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VICTORIA SE~D<)N DE LEóN

MARCAR
LAS DIFERENCIAS
DISCURSOS FEMINISTAS
ANTE UN NUEVO SIGLO

Icaria ~ Más Madera


ÍNDICE

Agradecimientos 7

Introducción 9

l. ¿Qué es el feminismo de la diferencia?


(Una visión muy personal) 11

TI. La segunda ola del feminismo 49

III. La mujer y lo sagrado 79

IV Coeducar desde los afectos 95

V La quiebra del feminismo 113


AGRADECIMIENTOS

¡Qué compromiso! Siempre he envidiado secretamente a todos los


autores y autoras que hacen referencia a un nutrido grupo de per-
sonas que les han ayudado, aconsejado, leído, corregido o pasado a
limpio sus escritos. Mi condición de escritora nómada, y al mar-
gen de cualquier institución académica, me impide rodearme de
tantos compañeros de fatigas, así que he de limitarme a agradecer
la colaboración de las personas que me han encargado estas confe-
rencias o artículos, y, desde luego, a tantas y tantas mujeres que
hacen posible que pueda seguir pensando y viviendo con un obje-
tivo más allá del meramente personal. Sin embargo, he de añadir
una novedad que es muy de agradecer: el poder publicar en las
páginas web que divulgan y mantienen el fuego de la resistencia,
sobre todo aquellas dedicadas al pensamiento y a la política de las
mujeres, especialmente a Mujeres en Red, Creatividad feminista y
E-leusis. Gracias a todas por existir, por estar ahí. De verdad.

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INTRODUCCIÓN

Cuando echo una mirada al último cuarto de siglo y reflexiono


sobre las andanzas del feminismo en este tiempo, lo que se me
viene a la mente son frases que evocan impermanencia, cambio.
Podría, no «escribir los versos más tristes esta noche», pero sí decir
con Neruda que <<nosotras, las de entonces, ya no somos las mis-
mas», o evocar a Heráclito en aquello de que «todo pasa, nada per-
manece: no nos bañamos dos veces en el mismo río».
Estos sentimientos me han llevado a recopilar algunas confe-
rencias y escritos elaborados en el 2001, y en los que se vislumbra
esta necesidad de hacer balance y de intentar barruntar una nueva
frontera en el siglo que amanece, un dilatado horizonte entre los
celajes de una incertidumbre extrema.
Ha sido, la nuestra, una revolución bulliciosa y callada al mis-
mo tiempo, porque hemos estado en las barricadas del cambio y
en las catacumbas de la resistencia. Hemos bajado a los infiernos
de la transformación interior y también hemos tomado las calles,
la noche, la libertad. Hemos cambiado las leyes, pero también la
vida, en lo doméstico y en lo público; hemos roto creencias y pre-
juicios, y las prioridades ya no son las que eran. No hay números
rojos en este balance, por más que la regresión política del mo-

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mento actual amenace con barrenar lo que hemos construido. Les
va a costar, porque no es el nuestro un castillo de naipes, y porque
otras, las más jóvenes y las más distantes geográficamente, están
tomando el relevo.
Por más que esta introducción parezca un canto de cisne ... no
lo es. Más que nunca, el desafío es global y en todos los frentes.
Nada más urgente que explorar nuevos caminos, paradigmas con
soluciones arriesgadas para problemas extremos. Ya no podemos
seguir debatiendo entre la igualdad y la diferencia, entre lo privado
y lo público, lo personal y lo político. Toda nuestra experiencia hay
que ponerla en juego, y no precisamente en un juego de abalorios.
Sin embargo, mi convicción es que la situación global aparece
tan degradada, es tan poco deseable, tan antiutópica, que el femi-
nismo -si quiere seguir existiendo- no tiene otro camino que el
de «marcar las diferencias» frente al sistema, pero unas diferencias
no atrincheradas en falsas esencias y cerradas al mundo, sino múl-
tiples diferencias activas, comprometidas y con proyección políti-
ca, más allá de una simple igualdad que ya no sabemos qué puede
significar.
Este libro, pues, pretende dar cuenta de logros y promesas de
un tiempo pasado y presente desde el que desplegar las velas para
un nuevo viaje. No es un final ni un principio. Es un diario de
abordo, un cuaderno de bitácora rubricado en el puerto de las mil
búsquedas, saliendo ya por la bocana hacia una nueva aventura.
Estas reflexiones son las que me han movido a plantear a la edi-
toriallcaria, que mantienen aún bien alta la antorcha de la resisten-
cia, la compilación de estas conferencias sueltas porque «las palabras
son aire y van al aire», y no estamos para dilapidar la memoria.

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I. ¿QUÉ ES EL FEMINISMO DE LA DIFERENCIA?
(Una visión muy personal)*

A Gretel Ammann, tan consciente de


sus diferencias: mi homenaje.
(17/1/1947 -2/5/2000)

Hace un par de días estuve charlando con dos jóvenes mexicanas,


Martha y Artemisa, acerca de cuestiones feministas que aún pare-
ce les inquietan: concretamente sobre la definición o peculiarida-
des de la diferencia frente a la igualdad, un discurso que yo creía
superado, endogámico y sin verdadero interés. ¡Después de veinte
años! ¡Sorprendente! Pero las vi tan entusiasmadas exponiendo sus
puntos de vista que no tuve por menos que forzar una puesta a
punto de mis experiencias y conclusiones a fin de aclarar-me y acla-
rar-les cuestiones arrumbadas en el baúl de la memoria y de las
emociones, pues cuando las evocaba tuve que reconocer que no
sólo revoloteaban en mis neuronas, también -¡cómo no!- en mi
corazón, derivando en un apasionado diálogo lógico y visceral como
todo lo valioso, como aquello que ya forma parte de la vida. Me
sentí hasta más joven recordando rostros, nombres y situaciones
que brotaban de una experiencia intensa al hilo de este devenir de
lucha y vida que llamamos feminismo, de militancias festivas y

* Publicado en la página web de «Mujeres en Red>> en enero de 200 l.

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fiestas plenas de sororidad, encuentros y desencuentros que aún
confortan y desgarran.
Con las ideas aún frescas y el corazón caliente, en una tarde
tonta de domingo, con música de los setenta al fondo para ayudar
a la memoria, me propongo relatar sencillamente lo que allí se ex-
presó improvisadamente por si algunas de las jóvenes que van lle-
gando al movimiento están interesadas todavía.
Y digo sencillamente porque si me meto en berenjenales muy
sesudos perderé la inmediatez que intencionadamente deseo man-
tener. Ni citas ni tecnicismos deseo que me corten el hilo de lo que
fue una conversación viva y reconfortante por la inteligencia, pre-
cisión y cercanía de mis interlocutoras.
No quiero que redactar estos papeles a vuelapluma me lleve
más de unos pocos días. Con esta intención me pongo a ello y que
os aproveche el pastel, que no pastiche, que en esta tarde tonta de
domingo voy a meter en el horno de la escritura.
Sólo me resta añadir que se trata de una versión muy personal
con la que no deseo hablar en nombre de nadie, salvo de mí mis-
ma. Como tampoco creo que el apelativo de ((feminismo de la di-
ferencia)) sea propiedad intelectual de alguien en particular, espero
que ninguna se ofenda por mi modo de concebirlo.

El punto de partida no es inocente


Estoy convencida de que una no elige al azar. El temperamento,
los genes, la educación y la experiencia condicionan más de lo pre-
visto. ¡Cómo no! Po-r eso me pregunto y me respondo a la vez por
qué en los primeros setenta, las hijas del68 nos encaminamos ha-
cia dos feminismos diversos que, estoy convencida, se complemen-
tan por más que se empeñen en excluirse. Si uno u otro no existie-
ran habría que inventarlos.

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U nas eligieron lo urgente y otras nos encaminamos hacia lo
importante. Creo que ni unas ni otras estábamos dispuestas a ser
una generación perdida. De modo más o menos consciente sabía-
mos que estábamos transformando el mundo (Marx) y cambian-
do la vida (Rimbaud) Y todas, sin duda, hacíamos historia. Más de
lo que imaginábamos, pues el feminismo, de modo diluido o light,
ha impregnado ya todos los rincones de la sociedad del dos mil. Y
un plus: ha sido el movimiento político más importante de las úl-
timas décadas. Ya veremos si una OPA hostil consigue homologamos
a lo políticamente correcto o somos capaces de superar esa peligro-
sa trampa de autocensura.
Pues bien, las feministas de lo urgente se lanzaron hacia la ar-
dua tarea de cambiar las leyes para las mujeres en un entorno de
mejoras sociales. Había que librarse del estatuto de sometidas y
acceder al de iguales, al de ciudadanas. ¡Chapeau!
Otras, que sin duda apoyábamos todos esos cambios, debatía-
mos sobre cuestiones que nos parecían más importantes porque
cambiaban la vida. Empezamos a contarnos las experiencias vivi-
das en «grupos de autoconciencia», las inquietudes y dudas refe-
rentes a la sexualidad y a las opciones en torno a ésta. La autoestima
y la fuerza comenzaron a crecer en aquellas reuniones informales
que acababan en divertidas cenas y confidencias que produjeron
en nosotras una verdadera «catarsis». Descubrimos lo que era la
amistad y la complicidad entre mujeres en un ambiente sin jefes,
sin novios, sin maridos, sin secretarios generales que mediaran entre
nosotras y el mundo, una burbuja virtual que estalló y nos lanzó al
mundo con mucha más seguridad en nosotras mismas. No nos
sentíamos solas y los lazos entre nosotras siguen, en muchos casos,
alÍn vivos, por más que nos hayamos replegado <<cada mochuela a
su olivo>>. Aquello pertenece ya a la experiencia vivida, al descubri-
miento de un mundo que realmente conseguimos transformar, al

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menos dentro de nosotras. Y con la certeza, además, de que estába-
mos haciendo política, ya que lo que intentaba el feminismo era
otorgar tal estatuto también a lo privado. Verdaderamente nos con-
vertimos en mujeres nuevas y para siempre.
¿Por qué elegimos distintos caminos? Ya lo he dicho: impon-
derables de todo tipo.

El alimento teórico
Las feministas de la igualdad contaban con abundantes fuentes en
las que beber; a las de la diferencia nos gustaba más el vino. De
hecho, estábamos permanentemente embriagadas de entusiasmo.
No íbamos a permitir que nos aguaran la fiesta. Mejor, las fiestas.
Había que celebrar la vida y la celebramos. Y eso marca.
Desde la Ilustración, el tema de la igualdad estaba sobre el ta-
pete. Ellas tenían abundante letra escrita para teorizar y reinter-
pretar. Y no digamos con la aportación de las teorías socialistas, sin
olvidar a Simone de Beauvoir y su tema del Sujeto.
Nosotras, las de la diferencia, nos encontramos con un pano-
rama que planteaba la crisis del sujeto y prefiguraba la posmoder-
nidad. Nuestros lagares rebosaban incertidumbre y cuestiona-
miemos sin cuento. Todo era nuevo porque partíamos de lo que se
estaba pensando al hilo de la propia época. Las teorías de la eman-
cipación nos importaban un bledo porque no creíamos en ellas.
No queríamos ser mujeres emancipadas. Queríamos ser mujeres
libres porque sí, por derecho propio, y así íbamos viviendo todos
los «simulacros» deJa libertad, todas las osadías del atreverse, to-
das las explosiones de la dicha.
Condorcet era una antigualla que no valía la pena ni desem-
polvar. Foucault, Deleuze y Guattari, Derrida, Chomsky y otros
muchos estaban diciendo cosas más frescas, que si nos venían al

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pelo las tomábamos y si no, las despreciábamos: ni dios ni amo.
No queríamos doctrinas ni doctrinarios.
Leímos con avidez las primeras teorías feministas radicales que
nos llegaban de USA. No había viaje a París sin que nos viniéramos
con lo último de la editorial Des Femmes. También recurrimos a la
doctora Shaeffer, que nos desveló nuestra potente y creativa sexua-
lidad. ¡Eureka! Fue divertido y tremendo descubrir tantas cosas a la
vez. Nuestro gozo era equiparable a nuestra perplejidad. Nunca es-
tuvimos seguras de nada y supongo que seguimos buscando.
Las feministas de la igualdad continuaban con sus campañas
militantes y sus apoyos teóricos más académicos, evidenciando
siempre lo evidente. Pero también aportando investigaciones so-
ciológicas y de otro tipo, que han servido para los consabidos «pla-
nes de igualdad» que la Administración tuvo que poner en marcha
gracias a la presión y a los trabajos de aquellas mujeres.
Nosotras, las de la diferencia, nos metimos en rollos más psi-
coanalíticos. No en vano había sido Freud el primero en plantear,
de modo más o menos científico, la indescifrable sexualidad feme-
nina. Por supuesto que lo repudiamos, pero nos dio pie para pen-
sar en nosotras mismas desde dentro. Luego vino Lacan con su
propuesta lingüística del inconsciente y se puso de moda lo refe-
rente al deseo. «¿Qué deseamos realmente las mujeres?» era uno de
los leitmotiv de nuestras conversaciones. Y, por fin, Luce Irigaray.
Eran muy difíciles de leer, pero algo nos iba calando.
Así pues, el alimento teórico del movimiento en sus dos ver-
siones era distinto. El de la igualdad más académico y ortodoxo; el
nuestro más underground y herético. Y eso también marca.
Con lrigaray empezamos a caer en la cuenta de que nosotras
éramos «feministas de la diferencia». ¿Por qué? Porque nuestro ca-
mino hacia la libertad partía precisamente de nuestra «diferencia
sexual». Esa era la piedra filosofal.

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Supimos entonces que el mundo como representación no era
más que una proyección del sujeto masculino, es decir, «lo mis-
mo». Y «lo mismo» sólo se pregunta por aquello que puede res-
ponderse y que puede, de nuevo, representar. Para ser sujeto desde
«lo mismo» basta con verse reflejado. ¿Cómo ser sujeto desde lo
Otro? ¿Cómo ser sujeto en un mundo de representación masculi-
na? Todo un reto apasionante.
La cuestión clave que exponía lrigaray ¿era espejo o speculum?
Es decir, ¿se trataba de reflejar el mundo (con el espejo) para hacer
una crítica feminista o de explorar la caverna (con el speculum) de
la diferencia sexual? ¿Sociología o Psicología?
El feminismo de la igualdad enfrentó un mundo androcén-
trico con un espejo crítico. El de la diferencia exploró con su spe-
culum nuestras propias ignotas diferencias para, desde ahí, crear
un mundo.
Habrá que reconocer que lo primero, aunque más aburrido, es
mucho más fácil. Lo segundo es titánico.

Las amistades peligrosas


No sólo afinidades teóricas, sino políticas, fueron las que nos sepa-
raron.
No podemos olvidar que muchas de las feministas de la igual-
dad pertenecían o provenían de partidos políticos de la izquierda.
Su monotema en todo congreso, conferencia o mesa redonda que
se preciara era «Mujer y lucha de clases». Pensaban que una vez
realizada la revoluci<Sn socialista sólo era cuestión de meter en el
programa las «reivindicaciones feministas» y listo: puros ajustes
logísticos.
Primero fueron marxistas, luego socialistas, después socialdemó-
cratas y ahora progresistas, que debe ser algo así como «ilustradas».

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Las de la diferencia éramos más bien ácratas, de tendencia un
poco hippy, radicales, despelotadas, que todo hay que decirlo.
Hoy, después de la caída del muro de Berlín, las de la igualdad,
para no quedarse huérfanas, supongo que habrán cambiado a los
barbudos Marx y Engels por los empelucados revolucionarios
parisinos del XVIII. Nosotras nunca tuvimos padres, y nuestras ma-
dres quién sabe cómo andarán. Pero las seguimos amando.
Con todo, la mayoría, de uno y otro lado, nos enfrentamos
ahora, un poco perdidas, a un mundo más hostil si cabe que nos
ridiculiza por seguir definiéndonos como feministas. Sin embargo
¡no pasarán! O pasarán por encima de nuestros cadáveres. Exquisi-
tos cadáveres de un tiempo de vino y rosas.

Dos modos de hacer política


Ellos eran cazadores y nosotras agricultoras: un tópico. Lo sé, pero
me sirve para la metáfora.
Hay un modo de hacer política masculino y otro femenino. El
primero reclama conducir grandes rebaños con el pastor al frente
armado de cayado, y los perros que impiden que se desmadre el
ganado. ¡Oh, las multitudes siguiendo a un líder! El sueño de toda
política masculina: la revolución de las grandes masas o la sumi-
sión de ellas, que es lo mismo.
Tal vez las de la igualdad soñaran alguna vez con esos espejis-
mos. Al final del camino, «la tierra prometida».
Las de la diferencia hemos soñado voluptuosamente con «un
paraíso perdido» en el que comernos todas las manzanas prohibidas.
La igualdad sigue su camino consiguiendo leyes y normativas
que van mejorando la vida de las mujeres, sin duda. Son logros
más vistosos que, a veces, hasta salen en los periódicos o en las
noticias de la tele, sobre todo si se refieren a temas morbosos, como

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la violencia doméstica o las violaciones. Es, por lo visto, cuando
existimos.
Las de la diferencia, sin saberlo, se han multiplicado como hon-
gos y van plantando sus semillas en multitud de pequeños espacios
en los que se sigue buscando, no sólo el cambio de las estructuras y
los derechos básicos, sino también el cambio de las mujeres. Es una
política de agricultoras que se afanan en los pequeños huertos de
las mil transformaciones. Sembramos y sembramos sabiendo que
fructificará. Aunque sigamos siendo invisibles.

El qué y el cómo
Por muy importante que sea el qué, no debe lograrse a cualquier
precio. Vamos consiguiendo pequeflas emancipaciones: económi-
cas, profesionales, domésticas, políticas o personales, pero el pre-
cio de la igualdad, en muchos casos, ha sido muy alto: soledad,
agotamiento, triples jornadas, venta de la propia alma, claudica-
ciones, enfrentamientos, dispersión, enfermedad en muchos ca-
sos. Con frecuencia ha supuesto una competitividad y un esfuerzo
más allá de lo aceptable.
En este sentido, las feministas de la diferencia siempre hemos
tenido muy claro que la vida no es negociable. Por eso nos plantea-
mos el cómo. Llegar más allá de la igualdad, si, pero ¿cómo?
Ni el dinero ni el prestigio ni el éxito valen el sacrificio del
gozo, de la libertad interior, del tiempo personal, de la amistad ni
siquiera del dolor compartido. No se trata de que las mujeres lle-
guemos a la política .para seguir haciendo «lo mismo», ni quepo-
damos ser igual de mediocres que muchos hombres en condicio-
nes adversas para nosotras, porque las feministas de la diferencia
nos planteamos la política no sólo para hacer cosas diferentes, sino
de distinto modo. Tal vez por eso no estemos.

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Nunca hemos querido tener una sexualidad semejante a la mas-
culina de «aquí te pillo, aquí te mato», ni la promiscuidad que ellos
reclaman simplemente para ser iguales, porque en la libertad sexual
nos interesa más el cómo que la cosa en sí. Es un pequeño ejemplo
extensivo a los demás asuntos, pero lo señalo como muestra de al-
gunas de las consecuencias de plantearse la igualdad como fin. El
precio de las cosas constituye el baremo de nuestra implicación.
Sólo se vive una vez -que yo sepa, de momento- y nada
interesa tanto como hacer de esta vida (tal como están las cosas) un
acto de rebeldía inteligente. A veces ese acto de rebeldía no consis-
te más que en sobrevivir cuando la muerte sale al camino en cada
encrucijada. Otras, por el contrario, nos reclama una resistencia
numantina ante la insistente oferta de una vida fácil en la acepta-
ción de «lo que hay». Muy frecuentemente tendremos que aceptar
que no podemos transformar el mundo, pero nunca renunciare-
mos a cambiar la vida porque sabemos que la «revolución» sin «evo-
lución» es una trampa demasiado vista como para reincidir. Sim-
plemente: el qué sin el cómo no interesa.

Cuestionar el modelo
El tema de fondo de nuestros desencuentros siempre ha sido el
mismo: el modelo.
Cuando se plantea la igualdad parece como si se hiciera desde
un peldaño, o muchos, más abajo. La igualdad de las mujeres con
los hombres. ¡Peligro!
El feminismo de la diferencia, en cambio, plantea la igualdad
entre mujeres y hombres, pero nunca la igualdad con los hombres
porque eso implicaría aceptar el modelo. No queremos ser iguales
si no se cuestiona el modelo social y cultural androcéntrico, pues
entonces la igualdad significaría el triunfo definitivo del paradig-

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m a masculino. El panorama quedaría reducido a hombres y «hom-
brecitos»: todos «casi» iguales. Es muy triste convertirse en una
mala copia de un patético modelo. Claro que queremos la igual-
dad ante la ley, igual salario a igual trabajo y las mismas oportuni-
dades ¡cómo no! Pero no es suficiente, ni siquiera deseable.
Sospecho que una determinada forma de entender la igualdad
proviene de una idealización del sujeto masculino, versión Simone
de Beauvoir seducida por la misoginia de Sartre.
La contraposición entre la naturaleza y la libertad sartriana es
la que se expresa entre el en-sí y el para-sí. Para los hombres, la
libertad; para las mujeres, la necesidad, lo natural, el cuerpo como
destino. Beauvoir atribuye a los hombres la producción y la tras-
cendencia a lo largo de la Historia, es decir, el «para-sÍ», mientras
que las mujeres quedamos encerradas en el «en-sí», en nuestra
maldita naturaleza de reproductoras, que constituye un serio obs-
táculo para conseguir la libertad, o sea, la cualidad de Sujeto.
Sin duda que Simone daba cuenta de la situación de la mayo-
ría de las mujeres de su época, pero esa constatación no puede ele-
varse a categoría, es decir, no se puede hacer de ella ontología ni
metafísica. En todo caso, sociología. Además, parece que ignora en
cierto sentido la multitud de cosas que las mujeres hemos hecho e
inventado para hacer posible el nivel de humanidad y civilidad que
ahora tenemos. Claro que las mujeres hemos trascendido nuestra
condición de hembras, pero habitualmente en condiciones de do-
minación, unas condiciones que no han permitido la brillantez que
ha otorgado nuestra civilización a los logros masculinos, esa tras-
cendencia sublime que,supone Sartre y, detrás, Simone de Beauvoir.
Siendo consecuentes con lo que plantea Beauvoir, la propuesta
de la igualdad y emancipación desde semejantes presupuestos sólo
puede lograrse negando la diferencia sexual femenina en beneficio
de un «sujeto universal y neutro» que, lógicamente, sería masculi-

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no, por más que incluyera tanto a hombres como a mujeres en la
etapa gloriosa de la igualdad.
Es absurdo contraponer naturaleza y libertad, pues nuestra li-
bertad nace de nuestra naturaleza, que la dota tanto de posibilida-
des como de límites. Pero, claro, la lógica occidental juega siempre
con las oposiciones de un estrecho pensamiento binario: o esto o
lo contrario.
Las feministas de la diferencia nunca hemos deseado una igual-
dad que aniquile nuestra diferencia sexual, ni un Sujeto universal
que consagre el modelo masculino de ser, de ser libre, de
trascenderse y de otros idealismos que no son más que huidas ha-
cia adelante por el miedo a la propia naturaleza. En definitiva, el
rechazo varonil a la materia que nos enraiza y nos hace verdadera-
mente humanas. ¿Igualdad a costa de negar nuestra diferencia,
nuestra naturaleza, nuestra realidad más real? ¡Qué dislate!

Aclarando conceptos
En este punto es en el que nos tiramos los trastos. Ignoro si se trata
de una guerra ideológica o de intereses. Seguramente de las dos
cosas. O, tal vez, de confusiones muy arraigadas.
Cuando insistimos en la diferencia, el latiguillo de las feminis-
tas de la igualdad es siempre el mismo: «Sí, claro, somos diferentes
¡qué más quieren los hombres! Eso es lo que ellos han dicho siem-
pre de nosotras para mantenernos sometidas, que somos diferen-
tes. Lo que no soportan es que seamos iguales.» La verdad es que
dicho argumento me ha parecido, en cada ocasión, un argumento
muy simple, sobre todo en boca de mujeres con gran autoridad
académica.
¡Claro que ellos han utilizado nuestra diferencia para someter-
nos! Y sobre todo nuestra capacidad de gestar nuevos seres. La po-

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sibilidad de ser madres y nuestra mayor ligazón a la especie por la
crianza y otras derivaciones ha jugado en contra de las mujeres en
un modelo androcéntrico. ¡Qué duda cabe! Hay incluso quién pro-
pone la liberación de las mujeres a través de la gestación «in vitro»,
el útero artificial y la incubadora. Después ... ¡hala! niños para el
Estado. Es algo así como cortarte la cabeza sólo por que te duele.
En fin, que es fundamental separar los hechos de los concep-
tos, porque los hechos se mueven en el devenir del acontecer histó-
rico y los conceptos corresponden a esencias más o menos fijas.
Lo que sucede es que una de las características fundamentales
de la dominación masculina es que ha utilizado las diferencias a
favor de la desigualdad. Las diferencias de edad, de raza, de religión,
de lengua, de etnia, de clase y de sexo han dado lugar a múltiples
desigualdades. Pero la diferencia nada tiene que ver conceptualmente
con la desigualdad. Ésta ha sido una consecuencia perversa.
El concepto clave que hemos de tener en cuenta para no seguir
diciendo tonterías es el siguiente: lo contrario de la igualdad no es
la diferencia, sino la desigualdad. Hemos contrapuesto igualdad a
diferencia cuando en realidad no es posible conseguir una verda-
dera igualdad sin mantener las diferencias. Lo contrario no sería
más que una colonización a saco.
A esto respondería el feminismo de la igualdad que la supuesta
diferencia no es más que el producto de una socialización en la
desigualdad. Y en este argumento se pone de manifiesto otra con-
fusión más: la confusión de «la diferencia» con el «género», que
sería una diferencia construida como desigualdad. En palabras de
lrigaray, supone una -confusión con «lo diferido», es decir, con las
infinitas mediaciones que han determinado un «ser mujer» social-
mente construido.
Si lo entendiéramos bien, veríamos que las diferencias encie-
rran una potencialidad extraordinaria. Sin diferencias no hay cam-

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bio ni pluralidad, todo sería homogéneo y estático. La anulación
de las diferencias nos está llevando al modelo único, al pensamien-
to único, a la economía global. Un sistema que, lejos de anular las
desigualdades, las afianza y profundiza. ¿Quién sale reforzado? Sin
duda que el modelo dominante y dominador, el más fuerte. Eso sí:
«todos podemos jugar en la Bolsa de valores», incluso los que ga-
nan veinte rupias al día. ¡Menos mal! ¡Qué consuelo!
Las diferencias entre los sexos existen. La investigación genética,
hormonal, cerebral y psicológica nos lo están demostrando cada
día. Pero, claro, esas diferencias están enraizadas en la naturaleza y
la naturaleza significa, en la jerga hegeliana-sartriana-bouveriana,
el «en-sí», algo a superar y trascender por la libertad del sujeto en el
«para-sí».
Me recuerda demasiado al mandamiento bíblico de «¡Domi-
nad la tierra!» Doblegar la naturaleza, trascenderla, explotarla y
después renegar de ella. Sospechoso camino, vive dios.

La atalaya de la historia
En el siglo XX que recién dejamos, han sucedido cosas demasiado
significativas como para no sacar conclusiones. Tenemos la suerte
de disfrutar de una perspectiva privilegiada.
La lucha de clases en su versión de revolución proletaria nos ha
puesto en bandeja el modelo de lo que nunca deberíamos hacer las
feministas. También aquella revolución tuvo sus días gloriosos de
vino y rosas. Después apareció la hoz y el martillazo, los gulag, las
purgas de intelectuales y disidentes, el muro de Berlín y la espan-
tosa agonía de un sistema no sólo corrupto, sino triste, muerto de
antemano. Más que agonía, fue la descomposición de un cadáver.
De todos modos, los mejores frutos de la lucha obrera los re-
cogimos en Occidente, no allí donde se hizo la revolución, sino

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aquí, con las mejoras que se consiguieron para los trabajadores. La
lucha sindical y de partidos de izquierda fue muy efectiva en los
países con un sistema democrático de gobierno. No podemos ni
comparar las condiciones económicas y sociales a las que estaba
sometida la clase obrera con los logros de los que actualmente pue-
de disfrutar. Eso, sin duda, es mejor, mucho mejor, que nada. Sin
embargo, lo que se pretendía no se consiguió, con el agravante
además de la desmovilización de los propios agentes.
¿Qué se pretendía en realidad? La abolición de una sociedad
dividida en clases. Aquello que decían Hegel y Marx de que la con-
dición del esclavo era la verdad más verdadera, más abominable,
del amo, aquello de que su papel de antítesis, su fuerza de nega-
ción, habría de producir un salto dialéctico, una realidad nueva en
la síntesis ... , pues parece que no funcionó. Por supuesto que ha
desembocado en una situación nueva, pero no en aquella por la
que se luchaba. Digamos que la clase dominante, los valores de la
clase dominante, han acabado por imponerse, han colonizado el
imaginario, los deseos, las proyecciones y las aspiraciones de la cla-
se dominada. El proletariado no ha creado su propia cultura, su
modelo de sociedad alternativo ni siquiera la unión necesaria, no.
Los obreros sólo quieren vivir como la clase adinerada, no tienen
conciencia de clase y se movilizan únicamente cuando se trata de
sus salarios o del puesto de trabajo. Incluso hay muchos que votan
a la ultraderecha por el miedo a la competencia del «extranjero».
Es ingenuo, lo sé, hablar ahora de dos clases sociales, pero es-
toy exponiendo grosso modo para entendernos. En todo caso, tal
vez sólo el desclasadp voluntariamente se mantenga puro, tal vez
guarde en sí la llama que le hizo tomar una opción de clase. Por
más que muchos piensen que han perdido el tiempo.
Pues bien, algo así puede ocurrir en la lucha de las mujeres.
Mientras la tendencia hacia la igualdad nos va consiguiendo «me-

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joras», no podemos relegar una conciencia crítica que cuestione el
modelo en sí, pues nos quedaríamos a medio camino. La igualdad
es un buen punto de partida, pero no de llegada.
En la lucha de sexos puede ocurrir lo mismo: que las mujeres
no tengamos otra aspiración que ser como los hombres, sin intro-
ducir ninguna variable que constituya «diferencias significativas»
respecto al modelo dominante. Como mucho, terminaríamos ha-
ciendo beneficencia con las más desfavorecidas. El camino hacia la
igualdad no cambia la estructura de dominación sexista, al contra-
rio: la reafirma. Es un modo de colonización.
Insisto en que la función del feminismo de la diferencia con-
siste en mantener la conciencia crítica frente al modelo, en propi-
ciar realmente el cambio.
Ya estoy escuchando la pregunta insidiosa, «pero ¿qué cam-
bio?>> Si conseguimos la igualdad ¿qué otro cambio vamos a pre-
tender?
La respuesta ... en el siguiente capítulo.

Lo significante y lo in-significante
En nuestra civilización jerarquizada, los que están arriba -y un
hombre siempre está por encima de las mujeres que se le pueden
equiparar- son los que han ido construyendo un modelo en el
que lo significante, lo valioso, es aquello que se ajusta más fácil-
mente al esquema viril. Es más, yo diría algo tan burdo como que
lo más importante tiene que ver con los efectos que produce la
testosterona: la fuerza, la competitividad, la acción, la conquista,
la producción ... frente a la paciencia, la solidaridad, el sentimien-
to, el cuidado o la reproducción.
Oh, sí, ya sé, ya sé. Las mujeres también somos fuertes, com-
petitivas, dinámicas, emprendedoras y todo eso; así como ellos

25
pueden ejercer de tiernos, amantes padres, sentimentales y solíci-
tos. Por supuesto.
No estoy hablando de personas concretas, sino de paradigmas:
Del paradigma construido de lo viril y del correspondiente feme-
nino. Tampoco estoy hablando de esencialismos que tanto se nos
achacan a las feministas de la diferencia cuando se piensa que no-
sotras nos hemos encerrado en una urna de cristal autocomplaci-
das en nuestra ternura, sensibilidad, esteticismo, etc. Nada de eso.
Cualquiera, mujer o varón, pueden ser una cosa, la otra, o las
dos indistintamente. A lo que me refiero es a la valoración que se
hace de determinadas funciones, roles, actitudes o aptitudes. Y para
calibrar lo que existe y no existe a la medida del paradigma viril no
tenemos más que fijarnos en los medios de comunicación: Hay
realidades noticiables y otras que no son periodísticas ni telemáticas
ni ... Es decir, hay cosas significantes y otras in-significantes. ¿O
pensáis que es inocente todas las horas de fútbol, comentarios so-
bre el mismo, entrevistas, recapitulaciones, tertulias, chismes, pe-
nas y glorias de ese simulacro de guerra del que no es posible des-
cansar en todo el año? La economía de los grandes números, los
liderazgos políticos, la lucha entre pueblos y cosas así ocupan tiempo
y páginas sin límite para contarnos lo que es el mundo.
Las páginas más visitadas en Internet son las de sexo duro para
disfrute de sádicos, proxenetas, salidos y otros especímenes. Y no
digamos los videojuegos para niños y adolescentes en los que se
premia tanto el matar a un marcianito como atropellar a una an-
cianita en la autopista.
El esquema del triunfador está muy cerca del financiero, del
político con éxito, del presentador mediático, del futbolista
goleador. Si una mujer alcanza el éxito en alguno de estos campos,
no será considerada verdaderamente exitosa si no está felizmente
casada, felizmente enamorada o felizmente entregada a sus hijos

26
bienamados. El baremo que corresponde al esquema viril es lo
significante. Lo demás es absolutamente in-significante, por eso
no nos enteramos nunca de lo que están consiguiendo las mujeres
de un pueblo perdido de los Andes o de las investigaciones intere-
santísimas que otras realizan en una Universidad de Boston, por
decir algo. Es tan invisible como el «techo de cristal» que se cierne
sobre nuestras cabezas y que, por fas o por neJas, impide una reali-
zación personal y profesional acorde con los esfuerzos y la valía de
una mujer concreta.
Es más, que la prostitución, femenina en su inmensa práctica,
sea incluida en una instancia a la que llaman «libertad sexual del
individuo», está poniendo de manifiesto que la explotación brutal
de las mujeres constituye algo <<normal» a los ojos del paradigma
viril. Cínicamente ponen en situación recíproca de libertad a la pros-
tituta y al cliente. Ahora, todo tipo de periódicos publican anun-
cios de «Contactos» como si de una cosa legítima se tratara porque
ven como algo normal, e incluso sano, eso de la prostitución. A
nadie sin embargo se le ocurriría publicar: «blanqueo dinero negro»
porque no se le considera políticamente correcto, amén de punible.
¿Qué nos dice todo esto? Que existe, no sólo una dominación
real de la que las mujeres somos las víctimas, sino también una
dominación simbólica que ni siquiera la vemos porque anida en
nuestro inconsciente. Vemos, pues, que existen explotaciones visi-
bles y materiales que son posibles porque previamente existe una
dominación tácita y simbólica que consigue hacer pasar por nor-
mal lo que es aberrante. El imponderable por el que se decide lo
que existe y lo que no, lo que es valioso y lo devaluado, el éxito y el
fracaso no es otro que el código implícito en las sociedades de do-
minación en las que impera el modelo viril.
Precisamente esta clase de dominación es la que a las feminis-
tas de la diferencia nos interesa solucionar, de lo contrario todas las

27
pueden ejercer de tiernos, amantes padres, sentimentales y solíci-
tos. Por supuesto.
No estoy hablando de personas concretas, sino de paradigmas:
Del paradigma construido de lo viril y del correspondiente feme-
nino. Tampoco estoy hablando de esencialismos que tanto se nos
achacan a las feministas de la diferencia cuando se piensa que no-
sotras nos hemos encerrado en una urna de cristal autocomplaci-
das en nuestra ternura, sensibilidad, esteticismo, etc. Nada de eso.
Cualquiera, mujer o varón, pueden ser una cosa, la otra, o las
dos indistintamente. A lo que me refiero es a la valoración que se
hace de determinadas funciones, roles, actitudes o aptitudes. Y para
calibrar lo que existe y no existe a la medida del paradigma viril no
tenemos más que fijarnos en los medios de comunicación: Hay
realidades noticiables y otras que no son periodísticas ni telemáticas
ni ... Es decir, hay cosas significantes y otras in-significantes. ¿O
pensáis que es inocente todas las horas de fútbol, comentarios so-
bre el mismo, entrevistas, recapitulaciones, tertulias, chismes, pe-
nas y glorias de ese simulacro de guerra del que no es posible des-
cansar en todo el afio? La economía de los grandes números, los
liderazgos políticos, la lucha entre pueblos y cosas así ocupan tiempo
y páginas sin límite para contarnos lo que es el mundo.
Las páginas más visitadas en Internet son las de sexo duro para
disfrute de sádicos, proxenetas, salidos y otros especímenes. Y no
digamos los videojuegos para nifios y adolescentes en los que se
premia tanto el matar a un marcianito como atropellar a una an-
cianita en la autopista.
El esquema del triunfador está muy cerca del financiero, del
político con éxito, del presentador mediático, del futbolista
goleador. Si una mujer alcanza el éxito en alguno de estos campos,
no será considerada verdaderamente exitosa si no está felizmente
casada, felizmente enamorada o felizmente entregada a sus hijos

26
bienamados. El baremo que corresponde al esquema viril es lo
significante. Lo demás es absolutamente in-significante, por eso
no nos enteramos nunca de lo que están consiguiendo las mujeres
de un pueblo perdido de los Andes o de las investigaciones intere-
santísimas que otras realizan en una Universidad de Boston, por
decir algo. Es tan invisible como el «techo de cristal» que se cierne
sobre nuestras cabezas y que, por fas o por neJas, impide una reali-
zación personal y profesional acorde con los esfuerzos y la valía de
una mujer concreta.
Es más, que la prostitución, femenina en su inmensa práctica,
sea incluida en una instancia a la que llaman «libertad sexual del
individuo», está poniendo de manifiesto que la explotación brutal
de las mujeres constituye algo <<normal» a los ojos del paradigma
viril. Cínicamente ponen en situación reciproca de libertad a la pros-
tituta y al cliente. Ahora, todo tipo de periódicos publican anun-
cios de «contactos» como si de una cosa legítima se tratara porque
ven como algo normal, e incluso sano, eso de la prostitución. A
nadie sin embargo se le ocurriría publicar: «blanqueo dinero negro»
porque no se le considera políticamente correcto, amén de punible.
¿Qué nos dice todo esto? Que existe, no sólo una dominación
real de la que las mujeres somos las víctimas, sino también una
dominación simbólica que ni siquiera la vemos porque anida en
nuestro inconsciente. Vemos, pues, que existen explotaciones visi-
bles y materiales que son posibles porque previamente existe una
dominación tácita y simbólica que consigue hacer pasar por nor-
mal lo que es aberrante. El imponderable por el que se decide lo
que existe y lo que no, lo que es valioso y lo devaluado, el éxito y el
fracaso no es otro que el código implícito en las sociedades de do-
minación en las que impera el modelo viril.
Precisamente esta clase de dominación es la que a las feminis-
tas de la diferencia nos interesa solucionar, de lo contrario todas las

27
luchas en favor de las mujeres se convertirán en parches, ya que el
modelo se reproduce a sí mismo «in eternum» por inercia y por
inconfesables intereses.

Crear orden simbólico


Hablar de lo simbólico provoca con frecuencia reacciones de es-
cepticismo cuando no de sarcasmo, lo que no es comprensible des-
de una perspectiva seria.
La definición de que los seres humanos somos «animales ra-
cionales», que con cierto voluntarismo se fuerza hacia lo racional,
ha sido superada por otra definición más abarcante y que nos deli-
mita claramente del reino animal, sobre todo desde que nos he-
mos enterado de que algunos de ellos poseen una mayor capacidad
para operaciones aritméticas básicas que nosotros, como sucede
con ciertos monos.
Pues bien, esa definición más ajustada a nuestra realidad de hu-
manos es que somos «animales simbólicos», para empezar porque
somos capaces de lenguaje simbólico por el que sustituimos cosas
por conceptos. Haciéndolo muy simple podríamos decir que posee-
mos un código personal, cultural e incluso de género por el que tra-
ducimos los significantes (realidades de cualquier tipo) a significa-
dos determinados. Es decir, que las cosas no son lo que son, sino lo
que significan. Y ese código, que sería como un lenguaje cifrado, es
el símbolo. Pero lo que las cosas significan para cada quién tiene tam-
bién que ver con nuestras estructuras psíquicas más profundas; así
pues, el código (símbolo) también pone en comunicación el incons-
ciente con el consciente. O, si queréis, el «imaginario» con el <<Yo».
El feminismo de la diferencia es consciente de que la realidad
estructural sigue funcionando y repitiéndose a sí misma porque el
mundo simbólico androcéntrico continúa inalterable. Es decir,

28
porque la dominación simbólica, agazapada, está inscrita en el in-
consciente de nuestra civilización.
Pierre Bourdieu ha publicado un pequeño estudio muy intere-
sante sobre la sociedad de la Cabilia, en la que el dominio patriar-
cal es evidente: la división del trabajo, la sumisión de las mujeres o
la primacía del varón se viven con toda naturalidad y sin ser cues-
tionados. La conclusión del «socioanálisis» de Bourdieu es que lo
que en esa sociedad es evidente y se muestra a la luz del día, está
reflejando lo que en nuestra sociedades avanzadas anida en estruc-
turas simbólicas tan profundas que a veces no las podemos detec-
tar, de suerte que lo que en la Cabilia es real, entre nosotros es
simbólico. Se trata, pues, de una dominación inconsciente.
Hay que afinar muchísimo para conseguir detectar y desentra-
ñar la dominación simbólica que se nos ha impuesto y que noso-
tras mismas acatamos sin conciencia de ello. Sólo, tal vez, en con-
traste con otro orden simbólico podría salir a la luz todo lo que de
dominación existe en nuestras conductas, nuestros sueños, nues-
tras mentiras, en nuestros deseos jamás contados.
Pero ¿cuál es ese otro orden simbólico? Existe sólo de modo
incipiente: hemos de crearlo. Y crear orden simbólico pasa por el
proceso de autosignificarse. Lo que hacemos las mujeres puede ser
significativo y valioso, sea igual o no a lo que hacen los hombres,
pero depende de cómo lo hagamos. Se crea orden simbólico con el
modo de vivir, de hablar, de amar, de relacionarse, de trabajar, de
ejercer el poder o de crear cuando todo eso se hace significativo,
cuando no es «más de lo mismo» y, por tanto, podemos asignarle
una significación diferente. Aunque lo difícil es, precisamente,
hacerlo significativo. Tan difícil como «hacer visible lo invisible»,
lo que exige una política consciente por nuestra parte.
Un modo muy efectivo es a través del arte: el cine, la literatura,
la música, las plásticas diversas utilizan símbolos que van al corazón

29
del problema. Pero también creando «lugares propios» que no sean
meros guetos, sino que pongan de manifesto un «modo» peculiar de
estar en el mundo, un modo prestigioso de seguir siendo diferentes.
El movimiento pacifista, por ejemplo, ha conseguido cambiar
la «significación» de la figura del héroe (el símbolo más definitivo
en la civilización patriarcal) que antes encarnaba el guerrero, hasta
el punto de que la carrera militar está cada vez más degradada y su
acceso al alcance de cualquiera. Ya no se trata de algo prestigioso,
sino de todo lo contrario. Claro que como el sistema es muy versá-
til, el héroe es ahora el financiero.
Para crear orden simbólico es muy efectivo el humor con el
que desprestigiar determinados roles, funciones, jerarquías y figu-
ras que encarnan el dominio simbólico de modo solemne, honorí-
fico, significante y prestigioso.
La creación del orden simbólico es una tarea específica del fe-
minismo de la diferencia, una tarea nada fácil y en absoluto espon-
tánea, pues hay que darle muchas vueltas al asunto para no caer en
«esencialismos feminoides» que lo único que consiguen es confir-
mar la asignación de género que se nos ha impuesto.
Y, para terminar, saber que crear orden simbólico es una tarea
colectiva, además de individual, porque de lo contrario sólo sere-
mos capaces de encarnar «excepciones que confirman la regla» y,
como tales, ser clasificadas.

Los diversos modos de ser mujer


No existe una esern::ia de mujer. Las mujeres hemos sido definidas
de muchos modos a lo largo de la historia. Siempre de acuerdo con
las conveniencias, prejuicios, miedos y perplejidades de los varones.
Tampoco se trata de que, en contraposición, nos autodefinamos
según el modelo femenino que más nos guste y creemos así una

30
esencia de mujer que haga las veces psíquicas de lo que fue el corsé
para el cuerpo domeñado de nuestras madres o abuelas.
Si continuamos profundizando en el simbólico y tenemos en
cuenta que los arquetipos son las fuerzas fundamentales que
estructuran el psiquismo, podremos comprobar que hay muchos
modos de ser mujer. Pero no de acuerdo con los mitos que nos ha
legado la «mala conciencia» patriarcal, como hace Balen 1 en Las
Diosas de cada mujer, sino rastreando los mitos originales, que muy
poco tienen que ver con todas las añadiduras y tergiversaciones
que la dominación simbólica ha ido sutilmente versionando.
Veremos que los arquetipos originales pueden servirnos se-
gún nuestra personalidad o según las circunstancias vitales por las
que estemos pasando. Estos arquetipos despliegan unas energías
desconocidas y constituyen un orden simbólico puro que nos re-
mite a las múltiples versiones de «ser mujen> de modo plurifacético
y cambiante. No apuntan tanto a la esencia como a la existencia.
No se trata de ser mujeres en un limbo estático de arquetipos
platónicos, sino de ser mujeres en este mundo.
Quiero añadir que no hablo de memoria, pues recientemente
he dirigido un curso sobre «Recuperación del mundo simbólico
femenino», dirigido a profesionales sanitarias de Atención Prima-
ria, al que asistieron mujeres médicas de familia, ginecólogas, ma-
tronas, enfermeras, docentes y trabajadoras sociales de formación
fundamentalmente científica. He de decir, para mi sorpresa, cómo
este taller respondió plenamente a sus expectativas, pues se echa
de menos un «orden simbólico» para la comprensión de realidades
que el orden político, el económico y la ciencia misma no son ca-
paces de explicar del todo.

l. BOL EN, Shinoda ( 1995), Las Diosas de cadd mujer, Kairós, Barcelona.

31
El género humano y el «sujeto universal»
A menudo se dice y decimos que «el género humano» es una espe-
cie depredadora y suicida; que apaleamos a las focas o quemamos
los bosques, que gastamos en armamento mucho más que en sa-
lud; que el comercio de niños para la venta de órganos, la prostitu-
ción o la pornografía constituye uno de los más suculentos nego-
cios actuales o que las desigualdades en la posesión de los recursos
es abismal... ¿Seguro? ¿El género humano? ¿Quién apalea a las fo-
cas? Que yo sepa, hombres; ¿quiénes están destruyendo bosques y
selvas? Hombres; ¿quién dirige todo el comercio mundial de ar-
mamento? También hombres; ¿en manos de quiénes están las ri-
quezas de la Tierra? Pues el98% está en manos de hombres y sólo
un 2% corresponden a las mujeres. Si las 225 «personas» más ricas
del mundo acumulan el mismo capital que los 2.500 millones más
pobres, esas 225 personas son varones y la mayoría de los más po-
bres son mujeres. En armamento se gastan 780.000 millones de
dólares al año frente a los 12.000 millones que se gastan en salud
reproductiva de las mujeres, decisiones tomadas por gobiernos
mayoritariamente masculinos. En la prostitución «infantil» el90%
son niñas y los beneficiarios en un 100% hombres también. ¿Exis-
te, pues, el «sujeto universal» que representa al «género humano»
indistintamente? Definitivamente, no. Cuando hablamos de per-
sonas o de gente o de la humanidad no reflejamos en absoluto la
realidad. Lo que sucede es que el mundo simbólico actúa a través
de un lenguaje neutro que nos impide ver lo que hay detrás de las
palabras.
Para analizar la tealidad hay que huir de lo neutro, porque ese
universal es siempre parcial. Nosotras, las mujeres, no pertenece-
mos a ese «género humano» ni a ese «sujeto universal». Pero tam-
bién hemos de escapar del genérico Mujer, con mayúscula, porque
no podemos ser Sujeto desde lo genérico. ¿Por qué? Porque lo gené-

32
rico engendra identidades, que es precisamente lo opuesto a dife-
rencias. No entiendo, pues, cómo se nos acusa de que estemos an-
cladas en la búsqueda de una identidad femenina, que es precisa-
mente lo antagónico de lo que pretendemos. Si lo contrario de
igualdad es desigualdad, lo contrario de diferencia es identidad, que
es relativo a lo idéntico. Por tanto, del mismo modo que no se pue-
de contraponer igualdad a diferencia, tampoco se puede relacionar
ésta con la identidad, que es precisamente su término antagónico:

igualdad versus desigualdad


diferencia versus identidad

La aspiración del feminismo de la igualdad es que las mujeres


lleguemos a ser sujetos con todas las prerrogativas que se atribu-
yen al «sujeto universal». Y aquí si que diferimos, porque el «sujeto
universal», pretendidamente neutro, ese sujeto de derechos abs-
tractos, da prioridad y autoridad a la experiencia masculina del mun-
do, cuando lo que las mujeres necesitamos son derechos sustantivos,
y esos derechos sustantivos sólo se consiguen marcando las dife-
rencias. De lo contrario estaremos legitimando unas leyes que ha-
cen más invisible aún el dominio social.
Los derechos sustantivos han de tener en cuenta las necesida-
des y los deseos legítimos de las mujeres, porque los derechos abs-
tractos siempre van a favorecer a los varones, así como la inscrip-
ción en el «sujeto universal» nos catapulta en la igualdad con el
varón.
Desde las diferencias que nos constituyen como mujeres, ten-
dremos que construir políticamente un sujeto diferencial capaz de
pactos y transaciones a la vez que de cuestionar el modelo. Pero ese
sujeto diferencial no ha de ser un «sujeto genérico» porque no so-
mos idénticas, sino un sujeto compatible con las diferencias exis-

33
tentes entre las propias mujeres. En definitiva, que ese «sujeto di-
ferencial femenino», es el sujeto que corresponde a las mujeres y
no a «la Mujer».
La reivindicación de la diferencia es muy recurrente entre los
nacionalismos, que continuamente caen en contradicción consigo
mismos. Reclaman vehementemente el «hecho diferencial» hacia
fuera, pero aplican hacia dentro el «deber ser» y la obediencia debi-
da a una «identidad» que se contradice con la diferencia. Se trata
de un «hecho diferencial» que no permite «las diferencias».
Nosotras reclamamos, desde la diferencia, «las diferencias»
porque somos diferentes frente a un modelo construido según los
privilegios de lo viril, así como frente a una identidad de género
también construida desde fuera. Otra cosa será la complicidad con
las semejantes

La cuestión del poder


El tema del poder ha sido y es uno de los más controvertidos entre
los diversos feminismos. Tal vez tendríamos que comenzar a dis-
cutir qué entendemos por poder.
También la palabra poder pertenece a esa panoplia de pala-
bras neutras de connotación unívoca cuando ni es neutra ni es
unívoca. No es neutra porque en una sociedad estructurada por la
dominación, la palabra poder significa «dominio», un dominio
que ha permitido sobre todo transformar las diferencias en des-
igualdades. ¿Nos interesa realmente ese tipo de poder? El feminis-
mo de la igualdad dice que por qué no; el de la diferencia, pone en
tela de juicio la bondad y la eficacia de ese poder para conseguir lo
que pretendemos.
Oh, ya salió la palabra bondad: semejante tontería. Sí, claro, el
derecho al mal y todo eso, el derecho a ser igual de mediocres o de

34
brillantes, de estúpidas o de inteligentes que los hombres y, a pesar
de ello, ejercer el poder como un derecho más.
La palabra poder, al menos en castellano, pued.e referirse a po-
der mandar, poder hacer y poder ser, es decir, a dominar, adminis-
trar los recursos o elegir el modo de estar en el mundo. ¿De qué
poder hablamos cuando hablamos de poder?
Tenemos derecho, sin duda, a ejercer los tres tipos de poderes.
La cuestión es si queremos o no. En cuanto al poder mandar nos
planteamos si vale la pena reproducir el modelo como feministas
que somos, no sólo como mujeres. Por más que el poder mandar,
en sociedades democráticas, tendría que reducirse a poder gestio-
nar los recursos en función de una sociedad más justa y no a me-
drar con él y aprovecharnos de todos los privilegios que conlleva.
Eso sólo podría hacerse a través de la política institucional que hoy,
más que nunca, depende de los poderes económicos.
Actualmente se plantea el camino de la paridad como el único
posible, planteando que si muchas mujeres accediéramos a pues-
tos de responsabilidad posiblemente llegaríamos a conseguir una
masa crítica suficiente como para cambiar el modelo. Lo malo es
que la paridad impuesta desde los aparatos de los partidos es una
trampa porque se establece entonces la «política del harén». Cada
jeque se rodea de «sus chicas» y elige a las menos molestas, a las
más sumisas, a las que no le van a robar protagonismo o, como
mucho, a las que le darán más votos. Si la paridad no se ejercita
desde las propias mujeres que eligen a sus representantes y las im-
ponen a los partidos, la cosa no tiene sentido.
La masa crítica sólo podría alcanzarse cuando, desde fuera, otras
muchas mujeres apoyaran a sus candidatas y desde dentro se de-
fendieran las propuestas. Lo que sucede es que la gran contradic-
ción radica en que, en democracia, el sistema de partidos constitu-
ye una partidocracia, un juego endogámico de poder que no

35
pretende cambiar las cosas si eso va a arrebatarles la poltrona o el
beneplácito de los banqueros.
La paridad tendrá sentido desde un fuerte movimiento de la
sociedad civil que considere a los políticos como meros adminis-
tradores de sus intereses legítimos. Lo malo es que los sirvientes se
han convertido en amos.
Las mujeres, como consumidoras o impositoras, también po-
dríamos crear un reducto de resistencia frente a los productos que
se nos venden o que se nos pretende vender. Podríamos no consu-
mir cualquier cosa ni a cualquier precio. Podríamos imponer un
mayor respeto con el medio ambiente, una negativa a determina-
dos impuestos o mayores asignaciones para la sanidad preventiva o
la formación continua. Eso, sin embargo, no se plantea. Sólo se
discute el número de diputadas o de cargos políticos.
Otra vez, como siempre, el cómo frente al qué. Lo deseable no
es que muchas mujeres accedan al poder para abundar en «más de
lo mismo», sino de acceder al po<;fer de un modo cualitativamente
diferente.
Algunas opciones dentro del feminismo de la diferencia pro-
ponen, frente al poder, la autoridad femenina como si ambas co-
sas fueran contradictorias. Tan contradictorias se presentan que
dicha autoridad impide contaminarse con el sucio ejercicio del
poder que ejercen los machos. Si la susodicha «autoridad femeni-
na» no se convierte en una tiranía dentro del grupo de adeptas,
considero que sería un requisito incluso para apoyar a ciertas
mujeres, cuya autoridad no radique únicamente en su erudición
en determinados- «saberes académicos», pues de nada sirve la au-
toridad intelectual sin la moral. Pero la autoridad no basta para
cambiar las cosas.

36
Una ética del poder
Insisto en que la cuestión del «qué» y el «cómo» es lo que nos divi-
de. Si el feminismo supone una nueva forma más ev-olucionada de
hacer política, o sea, de ejercer el poder, tendríamos que convenir
en que «el fin no justifica los medios» o, como diría el Tao, «el
camino es la meta». Todo lo contrario de lo que susurraba Ma-
quiavelo al oído del Príncipe. El fin y los medios tendrían que estar
de acuerdo si queremos que la política recobre su dignidad y su
razón de ser.
Lo que pretendo poner de manifiesto es que nuestra política
ha de estar fundamentada en una ética acorde con nuestros propó-
sitos. Si lo que postulamos es acabar con una estructura de domi-
nación, y no sólo conseguir que las mujeres seamos iguales a los
hombres, la búsqueda de los principios éticos es fundamental.
Nuestra política no puede ser únicamente «el arte de lo posible»,
sino también de lo «Conveniente». De lo contrario ¿de qué eman-
cipación o liberación estamos hablando? ¿De qué nos sirve ejercer
el derecho al mal como argumento definitivo si lo que postulamos
es una superación de las condiciones actuales? En todo caso el de-
recho al error, el derecho a las propias limitaciones sin idealizar
nuestras posibilidades.
Por supuesto que no voy a proponer aquí qué tipo de princi-
pios éticos tendríamos que adoptar, pero sí hacer ver que es banal
la propuesta de la toma del poder sin reflexionar sobre su funda-
mento.
Para el feminismo de la diferencia y de las diferencias creo que
sería primordial contravenir el imperativo categórico de Kant, para
quien el bien no funda la moral, sino que la moral funda el bien,
de ahí la propuesta de «obrar de tal modo que nuestro comporta-
miento pueda servir como norma universal». Algo así como man-
tmer el orden y las costumbres por encima de todo. Justo lo que

37
no queremos mantener. Más bien propongo: obra de tal modo que
tu comportamiento abra posibilidades diversas de realización hu-

mana. Al menos un bien fundamentaría la moral: la libertad.


Es muy sintomático que en sociología se acepte un modelo
para medir el desarrollo moral de los individuos como es «el para-
digma de Kohlberg>>. Este paradigma afirma que un individuo posee
una categoría ética o moral superior si tiene más en cuenta las nor-
mas morales y el derecho en sentido abstracto que las relaciones
interpersonales, el cuidado y la atención por las personas. Casual-
mente se prima lo que han venido haciendo los hombres, más de-
dicados a lo público que a lo privado; y se desprestigia, cómo no,
las funciones que las mujeres nos hemos visto obligadas a desem-
peñar, lo cual no significa que sean funciones inferiores, sino insig-
nificantes, desvalorizadas.
No estoy proponiendo que las mujeres nos dediquemos a lo
que nos hemos dedicado por milenios como una función subsi-
diaria del buen funcionamiento de la sociedad, por descontado.
Sin embargo, no le doy ningún valor a la moral normativa y al
derecho que no tiene en cuenta el cuidado por las personas, el
bienestar físico y anímico de los individuos concretos. No me valen
para nada las «razones de Estado» si esas razones olvidan los dere-
chos sustantivos de los ciudadanos. Además de que no me pare-
cen de inferior rango las relaciones interpersonales que las inter-
nacionales.
En definitiva, que el feminismo es una opción política funda-
mentada en una ética que tiene como principio que lo privado
merece el misrpo respeto que lo público o, mejor, que lo público
no puede ejercerse sobre el desprecio de lo privado. Y no estoy
hablando de la propiedad privada exactamente, sino de lo privado
como privacidad, como derecho a la atención y al cuidado por par-
te de los otros y, también, de los poderes públicos.

38
Estoy hablando de una opción ética que refuerce la libertad de
los individuos sin menoscabo de los derechos de otros individuos.
Estoy hablando de una ética más evolucionada que la que hoy va-
loramos.
Si se plantea el poder como «poder, sí» o «poder, no», tengo
que definirme por el «poder, depende», todo depende ...

La lógica binaria de la exclusión


La lógica no es inocente en todo este entramado, tan poco inocen-
te como la ética kantiana para la que los valores no fundamentan la
moral, sino al contrario.
La civilización patriarcal nos ha impuesto, no sólo una ética más
allá de la bondad o maldad de las cosas, sino una lógica determinada
que se pretende constitutiva de la esencia humana. Hegel llega a
afirmar que «el hombre piensa naturalmente según la lógica, o, más
bien, la lógica constituye su misma naturaleza». Y para el positivis-
mo lógico del Círculo de Viena, la lógica abstracta es superior a la
realidad, y aunque parte de la experiencia, ha llegado a constituir un
sistema completamente autónomo, independiente por completo de
la experiencia en su validez, o sea, que vale apriori porque se mueve
en el campo de la simbolización, que nunca es la cosa en sí. Es decir,
que las relaciones lógicas son únicamente relaciones dentro de un
sistema de representación. Pero, al mismo tiempo, la lógica misma
puede volver a ser introducida en el ámbito empírico considerán-
dola pragmáticamente como un tipo determinado de comporta-
miento metódico. Es decir, que «SU lógica» manda sobre la realidad.
Este pensamiento es tan aberrante que nos lleva a concluir que
si la realidad contradice la lógica, habrá que modificar dicha reali-
dad antes que modificar la lógica. Es lo que hacen continuamente
ios políticos.

39
Pero la lógica, afirmo yo, no constituye el pensamiento «natu-
ral» del ser racional llamado hombre, ni hablar. La lógica constitu-
ye un sistema de relaciones, un código impuesto, coherente con la
estructura misma de dominación, de modo que pase por ser un
tipo de pensamiento connatural a la especie humana.
Desde Aristóteles, la lógica de Occidente es una lógica de la
contradicción y de la exclusión. Es decir, que contrapone concep-
tos diferentes como si fueran contrarios, por ejemplo, hombre y
mujer, de modo que si el concepto hombre es igual a «A», el con-
cepto mujer equivale a «no-A», en lugar de ser «B», «C», «D», etc.
Además, entre «A» y <<no-A» no puede existir un tercer término.
Entre salud y enfermedad no hay lugar para ninguna mediación
lógica que pueda significar salud y enfermedad al mismo tiempo,
ya que los contrarios son irreconciliables lógicamente.
Al simbolizar matemáticamente la lógica, si «A= 1», resulta que
«no-A=O». Si lo masculino, que se toma como término fundamen-
tal, equivale al uno, quiere decir que lo femenino (su contrario
según esta lógica) es igual a cero. De ahí que Aristóteles defina a la
mujer como «un varón castrado». Ésta, pues, es la lógica binaria: el
término que se considera principal elimina o negativiza a su
(pretendidamente) contrario.
Conclusión: El dominio simbólico no sólo está fundamenta-
do en un modelo ético, sino que dicho dominio se hace razón a
través de la lógica, de esta lógica. De esta lógica sobre la que se
construyen todos los desafueros de la «razón de Estado», todas las
convenciones, conveniencias y connivencias de los poderosos: es
muy fácil.
Por esto también, el feminismo de la diferencia se ha impuesto
la tarea de estructurar una lógica no binaria, no digital, sino
analógica, es decir, que refleje la realidad y no una abstracción for-
zada de esa realidad.

40
Para nosotras, el feminismo no puede ser ajeno al problema
epistemológico que supone un determinado modo de pensar, ya
que este modo de pensar y de clasificar lo real redunda en el modo
de hacer política.
Este enfoque ya lo he tratado más fundamentada y extensamen-
te en la obra colectiva El Feminismo Holístico, denominación desde
la que intento superar la dicotomía de igualdad/diferencia para bu-
cear en la gran metáfora del Uno (Dios-Padre) que contamina no
sólo nuestra lógica, sino todo nuestro universo simbólico. Por más
que mis referentes sean los del «feminismo de la diferencia», creo
que intelectual y personalmente ya he superado aquella etapa.

La unión posible
Aunque he abundado en expresar lo que significa el «feminismo
de la diferencia», también he puesto de manifiesto lo que nos sepa-
ra del «feminismo de la igualdad» o, si queréis, lo que nos confron-
ta. Sin embargo, no los considero irreconciliables porque no son
«contrarios», pues, como he insistido, la igualdad no es lo que se
opone a la diferencia.
La filósofa francesa S. Agacinski ha elaborado una teoría sobre
la mixitud para tratar de reconciliar, superándolas, ambas tenden-
cias, pero con una fórmula que más bien me parece una receta de
cocina, aunque le reconozca sus méritos. Ella parte del concepto
de paridad entre los dos sexos, ideal que reclama la universalidad
desde las diferencias. Nos dice que su teoría de la «mixitud» es,
precisamente, una teoría de la universalidad teniendo en cuenta
las diferencias, pero no es una teoría de la diferencia, sino una teo-
ría de la igualdad ilustrada sensu stricto.
También ella propone la superación de la lógica binaria como
elemento clave para conseguir una verdadera paridad, pero advier-

41
te del peligro de primar ahora a la mujer situándola en la posición
del «1)) relegando al hombre a la situación de «Ü)), ya que eso nos
mantendría en el círculo vicioso de lo binario. Su gran argumento
es que todo Uno proviene de Dos que lo engendran, lo que me
resulta una teoría demasiado biologicista, ya que, para empezar ¿de
qué Dos proviene el Dios-Padre, Uno por excelencia y gran metá-
fora de nuestra cultura patriarcal? No se da cuenta de que el «h y
el «Ü)) no se refieren solamente a individuos sexuados, sino a con-
ceptos como bueno y malo, luminoso y oscuro, valiente y cobarde,
recto y curvo ... y, por ende, hombre y mujer. Recordemos si no la
lista de antagónicos de Pitágoras.
Pero más grave me parece aún que Agacinski afirme que el in-
dividuo se puede sentir igual ante la religión, la ley, la cultura, etc.,
pero no ante el sexo y todo lo derivado de él, porque en estos as-
pectos existe dicotomía, de lo que deduce que la «mixitud)) se con-
sigue con una «política de sexos)) que tenga en cuenta las diferen-
cias y las similitudes.
Personalmente no concibo que las mujeres y los hombres se
puedan sentir iguales ante la religión, la ley y la cultura. ¿Cómo
vamos a sentirnos iguales frente a esos grandes constructos que la
civilización patriarcal ha levantado excluyendo a las mujeres cuan-
do no contra ellas? Me resulta un postulado demasiado naif.
Concluye diciendo que tanto el radicalismo (la diferencia) como
el universalismo (masculino) se apartan de la mixitud, que sería
realmente un posfeminismo, es decir, una superación dialéctica de
la «teoría del Sujeto)) de Beauvoir como del «sujeto diferencial)) de
cierto feminismo radical. En realidad, más que unir las dos ten-
dencias fundamentales del feminismo, lo que quiere es unir a hom-
bres y mujeres en una propuesta política compartida. ¡Qué beati-
tud la suya! ¿Es que no sabe cómo funcionan los círculos del poder
estando tan cerca de ellos?

42
Mi propuesta no pasa por esas superaciones ficticias. Más bien
creo que ambos feminismo han de seguir sus caminos respectivos,
pero teniendo muy claro que ni sus teorías ni sus acciones ni su
modo de entender la política pueden plantearse como antagónicos
irreconciliables. Pero, sobre todo, aceptando que no existe «el fe-
minismo», sino «los feminismos».
Acerca del socialismo también surgieron multitud de teorías,
que fueron desechadas cuando Engels definió la marxista como la
única científica frente a las utópicas. Si no se hubieran obstaculiza-
do todas las demás, posiblemente hoy disfrutaríamos de una ri-
queza política y de opciones de las que, desgraciadamente, carece-
mos. No seamos mezquinas ni miopes.

Una última pregunta


El feminismo de la igualdad insiste en plan poseso en que, salvo las
obviedades biológicas que distinguen a ambos sexos, la igualdad
entre hombres y mujeres es un hecho que hemos de actualizar ju-
rídica y socialmente; que la tal «diferencia» no es más que un modo
de autoexclusión y una aspiración absurda a un esencialismo que
sólo puede resolverse en desigualdad. ¿Dónde? ¿Dónde radica esa
diferencia? claman indignadas.
Yo lo veo de un modo muy simple, si queréis, pero muy níti-
damente a "la vez.

La afirmación:
«Las mujeres son iguales que los hombres»,

no podemos, sin embargo, sustituirla por:


«Las mujeres son hombres».

43
Entre Ser iguales que los hombres y Ser hombres existe sin
duda una diferencia ¿no? Pues ahí, ahí radica la diferencia, oculta
tras la comparación iguales que. Si queremos ser iguales que los
hombres, pero no queremos ser hombres, es que entre ambas rea-
lidades existe un resquicio para la diferencia. Ese irreductible del
que no podemos prescindir es lo que constituye la diferencia. Sola-
pada tras la comparación anida esa diferencia. No es una esencia:
es un «axioma ontológico».
En este sentido, este axioma ontológico se convierte en un punto
de partida para un pensamiento diferente, para una epistemología,
es decir, para una investigación teórica.
El mismo esquema lo podemos aplicar a nuestro programa
político:
Tampoco podemos sustituir: «Las mujeres queremos ser igua-
les que los hombres» por la proposición: «Las mujeres queremos
ser hombres».
Si ambas frases no son equivalentes, significa que como NO
QUEREMOS ser hombres, la afirmación de que queremos SER IGUA-
LES QUE carece de sentido sin introducir la diferencia. Y en este
caso se trata de una diferencia política con sus estrategias, sus tác-
ticas, modos, metas y etapas a cubrir, porque lo que queremos ser
implica eso: una voluntad política.

La historia interminable
Como habréis podido observar, el feminismo de la diferencia su-
pone un programa apretado de propuestas que dan .para todo un
itinerario vital.
Pretende cambiar la vida buscando modelos que no existen
(todavía) desde las diferencias que nos constituyen como mujeres;
de hacer significante lo in-significante; de crear orden simbólico a

44
partir de arquetipos negados; de constituirnos como sujetos dife-
renciales luchando por derechos sustantivos y no abstractos; de
acceder al poder desde nuestras propuestas y de cuestionar la esen-
cia misma del poder como dominio; de crear una ética de valores
no reconocidos, y de estructurar un modo nuevo de pensar desde
una lógica no binaria. ¡Casi nada!
Cuando descubrí el feminismo ignoraba exactamente hasta
dónde me llevaría, pero lo concebí como un «Viaje a haca»: «Pide
que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento .... »
¡No sabía cuán largo!
Tal vez la versión de la igualdad no me convencía porque pen-
saba: «Y cuando cambiemos las leyes y consigamos el divorcio, el
aborto y todo eso ¿qué? ¿Qué más?» No tenía para mí el carácter de
aventura. Por eso me embarqué en «otra cosa» siguiendo una in-
tuición que me ha ido guiando. Y resultó que esa otra cosa era el
feminismo de la diferencia.
Hace no mucho, una amiga, también feminista, me planteó
que el feminismo de la igualdad había conseguido todos los dere-
chos y oportunidades que ahora disfrutamos las mujeres, pero que
no veía qué demonios había conseguido el feminismo de la dife-
rencia. Yo le respondí que, de momento, cambiar la vida de mu-
chas mujeres, que no era moco de pavo. Pero también que estaba
cambiando la percepción sobre muchas realidades, el modo de
entender el sentido de la vida y la solidaridad y complicidad entre
las mujeres.
Tengo varias amigas que no se han contentado con eso de «a
igual trabajo, igual salario» y han decidido dejar sus trabajos segu-
ros optando por algo que les llenaba mucho más como tarea, no
sólo como modus vivendi. Eso es producto, entre diversas causas,
del feminismo de la diferencia. Otras se han decido por el noma-
dismo y el vivir día a día. Las de más allá han construido una es-

45
tructura afectiva que nada tiene que ver con las relaciones al uso o
han descubierto una comprensión más profunda de la naturaleza.
Creo que respecto a la realización como sujetos, el feminismo
de la diferencia nos abre unas posibilidades mucho más creativas,
ya que al no tener como aspiración la igualdad con el hombre, se ·
amplía el panorama de las elecciones, de los caminos ignotos, de
las experiencias insólitas o de la libertad de no ponerse metas. Si
realmente pudiéramos hacerlo, serían los varones los que tendrían
que comenzar a plantearse el ser iguales a nosotras.
De todos modos, a semejanza de los comienzos en que todo
era un totum revolutum, creo que ambos feminismos vuelven a una
cierta convergencia en la que las fronteras no están ya tan claras.
¡Laus Dea! No hay verdad ni verdades, sólo caminos, búsquedas,
tanteos, despistes y aciertos. Queriendo o sin quererlo, nos hemos
enriquecido mutuamente. Dentro de no mucho, las divisiones y
clasificaciones espurias serán ya historia.

Recapitulación
Toda síntesis apretada está exenta de matices, pero mi propósito
no es el de elaborar una historia del feminismo de la diferencia,
sino de exponer a grandes rasgos lo que para mí significa. Voy a
intentar, pues, resumir aún más los puntos axiomáticos de esta
propuesta: ,,.

1° El feminismo de la diferencia no es opuesto al de la igualdad,


porque no'son contrarios conceptualmente.
2° El objetivo de este feminismo es la transformación del mundo
desde el cambio de vida de las mujeres.
3° El punto de partida, tanto estratégico como epistemológico,
radica en la diferencia sexual.

46
4o Nuestra diferencia sexual respecto de los varones no constitu-
ye un esencialismo que nos hace idénticas, sino diversas.
5o Nuestro propósito no consiste en ser iguales a los hombres,
sino en cuestionar el código secreto de un orden patriarcal que
convierte las diferencias en desigualdades.
6o Los cambios estructurales y legislativos pueden ser un punto
de partida, pero no de llegada.
7° Crear orden simbólico significa introducir la variable de la di-
ferencia sexual en todos los ámbitos de la vida, del pensamien-
to, de la política. La variable no es el género, que es ~tn sexo
colonizado, sino la diferencia.
8° La complicidad y solidaridad entre las mujeres constituye nues-
tro bagaje político más poderoso.
9° La lucha por el poder comienza en la autosignificación, la au-
toridad femenina y el empoderamiento de espacios creados por
las propias mujeres.
10° El objetivo del poder no consiste en conseguir «cargos» para
las mujeres, sino en lograr una representatividad sustantiva, y
no abstracta, propia del «sujeto universal y neutro».
11° El feminismo de la diferencia es una ética fundada en valores
que nosotras tendremos que ir definiendo.
l2°El pensamiento de la diferencia sustituye la lógica binaria por
la lógica analógica, que tiene que ver con la vida y no con con-
ceptos interesados que la sustituyen.
13° El feminismo de la diferencia no es una meta, sino un camino
provisional. No es un dogma, sino una búsqueda. No es una
doctrina sectaria, sino una experiencia al hilo de la vida.

Desde estos pliegos al viento, no me queda más que recono-


cerme agradecida a tantas y tantas mujeres ... que no habría espacio
para nombrarlas. «Todo es puro para el puro», decían los gnósticos.

47
Por eso creo que todo ha sido bueno para todas. Y no lo digo como
si estuviéramos al final del camino, sino en la encrucijada de otros
muchos que se abren a nuestro paso.

48
11. LA SEGUNDA OLA DEL FEMINISMO

Estoy encantada de que me hayan correspondido estos temas por-


que es como revivir la propia historia, revivir la emoción que sentí
al leer estos libros que vamos a comentar o al discutirlos con otras
compañeras en la aventura feminista. Aquella época fue como un
década prodigiosa -desde el 1973 a 1982 aproximadamente-
en la que la novedad nos desbordaba, la pasión nos alimentaba y la
reflexión era un placer compartido. Aquella ilusión colectiva nos
hizo ampliar el círculo amistoso entre mujeres, amistades que aún
perviven aunque sea en la distancia y en la nostalgia de una cierta
pérdida, la pérdida tal vez de una utopía que nos animaba a cam-
biar el mundo. No sé si lo cambiamos, pero las que sí cambiamos
fuimos nosotras.
En España, además, era una época por demás interesante: el
paso de la dictadura a la democracia, la famosa Transición. Todo
bullía porque el cambio era posible, se iba haciendo realidad día a
día, nosotras éramos jóvenes y agentes de aquel cambio. No sé si
las de entonces ya no somos las mismas, pero intuyo que aquella
experiencia nos ha marcado para siempre.
Para mí personalmente aquella etapa se prolongó con el inter-
cambio de ideas y experiencias con las compañeras latinoamerica-

49
nas, otros años también espléndidos en los que realmente descubrí
América, nuestra América, mi América, de la que me siento para
siempre deudora. Ahora es distinto porque la lucha es más en soli-
tario y ya no soy tan joven, pero os aseguro que cuando ese extraño
virus te ha sido inoculado, el sentimiento feminista sigue latente
de por vida. Pero no es una enfermedad: es una bendición.
Comprenderéis que, después de esta confesión, el tratamiento
de los temas no puede ser totalmente objetivo, porque ni puedo ni
quiero. Deseo que sea lo más subjetivo posible, por más que esta
afirmación me separe un tanto del rigor académico que cabría exi-
gir en este contexto universitario, aunque espero que sabréis dis-
culparme, entre otras cosas porque no pretendo transmitiros sólo
ciencia, sino experiencia, experiencia vivida.
Me resta añadir en esta introducción que, dada mi formación
de filósofa y no de historiadora, el cuerpo me pide dialogar y dis-
cutir con las autoras más que relatar lo que su pensamiento ha
supuesto para la teoría feminista. Vamos a ver, pues, cómo conci-
liamos lo objetivo con lo subjetivo, el relato con el diálogo.

Del Sujeto al Sexo


Para las mujeres de mi generación, la madre espiritual fue Simone
de Beauvoir, y el primer alimento feminista intelectual, El segundo
sexo. Además Simone constituía un cierto referente respecto al acon-
tecimiento político que había supuesto nuestra ruptura generacio-
nal: el mayo del 68, porque sin duda que su pensamiento influyó
en aquella ruptura junto al de su «alter ego)), Jean Paul Sartre, así
como el de Derrida, Foucault, Deleuze y Guattari, Marcuse y otros
pensadores de la Escuela de Frankfurt.
Aunque El segundo sexo ha formado parte, para las feministas,
de nuestras primeras lecturas al respecto, cabría preguntarse si

50
Beauovir pretende erigirse en abanderada de este movimiento y si
su obra teórica es propiamente una especulación feminista. Yo tengo
mis dudas. Pienso más bien que Simone aborda este trabajo en la
línea de rematar lo que Sartre había hecho en El Ser y la Nada,
poniéndose a la altura de su colega, maestro y partener.
Jean Paul hace una fenomenología dualista al exponer el senti-
do de estos términos, sobre todo de la Nada, ya que al Ser sólo le
dedica cuatro páginas de su libro. Para el filósofo existencialista Ser
significa ser-en-sí, es decir, aquello que es idéntico a sí mismo, aque-
llo que no cambia; sin embargo la Nada no es una nada absoluta
porque no significa la ausencia del Ser, sino que la Nada, más que
lo antagónico del Ser, es la negación misma, una negación que su-
pone un negador y éste sujeto que niega no es otro que el hombre:
«El hombre es el ser a través del que la nada viene al mundo», lo
que es lo mismo que decir que el hombre no puede prescindir de la
negación en tanto que es hombre, y que esta acción de negar cons-
tituye la esencia de la libertad como trascendencia de lo dado. Así
pues, la Nada no es un ser-en-sí idéntico a sí mismo, sino un ser
para-sí, una diferencia respecto al Ser que se va construyendo en
una existencia libre. Y este irse construyendo significa que «la exis-
tencia precede a la esencia». Ahora bien, el en-sí (el mundo) no
necesita del para-sí (el hombre) para existir, pero sí al contrario, ya
que el en-sí es lo esencial y el para-sí es .lo inesencial, es la alteridad,
el Otro, del en-sí. A ese para-sí (al hombre) es al que dedica real-
mente su obra.
Simone, siguiendo sus pasos, también hace una fenomenolo-
gía, es decir, una descripción minuciosa de lo que existe, partiendo
de que la Mujer es el Otro del Hombre: «La mujer se determina y
diferencia en relación al hombre, y no éste en relación a ella; ésta es
lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, él es lo Absoluto:
ella es el Otro». Si esto es así, si la mujer es el Otro, si es la alteridad

51
frente al hombre, queda por saber qué es ser mujer y para ello
Beauvoir inicia todo un recorrido por lo que se ha dicho de la mujer
desde la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, la his-
toria o los mitos; analiza las diferentes etapas de su formación vital,
su situación hasta el momento, los varios tipos de figuras femeni-
nas para terminar con la mujer independiente, con la meta puesta
en dar respuesta a su planteamiento inicial: «Si su función de hem-
bra no basta para definir a la mujer, si nos negamos a explicarla por
el 'eterno femenino', y si admitimos, sin embargo, aunque sea a
título provisorio, que hay mujeres sobre la tierra, tenemos que for-
mularnos esta pregunta: ¿Qué es una mujer?» La respuesta global,
siguiendo el principio existencialista de que «la existencia precede a
la esencia», es que «No se nace mujer: se llega a serlo». Ese «llegar a
sen> significa alcanzar la categoría de Sujeto porque, de momento,
sólo es alteridad. En este sentido se desmarca de sus predecesoras,
ilustradas y sufragistas, que partían de una demanda de individuo
autónomo, de modo que la alteridad es una categoría nueva en el
tratamiento de la condición femenina. Cabe, sin embargo, reparar
en que esa alteridad que definía al hombre como negación, como
grandeza, como libertad en Sartre, se convierte en Beauvoir respec-
to a la mujer en una categoría casi peyorativa, carencial en términos
de c~tración. No se plantea, como haría Hegel, que «lo Otro» sig-
nifica la negación capaz de introducir en la Historia la única nove-
dad posible a través de la «diferencia», no de la igualdad con «lo
Mismo», entendiendo por lo mismo aquello que es significativo,
que es lo establecido, lo dominante. Y entendiendo por «lo Otro»,
aquello que se k opone, que lo hace avanzar y cambiar.
Sin duda que Simone de Beauvoir, todavía muy joven, está
deslumbrada por la construcción teórica de Sartre, y deslumbrada
también por los logros masculinos a lo largo de la historia. Yo diría
que siente una sana envidia respecto al otro género y que El segun-

52
do sexo constituye una pataleta filosófica de altos vuelos al sentirse
parte de ese sexo «otro» que no acaba de alzar el vuelo y del que se
siente una excepción. No advierte tal vez que ser hombre no es
sólo ser Sujeto en el sentido de un ser libre que se trasciende a sí
mismo en un proyecto vital. Y no lo advierte porque no entra de
lleno en una crítica al Patriarcado si no es en el sentido de lo que
ese sistema mascUlino ha hecho de las mujeres. Propone que el
llegar a ser mujer consiste en llegar a ser Sujeto como lo es el varón
dueño de su libertad, sin tener en cuenta que Sujeto (subjectus)
significa también estar sometido, sujetado, a grandes constructos
simbólicos que nos sirven como referentes: la Naturaleza, Dios, el
Rey, el Pueblo, la Raza, la Nación o la Ciudadanía según las épo-
cas. No advierte que el hombre está sujeto a su cosmovisión
dominadora, a sus prejuicios, a su simplista lógica binaria, a sus
estúpidos proyectos incluso. Por eso creo que su intención al escri-
bir esa obra no es la de sentar las bases de un nuevo feminismo,
sino de un nuevo humanismo que incluya a la mujer. Sus últimas
palabras son muy significativas al respecto: «Al hombre le corres-
ponde hacer triunfar el reino de la libertad en la entraña del mun-
do dado. Para lograr esa suprema victoria es preciso, entre otras
cosas, que por encima de las diferenciaciones naturales, hombres y
mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad». Tal vez tenga que
aclarar que el humanismo del que parten Sartre y Beauvoir provie-
ne de la versión hegeliana: «Todo lo que dice la teología cristiana es
absolutamente cierto, a condición de ser aplicado no a un Dios
trascendente imaginario, sino al Hombre real, que vive en el mun-
do». Así pues, lo que define al humanismo es precisamente esa
sustitución según la cual siempre ha de escribirse «hombre» allí
donde estaba escrito Dios, un humanismo del que Sartre se hará
abanderado a partir de 1945 al afirmar que el existencialismo es
un humanismo.

53
De todos modos, fuera cual fuera su intención, Simone de
Beauvoir inició una reflexión totalmente nueva respecto al pri-
mer feminismo reivindicativo, pues construyó toda una teoría para
explicar la subordinación de las mujeres, lo que ha hecho de ella
una pionera en la explicitación del concepto de género, que es un
«plus» respecto al sexo, ya que se refiere a una construcción cultu-
ral y social fundamentada en el sexo biológico pero que lo trans-
ciende. Beauvoir explicó que las características propias de las
mujeres no derivan de una supuesta naturaleza biológica, sino que
son adquiridas a través de un aprendizaje y de una socialización
impuestas. Su descripción de la situación de la mujer corresponde
a otra época y ella refleja lo que hay. En 1945 las francesas habían
conseguido el derecho al voto y su libro sale publicado en 1949,
lo que nos remite a un momento histórico en el que las mujeres
europeas comienzan a emanciparse y a dar sus primeros pasos como
ciudadanas de pleno derecho, de ahí su insistencia en que esos
derechos deben alcanzar un correlato real en lo social, lo político
y lo cultural.
En lo relativo al género, es Robert J. Stoller2 el que inaugura
realmente este debate con su obra publicada en 1968, Sex and
Gender. Curioso ... , pues tuvo que ser la autoridad masculina de
Stoller la que permitió a las feministas iniciar en las universidades
los estudios de género, pudiendo rebatir así el «androcentrismo»
sobre el que se han construido las ciencias sociales, se ha inventado
la historia o se ha interpretado el mundo. Los estudios de género
han dado origen a una producción extraordinaria, pero tan «políti-
camente correcta» que no suponen ninguna amenaza para el géne-
ro dominante. Ha sido la puerta por la que el feminismo ha podi-

2. STOLLER, Roben J. (1968), Sex and Gender, Science House, New York.

54
do colarse en la universidad para acabar siendo un reducto en el
que las académicas se citan unas a otras y alimentan la burbuja de
un narcisismo intelectual casi infantil. Ningún «Segundo sexo» ha
salido de «esos guetos de los estudios de la mujer en el mundo
universitario», como dice Amparo Moreno en el prólogo a la Polí-
tica sexual de Kate Milleq. 3
Lo que no podemos poner en duda es la función pionera de
Simone de Beauvoir, ya que no es hasta la década de los sesenta
cuando comienza la siguiente ola del feminismo en los EE UU. Si
las europeas al final de la guerra no habían regresado masivamente
al hogar, sino que poco a poco se irían incorporando a la vida labo-
ral y universitaria, el «suefio americano» tenía como modelo de
mujer al ama de casa amorosa y solícita, entregada en cuerpo y
alma al hogar, al marido y a los hijos. El despertar de ese suefio a la
muerte de Kennedy desveló la pesadilla de una realidad que Betty
Friedan denominaba ya en 1963 como «el malestar sin nombre».
Con ella comienza lo que se ha llamado el feminismo liberal, ya
que el liberalismo de raíz ilustrada era el que mejor se adecuaba a
las demandas de un sujeto dotado de racionalidad individual que
aspiraba a la libertad personal y política. Una libertad que pasaba
necesariamente por el ideal de igualdad. En su obra La mística de
la feminidad, Friedan, 4 como psicóloga social, disecciona ese ma-
lestar para analizarlo a fondo: «Se trataba de una inquietud extra-
fía, una sensación de disgusto, una ansiedad que ya se sentía en los
Estados Unidos a mediados del siglo actual. Todas las esposas lu-
chaban contra ella y se hacían con temor esta pregunta: ¿Es esto
todo?». Así pues, la obra de Friedan constituye un recorrido sobre

3. MILLET, Kate (1995), Política sexual, Ediciones Cdtedra, Madrid.


4. FRIEDAN, Betty (1974), La mística de la feminidad, Ediciones Júcar, Madrid.

55
cómo se fue construyendo un ideal de mujer que ya no correspon-
día a los tiempos del cambio, tiempos que exigían otro talante en
un medio en el que no existían modelos, y los que existían ya se
había encargado la propaganda política de denostarlos como
desestructuradores del modelo imperante. A esto había que añadir
la falta de preparación intelectual de las americanas por matrimo-
nios precoces que les impidieron seguir o terminar sus estudios. E
incluso detecta conductas infantilizadas entre las mujeres de la
América profunda, que abdican totalmente de sus derechos y aspi-
raciones en función de un ideal que se muestra cada vez más como
una trampa.
El impacto de La mística de la feminidad fue definitivo y sirvió
para activar un feminismo que había desaparecido después de la
consecución del voto femenino. Sus propuestas para la conquista
de derechos igualitarios y para la puesta en marcha de políticas de
acción positiva la llevaron a fundar el grupo NOW con el que se
inició un movimiento militante de gran repercusión.
Su posición política la podemos considerar como un liberalis-
mo progresista, más allá de las interpretaciones liberales masculi-
nas. Sin embargo, las críticas que se le han hecho apuntan a la au-
sencia de un análisis del patriarcado y a confundirlo en muchos
casos con el capitalismo. Por otro lado se le reprocha que sus de-
mandas se limiten a una igualdad de oportunidades, es decir, a una
igualdad jurídica y de participación en el ámbito de la gestión pú-
blica. Pero eso no era suficiente, ya que no significaba una igual-
dad en la vida real, puesto que el flanco de lo doméstico quedaba al
albur de una solución privada. Como reacción posterior, el femi-
nismo radical proclamaba que «lo privado es político».
De todos modos, Betty Friedan pudo comprobar que las des-
igualdades de las mujeres no se resolvieron cuando salieron a bus-
car trabajo, pues la doble jornada no constituía tampoco ningún

56
ideal de vida. Tal vez muchas de aquellas mujeres se preguntaran
entonces de nuevo: «¿Es esto todo?». En respuesta a esa situación y
a la necesidad de criticar otros feminismos que para entonces ya
habían surgido, publicó La segunda faseS en 1983, obra que ya no
tuvo el éxito de la primera.
Al malestar de las mujeres en general se vino a sumar el males-
tar de las feministas en particular. Ni las demandas cumplidas del
" sufragismo ni las igualdades formales o legales que propugnaba el
feminismo liberal lograban poner de manifiesto la estructura de
relaciones de poder entre hombres y mujeres. El feminismo liberal
se empeñaba en insistir en que la causa seguía siendo la falta de
igualdad de oportunidades, y el feminismo socialista atribuía todo
el malestar al capitalismo. Es entonces cuando irrumpe un pensa-
miento nuevo con el feminismo radical, que plantea que la estruc-
tura de dominación en que están inmersas las mujeres se debe fun-
damentalmente al ejercicio de poder masculino presente en todos
los ámbitos públicos y privados. La causa profunda de ese ejercicio
del poder se debe al Patriarcado, entendido como un sistema de
dominación masculina que determina la opresión y subordinación
de las mujeres. Y con una crítica despiadada a dicho sistema se
inicia el feminismo radical.
Alice Echols sitúa esta corriente entre 1967 y 1975 en los EE UU,
por más que no exista una línea divisoria exacta, pero sí un mayor
auge de este movimiento. Una característica propia es que la teoría
va muy unida a la práctica política en un ambiente generalizado de
protestas juveniles a raíz de la guerra del Vietnam. La base ideoló-
gica de estos grupos estaba muy ligada a movimientos de izquier-
da, pero las feministas radicales acabaron por delimitar sus pro-

5. FR!EDAN, Betty (1983), La segunda fase, Plaza y Janés, Barcelona.

57
cómo se fue construyendo un ideal de mujer que ya no correspon-
día a los tiempos del cambio, tiempos que exigían otro talante en
un medio en el que no existían modelos, y los que existían ya se
había encargado la propaganda política de denostarlos como
desestructuradores del modelo imperante. A esto había que añadir
la falta de preparación intelectual de las americanas por matrimo-
nios precoces que les impidieron seguir o terminar sus estudios. E
incluso detecta conductas infantilizadas entre las mujeres de la
América profunda, que abdican totalmente de sus derechos y aspi-
raciones en función de un ideal que se muestra cada vez más como
una trampa.
El impacto de La mística de la feminidad fue definitivo y sirvió
para activar un feminismo que había desaparecido después de la
consecución del voto femenino. Sus propuestas para la conquista
de derechos igualitarios y para la puesta en marcha de políticas de
acción positiva la llevaron a fundar el grupo NOW con el que se
inició un movimiento militante de gran repercusión.
Su posición política la podemos considerar como un liberalis-
mo progresista, más allá de las interpretaciones liberales masculi-
nas. Sin embargo, las críticas que se le han hecho apuntan a la au-
sencia de un análisis del patriarcado y a confundirlo en muchos
casos con el capitalismo. Por otro lado se le reprocha que sus de-
mandas se limiten a una igualdad de oportunidades, es decir, a una
igualdad jurídica y de participación en el ámbito de la gestión pú-
blica. Pero eso no era suficiente, ya que no significaba una igual-
dad en la vida real, puesto que el flanco de lo doméstico quedaba al
albur de una solución privada. Como reacción posterior, el femi-
nismo radical proclamaba que «lo privado es político».
De todos modos, Betty Friedan pudo comprobar que las des-
igualdades de las mujeres no se resolvieron cuando salieron a bus-
car trabajo, pues la doble jornada no constituía tampoco ningún

56
ideal de vida. Tal vez muchas de aquellas mujeres se preguntaran
entonces de nuevo: «¿Es esto todo?». En respuesta a esa situación y
a la necesidad de criticar otros feminismos que para entonces ya
habían surgido, publicó La segunda faseS en 1983, obra que ya no
tuvo el éxito de la primera.
Al malestar de las mujeres en general se vino a sumar el males-
tar de las feministas en particular. Ni las demandas cumplidas del
" sufragismo ni las igualdades formales o legales que propugnaba el
feminismo liberal lograban poner de manifiesto la estructura de
relaciones de poder entre hombres y mujeres. El feminismo liberal
se empeñaba en insistir en que la causa seguía siendo la falta de
igualdad de oportunidades, y el feminismo socialista atribuía todo
el malestar al capitalismo. Es entonces cuando irrumpe un pensa-
miento nuevo con el feminismo radical, que plantea que la estruc-
tura de dominación en que están inmersas las mujeres se debe fun-
damentalmente al ejercicio de poder masculino presente en todos
los ámbitos públicos y privados. La causa profunda de ese ejercicio
del poder se debe al Patriarcado, entendido como un sistema de
dominación masculina que determina la opresión y subordinación
de las mujeres. Y con una crítica despiadada a dicho sistema se
inicia el feminismo radical.
Alice Echols sitúa esta corriente entre 1967 y 1975 en los EE UU,
por más que no exista una línea divisoria exacta, pero sí un mayor
auge de este movimiento. Una característica propia es que la teoría
va muy unida a la práctica política en un ambiente generalizado de
protestas juveniles a raíz de la guerra del Vietnam. La base ideoló-
gica de estos grupos estaba muy ligada a movimientos de izquier-
da, pero las feministas radicales acabaron por delimitar sus pro-

5. FR!EDAN, Betty (1983), La segunda fase, Plaza y Janés, Barcelona.

57
puestas de los planteamientos marxistas, pensamiento realmente
emancipador pero de fuerte raigambre patriarcal. Sus reivindica-
ciones se centrarán más bien en cuestiones relacionadas con la li-
bertad sexual y con la apropiación del cuerpo para disponer de él
sin prejuicios, atacando frontalmente la opresión y el puritanismo
de la familia patriarcal americana. Con ellas advino una auténtica
ruptura generacional. Lo mismo se hadan multitudinarias mar-
chas a favor del aborto que se quemaban sujetadores públicamen-
te o se boicoteaba la elección de Miss América. Muchos hombres
se subieron al carro de la liberación sexual, bien por conveniencia
bien por convencimiento, aunque ellos estaban más centrados en
los movimientos pacifistas.
Unidas y mezcladas con los distintos movimientos emancipa-
torios, pronto se dieron cuenta del sexismo de estas organizaciones
dominadas por los chicos, lo cual dio origen a varias escisiones del
Movimiento. En 1967 se crea en Chicago el primer grupo indepen-
diente «The Chicago Women's Liberation Union», de inspiración·
socialista, y en la misma época, «The New York Radical Women»,
fundado por Shulamith Firestone y Pam Allen. Un año más tarde
se crearon «Cell 16» o WITCH por citar sólo alguno de ellos.
En un primer momento estos grupos de mujeres constituían
un totum revolutum, pero luego comenzaron a ponerse de relieve
las diferencias entre las «radicales» y las «políticas», ya que las pri-
meras consideraban la opresión de las mujeres como la opresión
primaria y fundamental en todas las sociedades, y no las de clase.
Las radicales optaron por la única militancia, mientras que las po-
líticas mantuvieron una doble militancia al precio de moderar sus
aspiraciones y planteamientos feministas.
Fue entonces cuando las feministas radicales iniciaron los lla-
mados «grupos de autoconciencia» que consistían según Juliet
Michell en «Un proceso de transformación de lo oculto; los miedos

58
individuales, en una conciencia compartida de su significado como
un proceso social; la liberación de la angustia, la ansiedad, en la
lucha de proclamar lo doloroso y transformarlo en político». Junto
a la autoconciencia otro concepto clave fue el de la «política de la
experiencia», entendida como el análisis de la sociedad desde la
experiencia personal, lo que dio un giro definitivo a las reuniones
políticas en relación al modelo aburridísimo de los partidos, ya que
las radicales rompieron el concepto de jerarquía y sustituyeron la
representación por la participación y. el reparto de poder. Además
las reuniones se convirtieron en un fin en sí mismas y no sólo en
un medio para tomar decisiones. De estas reuniones surgió una
política en relación a las necesidades particulares de las mujeres:
guarderías, centros de salud, grupos de autoayuda, centros de aten-
ción a mujeres maltratadas o violadas, campañas de información
de anticonceptivos, grupos de literatura o editoriales feministas,
por ejemplo.
En aquellos años la producción teórica feminista vivió su épo-
ca dorada. Susan Brownmiller, Mary Daly, Andrea Dworkin, Susan
Griffin, Anne Koedt, Adrienne Rich, Monica Witting y Valerie
Solanas, autora del manifiesto SCUM (escoria), acróstico de «Society
for Cutting Up M en» y texto de obligada lectura entre las radicales
en el que se proponía la castración masculina ... , aunque las más
divulgadas o de mayor influencia en el movimiento internacional
fueron Shulamith Firestone y Kate Millett. Ambas pusieron de
manifiesto los mecanismos de opresión presentes en las relaciones
sexuales, en la familia, en la sociedad y en la política.
Shulamith Firestoné nos descubre en La dialéctica del sexo el
origen de la denigrantesituación de las mujeres, no tanto en la

(· ¡;IRESTONE, Shulamith (1976), La dialéctica del sexo, Kairós, Barcelona.

59
estructura patriarcal cultural o social, sino en la propia biología
femenina que la vincula a la función reproductora dentro de un
esquema familiar que es el que ella ataca furibundamente.

El término familia fue utilizado en primer lugar por los roma-


nos, a fin de designar una unidad social cuyo jefe gobernaba
sobre la mujer, los hijos y los esclavos (según la ley romana
poseía derechos de vida y muerte sobre todos ellos); «famulus»
significa esclavo doméstico, y familia denota el conjunto de
esclavos pertenecientes a un solo hombre.

Esta situación fue modelando la peculiar psicología femenina,


que nada tiene que ver con la posición freudiana en el complejo de
Edipo. A partir de ese esquema sustituye la dialéctica de la lucha
de clases por la dialéctica de los sexos. La liberación del sexo feme-
nino vendrá por el avance de la ciencia y de la tecnología.
El punto flaco de Firestone es la crítica del Patriarcado des-
vinculada de sus orígenes, sus circunstancias sociales y culturales
como si este sistema fuera ahistórico e invariable. Su crítica se
centra en la estructura familiar y en la consiguiente reinterpreta-
ción de Freud y su tema clave del complejo de Edipo, ya que el
niño deviene hombrecito por otros caminos. Él ve y sufre junto a
su madre porque el padre tiene todo el poder y eso hace que lo
desprecie, uniéndose más a la madre. Sin embargo, al comprobar
que la madre lleva la peor parte y que es quien sufre su violencia
«no quiere tener que soportar la carga de la miserable vida de las
mujeres ... Pero est~ es difícil, porque en lo profundo siente des-
precio por el padre a pesar de todo su poder. Simpatiza con la
madre. ¿Pero qué puede hacer? Reprimir su profunda adhesión
emocional a la madre, reprimir su deseo de matar al padre y emer-
ger al honorable estado de hombría». De este modo Firestone niega

60
el inconsciente, ya que toda decisión humana es totalmente ra-
cional y estratégica. La crítica furibunda a la familia de Firestone
escandalizaba a la puritana sociedad americana incluidas las femi-
nistas liberales.
Kate Millett empezó a participar en el movimiento feminista a
los treinta y pico de años, pues había nacido en 1934 en Minnesota
en el seno de una familia de clase media de origen irlandés y cató-
lica. Se licenció en su ciudad natal y en 1959 inició su actividad
como escultora, pintora y fotógrafa; se trasladó a Tokio, donde
enseño inglés y continuó con sus estudios de escultura, conocien-
do allí al que sería su marido, Funio Yosimura. Volvió a los Esta-
dos Unidos en 1963 y realizó su tesis doctoral en Oxford en 1969,
tesis que se convirtió en un best-seller cuando la publicó en 1970
con el título de Política sexual. Su defensa teórica de la homosexua-
lidad y el hecho de que declarara que ésta era también su orienta-
ción sexual provocó que su familia la ingresara en un psiquiátrico,
experiencia que luego relató en su obra Flying en 1974 y que dedi-
có a su madre. Una compañera mexicana me relató el deprimente
estado en que la había encontrado durante aquellos años.
La obra de Millett se centra en analizar las relaciones sexuales
de los hombres «contra» las mujeres y comprobar que en ellas se
encuentra el fundamento de la pol(tica, ya que política no es otra
cosa que «el conjunto de relaciones y compromisos estructurados
de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de perso-
nas queda bajo el control de otro grupo». De este modo el sexo
constituye una categoría social impregnada de política y ese tipo
~e política es la propia del patriarcado. Así pues, la política patriar-
cal se basa en relaciones de dominio fundamentadas en el dominio
original del varón sobre la mujer.
Siguiendo las pautas de Hannah Arendt, Millett observa que el
gobierno se asienta sobre el poder, bien respaldado por el consenso

61
estructura patriarcal cultural o social, sino en la propia biología
femenina que la vincula a la función reproductora dentro de un
esquema familiar que es el que ella ataca furibundamente.

El término familia fue utilizado en primer lugar por los roma-


nos, a fin de designar una unidad social cuyo jefe gobernaba
sobre la mujer, los hijos y los esclavos (según la ley romana
poseía derechos de vida y muerte sobre todos ellos); «famulus»
significa esclavo doméstico, y familia denota el conjunto de
esclavos pertenecientes a un solo hombre.

Esta situación fue modelando la peculiar psicología femenina,


que nada tiene que ver con la posición freudiana en el complejo de
Edipo. A partir de ese esquema sustituye la dialéctica de la lucha
de clases por la dialéctica de los sexos. La liberación del sexo feme-
nino vendrá por el avance de la ciencia y de la tecnología.
El punto flaco de Firestone es la crítica del Patriarcado des-
vinculada de sus orígenes, sus circunstancias sociales y culturales
como si este sistema fuera ahistórico e invariable. Su crítica se
centra en la estructura familiar y en la consiguiente reinterpreta-
ción de Freud y su tema clave del complejo de Edipo, ya que el
nifío deviene hombrecito por otros caminos. Él ve y sufre junto a
su madre porque el padre tiene todo el poder y eso hace que lo
desprecie, uniéndose más a la madre. Sin embargo, al comprobar
que la madre lleva la peor parte y que es quien sufre su violencia
«no quiere tener que soportar la carga de la miserable vida de las
mujeres ... Pero est~ es difícil, porque en lo profundo siente des-
precio por el padre a pesar de todo su poder. Simpatiza con la
madre. ¿Pero qué puede hacer? Reprimir su profunda adhesión
emocional a la madre, reprimir su deseo de matar al padre y emer-
ger al honorable estado de hombría». De este modo Firestone niega

60
el inconsciente, ya que toda decisión humana es totalmente ra-
cional y estratégica. La crítica furibunda a la familia de Firestone
escandalizaba a la puritana sociedad americana incluidas las femi-
nistas liberales.
Kate Millett empezó a participar en el movimiento feminista a
los treinta y pico de años, pues había nacido en 1934 en Minnesota
en el seno de una familia de clase media de origen irlandés y cató-
lica. Se licenció en su ciudad natal y en 1959 inició su actividad
como escultora, pintora y fotógrafa; se trasladó a Tokio, donde
enseño inglés y continuó con sus estudios de escultura, conocien-
do allí al que sería su marido, Funio Yosimura. Volvió a los Esta-
dos Unidos en 1963 y realizó su tesis doctoral en Oxford en 1969,
tesis que se convirtió en un best-seller cuando la publicó en 1970
con el título de Política sexual. Su defensa teórica de la homosexua-
lidad y el hecho de que declarara que ésta era también su orienta-
ción sexual provocó que su familia la ingresara en un psiquiátrico,
experiencia que luego relató en su obra Flying en 1974 y que dedi-
có a su madre. Una compañera mexicana me relató el deprimente
estado en que la había encontrado durante aquellos años.
La obra de Millett se centra en analizar las relaciones sexuales
de los hombres «Contra» las mujeres y comprobar que en ellas se
encuentra el fundamento de la política, ya que política no es otra
cosa que «el conjunto de relaciones y compromisos estructurados
de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de perso-
nas queda bajo el control de otro grupo». De este modo el sexo
constituye una categoría social impregnada de política y ese tipo
~e política es la propia del patriarcado. Así pues, la política patriar-
cal se basa en relaciones de dominio fundamentadas en el dominio
original del varón sobre la mujer.
Siguiendo las pautas de Hannah Arendt, Millett observa que el
gobierno se asienta sobre el poder, bien respaldado por el consenso

61
o por la violencia. El patriarcado ha elegido este último camino, sin
embargo admitido por la «socialización)) de ambos sexos a los que
les parecen naturales las normas fundamentadas en el temperamento,
el papel y la posición social. El temperamento como componente
psicológico; el papel, como sociológico; y la posición como compo-
nente político. Pero no son las diferencias biológicas las que funda-
mentan estos rasgos «masculinos)) y «femeninos)), sino las estructu-
ras patriarcales a través de la religión o incluso de la ciencia las que
los hacen aparecer de ese modo predeterminado.
Millett pone en duda la posibilidad de que un hipotético ma-
triarcado pudiera haber existido antes que el sistema patriarcal por
falta de verificación científica, hipótesis que ya ha sido confirmada
desde los estudios arqueológicos de Marija Gimbutas, aunque, en
todo caso, le resulta indiferente. En este sentido decide seguir a
Stoller en su teoría del género en la que se hace bien clara la distin-
ción entre sexo biológico y todas las connotaciones culturales y
sociológicas que lo unen a los tipos de comportamiento considera-
dos como masculinos y femeninos.
Desde mi punto de vista estas diferencias entre los sexos son
reales, pero la diferencia en ningún caso justifica la desigualdad. Es
precisamente el sistema patriarcal de dominación el que interesa-
damente transforma dichas diferencias en las desigualdades que
permiten mantener a los hombres una posición preeminente de
privilegios y poder. Avanzar en la teoría no consiste, pues, en negar
las diferencias, sino en equiparadas y mantenerlas como tales sin
que sean determinantes en ningún caso, sino condicionantes, ya
que cada inidividuo posee sus particularidades como sexo y como
persona.
Millett incide en que el desarrollo de la identidad genérica se
conforma en la infancia, pero depende del ambiente y de las perso-
nas que nos rodean, así como de la cultura en la que nacemos. El

62
patriarcado no se fundamenta en el sexo biológico, sino precisa-
mente en esa socialización a la que han sido sometidos hombres y
mujeres hasta alcanzar esa identidad, que no hace más que reforzar
ciertas actitudes como la agresividad o la pasividad. También hace
hincapié, como Firestone, en que el patriarcado gravita sobre la
familia, que es un reflejo de la sociedad y la encargada precisamen-
te de socializar a las criaturas y de hacer de mediadora entre éstas y
la sociedad. «Constituye una unidad patriarcal dentro del conjun-
to del patriarcado», afirma Millett, cerrando el círculo con el ter-
cer elemento de la tríada: el Estado. Es un círculo de poder, ya que
el Padre posee la patria potestas, es decir, el dominio absoluto so-
bre las esposas y los hij@s.
Luego va matizando estos elementos con otros componentes
que introducen variaciones, pero siempre sobre el mismo tema: el
Patriarcado. Estas matizaciones dependen de la clase social, de la
fuerza, el mito o la religión para concluir que todos estos aspectos
conforman lo que ha dado en llamarse la psicología masculina y
femenina. Y acaba su libro con la siguiente conclusión:

El profundo cambio social que implica una revolución seXual


atañe sobre todo a la toma de conciencia, así como a la exposi-
ción y eliminación de ciertas realidades, tanto sociales como
psicológicas, subyacentes a las estructuras políticas y cultura-
les. Supone, pues, una revolución cultural que, si bien ha de
llevar consigo esa reestructuración política y económica a la
que suele aplicarse el término revolución, tiene que trascender
necesariamente dicho objetivo.

Al final de los años sesenta, cualquier persona un tanto docu-


mentada sobre la historia y la marcha del mundo podía compro-
bar que las diferentes revoluciones que habían jalonado la histo-

63
ria carecían del elemento clave para subvertir el Patriarcado: el de
la liberación sexual. Y Millett ve en el feminismo el movimiento
capaz de superar ese orden a través de la implantación de un cam-
bio de costumbres, de hábitos, percepciones y valoraciones que
dieran paso a una auténtica política sexual, una revolución cultu-
ral básica para el cambio también de estructuras. Sus propuestas
llegaron en un momento clave en el que las mujeres tomábamos
conciencia del propio cuerpo y de la necesidad de liberarlo de una
moral, unas leyes y una cultura que lo habían sojuzgado durante
milenios.
Poco a poco, el feminismo radical fue dando paso al feminis-
mo cultural y al de la diferencia en Europa. Lo que hizo desapare-
cer al movimiento radical fue la falta de estructuras y la ausencia
de líderes, porque no se trataba de profesionalizar la política y de
repetir los mismos esquemas de siempre. Además la militancia fue
perdiendo fuerza por el problema eterno de la falta de tiempo de
las mujeres con sus dobles y triples jornadas. Sin embargo surgió
un sentimiento nuevo en política, la sororidad o sisterhood, que iba
más allá de la camaradería propia de los compafieros en una mi-
sión e ideal comunes, ya que la sororidad se había fraguado en los
grupos de autoconciencia, en los que se reflexionaba sobre la pro-
pia vida de las mujeres, creando así una conciencia de género que
perviviría en las décadas posteriores. Para 1975 la mayoría de los
grupos de autoconciencia se había disuelto. Eran los afios en los
que el feminismo comienza a organizarse en Espafia.
Como en nuestro país no estaban aún legalizados los partidos
políticos, todos los grupos de izquierda tenían su «sección femeni-
na» dispuesta a tomar un movimiento ciudadano que despuntaba
con fuerza, y fuimos muy pocas las que nos proclamamos como de
única militancia siguiendo la línea de las radicales. Gracias a las
experiencias y a las publicaciones de las teóricas de este movimien-

64
ro pudimos disponer de una herramienta básica para profundizar
en la crítica al Patriarcado. Con todo, muchas mujeres de la iz-
quierda militante fueron contaminadas por el feminismo, tal vez
como un apéndice en sus programas, pues era de lo más redun-
dante el tema, mil veces repetido en conferencias y debates, de
«Mujer y lucha de clases» ¡qué pesadez! Hasta que en 1979, en el
Encuentro de Granada, se escenificó la ruptura definitiva entre las
dos tendencias.
Lástima que muchos caminos de evolución y progreso queda-
ran subsumidos en la consecución de la Democracia. Con la llega-
da de la supuesta izquierda al poder, en 1982, tuvo lugar el
desmantelamiento de la mayoría de los grupos, surgiendo una se-
rie de asociaciones, al socaire de las subvenciones estatales, que desde
el Instituto de la Mujer se fueron encaminando hacia ONG asisten-
ciales sin una función dinamizadora de la sociedad. Las intelectua-
les se fueron aparcando en los estudios de género y el resto se refu-
gió en la privacidad. Lo cierto es que las vidas de muchas mujeres
cambiaron para siempre con mayor o menor fortuna, y que sem-
braron una simiente que me niego a pensar que haya muerto. Aquí
estamos, todas nosotras, para negarlo.
Comenzamos con Simone de Beauvoir en el planteamiento de
la Mujer como alteridad y la necesidad de acceder al estatus de
Sujeto para igualarse al hombre, llegando a ser un individuo libre
que se trasciende a través de las propias elecciones. Quince años
más tarde aparece Betty Friedan desmantelando un estúpido ideal
de feminidad que producía un malestar sin nombre, pero ponien-
do el acento en las reivindicaciones legales y la participación polí-
tica. Y terminamos con las radicales que acusan de dicho malestar
al Patriarcado, un sistema de dominación que incide tanto en lo
público como en lo privado. Para Firestone el núcleo estratégico a
nestruir es la familia, como origen y escenario de la dominación;

65
para Millett, lo fundamental para hacer la revolución era instaurar
una nueva política sexual en la que las mujeres no estuvieran so-
metidas a los hombres. Tres tendencias, tres etapas epistemológicas
al hilo de los tiempos: Humanismo existencialista, liberalismo pro-
gresista y radicalismo antipatriarcal.

Del feminismo de la diferencia a las diferencias en


el feminismo
Con el debate del feminismo de la diferencia y de la igualdad nos
situamos en el momento actual por más que la cuestión venga de
lejos. Lo que sucede es que se ha recrudecido la discusión porque
muchas mujeres feministas se están replanteando en qué medida
estamos propiciando un cambio social o en qué medida existe un
retroceso respecto a los logros alcanzados. Y más aún, de dónde
viene el desprestigio de un movimiento que sólo ha conseguido
mejoras para las situación de las mujeres en el mundo.
Al analizar los lentos avances en el seno de unas sociedades que
siguen manteniendo su estructura patriarcal, el feminismo de la
diferencia se pregunta si la igualdad no es más que una aceptación
de la colonización patriarcal a cambio de algunas concesiones
igualitarias. Y el feminismo de la igualdad se exaspera de que las de
la diferencia sean una elitistas que se andan mirando el ombligo ...
con la que está cayendo.
CeliaAmorós, madre y maestra de la filosofía de la igualdad en
España, termina,su libro Tiempo de fominismos con una crítica ve;'
lada y una toma de partido unívoca:

Sólo puedo concluir en este espacio que, fuera de la herencia


de la Ilustración, su suelo de origen, el feminismo transita siem-
pre las mismas sendas de la evocación ... Mientras, el proyecto

66
ilustrado, tarea infinita, está todavía por recorrer y ser explota-
do en muchos de sus tramos, y nos ofrece sugerentes sendas
perdidas ...

Me parece muy bien que cada quién se adhiera a la corriente


filosófica que le plazca, y más si está en la línea emancipatoria de la
Ilustración, pero es curioso que esto no les parezca tan bien a las
ilustradas, y se dediquen a atacar virulentamente a las de la dife-
rencia, reduciendo todo su corpus teórico a un esencialismo tras-
nochado propio del «eterno femenino», que debe de ser una de las
evocaciones a las que Celia se refiere.
No les debería de extrañar, por el contrario, que las mujeres ha-
yamos seguido pensando al hilo de nuestra época, y es que desde la
Ilustración ha llovido mucho. Lo raro sería que la dialéctica, lafeno-
menología, el nihilismo vitalista, la hermenéutica, el psicoanálisis, la
diferencia o la postmodernidad no nos hubieran influido, no nos
hubieran movido las neuronas un poquito al menos. Si el feminis-
mo radical americano introduce la crítica al Patriarcado en su ver-
sión pública y privada, es normal que al profundizar en esa crítica
nos topemos con la Filosofía misma, ese «mito de la etnia occiden-
tal», que diría Foucault; nos topemos con el modo mismo de pensar·
que ha configurado epistemológicamente el mundo en que vivimos.
La puesta en cuestión de la univocidad de la Filosofía constitu-
ye el punto de arranque del pensamiento de la diferencia, un pen-
samiento que surge en Europa a partir de los afíos sesenta más o
menos. Cuando menos se trata de un pensamiento más moderno
y actual que el pensamiento ilustrado. Un pensamiento que va-
mos a exponer muy sucintamente, lo suficiente para que se en-
tiendan sus implicaciones en el feminismo de la diferencia.
Este pensamiento proviene de una sospecha, porque es muy
sospechoso que el discurso filosófico se pretenda siempre co~o

67
unívoco, como representante de la Verdad. Derrida es el primero 1
que empieza a ver que en todo discurso existe una doble verdad,
dos verdades que no coinciden, como tampoco coinciden el ser y ¡
el sentido, el signo y el referente, el hecho y el derecho. Esto quie-
re decir que no existe la pura identidad de algo consigo mismo. Si
digo «yo», no sé exactamente qué quiero decir, porque el yo de
ayer no es el mismo que el de ahora o el de mañana; además el
«yo)) tiene unos referentes que no son él mismo. Cuando digo «yo))'
estoy aludiendo a mis padres, a mi infancia, a mi educación, a mi
cultura y a todo un mundo simbólico y real que no «aparecen)) en
ese yo, que no se hace presente en la evidencia. La diferencia quie-
re dar cuenta de ese desfase. La metafísica, por el contrario, sería el
pensamiento de la identidad y de lo presente, mientras que la «di-
ferencia)) es el más allá de la lógica de la identidad y el pensamien-
to de lo no presente, de la ausencia. Para salir del «lenguaje de la
metafísica)) Derrida propone el método de la «deconstruccióm),
poniendo así de relieve la diferencia existente entre esa doble ver-
dad que aparece en la presencia y se oculta en la ausencia. Y en este
modo de abordar la realidad es en el que cierto pensamiento femi-
nista encuentra una metodología apropiada. Cuando hablamos del
«hombre)) como identidad y como presencia, estamos ocultando
un fundamento, una realidad otra que lo sustenta, que es la mu-
jer. Así pues, si toda realidad presente se refiere a otra ausente, y
además la realidad no es estática, sino fluyente, la diferencia se
refiere a ese diferido entre lo presente y lo ausente, entre el instan-
te y el pasado o el_futuro. Según Derrida, la metafísica consistiría
en el gesto de borrar esta marca distintiva, esta huella de lo ausen-
te por la que sólo aparece lo presente como totalidad, como ver-
dad única.
En el sistema patriarcal la mujer es lo ausente, por tanto no
puede ser pensada por la metafísica tradicional, es decir, por la ló-

68
gica aristotélica de la identidad. Es pues una contradicción en los
términos que se acuse a las feministas de la diferencia de esencialistas
o identitarias; o bien, una contradicción que lo sean.
La diferencia se muestra también entre el Derecho y la Justi-
cia, por ejemplo. Si en virtud del principio de igualdad se aplica el
Derecho estrictamente a los dos sexos, en muchos casos se come-
ten flagrantes injusticias con las mujeres. De aquí la paradoja de
que para pedir la igualdad entre los sexos, se deban defender y es-
tablecer muy claramente las diferencias.
La teoría ilustrada de la igualdad es una teoría normativa, mien-
tras que la teoría de la diferencia es deconstructiva. Esta última ha
producido, a través del neofeminismo, un cambio interno en las
líneas de investigación de la filosofía moral y política, propiciando
contribuciones muy originales.
La pionera en el feminismo de la diferencia es Luce Irigaray,
una filósofa y psicoanalista belga que luego se instaló en París for-
mando parte de l'École freudienne fundada por Lacan. En 1969
comenzó a enseñar en la Universidad de Vincenns en el departa-
mento de psicoanálisis, pero después de la publicación de su obra
Speculum fue expulsada tanto de la Escuela freudiana como de la
Universidad. No sé de ninguna feminista contemporánea de la
igualdad que haya pasado por lo mismo, y eso merece romper una
lanza a favor de Luce Irigaray.
Lo fundamental de la obra de Irigaray es que identifica lo fe-
menino como pensamiento de la diferencia, y lo masculino como
pensamiento de la identidad. Quiere decir que la lógica para pen-
sar lo femenino ha de trascender la lógica con la que piensa y se
piensa lo masculino, o sea, lo neutro, lo universal y lo abstracto
con pretensiones de objetividad. Irigaray, precisamente por el modo
tan interesado y metafísico de pensar lo femenino, acusa a Freud y
a lr>s psicoanalistas de que la teoría sobre la sexualidad femenina es

69
un código (retrógado) de comportamiento más que una seria des-
cripción de los hechos:

Vuestros «fantasmas» hacen la ley. Lo simbólico que imponéis


como un universal, libre de cualquier contingencia empírica o
histórica, es «vuestro>> imaginario transformado en orden, in-
cluso social.

No voy a entrar en todo el debate psicoanalítico que plantea


Luce Irigaray por tratarse de un tema muy complejo y críptico para
una conferencia, pero sí voy a entrar en lo que para ella constituye
el pensamiento de la diferencia sexual analizando su libro Yo, tú,
nosotras. En él parte de la evidencia de que la explotación de las
mujeres está basada en la diferencia sexual y de que en la lucha por
la emancipación hay que partir de ahí, de esa diferencia, no para
ahondar las desigualdades, sino para resolver la propia diferencia
sin neutralizarla con el igualitarismo, que anula los valores de las
mujeres. El pensamiento patriarcal ha conseguido que «ella» pasa-
ra a ser no-él, simplemente porque nuestra única referencia para
representarnos es él: ¿Por qué es nuestra única referencia? Porque
hemos olvidado nuestra genealogía matriarcalista. La falta de rela-
ción con otras imágenes de mundo que las ofrecidas por la cultura
patriarcal, la falta de vinculación con la imagen de la madre como
algo fundamental hace que nuestro sexo y nuestro género se vivan
como neutros. La tendencia a neutralizar del patriarcado está uni-
versalizada, y la prueba es que todo es intercambiable por dinero.
El dinero elimina y aniquila las diferencias y, por tanto, la verdade-
ra riqueza del mundo. Y es curioso que el dinero sea el valor más
aceptado universalmente.
El cuerpo femenino es lo que de verdad otorga de entrada igual-
dad de oportunidades al engendrar indistintamente niñas y niños,

70
pero esa igualdad de oportunidades tiene como requisito la dife-
rencia de los sexos. En cambio es el padre el que castiga la diferen-
cia y establece desigualdades entre la hija y el hijo, por más que
ambos se engendren con su semen, porque es el hijo el que se le
parece, el que prolonga su infantil narcisismo. Luego se establecen
las jerarquías entre los iguales, entre los semejantes, pero con los
diferentes ni siquiera se establecen esas jerarquías. Simplemente se
las niega, lo que corresponde al sentido de los velos o de las celo-
sías, porque ellas no reflejan la imagen de lo masculino. O, por el
contrario, se las destapa para despojarlas de su propia dignidad,
porque no es un cuerpo bello lo que quieren ver, sino un cuerpo
lascivo alejado de su propia imagen masculina.
Consecuentemente, para obtener un estatuto subjetivo equi-
valente al de los hombres, las mujeres deben hacer que se reconoz-
ca su diferencia, creando un mundo simbólico en el que esa dife-
rencia sea significativa y relevante. Uno de esos aspectos simbólicos
consiste en dar significación preeminente a la genealogía femenina
y a la relación específica entre madre e hija.
A Irigaray, como a todas las feministas de la diferencia, se la ha
acusado de esencialista. Sin embargo ella firma explícitamente lo
contrario en varios momentos de su obra. ((Mujer es un sustantivo
común para el cual no se puede definir una identidad)), dice en
Speculum? Y en otras ocasiones repite que, si bien es verdad que
existe una diferencia de la mujer respecto al varón, también esa
diferencia se multiplica en las miles de formas de ser mujer entre
las mujeres. Lo que sí plantea es que las mujeres necesitarían sepa-
rarse de los hombres para liberarse de una identidad impuesta por
la cultura masculina.

7. IRIGARAY, Luce (1978), Speculum, Saltés, Madrid.

71
A finales de los sesenta y durante toda la década siguiente, Ita-
lia fue uno de los países más activos dentro del movimiento femi-
nista. Aunque la mayoría de los grupos estaban ligados a opciones
políticas de izquierda en general, también surgió una importante
corriente del feminismo de la diferencia. Carla Lonzi tuvo una gran
repercusión internacional con su obra Escupamos sobre Hegel, 8 una
crítica despiadada a la cultura patriarcal y a las aspiraciones iguali-
tarias de un cierto feminismo colonizado, ya que la igualdad es un
principio jurídico, mientras que la diferencia supone una realidad
existencial con muchas más posibilidades de futuro que un iguali-
tarismo que nos llevaría a una sociedad homogeneizada y unidi-
mensional. «La igualdad entre los sexos es el ropaje con el que se
disfraza hoy la inferioridad de la mujer)), afirma sin ningún tipo de
complejo. La obra de Lonzi se caracteriza por una ruptura con el
lenguaje solemne y ridículo de gran parte de la Filosofía, así como
por su falta de prejuicios para decir, no sólo lo que piensa, sino lo
que siente. Lástima que muriera tan joven.
De aquella actividad de los grupos feministas en Italia surgie-
ron varias iniciativas en la línea de la diferencia, entre ellas La li-
brería delle donne de Milán y La biblioteca delle donne de Parma
con el propósito de crear espacios para las mujeres en los que se
diera a conocer su pensamiento. En estos grupos se acuñó el tér-
mino affidamento, del verbo affidare, que significa confiar o dejar
una cuestión en manos de otra persona. Claro que cuando esa cues-
tión es una misma ... , la cosa cambia. Teniendo en cuenta que la
madre es la mediadora natural entre las hijas e hijos y el mundo,
pero que se ha ~isto impelida a entregarse más a los varones o a
transmitir prioritariamente los valores paternos, «el a.lfidamento

8. LONZI, Carla (1981 ), Escupamos sobre Hegel, Editorial Anagrama, Barcelona.

72
entre mujeres es la práctica social que rehabilita a la madre en su
función simbólica en relación a la mujer». La reparación de esa
función simbólica es la que fundamenta la grandeza materna per-
dida y con ella la autoridad social femenina.
Siguiendo esa línea, Luisa Murara se centra sobre todo en el
valor de la figura de la madre, a la que pretende rescatar del corsé
y del significado de «la mamá patriarcal». Busca en esa figura ma-
terna un punto de partida real y simbólico desde el cual pensar y
actuar como propone en su obra El orden simbólico de la madre. 9
La figura de la madre habría que rescatarla, sin ninguna duda,
de esa caricatura que ha hecho de ella el patriarcado, pero con su
magnificación no salimos de ese círculo vicioso y agorafóbico fa-
miliar en el que nos encierra esta tendencia concreta dentro del
feminismo de la diferencia. Y más cuando en ese círculo se constri-
ñe a mujeres que supuestamente se han emancipado ya de ese es-
quema, recreándolo una y otra vez entre adultas, cuyas vidas pue-
den recorrer caminos no referidos continuamente a la maternidad
o a la filiación. Es como si sólo existieran dos arquetipos tan ínti-
mamente relacionados como los de Deméter y Perséfone. Afrodi-
ta, Hécate, Atenea, Artemisa, Hera, Hestia o Psique fundamentan
otras muchas posibilidades de ser mujer, de vivir la diferencia y las
diferencias alejadas de la relación primordial madre-hija, que por
supuesto es fundamental, pero que no agota las posibilidades de
las múltiples diferencias.
Me parece que es una tendencia muy arraigada en Muraro, pues
en el grupo formado por mujeres filósofas, Diótima, en torno a la
universidad de Verona y a la propia Murara, se explicita que dicho
grupo es contrario al pluralismo, lo que quiere decir que «no to-

9. MURARO, Luisa (1994), El orden simbólico de la madre, Horas y horas, Madrid.

73
mamos en consideración cualquier contraste porque tenemos al-
gunas reglas que dejan fuera toda una serie de posturas tanto de
vida como de pensamiento (... ). Hay cosas que se quedan fuera.
Hay en Diótima una parcialidad aceptada». Me parece normal que
se limiten los temas a tratar, pero, dentro de esos temas, los diver-
sos puntos de vista enriquecerían el debate y la experiencia, even-
tualidad que no es aceptada en absoluto. Se trata de un pensamiento
convergente que gana en profundidad lo que pierde en la plurali-
dad y divergencia propias de la vida.
De todos modos, me parece interesante el planteamiento de
Muraro como salto epistemológico en el sentido de que «El origen
de la vida no es separable del origen del lenguaje, ni el cuerpo de la
mente», ya que el orden simbólico comienza a establecerse en la
relación con la madre, en contraposición a la tradicional postura
psicoanalítica que impone el «corte» con la madre como una nece-
sidad de ese orden simbólico. Para Muraro la antigua relación con
la madre nos da el punto de vista duradero y verdadero sobre lo
real en el sentido metafísico y lógico en cuanto que no separa ser y
pensamiento, ya que junto con la vida nos otorga también la pala-
bra: aquí radica la auténtica autoridad materna. Y no sólo su au-
toridad, sino su grandeza, pues la experiencia creadora de los orí-
genes es la experiencia de un sujeto con la matriz de la vida, no una
simple relación a dos, sino una relación del ser con el ser. En este
sentido trata de unir la experiencia original con la metafísica en la
medida en que junto a la vida se nos otorga la capacidad para pen-
sarla y expresarla a través del lenguaje.
Sin embargo, recibir la vida supone igualmente -creo yo-
«salir» a la vida, y me da la impresión de que Murara se queda en
un círculo, no sé si vicioso, pero sí claustrof.óbico, en el que se
repite continuamente esa presencia a través de la privilegiada me-
diación femenina. Y entonces una desea ser arrojada al mundo con

74
todas sus incertidumbres, riesgos y locuras; desea perderse y en-
contrarse en sucesivos hallazgos en lugar de que todo esté pautado
y englobado en una verdad única. Su experiencia, impuesta así como
verdad metafísica, traiciona la libertad prometida por la propia fi-
losofía de la diferencia; se impone como algo rotundo que amena-
za con la pérdida del sentido a quien transite por otros derroteros.
La madre también nos «echa» al mundo y eso ha de tener un signi-
ficado no sólo real, sino simbólico. Toda la escritura de Muraro
rota en torno a su experiencia, a eso que llama «partir de sÍ», pero
que al convertirla en doctrina puede provocar un sectarismo peli-
groso. El «CÍrculo de carne» tejido entre la simbólica figura de la
madre y las amigas reales se percibe desde fuera como un círculo
de hierro.
Ciertamente que el feminismo de la diferencia, llamado así por
partir de la diferencia sexual; puede percibirse como un esencialismo
en el que las mujeres aparecemos como nimbadas de una aureola
identitaria. En este sentido ha sido criticado tanto desde el femi-
nismo de la igualdad como desde un feminismo de la diferencia
más radical. Para las primeras, esa crítica se ha convertido en una
muletilla carente de profundidad, como si su racionalismo ilustra-
do no representara el pensamiento esencialista por excelencia. Desde
la segunda posición, Judith Butler señala que sexo y género son
una invención que incluye el cuerpo, y que el concepto «mujer»
carece de contenido definido, pues se trata de una construcción
cultural «disfrazada de verdad natural». Con todo, este feminismo
se queda en la pura deconstrucción sin un proyecto claro. Y digo
«se queda» sin ánimo peyorativo, pues toda obra se queda en algún
punto concreto sin abarcar la totalidad.
Mi posición personal es que la política feminista no se puede
abordar únicamente desde la perspectiva de la mujer como Sujeto
en un mundo real y simbólicamente patriarcalista. Ese sujeto au-

75
tónomo no existe ni va a existir por el camino de la igualdad, pues
siempre seríamos las mujeres las que tendríamos que someternos a
unos modelos, unos valores, unas jerarquías o unas cosmovisiones
heterónomas, construidas no sólo sin nosotras, sino contra noso-
tras. Sería como jugar en campo contrario sin portero ni defensas.
Con mucha suerte habría quien lograra meter algún gol, pero los
que nos iban a meter a nosotras no es para contar.
Más bien creo que las mujeres como sexo somos diferentes a
los hombres (ni desiguales ni antagónicas ni complementarias) y
en este sentido idénticas, es decir, intercambiables: hembras al fin
y al cabo. Como seres social y culturalmente sometidas o subordi-
nadas, somos también un género diferente y desigual, aunque con
distintas características según las tradiciones y contextos a los que
pertenezcamos. Como individuas también la diferencia nos separa
a unas de otras, pero connotadas por el sexo y por el género. No
podemos negar la evidencia ni sería bueno que la negáramos. Pero
precisamente porque nuestra historia ha discurrido en los últimos
milenios dentro de un orden patriarcal, tenemos también la op-
ción histórica y política de ser lo Otro, aquello que por su acción
puede introducir lo nuevo, lo revolucionario en el seno de lo Mis-
mo, ese orden dominante que se repite y se clona indefinidamen-
te. Es el modo en que la Historia ha ido avanzando, evolucionan-
do. Entonces es cuando la diferencia se convierte en una fuerza
capaz de transformar d modelo, porque todo lo que se ha impues-
to históricamente se puede cambiar políticamente. De lo contra-
rio, la diferencia no tendrá un sentido político, y si no tiene senti-
do político no tendrá nada que ver con el feminismo, que sin duda
constituye una opción personal y política.
Rosa Ma Rodríguez Magda lo expresa muy bien en su obra
Foucault y la genealogía de los sexos cuando escribe:

76
Otro camino a seguir explorando es el de la asunción de las
tematizaciones generales de la diferencia incluyendo a lo feme-
nino, lo cual no quiere decir necesariamente hacer un feminis-
mo esencialista de la diferencia, sino recoger lo positivo de la
crítica a lo Mismo, la deconstrucción, la diferencia, lo diverso ...
también para las mujeres como grupo marginado -y de nuevo
marginado en las filosofías de la diferencia-, utilizando los re-
cursos lógico-gnoseológicos que aportan dichas tendencias para
la construcción de nuestra identidad genérica.

Así pues, sólo me quedaría afiadir, de nuevo, que esa identidad


genérica, además de su componente lógico-gnoseológico, significa
una construcción (no una esencia) con una finalidad de proyec-
ción en el mundo como en su día lo fue la clase obrera, pero inclu-
yendo en ese proyecto genérico el proyecto personal regido por el
deseo. De lo contrario no llegará a realizarse como tal, en todo caso
como simulacro. La función del Otro es la negación, que constitu-
ye 1:;~. esencia de la libertad como superación de lo dado.

77
tónomo no existe ni va a existir por el camino de la igualdad, pues
siempre seríamos las mujeres las que tendríamos que someternos a
unos modelos, unos valores, unas jerarquías o unas cosmovisiones
heterónomas, construidas no sólo sin nosotras, sino contra noso-
tras. Sería como jugar en campo contrario sin portero ni defensas.
Con mucha suerte habría quien lograra meter algún gol, pero los
que nos iban a meter a nosotras no es para contar.
Más bien creo que las mujeres como sexo somos diferentes a
los hombres (ni desiguales ni antagónicas ni complementarias) y
en este sentido idénticas, es decir, intercambiables: hembras al fin
y al cabo. Como seres social y culturalmente sometidas o subordi-
nadas, somos también un género diferente y desigual, aunque con
distintas características según las tradiciones y contextos a los que
pertenezcamos. Como individuas también la diferencia nos separa
a unas de otras, pero connotadas por el sexo y por el género. No
podemos negar la evidencia ni sería bueno que la negáramos. Pero
precisamente porque nuestra historia ha discurrido en los últimos
milenios dentro de un orden patriarcal, tenemos también la op-
ción histórica y política de ser lo Otro, aquello que por su acción
puede introducir lo nuevo, lo revolucionario en el seno de lo Mis-
mo, ese orden dominante que se repite y se clona indefinidamen-
te. Es el modo en que la Historia ha ido avanzando, evolucionan-
do. Entonces es cuando la diferencia se convierte en una fuerza
capaz de transformar d modelo, porque todo lo que se ha impues-
to históricamente se puede cambiar políticamente. De lo contra-
rio, la diferencia no tendrá un sentido político, y si no tiene senti-
do político no tendrá nada que ver con el feminismo, que sin duda
constituye una opción personal y política.
Rosa Ma Rodríguez Magda lo expresa muy bien en su obra
Foucault y la genealogía de los sexos cuando escribe:

76
Otro camino a seguir explorando es el de la asunción de las
tematizaciones generales de la diferencia incluyendo a lo feme-
nino, lo cual no quiere decir necesariamente hacer un feminis-
mo esencialista de la diferencia, sino recoger lo positivo de la
crítica a lo Mismo, la deconstrucción, la diferencia, lo diverso ...
también para las mujeres como grupo marginado -y de nuevo
marginado en las filosofías de la diferencia-, utilizando los re-
cursos lógico-gnoseológicos que aportan dichas tendencias para
la construcción de nuestra identidad genérica.

Así pues, sólo me quedaría añadir, de nuevo, que esa identidad


genérica, además de su componente lógico-gnoseológico, significa
una construcción (no una esencia) con una finalidad de proyec-
ción en el mundo como en su día lo fue la clase obrera, pero inclu-
yendo en ese proyecto genérico el proyecto personal regido por el
deseo. De lo contrario no llegará a realizarse como tal, en todo caso
como simulacro. La función del Otro es la negación, que constitu-
ye 1:;~. esencia de la libertad como superación de lo dado.

77
111. LA MUJER Y LO SAGRADO*

Me siento en la obligación de comenzar con una declaración de


intenciones. Y es la siguiente: No voy a hablar de Teresa de Ávila,
ni de Sor Juana Inés de la Cruz, ni de Hildegarda de Bingen, ni de
Margarita Porete, ni de la monja Egeria ... ni, ni, ni. Es tan simple
como que no puedo hablar de la mujer y lo sagrado en el contexto
del monoteísmo si no es dando una complicada vuelta que me si-
túe en la mística, que es el atajo para trascender a lo divino burlan-
do la religión. Pero tampoco esto me interesa ahora.
Supongo que no es casual el título que se le ha querido dar a
esta conferencia, porque no se trata de «la mujer y lo divino}) ni de
«la mujer y la religión», no. Se trata de «La Mujer y lo Sagrado}). Y
aquí comienzan mis problemas, porque tanto en griego como en
latín existen dos palabras para designar a lo «sagrado}). En griego
están hierósy hagios, pero mientras la primera significa sagrado en
lo que tiene de referencia a lo divino como fuerza y luz, la segun-

*Conferencia impartida en los Encuentros sobre «El retorno de la utopía>> con-


vocados por la Fundación Tercer Milenio. Valencia, mayo, 2001.

79
da, hagios, implica también la acepción de maldito. En latín suce-
de algo parecido, pues si bien sanctus corresponde al concepto de
sagrado y santo, así como al de respetable y virtuoso, la palabra
sacer, de la que provienen sacro, sacerdote o sacrificio, también
conlleva el significado de maldito, execrable o consagrado a los
dioses infernales.
Entre lo santo y lo maldito, la mujer siempre ha sido relegada
a esta última instancia. Incluso ha sido identificada con el Mal en
sí, tal como afirmaban los inquisidores Kramery Sprenger, autores
de El martillo de las brujas: 1 «Toda maldad es nada comparada con
la maldad de las mujeres». Ya desde los orígenes Eva y Pandora
representan la causa de todos los males que luego nos han sobreve-
nido a los humanos. La mujer es un ser impuro por su sangre
menstrual, que tenía la capacidad virtual de contaminar a toda la
comunidad, por lo que era incluso apartada de ella. Pero también
era impura por el hecho de gestar y alumbrar a una criatura. Ejem-
plo de ello lo tenemos en la purificación preceptiva de María des-
pués del nacimiento de Jesús, teniendo que ofrecer en el Templo el
sacrificio de un par de tórtolas o pichones para lavarse de la incom-
prensible mancha de haber parido. Sin embargo, la sangre del sa-
crificio ofrecido a Dios purifica a los hombres y es grata a Yahvéh,
pues el mismo rey David reconoce el interés de su dios por los
sacrificios rituales, ya que para reconciliarse con Él le brinda la sa-
tisfacción de «oler una ofrenda». Y en la consagración del templo ·
de Jerusalén por Salomón se sacrificaron veintidos mil bueyes y
ciento veinte mil carneros: una múltiple hecatombe, ya que esta
palabra significa «cien bveyes» o el sacrificio de esos cien bueyes.

l. KRAMER y SPRENGER (1969), El martillo de las brujas, Editora Nacional,


Madrid.

80
El Falo y el Grial
Lo sagrado se refiere también a determinados objetos o lugares que
forman parte del culto y que poseen una especial virtualidad de
transformación. Dos de estos objetos son el Falo y el Grial, que
merecen una comparación.
El Falo, símbolo masculino de la fecundidad, era especialmen-
te venerado en los cultos dionisiacos. Tal vez ese falo haya pasado a
ser la famosa escoba de las brujas, que además de estar untada con
sustancias alucinógenas, servía para las copulaciones en aquellos
ritos de fecundidad que eran los akelarres, y que darían lugar a la
leyenda del pene frío y rígido del diablo. El Falo, como objeto de
veneración, supone una metonimia de lo masculino en la que se
toma la parte por el todo y cuya presencia o ausencia instaura un
tipo de lógica, según Julia Kristeva en su correspondencia con
Catherine Clément sobre Lo femenino y lo sagrado. Supone, pues,
la condición mínima del sentido en la dualidad sí/no, uno/cero,
ser/no ser: «Podría decirse que el órgano macho encarna potencia-
lidades lógicas que hacen de él... nuestro ordenador corporal: la
. condensación de ese binarismo 0/1 que está en la base de todos los
sistemas de sentido». 2 Sin embargo, el Falo no es el pene, ya que
aquél sólo tiene sentido en la presencia erecta que significa el l.
Cuando no está en erección es un O, no tiene valor: es como una
oreja. Por lo tanto, el ser o no ser masculino se debate en torno a
ese Falo objeto de veneración, pero tambíén de alienación, ya que
como dice Lacan, el alienado vive fuera de él mismo, prisionero
del significante, prisionero de la imagen de su yo o de la imagen
del ideal. Vive de la mirada del otro hacia él. Pues bien, esa identi-
ficación con un significante que se considera supremo y que otor-

2. O.EMENT, Catherine (2000), Lo femenino y lo sagrado, Cátedra, Madrid, p. 79.

81
ga el ser desde una metonimia en la lógica de lo binario, hace posi-
ble el posterior monoteísmo en el que Dios es Uno y Único y tiene
la plenitud del ser: «Yo soy el que soy», dice Yahvéh a Moisés. En
este sentido es esta vez la interlocutora de Kristeva, Catherine
Clément, la que aventura lo siguiente: «No hay duda que existe
una relación entre el hombre y Dios. Pero ¿y entre el hombre y lo
sagrado? ¿Y si por casualidad la adoración del dios único cerrara el
paso de lo masculino a lo sagrado?» 3
El Grial, por el contrario, que posee múltiples significantes,
pero un sólo significado, es la metáfora de la plenitud, de la reali-
zación. En todas las leyendas es el hombre puro, un héroe rel~gio­
so, quien busca el Grial pasando por aventuras y desventuras sin
cuento. En la versión de «Parsifal» de Wolfram von Eschenbach el
héroe llega al castillo de Montsalvatch y penetra en la estancia lu-
minosa en la que le esperan cuatrocientos caballeros junto al rey
enfermo. Arturo le hace sentarse a su lado y en ese momento se
abren las puertas y aparece un grupo de bellas vírgenes que desfi-
lan de dos en dos. La última de ellas, Respanse de Joie, portaba
una copa resplandeciente.

Delante de ellas avanzaba la reina, con el semblante brillante.


Todos imaginaron que anochecería. Uno vio que la doncella
estaba vestida con muselina de Arabia. Sobre un cojín de seda
verde llevaba la Perla del Paraíso. La reina sin mancha, orgullo-
sa, pura y serena, depositó ante el huésped el Grial. Y Parsifal,
así cuenta la leyenda, no dejó por un instante de contemplar a
quien portaba el Santo Grial.

3. Ibíd. p. 79.

82
Recurriendo de nuevo a Lacan, que analiza el inconsciente
de acuerdo con el modelo del lenguaje, vemos que tanto la metá-
fora como la metonimia suponen una ruptura del significante
con el significado, que emerge en lo consciente bajo una másca-
ra. La metáfora funciona por condensación, la metonimia, por
desplazamiento. La metáfora se elabora en una relación de susti-
tución de significantes que ostentan entre sí un vínculo de si-
militud según el simbolismo úniversal. La metonimia, sin em-
bargo, es una figura retórica en la que los significados tienen entre
sí relaciones de contigüidad en un contexto, expresada por tanto
fragmentariamente. La metonimia supone siempre un absurdo
aparente por una especie de resistencia a la significación. La metá-
fora es más diáfana; la metonimia se esconde, se fragmenta en su-
cesivos significantes.
Repito: el Falo, como objeto sagrado, constituye una metoni-
mia; el Grial es una metáfora. El Falo se refiere a un significante
fragmentario con el que se identifica lo masculino. El Grial supo-
ne un significante completo que nos remite a un significado claro
representado por una copa, un cáliz, pero teniendo en cuenta que
el cáliz es la sublimación cristiana del caldero céltico, que. significa
abundancia y transformación iniciática, por tanto vinculado in-
trínsecamente con el atanor de los alquimistas. El caldero señala
claramente al útero materno y, según Jung, todo el simbolismo del
renacimiento y de la regeneración nos remiten a la Madre.
En su versión personificada, el Falo se identifica con antiguos
y oscuros diosecillos, los cabiros y los dáctilos, a los que se asimila
posteriormente la figura del héroe. El héroe, primitivo adorador
de Hera, se transforma en un matador de monstruos, que consti-
tuyen la versión maldita de las Diosas, la «madre terrible». Cuan-
do Edipo se enfrenta a la Esfinge, que es uno más de los mons-
truos del repertorio, y descifra el sentido del enigma «No sabía

83
que el ingenio del hombre nunca será suficiente para el enigma de
la Esfinge( ... ) porque su enigma era Ella misma, esto es, la ima-
gen de la madre terrible», 4 afirmaJung. Este error de cálculo es el
que conduce a Edipo hasta su posterior desgracia, por más que en
un primer momento sea aclamado como héroe y proclamado rey
deTebas.
También el símbolo fálico aparece en el «Fausto» de Goethe en
forma de llave, pero ¿qué puerta abre esa llave? Al despedirse
Mefistófeles de él le entrega esa llave, o clave, que tiene un sentido
muy determinado.

FAUSTO.- ¡Qué insignificancia! MEFISTÓFELES.- Acéptala y


no quieras despreciarla. FAUSTO.-¡Crece en mi mano! MEFIS-
TóFELES.~ ¿Notas ya cuánto tienes al tenerla? La llave indica-
rá el camino justo; baja tras ellas: irás hasta las Madres. FAUS-
TO.-(estremecido) ¡Las Madres! ¡Lo oigo siempre como un
golpe! ¿Qué palabra es que no la puedo oír?5

Y, finalmente, cuando Fausto abre con esa llave la puerta de los


infiernos que le conducirá a las Madres, lo primero que se encuen-
tra es el trípode con el caldero.
Mi interpretación es que la figura del héroe, que encarna el
arquetipo masculino por excelenciá en nuestra civilización pa-
triarcal, ha errado el camino. La lógica binaria del Patriarcado es
la que escindió los arquetipos de las Diosas en dos. Una de esas
partes, la condenada a la oscuridad o maldita, la transforma en
figuras monstruosas.. que los héroes se dedican a combatir. Los

4. ]UNG, C. G. (1982), Símbolos de transformación, Paidós, Barcelona, p. 195.


5. GOETHE (1985), Fausto, Planeta, Barcelona, p. 184.

84
despojos del arquetipo original los rehace en imágenes que se
adecuan a las funciones impuestas a las mujeres en una sociedad
dominada por los hombres: la madre, la esposa, la puta y la vir-
gen esencialmente.
Por el contrario, Goethe tiene la visión de que el hombre se
puede salvar, «saliendo de graves confusiones», como él mismo
escribirá en una.carta a su amigo Eckermann, cuando su búsqueda
se vuelva hacia aquellas Diosas perdidas: «Quien se atrevió a llegar
hasta las Madres no tiene nada ya que superan>, leemos en el «Faus-
to». Al igual que Parsifal, que queda prendado de la reina que por-
ta el Grial, porque el Grial siempre es portado por las mujeres.
Ahora bien, ¿saben o sabemos las mujeres que somos nosotras las
portadoras del Grial? ¿Qué significado encierra esta metáfora?

Las Diosas y su sombra


Arrojo todos estas cuestiones sobre el tapete para luego intentar
recogerlas, una vez que haya extraído otras piezas del puzzle que
nos permitan una composición más global. Una de estas piezas es
el concepto de «sombra», que Jung considera como el «otro aspec-
to» o «el hermano oscuro» de la individualidad humana, y que
nuestra civilización nos ha enseñado a rechazar: a las mujeres, por
desprecio de nuestra propia naturaleza; a los varones, por sublima-
ción de la suya en la figura del héroe. Sin embargo, la «sombra» no
es realmente nuestro lado oscuro, sino el más primitivo, el más
instintivo e infantil, en el que radicarían los impulsos más fuertes
hacia la Vida y no al contrario. Es, si queréis, nuestro lado más
divertido, aventurero y arriesgado.
La arqueóloga norteamericana Marija Gimbutas logró rastrear
las huellas de los primitivos pueblos de Europa antes y después del
cataclismo que supusieron las diversas oleadas de las invasiones

85
«kurgas», un término genérico para designar a las tribus guerreras
y cazadoras que fueron invadiendo el continente desde las desola-
das estepas al norte de los mares Caspio y Negro. Eran, ellos sí, los
arios puros. Pues bien, Gimbutas demuestra que antes de aquellas
invasiones indoeuropeas, los pueblos del continente no utilizaban
armas, vivían en ciudades abiertas y se dedicaban esencialmente a
la agricultura, la artesanía y el comercio. Sus cultos religiosos esta-
ban dirigidos a la Gran Diosa o Madre Tierra y la paz solidaria que
presidía aquella civilización ha hecho que Riane Eisler6 las haya
calificado de «sociedades solidarias» frente a las «sociedades de do-
minación» que se impusieron tras las invasiones.
Si bien en un primer momento los invasores imponen el poder
por la espada en una locura furiosa de destrucción y reparto inme-
diato del botín, la mera observación de los tipos de héroe, que la
mitología nos ha transmitido, nos indica la trayectoria de los pue-
blos «kurgos» para imponerse como civilización. Los inicios de la
barbarie están representados por Heracles, que personifica la fuer-
za bruta. Se trata de un héroe enfrentado con su fuerza física a
todos los monstruos que para los invasores significan las antiguas
divinidades femeninas: titanes, erinnias, gorgonas, esfinges, arpías,
etc., que se perpetuarán hasta la Edad Media en la figura del dra-
gón, vencido por el héroe cristiano San Jorge.
Sin embargo, la fuerza bruta no és suficiente para cambiar una
cosmovisión, y es entonces cuando surge otro arquetipo de héroe
más sutil y astuto: Teseo. Sin duda que se trata de introducir otros
valores culturales a partir de la nueva religión y de las nuevas leyes:
otro tipo de brutalidad, pero legitimizada. Teseo ya no es el bruto
de Heracles, sino el seductor por excelencia, de este modo el

6. EISLER, Riane (1990), El Cdliz y la Espada, Cuatro Vientos, Santiago de Chile.

86
Patriarcado logra lo más difícil: erotizar la violencia. Es Teseo quien
rapta a Antíope, nada menos que una reina amazónica, que se ena-
mora perdidamente de él hasta morir luchando a su lado contra
sus antiguas compañeras. Más tarde también seduce a Ariadna de
Creta, quien le confía el secreto del laberinto y con él la clave de la
destrucción del último bastión de la civilización matrística.
Finalmente, se consigue la domesticación de las mujeres con la
sublimación de la entrega, el sacrificio y la sumisión total a través
del matrimonio y la constitución de la familia patriarcal. El héroe
que representa esta última etapa es Cadmo, que termina casándo-
se con Harmonía, funda la ciudad de Tebas en Egipto y crea un
nuevo alfabeto. Viven felices y tienen cuatro hijos. Cadmo es, pues,
el último héroe. Ya no hay monstruos que matar, porque el último
monstruo, la Mujer, ha sido vencido.
Así pues, en el devenir, más o menos turbulento, de un nuevo
orden se llega a una conformación social de sometimiento al poder
y a un determinado tipo de razón, en el supuesto de que ambos
revelan dimensiones trascendentes respecto al antiguo orden cós-
mico naturalista e inmanente, que queda abolido. La experiencia
espiritual en el Patriarcado se aleja de la inmanencia humanizada
de la época matriarcalista y cambia las divinidades de la Tierra por
los dioses uránicos que residen en los cielos. Las Grandes Madres
de la vieja Europa son asimiladas al nuevo orden, y sus arquetipos
primigenios son escindidos según la lógica binaria dell/0. La per-
sonalidad sublimada y sometida de las Diosas pasa a formar parte
del Olimpo de los nuevos dioses; la «sombra» es relegada al cortejo
de monstruos infernales contra los que el Patriarcado sigue com-
batiendo en su atormentado inconsciente.
Ya Platón, incapai de asumir la voluptuosidad primitiva de
Mrodita, escinde ·a ésta en dos arquetipos antagónicos: Mrotita
Pandemo, la hija de la diosa Dione, que encarna así el matronazgo

87
del amor popular y vulgar; y Mrodita Urania, la nacida del semen
de Urano, diosa del amor puro e intelectual.
La «sombra», pues, pasará a ser un elemento denso y pesado en
la nueva civilización, sobre todo para las mujeres, una sombra más
negra y espesa cuanto más se rechaza. Desde niñas se nos reprime
nuestro lado salvaje: no corras, no grites, no des portazos, no te -
pelees, no digas palabrotas. Y ese gran NO castra nuestra libertad
más espontánea y primitiva, nuestra simple alegría de ser y de vi-"
vir. La cara oscura, que podría ser la más luminosa, se repliega, y se
convierte entonces en trofeo disecado de nuestro ser de mujeres
comme il faut.
Nada más ilustrativo de esta realidad que la primitiva Diosa de
las Serpientes, desgarrada y escindida en Atenea y Medusa. En Atenea
Parthenos, la virgen, y en la decapitada Medusa, su sombra.
Nos cuenta el mito patriarcal que Zeus deseaba a la titánide
Metis, de modo que la persiguió, la violó y la dejó encinta. Un
oráculo anunció que Metis daría a luz una niña, pero que si segui-
damente gestaba un varón, éste lo destronaría como él había he- -
cho con su padre Cronos, y éste a su vez con Urano. Así pues,
Zeus se tragó a Metis embarazada. Cuando llegó el momento del
parto, Zeus sufría de enormes dolores de cabeza hasta que Hefesto
le abrió el cráneo con su martillo y de ella surgió Atenea, plena-
mente armada y dando un portentoso grito. Ignorando incluso la
maternidad de Metis, en La Orestiada de Esquilo se le obliga a
decir a la Diosa una de las mayores imposturas que han ido con-
formando nuestro acervo simbólico: «Porque no existe madre que
me engendrara y en to'do admiro lo que es varonil -salvo en ca-
sarme- de todo corazón: Soy por completo de mi padre». Lo
demás lo sabemos: protectora de la ciudad de Atenas, diosa de la
sabiduría, como su madre Metis, y también guerrera. Pero en rea-
lidad, el origen de Atenea es cretense y es Ella la conocida Diosa

88
de las Serpientes. Los aqueos llevarían su nombre y sus símbolos
al Ática, pero desvirtuando también su identidad. Cuenta el mito
encubridor que Befesto intentó violar a la Diosa, pero Ella se apartó
a tiempo, de modo que el semen del dios cayó al suelo, fecundan-
do así a la Madre Tierra, que no quiso hacerse cargo del hijo en-
gendrado de aquella manera, por lo que fue cuidado por Atenea,
que lo llamó Erictonio, niño serpiente. Se dice que él fue uno de
los primeros reyes de Atenas, que desde entonces solían llevar ser-
pientes como amuleto entre sus señas de identidad. Y si os fijáis
bien, veréis que Atenea también es representada con esas serpien-
tes, de modo menos evidente con el que aparecen el escudo, la
égida y la lanza, aunque en el friso del Partenón que representa la
«Gigantomaquia» se ven muy claramente.
Pues bien, según Norma Goodrich,? Medusa era también una
Diosa Serpiente de las amazonas libias, desde donde pasaría su culto
a la vecina Creta. Su simbolismo aludía al aspecto destructor de la
Triple Diosa, que en el norte de África se la conocía como Atenea,
y en Creta como Atenea Potnia, la Soberana. Es decir, que Atenea
y Medusa son la misma Diosa, cuyas dos versiones muestran la
escisión binaria entre la casta Atenea y la perversa Medusa.
En el mito posterior, Medusa era la más bella de las tres Gor-
gonas. Su cabellera ondulante se entrelazaba con las serpientes que
denotaban su función de sacerdotisa, además de llevar inscrito en
su frente el signo del uraeus o cabeza de cobra egipcio a modo de
tercer ojo del conocimiento. Dicen que Poseidón se enamoró de
ella y tuvieron un encuentro carnal en el templo de Atenea, por lo
que su hermana solar, envidiosa e irritada, la transformó en el mons-
truo que conocemos de lengua sinuosa, anchos orificios nasales,

7. Priestess.

89
colmillos de jabalí, cabeza cubierta de sierpes y ojos fosfóreos, cuyo·1
poder consistía en petrificar a los hombres que osaban mirarla. Pero
su venganza definitiva fue la de incitar al héroe Perseo a que le
diera muerte por una simple apuesta, para lo que la Diosa lo armó
con una lanza, un escudo y una espada con poderes mágicos. Si-
guiendo las indicaciones de Atenea, Perseo logró cortar la cabeza
de Me,dusa, trofeo con el que retornó victorioso a la isla de Sérifos,
imagen que inmortalizó Benvenuto Cellini en la Piazza della Sig-
noria de Florencia. Pero esa imagen de la cabeza cortada e inerte de
Medusa pasó a formar parte de los trofeos de Atenea. Pilar Pedraza,
experta en el estudio de aquellas «monstruas» de la mitología, con-
firma la sospecha:

La petrificadora cabeza de Medusa, arma terrible en manos de


Perseo, es trofeo en el pecho de Atenea y, al propio tiempo,
imagen especular de la diosa misma, su contraimagen, su ros-
tro oculto, su sexo( ... ). Esto -dice la diosa-lo he arrancado
de lo más profundo de mi ser. No os atreváis a mirarlo.

Para Freud la cabeza cortada de Medusa simboliza la castra-


ción, lo que hace que los hombres «Se queden de piedra» al con-
templarla. Tal vez el poder oscuro de las mujeres provoque en los
varones ese miedo inconsciente a la castración y, por tanto, una
violenta reacción contra las mujeres poderosas. Porque, sin duda,
es la «sombra» la que nos otorga la fuerza más irreductible.
El ejemplo arquetípico de Atenea y Medusa se multiplica en
multitud de casos en la mitología de tas Diosas. Uno de los más·
representativos es el de lnnana y Ereshkigal, de la cultura sumeria. 8

8. Poema de Gilgamesh, Editora Nacional, Madrid, 1980.

90
Innana, una vez proclamada Reina de la-Tierra, necesita un con-
sorte a instancias de su familia divina, que le impone al pastor
Dumuzi, aunque ella prefiere uno de linaje agrícola. Finalmente
lo acepta y acaba enamorándose de él. Son felices hasta que el pas-
tor se cansa de ella y decide separarse. Es entonces cuando ella de-
cide realizar un viaje al mundo subterráneo para asistir a los fune-
rales del esposo de su hermana Ereshkigal, Reina a su vez de los
Infiernos. A lo largo del viaje se le va despojando de todos sus bie-
nes hasta aparecer desnuda ante su terrible hermana, que acaba
dándole muerte, eri la que permanecerá hasta que encuentre un
sustituto en aquel reino de los muertos. Entonces ella elige a su
antiguo esposo, Dumuzi, y puede entonces resucitar y volver al
mundo de los vivos, habiendo aprendido la lección de que Vida y
Muerte son una misma realidad; de que Innana y Ereshkigal son
las dos caras de la misma Diosa.
La ficticia división entre la mujer y su sombra es algo muy ha-
bitual en nuestras sociedades actuales. El varón, muy frecuente-
mente, necesita para gozar de lo femenino tanto de la esposa como
de la prostituta, que es su sombra. No entiendo por qué al hablar
de estas últimas se refieren al oficio más antiguo del mundo, cuan-
do en realidad se trata de la esquizofrenia masculina más arcaica,
eso sí.
Igual sucede en lo relativo a lo contaminante, a cierta suciedad
despreciable, cuando para anunciar compresas dicen aquello de «Te
sentirás limpia, te sentirás bien». ¿Cómo pueden unir ambos tér-
minos? La sangre menstrual no tiene por qué hacerte sentir mal ni
supone suciedad alguna. Y, por el contrario, recién duchada te
puedes sentir fatal.

91
La inmanencia-trascendente de lo sagrado femenino
Tengo que ir recogiendo los dados lanzados sobre la mesa y con-
cluir, si es que en este terna se puede concluir algo aproximado,
pero ... en fin.

• Las palabras hierós y sanctus se refieren a lo sagrado trascenden-


te, pero una trascendencia hacia arriba, hacia las divinidades
uránicas, que unida a una lógica binaria deriva en el monoteís-
mo. Se trata de una trascendencia deshumanizada, es decir, lim-
pia, incontaminada, absoluta. Es la alienación en el ideal que
nos conduce en su extremo a los fundarnentalisrnos.
Por el contrario, hagios y sacer, apuntan a una sacralidad in-
manente que podría englobarse en la sacralidad de la Vida y la
sacralidad de la Tierra con toda la imperfección que implica el
devenir en marcha, lo relativo, lo humano, lo contaminado.
Tienen sentido, pues, las diferentes palabras, porque se re-
fieren a distintas concepciones de lo sagrado. Las primeras de-.
notan lo sagrado masculino; y las segundas corresponden a una
sacralidad propia de lo femenino.
• El objeto sagrado más representativo de la sacralidad trascen-
dente masculina es el Falo corno sublimación del pene, corno
fuerza y plenitud, corno espada que divide lo significante y lo
insignificante, que divide y excluye por tratarse de una meto-
nimia, de una realidad parcial que aspira a ser totalizadora.
El Grial corno metáfora de la búsqueda, es decir, del viaje
hacia la sabiduría y la realización, no desciende de los cielos
entre ángeles y trompetas, ni lo porta un sacerdote, sino un
grupo de mujeres que indican que ese cáliz sublime no es otra
cosa que el caldero en el que se cuecen los elementos primor-
diales de la Vida, de la que surge todo. La Mujer corno mate-
ria, corno matriz primordial, es el origen y final de esa búsque-

92
da, porque en nuestra dimensión humana se unen materia y
energía en un juego de densidades de diversa vibración: eso es
todo. Es el Todo, como de modo clarividente intuyó Goethe.
• Vivir lo sagrado femenino nos exige asumir la «sombra», por-
que la sombra no es el thanatos de Freud, ni lo «maldito» que
condena la lógica binaria. La sombra es nuestra fuerza más viva,
la energía propia del arquetipo de «la mujer salvaje». Como
vemos en el mito de Psiché y Eros, el alma es una joven bellísi-
ma, aunque a veces abandonada, sucia, enferma, pero unida
para siempre a Eros, elegida por el Amor a pesar de todos los
obstáculos y pruebas por las que tiene que pasar. El thanatos
no es más que un invento de la lógica binaria, incapaz de en-
contrar el sentido si no es escindiendo la realidad en supuestos
contrarios.
• Y, por último, quiero decir que la inmanencia no implica la
negación de la trascendencia, pero se trata de una trascenden-
cia evolutiva, no hacia arriba en una sublimación enajenante
hacia lo alto. La trasendencia que emana de la inmanencia es
una trascendencia hacia delante.
Tal vez nuestro gran error haya sido despejar lo sagrado a
corner, hacia los cielos impolutos de lo divino. Lo terreno, en
cambio, ha sido desacralizado y hemos buscado el sentido a
través de socializaciones sexuadas. Los varones vienen con un
programa a cumplir: «Sé tú mismo». Un programa que se lleva
a cabo fundando la personalidad en el «ego» del triunfo perso-
nal. Si esas expectativas no se alcanzan, el hombre se percibe
como un ser frustrado, castrado en cierto modo. Las mujeres,
por otro lado, cargamos con otro programa: «Sé para los de-
más», que engorda un «súper ego» que nos cae como una losa.
De no cumplir el programa, nos pasamos la vida luchando
contra la culpa, siempre la culpa. Ni unos ni otros somos li-

93
bres. Unos, inflados como globos fatuos; las otras, aplastadas
por la carga de ser buenas hijas, buenas esposas, buenas ma-
dres, buenas ciudadanas aun a costa de nuestra felicidad.

Como no me es posible extenderme más, concluyo con un


nuevo enigma, el mismo que Goethe nos propone en la estrofa
con la que termina su Fausto:

Todo lo transitorio
es solamente un símbolo;
lo inalcanzable
aquí se encuentra realizado;
lo Eterno-Femenino
nos atrae adelante.

94
IV. COEDUCAR DESDE LOS AFECTOS
A la búsqueda de un nuevo paradigma:
más allá de la igualdad

Hablar de este tema sin derivar hacia la Sociología o hacia la Psico-


logía sólo me permite un estrecho margen en el que tengo que
caminar como una funambulista sin pegar ningún peligroso tras-
piés que me haga estrellar contra el suelo del discurso inútil o re-
dundante. Por eso voy a limitar mi exposición a tres puntos que
tienen que ver con la Filosofía, aunque no estrictamente: el Suje-
to, lo simbólico y el pensamiento complejo.
En primer lugar tengo que decir que coeducar no es para mí
conseguir el abstracto ideal del igualitarismo. Si bien podemos partir
de la base de que «la existencia precede a la esencia» en el sentido
sartriano de que el ser humano ha de trascender lo dado en una
continua elección libre así como de que «no se nace mujer: se llega
a serlo», como diría Simone de Beauvoir, en ese existir y en ese irse
haciendo han de encontrarse unos parámetros de referencia, unos
supuestos valores respecto a los cuales nuestro mundo actual, y
sobre todo nuestros jóvenes, andan bastante perdidos. Pero el irse
haciendo mujer y el irse haciendo hombre contienen elementos de
semejanza y elementos también diferenciales, que se pretenden
ignorar inútilmente. Por eso la coeducación es tan difícil, pues ten-

95
dríamos que distinguir muy claramente entre las semejanzas y las
diferencias. Aquí tengo que puntualizar que la diferencia no es lo
opuesto a la igualdad, porque lo opuesto a igualdad es desigual-
dad, no diferencia. La diferencia siempre supone riqueza, diversi-
dad y autoafirmación. La diferencia introduce un imaginario y un
mundo simbólico propios, un mundo necesario en la construc-
ción de los afectos que el ideal ilustrado de la razón y de la igualdad
dejan fuera.
Las semejanzas corresponden a la adscripción de mujeres y
hombres al concepto específico de seres humanos. Como tales, la
educación consistiría en ayudar a que, tanto unas como otros, evo:.
lucionaran en la construcción del propio Sujeto a partir de eleccio-
nes libres que les hagan desarrollar las cualidades con las que todo
ser humano viene al mundo, más allá de las circunstancias concre-
tas que tienden a asimilarnos a lo que hay, a lo dado. La tarea,
pues, de la educación consiste en la formación de una libertad bien
orientada que nos haga evolucionar. Nada nuevo bajo el sol. Las
diferencias introducirían el cómo evolucionar, desde qué experien-
cias, según qué valores. Pero el escollo con el que nos encontramos
es ¿quién define los valores que guían esa evolución?
Si bien esas opciones libres que nos harían evolucionar como
sujetos están referidas, no sólo a una esencia humana que está por
construir, sino a puntos de partida sexuados que nos definen como
mujeres o varones, para el feminismo igualitario estos referentes
f originarios carecen de valor referencial, ya que los valores univer-
salmente admitidos borran y superan esas huellas del punto de
partida. Es decir, que los sews, como dato biológico, no constitu-
yen una categoría definitiva porque no prefiguran destino alguno.
Y más allá del sexo sólo estaría el género, que constituye una cate-
goría sociocultural construida sobre ese sexo biológico, como lo
definiría Stoller. Sería, pues, el género lo que hay que trabajar a fin

96
de conseguir una supuesta igualdad, ya que, en una cultura
patriarcalista, el género mujer es el que ha sido encorsetado en un
patrón que la oprime, la explota y la excluye de los ámbitos y valo-
res realmente significantes; mientras que el género masculino da
mayores y mejores oportunidades a los varones en un mundo he-
cho a su imagen y semejanza.
Sin embargo eso del sujeto libre esconde una paradoja, porque
ese Sujeto masculino, que tanto idealizó Simone de Beauvoir, no
significa únicamente que el individuo es autónomo para trascen-
derse a sí mismo en su proyecto vital, sino que el Sujeto (subjectus)
también implica el estar sujeto a un paradigma de valores referen-
ciales, a una cultura, a un modelo que en el Patriarcado es de do-
minación, de triunfo del más fuerte; que supone estar sujeto a
grandes constructos simbólicos que en muchos casos no son más
que prejúicios o meras estupideces. Entonces el sujeto masculino
no puede servirnos de referencia para la igualdad si antes no hace-
mos una crítica profunda del modelo, del sistema de valores que se
nos propone como ideal de realización. ¿Se puede, pues, superar el
escollo de género a partir de la aspiración a un supuesto sujeto
universal y neutro que siempre es parcial e interesado? ¿A un Suje-
to que, en todos los casos, responde a un modelo de sujeto mascu-
lino? El Sujeto, como hemos dicho, también significa estar sujeta-
do. Y trascender el género mujer por esa vía del igualitarismo supone
asimilarnos a un modelo muy cuestionable y estar sujetas a ciertos
valores que nosotras no hemos definido ni consensuado. ¿Qué hacer
entonces?
Pero la cosa no queda ahí, pues si en otros momentos de la
historia existían unos «valores» a los que el Sujeto estaba referido
-la Naturaleza, Dios, el Rey, el Pueblo, la Razón, la Nación, el
Proletariado o la Ciudadanía-, en la época postmoderna actual
ya no existep tales referentes universales. Nuestro tiempo se carac-

97
teriza por el desprestigio de esos «grandes relatos» metafísicos que
podían dar sentido a la vida del individuo y de la colectividad, lo
que supone que la única referencia para los jóvenes de hoy son
ellos mismos, su frágil «Yo» sometido al albur de pequeños éxitos o
fracasos que los vapulean y los arrastran del delirio a la depresión
sin una brújula que los guíe más allá de un débil autorreferente.
Un filósofo francés, Dany-Robert Doufur, escribe al respecto:

El sujeto postmoderno parece encaminarse hacia una condi-


ción subjetiva definida por un estado límite entre neurosis y
psicosis, parece entrampado cada vez más entre la melancolía
latente, imposibilidad de hablar en primera persona, ilusión
de omnipotencia y huida hacia delante en falsos «uno mismo»,
en personalidades prestadas, es decir, múltiples, ofrecidas
profusamente por el mercado.

De aquí el éxito de programas como «Gran Hermano» y otros


similares en los que unos desconocidos chavales, como ello~ mis-
mos, saltan a la fama sin ningún otro mérito que el de haber apa-
recido en la televisión durante unas cuantas semanas.
Añadiría otra circunstancia al descreimiento de los «grandes
relatos». Y es que todos ellos han sido sustituidos por un valor que
pretende regir la vida económica, social y política: el valor del
mercado, que da sentido a las dos únicas acciones relevantes en
este momento, ganar dinero y consumir. Es tan delirante que po-
demos leer en las revistas, como la cosa más natural del mundo,
que Michael Jackson gasta 20(} millones de pesetas al mes en chu-
cherías o que el rey de Marruecos lleva despilfarrados en juergas y
en adquisiciones suntuosas unos 36.000 millones en su corto rei-
nado. Para ganar dinero y consumir a todo trapo sólo se nos exige
una habilidad: ser competitivos, no competentes, competitivos. Es

98
la ley de la globalización gestionada por el neoliberalismo, en la
que los valores mismos de la democracia están desapareciendo, pues
cada vez más nuestras opciones están limitadas por los intereses de
las multinacionales, de las grandes corporaciones.
Y en esta conjunción de circunstancias -la postmodernidad
cultural y la globalización económica- es en la que pretendemos
coeducar a nuestros jóvenes, a esos supuestos sujetos que han de
tomar decisiones libres, lo que será harto dificultoso si no profun-
dizamos en el sentido de sujeto y de género en unas concretas con-
diciones socioculturales y personales.
En este punto tendremos que entrar a considerar qué entende-
mos por Sujeto, un concepto sin duda nada fácil de precisar. No se
puede hablar de Sujeto como de una realidad estancada y fija, sino
como de un proceso de acuerdo con la construcción de dicho suje-
to. Pues bien, la construcción del Sujeto parte del «imaginario», es
decir, de esa fase en la que la relación de la criatura con la realidad
es su relación con la madre; una relación dual madre-hija o en la
que el individuo aún no se percibe como tal. Poco a poco va ac-
tuando la función simbólica a través del lenguaje, del habla, y co-
mienza a construirse el «Yo» al mismo tiempo que la represión ac-
túa sobre los contenidos imaginarios y, por tanto, nace el
inconsciente. Por ejemplo, si una criatura presencia un coito sin la
madurez biológica suficiente para otorgarle su signifieación correcta,
esto se grabará en el inconsciente con una significación propia. Es
decir, que aquel significante o hecho en sí no se corresponderá con
el significado que ya de mayores sabemos y podemos darle. El len-
guaje es el que nos permite hacerlo, ya que no podemos conocer
sin nombrar, y el lenguaje pertenece a una instancia simbólica ca-
paz de sustituir una cosa o lÍna experiencia por el signo que la reem-
plaza. Así pues, en el inconsciente queda depositado el significante,
o sea, la experiencia en estado puro, mientras que con las palabras

99
le daremos un significado distinto de lo que hemos realmente ex-
perimentado al estar mediatizado el lenguaje por una serie de pau-
tas culturales. En ese proceso de simbolización vamos construyen-
do nuestro «Yo)}, un Yo siempre mediatizado por una cultura
determinada, que ha dado en llamarse la Ley del Padre o la Palabra
del Padre, aquella serie de convenciones que nos integran en un
paradigma social reconocido y que nos separán definitivamente de
la madre real. La ley del Padre es aquel conjunto de valores a los
que el individuo está «sujetado)}. El Yo se construye así como per-
sonaje, que proyecta su personalidad y sus ideales alejado de su
verdadero imaginarlo. El proceso simbólico es pues una especie de
domesticación, pero en su sentido más profundo. A través de él, el
Sujeto queda dividido entre un sujeto oculto que no puede dar
nombre a sus verdaderos deseos, y otro que es el sujeto del discur-
so ya simbolizado-, es decir, el Yo. Es como las dos caras de Jano,
pero con la peculiaridad de que una de ellas es ciega, vuelta a las
oscuridades del inconsciente, y la otra, el Yo, no es más que la
máscara con la que se enfrenta al mundo. Se vuelve a complicar el
panorama, porque incluso la simbolización que los varones resol-
vían a través del complejo de Edipo, es decir, asumiendo los valo-
res representados por el Padre, ahora resulta que ya no tiene senti-
do porque la figura del Padre ha caído en desgracia porque ha sido
desprestigiada. El referente deja de ser Edipo para pasar a ser Nar-
ciso. El referente es uno mismo. Y me vuelvo a preguntar ¿qué
significa ese sujeto universal al que pretendemos asimilar a nues-
tros educandos?
Veamos entonces ahora cual es la función del Símbolo. En grie-
go la palabra symbolon corresponde a aquel objeto que, partido en
dos, servía a dos personas separadas para poder reconocerse con el
tiempo cuando ambas mitades volvieran a encajar de nuevo. Lo
que había estado separado se volvía a unir. Dice Lacan que la cura-

100
ción es el paso de lo imaginario no simbolizado a lo imaginario
simbolizado, lo cual es de unas consecuencias imprevisibles para
las mujeres. El Símbolo, pues, haría la función de unir nuestro
imaginario o experiencia radical a nuestro Yo construido social-
mente. Como en nuestra civilización patriarcal los símbolos po-
tentes y significativos se refieren a lo masculino, resulta que las
mujeres difícilmente podríamos vincular nuestros deseos a nues-
tro Yo a través de símbolos propios, y nos vemos obligadas a sim-
bolizar a través de las imágenes que ellos han construido de «lo
femenino». O bien a identificarnos con la simbología masculina
para triunfar en un mundo de hombres, pero al precio de la insa-
tisfacción. Una insatisfacción que supone un vacío emocional al
no poder simbolizar el deseo a través de símbolos reconocidos y
amados; una insatisfacción que se manifiesta en cantidad de sínto-
mas, como las enfermedades psicosomáticas o la anorexia. Pero esto
no es de mi incumbencia. Sólo quiero decir que lo que llamamos
salud o normalidad consiste en la construcción de un Yo que, a
costa de haber reprimido sus contenidos imaginarios, se integra en
un paradigma cultural en el que desempeña un papel, normalmente
el papel asignado. De ahí que ese Yo sea un yo alienado porque
desconoce su verdad más profunda. Más encrucijadas.
Sin embargo, el chico lo tiene más fácil, pues el mundo simbó-
lico a través del cual accede a la construcción de su Yo masculino
está más de acuerdo con su naturaleza y con sus deseos. Ya Simone
de Beauvoir advertía esta ventaja:

El privilegio que el hombre retiene, y que se hace sentir· desde


su infancia, es que su vocación de ser humano no contraría su
destino de macho. Por la asimilación del falo y de la trascen-
dencia, encuentra que sus éxitos sociales o espirituales le otor-
gan un prestigio viril. Él no está dividido.

101
Pero la chica que no quiere vivir los modelos tradicionales no
sabe cómo estructurar su Yo. ¿Tendrá que renunciar a su esencia
de hembra? ¿Tendrá que convertirse en un hombrecito de segunda
clase? Lo que sucede es que ella carece de esos referentes simbóli-
cos femeninos que vayan más allá de los modelos admitidos, in-
cluso del modelo de la mujer emancipada al uso, es decir, política-
mente correcta. Y sin embargo esos modelos existen. Son los
arquetipos en el sentido junguiano. Los arquetipos originales fe-
meninos presentes en la mitología han sido pervertidos en una de
las mayores imposturas del Patriarcado. Esos arquetipos han sido
transformados según el patrón de los tipos de mujer modelados
por la dominación masculina, pero si vamos a los orígenes descu-
brimos la impostación, porque los arquetipos originales son fuer-
tes, imprevisibles, divertidos, capaces de trascendencia, de grandes
aventuras y de sublimes sentimientos sin constituir copias, opues-
tos, complementos o simulacros de los arquetipos masculinos,
porque ellos tienen identidad propia. Sus huellas, sin embargo, han
sido borradas, pero la fuerza del arquetipo permanece, pues como
dice Jung:

Nos vemos obligados a invertir nuestra secuencia causal ra-


cionalista, y, en lugar de derivar estas figuras de nuestras con-
diciones psíquicas, debemos derivar nuestras condiciones
psíquicas de esas figuras. No somos nosotros quienes las per-
sonificamos; ellas tienen desde el principio una naturaleza
personal.

Rescatar aquel mundo simbólico es una de las tareas para ini-


ciar una verdadera coeducación. Eso es coeducar desde los afectos,
pues en el arquetipo se encuentra la fuente de toda la riqueza psí-
quica. El género mujer, como construcción sociocultural, tiene un

102
componente simbólico que olvidamos con frecuencia, porque no
somos animales racionales, sino animales simbólicos. No es pro-
ducto solamente de ciertas leyes, costumbres, opresiones y exclu-
siones, sino que -y esto es lo más grave- responde al vacío de
sus propios símbolos referenciales que le han sido hurtados, los
arquetipos en los que reside su posibilidad de construir un sujeto
sin renunciar a su identidad femenina. De ahí la necesidad de re-
crear un orden simbólico en el que se sienta representada, que le
sirva de referente y a través del cual proyectarse. Esta función ja-
más podrá ser sustituida por miles de planes de igualdad de opor-
tunidades, que suponen sin duda un proceso de homologación con
la marca original.
Es absurdo pensar que la coeducación podemos conseguirla
tratando de igual modo a las chicas y a los chicos, interesando a las
alumnas en las profesiones típicamente masculinas o proponiendo
modelos de mujeres que han triunfado según los valores relevan-
tes del mundo simbólico patriarcal. Esto no es más que una paro-
dia de coeducación, una domesticación del sujeto femenino que
tiene que pasar del modelo tradicional al modelo impuesto de lo
masculino, al que se le supone la categoría de universal. También
para los chicos existen arquetipos que no corresponden a la ima-
gen de Rambo, el héroe armado, así como las chicas pueden ir más
allá de la transgresora Madonna, que de momento sólo le toca las
narices a los bienpensantes, execrando sus sagrados símbolos, pero
nada más.
Nos encontramos, pues, con que tanto la construcción del Su-
jeto como la del género --en cuanto experiencias individual y de
grupo-- pasan por un tamiz o cedazo simbólico que condiciona a
ambos (chicas y chicos) que los modela y los mediatiza. Pero como
el orden simbólico patriarcal nos remite a imágenes de dominación,
de jerarquía y de megalomanía, tanto los varones como las mujeres

103
se adecuan a dicho patrón: unos como dominadores, otras como
dominadas, como subsidiarias. Es lo que Pierre Bourdieu ha llama-
do la «dominación simbólica)), que en nuestras sociedades no se hace
evidente para los jóvenes por el aparente igualitarismo del que dis-
frutan, pero que constituye una variable oculta que impide cual-
quier posible emancipación real. Escribe Bourdieu: 1

Actúa (la dominación simbólica) sobre la filogénesis y la


ontogénesis de un inconsciente a un tiempo colectivo e indivi-
dual, huella incorporada de una historia colectiva y de una his-
toria individual que impone a todos los agentes, hombres y
mujeres, su sistema de presupuestos imperativos, del que la
etnología construye la axiomática, potencialmente liberadora.

Con esto de la etnología se refiere a su trabajo de campo en la


Cabilia, una sociedad patriarcal en estado puro, en la que las jerar-
quías, la división del trabajo y la relación entre los sexos están cla-
ramente delimitadas. Pues bien, su conclusión es que lo que en esa
sociedad aparece como evidente, existe igualmente en nuestras
sociedades modernas y postmodernas, pero de modo simbólico.
Lo que en una es evidente, en la otra queda oculta, pero la primera
es un espejo de la segunda. Y en descubrir esa oscura relación con-
siste el trabajo de Bourdieu, que él define como una arqueología
histórica del inconsciente. Esos patrones simbólicos son el molde
en el que se construyen el Sujeto y su máscara, el Yo, así como los
géneros femenino y masculino. Bourdieu insiste en que este pa-
trón no es espontáneo ni natural, sino impuesto, histórico, educa-
cional, con un principio y esperemos que con un final. Por eso a la

l. BOURDIEU, Pierre (2000), La dominación masculina, Anagrama, Barcelona..

104
coeducación no le basta con actuar sobre los efectos si no nos re-
mitimos también a las causas, a las causas más profundas y remo-
tas. Precisamente porque ese esquema es histórico podemos resca-
tar los mitos y arquetipos originarios, que son mucho más libres
que los de la mitología que conocemos, lo que supone un trabajo
arduo de investigación para poderlos transmitir. Y aquí tendría que
decir que las profesoras de Cultura Clásica, que ya casi no pueden
dar clases de latín y griego, tienen un gran trabajo por hacer. Tam-
bién los grupos de chicas y chicos por separado pueden llegar a la
percepción de los arquetipos a través de sus experiencias más pro-
fundas compartidas con el propio grupo, a través de proyectos
colectivos creativos en los que se pueden manifestar algunos sus-
tratos de aquella arqueología que les precede, liberando así una
enorme carga emocional. También diría que las profesoras de artes
plásticas han de elaborar modelos de creación que muevan lo más
profundo de lo masculino y lo femenino, o bien que manifiesten
el anima entre los chicos y rescaten el animus para ellas.
Recapitulando antes de pasar al último punto, intentaré res-
ponder a los interrogantes que se han quedado por el camino:

1) ¿Quién define los valores que guían la evolución de los jóve-


nes? Están ya definidos. Son los valores dominantes de una
civilización patriarcal que puede diversificarse en modelos dis-
tintos, pero como variaciones sobre un mismo tema: la autori-
dad y el poder están asimilados a la imagen masculina, el desa-
rrollo significa dominar la Naturaleza, y los conflictos tratan
de resolverse por las guerras, bien sean militares, económicas,
políticas o científicas.
2) Superar la discriminación de género por la vía del igualitarismo
¿a dónde nos conduce? A una superación en falso de lá domi-
nación simbólica, ya que olvidamos las diferencias que tam-

105
bién nos conforman como sujetos femeninos y que son fuente
de satisfacción de los deseos y de autoafirmación de la perso-
nalidad.
3) ¿Qué significa el «sujeto universal»? Una abstracción interesa-
da e idealizada del sujeto masculino. Los derechos y obligacio-
nes no están definidos por ese «sujeto universal» más que en la
teoría, pero en la práctica obedecen a otras categorías como la
clase, la etnia o el género. Lo único que es universal es la posi-
ción subsidiaria de la mujer en todas las sociedades. Olvidé-
monos del «sujeto universal» y hablemos del dominio univer- .
sal: lo único universal por cierto.
4) ¿Cómo conocer nuestros verdaderos deseos soterrados por la
dominación simbólica? Creo que los deseos también están de-
finidos por la fuerza de los arquetipos. Hay muchos modos de
ser mujer que podemos ir descubriendo a través de la herme-
néutica de los mitos, aunque «los mitos nunca existieron, pero
son siempre», que decía Salustio, porque lo que es siempre es
el arquetipo.
5) ¿Cómo coeducar en la conjunción del pensamiento postmo-
derno con un mundo globalizado? Precisamente a esta última
pregunta trataré de responder en esta tercera parte.

Si la pedagogía de desenmascarar el orden simbólico en el que


crecemos roza las zonas más ocultas de nuestra personalidad y de
nuestra cultura, la práctica del pensamiento complejo, según expre-
sión de Edgar Morin, se dirige al corazón mismo de la lógica, por-
que nuestro sistema lógico responde al mismo esquema de domina-
ción que el simbólico. Hegel, sin que se le moviera un pelo, escribió
en La Fenomenología del Espíritu: «La sociedad, por lo menos en su
origen, no es humana sino a condición de implicar un elemento de
«dominio» y un elemento de «esclavitud», existencias autónomas y

106
existencias dependientes», poniendo de manifiesto que esa relación
«amo-esclavo» supone algo totalmente natural y humanizan te. Igual-
mente dice que «la lógica refleja el modo natural de pensar de la
razón», y curiosamente esa lógica binaria de Occidente lo que refleja
es un pensamiento de dominio. Si decimos que< A no es B>, no
necesariamente queremos significar que <A esno-B>, que el ser de
A equivale al ser de no-B, es decir a la muerte o eliminación de B,
no. La lógica de la diferencia nos diría que A es otra cosa que B, no
lo opuesto. La distinción entre dos términos no introduce entre ellos
ninguna oposición. En cambio, la lógica de la identidad, (que es con
la que nos manejamos desde la Filosofía a la Ciencia pasando por la
Política), es la lógica de los contrarios, en la que la afirmación de
uno de los términos supone la negación del opuesto. Por eso es fácil
de comprender que el propio Aristóteles definiera a la mujer como
un no-varón, es decir, como un varón castrado al considerarla como
opuesta al varón en lugar de diferente. Y siguiendo esa misma cade-
na lógica, Bush puede proclamar eso de que «el que no está conmi-
go está contra mÍ» o «el que no se une a mí es un terrorista» y que-
darse todos tan contentos. Es como hacer el siguiente silogismo,
evidentemente incorrecto: Las peras son fruta; las manzanas son fru-
ta ... Luego, las manzanas son peras. Este es nuestro modo de pensar
cuando acotamos el espacio de la realidad entre A y no-A.
Este modo de pensar es el que provoca que los conflictos no
puedan resolverse más que con la destrucción del contrario, es decir,
con la guerra. Es un pensamiento estrecho y obsoleto en el que
estamos educando a nuestras alumnas y alumnos y que refuerza
aún más la dominación simbólica. Tenemos, pues, que intentar
un salto cualitativo en la manera de pensar, que no significa pensar
cosas nuevas, sino de modo diferente. Consiste simplemente en
ampliar el campo de visión, en cambiar la estructura misma de la
lógica. Caminar, en definitiva, hacia un nuevo paradigma. Casi

107
nada. Todo un reto para las profesoras de filosofía, que han de poner
en cuestión nada menos que los fundamentos de nuestra manera
de pensar, de nuestra lógica.
En este sentido, determinados aspectos de la física teórica nos
han ido despejando el camino para iniciar un nuevo modo de pen-
samiento. Por ejemplo, el «principio de indeterminabilidad» de
Heissenberg nos habla de una realidad dual, onda-partícula, en el
mundo subatómico. Este principio cuántico introduce también la
variable del observador y nos indica que lo dado, lo evidente, posee
al menos dos caras, dos aspectos para ser abordado: como materia y
como energía, lo que nos revela que los supuestos contrarios no son
tales, son simplemente diferencias que confluyen en un punto que
los precede. Se refiere a un modo de pensar que rompe los círculos
viciosos. ¿Qué es primero, el huevo o la gallina? El reptil. El obser-
vador introduce el elemento que interroga a la realidad. Y la reali-
dad responde según la posición del que mira. Una mirada miope
sólo puede recibir respuestas borrosas, así como una mirada
maniqueísta sólo puede ver opuestos en las diferencias.
También la teoría del Caos nos presenta una realidad global
totalmente interconectada, por eso «una mariposa revoloteando
en Brasil puede provocar un terremoto en Minesotta», que decía
Lorentz. Nuestra Ciencia, sin embargo, enseña dividiendo,
troceando y parcelando la realidad y eso nos aleja de la misma.
Estamos transmitiendo un conocimiento sin sentido, pues el sen-
tido sólo lo otorga la percepción de la globalidad como un todo
interrelacionado. Nuestras alumnas y alumnos no saben ni para
qué estudian, salvo para sacar un título que les dé dinero en el
futuro, y eso separa su tarea intelectual de su mundo emocional,
así como el saber del placer. Esa falta de interrelación impuesta
perjudica definitivamente la evolución de su personalidad y no
orienta en absoluto sus vidas. Precisamente porque el estudio se

108
les muestra como algo tan alejado de la vida, los fines de semana
quieren vivir a tope, quieren recobrar todo lo que durante la sema-
na han perdido. ¿Qué relación existe entre resolver un problema
de matemáticas y desfogarse en la discoteca? La liberación de ener-
gía. ¿Qué saben ellos de la energía, de su propia energía? ¿Cómo
acrecentarla, como manejarla? Anoté algo que había leído de Edgar
Pisani en un artículo que decía: «Cómo vivir una historia en la que
el orden y el desorden ya no se excluyen mutuamente, sino que se
complementan. En la que el orden no aparece como lo único de-
seable, porque el desorden es creador. En la que el desorden no
aparece como el único estado natural, porque también es destruc-
tor>>. ¿Dónde están los límites? ¿Dónde las posibilidades?
Otro de los grandes obstáculos de nuestra lógica es la obliga-
ción de abstraer para juzgar si un razonamiento es correcto o no.
Con este imperativo nos vemos abocadas a trabajar sobre mapas
bien alejados del territorio, hasta el punto de que ya no distingui-
mos el mapa del territorio, la vida del pensamiento empírico. Es el
modo de pensar en política. Decir que «Es pafia va bien» porque se
adecua a determinados parámetros económicos abstractos es per-
der de vista el territorio de lo real, porque todo aquello que no se
puede abstraer y cuantificar no existe. Ningún caso particular,
ninguna vida concreta puede entrar en el círculo de la abstracción.
Y digo círculo porque de la esfera de la totalidad hemos abstraído
el círculo de una parci:ilidad chata, plana, sin relieves ni texturas.
La pura abstracción como método nos da personalidades escindidas,
esquizoides, que no se implican emocionalmente cuando se dedi-
can a pensar.
Así pues, una determinada visión del logos, de la razón, es lo
que constituye la ideología del Patriarcado, su modo peculiar de
hacer razonable el mundo: un tipo de razón fundadora y fundan te
plagada de enormes irracionalidades cuando se mira desde otro

109
lugar. Ese otro lugar, que significa pensar de modo diferente, es el
nuevo paradigma que propongo.
Tanto la postmodernidad como la globalización constituyen
vías hacia ese nuevo paradigma, pero ambas tendencias se resisten
a dar el salto o se las quiere retener asimiladas a los valores impe-
rantes. De afirmar que los grandes discursos ya no nos valen, no se
puede concluir que «todo vale», que todos los discursos alternati-
vos poseen la misma autoridad. Y constatar que vivimos en un
mundo interconectado o globalizado no significa que el poder eco-
nómico, ya libre de fronteras y de leyes reguladoras, pueda campar
a sus anchas para apropiárselo, para devorarlo.
Vivimos realmente un tiempo lleno de incertidumbres, un
mundo en el que acechan todos los peligros, pero con unas opor-
tunidades espléndidas si logramos que se vayan haciendo un hue-
co las diferencias, la pluralidad y la diversidad guiadas por un pen-
samiento complejo, no binario, que es el que este nuevo siglo nos
está reclamando para comprender el Mundo, para amar la Vida.

Resumiendo, pues, y concluyendo


a) No es posible construir un mundo afectivo coherente y sóli-
do a partir de un modelo universal y neutro para ambos géne-
ros. Cada uno de ellos ha de partir de sus propias diferencias
y referencias enraizadas en el cuerpo, en las experiencias del
imaginario -que guían los deseos- y en la simbolización de
todo ello, propiciando el conocimiento y la actuación de los
arquetipos, porque cada quien ha de realizar su propio mito.
Como los arquetipos femeninos originales han sido perverti-
dos para adecuarse a los estereotipos que el Patriarcado ha
proyectado para las mujeres, es necesario iniciar una herme-
néutica de dichos mitos para que las chicas puedan experi-

110
mentar quiénes son y quiénes podrían ser sin renunciar a su
ser femenino.
b) Como existe una dominación simbólica de carácter histórico,
las educadoras tendríamos que iniciar una deconstrucción -
también histórica- de esos elementos de los que se vale el
Patriarcado para ocultar las claves de dicha dominación. Es muy
importante saber de dónde venimos, por qué las cosas son así,
cómo son, y entender nuestra situación de mujeres coloniza-
das por determinados valores, vislumbrando entonces las lí-
neas maestras que puedan guiar nuestra propia evolución. El
débil referente del «yo>> ha de ser, no anulado, pero sí trascen-
dido por otros valores, por otras prioridades que no aparecen
en el horizonte de la política tal como existe, en el horizonte de
las religiones ni en el horizonte de las ciencias.
e) La colonización del modelo patriarcal es tan elaborada que ha
llegado a construir hasta un modelo propio de razonar, que es
la lógica occidental. Una lógica que trocea y divide la realidad
para comprenderla como abstracción, es decir, como un mapa
alejado del territorio. Es también una lógica binaria que actúa
sobre opuestos, allí donde lo que existe son diferencias; una
lógica que encorseta lo real en el reducido campo existente entre
A y no-A. El reduccionismo binario, el troceamiento de la rea-
lidad y la abstracción hacen que el conocimiento carezca de
sentido global y no constituya un elemento clave en función
de la vida y no en función de un objeto predeterminado, como
dicta la ciencia actual.
d) Se trata, pues, de construir un sujeto fuerte, seguro y libre,
guiado por una mente compleja, nada rígida, y lo suficiente-
mente expansiva como para abordar la realidad desde la expe-
riencia personal y no desde la experimentación objetivada.

111
Vivimos un momento histórico en el que los nuevos proble-
mas no pueden ser tratados con antiguas soluciones. Esas solucio-
nes nuevas, esas búsquedas por caminos aún inexplorados, ese mirar
desde otro lugar o pensar de modo diferente son los elementos que
han de ir orientando el nacimiento de un nuevo paradigma, por-
que ya no nos sirven las antiguas fórmulas para situaciones tan
inéditas como las que están aconteciendo. Y mucho más en educa-
ción, un campo que tendría que ser pionero por definición y que
casi siempre va a rastras de épocas pasadas y clausuradas.

Conferencia impartida en las Jornadas sobre «Coeducar


desde los Mectos», organizadas por el Departamento de la
Mujer de ce o o, Madrid, 29 de noviembre, 200 l.

112
V. LA QUIEBRA DEL FEMINISMO*

Cuando el pensamiento único, versión Fukuyama, emergía como


una.palmera en el desierto de las ideas; cuando la globalización
neoliberal iba vaciando de contenido los antiguos atributos del
y
Estado todo se privatizaba al grito de laissez foire, laissez passer,
que el mercado lo regula todo; cuando el país más poderoso de la
Tierra se estrenaba en el gobierno del Forrest Gump de la políti-
ca ... hete aquí que unos árabes desarrapados, sin otras armas que
unos cuchillos de plástico, nos brindan la puesta en escena de
una crisis mundial apocalíptica en medio de decorados
evanescentes que pretendían hacerse pasar por la sólida realidad
que nos cobijaba.
La demanda angustiosa de seguridad convierte en prioritarios
a los servicios públicos tan denostados por el nuevo orden, y los
valores que pretendían fundar una era de más y más riqueza se
desploman con las torres. La sobrecogida sociedad americana cla-
ma venganza y se declara finalmente una guerra contra el Mal como

* Artículo aparecido en la revista Debats del mes de abril de 2002.

113
si de una cruzada se tratase. Toda la confusión mental y política se
ponen de manifiesto.
A falta de un pensamiento político coherente, comienza el otro
bombardeo, el bombardeo mediático de los eufemismos: que si
«defensa propia», que si «justicia infinita», «libertad duradera»,
«solidaridad internacional» ... , en fin. Europa, sin voces disiden-
tes, se suma a la liturgia de la confusión con un timorato «amen»
sin saber hacia dónde mirar. Y el antiguo Imperio británico toma
el bastón de mando de los «aliados» con un pueril entusiasmo que
evoca aventuras pretéritas a lo Lawrence de Arabia. Tras siglos de
civilización sólo queda en pie el valor de la guerra para confirmar
la brillante lógica del bombero pirómano que ataja el fuego con
gasolina.
Posiblemente no contemos con el diferido necesario para te-
ner una visión clara de lo que «nos» ha sucedido. Mientras los po-
líticos confían en que se recupere el consumo como una brillante
salida de la crisis y otros brujulean por los dígitos del «parqué» a
ver qué pueden embolsarse en el río revuelto, algunos comienzan
a aventurar la necesidad de un cambio de paradigma, aunque na-
die señale qué tipo de modelo es el que ha periclitado. ¿El capita-
lismo salvaje globalizado? ¿La partidocracia como sistema pseudo-
representativo? ¿El concepto mismo de desarrollo frente al de calidad
de vida? ¿La visión masculina del mundo como reincidencia en el
atolladero de lo Mismo? Tal vez todo esto y por su orden, pero lo
más claro para mí es el fracaso del pensamiento político y de los
políticos. La guerra como solución y el consumo como esperanza
evidencian esta hipótesis. Las gw.erras, jalones de una historia de la
política entendida como dominio, nos alejan de cualquier ilusión
evolutiva de progreso.
Esta obligada síntesis un tanto esquemática del momento ac-
tual me sirve de introducción al tema propuesto, simplemente por-

114
que, como escribía Hannah Arendt, «el pensamiento surge de los
acontecimientos de la experiencia vivida y debe mantenerse vincu-
lado a ellos como a los únicos indicadores para poder orientarse». 1
Considerando que el feminismo constituye un pensamiento y
una práctica política, me pregunto si la quiebra actual no le afecta
del mismo modo que a otras posiciones políticas para las que el
mundo actual se ha tornado demasiado complejo en contraste con
las soluciones tan simplistas que se le pretenden aplicar.
Los seguidores de Kunh prevén un cambio de paradigma que
siempre acaba por imponerse cuando el desfase entre problemas y
soluciones se hace irreversible. Lo que sucede es que nos pilla con el
paso cambiado después de dos décadas de aplicación de una políti-
ca económica de hechos consumados y un vacío desolador en lo
que a teoría se refiere. Esta conjunción promete decadencia total o
imaginativas respuestas de última hora. Sea lo que sea, no valen
regodeos, repeticiones ni autocomplacencias en lo ya co,nseguido a
fin de «salvar los muebles» en un naufragio en el que lo que se deba-
te es la supervivencia. Seguir pensando y actuando de la misma for-
ma augura el desconcierto en el mundo que viene.
En cuanto a lo que nos ocupa, qué duda cabe que el feminis-
mo se ha ido consolidando en el último medio siglo pasado como
un movimiento eficaz en cuanto a su expansión, interculturalidad
e interdasismo, lo que ha supuesto para las mujeres del mundo
un claro avance en relación a su emancipación. Un duro camino
de reformas cualitativamente importantes que han mejorado la
situación de muchas mujeres y que políticamente ha profundiza-
do la democracia, pero que se ha revelado tremendamente débil

l. Citado por Fina Birulés en el prólogo del libro de Simona FORTI, Vida del
espíritu y tiempfJ de la polis, Cátedra, Madrid, 200 l.

115
frente a otras prioridades políticas que lo desbordan en lo que real-
mente importa.
Las feministas podemos crear un estado de opinión para que a
las mujeres afganas les sea permitido quitarse la burka o volver a la
escuela, pero somos impotentes ante una declaración de guerra.
Podemos lanzar una campafía eficaz contra la ablación del clítoris.
en ciertas regiones, pero nada podemos hacer para modificar las
exigencias de los créditos estructurales que hunden en la miseria a
esos mismos países. Esto indica que el feminismo se ha centrado
demasiado en «cuestiones femeninas» dejando el resto de los asun-
tos en manos de la incompetente competencia masculina. ¿Signifi-
ca esto que el feminismo per se sólo puede aspirar a ser un movi-
miento reformista cuyos límites acaban donde comienzan las
grandes cuestiones de Estado y los destinos del mundo? ¿Tendre-
mos que refugiarnos en el intimismo de lo personal como reducto
al margen .del sistema? ¿O bien una crítica radical a ese sistema
patriarcal nos legitima para crear una política propia como alterna-
tiva global? Veamos el estado de la cuestión.

Del Sujeto fantasmagórico a la ética de rebajas


Un cierto feminismo igualitarista alimentado en los principios de
la Ilustración renuncia de entrada, en aras de esa igualdad, a la li-
bertad de acción y de creación que propicie un paradigma que dé
cabida a un pensamiento feminista con alternativas propias.
Este feminismo de la igualdad se ocupa de hacer progresar en
la marcha del mundo, en la política institucional y en la sociedad
los principios ilustrados, pero incluyendo en ellos a las mujeres.
Como si la historia se hubiera parado dos siglos, se intenta reco-
menzar lo que se inició con una carencia fundamental. Por eso su
tema estrella es el del Sujeto, cuya crisis les produce pavor al pulve-

116
rizar sus cimientos argumentales, ya que como declara su princi-
pal mentora en España, Celia Amorós, «El feminismo apuesta por
una sociedad de sujetos -por supuesto, de lo que hemos llamado
sujetos verosímiles y no iniciáticos- en el orden del deber ser». Y
espera que esta homologación de las mujeres en dicha categoría
nos libere de la jerarquía oprimente de los géneros, dotándonos de
una mayor autonomía en lugar de la heteronomía del papel asig-
nado. Lo cual queda muy bien salvo el pequefio detalle de que los
sujetos femeninos acabarán siendo meros fantasmas, libres ¡al fin!
de su propio sexo.
Intentando huir de cualquier esencialismo que sirva de coar-
tada para marginar a las mujeres, el feminismo igualitarista se arro-
ba con el desencarnado cogito cartesiano que, libre de particulari-
dades, se universaliza, independiente ya de su sexo, de su género
y de otras nimiedades para volar por la estratosfera del discurso.
Para Descartes el ser humano está escindido en cuerpo y alma,
perteneciendo el cuerpo al universo material cuya esencia es la
«exte!J.sión», pero lo que define al alma, lo que constituye su esen-
cia, es la «razón» que nos equipara a todos los seres humanos.
¡Eureka! Huimos de una esencia para caer en otra, pero, eso sí,
universal ¡qué alivio! Ahora, las mujeres universalizadas ya sólo
somos razón, una especie de seres fantasmales y desencarnados,
pero «no diferenciadas» dentro de lo humano. Y el arrobo llega al
éxtasis cuando descubren que Poulain de la Barre utiliza el dua-
lismo cartesiano cuerpo-mente para fundamentar, en la mente
pensante, la igualdad de derechos de las mujeres. De mujeres sin
cuerpo, claro.
Sentadas las bases de una universalidad tan atractiva, sólo resta
fundamentar la individualidad como el otro polo necesario del ser
Sujeto. Muy fácil: Desde el nominalista «principio de individua-
ción», que viene nada menos que de la Baja Edad Media, también

117
se combate el esencialismo porque únicamente existen las realida-
des individuales, que en los seres humanos no se reducen a la subs-
tancia (el cuerpo), sino que esa substancia se vuelve Sujeto sin ads-
cripción a una esencia. Más alquimias para huir de la realidad
mostrenca de un cuerpo que nos pueda diferenciar un ápice de los
varones. En pos del sujeto universal llegamos a la esfera angélica
de espíritus puros en viaje hacia su forma.
La apuesta por una sociedad de sujetos queda así argumenta-
da, pero este feminismo, que también es una ética, postula la ética
sartriana como la más convincente «en el orden del deber ser», cuyo
valor definitorio es la trascendencia, es decir, el ir más allá de lo
«dado», que son nuestras circunstancias, entre las que se encuen-
tra, casualmente, la de ser mujer. Esta insistencia comienza a ser
tan preocupante que se me antoja tema de diván.
Ahora bien, sin esencia sin cuerpo sin nada que nos identifi-
que como mujeres, tan universales y tan individuas ¿cómo conju-
gar este proyecto con la necesidad de acción colectiva propia de
cualquier movimiento político? Amelia Valcárcel recoge el guante
para apuntar la primera dificultad, pues el estatuto de individuas
no nos viene así como así: «La individualidad han de concederla
los iguales que atribuyan fundamento a la voluntad que recono-
cen». O sea, que antes de ser individuas hemos de hacer méritos
para que el poder masculino nos otorgue el estatuto de tales ¡vaya
por dios! En cuanto a la necesidad política de un «nosotras» en la
lucha por la emancipación, las feministas hemos de huir como de
la peste de dos tentaciones en las que podríamos caer: el esencialismo
y el naturalismo. Para evitar tales peligros, Valcárcel plantea que
las mujeres compartimos una gama infinita de formas de estar en
el mundo, una fenomenología, pero nunca una esencia, lo que tam-
bién me resulta paradójico, ya que la fenomenología nos remite a
esa situación de género que tan opresiva les resUlta. Sigue discu-

118
rriendo que, partiendo del principio ilustrado de que la universali-
dad abstracta y formal es de suyo un valor, lo mejor que podemos
hacer como individuas y como «nosotras» es actuar como lo haría
un hombre, ya que «hoy por hoy, es el único poseedor de la univer-
salidad», que es lo mismo que decir que no hay que aspirar a nin-
gún tipo de excelencia ni de cambio por el mero hecho de ser mujer
o de ser feminista, pues el igualar, aunque sea por abajo, supone ya
una superación del estadio anterior de la desigualdad. Y a estafan-
tástica conclusión le llama ingeniosamente «el derecho al mal». O
sea, una ética de rebajas para andar por casa.
Pues bien, si la individualidad sólo se adquiere por el reconoci-
miento masculino y el modelo de universalidad también radica en
los variopintos comportamientos varoniles, me pregunto si en lu-
gar de tanta reflexión metafísica y de tantas servidumbres en la
mediación no sería más fácil un cambio de sexo, que simplificaría
muchísimo las cosas.
Resulta finalmente que la excitante aventura de ser Sujeto se
traduce en la triste renuncia a ser mujeres. Con semejantes presu-
puestos igualitarios no me extraña que nos sintamos desarmadas
cuando es el rumbo de la humanidad el que está en cuestión. Y lo
que pongo en duda es que con esos lastres de pensamiento se pue-
da plantear siquiera un cambio de paradigma que, para empezar,
no significa pensar cosas nuevas, sino de modo diferente. Tanta
metafísica me temo que ya no nos sirve.

De cómo el rizoma volvió al útero


Ante un panorama tan desolador y partiendo de planteamientos
filosóficos y psicológicos más incardinados en nuestro tiempo, me
parece de lo más lógico que haya surgido un tipo de feminismo
llamado de la diferencia, pues como dice Alessandra Bocchetti, «La

119
homologación es una fachada que esconde el drama de no ser, por-
que no se es verdaderamente de ninguna parte)), 2 aunque ello no
suponga renunciar a la vocación universalista que nos incorpora a
las mujeres a la historia:

Probablemente, la diferencia sexual representa la cuestión más


universal que podemos encarar( ... ) Esto significa que las mu-
jeres deben construir un modelo objetivo de identidad que
las permita situarse como mujeres, y no simplemente como
madres ni como iguales en las relaciones con el hombre, los
hombres. 3

Irigaray no se refiere aquí a la identidad como a un esencialismo,


sino como a una voluntad de reconocer lo que somos, mujeres,
con un cuerpo que nos diferencia, pero que en ningún caso puede
fundamentar el estigma de la desigualdad. Cualquier movimiento
emancipatorio lucha desde su «hecho diferencial)) en lugar de ne-
garlo. ¿Por qué las mujeres tendríamos que hacerlo?
Luisa Posada, desde posiciones ilustradas, rebate el proyecto
de la «diferencia sexual)) porque ello nos remite a una taxonomía
naturalista de la que no podemos extraer conclusiones culturales o
políticas, lo que sería cierto si estuviéramos hablando de la polari-
dad macho/hembra, pero la misma Simone de Beauvoir nos re-
cuerda que «la humanidad es algo distinto de una especie; es un
devenir histórico, y se define por la forma en que asume la· facticidad
natural)) 4 Y se escandaliza (Posada) porque el discurso de la dife-

2. BOCCHETII, Alessandra (1999), Lo que quiere una mujer, Cátedra, Madrid.


3. IRIGARAY, Luce (1994),Amo a ti, Icaria, Barcelona.
4. DE BEAUVOIR, Simone (1970), El Segundo Sexo, Siglo Veinte, Bs.As.

120
rencia nos haría entrar en el «ámbito simbólico». Pues claro. ¿O es
que se puede hablar de lo humano sin remitirnos a nuestra carac-
terística más propia de «animales simbólicos»? Pero es que Posada
no concibe un pensamiento que no esté fundado en la legitimidad
de la tradición (ilustrada): «Y tal discurso (el de lo simbólico) para
ser explicitado desde el feminismo, tendría que romper todos sus
lazos con los paradigmas y las categorías de la razón en su historia
hasta el momento». 5 Pues de eso se trata. ¿Por qué esa insistencia
en la mediación masculina para seguir pensando y actuando polí-
ticamente?¿ Y por qué continuar en la línea de una tradición deter-
minada? A la hora de tener que elegir, existen otras que también
nos conducen a una emancipación que desemboca en la libertad y
no en lo políticamente correcto.
El feminismo de la diferencia parte de la filosofía del mismo
nombre, cuya lógica no es una lógica de los sujetos, sino de los
predicados, porque la vida no trata del ser, sino del devenir. Con
estos presupuestos no es extraño que el concepto mismo de Sujeto
se plantee de modo diferente. Deleuze utiliza este nuevo concepto
de sujeto para cargar contra un psicoanálisis para el que la historia
del sujeto está edificada sobre el árbol genealógico familiar. Es como
si nuestra aventura de vivir se redujera a actuar en el teatro del
inconsciente, un teatrito doméstico en el que siempre se represen-
ta la misma obra: Edipo. Papá, mamá y yo. Explorar en las raíces el
pasado familiar para alzarse hasta las ramas de un sujeto predeter-
minado es un auténtico aburrimiento además de irreal, pues afor-
tunadamente nuestras conexiones, deseos o experiencias con infi-
nidad de personas, objetos y aspectos de la vida aluden a un sujeto
no arborescente, sino rizomático. El rizoma constituye un modelo

5. POSADA, Luisa (1 998), Sexo y esencia, Horas y Horas, Madrid.

121
mucho más gozoso, vital y abierto a lo imprevisto, a lo desconoci-
do. Sus múltiples raicillas, que se extienden horizontalmente con
multitud de líneas de fuga, nos posibilitan crear un sujeto idóneo ·
para explorar la vida en lugar de someternos a los dictámenes de
los complejos familiares. Este sujeto nómada y real nada tiene que
ver con las entelequias ilustradas del cogito o del «principio de indi-
viduación» en busca de su forma. El nuevo sujeto es de carne y
hueso, de deseos y búsquedas, de fracasos gozosos y victorias
pírricas. Este sujeto es el sujeto de la vida y no el de la metafísica.
También en esta línea, Luce Irigaray argumenta su crítica
despiadada contra el psicoanálisis tradicional, pero desde una po-
sición de mujer, desde una posición de experiencia propia. Irigaray
enfatiza que las mujeres hemos perdido nuestra propia identidad
(no común, sino propia) por haber olvidado nuestra genealogía
matriarcalista así como la relación original con la madre. Como,
además, nuestro mundo simbólico es patriarcal, esto provoca que
las mujeres nos vivamos como seres neutros o en negativo, como
no varones, ya que carecemos de símbolos que nos vinculen a nues-
tra realidad.
En una continuidad de pensamiento, Luisa Muraro reinterpreta
lo que los psicoanalistas llaman el «corte» simbólico -por el que
pasamos de un estado natural de fusión con la madre al mundo de
la cultura y de la significación a través del lenguaje- como una
imposición que no responde a lo verdadero ni a lo necesario. «Por
el contrario, yo afirmo que el orden simbólico comienza a estable-
cerse necesariamente (o no se establecerá nunca) en la relación con
la madre y que el 'corte' que no~ separa de ésta no responde a una
necesidad de orden simbólico». 6

6. MURARO, Luisa (1995), El orden simbólico de la madre, Horas y Horas, Madrid.

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Este salto epistemológico restituye la función de la materni-
dad y la figura de la madre al nivel que corresponde a quien nos
enseña algo tan fundamental como vivir, amar o hablar, realidades
que pertenecen al mundo de la cultura y no sólo de la naturaleza.
Muraro arrebata así a la función paterna <::1 privilegio de introdu-
cirnos en el orden simbólico. Sin embargo, lo que me resulta pre-
ocupante es que la referencia omniabarcante a la madre anule otros
referentes con el mundo que también nos constituyen como suje-
tos ((rizomáticos» y plurifacéticos. Si bien el feminismo tendría que
re-significar o simbolizar la relación originaria con la madre como
un punto de partida irrenunciable, también es la madre quien nos
lanza al mundo, a la aventura de vivir, porque cortar el cordón
umbilical y enseñarnos a caminar constituyen igualmente actos sim-
bólicos que han de tener sus consecuencias y su explicitación. Pero
el no incidir en esta realidad hace que Muraro entienda la política
como una mera mediación entre mujeres sin otras relaciones sig-
nificantes con el mundo.
Desde esta posición uterina difícilmente se pueden plantear
propuestas que nos hagan avanzar políticamente. Así, el proyecto
desde un pensamiento de la diferencia queda abortado. La diferen-
cia sexual pierde su oportunidad de actuar como lo Otro, como la
negación de lo Mismo que niega a su vez nuestra diferencia como
significante.
Una posible linea de fuga ante esta situación puede ir por los
derroteros que señala Rosa M a Rodríguez Magda cuando escribe:

Otro camino a seguir explorando es el de la asunción de las


tematizaciones generales de la diferencia incluyendo a lo feme-
nino, lo cual no quiere decir necesariamente hacer un feminis-
mo esencialista de la diferencia, sino recoger lo positivo de la
crítica a lo Mismo, la deconstrucción, la diferencia, lo diver-

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so ... también para las mujeres como grupo marginado -y de
nuevo marginado en las filosofías de la diferencia-, utilizan-
do los recursos lógicos y gnoseológicos que aportan dichas ten-
dencias para la construcción de nuestra identidad genérica?

Una tercera posición desde la que poder plantear un nuevo


paradigma, políticamente hablando, se apoyaría en la crítica radi-
cal a un orden simbólico y real que se repite neuróticamente como
lo Mismo sin que una nueva lógica sea capaz de cortar el nudo
gordiano de la dominación. Sin duda que esa nueva lógica no ven-
drá desde el parloteo sideral del cogito, sino desde la experiencia
misma con la radicalidad del ser, es decir, con la madre, porque esa
es la lógica de la vida, del amor, del devenir en un mundo, de
momento, ajeno. Sin embargo, esa matriz de vida, más allá de la
lógica tradicional, ha de servirnos para inaugurar un sentido nue-
vo del Mundo y no para excluirnos de él. Convertir el significante
de la Madre en un fin en sí mismo, en un útero devorador, impe-
diría cualquier evolución humana.
Como movimiento político, el feminismo no se libra de la
quiebra general y si quiere seguir siendo, continuar existiendo
significativamente, tendrá que replantear sus posiciones ante una
nueva era cuyo abordaje se encuentra atascado por la falta de pers-
pectivas. El atender exclusivamente a «cuestiones femeninas» en
orden a la emancipación o la tentación de huida al reconfortante
útero simbólico clausura sin duda un tiempo de feminismos que
prometían transformar el mundo y cambiar la vida.

7. RODRÍGUEZ MAGDA, Rosa M• (1999), Foucault y la genealogía de los sexos,


Anthropos, Barcelona. Consultada igualmente la obra de Celia AMORÓS (1997),
Tiempo de feminismo, Cátedra, Madrid.

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