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EL SILENCIO DE LA ONU

Pbro. Dr. Diego Aurelio Barragán Moreno

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) es un organismo


internacional que tiene como objetivo salvaguardar la paz, proteger los
derechos humanos, establecer el marco de justicia internacional y promover el
progreso económico y social. Sin embargo, no siempre se han atendido los
problemas de una manera adecuada, pues tal institución, al paso del tiempo, ha
manipulado los fines del bien común, tergiversando los valores éticos
universales, especialmente sobre el valor de la vida humana, y mostrando
indiferencia ante los problemas de ciertos grupos sociales, donde la supuesta
“ayuda” a los diversos países depende de una agenda política global.
Uno de los principales estandartes que maneja la ONU es la defensa de
los derechos humanos. Uno de estos derechos es la libertad de religión, pero
se necesita ser demasiado ingenuo para no percatarse de que cuando se trata
de los cristianos, cuyo código moral es muy contrario a las propuestas
libertarias de la agenda política, esta institución se tapa los ojos y los oídos, y
permanece muda cuando debiera inmiscuirse en un problema que atañe a un
sector de la población, pues si no valora la vida de uno solo, ¿en qué justifica
su presunto interés por todos los individuos?
Dos ejemplos muy claros nos permiten comprender la hipocresía de esta
institución, que lejos de promover la justicia y el bien común, procura,
sigilosamente, el mal en sus diversas formas. Durante la pandemia, que fue un
momento crítico para la población mundial, cuando muchas personas se
enfermaron y otras tantas murieron; la ONU promovió e instó a los países para
que derogaran las leyes que prohíben el aborto, bajo la falsa idea del derecho
de la mujer como “una cuestión de salud”. ¡Qué contradicción! Unos luchando
por salvarse del Covid y otros motivando la muerte de los inocentes en el
vientre. Por otro lado, hace poco más de una semana, la noche de vigilia de
Pentecostés, en Nigeria, unos musulmanes extremistas entraron en un templo
católico matando a más de 50 personas y secuestrando al sacerdote. Este es
uno de tantos genocidios contra cristianos en África. Y ¿cuál fue la reacción
de la ONU o de la comunidad internacional? El silencio.
Un silencio egoísta, indiferente e hiriente que, ante el aniquilamiento y la
muerte, se convierte en la acción más violenta que aquello que generó la
destrucción. Este silencio se rompe cuando nos planteamos algunas preguntas:
¿Y si los que murieron hubieran sido del colectivo LGBT? ¿O si hubieran sido
“blancos” y no “negros”? ¿O si hubiera sucedido en Europa y no en África?
¿Y si el país afectado tuviera petróleo del cual se pudieran aprovechar? A
estas horas ya estarían todos los edificios y monumentos con sus banderas de
colores; los marcos de foto de perfil de Facebook estarían recordando lo
sucedido; los presidentes y primeros ministros ya habrían condenado tales
acontecimientos. No habría silencio, todo estaría plagado de quejas y
condenas hipócritas bajo la idea de igualdad. Si van a hablar de igualdad, que
sea para todos y no solo para unos cuantos.
Estas palabras no niegan las acciones nobles, justas y reales de la ONU y
de muchas otras instituciones, más bien, intentan recordar que mientras el
punto de partida de las acciones sean los intereses políticos, las respuestas
siempre serán incorrectas, insuficientes, incluso, perversas. Aún a pesar de
todos los siglos de civilización, de la creación de instituciones para garantizar
los derechos humanos y de los intentos de búsqueda de la paz, parece que no
hemos comprendido qué es el hombre. Urge un replanteamiento de reflexión
antropológica en las instituciones internacionales para que juntos, como
humanidad, hagamos todo lo posible en restaurar el valor del hombre.
Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el modelo perfecto de la
humanidad, pues es la imagen y semejanza de Dios hecha carne. Una
comprensión antropológico-teológica puede ofrecer verdaderamente una
visión integral del hombre, no solo desde su lugar en la tierra, sino a partir de
su fin último que es la alegría perpetua con toda la humanidad, alabando
juntos a Dios, en la paz, la felicidad y el bien, que ningún gobierno ni
institución alguna podrán ofrecer nunca.
Que los mártires de Nigeria rueguen a Dios por nosotros, porque estamos
seguros que sus nombres están escritos en el cielo, y que su sangre derramada
en Pentecostés sea fermento de un nuevo inicio para toda la Iglesia dispersa en
el mundo.

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