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Mujica, la amistad

julio 26, 2010

El amor es uno de los nombres, uno de los sentimientos que nos hablan
de unión, de reunión; que nos dice qué se siente cuando se disipa la
ilusoria separación entre un ser y otro ser; cuando otro encuentra
espacio en uno, cuando uno hace del otro el propio estar. Cuando eso
que suma más que las partes, eso que llamamos nosotros acontece,
acontece como sentimiento, lo llamamos amor.
La palabra amigo nace de una raíz griega de la que también deriva
amor y amable. No nos sorprende: la amistad, lo sentimos, es una de
las formas del amor; la forma que toma cuando la intimidad incluye la
distancia y la distancia no es separación, es cercanía, es amistad.
Amabilidad, por otra parte, no es simplemente un gesto de buena
educación, la amabilidad, lo amable, dijimos, viene de amor; no es un
mero gesto, es un gesto cuando acaricia, cuando el que gesticula se
brinda, se da en él.
Los antiguos solían considerar superior la amistad a la vida familiar, la
veían por encima de la unión conyugal, ya que esta tenía como fin tanto
la consolidación del tener -económico y material- como el de la
procreación -proyección y perduración-, y la amistad, en cambio, es
constitutivamente desinterés: no saca ni guarda nada de esa relación,
salvo, claro, la gratificación afectiva, el sentimiento y el crecimiento de
comprometerse en lo humano por lo humano, el consentimiento en la
gratuidad.
Desde el inicio de la propia historia, desde la niñez, la de cada uno, los
amigos estaban allí, nos rodeaban, eran los juegos: eran la alegría, eran
la primera felicidad, la que no solemos recordar pero nunca hemos
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olvidado. La amistad, en verdad, repitámoslo, no tiene razón de ser, no
es por ninguna razón, no responde a ningún interés: simplemente es,
es una de nuestras formas de ser, una de nuestras formas de amar.
Aunque ninguna ley la enmarca, ninguna institución la contiene ni
ningún documento la registra, la amistad, desde que tenemos
conocimiento de la historia humana, está allí, está confirmando al
hombre como lo que el hombre es: un ser para quien el abrirse
relacionándose con los demás no es accidental sino esencial,
constitutivo, es su ser. Un hombre o una mujer que no es lo que es y
después se relaciona, sino que por relacionarse llega a ser lo que es: lo
que también los otros le han creado de sí.
Podemos no tener amigos, pero de no tenerlos no son ellos los que nos
faltan, es algo de nosotros que no llegará a estar, que no llegará a
nacer: una forma de amor que no llegaremos ni a dar ni a recibir. Un
vínculo que faltándonos amputa algo de nuestra posibilidad de ser.
La amistad nace involuntariamente, como ofertorio, como promesa de
un don. En este aspecto de don, su aspecto de gratuidad, la amistad es
una gracia: la gracia de poder ser gracia para otros, dar amistad a
quien me busca como amigo, quien nos ofrece su amistad, quien a
nosotros se abre.
La amistad, por lo que acabamos de decir, pertenece a la gramática del
don: no es un acto de mi voluntad, no decido ser amigo de tal o cual,
acontece. Se da, se me da. Después, recién después, puedo
confirmarlo o negarlo, puedo buscar razones, explicar, pero sobre algo
ya acontecido, ya sentido; el origen de la amistad, como el de todas las
formas del amor, no se impone, se propone a mi respuesta, a mi
sensibilidad. Es un ofrecimiento tácito; aceptarlo, lo transforma en don.
Por esto la amistad, también, es un dejarse elegir. Es una sensibilidad,
una disponibilidad, una vulnerabilidad: la de darme, entregarme,
entregarme dejando llegar a mí. Arriesgarme a una relación, a su
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inescrutable futuro. Abrirme y dejar entrar.
La amistad suele nacer casi involuntariamente, más que hacerla la
descubrimos, descubrimos que está, que puede estar allí, en el
conocido, en el cercano, en quien se nos acerca. La amistad se
descubre cuando dejamos a alguien que nos descubra su corazón, y en
esa mutua apertura, en ese mutuo descubrimiento, nace la amistad,
encuentra lugar para crecer. Crece fecundándonos.
La amistad no se anuda, se reanuda. Es como un lazo abierto: un pacto
no sólo del amor sino también de la libertad. Es la libertad cuando elige
comprometerse, vincularse: encarnarse intimidad. Nada la ata, nada la
legaliza, ninguna sangre la une, y por eso mismo exige más. No
teniendo nada externo en que apoyarse, hay que sostenerla desde ella
misma: vivirla. Concretarla. Cuidarla y alimentarla: darse a y en ella.
Celebrarla.
A diferencia de la familia en la que nacimos o la familia que formamos,
el amigo no cohabita, no se confina a ningún espacio, a ningún lugar. La
amistad no es sedentaria, es nómada, hospitalaria pero peregrina: es
más un andar que un estar. Por eso el amigo acompaña, camina con
nosotros, es el cercano, el que no se queda atrás ni se adelanta. Está
allí, acompañando desde la cercanía, esa cercanía atenta, en vilo, que
es la disponibilidad.
El amigo es, sobre todo, aquel con quien se cuenta, y se cuenta para
contarnos. Para decirnos, revelarnos. El amigo es el confidente, en los
dos sentidos de la palabra, es aquel en quien se confía y, porque se
confía nos confiamos: nos decimos, nos revelamos. Decimos las
alegrías y las volvemos a sentir, a redoblar, y decimos también los
dolores y aunque el dolor sigue siendo dolor deja de ser soledad; no
nos deja, pero ya no está solamente en mí: duele, pero no encierra.
Uno y otro, un amigo a otro amigo, se dan la posibilidad de que el otro
sea, despliegue su ser, en la tibia apertura de acogida y aceptación que
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es y se abre en la amistad, en el más gratuito y libre de los dones del
amor.
HUGO MUJICA
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