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pícara. A Silvia le gustaría ser grande para decir todas esas cosas en serio y
me dijo que yo era una tonta porque nunca me había pintado los labios y
que mi vestido era viejo y feo y que su papá le va a comprar una bicicleta
porque es más rico que el mío. Y a mí me subió una cosa grande y rara que
se me quedó en la garganta y empecé a llorar fuerte como cuando me
aprieto un dedo en la puerta. Entonces mamá me llevó a casa y me dijo
que yo era una llorona y que no sabía jugar como las demás nenas y que
tengo que contestarle a Silvia cuando me hace rabiar porque sino todos se
van a reír de mí. Y yo me puse a llorar más
(Beatriz Guido)
Me acerqué hasta rozar su mano. —La sal, la sal, por favor —repetí en voz
alta para que me reconociera.
No sé si dije que habíamos sido una familia: una hermosa familia. Fue
después de la muerte de mi madre —excesivas dosis, dijeron los médicos
— cuando Hernán vino a vivir con nosotros.
Después llegó él; sin saludar a los sirvientes que lo esperaban en fila, ni
siquiera a mi padre, me tomó de la mano:
—Llevame a tu cuarto: quiero ver a qué distancia está del mío. Tengo el
sueño liviano; podés llamarme a cualquier hora. No saldré nunca de
noche, tu padre tampoco. Y ahora: a los baúles, sólo vos y yo.
—No son disfraces, tontito; son kimonos, túnicas, si preferís llamarlas así.
Esta pertenecía... o mejor, la compré en un mercado malayo, a un
príncipe...
Entonces pude verlo; quizá no lo había visto nunca: era blanco y gordo,
muy gordo. Más alto que el resto de la gente, y su cabello blanco parecía
una peluca empolvada. El bastón, uno de tantos, de oro y marfil, lo hacía
más extraño aún. Traté de deslizarme de la fila sin ser visto.
Me acerque a Hernán:
Con gran alivio, vi que esta vez había venido a buscarme sólo el chofer.
Busqué a Julián Peña:
Esa noche no bajé al comedor. Sólo cuando oí sus pasos descender por las
escaleras y pasar frente a mi puerta entreabierta, me levanté de la cama,
pero no lo detuve.
—Es necesario que vuelvas: no podemos vivir sin vos; papá y yo nos
moriremos —dije sin titubear. Me tomó en sus brazos—. ¿Sabés una cosa?
Realmente sos una vieja gorda. Por eso pensé que eras mi madre: yo no la
tuve.
—Nadie viaja ya con baúles, sólo los diplomáticos. 0 los solterones como
yo. A propósito, ya estás en edad de leer revistas como éstas: te las regalo.
Only for men. Me las trajeron confundidas.
Al salir del Plaza abrí con disimulo la revista. Esa noche clavé en la pared
de mi cuarto la fotografía de una mujer desnuda, junto a una de Hernán,
mi padre y yo, en el zoológico.