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Alumna: Serratos Barrales Ximena Grupo: 2358

El corazón delator
Edgar Allan Poe
¡Cierto! Siempre he sido y soy terriblemente nervioso; pero, ¿por qué dicen que
estoy loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, no los ha destruido ni
embotado. Y el más desarrollado es mi sentido del oído. Puedo escuchar todas las
cosas en el cielo y en la tierra. Y muchas veces en el infierno. ¿Cómo entonces
dicen que estoy loco? ¡Presten atención! Y observen con cuanta cordura y calma
puedo contarles toda la historia.
Es imposible decir cómo fue que la idea se me metió en la cabeza, pero una vez
concebida, me persiguió día y noche. Sin objeto. Sin pasión. Yo quería al anciano.
Nunca me hizo ningún mal. Nunca me insultó. No deseaba su oro. ¡Creo que fue su
ojo! Sí, ¡eso fue! Uno de sus ojos se parecía al de un buitre… un ojo azul pálido con
una película sobre él. Siempre que caía sobre mí, se me helaba la sangre y, poco a
poco, por etapas, muy gradualmente, tomé la decisión de tomar la vida del anciano
y así librarme de aquel ojo para siempre.
Es fue el momento. Me creen loco, pero los locos no saben nada. Me hubieran
visto. Hubieran visto cuánta inteligencia procedí, con cuánta cautela, con previsión
y disimulo puse manos a la obra. Nunca me comporté más amable con el viejo que
durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche, cerca de las doce, hacía
girar el picaporte de su puerta y la abrís, ¡oh, con tanta suavidad! Y luego, cuando
había abierto lo suficiente para asomar la cabeza, metía una linterna oscurecida,
cerrada, de modo que nada de luz asomara fuerte y luego metía la cabeza. ¡Ah! Se
hubieran reído al ver con cuánta astucia metía yo la cabeza. La movía despacio,
muy despacio, para no perturbar el sueño del anciano. Tardé una hora entera en
meter toda la cabeza por la abertura lo suficiente para poder verlo acostado en su
cama. ¡Já! ¿Acaso un loco habría sido tan precavido? Y luego, cuando mi cabeza
ya estaba dentro de la habitación, dejé escapar la luz de la linterna con mucho
cuidado… ¡oh! con tanto cuidado… cuidado (porque las bisagras rechinaban). La
abrí hasta que sólo un delgado rayo de luz cayó sobre el ojo del buitre. Y esto lo
hice durante siete largas noches, cada noche, al sonar las doce, pero siempre
encontraba el ojo cerrado, así que era imposible hacer el trabajo, porque no era el
anciano el que me irritaba, sino su ojo maligno. Y cada mañana, al despuntar el día,
entraba osadamente en la habitación y le hablaba con valor, llamándole por su
nombre en tono animado y preguntándole cómo había pasado la noche. Así que,
como ven, tenía que haber sido un anciano realmente astuto para sospechar que
cada noche, a eso de las doce, yo iba a mirarlo mientras dormía.
La octava noche fui más cuidadoso que de costumbre al abrir la puerta. La
manecilla del minutero de un reloj se mueve más veloz de lo que se movía mi mano
aquella noche. Nunca antes de aquella noche había yo sentido toda la medida de
mi propio poder, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de
triunfo. Pensar que ahí estaba, abriendo la puerta, poco a poco, y que él ni siquiera
soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos. Reí entre dientes ante la idea
y tal vez él me escuchó, porque se movió en la cama de repente, como sorprendido.
Ustedes pensarán que me retiré, pero no. Su habitación estaba tan negra y espesa
como la brea (porque las contraventanas estaban cerradas, aseguradas por temor
a los ladrones), así que sabía que él no podía ver la abertura de la puerta y seguí
empujándola sin detenerme ni un momento.
Ya tenía la cabeza adentro y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar
resbaló en el seguro de latón y el anciano se sentó en la cama de un salto y gritó: -
¿Quién anda ahí?
Me quedé muy quieto y sin decir nada. Durante toda una hora no moví un solo
músculo y, mientras tanto, no lo escuché acostarse. Todavía estaba sentado en la
cama, escuchando… de la misma manera en que yo lo había hecho, noche tras
noche, escuchando a los escarabajos que rondan a los moribundos, en la pared.
Entonces escuché un gemido y supe que era un gemido nacido de un terror
mortal. No era de pena o sufrimiento… ¡oh, no! era el sonido bajo y sordo que surge
del fondo del alma cuando está abrumada por el miedo. Yo conocía bien aquel
sonido. Muchas noches, a eso de las doce, cuando todo el mundo dormía, crecía
en mi propio pecho, y con su terrible eco hacía más profundos terrores que me
perturbaban. Les digo que lo conocía bien. Sabía lo que el anciano estaba sintiendo
y le tenia lastima, aunque por dentro me reía. Sabía que había estado acostado,
despierto, desde el primer ligero ruido, cuando se había dado vuelta en la cama.
Desde aquel momento, sus temores habían ido creciendo en él. Había estado
tratando de convencerse de que no tenía nada de qué temer, pero no lo lograba. Se
había estado diciendo así mismo: “No es más que el viento en la chimenea, es sólo
un ratón que pasó corriendo” o “es sólo un grillo que hizo un ruido aislado”. Sí, había
estado tratando de reconfortarse con aquellas suposiciones, pero todo había sido
en vano. Todo en vano, porque la Muerte, al acercarse a él, lo había acechado con
su negra sombra y había envuelto a su víctima. Y era la influencia lúgubre de la
sombre que no percibía lo que le hacía sentir, aun sin verla ni oírla, sentir la
presencia de mi cabeza en la habitación.
Cuando ya llevaba mucho tiempo esperando, con mucha paciencia, y sin haber
escuchado que se acostara, decidí abrir un poco, muy, pero muy poco, la rendija de
la linterna. Y eso fue lo que hice. No se imaginan con cuánto cuidado, hasta que,
por fin, un solo y tenue rayo, como el hilo de una araña, salió de la rendija y cayó
sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto…muy abierto, y me puse furioso al verlo. Lo ví con perfecta
claridad, opaco y azul, con un espantoso velo sobre él, que me helaba hasta la
medula de los huesos, pero no pude ver nada más de la cara o el cuerpo del anciano
porque tenía dirigido el rayo, como por instinto, justo sobre ese maldito punto.
¿Recuerdan que les dije que lo que toman por locura no es sino una excesiva
agudeza de los sentidos? Pues les digo que en ese momento llegó a mis oídos un
sonido rápido, bajo, apagado, como el que hace un reloj cuando está envuelto en
algodón. Conocía muy bien ese sonido. Eran los latidos del corazón del anciano. Y
el sonido incremento mi furia, de la misma manera en que el tambor estimula el
valor en los soldados.
Sin embargo, me mantuve quieto. Apenas respiraba. Sostenía la linterna,
inmóvil. Probé a ver con cuánta firmeza podía mantener el rayo sobre el ojo.
Mientras tanto, el espantoso retumbar del corazón se incrementó. Se hacía más y
más rápido y más y más fuerte, se lo aseguro, ¡más fuerte a cada momento! ¿Me
comprenden? Les he dicho que soy nervioso y es la verdad. Y entonces, a esa hora
aciaga de la noche, en el espantoso silencio de la vieja casa, un sonido tan extraño
como este me provocó un terror incontrolable. Aun así, durante algunos minutos
más, me contuve y me quedé quieto. ¡Pero el latido se hacía más y más fuerte!
Pensé que el corazón le iba a estallar. Y ahora, una nueva ansiedad se apoderó de
mí: ¡el vecino escucharía el ruido! La hora del anciano había llegado. Con un fuerte
grito, descubrí de golpe la linterna y salté a la habitación. Él gimió una vez…sólo
una vez. En un instante lo arrastré al suelo y volqué sobre él la pesada cama. Luego
sonreí con alegría al ver que el asunto estaba casi concluido. Pero durante varios
minutos, el corazón latió con un sonido apagado. Sin embargo, aquello no me
molestó; no lo podían escuchar a través de la pared. Por fin se detuvo. El anciano
estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cadáver. Estaba muerto. Bien muerto.
Puse la mano sobre su corazón y la mantuve ahí varios minutos. No tenía pulso.
Estaba completamente muerto. Su ojo no me molestaría más.
Si todavía creen que estoy loco, dejarán de pensarlo cuando describa las sabias
precauciones que tomé para ocultar el cuerpo. La noche terminaba, así que trabajé
rápido, pero en silencio.
Quité tres tablones del piso de la habitación y lo escondí debajo. Luego volví a
colocar los tablones con tanta astucia y precisión que ningún ojo humano, ni siquiera
el suyo, podría haber detectado nada. No había nada que lavar, ninguna mancha,
nada de sangre. Había tenido buen cuidado de eso.
Cuando terminé con todo aquel trabajo eran las cuatro en punto. Todavía estaba
tan oscuro como a la medianoche. Cuando la campa dio la hora, se oyó que
llamaban a la puerta desde la calle. Fui abrir con el corazón alegre, porque ¿qué
tenía ahora que temer? Entonces entraron tres hombres, que se presentaron a sí
mismos, con mucha educación, como oficiales de la policía. Un vecino había
escuchado un grito durante la noche; sospechó entonces que había ocurrido un
crimen e informó a la policía, y ellos, los oficiales, habían sido enviados a revisar el
lugar.
Sonreí, porque… ¿qué tenía que temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El
grito, expliqué, lo había emitido yo mismo en un sueño. El anciano, mencioné, se
había marchado al campo. Llevé a los visitantes por toda la casa. Les pedí que
buscaran, que buscaran bien. A su tiempo, los conduje hasta su habitación. Les
mostré sus tesoros, seguros, sin haber sido tocados. En el entusiasmo de mi propia
confianza, llevé unas sillas a la habitación y les pedí que descansaran ahí un
momento, mientras yo, en loca audacia ante mi perfecto triunfo, ponía mi propio
asiento en el punto mismo en el que reposaba el cadáver de mi víctima.
Los policías estaban satisfechos. Mis modales los habían convencido. Me sentía
singularmente tranquilo. Se sentaron y, mientras yo respondía despreocupado, ellos
charlaban de cosas comunes. Entonces comencé a sentir que palidecía y deseé
que se fueran. Me dolía la cabeza y sentí que me zumbaban los oídos, pero ellos
seguían sentados, charlando. El sonido en mis oídos se hizo más claro: comencé a
hablar más libremente para librarme de aquella sensación, pero no se detuvo y se
hizo más definitivo, hasta que por fin, me di cuenta de que el ruido no estaba en mis
oídos.
Sin duda, en aquel momento me puse muy pálido. Seguí charlando, con más
rapidez y más alto pero el sonido se incrementó. ¿Qué podía hacer? Era un sonido
bajo, seco, rápido, muy parecido al sonido que hace un reloj cuando está envuelto
en algodón. Tomé asiento… Los policías no lo escuchaban. Hablé con más rapidez
y vehemencia, pero el ruido siguió aumentando. Me levanté y discutí tonterías, con
voz aguda y violentas gesticulaciones; el ruido siguió aumentando. ¿Por qué no se
marchaban? Caminé de un lado al otro de la habitación dando pesadas zancadas,
como si las observaciones de los hombres me enfurecieran, pero el ruido seguía
incrementándose. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? Eché espuma por la boca
enfurecido, maldije y desvaríe. Me balancee en la silla en la que me había sentado,
raspando con ella las tablas del suelo, pero el ruido se escuchaba por todas partes
y crecía cada vez más. ¡Mas fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! Y aquellos hombres
seguían ahí, sentados, charlando y sonriendo con toda calma. ¿Sería posible que
no lo escucharan? ¡Dios bendito! ¡No, no! ¡Claro que lo oían! ¡Sospechaban! ¡Los
sabían! ¡Se burlaban de mi horror!... Eso fue lo que pensé entonces y lo que pienso
ahora. ¡Todo era mejor que soportar aquella agonía! ¡Todo era más tolerable que
aquella mofa! ¡Ya no podía soportar esas hipócritas sonrisas ni un instante más!
Sentí que tenía que gritar o morir. Y entonces, otra vez, ¡escuchen! ¡Más y más y
más fuerte!
- ¡Ya no finjan más, malvados! – grité- ¡Confieso que fui yo quien lo mató! ¡Quiten
esos tablones! ¡Aquí está! ¡Aquí! ¡Es el latido de su espantoso corazón!

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