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Categoría: Adultos Seudónimo: Galo 1

Obra: El canto de las dunas

—Arturo, ¿Vos agarraste mi broche?

—Mamá, ¿qué hace afuera de la cama? Acuéstese.

—Estoy buscando mi broche de oro, el del trébol de cinco hojas. ¿Lo viste?

Arturo se incorporó del sillón y tomó a Esther por los hombros para guiarla de regreso
al dormitorio. “Vos nunca entendés nada, Arturo. Te digo que es importante”, repetía
Esther oponiendo una cansada resistencia. Arturo asentía sin demasiada convicción.
Cuando llegaron a la habitación, la acostó en la cama y le preguntó si quería ver algo en
la televisión. Esther pareció confundida pero terminó afirmando con la cabeza. Dejó que
Arturo acomodara los almohadones detrás de su espalda y los dos quedaron recostados
mirando una telenovela. Después de unos minutos, Esther reaccionó: “¿No lo habrás
vendido, no?”. Arturo refunfuñó prensando los dientes. Forzó una pausa y preguntó:
“¿Para qué quiere el broche?”. Los ojos de Esther se llenaron de un desprecio glacial.
“Para ayudar a tu hermano”, dijo. Arturo suspiró repasándose los ojos con las palmas de
las manos. “No creo que un broche sea de mucha ayuda”, respondió apenas audible.
“No podés ser tan desalmado. ¿A quién crié? Todo el mundo está colaborando. Si vos
estuvieras en su lugar... Tu hermano jamás me plantearía algo así”, dijo Esther
compungida. Arturo masculló un hastío viejo pero aprovechó la falta de luz para retrasar
el asunto. “Está empezando a anochecer. Si quiere, mañana por la mañana buscamos su
broche”, prometió. Esther resopló con cierto alivio. Ambos reacomodaron sus espaldas
contra el cabezal y siguieron mirando la televisión. Al cabo de un rato, Esther empezó a
revolver las sábanas bajo sus pies e intentó bajar de la cama. “¿Y a dónde va ahora?”
preguntó Arturo. “Tengo que ir a ver a Shirley, pobrecita. ¿Vos viste las barbaridades
que pintaron en su casa? No hay derecho. Las cosas no son así”, dijo Esther. Arturo
terminó por fastidiarse y con voz de mando gritó: “¡Mamá, acuéstese!”. Esther quedó
paralizada y temerosa. Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas provocando que
Arturo sintiera el peso de una sentencia. Para redimirse, Arturo ensayó una ternura
conciliadora: “Hoy pasé por la casa de los McDouglas. Steve ya tapó todo con pintura
bordó”. “¿En serio me decís?”, preguntó Esther. “En serio, le digo. Mañana, después de
buscar su broche, la llevo a visitar a Shirley”, dijo Arturo. Ambos volvieron a recostarse
sobre el cabezal. Después de una hora, Arturo se incorporó de la cama para preparar la
cena. Antes de abandonar la habitación, Esther le dijo: “Acordate de tapar las ventanas
con las frazadas”. Vencido, Arturo asintió con media sonrisa, cerró la puerta tras de sí, y
en su paso por el comedor decidió hacer una llamada.

—Ana, ¿cómo estás? Necesito pedirte un favor. Hace un rato mamá se despertó
preguntando por Fausto…, no, no le dije. También se acordó del día que grafitearon tu
casa y quiso ir a ver cómo estaban. Le dije que tu papá ya se había ocupado. Se me
ocurrió darle el teléfono y… ¿a vos te molestaría hacerte pasar por la tía Shirley y
decirle que están todos bien?

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