Está en la página 1de 12

¿Cuáles fueron las 7 Palabras de

Cristo en la Cruz?
Reflexionar sobre las 7 Palabras de
Cristo en la Cruz durante su dolorosa
agonía es una tradición de Viernes Santo
que suele realizarse después del
mediodía. Esto significan las palabras que
dijo Cristo cuando estaba en la cruz.
De acuerdo a lo descrito en los
Evangelios, a Cristo se le atribuyen la
siguiente lista de Palabras expresadas en
la Cruz cuando tuvo lugar la Crucifixión:
1. “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”.
2. “Yo te aseguro: hoy estarás
conmigo en el Paraíso”.
3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí
tienes a tu madre”.
4. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué
me has abandonado?”.
5. “Tengo sed”.
6. “Todo está cumplido”.
7. “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”.
A continuación te presentamos una
explicación de estas 7 Palabras de Cristo
en la Cruz.
Primer Palabra de Cristo en la Cruz:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen” (Lc 23,34) La primera de las
7 palabras de Jesús en la Cruz es para
pedir perdón. Desde el dolor inenarrable
de su amor, Cristo pide perdón. Su voz se
eleva al Padre. ¿Acaso podía ir a otro
lado? De Él venía. A Él volvía. El círculo
completo de su presencia en el mundo
tiene su broche en la Cruz.
Todo el camino miraba a entregarnos el
perdón divino. Ahora lo suplica. Pide
perdón por nosotros. El corazón no se
agota. Mira al Padre y mira al hombre. Y
Él, que sí sabe lo que hacemos, que sí
puede experimentar el dolor del error y
del fracaso humano, que capta como nadie
la fractura terrible entre Dios y el
hombre, la repara con un murmullo apenas
perceptible. Padre, perdónanos.
Te lo imploramos desde la Cruz, a la que
hemos quedado asociados por el Bautismo.
La Cruz de tu misericordia, que nos selló
como pertenencia de tu Hijo amado. Y
como el Señor, nos atrevemos también a
pedir perdón por los que a nuestro lado te
ofenden. Jesús no pedía perdón por sí
mismo, pues en Él no había mancha alguna.
Pero pidió perdón por nosotros. Nosotros
pedimos perdón por nosotros, y también
nos solidarizamos con la humanidad,
necesitada de redención. Nos unimos a la
voz del Hijo que desde el corazón del
mundo suplica: Padre, perdona a la
humanidad.
Segunda Palabra de Cristo en la Cruz:
“Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en
el Paraíso” (Lc 23,43) Esta segunda, de
las 7 Palabras de Cristo en la Cruz se
refiere a la promesa. Después de una
cadena de rechazos, que como un látigo
crudelísimo laceraba su carne, una voz
exangüe emite la tardía confesión de fe.
“Acuérdate de mí cuando vengas en tu
Reino”. Para la misericordia divina, nunca
es demasiado tarde. Cuando todos han
descartado al desgraciado, y el juicio
implacable del mundo ha cumplido ya su
sentencia, el pasado desaparece para no
quedar más que un “hoy” que será también
el futuro inagotable, la eternidad.
La sentencia del cielo es inversa. Ante la
Cruz de Cristo, en la cruz de la propia
responsabilidad, una plegaria humilde
funde dos cruces en un abrazo redentor.
Sólo se recordará el pasado en cuanto ha
sido transfigurado por el amor. Las
heridas contusas del pecado se convierten
en nudos de luz. El Paraíso es el único
horizonte. Jesús, nuestra situación es de
una oscuridad densa y sin esperanza.
Acuérdate de nosotros. Acuérdate de mí.
¡Venga tu Reino, ven en tu Reino y
acuérdate de mí!
Tercera Palabra de Cristo en la Cruz:
“Mujer, ahí tienes a tu hijo. […] Ahí
tienes a tu madre” (Jn 19,26-27) Un
gesto de ternura. Misericordia que no
necesita justificarse. Ante la madre,
nunca hace falta justificarse. Ante el
discípulo amado, ante el amigo, tampoco.
Dichosos los pechos que te amamantaron.
Dichoso el que cumple la voluntad de Dios.
La nueva familia se estrecha al pie de la
Cruz, donde el dolor no se esconde, pero
enjuga las lágrimas con el más delicado
cariño. Quiéranse. Ya no estaré yo entre
ustedes, pero en su amor perseverante
me encontrarán. Cuídense mutuamente.
Háganse cargo uno del otro, y a la vez de
toda la Iglesia. En su casa, la Casa se
dibuja como aprecio cotidiano. La Iglesia,
el cielo y la familia son lo mismo. Se lo
encomiendo. No falte nunca la caricia, la
sonrisa, el apoyo. Todo sufrimiento se
trasciende en un solo instante en el que se
cruzan las miradas, y en ellas fulgura la
caridad. Nada se acaba. Todo está
empezando.
Cuarta Palabra de Cristo en la Cruz:
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt 27,46; Mc 15,34).
Una confesión. Dura. La más dura del
Evangelio. Que nunca entenderemos ni
experimentaremos como Él. Y para que no
haya duda, la testimonian dos
evangelistas. Habla al Padre, lanzando al
infinito el dardo incomprensible del
corazón desgarrado. No podemos medir el
infinito. Pero sabemos que un abandono
infinito le sacude el alma. ¿Cómo es
posible? Porque el abismo infinito de su
perdón es mayor que el equilibrio del
cosmos.
Porque sólo su amor eleva
exponencialmente al infinito la ofrenda de
un dolor humano. De un dolor infinito. Y
entonces la unidad se reconstruye
sacrificando a Dios. Inmolación cuya
lógica sólo vislumbramos cuando amamos.
Cuando sabemos, ante el ser amado, que
no escatimaríamos nada por su bien. Que
busca la unidad a toda costa. La unión
acontece como libertad de absoluta
generosidad. El Padre no escatima a su
Hijo, al Hijo amado. ¿Cuánto nos ama a
nosotros, ingratos tiranos del egoísmo?
Para abrirnos un espacio en el seno divino,
la Trinidad se desgarra.
Misericordia absoluta. En ese silencio, en
esa oscuridad, en esa noche, cabemos
nosotros. La soledad de un corazón es
garantía de la compañía eterna. No lo
podemos entender. Escuchamos y
callamos.
Quinta Palabra: “Tengo sed” (Jn
19,28).
Esta quinta, de las 7 Palabras de Cristo en
la Cruz es el anhelo. Anhelo acuciante.
Sed. La de la cierva que busca corrientes
de agua. La del místico que intuye en la
noche la gracia. La del ser humano que ha
visto resquebrajarse por la sequedad la
tierra de sus deseos. Dios nos enseña a no
rendirnos, precisamente ahí donde
parecería que ya no hay nada que esperar.
¿Para qué suplicar por agua cuando se
está en el precipicio de la muerte? ¿Tiene
acaso sentido entonces suplicar aún? Y,
sin embargo, Cristo lo hace. Y con Él, la
humanidad fatigada. Que en realidad no
se rinde. No se rinde nunca. Más aún, al
borde del fracaso se desencadena el
caudal inconmensurable a punto de
estallar. Brotará de su corazón, el
torrente de agua viva prometida.
El mismo Jesús deseaba que llegara la
hora, la hora de la Cruz, para que su sed
se convirtiera en manantial. El milagro de
la misericordia ocurre entonces. Yo
también tengo sed. Siempre he tenido
sed. He visto aguas colosales, pero
siempre me desborda su visión. Un sorbo
de paz. Sólo eso suplicamos hoy. Un sorbo
de paz. Y que encuentre su propio espacio
en la sed inmensa del Hijo de Dios.
Sexta Palabra: “Todo está cumplido”
(Jn 19,30).
Amanece. Despunta el día. Sólo desde la
Cruz se alcanza a ver. Es el puesto del
vigía, el vigía de la humanidad. El barco
aún no recibe la noticia, pero el vigilante
la conoce ya. Ha triunfado el amor. La
misericordia ha decretado su juicio. Nada
es imposible ahora para el que ama en la
verdad, para el que adora en Espíritu,
para el que se signa con la Cruz. El Amén
de Dios es al mismo tiempo el Amén del
hombre. Se ha sellado el pacto, el pacto
último. Se ha pronunciado la última
palabra. Que no será la última, sino la
primera. No hay un solo hilo que se haya
corrido hacia el absurdo.
Misteriosamente todo se integra hacia la
vida. El “hágase” del Génesis coincide con
el “ven pronto” del Apocalipsis. Todo se ha
cumplido. María dijo en la cúspide de la
historia: “hágase en mí”. Y nosotros no
dejamos de implorar: “Hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo”. Que lo que
se ha cumplido, se cumpla también en mí.
Que no quede yo fuera del cumplimiento.
Que esa palabra sea también el veredicto
sobre mí. Amén.
Séptima Palabra: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
La última de las 7 palabras de Cristo en la
Cruz es también la cercanía definitiva. La
entrega total, sin reserva. La palabra de
confianza plena. La mayor libertad, la
mayor verdad, el mayor amor, se realiza
en la entrega. El Hijo se entrega. Y así
nos muestra el camino. Nadie tiene amor
más grande. Ser espíritu es poder
entregarse. El espíritu le da sentido a la
carne. Entregarse al Padre es cerrar todo
ciclo posible. Es ser feliz. Ahí donde
parece agonizar la esperanza, la certeza
es ya visión y ofrenda. La misericordia no
es vacío ni renuncia, sino donación y
recreación. Todo nace de nuevo. La vida es
posible. La Cruz es paso de encomienda, es
misión, es aliento fecundo. El último suspiro
es el eco del primer soplido divino, el que
vació sobre Adán. Se engendra al hombre
nuevo. El Espíritu sopla donde quiere. Ha
querido soplar aquí. Nos ha convertido en
aliento de Dios. Por Él podemos alentar al
mundo en su trance amargo. El vino bueno,
abundante, el mejor, es escanciado en la
tierra. Al Padre, origen de toda vida, vuelve
el Hijo en un acto que es también humano.
Nuestro Cordero Pascual ha sido inmolado. El
banquete ha empezado.

También podría gustarte