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EL EMPERADOR Y LAS SEMILLAS DE FLORES

En un remoto reino, hace muchos años, la guerra había desangrado el país y la última
batalla acabó con la vida del emperador. La población quería una vida de paz y exigió al
Consejo del Reino, que elevaran al Trono a alguien verdaderamente amante de la vida.
En el Consejo estuvieron pensando y pensando ¿cómo hacer esta selección tan
delicada? Decidieron convocar al pueblo para que seleccionaran una persona joven y de
buena salud, que consideraran la mejor para ocupar el Trono.

A los pocos días, cientos de jóvenes fueron llegando al palacio real. En un pueblito
lejano de las montañas se encontraba Isabel, una joven pastora que ese pueblo había
seleccionado. Isabel, a punto de partir, dijo a sus padres:

-Yo no quiero ser la futura emperatriz, ¿qué haré yo como emperatriz?


-Hija, nuestro pueblo cree que tú nos conducirás a una vida de paz -respondió su
madre-. Pero la decisión, de ir o no ir, la tienes que tomar tú.

Y así lo hizo. Ya que Isabel amaba mucho a la gente, decidió aceptar el pedido de su
pueblo y viajar a la corte. Entonces emprendió un largo y peligroso viaje, atravesando
ríos y bosques, hasta que llegó al palacio real. Una vez allí, no se encontró sola.
Estaban ya miles de muchachos y muchachas de todo el reino, reunidos en el gran
Salón del Trono.

El Consejo del Reino les dio la bienvenida y su portavoz les dijo:


- Cada cual va a recibir una semilla. La plantará y la cuidará con su propia mano en la
tierra de su pueblo natal, y cuando venga la primavera, nos reuniremos de nuevo aquí,
cada cual con su planta crecida en una maceta. Quien tenga la planta con la flor más
hermosa, será quien ocupe el Trono.

Muchachos y muchachas formaron filas ante cada integrante del Consejo, que fue
repartiendo a cada cual la semilla que tenía que plantar. Isabel tomó su semilla y con
mucho cuidado se la guardó y emprendió el camino de vuelta a casa.

Una vez en su pueblo, Isabel plantó la semilla en una maceta con la mejor tierra de sus
montañas y la regó. Los días pasaban, pero en esa maceta nada aparecía. La regó y
esperó, pero los meses pasaban y nada sucedía allí. Añadió nueva tierra, la abonó y
regó, la cambió de lugar, le cantó y animó, pero nada. No brotaba nada. Isabel ya no
sabía qué más hacer, y la semilla no respondía.

Cuando por fin llegó la primavera, ella sabía que era hora de realizar de nuevo el largo
viaje hacia el palacio real. Pero también sabía que no valía la pena ir, porque de su
maceta no había brotado ni una sola flor. Por una parte, se alegraba, porque ella no
tenía deseos de cambiar su vida sencilla por la de una Emperatriz. Pero estaba a la vez
con pena porque temía dejar en mal lugar a su pueblo natal. Decidió consultar a su
pueblo, mostrándole su maceta:
- Querido pueblo, la vez pasada acepté su nombramiento por el amor y respeto que les
tengo, para dar a conocer todo lo bello y bueno que el país tiene en ustedes y en estas
hermosas tierras. Y fui a palacio, a pesar de que no quería cambiar mi vida entre
ustedes por la vida de Emperatriz. Pero esta vez ¿qué sentido tiene ir? Vean mi
maceta: no tiene ni siquiera una flor. Si voy, les dejaré en mal lugar.

El pueblo inmediatamente hizo corrillos para discutir entre ellos qué responder a
Isabel. Luego empezaron a expresar sus conclusiones:
- No tengas vergüenza en ir, querida Isabel. Nuestro pueblo nunca ha pretendido ser
mejor que otro. Sólo somos un pueblo hermano de otros pueblos que quiere compartir
con ellos su búsqueda de paz, no quedarse al margen - dijo una anciana.
- Debes ir, Isabel. El cielo querrá que sigas viviendo en nuestra aldea, pero faltar a la
cita nos dejaría en peor lugar que llegar con la maceta sin florecer -dijo Fernando, un
adolescente que sentía un gran cariño por Isabel. En todo caso, la decisión es tuya.
La mayoría respaldó estas conclusiones e Isabel se pasó la noche reflexionando. Al
amanecer, decidió coger la maceta e ir a la cita en el palacio.
¡Qué maravillosa escena había cuando llegó al gran Salón del Trono! Los muchachos y
muchachas estaban otra vez allí, frente al Consejo del Reino, pero ahora con sus
macetas repletas de hermosas flores. Si una flor era bella, la otra aún lo era más.
El Consejo se desplazó por el salón para examinar las macetas, una a una, y tomar su
decisión. Cada integrante iba alabando a los muchachos y muchachas que saludaba, por
las hermosas flores de sus macetas. Así pasaron horas y horas en ese gran salón
resplandeciente de flores y de la emoción de los corazones juveniles con la
expectativa del trono.
Isabel casi ni se veía entre todos, triste porque su maceta no estaba florida. Las
consejeras y consejeros iban terminando su recorrido y se reunían para conversar
entre sí.
Uno de los sabios llegó al final de su recorrido a divisar la maceta de Isabel, quien
cabizbaja, ni le vio regresar en silencio a reunirse con los demás. Seguía con los ojos
bajos cuando el sabio regresó de nuevo, esta vez seguido de todo el Consejo, y le dijo:
- Amada niña, tú vas a ser nuestra Emperatriz.
Isabel levantó la vista para ver a quién habían elegido y vio que el Consejo en pleno la
rodeaba a ella, y en sus rostros brillaban sonrisas de afecto y dicha.
Pero, si mi maceta no ha florecido, y el Consejo dijo que el Trono lo ocuparía quien
tuviera la flor más hermosa - dijo suavemente Isabel.
Así fue, como dices -respondió el sabio -. Pero todas las semillas que repartimos
estaban tostadas y ninguna podía florecer. Queríamos asegurarnos que el Trono lo
ocupara una persona honesta, y por tu honestidad el reino te necesita como
Emperatriz.
EL PLATO DE MADERA”

Ocurrió hace mucho tiempo en un remoto lugar, aunque me consta que la historia se
repitió en distintos lugares y en distintos tiempos, ¡si es que hay hechos que no
cambiarán nunca!

A la hora de comer se sentaban en la mesa, abuelo padre de padre, hija nieta de


abuelo, y nuera madre de hija, esposa de padre. El abuelo en su categoría adquirida
hacía ya algunos años cumplía con la edad, y como no, con los síntomas que estas
edades suelen regalar independientemente de los méritos obtenidos. Al abuelo le
temblaban las manos permanentemente lo que dificultaba sobre manera el poder
comer, lo que conllevaba la caída de comida y no pocas veces la del plato con el
resultado que nos podemos imaginar.

El hijo siempre se estaba quejando de la comida que al padre se le caía, de los platos
que rompía, que esto no podía ser, que mira el viejo que poco cuidado tiene, que, Qué
se piensa, esto no puede ser, pero a esto le pongo yo solución, Comentaba a su esposa
constantemente, ella callaba y asentía con un gesto entre irónico y socarrón, que él
nunca supo ver.

El hijo era un hombre versado en buscar soluciones de ingenio fácil y sopesando que
era mucho el peso de algún plato roto, se dispuso a buscar un remedio estrujando la
viscosidad que el tenía por cerebro. La viscosidad siguió haciendo lo de todos los días,
dormir, y él creyó dar con la idea adecuada, y se puso manos a la obra.

Cogió un buen pedazo de madera y comenzó a darle forma, tampoco era cuestión de
hacerlo de cualquier manera pues un padre es un padre. En un par de horas la gran
obra estaba terminada, estaba todo orgulloso pues había puesto solución a un
problema, con gran ingenio, -¡si es qué cuando uno se pone a pensar el mundo gira!

Al abuelo seguía cayéndosele la comida, pues el tembleque no tenía remedio, también


seguía cayéndosele el plato, pero eso si ya tenía arreglo pues un plato de madera no
rompe al caer. –Ahora ya tengo el problema solucionado, se acabaron los platos rotos. -
Problemas a mí…, si cuando me pongo... ¡va a ver el viejo! ¡tiene un hijo que es la ostia!

La hija, viendo lo que hizo el padre le dio que pensar y comenzó a ver como en unos
segundos el tiempo transcurría ante sus ojos a velocidad de vértigo, y vio el futuro,
por lo que decidió adelantarse a los acontecimientos venideros. La madre que le había
adivinado la intención la animó a llevar acabo su propósito.
El padre llegó a casa a la hora de costumbre, con el cansancio de costumbre y la
costumbre de costumbre, acostumbrando a ver que es lo que estaba haciendo su hija
pues siempre estaba haciendo algún tipo de trabajo manual, era una niña muy creativa
y eso a su padre lo tenía maravillado.

Como no podía ser menos, estaba trabajando sobre un trozo de madera el cual parece
que estaba recibiendo cierta forma, de momento no muy perceptible, el padre se
acerca y pregunta; Qué estas tallando, Es una sorpresa y de momento no te lo puedo
decir, Pero puedes darme una pista, Papá por favor, una sorpresa es una sorpresa, y no
hay pistas que se puedan dar, eso me lo has enseñado tú, Tienes razón, perdona, al
menos dime si tardarás mucho en terminarlo, No, no lo creo, tengo que fijarme un poco
en el abuelo y con su ayuda esta semana lo termino, Ah, tiene también participación el
abuelo, y yo no puedo saberlo, Papá, no te pongas celoso tú ahora, el abuelo me ayuda
porque el también quiere poner su parte y porque es algo para ti, ¡hala! ya está, ya me
has hecho decir algo que no debía, y ahora ¡vete! y déjame trabajar, antes de que meta
más la pata y deje de ser sorpresa., Vale , vale, ya me voy, que carácter tiene esta
niña, con solo ocho años, cómo se parece a su madre.

Transcurrió la semana entre el colegio y la talla de la madera, y el sábado por la tarde


estaba terminada. Con la ayuda del abuelo buscaron una caja donde poder guardar el
regalo y se dispusieron a envolverlo para darle más emoción cuando se lo entregaran al
padre. La niña pensaba que al padre le haría mucha ilusión recibir un regalo así, pues él
había hecho lo mismo con el suyo; y la niña creía que esto debía ser una tradición
familiar y que el padre de alguna manera le había insinuado que ella debía hacer lo
mismo, y ella decidió no esperar tanto y adelantarse a los acontecimientos haciéndolo
ahora, antes de que su padre fuese tan viejo como el abuelo, así podría disfrutarlo
más tiempo.

El domingo después de comer, con el postre, la niña hace entrega al padre del regalo,
el padre todo emocionado se dispone a abrir el paquete, creyendo que debe ser alguna
figura; caballo, jugador de fútbol, perro, pájaro, moto, etc., etc. Cuando levanta la
tapa y observa lo que hay dentro, (un plato de madera, como el que le hice a mi
padre…) los ojos se le quieren salir de las órbitas, la cara se le desencaja y una cierta
palidez aflora inesperadamente y se instala en su rostro sin previo aviso. –Papá, te
gusta, pregunta la niña toda emocionada. Con un sonido sordo salen muy
dificultosamente las palabras. –Sí… sí…es…muy…bonito, no me lo esperaba…-Como tú le
regalaste uno al abuelo, yo te regalo uno a ti, lo puedes usar ahora o cuando tengas la
edad del abuelo, eso como tú quieras.

Entonces y por primera vez en mucho tiempo comenzó a comprender algunas cosas que
tenía olvidadas o que no se había parado a pensar en ellas. Cogió los platos de madera y
los rompió, desde entonces miró a su padre de otra manera, era el ser que le había
dado parte de la vida y sus enseñanzas y ahí estaba luchando día a día con los avatares
y el deterioro del tiempo que no perdona, sin otra elección que arañarle un poco de
dignidad a los días que transcurrían tan lentos y penosos.

Él se preocupó todos los días de dar de comer a su padre, de limpiar los restos de
comida, de recoger los pedazos de los platos rotos. En la mirada de su mujer se podía
leer con toda claridad, la moraleja y el asentimiento de que rectificar es de sabios
aunque se tarde mucho en darse cuenta. –Si mujer ya lo sé, tenías toda la razón, y que
lección me ha dado tú hija con tan solo ocho años, ¡caray!, lo que no quieras para ti no
lo quieras para nadie.
La moraleja que se podría aplicar aquí, es tan vieja como el mundo aunque como los
orígenes del mundo, también ha sido olvidada.

“Cuando tengas cuarenta años no debes olvidar que has tenido quince años, y que
tienes posibilidades de llegar a los ochenta”

“Hijo eres, padre serás, como hagas, así te harán”

Si ya me lo decía mi abuela, la tontería no tiene edad rapaz, da igual que tengas


veinte “cá” cuarenta, el tonto es eterno e imperecedero. Es como el enamorarse, o con
quince o con ochenta, se cometen las mismas tonterías, la tontería no tiene edad, ya
me lo decía mi abuela (carallo, qué razón tiña)…
LA NIÑA INVISIBLE

Había una vez una niña que se llamaba Marta. Vivía en una casita situada en un valle,
a la derecha encima de una montaña estaba el pueblo blanco (le llamaban así porque la
mayoría del tiempo estaba cubierto de nieve) y al otro lado, sobre una colina, se
encontraba el pueblo verde (estaba siempre lleno de césped).

Los niños del pueblo verde lo pasaban muy bien. Los que peor lo pasaban eran sus
animales, porque los molestaban continuamente.

Los del pueblo blanco también vivían muy contentos, pero sus plantas tenían dificultad
de salir por el frío que hacía y los niños las pisaban y cortaban continuamente.

Los niños de estos dos pueblos no eran amigos. Marta vivía en medio, era amiga de los
animales y las plantas y también quería ser amiga de los niños de sus pueblos vecinos,
pero ellos no la querían porque no pertenecía a sus pueblos. Marta lo había intentado
todo, pero nada le daba resultado, se sentía cada vez más sola y un buen día de tanto
llorar se convirtió en invisible.

Como era invisible, tanto los niños del pueblo blanco como los del pueblo verde no se
daban cuenta de su presencia, y Marta estaba con ellos y les estropeaba las trampas
que preparaban para cazar a los animales y protegía el crecimiento de las plantas.
Marta también pasaba muchos ratos con los niños del pueblo blanco, y sin que se
dieran cuenta les desviaba todos los misiles y armas que tenían preparadas para
atacar al pueblo verde.

Puesto que Marta conseguía todas las trampas de los niños del pueblo verde, éstos
tuvieron que inventarse otros juegos para distraerse. Marta procuraba que los nuevos
juegos no fuesen tan salvajes y así empezaron a jugar con los animales y a cuidarlos.

Los del pueblo blanco por no aburrirse inventaron otras actividades y así fue como
empezaron a cuidar las plantas.
Después de algún tiempo empezaron a interesarse por los juegos de los demás;
pensaron que quizás jugar con ellos sería más divertido que pelearse y así fue como
que las niñas y niños del pueblo verde y del pueblo blanco se hicieron amigos y jugaron
juntos en el valle.

Aquel mismo día Marta dejó de ser invisible y estuvo muy contenta porque tenía
muchos amigos y a nadie le importó que no fuera de su pueblo.
El traje nuevo del Emperador
[Cuento infantil. Texto completo]

Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que
gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por
el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto
para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el
Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días
llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que
se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas
telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las
prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a
toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente
estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría


averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría
distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer
la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que
pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la


máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de
mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que
trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una
cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido
o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por
sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar
primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes
de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos
estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es


un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues
tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos
embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos
ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-.
¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba


magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre
seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios
santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que
saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir
que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los


lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha
gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de
los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse
las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban
para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó
en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar


el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió
lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y
explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy
fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela
que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel
soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el


Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar.
Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los
dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los
pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni
hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese


Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío,
creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto?
¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado
miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba


nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué
bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella
tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa,
elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía
extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que
se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores
estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese
que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano.
Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas
sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes,


levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas
son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo,
mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada
había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos
bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas
del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al
Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el
Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo


y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la
calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y
volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo
como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada
del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el
Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas,
decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué
hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido
por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido
tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se


fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas
pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas
de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN

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