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El desprestigio del oficio político

EULALIO FERRER RODRÍGUEZ


20 ENE 1995 - 00:00 CET

En el último año se ha acrecentado el desprestigio general del oficio político. Cada día más
universalizado, no es, por eso, fenómeno exclusivo de un país ni propiedad particular de un
partido o sistema. Tampoco de un individuo, en tanto que miembro de la que es o aspira a
ser clase dirigente, con su escala respectiva de valores y matices. Afecta, por encima de
todo y de todos, a ese ámbito tortuoso que es la lucha por el poder. Si nada hay que codicie
más el hombre, nada hay, también, que lo desgaste tanto. El tener poder para poder tener es
una meta política ambiciosa y difícil, en su suma de inteligencia y audacia. Viejo oficio en
el que es más fácil vivir del crédito de las palabras que de dar crédito a las palabras; en el
que se aprende primero de quién no fiarse y después de quién fiarse, hasta llegar, a menudo,
a no fiarse ni de sí mismo; en el que se prefiere más la complicidad que la adhesión; en el
que- frecuentemente, para ser primero, hay que ser el último en hablar. Ese oficio que
invoca la igualdad democrática, incurriendo en toda clase de iniquidades e injusticias, bajo
el peso de una rutina que olvida la creencia y hace de la creencia una simulación
demagógica hasta caer en la apostasía; los vicios se vuelven costumbres, la docilidad en
acatamiento y la ideología en retórica facilona. Acaso porque la política, en la antigua frase
de Gustavo Le Bon, "no tiene corazón". 0 porque es válida la rotunda definición de Ortega
y Gasset: "La política es una actividad instrumental, limitada, que no es capaz de organizar
la amistad entre los hombres, ni la lealtad mutua, ni el amor".Verdaderamente, en política
no hay reglas del juego: el juego acaba con las reglas. El pasado, el presente y el futuro son
historia entremezcladá, especulación acomodaticia, abuso de la falta de memoria del
pueblo. (Si la hubiese, los políticos apenas existirían). Es el escenario dominado por la
filosofía gatopardesca del príncipe Tomasi di Lampedusa: "Si las circunstancias lo exigen,
hay que cambiarlo todo para que todo siga igual". Puerta abierta al cinismo del oficio
político. Dramáticas son las palabras de Michel Rocard al renunciar a la dirección del
Partido Socialista francés, en 1994: "Las divisiones reales en pocos casos nacen de las
ideas, sino muy a menudo de las ambiciones, nostalgias y segundas intenciones". No menos
dramática es la confesión de Mario Vargas Llosa, después de su frustrada campaña para ser
presidente de Perú: "La política está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas,
conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones y todo tipo de malabarismos".

El tener poder. para poder tener genera el más gozoso de los placeres, el del poder. Pone
sordina a la crítica, cultiva el halago y sublimiza el pedestal encumbrado del hombre
político. Mal de altura se llama el síndrome que descubre la megalomanía del hombre en el
poder. El lenguaje encrático, aun aparentando el diálogo, suele ejercerse, no pocas veces,
hasta el límite de la tiranía. Todo lo cual ha traído como consecuencia no sólo las
degradaciones míticas del mesianismo, sino un aparato tecnocrático que desplaza las
conformaciones ideológicas, :sustituyéndolas con la pura exaltación propagandística de un
hombre, de un partido, de un sistema. Los Vientos de semejante artificio, por muy real que
parezca, han traído el descrédito del oficio político. De ese oficio que D'Alembert llamó "el
arte de engañar a los hombres"; que Kant definió como "la habilidad para adaptarse a todas
las circunstanciaS". Y que la Unesco ha identificado como "ciencia de la convivencia
humana". Para el escritor norteamericano Mark Twain los políticos "son la única clase
delictiva por naturaleza". Con fundamento en esta acusación, los críticos de hoy concluyen
que la falta de diferencias ideológicas fertiliza el campo de la delincuencia. Podría ser lo
que C. Duenart ha denominado "la ideología del beneficio", y Baudrillard, "la histeresia de
lo político".

El endiosamiento del hombre político está hoy estimulado, a través de la propaganda, de la


que puede formar parte la noticia planeada o espontáneamente generada, por ese mar de
tinta, racimos de micrófonos y cascada multicolor de imágenes que son los medios de
comunicación. Pero, a la vez, los medios de comunicación se han convertido en un
purgante de las inmoralidades políticas al denunciar los abusos de poder y las trampas
crecientes de la corrupción y el soborno. Hasta los medios de comunicación, esos
activadores de la ansiedad hasta la saciedad, llegan y se multiplican las pugnas insultantes y
descalíficadoras de unos Políticos o partidos contra otros. Curioso: la publicidad terminó
por comprender que el ataque insidioso entre los productos o servicios deteriora su propio
mercado, mientras la propaganda no ha comprendido todavía que la competencia
degradadora acentúa el descrédito colectivo.

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En este 1994 nos hemos enfrentado a nuevos y grandes escándalos escenificados, por los
políticos en el poder o cerca de éste. Empiezan su carrera pública en la tribuna y terminan
en los tribunales. Si en Italia Giulio Andreotti es sinónimo de corrupción, en Brasil lo es
Fernando Collor de Melo, como en Venezuela lo es Carlos Andrés Pérez y Luis Roldán lo
es en España. México, Estados Unidos, Japón, Argentina, Francia, Colombia y Perú son,
entre otros, países donde la corrupción política, en sus diversos estilos, ocupa espacios de la
actualidad mundial Independientemente de las rupturas familiares que en algunos casos se
registran, todos constituyen una suma implacable del descrédito del oficio político.
Diríamos que a fines de siglo ha nacido un nuevo territorio llamado Corruptópolis, la
metrópoli más habitada del universo político. Suena como una sentencia la frase actual de
Felipe González: "La corrupción mina la democracia". La democracia como Karl Popper la
ha entendido: "La que tiene bajo su control al poder político". Del bando se ha pasado a la
banda, transformadas las banderas en simples banderines. Ya no, se trata sólo de
infidelidades u ocultaciones del pensamiento ni de malversación de las palabras, sino del
índice acusatorio de los hechos, bastante fatigado de tanto alzarse. Son los dipsómanos
morales a que alude Elías Canetti.

Entre los escándalos más recientes figura el que se ha hecho público en los periódicos
ingleses al denunciar que miembros del Parlamento británico cobran extras por hacer
preguntas o interpelaciones- relacionadas con intereses particulares o de empresas
comerciales. No es de extrañar la parodia nacida en los medios europeos de comunicación
impresa en los años ochenta: "Mitterrand tiene 100 amantes; una padece sida, pero no sabe
cuál es. Bush tiene 100 guardaespaldas; uno es terrorista, pero no sabe cuál es. Gorbachov
tiene 100 asesores económicos;, uno es inteligente, pero no sabe cuál es". El clima de
tensión y de agobios morales que crea el oficio político lleva en ocasiones al suicidio. Los
ejemplos son numerosos. El último de ellos, por su resonancia, probablemente sea el del ex
primer ministro socialista de Francia Pierre Bérégovoy, que se privó de la vida en su pueblo
natal, ante el estupor de la opinión pública, en mayo de 1993. No pudo aceptar ,los cargos
de errores políticos y económicos a que estuvo sujeto su desempeño oficial. Posteriormente,
en el Gobierno de Balladur, Francia ha contemplado cómo en menos de seis meses tres
ministros han renunciado por acusaciones de corrupción, lo que ha motivado que la
Asamblea Nacional estudie y recomiende drásticas medidas contra este tipo de delitos . Su
rosario de escándalos ha hundido al Partido Socialista de Italia y ha continuado debilitando
al PSOE.

Reconocer la grandeza que hay en el oficio político cuando se ejerce noblemente, al


servicio de una idea, no implica olvidar lo que de mezquino hay en él cuando protagoniza
la propaganda o es visto desde ella. Exponer es exponerse. Ya Max Weber distinguió entre
el auténtico líder, el hombre que ofrece a su pueblo un camino, y el político profesional,
que dice al pueblo lo que éste quiere oír. El primero vive para la política. El segundo vive
de la política. Stanley Baldwin, primer ministro inglés en los años veinte, nunca quiso salir
de su nicho maquiavélico: "Prefiero ser un oportunista que flota con la corriente antes que
hundirme bajo el peso de mis principios". Pero sin principlos la política deja de ser el oficio
más, serio de la vida. Pocos como Manuel Azaña han sabido definir la servidumbre y gloria
del oficio político: "Para trabajar en política y en el Gobierno he tenido que dejar
amortizadas, sin empleo, las tres cuartas partes de mis' potencias, por falta de objeto, y
desarrollar, en cambio, fenomenalmente, la otra parte". Con razón se piensa que la política
es una ciencia de la paciencia. Necesaria para entender las largas pausas del silencio, pues
cuando un político triunfa, a partir de ese momento todo lo que diga puede revertirse en su
contra. Conoce bien el político el proverbio pregonero de que la calumnia es como el
carbón: si no, quema, tizna.

El lenguaje del elogio, que suele ser el de la exageración, el del eufemismo y la


ambigüedad, cautiva al hombre en el poder, hambriento de títulos, deseoso de bienes
materiales, Insaciable de alabanzas, bautizado cada día con nuevos nombres y plegarias:
frases, una selva de frases que divinizan al político genial, con sueños delirantes de
asombro estruendoso> de aclamación multitudinaria, vanidad de la banal¡dad... La
conciencia sumida en el sopor del poder, el poder convertido en circo, el circo en jaula. La
elefantiasis del ego trepada al árbol bonsái, con su cruel moraleja: "Ni crece ni da frutos".
En el ancho territorio de lo efimero, las frases hechas de palabras que se pronuncian o se
escriben a cuenta de otras palabras, de otras frases que labran el descrédito de ellas y
condenan, por sí mismas, el oficio político al que sirven, recordándole la perpetua
acusación de que el que deshonra se deshonra. No importa el poder que el hombre acumule
y el grado de divinización que el hombre cree haber alcanzado. Prolongando la ya famosa
frase de lord Acton, Giovanni Sartori ha afirmado: "Si el poder corrompe un poco a todos,
corrompe más que a los demás a la izquierda en el poder". Seguramente, porque los
llamados partidos de clase no han sido fieles a la suya. En el fondo de todo, él hombre
político es quizá el más débil y vulnerable de todos. Pese a la cortesanía de la propaganda,
y al coro de los cortesanos. Entre los grandes, Charles de Gaulle fue uno de los que mejor
entendió una de las fallas mayores de este oficio: "Puesto que un político nunca se cree lo
que él dice, se sorprende cuando otros creen en él".

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