La Organización de las Naciones Unidas (ONU) es un organismo
internacional que tiene como objetivo salvaguardar la paz, proteger los derechos humanos, establecer el marco de justicia internacional y promover el progreso económico y social. Sin embargo, no siempre se han atendido los problemas de una manera adecuada, pues tal institución, al paso del tiempo, ha manipulado los fines del bien común, tergiversando los valores éticos universales, especialmente sobre el valor de la vida humana, y mostrando indiferencia ante los problemas de ciertos grupos sociales, donde la supuesta “ayuda” a los diversos países depende de una agenda política global. Uno de los principales estandartes que maneja la ONU es la defensa de los derechos humanos. Uno de estos derechos es la libertad de religión, pero se necesita ser demasiado ingenuo para no percatarse de que cuando se trata de los cristianos, cuyo código moral es muy contrario a las propuestas libertarias de la agenda política, esta institución se tapa los ojos y los oídos, y permanece muda cuando debiera inmiscuirse en un problema que atañe a un sector de la población, pues si no valora la vida de uno solo, ¿en qué justifica su presunto interés por todos los individuos? Dos ejemplos muy claros nos permiten comprender la hipocresía de esta institución, que lejos de promover la justicia y el bien común, procura, sigilosamente, el mal en sus diversas formas. Durante la pandemia, que fue un momento crítico para la población mundial, cuando muchas personas se enfermaron y otras tantas murieron; la ONU promovió e instó a los países para que derogaran las leyes que prohíben el aborto, bajo la falsa idea del derecho de la mujer como “una cuestión de salud”. ¡Qué contradicción! Unos luchando por salvarse del Covid y otros motivando la muerte de los inocentes en el vientre. Por otro lado, hace poco más de una semana, la noche de vigilia de Pentecostés, en Nigeria, unos musulmanes extremistas entraron en un templo católico matando a más de 50 personas y secuestrando al sacerdote. Este es uno de tantos genocidios contra cristianos en África. Y ¿cuál fue la reacción de la ONU o de la comunidad internacional? El silencio. Un silencio egoísta, indiferente e hiriente que, ante el aniquilamiento y la muerte, se convierte en la acción más violenta que aquello que generó la destrucción. Este silencio se rompe cuando nos planteamos algunas preguntas: ¿Y si los que murieron hubieran sido del colectivo LGBT? ¿O si hubieran sido “blancos” y no “negros”? ¿O si hubiera sucedido en Europa y no en África? ¿Y si el país afectado tuviera petróleo del cual se pudieran aprovechar? A estas horas ya estarían todos los edificios y monumentos con sus banderas de colores; los marcos de foto de perfil de Facebook estarían recordando lo sucedido; los presidentes y primeros ministros ya habrían condenado tales acontecimientos. No habría silencio, todo estaría plagado de quejas y condenas hipócritas bajo la idea de igualdad. Si van a hablar de igualdad, que sea para todos y no solo para unos cuantos. Estas palabras no niegan las acciones nobles, justas y reales de la ONU y de muchas otras instituciones, más bien, intentan recordar que mientras el punto de partida de las acciones sean los intereses políticos, las respuestas siempre serán incorrectas, insuficientes, incluso, perversas. Aún a pesar de todos los siglos de civilización, de la creación de instituciones para garantizar los derechos humanos y de los intentos de búsqueda de la paz, parece que no hemos comprendido qué es el hombre. Urge un replanteamiento de reflexión antropológica en las instituciones internacionales para que juntos, como humanidad, hagamos todo lo posible en restaurar el valor del hombre. Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el modelo perfecto de la humanidad, pues es la imagen y semejanza de Dios hecha carne. Una comprensión antropológico-teológica puede ofrecer verdaderamente una visión integral del hombre, no solo desde su lugar en la tierra, sino a partir de su fin último que es la alegría perpetua con toda la humanidad, alabando juntos a Dios, en la paz, la felicidad y el bien, que ningún gobierno ni institución alguna podrán ofrecer nunca. Que los mártires de Nigeria rueguen a Dios por nosotros, porque estamos seguros que sus nombres están escritos en el cielo, y que su sangre derramada en Pentecostés sea fermento de un nuevo inicio para toda la Iglesia dispersa en el mundo.