en el que se muestra Lo Que Es/Somos, fuera del


cual nada existe y en el que todo ocurre...
Ahora bien, si el obstáculo para percibir y vivir la Unidad (salva-
ción) radica justamente en el hecho de identificarnos con el yo como
si se tratara de nuestra identidad definitiva, es claro que sólo tras-
cendiéndolo, aquélla podrá manifestarse. Y para eso necesitamos la
práctica de la meditación. De ahí que me haya parecido importante
plantear las modalidades de la misma en el Anexo que se pregunta
por ¿Qué yo? 16.
Voy comprendiendo la progresión de tu planteamiento. Funda-
mentalmente, el hecho de que lo que se cuestiona no es la salvación,
sino el modo de presentarla y formularla. Pero, ¿cómo te parece que
se posiciona la teología en la actualidad?
Aun a riesgo de parecer simplista, y consciente de que pueden
hacerse muchas matizaciones, distinguiría cuatro posturas o cuatro
modos de presentar este tema de la salvación, dentro del panorama
de la teología contemporánea. La primera sigue aferrada a la formu-
lación más tradicional, en todos sus extremos: esquema mítico, expia-
ción por la sangre, salvación como “ir al cielo”, dolorismo, exclusi-
vismo religioso no exento de fanatismo... Es una postura presente en
algunos grupos eclesiales y en teólogos aislados, poco representativos.
Se trata, en realidad, de una postura minoritaria e incluso marginal.
La segunda se halla mucho más extendida; en cierto modo,
corresponde a la “doctrina oficial” de la Iglesia en la actualidad.
Es el planteamiento teológico que puede apreciarse en la mayor
parte de los documentos magisteriales, en los llamados Nuevos
Movimientos Eclesiales y en las obras de los teólogos “oficiales” 17.
Esa doctrina se caracteriza por la repetición de los conceptos tra-
dicionales, tal como se formulaban en el paradigma pre-moderno,

16. Más adelante, pp. 243-278.


17. Como exponente claro de esta postura, puede verse la obra de L.F. LADARIA,
Jesucristo, salvación de todos, San Pablo, Madrid 2007. En menor medida, pero
también F. MARTÍNEZ DÍEZ, ¿Ser cristiano hoy? Jesús y el sentido de la vida,
Verbo Divino, Estella 2007.

214
¿QUÉ SALVACIÓN?

y por un literalismo ahistórico, tanto en el campo bíblico como en


el dogmático. Con respecto al grupo anterior, se han moderado las
formas y se ha dejado de insistir en los puntos más conflictivos, pero
también aquí las formulaciones tradicionales son tomadas, en su
literalidad, como la verdad. Y ello hace que este discurso encuentre
dificultades insalvables para conectar con la cultura de hoy, por lo
que queda recluido dentro del ámbito de los fieles.
Hay una tercera posición, representada por los teólogos más
abiertos, lúcidos, ilustrados y comprometidos18. Es una teolo-
gía que ha hecho el diálogo con la Modernidad y se sitúa en lo
que hemos denominado paradigma moderno, abriendo cauces y
favoreciendo una “traducción” del contenido de la fe a nuestros
esquemas culturales. Sin embargo, en la actualidad, es mirada con
recelo por la mayor parte de la jerarquía; son teólogos bajo sospe-
cha y algunos de ellos han sido objeto de alguna sanción por parte
de la autoridad eclesiástica. Es –aun con importantes variantes y
diferentes matices entre ellos– la posición expresada en el siguiente
texto de Lluís Busquets: “Jesús el Nazareno no nos salva ni nos
rescata por ninguna necesidad ontológica ni ningún mandato de
Dios ni ningún designio trascendente, misterioso e incomprensible.
Su amor, y el nuestro, hasta la donación de la vida; su espíritu, y el
nuestro, nos salva y salva a la humanidad entera. Jesús no salvó a
la humanidad como en un acto de hechicería, sino que nos enseñó
constantemente cómo la humanidad ha de salvarse a sí misma y
al mundo entero. ¡Ésta es la Buena Noticia, éste es el verdadero
escándalo del evangelio!” 19.
Finalmente, es necesario hablar de una cuarta postura: la que se
remite a una teología y espiritualidad que empiezan a plantearse en

18. Véase, por ejemplo, la obra de A. NOVO, Jesucristo, plenitud de la revelación,


Desclée De Brouwer, Bilbao 2003. Pero en esta postura habría que encuadrar, tam-
bién, la obra de los mejores teólogos españoles: A. Torres Queiruga, J.I. González
Faus, J.A. Estrada, J.M. Castillo…
19. Ll. BUSQUETS, Última noticia de Jesús el Nazareno. Holograma del Mesías, ayer
y hoy, Destino, Barcelona 2007, p.24.

215
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

clave transpersonal 20. Evidentemente, se trata de una postura aún


minoritaria y marginal en la Iglesia, hasta el punto de ser completa-
mente ignorada, si no menospreciada o directamente condenada.
¿Y qué decir de estas cuatro posturas?
Antes que nada, que las cuatro son situadas, es decir, relativas a
un tiempo y a un espacio. Y que todas ellas no pasan de ser mero
“balbuceo” de la verdad que quieren expresar y comunicar. Pero no
puede ser de otra forma.
El carácter situado del conocimiento humano hace imposible
una afirmación definitiva de la verdad. Por definición, todo lo que
pueda pensarse y decirse nunca será la verdad, sino una formula-
ción de la misma; es decir, no será la verdad, sino nuestra forma
condicionada de expresarla. Tal como decíamos más arriba, nunca
podemos poseer la verdad; en todo caso, es ella la que nos posee y
hacia la que, en diálogo, vamos avanzando.
Con Dios nos ocurre algo parecido. Nadie puede tener jamás la
pretensión de poseer a Dios; es Él quien nos “posee” a todos. Dios
no puede ser pensado ni nombrado con precisión, ya que, hacer
tal cosa, implicaría objetivarlo, por cuanto todo lo que se piensa y
se nombra –por definición– no es sino un objeto. Si tuviéramos en
cuenta esta precisión, caería por tierra todo fanatismo religioso y
reconoceríamos que el sabio verso de A. Machado puede aplicarse
también a nuestras ideas sobre Dios: ¿tu Dios? No, Dios. Y ven
conmigo a buscarlo. El tuyo, guárdatelo.
¿Quiere esto decir que todos los “balbuceos” son iguales?
No. Como hemos señalado tantas veces a lo largo de nuestro diá-
logo, eso sería caer en un relativismo que no se sostiene. Sin embar-
go, el hecho de reconocer que todas las formulaciones son situadas,

20. Sin duda, su más notorio representante es W. JÄGER, En busca de la verdad.


Caminos, esperanzas, soluciones, Desclée De Brouwer, Bilbao 1999; En busca del
sentido de la vida. El camino hacia la profundidad de nuestro ser, Narcea, Madrid
1999; La ola es el mar. Espiritualidad mística, Desclée De Brouwer, Bilbao 2002;
Adonde nos lleva nuestro anhelo. La mística en el siglo XXI, Desclée De Brouwer,
Bilbao 2005; La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el Ahora, Desclée
De Brouwer, Bilbao 2007.

216
¿QUÉ SALVACIÓN?

nos permite precisamente dialogar desde la humildad. Y será a


través de ese diálogo –sin descalificaciones previas y, mucho menos,
sin condenas ni castigos– como la verdad podrá seguir abriéndose
camino. Las posturas autoritarias esconden miedo e inseguridad; en
cualquier caso, poca confianza en la verdad que dicen poseer. La
verdad no necesita órdenes ni recurre a amenazas.
Como es obvio, el avance se hará siempre a base de tanteos, no
exentos de errores –lo contrario no sería humano–. Pero también
los errores irán confrontándose y corrigiéndose, confrontándonos
y corrigiéndonos mutuamente. La cuestión, a mi modo de ver, es la
siguiente: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar nuestra condición y res-
petar la lentitud y hasta la “relatividad” de los resultados? ¿Quién
tiene tanta prisa y tanta exigencia de seguridad doctrinal? Y, en
último término, ¿qué se esconde tras esa prisa y esa necesidad?
En lo que se refiere a nuestro tema, partimos del hecho de que
cuando alguien mantiene su postura, lo hace desde el convencimien-
to de estar siendo fiel a sí mismo y a Dios. Cada una de ellas tendrá
que conjugar una atención múltiple: a los textos fundacionales y a
la intuición de Jesús, a la propia experiencia de fe, al momento cul-
tural en el que vivimos, a la “sensibilidad” de los hombres y mujeres
de hoy –eso también forma parte de los “signos de los tiempos”-...
Y será en ese diálogo a varias bandas donde la verdad irá abriéndo-
se camino, por su propia capacidad de ser respuesta a la búsqueda
más profunda del ser humano. Porque al final –no lo olvides–, como
bellamente escribiera F. Rosenzweig, “la Biblia y el corazón del
hombre dicen la misma cosa”. Podemos confiar...

217
Epílogo:
¿Qué iglesia y qué creyente?

El futuro es transpersonal.

Algo parece claro, al hilo de lo tratado en las páginas prece-


dentes: No nacemos con la “mente en blanco”. Al abrir los ojos,
vemos ya la realidad a través de un “filtro” o unas “lentes” que,
por el simple hecho de nacer en un tiempo y un lugar determi-
nados, nos han venido dadas con nuestro propio nacimiento. Lo
cual explica varias cosas: por un lado, que nuestra percepción de
la realidad ya nunca será “neutra” o imparcial, sino –como decía
el poeta– “del color del cristal” con que la miramos. Y, por otro,
que nos va a ser muy difícil no caer en la trampa de confundir la
realidad con nuestra percepción de la misma, por el hecho de que,
al haber incorporado aquel “filtro” desde el comienzo mismo de
nuestra existencia, tendemos a no ser conscientes de él. Habremos
de crecer en lucidez y humildad –¿lo habré dicho alguna vez?– para
no olvidar que lo que llega a nosotros no es nunca la realidad
misma, sino una percepción de ella. El paradigma o marco cultural
opera, inevitablemente, como “clave de lectura”.
Cuando cambia un paradigma –porque el anterior no es ya
capaz de dar respuesta a nuevos datos emergentes–, todos los
ámbitos o dimensiones de la realidad son sacudidos: desde lo eco-
nómico a lo religioso, desde la filosofía al modo de relacionarnos.

219
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

En un cambio cultural como el que estamos viviendo, los


creyentes somos llevados a preguntarnos: ¿qué Dios? y ¿qué
salvación? Pero las cuestiones no acaban ahí. Desde la misma
perspectiva religiosa, podemos continuar: ¿qué Iglesia?, ¿qué cre-
yente? Y, más ampliamente aún, vuelven preguntas más radicales:
¿qué libertad?, ¿qué identidad? Es decir, la pregunta de siempre:
¿quiénes somos?
Cuando no somos capaces de tomar distancia del paradigma
del que provenimos, quedamos estancados en las “formas” cul-
turales pasadas y perdemos toda posibilidad de afrontar creati-
vamente el futuro. Por lo que toca a nuestra Iglesia, cuando eso
sucede, corre el riesgo de convertirse en una “reliquia” del pasado,
condenada ahora a la in-significancia –no es “significante” para
quien se acerca a ella con las “lentes” de nuestro marco contempo-
ráneo– y, más tarde, puede que a la desaparición. Porque, al seguir
expresándose desde una clave ya superada, pierde la posibilidad
misma de comunicación. Deja de haber sintonía y –como ocurre
cuando nos encontramos ante otro idioma que desconocemos– el
diálogo es imposible.
Cuando no somos capaces de “traducir” el contenido en el
nuevo paradigma, damos pie a la frase antes comentada: Tenemos
respuestas para preguntas que ya nadie se hace. Y, de ese modo,
se incrementa la distancia y la defección.

Creo que, en la Iglesia, conscientes de nuestro propio pasado,


debemos estar especialmente atentos a varios frentes: 1) intentar
expresar la fe con las categorías y las consecuencias que se derivan
del nuevo nivel de conciencia; 2) vivir la religión al servicio de la
espiritualidad y de la transformación de la persona; 3) hacer de
la práctica compasiva y de la lucha por la justicia y la igualdad
el eje de la misión; 4) imaginar estructuras de organización y
de funcionamiento, acordes con la sencillez del evangelio y con
la mejor sensibilidad democrática de nuestro mundo. Diré una

220
EPÍLOGO

palabra sobre cada uno de ellos, deteniéndome un poco más en


el primero, por su referencia directa a lo que constituye el tema
propio de este libro.

1. La Iglesia, el nuevo paradigma y el nuevo nivel de conciencia


“El cristianismo del futuro será místico o no será”, afirmó Karl
Rahner. Con esa expresión, el gran teólogo católico pretendía sub-
rayar la importancia y urgencia de la experiencia, en la vivencia y
la transmisión de la fe. Pues bien, no hace mucho, un monje cister-
ciense me decía profundamente convencido: “El futuro es trans-
personal”. ¿Cómo plantear los contenidos de la fe cristiana dentro
del paradigma postmoderno y en incipiente clave transpersonal?
Necesitamos partir de una certeza inicial: el cristianismo puede
expresarse en esta nueva conciencia, y ser leído en esa clave. Y,
de ese modo, la Iglesia podrá ser realmente significativa, fiel a la
intuición de Jesús y eficaz servidora de los hombres y mujeres de
nuestro mundo.
En este esfuerzo de “traducción” y expresión de los contenidos
de la fe cristiana en el nuevo paradigma, necesitamos, a mi modo
de ver, dos actitudes iniciales, que únicamente quiero apuntar.
En primer lugar, una mirada de simpatía hacia nuestro mundo
y nuestro momento cultural. Mirada que no está reñida con el
espíritu crítico, especialmente frente a todo aquello que va contra
las personas y el crecimiento en humanidad. Pero que nos remite
directamente al evangelio y a lo más noble que hay en el corazón
humano: simpatía no es sino el término griego para nombrar la
compasión. La Iglesia tendría que ser, hacia dentro y hacia fuera,
favorecedora de esa actitud en una medio de una sociedad crispa-
da y dividida.
Esa misma mirada nos capacitaría para valorar todo aquello
que hay de positivo en nuestra cultura, y no repetir el grave error
del siglo XIX, cuando se proclamó que “no se podía ser católico
y moderno”.

221
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Pero hay una segunda actitud, tanto o más importante y nece-


saria, si queremos desactivar para siempre un planteamiento tre-
mendamente nocivo para la convivencia y el pluralismo: tiene que
ver con la cuestión de la “verdad”.
Porque aquí la trampa es sutil y nos acecha a todos por igual:
primero, se equipara “verdad” con “pensamiento”; y a continua-
ción, quienes están completamente identificados con el pensamien-
to –con las creencias, los conceptos, es decir, con la mente–, creen
estar en posesión exclusiva de la verdad –es la “ideología de la
verdad absoluta”, de la que habla J.A. Marina en alguno de sus
libros– y consideran que todo el que no crea –piense– como ellos,
se halla en el error.
¿Cómo salir de ese riesgo grave? La solución únicamente puede
pasar por abandonar la (arrogante) pretensión de poseer la verdad
absoluta, para empezar a percibirnos todos como buscadores de
la misma.
No estoy defendiendo el relativismo, sino lo que considero que
es, sencillamente, el modo humano de conocer. La verdad, por
definición, trasciende el pensamiento y desborda nuestra mente.
Todas nuestras ideas y formulaciones no son sino “tanteos” que,
en el mejor de los casos, quieren ponerse al servicio de la verdad.
Ésta se encuentra siempre más allá de cualquier formulación. De
hecho, ante cualquier fórmula que se presente como “verdade-
ra”, se puede argüir: ¿qué quieres decir con ella? En una palabra,
nunca podremos salir de la relatividad inherente a nuestro modo
de conocer, derivada sencillamente del hecho de que somos seres
situados: todo lo situado, sin excepción, es relativo, y toda verdad
expresada será siempre una verdad relativa (del mismo modo –ha
quedado dicho en capítulos anteriores– que el dios pensado no
puede ser Dios).
Creo que, en la Iglesia, seguimos todavía muy aferrados a aque-
lla concepción intelectualista de la “verdad” –que parecía reducirse
a conceptos y fórmulas– y, debido a ello, se mantiene aún la preten-

222
EPÍLOGO

sión –más o menos inconsciente– de poseer la “verdad absoluta”,


algo que a nuestros contemporáneos sólo les suscita miedo y recha-
zo, llevándoles incluso a la conclusión de que “la religión divide en
lugar de unir” 1. O de que estamos confundiendo la “verdad” con
una “interpretación” o una “lectura mítica” de la misma.
Porque, en mi opinión, por ahí deberemos buscar la clave. Tal
como he intentado desarrollar a lo largo de este libro, también lo
que entendemos por “verdad” –y el modo como la entendemos–
depende del nivel de conciencia en que cada cual nos encontra-
mos.
En un esquema convergente con el aquí propuesto, oí hablar a
J. Melloni, en una conferencia reciente, de “tres tiempos” por los
que habría pasado la conciencia humana en su proceso evolutivo:
el tribal, el universalista-expansionista y el pluralista. En el prime-
ro –gran parte de la Biblia está escrita en él–, el grupo lo es todo,
tiene verdades que sólo valen para él, y unos dioses –los únicos
verdaderos– que los defienden de otros dioses vecinos. En un
segundo tiempo, el grupo se hace más maduro: empieza a pensar
que ha recibido una verdad que no sólo es para él, sino para todos
los pueblos. Se trata de universalismo, si bien el centro lo sigue
constituyendo el propio grupo. Por el estado de conciencia pro-
pio del momento en que aparecen, budismo, cristianismo e Islam
son universalistas. Desde esa conciencia, por ejemplo, Occidente
evangelizó-colonizó, desde su buena fe, queriendo aportar “salva-
ción” a la humanidad, pero lo hizo unilateralmente: sin reconocer
la verdad del otro. El “tercer tiempo” es el de la mundialización,
la globalización, la pluriculturalidad…, algo inédito en la historia
de la especie humana. Convivimos en los mismos ámbitos con
cosmovisiones bien diferentes: o seguimos la lucha propia de la
etapa anterior, o nos convertimos al paradigma de la pluralidad.
Conscientes, por otra parte, de que eso no es estorbo ni pérdida,

1 V. CAMPS – A. VALCÁRCEL, Hablemos de Dios, Taurus, Madrid 2007, p. 97.

223
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sino complementariedad y riqueza. Ésta es la gran cuestión pen-


diente para la mayor parte de la teología católica, así como para la
religión islámica. En esta situación nueva, pueden darse dos reac-
ciones extremas, de las que ya hablaran hace años los sociólogos
de la religión Peter Berger y Thomas Luckmann: atrincheramiento
cognitivo o disolución cognitiva (relativismo radical). Es, entre
ambos extremos, donde se sitúa el diálogo interreligioso.
Queda claro, por lo demás, que el modo como se concibe
la verdad en cada uno de esos tiempos se halla estrechamente
relacionado con el modo como se percibe al otro. Y eso mismo
debería darnos luz. En el nivel “tribal”, la alteridad es negada;
en el “universalista-expansionista”, es absorbida; en el pluralista,
finalmente, es reconocida y valorada en su radical diferencia. De
ese modo, nuestra actitud hacia el otro se convierte en el mejor
test de nuestro propio estado de conciencia... y de cómo vivimos
y entendemos la verdad.
Necesitamos comprender que un planteamiento de tinte
“exclusivista” es coherente con un nivel de conciencia que ha
estado vigente durante siglos. En ese nivel, la pretensión de poseer
la verdad absoluta era incluso inevitable. Pero aquel nivel es el
que está siendo superado. Creo sinceramente que mantenerse
en él, por parte de la institución, resulta profundamente dañino
en lo práctico, así como engañoso y peligroso en lo teórico. Es
dañino porque envenena la convivencia y deforma lo mejor de la
espiritualidad cristiana. Tan dañino, al menos, como el laicismo
antagónico al que se condena, y que no es sino otra ideología de
“verdad absoluta”. Pero, además, es engañoso y peligroso, porque
deforma lo que es el modo humano de conocer y promueve un
pensamiento rígido y absolutista, hasta hacer imposible la convi-
vencia civilizada.
Y esto no significa suscribir la afirmación del “todo vale”. Es
sencillamente reconocimiento de que la Verdad no es propiedad de
la mente humana, sino el Horizonte hacia el que, trabajosamente,

224
EPÍLOGO

podemos caminar; la Realidad que nos sostiene, pero que apenas


vislumbramos. Y cuando absolutizamos nuestro punto de vista
–por más que lo creamos “revelado”– la estamos obstruyendo.
Es comprensible que se eche de menos un pasado en el que
había certeza, autoridad y verdad absoluta, que se manifestaba
en dogmas religiosos claramente definidos y aceptados en su lite-
ralidad. Puede comprenderse también que aquel modo de pensar
encuentre seguidores entusiastas. Ofrece seguridad y autocompla-
cencia. Libera de la afanosa búsqueda de la verdad y del miedo a
ser cuestionado por posturas diferentes. Pero a un precio dema-
siado alto. Al precio de engañarse en muchas ocasiones y de crear
enfrentamientos tan dolorosos como inútiles.
Nadie posee la verdad. Y no puede ser poseída porque no pue-
de ser pensada. La Verdad, en todo caso, como Horizonte hacia
el que caminamos/nos dirigimos, puede llegar a “poseernos” a
nosotros, en la medida en que nuestra búsqueda es lúcida, humilde
y sincera. Negar esto conduce inexorablemente a la descalificación
del otro y, llegado el caso, a su eliminación. Y eso es lo que ha
ocurrido, con demasiada frecuencia, en la historia de las religio-
nes. Particularmente, las religiones monoteístas, es decir, aquéllas
que han creído conocer al “verdadero” Dios. De hecho, en cuanto
una religión se presenta como “la única verdadera” –como fue
el caso del judaísmo–, aparece la intolerancia. Pero si, además,
esa religión tiene pretensiones universalistas –como es el caso del
cristianismo y del Islam–, estamos en las puertas de la violencia.
Para desactivar ésta, es necesario denunciar aquella infundada y
arrogante pretensión de posesión total y completa de la verdad.
Si, como acabo de decir, toda verdad es situada, relacional y,
por tanto, relativa, al referirnos a Dios, las cautelas han de ser
infinitamente mayores. Dios es Misterio no disponible/asible por
la mente humana; mucho menos, manipulable. Como escribiera
J.M. Mardones, en el que vino a ser su libro póstumo, “el lenguaje
muy afirmativo, poco cauteloso sobre Dios, lleva al dogmatismo

225
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

y al fundamentalismo”, por lo que “el mejor antídoto que tene-


mos frente al fundamentalismo radical y violento es reconocer las
limitaciones de la propia tradición religiosa y hasta sus peligros”.
El genuino amor a la verdad nos despoja de aquella otra preten-
sión y, en el caso religioso, nos hace críticos frente a una lectura
literalista de los textos sagrados. También esos textos son situados
y dicen relación a un tiempo y a un espacio determinados, a una
cultura concreta. Tras su lectura, habría que decir: “Palabra de
Dios…, y palabra humana”. De otro modo, el literalismo de los
textos sagrados es alimento de fundamentalismo religioso.

Como Iglesia, necesitamos ser creadores de espacios de aper-


tura, diálogo y pluralismo; escuela de convivencia democrática.
Pero eso requiere tener íntimamente asumida e integrada la doble
actitud de la que vengo hablando: una mirada de simpatía hacia
nuestro mundo y una renuncia a la pretensión de poseer la verdad
absoluta, para situarnos como hombres y mujeres que, apoyados
en una experiencia y una tradición doblemente milenaria, se reco-
nocen buscadores honestos y humildes, haciendo camino con toda
la humanidad. Una humanidad más madura y celosa de su autono-
mía, definitivamente laica y multicultural; una humanidad, inclu-
so, en gran parte post-religiosa o, al menos, transconfesional.
Dentro de ella, la Iglesia no está llamada a encerrarse en un
gueto sectario; tampoco a constituirse como un grupo de presión
ético-político; sino a vivir más y más la riqueza que encierra el
evangelio, poniéndose decididamente al servicio de todos los seres
humanos, desde la compasión (sim-patía) y la humildad.

2. La Iglesia y la religión, al servicio de la espiritualidad y de la


transformación de la persona
Hablaba de un segundo frente al que necesitamos estar atentos
y del que somos cada día más sensibles: la religión no es un fin
en sí misma, sino un “instrumento” al servicio de la vivencia de

226
EPÍLOGO

la dimensión espiritual de las personas. Esto significa reconocer


que la tarea prioritaria de las religiones no consiste en aumentar
el número de sus fieles, ni en proponer la aceptación de unas
“verdades” o creencias absolutas, ni en ser custodias de una
ética…, sino en ayudar a vivir a las personas; ayudar a despertar,
a experimentar la Realidad No-dual que Somos/Es, como camino
para descubrir y vivir la Unidad de Lo Que Es. Ése es el “Reino
de Dios”, del que hablaba Jesús. Todo lo demás, decía él mismo,
“vendrá por añadidura”. Pero, cuando esto se olvida, la religión
deja de ser un factor de transformación personal y corre el ries-
go de reducirse a mero recuerdo del pasado y a la aceptación de
determinadas creencias conceptuales. La fe –experiencia y vivencia
de Lo Que Es, por definición inefable– se confunde con la “doc-
trina”, dando como resultado un doctrinarismo que divide a las
personas y fragmenta la realidad.

3. La Iglesia y su “práctica”
Otro punto de no menor importancia es el que se refiere a la
práctica. Al final, es ésta la que nos hace o no creíbles. Porque
éste es uno de los “lenguajes” que trasciende cualquier paradigma
–otro será el de la experiencia mística–. Para la Iglesia constituye
algo absolutamente prioritario porque la remite directamente a lo
que ve en su propio fundador. El mensaje de Jesús cautivaba por
su sencillez –no encontraremos en él conceptos abstractos– y por
su insistencia en la práctica, marcada y caracterizada por el amor
compasivo hacia toda persona en situación de necesidad. Los mís-
ticos lo han expresado también con rotundidad: “El alma enamo-
rada de mi Verdad –decía escuchar santa Catalina de Siena– nunca
deja de servir al mundo entero”. Como he expresado en páginas
anteriores, la gran pregunta de la Iglesia no es tanto: ¿cuáles son
los pecados de los que esta sociedad deba convertirse?, sino: ¿cuá-
les son las necesidades humanas a las que tenemos que socorrer?
Y no es sólo un cambio de acentos…

227
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

4. La Iglesia y su organización
Un cuarto frente tiene que ver, por fin, con la organización
de la propia Iglesia, desde sus elementos más “externos” hasta
su modo de funcionamiento. Cuestiones como “calidad demo-
crática”, “estatus de la mujer”, aceptación del disenso, recono-
cimiento de la pluralidad, respeto y valoración de las diferencias
culturales también en el modo de expresar y celebrar la fe…, son
cuestiones que están reclamando cambios en la propia estructura
organizativa. Y, en medio de todas ellas, la vuelta a la sencillez,
la apertura y el frescor del evangelio, para que éste pueda seguir
siendo percibido como “buena noticia” para todo hombre y toda
mujer, también en nuestra cultura postmoderna y ante un horizon-
te transpersonal.
Ello requiere de comunidades cristianas que hayan asumido la
modernidad (y la postmodernidad), crítica y constructivamente, y
que vivan centradas en la experiencia espiritual más genuina y en
la práctica compasiva del evangelio.

Ser creyentes, desde un nuevo paradigma y un nuevo nivel de


conciencia

Para terminar, querría referirme apenas a la otra cuestión: ¿qué


creyente? Es decir, ¿cómo ser cristiano, no ya sólo en una sociedad
como la española, sino, de un modo mucho más amplio, en esta
“nueva conciencia” que empieza a abrirse camino, tras siglos de
conciencia mítica y mental-egoica?
Para un cristiano, la respuesta surge inmediata: Ser cristiano
es “pasar por el mundo haciendo el bien”. Con esas palabras es
como el libro de los Hechos de los apóstoles describe lo que fue la
existencia de Jesús de Nazaret. Ésa es la referencia imprescindible.
Pero será una fe que vaya más allá de las “creencias”, porque irá
más allá del mito y más allá de la mente. Desde el nivel mítico,
percibimos lo Divino como una realidad paralela, alejada e inter-

228
EPÍLOGO

vencionista. Desde el mental, lo seguimos percibiendo como una


realidad separada que, en cierto modo, actuara “desde fuera”.
Pues bien, ambas percepciones resultan imposibles desde una
conciencia que ha trascendido lo mental. Porque lo característico
de ella es, precisamente, la percepción no-diferenciada de todo lo
real.
Y eso no significa renegar de la propia tradición religiosa, que
sigue siendo totalmente valorada y valorable. Pero se hace impres-
cindible leer aquellos contenidos desde esta nueva conciencia.
Porque, en ella, ser creyente no es cuestión de conceptos ni de
ideas, sino de transformación: del “yo” a la Unidad.
Jesús sigue siendo la referencia para los que nos identificamos
como cristianos. En él nos reconocemos y descubrimos a nosotros
mismos. Pero no como un personaje mítico, tal como pudo ser
visto desde un estadio anterior de conciencia; tampoco como un
personaje separado, en una visión dualista típica del nivel mental;
sino que es acogido y vivido –experimentado vivamente– en la
Unidad que somos. Nos llamamos cristianos porque, como él,
podemos decir: “El Padre y yo somos uno”…, en la No-dualidad
de Lo Que Es.
Javier Melloni lo ha expresado de una manera preciosa, en una
entrevista reciente: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es
lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo, no nos
atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos” 2.
Caen las fronteras por motivo de religión porque, aun reco-
nociendo el valor de la propia tradición religiosa de la que
provenimos, hemos descubierto que ella no es sino expresión
de un Misterio infinitamente más alto al que apunta… y que
compartimos con todos los humanos y toda la realidad. Cuando
el creyente se identifica con determinados conceptos o creencias,
es comprensible que marque una diferenciación/separación con
quienes no los comparten. Pero eso es lo propio de los niveles de

2 La Vanguardia, 31 octubre 2007.

229
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

conciencia mítico y mental. Al trascender el pensamiento –eso es


la “nueva conciencia”–, se diluye el yo y, con él, todo lo que el
mismo yo se había “apropiado” y todo aquello que había leído en
clave egoica.
Comprendo que, de entrada, un tal planteamiento suene extra-
ño. Más aún, que resulte ininteligible para todo aquél que no lo
haya experimentado. Pero sólo será así para el “yo” y únicamente
en cuanto seguimos identificándonos con él. La realidad es que
no sólo no se pierde nada –se desvanece únicamente una imagen
de dios que era “familiar” a nuestra mente–, sino que empieza
a desvelarse intuitivamente, más nítida y atrayente, aunque siga
siendo inefable, la misma Realidad Divina. Al dar el paso, incluso
apenas barruntada la experiencia transpersonal, las cosas empie-
zan a verse de otro modo, radicalmente diferente al anterior –no es
extraño que al principio aparezca tanta sorpresa, miedo o incluso
rechazo y condena–, pero profundamente luminoso y pleno: signo
de la Plenitud luminosa que somos/es y a la que en todo momento,
a veces equivocadamente, andamos buscando.

230
Anexo:
¿Qué yo?
Modalidades de la práctica meditativa

“Lo encuentro dondequiera que voy, él es lo mismo que yo. Y,


sin embargo, yo no soy él. Sólo si comprendes esto, te identi-
ficarás con lo que eres”.
(Tung-Shan)

“El peregrinaje al lugar de los sabios consiste en encontrar


cómo escapar de la llama de la separación”.
(Yalal al-Din)

Los pensamientos son olas efímeras que emergen del océano


ilimitado de la Conciencia. Nuestro error consiste en identi-
ficarnos con ellos, ignorando nuestra verdadera identidad: la
Conciencia que somos.

A lo largo de las páginas precedentes, he señalado reiteradamente


que el medio idóneo para favorecer el paso del estadio racional al
transpersonal es la práctica de la meditación. Gracias a ella, ejerci-
tándonos en el aquietamiento de la mente, empieza a manifestarse
lo que es, sin la pantalla opaca que la mente interpone. En la misma
medida en que se detiene la mente, se “disuelve” también el yo y su
modo de percepción egoica; lo que emerge entonces es la Conciencia
Unitaria de Lo Que Es.

231
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Por ello, y aunque he abordado extensamente el “camino” de la


meditación en otro lugar1, quiero resumir aquí, de un modo sintéti-
co y ordenado, siete modalidades de esa práctica meditativa. Porque
estoy convencido de que, en definitiva, únicamente a través de esa
práctica, se podrá responder a la pregunta: “¿quién soy yo?”.
En este libro, he querido abrir pistas de respuesta a las preguntas
básicas del creyente. Se ha hablado en él de qué Dios y qué salvación.
He dejado abiertas las preguntas sobre qué iglesia y qué creyente.
Pero ha quedado pendiente la cuestión más radical, la que se refiere
precisamente a quien se hace las preguntas anteriores: qué yo. La
respuesta a esta última pregunta influirá de una manera determi-
nante sobre todas las demás, porque el modo de percibir el “yo”
condicionará, a su vez, la percepción de toda la realidad, “Dios”
incluido. Por eso indicaba más arriba que todos los discursos de una
persona sobre la realidad y sobre Dios, más que de la realidad y de
Dios, hablan de ella misma y del modo como se percibe.
¿Qué yo? La psicología clásica acompaña al individuo hasta
posibilitar un grado aceptable de “autorrealización”, por el que
llegue a vivirse como un “yo integrado”. A este nivel, la persona
se conoce en sus riquezas y capacidades, ha ajustado sus funciona-
mientos, ha curado –en mayor o menor medida– el vacío afectivo
que estaba en el origen de sus desajustes... Pero no con ello ha
terminado todo. Como dijera A. Maslow, la “autorrealización” se
ve abocada a la “autotrascendencia”. Hasta el punto de que, si el
proceso se bloquea, la insatisfacción será inevitable.
El ser humano “autorrealizado” seguirá experimentando una
insatisfacción no ya “psicológica”, sino existencial o, si se me per-
mite, “espiritual”; una insatisfacción de base que ningún recurso
psicológico podrá calmar. Y no le será posible salir de ella –no
podrá superar la frustración de su búsqueda–, mientras se siga per-

1. E. MARTÍNEZ LOZANO, Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino,


Desclée De Brouwer, Bilbao 32007, pp. 123-167. Ahí podrán encontrarse más
precisiones en torno a la práctica meditativa.

232
ANEXO

cibiendo a sí mismo como identidad separada. Por decirlo de otro


modo: la identificación con el propio “yo” conduce irremediable-
mente a la frustración.
El motivo es simple: el yo no es autoconsistente; es un vacío carac-
terizado por la insaciabilidad. Eso explica que el yo nunca tenga bas-
tante ni conozca lo suficiente; en su propia voracidad –manifestada
en forma de poseer, acaparar, aparentar, afán de poder...– se pone
de manifiesto su vacío, que infructuosamente está intentando com-
pensar. Eso explica también que resulten vanas todas las tentativas
de apoyarse en él. No puede ofrecer seguridad. Tampoco puede
servir de plataforma desde la que percibir la realidad de un modo
ajustado. Al identificarnos con él, debido al pensamiento, hemos
querido poner nuestra seguridad en algo que no es real. Pero esa
identificación no conduce sino a la soledad, al miedo y a la ansiedad:
las características del yo que se percibe como identidad separada.
Y, simultáneamente, a actitudes defensivas y/o agresivas frente a los
otros. “Hasta que no superemos nuestro ego y descubramos nuestra
unicidad como seres humanos –escribe A. Nolan–, seguiremos com-
parándonos y compitiendo, haciéndonos sufrir, luchando y asesinan-
do. Nuestra especie sólo sobrevivirá si empezamos a reconocer que
todos somos una misma carne y formamos una sola familia” 2.
Sólo queda un camino: desenmascarar el autoengaño y trascen-
der el equívoco de aquella identificación. Y únicamente entonces,
cuando caigo en la cuenta de que no soy una identidad separada,
cuando el yo es trascendido, la insatisfacción existencial o espiritual
se diluye –como un azucarillo en un vaso de agua– en la certeza
indubitable de Lo Que Es. En Lo Que Es, no cabe insatisfacción.

Pues bien, en este recorrido, necesitamos la práctica meditativa.


No hablo de meditación, porque, en un sentido estricto, “medita-
ción” no se refiere a un ejercicio que pueda hacerse, sino a un estado
de conciencia, justamente el estado al que la práctica meditativa

2. A. NOLAN, ob.cit., p. 213.

233
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

conduce: la No-dualidad. Hablo, pues, de “práctica meditativa”,


como ejercicios y tiempo que dedicar para hacer posible el silencia-
miento de la mente. Una vez que se silencia la mente –el yo–, se hace
manifiesta la realidad de Lo Que Es. Es decir, la práctica no “logra”
nada, no crea nada; sencillamente, pone las condiciones para que lo
que es –y siempre ha sido– se haga patente.
Por eso es muy importante tener claro que, con la práctica medi-
tativa, queremos conseguir nada, porque todo es. El querer conseguir
algo es el mejor modo de no avanzar, porque nos estanca en el pensa-
miento, en el yo ávido de “poseer”: ¿quién quiere poseer, sino el yo?
Todo Es... y todo es gratuidad. Sin embargo, paradójicamente, cuando
no quieres conseguir nada, se consigue todo (como decía san Juan de
la Cruz: “Para venir del todo al todo, has de dejar del todo a todo...”).
¿Qué es el todo? El acceso a la verdad de lo que somos..., más allá del
engaño de nuestra identificación habitual con el pequeño yo.
La práctica espiritual quiere liberarnos de la ilusión de un
yo independiente. Y ello se produce cuando atendemos al presente.
Eso es, precisamente, meditar: atender a lo que está aconteciendo.
¿Qué ocurre cuando se vive esa atención? La mente pensante se
detiene, emerge el presente y desaparece la diferenciación. El moti-
vo es simple: así como la mente separa, el presente integra. Y esto
vale para todo tipo de práctica meditativa, si bien –como veremos
más adelante– varía el modo de atender, según sea aquello a lo que
atendamos.
Meditar, contemplar, estar, atender a lo que está aconteciendo,
vivir en presente, desaparecer el yo como sensación de identidad
separada, diluirse la diferenciación y el dualismo..., son expresiones
totalmente equivalentes; modos diferentes de describir la cualidad
“mágica” del presente. Eso explica que, en el presente, no hay dolor
emocional, como tampoco hay expectativas ni deseos ni miedos; no
hay yo. Expectativas, deseos y miedos persisten exclusivamente por-
que, al implicarse en ellos nuestra mente pensante, los alimentamos.
Si fuéramos capaces de venir al presente, desaparecerían. El presente
es ahora y es plenitud; sencillamente, ES.

234
ANEXO

Pero insisto de nuevo. Toda práctica meditativa no pretende


nada, sino que se desvele sencillamente Lo Que Es. El pensamiento
–inevitablemente dualista– fragmenta la realidad para poder operar
sobre ella, delimitándola y separándola en partes, en un proceso
interminable. De ese modo, oscurece y vela la Unidad sin costuras
de lo Real, manteniéndonos en la ignorancia y el sufrimiento.
Salir de ese engaño requiere trascender el pensamiento y ver la
realidad desde más allá de la mente. Es el camino que empieza con
la observación, conduce a la concentración y culmina en la medita-
ción o no-dualidad. Es, a la vez, el camino del presente. Y así como
el pensamiento nos encierra en el pasado, fuera del presente todo
es pensamiento. Por eso mismo, nunca podremos “saber” lo que
es el presente pensando en ello –todo lo que pensemos nunca será
presente–, sino únicamente experimentándolo, es decir, deteniendo
y trascendiendo el pensamiento.
El camino, pues, empieza en la observación. Con la práctica
continua, va asomando una luz que poco a poco impregnará toda
nuestra experiencia. Por eso, no se trata sólo de “integrar” el yo
–aunque ése sea un paso indispensable–, sino de trascenderlo. De
hecho, desde una perspectiva transpersonal, mejorar el yo –si ésa
fuese la meta– no es más que cambiar una ilusión por otra. Porque
es precisamente el yo el que va a “desaparecer” en la misma prácti-
ca. Como ha dicho alguien, el héroe que emprendió el camino espi-
ritual nunca llega a su destino, porque quien creyó iniciarlo no era
más que un concepto ilusorio que termina siendo trascendido. “La
búsqueda empieza con el individuo y termina con la aniquilación
del individuo”, le gusta repetir a R. Balsekar. En efecto, cuando
no hay pensamiento y el yo se ha diluido, ¿qué queda? Presencia,
Consciencia, pura Atención..., sencillamente, Lo Que Es.

Y hablo de “modalidades”. Son eso: modos diferentes de vivir


la práctica; maneras de aprender a trascender el pensamiento, para
que no sea la pantalla opaca que oscurece la luminosidad de Lo
Que Es. Por eso, no se trata en ningún modo de modalidades exclu-

235
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

yentes, sino todo lo contrario; son caminos diversos, pero conver-


gentes y hasta complementarios, que se potencian mutuamente, en
orden a un único objetivo: poner las condiciones que posibiliten la
emergencia de Lo Que Es/somos. Eso significa, en lo concreto, que
cada persona puede elegir aquella modalidad que más le atraiga o
mejor se adapte a su modo de ser o al momento en que se encuentra:
todas ellas “conducen” a la misma meta. Meditar –decía más arri-
ba– consiste sencillamente en atender a lo que está aconteciendo.
Ahora bien, dado que son tan distintas las cosas a las que podemos
atender, las prácticas han de ser por ello mismo variadas.
Con ese objetivo, que incluye una invitación a la perseverancia,
ofrezco estas modalidades de práctica meditativa, con el deseo de
seguir favoreciendo la emergencia de lo que somos, de Lo Que Es.
Emergencia que se produce en el momento mismo en que cesa la
actividad conceptualizadora de la mente. Porque –en palabras del
propio Balsekar– “la persona individual sólo puede conectar con la
conciencia del Absoluto cuando la mente está «ayunando», como
suele decirse, porque entonces el proceso de conceptualización cesa.
Cuando la mente se aquieta, refleja la realidad; cuando la mente
está absolutamente inmóvil, se disuelve, y sólo queda la Realidad.
Por eso es necesario ser uno con la conciencia. Cuando la mente se
da un banquete, la Realidad desaparece; cuando la mente ayuna, la
Realidad entra” 3.

Oración profunda-afectiva
Es la práctica meditativa más familiar para las personas que
provienen de una tradición religiosa teísta. La llamo “profunda”,
porque busca conscientemente implicar a toda la persona, desde su
realidad más honda. Y “afectiva”, porque toma en cuenta, de un
modo especial, esa dimensión fundamental del ser humano.

3. A. JACOB (compilador), La sabiduría de Balsekar. La esencia de la Iluminación,


expuesta por uno de los principales maestros del Vedanta Advaita, Gulaab, Madrid
2005, p. 20.

236
ANEXO

Este modo de oración se descompone en 11 pasos, por un moti-


vo únicamente pedagógico: ¿cómo desmenuzar, en sus elementos
más simples, todo el proceso? La respuesta no vino del “laborato-
rio”, sino de la experiencia práctica de numerosos grupos, que fue
enriqueciendo la comprensión de lo que vivíamos. Que se descom-
ponga en once pasos no significa que, cada vez que una persona
ora, tenga que detenerse conscientemente en cada uno de ellos. Su
propia intuición le dirá qué paso privilegiar en cada ocasión. Es
obvio que los pasos no son ni una “prueba” que hay que pasar
–no son imposiciones, sino pautas para favorecer la vivencia del
proceso, dependiendo de las características y el momento de cada
persona–, ni una “condición” ineludible para poder encontrarse
con Dios: Dios está en cada uno de ellos, al principio, en medio y
en el final. Lo reitero una vez más: los pasos están al servicio de la
persona orante, y no al revés.
En realidad, lo que buscan facilitar es muy simple: que la perso-
na entre en contacto con su “centro vital” y permanezca en él. Toda
persona orante sabe que el encuentro con Dios pasa por el encuen-
tro consigo misma. Pues bien, encontrarse con uno mismo implica
habitarse en ese “centro vital”, localizado corporalmente en el bajo
vientre (hara), “lugar” de la calma, de la vida, de la identidad, de
la presencia de los otros y de la Presencia de Dios. Este camino de
oración no pretende sino facilitar que la persona permanezca en
su “buen lugar”, en el que todo se halla unificado, sin distancia ni
separación. Se trata, por tanto, de un camino que favorece la uni-
ficación y la transformación, a partir de permanecer en ese lugar.
Pero un camino, al mismo tiempo, que puede requerir de un trabajo
psicológico que posibilite a la persona el acceso a su centro vital.
Porque la dificultad no suele estar en orar, sino en quedarse a solas
consigo mismo. Una vez más, psicología y espiritualidad se recla-
man mutuamente.
En efecto, hay un “lugar” en nuestro interior donde somos uni-
dad, donde ya está dado el triple encuentro: con nosotros mismos,

237
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

con los otros y con Dios. Es el “lugar de Dios” (topos tou Zeou,
decían los antiguos monjes) en nosotros. No es algo que tengamos
que “construir”, sino sólo “descubrir”. En eso consistirá nuestro
primer aprendizaje, en venir a nuestro centro y permanecer en él.
Para ello, quizás debamos empezar por hacernos conscientes
de que: 1) con frecuencia, nos hemos reducido a la cabeza, al
pensamiento, a las ideas; 2) estamos y vivimos lejos de nuestros
sentimientos y, en consecuencia, lejos de nuestra intimidad, de la
vida; 3) estamos a distancia de nuestro centro vital, instalados en
una “capa de protección” en la que, en lugar de vivir, “actuamos”.
Pero a Dios no lo encontramos en ella; todo lo más que hallamos
ahí es una “idea” de Dios, que nos servirá incluso para reforzar
ese modo de funcionar alejado de quien en realidad somos. Sólo
aceptando nuestra verdad, seremos capaces de reorientar nuestra
forma de vivirnos, en una apertura saludable, aunque sea costosa,
a un cambio transformador.
Al acoger la oración en ese lugar, podremos permanecer en
un silencio cada vez más hondo, hasta que vayamos aprendiendo
a descansar en el no-pensar y en el no-sentir, experimentando la
verdad de las palabras del abad san Antonio: “La oración perfecta
es no saber que estás orando”. Ahí se nos podrá regalar –emerge-
rá– la Nada, el Vacío, la No-dualidad, la Presencia, la Plenitud,
Dios mismo...; términos todos ellos equivalentes para balbucear lo
Inefable.
A nuestro yo le parece que, si dejamos de pensar, dejaremos
de existir. Y algo de razón tiene, porque el yo se va diluyendo
al silenciar la mente. Pero, como escribe Thomas Keating, en ese
silencio, lo que aparece es la paz perfecta, la paz que “supera todo
lo que podemos pensar” (Filp 4, 7). Habremos pasado del reino del
yo –que es el reino del pensar y del sentir, de la dualidad y de la
separación– a la No-dualidad luminosa y autofundamentada de Lo
Que Es, el horizonte de Unidad hacia el que apunta todo camino
de oración.

238
ANEXO

Al hacer así, somos llevados de la “oración reflexiva” –que nos


mantiene en el pensamiento y que va a encontrar un “tope” insupe-
rable para la mente– al Silencio contemplativo. Si tenemos en cuenta
que Dios no puede ser pensado –todo lo que pasa por nuestra mente
son ideas de Dios–, advertiremos fácilmente cómo el auténtico
anhelo espiritual nos impulsa a trascender el pensamiento.
Para empezar, éstos son los 11 pasos, elementos simples por los
que discurre un proceso orante, profundamente experiencial y uni-
ficador: Anhelo – cuerpo – respiración – centro vital – calma – vida
– identidad – cariño hacia sí – amor a todos – Presencia de Dios –
permanecer. En la confianza de que pueda resultar más práctico, los
presento seguidamente en forma de “guía de oración”.

Relajado/a, sin ninguna expectativa, sin ningún esfuerzo, sin nin-


guna prisa, sin ninguna tensión, vas a vivir este tiempo de oración
como descanso, como aprendizaje de dejarte descansar, dejarte ser
en Aquel que eres, en Aquel que somos.
Para eso, comienza tomando conciencia del anhelo que hay en
lo profundo de ti. No pienses en él, siéntelo. Entra en tu interior y
acércate, no sólo al anhelo que hay, sino al anhelo que eres: anhelo
de vida, anhelo de ser, anhelo de plenitud, anhelo de Dios. Siente
sólo tu anhelo.
Acércate ahora a tu cuerpo. Toma conciencia de él, escuchándo-
lo, sintiéndolo. Puedes recorrerlo de los pies a la cabeza, sintiendo
cómo está. Y, al tiempo que lo escuchas, permite que se vaya aflo-
jando, relajando.
Toma conciencia ahora de tu respiración. Respira dos o tres
veces profundamente. Puedes empezar comprimiendo suavemente
la pared abdominal para, de ese modo, expulsar el aire desde lo
hondo de tu cuerpo, suavemente, por la boca. A continuación,
también con suavidad, inspiras por la nariz, acompañando todo el
recorrido del aire hasta lo profundo de tu cuerpo. Ahí, lo mantienes
un momento, sintiendo esa parte de tu cuerpo. Seguidamente, vuel-
ves a expirar suavemente por la boca. Cuida particularmente que la

239
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

respiración sea profunda, pausada y atenta: toda tu atención debe


estar puesta en ella, como si en este momento no existiera ninguna
otra cosa en el universo. Haz este ejercicio dos o tres veces.
Acércate ahora a ese lugar en lo profundo de tu cuerpo de donde
nace la respiración profunda, a tu centro vital, en la zona del vien-
tre. Siente ese lugar. Y, a medida que lo acoges y lo sientes, percibe
la calma que te habita ahí. Ése es tu lugar de paz, tu lugar de sere-
nidad. Ahí todo está en calma. Siéntela.
También en ese mismo lugar, ábrete a sentir la vida que te habita,
la vida que eres. Puedes sentirla, en lo profundo de tu cuerpo, como
ensanchamiento, como calor, como fuerza, como densidad. Ábrete a
sentir la vida que te sostiene. En ese lugar eres siempre vitalidad.
En ese mismo lugar, ábrete a acoger tu propia identidad, a sen-
tirte a ti mismo. Si te ayuda, puedes pronunciar interiormente tu
nombre y, a medida que lo pronuncias, puedes reconocerte y sentir-
te a ti mismo en lo profundo y lo íntimo de ti.
Al pronunciar interiormente tu nombre, favorece que emerja un
sentimiento cálido de cariño, de aprecio hacia ti. Un sentimiento
vivo y sostenido. Un sentimiento de cariño que pueda ir creciendo
y te pueda ir envolviendo. A la vez que pronuncias interiormente
tu nombre, puedes añadir: “Te quiero tal como estás, te quiero tal
como eres”. No necesitas ser diferente para poder quererte; puedes
amarte tal como estás, tal como eres.
Ahí mismo, deja que viva tu amor hacia todas las personas,
conocidas o no, acogiendo las presencias que vayan apareciendo
dentro de ti y envolviéndolas amorosamente. Deja que ese mismo
amor alcance e incluya a todos los seres. Es el “lugar” del amor
universal.
Y, desde ese sentimiento vivo de amor hacia ti y hacia todo ser,
ábrete a la Presencia con mayúscula, a la Presencia que te habita, al
Misterio, a Dios. No quieras tener ninguna idea, ningún concepto,
ninguna imagen. Ábrete, sencillamente, a ese Misterio que es más
tú que tú mismo, el Misterio que te habita en el centro íntimo de ti
y que te hace Ser.

240
ANEXO

Al abrirte así a esa Presencia, consiente en dejarte amar, en sen-


tirte amado por el Fondo amoroso que llamamos Dios. No tienes
que hacer nada, sino consentir a la realidad de que estás siendo
amado, y descansar en ella.
Al mismo tiempo que vas descansando en esa realidad, déjate
permanecer. No hay nada más que hacer. Sólo permanecer en Él.
Sin esfuerzo, sin expectativas, sin tensión. Permanecer...

Llegados a este punto, se abren dos caminos posibles: el cami-


no de la sensación –o del afecto, la devoción: el bhakti yoga– y el
camino de la atención –o del conocimiento: el jnana yoga–. Si se
elige el primero, se trata de permanecer bien anclado en la sensación
–percibiéndose, por tanto, en la zona más profunda del cuerpo, en
el bajo vientre o hara–. Se permanece –y se vuelve a ellas, una y otra
vez, cuando aparecen los pensamientos– en las sensaciones de ser
amado, de amar, de silencio, de entrega...; en la sensación profunda
de amor, en su triple dimensión: a sí mismo, a los otros, a Dios. Se
permanece hasta que sólo el Amor sea. Para ello, déjate pasar, poco
a poco, de tu yo-que-es-amado, al Amor que eres/es. Ya no hay
entonces quien ama y quien es amado, no hay “yo”; sólo es Amor.
Ha emergido la Unidad.
Si se toma el camino del conocimiento, la persona se percibe a sí
misma en el entrecejo, lugar de la atención. No se trata ya, en este
caso, de sentir nada, sino de dejar sencillamente que la atención sea.
Sin esfuerzo, gracias a la observación mantenida, la persona termina
identificándose con aquélla, hasta que llega un punto en que sólo
hay atención, sin un “yo” que esté atento. Para ello, déjate pasar,
poco a poco, de tu yo-que-está-atento a la Atención que eres/es.
Ya no hay quien atiende y el objeto atendido; sólo es Atención. De
nuevo, por este otro camino, ha emergido la Unidad.
Cuando, en uno u otro caso, emerge la Unidad, el pensamiento
ha cesado. Queda nada. Pero queda también la certeza indubitable
de lo vivido. O –por decirlo con palabras de san Juan de la Cruz–

241
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

queda “un no saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo”. Se ha


vivido realmente algo inefable –no hay conceptos ni palabras que
puedan expresarlo–, pero eso vivido deja un poso de certeza que
otorga a la persona un hablar “con autoridad” y una confianza-
seguridad inquebrantable. Es la seguridad que hace posible que,
aunque se vengan abajo todas las anteriores “seguridades” –cere-
brales, mentales, de ideas..., del yo, en definitiva–, no volvamos a
sentirnos nunca más inseguros.
Por ceñirnos a la tradición cristiana, son representantes del pri-
mer camino san Bernardo o santa Teresa de Jesús; del segundo, el
Maestro Eckhart, el anónimo autor de La Nube del no saber y san
Juan de la Cruz. En todo caso, es bueno saber que ambos caminos
apuntan hacia un mismo horizonte, potenciándose mutuamente y
haciendo posible la emergencia de la Unidad.
Porque hay un modo de percibir la realidad, en el que todo
aparece separado e inestable: es el modo del pensamiento. Desde
él, “Dios” mismo es un “objeto” separado. Pero existe otro
modo que se inicia cuando “bajamos” a nuestro centro –el “hon-
dón del alma”, del que hablaba Teresa–. Acercándonos a nuestro
cuerpo, a la vida, a nuestra identidad..., accedemos al “lugar”
donde todo se unifica, donde no hay separación, el lugar de los
otros y de Dios en uno mismo. Pues bien, en la medida en que
aprendemos a permanecer en él, podemos vernos conducidos a la
atención, emergiendo una nueva conciencia, un nuevo modo de
percibir. Ahí, sólo hay Presencia, que se atisba, de entrada, como
Vacío –por lo que aparece una sensación de miedo e incluso de
vértigo–, pero que se termina experimentando como Plenitud,
donde Todo es.
El “paso” de la oración reflexiva al silencio contemplativo no
es algo que podamos provocar. El motivo es simple: si ese paso
consiste precisamente en trascender el yo, querer provocarlo yo,
consigue inexorablemente el efecto contrario: no entrar nunca en él.
En la tradición cristiana, se ha dicho que ese paso es gracia, regalo

242
ANEXO

de Dios. Pero esa afirmación no habría que entenderla como si se


tratara de un dios arbitrario que da o no da esa gracia según le
place. Dios no es un ser separado que actuara “desde fuera”. Dios
es Donación, lo cual significa que ya nos ha dado todo. Para noso-
tros, todo lo que podamos vivir es y será siempre gracia, aunque
sólo podamos acogerla en la medida en que esté disponible –tanto
consciente como inconscientemente– nuestra capacidad de recibir.
Lo que la práctica favorece es, justamente, ensanchar esa capacidad,
hacernos disponibles y receptivos al Don.
Sin embargo, es bastante frecuente que personas que provienen
de una práctica oracional teísta encuentren mucha dificultad en
dar aquel “paso”. Y tienen sus motivos. En primer lugar, porque
nuestro estado de conciencia habitual es el relacional: donde hay
un “yo”, hay “tú” y lo que se vive es relación. Y esto vale también
para el modo de expresar y formular la experiencia creyente: Dios
es percibido como “Tú”, con el que se entra en relación de forma
dialogal. La oración, por tanto, se vive como diálogo expresivo y
relación afectiva. Se comprende que, ante la mera insinuación de
trascender esa forma de vivirla, el creyente sienta, de entrada, que
pierde algo esencial e irrenunciable o, incluso, que traiciona a Dios.
Porque, en tanto alguien está situado en una conciencia relacional,
no puede dejar de percibirse como “yo” ni puede hablar de Dios si
no es en forma de “Tú”.
Esa forma de orar no sólo es legítima, sino que encierra un
enorme potencial transformador. Aunque, a mi modo de ver,
habría que hacerla siempre con una cautela: la de no olvidar que
Dios siempre será Más que todas mis formas de llamarle y de
dirigirme a Él. Porque, en esta modalidad, el riesgo consiste en
referirse (inconscientemente) a un dios que no es sino el “doble”
del propio orante.
Es esa misma cautela la que puede posibilitar que el creyente
dé el “paso” –si se siente llamado a ello– a una oración silenciosa
o Silencio contemplativo. En ella, no busca razonar, reflexionar ni

243
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

sentir. Por eso, en un primer momento, no es extraño que se pre-


gunte: “¿Será esto orar?”. Porque el “yo” no sólo no puede ver este
silencio como oración, sino que lo percibe como su propia disolu-
ción. Eso explica que se resista a él por todos los medios. Como,
además, había identificado en cierto sentido a Dios con el “Tú” al
que se dirigía, sentirá ahora que, al no nombrarlo así, el silencio es
cualquier otra cosa menos oración.
Lo que ocurre, sin embargo, es más sencillo. En el silencio con-
templativo, desaparece la conciencia relacional –diluido el “yo”, el
otro deja de aparecer como “tú”– y eso hace que la oración adopte
una forma radicalmente diferente. Ahora, orar no consiste en hablar
o relacionarse con Dios, sino en dejarse ser en Él, o más precisa-
mente aún, vivirlo-viviendo-en-Él 4. Nuestro yo queda frustrado,
porque ya no controla ni “toma nota” ni pone nombre a lo vivido;
más frustrado todavía porque ni siquiera aparece. Pero, en realidad,
se ha producido una transformación muy importante: la concien-
cia se ha ampliado. Dios deja de nombrarse como un “Tú” para
apercibirse en la inmediatez de Lo Que Es. Y lo que podía sonar
como irreligiosidad para el yo, termina manifestándose y experi-
mentándose como la Unidad más radical: la ola se ha reintegrado
al océano. Porque eso es lo que ha sucedido: como olas que habían
emergido del océano ilimitado de la Conciencia, los pensamientos
–y el propio yo– se “disuelven” en ella, que se manifiesta como la
identidad más profunda.
El susto había sido únicamente para el yo, que presentía ahí su
propia desaparición. Sin embargo, también esta nueva modalidad
de oración silenciosa conoce un riesgo: el de “inducir” un estado de
bienestar que tendría mucho de narcisista, pero que nada tiene que
ver con la emergencia de la No-dualidad que el silencio contempla-
tivo posibilita.

4. Vuelvo a remitir al lector a la oración citada en la nota 3, de la página 132, y que


puede encontrarse en Vivir lo que somos…, pp. 56-60.

244
ANEXO

¿Qué concluir? Me parece absolutamente sensato no entrar en


comparaciones entre una y otra forma de orar. Si son lúcidas y des-
apropiadas, ambas formas conducirán hacia el mismo horizonte.
Puede ocurrir, incluso, que cada una de ellas se adapte más a un
determinado tipo de personas. Lo que importa es que cada cual se
fíe de su intuición, se deje conducir por ella en el momento en que
se encuentra y verifique en su vida cotidiana la verdad de lo que en
la oración cree vivir.
Todo lo dicho sobre ambas formas puede recogerse en el siguien-
te esquema que, de paso, nos sirve de introducción a las distintas
modalidades de práctica que presento a continuación:

Oración relacional Meditación (Silencio contemplativo)

Forma dialogal: yo – Tú. Silencio mental (no-yo transpersonal).


El “yo” –el pensamiento–, estado de concien- El “yo” no es el estado de conciencia definiti-
cia habitual. Trampa: Confundir ese estado vo: al aquietar el pensamiento, es trascendido
transitorio con nuestra verdadera identidad. y emerge nuestra verdadera identidad.
La ola –el yo– “habla” al Océano. La ola –el yo– se reintegra al Océano.
Conciencia egoica. Conciencia unitaria.
Puede intervenir la palabra, la mente, la ima- No-pensamiento, no-reflexión, no-razona-
gen, el sentimiento, el afecto... miento, no-yo...
Orar como hablar, pensar, amar a Dios: Dios No hay conciencia de orar, pero emerge la
es pensado. Unidad y la Plenitud: Dios es vivido.
Puede crecer progresivamente en entrega, que Orar es entregarse a Lo Que Es, que no puede
posibilita la transformación personal. ser pensado.
Transformación de la conciencia.
Riesgo: crear un dios a nuestra medida, y Riesgo: búsqueda del aquietamiento como
terminar hablando con nuestro “doble” (nar- mero bienestar sensible (narcisismo espiri-
cisismo espiritual). tual).
Prevención: Dios no es el “Tú” que yo ima-
gino; es Más que las formas que yo pueda Prevención: desapropiación del yo.
pensar; es el Sin-forma.

245
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Observar la mente

Ésta es una práctica elemental. Porque, efectivamente, todo


comienza por la observación de la mente. Mientras no es observada,
permanecemos identificados con ella: creemos ser el yo-que-piensa, y
hacemos que todo gire en torno a ese yo. Pero, ¿qué ocurre cuando
empezamos a observarla, cuando nos situamos como meros espec-
tadores de nuestros pensamientos? Ahí surgen las sorpresas y, con
ellas, el inicio de todo un proceso de desidentificación del propio yo.
Por eso, en la práctica meditativa es bueno comenzar por observar
la mente5. Y la palabra clave en esta modalidad es distancia: se trata,
en efecto, de mantener siempre la distancia entre el observador y los
pensamientos observados, entre el espectador y la película mental,
entre la nuca y la frente. En cuanto aquélla se pierde, se acaba la
observación y nos identificamos absolutamente con nuestra mente.

¿Cómo hacerlo?
U Como un juego.
U Sin expectativas, sin prisa, sin juicio y sin esfuerzo.
U Como un espectador imparcial y “distante”, que únicamente
“toma nota” de los pensamientos que discurren por la mente.
U Con mucha paciencia, sobre todo al principio, porque la falta
de hábito puede hacernos creer que es una tarea imposible.
U Nos “situamos” en la nuca y, desde ahí, sin esfuerzo, diri-
gimos la atención a todo lo que pasa en nuestra mente. Nos
preguntamos: “¿En qué estoy pensando?” –ésa es la pregunta
del observador– y sencillamente lo constatamos, de un modo
neutral, sin implicarnos en ello.
U Puede ayudar –sobre todo al principio, cuando parece un ejer-
cicio imposible–, el hecho de nombrar interiormente los pen-
samientos que se van descubriendo (“estoy pensando que...,
estoy pensando en...”).

5. Vivir lo que somos…, pp. 129-142, donde analizo detalladamente toda esta
cuestión.

246
ANEXO

U Estar particularmente atentos a no pensar los pensamientos


ni a dejarnos enredar por ellos; se trata de observarlos, no de
pensarlos.
U Observar sin-esfuerzo los pensamientos que vayan aparecien-
do, incluido el pensamiento del yo. Observar todos los conte-
nidos de la conciencia.
U Lo seguimos haciendo, mientras percibamos que hay “mate-
rial” que se mueve en nuestra mente.
U Hasta que lleguemos a un momento en que notemos nuestra
propia mente silenciosa, callada, descansada, vacía. Queda
pura atención, sólo vacío. No hay rastro de “yo”. Se trata de
entregarse sin-esfuerzo a esa atención, a ese vacío.

¿Qué ocurre en ese proceso?


U Empezamos a vernos a distancia de nuestros “pensamientos”,

de todo nuestro mundo mental, en un proceso de des-identifi-


cación.
U Los pensamientos empiezan a ralentizarse, espaciarse y silen-

ciarse.
U Va apareciendo un vacío en el espacio mental.

U Ese vacío es atención desnuda, pura presencia. Centrándonos

en ella, permitimos que sea la misma atención la que conduzca


todo el proceso (ya no hay yo que lo haga). La observación
de la mente nos ha conducido a otra modalidad, la práctica
interna –que veremos más adelante–. Somos llevados de la
observación a la concentración. Estamos en el umbral de la
No-dualidad, donde Todo es.

Observación en la vida cotidiana: observar nuestra mente a lo


largo del día.
U Párate a lo largo del día y pregúntate: ¿en qué estoy pensan-

do?
U Observa los pensamientos que pasan por tu mente, con las

pautas señaladas más arriba.

247
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

U Si lo practicamos con asiduidad, nos haremos diestros


en tomar distancia de nuestra mente, con lo que ganaremos
en libertad interior y en autonomía, frente a los condiciona-
mientos, con frecuencia tiránicos, que provienen de todo el
mundo de nuestros pensamientos y sentimientos. Al principio,
tomaremos aguda consciencia, tanto de nuestra hiperactividad
mental como de la insidiosa insistencia con la que nuestra
mente se empecina en mantener su protagonismo. Sin embar-
go, a poco que mantengamos la observación-sin-esfuerzo
sobre ella, percibiremos que, con facilidad, el yo se diluye al
tiempo que emerge el Testigo ecuánime, la “nueva identidad”
que franquea el acceso a la Conciencia unitaria. Una vez más,
lo único que se requiere es perseverancia en la práctica, hasta
que nos resulte habitual. Insistir en mantener la observación,
aunque inesperadamente nos veamos de nuevo sometidos al
pensamiento; una y otra vez, tantas cuantas seamos arrastra-
dos al dominio del pensamiento, habremos de “ir hacia atrás”,
con firmeza y determinación, para sencillamente observar sin
esfuerzo lo que está pasando por nuestra mente. El descanso,
la libertad y la sensación de autodominio que empezaremos a
experimentar serán nuestras mejores motivaciones para conti-
nuar con la práctica.

Observar el yo

Esta modalidad es simplemente una variante de la anterior, que


hemos denominado “observación de la mente”. En efecto, puedo
observar directamente los contenidos de mi conciencia (mi mente),
o puedo observarlos personalizándolos en un “yo”. En realidad, el
yo no es sino otro nombre de la mente. Pero, a mi modo de ver, esta
modalidad ofrece algunas ventajas para determinadas personas.
Por un lado, favorece que la observación pueda centrarse con más
facilidad. Por otro, resulta sumamente “útil” en la vida cotidiana,

248
ANEXO

de cara a desidentificarnos de sentimientos que, de otro modo,


nos controlarían. Y, en último término, nos capacita para salir defi-
nitivamente del engaño que nos hace identificarnos como ese “yo”
individual y separado.
En nuestra vida cotidiana, estamos dominados por todo aquello
que no observamos (sentimientos, emociones, estados de ánimo...).
Pero, al observarlos, se produce inmediatamente una distancia
entre lo observado y quien observa. Esa distancia es justamente la
que posibilita que dejemos de identificarnos con el sentimiento en
cuestión y, en último término, con nuestro supuesto yo, emergiendo
la Presencia como nuestra verdadera identidad. Por eso, como en
la práctica anterior, la palabra clave vuelve a ser distancia; en este
caso, entre el observador y el yo observado. Cuando la distancia se
pierde, hemos vuelto a creer que somos –a identificarnos con– ese
pequeño yo. Y ahí vuelve la ignorancia y el sufrimiento.
Pongamos un ejemplo simple. Si yo estoy discutiendo porque
quiero tener razón, mientras no observe lo que hago, creeré que
ésa es mi identidad, con lo cual, mantendré a toda costa mi “yo
discutidor” o mi “yo-que-quiere-tener-razón”, convencido de que
en ello va mi vida. Pero, si lo observo, pronto podré sonreírme, al
contemplar a un pequeño yo enzarzado en algo desde su necesidad,
más o menos tiránica, pero un yo..., que no soy yo. Gracias a ello,
al crecer en consciencia, podré liberarme de ese sentimiento o estado
de ánimo y podré liberarme, en definitiva, de la “falsa identidad” a
la que me había acostumbrado, y que estaba en el origen de todos
mis males –no lo olvidemos: todo sufrimiento emocional proviene
de una mente no observada, es decir, del hecho de habernos identifi-
cado con nuestro yo–. Y, de nuevo, si no soy ese yo que creía ser...,
¿quién soy? El que lo observa, la Presencia, la Consciencia que
observa y no puede ser observada. Pero la Presencia no puede ser
pensada; si la pensaras, ya no sería Presencia, sino un “objeto” más,
al que habrías puesto una etiqueta. Ocurre exactamente lo mismo
que con Dios. Por eso, de nuevo, todo esto no puede ser pensado;

249
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

es necesario vivirlo, experimentarlo. Y no podemos llegar a verlo


a través del pensamiento, porque “sucede” en un estado que está
“más allá” del pensamiento. Por la misma razón por la que, mien-
tras estamos dormidos, nos resulta imposible “ver” lo que ocurre
en nuestro estado de vigilia.
Digámoslo todavía de otra manera: Mientras estoy identificado
con el pensamiento –con el yo–, me considero a mí mismo como
un “objeto” más, dentro del conjunto de objetos separados que
pueblan mi visión mental. Estoy en el mundo de las “formas”. Sin
embargo, en cuanto empiezo a observar mis pensamientos, sin resis-
tir nada, me desidentifico de ellos, se abre una distancia y aparece
un “espacio interior” percibido como Presencia. Es el espacio sin-
forma en el que los objetos están. Reconocerse, no como “objeto”
o forma separada, sino como “espacio” del que las formas –mi yo
incluido– brotan y en el que se sostienen, eso es Presencia, conscien-
cia de la verdadera identidad.
En este intento de explicación, viene espontáneamente la imagen
del océano, del que fluyen, incesantemente, olas de distinta forma
e intensidad. Pero tal como surgen se desvanecen, para reintegrarse
en el océano inmenso. Lo mismo ocurre con el mar sereno de la
Conciencia, del que brotan incesantemente pensamientos diversos.
De lo que se trata es de permanecer como conciencia, observando
todos los pensamientos que puedan aparecer, sin involucrarse en
ellos. Al hacer así, queda sólo el “océano” de la Conciencia ecuá-
nime, que es Presencia. Si mantienes esa presencia, sin pasado ni
futuro, notarás que no hay “yo” con el que te identifiques. La
Presencia ES.

¿Cómo hacerlo?
U Observa directamente a tu “yo”, que siempre irá acompañado

de un adjetivo calificativo: yo inquieto, tranquilo, preocupado,


enfadado, agresivo, triste, ansioso, angustiado, quejumbroso,
juzgador, culpabilizador... Los nombres son numerosos. Y

250
ANEXO

todo es “aprovechable”: también el “yo distraído” y el “yo-


que-no-se-entera-de-nada” pueden ser observados y, al serlo,
has dejado de identificarte con ellos; has dejado de ser “dis-
traído” y has empezado a “enterarte”.
U Empieza, pues, por delimitar lo más exactamente posible el
“yo” que vas a observar: algún sentimiento o estado emo-
cional de este mismo momento. Será interesante también que
busques “yoes” más sutiles o escondidos, detrás de un “yo”
aparente; o “yoes” pendientes, que afloran en determinadas
circunstancias de nuestra vida cotidiana.
U Una vez delimitado, obsérvalo, manteniendo siempre la dis-
tancia, es decir, sin dejarte “atrapar” por él. Habrás de estar
muy atento, sobre todo en los inicios de la práctica, porque
el yo que quieres observar se muestra sumamente habilidoso
para atraparte con facilidad. Te atrapará en cuanto, en lugar
de observarlo, quizás sin darte cuenta, empieces a pensar
sobre él. En ese mismo momento, cesa la observación, vuelves
a identificarte con él, sigues en la confusión y, eventualmente,
puedes llegar a reducirte a aquel yo que pretendías observar.
Sitúate de nuevo como observador, recupera la distancia y
mantente en ella.
U Observa ese yo, no luches contra él. La lucha no haría sino
alimentarlo. El yo es una entidad ilusoria, un fantasma sin
consistencia propia. Con los fantasmas no se lucha; se des-
vanecen en cuanto se hace luz. Del mismo modo, no hay que
luchar contra el yo, sino hacer luz, poner consciencia. Esa luz
–la observación, el silencio del pensamiento– es la que pondrá
de manifiesto la irrealidad del mismo.
U Por otro lado, al no luchar contra esos yoes que quieres obser-
var, estás permitiendo que elementos neuróticos más o menos
inconscientes, que habían sido reprimidos, puedan salir a la
superficie de la conciencia y, de ese modo, ser integrados en la
estructura personal. En esto radica, justamente, el “mágico”

251
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

poder de la observación: los aspectos o dimensiones del yo,


sean o no neuróticos, no son reprimidos ni absolutizados;
ni los negamos ni nos reducimos a ellos. Es la actitud sabia
e integradora, frente a las dos posibles trampas. Porque si
reprimimos un rasgo, aparte del consumo de energía que toda
represión exige, estamos negando algo real y, en consecuencia,
nos alejamos de nuestra verdad; en mayor o menor medida,
nos sentiremos escindidos. Pero si nos reducimos a él, nos
empobrecemos erróneamente –porque siempre somos más que
cualquier impulso o rasgo que pueda aparecer–, dejando que
nuestra vida quede a merced de lo que, en cualquier momento,
surja desde nuestro mundo sensible o emocional. En concreto,
en la observación del yo, dejamos que todo sea, a la vez que
no nos identificamos con ello, porque la propia distancia de la
observación nos permite percibir nuestra verdadera identidad
y anclarnos en ella. Gracias a esta práctica, constatamos que
el yo observado se hace cada vez más “pequeño” y pierde
progresivamente todo su poder.
U Porque eso es precisamente lo que ocurre cuando mantienes
la observación –no el pensamiento– sobre el yo. Pronto caerás
en la cuenta de que tú no eres ese yo que estás observando.
Tú eres siempre el “observador”, no lo observado y todo lo
que puede ser observado no es tu verdadera identidad. No
podemos ser lo que percibimos; el perceptor ha de ser distinto
de lo percibido. Mientras el niño no puede observar su cuer-
po, el suyo es un yo-corporal. Justo el día en que empieza a
observarlo, ese yo, en cuanto identidad, desaparece; el suyo
es ahora un yo-mental. Exactamente lo mismo ocurre con
la mente: mientras no la observamos, nos identificamos con
ella, como yo-mental. Sin embargo, en cuanto somos capaces
de observarla, percibimos que ese yo observado no puede ser
nuestra verdadera identidad. Por eso, en cuanto dejas de iden-
tificarte con tu yo habitual, se abre en ti un espacio interior,

252
ANEXO

que es libertad frente a las exigencias del propio yo y conscien-


cia frente a la trampa de permanecer identificado con él.
U Sigue manteniendo la observación sobre él, sin rechazar ni
resistir nada –ése es el modo de no dejarte atrapar por el ego
o el pensamiento–. Dejarás de percibirte como un “objeto” o
forma separada, para empezar a percibirte como el espacio-
sin-forma originario, del que las formas nacen y en el que
están. Está emergiendo lo que realmente eres, La Presencia,
Lo Que Es, la Plenitud, donde Todo es, donde no falta nada.
Emerge Dios, que no puede ser pensado, pero que se experi-
menta y se vive en cuanto caen los velos opacos que la mente
interpone sobre la verdadera naturaleza de lo Real. Por ello
se afirma que “Presencia” es otro nombre de Dios. O que
Dios puede ser vivido únicamente cuando se vive la Presencia.
Fuera del presente, todo es pensamiento; fuera del presente,
sólo puede haber ideas de Dios.
U La metáfora usada para los pensamientos es igualmente váli-
da para hablar de yo. Así como las olas sobresalen del mar
para regresar a él, nuestros múltiples “yoes” no son sino
el oleaje dispar que, debido al pensamiento, emerge de la
Conciencia. El propio yo se encarga de que el oleaje no cese
ya que, sin olas, el yo no sobrevive. Sin embargo, apenas son
observados, los diversos “yoes” son “reintegrados”, diluidos,
para quedar únicamente el mar sereno de la Conciencia.
U Ejercítate en la observación de tu yo –en cualquiera de sus sen-
timientos, estados de ánimo, reacciones o comportamientos–
en tu vida cotidiana. Comprueba que puedes tomar distancia
de él y que, al hacerlo, puedes sonreír ante sus pretensiones.
Toma conciencia de la libertad interior y la ecuanimidad que
esa práctica te aporta. Consiente a entregarte a la nueva reali-
dad que emerge, la Unidad sin costuras de lo Real en intensa
Presencia, como Consciencia viva que todo lo observa y que
no puede ser observada.

253
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Práctica interna

Decía más arriba que, cuando se mantiene, la mera observación


de los pensamientos conduce por sí misma a la práctica interna. Es
un proceso espontáneo, que nos hace ver la lógica y la coherencia
de lo que es la práctica meditativa en su conjunto: la observación
inicial, mantenida, nos lleva a centrarnos en la atención desnuda y
entregarnos a ella. Veamos ahora con más detalle en qué consiste
esta nueva práctica.
La mente es dualista. Ello significa que únicamente puede ope-
rar a partir de la dualidad primera: observador/observado, sujeto/
objeto. El camino, por tanto, pasa por centrarse sólo en el sujeto o
sólo en el objeto. Objeto es todo aquello que puede ser percibido
por los sentidos (objetos “externos”) o por la mente (pensamien-
tos, sentimientos, emociones...). Sujeto, por el contrario, es todo
aquello que no puede ser percibido por los sentidos ni por la
mente. En la práctica interna, optamos por centrarnos exclusiva-
mente en el “sujeto”.

¿Cómo hacerlo?
U Entra en tu interior.

U “Desconecta” los sentidos y “corta” con el exterior (los obje-

tos externos).
U Distánciate también de los objetos internos (pensamientos,

emociones...).
U Céntrate en el sujeto (la realidad que no puede percibirse por

los sentidos ni por la mente).


U En ese momento, pasas, espontáneamente, a percibirte en el

entrecejo.
U Observa el sujeto, no los pensamientos que el sujeto tiene.

U Observa, es decir, deja que la atención sea, sin querer ir más

lejos. Porque si “yo” quiere ir más lejos, eso es en realidad


retroceder: al aparecer el yo, ha vuelto el pensamiento.
U Aparece una masa de atención-sin-forma (vacío, nada).

254
ANEXO

U Entrégate a esa masa de atención-sin-forma, una y otra vez,


dejando que ella conduzca el proceso de lo que haya de ser
(consciente de que entregarse es lo que más le cuesta a nuestro
yo, dado que no es extraño que hayamos asociado seguridad
con “control”).
U Entrégate a ella, una y otra vez, en un aprendizaje paciente
y constante –que dura años–, sin ninguna expectativa: todo
deseo, incluido el de llegar al silencio, introduce tensión y
bloquea el proceso. No hay que querer lograr nada, porque
no hay nada que lograr. Todo Es. Lo único que nos impide
percibirlo es el velo opaco que interponen nuestros propios
“pensamientos”; el único obstáculo es lo que nosotros “intro-
ducimos” en todo ello.
U La permanencia en este estado produce una paulatina autoob-
servación de la atención sobre sí misma en el Presente, lo cual
nos va a conducir a un estado de no-diferenciación.
U Sin ni siquiera buscarlo, poco a poco –¡en años!– dejarás de
identificarte como el “yo” –lo que ha sido tu identidad habi-
tual– para pasar a “percibirte” como atención, como Testigo.
Sólo que esto no lo puedes lograr “tú”, pues, mientras esté
el “yo”, es imposible que el paso se dé. “Percibirás” que el
“Sujeto” se amplía –como “Yo”, con mayúsculas-... hasta
venir a ser Todo.
U Gracias a la atención mantenida, emergerá la concentración.

A través de esta práctica, somos introducidos en un territorio


“nuevo”, que va a requerir una entrega confiada y perseverante,
más allá de nuestras ideas acostumbradas. Entrega paciente, porque
“si no esperas, no hallarás lo inesperado” (Heráclito); y si única-
mente vas por donde ya sabes, sólo encontrarás lo ya sabido, como
sabiamente recuerda el conocido texto de san Juan de la Cruz, que
transcribo a continuación6.

6. Monte de perfección. Dibujo introductorio al Libro de la Subida del Monte


Carmelo.

255
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Modo para venir al todo


Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas.
Para venir a lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.
Modo de tener al todo
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Modo para no impedir al todo
Cuando te paras en algo,
dejas de arrojarte al todo.
Porque para venir del todo al todo,
has de dejar del todo a todo.
Y cuando lo vengas a todo tener,
has de tenerlo sin nada querer.
Porque si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro.
Indicio de que se tiene todo
En esa desnudez halla el espíritu quietud y descanso,
porque como nada codicia, nada le impele hacia arriba,
y nada le oprime hacia abajo,
que está en el centro de su humildad.
Que cuando algo codicia,
en eso mismo se fatiga.

256
ANEXO

Nada, nada, nada, nada, nada. Y en el monte nada.


Ya por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley.
El se es a sí mismo ley.
Y, entre los numerosos textos en los que san Juan de la Cruz
insiste en la necesidad de pasar al “no saber”, éste me resulta parti-
cularmente elocuente: “Así como el caminante que, para ir a nuevas
tierras no sabidas, va por nuevos caminos no sabidos ni experimen-
tados, que camina no guiado por lo que sabía antes, sino en duda y
por el dicho de otros. Y claro está que éste no podría venir a nuevas
tierras, ni saber más de lo que antes sabía, si no fuera por caminos
nuevos nunca sabidos, y dejados los que sabía; ...siempre va a oscu-
ras, no por su saber primero, porque, si aquél no dejase atrás, nunca
saldría de él ni aprovecharía en más; así, de la misma manera,
cuando el alma va aprovechando más, va a oscuras, y no sabiendo”
(2 Noche 16,8).

Práctica externa

Recordemos que meditar es atender a lo que está aconteciendo y


que, cuando se vive esa atención, la mente pensante –separadora– se
detiene, emerge el presente –integrador– y desaparece la diferencia-
ción.
Si en la “práctica interna”, toda la atención se centra en el “suje-
to”, en la externa ocurre exactamente al revés: hay que centrar la
atención en el “objeto externo”, hasta que sólo él sea.
Ahora bien, “objeto” es todo aquello que puede ser percibido
por los sentidos. Y eso puede ser una cosa, una acción, o incluso
una persona. Si en la observación de la mente la palabra clave era
distancia, en esta práctica externa es volcarse. Habremos de volcar-
nos literalmente en el objeto que percibimos por los sentidos, en la
acción que estemos realizando, o en la persona con la que nos esta-
mos relacionando, hasta el punto de “hacernos” uno con el objeto,
con la acción o con la persona en cuestión.

257
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

¿Cómo es posible que, en ese volcarse, lleguemos a hacernos


uno con lo observado? Porque, más allá de identidad habitual –y
transitoria– del yo separado, somos Conciencia. Y, en este sentido,
puede afirmarse que “yo” no soy menos “árbol” –si es un árbol el
objeto que estoy observando, en el que me estoy volcando– que lo
que llamo “yo mismo”.
Por eso, a esta práctica se la ha denominado también “meditación
en la acción”. La podemos vivir en nuestra vida cotidiana, en todo
momento, porque no es algo “añadido” a lo que estemos haciendo,
sino sencillamente un modo de vivirlo, volcándonos en ello. Esto es
también lo que permite vivir –en terminología religiosa– la presencia
de Dios a lo largo –y en medio– de la acción. Al entregarnos de ese
modo, caemos en la cuenta de que somos en Dios. Dicho de otro
modo: vivir la presencia de Dios no es estar pensando en Dios, sino
precisamente aprender a ir más allá del pensamiento, permitiendo
que la Unidad se desvele. En cuanto detenemos la agitación de la
mente, caemos en la cuenta de que somos en Él.
Habremos de estar atentos –particularmente, en los comienzos–
a una trampa que se cuela sutilmente: la de no salir del pensamien-
to. Porque se trata, no de pensar que he de “volcarme” en lo que
percibo o en lo que hago, sino de volcarme descansada y olvidada-
mente, es decir, en el olvido de mí (del yo).
Así, esta práctica meditativa permite acceder, a través del presente,
a la percepción simultánea (no secuencial) de todo lo que es. La mayor
dificultad para vivir esa simultaneidad, la misma que para vivir el pre-
sente, es el yo. Porque la percepción de un “yo” fractura automática-
mente la realidad en partes. Hasta tal punto es así, que el ser humano
no puede decir con verdad: “yo estoy en el presente”. Porque estar
“yo”, impide que lo que no es él se perciba simultáneamente.

¿Cómo hacerlo?
U Céntrate en el objeto y “vuélcate” –ésta es la palabra clave– en

él, como el niño “se pierde” en los dibujitos que está viendo.

258
ANEXO

U Para ello, sitúate en el objeto mismo, no en la distancia de tu


yo separado.
U Tienes que ver, no desde el ojo, sino desde el objeto visto;
tienes que escuchar, no desde el oído, sino desde el ruido exte-
rior, etc.
U Ello requiere no catalogar el objeto, despojarlo de nombre y
forma, y vivir la observación limpia: el pensamiento cataloga y
es rutinario; la observación es siempre nueva, todo lo ve nuevo.
U Al mantener la limpieza de la observación, percibirás cómo el
yo se disuelve en ella, para dar paso a la Conciencia absoluta
e ilimitada.
U Al hacer así, incluso sin ser conscientes de ello, es el objeto el que
termina percibiéndose a sí mismo; el sujeto “no está”. Siendo
consciente de los inevitables límites del lenguaje, me atrevería
decirlo de este modo: No es un “yo” que observa “todo” lo
exterior, sino “Todo” que observa a través de un “yo”. “Soy”
Conciencia inclusiva, en la que “yo” está, como un “objeto”
más. (El recurso constante al entrecomillado pone de manifiesto
la inadecuación del lenguaje. La experiencia, sin embargo, está
al alcance de toda persona que se ejercite en la práctica).
U Ha emergido la Unidad sin costuras, la realidad de Lo Que
Es. Se ha producido el “salto”: a este lado de la “barrera”, el
protagonista es el yo (el pensamiento); al otro, es la Atención,
que se manifiesta como Ecuanimidad.

La meditación en la acción requiere vivir ese tipo de observación


que nos hace estar “volcados” en lo que hacemos; centrados en lo
que se hace, y no en quien lo hace –nosotros–. Y ello con una cali-
dad de atención tal que nos permite estar “entregados” al presente,
a la vez que experimentamos que no es necesario que el yo “con-
trole” lo que está haciendo; existe una conciencia sabia que dirige
todo el proceso. No es que desaparezca el “yo funcional”, pero se
produce una ausencia de identificación exclusiva con él, como rea-
lidad separada.

259
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

Eso vale también, evidentemente, para vivir la relación y el


encuentro con los otros. Es un modo de mirar y de escuchar a las
personas, no “desde” uno mismo, sino “volcándose” o “situándo-
se” en ellas. Al hacer así, brota la alegría por la otra persona y se
hace imposible el juicio descalificador. Se percibe y se vive al otro
como a uno mismo. Ha emergido la Unidad. Y eso es precisamen-
te lo que ocurre cuando nos mantenemos en la “meditación en la
acción”: vivimos la experiencia plena de que Todo Es. Ahora bien,
vivir así la relación interpersonal requiere un trabajo psicológico de
curación de los propios miedos, que son los que –generando actitu-
des defensivas– nos impiden “volcarnos” en el otro. Dicho de otro
modo: hace falta una gran solidez interior para olvidarse de sí; de
lo contrario, la persona se encontrará dividida entre la atención al
otro y la preocupación por ella misma.
Más en general, para poder vivir la meditación en la acción, se
requieren dos condiciones, que ya hace siglos señalara el Bhagavad
Gita: actuar sin apetencia de fruto y sin sentido de apropiación egoi-
ca. “Sólo tienes derecho al acto, no al fruto... Abandona el apego”
(II,47-48). “Sólo aquél cuya mente está ofuscada por el egoísmo
piensa: «Yo soy el que actúo»” (III,27). En la medida en que, en
cualquier acción, me considero protagonista de la misma, o voy bus-
cando fruto, no hago sino fortalecer la sensación de mi propio “yo”,
es decir, aumento mi mentira y mi ignorancia. Por el contrario,
únicamente en la medida en que puedo tomar distancia de ese doble
engaño, me abro a la verdad de Lo Que Es, despierto del sueño,
empiezo otro modo de ver y de vivir. Eso es meditar en la acción.
En síntesis, para favorecer el desarrollo de la conciencia en la vida
cotidiana, puedo vivir dos actitudes complementarias: 1) Situarme
como espectador de lo que hago, sin perder mi condición de Testigo-
observador que, en todo momento, observándolo a una “cierta dis-
tancia”, trasciende al yo que actúa, y 2) Entregarme a lo que estoy
haciendo, de tal modo que soy no-diferente de la acción misma. En
ambos casos, lo que ocurre es que el yo desaparece como entidad
propia, para quedar trascendido e integrado en la nueva identidad.

260
ANEXO

En efecto, tanto cuando lo observo actuar como cuando me entrego


a la acción, el yo desaparece en la No-dualidad vivida. Porque la
“distancia” con los otros y con las cosas es únicamente mental, obra
del pensamiento, que no puede sino separar y fragmentar.

Observar el cuerpo
¿Cómo hacer?
U Adopta una postura cómoda (sentado o acostado).
U Entra en contacto con tu cuerpo, a través de alguna respira-
ción profunda.
U Dirige toda la atención al cuerpo.
U No pienses en él; siéntelo.
U Siéntelo de un modo global.
U Ábrete a percibir la “energía” del cuerpo o “cuerpo interno”.
U Sin prisa, con paciencia, sin esperar resultados inmediatos.
U Sin caer en la trampa de pensar en él (o en lo que ocurre).
U Fúndete con ese “cuerpo interno”, de modo que desaparezca
la percepción de dualidad entre el observador y lo observado,
entre tú y tu cuerpo.
U Consiente a que lo emergido, gracias a la atención, lo sea todo.
U Sin que la mente persista en llevar el control.
U Entrégate a lo emergido, más allá de la mente.
U Permite que Eso emergido guíe todo el proceso.
U Mantente ahí, en el puro Ser, en la conciencia inmediata y sin-
forma de Lo Que Es.
¿Qué ocurre?
U Al centrar toda la atención en el cuerpo, de un modo global,
la mente se detiene.
U Se diluyen las fronteras corporales. Se irá disolviendo la dis-
tinción entre lo interno y lo externo; entrando en el cuerpo, lo
has trascendido.
U El “cuerpo interno” es omnicomprensivo, omniincluyente.
U Aparece el Presente con intensidad.

261
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

U Emerge la conciencia del Ser.


U El yo-mental tiende a replegarse, hasta diluirse y desaparecer.
U Emerge la Conciencia unitaria, sin costuras, la realidad de Lo
Que Es.

“La clave está en mantenerse permanentemente en un estado


de conexión con tu cuerpo interno, sentirlo en todo momento...
Si mantienes la atención en el cuerpo siempre que te sea posible,
estarás anclado en el ahora. No te perderás en el mundo externo
ni en la mente. Los pensamientos y las emociones, los miedos y los
deseos, pueden seguir presentes en alguna medida, pero ya no se
adueñarán de ti... Mantén siempre parte de la atención dentro de
ti... Siente tu cuerpo desde dentro como un campo energético uni-
ficado. Es casi como si estuvieras escuchando o viendo o hablando
con todo tu cuerpo... No entregues toda tu atención a la mente y
al mundo externo... Siente tu cuerpo interno siempre que pue-
das. Mantente arraigado en tu interior. Y observa cómo eso cambia
tu estado de conciencia y la cualidad de tus acciones” 7.

Abrirse a la Conciencia transpersonal


En nuestro estado habitual de conciencia, nos identificamos
espontáneamente con un “yo”, que suponemos habita en algún
lugar de nuestra cabeza. En cualquier caso, se trata de un yo
–pensante o sintiente– circunscrito a las fronteras de nuestra piel.
Ese “yo” existe por el hecho simple de que se piensa en él. Basta
trascender el pensamiento para constatar que ese supuesto yo no se
sostiene. Trascendido el yo, emerge la Conciencia transpersonal o
transegoica, la realidad de Lo Que Es.
¿Cómo abrirnos a esa Conciencia o quién es el perceptor del yo?
U Dirige tu atención hacia detrás de tu cabeza, hacia el perceptor
del yo.

7. E. TOLLE, Practicando el poder del Ahora, Gaia, Madrid 62005, pp. 69-71.

262
ANEXO

U Pregúntate: “¿quién me está percibiendo en este momento?”.


U No lo pienses, ábrete de un modo intuitivo.
U Percibirás un “Vacío”, un mar ilimitado de Conciencia, aso-
ciada a no-algo.
U Entrégate a Ella, hasta que sólo sea Ella.
U Sin prisa y sin intentar procesar mentalmente lo que ocurre
U Notarás que eres esa Conciencia ilimitada y absoluta: ella es
tu verdadera Identidad. ¿Dónde queda entonces tu “yo”?
U Poco a poco, podrás pasar de pensarte a ti mismo como una
conciencia separada asociada a un “yo”, a percibirte como
Conciencia ilimitada, omniabarcante, como si todo estuviera
“de este lado de tu piel” (K.Wilber).

¿Cómo abrirnos a esa Conciencia o quién soy yo?


El sabio y místico hindú Ramana Maharshi enseñaba el método
conocido como de la “autoindagación” o “indagación del yo”.
U Empieza preguntándote “¿quién soy yo?”... Y ve desoyendo

todas las respuestas que aparezcan, porque ninguna de ellas es


ajustada. No soy mi cuerpo, no soy mis sentidos, no soy mis
órganos..., no soy ni siquiera esa mente que piensa. Hay algo
evidente: no podemos ser lo que percibimos; el perceptor debe
ser diferente de lo que percibe. Pero, entonces, si nada de eso
soy, ¿quién soy?
U Notarás que el pensamiento queda bloqueado.

U Llegará un momento en que la respuesta aparecerá como Vacío,

en el sentido de negación del “yo” habitual, y como Conciencia


absoluta. “Tras haber negado todo lo arriba mencionado
diciendo “eso no”, “eso no”, esa Conciencia que es lo único
que permanece, eso soy... La naturaleza de la Conciencia es
Sat-Chit-Ananda, existencia-conciencia-felicidad” 8.

8. RAMANA MAHARSHI, Enseñanzas espirituales, Kairós, Barcelona 41999, p.


20; también, Sé lo que eres. Las enseñanzas de Sri Ramana Maharshi, ed. de D.
Godman, Olañeta, Palma de Mallorca 2005.

263
¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?

U Pregúntate “¿quién soy yo?”, descarta todo lo que no sea


autoconsistente y descansa en la Conciencia no-pensada y no-
asociada a algo, Conciencia presente y omniabarcante.
U En la medida en que te desidentifiques de tu yo habitual, como
identidad separada, y “te” percibas como Conciencia ilimi-
tada, todas tus cuestiones, tus problemas, tus sufrimientos
se replantearán de una manera radicalmente diferente. Ante
cualquiera de ellos, pregúntate: ¿quién es el que se plantea
esto?, ¿quién es el que está preocupado?, ¿quién es el que
sufre?, ¿quién es el que está disfrutando?, ¿quién es el que
espera alcanzar algo?, ¿quién se siente inseguro?... Observa a
ese “quién” y percibirás que es algo “vacío”, no real. Mientras
sigas identificándote con él, la inseguridad, la frustración y la
insatisfacción serán irremediables. Descubierta su inconsis-
tencia e irrealidad –en cuanto identidad separada–, cualquier
cuestión “te” afectará de modo muy diferente.
U Vuelve la vista hacia atrás en tu historia: ¿qué has hecho tú
mismo para llegar adonde ahora estás? Tendrás que reconocer
que, en realidad, has sido traído hasta aquí. Si eso ha sido así,
¿qué te hace creer que el mismo poder que te ha traído hasta
aquí no te llevará hasta donde supuestamente hayas de ir?
¿Por qué tanta ansiedad?
U Descubrirás también que, hasta el presente, todo te ha sido
dado. ¿Qué te hace creer que no se te seguirá dando de la
misma manera?
U Al percibirnos como Conciencia, sólo queda aceptación y
entrega. No hay resistencias ni apegos... porque, en último
término, no hay un yo que se resista o que se apegue a algo.
“En cualquier momento, cualquier cosa que se manifieste es
perfecta. Si esto se comprende en profundidad, se da la bien-
venida a cada momento, y cualquier cosa que este momento
nos traiga –“buena” o “no-buena”– es aceptada sin juicio, sin
expectativa ni ansiedad. Es esta actitud de aceptación la que
es verdadera libertad, libertad de la expectativa y del deseo,

264
ANEXO

libertad del miedo y de la ansiedad. Cuando esto se compren-


de en profundidad, no te preocupas por lo que pasa, por los
pensamientos o acciones que se producen, ni por las emociones
que surgen..., todos ellos son observados... Dicha aceptación
conduce a aceptar el organismo cuerpo-mente como un mero
instrumento a través del cual Dios o la Conciencia como Sujeto
se expresa a sí misma objetivamente” 9.
U Ante cualquier situación que te altere en tu vida cotidiana,
pregúntate: “¿quién se altera?”... Y déjate pasar de tu iden-
tidad habitual –un yo separado– a la Conciencia Que Es/
Somos.

9. R. Balsekar, en A. JACOBS [compilador], ob. cit., pp. 22-24.

265
MODALIDADES DE LA PRÁCTICA MEDITATIVA – SÍNTESIS

Camino de la
1
sensación Vientre Permanecer Sensación
Oración profunda Sentirse a sí mismo/a, camino imprescindible

¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?


Camino de la
atención Entrecejo Entregarse Atención
2

Observación del pensamiento Nuca Distancia


3

Observación del yo Nuca Distancia


4

Práctica interna Entrecejo 1º. Atender al vacío mental:


266

Entregarse

En ningún lugar 2º. Atender al que atiende:


(perceptor): Testigo ATENCIÓN

5
Objetos
Práctica externa Acciones “Volcarse” = Vivir en presente,
Personas no-controlar, dejar fluir
6

Observación del cuerpo “Cuerpo interno” Presencia


7

Abrirse al perceptor del yo Detrás de la nuca Entregarse


Conciencia (transpersonal) sin forma
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Director: Manuel Guerrero
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2. La feminidad en una nueva edad de la humanidad, Monique Hebrard.
3. Callejón con salida. Perspectivas de la juventud actual, Rafael Redondo.
4. Cartas a Valerio y otros escritos,
(Edición revisada y aumentada). Ramón Buxarrais.
5. El círculo de la creación. Los animales a la luz de la Biblia, John Eaton.
6. Mirando al futuro con ojos de mujer, Nekane Lauzirika.
7. Taedium feminae, Rosa de Diego y Lydia Vázquez.
8. Bolitas de Anís. Reflexiones de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra.
9. Delirio póstumo de un Papa y otros relatos de clerecía, Carlos Muñiz Romero.
10. Memorias de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra.
11. La Congregación de “Los Luises” de Madrid. Apuntes para la historia de una
Congregación Mariana Universitaria de Madrid, Carlos López Pego, s.j.
12. El Evangelio del Centurión. Un apócrifo, Federico Blanco Jover
13. De lo humano y lo divino, del personaje a la persona. Nuevas entrevistas con
Dios al fondo, Luis Esteban Larra Lomas
14. La mirada del maniquí, Blanca Sarasua
15. Nulidades matrimoniales, Rosa Corazón
16. El Concilio Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos,
Joaquim Gomis (Ed.)
17. Volver a la vida. Prácticas para conectar de nuevo nuestras vidas, nuestro mundo,
Joaquim Gomis (Ed.)
18. En busca de la autoestima perdida, Aquilino Polaino-Lorente
19. Convertir la mente en nuestra aliada, Sákyong Mípham Rímpoche
20. Otro gallo le cantara. Refranes, dichos y expresiones de origen bíblico, Nuria
Calduch-Benages
21. La radicalidad del Zen, Rafael Redondo Barba
22. Europa a través de sus ideas, Sonia Reverter Bañón
23. Palabras para hablar con Dios. Los salmos, Jaime Garralda
24. El disfraz de carnaval, José M. Castillo
25. Desde el silencio, José Fernández Moratiel
26. Ética de la sexualidad. Diálogos para educar en el amor, Enrique Bonete (Ed.)
27. Aromas del zen, Rafa Redondo Barba
28. La Iglesia y los derechos humanos, José M. Castillo
29. María Magdalena. Siglo I al XXI. De pecadora arrepentida a esposa de Jesús.
Historia de la recepción de una figura bíblica, Régis Burnet
30. La alcoba del silencio, José Fernández Moratiel –Escuela del Silencio (Ed.)–
31. Judas y el Evangelio de Jesús. El Judas de la fe y el Iscariote de la historia, Tom
Wright
32. ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Enrique
Martínez Lozano
33. Dios está en la cárcel, Jaime Garralda
34. Morir en sábado ¿Tiene sentido la muerte de un niño?, Carlo Clerico Medina
35. Zen, la experiencia del Ser, Rafael Redondo Barba
36. La Sabiduría de vivir, José María Toro
37. Descubrir la grandeza de la vida. Una vía de ascenso a la madurez personal,
Alfonso López Quintás
38. Dirigir espiritualmente. Con San Benito y la Biblia, Anselm Grün, Friedrich
Assländen

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