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AL-ANDALUS, O EL PODER IMPOSIBLE
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guerras de carácter defensivo, esto es, ante una amenaza que repeler. Dicho
de otro modo, están carentes de líderes que canalicen la asabiyya hacia
guerras ofensivas y, de este modo, expansivas, englobantes de terceros
grupos sojuzgados. Cuando un movimiento de diferenciación –desencadenado
por un movimiento económico hacia la apropiación de la acumulación- en el
interior de la comunidad produce jefes, estos proyectan “sus gentes” hacia el
exterior y atan a otras comunidades que han resultado vencidas. Esta asabiyya
ofensiva permite la consolidación de una aristocracia que ocupará posiciones
políticas dando lugar a una organización social que podríamos llamar de estado
embrionario. Pero este umran haddari, definido por estructuras políticas
centralizadas, alberga en su vientre, como a un insecto algo más que molesto –
potencialmente destructivo-, la anterior ideología igualitarista que era correlato
del umran badawi. La badawa aún con vida, instalada como un quiste
inextirpable en el corazón del nuevo orden, será el espacio emocional de la
disidencia, de la subversión, de la oposición a la élite por parte de los miembros
que componen su propia comunidad originaria. Para contenerla, los
dominadores no tienen más remedio que convocar –contratar- a elementos
foráneos de control, o clientes, cuyos lazos de solidaridad son diferenciados y
obedecen a un origen común –quizás provienen todos, o al menos algunos, de
la tribu débil subyugada-. Lo que viene a continuación es fácil de suponer: un
elemento extraño a la comunidad se hace con cuotas amplias de poder y se
transforma en casta cerrada. Si la asabiyya que como grupo motivaba sus
deseos, sus afanes, sus ansias, no coincidía ya en principio con la de los
contratistas, incurrirá una vez a su teórico servicio en una contradicción cada
vez más aguda. Una nueva asabiyya ha sido despertada, en esta ocasión de
raíz no necesariamente consanguínea y, en cualquier caso, sí utilitaria (lo que
une es un compromiso de cooperación por el poder). El corolario de este juego
de asabiyyas a tres bandas –el estamento dominante a un tiempo enfrentado al
impulso igualitario de la comunidad preponderante y a las embestidas de los
clientes- es la caída de los dueños del estado y, a la larga, incluso la disolución
de su máquina de dominación.
Si echamos un vistazo a lo que ocurría en la Península arábica antes de la
configuración del islam, distinguimos tribus (qabila o asira) nómadas
constituídas por clanes (qawm) de consanguíneos que transmiten la
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que había sido acuñada anteriormente pero que, una vez alojada en la
conciencia colectiva, resulta incompatible con el estado. Es demasiado tarde
para quitársela de encima como quien se quita una prenda antes útil y ahora
molesta, así que el estado tendrá que lidiar con ella. Esta tensión continua se
reproducirá fielmente en Al-Andalus debido a condiciones que hasta cierto
punto permanecen inalteradas. Las constantes de esta contradicción en estadio
incipiente (durante la germinación del califato de Damasco) son tres, de entre
las cuales dos –de menor importancia en el ulterior fenómeno andalusí tal y
como explicaremos más adelante- pertenecen al islam. La otra –fundamental
para comprender Al-Andalus- se desprende de la pervivencia de las asabiyyas
tribales.
1. La autoridad religiosa encarnada en el Califa (Khilafa) tiene por cometidos
la preservación de la seguridad de la comunidad de creyentes (Umma) y, si es
posible, su incremento y expansión. También debe garantizar las condiciones
de difusión no “adulterada” –tergiversación equivaldría para la ideología
islámica a interpretación y modificación- del Corán y de la Sunna a fin de que la
práctica del Yihad –entendida como guerra de la persona con la propia
identidad por la trascendencia y el acercamiento espiritual a la fuente del libro-
no se estanque ni corra por caminos desviados. Eso es lo que exige del Califa
un miembro de la Umma, y no la presencia en su territorio de un poder
delegado del estado que los muluk –gobernadores- ejercen sin legitimidad
religiosa alguna.
2. El único impuesto que de la autoridad religiosa consiente la Umma de buen
agrado y sin dar lugar a la necesidad de enviar un respaldo armado coactivo es
el Zakat, o ayuda a los desfavorecidos purificadora de los beneficios obtenidos
por el trabajo, el comercio o la guerra. Además de a limosnas y caridad, puede
destinarse al sustento de los que acuden a la guerra voluntariamente, a los
esclavos que deseen comprar la liberación y a la construcción y reforma de
mezquitas. Ni qué decir tiene que el estado intentará recaudar otros impuestos
a fin de mantenerse a sí mismo (autorreproducción institucional) y de
acrecentar sus privilegios. Los dos procedimientos característicos del estado
premoderno –concentración política y recaudación tributaria- se encuentran en
discordia con los imperativos religiosos.
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una zona (árabes y visigodos contra bereberes, etc.), dando lugar a un estado
de guerra civil entre árabes, bereberes e indígenas muwallads (conversos a la
fe musulmana) y mozárabes.
La presencia del califato ante los nativos será personificada en los muluk
(gobernadores), término procedente de la raíz “poder”. Si bien los califas suelen
procurarse la connivencia del yund en la elección de gobernadores, en algunos
casos serán los notables autóctonos los transfigurados en muluk, con potestad
de recaudación no sólo en los núcleos territoriales cristianos, sino en las vastas
zonas circundantes de población árabe y bereber. Este poder sin autoridad no
sólo será rechazado cuando es impuesto unilateralmente desde Damasco, y, a
fortiori, cuando resulta ser cristiano (como lo era Casius, antiguo administrador
visigodo) o mawali, convertidos en aspiradoras de riqueza para el estado al
tiempo que en el blindaje humano armado de esa riqueza contra las posibles
incursiones de terceros; cuando son los qawm nobles quienes los designan, no
son aceptados por estos más que a regañadientes. Los califas procurarán la
atención, de quienes capitularon, a los compromisos contraídos utilizando
como arma la deportación de rehenes a la Corte damasquina –normalmente los
familiares del mul o incluso él mismo para ser adoctrinado y habilitado-,
estrategia que siglos después practicará el imperio otomano (es el caso de los
Jenízaros). Al tiempo, los rehenes serán utilizados por los yundis victoriosos
como ofrenda ritual de reconocimiento de la autoridad califal. Si los dimmis
quebrantan el suhl atacando a los yundis, estos tienen potestad de saquearlos
siempre y cuando reserven para el estado un quinto del botín. Es acción
obligatoria, eso sí, reestablecer las condiciones del pacto roto en lugar de
arrasar a capricho todo signo de vida; el estado está más interesado en
exprimir la energía vital de los subyugados que en segarla, y pretende imponer
sus criterios de rentabilidad a los ímpetus tribales por restituir el honor
ofendido. El Emir de Córdoba (cuando no era todavía califato) desempeñará en
estas situaciones una función equilibradora, encauzadora de la resolución del
agravio hacia los intereses del estado. Ocurre así en las Baleares, cuyos
habitantes envían al Emir una carta en la que se quejan de las severas
condiciones a que los musulmanes les someten. Los musulmanes alegan que
los nativos quebrantaron un pacto antiguo, atacando navíos árabes. El estado
quiere vivos a los que matar en vida; no muertos que enterrar, lógica que
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más vasto y que se preveía creciente (es un mito que Carlos Martel liquidase
sus anhelos expansivos hacia Francia), así como imprimir fluidez a la
circulación de mercancías (acuñación de moneda, mantenimiento, ampliación y
vigilancia de la red viaria romana y de los valores de cambio que a través de
ella y de otras rutas inauguradas por los árabes transitaran, etc.). Sintetizando
in extremis, Al-Andalus es caracterizable en términos de un ensayo continuo de
construcción de un estado que no alarga sus manos hasta muy lejos y que se
reduce a un centro nuclear compuesto de Córdoba y sus tierras colindantes.
Este estado será tanto más vigoroso cuanto más cercano esté a los pueblos
sometidos, es decir, cuanta mayor presencia personal efectiva tenga en los
territorios sobre los que ejerce una práctica de gobierno y sustracción de
recursos.
La Marca Superior (Franj) está dominada por yemeníes que no acatan la
autoridad de los sirios, combatiendo a los omeyas en una incursión que parte
de Aragón, habiendo pactado el gobernador de Zaragoza con Carlomagno la
incursión a Córdoba. La disidencia será constante en este área. Al poco de
haber permitido a Abd al-Rahman I acceder al poder y ayudarle a instalarse en
Córdoba, ya se habían rebelado contra él; aquello que Jaldun afirmaba de la
mudabilidad de los clientes a quienes la aristocracia contrata sucede con
precisión.
La reacción de los sirios en sus intentos de sofocar las disidencias es calcada
al movimiento explicado por Jaldun en su teoría de la asabiyya: los omeyas se
procuran clientes guerreros (mawali o bereberes en la mayor parte de
ocasiones) y los acogen con sus familias en las cercanías de Córdoba o en las
proximidades de la turbulencia que han sido llamados a sofocar, y siendo
algunos grupos dispersados a través del Al-Andalus meridional. Estos prestan
juramento pero, no estando unidos a los sirios por lazos de afectividad tribal y
prevaleciendo su propia asabiyya en la orientación de sus decisiones, no
tardan en abjurar y se independizan, dominando la tierra en que se les había
instalado. De hecho, habían sido los sirios quienes habían reclamado la ayuda
yemení, pero es significativo que en la época de Abd al-Rahman III, cuando el
estado se ha consolidado relativamente, el emir de Zaragoza rompa con
Córdoba y reconozca la soberanía del rey de León Ramiro II. Abd al-Rahman III
repele sus ataques con el apoyo de los Banu Qasim –árabes del norte-, sus
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clientes, los kalbíes. De esta tribu habían surgido muluk a los que el estado
otorga el cargo de walí: funcionario que ejecuta las sentencias del estado y
que, al mando de un contingente militar reducido, garantiza la defensa de una
región fronteriza o de una aldea. Son ubicados en estas posiciones gracias a
su capacidad de mantener en la quietud relativa a los sirios del yund. Además,
su presencia en la Península era escasa, lo que hacía que el estado los
contemplara como una comunidad potencialmente poco problemática. No
obstante, gobernarán condicionados por su asabiyya y beneficiarán a los
yemeníes, directamente enfrentados a los omeyas.
Pero no debemos pensar que esta situación de inoperancia estatal se
eternizó y que el estado andalusí se disolvió sin haber sido. A los omeyas les
costó dos siglos y medio imponer su proyecto de centralización política, pero al
final lo hicieron. Es más realista afirmar que se produjo (en lugar de “lo
hicieron”), ya que el peso específico de cambios objetivos en las condiciones
de existencia que escapaban a la voluntad del propio estado fue mucho mayor
para la consolidación de éste que todos los planes fallidos de doblegamiento
cocinados en Córdoba (ya hemos aludido a la sedentarización y el contacto con
los cristianos que evapora las asabiyyas tradicionales). Otra condición objetiva
que ayudó a los omeyas pero que estaba lejos de sus manos promover
conscientemente fue la resegmentación de una asabiyya supratribal que la
existencia de un enemigo común –los indígenas peninsulares- contra el que
luchar había fomentado, pero que se despedaza una vez culminado el proceso
de ocupación. Esta reaparición de las antiguas confrontaciones entre tribus
obviamente repercutió en favor de la clase dominante.
Será éste el momento más favorable para la incorporación masiva al yund de
efectivos ajenos a las tribus árabes, con lo que las incómodas tentativas de
imposición del ejército pudieron ser al fin neutralizadas. A partir de entonces,
fue mucho más difícil para la aristocracia de los yundis recibir apoyo
poblacional e incluso de una facción burocrática, ya que la alcurnia y la nobleza
de una institución –el yund- en la que debían apoyarse por la fuerza y a la que
en contrapartida hubieran tenido que llevar al poder con ellos habían sido
drásticamente rebajadas. La reforma militar de Al-Mansur acaba, así mismo,
con las interferencias del yund en el nombramiento de muluk; durante el primer
periodo (emirato dependiente de Damasco), habían sido designados por el walí
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entre las diversas instituciones estatales, así como las jerarquías statutarias y
las relaciones de poder que supeditan unas facciones a otras en el seno de la
clase dominante son reproducidas simbólicamente en la distribución espacial
de los participantes en los rituales dramatúrgicos de ostentación política. Los
agentes estatales (funcionariado de gestión) se disponían jerárquicamente. A
sus flancos formaban dos regimientos de fitiyanii, servidores del estado. Los
superiores, pues, se colocan al centro; sus servidores, columnas de
sustentación, envolviéndoles. El califa se dispone a cierta distancia, lo que
refleja el alejamiento progresivo que los sucesivos califas había ido
experimentando con respecto a los clientes en que inicialmente se habían
apoyado los omeyas. En un periodo ulterior, el califa ni siquiera está presente
de forma visible.
El estado produce géneros de materiales especializados que circulan hacia
los gobernadores y los elementos regionales sometidos, y que ostentan y
otorgan al receptor un status de reconocimiento. Estos objetos se atienen a la
paradoja de que son suntuarios pero tienen un uso común y una utilidad
práctica (platos, ropa, armas, herramientas, etc.). Esto es, distinguen partiendo
de lo útil. Otro componente de distinción muy al uso durante el periodo de
regencia de Abd Al-Rahman III son los esclavos, en manos del estado, de la
casta de comerciantes ricos y de la élite de los yundis. Algunos son prisioneros
cristianos, más asequibles. Otros, esclavos de lujo, son los eunucos. Castrados
en su niñez, se distinguen –y distinguen- por su voz de niño, por no tener vello
cutáneo y por su pelo fino y lacio; excentricidades al alcance de pocos.
Engordan rápidamente y se decía –mistificaciones patriarcales de la ausencia
del concepto patriarcal de virilidad por sustracción sexual- que su
temperamento era débil y sumiso (probablemente, pero debido al
adiestramiento amasador que se les impartía).
Después de la muerte de Abd al-Rahman III, un alto funcionario que había
sido jefe de la Ceca y de la Policía media cobra cada vez mayor poder: se trata
de quien llegaría a conocerse con el nombre de Al-Mansur. Ganándose al yund
gracias a su encabezamiento de las aceifas (expediciones de doblegamiento)
contra los cristianos, logra convertirse en procurador de la reina madre y
domina al califa, menor de edad. Funda en dos años una nueva ciudad, la
Medina al-Zahira, donde traslada funcionarios, visires, servicios administrativos
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