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¿A qué le tiene miedo Amparo Dávila?

Le hago esta pregunta mientras la miro y observo sus manos fuertes que mantiene sobre sus piernas.
Es lunes, 12 de febrero de 2018. Hemos hablado alrededor de media hora. Amparo Dávila está por
cumplir 90 años, se ve lúcida, sana y animada. Hace pocos días estuvo en el hospital, pero parece que
los problemas de salud quedaron atrás, como cuando era niña, aunque ella dice que los ha tenido
siempre. Trato de explorar el enigma de su mirada que a veces se levanta para mirarme fijamente y
sonreír, pero sus ojos son demasiado misteriosos. Quizá el secreto para una larga vida sea un
verdadero temor a la muerte, pienso. Pero ella dice que no le tiene miedo a la muerte, solo incógnitas;
qué será el más allá, me dice.

Acudo a la hora acordada. 1:30 de la tarde. Al llegar a su casa lo veo de nuevo. Su apellido está
escrito con plumón negro arriba y abajo del timbre. Así, dos veces, la letra inclinada: Dávila; y más
difumado, como si fuera una visión: Dávila. Toco, nervioso, como la primera vez, sabiendo que del
otro lado está ella, en esa casa grande donde varios perros ladran y la puerta de entrada está justo a un
lado del jardín y el estacionamiento.

Su hija me recibe y una mujer muy amable que siempre las acompaña. Por las ventanas se filtra la luz
que ilumina una escalera. Hay cuadros en las paredes y una enorme sala del lado derecho. Ella no
está ahí. Amparo Dávila espera puntual en un pequeño estudio ubicado del otro lado. Pasa, me dice
Jaina, su hija, y yo entro silencioso. La veo sentada y me acerco. Hola, Jonathan, me dice con la voz
temblorosa. Tomo su mano delicada, la saludo, le doy un beso en la mejilla y me siento a su lado para
conversar.

La primera vez que la vi en persona no pude decir nada. Siempre me pasa lo mismo con la gente que
admiro. Descendió de una camioneta y caminó con pasos cortos. Una mujer menuda, misteriosa,
pequeña, y sonriente; con los ojos brillosos que miran preguntándose algo pero nunca se sabrá qué.
Llegó al túnel del Palacio de Bellas Artes, que lleva directo a la Sala Adamo Boari, para asistir a una
conferencia de prensa. Yo solo la recibiría, la encaminaría al escenario y la ayudaría a sentarse en una
silla; nada más. Sin embargo, para mí fue más que eso. No pude decir mucho entonces pero sin
saberlo así comenzó una afortunada cercanía donde el silencio es permitido.

El 19 de agosto 1965 Amparo Dávila asistió al mismo recinto en el que nos conoceríamos muchos
años después. En la sala Manuel M. Ponce habló sobre su vida y su obra (en ese momento formada
por sus libros de poesía y dos libros de cuentos Tiempo destrozado y Música concreta) dentro del
ciclo “Los narradores antes el público” organizado por Antonio Acevedo, jefe del Departamento de
Literatura en el Instituto Nacional de Bellas Artes que dirigía por ese entonces José Luis Martínez.
En aquella ocasión, Amparo Dávila se refirió a su infancia y a los detalles que la llevaron a narrar
bajo cierto tipo de atmósfera que ahora nos hipnotiza. Con pocas palabras siempre cuidadas,
acotadas, habló sobre el lugar donde nació en 1928, Pinos, en Zacatecas, y al que se refirió como el
pueblo “de las mujeres enlutadas de Agustín Yáñez […] donde sólo se oye el viento de la mañana a
la noche, desde que uno nace hasta que muere”. Ahí vivió hasta los siete años. Pasó su primera
infancia en aquella casa grande de su memoria, con habitaciones oscuras, iluminadas en las noches
con lámparas de gasolina, donde lloró el frío y la oscuridad, y donde aprendió a ver pasar la muerte.
“No había cementerios en varios ranchos cercanos” dijo en aquella ocasión, “y a Pinos iban a enterrar
a los muertos. Yo los veía tirados en el piso de una carreta, atravesados sobre el lomo de una mula y a
veces con una rústica caja”.

Hoy Amparo Dávila aguarda paciente a que comencemos a charlar. Le llama a su hija para que se
siente a su lado, como siempre, y espera. Varias épocas de mi vida, dice de pronto antes de que le
pueda preguntar algo. Se refiere una serie de fotografías que adornan los libreros y sonríe. Esa soy
yo, señala una imagen donde una niña con vestido blanco mira fijamente a la cámara. Tengo una
violeta de un lado, la modestia, y de la otra un oso. Iba a ser una niña muy modesta.

Lo es, le digo, y nos reímos juntos.

Y en efecto, es la misma niña. La imagino sentaba en la biblioteca de su padre donde leyó su primer
libro la Divina Comedia que la impactó no por los infiernos de Dante, sino por los grabados de Doré
que nutrieron las pesadillas de su infancia.

Me horrorizaban de niña, me dice ahora Amparo Dávila al recordar su niñez, porque eran los
demonios con tridentes. Y me habla también, como lo ha hecho otras veces, de aquellas leyendas que
se contaban entre la neblina de ese pueblo “rodeado siempre de nubes” y esas visiones que ya no sabe
si fueron reales o imaginarias, pero que no puede olvidar porque la acompañaron en largas noches
oscuras y frías. Lo contó también en 1965, en Bellas Artes, lo ha dicho otras veces, y me lo repite
ahora, así. En la casa donde viví mis primeros años vivió un señor feudal que perdió una pierna y le
pusieron una de palo. En las noches yo podía oírlo, “taconenado”. Este hombre, como era muy rico,
se casó varias veces y se le morían las esposas misteriosamente. Y fíjese usted que la última de ellas,
todavía con su traje blanco, por las noches deambulaba por la casa. Ella con una vela encendida y él,
con su pata de palo. Eso me causaba terror, pero un terror grandísimo. Lo único que lo mitigaba eran
mis perros y mis gatos. Ellos me dieron calor en los primeros momentos de mi vida, los gatos. Así
que para siempre quedaron conmigo.

Amparo Dávila queda en silencio pero continúa moviendo sus labios como si palabras invisibles se le
escaparan de la boca, como si recordara algo, como si viera algo.

Su primera afición fue la alquimia. Así se lo recuerdo y ella vuelve en el tiempo. Yo soñaba con sacar
perfumes de las flores, dice, y de las piedras oro. Cuando no hacía tanto frío subía a la montaña de
Pinos con sus perros para recolectar flores y cualquier piedra misteriosa. Sin embargo, nunca obtuvo
lo que buscaba. ¿Pero no es acaso ahora una alquimista de la realidad?, le pregunto. Sí, en cierto
modo sí, responde.

De Pinos, Zacatecas, salió a los siete años en 1935. Se fue a San Luis Potosí donde fue educada
religiosamente y ahí encontró una verdadera influencia literaria. “En ese convento conocí a San Juan
de la Cruz, a Fray Luis de León, Cervantes, Quevedo y Sor Juana Inés”, ha dicho antes. Ahora lo
recuerda de este modo: Lo que más ha influenciado mi obra es cuando ya fui a la escuela a San Luis
Potosí, dice. Ahí nos empezaron a dar catecismo, historia de la iglesia y yo no sabía nada de nada; yo
nada más sabía de los muertos que transitaban en la noche, de las apariciones y de los grabados de
Doré. No sabía nada de religión. Entonces ahí conocí las traducciones de Fray Luis de León del
Cantar de los Cantares de Salomón y me enamoré perdidamente para siempre. Lo primero que escribí
fueron Salmos bajo la luna, que no son precisamente religiosos sino nada más tienen el paralelismo
hebreo; son profanos, se puede decir.

Su salud, siempre frágil, la condenó al encierro por largas temporadas durante su infancia y su
juventud. Sin embargo, eso le permitió conocer a diversos autores que la han influenciado como
Prados, Cernuda, Aleixandre, Hesse, Kafka y Lawrence. En 1950 publicó Salmos bajo la luna y en
1954 Meditaciones a la orilla del sueño y Perfil de soledades. En 1954 se vino a radicar a México
donde trabajaría por año y medio como secretaria de Alfonso Reyes, quien la motivaría a acercarse a
la narrativa y publicar sus primeros cuentos. Pocas veces habla de eso, pero hoy lo hace.

Yo no pensaba que publicar fuera una obligación; yo pensaba que si uno escribía era una necesidad
para uno mismo. Pero me hicieron entender, varias personas como Alfonso Reyes y monseñor
Antonio Peñalosa (que fue el primero que publicó algo de mis salmos), que si lo que una hacía tenía
cierto valor había que compartirlo con los demás. Amparo Dávila sonríe, como si contara una
travesura, y continúa recordando su relación con Alfonso Reyes, a quien conoció a principios de los
años 50, en San Luis Potosí. Fue una relación muy linda, dice. Él [Alfonso Reyes] fue a San Luis
Potosí a unos cursos de invierno donde iban grandes personalidades. Ahí nos lo presentaron a todos
los jovencitos que prometían algo, entre ellos yo. Nos conocimos, lo escuchamos, y algún tiempo
después fui a Guanajuato a los entremeses Cervantinos que en esa época [1953] daba el maestro
Ruelas. En uno de los descansos andaba yo caminando por la plaza y de pronto me pareció ver a don
Alfonso. Me acerqué y sí; era él, esperando a Manuelita su esposa que había ido a recoger libros que
siempre andaba comprando en todos lados. Entonces lo saludé. Me preguntó que quién era y le dije
“soy de los jóvenes que conoció en San Luis”. Siéntate a platicar conmigo, dijo. Le hablé entonces
sobre mi idea de venir a México a vivir y él me preguntó ¿para qué? Porque quiero estar cerca de los
escritores que admiro, como usted. Entonces me distraje viendo unos como crespones que ondulan
con el viento, y como era una hora en que el sol cae todavía se veían dorados. Me recordaron a El
Principito de Saint-Exupéry cuando la zorra le dice al niño, “ya no voy a tener nostalgia de tus
cabellos, porque cuando vea yo estos crespones dorados voy a recordar tus risos”. Entonces don
Alfonso dijo “no es posible que me estés citando a Saint-Exupéry que es de mis escritores favoritos”.
Me abrazó, me hizo cariños, me presentó a Manuelita y entonces quedé comprometida de que cuando
viniera a México los iría a buscar a su Capilla. Así sucedió. Vine, los busqué, y platicando me dijo
que si no conocía a alguien que escribiera en máquina, sin errores. Sí, conozco, le dije. Pero que no
cobre mucho, respondió, porque yo no tengo dinero. Sí. ¿Y cuándo me la traes? No necesito tráela
porque aquí está. ¿Cómo? Yo soy.

Amparo Dávila llegó a la Ciudad de México en 1954. Publicó su primer cuento, “El huésped”, en la
Revista Mexicana de Literatura en 1956. En 1958 se casó con Pedro Coronel y nació su hija Jaina,
quien desde entonces está junto a ella. Su hija Lorenza nació en 1959 y en ese mismo año publicó su
primer libro de cuentos, Tiempo destrozado, en el Fondo de Cultura Económica. Cinco años después
publicó Música concreta y se divorció. En 1977 ganó el premio Xavier Villaurrutia por Árboles
Petrificados lo cual representó un reconocimiento definitivo no sólo a una escritora cuya obra se
había construido desde sus primeros cuentos de manera sólida y contundente, fuera del
“establishment” literario, sino también a un género relegado —aún ahora— como lo es el cuento, y
sobre todo a una temática que aborda el lado más oscuro del imaginario. Respecto a esto, a su
temática, en 1965 Amparo Dávila se refirió a ella como algo limitado que se reduce a sus
preocupaciones fundamentales frente a la vida: amor, locura y muerte. “Yo sencillamente hablo del
clima que me tocó habitar y observar” dijo entonces “de la atmosfera en que he vivido y padecido
siempre. Quiero y puedo confesar que nunca he nunca he conocido el equilibrio ni la cordura, nací y
he vivido en el clima del absurdo y del desencantamiento, por eso mis personajes van o vienen de
ahí”. En sus historias Amparo Dávila demuestra que lo insólito es un acontecimiento que explota en
la realidad, que los demonios se manifiestan en lo cotidiano y que la mente es quizá el peor de
nuestros enemigos.

¿El amor, la locura y la muerte son lo mismo, maestra? Amparo Dávila responde de inmediato. Son
tres cosas misteriosísimas. El amor que llega y se va, cuando uno menos lo espera. La locura que
trastorna a la persona como un hilo que se rompe. Y la muerte, que llega un día y siempre nos
acompaña.

En el cuento “Patio cuadrado”, incluido en el libro Árboles petrificados que escribió gracias a la beca
del Centro Mexicano de Escritores, y que refleja en efecto la forma de aquellas casas de su infancia,
Amparo Dávila dice: “no hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos; el caos de adentro se
proyecta siempre hacia afuera; la evasión es un camino hacia ninguna parte..., pero no hay que sufrir
ni atormentarse, iniciemos el juego; el ambiente es propicio, sólo la magia perdura, el pensamiento
mágico, el sortilegio inasible de la palabra...” De ahí que me surja una pregunta inevitable. ¿Cuál es
la magia que perdura en la obra de Amparo Dávila? ¿Qué es eso “misterioso e inasible” a lo que se
refiere cuando le pregunto esto? ¿Quizá esa presencia sin forma que alimenta de nuestros miedos,
como en “Alta cocina”, “El huésped” o en “Moisés y Gaspar”? ¿Qué es ese misterio que jamás se
revela y que ni ella misma sabe lo que es y le encarga al lector? ¿Es quizá la muerte, a la que se ha
referido como una presencia constante y que le sigue pareciendo “una incógnita inexplicable,
angustiante y terrible que no logro entender”?

¿A qué le tiene miedo Amparo Dávila? le pregunto entonces y miro sus manos esperando la
respuesta.

Me dan miedo muchas cosas, responde riendo de nuevo. Me da miedo la oscuridad como cuando era
niña y me da miedo, a veces, la soledad.

Antes de terminar la entrevista le pregunto si continúa escribiendo. Quiero publicar poemas, de ayer
y hoy, me aclara. Y tengo las semblanzas, que son varias. Una sobre Pinos, y una sobre mi muerte.
Pide entonces que le acerquen una hoja que está sobre una mesa donde hay varios libros, entre ellos
uno de Francisco Tario. La toma con sus manos fuertes, acostumbradas al frío, y se ayuda con una
lupa para poder leer. Me acerco para escucharla y la grabo mientras su hija le ayuda iluminando con
una lámpara de su teléfono celular. Comienza, con la voz trémula: Que no muera / un día nublado y
frío / de invierno / y me vaya tiritando / de frío y de miedo…

En el patio los perros ladran, no se ven pero ladran. Me despido varias veces sin querer irme pero
todas las puertas nos ven partir alguna vez. Antes de alejarme de su casa miro de nuevo el timbre:
Dávila, leo y me voy sintiendo una presencia, escuchando, detrás de mí, un “taconeo”. No me atrevo
a voltear.

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