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Filosofía de La Máquina
Filosofía de La Máquina
Filosofía de
la máquina
Filosofía de la máquina
RIL editores
bibliodiversidad
Manuel Pout
Filosofía
de la
máquina
Ch865 Pout, Manuel
P Filosofía de la máquina. / Manuel Pout. ––
Santiago : RIL editores, 2011.
Filosofía de la máquina
Primera edición: julio de 2011
«ÀiÃÊiÊ
iÊUÊPrinted in Chile
ISBN 978-956-284-807-7
Derechos reservados.
Índice
Filosofía de la máquina
Tesis .........................................................................13
Antítesis ................................................................. 31
Síntesis ....................................................................55
Anexo A
Fascinante sueño
de un mecánico adolescente ............................... 73
Anexo B
Laberínticos mecanismos de salida .................... 85
Efigenia en su laberinto ...................................... 95
Máquina: artificio para aprovechar,
dirigir o regular la acción de una fuerza.
Diccionario de la rae
I
La máquina, que muchos creyeron perfecta e invulnerable, se
compuso de un número indefinido de mecanismos, secciones
y niveles. Su producción fue simple e invariable; solo dos
piezas, dos motivos, constituyeron su razón de ser durante
tantos y tantos siglos: tornillos y tuercas. De ellos derivaría
todo lo demás…
Al volver la vista atrás, al pasado remoto, me invade la
nostalgia evocando aquellos tiempos extraordinarios de su
génesis. Porque en el principio era muy distinta, muy peque-
ña, un átomo de lo que con el tiempo llegaría a ser. Constaba
únicamente de un rudimentario y frágil mecanismo que
cabía perfectamente en una simple caja de herramientas.
Solo una tuerca, solo un tornillo, bastaron entonces para
mantener la unión de las piezas, para darle vida.
Los primeros siglos fueron asunto de muchas imperfec-
ciones, grandes penurias, tenaces esfuerzos, gran voluntad
y esperanza. Era un lento avanzar dictado por el asedio
implacable de enérgicos enemigos; enemigos armados con
el mortal poder de la oxidación, siempre acechante en
aquellos oscuros tiempos sembrados de abismos.
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Filosofía de la máquina
II
Una mañana grandiosa, donde el astro rey pareció arrojar
sus más hermosos y estimulantes rayos, fue testigo de su gran
hazaña: la bodega estaba terminada. Tenía forma de cubo,
simple, sin pretensión arquitectónica alguna, obviamente los
tiempos no estaban para eso; todavía faltaban siglos para
presenciar las primeras proezas en diseño. Se erguía a las
espaldas de la máquina como un escudo en la retaguardia,
listo para entrar en funciones.
Por fin podría ella respirar con cierta holgura. La pro-
ducción tenía ahora un refugio seguro, estaba a salvo de sus
malignos enemigos; por primera vez se pudo entonces pensar
en el futuro como algo asequible, se pudo soñar con un des-
tino de prosperidad: ¡la empresa quedaba bajo su control!
Este hecho trascendental marcó el fin de su génesis, de
sus agonías, las pesadillas llegaban a su término.
III
El siguiente paso lo daría sin vacilar: el tiempo de su
anhelada expansión, de la ciclópea tarea de su crecimiento,
había llegado.
Una a una, las deseadas mejoras se fueron haciendo
realidad; la producción, ahora abundante, sana, sólida, se
destinó para la construcción de nuevos y más poderosos
mecanismos y motores, para enlazar nuevas secciones, con
vigas más grandes y resistentes, para la construcción de
potentes hornos donde se elaborarían las futuras aleacio-
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Filosofía de la máquina
IV
Como decía, este vigoroso organismo a grandes pasos fue
creciendo en volumen y capacidad. Su producción aumentó
de manera geométrica. El gran galpón de la noche a la
mañana se hizo pequeño. El techo, que antes cumplía una
función protectora, se convirtió en un irónico obstáculo.
Otra etapa, de radical importancia, se acercaba: la conquis-
ta de los cielos, la extensión vertical, que daría comienzo
a las grandes hazañas arquitectónicas.
Según su estrategia, el extenderse hacia arriba creando
distintos niveles, era requisito indispensable para enfren-
tar en forma más organizada y eficiente los desafíos que
traía su desmesurado crecimiento. Así fue como techo y
galpón desaparecieron, cediendo el paso a una estructura
más compleja.
Desde ese momento nunca más se volvió a hablar de
límites, todo fue expansión; expansión inaudita. Tampoco
se supo más de los muchos males externos que, a pesar
de sus progresos, seguían acechándola a la espera de un
momento de debilidad; la ingeniosa inventiva de eficientes
mecanismos de defensa le fue dando un carácter inexpug-
nable, invulnerable; ya no había enemigos para ella... (Un
extraño y embriagador sentimiento de creerla y de creerme
todo poderoso me invadió entonces...).
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Manuel Pout
V
Nuevos métodos, nuevas técnicas, nuevas secciones, nue-
vos niveles, hacían su aparición en escena de manera casi
intempestiva para mis sorprendidos ojos; no hacía más que
quedarme ocupado con la vista fija en algo determinado para
que luego, al volverme, me encontrara con una avanzada
construcción donde antes no había nada. «¡Los milagros
del progreso!», solía exclamar asombrado.
En los tiempos de su mayor gloria, en el mediodía de
su existencia, solía observarla desde los puntos principales
de su organismo, con amor de hijo agradecido, orgulloso,
con verdadero sentimiento metálico. En todas direcciones
se extraviaba mi vista, mi entendimiento, tratando de ha-
llar el fin de lo que creía, no sin algo de soberbia, infinito,
perfecto.
¡Qué equivocado estaba! Un día la mágica orquesta,
sin la menor advertencia, con un estridente chillido se
detuvo. Y al instante reconocí con espanto a aquel es-
calofriante enemigo de épocas remotas que nunca pensé
volver a enfrentar: el silencio... Todo fue el más completo
y duro silencio.
No tuve duda de que algo andaba mal. ¿Pero dónde?
¿Cuán grave sería la falla? Después de muchas vacilaciones,
opté por quedarme tranquilo y esperar. Confié en que solo
se trataba de una rutina de ajuste, aunque sabía que esta
posibilidad era mínima, pues la conocía muy bien: todos los
ajustes, ejecutados por ella misma o con mi ayuda, siempre
habían sido acompañados de grandes estruendos, gran celeri-
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Filosofía de la máquina
VI
El tiempo pasaba lento en la implacable quietud, los
años amenazaban con convertirse en siglos, mientras yo,
inmóvil, como una estatua, esperaba; pensando, orando,
dormitando, desmoronándome, reanimándome... De pron-
to, a punto de caer en el abismo del sueño, con inusitada
fuerza oí otra vez el girar de engranajes, el accionar de
palancas, el rugir de motores. ¡Fue como un milagro!
La máquina pareció resucitar de entre los muertos, col-
mada de energías, espantando al silencio con más bombos
y platillos que nunca, como si quisiera enmendar mi larga
y desoladora espera.
Sin embargo, a pesar de la metálica euforia, algo seguía
mal, ya que el rojo intermitente de las alarmas de seguridad
se había activado. Con ritmo inquietante, una a una fueron
encendiéndose aquellas lámparas, propagando sus señales
de alerta por todas las secciones y niveles. Comprendí que
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Manuel Pout
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Filosofía de la máquina
VII
Comencé a buscar con suma atención y cautela, detenién-
dome ante cualquier detalle que me pareciera anormal.
Mi cuerpo se convirtió en un verdadero radar. Los aceros
impecables de vigas y planchas con sus relucientes torni-
llos sosteniéndolas daban la impresión de robusta salud,
pero sabía que no era así. «Problema, problema ¿dónde
te ocultas?», repetía en voz baja examinando laberínticos
pasillos y secciones pobladas de toda clase de instrumen-
tos, de maquinaria menor, de repisas atestadas de cajas
metálicas, pantallas de control, cables de distintos grosores
y colores, relojes de todos los tamaños... Todo lo hallaba
normal, en perfecto estado, a excepción de un hecho que
ahora sí acaparó mi atención: en los pasillos y en los sue-
los de varias secciones encontré un sinnúmero de tuercas
esparcidas, muchas de ellas llenas de polvo y óxido. «¿De
dónde salen?», «¿cómo llegaron hasta aquí?», me pregun-
taba inocentemente, tratando de dar con una respuesta
lógica al misterio.
De tanto pensar en el asunto, fui cayendo en la sos-
pecha de que tal vez este extraño fenómeno tenía que ver
con los problemas que aquejaban a la máquina. Pero al no
descubrir, al no ocurrírseme ninguna razonable conexión,
seguí adelante con mi investigación, con la esperanza de
no encontrarme lejos de hallar una explicación a lo que
ocurría.
No resultó así. La búsqueda se tornó frustrante. Las
décadas fueron pasando sin que yo hiciera progreso alguno
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VIII
Un estruendo ensordecedor (ajeno a toda orquesta) vino
a quebrar de golpe la angustiante inmovilidad en que me
hallaba. Toda ella se estremeció en un quejido horroroso de
metales y sirenas. Luego vinieron temblores de variable in-
tensidad, intermitentes, como solos de un violín desafinado...
¡Quería ayudarla! Nadie sabe cuánto quería ayudarla,
pero me sentía incapaz, insignificante ante la magnitud de los
hechos. Lo había intentado todo sin la menor recompensa.
En estas circunstancias fue que el principio del fin
manifestó sus claros síntomas: cuando fijé la vista en una
sección de laboratorios, de la cual provenían incesantes
crujidos, no lejos de donde yo estaba, me pareció ver que las
vigas principales que afirmaban las murallas de la sección
se movían. Corrí hacia allá siempre con mi caja al hombro.
Nada encontré por afuera. Instintivamente, con la seguri-
dad de hallarme ahora sí muy cerca de resolver el misterio,
entré en la sección con linterna en mano, para examinar
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Filosofía de la máquina
las vigas por el otro lado. Esto no fue fácil, pues el acceso
para tales inspecciones siempre se veía obstaculizado por
estantes y repisas que por razones de orden solían estar
pegados o muy juntos a la muralla (he aquí el motivo por
el cual casi nunca se hacían estas inspecciones). Esforzán-
dome, logré introducirme por la estrecha separación que
quedaba entre un estante y una de las vigas... Mi corazón
casi se detuvo con la terrible visión que me aguardaba:
la luz de mi linterna alumbró las últimas cuatro o cinco
tuercas de una viga que, por arte de alguna fuerza desco-
nocida, se desatornillaban por si solas abandonando así sus
posiciones, desentendiéndose de los tornillos, dejándolos en
absoluto desamparo. Sin la menor duda, me dije entonces
que lo mismo debía estar sucediendo en todas partes.
La búsqueda había llegado a su fin… Deseé no haberme
encontrado nunca con esa explicación; con esa escalofriante
realidad. ¿Cómo se hace frente a algo, a un enemigo cuya
naturaleza va más allá de lo predecible, de lo imaginable?
Recuerdo que reí nerviosamente, con un sentimiento de
abismante impotencia. Pero no era el mejor momento para
perder el control. Traté de tranquilizarme procurando sacar
fuerzas de flaqueza, recordando mejores tiempos, los grandes
desafíos de los que la máquina había salido victoriosa.
IX
A pesar de lo evidente de los hechos, alimentando en el
fondo de mí la vaga esperanza de estar equivocado, de que
no se había tratado más que de una jugarreta de mi nervio-
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Filosofía de la máquina
X
Mi ensimismamiento, cargado de autorreproche y arrepen-
timiento, pronto fue interrumpido por nuevos estruendos
que con sobresalto escuché a mis espaldas. Era la sección
donde poco antes había estado, la de laboratorios. Sus
vigas principales y laterales se vinieron abajo junto con
las planchas, quedando solamente en pie, oscilante, la
muralla trasera.
Todo se hizo pánico e incertidumbre en mí afligida
alma, por primera vez sentí cercano el fin, mi muerte…
En un desesperado intento por cambiar el curso de
los hechos, con mi caja roja al hombro, pasé casi un siglo
corriendo en todas direcciones. Entré en incontables niveles
y secciones; años y años, inútilmente, con mis mejores des-
tornilladores y llaves, fui recogiendo tuercas, poniéndolas
en su sitio, apretándolas con fuerza, pero todo era en vano,
volvían a soltarse girando por los hilos de los tornillos con
gran prisa, cayendo otra vez al suelo.
En todas partes era lo mismo: ¡Miles de tuercas!
¡Cientos de miles! Humilladas por la suciedad, el óxido,
los malos olores, la falta de luz, el obligado anonimato,
caían rodando por los suelos provocando nuevos colapsos,
negándose terminantemente a seguir cumpliendo la función
que se les había encomendado.
El ritmo creciente de destrucción me hizo entender
que el caos era completo y el fin inminente. Entre tanta
congoja y miedo, de súbito caí en cuenta que algo de suma
importancia, que constituía la razón de la máquina y la de
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Manuel Pout
XI
Imaginándome lo peor, casi sin fuerzas, volví a bajar las
escaleras de caracol, perdiéndome en la penumbra de un
fondo iluminado solo por las luces intermintentes de las
alarmas. Al llegar a las bodegas de la producción, que
también se encontraban en el subterráneo, más allá de
la bodega de herramientas y los depósitos de materias
primas, subí por las escalerillas de uno de los enormes
estanques de almacenamiento hasta llegar al tope y, con
horror, contemplé el estropeado contenido. La produc-
ción, la dichosa producción; invariable, dual, perfecta,
estaba pagando las consecuencias de este caos infernal.
Los procesos de elaboración se habían alterado causando
un daño irreparable. Tornillos y tuercas, los orgullosos
hijos de la máquina, eran ahora mutantes sin sentido,
tristes aberraciones irremediables, dignas de lástima; los
primeros yacían curvos, sin cabeza o sin hilo, mientras que
las segundas, yacían quebradas, sin agujero o sin cantos...
Por más que busqué, apartando con vehemencia las piezas
deformadas hacia los lados, no pude encontrar ninguna en
buen estado. ¡Ninguna!
Subiendo y bajando incansablemente muchas escale-
rillas, inspeccioné, escarbé con pies y manos, desesperado,
la producción de los demás estanques, comprobando el
mismo penoso espectáculo en cada uno de ellos.
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Filosofía de la máquina
XII
Hace unos años que estoy sentado aquí, a los pies de uno
de estos estanques repletos de espanto. Silenciosas lágrimas
corren por mi rostro sin apuro. Aprovecho la poca quietud
que aún queda en este lugar para desahogar mi impotencia,
mi dolor; para calmar mi miedo. Por momentos contemplo
mi caja roja con sus inútiles herramientas adentro...
Pese a la adversidad, confieso que aún no me siento del
todo perdido; mantengo viva la esperanza de que alguien
se apiade de mí y venga en mi ayuda...
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Antítesis
Filosofía de la máquina
I
Como un niño asustado, desvalido ante los rayos y truenos
de una tormenta, se quedó el desdichado mecánico a la espe-
ra de ayuda, de una mano salvadora, de una voz que desde
las alturas de la omnipotencia le dijera «calma, estamos a
tiempo todavía, no temas, todo volverá a ser como antes…».
Pero los años y las décadas fueron pasando sin que
ninguna mano salvadora, superior, se hiciera presente para
ayudarlo, para cobijarlo brindándole el abrigo paternal
que en el fondo esperaba. Estaba solo.
Sus lágrimas terminaron por secarse, dejándole un
rastro de caprichosos surcos en el milenario rostro, como el
vestigio de secos ríos en la superficie de un planeta sin vida…
El agotamiento del llanto lo dejó pensativo, en un
estado de resignada quietud, mirando sin mirar un punto
indefinido en el suelo. Nada pasaba por su mente, no
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II
Pero los designios del destino no siempre conducen a lo que
se teme. A pesar de lo inminente, algo inesperado, alucinan-
te, sucedió: de pronto se encontró oyendo con claridad su
propia respiración; ninguna otra cosa más… ¡Imposible!
¡No podía ser! ¿Soñaba? ¿Acababa de morir aplastado sin
siquiera darse cuenta y ahora se separaba de su cuerpo?
¿O verdaderamente se estaría volviendo loco, como más de
una vez bien para sus adentros lo había pensado? Se llevó
las manos al rostro queriendo volver en sí, a la realidad; a
enfrentar con dignidad su malogrado destino.
Pese a ello, luego de unos instantes, tuvo la seguridad de
estar completamente despierto, oyendo solo su respiración…
El no haberse equivocado lo dejaba desconcertado.
Mirando a su alrededor se incorporó con precaución,
atento a cualquier ruido o movimiento raro. El silencio
era extrañamente absoluto, endiablado; igual a aquel otro
silencio que helara su corazón al cortar de golpe la majes-
tuosa sinfonía de la ahora moribunda máquina.
Intrigado, se preguntaba qué sucedía, qué significaba esa
insoportable quietud. ¿No era acaso el fin, el derrumbe de
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Filosofía de la máquina
III
Se acercó a la escalerilla del estanque y, luego de cerciorarse
de que no estuviera suelta, subió por ella, sin apurarse,
reprimiendo sus temores. Llegando al borde, miró dentro.
Notó que solo estaba lleno hasta la mitad y no hasta el
tope como cuando lo inspeccionara en plena catástrofe…
¿Qué había pasado con el resto de las piezas? ¿Es-
tarían esparcidas por los suelos, habrían saltado del es-
tanque por el efecto de tanta vibración y derrumbe? Lo
dudaba, pues no recordaba haber visto nada en los suelos,
y semejante cantidad de material era imposible que pasara
inadvertida, por el contrario, lo más probable habría sido
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Manuel Pout
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Filosofía de la máquina
IV
Absorto con su descubrimiento, trataba de imaginarse de
qué naturaleza podrían ser esos nuevos procesos, hacia
qué específicos fines apuntarían; y en el caso que no los
hubiera, a dónde iría a parar todo.
Un fuerte remezón, que amenazaba con desplomar lo
que quedaba en pie, le hizo caer al suelo. Con renovado
horror, temió que el tormento no hubiese acabado después
de todo, que solo se hubiese dilatado engañándole con el
sueño de una inesperada resurrección.
Sin embargo el temblor cesó, y en su lugar otro ruido
metálico, recio, pero soportable, y que provenía de fuera
de la sección, fue tomando forma, haciéndose constante,
agradable, armonioso. De alguna arcana manera se parecía
a aquel grandioso conjunto de sonidos, de sublime orquesta
que, plena de energía, de impecable accionar, lo deleitara
durante siglos y siglos.
Llevado por la nostalgia, se quedó pensativo, quiso
sumergirse en lo más profundo de aquellos mejores tiem-
pos, sentir otra vez, aunque fuera por unos instantes, la
perdida dicha, la cálida sensación de completa seguridad.
Pero pronto volvió en sí, atraído por la fuerza de un
sentimiento aún más grande que la nostalgia; la curiosi-
dad: ¿Qué estaba sucediendo realmente? ¿Qué eran esos
ruidos allá afuera? Creía escuchar a lo lejos el zumbido de
motores, el accionar de brazos mecánicos, de palancas, el
movimiento de carros transportadores de materia prima,
cosa que simplemente no podía ser, después de todo lo
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Manuel Pout
V
Salió con cautela, mirando hacia las planchas sueltas de
los techos, hacia abollados estanques de dudosa estabili-
dad, hacia las roturas de inseguras murallas y vigas, en
el momento menos pensado cualquier cosa podía venirse
abajo aplastándolo.
Afuera, el espectáculo que lo esperaba no resultó en
absoluto lo que se imaginaba; estaba más iluminado que
antes, detalle que, con asombro, le permitió ver que la
magnitud de los temidos daños no era tal, ni mucho menos.
Todo lo que podía distinguir seguía inexplicablemente en
pie, como si nunca hubiese ocurrido cataclismo alguno.
Sin embargo, al acercarse a las murallas de la bodega de
herramientas, notó que estas estaban un tanto separadas de
las vigas que las sostenían, pero no se venían abajo porque
unos pocos tornillos (curiosamente con la cabeza del otro
lado de la muralla) las mantenían en posición.
Lo mismo ocurría con otras secciones que fue exa-
minando; algunas en peor estado que otras, pero en pie,
y con esos curiosos tornillos con la cabeza del otro lado,
afirmándolas. Se preguntó cuánto podrían resistir, porque
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Filosofía de la máquina
VI
Abandonó las averiadas secciones y se dirigió a la escalera,
temiendo que quizás, justamente aquella, estuviese hecha
escombros en el suelo. Pero ahí estaba todavía, en pie,
aunque su forma de caracol ya no era la misma. La espiral
de sus curvas era menos pronunciada y tenía abollones por
todas partes; daba el aspecto de haber sido achatada por
las poderosas manos de un gigante enfurecido.
Pensaba que, a pesar de los cambios, del difícil acceso
que presentaba su deformidad, le sería posible subirla,
claro, siempre y cuando soportara su peso, de lo que no
estaba seguro; pero no eran precisamente los tiempos para
venir a exigir certezas de ningún tipo, menos aún cuando
no se contaba con otras opciones. Debía correr el riesgo,
que bien sabía que no era el primero ni sería el último.
Comenzó a subir apoyando una mano en la irregular
baranda, con calma, tanteando todo el tiempo la resistencia
de los escalones... ¿Qué había pasado con todo lo vivido,
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Filosofía de la máquina
VII
Entrando en una sección de construcción (por averiados
pasillos que caprichosamente se curvaban estrechándose
y ampliándose) una vez más el asombro lo estremeció, al
llegar a la línea de ensamblado. Un enorme motor, o lo que
lo parecía uno, recibía los últimos ajustes. Tenía una forma
elipsoide que en el medio se hinchaba desmesuradamente
y los extremos eran desiguales; uno, abultado y curvo, y
el otro, más achatado y anguloso.
Se acercó al aparato y subió por una de las escale-
rillas de inspección (ubicadas a ambos lados de la línea
de ensamble) para mirarlo desde arriba. Luego, bajando
pausadamente, examinó las uniones de las planchas y la
posición de los componentes que le eran visibles. Repitió
la operación por el otro lado del motor.
Al terminar, se apartó unos metros y lo volvió a con-
templar, con expresión extraviada, como no queriendo
aceptar lo que tenía ante sus ojos. Había quedado con una
mezcla de desazón y repulsión: el motor también estaba
ensamblado con tornillos y tuercas de la nueva producción,
es decir, con material atrofiado.
Pero eso no era todo; las piezas cuya deformidad las
había hecho demasiado grandes o alargadas, habían sido
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Manuel Pout
VIII
De todo lo visto sacaba una escalofriante conclusión, que
no hizo más que acentuar su desazón y repulsa: la estruc-
tura, el «nuevo diseño» del motor, se había adaptado a la
deformada producción, y no como antes, donde el diseño,
el lado artístico de la creación, era siempre lo determinante
en lo que fuera a necesitarse para la construcción, el lado
puramente técnico, ajeno a los vuelos de la imaginación.
Caminó hacia el fondo de la sala para inspeccionar los
otros motores que eran ensamblados, comprobando que
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Filosofía de la máquina
IX
Años más tarde, cuando los primeros motores comenzaron
a llegar a dicha sección, expectante, entró en ella. Los techos
de la sala estaban hundidos y varias paredes reventadas;
daba la impresión que de un momento a otro se vendría
todo abajo, sin embargo, intuyó que eso no sucedería, que
simplemente se trataba de otra deformidad como las ya
vistas. Más allá, en la plataforma, había un motor listo para
ser probado. Los groseros detalles de su construcción eran
aún más notorios que en el otro engendro que observara
en la línea de ensamblado. Tenía la grotesca apariencia de
corazón incompleto o quebrado, en su parte superior, y era
de un vivo tono rosa. Su superficie estaba atravesada por
una oscura línea diagonal hecha de inscripciones, llama-
tivos símbolos de las más variadas formas, naturalmente
desconocidos para él.
Más que la deformidad o los signos, fue el inusual
color lo que especialmente llamó su atención, pues desde el
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Manuel Pout
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Filosofía de la máquina
X
En medio de los ruidos de nuevas pruebas, abandonó
la sección en dirección a la sección de fabricación de
herramientas y piezas de ensamble, que no le quedaban
precisamente muy cerca. Para alcanzar su destino, debía
dirigirse al otro lado del nivel donde se encontraba y luego
bajar tres niveles por la escalera que allí había. Una vez
abajo, debía tomar por una larga e intrincada galería que
en mucho semejaba un laberinto.
Al llegar a la escalera del otro lado, se dio cuenta que
estaba en peores condiciones que la otra por la cual subiera;
no tenía barandas, sus peldaños eran mínimos, muchos
estaban rotos, casi sin tornillos ni tuercas, y la distancia y
altura entre uno y otro era irregular. Estas dificultades hi-
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XI
Cuando por fin logró avistar la buscada sección y a
lo lejos pudo escuchar el ruido de la maquinaria dando
forma a la materia, a las nuevas herramientas y piezas de
ensamble, se alegró de saber que seguía en pie y con vida,
que el esforzado viaje no había sido en vano.
Entrando en ella, reparó que estaba menos iluminada
que antes; algunos sectores, como el de los tornos, donde
se daba forma a las piezas más pequeñas, estaban en fran-
ca penumbra. El lugar le pareció más vasto que en otros
tiempos, lo que sumado a la falta de luz, daba un aspecto
desagradable, de abismo ilimitado. Examinó las nuevas
herramientas que pasaban por las huinchas hacia las cajas
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Filosofía de la máquina
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Manuel Pout
XII
Salió de la sección con el fijo propósito de averiguar de una
vez por todas cómo funcionaba en definitiva aquel resucita-
do organismo. Se dirigió al corazón mismo de la máquina,
el puente de mando, donde se encontraba la sala de control
general, el lugar más acertado para formarse una idea cabal
de lo que sucedía.
Volvió a cruzar por los derruidos pasillos, notando
que en algunos sectores, donde solo había visto escombros,
se erguían ahora nuevas murallas, deformes, como era de
suponer, pero en pie al fin y al cabo.
Después de todo aquel lugar no estaba tan abandona-
do como lo creyó en un principio, la máquina trabajaba
en la reconstrucción, con los nuevos parámetros en uso.
Pensó que con el paso de los años, seguramente, ningún
rincón de su estructura, por muy alejado o escondido que
estuviera del centro neurálgico, quedaría en el suelo, sin
su asistencia.
Se sintió tocado por un leve e inesperado optimismo:
¡La máquina no había sucumbido, ya ninguna duda podía
quedar! ¡Luchaba por subsistir, de la manera que fuera,
lo importante era prevalecer! Creyó identificarse con ella
nuevamente, con su espíritu de lucha, como en los viejos
tiempos...
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Filosofía de la máquina
XIII
Varios eran los niveles por los que tenía que pasar para
llegar a la sección de controles, y varias y largas fueron ha-
ciéndose las décadas subiendo por esos peligrosos peldaños
que a la menor presión de su pie crujían inmediatamente,
siempre temiendo la posibilidad de que todo se viniese
abajo en cualquier momento.
A pesar de la arriesgada ascensión, sin detenerse se
permitía a ratos observar los serios daños causados por los
derrumbes en los niveles centrales. En algunos de ellos, sin
embargo, descubrió avanzadas reparaciones, hechas con
las nuevas piezas y estructuras. «Siempre tan caprichosas
y diversas», se dijo a sí mismo no sin esforzada convic-
ción, en un tono que pretendía invocar algo parecido a la
ternura, mientras absorto miraba en detalle los cambios
introducidos.
No quería pensar que eran deformes, monstruosos.
Bien sabía que se trataba de rotundos cambios, pero no
era la primera vez en su historia que la máquina se veía
enfrentada a radicales alteraciones, al contrario, fácilmente
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Manuel Pout
XIV
Por fin en los pasillos del nivel principal, ignorando el can-
sancio, con rápidos pasos entró en la sección de controles,
ansioso por ver cómo, con qué raros aparatos se dirigían
ahora los nuevos procesos. Pero lo sorprendió ver que nada
parecía haber cambiado, al igual que la escalera, con la dife-
rencia de que este lugar sí debería ser una de las prioridades
de distinta envergadura de la máquina.
Los grandes tableros con sus medidores, luces, relojes,
gráficos, alarmas, mapas, monitores, eran exactamente los
mismos, y funcionaban, seguían cumpliendo sus tareas de
control en la misma forma de siempre... ¿De qué manera
continuarían supervisando operaciones con los mismos
equipos, si toda la estructura estaba mutando desde sus
fundamentos? ¿Sería posible saber la efectiva marcha de los
procesos sin verse a merced de recibir información errónea,
tergiversada por los constantes cambios? No lo creía.
Mirando hacia el otro extremo de la sección, notó
que el puente de observación, de donde fascinado solía
contemplar los avances de épocas mejores gracias a su
privilegiada vista, seguía en pie. Animado por los gratos
recuerdos, caminó hacia su acceso y, pisando con cuidado,
salió a mirar.
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Filosofía de la máquina
XV
«¡Su gran belleza! ¡La armonía de sus líneas! ¡Su sincroniza-
do y melodioso funcionar! Nada de esto ha sobrevivido...»,
se decía cabizbajo, en tono delirante, con las manos apo-
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Filosofía de la máquina
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Síntesis
Filosofía de la máquina
I
Luego de un impreciso número de años, vuelven a escucharse
estruendos, a sentirse temblores; pero tú no les prestas ma-
yor atención. Tus sentidos están abocados a la construcción
de tu modelo, a traducir tu nostalgia en pequeñas piezas
cuidadosamente pulidas y montadas las unas con las otras.
Mientras más intensos se hacen los temblores, el infer-
nal ruido, mayor es tu indiferencia, tu ensimismamiento,
más prolija tu reconstrucción del pasado, de aquellos glo-
riosos tiempos mejores. Cada pieza, hasta la más pequeña
e insignificante, es objeto de minuciosos exámenes, como
si en el fondo, más allá del ensimismamiento, de la ena-
jenación, tu intención última fuera obviar fatales errores,
aún más, cualquier error, alcanzar la absoluta perfección,
que le fue negada al original de tu modelo.
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Manuel Pout
II
Pero cuando el suelo no deja de moverse con violencia,
negando cualquier respiro a las estructuras, haciendo que
las murallas del cuarto terminen por desplomarse en mi-
núsculos pedazos, en verdadero polvo, dando la impresión
de no haber existido nunca, ya no te es posible continuar
refugiado en tu ensimismamiento; ya no hay modelo a
escala ni reconstrucción que valga. Vuelves al presente,
eres obligado a enfrentar la realidad.
Y lo primero que sale a tu encuentro es un potente
rayo de luz que ciega tu vista. Asustado, cierras los ojos
y te cubres el rostro temiendo mayores catástrofes. Sin
embargo, pronto te das cuenta, logras recordar, que solo
se trata del sol, de su magnífica luz. Tantos siglos inmerso
en el mundo de la máquina te habían hecho olvidar su
excepcional fuerza, su bella claridad capaz de ahogar el
más temerario rincón de oscuridad, la más cruel ráfaga
de frío.
Pasados unos instantes, te animas a abrir de nuevo
los ojos, pero no logras más que entreabrirlos, con la vis-
ta baja y evidente molestia, como si la claridad castigara
tu milenario olvido, tu ingrato acostumbramiento a su
ausencia, a la nociva luz artificial, de por sí menos clara,
menos noble y perfecta.
A medida que tus ojos recuperan la familiaridad con
el astro rey, otro redescubrimiento se hace patente: el cielo,
con su intenso celeste que parece sonreírte, libre de cables,
metales y ruidos, tranquilo en su generosa inmensidad.
58
Filosofía de la máquina
III
Aquel universo de mecanismos simplemente ya no está, ni
siquiera los escombros, que por ninguna parte logras divi-
sar... Asustado, miras de repente a tus pies preguntándote
sobre qué estás pisando entonces. Te percatas que aún no
terminas de despertar a tu nueva realidad: de no ser por
la evidente solidez del suelo que pisas, su transparencia te
59
Manuel Pout
IV
Con tu andar el fenómeno parece alejarse; piensas en la
ilusión del arco iris, ese otro sueño tantas veces repetido
en tu niñez donde, con la loca convicción de poder alcan-
zarlo, te ves corriendo infructuosamente tras sus mágicos
60
Filosofía de la máquina
61
Manuel Pout
V
En medio de tu ensimismado observar, de pronto reparas,
como si se tratara de una revelación, que lo que miras está
conectado, es parte de una estructura mayor, y que da la
impresión de comprender toda la esfera.
Ésta es de apariencia simple, nada de intrincadas formas
plasmadas de laberínticos detalles, solo una singular arqui-
tectura de líneas ligeramente curvas, sin embargo por eso
mismo la intuyes compleja, enigmática. Todos los tornillos
y tuercas que le dan vida comienzan a serte visibles, aunque
con facilidad se confunden en sus suaves formas, que más
te parecen el resultado de un proceso natural, un producto
del azar, libre, que un diseño pensado en todos sus detalles,
como seguramente aquél debe ser.
Te preguntas qué clase de maquinaría será, qué tarea
cumplirá... Algo en tu interior te dice que se trata de un
motor en pleno funcionamiento; pero no escuchas zumbido
alguno, quizás un susurro, muy leve, que de alguna parte
de ella te llega, o de toda ella.
Sin dejar de mirar el extraño artefacto, piensas en el
casi imperceptible ruido, en la eventualidad de que no sea
más que sugestión. En eso, un inesperado cambio te deja
petrificado, haciéndote recordar una vez más los momen-
tos de mayor aflicción que has tenido en tu vida: todas las
tuercas han comenzado a desatornillarse, rodando con
celeridad por los hilos de los tornillos... Miras la escena
con horror, temiendo el seguro advenimiento de un nuevo
cataclismo.
62
Filosofía de la máquina
VI
El fenómeno fue rápido, ocurrió sin aparente dramatismo,
de manera perfecta, como si se tratara de una simple rutina
ejecutada ya infinidad de veces.
Cien preguntas se repiten en tu cabeza atropellándose;
pero una de ellas se hace oír con más fuerza que las otras:
¿Tendría cada tuerca su nuevo destino prefijado o habría
algún grado de libertad para escoger? Te pareció que se
movieron a su gusto, que decidieron su destino; lo que
implicaría nada menos que un estado de libre albedrío;
un paradójico libre albedrío dentro de un sistema meca-
nizado...
Impávido, con aire de espectador insatisfecho, ansioso
de repetición, te quedas mirando a la espera de un nuevo
intercambio. Pero todo se mantiene en completa quietud,
al compás de ese leve ruido que ahora sí estás seguro de
oír. Piensas que quizás los cambios de posición no sean
materia de breves intervalos, que quizás se trate de años, de
décadas, y que tú, por puro azar, presenciaste uno de ellos.
Te acercas a la esfera para tocarla. Es del mismo material
que el suelo que pisas. Por lo que crees el otro lado de
63
Manuel Pout
VII
Al cruzar el umbral, notas que la luz se disipa. A la vista te
queda una ligera y estrecha pendiente. Comienzas a bajar
por ella. Brilla como un sendero de oro, como hecho de la
misma segadora luz.
Sientes confusión; no es lo que esperabas encontrar.
El singular mecanismo que viste desde afuera no está por
ninguna parte... Asombrado te preguntas si solo se trató
de un reflejo, o del reflejo del reflejo transmitido por los
cristales. Pero lo más sorprendente no es eso, sino el tamaño
de lo que ahora te rodea: no guarda ninguna relación con la
esfera vista. Creíste entrar en un reducido lugar dominado
por la presencia de una compleja maquinaria, y ahora te
encuentras con una bóveda cuyo espacio se extiende de
manera ilimitada en todas direcciones.
A ambos lados de la pendiente caen rayos de luz so-
bre enormes siluetas, estructuras; líneas que la refulgencia
deja entrever junto con un alucinante espectro luminoso
64
Filosofía de la máquina
VIII
¿Hay realmente motivo de fiesta, de alegría? Lo ignoras;
contrario a tus principios, poco te importa saberlo (claro
tienes ya que la certeza de las cosas no es garantía de nada),
solo te dejas llevar por esa embriagadora atmósfera, que más
de un grato recuerdo trae a tu memoria.
La pendiente por donde caminas de pronto se endereza
sin hacer el menor ruido, pierdes el equilibrio un instante,
temes que se trate de un derrumbe. Nada se desploma.
Junto con el suelo bajo tus pies, comienzas luego a descen-
der hasta quedar a la altura de otra esfera similar a la que
has entrado, con la diferencia de que esta se mueve. Otras
esferas le siguen detrás, en fila, dando la impresión de ir
sobre una huincha de transporte. En todas ellas distingues
mecanismos en su interior, ninguno igual a otro. Al llegar a
65
Manuel Pout
IX
¿Qué función podría tocarte en semejante estado de evolu-
ción? ¿Serías capaz de ser el mecánico de esta nueva máqui-
na? ¿Qué pasaría contigo en el caso que fuera totalmente
autosuficiente y no necesitara de un mecánico?
El gran peso de estas preguntas te hace sentir como
al borde de un precipicio. Quizás no es el mejor momento
para hacértelas. Cierras los ojos y te apartas del abismo.
En los cielos, sin perder su dignidad, el sol marcha
rumbo al ocaso. Notas que la luz disminuye. Pese a ello, las
enormes siluetas que advirtieras al bajar por la pendiente te
son más claras ahora; puedes distinguir singulares formas
compuestas de muchas esferas. A primera vista parecen
quietas; pronto reparas que no es así, que un lento y sincro-
nizado palpitar, vibrar, es perceptible en cada una de ellas...
66
Filosofía de la máquina
X
A medida que el sol se oculta tras el horizonte, un brillo,
una luz diáfana, emana de las esferas frustrando cualquier
avance de la penumbra. Junto con la luz escuchas un so-
nido, que pronto se hace una melodía, jamás escuchada,
hermosa, y que creciendo en fuerza, en variedad de tonos,
termina por transformase en toda una sinfonía. «¡La
orquesta de los tiempos vuelve a la vida como nunca an-
tes, y las esferas son ahora sus instrumentos!», exclamas
emocionado, al tiempo que éstas comienzan a intercambiar
posiciones, a la manera de las tuercas, sin apurarse, como
ejecutando una parsimoniosa danza, un ritual de gran
precisión y encantadora música.
Cuando el movimiento cesa, haciéndote creer que
todas han encontrado una nueva posición y que la quietud
vuelve a reinar, las formas mismas, las enormes estructuras,
maquinarias, en una especie de clímax, comienzan también
a intercambiar sus posiciones. Magníficas se desplazan por
arriba tuyo, arrojando una brisa que tu cuerpo envuelve
de agradable calidez, carente de molestos olores a grasa,
combustible, aceite caldeado.
El asombro ante tanta maravilla te paraliza; en-
mudeces, te sientes pequeño, insignificante, amilanado
te cuestionas cómo podrías ser tú el mecánico de este
inconmensurable coloso... Sin embargo tu emoción, un
inesperado sentimiento de angustia se apodera de ti; temes
ser aplastado, que uno de esos cuerpos pierda el control de
su vuelo y caiga encima de ti. Pero pronto te arrepientes
67
Manuel Pout
XI
No es mucho lo que entiendes, cierto, pero cuán grande es
lo que sientes, cuán profunda es esa otra forma de com-
prensión que conmueve tu ser con ese lenguaje indescifrable
para la razón, y que a pesar de ello te fascina, te hace sonreír
de alegría, de optimismo. No es mucho lo que entiendes,
pero ya entenderás, tienes la esperanza, confías en tu vasta
experiencia, tu tesón de otros tiempos; bien sabes que no
es la primera ni será la última vez que te encuentres en
una situación así.
Con la extinción del último rayo de sol, en un acto sin-
cronizado, cesan también los desplazamientos y la quietud
al fin retorna. Curioso como siempre, te dedicas entonces
a observar los cambios acaecidos, con la esperanza de al
menos encontrar una vaga relación, un indicio que te invite
a pensar en algo concreto.
68
Filosofía de la máquina
XII
Sin darte cuenta arriba la noche. La quietud es todavía ma-
yor, no hay zumbidos ni movimiento alguno. Sientes como
si todo lo que te rodeara se hubiese ido al descanso, a dor-
mir. Miras a los cielos y ahora es el infinito con sus millares
de ojillos quien te acompaña, observándote. Piensas en su
enormidad, en los arcanos mecanismos que lo gobiernan.
Te preguntas si la gran máquina cósmica también tendrá
un mecánico, un responsable universal que la recorra hasta
sus mismos confines reparando, manteniendo estructuras
de las más inverosímiles naturalezas...
Estos pensamientos te causan un ligero e innecesario
vértigo, pues ya tienes más que suficiente con el cristalino
cosmos que te rodea. Bajas la vista contemplando la quie-
tud a tu alrededor. Todo duerme…
El sueño te invade a ti también, la atmósfera te con-
tagia; quisieras descansar como el resto de las cosas, pero
temes quitar otra vez tu atención de lo que verdaderamente
importa, dormirte por demasiado tiempo, ¡por siglos!, y
despertar en otra máquina más sofisticada y enigmática
aún que la ahora tienes ante ti. Es un riesgo que por ningún
motivo estás dispuesto a correr.
XIII
El sueño espantas concentrado en interrogantes que sí te
atañen: ¿Dónde se encuentran los depósitos de materias
primas? ¿Cuál es la naturaleza de los mecanismos capaces
69
Manuel Pout
XIV
Adviertes una vastedad que por momentos nubla tu pen-
samiento. En vano miras en todas direcciones en busca de
un punto de orientación. Sospechas que quizás no exista
tal, al menos de la manera que tú lo concibes, pues todo
cambia de posición despojando a los espacios de cualquier
posibilidad de referencia, haciéndolos meros depositarios
de lo transitorio.
Comienzas a comprender la verdadera envergadura
de la tarea que te has impuesto, dónde realmente radica
tu meta. Te das cuenta que hallar un punto de orientación,
70
Filosofía de la máquina
XV
Luego de una larga incertidumbre de décadas, una luz de
esperanza se enciende en tu cabeza. Crees haber encontrado
una manera después de todo: ¿No es acaso cierto, no te lo
dice tu milenaria experiencia, que en todo lo cambiante hay
algo que no cambia, que nunca cambia, y que ese «algo»
guarda la esencia, los parámetros para poder entender lo
cambiante? «¡Cierto!», te dices a ti mismo en tono firme,
seguro. Sabes que los tornillos y las tuercas no han des-
aparecido, pero en más de una manera han cambiado, no
son exactamente los mismos (no obstante pueden ser un
referente clave, una pista).
Intuyes que tu búsqueda, en efecto, debe ir más allá
de lo meramente físico. En vez de escudriñar en un área
o rincón determinado, debes observar, percibir lo que la
visión por si sola no puede detectar, lo que, presumible-
mente, en todas partes se oculta. Descubriendo este secreto,
lo que no cambia con el cambio, tendrás tu dichoso punto
71
Manuel Pout
XVI
Meditando la estrategia a seguir, bajas la vista con un
gesto de optimismo. Empiezas a caminar hacia adelante,
con paso tranquilo, sin desesperar, con el mismo ánimo y
tesón de tus mejores tiempos, abocado con todo tu ser a
abrirte camino hacia el principio, a partir de cero; sin darte
cuenta que una leve transparencia comienza a advertirse
en tu semblante...
72
Anexo A
Fascinante sueño
de un mecánico
adolescente
Filosofía de la máquina
I
Un minuto es la rápida carrera de sesenta segundos; una
hora, el pausado trote de sesenta minutos; un día, el lento
caminar de veinticuatro horas... Esta sistemática organiza-
ción del tiempo, ¿qué nos dice sobre este, qué información
clave nos entrega sobre su esencia? Nada. Solo se trata
de un ingenioso orden impuesto por los mecánicos. Sin
embargo, secundados por este sistema –aunque solo sea
de manera tangencial–, podremos vislumbrar la abismante
profundidad que su enigma encierra.
Acompáñame.
Mira, bajaremos por este cerro de rocas hasta llegar a
la playa, no tengas miedo, guiaré tus pasos, ya verás que en
un abrir y cerrar de ojos estaremos abajo...
Ya está. ¿No te lo dije? ¿Que a dónde vamos? Vamos
al otro lado de playa, allá donde se ven esas minúsculas
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Manuel Pout
II
Estamos llegando. Detengámonos aquí un momento.
Sí, aquí. Sé que estás impaciente; el poderoso magnetis-
mo de la curiosidad domina el brillo de tus jóvenes ojos.
Tranquilo, que no hay razón para desesperar. Ahora mismo
iremos al grano del asunto.
¿Qué es lo que vemos desde nuestra posición? Lo que a
simple vista vemos es a tres chicos revoloteando alrededor
de la enorme tortuga que apenas parece moverse. Si miras
con atención, te darás cuenta que en ese cuadro animado
también hay una mosca, que inquieta como un electrón, a
gran velocidad se desplaza en todas direcciones pareciendo
no encontrar el punto adecuado para el reposo. ¿La ves?
Concéntrate, abre bien los ojos. Mira, ahora se ha posado
76
Filosofía de la máquina
77
Manuel Pout
III
Aférrate a mí con fuerza y cierra los ojos. Entrarás en el
diminuto cuerpo de la inquieta mosca para experimentar
la realidad con sus ágiles sentidos. No tengas miedo; ella
no se dará cuenta, a lo más sentirá que solo se trata de un
raro sueño...
Ábrelos ahora. ¡Qué te parece! ¡Mira la de cosas que
han quedado a tu vista! ¿Mágico, no? Ayudado por el con-
curso de tan poderosos ojos nada o casi nada de este paisaje
escapa al alcance de tu panorámica visión. Yo, la tortuga, los
niños, la arena, las hormigas que caminan por ella, el mar, la
redondez del sol, las aves que vuelan por encima de ti; todo te
queda ahora registrado en forma simultánea. ¡Nota cómo te
desplazas! Siente toda la magnitud de esa destreza increíble
que gobierna tus giros, tus subidas, tus bajadas, tus aleteos.
Observa bien, ahora viene el meollo del asunto: te has
posado de nuevo sobre el caparazón de Cleopatra, la cual
supones que no se mueve, pero te equivocas, porque sí lo
hace. Lo que te impide verlo es que, en tu conciencia de
mosca, mejor dicho, en la forma en que ahora percibes la
existencia, un segundo constituye una cantidad considera-
78
Filosofía de la máquina
ble de tiempo. Esto hace que las cosas o los animales como
Cleopatra, que se mueven muy lento y para los cuales un
segundo es algo casi imperceptible, te parezcan inmóviles.
Un efecto menos dramático lo notarás en la apreciación
de cosas o animales de naturaleza de movimientos más
rápida que la de la tortuga. Te daré un ejemplo: en este
instante veo que haces un giro a la izquierda, otro a la
derecha, luego otro a la izquierda, con varios aleteos das
un pequeño salto que te deja enfrente a uno de los chicos
que todavía no termina de caer del brinco que ha dado
desde aquella roca, justo en el momento que empezaste
con tus giros. ¿Qué te parece? Otro ejemplo: te veo ahora
dando vertiginosos aleteos (humanamente imposibles de
contar), preparándote para un nuevo despegue. Como te
darás cuenta, tu capacidad de percepción lleva el control de
cada bajada y cada subida de tus alas. Me podrás replicar
que no es así en todo momento. A esta observación yo te
respondo con otra: en tu diario vivir, más de alguna vez te
habrás encontrado caminando o trotando una considerable
distancia. Durante esta actividad, lo más probable es que
tu mente no haya llevado el registro de cada uno tus mo-
vimientos, sin embargo esto no impide que hayas podido
contar los pasos o las zancadas que diste si así lo hubieses
querido. Lo mismo te ocurre con los aleteos.
Bien, has estado ya quince segundos dentro de la mosca,
tiempo más que suficiente para esclarecer la realidad desde
su perspectiva. Vamos, aférrate a mí otra vez, que ahora te
llevaré donde Cleopatra. Entrarás en su enorme y reposado
cuerpo para experimentar la realidad como ella la percibe.
79
Manuel Pout
IV
Ya estás dentro de ella... ¡Brusco cambio! Sin duda. Veo
en tu rostro un gesto de angustia, de desesperación. No
te aterres, no estás paralizado dentro de un bloque de
piedra... Notarás que todo a tu alrededor, mejor dicho, lo
que alcanzas a ver, se mueve con gran rapidez, como un
film en cámara rápida. ¿Por qué es así ahora? Si mal no
recuerdas, hace un rato, cuando acababas de entrar en la
mosca, te dije que un segundo era un tiempo considerable
para ella, ¿cierto? Ahora sucede todo lo contrario: para
Cleopatra, un segundo es una cantidad de tiempo ínfima,
muy difícil de percibir. Cualquier animal o cosa que ten-
ga una naturaleza más rápida de movimiento que la que
ahora tú posees, te será perceptible en la medida de cuán
rápido se mueva, en la medida de cuán extenso le resulte
un segundo. Vamos al extremo: ¿Te acuerdas cuando den-
tro de la mosca suponías que la tortuga (que realmente se
movía) no se movía, que más parecía una piedra? Bueno,
ahora sucede que la mosca se encuentra sobrevolando un
pedazo de sandía que los niños han dejado sin comer, a
dos metros enfrente de ti. ¿Logras divisarla? Veo que hace
un rato ya que estás mirando en esa dirección. ¿La ves?
No, ¿verdad? Ahora se ha parado en el rojo jugoso. Está
comiendo. Hace cortos giros sobre sí misma. De todo lo
que yo veo, tú, en el mejor de los casos, podrías distinguir
una pepa más en medio de muchas otras.
Mejor veamos otras cosas, por ejemplo, el mar. Parece
como una orquesta apurada, ¿no? ¡Ya sé! No te ha gustado
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Filosofía de la máquina
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Manuel Pout
V
Ya eres tú nuevamente; en cuerpo y conciencia. No quiero
pecar de irónico ni de mal anfitrión, pero te advierto que
nuestro tiempo se acaba y aún tenemos cosas importantes
que conversar antes de que nos separemos. Si no tienes
ninguna objeción, te propongo que emprendamos el ca-
mino de vuelta.
Como te habrás dado cuenta, Cleopatra no era la
respuesta. En el fondo, ningún animal vive más que otro;
el hombre, la tortuga, la mosca, viven lo mismo. Lo que
te movió a pensar en la tortuga, fue creer instintivamente
que un segundo, un abrir y cerrar de ojos, la sensación del
instante, tenía el mismo carácter efímero para las otras
dos especies en cuestión. Nada hay más subjetivo en la
existencia que lo que llamamos instante. ¿Y a qué se debe
este extremo relativismo? Al movimiento. La capacidad
que cada ser tiene para moverse dicta su forma de percibir
el mundo.
Existen realidades abismantes que se encuentran to-
talmente fuera de tu alcance. Si tuvieras una percepción
dictada por un ritmo de movimiento vertiginoso, mucho,
muchísimo más rápido que el de una mosca o el de una
minúscula araña, estarías en condiciones de avistar el deam-
bular de incontables seres luminosos de todos tamaños y
formas. Si tuvieras una percepción dictada por el ritmo de
un movimiento muchísimo más lento que el de las tortugas,
podrías percibir el crecer de las plantas, el movimiento de
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Filosofía de la máquina
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Anexo B
Laberínticos
mecanismos
de salida
Filosofía de la máquina
Vuelco
No quería despertar, pero despertó. Mantuvo los ojos cerra-
dos otro rato, con la esperanza de que quizás, con un poco
de suerte, lograse quedarse dormido otra vez, de que quizás,
al volver a despertar, se diese cuenta feliz de que solo había
soñado que despertaba en un hospital y que todo lo vivido
esas últimas semanas no hubiese sido más que una larga pe-
sadilla. No sería la primera vez que le pasara algo semejante,
en más de una ocasión habría jurado estar en la verdadera
compañía de su fallecida madre; todo se le presentaba tan
real, tan palpable. Sin embargo, ahora era distinto; algo en
su interior parecía abofetearle la conciencia diciéndole que
se dejase de estupideces, pues estaba despierto, despierto de
verdad, inmerso en lo que ahora era su nueva realidad, y que
ningún mentiroso sueño podía cambiar... Sus ojos luchaban
por abrirse, la luz del día, implacable, le atravesaba los pár-
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Filosofía de la máquina
Efigenia en su
laberinto
(The great gig in the sky)
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Filosofía de la máquina
I
En la sala de emergencias yace tu desvalido cuerpo. No
supiste qué pasó; estabas ensimismada tejiendo un chaleco
para uno de tus hijos cuando de pronto, al pararte en busca
de una taza de té, algo, una fuerza, te obligó a torcer la
cabeza hacia un lado. Todo se oscureció a tu alrededor; y
tus piernas, desorientadas, temblorosas, no fueron capaces
de mantenerte en pie. Trataste de afirmarte del respaldo del
sofá, pero de poco te sirvió; sin saber de nada más, caíste al
suelo delante de tus aterrados hijos emitiendo un espantoso
quejido que muy poco tenía de ti, un quejido animal.
Nadie supo qué hacer; todo fue tan rápido, tan sor-
prendente. A todos los fulminó la certeza de que no se
trataba de un simple desmayo... Tus vecinos más cercanos
se hicieron presente para tratar de reanimarte, cada cual
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Manuel Pout
II
¿Y dónde estás ahora, dónde estás realmente Efigenia? En
ningún destino... todavía. Despierta, despierta, que cada
instante cuenta para salir del lugar donde te encuentras.
Vamos, abre los ojos y levántate; vamos, que no hay tiempo
que perder, así, bien, con la misma energía que siempre has
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Filosofía de la máquina
III
Entras por una galería de suelo plano y asfaltado, una
calle. ¿La conoces? ¿Conoces el pequeño kiosco de diarios
de la esquina, los altos árboles, esos viejos caserones de la
vereda de enfrente, que parece que de un momento a otro
se vienen abajo pero que no lo harán porque siempre han
sido así? Por supuesto que conoces todo, es la calle donde
queda tu casa. Has dejado a tus hijos solos unos instantes,
un par de minutos... Comienzas a estremecerte de manera
exaltada, ¡sabes lo que pasará! A toda carrera te diriges a
casa y entras… El menor de tus chicos, de alguna endia-
blada manera ha logrado meter la cabecita por los altos
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Manuel Pout
IV
Los médicos te dan ahora la espalda, siguen conversando,
opinando, haciendo digresiones que poco tienen que ver
contigo, con tu gravedad, con tu creciente lejanía, como
si el tiempo fuera lo único que sobrara, lo único que no
importara; siguen sin entender la seriedad de la situación.
¿Será que el diario contacto con la agonía, con la muer-
te, en vez de agudizar sus sentidos ante el peligro, los ha
adormecido, atrofiado, como las piezas de una máquina
que ya no cumple su función…? ¿Será que sencillamente
les da lo mismo? Tu historial clínico parece no haberles
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Filosofía de la máquina
V
Notas con sorpresa que empiezas a bajar; creías que ibas
por terreno plano, pero en realidad vas por una pendiente.
¿Acaso pensabas que todos los laberintos eran planos? Este
no lo es, es distinto; las subidas y bajadas son el fundamento
de su arcana arquitectura, que el sueño de la vida con sus
mecanismos dibuja sin cesar.
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Filosofía de la máquina
VI
Los médicos no dejan de tocar, de examinar tu cuerpo;
hablan de epilepsia, anemia, complicaciones respiratorias,
cardiacas... En el fondo no tienen la certeza de nada, pues
tus síntomas no son claros y podrían ser el resultado de
más de una causa. Sin embargo, uno, que cree que tus pro-
blemas son cardiacos, piensa que quizás deberían operarte,
pero los otros no están seguros, lo ven muy prematuro,
demasiado arriesgado, creen que es mejor probar otros
métodos, tomar los necesarios exámenes, antes de hacer
uso de los filosos escalpelos.
Te han puesto una máscara de oxígeno que te cubre
casi todo el rostro. Vuelven a tomar tu desechado historial
clínico y, con los ojos bien abiertos, lo hojean, lo releen,
esperanzados en encontrar lo que no hallaron o no se pre-
ocuparon de hallar la primera vez que lo miraron. Tus hijos
observan impotentes, sin romper el silencio; no se miran
entre ellos, quieren mantenerse firmes, conservar la calma,
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Manuel Pout
VII
Dejas atrás a tu madre y a tus hermanos y continúas bajan-
do. La galería se hace cada vez más oscura y tenebrosa. Tú
odias, temes la oscuridad, desde niña, desde aquella vez que
te perdiste en el monte al atardecer y tu padre, ya entrada
la noche, te encontró llorando de miedo y de frío junto a
un árbol. Una luz aparece de repente por tu izquierda; es
la entrada a otra galería. Te detienes ante ella un instante,
dubitativa, luego entras.
Notas que es más angosta, pero más iluminada que la
anterior. Caminando por ella te das cuenta que ya no vas
por una pendiente, que es plana; plana, blanca e iluminada
como el pasillo de un hospital. ¿Hospital? Te encuentras
con una puerta. La abres. En una cama, conectado a una
serie de aparatos, ves a uno de tus hijos más pequeños, que
se debate entre la vida y la muerte. Desde que nació el pobre
ha tenido duros problemas para vivir, ¡una enfermedad tras
otra!, sin pausa, sin respiro, en fila esperando turno, como
si la vida nunca hubiese sido lo suyo, su destino. Medio
dormido te llama, con insistencia, implora tu presencia,
asustado, desamparado.
El sufrimiento, la impotencia, vuelven a estremecerte,
lloras sin llorar, no quieres verlo así, tan lejos de tus brazos,
de tu calor de madre, de las cosas hermosas de este mundo;
quieres verlo sanito, quieres verlo correr, gritar, subirse a
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Filosofía de la máquina
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Manuel Pout
VIII
No reaccionas con el oxígeno, tu cuerpo sigue inmutable,
como si estuviera embalsamado, dormido para siempre. Los
médicos se cercioran de que el suministro esté funcionando,
de que sea el correcto. Todo funciona con precisión, eres tú
la que simplemente no responde, la que no quiere despertar.
Lejana en tu inconsciencia, comienzas a ponerlos nerviosos.
Sin quitarte la vista de encima, vuelven a discutir las medi-
das a tomar. Pero el tiempo es ahora su franco enemigo: tu
pulso se debilita con rapidez, tu corazón late sin ánimo, su
tamborileo se hace cansino, tenue, peligrosamente imper-
ceptible por momentos. Tus hijos mayores se dan cuenta
de que algo anda mal, muy mal, perciben la angustia de los
médicos, que en evidencia deja su nervioso gesticular. Sus
corazones se llenan de espanto, de un amargo sentimiento
de prematura despedida; no pueden evitar ver cercano el fin.
Sin embargo deben mantenerse firmes, fuertes, aguantar las
lágrimas, como tú siempre les has inculcado en momentos
de adversidad, pues aún no está todo dicho...
IX
A medida que avanzas la galería comienza a estrecharse y
la luz a disminuir. Sospechas que las sombrías murallas te
observan con frialdad, que tras de su apariencia se ocultan
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X
Sigues sin responder a los esfuerzos de los médicos; tu pulso
continúa debilitándose, haciéndose cada vez más imper-
ceptible, como tu extraviado corazón. Por un momento
pensaron que volvías en sí, pues a uno le pareció ver que
movías los párpados, pero se equivocaba, los aparatos no
habían registrado ninguna alteración en tu estado.
Nada parece ayudar. La inmutable expresión de tu
dormido rostro da la impresión de que no quieres que te
ayuden, que no quieres que manos extrañas te toquen,
que solo deseas que te dejen en paz, entregada al destino
que el Señor te ha reservado, como agradecida y abnegada
cristiana.
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XI
Corres y corres pero sientes que no avanzas, que ser aplas-
tada como un insecto es inminente. El espantoso ruido,
el desenfrenado movimiento, parecen no querer terminar
nunca, no te permiten respiro. Corres y corres desespe-
ranzada, viendo derrumbes, objetos que caen por todas
partes, escuchando gritos de pánico a lo lejos, dándote ya
por sepultada bajo una montaña de escombros, hasta que,
por fin, llegas al umbral de otra galería y entras sin vacilar.
Lo único que quieres es salir de ese lugar, encontrar la
dichosa puerta… Ya no tiembla... Te sientes a salvo. Sin em-
bargo, un intenso frío, nunca antes sentido, te envuelve de
repente cubriendo todo a tu alrededor con un blanco manto
de nieve. La quietud, el silencio, no pueden ser mayores.
Extrañada, te internas por un breve pasillo de claras
paredes y desembocas en un living rodeado de estanterías
110
Filosofía de la máquina
XII
Has perdido el pulso, no te lo encuentran, tu corazón ya
no bombea, se ha detenido por completo. Los médicos a
toda carrera te desnudan el pecho, uno te pone sobre él dos
manillas conectadas por cables a una máquina y, contando
hasta tres en voz alta, te propina una considerable descarga
eléctrica para hacerte reaccionar. Pero los monitores siguen
sin registrar cambios, tu pulso y tu corazón no despiertan, no
se dejan seducir por la magia de la electricidad. Prueban de
nuevo; nada ocurre. Vuelven a intentarlo con una descarga
111
Manuel Pout
XII
Acaricias las mejillas de tu hijo con gran ternura, leyen-
do en su cristalino mirar la conmovedora alegría que siente.
Sin tristeza, te despides de él yendo hacia la ansiada puerta.
Afuera, un aromático jardín de rosas, hortensias y calas
te recibe, haciéndote recordar el jardín de tu casa que con
tanto esmero cuidabas. Te dejas embriagar por el exquisito
aroma a humedad de la tierra, mientras vas acariciando los
pétalos y las hojas más suaves y hermosas que alguna vez
hayas visto. Un sentimiento de incontenible dicha te invade;
presientes que algo está a punto de suceder... Miras hacia
un costado y de golpe los ves. ¡Ahí están todos, Efigenia!
Tu esposo, tus hijos, tus nietos, tus hermanos, tus padres...
Alegres te esperan, donde todos los tiempos en un
divino suspiro quedan confundidos; en la eternidad. Ve a
abrazarte con ellos, la pesadilla ha terminado.
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Este libro se terminó de imprimir
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Teléfono: 225-4269 / ril@rileditores.com
Santiago de Chile, julio de 2011
Se utilizó tecnología de última generación que redu-
ce el impacto medioambiental, pues ocupa estricta-
mente el papel necesario para su producción, y se
aplicaron altos estándares para la gestión y reciclaje
de desechos en toda la cadena de producción.
L a máquina es una presencia inevita-
ble, una especie de aleph que enfren-
ta al personaje con el lado más profundo
de su soledad. El tiempo, condenado a
ser una forma más en un panorama al
parecer irreal, se vuelve materia palpa-
ble. Las mutaciones del aparato son el
origen de una profunda reflexión que
empuja el relato a los bordes mismos de
la ciencia ficción.
Manuel Pout consolida con este nue-
vo libro una singular poética del género
y se aleja de los lugares comunes, con
una propuesta que retoma una larga tra-
dición pero también la trasciende a par-
tir de un clima que se nutre de lo onírico
y de la fantasía. Sin duda, se trata de una
voz emergente en la ciencia ficción y el
genero fantastico chilenos
NARRATIVA