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EL PATITO FEO

Inicio:

Como cada año, la Señora Pata dedicaba sus veranos en la granja a empollar. Durante toda la estación, sus
compañeras de corral, además de agasajarla para que no se estrese, esperaban ansiosas a que los patitos salgan de
esos brillosos cascarones. ¿Por qué tanta expectativa? La Señora Pata siempre tenía los patitos más bellos de la zona.
Daban por descontado que este verano no sería la excepción.

Finalmente, el día tan ansiado llegó: los huevos empezaron a quebrarse uno por uno y de ellos se asomaron unas
pequeñas cabecitas color amarillo. Las patas, emocionadas, empezaron a llegar al corral de la Señora Pata. Ninguna
quería perderse ese momento.

En total, la Señora Pata había empollado siete huevitos. Uno de ellos tardó más que el resto en resquebrajarse,
aunque nadie lo notó. Todas las patas estaban hipnotizadas con esas pequeñas aves de corral que con paciencia se
desprendían de los cascarones que las cubrían.

Nudo:

Al rato, y cuando la calma volvió a lugar, comenzó a resquebrajarse el séptimo huevo, que era el más grande de todos.
Esta vez, las caras de las patas, atentas al fenómeno tardío, no reflejaron sonrisas sino más bien sorpresa. Algunas
hasta se olvidaron de pestañear por un largo rato.

El patito, que con alegría y movimientos torpes salía de su cascarón, no solo era más grande que sus hermanitos, sino
que además sobresalía por ser mucho más alargado, flaquito y feo.

La Señora Pata no solo se sorprendió por la apariencia de su hijo, sino que su vergüenza fue tal que con sus alas lo
apartó del resto de los patitos. No quería que la atención de sus amigas se centrase en la fealdad del séptimo patito,
sino en la belleza del resto.

El Patito Feo, luego de intentar sumarse al grupo y ser rechazado, se entristeció, pero mantuvo la esperanza de que,
con el correr de los días, su madre y hermanitos lo aceptarían como uno más de la familia. Pero no fue así. Los días
pasaron y la indiferencia fue en aumento, al igual que su fealdad. Esto hizo que el resto de los animales de la granja se
burlaran de su apariencia.

Una mañana, cansado del maltrato, el Patito Feo agarró sus cosas y, en silencio, para no despertar a nadie, se marchó
de la granja.

Caminó, caminó y caminó. Se propuso encontrar amigos que no se fijaran en su apariencia sino en su corazón. Tras
caminar varios días, finalmente llegó a otra granja, donde un anciano con boina roja y una sonrisa de oreja a oreja lo
alzó y lo llevó hasta la cocina de la casa que se ubicaba hacia el final del lugar. El Patito Feo saltaba de alegría: al fin
alguien lo quería.
Pasaron apenas unos minutos hasta que el Patito Feo descubrió que el señor tenía en mente hacer un guisado y que
¡él era el ingrediente principal! Apenas se distrajo en busca de una olla, el Patito Feo huyó por la ventana y emprendió
una nueva caminata. Los meses pasaron y el pequeño aprendió a valerse por sí mismo en soledad.

Desenlace:

Tanto caminó el Patito Feo, que volvió a ser primavera. Una calurosa mañana de esa estación que lo había visto nacer,
escuchó cómo unos cisnes se divertían en un lago cristalino. La temperatura era tal que se valió de coraje, aceleró el
paso para acercarse y les preguntó, con timidez, si podía bañarse con ellos.

Con sorpresa, uno de los cisnes le respondió:

– ¿Cómo uno de los nuestros no va a poder disfrutar de estas aguas cristalinas?

Los ojos del Patito Feo se llenaron de lágrimas y con la voz casi quebrada le respondió:

– ¿Por qué se burlan de mí? Yo no tengo la culpa de ser un pato feo y torpe, en lugar de un bello cisne como ustedes.

Una vez más, el mismo cisne interrumpió su baño para responder:

– No nos estamos burlando de tí. Mírate en el reflejo del agua. Eres uno de los nuestros.

Siguiendo el consejo del bello cisne, el Patito Feo se asomó al lago. Al ver su reflejo en la superficie, no podía creer la
imagen que el agua le devolvía.

Ya no era más ese horrible patito que había tenido que abandonar a su familia, sino un bello y elegante cisne.

Quizás, el más bello que jamás había visto.

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