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PENSANDO… EN FEMENINO ??

Los cuentos infantiles clásicos son una excelente ejemplo de los papeles masculino y femenino
tal como la sociedad los requiere. En los cuentos, los personajes masculinos, y sobre todo el
protagonista, siempre son seres activos que han de enfrentarse a miles de obstáculos, que
corren riesgos para alcanzar su meta: la princesa o la amada, el premio a sus hazañas.
Mientras que ellas -princesas, bellas durmientes o cenicientas- están confinadas en sus
castillos o en sus humildes casas dedicadas a las tareas del hogar, pero ante el varón/amado
son pasivas, no les cabe otro papel que la espera. Y, aunque en los cuentos hay hadas, sirenas
o brujas que quedan fuera del alcance de los hombres, su existencia es incierta, su
intervención en el mundo humano ocasional y, en cuanto se convierten en mujeres, su suerte
es el sufrimiento y el yugo del amor.

La educación que reciben niños y niñas es diferente: desde la infancia hasta la edad adulta se
educa a las mujeres en la subordinación, y cuando ya son mayores y tienen bien aprendido el
papel, se espera que continúen transmitiéndolo a sus hijas y nietas.

A las niñas se les educa de manera diferente que a los niños: se les colma de caricias y
arrumacos, se les prodigan las manifestaciones afectivas y se les pone una muñeca en las
manos para que la cuiden y acaricien como los adultos y la madre hacen con ellas. Mientras
que a los niños se les fomenta desde el principio la independencia y la represión de los
sentimientos con mensajes como: «los niños no lloran», «los niños no se miran a los espejos»,
etc.

Para las niñas, la feminidad es un aprendizaje, como lo es para los niños la virilidad. Pero, para
ellas, desde el punto de partida hay un conflicto entre su existencia autónoma y su «ser otra»:
se les enseña que para gustar han de hacerse objeto y, por tanto, tienen que renunciar a su
autonomía. Se les trata como a muñecas vivientes y se les sustrae la libertad; se las encierra
en el círculo vicioso de que cuanto menos ejerzan la libertad para comprender, captar y
descubrir el mundo que les rodea, menos recursos encontrarán en él y menos se atreverán a
afirmarse como sujetos. Todos les estimulan la «vocación» de madre y les rodean de muñecas
para facilitar el adiestramiento.

La educación sexual también es diferente, como diferente es la vivencia de la sexualidad, no


solamente por razones biológico-hormonales, sino, sobre todo, por razones sociales y
psicológicas que la confinan a un papel pasivo y receptivo, coartan su iniciativa y la expansión
de su afectividad.

En cuanto a la maternidad, la desmitifica como institución desmontando mitos: no es cierto


que la maternidad baste para colmar a una mujer; no es cierto que para la mujer poder
engendrar hijos sea un privilegio; no es cierto tampoco que el hijo encuentre una felicidad
segura en los brazos de la madre. Por el contrario, el psicoanálisis ha mostrado hasta qué
punto los trastornos psicológicos tienen su origen en el pasado familiar. En conclusión: en
nuestra sociedad patriarcal los mitos sobre la maternidad tienen el fin de hacer creer a las
mujeres que en el papel de madres alcanzarán su plenitud como mujeres. Pero el mito de la
maternidad es una trampa.
Beauvoir muestra cómo es la cultura la que hace a las mujeres ser lo que son; tanto la
educación como los roles de esposa y madre son determinados por la cultura y la sociedad, no
tienen nada de natural. Luego, lo que son las mujeres no lo son por tener una esencia
supuestamente femenina, sino porque la cultura las hace así, les ha fabricado una forma de
ser subordinada, dependiente y sin iniciativas porque en todas las etapas de su vida las
oprime. Y dado que la opresión es dada por la cultura, se trata de una opresión de la que
pueden liberarse. Para conseguir la liberación de la opresión, nuestra filósofa recomienda: en
primer lugar, educar a las niñas en la autonomía; es decir, como se educa a los niños. Y trae a
la memoria casos de mujeres educadas por su padre, como la hija de Tomás Moro, que fue
una ilustre humanista de su tiempo, respetada por su dominio de las lenguas clásicas. En
segundo lugar, recomienda que, de adultas, las mujeres consigan la independencia económica
teniendo un trabajo propio. Y finalmente, que consigan la autonomía a través de una lucha
colectiva -que forzosamente tendrá carácter político- por su emancipación como género.

Además de emanciparse económicamente, también tiene que hacerlo en su vida de pareja y


en su vida afectiva, ya que si durante la juventud se forjó una idea del varón como héroe
liberador y dador de felicidad, seguirá cultivando esa fantasía durante la vida adulta,
esperando fascinar a algún varón que la «salve», que justifique su existencia, en vez de buscar
la satisfacción por sí misma. Y esto sería asumir la opresión.

En efecto, muchas mujeres están divididas entre sus intereses profesionales y sus impulsos
afectivos. Les cuesta mucho equilibrar unos y otros y, si lo consiguen, es a costa de
concesiones, sacrificios y acrobacias que las tienen siempre en tensión (problemas de la
«doble jornada»: el trabajo fuera y dentro de casa, que dieron lugar a lo que se llamó en los
80 la «superwoman»), «cargas propias de su sexo» que les adjudican la sociedad y la cultura.
Pero si el trabajo no profesional, el que requiere la casa y la familia, se repartiera
equitativamente entre los sexos, las mujeres podrían llevar, aun en los momentos de mayor
esfuerzo requeridos por la familia y la maternidad, una vida feliz viéndose en este trabajo
equiparadas con los varones.

El problema de las mujeres es que no se valoran sus esfuerzos como los del varón y esto tanto
en sus familias de origen como en el grupo familiar formado con su pareja. Por eso, muchas de
ellas no se plantean metas profesionales muy elevadas, y si lo hacen, han de mostrar su valía
como el primero de los varones, porque la casta superior siempre es hostil a los recién
llegados de la casta inferior. Y no se valoran porque lo primero que se le pide a una mujer es
que cumpla con las tareas propias de su sexo, como se decía en la época en que escribió su
ensayo Simone de Beauvoir. Los carnets de identidad de las mujeres españolas expresaban
perfectamente esa ideología; las que no tenían un trabajo fuera del hogar debían escribir en la
casilla «profesión»: «sus labores».

Si bien la historia nos muestra que las mujeres siempre han estado en segundo plano, los
hechos históricos no implican que siempre haya de ser así, solamente traducen una situación
que, precisamente por ser histórica, está en vías de cambio.
PENSANDO… EN FEMENINO ??

Los cuentos infantiles clásicos son una excelente ejemplo de los papeles masculino y femenino
tal como la sociedad los requiere. En los cuentos, los personajes masculinos, y sobre todo el
protagonista, siempre son seres activos que han de enfrentarse a miles de obstáculos, que
corren riesgos para alcanzar su meta: la princesa o la amada, el premio a sus hazañas.
Mientras que ellas -princesas, bellas durmientes o cenicientas- están confinadas en sus
castillos o en sus humildes casas dedicadas a las tareas del hogar, pero ante el varón/amado
son pasivas, no les cabe otro papel que la espera. Y, aunque en los cuentos hay hadas, sirenas
o brujas que quedan fuera del alcance de los hombres, su existencia es incierta, su
intervención en el mundo humano ocasional y, en cuanto se convierten en mujeres, su suerte
es el sufrimiento y el yugo del amor.

La educación que reciben niños y niñas es diferente: desde la infancia hasta la edad adulta se
educa a las mujeres en la subordinación, y cuando ya son mayores y tienen bien aprendido el
papel, se espera que continúen transmitiéndolo a sus hijas y nietas.

A las niñas se les educa de manera diferente que a los niños: se les colma de caricias y
arrumacos, se les prodigan las manifestaciones afectivas y se les pone una muñeca en las
manos para que la cuiden y acaricien como los adultos y la madre hacen con ellas. Mientras
que a los niños se les fomenta desde el principio la independencia y la represión de los
sentimientos con mensajes como: «los niños no lloran», «los niños no se miran a los espejos»,
etc.

Para las niñas, la feminidad es un aprendizaje, como lo es para los niños la virilidad. Pero, para
ellas, desde el punto de partida hay un conflicto entre su existencia autónoma y su «ser otra»:
se les enseña que para gustar han de hacerse objeto y, por tanto, tienen que renunciar a su
autonomía. Se les trata como a muñecas vivientes y se les sustrae la libertad; se las encierra
en el círculo vicioso de que cuanto menos ejerzan la libertad para comprender, captar y
descubrir el mundo que les rodea, menos recursos encontrarán en él y menos se atreverán a
afirmarse como sujetos. Todos les estimulan la «vocación» de madre y les rodean de muñecas
para facilitar el adiestramiento.

La educación sexual también es diferente, como diferente es la vivencia de la sexualidad, no


solamente por razones biológico-hormonales, sino, sobre todo, por razones sociales y
psicológicas que la confinan a un papel pasivo y receptivo, coartan su iniciativa y la expansión
de su afectividad.

En cuanto a la maternidad, la desmitifica como institución desmontando mitos: no es cierto


que la maternidad baste para colmar a una mujer; no es cierto que para la mujer poder
engendrar hijos sea un privilegio; no es cierto tampoco que el hijo encuentre una felicidad
segura en los brazos de la madre. Por el contrario, el psicoanálisis ha mostrado hasta qué
punto los trastornos psicológicos tienen su origen en el pasado familiar. En conclusión: en
nuestra sociedad patriarcal los mitos sobre la maternidad tienen el fin de hacer creer a las
mujeres que en el papel de madres alcanzarán su plenitud como mujeres. Pero el mito de la
maternidad es una trampa.

Beauvoir muestra cómo es la cultura la que hace a las mujeres ser lo que son; tanto la
educación como los roles de esposa y madre son determinados por la cultura y la sociedad, no
tienen nada de natural. Luego, lo que son las mujeres no lo son por tener una esencia
supuestamente femenina, sino porque la cultura las hace así, les ha fabricado una forma de
ser subordinada, dependiente y sin iniciativas porque en todas las etapas de su vida las
oprime. Y dado que la opresión es dada por la cultura, se trata de una opresión de la que
pueden liberarse. Para conseguir la liberación de la opresión, nuestra filósofa recomienda: en
primer lugar, educar a las niñas en la autonomía; es decir, como se educa a los niños. Y trae a
la memoria casos de mujeres educadas por su padre, como la hija de Tomás Moro, que fue
una ilustre humanista de su tiempo, respetada por su dominio de las lenguas clásicas. En
segundo lugar, recomienda que, de adultas, las mujeres consigan la independencia económica
teniendo un trabajo propio. Y finalmente, que consigan la autonomía a través de una lucha
colectiva -que forzosamente tendrá carácter político- por su emancipación como género.

Además de emanciparse económicamente, también tiene que hacerlo en su vida de pareja y


en su vida afectiva, ya que si durante la juventud se forjó una idea del varón como héroe
liberador y dador de felicidad, seguirá cultivando esa fantasía durante la vida adulta,
esperando fascinar a algún varón que la «salve», que justifique su existencia, en vez de buscar
la satisfacción por sí misma. Y esto sería asumir la opresión.

En efecto, muchas mujeres están divididas entre sus intereses profesionales y sus impulsos
afectivos. Les cuesta mucho equilibrar unos y otros y, si lo consiguen, es a costa de
concesiones, sacrificios y acrobacias que las tienen siempre en tensión (problemas de la
«doble jornada»: el trabajo fuera y dentro de casa, que dieron lugar a lo que se llamó en los
80 la «superwoman»), «cargas propias de su sexo» que les adjudican la sociedad y la cultura.
Pero si el trabajo no profesional, el que requiere la casa y la familia, se repartiera
equitativamente entre los sexos, las mujeres podrían llevar, aun en los momentos de mayor
esfuerzo requeridos por la familia y la maternidad, una vida feliz viéndose en este trabajo
equiparadas con los varones.

El problema de las mujeres es que no se valoran sus esfuerzos como los del varón y esto tanto
en sus familias de origen como en el grupo familiar formado con su pareja. Por eso, muchas de
ellas no se plantean metas profesionales muy elevadas, y si lo hacen, han de mostrar su valía
como el primero de los varones, porque la casta superior siempre es hostil a los recién
llegados de la casta inferior. Y no se valoran porque lo primero que se le pide a una mujer es
que cumpla con las tareas propias de su sexo, como se decía en la época en que escribió su
ensayo Simone de Beauvoir. Los carnets de identidad de las mujeres españolas expresaban
perfectamente esa ideología; las que no tenían un trabajo fuera del hogar debían escribir en la
casilla «profesión»: «sus labores».

Si bien la historia nos muestra que las mujeres siempre han estado en segundo plano, los
hechos históricos no implican que siempre haya de ser así, solamente traducen una situación
que, precisamente por ser histórica, está en vías de cambio.

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