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Tulane University
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El cine hispanoamericano (July 2005)
ISSN: 1523-1720
Seguir la trayectoria del cine hasta nuestros días hace visible la línea de vida y
caída del propio sistema político que por más de setenta años se instituyó en el
poder no sólo como un partido dominante sino como la encarnación del gobierno y
el estado y, por tanto, del propio México. A partir de la pérdida de tutelaje
gubernamental sobre la sociedad civil, producida por movimientos como el
estudiantil durante 1968, la gran familia mexicana y, por supuesto, la madre como
figura estabilizadora, entran en una crisis que continúa hasta el día de hoy,
alegorizando en sus representaciones la propia crisis de la nación.
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El cine de la década de los noventa se inicia con una película que devuelve la vista
al momento de más intensa ruptura para la historia mexicana contemporánea: la
masacre estudiantil ocurrida el 2 de octubre de 1968. Rojo amanecer (Jorge Fons,
1990) cuenta el trágico episodio a partir del montaje fílmico en el interior de un
departamento de Tlatelolco en el que las principales transformaciones recaen,
como en otros tiempos los discursos de estabilidad, sobre el cuerpo femenino y
materno. En lugar de recurrir a su viejo padre o a sus hijos que huyen del ejército,
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la madre de familia decide asumir el mando de las acciones en una situación límite
en la que nadie ha de sobrevivir, salvo el hijo pequeño que ha de despertarse en el
"rojo amanecer." El filme de Fons abre la puerta hacia la narración de un estado
nacional en plena crisis, en el que ya ni siquiera el modelo mítico materno se
mantiene intacto al autoritarismo de un estado que, en la pérdida de su hegemonía,
aplicó todo "el peso de su ley" para buscar recuperar lo que ya estaba perdido: su
tutelaje sobre la sociedad mexicana. Las nuevas atribuciones al personaje
femenino y materno, caracterizado por la actriz más famosa del fin de milenio
María Rojo, son el punto de partida para un cine que se obsesionará –como hiciera
la época dorada- por discurrir las alegorías del estado nación al contar la historia
de la familia nuclear que, en este caso, pone al espectador frente a
un performance nacional en pleno quiebre.
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La nostalgia por la vida familiar surge desde distintos elementos que, en lugar de
devolver la paz al espectador, lo colocan en el borde de la afasia, pues lo que logra
Cann en esta serie de secuencias es hacer evidente el agotamiento de un discurso
tradicional del que sólo quedan restos. La intensidad del montaje alcanza una
ensordecedora incomodidad cuando vemos que el acompañamiento sonoro de este
reencuentro es el sonido del cuchillo eléctrico para carne traído por el padre como
regalo a la familia. El punto de quiebre en la nostálgica Crónica del desayuno es
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producido por la hija de la familia que, ante la presencia del padre y la feliz
respuesta de la madre, abandona al departamento para adentrarse en un posible
"afuera" de lo patriarcal pues como ella afirma: para ella su padre, efectivamente,
estaba muerto.
La primera toma del corto es la fotografía de una familia nuclear en la que la figura
del padre se destaca sobre las otras: hija y madre que, empequeñecidas, parecen
querer representar la sujeción total al padre carnal y al padre espiritual. Junto a la
foto vemos a una madre en plena representación de "la santidad y decencia
femeninas" al recordar a su marido el infaltable compromiso que tienen como
familia: asistir al homenaje planeado para el sacerdote de cabecera. Parecidas a los
retratos de las viejas familias porfirianas, estas familias –bien representativas de la
derecha en México- son todavía la base desde donde se controlan y censuran los
discursos y comportamientos sexuales en el país, siendo los más fervientes
"defensores" de la vida con la prohibición del aborto, así como de otras leyes que
siguen afectando la participación e igualdad de las mujeres. (7) Mientras la esposa
habla, el padre de familia reconoce un olor que marca la presencia del deseo en el
cortometraje. Queriendo descubrir la causa de ese "elemento sospechoso,"
presente en "su propio lecho," el esposo pregunta a su esposa: "¿No se te hace
como que huele a chivo?" La respuesta de la mujer es rotunda: no contesta y en
cambio afirma, como modo de desvío a su posible implicación en el olor a "chivo,"
que en el cuarto de la hija se han oído "ruidos de esos," sugiriendo que tal vez se
trate de la visita prohibida del novio al cuarto de la joven. Ya desde la primera
escena, queda en evidencia la imposibilidad de enunciar las "verdades" de esta
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familia, que serán descubiertas por una cámara que, sin pudor, reconstruye una
historia marcada y construida a partir de la práctica cotidiana de la doble moral.
El padre sale del cuarto; a continuación vemos que, del clóset, sale el amante de la
madre (novio de la hija como vemos más adelante): el "Chivito," que, como su
nombre lo indica, va dejando su rastro por toda la casa. El padre asume seriamente
su papel de protector de las buenas costumbres: encuentra a una hija que parece
esperar "algo" y a la cual recomienda rezar para tranquilizar su conciencia. Desde
los rostros de los actores, enmarcados en close up, el director de este cortometraje
construye su crítica e ironía pues se encarga de forzar una beatitud que, como
discurso, se fundamenta más en una actitud que en una "verdad naturalizada."
Mientras la hija "se tranquiliza," el padre decide irse a "echar unos frijolitos" a la
primer "casa chica" de las familias adineradas donde en un sinnúmero de obras
surgen los "hijos bastardos," elementos emblemáticos de la cultura nacional. En la
cocina, el padre y la sirvienta tienen relaciones sexuales frente a la olla de frijoles y
a la imagen del santo Pascual, a quien la sirvienta le pide perdón por "esa"
andanza. Asimismo, la sirvienta subvierte cómicamente el ícono de la virgen –que
vemos por todas las paredes de la casa- cuando su amante-patrón le pone la falda
sobre la cabeza emulando el disfraz de la santa patrona, convirtiendo así a lo
virginal en un fetiche erótico. El clímax sexual que alcanzan todos los involucrados
es acompañado de cantos gregorianos que a la misma vez van siguiendo el ritmo
de la acción de la pantalla. Sin embargo, en esa doble moral que se entreteje con la
culpa, ninguno de los tres miembros de la familia alcanza a completar su encuentro
erótico por la interrupción externa de algún otro miembro de la familia. Así, el
placer deseado –y sólo encontrado al margen de los discursos de su identidad
principal y "legítima"- tiene que esperar. De este modo, padre e hija (y madre en la
primera escena) dicen al despedirse de su amante particular o compartido: "me la
debes."
En esta suerte de sed que nunca acaba de saciarse, y que en definitiva parece ser
aún más motivada por el elemento de lo prohibido, Carlos Cuarón revela una
subversión en el interior de los discursos que condenan el cuerpo. En la escena
final conocemos el pacto silencioso que subsiste entre los padres pues la
intromisión del cuerpo del "otro" ha de equilibrarse cuando la mujer "comenta" a
su marido quien insiste en el olor a chivo: "pues como que también huele a
frijoles." Olores que simbolizan la caída al mundo de los placeres, que en este caso
también simboliza el roce con "otra clase social" y por lo tanto la corrupción no
solo del cuerpo sino también de la "decencia de la gente bien." En este montaje se
rompen, en el interior del espacio del "hogar," identidades y discursos monolíticos
que se mantienen como un valioso souvenir del pasado.
Danzón (1991) y Sin dejar huella (2000) de María Novaro, han sido filmes que, al
proponer la salida de personajes femeninos de su marco de referencia (tanto social
como familiar), los colocan en situaciones límite que les permiten experimentar,
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Una de las películas más impactantes en los comienzos de la década de los noventa
fue Danzón (1991), dirigida por María Novaro y escrita por su hermana, Beatriz
Novaro. La particularidad de su producción no se debió simplemente al hecho de
ser concebida por un equipo de mujeres, situación francamente rara antes de la
década de los noventa, sino por ser una de las primeras películas que en la pantalla
se encargó de contar una historia desde la experiencia cotidiana de las mujeres en
México. Cambiar el eje de narración sobre los modelos femeninos en el cine
mexicano, resultó muy significativo pues focalizarse en la representación de las
mujeres siempre ha constituido para el cine nacional la afirmación o subversión de
las estructuras de poder, confirmadas o negadas en los comportamientos
femeninos que, en este caso, podemos identificar ya sea como inmovilidad o
escapismo (Saragoza & Berkovich 24-27).
Julia, llevada a la pantalla por María Rojo, decide salir de su entorno familiar para
buscar a su compañero de danzón en el que parece haber depositado la
satisfacción cotidiana de su vida. Diversos críticos han planteado una y otra vez
que se trata de una película que narra el mundo femenino y/o una búsqueda de la
identidad femenina hasta entonces sólo propuesta por las instituciones
patriarcales. (8) Sin embargo, en este punto valdría la pena reflexionar que el
periplo realizado por la protagonista pareciera convertirse en un proceso de des-
identificación más que en una concepción fija de su identidad femenina. En su
escape, rompe con la supuesta dependencia psicológica que tiene hacia Carmelo y,
en esa ruptura, se separa del estereotipo femenino tradicional que en el fin del
milenio se presenta de una manera más bien paródica y por tanto inestable. Verla
asistir a los salones de baile, que fueron de época durante los cuarenta y cincuenta,
y verla en sus distintas actividades de mujer independiente en la posmoderna
Ciudad de México, hace sentir al espectador que Julia vive entre dos tiempos. Por
una parte sigue distintos modelos tradicionales y, por otra, representa a una mujer
autónoma que desde muchos años atrás ha salido adelante para mantener a su hija
rompiendo con el mito condenatorio de las mujeres solteras. Novaro coloca a su
personaje, más que como un ser dependiente, como un ser nostálgico de los
tiempos que ya no son, tiempos en los que, como en las pantallas del cine de la
época de oro, todos ocupaban un lugar bien definido sin transiciones ni
cuestionamientos. Vale la pena señalar que la vuelta de Julia al salón de baile ha
sido calificada por Saragoza y Berkovich como la alegoría que representó la
imposibilidad de la liberación de la sociedad mexicana del partido hegemónico PRI
en 1988. Haciendo una vez más alarde de su omnipotencia política, el PRI colocó
como presidente a Carlos Salinas de Gortari, cuando se creía asegurada la
transición a la democracia con el triunfo del candidato de oposición Cuauhtémoc
Cárdenas. Ya sea como una alegorización del estado de la nación o ya sea la
muestra clara de cuerpos individuales en descontrol, los filmes de Novaro han sido
ejemplares por crear situaciones que evidencian varios tiempos empalmados: los
discursos del viejo orden que conviven y se disputan con las irreductibles fisuras
del actual momento de crisis en todas las instituciones de la vida cotidiana. No fue
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sino hasta el 2000, que María Novaro volvió a focalizarse en la escritura de una
película dedicada a contar, nuevamente a partir de la desterritorialización de los
cuerpos femeninos, las migraciones culturales que al final del milenio parecen
estar, ahora sí, dirigidas hacia una democratización más radical en diferentes
niveles del registro narrativo. Sin dejar huella (2000), protagonizada por Tiare
Scanda y Aitana Sánchez Guijón, es una película que claramente muestra las
distintas posibilidades que han sido abiertas por la coproducción con otros países,
dejando fuera al estado mexicano como principal fuente de producción.
En Sin dejar huella, dos mujeres se encuentran en mitad del camino entre la
frontera norte y la frontera sur de México, evocando de esta manera la re-
enmarcación de las fronteras nacionales que, metaforizadas en sus propios
cuerpos, parecen dislocar lo tradicionalmente comprendido como nacional. La
primera seña de esta nueva manera de contar la mexicanidad surge de una historia
que es contraria a la tradicional hermandad republicana masculina, que durante
tantas décadas representó la imagen de lo nacional. Ahora, las protagonistas son
dos mujeres que salen disparadas al espacio público para desde allí repasar las
problemáticas que, desde el cuerpo social, siguen alcanzando a los cuerpos
individuales.
Aurelia deja su vida en Ciudad Juárez una vez que vende la droga que su novio
dejaba almacenada en su casa. Madre de dos hijos, sobreviviente del clásico
abandono masculino y trabajadora en una maquiladora de ropa, Aurelia decide
arriesgarlo todo y abandonar el sueño fronterizo que tantos latinoamericanos
persiguen al querer cruzar "al otro lado" de la frontera estadounidense. La
violencia que caracteriza la realidad de la frontera norte y los cuerpos que en ella
se inscriben, obliga a Aurelia a forjarse un sueño que disloca los conceptos de
modernidad cuando ella decide irse hasta el otro lado de México: Cancún, el sur,
visto como otro paraíso prometido. Después de dejar a su hijo mayor con la
hermana que la rechaza por calificarla de inestable, se aventura a cruzar el cuerpo
nacional. Es entonces que encuentra a otra mujer que, como ella, huye de la muerte
y de un sistema en el que la hipermasculinización sigue siendo el medio para
mantener bajo control la frontera nacional del norte. Ambas mujeres huyen del
estereotipo clásico de masculinidad, todavía fundamentado en la competencia del
uso de la pistola. Como si se tratase de un cuerpo femenino a controlar, la película
refleja cómo se vigilan, cautelosamente, las entradas y salidas por esa frontera en
la que se vive la encarnada lucha y compadrazgo entre autoridades mexicanas y los
carteles del narcotráfico. Novaro expone que ambos grupos pertenecen a un
mismo bando: buscan mantener las estructuras de poder dentro de las cuales
resulta inconcebible la rebelión de un miembro históricamente reconocido como
subalterno: las mujeres, en la primera parte de la película, y los indígenas hacia la
mitad del filme. Sánchez Guijón personifica a una "traficante de arte prehispánico"
que desde el comienzo nos sorprende por la seguridad con la que entra y sale del
cuerpo nacional. La puerta a México es para ella un agujero en la barda que
representa la frontera. Al momento de entrar, encuentra al oficial de policía con el
que ha establecido un juego de seducción / persecución. Su encuentro parece
exagerar en el oficial los comportamientos masculinos tradicionales: el acento
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más verdadero de vivir la nacionalidad, es subvertida por dos mujeres que parecen
disfrutar del sexo y de la compañía masculina, pero que a la vez no están
dispuestas a renunciar a la posibilidad de movimiento y auto reconstrucción, y a
ejercer, fuera del espacio doméstico, su ciudadanía. Si Danzón pudo representar
para algunos la metáfora del estado regido por un partido casi omnipotente del
cual era imposible escapar, la alegoría que propone Sin dejar huella, desde el
propio título, es la necesidad de transformar las estructuras que operan sobre los
cuerpos sociales e individuales. En esta película se propone la reinvención de los
espacios para así crear una sociedad que, aún con un destino incierto, ha
comenzado a experimentar la pluralidad política al tener un gobierno de oposición
en el 2000, por primera vez en más de setenta años.
Notas
(1) En 1988 el partido hegemónico de entonces, el PRI, hizo una vez más gala de su
"imposibilidad a aceptar el cambio," colocando a su candidato oficial, Carlos
Salinas de Gortari, como presidente electo. Es con la fuerza política que alcanzó el
candidato no reconocido como ganador, Cuauhtémoc Cárdenas, que se reconoce
por muchos el comienzo de la transición a la democracia posible, finalmente, en las
elecciones del 2000 con el triunfo de Vicente Fox, perteneciente al Partido Acción
Nacional.
(2) García Canclini afirma que "El espectador de cine es un invento del silgo XX [...]
Se aprendió a ser espectador de cine (15). La sala de cine entonces resulta una
metáfora del proceso en el que el individuo aprendió a pertenecer a una nueva
colectividad: la del espectáculo de las "vistas animadas" (15).
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(5) El impulso logrado por el presidente Salinas de Gortari (1988- 1994) tiene un
paralelo con el impulso al "nuevo cine mexicano" promovido por el presidente
Echeverría (1970-1976). Ambos presidentes intentaron apoyar al cine como una
estrategia de recuperación política en dos tiempos en los que el gobierno-estado
PRI, se encontraba totalmente debilitado: por la matanza de 1968 y por la
fraudulenta pérdida de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y la consecuente
imposición de Salinas de Gortari.
(6) Este corto aparece como un material adicional al DVD producido por Metro-
Goldwin-Mayer de la película Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2000).
(7) Si bien el feminismo "avanza con rapidez" como afirma Carlos Monsiváis
en Escenas de pudor y liviandad, no así la legalización del aborto, quien el mismo
autor propone como "la última frontera" (117) a cruzar en el imaginario heredado
de la moral cristiana en este caso identificada con los grupos de derecha en
México. Debate Feminista (Abril 2003) editó un número completo dedicado a "La
Derecha y sus derechos" en el que se discute ampliamente la situación del aborto
en México. El aborto, como afirma Monsiváis en su artículo para Debate
Feminista(Abril 2003) ejemplifica como para muchos el ejercicio de la libertad
sobre el cuerpo y la reproducción es aún "una traición a la patria" (3).
Bibliografía
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Monsiváis, Carlos. Escenas de pudor y liviandad. México: Grijalbo, 1988.
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