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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE


Tamer

Aunque maquinarias interventoras sobre la vida cotidiana de las personas


con vistas a obtener de éstas unos resultados consonantes a las necesidades
de quienes atesoran, gestionan y emplean los medios para la reproducción y el
desarrollo de una realidad ordenada y definida por relaciones de dominación,
los estados han sido siempre más que coacción organizada. Sus raíces no
serán nunca sólidas y duraderas si el miedo es la única política empleada. Para
arraigar, tienen que superponerse a viejos sentimientos colectivos, viejas
fidelidades, viejas solidaridades que les precedían y se les oponen. Hacerlas
olvidar –o recuperarlas- y coser las conciencias en un trapo de consenso.
Necesitan comprometer a las personas –productores, funcionarios,
especialistas, súbditos serviles, soldados no corruptibles por terceros,
recaudadores, contribuyentes…-; incorporarlas a su matriz, hueca si no se la
llena de obediencia y acatamiento. Ponerlas a funcionar. “El estado es un
monstruo que no tiene entrañas”, decía Nietzsche. En su emergencia, nada
segrega, todo su organismo es una inmensa apropiación.
A lo largo de esta investigación comprobaremos que el grupo humano que en
Al-Andalus tuvo necesidad de dotarse de un aparato jurídico, fiscal y coactivo
que le permitiera preservar e incrementar un botín de guerra medido en
personas, en tierras y en el producto del trabajo de las primeras sobre las
segundas, así como optimizar los beneficios derivados de su gobierno, no pudo
nunca superar la contradicción entre su proyecto y formas agregativas
tradicionales hostiles al establecimiento de un poder centralizado. Esta
contradicción condicionó siempre un estado que, como resultado, fue siempre
inestable, “lleno” de vacíos internos y de ausencias, cuyas irradiaciones no
fueron ni permanentes ni plenas sobre resistencias tribales árabes y bereberes
a las que ni emires ni califas consiguieron doblegar. La fricción impuesta al
movimiento del proyecto estatalizador desde los clanes que se asentaron en la
Península tiene carácter religioso, pero es, sobre todo, de orden afectivo; las
identidades fueron por siglos de tipo consanguíneo y el concepto de Deber tuvo
por frontera el grupo de consanguíneos. Explicaré las dificultades estatales

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para lograr de estas poblaciones una adhesión fiable ayudándonos del


concepto jalduniano de asabiyya.
Rememorar las intrigas cortesanas, haciendo una historia palaciega de las
sucesiones dinásticas y las conspiraciones en Córdoba, no es algo exento por
completo de interés; tras la superficie de ambiciones personales que urden
planes a espaldas del regente se ocultan a veces intenciones por desplegar un
proyecto de facción. El sublevado bien puede abanderar intereses económicos
específicos de un grupo sui generis en el interior del estamento dominante
debido a unas actividades productivas diferenciadas. Pero no es narrar este
microclima de “intramuros”, alcoba y Cancillería lo que me interesa hacer. Voy
a centrarme en el análisis de todo aquello relacionado con la racionalidad
estatal andalusí. Contemplaré ésta en su dimensión de medios,
procedimientos, instrumentos utilizados en el ejercicio del poder. También en
su otra dimensión de fines políticos, es decir, qué se pretende con este ensayo
de movilización sistemática de recursos.
De qué manera y para qué, las dos cuestiones que van a orientarme. No
olvido la tarea de establecer las condiciones que posibilitaron la materialización
del aparato estatal y el origen de clase de quienes se afincarían en el estado
haciendo de sí mismos la casta dominante dependiente de la continuidad de su
criatura.
Serviré al lector los elementos resolutivos de estas cuestiones más generales
mediante el esclarecimiento, uno a uno, del conjunto de aspectos concretos, o
indicadores, que las componen, siempre abordados desde una perspectiva
dialéctica: tentativas políticas del estado hacia fuera, en dirección a una
organización social en principio incompatible con su proceder, modificaciones
de los comportamientos comunitarios no sin unas manifestaciones de reacción
que alteran las formas de esta extroversión e imprimen su influencia en un
estado reajustado que reincide sobre su objeto y cosecha nuevas tensiones y
contradicciones.
Uno de estos indicadores es la estructura de castas y las relaciones que
entre las mismas se establecieron articulándose sobre la antigüedad, el origen
peninsular o no y el grado de parentesco con Mahoma (importancia de la
“estirpe étnica” en la caracterización del rango). Cito sintéticamente los demás
puntos vertebradores de una respuesta a los dos conceptos contemplados

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como centrales: racionalidad del estado omeya (imbricación entre medios y


fines) y condiciones de posibilidad para su aposentamiento, que nunca llegó a
gozar de solidez:
B. Disputas entre el estado y las tribus por el control de los botines crecientes
humanos, de tierra y de capital.
C. Dispositivos de captación de agentes estatales: conversión de rehenes en
muluk (gobernadores).
D. Ausencia de reconocimiento del estado y estrategias estatales para
romper solidaridades y congregar a su entorno la diversidad grupal: la reforma
militar. Construcción estatal de ideologías de concertación (doctrina malikí) e
ideologías-arma formuladas desde las resistencias (jariyismo).
E. Pactos de capitulación y estatuto de los indígenas vencidos: la paz
entendida como pacto de sometimiento.
F. Capturas del estado: ¿sobre qué ámbitos de riqueza cierne su actividad
extractiva?. Tipo de estado: ¿fiscal o gubernamentalizado?. Régimen tributario
y ordenamiento fiscal.
G. Moneda y creación estatal de cánones de pesos y de medidas.
H. Migraciones y traslación de conocimientos, tecnologías y aplicaciones
indispensables para la replantación de la organización de la vida de los grupos
itinerantes. Absorción estatal de estos conocimientos y perfeccionamiento: los
Tratados de agricultura. Elaboración de conocimiento desde el estado y su
circulación.
I. Manifestaciones arquitectónicas y rituales de las relaciones de poder.
Ritualización y escenificación ostentatoria de un poder relativamente incapaz
de forzar.
J. Producciones estatales conferidoras de prestigio.
K. El proceso de urbanización como reflejo del desarrollo de las FF.PP. y de
acumulación excedentaria.
L. El haram: espacio de consenso.
LL. Gestión del territorio y fijación de grupos humanos.
M. Aculturación de la población indígena.
N. Dispositivos políticos: carreteras, correos, torres de vigilancia, censos,
cómputo de las propiedades del estado, registro militar, instituciones.

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Ñ. Origen y composición de la clase dominante (aristocracia burocrática de


estado). Anhelos de la aristocracia militar por hacerse con el control del estado
y presión sobre la clase dominante.

La asabiyya: principal obstáculo a la afirmación estatal

El pensador tunecino Ibn Jaldun dedicó parte de su obra a caracterizar los


distintos orígenes, implicaciones e incidencias de un sentimiento de solidaridad
–en el sentido durkheimiano- que aflora entre quienes conviven y que se
traduce en conciencia de pertenencia grupal. En comunidades donde las
condiciones materiales que sirvan de fuerza motriz a un proceso de
individuación no han sido producidas, la asabiyya esculpe en solitario la
identidad de cada uno, que es la de todos. Esta forma primigenia de asabiyya –
sentimiento de cuerpo- no es muy distinta a aquello que Durkheim pretendía
eludir cuando hablaba de “solidaridad mecánica”, o a la “comunidad” de
Tonnies y la “soberanía” de Bataille.
La asabiyya puede emanar de dos infraestructuras fundamentales: de este
modo, la argamasa, el consenso que prende la socialidad en las agregaciones,
emana del umran badawi, orden caracterizado por relaciones esencialmente
igualitarias y por actividades de reproducción subsistencial que no permiten
acumular excedente, o del umran haddari, orden conformado por una
producción no únicamente reproductiva y por la existencia de desigualdades y
de relaciones políticas que tienden –Jaldun da a su explicación un matiz de
proceso, de dinamismo- a la centralización.
Evidentemente, la producción de estos dos modos de organización no es
algo que ocurra por separado; hay entre ambos una conexión procesual que
Jaldun enmarca en una teoría circular de la consolidación y la disgregación
estatal. No pretendo exagerar la validez y la extrapolabilidad de su tesis a gran
número de estados en la historia (sé que no lo es), pero sí que se ajusta al
mundo islámico de la época –el mundo de referencia de Jaldun- y, con
particular tino, a lo que ocurrió en Al-Andalus.
Según Jaldun, hay un momento en que la asabiyya de un grupo humano es
espoleada y se moviliza –fortaleciéndose- como no lo es en ningún otro; esa
circunstancia es la guerra. Las comunidades igualitarias, sin liderazgo, libran

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guerras de carácter defensivo, esto es, ante una amenaza que repeler. Dicho
de otro modo, están carentes de líderes que canalicen la asabiyya hacia
guerras ofensivas y, de este modo, expansivas, englobantes de terceros
grupos sojuzgados. Cuando un movimiento de diferenciación –desencadenado
por un movimiento económico hacia la apropiación de la acumulación- en el
interior de la comunidad produce jefes, estos proyectan “sus gentes” hacia el
exterior y atan a otras comunidades que han resultado vencidas. Esta asabiyya
ofensiva permite la consolidación de una aristocracia que ocupará posiciones
políticas dando lugar a una organización social que podríamos llamar de estado
embrionario. Pero este umran haddari, definido por estructuras políticas
centralizadas, alberga en su vientre, como a un insecto algo más que molesto –
potencialmente destructivo-, la anterior ideología igualitarista que era correlato
del umran badawi. La badawa aún con vida, instalada como un quiste
inextirpable en el corazón del nuevo orden, será el espacio emocional de la
disidencia, de la subversión, de la oposición a la élite por parte de los miembros
que componen su propia comunidad originaria. Para contenerla, los
dominadores no tienen más remedio que convocar –contratar- a elementos
foráneos de control, o clientes, cuyos lazos de solidaridad son diferenciados y
obedecen a un origen común –quizás provienen todos, o al menos algunos, de
la tribu débil subyugada-. Lo que viene a continuación es fácil de suponer: un
elemento extraño a la comunidad se hace con cuotas amplias de poder y se
transforma en casta cerrada. Si la asabiyya que como grupo motivaba sus
deseos, sus afanes, sus ansias, no coincidía ya en principio con la de los
contratistas, incurrirá una vez a su teórico servicio en una contradicción cada
vez más aguda. Una nueva asabiyya ha sido despertada, en esta ocasión de
raíz no necesariamente consanguínea y, en cualquier caso, sí utilitaria (lo que
une es un compromiso de cooperación por el poder). El corolario de este juego
de asabiyyas a tres bandas –el estamento dominante a un tiempo enfrentado al
impulso igualitario de la comunidad preponderante y a las embestidas de los
clientes- es la caída de los dueños del estado y, a la larga, incluso la disolución
de su máquina de dominación.
Si echamos un vistazo a lo que ocurría en la Península arábica antes de la
configuración del islam, distinguimos tribus (qabila o asira) nómadas
constituídas por clanes (qawm) de consanguíneos que transmiten la

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pertenencia a través de la línea de descendencia paterna y reconocen la


ascendencia común de un ancestro mítico, bien sea un héroe guerrero cuyas
gestas épicas derivaron en la fundación del clan o un animal (tótem) que da
nombre al clan (kalb: perro, assad: león, etc). La pauta endogámica constituye
la base de las alianzas matrimoniales y de la procreación; Ego se casa con la
prima cruzada (bint al-amm). El matrimonio entre primos, preferente por elevar
el status de quienes lo contraen, comporta evidentemente la superación del
tabú del incesto a este nivel (esta palabra ni siquiera existe entre los árabes), y
será mantenido durante y tras la islamización sancionado favorablemente por
nueva ideología: por un lado, el pretendiente de la prima no paga dote,
opuestamente a las exigencias del corán para cualquier otra situación. Por otro,
la ley coránica refuerza la función endogámica contra la dispersión patrimonial
atribuyendo a las hijas parte de la herencia. En lo que respecta a la División del
Trabajo Social, ésta es meramente de orden sexual –más propia de una banda
que de un clan-, ya que los varones son pastores y guerreros desde el
momento en que su constitución física se lo permite, sin rito de paso previo a la
asunción de la función productiva y sin dar lugar a una diferenciación intrínseca
a las edades. Estos clanes se hallan subdivididos en fracciones y subtribus,
integrados por familias (‘ayla). En cualquier caso, los miembros de una misma
tribu, aunque pertenecientes a clanes distintos, son –o se consideran
socialmente, aunque no lo sean biológicamente- consanguíneos, y se
reconocen como banu’ amm (primos paternos). En época de paz, la autoridad
obtenida por el jefe emana de su grupo de parentesco; se trata de una
autoridad fundamentada en el prestigio, pero que no le permite obligar ni
transmitir la jefatura a un heredero por él elegido. Las consideraciones morales
que le hacen creíble y secundable no le conceden, sin embargo, margen para
adoptar actuaciones sin la aprobación del consejo de personalidades, es decir,
de los jefes de las demás familias notables.
La existencia nómada obtiene su reflejo en un sentimiento de identificación
con el grupo de consanguíneos, y no con la tierra, espacio de estancia
transitoria que es abandonado por otro. Por su parte, la endogamia fecunda un
valor de la segregación, una tendencia a apartarse del contacto con las demás
tribus, competidoras por las pasturas en un marco orográfico muy yermo. Esta
ideología naciente de la escasez se concreta en el desarrollo de otro valor, el

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honor, conglomerado de componentes varios: victoria, grupo, número, limpieza,


nobleza, valor, heroicidad, jefatura, resistencia frente a la opresión,
garantización de la seguridad familiar, etc. En realidad, es un compendio ideal
de todo lo que para los linajes y los clanes beduínos significaba en ese
momento el asegurarse un futuro, el crecer y el prosperar, y el impedir el propio
empequeñecimiento.
Las incursiones, los saqueos, las capturas, todo lo que tienda a causar
humillación y por tanto a profanar el honor de tribus rivales –y en particular de
la familia aristocrática sobre la que recae la jefatura-, acrecienta el honor de la
tribu denigradora. La asabiyya es nutrida de la oposición –no confundir con la
antes explicada asabiyya ofensiva que tiende a apoderarse de otras tribus; en
este caso, el fin no es predominar, sino sencillamente ultrajar, y el ejercicio de
poder no es un fin, sino un medio-. La tensión, cuando no las escaramuzas, es
un elemento siempre presente en la vida de la tribu. El parentesco es la única
fuente independiente de obligación social y las tribus que rivalizan entre sí sólo
se unen frente el acoso foráneo: “Yo contra mi hermano; mi hermano y yo
contra mi primo; mi primo, mi hermano y yo contra el extranjero”, reza el
proverbio.
El crecimiento demográfico y el desarrollo de las FF.PP. (progreso locomotor
en las posibilidades de desplazamiento e itinerancia) generaron
respectivamente unas necesidades de producción para la reproducción
subsistencial de los grupos crecientes y unas aptitudes para la producción de
los medios de vida que no podían ser ya satisfechas en el estrecho marco de
una unidad productiva compuesta poco más que de enclaves semidesérticos
con escasa capacidad para alimentar el ganado y de una renovación
extraordinariamente lenta. El progreso material y las relaciones de producción
habían agudizado su contradicción hasta el extremo: la iniciativa de emigrar
estaba servida.
Las tribus no arrinconan mecánicamente sus recelos mutuos sólo porque
existan condiciones históricas de necesidad para ello. No hay que comentar
que el islam fue la ideología coaguladora que unió las asabiyyas enfrentadas
en una suerte de gran asabiyya supratribal –la Umma-, abriendo el camino a
unas migraciones que sin los inéditos lazos de solidaridad que promovió se
hubieran estrellado contra los pueblos asentados más al norte y el acoso del

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clima y de la arena; islam, de hecho, significa literalmente paz. Pero sería


ilusorio pensar que del conflicto se pasa espontánea o naturalmente a la
concordia.
Un compuesto tribal de clanes beduínos que se denominaban a sí mismos a’
arabi y cuyos jefes encauzaron la asabiyya hacia el sometimiento de otros
congregan a la fuerza a los derrotados e inundan a pasos agigantados primero
la Península arábica, luego el Mashrek y el Magrib, para penetrar y asentarse
en la tierra que nombraron Al-Andalus. En esta nube intertribal itinerante pronto
aparecieron diferencias estamentales: los beduínos primitivos se reclaman
como parientes de Mahoma por línea de descendencia directa y se aluden a sí
mismos como los sahiri (los nobles, los puros, los miembros de sangre limpia).
Conforman el estamento aristocrático por oposición a los mawali (literalmente,
esclavos, aunque no tienen porqué ser lo que en el ámbito intelectual de
occidente se suele entender por esclavo). Provienen estos de las comunidades
que han consentido ponerse bajo protección de los sahiri a cambio de no ser
sacrificadas y de mantener con “los limpios” unas relaciones de servidumbre.
Tales grupos subalternos garantizan el crecimiento de la Umma una vez se han
integrado en ésta reconociendo la supremacía de otra colectividad.
De entre los sahiri, el sucesor de Mahoma en sus funciones no es más que la
punta del iceberg –bajo la forma de autoridad religiosa: khilafa- de una
aristocracia dotada de un poder que le permite acaparar selectivamente las
capturas materiales y de tierra a la vez que maneja a los mawali
encomendando a estos las funciones más peligrosas de extorsión directa sobre
los sometidos que, a menudo, resisten por largo tiempo. La aristocracia que
acapara riqueza al principio sobre la base de su dominio de las rutas
comerciales y más tarde de su monopolio sobre los beneficios de la
extensificación geográfica de la Umma está atravesada por un marcado
componente de consanguineidad; es debido a esta conexión parentesco-
estamento que se habla de “estados dinásticos” para referirse a los sucesivos
califatos. Al decidir dotarse de una estructura viabilizadora del almacenamiento,
la contabilización, la puesta en circulación, la comercialización con beneficios,
el disfrute, de este volumen de capital apropiado, y fundar el califato, esta élite
entre los propios sahiri va a topar con la contradicción inmediata entre las
nuevas instancias de poder que necesita introducir y una ideología –el islam-

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que había sido acuñada anteriormente pero que, una vez alojada en la
conciencia colectiva, resulta incompatible con el estado. Es demasiado tarde
para quitársela de encima como quien se quita una prenda antes útil y ahora
molesta, así que el estado tendrá que lidiar con ella. Esta tensión continua se
reproducirá fielmente en Al-Andalus debido a condiciones que hasta cierto
punto permanecen inalteradas. Las constantes de esta contradicción en estadio
incipiente (durante la germinación del califato de Damasco) son tres, de entre
las cuales dos –de menor importancia en el ulterior fenómeno andalusí tal y
como explicaremos más adelante- pertenecen al islam. La otra –fundamental
para comprender Al-Andalus- se desprende de la pervivencia de las asabiyyas
tribales.
1. La autoridad religiosa encarnada en el Califa (Khilafa) tiene por cometidos
la preservación de la seguridad de la comunidad de creyentes (Umma) y, si es
posible, su incremento y expansión. También debe garantizar las condiciones
de difusión no “adulterada” –tergiversación equivaldría para la ideología
islámica a interpretación y modificación- del Corán y de la Sunna a fin de que la
práctica del Yihad –entendida como guerra de la persona con la propia
identidad por la trascendencia y el acercamiento espiritual a la fuente del libro-
no se estanque ni corra por caminos desviados. Eso es lo que exige del Califa
un miembro de la Umma, y no la presencia en su territorio de un poder
delegado del estado que los muluk –gobernadores- ejercen sin legitimidad
religiosa alguna.
2. El único impuesto que de la autoridad religiosa consiente la Umma de buen
agrado y sin dar lugar a la necesidad de enviar un respaldo armado coactivo es
el Zakat, o ayuda a los desfavorecidos purificadora de los beneficios obtenidos
por el trabajo, el comercio o la guerra. Además de a limosnas y caridad, puede
destinarse al sustento de los que acuden a la guerra voluntariamente, a los
esclavos que deseen comprar la liberación y a la construcción y reforma de
mezquitas. Ni qué decir tiene que el estado intentará recaudar otros impuestos
a fin de mantenerse a sí mismo (autorreproducción institucional) y de
acrecentar sus privilegios. Los dos procedimientos característicos del estado
premoderno –concentración política y recaudación tributaria- se encuentran en
discordia con los imperativos religiosos.

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3. A los sahiri –árabes peninsulares; yemeníes, biladíes, sirios- asentados en


los más alejados territorios del califato no les hará la más mínima gracia ser
objeto de recaudación tributaria e imposiciones normativas por parte de muluk
que han sido extraídos de entre los mawali, y no transigirán con ello. No sólo
no comparten asabiyya con ellos, sino que preservan su valor primordial del
honor conformado por consideraciones relativas a la antigüedad peninsular, el
origen beduíno y el nivel de parentesco con Mahoma, de modo que la reacción
será poco más o menos: “¡De modo que el estado pretende ejercer un poder
para el cual ni nosotros ni el islam damos nuestro consentimiento y encima
sirviéndose de agentes que tienen un origen esclavo!; hasta ahí podíamos
llegar…”. En Al-Andalus la ofensa va todavía más lejos, ya que el estado capta
muluk nada menos que de entre los aborígenes cristianos –frecuentemente
obispos-, y la desobediencia se muestra más contundente.

Primeras estrategias de estatalización de Al-Andalus

Los contingentes que componen el yund (ejército) presentan una


composición clánica. Tanto es así que el término qawm será utilizado
indistintamente para referirse tanto a clan como a regimiento, realidades que en
la expansión de la Umma llegan a confundirse. Estos grupos viajan con sus
mujeres e hijos y mantendrán la tendencia tradicional segregativa durante el
proceso de ocupación peninsular. Ello hace que los grupos se yuxtapongan,
creando unidades cerradas y convirtiendo Al-Andalus en un mosaico de etnias
(división étnica del espacio, en las zonas rurales y en las urbanas). Las zonas
cristianas se separan de las musulmanas, quedando interrumpidas entre sí por
extensas regiones baldías o sin cultivar, las tierras de nadie y las zonas
despobladas, colindantes a emplazamientos que caen a manos de
musulmanes y de cristianos alternativamente. La unidad elemental geográfica
donde el estado posicionará agentes locales será la Kura, o provincia. Estas
serán atribuídas o tomadas por un clan o una tribu (hasta el punto de adoptar
un considerable número de circunscripciones el nombre del clan o de la tribu
que se la apropiaba). Los árabes se adjudicarán las zonas llanas y fértiles,
mientras que los bereberes –sujetos a una islamización muy poco intensa y
que habían mantenido sus lenguas, cultura y religiones- se asentarán en las

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montañas por iniciativa propia; hallaron en su orografía condiciones


inmejorables al zafamiento del poder de Córdoba dadas sus limitaciones para
ofrecer resistencia en comparación a los sahiri, élite de los yundis. El poder del
estado intentará concretarse en la administración de estas provincias,
enfrentada a la permanencia de la vida de la tribu, ya que la clase dominante
perseguirá infructuosamente la confiscación de los medios de subsistencia a fin
de preservar su preponderancia amordazando a los propios productores en la
dependencia subsistencial. En está etapa del emirato se evidencia más si cabe
que Al-Andalus no es un todo político coherente; anchas zonas no quedan bajo
control de Córdoba, que se restringe, y no fácilmente, a las regiones
meridionales. La propiedad de los recursos adueñados servía desde el principio
el pulso entre actores políticos. Los representantes emirales de Damasco no
están en condiciones de acaparar tierras (es nada menos que “su” brazo
armado coactivo quien se les opone), de modo que se resignarán enunciar las
condiciones jurídicas ordenadoras de su repartición –así como de personas y
de posesiones- entre los guerreros del yund. Lo más que puede hacer el
estado es reservarse para sí 1/5 de las tierras y posesiones que enmarcan
(jums territorial). El jums será repoblado con colonos cautivos de edad madura
y campesinos, lo que obedece a una doble intención de explotar la unidad de
producción mediante FT capacitada y experimentada, así como de dificultar
iniciativas sediciosas, o por lo menos su éxito. El estado se apresurará a
justificar su reserva del jums invocando la ideología más penetrable en los
yundis: el islam (“el profeta lo hizo en las tierras que conquistó, y el califa
deberá emularle…”, viene a aducir el emir). Entre el yund y el estado será
acaparada la tierra productiva. La improductiva permanecerá a recaudo de
cristianos.
Pero los yundis no se plegarán por mucho tiempo a los “derechos de la
Umma”, y ya durante el avance hacia el norte la apropiación de tierras se
sucede sin ley. Es posible incluso que los documentos que nos han llegado
sobre esta repartición no fueran más que una invención posterior de ideólogos
estatales, escribas a quienes se les habría dado orden de revestir el estado con
una túnica de consistencia -de antigüedad en su existencia y eficiencia en su
funcionamiento- desde las primeras ocupaciones. Lo cierto es que el estado no
consigue asegurar tierras a muchos musulmanes pertenecientes a tribus de

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menor status y preminencia en el yund (normalmente, mawali), quienes quedan


privados de tierras y no se sedentarizan, o pasan a ser FT empleada por
quienes se hacen con ellas. Por si fuera poco, al ir llegando posteriores
hornadas de soldados (guerreros de Africa nord-occidental y de misr, o Egipto)
inasentables en los territorios que el yund ya se había repartido (al ser los
regimientos de componente clánico, la enemistad intertribal se reproduce en el
plano de los yundis, de modo que la convivencia en la misma unidad era
totalmente implanteable), el estado no tiene más remedio que ceder a las
presiones, de los asentados y de los que llegaban, en pro de su instalación en
el jums.
En su avance, la Umma se había comportado de invariable manera con los
enemigos que doblegaba sin haber podido obtener de ellos previamente
rendición pactada: los niños eran incorporados a la comunidad para su
conversión a la fe musulmana; las mujeres, apropiadas, serán la fábrica de
nuevos fieles; los hombres adultos, finalmente, eran eliminados: no se podía
uno fiar de la lealtad inmutable de su espada, así que evitar agregarlos al yund
era evitar problemas potenciales. El mismo esquema se reproduce en Al-
Andalus, si bien con notables diferencias en la generalidad de su aplicación. Es
cierto que algunas comunidades indígenas resisten hasta caer derrotadas y
convertir a sus mujeres y niños en botín y a sus varones en cadáveres o, en el
mejor de los casos –o el peor-, en esclavos donados incondicionalmente
(anfus, almas) a cambio ver perdonadas sus vidas, en presas de guerra. Esta
segunda vía esclavizadora no deja de ser una manera más lenta, más gradual,
de lograr la extinción del grupo sometido mediante el drenaje paulatino de sus
efectivos de reproducción. Pero la constante es, por el contrario, llegar con la
población autóctona a pactos de claudicación o capitulación (suhl).
El suhl define un estatuto jurídico y un trato fiscal para los sometidos.
Cristianos y judíos, “gentes del libro”, pasan a ser considerados dimmis, o
protegidos. No pueden ser expulsados de sus tierras por derecho coránico y la
autoridad califal se compromete a respetar la continuidad de sus prácticas
religiosas. En contrapartida, los dimmis deberán reconocerle al califa autoridad
militar (no religiosa) y participar en campaña cuando éste lo exija, así como
pagar los impuestos “acordados”. En este ámbito, el término “paz” –usado en
los tratados del mismo modo que los romanos emplearon la “pax”, derivada de

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pactum, en la definición de sus relaciones con las gentes- adquiere un sentido


de sumisión a unas líneas relacionales y de deberes trazadas desde el poder
califal de Damasco. Los dimmis no podrán celebrar sus ritos fuera de las zonas
que en las ciudades se les han reservado. Además, tienen prohibido colocar
sus objetos sagrados a la vista de un musulmán, así como materiales y
alimentos impuros para los últimos. Tampoco les es permitido llevar armas,
salvo que hallan sido contratados para rendir servicio a un funcionario o que
ellos mismos lo sean (sin ir más lejos, el caso de los muluk). Y, aunque pueden
ser contratados y de hecho lo son por el estado, el musulmán devoto evitará
dirigirle la palabra a un dimmi.
En cualquier caso, la interpenetración con los nativos se sucederá de
inmediato; a ello incitan las circunstancias, las estrategias políticas, de
supervivencia, de intercambio, que despiertan el interés de acercamiento al
Otro. La adquisición de nuevos lugares de residencia acompañada del proceso
de sedentarización acabará localizando la supraestructura identitaria, y las
mezclas y tratos con los cristianos desarraigará, a la larga, como resultado de
un proceso de siglos, la asabiyya de las consideraciones consanguíneas
(vinculación a la tierra y matrimonios mixtos fomentadores de la
destribalización). Hasta entonces, la solidaridad tribal viajará más allá de la
separación espacial y la identidad continuará constituyéndose a partir del
parentesco, no de la tierra. Sin ir más lejos, los kalbíes, ubicados en lugares tan
alejados entre sí como Córdoba y Zaragoza, mantendrán una lucha común
contra los omeyas. Su solidaridad se expresa en la distancia con ayuda del
envío de poesía épica entre estas ciudades, con la que honran y animan a sus
parientes, a la vez que exaltan la antigüedad de la tribu y lo temprano de su
relación con Mahoma en tanto que elemento aristocrático. La organización
tribal persistirá hasta el siglo IX, y el propio estamento de gobierno omeya es
en su organización interna una tribu en liza con el resto por alcanzar de una
vez el monopolio autoritativo, gobierno enzarzado constantemente en un juego
de neutralización de unas tribus mediante el apoyo sobre otras. De hecho, Abd
al-Rahman I había provisto los medios para la inmigración de los miembros de
su familia con posibilidad de escapar a la persecución abbasí, y de este modo
había reconstruido su qawm. Por su parte, las alianzas interétnicas contra
Córdoba se suceden (bereberes y visigodos) o contra la etnia dominante de

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una zona (árabes y visigodos contra bereberes, etc.), dando lugar a un estado
de guerra civil entre árabes, bereberes e indígenas muwallads (conversos a la
fe musulmana) y mozárabes.
La presencia del califato ante los nativos será personificada en los muluk
(gobernadores), término procedente de la raíz “poder”. Si bien los califas suelen
procurarse la connivencia del yund en la elección de gobernadores, en algunos
casos serán los notables autóctonos los transfigurados en muluk, con potestad
de recaudación no sólo en los núcleos territoriales cristianos, sino en las vastas
zonas circundantes de población árabe y bereber. Este poder sin autoridad no
sólo será rechazado cuando es impuesto unilateralmente desde Damasco, y, a
fortiori, cuando resulta ser cristiano (como lo era Casius, antiguo administrador
visigodo) o mawali, convertidos en aspiradoras de riqueza para el estado al
tiempo que en el blindaje humano armado de esa riqueza contra las posibles
incursiones de terceros; cuando son los qawm nobles quienes los designan, no
son aceptados por estos más que a regañadientes. Los califas procurarán la
atención, de quienes capitularon, a los compromisos contraídos utilizando
como arma la deportación de rehenes a la Corte damasquina –normalmente los
familiares del mul o incluso él mismo para ser adoctrinado y habilitado-,
estrategia que siglos después practicará el imperio otomano (es el caso de los
Jenízaros). Al tiempo, los rehenes serán utilizados por los yundis victoriosos
como ofrenda ritual de reconocimiento de la autoridad califal. Si los dimmis
quebrantan el suhl atacando a los yundis, estos tienen potestad de saquearlos
siempre y cuando reserven para el estado un quinto del botín. Es acción
obligatoria, eso sí, reestablecer las condiciones del pacto roto en lugar de
arrasar a capricho todo signo de vida; el estado está más interesado en
exprimir la energía vital de los subyugados que en segarla, y pretende imponer
sus criterios de rentabilidad a los ímpetus tribales por restituir el honor
ofendido. El Emir de Córdoba (cuando no era todavía califato) desempeñará en
estas situaciones una función equilibradora, encauzadora de la resolución del
agravio hacia los intereses del estado. Ocurre así en las Baleares, cuyos
habitantes envían al Emir una carta en la que se quejan de las severas
condiciones a que los musulmanes les someten. Los musulmanes alegan que
los nativos quebrantaron un pacto antiguo, atacando navíos árabes. El estado
quiere vivos a los que matar en vida; no muertos que enterrar, lógica que

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

cristalizará en el restablecimiento del compromiso. En otras ocasiones se


impone el ansia tribal por limpiar la mancha en el honor con sangre.
Inicialmente, sólo los dimmis pagarán impuestos: la yizya, o impuesto de
capitación, calculado sobre volumen de población y no sobre la producción.
Contribuyen a su vez con un tercio del producto no consumido en lo inmediato
y que la comunidad almacena, si lo hubiera. Este volumen material es aludido
en los Pactos de Capitulación y por los agentes estatales (muluk) como amwal:
literalmente, riqueza. Pero el estado comprende en seguida que con ellos no es
suficiente y amplía el cobro a los musulmanes. Deberán pagar el harash,
impuesto en especie y en territorio que las comunidades islámicas deberán
transferir al aparato estatal en proporción al rendimiento del suelo, es decir,
sobre una totalidad de volumen producido. El estado ve en esta medida el
único modo de asegurar su supervivencia, o eso alega para justificar sus
operaciones de centralización de recursos. En cualquier caso, es cierto que la
conversión masiva de dimmis al islam como vía hacia la exención fiscal quizás
diera fuerza a este planteamiento desde la lógica del estado. A pesar de ello, el
estado no siempre dispondrá del brazo ejecutor que pudiera permitirle la puesta
en práctica de las medidas ideadas: los califas se esfuerzan desde sus palacios
damasquinos por construir un sistema fiscal de captación regular de tributos
que recaiga también sobre la población musulmana, y que especifican en
documentos escritos expedidos de la mano de funcionarios desde las
Cancillerías cortesanas, compilaciones uniformizadoras de los impuestos con
que hacía tiempo empezaron a violentar a la Umma. Pero la autoridad de
Damasco es a menudo demasiado lejana sobre sus gobernadores, por
oposición a la presión que sobre estos ejercen las comunidades árabes y
bereberes. En muchos casos, sobre todo en la fase inicial del proceso de
estatalización, ni tan siquiera son designados desde Damasco, así que los
propios gobernadores objetan de esta función para centrarse en otras acordes
a las expectativas de los clanes y de los yundis, como las relacionadas con la
cooperación en defensa militar de los asentamientos fronterizos a enclaves
cristianos. A partir del 720, la administración omeya damasquina unifica el
vocabulario fiscal y delimita conceptos. Sin embargo, su materialización no
llegaría a ser todo lo efectiva que requería el proyecto de fortalecimiento estatal
para gozar de presencia controladora en cada confín de un territorio cada vez

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

más vasto y que se preveía creciente (es un mito que Carlos Martel liquidase
sus anhelos expansivos hacia Francia), así como imprimir fluidez a la
circulación de mercancías (acuñación de moneda, mantenimiento, ampliación y
vigilancia de la red viaria romana y de los valores de cambio que a través de
ella y de otras rutas inauguradas por los árabes transitaran, etc.). Sintetizando
in extremis, Al-Andalus es caracterizable en términos de un ensayo continuo de
construcción de un estado que no alarga sus manos hasta muy lejos y que se
reduce a un centro nuclear compuesto de Córdoba y sus tierras colindantes.
Este estado será tanto más vigoroso cuanto más cercano esté a los pueblos
sometidos, es decir, cuanta mayor presencia personal efectiva tenga en los
territorios sobre los que ejerce una práctica de gobierno y sustracción de
recursos.
La Marca Superior (Franj) está dominada por yemeníes que no acatan la
autoridad de los sirios, combatiendo a los omeyas en una incursión que parte
de Aragón, habiendo pactado el gobernador de Zaragoza con Carlomagno la
incursión a Córdoba. La disidencia será constante en este área. Al poco de
haber permitido a Abd al-Rahman I acceder al poder y ayudarle a instalarse en
Córdoba, ya se habían rebelado contra él; aquello que Jaldun afirmaba de la
mudabilidad de los clientes a quienes la aristocracia contrata sucede con
precisión.
La reacción de los sirios en sus intentos de sofocar las disidencias es calcada
al movimiento explicado por Jaldun en su teoría de la asabiyya: los omeyas se
procuran clientes guerreros (mawali o bereberes en la mayor parte de
ocasiones) y los acogen con sus familias en las cercanías de Córdoba o en las
proximidades de la turbulencia que han sido llamados a sofocar, y siendo
algunos grupos dispersados a través del Al-Andalus meridional. Estos prestan
juramento pero, no estando unidos a los sirios por lazos de afectividad tribal y
prevaleciendo su propia asabiyya en la orientación de sus decisiones, no
tardan en abjurar y se independizan, dominando la tierra en que se les había
instalado. De hecho, habían sido los sirios quienes habían reclamado la ayuda
yemení, pero es significativo que en la época de Abd al-Rahman III, cuando el
estado se ha consolidado relativamente, el emir de Zaragoza rompa con
Córdoba y reconozca la soberanía del rey de León Ramiro II. Abd al-Rahman III
repele sus ataques con el apoyo de los Banu Qasim –árabes del norte-, sus

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

nuevos clientes, pero, careciendo de fuerza suficiente para deponerlo, se


contenta con una nueva promesa de fidelidad, cuando sabía perfectamente que
su lealtad se esperaba cuanto menos dudosa, pero como mínimo así
fomentaba una imagen de autoridad relativa. Tan dudosa que estas dinastías
serán las que esperaran el momento de despedazamiento definitivo de la
autoridad califal, momento en que se repartirán Al-Andalus y fundarán los
reinos de Taifas. Otro fenómeno, el de la piratería sarracena, viene a añadirse
a partir del siglo IX, que sustrae Valencia y toda la costa oriental a la autoridad
omeya y las opone a su política. La solución de urgencia dispuesta por los
omeyas consiste en conceder iqta (derecho de habitat, uso y explotación) en
las tierras estatales levantinas (como ocurre en Almería, que es conferida a un
clan árabe), a fin de agenciarse condiciones mínimas de protección de la costa
contra vikingos y piratas.
Incluso en su etapa de obediencia a Córdoba, los clientes de los omeyas se
comportan más como propietarios de tierras, preocupados por la cosecha, que
como guerreros a sueldo, retrasando a conveniencia su incorporación a las
campañas califales en Franj hasta haber recibido de los mawali (que trabajaban
la tierra) la totalidad de la cebada que estos cosecharon, y haberla
contabilizado y registrado.
La multiplicidad de poderes dinamiza los mercados andalusíes ya que estos
espacios serán, en principio, más unos lugares de reunión que un marco de
transacciones e intercambios mercantiles. A pesar de la ausencia de soportes
arquitectónicos y de la práctica carencia de bienes expuestos, el mercado
(haram) es importante en calidad de lugar de resolución de disputas,
precisamente indicando que la autoridad no es única, sino que las relaciones
de poder acontecen entre grupos y comunidades diversas investidas de poder
en distintas cuotas.
El consenso necesita, por tanto, de espacios de negociación y definición de
posturas unificadas. Lugar vedado a la violencia, es un espacio del cohesión no
por vencimiento, sino por acercamiento. Al estado le interesa atraer a las tribus
y los yundis hacia el mismo, aunque estos no estarán demasiado por la labor
de negociar con una realidad que no reconocen, a menos que la propuesta del
estado sea de alianza contra un enemigo común, o sea otra tribu la que llame
al haram a fin de iniciar una ofensiva conjunta contra el estado y sus agentes

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

territoriales, o de unir las fuerzas contra la amenaza de clanes hostiles desde


antiguo.
El establecimiento de lazos matrimoniales entre la aristocracia burocrática de
estado y la nobleza visigoda constituyó una estrategia de aplacamiento de las
acometidas cristianas. La creación de tales vínculos alejó hasta cierto punto la
sombra de una guerra indeseable para los sirios en el marco de agitación que
debían afrontar, pero comportó la cesión de tierras a los nativos sin que los
omeyas reunieran el poder suficiente como para imponer sus condiciones. Los
Consejos de los visigodos dictarán la organización administrativa y los
impuestos, lo que zafa de las garras del estado un contingente de recursos que
hubieran incrementado profusamente la base para la acumulación y la puesta
en circulación de capital.
El registro de los soldados en el diwan al-yund es una operación estatal de
doble filo: por un lado, se presenta como una tentativa de explicitar y de
formalizar los sueldos y de legitimación estatal de las jerarquías internas, una
sanción institucional de reconocimiento del status por parte de los omeyas. El
estado sancionará, entregando un estandarte, la elección del jefe llevada a
cabo por los consanguíneos. El sueldo dependerá tanto de los servicios
prestados como del grado de parentesco con Mahoma. Por otro, es un
dispositivo de control por visibilización de los componentes de los yundis y una
maniobra para sembrar discordias entre los distintos regimientos: los soldados
son agrupados en el diwan al-yund en base a su regimiento de pertenencia.
Como los regimientos son de carácter clánico o tribal (qawm), los expertos
estatales en genealogía indagan las tribus y aprovechan para desmentir la
proximidad genealógica con Mahoma cuando esta no es más que un mito y en
otros casos oportunos. Eso alienta los recelos y la insumisión de los mawali
hacia grupos que hasta ese momento habían gozado de una capacidad de
mando y de reserva selectiva de funciones incontestadas, así como las
disputas entre clanes nobles. Pero el estado no conseguirá con esta treta
romper esa dialéctica tan perniciosa a sus intereses: la solidaridad tribal entre
sahiri seguirá siendo el aire armonizante respirado en el yund, y la organización
militar seguirá reforzando la solidaridad tribal.
El temor de la clase dominante, la burocracia de estado, a la aristocracia siria
del yund es cada vez mayor y les lleva a concertar los servicios de nuevos

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

clientes, los kalbíes. De esta tribu habían surgido muluk a los que el estado
otorga el cargo de walí: funcionario que ejecuta las sentencias del estado y
que, al mando de un contingente militar reducido, garantiza la defensa de una
región fronteriza o de una aldea. Son ubicados en estas posiciones gracias a
su capacidad de mantener en la quietud relativa a los sirios del yund. Además,
su presencia en la Península era escasa, lo que hacía que el estado los
contemplara como una comunidad potencialmente poco problemática. No
obstante, gobernarán condicionados por su asabiyya y beneficiarán a los
yemeníes, directamente enfrentados a los omeyas.
Pero no debemos pensar que esta situación de inoperancia estatal se
eternizó y que el estado andalusí se disolvió sin haber sido. A los omeyas les
costó dos siglos y medio imponer su proyecto de centralización política, pero al
final lo hicieron. Es más realista afirmar que se produjo (en lugar de “lo
hicieron”), ya que el peso específico de cambios objetivos en las condiciones
de existencia que escapaban a la voluntad del propio estado fue mucho mayor
para la consolidación de éste que todos los planes fallidos de doblegamiento
cocinados en Córdoba (ya hemos aludido a la sedentarización y el contacto con
los cristianos que evapora las asabiyyas tradicionales). Otra condición objetiva
que ayudó a los omeyas pero que estaba lejos de sus manos promover
conscientemente fue la resegmentación de una asabiyya supratribal que la
existencia de un enemigo común –los indígenas peninsulares- contra el que
luchar había fomentado, pero que se despedaza una vez culminado el proceso
de ocupación. Esta reaparición de las antiguas confrontaciones entre tribus
obviamente repercutió en favor de la clase dominante.
Será éste el momento más favorable para la incorporación masiva al yund de
efectivos ajenos a las tribus árabes, con lo que las incómodas tentativas de
imposición del ejército pudieron ser al fin neutralizadas. A partir de entonces,
fue mucho más difícil para la aristocracia de los yundis recibir apoyo
poblacional e incluso de una facción burocrática, ya que la alcurnia y la nobleza
de una institución –el yund- en la que debían apoyarse por la fuerza y a la que
en contrapartida hubieran tenido que llevar al poder con ellos habían sido
drásticamente rebajadas. La reforma militar de Al-Mansur acaba, así mismo,
con las interferencias del yund en el nombramiento de muluk; durante el primer
periodo (emirato dependiente de Damasco), habían sido designados por el walí

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

o, excepcionalmente, por el califa (recordemos que la autoridad damasquina


era muy lejana y de problemática presencia real). Después, la independencia
del emirato acabó con el control de Kairuán y de Damasco, pero en ambas
etapas la complacencia del yund debió ser asegurada, lo que se traducía en la
designación de árabes en lugar de clientes, algo desútil para el estado. De lo
contrario, los yundis se sublevaban y deponían a los gobernadores que no eran
de su agrado, o se negaban a participar a sus órdenes en la defensa territorial,
ideológicamente amparados por el principio de resistencia contra un poder
arbitrario o que no limita sus funciones a las que el corán especifica, principio
de resistencia reconocido y declarado en las páginas del propio corán. Los
califas hicieron cuanto pudieron por reconciliarlo a su constante ampliación
competencial, pero otro postulado, el de condena de cualquier lectura
interpretativa de las suras, se lo ponía difícil.
La persecución infatigable de autonomía política frente a Damasco y, claro
está, Bagdad; la continuidad dinástica; el prestigio de la familia reinante en el
ámbito burocrático estatal y la utilización de elementos no tribales con vistas a
neutralizar la resistencia fueron directrices proveedoras de la supervivencia y el
éxito de la dinastía omeya. El estado, que necesita la paz, redondeará su
cruzada por la disolución de las viejas fidelidades –ya muy debilitadas por el
anterior proceso de fijación poblacional en el territorio- utilizando la pluma de
los ideólogos, que contribuirán con sus obras a un cambio diametral en la
ideología de la asabiyya fundamentado en el cambio diametral en la vida
material que la había fecundado. La asabiyya en su vieja acepción se
desvanece a los vientos de la nueva ideología de la tierra floreciente sobre la
sedentarización y a la práctica de la exogamia con la población autóctona. A
mediados del siglo X, esto es lo que la asabiyya significa ya transfigurada en el
estado para su reconciliación con la racionalidad del mismo: solidaridad que
une a los gestores de su funcionamiento, a la burocracia; un espíritu de casta.
La asabiyya se convierte en un término peyorativo si es de signo tribal, y se
reservará a las alianzas entre burócratas y gobernantes, entendimientos
originados sobre una base utilitaria, no afectiva.
El camino había sido desbrozado, y este aparato estatal de tipo extractivo o
tributario y que, a diferencia del estado feudal y, por supuesto, del estado
moderno, no gubernamentaliza la organización de la vida (hablamos de estado

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

fiscal y que no gubernamentaliza la vida cotidiana en la acepción foucaultiana,


esto es, en el sentido de que sustrae parte del producto a la FT pero no impone
los productos a cultivar y no regula el día a día de la FT mediante la imposición
de unos horarios, de unos calendarios de trabajo, de una formación,
adiestramiento e impartición de destrezas productivas a la FT) profundizará en
la imposición de sus dispositivos políticos de explotación y de mercantilización
de lo producido al tiempo que desarrolla otros nuevos.

Afianzando una tela de araña de endeble hilo

Hemos visto que el emirato dependiente de Damasco fue incluído en la


provincia de Ifriqiya, con capital en Kairuán. Se trataba de un distrito autónomo
cuya capital fue primero Sevilla y al poco Córdoba. Entre el emir y los muluk,
hallamos la figura política del walí, con funciones policiales (perseguir a los
infractores de la sharia), indesligables de las funciones religiosas. Aplegaba,
así mismo, funciones militares orientadas hacia la expansión del islam. Podía
encomendar la realización de obras públicas y debía dirigir la conversión de
iglesias en mezquitas. Tenía mandado hacer la guerra siempre que le pareciera
rentable al estado, pues la expansión territorial y los saqueos le procuraban
legitimidad a ojos de las tribus, que preservaban su ideología de la pureza
vinculada a la demostración de fuerza arrasadora sobre los enemigos.
Finalmente, debía ordenar la vigilancia de la Ceca (espacio para el
acuñamiento monetario.
La expresión ideológica de la revuelta bereber fue evidentemente que sólo
aceptaban el zakat, pues se habían vuelto islámicos. Pero, siendo la
islamización muy poco intensa entre estos grupos, podemos preguntarnos –
retóricamente- a qué ese cambio tan repentino. De cualquier modo, se
revuelven contra el walí y la presión fiscal. Emerge una ideología de
aunamiento contra la preponderancia árabe: el jariyismo. Este afirma la
capacidad de cualquier musulmán atento con el corán para desempeñar la
función del jefe de la Umma. En otras palabras, es un desafío directo al califa y
una amenaza de secesión del resto de la comunidad de creyentes, al que
subyace la idea de nombrar unilateralmente otro jefe –no extorsionador- y de
aceptarlo. Las posteriores incursiones de almohades y almorávides

21
AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

enarbolarán exactamente el mismo estandarte; un retorno a la pureza de las


tribus beduínas, una condena de los desviacionismos fiscales como expresión
teológica de quienes padecen el estado tributario. La respuesta del estado es
recuperar el sentido del zakat e integrarlo en el seno de la racionalidad estatal,
siendo este impuesto asimilado a cualquier otro.
Con la independencia del emirato y el paso de provincia subordinada a
Damasco, a reino, se inaugura una fase de intentos de la autoridad cordobesa
en la reproducción de las formas de gobierno que los omeyas habían
desarrollado en Siria. Esto precisa de la configuración de una Aristocracia
estatal –jassa- de probada confianza a la que situar en los altos puestos
burocráticos, proceso que Abd al-Rahman I impulsa. Los estamentos a partir de
los cuales se modifica parcialmente el contenido de la clase dominante serán
dos: uno está compuesto por los miembros de familia del emir que, tras la
destitución de la dinastía a causa de la insurrección abbasí, habían logrado
emigrar a Al-Andalus ayudados por éste. El origen estamental del resto de lo
que va a pasar a ser columna vertebral de la clase dominante hay que buscarlo
en los expertos en hermenéutica coránica, en médicos y en sahiri ociosos que
habían tenido tiempo para acumular amplios conocimientos sobre cultivos y
mejora de especies botánicas a partir de la experimentación que las unidades
intertribales itinerantes habían efectuado con especies –muchas de ellas
silvestres- traídas del extremo oriente y del valle del Indo. Esta especie de
ingenieros agrónomos (que una vez incorporados a la burocracia recibirán el
título, literalmente, de “jardineros del estado”) habían acumulado conocimientos
en materia de irrigación y tratamiento de cultivos, y, no tardarán en escribir
desde sus nuevos palacios cortesanos Tratados de agricultura con los que
abolir la dependencia estacional, multiplicar las variantes de una misma
especie, combinar varias especies distintas entre sí y hacer viable una
producción extensa y diversificada. El capital que acumula esta clase es fruto,
además de la usurpación de parte del producto del trabajo humano, de las
rentas procedentes del yihad que el estado trata de monopolizar forjando un
paraejército dependiente de la Dinastía: un regimiento personal de clientes,
bereberes, mercenarios y esclavos de la Europa meridional. Las conquistas
resultado del yihad conllevan la adquisición de nuevos recursos a invertir en
otras conquistas. Como el control sobre el creciente territorio se torna infactible

22
AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

y los ingresos no llegan a financiar la ampliación del cuerpo de agentes


estatales y su movilización, la presión tributaria es aumentada y se arrebatan
las tierras fértiles y productivas hasta entonces poseídas por los muladíes
(nativos conversos a la fe musulmana). Al-Hakam I mantendrá la política de
expropiaciones, pero abandona las campañas militares para centrarse en los
tributos. El zakat es nuevamente reconceptualizado en forma de impuesto al
estado compuesto por el diezmo sobre la producción (en especie) y el impuesto
sobre la tierra (en moneda). Introduce también la sadaqa, impuesto progresivo
sobre el ganado; el nadd, contribución por quedar exento del yihad, y el
bayzara, sobre la caza con halcón. Todos ellos en moneda. Los dimmis,
además de continuar pagando la yizya, contribuirán con el jaray, impuesto
sobre la tierra.
De nuevo es aplicable el método dialéctico destapador de las
transformaciones mutuas entre el estado y su objeto de poder que se resuelven
en nuevas situaciones que serán a su vez transformadas por nuevas
oposiciones a las nuevas proposiciones que tejen nuevas composiciones… Se
multiplican las disidencias: luchas por la sucesión, rebeliones infundidas por los
califas abbasíes, insurrecciones contra el estado (las más numerosas) y
rebeliones urbanas abanderadas por artesanos, comerciantes y alfaquíes
(juristas). Este último tipo de rebeliones prueba que la lucha de clases no tiene
lugar únicamente entre productores y burocracia estatal (el enfrentamiento
entre las tribus sahiri y burocracia estatal, y entre aristocracia de los yundis y
burocracia estatal no pueden ser considerados luchas de clases, ya que en el
seno las tribus sahiri existen diferencias estamentales y los yundis son una
facción no dominante de la aristocracia); la lucha de clases preside también las
relaciones entre la clase dominante y una casta de comerciantes ricos de las
ciudades equivalente en todos los sentidos a la burguesía mercantil de la baja
Edad Media en la cristiandad. El carácter de clase de las rebeliones de
Zaragoza, Toledo, Mérida y Córdoba es burgués. Esta burguesía había
surgido del proceso de ocupación árabe urbana y de la consecuente
revitalización de las ciudades y de sus actividades; a grandes rasgos, no
precedía a este proceso, si bien su origen estriba seguramente en
repobladores con tradición comercial, probablemente mercaderes –o sus
descendientes- controladores de las rutas orientales y que habían abierto otras

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

nuevas durante la emigración de la Umma y su extensión a lo ancho del Africa


septentrional. La represión es brutal, y siembra las calles y comercios de miles
de muertos. Hallamos la causa de estas insurrecciones en la gravación de las
actividades mercantiles por el sistema tributario.
El estado afirma la corrección de sus medidas fiscales apelando a una
doctrina, la maliki, que preexistía a su apoderación estatal pero que es
introducida en Al-Andalus de la mano de la burocracia y transformada en
oficial. El malikismo consiste en la codificación de los dictámenes e
interpretaciones jurídicas con arreglo al corán y la sunna elaboradas en Medina
durante el alba del islam. Sus líneas maestras son el rigorismo religioso y la
oposición a toda innovación, prohibiéndose especular sobre el significado del
corán. Al trabajar los hermenéutas coránicos para el estado, el monopolio de su
entendimiento y aplicaciones es también monopolio estatal, pues ellos son los
expertos, que no interpretan sino que traducen el significado profundo, y todo lo
que contradiga sus conclusiones, especular, con todas las consecuencias que
para el “interpretador” pueda tener su blasfemia. Paradójicamente, la política
fiscal acaba siendo justificada teológicamente, aunque sería ingenuo pensar
que bastó con la dominación ideológica y que en su fuero interno la población
de Al-Andalus acataba la lectura “real” de los expertos. Estos hermenéutas,
que son también juristas, están provistos de un grado de poder simbólico en el
ámbito del estado que les ofrece mayor capacidad de decisión en algunos
asuntos que la disfrutada por el emir. Este privilegio de los alfaqíes acabará por
gestar unos intereses diferenciados de facción al cobrar estos consciencia de
su posibilidad de extracción de beneficios políticos y económicos adicionales.
Hacen uso de su prestigio en la concertación de un séquito que sea el brazo
ejecutor de sus rebeliones por hacerse una posición más elevada en el aparato
estatal y extraer de éste más cuantiosa riqueza. Sus injerencias en distintos
asuntos del estado serán incómodas, pero quedarán compensadas a ojos de la
aristocracia burocrática por su utilidad para el reforzamiento de la unidad de Al-
Andalus. Quizás no aglutinan persuadiendo de su autoridad, pero permiten al
estado manifestar la legitimidad de la represión de las insurrecciones y
recrudecerlas cuanto haga falta sin ocasionar su propagación.
Al-Hakam II ahondará en esta campaña de “islamización”. El aparato
ideológico se refuerza, pero el extractivo no es descuidado. Al contrario, una de

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

las actividades del estado extractivo es la producción documental de


información, de contabilidad, normativa, de control, y para coordinar esta
función a veces más dispersa de lo que desearía, reúne a los funcionarios
productores de documentos en la Cancillería. Otra institución por el inaugurada,
la Hacienda, enuncia un canon de pesos y medidas, que combinado con el
incremento de la emisión de moneda (creación de la Casa de la Moneda en
Córdoba), impulsa la economía mercantil. En este canon constan una serie de
materias y mercancías de interés e importancia para el estado, es decir,
valores de uso con los que el estado bien tiene interés en traficar, bien tiene
interés en detentar y acumular. Como la utilidad de estos bienes es
cualitativamente distinta y, por tanto, sus valores respectivos son
inconmensurables (dependen de situaciones de uso, de la subjetividad de
quien los utiliza en determinada circunstancia, etc.), el estado crea la ilusión de
comparabilidad mediante la aplicación de una presunta unidad común de
medida de valor: la moneda. Los registros emitidos por el estado constarán,
pues, del nombre del valor de uso, una unidad de masa o de volumen básica y
la expresión pecuniaria del valor de cambio que el estado establece, es decir,
la conversión de los bienes en mercancías. Estas dos operaciones de
configuración de tablas de precios y de emisión y puesta en circulación de
moneda son indispensables para la racionalidad estatal, ya que: A. La
imposición oficial de una correspondencia estatal entre pesos, medidas y su
valor de cambio ilegaliza otros cánones locales elaborados según distintas
realidades económicas, y define en consonancia al interés estatal las
condiciones de adquisición o de emisión. Gran parte de los impuestos que el
estado recauda son en especie, de modo que lo que no acaba en el consumo
interno y en la acumulación para el consumo mediato es puesto en circulación
cuando las condiciones de escasez favorecen el incremento de su valor de
cambio, lo que multiplica las al estado de moneda que reinvertir. B. Estos
documentos tienen también un carácter de contabilidad, posibilitando que el
estado objetive lo que reúne y defina estrategias a partir de ese conocimiento
de la composición de las materias acaparadas y del valor que el estado ha sido
capaz de definir sobre cada una. C. El intento estatal –no materializado- de
monetarizar los intercambios mercantiles obliga a la FT no rural a trabajar para
el estado o para la casta de comerciantes en las ciudades, pues en los

25
AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

mercados no vale intercambiar una mercancía por otra mediante el trueque y el


estado goza del monopolio de emisión de moneda, de modo que quien no
aliena su trabajo muere; la moneda es un chantaje, aunque vuelvo a señalar
que no se generalizará más que para la FT directamente dependiente del
estado y para un sector de la población de las ciudades, y que la generalidad
de intercambios mercantiles en la vida cotidiana de la población –campesina en
su mayoría- permanecerá presidida por el trueque.
La composición de cargos del estado se complica a la par que el proceso de
acumulación de capital avanza y se precisan más dispositivos para gestionarlo
y protegerlo. Así, el estado define una relación jerárquica cada vez más estricta
entre los funcionarios a la vez que produce magistrados urbanos y policía, el
blindaje humano de la propiedad en las ciudades. En la Corte, las
demostraciones obligadas de protocolo y de sumisión son cada vez más
frecuentes y ritualizadas. Al mismo tiempo, el impulso estatal de la economía
mercantil ha especializado las profesiones y desarrollado la artesanía,
acrecentada así mismo por la urbanización.
Sería un error pensar que las ciudades de Al-Andalus emergen a la sombra
de la actividad mercantil; su origen no se desprende del comercio ni de la
instalación del estado en las distintas regiones de Al-Andalus, sino de la
producción. La primera condición para la existencia sostenida de una ciudad es
la autonomía en la producción de los alimentos indispensables para su propia
reproducción. La ocupación prioritaria de la ciudad, y su lógica inherente de
constitución es la producción. Los asentamientos agrícolas precedieron con
pocas excepciones a las ciudades. El criterio de distinción de las ciudades es
su pertenencia a lo que Jaldun llamó el umran haddari, es decir, a la lógica
productiva y acumulativa de riquezas. Aunque hablar de “ciudad islámica” como
realidad específica y rupturista con la preexistencia de emplazamientos
urbanos visigodos es erróneo, existen características y peculiaridades
intrínsecas a esta producción andalusí inexplicable teniendo en cuenta
solamente –o primordialmente- la existencia de la actividad mercantil. Una de
ellas es el trazado caótico de la red viaria, otra la ausencia de plazas y de
espacios públicos y la circunvalación fortificada. No obstante, estas
características forman parte de la realidad de las ciudades de Al-Andalus en un
periodo inicial y para espacios urbanos concretos, y no se reproducen ni

26
AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

temporal ni espacialmente. Todas estas ciudades gozaron de transformaciones


a lo largo de la historia, y las de nueva creación fueron gestadas contando con
la introducción de otros componentes.
El término “medina” acostumbra a ser traducido por “ciudad”, aunque la
medina fuera para los árabes, normalmente, el alojamiento de la autoridad, la
Corte y la burocracia estatal. Por otro lado, pueden existir medinas sin que su
ordenación esté articulada por el estado; no todas son un reflejo urbanístico de
una estructura política estatal. Existen medinas que consisten en grandes
acumulaciones poblacionales cuya existencia, distribución, disposición, y
morfología no es explicable por la estancia de la burocracia.
Las ciudades son dotadas de nuevos dispositivos de control, entre los que
figuran las torres de vigilancia, no para defenderlas de la amenaza exterior,
sino para defender el orden de relaciones impuesto de la amenaza interior. Se
fundan otras ciudades y es edificada la mezquita de Córdoba y la Alcazaba.
Esta última es la residencia del walí de la provincia que comprende la capital y
enclave de control. En Mérida, el emir manda construir, tras haber aplastado
una insurrección, una fortaleza exterior (a la que los cristianos llamarían
posteriormente Conventual) que vigilaba el puente sobre el Guadiana y la
puerta de la ciudad. En Toledo, reconstruye la antigua ciudadela como
residencia del gobernador e instala una guarnición relevante. En Sevilla,
ordena la construcción de la muralla y las atarazanas, y reforma la mezquita.
Pero este fortalecimiento de los dispositivos políticos requería de un
incremento de la presión tributaria que reformulará relaciones que no habían
sido tocadas desde las imposiciones de los suhl. Estos son suprimidos en
algunas zonas, imponiéndose nuevos tributos a los indígenas. Incluso los
privilegios coránicos para la población musulmana en lo que concierne al pago
de tributos son anulados. Por otra parte, se intensifican las relaciones
comerciales con los principados cristianos peninsulares y europeos, y con el
imperio carolingio.
Nuevas rebeliones entre las tribus y en las zonas cristianas donde la
aristocracia indígena había conservado hasta ese momento tierra y tributadores
no se harán esperar: estos últimos son derrotados. También los árabes y
bereberes sublevados, a quienes los omeyas perdonan e integran en el yund.
Como no tienen poder para neutralizarlos, no tienen más remedio que

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

instalarlos en Córdoba y ofrecerles cargos de relevancia a cambio de su


quietud, lo que cristalizará en sublevaciones. Estos, en lugar de cernirse sobre
Córdoba y ocuparla, prefieren acumular más y más botín, en consonancia con
una ideología tribal que nunca quiso apoderarse del estado, al que había
considerado siempre algo ajeno. En las medinas, la burguesía mercantil que ha
crecido y halla protección a la sombra del emir y de su cuerpo armado coactivo
es capaz de movilizar a parte de la población –sobre todo artesanos que tienen
relaciones que proteger con los mercaderes- en la resistencia contra los
rebeldes y el respaldo al emir. Los reyes asturleoneses apoyan a los rebeldes
intermitentemente y los combaten guiados por el afán de debilitar a ambas
partes en conflicto.
La transformación del emirato en califato que tiene lugar con la llegada de
Abd al-Rahman III es el reflejo supraestructural de una clase dominante que,
habiendo alcanzado cierto nivel de fortaleza y de autosuficiencia en el
desplegamiento de dispositivos de control, gobierno y captación mercantil, tiene
la posibilidad de desembarazarse de las constricciones del califato y fundar un
estado totalmente independiente cortando hasta el lazo más mínimo de
condicionamiento a foráneos. La traducción ideológica de esta independencia
de clase es la asunción por su representante de los títulos de Califa y de
Príncipe de los creyentes. Este monopolio en la dirección teológica de la
población andalusí era también el monopolio de su gobierno, ya que la sharia –
o su uso gubernamental- era en el mundo islámico fuente de regulación de
todos los aspectos de la existencia. En tanto califa, Se autoproclama jefe
espiritual y temporal de todos los musulmanes, así como protector de las
comunidades no musulmanas a las que permitía mantener su religión
(cristianos y judíos). Prometía, como habían hecho anteriormente los emires,
combatir la heterodoxia –lo que a la racionalidad estatal fuera rentable
considerar heterodoxia por boca de sus monopolistas en el entendimiento del
corán, los hermenéutas de dios- y garantizar la unidad religiosa en el
malikismo. Su nombre es citado en el sermón del viernes en la mezquita como
reconocimiento de su soberanía y, por supuesto, las monedas son acuñadas a
su nombre. Perdidas en la historia las viejas asabiyyas tribales, ata el yund a su
jefatura única. Sus símbolos son el sello real, el cetro y el trono. Se le honra en
las fiestas religiosas, como la que señala el fin del ramadan, y se le rinde

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

devoción por partida doble –popular y de los agentes a su servicio- en la


recepción y despedida de príncipes norteafricanos y de reyes y nobles
cristianos.
La composición administrativa consta de un primer ministro (hayib) nombrado
directamente por el califa. Los materializadotes de las decisiones del primer
ministro en las distintas áreas del territorio andalusí son los visires,
dependientes del hayib. Otros visires integran la Secretaría del califa,
desempeñando cada uno una función distinta: Asuntos de provincias, asuntos
de las marcas y los puertos, Control de la ejecución de las órdenes y Control de
las demandas particulares. Otras secciones administrativas son el Servicio de
comunicaciones –o correos-, el ejército, la policía, la ceca –Casa de la Moneda
y acuñaciones- y la Tesorería. Que Abd al-Rahman III consiga abolir la
herencia y traspasabilidad de estos cargos a capricho de quien los posee, es
una prueba de que la facción de la clase dominante que logra imponerse en su
seno es la aristocracia familiar omeya, imperando sobre la facción burocrática
incorporada por un proceso de captación de clientela entre sahiri. El espectro
del alto funcionariado se compone también de:
El Sabih al-madina, quien aplica estrictamente la ley en asuntos “graves”
(seguridad del estado, orden público), máximo representante del estado en
ausencia del califa, y que recibe la adhesión popular en la mezquita y cobra los
impuestos extraordinarios. Sus delegados son el jefe de policía y el juez de
mercado.
Los Qadíes (jueces), quienes velan por la atención al malikismo auxiliados
por varios consejeros alfaqíes (esos hermenéutas de que hablábamos y a
quienes el califa, consciente de que sus antecesores habían alimentado la
composición de una facción peligrosa, había alejado de su poder inicial, pero
que continuaron aspirando a la dirigir la judicatura). Los jueces emiten
dictámenes jurídicos (fetwa). Las penas correspondientes a los delitos más
habituales son:
Robo: amputación de una mano; asesinato: pena de muerte; rebelión: muerte
por tortura; traición: muerte por tortura; sexo mantenido por mujeres fuera del
matrimonio: lapidación (si estaba casada) o un número determinado de azotes;
bandidaje: crucifixión; delitos “menores”: un número determinado de azotes;
blasfemias al islam: estrangulamiento o decapitación.

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

El estado es mantenido por obra de la recaudación fiscal, intensificada en


consonancia a una actividad gubernamental encaminada a concentrar los
recursos en Córdoba. La burguesía continúa avivando su poder económico,
pero, sin presencia en el estado más que como clase protegida a cambio de su
extorsión, carece de poder político para proveerse de condiciones más
favorables a sus intereses, de modo que 1/7 de los impuestos recaudados
procede de actividades comerciales.
Abd al-Rahman III intensifica las inversiones en el yund y los gastos en
construcciones de protección y control (fortalezas y torres de vigilancia), así
como en las que alojan y favorecen el comercio (atarazanas). Las obras
públicas iniciadas en su periodo son religiosas (mezquitas) o de dinamización
de la circulación mercantil, de moneda y de FT (puentes, caminos). Funda el
Tesoro, que no es otra cosa que reservas en moneda para casos de
emergencia. Pero la mayor proporción de presupuesto es para la Medina al-
Zahara, la ciudad palatina donde se instala todo el aparato de gobierno. El
cometido es alejar el poder gubernamental de la facción burocrática de estado,
distinguirse de ella afirmando simbólicamente su sobreposición, a la vez que
zafarse de complots. También, se persigue rodear al gobierno de un halo de
misticismo desprendido del secreto que rodea su existencia segregada, de su
invisibilización. A pesar de todos estos proyectos, el saldo del presupuesto será
siempre positivo. En las relaciones mercantiles, proliferan los pagos en
metálico, la mayoría efectuados en dirkhems de plata. A fin de procurar a la vez
que promover el uso de la moneda, el estado acuña unos veinte millones de
piezas monetarias al año.
En realidad, a partir de la llegada de los omeyas el movimiento ambivalente
hacia la ocultación del califa a la vez que su poder es escenificado ritualmente
en ocasiones puntuales tiene el carácter de fenómeno progresivo. Este, por un
lado, se aleja del conjunto poblacional, lo que en la mezquita trasciende en la
construcción de la mattsura, donde la autoridad hace presencia veladamente y
reza separadamente a los demás feligreses, tras haber accedido a través de un
túnel de tránsito secreto y restringido. Por otro, y sobre todo a partir del traslado
del gobierno a la Medina al-Zahara, la ritualización de las demostraciones
políticas se tornará cada vez más visible y espectacular. La arquitectura de sus
salas facilita el uso ceremonial de las dependencias. La división del trabajo

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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE

entre las diversas instituciones estatales, así como las jerarquías statutarias y
las relaciones de poder que supeditan unas facciones a otras en el seno de la
clase dominante son reproducidas simbólicamente en la distribución espacial
de los participantes en los rituales dramatúrgicos de ostentación política. Los
agentes estatales (funcionariado de gestión) se disponían jerárquicamente. A
sus flancos formaban dos regimientos de fitiyanii, servidores del estado. Los
superiores, pues, se colocan al centro; sus servidores, columnas de
sustentación, envolviéndoles. El califa se dispone a cierta distancia, lo que
refleja el alejamiento progresivo que los sucesivos califas había ido
experimentando con respecto a los clientes en que inicialmente se habían
apoyado los omeyas. En un periodo ulterior, el califa ni siquiera está presente
de forma visible.
El estado produce géneros de materiales especializados que circulan hacia
los gobernadores y los elementos regionales sometidos, y que ostentan y
otorgan al receptor un status de reconocimiento. Estos objetos se atienen a la
paradoja de que son suntuarios pero tienen un uso común y una utilidad
práctica (platos, ropa, armas, herramientas, etc.). Esto es, distinguen partiendo
de lo útil. Otro componente de distinción muy al uso durante el periodo de
regencia de Abd Al-Rahman III son los esclavos, en manos del estado, de la
casta de comerciantes ricos y de la élite de los yundis. Algunos son prisioneros
cristianos, más asequibles. Otros, esclavos de lujo, son los eunucos. Castrados
en su niñez, se distinguen –y distinguen- por su voz de niño, por no tener vello
cutáneo y por su pelo fino y lacio; excentricidades al alcance de pocos.
Engordan rápidamente y se decía –mistificaciones patriarcales de la ausencia
del concepto patriarcal de virilidad por sustracción sexual- que su
temperamento era débil y sumiso (probablemente, pero debido al
adiestramiento amasador que se les impartía).
Después de la muerte de Abd al-Rahman III, un alto funcionario que había
sido jefe de la Ceca y de la Policía media cobra cada vez mayor poder: se trata
de quien llegaría a conocerse con el nombre de Al-Mansur. Ganándose al yund
gracias a su encabezamiento de las aceifas (expediciones de doblegamiento)
contra los cristianos, logra convertirse en procurador de la reina madre y
domina al califa, menor de edad. Funda en dos años una nueva ciudad, la
Medina al-Zahira, donde traslada funcionarios, visires, servicios administrativos

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y depósitos de armas y víveres. En la Medina al-Zahara no permanecerán más


que el califa y sus servidores directos. Al-Mansur aisla con esta medida a sus
opositores.
Refuerza su poder personal incorporando tropas bereberes al yund y
aliándose con los tuyibíes, una tribu yemení que controlaba la Marca Superior.
Se alza contra el general Galib, jefe de la Marca Media, quien se alía con
navarros y castellanos. Tras haberlos derrotado, se otorga el título de Al-
Mansur bi-llah (“El que recibe la victoria de dios”). Afronta su problema de
legitimidad intentando ganarse el respaldo de los consejeros malikíes, para lo
que acentúa el rigorismo religioso. Una de sus iniciativas en este sentido será
la de organizar una quema de libros de la gran biblioteca de Al-Hakam II.
La práctica sistemática del yihad se traduce en la obtención de un gran
volumen de botín que permite el lanzamiento de una medida populista dirigida
al logro de consenso: la rebaja tributaria. Aumentando el número de visires, Al-
Mansur atomiza a los funcionarios, debilitando por segmentación su aptitud de
coordinación saboteadora.
Muerto Al-Mansur, su hijo hereda el gobierno efectivo, aunque, al igual que
su padre, preservara a al califa, Hisam II, como figura decorativa. Pero una
revuelta en Córdoba obliga al heredero a regresar de Toledo, camino que
continúa en solitario al ser abandonado por sus clientes bereberes, quienes no
se deciden a enfrentarse a los insurrectos cordobeses. La rebelión culmina en
el asesinato de éste, siendo entronizado un familiar de Abd al-Rahman III.
La teoría de Jaldun en relación al establecimiento de relaciones clientelares
como remedio del estado para vencer las tendencias disgregativas promovidas
por la persistencia del espíritu igualitarista encarado contra el proceso de
concentración política, remedio que resulta fatídico para el propio estado,
pudiendo llegar a desmenuzarlo como consecuencia del encontronazo de
intereses entre los clientes y la Dinastía regente, es acertadísima para explicar
la fitna, o descomposición política de Al-Andalus. Sanyul cosecha la oposición
a su regencia de todos los sectores de la clase dominante, pero las
predilecciones de sucesión son diversas. La aristocracia andalusí está
enfrentada, los altos funcionarios (fatas) secundan a otro candidato, el ejército
bereber sucesor del antiguo yund que fue purgado de sahiri opta por otro. De
manera que la oposición se halla escindida en varios bloques. Los bereberes

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consiguen imponerse tras la toma de Córdoba, nombrando califa a Sulayman


al-Mustaín. El califa les confiere territorios como recompensa. Más que una
concesión, es una sanción jurídica de una apropiación que no puede impedir.
Ello supone la aceptación califal de carencia de poder de facto. Los tuyibíes
continuarán gobernando la Marca Superior. Son nombrados gobernadores
entre la Aristocracia. Los fatas se atrincheran en Levante y declaran reinos
independientes desde Tortosa a Almería. Los antiguos linajes andalusíes
árabes y bereberes también promulgan reinos. El estado califal se fraccionará
en treinta reinos. Los gobernantes de estos reconocen al califa, estando éste
vaciado de todo poder efectivo, como operación de legitimidad propia y asumen
el título de hayib. Esta situación de persistencia decorativa califal se prolonga
hasta que la aristocracia cordobesa, dueña de su correspondiente Taifa,
resuelva abolir el califato sin hallar reacciones contrarias de los reyes.
El califato desaparece como resultado de su debilidad inherente; el proceso
congregador contra un enemigo forastero impulsador de una dinastía se había
roto tiempo atrás, lo que había forzado la constitución de un ejército profesional
-compuesto por esos bereberes que participarán en la repartición de las
regiones y las convertirán en reinos independientes- para suplir la disolución de
los pactos y de los nexos de compromiso y de solidaridad. Paralelamente, la
gestión del capital estatal había quedado en manos de personas que no tenían
porqué rendir una fidelidad sustentada en sentimientos de afectividad. Estos
burócratas palaciegos se convierten en un grupo con sus exclusivos vínculos
de alianza, y pretenden suplantar a los omeyas. Esto deriva en una serie de
enfrentamientos que paralizan la gestión del aparato estatal y lo despedazan.
Estos Banu Amir se disgregan y se instalan en diversos puntos de Al-Andalus,
y los convierten en capitales independientes que generan los productos que
antes generaba el estado. Estas ciudades serán el principio de nuevas
unidades de gobierno autoconsistentes. Se acuñan las monedas sin invocación
califal. Opuestamente, aparecen los nombres de los burócratas y de los
asociados a estos, sus hijos. Aquello que había sido el aire del estado fue
también su veneno.

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