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Manuel Pout

Filosofía de
la máquina
Filosofía de la máquina
RIL editores
bibliodiversidad
Manuel Pout

Filosofía
de la
máquina
Ch865 Pout, Manuel
P Filosofía de la máquina. / Manuel Pout. ––
Santiago : RIL editores, 2011.

114 p. ; 18.5 cm.


ISBN: 978-956-284-807-7

1 Cuentos chilenos. 2 literatura chilena.

Filosofía de la máquina
Primera edición: julio de 2011

© Manuel Pout, 2011


Registro de Propiedad Intelectual
Nº 206.250

© RIL® editores, 2011


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Composición, diseño de portada e impresión:


RIL® editores

“«ÀiÜÊi˜Ê
…ˆiÊUÊPrinted in Chile

ISBN 978-956-284-807-7

Derechos reservados.
Índice

Filosofía de la máquina

Tesis .........................................................................13

Antítesis ................................................................. 31

Síntesis ....................................................................55

Anexo A

Fascinante sueño
de un mecánico adolescente ............................... 73

Anexo B
Laberínticos mecanismos de salida .................... 85
Efigenia en su laberinto ...................................... 95
Máquina: artificio para aprovechar,
dirigir o regular la acción de una fuerza.
Diccionario de la rae

Los hombres inteligentes quieren aprender;


los demás, enseñar.
Anton Chejov
A Daniel y Elise…
Tesis
Filosofía de la máquina

I
La máquina, que muchos creyeron perfecta e invulnerable, se
compuso de un número indefinido de mecanismos, secciones
y niveles. Su producción fue simple e invariable; solo dos
piezas, dos motivos, constituyeron su razón de ser durante
tantos y tantos siglos: tornillos y tuercas. De ellos derivaría
todo lo demás…
Al volver la vista atrás, al pasado remoto, me invade la
nostalgia evocando aquellos tiempos extraordinarios de su
génesis. Porque en el principio era muy distinta, muy peque-
ña, un átomo de lo que con el tiempo llegaría a ser. Constaba
únicamente de un rudimentario y frágil mecanismo que
cabía perfectamente en una simple caja de herramientas.
Solo una tuerca, solo un tornillo, bastaron entonces para
mantener la unión de las piezas, para darle vida.
Los primeros siglos fueron asunto de muchas imperfec-
ciones, grandes penurias, tenaces esfuerzos, gran voluntad
y esperanza. Era un lento avanzar dictado por el asedio
implacable de enérgicos enemigos; enemigos armados con
el mortal poder de la oxidación, siempre acechante en
aquellos oscuros tiempos sembrados de abismos.

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Manuel Pout

Debo admitir que más de una vez pensé que no lo lo-


graría, que la vulnerabilidad de sus incipientes metales, la
deficiente viscosidad de sus aceites, la mediocre calidad de
sus grasas, no serían capaces de proteger por mucho tiempo
sus débiles engranajes y mecanismos, su incierto accionar,
que siempre daba la impresión de estar a punto de detenerse.
«Perecerá envuelta en la realidad de un caos sin fin», llegué
a decirme más de una vez, abrumado por la incertidumbre.
Oh, dioses, ¡qué tiempos aquellos! ¡Cuánta insegu-
ridad, cuánto temor, cuánto lamentoso crujir de metales,
cuánta desesperación! No se podían emprender mayores
mejoras, ni mucho menos llevar a cabo las ampliaciones
necesarias que la estructura exigía para estimular su desa-
rrollo. Esta fue la causa de que muchas veces la limitada
pero buena producción se perdiera en parte o completa-
mente por falta de una bodega segura en donde ponerla a
resguardo de la hostil intemperie. Solo quedaba resistir con
lo poco que se contaba, alimentar la esperanza invocando
la venia de todas las fuerzas cósmicas. ¡¿Qué más se podía
hacer en medio de tan precarias condiciones?!
Ya lo he dicho: fueron tiempos durísimos. Pero la
máquina logró sobrevivirlos, aprendió a enfrentarlos, a
imponerse sobre ellos. Con mecánica paciencia, en la me-
dida de sus posibilidades, procuró la materia prima y los
procedimientos para la construcción de una discreta pero
sólida bodega, que en su parte trasera fue tomando cuerpo
con el ensamble de planchas y vigas firmemente unidas
con la asistencia de nuevos y vigorosos tornillos y tuercas.

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Filosofía de la máquina

II
Una mañana grandiosa, donde el astro rey pareció arrojar
sus más hermosos y estimulantes rayos, fue testigo de su gran
hazaña: la bodega estaba terminada. Tenía forma de cubo,
simple, sin pretensión arquitectónica alguna, obviamente los
tiempos no estaban para eso; todavía faltaban siglos para
presenciar las primeras proezas en diseño. Se erguía a las
espaldas de la máquina como un escudo en la retaguardia,
listo para entrar en funciones.
Por fin podría ella respirar con cierta holgura. La pro-
ducción tenía ahora un refugio seguro, estaba a salvo de sus
malignos enemigos; por primera vez se pudo entonces pensar
en el futuro como algo asequible, se pudo soñar con un des-
tino de prosperidad: ¡la empresa quedaba bajo su control!
Este hecho trascendental marcó el fin de su génesis, de
sus agonías, las pesadillas llegaban a su término.

III
El siguiente paso lo daría sin vacilar: el tiempo de su
anhelada expansión, de la ciclópea tarea de su crecimiento,
había llegado.
Una a una, las deseadas mejoras se fueron haciendo
realidad; la producción, ahora abundante, sana, sólida, se
destinó para la construcción de nuevos y más poderosos
mecanismos y motores, para enlazar nuevas secciones, con
vigas más grandes y resistentes, para la construcción de
potentes hornos donde se elaborarían las futuras aleacio-

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Manuel Pout

nes que harían de sus metales, escudos inexpugnables. Los


latigazos de tanta fuerza adversa de otros tiempos pronto
se convirtieron en vagos recuerdos, leyendas, para la ahora
más compleja maquinaria de su bien lubricada conciencia.
El rudimentario y minúsculo artefacto de antaño se
transformó en todo un complejo organismo; en un vasto
y firme galpón techado lleno de angostos e intrincados
pasillos que comunicaban las distintas secciones. El ruido
de motores, de intermitentes sirenas, del accionar de me-
canismos, de la metamorfosis de la materia convirtiéndose
en forma, sonaba tan melodioso y perfecto que invitaba a
pensar en un gran coro de voces e instrumentos musicales.
¡Una orquesta! ¡La orquesta de los tiempos! ¡Interpretando
la sinfonía de las sinfonías, la del progreso! Era un hermoso
espectáculo, no pocas veces la emoción colmada de alegría,
de satisfacción, humedeció mis ojos.
Mis mejores recuerdos son precisamente los de aque-
llos tiempos, pues fue la época en que adquirí la madurez
para asumir la responsabilidad que la máquina me tenía
destinada: ser su mecánico. Tomando inmediata posesión
de las herramientas que había seleccionado para mí, lleno
de orgullo acepté este destino, consciente de la gran res-
ponsabilidad que recaía sobre mis manos: si bien se trataba
de ella, de nada debía darme por enterado, todo había que
observarlo con minuciosa atención, captar los constantes
cambios, los avances, para así volver a aprender. No negaré
que en un primer momento sentí temor, que temblé al pen-
sar en la enorme tarea que me esperaba; la experiencia me

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Filosofía de la máquina

enseñaría que de nada debía avergonzarme, pues ninguna


gran empresa se acomete sin una cierta cuota de temor.

IV
Como decía, este vigoroso organismo a grandes pasos fue
creciendo en volumen y capacidad. Su producción aumentó
de manera geométrica. El gran galpón de la noche a la
mañana se hizo pequeño. El techo, que antes cumplía una
función protectora, se convirtió en un irónico obstáculo.
Otra etapa, de radical importancia, se acercaba: la conquis-
ta de los cielos, la extensión vertical, que daría comienzo
a las grandes hazañas arquitectónicas.
Según su estrategia, el extenderse hacia arriba creando
distintos niveles, era requisito indispensable para enfren-
tar en forma más organizada y eficiente los desafíos que
traía su desmesurado crecimiento. Así fue como techo y
galpón desaparecieron, cediendo el paso a una estructura
más compleja.
Desde ese momento nunca más se volvió a hablar de
límites, todo fue expansión; expansión inaudita. Tampoco
se supo más de los muchos males externos que, a pesar
de sus progresos, seguían acechándola a la espera de un
momento de debilidad; la ingeniosa inventiva de eficientes
mecanismos de defensa le fue dando un carácter inexpug-
nable, invulnerable; ya no había enemigos para ella... (Un
extraño y embriagador sentimiento de creerla y de creerme
todo poderoso me invadió entonces...).

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Manuel Pout

V
Nuevos métodos, nuevas técnicas, nuevas secciones, nue-
vos niveles, hacían su aparición en escena de manera casi
intempestiva para mis sorprendidos ojos; no hacía más que
quedarme ocupado con la vista fija en algo determinado para
que luego, al volverme, me encontrara con una avanzada
construcción donde antes no había nada. «¡Los milagros
del progreso!», solía exclamar asombrado.
En los tiempos de su mayor gloria, en el mediodía de
su existencia, solía observarla desde los puntos principales
de su organismo, con amor de hijo agradecido, orgulloso,
con verdadero sentimiento metálico. En todas direcciones
se extraviaba mi vista, mi entendimiento, tratando de ha-
llar el fin de lo que creía, no sin algo de soberbia, infinito,
perfecto.
¡Qué equivocado estaba! Un día la mágica orquesta,
sin la menor advertencia, con un estridente chillido se
detuvo. Y al instante reconocí con espanto a aquel es-
calofriante enemigo de épocas remotas que nunca pensé
volver a enfrentar: el silencio... Todo fue el más completo
y duro silencio.
No tuve duda de que algo andaba mal. ¿Pero dónde?
¿Cuán grave sería la falla? Después de muchas vacilaciones,
opté por quedarme tranquilo y esperar. Confié en que solo
se trataba de una rutina de ajuste, aunque sabía que esta
posibilidad era mínima, pues la conocía muy bien: todos los
ajustes, ejecutados por ella misma o con mi ayuda, siempre
habían sido acompañados de grandes estruendos, gran celeri-

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Filosofía de la máquina

dad; como cuando los bombos y platillos hacen su aparición


triunfal en cada momento de sinfónico clímax. No trataba
de engañarme, solo me aferraba a mi hipótesis, confiado en
una débil esperanza. El miedo me invadía...
Por primera vez en muchos siglos me sentí solo, desam-
parado sin su enérgica protección. No quería caer víctima
del pesimismo, pero me era imposible evitar preguntarme
si el gran sueño había llegado a su fin, sin más, de golpe,
si volveríamos a caer en el caos, en el reino de la incerti-
dumbre, de la lucha desigual.

VI
El tiempo pasaba lento en la implacable quietud, los
años amenazaban con convertirse en siglos, mientras yo,
inmóvil, como una estatua, esperaba; pensando, orando,
dormitando, desmoronándome, reanimándome... De pron-
to, a punto de caer en el abismo del sueño, con inusitada
fuerza oí otra vez el girar de engranajes, el accionar de
palancas, el rugir de motores. ¡Fue como un milagro!
La máquina pareció resucitar de entre los muertos, col-
mada de energías, espantando al silencio con más bombos
y platillos que nunca, como si quisiera enmendar mi larga
y desoladora espera.
Sin embargo, a pesar de la metálica euforia, algo seguía
mal, ya que el rojo intermitente de las alarmas de seguridad
se había activado. Con ritmo inquietante, una a una fueron
encendiéndose aquellas lámparas, propagando sus señales
de alerta por todas las secciones y niveles. Comprendí que

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Manuel Pout

llegaba el momento de actuar, no podía seguir ahí de brazos


cruzados, con ciega fe, a la espera de una solución caída
del cielo, salida de la nada.
Corrí cuatro décadas por largos pasillos dominados
ahora por un calor abrasador nunca antes sentido en
esos sectores. Luego bajé a zancadas durante precisos
cuarentaiocho años por una de las escaleras de caracol
(que conectaban todos los niveles). Iba al nivel más bajo,
al subterráneo, en dirección a la bodega principal de he-
rramientas.
Una vez en el subterráneo, un curioso detalle me distra-
jo frenando mis apurados pasos: el suelo estaba sembrado
de tuercas. Me pareció extraño, pues no recordaba haberlas
desparramado allí. Sin embargo, dadas las circunstancias,
no le di más vueltas al asunto. Seguí corriendo y entré en la
bodega en busca de la caja de herramientas roja, que era la
más completa, la que contaba con las llaves más modernas.
Cuando por fin la encontré, con una agilidad y fuerzas
que desconocía en mí, de un tirón levanté su considerable
peso acomodándomela en el hombro izquierdo. Entonces
partí de inmediato hacia el nivel principal, más que nada
guiado por mi intuición, ya que el problema podía estar en
cualquier parte o, lo que era peor, en todas partes. No me
encontraba muy lejos de mi objetivo, al cabo de rápidos
treintaidós años llegué al lugar, con la respiración entrecor-
tada, el corazón en la garganta y mi pesada caja al hombro.
El timbre de las alarmas era el único sonido perceptible.

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Filosofía de la máquina

VII
Comencé a buscar con suma atención y cautela, detenién-
dome ante cualquier detalle que me pareciera anormal.
Mi cuerpo se convirtió en un verdadero radar. Los aceros
impecables de vigas y planchas con sus relucientes torni-
llos sosteniéndolas daban la impresión de robusta salud,
pero sabía que no era así. «Problema, problema ¿dónde
te ocultas?», repetía en voz baja examinando laberínticos
pasillos y secciones pobladas de toda clase de instrumen-
tos, de maquinaria menor, de repisas atestadas de cajas
metálicas, pantallas de control, cables de distintos grosores
y colores, relojes de todos los tamaños... Todo lo hallaba
normal, en perfecto estado, a excepción de un hecho que
ahora sí acaparó mi atención: en los pasillos y en los sue-
los de varias secciones encontré un sinnúmero de tuercas
esparcidas, muchas de ellas llenas de polvo y óxido. «¿De
dónde salen?», «¿cómo llegaron hasta aquí?», me pregun-
taba inocentemente, tratando de dar con una respuesta
lógica al misterio.
De tanto pensar en el asunto, fui cayendo en la sos-
pecha de que tal vez este extraño fenómeno tenía que ver
con los problemas que aquejaban a la máquina. Pero al no
descubrir, al no ocurrírseme ninguna razonable conexión,
seguí adelante con mi investigación, con la esperanza de
no encontrarme lejos de hallar una explicación a lo que
ocurría.
No resultó así. La búsqueda se tornó frustrante. Las
décadas fueron pasando sin que yo hiciera progreso alguno

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Manuel Pout

en mis pesquisas. «¡¿Dónde diablos está el problema?!»,


exclamaba airado, tropezando a cada paso con esas sucias
tuercas tiradas por todas partes. Mi paciencia se agotaba,
cedía ante mi creciente desesperación. Llegó un momento
en que, totalmente desorientado, ya no sabía para dónde
ir ni qué investigar. Nunca pensé que algo así pudiera
sucederme; ahí estaba, desnudo ante lo imprevisto, sin
poder creer, sin querer aceptar, el completo fracaso de mi
metódica búsqueda.

VIII
Un estruendo ensordecedor (ajeno a toda orquesta) vino
a quebrar de golpe la angustiante inmovilidad en que me
hallaba. Toda ella se estremeció en un quejido horroroso de
metales y sirenas. Luego vinieron temblores de variable in-
tensidad, intermitentes, como solos de un violín desafinado...
¡Quería ayudarla! Nadie sabe cuánto quería ayudarla,
pero me sentía incapaz, insignificante ante la magnitud de los
hechos. Lo había intentado todo sin la menor recompensa.
En estas circunstancias fue que el principio del fin
manifestó sus claros síntomas: cuando fijé la vista en una
sección de laboratorios, de la cual provenían incesantes
crujidos, no lejos de donde yo estaba, me pareció ver que las
vigas principales que afirmaban las murallas de la sección
se movían. Corrí hacia allá siempre con mi caja al hombro.
Nada encontré por afuera. Instintivamente, con la seguri-
dad de hallarme ahora sí muy cerca de resolver el misterio,
entré en la sección con linterna en mano, para examinar

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Filosofía de la máquina

las vigas por el otro lado. Esto no fue fácil, pues el acceso
para tales inspecciones siempre se veía obstaculizado por
estantes y repisas que por razones de orden solían estar
pegados o muy juntos a la muralla (he aquí el motivo por
el cual casi nunca se hacían estas inspecciones). Esforzán-
dome, logré introducirme por la estrecha separación que
quedaba entre un estante y una de las vigas... Mi corazón
casi se detuvo con la terrible visión que me aguardaba:
la luz de mi linterna alumbró las últimas cuatro o cinco
tuercas de una viga que, por arte de alguna fuerza desco-
nocida, se desatornillaban por si solas abandonando así sus
posiciones, desentendiéndose de los tornillos, dejándolos en
absoluto desamparo. Sin la menor duda, me dije entonces
que lo mismo debía estar sucediendo en todas partes.
La búsqueda había llegado a su fin… Deseé no haberme
encontrado nunca con esa explicación; con esa escalofriante
realidad. ¿Cómo se hace frente a algo, a un enemigo cuya
naturaleza va más allá de lo predecible, de lo imaginable?
Recuerdo que reí nerviosamente, con un sentimiento de
abismante impotencia. Pero no era el mejor momento para
perder el control. Traté de tranquilizarme procurando sacar
fuerzas de flaqueza, recordando mejores tiempos, los grandes
desafíos de los que la máquina había salido victoriosa.

IX
A pesar de lo evidente de los hechos, alimentando en el
fondo de mí la vaga esperanza de estar equivocado, de que
no se había tratado más que de una jugarreta de mi nervio-

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Manuel Pout

sa imaginación, salí de la sección con tranco rápido para


inspeccionar la sección de enfrente. Pero no pude entrar,
a toda carrera tuve que retroceder para no ser aplastado
por las vigas y planchas de la entrada que se desplomaron
haciendo gran ruido. Tuercas, cientos de ellas, quedaron
esparcidas por todas partes, semejando un ejército en vil
retirada. Junto con estas, un fuerte olor a encierro, a metal
corrompido por el óxido, se apoderó del aire circundante.
Con miedo y amargura comprendí que ninguna duda
podía caber. No había razón para continuar con la búsque-
da: inequívocamente había descubierto el misterioso mal.
Volví a cuestionarme entonces de qué imposible manera
yo, que no era más que el mecánico, haría frente a seme-
jante problema, si ni siquiera la máquina misma, con todo
su poder, su gloriosa historia, con toda su perfección, era
capaz de la menor defensa…
En medio de esos difíciles momentos, recuerdo que
algo curioso y la vez irónico sucedió. Con lujo de detalles,
recordé cada una de las miles de veces que en el devenir de
los siglos mis paños y mis aceites pasaron por las cabezas
de los tornillos, dejándolos impecables, relucientes, libres
de cualquier amenaza de oxidación. Siempre que terminaba
con esta rutina, una satisfacción por el trabajo bien hecho
me hacía sonreír, silbar melodías de júbilo que inspirado
iba inventando. En ningún momento se me ocurrió pensar
en las tuercas, tristemente anónimas y desamparadas por
el otro lado; también ellas necesitaban de mis cuidados y
atenciones, pero yo no supe entenderlo, ni siquiera se me
pasó por la mente.

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Filosofía de la máquina

X
Mi ensimismamiento, cargado de autorreproche y arrepen-
timiento, pronto fue interrumpido por nuevos estruendos
que con sobresalto escuché a mis espaldas. Era la sección
donde poco antes había estado, la de laboratorios. Sus
vigas principales y laterales se vinieron abajo junto con
las planchas, quedando solamente en pie, oscilante, la
muralla trasera.
Todo se hizo pánico e incertidumbre en mí afligida
alma, por primera vez sentí cercano el fin, mi muerte…
En un desesperado intento por cambiar el curso de
los hechos, con mi caja roja al hombro, pasé casi un siglo
corriendo en todas direcciones. Entré en incontables niveles
y secciones; años y años, inútilmente, con mis mejores des-
tornilladores y llaves, fui recogiendo tuercas, poniéndolas
en su sitio, apretándolas con fuerza, pero todo era en vano,
volvían a soltarse girando por los hilos de los tornillos con
gran prisa, cayendo otra vez al suelo.
En todas partes era lo mismo: ¡Miles de tuercas!
¡Cientos de miles! Humilladas por la suciedad, el óxido,
los malos olores, la falta de luz, el obligado anonimato,
caían rodando por los suelos provocando nuevos colapsos,
negándose terminantemente a seguir cumpliendo la función
que se les había encomendado.
El ritmo creciente de destrucción me hizo entender
que el caos era completo y el fin inminente. Entre tanta
congoja y miedo, de súbito caí en cuenta que algo de suma
importancia, que constituía la razón de la máquina y la de

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Manuel Pout

mi propia existencia, se me había olvidado por completo:


¡la producción!...

XI
Imaginándome lo peor, casi sin fuerzas, volví a bajar las
escaleras de caracol, perdiéndome en la penumbra de un
fondo iluminado solo por las luces intermintentes de las
alarmas. Al llegar a las bodegas de la producción, que
también se encontraban en el subterráneo, más allá de
la bodega de herramientas y los depósitos de materias
primas, subí por las escalerillas de uno de los enormes
estanques de almacenamiento hasta llegar al tope y, con
horror, contemplé el estropeado contenido. La produc-
ción, la dichosa producción; invariable, dual, perfecta,
estaba pagando las consecuencias de este caos infernal.
Los procesos de elaboración se habían alterado causando
un daño irreparable. Tornillos y tuercas, los orgullosos
hijos de la máquina, eran ahora mutantes sin sentido,
tristes aberraciones irremediables, dignas de lástima; los
primeros yacían curvos, sin cabeza o sin hilo, mientras que
las segundas, yacían quebradas, sin agujero o sin cantos...
Por más que busqué, apartando con vehemencia las piezas
deformadas hacia los lados, no pude encontrar ninguna en
buen estado. ¡Ninguna!
Subiendo y bajando incansablemente muchas escale-
rillas, inspeccioné, escarbé con pies y manos, desesperado,
la producción de los demás estanques, comprobando el
mismo penoso espectáculo en cada uno de ellos.

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Filosofía de la máquina

XII
Hace unos años que estoy sentado aquí, a los pies de uno
de estos estanques repletos de espanto. Silenciosas lágrimas
corren por mi rostro sin apuro. Aprovecho la poca quietud
que aún queda en este lugar para desahogar mi impotencia,
mi dolor; para calmar mi miedo. Por momentos contemplo
mi caja roja con sus inútiles herramientas adentro...
Pese a la adversidad, confieso que aún no me siento del
todo perdido; mantengo viva la esperanza de que alguien
se apiade de mí y venga en mi ayuda...

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Antítesis
Filosofía de la máquina

I
Como un niño asustado, desvalido ante los rayos y truenos
de una tormenta, se quedó el desdichado mecánico a la espe-
ra de ayuda, de una mano salvadora, de una voz que desde
las alturas de la omnipotencia le dijera «calma, estamos a
tiempo todavía, no temas, todo volverá a ser como antes…».
Pero los años y las décadas fueron pasando sin que
ninguna mano salvadora, superior, se hiciera presente para
ayudarlo, para cobijarlo brindándole el abrigo paternal
que en el fondo esperaba. Estaba solo.
Sus lágrimas terminaron por secarse, dejándole un
rastro de caprichosos surcos en el milenario rostro, como el
vestigio de secos ríos en la superficie de un planeta sin vida…
El agotamiento del llanto lo dejó pensativo, en un
estado de resignada quietud, mirando sin mirar un punto
indefinido en el suelo. Nada pasaba por su mente, no

33
Manuel Pout

tenía fuerzas para pensar, tampoco quería hacerlo. ¡¿Para


qué?! Solo esperaba el fin, como sumiso condenado que
ha aceptado su destino, aunque éste no terminaba nunca
de llegar, torturaba su espíritu con la inútil demora, que
ya ni siquiera era capaz de percibir en tiempo, sino en
profundidades de desesperanza, de soledad.

II
Pero los designios del destino no siempre conducen a lo que
se teme. A pesar de lo inminente, algo inesperado, alucinan-
te, sucedió: de pronto se encontró oyendo con claridad su
propia respiración; ninguna otra cosa más… ¡Imposible!
¡No podía ser! ¿Soñaba? ¿Acababa de morir aplastado sin
siquiera darse cuenta y ahora se separaba de su cuerpo?
¿O verdaderamente se estaría volviendo loco, como más de
una vez bien para sus adentros lo había pensado? Se llevó
las manos al rostro queriendo volver en sí, a la realidad; a
enfrentar con dignidad su malogrado destino.
Pese a ello, luego de unos instantes, tuvo la seguridad de
estar completamente despierto, oyendo solo su respiración…
El no haberse equivocado lo dejaba desconcertado.
Mirando a su alrededor se incorporó con precaución,
atento a cualquier ruido o movimiento raro. El silencio
era extrañamente absoluto, endiablado; igual a aquel otro
silencio que helara su corazón al cortar de golpe la majes-
tuosa sinfonía de la ahora moribunda máquina.
Intrigado, se preguntaba qué sucedía, qué significaba esa
insoportable quietud. ¿No era acaso el fin, el derrumbe de

34
Filosofía de la máquina

todo lo creado con tanto ciclópeo esfuerzo? Las luces rojas


de alarma estaban apagadas. Lo único que a medias seguía
iluminando la sección eran unos cuantos focos del techo que
el azar había salvado de la catástrofe. Luchando contra la
penumbra, trató de hacerse una idea de los daños sufridos
en la sección, hasta que fue interrumpido por un susurro a
sus espaldas. Reaccionó con sobresalto, apartándose unos
pasos de donde estaba para luego volverse a mirar. Nada
aparente sucedía detrás de él, todo se veía tranquilo, al menos
hasta donde su visión le permitía observar.
Pero el susurro, más bien metálico, agudo, no cesaba.
Pensó que tenía que provenir de uno de los estanques, pues
en el lugar no había otra cosa más que decenas de ellos,
enormes e iguales, y lo más probable era que se tratase del
que tenía más cerca.

III
Se acercó a la escalerilla del estanque y, luego de cerciorarse
de que no estuviera suelta, subió por ella, sin apurarse,
reprimiendo sus temores. Llegando al borde, miró dentro.
Notó que solo estaba lleno hasta la mitad y no hasta el
tope como cuando lo inspeccionara en plena catástrofe…
¿Qué había pasado con el resto de las piezas? ¿Es-
tarían esparcidas por los suelos, habrían saltado del es-
tanque por el efecto de tanta vibración y derrumbe? Lo
dudaba, pues no recordaba haber visto nada en los suelos,
y semejante cantidad de material era imposible que pasara
inadvertida, por el contrario, lo más probable habría sido

35
Manuel Pout

que parte de ella lo sepultara al salirse del estanque. Pero si


no habían saltado fuera, la única posibilidad entonces era
que hubiesen bajado por los conductos de producción...
¡Tonterías! ¿Hacia dónde irían si ya no se producía ni se
ensamblaba nada? ¡La máquina había sucumbido, y con
ella el futuro, no debía olvidarlo! Tenía que haber otra
explicación.
El ruido se mantenía constante, monótono. Podía
registrar el ligero movimiento de las malogradas tuercas y
tornillos provocado por el vaciado del estanque... ¿Baja-
rían realmente por los conductos de producción? Y si así
fuera, ¿dónde irían a parar, a qué otro infierno dentro del
infierno? ¡No! ¡Tonterías! Resultaba demasiado absurdo
para ser verdad; sin duda pronto daría con una razonable
explicación.
Pensando que quizás el ruido solamente se debía a una
rotura por donde se filtraban las piezas, en la parte trasera
del estanque, bajó a revisarlo.
La estructura, aparte de un abollón, causado proba-
blemente por la caída de una de las muchas planchas que
yacían en el suelo, estaba intacta, sin la menor rotura.
Volvió a darle una detenida mirada a los suelos, debajo de
las planchas derribadas. ¡Nada por ninguna parte!
Los hechos no hacían más que confirmar lo que se re-
husaba creer: la producción, siguiendo la rutina de siempre,
bajaba por los conductos que la destinarían a nuevos proce-
sos. Bien sabía que la puesta en marcha de éstos era la única
manera de activar el vaciado de los estanques.

36
Filosofía de la máquina

IV
Absorto con su descubrimiento, trataba de imaginarse de
qué naturaleza podrían ser esos nuevos procesos, hacia
qué específicos fines apuntarían; y en el caso que no los
hubiera, a dónde iría a parar todo.
Un fuerte remezón, que amenazaba con desplomar lo
que quedaba en pie, le hizo caer al suelo. Con renovado
horror, temió que el tormento no hubiese acabado después
de todo, que solo se hubiese dilatado engañándole con el
sueño de una inesperada resurrección.
Sin embargo el temblor cesó, y en su lugar otro ruido
metálico, recio, pero soportable, y que provenía de fuera
de la sección, fue tomando forma, haciéndose constante,
agradable, armonioso. De alguna arcana manera se parecía
a aquel grandioso conjunto de sonidos, de sublime orquesta
que, plena de energía, de impecable accionar, lo deleitara
durante siglos y siglos.
Llevado por la nostalgia, se quedó pensativo, quiso
sumergirse en lo más profundo de aquellos mejores tiem-
pos, sentir otra vez, aunque fuera por unos instantes, la
perdida dicha, la cálida sensación de completa seguridad.
Pero pronto volvió en sí, atraído por la fuerza de un
sentimiento aún más grande que la nostalgia; la curiosi-
dad: ¿Qué estaba sucediendo realmente? ¿Qué eran esos
ruidos allá afuera? Creía escuchar a lo lejos el zumbido de
motores, el accionar de brazos mecánicos, de palancas, el
movimiento de carros transportadores de materia prima,
cosa que simplemente no podía ser, después de todo lo

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Manuel Pout

ocurrido. No obstante, los ruidos continuaban, se hacían


más claros y diversos, dando la impresión de ir acercándose
a donde él estaba.
Algo sucedía, no cabía duda, y para averiguarlo solo
tenía que salir de la sección a dar un vistazo, aunque el
miedo no dejase de acorralar su espíritu.

V
Salió con cautela, mirando hacia las planchas sueltas de
los techos, hacia abollados estanques de dudosa estabili-
dad, hacia las roturas de inseguras murallas y vigas, en
el momento menos pensado cualquier cosa podía venirse
abajo aplastándolo.
Afuera, el espectáculo que lo esperaba no resultó en
absoluto lo que se imaginaba; estaba más iluminado que
antes, detalle que, con asombro, le permitió ver que la
magnitud de los temidos daños no era tal, ni mucho menos.
Todo lo que podía distinguir seguía inexplicablemente en
pie, como si nunca hubiese ocurrido cataclismo alguno.
Sin embargo, al acercarse a las murallas de la bodega de
herramientas, notó que estas estaban un tanto separadas de
las vigas que las sostenían, pero no se venían abajo porque
unos pocos tornillos (curiosamente con la cabeza del otro
lado de la muralla) las mantenían en posición.
Lo mismo ocurría con otras secciones que fue exa-
minando; algunas en peor estado que otras, pero en pie,
y con esos curiosos tornillos con la cabeza del otro lado,
afirmándolas. Se preguntó cuánto podrían resistir, porque

38
Filosofía de la máquina

nunca eran muchos por viga, y sin las necesarias tuercas


era solo cuestión de tiempo, unos cuantos años en el mejor
de los casos, antes que terminaran por ceder.
El zumbido de motores, de todo tipo de maquinaria livia-
na y pesada en movimiento, le llegaba ahora a sus oídos con
perfecta nitidez desde los niveles superiores... Aún le costaba
creer que algo siguiera funcionando, cuando él mismo, con
su vida en constante riesgo, había visto como todo estrepi-
tosamente se derrumbaba. ¡No podía estar tan equivocado!

VI
Abandonó las averiadas secciones y se dirigió a la escalera,
temiendo que quizás, justamente aquella, estuviese hecha
escombros en el suelo. Pero ahí estaba todavía, en pie,
aunque su forma de caracol ya no era la misma. La espiral
de sus curvas era menos pronunciada y tenía abollones por
todas partes; daba el aspecto de haber sido achatada por
las poderosas manos de un gigante enfurecido.
Pensaba que, a pesar de los cambios, del difícil acceso
que presentaba su deformidad, le sería posible subirla,
claro, siempre y cuando soportara su peso, de lo que no
estaba seguro; pero no eran precisamente los tiempos para
venir a exigir certezas de ningún tipo, menos aún cuando
no se contaba con otras opciones. Debía correr el riesgo,
que bien sabía que no era el primero ni sería el último.
Comenzó a subir apoyando una mano en la irregular
baranda, con calma, tanteando todo el tiempo la resistencia
de los escalones... ¿Qué había pasado con todo lo vivido,

39
Manuel Pout

lo sufrido? ¿Lo habrían engañado sus sentidos, golpeados


por el pánico, todo lo había imaginado? ¿Era esa la simple
y rotunda verdad? Ahora subía por esa escalera que, con
seguridad, no habría quedado en pie después de la hecatom-
be, y que, más encima, extrañamente le daba el aspecto de
rediseñada, como si las manos del gigante hubiesen tenido
un propósito que iba más allá de la simple demostración
de fuerza, inaudita ira.
Los peldaños, salvo esporádicos crujidos, respondían
a su peso con normal solidez. No sin asombro, notó que
tenían casi todos los tornillos y tuercas en su lugar, pero en
la posición opuesta. Ver tuercas en vez de cabezas de torni-
llos lo turbaba, le hacía recordar aquel fatídico momento
en que descubriera la causa de los males que aquejaron a
la máquina y que terminaron destruyéndola.
Agachándose para mirar el fenómeno en detalle,
reparó en algo más sorprendente aún: había tornillos de
distintos tamaños y grosores, algunos curvos o sin hilo, o de
forma más angulosa que cilíndrica. Muchas de las tuercas
que los sostenían presentaban deformidades semejantes...
Esto solo podía significar una cosa para él: ¡La malograda
producción estaba siendo utilizada! Menos claro le queda-
ba el porqué, la razón de tamaña irracionalidad.
Siguió subiendo...
Con el paso de los años se fue sintiendo seguro de
la escalera, de su firmeza, a pesar de los mutantes que la
mantenían en pie. Por momentos se detenía en busca de
piezas en buen estado, normales y en la posición correcta,
pero siempre en vano. Comenzaba a resultarle evidente que

40
Filosofía de la máquina

buscaba el rastro de una realidad que ya no existía, de otro


tiempo, materia de un pasado irrepetible. No concluyó su
ascensión hasta llegar a uno de los niveles principales, el
de motores de gran capacidad.

VII
Entrando en una sección de construcción (por averiados
pasillos que caprichosamente se curvaban estrechándose
y ampliándose) una vez más el asombro lo estremeció, al
llegar a la línea de ensamblado. Un enorme motor, o lo que
lo parecía uno, recibía los últimos ajustes. Tenía una forma
elipsoide que en el medio se hinchaba desmesuradamente
y los extremos eran desiguales; uno, abultado y curvo, y
el otro, más achatado y anguloso.
Se acercó al aparato y subió por una de las escale-
rillas de inspección (ubicadas a ambos lados de la línea
de ensamble) para mirarlo desde arriba. Luego, bajando
pausadamente, examinó las uniones de las planchas y la
posición de los componentes que le eran visibles. Repitió
la operación por el otro lado del motor.
Al terminar, se apartó unos metros y lo volvió a con-
templar, con expresión extraviada, como no queriendo
aceptar lo que tenía ante sus ojos. Había quedado con una
mezcla de desazón y repulsión: el motor también estaba
ensamblado con tornillos y tuercas de la nueva producción,
es decir, con material atrofiado.
Pero eso no era todo; las piezas cuya deformidad las
había hecho demasiado grandes o alargadas, habían sido

41
Manuel Pout

colocadas en la parte media, la más abultada, y con los


tornillos en la posicion opuesta, como parecía ser la nueva
regla básica de construcción. En los desiguales extremos,
fueron colocados tornillos y tuercas más pequeñas, pero
con deformidades tan notorias como los primeros; en mu-
chas de las piezas se podía apreciar cómo la fuerza bruta
debió ser empleada para hacer penetrar tornillos sin hilo en
tuercas de hoyos muy pequeños o simplemente sin hoyos,
para hacer girar tuercas con hilo en tornillos sin hilo y de
forma angulosa, para lograr ensambles de planchas (que
ni siquiera eran del mismo espesor) con tornillos curvos
o elípticos. Resultaba obvio que ninguna anomalía fue lo
suficientemente grande como para impedir el ensamblado...
Otro hecho que llamó su atención fue que muchas de las
piezas de la maquinaria misma eran también visiblemente
deformes, y su imperfección les daba un grotesco aspecto
de armonía con los tornillos y tuercas que las ensamblaban.

VIII
De todo lo visto sacaba una escalofriante conclusión, que
no hizo más que acentuar su desazón y repulsa: la estruc-
tura, el «nuevo diseño» del motor, se había adaptado a la
deformada producción, y no como antes, donde el diseño,
el lado artístico de la creación, era siempre lo determinante
en lo que fuera a necesitarse para la construcción, el lado
puramente técnico, ajeno a los vuelos de la imaginación.
Caminó hacia el fondo de la sala para inspeccionar los
otros motores que eran ensamblados, comprobando que

42
Filosofía de la máquina

todos tenían deformidades semejantes, pero ninguno era


igual a otro; había unos desmesuradamente grandes, del
tamaño de toda una bodega, mientras otros llegaban a ser
de proporciones muy discretas, insignificantes, no existía
la menor uniformidad, era como ver una fila de engendros
condenados de antemano a no existir, a la muerte, porque
para él era seguro que ninguno funcionaría. Solo tenía que
ir a la sección de pruebas para comprobarlo, una vez que
esas «cosas» fueran transportadas allí.

IX
Años más tarde, cuando los primeros motores comenzaron
a llegar a dicha sección, expectante, entró en ella. Los techos
de la sala estaban hundidos y varias paredes reventadas;
daba la impresión que de un momento a otro se vendría
todo abajo, sin embargo, intuyó que eso no sucedería, que
simplemente se trataba de otra deformidad como las ya
vistas. Más allá, en la plataforma, había un motor listo para
ser probado. Los groseros detalles de su construcción eran
aún más notorios que en el otro engendro que observara
en la línea de ensamblado. Tenía la grotesca apariencia de
corazón incompleto o quebrado, en su parte superior, y era
de un vivo tono rosa. Su superficie estaba atravesada por
una oscura línea diagonal hecha de inscripciones, llama-
tivos símbolos de las más variadas formas, naturalmente
desconocidos para él.
Más que la deformidad o los signos, fue el inusual
color lo que especialmente llamó su atención, pues desde el

43
Manuel Pout

principio, sin excepción, por razones de orden los motores


habían sido blancos o negros; lo que los diferenciaba era el
tamaño dependiendo de la función que fueran a cumplir.
Siglo tras siglo esta regla, que demostró ser tan certera, se
mantuvo invariable. Es cierto que de vez en cuando salían
motores de un color indefinido, pero eran repintados a
la brevedad, despejando así cualquier duda o confusión.
Seguro de que nada sucedería, esperó la señal de la
luz que daría inicio a la prueba, nada más que para ver en
qué acabaría todo luego del fallido intento.
Pero cuando la luz se encendió y luego escuchó el
potente y constante rugir del motor, no pudo creerlo, en
el acto se dirigió a la mesa de controles. Todo indicaba un
funcionamiento dentro de lo normal… ¿Cómo podía un
mecanismo tan complejo, específicamente diseñado para
trabajar dada precisas exigencias en las proporciones y
ensamblado de su estructura, funcionar en esas condicio-
nes? No lo entendía.
El rugir del motor no era exactamente el mismo que
estaba acostumbrado a escuchar; podría decirse que sonaba
mal, que pronto terminaría descompuesto, pero los contro-
les insistían en indicar un funcionamiento, una capacidad,
normal; en otras palabras, que estaba apto para entrar en
operaciones… ¡Absurdo!
A pesar de lo que indicaban los controles, se quedó
allí escuchando, mirando la prueba con la esperanza de
hallar una seria anomalía o al menos algo que indicara un
desempeño deficiente, hasta que esta terminó.

44
Filosofía de la máquina

El mutante había superado la prueba, funcionaba, ¡de


alguna endiablada manera funcionaba! La única explica-
ción posible para él, siguiendo la «lógica» de lo observa-
do hasta el momento, era que todas las nuevas piezas y
mecanismos se habían adaptado a una nueva forma de
funcionamiento, lo que implicaba una radical revolución
tecnológica, algo insólito. Y, de ser así: ¿qué sucedería en-
tonces con toda la maquinaria y herramientas diseñadas
para instalación y mantención, con sus propias cajas de
herramientas? ¿Tendrían que adaptarse él y aquéllas a nue-
vas formas, nuevos métodos de instalación y mantención,
experimentar también una total revolución? Le parecía lo
razonable, dentro de lo absurdo.

X
En medio de los ruidos de nuevas pruebas, abandonó
la sección en dirección a la sección de fabricación de
herramientas y piezas de ensamble, que no le quedaban
precisamente muy cerca. Para alcanzar su destino, debía
dirigirse al otro lado del nivel donde se encontraba y luego
bajar tres niveles por la escalera que allí había. Una vez
abajo, debía tomar por una larga e intrincada galería que
en mucho semejaba un laberinto.
Al llegar a la escalera del otro lado, se dio cuenta que
estaba en peores condiciones que la otra por la cual subiera;
no tenía barandas, sus peldaños eran mínimos, muchos
estaban rotos, casi sin tornillos ni tuercas, y la distancia y
altura entre uno y otro era irregular. Estas dificultades hi-

45
Manuel Pout

cieron lento y arriesgado su descenso, pero no lo suficiente


como para detenerle, pues se estaba acostumbrando a vivir
en peligro, bajo el constante acecho de la muerte.
Ya abajo, luego de pasar entre una multitud de pe-
queños hornos de fundición, se internó por la laberíntica
galería. A poco andar, se dio cuenta que casi nada que-
daba en pie de la construcción, gran parte de esta yacía
semiderrumbada o en el suelo, que por lo demás también
presentaba derrumbes, grietas. En muchos lugares las tum-
badas paredes apenas le permitían el paso, por lo que más
de una vez se vio obligado a trepar. Para mayor dificultad,
como las ruinas poco dejaban ver con claridad, fácilmente
se perdía durante años hasta volver a encontrar, por simple
azar a veces, el rumbo correcto.

XI
Cuando por fin logró avistar la buscada sección y a
lo lejos pudo escuchar el ruido de la maquinaria dando
forma a la materia, a las nuevas herramientas y piezas de
ensamble, se alegró de saber que seguía en pie y con vida,
que el esforzado viaje no había sido en vano.
Entrando en ella, reparó que estaba menos iluminada
que antes; algunos sectores, como el de los tornos, donde
se daba forma a las piezas más pequeñas, estaban en fran-
ca penumbra. El lugar le pareció más vasto que en otros
tiempos, lo que sumado a la falta de luz, daba un aspecto
desagradable, de abismo ilimitado. Examinó las nuevas
herramientas que pasaban por las huinchas hacia las cajas

46
Filosofía de la máquina

distribuidoras. No distinguió ningún cambio aparente; las


llaves para tuercas eran de los mismos tamaños y formas de
siempre, lo mismo ocurría con los destornilladores alicates
y otras herramientas...
¿Cómo se harían entonces las mantenciones? Porque
era obvio que lo que antes le servía para solucionar des-
perfectos, ajustar o cambiar piezas, ahora ya no servía,
constituía lo «deforme». De alguna manera tendría que
ingeniárselas para emplearlas hasta que otra solución se
le viniera a la cabeza.
Por el contrario, las piezas para ensamblado (que gene-
raban la mayor parte de la actividad en la sección), grandes
y pequeñas, salían, para decirlo de alguna manera, a tono
con los cambios, perfectamente deformes, semejantes a lo
que ya había visto en todos los lugares inspeccionados...
¿Seguirían esas deformidades patrones de construcción
establecidos por el «nuevo orden» o solo eran un producto
del azar, de un caos absoluto? En el peor de los casos, de ser
esto último, se correría el gran riesgo de que cada motor,
muralla, mecanismo, circuito, herramienta, viga, adquiriese
su propia forma, en al menos un detalle distinta a todas las
demás, situación que haría de las eventuales mantenciones
un desafío extraordinario. ¿Qué pasaría si no fuese capaz
de llevarlas a cabo? ¿Podría la máquina, en sus actuales
condiciones, ejecutar sola todas estas tareas?
Se repetía estas preguntas mientras miraba el pasar
de piezas y herramientas por las huinchas, hasta que estas
quedaron vacías y la operación se detuvo. Luego, las cajas

47
Manuel Pout

distribuidoras, repletas, comenzaron a correr por otras


huinchas más grandes hacia sus respectivos destinos.
Nada más podía hacer ahí.

XII
Salió de la sección con el fijo propósito de averiguar de una
vez por todas cómo funcionaba en definitiva aquel resucita-
do organismo. Se dirigió al corazón mismo de la máquina,
el puente de mando, donde se encontraba la sala de control
general, el lugar más acertado para formarse una idea cabal
de lo que sucedía.
Volvió a cruzar por los derruidos pasillos, notando
que en algunos sectores, donde solo había visto escombros,
se erguían ahora nuevas murallas, deformes, como era de
suponer, pero en pie al fin y al cabo.
Después de todo aquel lugar no estaba tan abandona-
do como lo creyó en un principio, la máquina trabajaba
en la reconstrucción, con los nuevos parámetros en uso.
Pensó que con el paso de los años, seguramente, ningún
rincón de su estructura, por muy alejado o escondido que
estuviera del centro neurálgico, quedaría en el suelo, sin
su asistencia.
Se sintió tocado por un leve e inesperado optimismo:
¡La máquina no había sucumbido, ya ninguna duda podía
quedar! ¡Luchaba por subsistir, de la manera que fuera,
lo importante era prevalecer! Creyó identificarse con ella
nuevamente, con su espíritu de lucha, como en los viejos
tiempos...

48
Filosofía de la máquina

De vuelta en la destartalada escalera, observó que nada


nuevo había sucedido con ella todavía, ningún evidente
arreglo. Con espíritu conciliador dedujo entonces que sus
prioridades no tenían porqué coincidir con las de la má-
quina, que obviamente debían ser de distinta envergadura,
más urgentes e importantes que las suyas. Comenzó a subir
la escalera con la misma precaución con que la bajara.

XIII
Varios eran los niveles por los que tenía que pasar para
llegar a la sección de controles, y varias y largas fueron ha-
ciéndose las décadas subiendo por esos peligrosos peldaños
que a la menor presión de su pie crujían inmediatamente,
siempre temiendo la posibilidad de que todo se viniese
abajo en cualquier momento.
A pesar de la arriesgada ascensión, sin detenerse se
permitía a ratos observar los serios daños causados por los
derrumbes en los niveles centrales. En algunos de ellos, sin
embargo, descubrió avanzadas reparaciones, hechas con
las nuevas piezas y estructuras. «Siempre tan caprichosas
y diversas», se dijo a sí mismo no sin esforzada convic-
ción, en un tono que pretendía invocar algo parecido a la
ternura, mientras absorto miraba en detalle los cambios
introducidos.
No quería pensar que eran deformes, monstruosos.
Bien sabía que se trataba de rotundos cambios, pero no
era la primera vez en su historia que la máquina se veía
enfrentada a radicales alteraciones, al contrario, fácilmente

49
Manuel Pout

se podría concluir que en realidad toda su existencia se


había basado en rotundos ciclos de cambios, muchas veces
inesperados, irrefrenables, violentos, y lo que ahora sucedía
era solo uno más de esos ciclos.

XIV
Por fin en los pasillos del nivel principal, ignorando el can-
sancio, con rápidos pasos entró en la sección de controles,
ansioso por ver cómo, con qué raros aparatos se dirigían
ahora los nuevos procesos. Pero lo sorprendió ver que nada
parecía haber cambiado, al igual que la escalera, con la dife-
rencia de que este lugar sí debería ser una de las prioridades
de distinta envergadura de la máquina.
Los grandes tableros con sus medidores, luces, relojes,
gráficos, alarmas, mapas, monitores, eran exactamente los
mismos, y funcionaban, seguían cumpliendo sus tareas de
control en la misma forma de siempre... ¿De qué manera
continuarían supervisando operaciones con los mismos
equipos, si toda la estructura estaba mutando desde sus
fundamentos? ¿Sería posible saber la efectiva marcha de los
procesos sin verse a merced de recibir información errónea,
tergiversada por los constantes cambios? No lo creía.
Mirando hacia el otro extremo de la sección, notó
que el puente de observación, de donde fascinado solía
contemplar los avances de épocas mejores gracias a su
privilegiada vista, seguía en pie. Animado por los gratos
recuerdos, caminó hacia su acceso y, pisando con cuidado,
salió a mirar.

50
Filosofía de la máquina

«¡Horror de horrores!», exclamó espantado al obser-


var la magnitud de los cambios a escala global. No vio más
que metálicos tentáculos, infinitos y monstruosos brazos
que rápidamente se apoderaban de ella, la máquina, de su
alma tan geométrica, tan llena de claridad, de hermosura
y perfección.
Esas extrañas, endiabladas formas carentes de ángulos,
de líneas rectas, de equilibradas proporciones, y que ahora
veía presentes en cada uno de los niveles que alcanzaba a
distinguir, le parecieron un espectáculo abominable, una
aberración escalofriante, odiosamente distante de todo lo
que él se había esforzado por lograr, por defender, siglo
tras siglo.
Sin embargo, pese a ello quería pensar de otra manera,
luchaba por no dejarse llevar por sus valores, por sus pre-
juicios, pero difícil se le hacía mantener el optimismo que
hace unos años lo entusiasmara... ¡Toda ella no era más que
un gigantesco engendro! ¿Cómo ignorarlo? ¿Cómo eludir
lo ineludible? ¿Qué absurda utilidad tendría el autoenga-
ño? Claro tenía que no se puede construir esperanza con
cimientos de abismo…
Bajó el rostro en señal de aflicción y entró de nuevo
en la sala.

XV
«¡Su gran belleza! ¡La armonía de sus líneas! ¡Su sincroniza-
do y melodioso funcionar! Nada de esto ha sobrevivido...»,
se decía cabizbajo, en tono delirante, con las manos apo-

51
Manuel Pout

yadas en una mesa de control. Parecía darse cuenta recién


ahora de la seriedad de los hechos; todo lo visto hasta ese
momento daba la impresión de haber pasado por su mente
como imágenes de pesadillas que poco tenían que ver con
él, pesadillas lejanas, de un mundo que no era el suyo.
No quería seguir inspeccionando; con lo visto era su-
ficiente. Una profunda aversión se apoderó de su corazón;
deseaba desentenderse cuanto antes de lo que estaba pasan-
do; tenía que escapar, evadirse de lo que la realidad en todas
partes le enseñaba golpeándole el rostro, desafiando cada
uno de los principios que gobernaban su espíritu. No sería
cómplice de esa colosal locura que lo rodeaba.
Solo en un lugar creyó poder sentirse a salvo; un
pequeño taller en donde solía entretenerse recreando en
modelos a escala las distintas etapas de la máquina, sus
notables progresos. Podía encerrarse ahí por años afanado
en sus reconstrucciones... ¿Seguiría en pie?
El taller se encontraba en el mismo nivel, unas seccio-
nes más allá del puente de mando.
Abandonó la sala de controles rumbo a su refugio,
caminando por largos y monótonos pasillos en sorpren-
dente buen estado, asunto que llamó su atención, pero
que de ninguna manera lo haría detenerse a investigar.
Solo pensaba en su taller, en que no estuviese derrumbado.
Y no lo estaba. Próximo a este, aliviado pudo constatar
que seguía en pie, vivo.
Parado en su entrada, observó la puerta con deteni-
miento, comprobando que era la misma de siempre; su
superficie seguía siendo plana y gris, y sus ángulos perfec-

52
Filosofía de la máquina

tamente rectos, al igual que los del dintel. Sonrió levemente,


pasando una mano por su superficie. Luego la abrió y entró.
Las luces aún funcionaban. El desorden era general,
producto de tanto temblor. Entre las muchas cosas espar-
cidas por el suelo, pudo reconocer uno de sus modelos a
escala a medio terminar. Recreaba la primera época de la
expansión vertical; se componía de tres niveles, era de base
cuadrada y de color azul. Lo levantó del suelo sacudién-
dole el polvo y lo puso en el mesón de trabajo, que aún se
mantenía firme sobre sus gruesas patas.
Después de mirarlo minuciosamente de distintos
ángulos, como si nunca lo hubiese dejado de lado, acercó
una caja de herramientas y continuó trabajando en él...

53
Síntesis
Filosofía de la máquina

I
Luego de un impreciso número de años, vuelven a escucharse
estruendos, a sentirse temblores; pero tú no les prestas ma-
yor atención. Tus sentidos están abocados a la construcción
de tu modelo, a traducir tu nostalgia en pequeñas piezas
cuidadosamente pulidas y montadas las unas con las otras.
Mientras más intensos se hacen los temblores, el infer-
nal ruido, mayor es tu indiferencia, tu ensimismamiento,
más prolija tu reconstrucción del pasado, de aquellos glo-
riosos tiempos mejores. Cada pieza, hasta la más pequeña
e insignificante, es objeto de minuciosos exámenes, como
si en el fondo, más allá del ensimismamiento, de la ena-
jenación, tu intención última fuera obviar fatales errores,
aún más, cualquier error, alcanzar la absoluta perfección,
que le fue negada al original de tu modelo.

57
Manuel Pout

II
Pero cuando el suelo no deja de moverse con violencia,
negando cualquier respiro a las estructuras, haciendo que
las murallas del cuarto terminen por desplomarse en mi-
núsculos pedazos, en verdadero polvo, dando la impresión
de no haber existido nunca, ya no te es posible continuar
refugiado en tu ensimismamiento; ya no hay modelo a
escala ni reconstrucción que valga. Vuelves al presente,
eres obligado a enfrentar la realidad.
Y lo primero que sale a tu encuentro es un potente
rayo de luz que ciega tu vista. Asustado, cierras los ojos
y te cubres el rostro temiendo mayores catástrofes. Sin
embargo, pronto te das cuenta, logras recordar, que solo
se trata del sol, de su magnífica luz. Tantos siglos inmerso
en el mundo de la máquina te habían hecho olvidar su
excepcional fuerza, su bella claridad capaz de ahogar el
más temerario rincón de oscuridad, la más cruel ráfaga
de frío.
Pasados unos instantes, te animas a abrir de nuevo
los ojos, pero no logras más que entreabrirlos, con la vis-
ta baja y evidente molestia, como si la claridad castigara
tu milenario olvido, tu ingrato acostumbramiento a su
ausencia, a la nociva luz artificial, de por sí menos clara,
menos noble y perfecta.
A medida que tus ojos recuperan la familiaridad con
el astro rey, otro redescubrimiento se hace patente: el cielo,
con su intenso celeste que parece sonreírte, libre de cables,
metales y ruidos, tranquilo en su generosa inmensidad.

58
Filosofía de la máquina

No pocas veces soñaste con surcar sus aires imitando,


queriendo sentir esa libertad plena que irradian las aves
que lo pueblan. Dispuesto estuviste incluso a cambiar tus
brazos por un hermoso par de alas...
Eras solo un niño, pero ya querías romper las cadenas
que te limitaban, lo entendías como tu deber; querías verlo
todo desde las alturas, más cerca del sol.
Tiempos remotísimos aquellos, no cabe duda; tiempos
del comienzo, sin recuerdos, llenos de sueños y temores,
tiempos que presenciaron el gran milagro; el nacimiento
del primer mecanismo...
Súbitamente, como despertando de sobresalto, miras
a tu alrededor y desconcertado caminas en todas direc-
ciones preguntándote por la máquina, dónde estaba, qué
había pasado con ella. No la ves por ninguna parte, lo
que te parece imposible, absurdo, más por temor que por
cualquier otra razón. No dejas de mirar, de caminar sin
rumbo, como a la espera de un nuevo milagro, mientras
un nudo de angustia te oprime, te impide respirar con
tranquilidad.

III
Aquel universo de mecanismos simplemente ya no está, ni
siquiera los escombros, que por ninguna parte logras divi-
sar... Asustado, miras de repente a tus pies preguntándote
sobre qué estás pisando entonces. Te percatas que aún no
terminas de despertar a tu nueva realidad: de no ser por
la evidente solidez del suelo que pisas, su transparencia te

59
Manuel Pout

habría hecho pensar que simplemente estabas suspendido


en el aire. Te agachas a tocarlo. Es suave y frío como el
cristal, pero duro, mucho más duro... No entiendes nada.
Las preguntas te asaltan: ¿Qué es esa superficie? ¿Qué puede
significar? ¿De dónde ha salido? No has visto cosa semejante
en toda tu larga vida.
Miras otra vez detenidamente a tu alrededor. Te pare-
ce imposible reparar en cosa alguna; sin embargo, logras
darte cuenta que el espacio circundante está limitado por
cristales o algo semejante, probablemente de la misma
naturaleza de lo que estás pisando. En lo alto, donde no
creíste ver más que el cielo, por momentos distingues un
techo, curvo, cristalino, y que da la impresión de extenderse
hasta el mismo horizonte.
Sospechas que tu visión te engaña, que solo estás ima-
ginando, pero no; concentrándote, efectivamente alcanzas
a vislumbrar que algo, una especie de techo, se interpone
entre ti y el cielo... Bajas la vista con una mezcla de estupor
y fascinación, sin tener claro que paso tomar, hasta que un
reflejo, proveniente de un lugar a imprecisable distancia,
como un espejismo te anima a caminar hacia él.

IV
Con tu andar el fenómeno parece alejarse; piensas en la
ilusión del arco iris, ese otro sueño tantas veces repetido
en tu niñez donde, con la loca convicción de poder alcan-
zarlo, te ves corriendo infructuosamente tras sus mágicos

60
Filosofía de la máquina

y esquivos colores... Temes no llegar al origen del reflejo,


pero de pronto te hallas frente a él.
Tienes la impresión de estar parado frente a una
esfera, sin embargo su engañosa transparencia te hace
dudar. Con la primera ojeada, miras a través de aquello
como si nada tuvieses delante, pero al detener tu vista
en un punto determinado, te das cuenta que algo hay
dentro. Poco a poco vas descubriendo formas cristalinas
de distintos tamaños y en movimiento. Fijándote en una
de ellas, notas que esta carece de claros ángulos y que su
tamaño es algo mayor que una mano empuñada. Luego
distingues un largo tornillo que la atraviesa y que por el
otro lado está afirmado por una tuerca... El tornillo te pa-
rece perfectamente recto, sin defectos, la misma sensación
te da la tuerca; «como en los viejos y mejores tiempos»,
te dices en voz baja, sonriendo.
Pero ahora hay una radical diferencia: ambas piezas
te son visibles al mismo tiempo, ninguna muralla las se-
para dejando a una oculta del otro lado, en las sombras,
y a la otra en la luz. Las percibes perfectamente plenas en
su singular y tranquila transparencia; parecen expresarte
la satisfacción de estar unidas cumpliendo con su natural
destino. Por instantes, asegurarías que es la tuerca la que
está de tu lado y no la cabeza del tornillo, o que no están
quietas, sino en constante movimiento. Mientras más las
observas, más difícil se te hace distinguirlas entre sí, como
si en realidad se tratara de una sola pieza, un híbrido de
dinámica naturaleza.

61
Manuel Pout

V
En medio de tu ensimismado observar, de pronto reparas,
como si se tratara de una revelación, que lo que miras está
conectado, es parte de una estructura mayor, y que da la
impresión de comprender toda la esfera.
Ésta es de apariencia simple, nada de intrincadas formas
plasmadas de laberínticos detalles, solo una singular arqui-
tectura de líneas ligeramente curvas, sin embargo por eso
mismo la intuyes compleja, enigmática. Todos los tornillos
y tuercas que le dan vida comienzan a serte visibles, aunque
con facilidad se confunden en sus suaves formas, que más
te parecen el resultado de un proceso natural, un producto
del azar, libre, que un diseño pensado en todos sus detalles,
como seguramente aquél debe ser.
Te preguntas qué clase de maquinaría será, qué tarea
cumplirá... Algo en tu interior te dice que se trata de un
motor en pleno funcionamiento; pero no escuchas zumbido
alguno, quizás un susurro, muy leve, que de alguna parte
de ella te llega, o de toda ella.
Sin dejar de mirar el extraño artefacto, piensas en el
casi imperceptible ruido, en la eventualidad de que no sea
más que sugestión. En eso, un inesperado cambio te deja
petrificado, haciéndote recordar una vez más los momen-
tos de mayor aflicción que has tenido en tu vida: todas las
tuercas han comenzado a desatornillarse, rodando con
celeridad por los hilos de los tornillos... Miras la escena
con horror, temiendo el seguro advenimiento de un nuevo
cataclismo.

62
Filosofía de la máquina

Para tu alivio y mayor sorpresa aún, otra cosa muy


distinta fue sucediendo. Esta vez las tuercas no se salen de
sus posiciones con el solo propósito de abandonarlas, sino
que para intercambiarlas: desplazándose por el aire, o lo que
lo parece, van a ocupar una nueva posición atornillándose
en otros tornillos.

VI
El fenómeno fue rápido, ocurrió sin aparente dramatismo,
de manera perfecta, como si se tratara de una simple rutina
ejecutada ya infinidad de veces.
Cien preguntas se repiten en tu cabeza atropellándose;
pero una de ellas se hace oír con más fuerza que las otras:
¿Tendría cada tuerca su nuevo destino prefijado o habría
algún grado de libertad para escoger? Te pareció que se
movieron a su gusto, que decidieron su destino; lo que
implicaría nada menos que un estado de libre albedrío;
un paradójico libre albedrío dentro de un sistema meca-
nizado...
Impávido, con aire de espectador insatisfecho, ansioso
de repetición, te quedas mirando a la espera de un nuevo
intercambio. Pero todo se mantiene en completa quietud,
al compás de ese leve ruido que ahora sí estás seguro de
oír. Piensas que quizás los cambios de posición no sean
materia de breves intervalos, que quizás se trate de años, de
décadas, y que tú, por puro azar, presenciaste uno de ellos.
Te acercas a la esfera para tocarla. Es del mismo material
que el suelo que pisas. Por lo que crees el otro lado de

63
Manuel Pout

esta, reparas en algo que llama tu atención. La circundas


expectante, dándote la impresión de ser más grande de
lo que pensabas, hasta que llegas a una entrada, como lo
habías sospechado.
No hay puerta. Miras hacia adentro. No logras dis-
tinguir nada, pues una luz amarillenta con aspecto de
nebulosa, muy intensa, que todo lo envuelve, te lo impide.
Te resulta extraña, pero no adviertes ningún peligro. No
sientes temor de seguir adelante.

VII
Al cruzar el umbral, notas que la luz se disipa. A la vista te
queda una ligera y estrecha pendiente. Comienzas a bajar
por ella. Brilla como un sendero de oro, como hecho de la
misma segadora luz.
Sientes confusión; no es lo que esperabas encontrar.
El singular mecanismo que viste desde afuera no está por
ninguna parte... Asombrado te preguntas si solo se trató
de un reflejo, o del reflejo del reflejo transmitido por los
cristales. Pero lo más sorprendente no es eso, sino el tamaño
de lo que ahora te rodea: no guarda ninguna relación con la
esfera vista. Creíste entrar en un reducido lugar dominado
por la presencia de una compleja maquinaria, y ahora te
encuentras con una bóveda cuyo espacio se extiende de
manera ilimitada en todas direcciones.
A ambos lados de la pendiente caen rayos de luz so-
bre enormes siluetas, estructuras; líneas que la refulgencia
deja entrever junto con un alucinante espectro luminoso

64
Filosofía de la máquina

que, con sus intensos colores, viste la atmósfera de una


innata alegría de fiesta, de carnaval. Piensas en el arco iris
de tu sueño, en sus inalcanzables colores ahora ya no tan
inalcanzables...
Y en más de una manera es como en tu sueño, sientes
esa volatilidad típica de los escenarios inverosímiles, que
de un momento a otro siempre termina despertándote.
Pero no depertarás, porque no sueñas, lo sabes; más bien,
sientes que cumples un sueño, tan viejo como tu memoria.
Por primera vez en mucho tiempo sonríaes como un niño,
como el que una vez fuiste, con todo tu rostro marcado
ahora por las profundas líneas que el tiempo va dibujando.

VIII
¿Hay realmente motivo de fiesta, de alegría? Lo ignoras;
contrario a tus principios, poco te importa saberlo (claro
tienes ya que la certeza de las cosas no es garantía de nada),
solo te dejas llevar por esa embriagadora atmósfera, que más
de un grato recuerdo trae a tu memoria.
La pendiente por donde caminas de pronto se endereza
sin hacer el menor ruido, pierdes el equilibrio un instante,
temes que se trate de un derrumbe. Nada se desploma.
Junto con el suelo bajo tus pies, comienzas luego a descen-
der hasta quedar a la altura de otra esfera similar a la que
has entrado, con la diferencia de que esta se mueve. Otras
esferas le siguen detrás, en fila, dando la impresión de ir
sobre una huincha de transporte. En todas ellas distingues
mecanismos en su interior, ninguno igual a otro. Al llegar a

65
Manuel Pout

un punto, comienzan a distribuirse en distintas direcciones,


«a los lugares que se les ha destinado», te dices en susurros,
como si supieras de lo que estás hablando.
Pero en el fondo no entiendes mucho; no entiendes
nada, aunque de algo crees estar seguro: la máquina no
ha desaparecido, no ha muerto, como primero pensaste; se
ha reinventado a sí misma, rompiendo radicalmente con el
pasado, con todas las estructuras, con todo rastro de engen-
drosa inestabilidad, conservando solo lo fundamental, la
razón de su ser, tornillos y tuercas, en esa nueva atmósfera
que adivinas de época madura, definitiva...

IX
¿Qué función podría tocarte en semejante estado de evolu-
ción? ¿Serías capaz de ser el mecánico de esta nueva máqui-
na? ¿Qué pasaría contigo en el caso que fuera totalmente
autosuficiente y no necesitara de un mecánico?
El gran peso de estas preguntas te hace sentir como
al borde de un precipicio. Quizás no es el mejor momento
para hacértelas. Cierras los ojos y te apartas del abismo.
En los cielos, sin perder su dignidad, el sol marcha
rumbo al ocaso. Notas que la luz disminuye. Pese a ello, las
enormes siluetas que advirtieras al bajar por la pendiente te
son más claras ahora; puedes distinguir singulares formas
compuestas de muchas esferas. A primera vista parecen
quietas; pronto reparas que no es así, que un lento y sincro-
nizado palpitar, vibrar, es perceptible en cada una de ellas...

66
Filosofía de la máquina

X
A medida que el sol se oculta tras el horizonte, un brillo,
una luz diáfana, emana de las esferas frustrando cualquier
avance de la penumbra. Junto con la luz escuchas un so-
nido, que pronto se hace una melodía, jamás escuchada,
hermosa, y que creciendo en fuerza, en variedad de tonos,
termina por transformase en toda una sinfonía. «¡La
orquesta de los tiempos vuelve a la vida como nunca an-
tes, y las esferas son ahora sus instrumentos!», exclamas
emocionado, al tiempo que éstas comienzan a intercambiar
posiciones, a la manera de las tuercas, sin apurarse, como
ejecutando una parsimoniosa danza, un ritual de gran
precisión y encantadora música.
Cuando el movimiento cesa, haciéndote creer que
todas han encontrado una nueva posición y que la quietud
vuelve a reinar, las formas mismas, las enormes estructuras,
maquinarias, en una especie de clímax, comienzan también
a intercambiar sus posiciones. Magníficas se desplazan por
arriba tuyo, arrojando una brisa que tu cuerpo envuelve
de agradable calidez, carente de molestos olores a grasa,
combustible, aceite caldeado.
El asombro ante tanta maravilla te paraliza; en-
mudeces, te sientes pequeño, insignificante, amilanado
te cuestionas cómo podrías ser tú el mecánico de este
inconmensurable coloso... Sin embargo tu emoción, un
inesperado sentimiento de angustia se apodera de ti; temes
ser aplastado, que uno de esos cuerpos pierda el control de
su vuelo y caiga encima de ti. Pero pronto te arrepientes

67
Manuel Pout

de lo injustificado, de lo ridículo de tu temor. Sin más, das


por seguro que semejantes procesos jamás incurrirían en
un error así, y que el solo hecho de concebir dicha posibi-
lidad era un torpe insulto, motivado la ignorancia, que es
la madre de todos los miedos. Vuelves a mirar sin temor...
Jurarías que el desplazamiento aéreo de aquellos cuerpos
hace crecer el espacio circundante; a cada instante todo te
parece más grande, más amplio aún, como si esos enormes
cambios de posición llevasen implícitos complejísimos e
imperceptibles procesos de construcción, de producción.

XI
No es mucho lo que entiendes, cierto, pero cuán grande es
lo que sientes, cuán profunda es esa otra forma de com-
prensión que conmueve tu ser con ese lenguaje indescifrable
para la razón, y que a pesar de ello te fascina, te hace sonreír
de alegría, de optimismo. No es mucho lo que entiendes,
pero ya entenderás, tienes la esperanza, confías en tu vasta
experiencia, tu tesón de otros tiempos; bien sabes que no
es la primera ni será la última vez que te encuentres en
una situación así.
Con la extinción del último rayo de sol, en un acto sin-
cronizado, cesan también los desplazamientos y la quietud
al fin retorna. Curioso como siempre, te dedicas entonces
a observar los cambios acaecidos, con la esperanza de al
menos encontrar una vaga relación, un indicio que te invite
a pensar en algo concreto.

68
Filosofía de la máquina

XII
Sin darte cuenta arriba la noche. La quietud es todavía ma-
yor, no hay zumbidos ni movimiento alguno. Sientes como
si todo lo que te rodeara se hubiese ido al descanso, a dor-
mir. Miras a los cielos y ahora es el infinito con sus millares
de ojillos quien te acompaña, observándote. Piensas en su
enormidad, en los arcanos mecanismos que lo gobiernan.
Te preguntas si la gran máquina cósmica también tendrá
un mecánico, un responsable universal que la recorra hasta
sus mismos confines reparando, manteniendo estructuras
de las más inverosímiles naturalezas...
Estos pensamientos te causan un ligero e innecesario
vértigo, pues ya tienes más que suficiente con el cristalino
cosmos que te rodea. Bajas la vista contemplando la quie-
tud a tu alrededor. Todo duerme…
El sueño te invade a ti también, la atmósfera te con-
tagia; quisieras descansar como el resto de las cosas, pero
temes quitar otra vez tu atención de lo que verdaderamente
importa, dormirte por demasiado tiempo, ¡por siglos!, y
despertar en otra máquina más sofisticada y enigmática
aún que la ahora tienes ante ti. Es un riesgo que por ningún
motivo estás dispuesto a correr.

XIII
El sueño espantas concentrado en interrogantes que sí te
atañen: ¿Dónde se encuentran los depósitos de materias
primas? ¿Cuál es la naturaleza de los mecanismos capaces

69
Manuel Pout

de tamaño cambio en la estructura de la máquina? ¿Cómo


se almacenan y distribuyen los tornillos y tuercas? ¿Siguen
siendo éstos el fin último de la máquina o hay otros?...
Quieres entender ese nuevo mundo, esa máquina com-
pleja hasta el aturdimiento en la que de golpe te encuentras
inserto; quieres saber si puedes seguir siendo su mecánico,
si aún mereces el cargo que por miles de años te ha sido
confiado. Y para eso es menester ir tras los fundamentos,
donde todo nace o, mejor dicho, ha vuelto a nacer, y desde
ahí partir con el aprendizaje.
Tienes claro que no será tarea fácil, que quizás tardes
muchos años, muchas décadas en encontrar lo que bus-
cas, y quién sabe cuánto tiempo más en comprenderlo, en
desarrollar nuevas técnicas de trabajo, de estudio, pero no
hay otro camino. «Y ¿por dónde empezar?», te preguntas
dubitativo...

XIV
Adviertes una vastedad que por momentos nubla tu pen-
samiento. En vano miras en todas direcciones en busca de
un punto de orientación. Sospechas que quizás no exista
tal, al menos de la manera que tú lo concibes, pues todo
cambia de posición despojando a los espacios de cualquier
posibilidad de referencia, haciéndolos meros depositarios
de lo transitorio.
Comienzas a comprender la verdadera envergadura
de la tarea que te has impuesto, dónde realmente radica
tu meta. Te das cuenta que hallar un punto de orientación,

70
Filosofía de la máquina

actividad que en otro tiempo te habría costado solo una


simple rutina, es ahora en sí misma un fin, una tarea que
exige el arduo empleo de todas tus capacidades, una inte-
rrogante tanto o más importante aún que las que motivan
tu búsqueda.
Pero ¿cómo hallarás ese punto? Te sientes frente a
una enorme e infranqueable muralla. La empresa parece
imposible...

XV
Luego de una larga incertidumbre de décadas, una luz de
esperanza se enciende en tu cabeza. Crees haber encontrado
una manera después de todo: ¿No es acaso cierto, no te lo
dice tu milenaria experiencia, que en todo lo cambiante hay
algo que no cambia, que nunca cambia, y que ese «algo»
guarda la esencia, los parámetros para poder entender lo
cambiante? «¡Cierto!», te dices a ti mismo en tono firme,
seguro. Sabes que los tornillos y las tuercas no han des-
aparecido, pero en más de una manera han cambiado, no
son exactamente los mismos (no obstante pueden ser un
referente clave, una pista).
Intuyes que tu búsqueda, en efecto, debe ir más allá
de lo meramente físico. En vez de escudriñar en un área
o rincón determinado, debes observar, percibir lo que la
visión por si sola no puede detectar, lo que, presumible-
mente, en todas partes se oculta. Descubriendo este secreto,
lo que no cambia con el cambio, tendrás tu dichoso punto

71
Manuel Pout

de orientación, que será la llave para abrir las puertas de


lo que quieres conocer.
Hallar lo que no cambia con el cambio... Tampoco
supone una tarea fácil, sin embargo te sientes por mejor
camino, a pesar de que solo se trata de una hipótesis.
Miras hacia los cielos otra vez, pero no solo para
contemplar las estrellas, sino que también para invocar su
guía, su cósmica sabiduría. No es una reacción pensada;
te dejas llevar por un impulso, que del fondo de ti brota
con sorprendente fuerza...

XVI
Meditando la estrategia a seguir, bajas la vista con un
gesto de optimismo. Empiezas a caminar hacia adelante,
con paso tranquilo, sin desesperar, con el mismo ánimo y
tesón de tus mejores tiempos, abocado con todo tu ser a
abrirte camino hacia el principio, a partir de cero; sin darte
cuenta que una leve transparencia comienza a advertirse
en tu semblante...

72
Anexo A
Fascinante sueño
de un mecánico
adolescente
Filosofía de la máquina

I
Un minuto es la rápida carrera de sesenta segundos; una
hora, el pausado trote de sesenta minutos; un día, el lento
caminar de veinticuatro horas... Esta sistemática organiza-
ción del tiempo, ¿qué nos dice sobre este, qué información
clave nos entrega sobre su esencia? Nada. Solo se trata
de un ingenioso orden impuesto por los mecánicos. Sin
embargo, secundados por este sistema –aunque solo sea
de manera tangencial–, podremos vislumbrar la abismante
profundidad que su enigma encierra.
Acompáñame.
Mira, bajaremos por este cerro de rocas hasta llegar a
la playa, no tengas miedo, guiaré tus pasos, ya verás que en
un abrir y cerrar de ojos estaremos abajo...
Ya está. ¿No te lo dije? ¿Que a dónde vamos? Vamos
al otro lado de playa, allá donde se ven esas minúsculas

75
Manuel Pout

figuras de niños que se entretienen jugando alrededor de


la mascota de este lugar, la centenaria tortuga Cleopatra.
Te aconsejo que nos vayamos orillando, pues la arena a
esta hora del día está ardiente como brasas, caminar por
el medio de la playa sería como caminar por un desierto
implacable. Sácate los zapatos.
¡Ahhh! Nada más delicioso para rehuir el calor que
refrescarse con la arena empapada y la llovizna de las
olas reventadas… ¡Cuidado con esa!, que está bastante
grande y te va a reventar muy cerca, no vaya a ser cosa
que te deje empapado. Ven, apartémonos un poco hasta
que pase el peligro.

II
Estamos llegando. Detengámonos aquí un momento.
Sí, aquí. Sé que estás impaciente; el poderoso magnetis-
mo de la curiosidad domina el brillo de tus jóvenes ojos.
Tranquilo, que no hay razón para desesperar. Ahora mismo
iremos al grano del asunto.
¿Qué es lo que vemos desde nuestra posición? Lo que a
simple vista vemos es a tres chicos revoloteando alrededor
de la enorme tortuga que apenas parece moverse. Si miras
con atención, te darás cuenta que en ese cuadro animado
también hay una mosca, que inquieta como un electrón, a
gran velocidad se desplaza en todas direcciones pareciendo
no encontrar el punto adecuado para el reposo. ¿La ves?
Concéntrate, abre bien los ojos. Mira, ahora se ha posado

76
Filosofía de la máquina

en el caparazón de Cleopatra. Es ese puntito negro que


resalta del café verdoso del caparazón. ¿La ves ahora? Bien.
Ya que los dos estamos observando lo mismo, lo que
es de nuestro interés, inmediatamente te digo que lo que
vemos, o lo que creemos ver, es solo una de las infinitas
formas de percibir la realidad de este hecho, por muy
sencillo que parezca. ¿Qué quiero decir? Sé que tamaña
aseveración no deja de inflingir vértigo en los de tu especie,
pero no debes alarmarte, que nada hay más natural que lo
que ya pronto presenciaremos.
Pero antes quiero que reflexionemos un instante. Mira,
los niños que sin descanso continúan revoloteando alre-
dedor de Cleopatra son humanos, como tú; digamos que
el ciclo normal de una vida humana sea de setenta años.
Fíjate ahora en la mosca, que ha vuelto a emprender su
vertiginoso vuelo en semicírculos alrededor de la tortuga;
como todo insecto menor, está destinada a vivir solo unos
dias; digamos que su ciclo de vida es de quince. Por último,
nos queda Cleopatra, que con una desesperante lentitud
mueve su cuerpo en dirección al mar. Sabemos que ya ha
pasado los cien años de edad y que probablemente llegue
a los cientocincuenta o a los doscientos; digamos que su
ciclo es de cientocincuenta. Bueno, aquí tocamos el punto:
lo primero que debe quedarte claro es que estas tres natu-
ralezas, tan distintas entre sí, comparten sus existencias en
el mismo espacio, pero no el mismo tiempo... ¿Raro, no?
Entiendo que me mires así… Ya se irá aclarando el miste-
rio, sigamos adelante ahora. Sé que quizás te parecerá aún
más extraño, absurdo, lo que voy a preguntarte, pero no

77
Manuel Pout

te engañes. Suponiendo que los ciclos de vida de los cuales


hemos hablado se cumplan en su totalidad, yo te pregunto:
¿cuál de las tres naturalezas ha vivido más; la tortuga con
su ciclo de cientocincuenta años, los niños con su ciclo de
setenta años, o la mosca con su ciclo de quince días? Sé que
estás pensando en la tortuga. Veremos si es así…

III
Aférrate a mí con fuerza y cierra los ojos. Entrarás en el
diminuto cuerpo de la inquieta mosca para experimentar
la realidad con sus ágiles sentidos. No tengas miedo; ella
no se dará cuenta, a lo más sentirá que solo se trata de un
raro sueño...
Ábrelos ahora. ¡Qué te parece! ¡Mira la de cosas que
han quedado a tu vista! ¿Mágico, no? Ayudado por el con-
curso de tan poderosos ojos nada o casi nada de este paisaje
escapa al alcance de tu panorámica visión. Yo, la tortuga, los
niños, la arena, las hormigas que caminan por ella, el mar, la
redondez del sol, las aves que vuelan por encima de ti; todo te
queda ahora registrado en forma simultánea. ¡Nota cómo te
desplazas! Siente toda la magnitud de esa destreza increíble
que gobierna tus giros, tus subidas, tus bajadas, tus aleteos.
Observa bien, ahora viene el meollo del asunto: te has
posado de nuevo sobre el caparazón de Cleopatra, la cual
supones que no se mueve, pero te equivocas, porque sí lo
hace. Lo que te impide verlo es que, en tu conciencia de
mosca, mejor dicho, en la forma en que ahora percibes la
existencia, un segundo constituye una cantidad considera-

78
Filosofía de la máquina

ble de tiempo. Esto hace que las cosas o los animales como
Cleopatra, que se mueven muy lento y para los cuales un
segundo es algo casi imperceptible, te parezcan inmóviles.
Un efecto menos dramático lo notarás en la apreciación
de cosas o animales de naturaleza de movimientos más
rápida que la de la tortuga. Te daré un ejemplo: en este
instante veo que haces un giro a la izquierda, otro a la
derecha, luego otro a la izquierda, con varios aleteos das
un pequeño salto que te deja enfrente a uno de los chicos
que todavía no termina de caer del brinco que ha dado
desde aquella roca, justo en el momento que empezaste
con tus giros. ¿Qué te parece? Otro ejemplo: te veo ahora
dando vertiginosos aleteos (humanamente imposibles de
contar), preparándote para un nuevo despegue. Como te
darás cuenta, tu capacidad de percepción lleva el control de
cada bajada y cada subida de tus alas. Me podrás replicar
que no es así en todo momento. A esta observación yo te
respondo con otra: en tu diario vivir, más de alguna vez te
habrás encontrado caminando o trotando una considerable
distancia. Durante esta actividad, lo más probable es que
tu mente no haya llevado el registro de cada uno tus mo-
vimientos, sin embargo esto no impide que hayas podido
contar los pasos o las zancadas que diste si así lo hubieses
querido. Lo mismo te ocurre con los aleteos.
Bien, has estado ya quince segundos dentro de la mosca,
tiempo más que suficiente para esclarecer la realidad desde
su perspectiva. Vamos, aférrate a mí otra vez, que ahora te
llevaré donde Cleopatra. Entrarás en su enorme y reposado
cuerpo para experimentar la realidad como ella la percibe.

79
Manuel Pout

IV
Ya estás dentro de ella... ¡Brusco cambio! Sin duda. Veo
en tu rostro un gesto de angustia, de desesperación. No
te aterres, no estás paralizado dentro de un bloque de
piedra... Notarás que todo a tu alrededor, mejor dicho, lo
que alcanzas a ver, se mueve con gran rapidez, como un
film en cámara rápida. ¿Por qué es así ahora? Si mal no
recuerdas, hace un rato, cuando acababas de entrar en la
mosca, te dije que un segundo era un tiempo considerable
para ella, ¿cierto? Ahora sucede todo lo contrario: para
Cleopatra, un segundo es una cantidad de tiempo ínfima,
muy difícil de percibir. Cualquier animal o cosa que ten-
ga una naturaleza más rápida de movimiento que la que
ahora tú posees, te será perceptible en la medida de cuán
rápido se mueva, en la medida de cuán extenso le resulte
un segundo. Vamos al extremo: ¿Te acuerdas cuando den-
tro de la mosca suponías que la tortuga (que realmente se
movía) no se movía, que más parecía una piedra? Bueno,
ahora sucede que la mosca se encuentra sobrevolando un
pedazo de sandía que los niños han dejado sin comer, a
dos metros enfrente de ti. ¿Logras divisarla? Veo que hace
un rato ya que estás mirando en esa dirección. ¿La ves?
No, ¿verdad? Ahora se ha parado en el rojo jugoso. Está
comiendo. Hace cortos giros sobre sí misma. De todo lo
que yo veo, tú, en el mejor de los casos, podrías distinguir
una pepa más en medio de muchas otras.
Mejor veamos otras cosas, por ejemplo, el mar. Parece
como una orquesta apurada, ¿no? ¡Ya sé! No te ha gustado

80
Filosofía de la máquina

el presuroso canto de las olas golpeando sin pausa la orilla.


Lo noto en la cara que has puesto. A la vista salta que eres
de espíritu romántico: extrañas ese maravilloso intertanto
de suave melodía que entre ola y ola hace su aparición,
reconfortándote… ¿Que cómo lo sé? Me imagino que no
pensarás que eres el primer aprendiz de mecánico que se
ha aventurado a acompañarme en este singular paseo...
De tantos como tú que he conocido en estas andanzas,
he ido aprendiendo a reconocer rasgos que se repiten
en la mayoría. Y este, el sentimiento romántico ante la
naturaleza, es tan común en ustedes que incluso hasta yo
mismo me he puesto un poco romántico, claro que a mi
modo, por supuesto ¡Cuidado! Una pelota pasará muy
cerca de tu cabeza de un momento a otro. Son esos chicos
traviesos que aún no se cansan de jugar a tu alrededor.
Obsérvalos cómo van corriendo tras la pelota a lo largo
de la orilla; fíjate cómo tu percepción de tortuga, en solo
unos instantes, los verá llegar a la otra punta de la playa,
¡que está a medio kilómetro de aquí! Mira, ya llegaron.
Y ahí vienen de vuelta otra vez. No te asustes; dentro de
poco volverá a pasar la pelota por arriba de tu cabeza…
Bueno, creo que ya hemos abusado más de lo nece-
sario de la hospitalidad de Cleopatra; hace más de media
hora que entraste en ella. ¿Logras darte cuenta de cuán
poco has experimentado en tan considerable lapso? In-
creíble, ¿no?
Afírmate de mí. Te sacaré de ella ahora.

81
Manuel Pout

V
Ya eres tú nuevamente; en cuerpo y conciencia. No quiero
pecar de irónico ni de mal anfitrión, pero te advierto que
nuestro tiempo se acaba y aún tenemos cosas importantes
que conversar antes de que nos separemos. Si no tienes
ninguna objeción, te propongo que emprendamos el ca-
mino de vuelta.
Como te habrás dado cuenta, Cleopatra no era la
respuesta. En el fondo, ningún animal vive más que otro;
el hombre, la tortuga, la mosca, viven lo mismo. Lo que
te movió a pensar en la tortuga, fue creer instintivamente
que un segundo, un abrir y cerrar de ojos, la sensación del
instante, tenía el mismo carácter efímero para las otras
dos especies en cuestión. Nada hay más subjetivo en la
existencia que lo que llamamos instante. ¿Y a qué se debe
este extremo relativismo? Al movimiento. La capacidad
que cada ser tiene para moverse dicta su forma de percibir
el mundo.
Existen realidades abismantes que se encuentran to-
talmente fuera de tu alcance. Si tuvieras una percepción
dictada por un ritmo de movimiento vertiginoso, mucho,
muchísimo más rápido que el de una mosca o el de una
minúscula araña, estarías en condiciones de avistar el deam-
bular de incontables seres luminosos de todos tamaños y
formas. Si tuvieras una percepción dictada por el ritmo de
un movimiento muchísimo más lento que el de las tortugas,
podrías percibir el crecer de las plantas, el movimiento de

82
Filosofía de la máquina

las piedras, el palpitar del planeta, ¡te darías quizás cuenta


que el mismísimo universo no es más que un...!
¡Pero qué estoy diciendo! He hablado más de lo con-
veniente. Perdóname. Siempre que llego a este punto suelo
emocionarme (como ustedes) dando libertad al pregonar
de tanto saludable secreto.
Mejor es que dejemos hasta aquí el asunto antes de
que lo enredemos aún más. Ya habrá oportunidad para que
lo retomemos cuando nuestros rumbos vuelvan a toparse.
Adiós…

83
Anexo B
Laberínticos
mecanismos
de salida
Filosofía de la máquina

Vuelco
No quería despertar, pero despertó. Mantuvo los ojos cerra-
dos otro rato, con la esperanza de que quizás, con un poco
de suerte, lograse quedarse dormido otra vez, de que quizás,
al volver a despertar, se diese cuenta feliz de que solo había
soñado que despertaba en un hospital y que todo lo vivido
esas últimas semanas no hubiese sido más que una larga pe-
sadilla. No sería la primera vez que le pasara algo semejante,
en más de una ocasión habría jurado estar en la verdadera
compañía de su fallecida madre; todo se le presentaba tan
real, tan palpable. Sin embargo, ahora era distinto; algo en
su interior parecía abofetearle la conciencia diciéndole que
se dejase de estupideces, pues estaba despierto, despierto de
verdad, inmerso en lo que ahora era su nueva realidad, y que
ningún mentiroso sueño podía cambiar... Sus ojos luchaban
por abrirse, la luz del día, implacable, le atravesaba los pár-

87
Manuel Pout

pados impidiendo cualquier intento de escape. Resignado,


terminó por abrirlos.
A su vista quedó el techo blanco de la habitación. Una
mosca solitaria, de lentos movimientos, paseaba por él
deteniéndose a ratos, como en busca de algo. Se preguntó
si se trataría de comida, o si lo observaba, estudiándolo
desde distintos ángulos, buscando adivinar lo que sentía,
lo que lo embargaba, o si simplemente se divertiría con el
espectáculo... Pensaba que de un simple manotazo podía
acabar con su minúscula existencia, dejando su repulsivo
cuerpo completamente deshecho, aplastado como una
estampilla; solo bastaba que se lo propusiera, que ahora
él se decidiera a ser el instrumento de un trágico destino...
Pero, ¿para qué? –se dijo recapacitando–, la pobre no
molestaba a nadie, solo estaba ahí, cansina, desafiando la
gravedad, viviendo su breve vida lejos de ser el blanco de
un natural matamoscazo. ¿Para qué desquitarse con un
insignificante animalillo?, ¿qué ganaría con ello?, nada.
Además, él nunca había sido hombre de desquites o ven-
ganzas, esos no eran sus defectos. La mosca emprendió el
vuelo de repente, desapareciendo de su vista.
A su alrededor reinaba un silencio de tumba apenas
interrumpido por el leve zumbido de un aparato ubicado al
lado de la cama. Afuera, en el corredor, también reinaba la
quietud. Pensó que debía ser bastante temprano. Se quedó
con la vista en el techo otro rato. Volvió a recordar cuando
era niño y jugaba fútbol con sus amigos, aquella vez en
que marcara seis goles en el mismo partido con un par de
zapatillas que le quedaban grandes. ¡Toda una hazaña! Los

88
Filosofía de la máquina

ojos se le llenaron de lágrimas que pronto comenzaron a


correr por sus sienes. Su llanto era silencioso, no quería que
nadie lo escuchara, porque si había algo que a toda costa
quería evitar, que detestaba, era ser motivo de lástima; a
pesar que, en el fondo, deseaba con ansias ese calor, esas
compasivas caricias llenas de ternura, que el niño desvalido,
que se ha golpeado, recibe de su preocupada madre. Pero
su madre ya no estaba, hacía años que había muerto, y él
tampoco era ya un niño; era un hombre maduro, padre
de familia; dos hijos, un muchacho de veinte años y una
chica de quince, y una buena y dedicada esposa; pero que
bien sabía que era incapaz de ayudarlo, de darle eso que
el tanto necesitaba...
De pronto escuchó pasos que se acercaron a la puerta,
rápidamente se secó las lágrimas y entrecerró los ojos. La
puerta se abrió y entró una enfermera que no había visto
antes, una joven y hermosa morena que no pasaría de los
veinticinco años de edad. Al acercársele, le sonrió de la
mejor manera posible y le tocó la frente para controlar su
temperatura. No tenía fiebre. Poniéndole una mano en el
hombro le preguntó cómo se sentía. Él que perfectamente
podría haberle dado un discurso de profundas reflexiones
sobre el dolor físico y espiritual, que sin miramientos po-
dría haberla tapado a insultos por su torpe pregunta y así
desahogar en algo su impotencia, su pena, miró su inocente
rostro y se limitó a decirle que se sentía bien. La joven se
apartó para correr las cortinas y ordenar... No pocas son
las ocasiones en la vida en las que uno se ve obligado a
mentir, lo sabía, lo entendía, pero qué ganas tenía de haberle

89
Manuel Pout

gritado en pleno rostro cómo verdaderamente se sentía, que


es lo que nadie espera escuchar en semejantes situaciones,
porque se pregunta por cortesía, por diplomacia (él mis-
mo lo había hecho muchas veces), esperando desde luego
una respuesta de la misma índole, breve, positiva, ajena a
la incómoda verdad. ¡Así se funciona la máquina social!
Acongojado pensó que en unas horas llegarían los su-
yos a buscarlo y que cuando otra vez le hicieran la odiosa
pregunta sobre su estado, se vería obligado, condenado a
decir lo mismo que ya les había dicho y que les seguiría
diciendo: «Bien, mejor...». Al igual que la enfermera, tam-
poco estaban ellos preparados para escuchar otra cosa de
él, ya que siempre lo habían visto, y lo seguirían viendo,
como el sólido pilar de su hogar, como el padre que nunca
se queja de nada y siempre inspira seguridad en su actuar,
incluso en momentos de gran apremio, exactamente como
él siempre los esperó de su también desaparecido padre…
Estaba solo en su dolor, en su enorme frustración, no le
cabía duda; de alguna manera tenía enfrentarlo.
Luego de observar el aparato que tenía al lado de la
cama y de hacer una anotación en un registro, la enfermera
se despidió de él llevándose consigo su juventud, su belleza;
su hermoso cuerpo lleno de vida y vitalidad.
Solo nuevamente, la mosca volvió a hacerle compa-
ñía posándose en el mismo lugar. Se quedó mirándola,
pensativo, siguiendo cada uno de sus parsimoniosos mo-
vimientos… ¿Por qué se movería tan lento? ¿Estaría en las
últimas o habría sufrido una mutilación? ¡Mutilación! Qué
palabra más horrorosa; pero llena de abismante significa-

90
Filosofía de la máquina

do, con solo pronunciarla se puede percibir el indefenso y


fulmimante choque de la carne contra un objeto contun-
dente, sólido, como el metal de un hacha, una guillotina,
las pesadas ruedas de un tren... Se acordó del mensaje de
un viejo réclame que, irónicamente, nunca había olvida-
do: «Más vale perder un minuto en la vida que la vida en
un minuto…» ¿Cuánto tiempo ahorró al cruzar la calle
a toda prisa, con luz roja, para alcanzar el metro aquella
fatídica tarde? ¿Treinta segundos? ¿Cuarenta? ¿Un minuto?
Todo parecía indicar que, sencillamente, había olvidado
por completo la vida de peatón, de cómo moverse por las
calles, de cómo regirse por horarios de buses, de metro.
Tantos años en auto para arriba y para abajo, abusando
de la comodidad, enajenándose de veredas y pasos peato-
nales... Solo bastó que una pana lo dejara a pie tres días
para que al primer carrerón despreocupado comprobara,
con nefastas consecuencias, cuan peligrosa podía ser la
vida del peatón, cuán frágil era la vida en sí...
Pero, ¿eso era todo? ¿Era esa simple explicación, que
por momentos le sonaba a simple cliché, tragicómica, y
hasta ridícula, la única plausible? ¡Y qué otra podía ser!
El mundo estaba y estará siempre lleno de tragicomedias;
su amargura, sus deseos de desaparecer, de no saber más
de nada ni de nadie, no eran ninguna excepción. Los ojos
volvieron a llenársele de lágrimas. La mosca bajó del techo
posándose en la lámpara del velador. Sentía que sus cuan-
tiosos ojos lo miraban detenidamente. ¿Se compadecería
de él, de su miseria? ¿De las seguras alturas bajaba para
demostrarle su solidaridad?...

91
Manuel Pout

Un rato más tarde, escuchó voces y pasos hacercán-


dose a la puerta. Dos enfermeras entraron, eran mayores
y menos agraciadas que la otra. Reconoció a una, lo había
atendido cuando llegó al hospital. Lo saludaron con la me-
jor de las sonrisas posibles, haciéndole la odiosa pregunta
de siempre: «¿Cómo se siente?» Venían a prepararlo para
que abandonara el hospital. Con cuidado, casi con afecto,
lo lavaron con toallas blancas, mientras le hablaban de todo
tipo de trivialidades, más que nada para distraerlo, para
hacerle pensar en otras cosas, cosas agradables.
Ya vestido y sus pertenencias empacadas, una de ellas
le dijo que iría por una silla de ruedas. Él habría preferido
las muletas, pero el reglamento se lo se impedía. Le recor-
daron que dentro de poco pasaría su familia a buscarlo.
Dijo que esperaría en la habitación, leyendo.
Al primero que vio entrar fue a su hijo, seguido de su
mujer y su hija. Lo saludaron con la mayor naturalidad
posible, tratando en todo momento de expresar cariño
y no compasión, pero sin dejar de preguntarle cómo se
sentía. Y él, por supuesto, ya sabía lo que tenía que de-
cir... No poder confesarles lo que pasaba en su interior le
provocaba un sentimiento de soledad apenas soportable,
pues se trataba de los suyos, las personas más cercanas a
él. Pero no podía ser de otra manera. ¿Qué habría sacado
con atormentarlos con su dolor, con darles a entender que
no podrían ayudarlo, que ningún consuelo era suficiente?
Afuera lo esperaba la ambulancia que lo llevaría a
casa, un moderno y amplio vehículo lleno de luces. Por
un lado de esta, montada sobre una plataforma, descendía

92
Filosofía de la máquina

un silla de ruedas de color blanco. La miró con recelo,


pero no había otra forma de hacer el viaje, a menos que
quisiera irse acostado en un camilla, lo que consideraba
más inaceptable, más denigrante aún.
Una vez en marcha, todos se quedaron callados. El rui-
do del motor y el moviento lograban rellenar el silencio que
de otra manera habría sido incómodo, difícil de soportar. Él
iba con la vista pegada a la ventana. El día estaba radiante,
la temperatura era agradable y había mucha gente en las
calles y parques. Se podía percibir un estado de alegría
general, propio de la llegada de la primavera. Pero para él
no había primavera, la belleza del día no hacía más que
acentuar su soledad, su desencanto, su enajenación de todo
aquello que antes habría disfrutado como cualquier otro
hombre. ¿Cómo era posible que en todo a su alrededor
reinara la alegría y la belleza cuando a él lo embargaba
tanta amargura? ¿Ironizaba la naturaleza, Dios, con su
dolor, castigaban su manera de ser un tanto arrogante y
vanidosa frente a la vida? Un padre corre a detener a su
pequeña hija que muy despreocupada se apronta a cruzar
la calle sola. Al alcanzarla la toma en brazos y la repren-
de. Observó la escena con la boca entreabierta, como si
se tratara de sí mismo repitiendo la fatídica carrera para
alcanzar un desgraciado tren...
La ambulancia se estacionó frente a su casa. La idea
era sacarlo en la silla de ruedas, pero se opuso y pidió las
muletas, pues por algo las traía. Con ayuda de su hijo y de
un enfermero, bajó del vehículo y lentamente, con esfuerzo,
se desplazó en dirección a la puerta de entrada. Su esposa

93
Manuel Pout

y su hija caminaban detrás, con la silla de ruedas, por si


acaso. Ya en la puerta, su hijo abrió y entraron.
El no quería comer ni beber nada, lo único que deseaba
era recostarse en su cama. Sin ayuda, pero volteando un
macetero con una muleta, se fue al dormitorio y se sentó en
la cama. Luego de unos instantes en silencio e inmóvil, con
la punta de una muleta abrió la puerta del closet y de golpe
se encontró con el fino par de zapatos que con tanto gusto
comprara un día antes del accidente. Se quedó mirándolos
fijamente. Pensó en llamar a su mujer para pedirle que los
guardara en otro lugar, pero luego creyó mejor no decir
nada, pues de seguro lo tomaría a mal, lo que no quería.
Con la misma muleta los ocultó en un rincón donde no los
pudiera ver. Después resolvería qué hacer. Acto seguido,
se recostó en la cama y cerró los ojos con la intención de
quedarse dormido, profundamente dormido...

94
Filosofía de la máquina

Efigenia en su
laberinto
(The great gig in the sky)

Aquí estamos, solos tú y yo.


No hay miradas, no hay palabras,
solo una brisa de aire amargo
asesinando la luz de minutos indefensos,
abrumados, por el asedio de tu cuerpo inmóvil

95
Filosofía de la máquina

I
En la sala de emergencias yace tu desvalido cuerpo. No
supiste qué pasó; estabas ensimismada tejiendo un chaleco
para uno de tus hijos cuando de pronto, al pararte en busca
de una taza de té, algo, una fuerza, te obligó a torcer la
cabeza hacia un lado. Todo se oscureció a tu alrededor; y
tus piernas, desorientadas, temblorosas, no fueron capaces
de mantenerte en pie. Trataste de afirmarte del respaldo del
sofá, pero de poco te sirvió; sin saber de nada más, caíste al
suelo delante de tus aterrados hijos emitiendo un espantoso
quejido que muy poco tenía de ti, un quejido animal.
Nadie supo qué hacer; todo fue tan rápido, tan sor-
prendente. A todos los fulminó la certeza de que no se
trataba de un simple desmayo... Tus vecinos más cercanos
se hicieron presente para tratar de reanimarte, cada cual

97
Manuel Pout

a su manera, pero no hubo caso; tu única reacción fue ese


blanco y espumoso líquido que salió de tu boca.
Ninguno de tus hijos podía, quería creer lo que estaba
pasando. ¿Acaso no había sido suficiente con el padre?
¿Qué habían hecho para merecer este nuevo golpe? En
medio de la angustiante confusión, alguien atinó a llamar
por una ambulancia. Así fue como llegaste, a toda prisa,
casi volando, ya que no había segundo que perder.
Pero los esfuerzos de los enfermeros por traerte a tiem-
po parecen en vano ahora, pues los médicos, que de cerca
conocen el rostro de la agonía, la muerte, no dan señas de
entender lo que tus hijos, tus vecinos, los enfermeros, sin
demora entendieron: que tu vida pende de un hilo.
Da la absurda impresión de que te han dejado en la
sección equivocada, que estás en cualquier otra menos en
la de emergencia; casi bostezando, rascándose la cabeza,
hojean tu breve historial clínico, donde registrado tienen
tu anemia y tu sorpresiva epilepsia. Conversan tu caso sin
apurarse, con toda tranquilidad, como quienes, después de
una larga siesta, comentan los pormenores de un hecho sin
mayor importancia, trivial, aburrido. Te miran sin mirarte...

II
¿Y dónde estás ahora, dónde estás realmente Efigenia? En
ningún destino... todavía. Despierta, despierta, que cada
instante cuenta para salir del lugar donde te encuentras.
Vamos, abre los ojos y levántate; vamos, que no hay tiempo
que perder, así, bien, con la misma energía que siempre has

98
Filosofía de la máquina

tenido, y no temas, que no estás sola, estás conmigo, con


nosotros, aunque no nos puedas ver. Te cuesta moverte.
Sientes que una fuerza, una especie de magnetismo maligno,
no te deja avanzar, te tira hacia atrás. Pero tú puedes más
que aquello; ignora su fuerza, así lo debilitarás, no le temas.
Miras a tu alrededor preguntándote intrigada en qué sitio
te encuentras, qué son esos oscuros muros que te rodean y
que parecen elevarse hasta el cielo... No es el mejor de los
lugares, ciertamente: estás en el centro del laberinto de los
laberintos. Sus galerías, incontables, ninguna igual a otra,
estan llenas de sorpresas. Pero en una de ellas, más allá de
las sorpresas, se yergue una puerta a la que tienes que llegar
para salir de aquí, porque eso es lo único que cuenta ahora
para ti, salir, no lo olvides. Empieza a caminar, no importa
el rumbo, no temas, solo escoge uno. Eso es…

III
Entras por una galería de suelo plano y asfaltado, una
calle. ¿La conoces? ¿Conoces el pequeño kiosco de diarios
de la esquina, los altos árboles, esos viejos caserones de la
vereda de enfrente, que parece que de un momento a otro
se vienen abajo pero que no lo harán porque siempre han
sido así? Por supuesto que conoces todo, es la calle donde
queda tu casa. Has dejado a tus hijos solos unos instantes,
un par de minutos... Comienzas a estremecerte de manera
exaltada, ¡sabes lo que pasará! A toda carrera te diriges a
casa y entras… El menor de tus chicos, de alguna endia-
blada manera ha logrado meter la cabecita por los altos

99
Manuel Pout

barrotes de su cama, y ahora, desesperado, no puede zafarse


y es socorrido por el mayor quien lo sostiene de la cintura
para impedir que su propio peso lo asfixie. Te llevas las
manos al pecho, a la cabeza, sintiendo el mismo pavor que
te embargara aquella vez. ¡Calma! Fue ciertamente uno de
los sustos más grandes que has tenido, pero solo fue eso,
un susto, y como bien lo sabes, la vida está llena de ellos.
Llegarás a tiempo para impedir la tragedia, jurándote a tí
misma que no los dejarías solos otra vez hasta que pudieran
valerse por sí mismos.
Y cumpliste. Eras una joven madre, desconocedora
de los muchos peligros que solo la experiencia ayuda a
evitar. Tranquila ahora. Vamos, no te detengas aquí por
más tiempo. Debes seguir adelante, pues ya no estás en tu
casa y este laberinto es mucho más que los alrededores de
un viejo cerro porteño...

IV
Los médicos te dan ahora la espalda, siguen conversando,
opinando, haciendo digresiones que poco tienen que ver
contigo, con tu gravedad, con tu creciente lejanía, como
si el tiempo fuera lo único que sobrara, lo único que no
importara; siguen sin entender la seriedad de la situación.
¿Será que el diario contacto con la agonía, con la muer-
te, en vez de agudizar sus sentidos ante el peligro, los ha
adormecido, atrofiado, como las piezas de una máquina
que ya no cumple su función…? ¿Será que sencillamente
les da lo mismo? Tu historial clínico parece no haberles

100
Filosofía de la máquina

dicho nada, lo han dejado bocabajo sobre una mesa ubi-


cada en un rincón.
Los valiosos minutos corren y corren, sin sentido,
inútiles, hasta que uno de ellos de repente mira tu rostro
y se alarma al notar que ha cambiado drásticamente de
color; un oscuro y siniestro lila se había apoderado de tus
mejillas. Los otros, despertando de su modorra también
te miran ahora, con verdadera preocupación; te toman el
pulso, la presión, te levantan los párpados para observar
tus dormidos ojos con una minúscula linterna, se miran
entre ellos, opinan apuradamente. Luego conectan aparatos
a tu cuerpo.
Todo lo hacen con suma rapidez, queriendo recuperar
el precioso tiempo perdido… Más allá, por una ventana,
mirándote están tus hijos, en silencio. Ninguno es capaz
de abrir la boca, sin embargo quisieran decirte, confesarte
tantas cosas, aunque no los pudieses escuchar. Te miran con
sus corazones anegados de angustia, temiendo que corras el
mismo destino que su padre, el hombre a quien brindaste
tu amor de niña...

V
Notas con sorpresa que empiezas a bajar; creías que ibas
por terreno plano, pero en realidad vas por una pendiente.
¿Acaso pensabas que todos los laberintos eran planos? Este
no lo es, es distinto; las subidas y bajadas son el fundamento
de su arcana arquitectura, que el sueño de la vida con sus
mecanismos dibuja sin cesar.

101
Manuel Pout

¡Ánimo, Efigenia! Un cúmulo de pensamientos puebla


tu espíritu, pero no puedes distinguirlos, son demasiados,
todos en masa, como los árboles de un frondoso bosque; la
melancolía, la euforia, la tristeza, la alegría, el amor, brotan en
ti a un tiempo provocándote un desagradable sentimiento de
inestabilidad, de pasearte al borde de un abismo insondable.
Te detienes, colmada por el vértigo. No te aflijas, no
eres tú la que crea ese odioso cúmulo sino el laberinto. Por
eso debes encontrar la puerta y salir de él. ¿Si está vivo?
Sí, lo está, de una singular manera.
Sigues bajando y ahora el suelo se pone mojado, fan-
goso, como los lluviosos suelos de tu tierra natal; ese sur
entrañable y siempre verde de donde una vez saliste con
más de un sueño, en busca de tu futuro, de una vida distinta.
Llegas a una típica cocina de campo llena de niños;
pero no es cualquier cocina de campo, lo sabes. Esos niños
son tus hermanos, que ansiosos esperan mirando cómo tu
madre saca de las brasas una enorme y deliciosa tortilla
de rescoldo. Es temprano, la hora del desayuno. En el aire
sientes el inconfundible aroma del café de trigo que listo
está para ser servido. Más allá, a tu derecha, junto a la
cocina de hierro y las cacerolas negras de hollín, hay un
balde lleno de tibia leche recién ordeñada; piensas en su
singular sabor, sabor a pureza; no poco te costó acostum-
brarte al sabor sin alma de la otra, tan enajenada en esas
gordas botellas de vidrio, la de la ciudad. Tu padre está
en el monte con las vacas, más tarde se unirá a los otros
hombres en el llano para carnear los chanchos y preparar
la trilla. Será una bonita fiesta, como todos los años, con

102
Filosofía de la máquina

mucho canto, chicha y guitarras, como Dios manda, porque


ha llovido durante días, pero ahora, al fin libre de nubes,
brilla el sol firme en lo alto, haciendo brotar de la tierra
parsimoniosas columnas de vapor, que consigo traen los
primeros aromas de la primavera…
Tus ojos brillan de nostalgia, no es para menos, pero
no debes distraerte demasiado, aquí no está la puerta que
buscas.

VI
Los médicos no dejan de tocar, de examinar tu cuerpo;
hablan de epilepsia, anemia, complicaciones respiratorias,
cardiacas... En el fondo no tienen la certeza de nada, pues
tus síntomas no son claros y podrían ser el resultado de
más de una causa. Sin embargo, uno, que cree que tus pro-
blemas son cardiacos, piensa que quizás deberían operarte,
pero los otros no están seguros, lo ven muy prematuro,
demasiado arriesgado, creen que es mejor probar otros
métodos, tomar los necesarios exámenes, antes de hacer
uso de los filosos escalpelos.
Te han puesto una máscara de oxígeno que te cubre
casi todo el rostro. Vuelven a tomar tu desechado historial
clínico y, con los ojos bien abiertos, lo hojean, lo releen,
esperanzados en encontrar lo que no hallaron o no se pre-
ocuparon de hallar la primera vez que lo miraron. Tus hijos
observan impotentes, sin romper el silencio; no se miran
entre ellos, quieren mantenerse firmes, conservar la calma,

103
Manuel Pout

la fe, pero no pueden evitar que por momentos los ojos


se les llenen de lágrimas. Temen el horror de verte partir...

VII
Dejas atrás a tu madre y a tus hermanos y continúas bajan-
do. La galería se hace cada vez más oscura y tenebrosa. Tú
odias, temes la oscuridad, desde niña, desde aquella vez que
te perdiste en el monte al atardecer y tu padre, ya entrada
la noche, te encontró llorando de miedo y de frío junto a
un árbol. Una luz aparece de repente por tu izquierda; es
la entrada a otra galería. Te detienes ante ella un instante,
dubitativa, luego entras.
Notas que es más angosta, pero más iluminada que la
anterior. Caminando por ella te das cuenta que ya no vas
por una pendiente, que es plana; plana, blanca e iluminada
como el pasillo de un hospital. ¿Hospital? Te encuentras
con una puerta. La abres. En una cama, conectado a una
serie de aparatos, ves a uno de tus hijos más pequeños, que
se debate entre la vida y la muerte. Desde que nació el pobre
ha tenido duros problemas para vivir, ¡una enfermedad tras
otra!, sin pausa, sin respiro, en fila esperando turno, como
si la vida nunca hubiese sido lo suyo, su destino. Medio
dormido te llama, con insistencia, implora tu presencia,
asustado, desamparado.
El sufrimiento, la impotencia, vuelven a estremecerte,
lloras sin llorar, no quieres verlo así, tan lejos de tus brazos,
de tu calor de madre, de las cosas hermosas de este mundo;
quieres verlo sanito, quieres verlo correr, gritar, subirse a

104
Filosofía de la máquina

los árboles, jugar con sus hermanos, quieres verlo crecer,


hacerse hombre, padre. No soportas más y sales de ahí
a toda prisa, sin cerrar la puerta. Te quedas afuera unos
instantes cubriéndote el rostro con las manos, pensando,
tratando de pensar, si debes devolverte a rescatarlo y así
poder estrecharlo entre tus brazos, susurrándole al oído
tus improvisados cantos que siempre suelen calmarlo; pero
sabes que no debes hacerlo. Recapacitas y sigues adelante.
Más allá te encuentras con otra puerta, pintada con un
arcoíris en el cual montado va un osito de peluche que ríe
con los brazos abiertos. Bajo esta figura lees las palabras
«SALA CUNA». Un hermoso sentimiento te envuelve. Entras.
Varios son los recién nacidos, pero bien sabes cuál es tu
nieto; el de pelito oscuro y sonoro llanto, a tu derecha. En
la expresión de su diminuto rostro, en la manera de juntar
las cejas al compás del llanto, reconoces las claras señas de
los de tu sangre. Piensas en sus ojitos de uva que todavía
no ha abierto, pero que pronto abrirá. Te desbordas de
emoción, de alegría; quisieras tocarlo, acariciarlo, jugar
con él, regalonearlo; aunque sabes que no es posible, que
lo tuyo no es eso, sino encontrar la puerta de salida. Sin
embargo, te quedas ahí otro rato haciéndole compañía,
pensando en nada, no queriendo darte cuenta que de
pronto te has quedado sola, y que todo a tu alrededor es
ahora penumbra... Cabizbaja, vuelves en ti y abandonas
aquel lugar.
Afuera, la potente luz te ciega un segundo, te hace
pensar en otras cosas, en el rumbo a seguir: ¿te devuelves o

105
Manuel Pout

continúas hacia adelante? Sigues hacia adelante, presientes


que nada mejor puedes hacer…

VIII
No reaccionas con el oxígeno, tu cuerpo sigue inmutable,
como si estuviera embalsamado, dormido para siempre. Los
médicos se cercioran de que el suministro esté funcionando,
de que sea el correcto. Todo funciona con precisión, eres tú
la que simplemente no responde, la que no quiere despertar.
Lejana en tu inconsciencia, comienzas a ponerlos nerviosos.
Sin quitarte la vista de encima, vuelven a discutir las medi-
das a tomar. Pero el tiempo es ahora su franco enemigo: tu
pulso se debilita con rapidez, tu corazón late sin ánimo, su
tamborileo se hace cansino, tenue, peligrosamente imper-
ceptible por momentos. Tus hijos mayores se dan cuenta
de que algo anda mal, muy mal, perciben la angustia de los
médicos, que en evidencia deja su nervioso gesticular. Sus
corazones se llenan de espanto, de un amargo sentimiento
de prematura despedida; no pueden evitar ver cercano el fin.
Sin embargo deben mantenerse firmes, fuertes, aguantar las
lágrimas, como tú siempre les has inculcado en momentos
de adversidad, pues aún no está todo dicho...

IX
A medida que avanzas la galería comienza a estrecharse y
la luz a disminuir. Sospechas que las sombrías murallas te
observan con frialdad, que tras de su apariencia se ocultan

106
Filosofía de la máquina

cientos de oscuros seres que al tanto están de todo lo que


sientes, de lo que padeces, pero simplemente no les importa,
es más, jurarías que lo disfrutan, como los espectadores de
una función circense.
Una reja negra de gruesos barrotes te anuncia el fin de
la galería. A tu izquierda, una breve escalera descendente
y a oscuras te indica el único rumbo posible. La bajas
con desconfianza, lentamente. Las escaleras a oscuras te
gustan aún menos que la misma oscuridad, en especial si
tienes que bajar por ellas. Te preguntas qué habrá, con
qué te encontrarás al llegar abajo. Pero no terminas nunca
de llegar. Estabas segura de que se trataba de solo unos
cuantos peldaños…
Por fin logras ver dónde acaba, en un amplio living
poblado de finos muebles antiguos. El lugar te es familiar,
reconoces los muebles, su disposición. A los pies de la es-
calera divisas a alguien, un hombre, que parece esperarte.
No puedes ver bien su rostro. Te preguntas si es él, apu-
rándote... ¡Claro que es él! Tal como lo conociste aquella
tarde hace ya tantos años. Tú eras todavía una niña y él ya
un hombre. Como un rayo cayó en tu vida. Te cautivó su
sonrisa, sus maneras, la seguridad en el tono de su voz, en
su forma de mirar, de caminar; te sentíste protegida, desea-
da; amada. Le brindaste tu juventud, tus ganas de vivir, tu
sencillez, toda la fertilidad y el calor de tu querido sur…
Le sonríes con ternura. Él te sonríe de la misma manera.
Pero de repente se aparta, pues su madre, esa autori-
taria mujer, que en el fondo no te tiene en gran estima, por
tu origen, tu color, tu juventud, y para la cual trabajas, ha

107
Manuel Pout

comenzado a llamarte con insistencia, y en un tono cada


vez más alto, más molesto, ¡tan suyo! No quieres verla,
no quieres oírla, te apartas de la escalera y cruzas la sala
hasta llegar a un largo pasillo de cuyas paredes cuelgan
cuadros al óleo.
Te sientes sola, muy sola, no te ha hecho bien verlo,
menos aún a su madre… Al ir avanzando, te encuentras
con un cuadro que reconoces, el de la hermosa joven de
largo cabello oscuro, vestida de blanco y aferrando a su
pecho con las manos un crucifijo de madera. Solías mirarlo
en momentos de ensimismamiento, de tribulación, como
queriendo buscar paz, consuelo, en ese tranquilo rostro que
parece mirar hacia las alturas celestiales desentendiéndose
de todo lo terrenal, de toda desventura e imperfección hu-
mana… Distingues algo más adelante; un bultito blanco
que descansa sobre un baúl de madera oscura. Te acercas
con horror, has reconocido el cuerpo; es tu pequeña hija que
acaba de morir, y que allí, vestida con un trajecito blanco,
sumida en el sueño de los sueños, espera su entierro. Ha-
ces una mueca de espanto y te apartas con rápidos pasos.
Más allá hay otra caja, más grande aún; un féretro, negro.
Rehúsas mirar, pero miras igual. Es él..., tu difunto marido,
lo sabías; con su boca entreabierta llena de hormigas que
entran y salen acarreando diminutos pedazos de su ma-
lograda humanidad. Sientes que caes, que te desmayas de
dolor, que el desagradable magnetismo se hace más intenso,
más siniestro, como los tentáculos de un pulpo hambriento
que se niega a soltar su presa. Pero no es solamente eso lo
que te desestabiliza. El suelo bajo tus pies ha comenzado

108
Filosofía de la máquina

a moverse con creciente intensidad, emitiendo un ruido


cada vez más insoportable, inconfundible. ¡Un terremoto!
Las paredes se agitan como hojas de cartón, ¡de papel!,
arrojando los indefensos cuadros al suelo. Tu gran dolor y
amargura de un golpe se transforman en franco pánico, te
aterran los terremotos; antes los soportabas por tus hijos,
sacabas fuerzas de flaqueza para conservar la calma y así
inspirarles tranquilidad, pero ahora estás sola, sin nadie a
quién proteger, y sin nadie a quién abrazarte para sentirte
protegida.
Creyéndote perdida, con el temor de ser aplastada en
cualquier momento, como una niña echas a correr cubrién-
dote la cabeza con las manos…

X
Sigues sin responder a los esfuerzos de los médicos; tu pulso
continúa debilitándose, haciéndose cada vez más imper-
ceptible, como tu extraviado corazón. Por un momento
pensaron que volvías en sí, pues a uno le pareció ver que
movías los párpados, pero se equivocaba, los aparatos no
habían registrado ninguna alteración en tu estado.
Nada parece ayudar. La inmutable expresión de tu
dormido rostro da la impresión de que no quieres que te
ayuden, que no quieres que manos extrañas te toquen,
que solo deseas que te dejen en paz, entregada al destino
que el Señor te ha reservado, como agradecida y abnegada
cristiana.

109
Manuel Pout

En el fondo, los médicos ya no saben qué hacer. Temen


haber llegado a ese desagradable límite donde la ciencia,
sobrepasada por las circunstancias, impotente, no deja otra
alternativa que esperar la irrupción de un milagro. Al otro
lado de la ventana, tus hijos te miran con idéntica expre-
sión, sin pestañear, cada uno ensimismado en su dolor, ya
casi sin fuerzas; hasta el más pequeño se ha dado cuenta
que estás al borde de la muerte, que los médicos lo han
probado todo, pero no logran resucitarte y desesperan.
Uno de ellos, al volver a controlar tus latidos, de pronto
exclama asustado: «Se nos va, se nos va».

XI
Corres y corres pero sientes que no avanzas, que ser aplas-
tada como un insecto es inminente. El espantoso ruido,
el desenfrenado movimiento, parecen no querer terminar
nunca, no te permiten respiro. Corres y corres desespe-
ranzada, viendo derrumbes, objetos que caen por todas
partes, escuchando gritos de pánico a lo lejos, dándote ya
por sepultada bajo una montaña de escombros, hasta que,
por fin, llegas al umbral de otra galería y entras sin vacilar.
Lo único que quieres es salir de ese lugar, encontrar la
dichosa puerta… Ya no tiembla... Te sientes a salvo. Sin em-
bargo, un intenso frío, nunca antes sentido, te envuelve de
repente cubriendo todo a tu alrededor con un blanco manto
de nieve. La quietud, el silencio, no pueden ser mayores.
Extrañada, te internas por un breve pasillo de claras
paredes y desembocas en un living rodeado de estanterías

110
Filosofía de la máquina

repletas de libros de todos colores y tamaños. No sabes por


qué estás ahí, no reconoces nada en ese lugar. Pero aún no
has visto todo: en un rincón, ligeramente tapado por plan-
tas de grandes hojas verdes, hay un hombre sentado a una
mesa, escribiendo. Te acercas a él sin apuro, percibiendo
algo familiar en su rostro. Ya a su lado, das un suspiro de
sorpresa y emoción, pues lo has reconocido, es uno de tus
hijos, el mismo que estuviera tan enfermo en sus primeros
años de vida.
Aquí lo tienes ahora, como siempre lo soñaste, todo
un hombre... ¿Qué escribe? Con gran afán lleva al papel
una historia que le hemos encomendado: la de tu agitado
paso por este laberinto. Quiere tener el privilegio de libe-
rarte de él, de mostrarte la puerta de Salida. Sonriéndote,
te toma una mano. «No temas, madre, te sacaré de aquí»,
te dice emocionado, indicándote una puerta al otro lado
del living...

XII
Has perdido el pulso, no te lo encuentran, tu corazón ya
no bombea, se ha detenido por completo. Los médicos a
toda carrera te desnudan el pecho, uno te pone sobre él dos
manillas conectadas por cables a una máquina y, contando
hasta tres en voz alta, te propina una considerable descarga
eléctrica para hacerte reaccionar. Pero los monitores siguen
sin registrar cambios, tu pulso y tu corazón no despiertan, no
se dejan seducir por la magia de la electricidad. Prueban de
nuevo; nada ocurre. Vuelven a intentarlo con una descarga

111
Manuel Pout

mayor y tu cuerpo salta y cae como un pesado bulto, ajeno


a cualquier milagrosa reacción. Insisten todavía una vez
más, pero solo para constatar, con pesar, que es inútil, que
ya las máquinas nada pueden contigo, pues no despertarás;
te has ido para siempre.
Tus hijos han leído el inequívoco gesto de desazón
en el rostro de los médicos. Embargados por el dolor se
abrazan sollozando...

XII
Acaricias las mejillas de tu hijo con gran ternura, leyen-
do en su cristalino mirar la conmovedora alegría que siente.
Sin tristeza, te despides de él yendo hacia la ansiada puerta.
Afuera, un aromático jardín de rosas, hortensias y calas
te recibe, haciéndote recordar el jardín de tu casa que con
tanto esmero cuidabas. Te dejas embriagar por el exquisito
aroma a humedad de la tierra, mientras vas acariciando los
pétalos y las hojas más suaves y hermosas que alguna vez
hayas visto. Un sentimiento de incontenible dicha te invade;
presientes que algo está a punto de suceder... Miras hacia
un costado y de golpe los ves. ¡Ahí están todos, Efigenia!
Tu esposo, tus hijos, tus nietos, tus hermanos, tus padres...
Alegres te esperan, donde todos los tiempos en un
divino suspiro quedan confundidos; en la eternidad. Ve a
abrazarte con ellos, la pesadilla ha terminado.

112
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres digitales de

RIL® editores
Teléfono: 225-4269 / ril@rileditores.com
Santiago de Chile, julio de 2011
Se utilizó tecnología de última generación que redu-
ce el impacto medioambiental, pues ocupa estricta-
mente el papel necesario para su producción, y se
aplicaron altos estándares para la gestión y reciclaje
de desechos en toda la cadena de producción.
L a máquina es una presencia inevita-
ble, una especie de aleph que enfren-
ta al personaje con el lado más profundo
de su soledad. El tiempo, condenado a
ser una forma más en un panorama al
parecer irreal, se vuelve materia palpa-
ble. Las mutaciones del aparato son el
origen de una profunda reflexión que
empuja el relato a los bordes mismos de
la ciencia ficción.
Manuel Pout consolida con este nue-
vo libro una singular poética del género
y se aleja de los lugares comunes, con
una propuesta que retoma una larga tra-
dición pero también la trasciende a par-
tir de un clima que se nutre de lo onírico
y de la fantasía. Sin duda, se trata de una
voz emergente en la ciencia ficción y el
genero fantastico chilenos

NARRATIVA

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